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Dilemas de la Comparación, la Similitud y la Diferencia

en la Antropología y en el Análisis de Redes Sociales

Carlos Reynoso
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES1
https://uba/Academia.edu/CarlosReynoso
billyreyno@hotmail.com
Versión 12.08 – Diciembre de 2018
Revisión del 7 de Agosto de 2022

1. A MODO DE JUSTIFICACIÓN

El carácter dudoso de la noción [de clase] es en sí


mismo un hecho notable. Pues no hay nada más
básico al estudio del pensamiento y el lenguaje que
nuestro sentido de la similitud, nuestro ordena-
miento de cosas en clases. […]
No podemos imaginar una noción más familiar o
fundamental que ésta, o una noción más ubicua en
sus aplicaciones. En este sentido vale tanto como la
noción de lógica: como la identidad, la negación, la
alternancia, y todo eso. Y sin embargo, extrañamen-
te, hay algo lógicamente repugnante en ella que nos
desconcierta cuando tratamos de relacionar la no-
ción general de similitud, significantemente, con
términos de la lógica.
Willard van Orman Quine (1969: 116)

Podríamos, por ejemplo, perpetuar el error conteni-


do en las propias palabras "método comparativo".
Estas palabras implican, erróneamente, que algunas
investigaciones no son comparativas. Es un error
porque toda conducta, y por ende toda investiga-
ción, entraña comparaciones: comparaciones con lo
que fue, con lo que podría ser, con lo que podría ha-
ber sido. […] Pensar sin comparación es im-
pensable.
Guy E. Swanson (1973: 145)

Recientemente me ha tocado asesorar, evaluar o participar en proyectos de investigación


en los que, por una razón u otra, se hacía necesario estimar similitudes y diferencias
entre dos o más modelos de redes sociales, entre mapas axiales de distintas ciudades,

1
Los aspectos técnicos de este trabajo se desarrollaron con recursos del proyecto “Redes dinámicas y mo-
delización en antropología – Nuevas vislumbres teóricas y su impacto en las prácticas”, UBACYT
20020130100662 (Programación Científica 2014-2017/2018).

1
entre objetos, asentamientos, piezas musicales, diseños e imágenes de distinto grado de
complejidad o diferente dimensión geométrica, o entre instituciones, ideas y prácticas
culturales o simplemente entre diversos conjuntos de datos métricos, numéricos y cuali-
tativos de los géneros antropológicos más variopintos, desde los más inclinados a las
matemáticas hasta los más resueltamente impresionistas. En todos esos casos, por varia-
dos que esos proyectos lucieran a simple vista, se trataba de realizar comparaciones o de
obtener resultados susceptibles de compararse, faena a la que desde siempre se ha dado
por supuesto o bien que la antropología es capaz de ejecutar en un proverbial nivel de
excelencia, o bien que es aquello que la disciplina sabe y puede hacer mejor que nin-
guna otra por cuanto es la diversidad el factor que la define (cf. Clarke 1979; Blom-
maert y Verschueren 1998; Benhabib 2002; Fox y Gingrich 2002; Hannerz 2010; Low y
Merry 2010).
No es un hecho que existan, empero, acuerdos pan-antropológicos sustantivos sobre la
comparación; tampoco es verdad que nosotros los antropólogos hayamos descubierto
los resortes íntimos del método o producido un conocimiento revelador capaz de justi-
ficar y de imponer ante las disciplinas del mundo las prácticas comparativas que nos son
propias. Me inclino a sospechar, más bien, que la mayor parte del tiempo hemos estado
aplicando irreflexivamente una constelación de técnicas de proveniencias varias no
siempre concertadas cuyos resultados hemos decidido con antelación pero que (gracias
a un aparato inductivo explícita o implícitamente estadístico) pasa por actuar indepen-
dientemente de nuestra voluntad, poseer un fundamento riguroso y hallarse más bien
exento de complicaciones. Dando por sentada la idoneidad de un procedimiento que
atraviesa a toda la disciplina, una alta proporción de nuestros profesionales actúa como
si pensara que es natural que una antropología comparativa teoréticamente orientada se
resuelva ya sea enfatizando las distancias que median entre nosotros y los Otros (si es el
caso que se simpatice con el particularismo), o enalteciendo la significancia de similitu-
des manifiestas o latentes (si en vez de eso el investigador suscribe a tesis universalis-
tas). Ahora bien, a excepción del que se documentó etnográficamente en Naven, no co-
nozco un solo caso en toda la antropología y en ciencias conexas en el que el ejercicio
de una investigación descriptiva o comparativa haya logrado transformar el marco ideo-
lógico del investigador que la lleva a cabo o inculcar una línea teórica específica a quie-
nes pensaban de otra manera (cf. Bateson 1958 [1936] ). Tanto los igualadores como
los diferenciadores comparten además una misma premisa panductiva que hace que un
solo resultado basado en muestras de un solo ejemplar o de unos pocos de ellos, o un
solo conjunto de actos de observación en nuestra cultura favorita se haga extensivo sin
más trámite a todos los actores y a todos los rasgos de una sociedad dada o se deslice
hasta cubrir las claves del funcionamiento del número de sociedades que el investigador
requiera.
Pero que prevalezca la similitud o que impere la diferencia entre las lenguas, las ontolo-
gías o las concepciones del mundo no está grabado a fuego en la imagen que las culturas
devuelven a nuestra mirada, ni es un dato observable, ni se mide en números absolutos o
independientes de escala. El juego que se ha impuesto entonces no consiste en una pon-
deración única en la que podríamos obtener un valor intermedio que oscila entre los
2
extremos de la identidad perfecta y la disimilitud absoluta, sino que se desenvuelve bajo
la guisa de dos ejercicios contradictorios cuyos desenlaces pueden inferirse de antemano
por poco que se conozca el perfil personal de los investigadores y con total independen-
cia del objeto que se trate. El problema magno de una disciplina como la nuestra no es
que no se puedan predecir los resultados de ninguna indagación, sino que los resultados
importantes de los estudios comparativos son rutinariamente predecibles en función de
dicho perfil. Sea cual sea el fenómeno investigado puede apostarse que quienes estén
del lado particularista siempre encontrarán diferencias e inconmensurabilidades en el
mismo nudo empírico en que los universalistas sólo ven similitudes o una tenue diver-
sidad, aunque los cálculos desplegados en uno u otro caso sean equivalentes o busquen
ser –inducción mediante– filosófica, científica o políticamente neutrales, como si los
datos hablaran por sí mismos, los métodos estuvieran a la altura del objeto, el tiempo de
resolución de los problemas fuera un factor irrelevante y las teorías legitimadas por el
uso no pudieran sino reflejar las cosas tal cual son.
El hecho es que hay una grieta que atraviesa las prácticas y que ha impedido hasta hoy
cualquier principio de acuerdo entre las partes en disputa. Por empezar, el juego limpio
brilla por su ausencia. Muerto y olvidado Gregory Bateson [1904-1980], nadie ha en-
contrado nunca un resultado que repugne a su propia ideología ni identificado una difi-
cultad metodológica que le impida llegar a la conclusión que desea. Nadie ha concedido
a teorías que son rivales a la que él o ella sostiene una cuota de razón, pues en ninguna
ciencia humana en que se desarrolle una discusión de semejante calibre el empate o el
acuerdo entre posiciones distantes ha sido nunca una opción. Encontrar coincidencia
entre las partes (o concordar en una única solución equidistante) tipifica como un pro-
blema intratable o, más precisamente, como una formulación sujeta a lo que en algunos
rincones de las matemáticas se conoce como un teorema de imposibilidad: un dilema
cuyo carácter de tal no depende ni de la blandura de las ciencias que hemos escogido, ni
de la escasez de datos o fondos disponibles, ni de la perspectiva adoptada, ni de la buena
voluntad que se ponga, ni del estado del conocimiento en éste o en aquél lado de la Gran
División que se ha impuesto entre las ciencias a las que creemos capaces de hacer prác-
ticamente lo que quieren y las disciplinas que se resignan a hacer apenas lo que pueden,
división que por taxativa que se la crea hace ya rato que no da más de sí.2

2
Aprovecho esta referencia para llamar la atención sobre el hecho de que ha sido en las ciencias que cree-
mos “duras” donde se ha ahondado en la problemática de la intratabilidad, la inadecuación, la incompleti-
tud y –sobre todo– la imposibilidad; la antropología, pese a presumir de apego a una disciplinariedad
blanda, a un probabilismo flexible, a un pensamiento débil y a una reflexividad constitutiva, ha prodigado
desde siempre un discurso despreocupadamente asertivo al cual cree capaz (como ha dicho un latouriano)
de dar cuenta de las cosas como son a través de “una observación lo más cercana posible a lo que ‘real-
mente sucede’”, una aserción panglossiana que parece broma pero no lo es y que nos retrotrae al empiris-
mo trascendental de los años 30s o a la fenomenología tautegórica de los 60s (Renard 2015: 113; Bórmida
1976). Nótese que quienes sostienen juicios de este calibre distan de ser positivistas laplacianos. Hay
quienes admiten que las cosas son algo más complicadas que eso, pero hasta hoy son pocos los que toman
en serio que en toda disciplina, por robusta que se pretenda, existen tanto posibilidades desatendidas co-
mo dificultades formalmente insuperables en el ejercicio de buena parte de las operaciones comparativas,
puntos que pretendo probar en este libro más allá de toda duda razonable.

3
La situación es desalentadora: como la hipótesis nula siempre pierde, las definiciones
son vagas y los métodos manipulables, sólo resta que cada uno de nosotros simule de-
mostrar a lo largo de su experiencia en una ciencia comparativa lo que en cada circuns-
tancia necesita probar, fingiendo que uno se rinde frente la evidencia como si no se la
hubiera manipulado para que suceda lo que se pretende. Y eso es, metodológicamente
hablando, lo que ha estado sucediendo la mayor parte del tiempo. Es improbable que
tamaña contrariedad se resuelva de un solo golpe, pues la detección y resolución de esta
clase de dilemas es particularmente complicada. Nunca existirá consenso sobre la escala
adecuada de abordaje de un problema comparativo, ni sobre la forma de definir las
unidades a tratar, o sobre si un dominio conceptual determinado posee alguna entidad
ontológica, semántica o pragmática que permita singularizarlo como un espacio distin-
tivo en el que se librarán a satisfacción de todos las escaramuzas de la comparación (cf.
Goodman 1960  versus Levinson y Evans 2010).
Un problema así planteado es inherentemente insoluble y no se torna tratable sólo por-
que se amplíe o se reduzca el número de factores contemplados, o por la finura argu-
mentativa que se despliegue, la amplitud de la muestra que se recoja, el marco teórico
que se adopte o los decimales de precisión que se añadan. Eso sí ( y esta afirmación es lo
que me diferencia de, por ejemplo, un Renato Rosaldo, un Richard Shweder o una Ro-
sana Guber), nada de ello es culpa de que la nuestra sea una ciencia blanda o de que
nuestro objeto sea particularmente ingobernable o más desbordante en materia de mati-
ces cualitativos que el que les ha tocado en suerte a las ciencias más exactas. En rigor,
cuando la comparación está en juego no percibo contrastes mayores en la forma en que
se construye y trata el objeto en una o en otra clase de práctica, en el éxito predictivo de
los modelos que se construyen en torno suyo o en la naturaleza y calibre de las falacias
en que podría incurrirse.
Igual que en las transiciones de fase de los procesos de la más aguda complejidad, la
misma línea de falla y la misma invariancia se presentan independientemente de la onto-
logía y de la escala de observación en todas las ciencias existentes. Definir algo que sea
meramente un objeto coherente de investigación en una disciplina cualquiera ya impli-
ca, bien mirado, una delimitación taxonómica previa, un océano de simplificaciones, un
posible acto de violencia ontológica y un salto de fe. Alcanza que uno se proponga –
pongamos– estudiar comparativamente la cognición a través de las culturas para que al-
guien salga al cruce y le espete razonablemente que bajo toda una panoplia de premisas
puede que no existan objetivamente entidades tales como las culturas, las sociedades y
el conocimiento.3 En las ciencias formales, mientras tanto, se da la misma situación
cuando se quieren definir con validez universal cosas tales como espacios, manifolds,
fractales o pruebas matemáticas y sus respectivas semejanzas, contrastes y criterios de
demarcación.

3
Al menos un importante arqueólogo, Robert Bednarik, quien suena un tanto peculiar pero no es ni
remotamente posmoderno o pos-estructuralista, piensa de ese modo casi neo-batesoniano (diríamos) y lo
justifica con amplia plausibilidad.

4
Aunque no sea miembro del club nominalista y aunque lo último que se me ocurriría en
la vida es adoptar una tesitura conciliadora con el realismo filosófico, fingir equidistan-
cias inauténticas o proclamar que nada se sabe, que llegó la hora de la ciencia pos-
normal y que todo vale, reconozco que en cada una de las posturas extremas de la simi-
litud y la diferencia se alberga ( y conviene tomar esto en serio) bastante más que una
pizca de fundamento. Pero no han sido el relativismo, ni el posmodernismo, ni el pos-
estructuralismo, ni la deconstrucción, ni el constructivismo radical, ni la pérdida de la
certidumbre matemática, ni el advenimiento de la pos-verdad los responsables de este
estado de cosas; la problematicidad de la cuestión comparativa (como habré de demos-
trar) ha estado allí desde siempre y ha estado en todas partes, y seguirá allí por más que
nuestra ciencia o las otras ciencias logren encontrar alguna vía hacia lo que alguna vez
se llamó progreso del conocimiento. El método comparativo, por añadidura, sigue a la
espera de una especificación cabal que dé cuenta además de su constancia o su varianza
a través de los diferentes objetos que componen el espacio temático de una disciplina o
de las diversas disciplinas en que se reparte una episteme.
No pocos científicos han llegado a pensar que todo lo sólido se disuelve en el aire y que
sus objetos se les van de las manos. Mientras que los relativistas Nicholas Evans y Ste-
phen Levinson (2009 ), por ejemplo, piensan que no hay ningún conjunto de rasgos y
valores de variable que permita hablar de “lenguaje” como dominio global o como fenó-
meno congruente y homogéneo presente en todas las culturas, Noam Chomsky (2007
) piensa (o al menos pensaba) que hay una sola Gramática Universal y por ende una
sola lengua humana en una multiplicidad de variedades cuyas leves diferencias recípro-
cas discurren a un nivel superficial. Mientras que la vieja antropología marxista sostenía
que las economías primitivas podían ser tipificadas y comparadas de algún modo y que
con el pensamiento de Marx ya bastaba como aparato conceptual para cualquier propó-
sito teórico o práctico (desde la explicación de las ideologías hasta la Revolución) de la
Francia de Baudrillard llegó la consigna posmoderna de que lisa y llanamente “no hay
economía” y que tampoco hay ni hubo ni habrá inconsciente / política / sujeto / indi-
viduo / subalternidad / necesidades / muerte natural / violencia doméstica / cognición o
lo que fuere en nuestra sociedad o en las sociedades Otras. No ha faltado quien dijera
que ni siquiera hay o han habido sociedades o culturas y que la antropología debería
repensar su objeto característico, o admitir que no tiene ninguno que le pertenezca, o
que todavía no ha dado en el clavo de las operaciones a emprender para definirlo e inter-
pelarlo de manera aceptable para propios y ajenos (Baudrillard 2000 [1973]: 47-48;
Murdock 1972: 19; Abu-Lughod 1991; Brightman 1995; Bruman 1999; Viveiros de
Castro y Goldman 2012 ; Reynoso 2022a ).
Al igual que es el caso en una multitud de disciplinas, no hay nada más que decir salvo
que el objeto nunca fue tan inherentemente discretizable, internamente diferenciado, re-
cursivamente enumerable, distintivo, concreto o contrastante como debería ser para que
un abordaje científico lo tome entre las manos, lo ordene un poco, seleccione los ele-
mentos de juicio, establezca pautas para una comparación productiva, la lleve a cabo co-
mo mejor se pueda y se gane con ello su lugar en el mundo (Baudrillard 1980 [1973]:
47-48; Puig Peñalosa 2000: 85). Más allá de lo que habrían soñado Feyerabend o el
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nihilista más escéptico o el perspectivista más tóxico, para algunos de nosotros cada ras-
go del universo se ha tornado in-comparable con cualquier otro a fuerza de pensarse im-
posible de tratar como cosa concreta y mensurable. Ni Thomas Kuhn imaginaba seme-
jante extremo. De allí la proliferación de doctrinas desempoderadoras que (aunque se
esfuercen por ser o parecer subalternas, periféricas, minoritarias y perseguidas) en al-
gunas latitudes han sabido enseñorearse en la academia, imponer sus prioridades y mar-
car el rumbo sin que nadie cuestione sus valores de verdad o la falta de ellos.
En esta tesitura, el mito mayor de la antropología es el de creer que hay disciplinas que
han llegado a tal grado de avance que no sufren las mismas exactas dificultades y para-
dojas que nosotros experimentamos, o que se han vuelto más eficientes en la ejecución
de su trabajo comparativo de lo que la nuestra podría aspirar a serlo. Aunque sólo he
trabajado en un puñado de disciplinas creo poder garantizar que no es así. Algunas dis-
ciplinas aquí y allá han hecho sus cosas un poco más inteligentemente pero ninguna se
siente satisfecha en plenitud. Lo que sí es cierto es que a la impotencia que aflige a to-
das ellas nosotros, los antropólogos, atrapados entre las amenazas gemelas de la incon-
mensurabilidad (para la cual todo objeto es único) y de la indistinción señalada como el
problema de Galton (para el cual cada cosa no es sino otra instancia de lo mismo), agre-
gamos el lastre de un objeto al que pretendemos mantener en el extrañamiento y el ape-
go hacia modelos que ofician más como dogmas de recambio en una contienda que en
el fondo deseamos permanezca irresoluble que como instrumentos operativos capaces
de generar algún consenso o de impulsar alguna práctica común a través de las teorías
(cf. Boon 1982; Agar 1984 ; Schneider 1984: 125, 154, 184; Chioni Moore 1994;
D’Andrade 2000; Gingrich y Fox 2002 ; Moore 2005 ; Melas 2007; 2013 ; Forte
2008 ; Gregory 2009 ; Schefer y Niewöhner 2010; Handler 2016; Reynoso 2022 ).
En el milenio del desencanto la inacción es de pronto lo que mejor vende. Lo menos que
se puede decir es que de un tiempo a esta parte se está afianzando en la antropología y
en sus alrededores una tendencia que se ha tornado a priori, por multitud de motivos,
hostil a la comparación, o al menos a la comparación global y sistemática, a una com-
paración inevitablemente “fútil”, como con un simplismo sin matices la llama Marilyn
Strathern (2002 ), sentenciando que cualquiera sea su estilo una comparación no pue-
de ser sino “objetivista”, “no-generativa”, “pesadamente programada”, “efímera”, “in-
interesante” y “fallida”, salvo que se resigne a la comparación maestra entre los Otros y
Nosotros a la que ella y los suyos consagran la vida y cuyos resultados diferenciadores
ni les demandan a ellos pruebas confirmatorias por parte de los actores ni nos deparan a
nosotros ninguna sorpresa. El perspectivismo y sus afines (el pos-humanismo, la ciencia
pos-social, el giro ontológico) es hoy el enemigo declarado de la comparación, como lo
fueron antes el particularismo boasiano, el relativismo y el arco completo que va del gi-
ro hermenéutico a los estudios culturales, el pensamiento moriniano y la autopoiesis.
Hace mucho que los tiempos no son buenos para el espíritu comparativo, en suma. Pen-
sándolo bien, nunca fueron buenos los tiempos para quienes corren riesgos en la demos-
tración de sus ideas, y aunque las críticas que se les hicieron fueron argumentativamente
lastimosas los riesgos que corrieron los comparativistas fueron insalvables y hasta los
mejores en la especialidad quedaron atrapados en su propio laberinto de verdades a
6
medias. Es por eso que el hiato entre los pocos comparativistas que quedan y los nume-
rosos anti-comparativistas que se multiplican siempre está y seguirá estando allí, inmu-
ne a cualquier transformación del saber, imperturbable, cada día más taxativo, más
sólidamente afianzado y más viral.
Ahora bien, incluso con el ruido de semejante discrepancia entre los que repudian la
comparación y los que la exigen incondicionalmente, los bandos en disputa coinciden
en que de algún modo es posible establecer similitudes y diferencias con un grado sufi-
ciente de certidumbre, sea que se acabe dictaminando que lo que acontece en otras
culturas tiene muy poco que ver con lo que sucede en la nuestra (como sostienen relati-
vistas, perspectivistas y afines) o sea que se concluya (como les place concluir a los so-
ciobiólogos y evolucionarios) que cualquiera sea el objeto sus grados de libertad son
pocos, que todos los comportamientos se encuentran pre-cableados en neuronas o en ge-
nes idénticos a través de los ejemplares, que todas las preguntas proporcionan el mismo
género de respuestas y que todo lo que hay en el mundo es aburridamente igual, siempre
previsible y trivialmente explicable, a lo Marvin Harris. Pero cualquiera sea la opción
paradigmática que se adopte, casi todos nuestros investigadores operan conforme a pa-
recidas presunciones de tratabilidad, ya sea que busquen refrendar lo parecido o subra-
yar lo distinto, aspectos que (como me empeñaré en demostrar) tampoco han resultado
ser tan transparentes, obvios o libres de culpa como alguna vez lo parecieron.
Igual que sucedía con las formas de gobierno definidas en la filosofía aristotélica, todos
damos por sentado que tanto la similitud como la diferencia ( y sobre todo ésta) se mani-
fiestan en formas nobles o en variantes degenerativas que sobrevienen cuando se las
confunde con valores de éxito y fracaso, adaptabilidad y desajuste, conocimiento e igno-
rancia, superioridad e inferioridad, opulencia o déficit, códigos elaborados o restringi-
dos y así hasta la náusea. De todas maneras tanto los igualadores como los diferencia-
dores (y aunque la naturaleza y la existencia misma de la similitud y la diferencia sigan
siendo materia de polémica) no pueden menos que concluir que lo que hay allí afuera es
una palpable e irreductible diversidad. Y en esta palabra vital y polimorfa (que mientras
esto escribo la administración Trump acaba de prohibir – junto a ‘feto’ y a ‘transgéne-
ro’) quizá radique el quid de la cuestión, la madre de todos los dilemas, en tanto que ella
designa al prerrequisito mismo de (entre otras relaciones) la identidad, la igualdad, la
inequidad, la analogía, la similitud y la diferencia.
En lo que a nosotros atañe, la consecuencia más engañosa que se deriva de esta situa-
ción probablemente sea la jactancia de creer que la diversidad ha sido y está condenada
a seguir siendo por siempre sinónima de la antropología –y también viceversa–, que sig-
nifica lo mismo para la totalidad de los antropólogos y que todos la patrocinan por igual
y la conocen bien. Según reza este axioma, nuestros objetos de estudio son los más di-
versos de todos, nadie conoce o entiende la diversidad mejor que nosotros y nadie la
defiende con más ahínco. Algunos hechos parecen avalar esa perspectiva, pues mientras
que a todos los conceptos antropológicos les ha tocado ser alguna vez objeto de sospe-

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cha la diversidad se mantiene intocable o se mantenía así hasta ayer nomás.4 Tópicos de
la antropología que se pensaban eternos, necesarios e intocables (el parentesco, la cultu-
ra, el símbolo, la semiosis, la significación, la sociedad, el individuo, el sujeto, la sub-
jetividad, la identidad, la etnicidad) van y vienen según pasan las décadas, al punto que
incluso los temas que no hace mucho lucían más resilientes, definitorios y típicos de lo
que sabemos hacer se encuentran hoy en día en cuestión (Reynoso 2022a: cap. §8 ).
Puertas adentro de la disciplina la diversidad, en cambio, no se negocia; los autores más
contrapuestos le rinden el mismo vasallaje (v. gr. Calavia Sáez 2015  versus Ramos
2017). No hay página académica de declaración de principios de carreras y centros de
estudio antropológico en la que la comprensión, promoción o defensa de la diversidad
no figure en la primera plana de la agenda. Ella ha devenido nuestro objeto distintivo y
nuestro último bastión, muy por encima, incluso, de cualquier reclamo burgués de una
égalité últimamente devaluada (v. gr. Flew 1981). Pero si miramos bien veremos que de
un breve tiempo a esta parte la diversidad está también bajo asedio desde un puñado de
posturas que asignan sentidos, prioridades y valores muy distintos a lo diverso, lo igual,
lo idéntico y lo diferente. Algo ha sucedido tal que aun lo extremadamente disímil, raro
o exótico (como algunos lo llaman intramuros) ha perdido parte de su virtud y de su
inocencia primigenia. Hay quien piensa que lo raro o lo exótico está OK excepto cuando
se le va la mano, se sale de quicio o no guarda las formas. No falta quien sospeche que
la exaltación de la diversidad es la excusa de la que se echa mano cuando no se logra o
no se desea encontrar la pauta que conecta. En especial después del 9/11 o del adveni-
miento del Estado Islámico o de la misma era Trump, lo diverso o lo extremadamente
desemejante o incomprensible ya no es tampoco la cosa irrestrictamente valorada que
fue en los tiempos de Margaret Mead, de Ruth Benedict o del Clifford Geertz que va
desde “Deep play” a Los Usos de la Diversidad.
En el seno de ciertos grupos que parecerían aplaudir la diversidad se ha elaborado últi-
mamente una astuta artimaña que parece sacada de la galería más estereotipada de la do-
ble coacción: en la huella de Henry E. Garrett [1894-1973] (antiguo presidente de la
Asociación Americana de Psicólogos y director de la carrera de Psicología en Columbia
que popularizó la consigna de que el “dogma igualitario” es “el fraude científico del
siglo”) y de Anthony James Gregor (encumbrado admirador de los intelectuales fascis-
tas), un puñado de científicos de cuyas credenciales y afiliaciones racistas no me cabe la
menor duda5 ha estado agitando la idea de que los igualitaristas prodigan mitos que “de-

4
Lo igual y lo diverso no son tampoco opuestos en simetría polar, aunque parezcan serlo. Lo parecido
abandona el campo de lo parecido cuando se torna igual. En un conjunto en el que todos los elementos
son diversos que algunos sean más diversos que otros es una noción perfectamente aceptable; en un con-
junto en el que todos los elementos son iguales que algunos sean más iguales que otros es, en cambio, una
especie de gastada broma orwelliana.
5
El antropólogo de Berkeley Vincent Sarich [1934-2012], el periodista ultra-evolucionario Frank Miele,
el especialista en hominización Ralph Holloway de Columbia, el profesor de Psicología de la Universidad
de Georgia Robert Travis Osborne, el psicólogo de la Universidad de Ulster, supremacista blanco y se-
xista Richard Lynn (editor del polémico Mankind Quarterly), el psicómetra del Alabama College Frank
C. J. McGurk [1910-1995], el sociobiólogo finés Tatu Vanhanen [1929-2015], el signatario del atroz
Mainstream Science on Intelligence y psicólogo de Irvine Richard “Rich” Haier y una creciente multitud.

8
nigran y/o ignoran nuestra diversidad genética” y nuestra “variabilidad humana”, diver-
sidad y variabilidad que deben ser celebradas y sostenidas en nombre –dicen– de la
“verdad científica” y de lo “maravillosamente diferente” (Garrett 1961 ; Shuey 1966;
Osborne, Noble y Weyl 1978; Osborne y McGurk 1982; Entine 2000 ; Gentile 2002;
Cooper 2004; Sarich y Miele 2004: iv-v & passim; Lynn 2006; 2008; Lynn y Vanhanen
2012; Nyborg 2013; Vanhanen 2014  versus Winston 1998 ).6
Tal es la fachada ornamental de un proyecto que se pretende noble y ecuánime y que se
expresa en frases que dosifican astutamente gestos de desmixtificación y de cordialidad
acompañados de las más abstrusas estadísticas comparativas jamás imaginadas, las mis-
mas que han logrado banalizar lo más valioso de nuestra disciplina y las mismas que en
este libro me empeñaré en desmontar. No es de extrañar que el sociólogo y activista
afroamericano Troy Duster sostenga ideas que suenan semejantes a ésas por cuanto se
apoyan en metodologías afines y parecidos valores de diversidad (cf. Duster 2011 ).
El propósito del anti-igualitarismo sin duda ha sido grosero pero a juzgar por los ecos
encomiásticos de unos, las críticas aletargadas de otros y la indiferencia de los más su
retórica ha resultado efectiva. No por nada ha surgido no hace tanto tiempo (y se ha des-
montado después) un grupo de lectura en la Universidad de Indiana congregado bajo el
lema Against Diversity que proclamó la insuficiencia de una “diversidad” a la que se
había lanzado a encomillar.
Mientras que hay una posible mayoría de profesionales que mantiene un razonable res-
peto a la diversidad hay también un grupo contumaz de científicos, mediáticos y políti-
cos que advierte de sus peligros latentes o que la culpa de las últimas penurias. En cual-
quier escenario, al final del día el culto a la diversidad ya no es ni unánime ni admirable
ni incondicional. Hasta la igualdad ha dejado de ser lo que era, pues hay contextos (pen-
semos en la represión del uso del burka o del niqab en los espacios públicos, en las
políticas chinas y soviéticas de integración forzosa de minorías o en el problema cata-
lán) en los que una uniformidad que se decía o se dice igualitaria se ha tornado obliga-
toria por razones de fuerza mayor, tal que el propio igualitarismo ha comenzado a
ponerse en duda o a trasuntar una faceta impropia. Correspondientemente, no toda la
opinión académica contemporánea rinde culto a lo diverso; no todos los que adhieren al
universalismo son tampoco conscientes de que no pocas de sus prédicas han servido
para alimentar la intolerancia.
No es inusual que quienes más presumen de neutrales o superadores se tornen los más
recalcitrantes (v. gr. Cooper 2005). Nunca estaré de acuerdo con el ala fundamentalista
del relativismo cultural, pero su retroceso me resulta preocupante por cuanto no es el
viejo, bueno e inofensivo universalismo antropológico el espacio al cual esa decadencia
le resulta más funcional. En la corriente principal del relativismo contemporáneo (mu-
cho menos revulsivo de lo que se cree) generalmente se concede al actor el derecho de

6
La celebración se aplica (naturalmente) en tanto sea gente como uno la que saborea las mieles de estar
en el pináculo de la pirámide de las diferencias. El lamentable editorial del Wall Street Journal sobre las
diferencias de inteligencia entre las razas se encuentra en Gottfredson (1997 ; véase la nota al pie de la
pág. 32 más adelante).

9
ser tan diverso como le venga en gana en tanto no propase cierto límite, límite que legis-
lan las doxas, los colegios y los poderes constituidos según criterios mutables, supedita-
dos al vaivén de los acontecimientos, y que nuestra ciencia ha consentido que otros de-
finan sin que levantemos la voz y sin que estimemos importante hacerlo. Habrá que es-
cribir algún día la historia (digna de que la ausculten David H. Price o Roberto J. Gon-
zález) de los antropólogos que conforme cambian los criterios dominantes o sobrevie-
nen los sucesivos giros de la globalización toleran que se trasmute lo diverso y lo relati-
vo en lo amenazador y lo anómalo, o que se expida dictamen sobre una materia tan deli-
cada de modo tan desconsiderado, privilegiando el mensaje de los medios por encima de
la opinión de la academia o del punto de vista de un actor últimamente cuestionado y
recortando nuestras incumbencias y los derechos del otro un poco más cada día que
pasa. El caso mapuche es, en Argentina y Chile, el caso a cuento.
Me consta que al escribir la historia y al interrogar la teratología de este proceso dege-
nerativo uno se encuentra con sorpresas y que todo ello se materializa en un juego en el
que (en lo que a las marcas dejadas en la antropología concierne) importan más sucesos
localizados como el macartismo o (ni hablar) el 9/11 que el Holocausto, las hambrunas
globales, la crisis de los refugiados, la caída del socialismo, la descolonización, el giro
global hacia el neoliberalismo y la extrema derecha, la escalada recursiva de fragmenta-
ción nacionalista o la amenaza nuclear (cf. Price 2014; Gonzalez 2004; Lewis 2006;
Worsley 2008: 52-78). El contexto en el que se manifiestan los cambios que sacuden a
la disciplina, encerrada en varias burbujas concéntricas, no puede ser menos que parado-
jal. Créase o no, en el terreno en el que se dirimen las grandes problemáticas teóricas y
metateóricas e independientemente de la escala del evento del cual se trate, la influencia
de la perspectiva privada del pensamiento de norteamericanos y franceses (y de algunos
norteamericanos y franceses en particular) está fuera de proporción en relación con todo
lo demás que pasa en el mundo. La primera oleada crítica que arrasó la antropología (la
de Reinventing Anthropology) era un poco provinciana pero alimentaba un programa
político y poseía una visión de escala global; la segunda oleada (la de Writing culture)
estaba motivada en cambio por mezquindades académicas fermentadas en la Ivy League
por figuras que hoy están en vías de olvido; la tercera (la de Metafísicas caníbales, sin
duda) obedecía al mismo género de eventos, pero con epicentro en el culto al genio de
un solo pensador de la rive gauche parisina que suministraba a las ciencias menestero-
sas conceptos maestros que no existían en sus disciplinas de origen, que homologó la
costumbre de escribir “político” entre comillas, que aseguraba que para comprender al
subalterno alcanzaba con pensar más lentamente, que organizó su antropología distin-
guiendo entre salvajes, bárbaros y civilizados y que (europeo él y sin cotejar ideas con
ningún Otro) sólo atinó a ver lo diverso como lo minorizado, logrando que ningún an-
tropólogo a excepción de quien escribe estas líneas percibiera que en su postura había
algo que no andaba bien (cf. Reynoso 2014a ; 2016a; 2018 ).
En la deriva genética de la teoría antropológica en lo que hace a la querella entre el uni-
versalismo comparativo y su sombra negra particularista, han importado más asuntos
pueblerinos como la tirria que generó el acomodo de Clifford Geertz en Princeton, o la
disparidad jerárquica entre la mayoría boasiana y la minoría murdockiana (o los esfuer-
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zos por mantener el mismo esquema de poder entre los culturalistas de Nueva Inglaterra
y los evolucionarios del medio oeste) que cosas más tremendas que sucedieron en el
mundo. También ha tenido más impacto global la trifulca interna entre dos estudiosos
de la antropología rural que las posturas asumidas por los organismos colegiados ante la
guerra de Viet Nam, la caída del muro de Berlín y el fin de la guerra fría, la defección
de los intelectuales o el advenimiento ecuménico de la sociedad de redes. No es poca
cosa que los proyectos magnos de historización de la disciplina (el de Marvin Harris, o
el que empezó George Stocking y continuó Richard Handler) consideren la sesgada idea
de contexto a la que se atienen (un núcleo anglogermánico con una pizca francesa pero
sin casi voces de la periferia y sin asomo de interdisciplinariedad) como el punto de
mira más natural del mundo para dar cuenta de lo que le sucedió a la disciplina. Está
visto que los antropólogos cultivamos nuestros metarrelatos y que algunos de ellos figu-
ran entre los más peculiares, estrechos de miras y lugareños que se conocen. De la refle-
xividad, mientras tanto, ya casi ni se habla, y si algo está claro es que la diversidad se ha
tornado un tema abandonado a su suerte o librado a su propio impulso en un limbo en el
que el estamento metropolitano menos diverso es el que lleva la voz cantante.
A lo que voy es al hecho de que conforme la intelectualidad de la mal llamada América
se ha ido disgregando, la diversidad y el pluralismo han dejado de ser lo que alguna vez
fueron. Si alguien quiere experimentar el vértigo del grado de precariedad epistemoló-
gica que se ha alcanzado ante la mirada atónita o la autoexclusión de las disciplinas hu-
manas constituidas, no tiene más que husmear en esa bibliografía de la que nunca me a-
vendré a avalar una sola línea de razonamiento pero que me resigné a anotar entre los
paréntesis que siguen para dejarla marcada, para documentar el escándalo de su exis-
tencia, para reconocer que nos ha suplantado en cada vez más ámbitos, para advertir que
si todo sigue así al lado de ella pronto no existiremos más, para dejar constancia de su
creciente numerosidad (cf. Loehlin, Lindzey y Spuhler 1975 ; Kymlicka 1995; Fav-
reau 1997; Schmidt 1997; Willett 1998; Entine 2000 ; Levy 2000; Barry 2001; Kelly
2002; Cooper 2004; Sarich y Miele 2004; Wood 2004; McGhee 2009; Nagle 2009; Len-
tin y Titley 2011 ; Fjordman [Peder Are Nøstvold Jensen] 2014 ). La palabra clave
en esa literatura despreciable se supone que es “diversidad”, pero retorcida en el sentido
más inferiorizador y discriminatorio concebible para todo lo que encarne una diferencia
que se salga de una pauta unilateralmente definida y que cada quien define como si
nunca hubiéramos pensado en ello.
Como cualquiera puede comprobar inspeccionando ese venero, el repertorio de los te-
mas que hoy campean ante nuestra inacción va desde la inferiorización de la mujer hasta
el mito del multiculturalismo como caballo de Troya, pasando por propuestas de inter-
vencionismo sobre la vida del Otro no siempre malintencionadas pero invariablemente
inconsultas, todo ante la pasividad de una antropología que se ha mantenido al margen o
que en el frente interno se encaprichó en setear mal las prioridades y en elegir mal al ad-
versario. Conociendo al escritor no estoy seguro que no sea un agregado de último mo-
mento, pero Milan Kundera decía en L’art du roman, con prosodia envidiable, que

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… [p]or supuesto, aun antes de Flaubert la gente sabía que la estupidez existía, pero la en-
tendía de una manera un poco distinta: se consideraba una simple ausencia de conocimien-
to, un defecto corregible mediante la educación. […] [Pero] la estupidez no da lugar a la
ciencia, a la tecnología, a la modernidad, al progreso; por el contrario, progresa al mismo
tiempo que el progreso (Kundera 1986).

Como me lo parafraseó alguna vez Adolfo Colombres (creo recordar) “cuando todo pro-
gresa, la estupidez también progresa”, un efecto que podríamos llamar, cum grano salis,
el efecto Kundera. No es llamativo entonces que haya hoy mucho más de esa ralea y
que ella sea más explícita que en los tiempos imperiales del método comparativo, del
apartheid eugenésico y del nacimiento de la antropología académica, todos ellos, inci-
dentalmente, estrictos contemporáneos. Esta situación pone más en crisis la idea de pro-
greso de lo que lo han hecho las untuosas hipótesis conspirativas de los irracionalistas o
los berrinches más autoflagelantes y deliberadamente infecundos del pensiero debole.
Hay, por cierto, muchas maneras distintas de abordar la similitud y la diferencia; no hay
nada de consabido o de autoevidente en tal variedad de abordajes. Pero el hecho es que
desde sus orígenes evolucionistas hasta las últimas estribaciones del perspectivismo a-
merindio y del pos-humanismo la antropología (al igual que otras ciencias sociales) ha
prodigado juicios descriptivos, normativos o analíticos que daban por descontada la pu-
reza, la utilidad y la simplicidad de conceptos tales como la similitud, la diferencia, el
isomorfismo, la metáfora y la analogía, por no decir nada de la tipificación de elementos
parecidos en clases, sea a efectos de articular el análisis, de armar taxonomías, de for-
mular diagnósticos, de separar razas, géneros, lenguas o coeficientes de inteligencia en
especies, estratos, ontologías chatas o jerarquías diferenciales, de sugerir políticas de in-
tervención para mejorar el tejido social, o, por el contrario, para persuadirnos que a to-
dos nos ensucia la misma inmundicia y asegurarse que todo quede como está. El giro
ontológico, por ejemplo, basado en la premisa de que existen ontologías tan diferentes y
contrastantes que obligan a reformular la antropología desde la raíz, no ha dedicado ni
media página a una reflexión seria sobre la similitud y la diferencia, sobre las metodolo-
gías implicadas en esa problemática y sobre su postura frente a esa distinción pese a que
ella es inherente a la totalidad de su pensamiento y constitutiva de su propio accionar.
Lo primero en el ejercicio que este libro conjuga ha de ser entonces establecer los térmi-
nos que han estado y que están hoy en juego en la teoría y en la práctica de la compa-
ración y examinar tanto el consenso en torno suyo como las divergencias imperantes en
el interior de la antropología, con el ojo atento a los saberes que se silenciaron, a los
errores que se cometieron, a los caminos que convendría cerrar y a las perspectivas que
podrían abrirse. Mirado desde esta perspectiva, cada episodio de la historia revela face-
tas sorprendentes. Como comenzaremos a comprobar pronto, no han habido dos defini-
ciones, ni dos preceptivas, ni dos valoraciones parecidas de la comparación en todo el
espacio de la antropología; mucho menos existe hoy acuerdo sobre sus posibles usos o
sobre sus alcances y sus limitaciones.
En un momento u otro ha operado como axioma, como técnica, como método, como
teoría, como doctrina evangélica, como tópico de charla ocasional, como paradigma, co-

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mo metarrelato legitimante y hasta como Weltanschauung, y ha sido abstracción teoréti-
ca, pretexto para el calificativo e instrumento que opera sobre cosas concretas o sugiere
el rumbo que hay que seguir. Acaso debido a ello es que hay más discrepancia en torno
de lo que es y de lo que vale la comparación que a propósito de cómo se define y qué
significa la cultura. En el ámbito de la disciplina nadie ha mapeado tampoco el terreno
en toda su amplitud ni puesto en primer plano la problemática (que se diría previa) de la
similitud y la diferencia. Estos dos conceptos han devenido más que meros dilemas; en
el extremo han llegado a ser entidades mauvais à penser, como si su misión capital fue-
ra embarullarlo todo. Por minimalista que sea ( pongamos) la definición de diferencia
que adoptemos, cada vez que se ha hablado de ese asunto se estaba pensando en una
idea distinta y apuntado contra un enemigo inconstante (cf. Boas 1896 ; Radcliffe-
Brown 1951; Schapera y Singer 1953; Ackerknecht 1954; Lewis 1955; Evans-Pritchard
1963; Bock 1966; Goodenough 1970; Śaraṇa 1975; Hammel 1980; Leopold 1980; Ra-
gin 1987; Holý 1987; González Echevarría 1990; Matthes 1992; Mace y otros 1994;
Nader 1994; Barth 1999; Gregor y Tuzin 2001; Herzfeld 2001 ; Nunn 2001; Moore
2005 ; Yengoyan 2006a; 2006b; Barnard 2010; Schefer y Niewöhner 2010; Salzman
2012; Schegg 2014 ; Verran 2014 ; Handler 2016). Lo mismo sucede, desde ya, en
torno de lo que se ha llamado método comparativo (cf. pág. 178 más adelante).
Otro problema que confrontamos crecientemente es que la comparación representa un
concepto distintamente valorado por enclaves políticamente dispares en la antropología
y en la intelectualidad contemporánea. De la mano del decolonialismo (una de las ten-
dencias hoy activas en el pensamiento del antes llamado tercer mundo y sobre la que
juro que estoy escribiendo un grueso libro7) y confrontando con aquellos que afirman
que sin comparación la antropología sólo puede ser conceptualmente ciega u ontológi-
camente vacía, hay quien pretende que la comparación no puede servir para nada bueno,
si es que no es ella misma el mal encarnado. Poniendo bajo sospecha incluso los pro-
yectos de búsqueda de alguna forma consensuada de equidad, los objetivos de esta clase
de teoría parecerían ser el de quebrar la conmensurabilidad que la comparación exige
como prerrequisito y el de ponerla bajo sospecha cualquiera sea su signo político, su ca-
pacidad de esclarecimiento o su propósito final. Aplicando una normativa ex ante que
no se reconoce como tal (pues de un tiempo a esta parte toda normativa se dictamina
vil) la comparación deviene anatema, lo peor de lo pésimo, una de las pocas cosas que
merecen prohibirse en un mundo en el que la regla capital es que todo está permitido, o
en el que la existencia de reglas es un signo despótico sólo susceptible de deconstruc-
ción (Michell 1997a: 1997b; 2004: 15; Newman 1974: 137).
En lugar de la comparación no se nos ofrece (si se me permite decirlo así) nada compa-
rable. En un manifiesto que lleva sugestivamente por título All the difference in the
world: Postcoloniality and the ends of comparison (e interpretando la idea de “cultura”
en el sentido de conocimiento literario y solvencia intelectual) escribe la autodenomi-
nada especialista en comparación Natalie Melas de la Universidad de Cornell:

7
Que por el momento es un grueso capítulo en Reynoso (2022a: cap. §7 )

13
El calificativo “comparativo” tiene sus orígenes en lo que se considera una de las grandes
innovaciones de los saberes en el siglo diecinueve, el método comparativo. Aplicado a tra-
vés de las disciplinas, proporcionaba una aproximación comprehensiva y sistemática a la
totalidad de los objetos en un campo dado y sustituía la falta de dirección de una compara-
ción meramente taxonómica con una teleologia evolucionaria positivista. Cuando la litera-
tura comparativa abandonó el objetivo de estudiar toda la literatura del mundo, su apéndice
adjetivador gradualmente cayó en la amnesia. El tema del ámbito y la perspectiva, sin em-
bargo, se ha reasegurado y junto con él ha reafirmado el adjetivo “comparativo”, en parte
en respuesta a la crítica concertada del eurocentrismo a lo largo de los últimos veinte años,
y en parte en respuesta a las exigencias del rápido avance de la globalización en la vida
contemporánea. Mientras que un esquema temporal de evolución unificó el amplio campo
de un temprano comparativismo positivista, un esquema espacial de extensividad pura sub-
yace esta nueva atención a la visión comparativa. La pregunta ahora pasa de “qué es lo que
tú comparas?” a “sobre qué bases comparas tú?” (Melas 2007: xi-xii; cf. Melas 2013 ).

Ni tanto ni tan poco. Convertido en una figura de paja condenada a encontrar nada más
que similitudes variadamente categóricas y de significancia dispar, lo cierto es que en la
disciplina que fuere el superado, elusivo y ridículamente minoritario método comparati-
vo (que nunca fue ni una cosa ni la otra) estuvo siempre muy lejos de proporcionar al-
gún asomo de comprehensividad y sistematización. Pero tampoco fue la pieza principal
de una conspiración positivista para dominar el mundo ni (como se verá) el más inicuo
y estéril de los métodos entonces disponibles. Lo mínimo que cabe decir sobre él es que
se lo debería delimitar y definir mejor, aunque más no sea por las lecciones que enseña,
por las luces aportadas incluso en sus peores momentos o por su propio colapso, por sus
potencialidades inexploradas, por el derrape intelectual de muchos de sus críticos, por el
desvelamiento de yerros propios y ajenos que no convendría repetir y por los hechos
tortuosos que se han manifestado en torno y en el interior suyo y que acaban de descla-
sificarse o de tomar estado público.
Por otra parte, las preguntas que podrían plantearse ahora en una perspectiva mucho
más rigurosamente crítica y auto-crítica acaso deberían ser otras de más definido valor
metodológico que las que formulan Melas u otr@s más como ella. Antes de avanzar en
una línea como la suya yo plantearía más bien preguntas como: ¿qué objetivos preten-
des tú en la comparación y en qué medida los métodos que empleas los satisfacen? En-
trampad@s en la acentuación de la diferencia o en la exaltación de la diversidad como
much@s de nuestr@s profesionales sin duda lo están ¿cómo has de responder a las re-
cientes alegaciones discriminatorias que pretenden demostrar –desplegando técnicas y
malabares estadísticos que el común de los antropólogos apenas comprende– las dife-
rencias sustantivas que median, según ell@s, entre las inteligencias de las diversas razas,
o entre las mentes de los hablantes de distintas lenguas, o entre las capacidades peculia-
res de cada grupo étnico o entre los talentos específicos de cada género? ¿Hay forma de
evitar que la percepción de la diversidad degenere en minorización, en condescenden-
cia, en ínfulas de superioridad o en resultados amañados de antemano? ¿Tiene la antro-
pología comparativa una misión que cumplir, o le conviene resignarse a que todo ocurra
como si ella no existiera, o como si los antropólogos estuviéramos obligados a callar
frente a las comparaciones que otros hacen y a reprimir toda idea que no entrañe algún
asomo de comparación, lo que para muchos es lo mismo que decir toda idea en absolu-

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to? Retornando a la pregunta final de Melas, y recuperando los fueros de una reflexivi-
dad más genuina, el problema no es tanto y no es sólo lo que haces tú sino lo que todos
nosotros hemos hecho hasta ahora y lo que estamos dispuestos a hacer de aquí en más.
Lo más inquietante de todo esto es que la comparación tiene de veras un costado abe-
rrante o encierra una especie de antropología diferencial cuantificadora, cuyos extremos
de ridículo no son cosa de historia antigua sino que se están materializando precisamen-
te ahora (v. gr. Herrnstein y Murray 1994 ; Caplan y otr@s 1997 ; Entine 2000 ;
Fish 2001; Miele 2002; Sarich y Miele 2004; Gallagher 2005 ; Lynn 2006; 2008 ;
Coates 2013 [2004] ; Wade 2014 ). Quien no esté dispuesto a desenredar las fuerzas,
los matices, las trampas, la seducción y la miseria de la cuantificación (o quien no al-
cance a comprender la diferencia entre medir y contar, o quien no acierte a percibir las
magnitudes y valores inevitablemente actuantes y solapadamente discriminatorios en las
diferencias reputadas como meramente “cualitativas”)8 se expone a ser vapuleado por
cualesquiera seudocientíficos con dos dedos de frente, como lo son tanto las celebrida-
des como l@s aficionad@s y divulgadores cuyos nombres se citaron en el paréntesis an-
terior y que no son sino unos pocos entre otros cientos del mismo linaje.
En las formas de racismo propias de la época en la que el perspectivista inaugural e is-
lamófobo pionero Gottfried Wilhelm Leibniz [1646-1716] inventó la palabra raza,9 o
dos siglos después, en los tiempos en que surgieron las estadísticas urdidas con el pro-
pósito primario de regimentar y aceitar la imputación de inferioridades, al menos las
conciencias culposas proponían remedios para paliar la situación y salvar de la barbarie
a la blanca Europa. Eran medidas drásticas que incluían decisiones tales como el cierre
de las fronteras, la educación forzosa, la castración de los pobres, la regulación migrato-
ria, el confinamiento en ghettos, reservaciones y campos de refugiados, el traslado a ul-
tramar: en sentido estricto, se trataba del programa sistemático de una etnología aplica-
da forjada e imaginada un poco antes o al mismo tiempo que la antropología se estable-
cía como disciplina bastante menos execrable pero de cabo a rabo al servicio del poder.
En los tiempos de The bell curve, en cambio, que son los tiempos de ahora, para ciertos
personajes la desigualdad (en la que como he implicado acostumbra degenerar la dife-
rencia) es constitutiva y terminal. Ni paliativos tiene. Es “natural” que así sea, se nos di-
ce: viene de fábrica. Es –peor que eso– lo “normal” en el estricto sentido estadístico de
la palabra. Pero eso sí: ante la imposibilidad de que alguien hoy se atreva a proponer
una nueva Endlösung y ante la fuerte probabilidad estadística de que la desigualdad no
8
Si no se quiere actuar como el burgués de Molière conviene ser de veras reflexivo en esas coyunturas y
percatarse de que una expresión que alega que “toda generalización es banal” es un oxímoron, que desde
el punto de vista lógico su cuantificación es universal, que las expresiones clandestinamente nomológicas
de este género son involuntariamente cuantitativas y que como programa metodológico la aplicación de
esta clase de mandatos que delatan una intención latente invita a incurrir en un doble vínculo dudosamen-
te viable. Demostrar que algo no existe se sabe particularmente dificil, sobre todo si se trata de una simili-
tud (cf. Goodman 1972 [1969]: 437-446). Nada hay de sencillo y de autoevidente en una comparación. La
mejor que conozco, lejos, procede de la obra de Clifford Geertz, lector eventual de Nelson Goodman y el
enemigo más encrespado de la comparación, los universales, la generalización y la inducción en antropo-
logía (cf. Geertz 2000: 134-135, 211 versus Geertz 1995: 47 y ss.; 1968: 54-55).
9
Véase Leibniz, Sämtliche Schriften und Briefe, VI: 4, 30–34; Fenves (2005; 2006); Smith (2016: cap. 7).

15
tenga arreglo (reza un conveniente mito urbano) lo mejor, en última instancia, es que to-
do siga tal cual venía siendo o que se apuntale el status quo blindando los límites y edi-
ficando muros y reservaciones como política de estado, como si la organización que se
impone desde arriba para asegurar el orden fuese preferible a (o más inteligente, o más
digna de perpetuarse que) la auto-organización adaptativa o la des-organización anár-
quica que crece desde el pie y que amenaza nuestra civilización, porque para muchos el
problema del milenio no es tanto que haya tantos soñadores que vienen a golpear la
puerta del espacio territorial sino que los que vienen sean tan distintos, tan apartados del
equilibrio y tan desviados de lo normal, y que la puerta que golpean sea la de una casa
que no les pertenece ni de facto ni de iure.
Hay al menos dos contiendas vivas, entonces, y no una sola. Por un lado los implicados
en la comparación (exista hoy o no el comparativismo como grupo orgánico) se disper-
san en una batalla entre igualadores y diferenciadores que dan la comparación por omni-
presente y de ejecución expeditiva: sólo se trata de exponer hechos seleccionados ad
hoc para que quede en evidencia lo parecidos o lo diferentes que son los conjuntos de
los que los registros provienen. Por el otro lado hay otra reyerta, aun más tramposa, en-
tre no comparativistas radicales y comparativistas a la defensiva que discuten algo mu-
cho más básico, tal como si es o no posible (o necesario, o inevitable, o prudente, o cri-
minal) ya sea comparar o no comparar (cf. Köbben 1970; Moore 2005; Melas 2007;
2013 ). A todo eso se agrega un hecho curioso que muy pocos han sabido señalar:
igual que los neoliberales y políticos de derecha se consideran a sí mismos apolíticos o
políticos de centro, y al igual que muchos que se precian de universalistas cultivan (co-
mo habremos de comprobar) variadas formas de etnocentrismo, los diferenciadores y
particularistas –aunque se la pasen comparando ontologías y visiones del mundo– hoy
se piensan a sí mismos como contrarios al espíritu de una ciencia inherentemente com-
parativa, o como desertores de una disciplina cuya razón de ser fue en algún momento la
comparación pero que ya no sería honesto ni posible ni sensato mantener como tal.
Esta última opción es la más alarmante por cuanto muchas veces se presenta bajo la
guisa de alguna otra. Si la antropología tiene entonces un adversario que la fustiga y la
manda a callar ése no el igualitarismo comparativista que por su ignorancia nunca pudo
resolver el problema de Galton10 sino el fundamentalismo diferenciador que siempre lo-
gra derrotar tanto a la hipótesis nula como a cualquier hipótesis alternativa, impugnando
la estatura moral y la legitimidad científica de la comparación misma. Mientras la em-
bestida fundamentalista se lleva a cabo y domina a su antojo un territorio importante del

10
Cuando digo Galton me refiero, pues sí, a Francis Galton (1889 ), el medio primo cruzado de Darwin
que desbordó de ingenio, solidez y exactitud la tarde en que plantó el obstáculo que desbarató durante
más de un siglo los planes optimistas de la comparación en antropología; el mismo Galton (1909 ), sin
embargo, que se mostró bastante menos lúcido que eso cuando propuso la eugenesia (literalmente) como
solución final. Encubriendo el detalle de esa invención abyecta, se lo sigue considerando el creador de la
práctica comparativa del momento, que hoy por hoy parece ser la geometría morfométrica (cf. cap. 11
más adelante). Volveremos a esta figura y a sus circunstancias cuando sea preciso. Después de todo, para
quien esto escribe el verdadero problema de Galton es Galton y es también su enajenado invento (a im-
pulsos y al servicio de la eugenesia) de una parte importante de la estadística paramétrica que hoy está en
uso.

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campo intelectual ajeno a la academia, una parte considerable de la antropología insiste
en batallar contra el enemigo equivocado, el cual siempre es, convenientemente, el que
menos resistencias ofrece y el que más tiempo hace que está fuera del negocio. Tome-
mos como ejemplos a Marvin Harris (un animal, según Edgardo Cordeu) o a Malinows-
ki (un anillo al dedo para los bienpensantes), ambos a su modo devenidos malditos:
cuando deviene más fácil y más urgente refutar el esquematismo teorético del primero u
horrorizarse por el diario íntimo del segundo que salir al cruce de las ideologías diferen-
ciadoras, las presunciones de cientificismo y las políticas culturales más aberrantes que
se han conocido y que todavia imperan, entiendo que hay motivos para preocuparse de
que la antropología está muy lejos de encontrarse en plena forma.
Ya Franz Boas había acabado con las pretensiones del viejo evolucionismo y aunque
muchos de nuestros profesionales del ala interpretativa todavía se obsesionan contra esa
corriente fósil (o contra el marxismo) con una fiereza digna de mejor causa, no veo pro-
vecho en seguir pateando el cadáver de un proyecto hace tiempo olvidado y al que hace
un siglo que nadie defiende. Los juicios de semejanza y diferencia, las analogías y la
comparación in toto se han revelado problemáticos por razones mucho más básicas y
atinentes que los propósitos reales o presuntos de personajes todavía malditos, persona-
jes que no son más que espantajos cuya vigencia a la militancia interpretativa/posmo-
derna le conviene sostener para no tener que confrontar con (o que dar explicaciones
sobre) la ortodoxia estadística, aliada natural suya en el ejercicio de la diferenciación y
volcada hoy de lleno –bajo el signo gaussiano– a un planteo discriminatorio que pre-
tende llegar más lejos de lo que la sesquicentenaria eugenésica y la sociobiología de
hace medio siglo han llegado jamás.
Pero por más que cierta antropología se empeñe en mantener supervivencias y fantas-
mas convenientemente fáciles de noquear y en sumarse a consignas igualmente anacró-
nicas, las relaciones de poder han cambiado y el papel que juega la antropología en el
contexto de las ciencias que se desenvuelven fuera de nuestra esfera de influencia ya no
es el mismo que el que antes dábamos por descontado. Diríamos que en la gran escala
nuestra trayectoria no es más que la bitácora de una sombría decadencia o, en el mejor
escenario, el registro monótono de un status quo todavía más penoso. Aunque gritamos
cada vez más fuerte cada día que pasa se nos escucha menos. Lo que sucedió progresi-
vamente a lo largo de la historia académica fue que l@s antropólog@s no supimos ela-
borar cabalmente métodos comparativos y juicios sostenibles y exportables de similitud
y diferencia y que l@s practicantes de otras disciplinas ocuparon nuestro lugar desarro-
llando los métodos que faltaban pero imponiendo también sus propias cortedades.
De la antropología para adentro y como habrá de verse, los partidarios de la compara-
ción se han montado en epistemologías que dejan mucho que desear. El fundamento de
las posturas que han abrazado sus contrincantes, como también se verá, es por lo menos
igual de deficiente. Pero ni los unos ni los otros, insisto, han ahondado en la significa-
ción y en los dilemas de la similitud y la diferencia, los cuales tuvieron que discutirse en
lugares vírgenes de la influencia de nuestra disciplina en textos que si seguimos como
estamos nunca habremos de leer, encontrando obstáculos e ideando instrumentos supe-

17
radores que desconocemos por igual. Por otra parte es un hecho que en casa hemos
forjado multitud de buenas ideas pero que por razones seguramente fútiles las abando-
namos casi sin desarrollar. Encandilados como lo estuvimos en la contemplación de una
autoimagen tranquilizadora de expertos en la materia, no advertimos tampoco ni que
muchos instrumentos que hemos tomado de otras ciencias hace rato experimentaron
descrédito, ni que la magnitud de lo que nos hemos estado perdiendo en términos de
herramientas operativas de origen ajeno a nuestra disciplina (o de instrumentos que
alguna vez fueron nuestros pero que hoy hemos olvidado) ha devenido abismal.
En la década de los 70s, por empezar, al menos dos líneas de trabajo en filosofía y cien-
cia cognitiva nos recordaron que la similitud no es un juicio que pueda establecerse con
facilidad, que tampoco es siempre susceptible de fácil evaluación cuantitativa o cualita-
tiva, que algunas formulaciones que parecerían basarse en relaciones inherentemente re-
cíprocas (‘A se parece a B’, ‘B se parece a A’) no son en realidad simétricas, que los
juicios de identidad pueden llegar a ser inciertos o indecidibles, que la similitud no es
una relación transitiva y que la determinación del valor de semejanza o diferencia
(‘¿cuál es el país más semejante a X ?’) depende por completo del contexto de situación
según criterios que parecerían mutar caprichosamente.
A todo esto, la antropología de cuño tradicional (al igual que las ramas extra- o anti-
cognitivas de la filosofía a las que recurríamos cada tanto) no ha desarrollado tampoco
ni la sombra de un método comparativo genuino y de propósito general, ni siquiera en
un grado rudimentario. Aun en su mejor faceta, la antropología ha acumulado mucha
menos experiencia de buena calidad en materia de similitud y de diferencia que lo que
ha sido el caso con la psicología, la sociología, las lógicas divergentes, las ciencias de la
información o las matemáticas, por nombrar sólo a las prácticas cuyos avances primero
me vienen a la mente. De los morfismos, homeomorfismos, difeomorfismos11 e isome-
trías de la topología, o de los homomorfismos, isomorfismos, endomorfismos y auto-
morfismos del álgebra, o de la capacidad que se tiene en esos campos para intuir simili-
tudes, diferencias, perspectivas, transformaciones, variancias e invariancias cuya lógica
no siempre es sencilla de describir en pocas palabras casi siempre es mejor no hablar.
Por tal razón es que a través de mis vínculos he procurado trasuntar tales conceptos a
través de herramientas, imágenes y artículos técnicos densamente editados que podrían
ayudar a comprender sus sentidos.
Pese a que los métodos y las técnicas de las ciencias sociales de hoy en día permiten
disponer de un inédito repositorio de datos descriptivos y cualitativos no habrá de ser
mucho lo que se pueda realizar en el terreno comparativo o lo que se pueda derivar des-
de allí hacia el plano de la aplicación efectiva en proyectos de cambio en tanto las di-
mensiones significativas y las paradojas paralizantes de la similitud y la diferencia no se
resuelvan primero y en tanto los morfismos transformacionales que mencioné no sean
considerados como merecen serlo junto a muchos otros conceptos, métodos y técnicas

11
Hay abundancia de modelos y programas de geometría morfométrica para analizar visualmente distin-
tos tipos de difemorfismos: ANTS, DARTEL, DEMONS, LDDMM, StationaryLDDMM son algunos
cuyas prestaciones y algorítmicas recomiendo husmear. Después volveremos de lleno a esta cuestión.

18
transdisciplinarias. Después de todo (y tal como Lévi-Strauss, Jean Petitot y hasta Ed-
mund Leach alcanzaron a entrever), no hay nada de irrelevante o de numerológico en
esos morfismos y en sus análogos; ellos nos permiten pensar en similitudes y deseme-
janzas de maneras multifoliadas abriendo la puerta a descripciones verdaderamente den-
sas, saliendo al cruce de fantasmagorías lacanianas, latourianas y pos-estructuralistas de
última onda que amenazan con ahogar esta bella idea en un mar de retórica impostora
que aniquila cualquier asomo de entendimiento y que por eso y sobre todo por eso pre-
fiero por ahora no referenciar.
Lo diré una sola vez, pero estridentemente y ateniéndome a todas las consecuencias:
ningún estudio de casos antropológico, ningún análisis, ninguna medición, tiene el me-
nor sentido o utilidad en tanto no se deslinde comparativamente su posicionamiento en
el conjunto de las descripciones o tipificaciones posibles, en el juego de sus proximida-
des y sus distancias con otras respuestas, con otros casos, con otros contextos y con
otras alternativas científicas. Es imposible no significar, se dijo en algún momento, y se
creyó en esa premisa mucho más tiempo de lo que era razonable hacerlo; tanto en la teo-
ría como en la práctica es imposible no comparar, propongo yo ahora (casi medio siglo
después de Guy Swanson), aunque más no sea para entrever qué sucedería si los proce-
deres que llevamos adelante se proponen interpelar con la dureza necesaria sus propios
cimientos y alcances, asegurarse del valor que agrega, especificar sus principios con la
claridad que se requiere y saber callar cuando nada puede decirse.
Y voy más lejos: reflexionar sobre la comparación es una forma radical de hacer antro-
pología, y también y sobre todo la inversa: tanto no comparar como aceptar la compara-
ción irreflexivamente es renunciar a hacerla como cuadra, lo que no implica empero que
cualquier conato comparativo sea válido y beneficioso o que la antropología sea la única
autoridad competente en la materia. Pues comparar por comparar lo hacemos todos ma-
quinalmente y sin medir consecuencias la mayor parte de las veces, aunque sólo muy de
tarde en tarde lo hacemos con hondura. Comparan entonces Jerry Fodor y Zenon Pyly-
shyn cuando nos dicen que un solo modelo de pensamiento da cuenta de todo el pensa-
miento y comparan también Viveiros de Castro y Philippe Descola cuando aseveran que
nuestra ontología y la de Amerindia son in-comparables, como si la comparabilidad allí
(o la in-comparabilidad acá) no dependieran de la perspectiva y de un océano de supues-
tos confusa y proverbialmente ambiguos e inasibles, como si después de tanto hablar del
Otro no pudiéramos ganar insight de nuestro propio discurso, pensar alternativas, apre-
ciar multiplicidad de matices y distinguir entre lo útil y lo superfluo, o entre practicar
una ciencia y apegarse al dogma del día.
En el proceso de resolver o al menos atenuar las dificultades que apareja cualquier
assessment y cualquier comparación lo primero a establecer, por ende, es una clara con-
ciencia del estado de situación y del papel que uno está dispuesto a jugar en el conjunto.
El trabajo hipertextual que aquí se presenta busca entonces descubrir y sistematizar las
soluciones existentes a fin de que cada investigador pueda escoger las que mejor se a-
vienen a las diversas clases de problemas implícita o explícitamente comparativos que
afronta en su investigación y para que pueda comprender mejor, como a mí me ha to-

19
cado hacerlo por la vía dolorosa, qué posibilidades se abren una vez que la comparación
se ha consumado o se ha probado inconcluyente, o (como sucede cada vez con más fre-
cuencia) se ha probado realizable pero prohibitivamente difícil o semánticamente in-
extricable.
El libro que aquí comienza es en muchos sentidos uno de los primeros y uno de los po-
cos intentos de teorización o reflexión antropológica comparativa que existen en el mer-
cado, toda vez que ni el dichoso “método comparativo” con el que los iluministas pre-
cursores y los evolucionistas victorianos dieron inicio a la antropología profesional, ni
los modelos estadísticos de raíces conductistas de George Murdock o de Alan Lomax,
ni la antropología transcultural inductiva de los años 70 y 80 (de la que trataremos muy
sucintamente y fijaremos posición en el capítulo §8.3, pág. 178 y ss.) se perciben como
ejercicios aceptables de comparación en una práctica atenida a los preceptos de rigor
que hoy se estilan y que en este siglo se han vuelto inexcusables.
La trayectoria de la antropología clásica está tachonada de gemas invaluables, cierta-
mente, pero tampoco es verdad que todo tiempo pasado fue mejor en todos los respec-
tos. No se trata entonces de volver a instituir algún discurso trasnochado leyéndolo me-
jor o enmendando sus equivocaciones ya que el problema es más básico y las diversas
soluciones intentadas son más engañosas, en tanto y en cuanto se pensaron en otros ám-
bitos, al servicio de fines muy distintos, expresándose en lenguajes que ya no son sus-
ceptibles de entenderse (o que todavía no se entienden bien) en una disciplina que ha
estado sumida demasiado tiempo en un letargo autoerótico demasiado cómodo que al-
guna vez me tentó reimaginar como si fuera una muerte, causada acaso por lo que po-
dríamos llamar autofagia dogmática (Reynoso 1992a ; 1992b ; 2011c ). A lo que
voy es a que no ha sido fácil repensar lo que se había pensado de manera estrecha ni
tampoco salirse del cepo disciplinar. Cuando la crítica se torna cancerbera, el costo de la
transdisciplinariedad y de la ampliación de horizontes suele ser el exilio. A cualquiera
que se atreva a ir más allá de la caja de zapatos canónica se le reprocha que lo que está
haciendo no es antropología: levante la mano, si no es así, el innovador (genuino o apa-
rente) que no haya sido objeto de esa impugnación.
En esta encrucijada, el contraste entre la autoimagen de la antropología y su papel efec-
tivo en el conjunto de las disciplinas es lo que más me preocupa. Por empezar entiendo
que sería bueno que reconozcamos que, metodológicamente hablando, en lo que con-
cierne a la comparación y a la reflexión sobre la similitud y la diferencia nunca estuvi-
mos ni remotamente cerca de constituir la vanguardia. Por una parte, y por más que en
alguna época se entonaron loas a la originalidad y al rigor del método comparativo de
Fustel de Coulanges o de Edward B. Tylor, cuando se va a la letra de las fuentes dis-
ciplinares no se encuentra nada referido a lo que hoy llamaríamos método o a lo que hoy
pasa por ser comparación. El llamado método no ha sido tanto un método como un con-
junto polimorfo de premisas que en algunos momentos parecieron nobles porque se las
comparaba con otras visiblemente detestables. Lo más que hay en él es una equipara-
ción conjetural y estimada válida a priori entre las culturas ágrafas contemporáneas, las
sociedades registradas en la historia y los primitivos pre-históricos, una equiparación

20
que perdurará, banalizada, hasta los tiempos del otrora famoso libro de George Peter
Murdock capciosamente intitulado Nuestros contemporáneos primitivos, texto que algu-
na vez integró el paquete pedagógico de las cohortes de los años setenta con el que me
eduqué y que hablaba de culturas a las que se les reconocía contemporaneidad, sí, pero
pocos otros valores concomitantes y coincidentes con los nuestros fuera de su rareza (cf.
Murdock 1934; Harris 1971 [1968]: 34, 149-162; Palerm 1974; 1976).
Por la otra parte, nadie se acuerda hoy en día de los pesados manuales de ciencia trans-
cultural que en otros tiempos se pensaban documentos definitivos de los métodos y téc-
nicas de survey pero en los que tampoco se hablaba de nada relacionado con la búsque-
da y ponderación disciplinada de similitudes y diferencias, dando por hecho que en el e-
jercicio de la inducción estadística (y gracias exactamente a Galton, Fisher, Pearson el
grande, Neyman y el otro Pearson) los datos hablarían por sí mismos y que sólo era
cuestión de definir unidades con cierta cordura, de muestrearlas adecuadamente, de acu-
mularlas en una masa acrítica y de dejar que las estimaciones numéricas de correlación,
el análisis factorial y el cálculo multivariado (con la complicidad del efecto del límite
central) hicieran su trabajo (cf. Bhandarkar 1888: 1-2 ; Naroll y Cohen 1970  ;
Schaefer 1977  versus Holland, Holyoak y otros 1986 ; Reynoso 2011b ).
Hoy, tras conocer un poco más hondamente y con mayor aspiración de justicia las ideas
de (por ejemplo) Stanley S. Stevens, me es posible imaginar por qué es que se incurrió
en este despropósito. Ahora pienso que eso ha sucedido porque la antropología cultural
ha sido, en último análisis, una instancia en la que al contrario de lo que se cree preva-
leció y sigue prevaleciendo el espíritu del modelado estadístico antes que el del more
geometrico. La similitud y la diferencia ( y la comparación con ellas) dependen en cam-
bio de medidas y distancias, geométricas sí, o topológicas, o incluso proyectivas si al-
guien lo quiere de ese modo, pero no necesariamente numéricas, dimensionales o enu-
merables en el sentido convencional de esas palabras (Guttman 1944 ; Benzécri 1978
; Young y Null 1978 ; Young 1981 ; Bateson 1981 [1979]). Aunque para los culti-
vadores de la cualitatividad en su sentido más ordinario todo lo que huela a magnitud da
más o menos lo mismo, la geometría mide proximidades y distancias relativas, lineales
o no, mientras la estadística (bajo excusa de probabilismo) más bien se dedica a cuanti-
ficar con aspiraciones de absoluto, precisando incluso ( p  0.03) la diferencia máxima
que puede haber ( y que vale más cuanto más pequeña sea) entre lo que uno se ve
compelido a no poder rechazar por la fuerza de los hechos muestreados y la pura y
simple Verdad de Dios (cf. Reynoso 2011b: cap. §9 ).
El dualismo que así se consagra entre esa Verdad y el mero abracadabra es en realidad
espurio, pues en las disyunciones que se plantean uno de los términos (la HN) sólo se
estipula para ser flagelado mientras que el otro (la HA) no puede ser avalado específica-
mente por ningún cálculo por cuanto no es una hipótesis particular, sino que puede ser
cualquier hipótesis que no sea exactamente la HN. Este es un elemento de juicio al cual
todos los estadísticos conocen pero del cual se obstinan en callar (cf. íbidem: cap. 8 ).
De todas formas y mediando el método adecuado se puede pasar grácilmente de lo cua-
litativo o lo cuantitativo y de allí a lo geométrico, lo topológico y lo algebraico, como se

21
hace rutinariamente en teoría de grafos, en el scaling multidimensional, en la morfo-
métrica y en el análisis de redes; el tránsito de la definición arbitraria de landmarks al
cálculo automático o del hocus pocus racionalista al empirismo de la verdades plausi-
bles puede llegar a ser peliagudo pero es viable y en no pocas ocasiones iluminador.
Pero el hecho es que las estadísticas y la teoría de la medida –nos enseña Stevens (1968
) en su extravagantemente bautizada “visión esquemapírica”– se han constituido, de
manera inesperada, en ideas e ideologías antagónicas, ensarzadas en una batalla en la
cual la que menos razón tiene se encuentra desde hace mucho en la posición más venta-
josa. Los antropólogos, por su lado, se reparten entre los cualificadores mayormente
particularistas que creen que la lógica, la geometría, el álgebra y la topología son pri-
vativas de una ciencia positivista y los calculadores que creen que la fuerza de la cuan-
tificación estadística (sumada a los rigores de la inferencia inductiva) es capaz de pres-
tar sustento formal y vuelo matemático a la comparación. Entre ambos extremos y fuera
de la reciente geometría morfométrica hay muy pocos (si es que hay alguno) que verda-
deramente profundice en alguna forma de medición comparativa.
Consecuencia de ello es que a excepción de los especialistas extradisciplinarios en me-
todología, muy pocos escolares contemporáneos de la antropología (en el sentido bate-
soniano de la palabra) sabe hoy de qué se tratan stricto sensu la similitud, la diferencia y
la comparación, dando por sentado de que se podrá lidiar con ellas de manera sencilla y
frontal apenas uno se las cruce en el proceso investigativo y las someta ya sea al aparato
hermenéutico que metaboliza los símbolos, a la inferencia deductiva que explica las
cosas o a la máquina estadística de moler la carne de los datos, entidades que participan
en la gestación de tres de los seguramente muchos manifolds o variedades de lo que al-
gunos han llamado registro, un concepto que (reconociendo mi deuda con Camilo
Lozano-Rivera) me habría gustado desarrollar mejor o que otros lo hiciesen en lugar
mío.
De la brutalidad que implica oponer simplemente lo cuantitativo y lo cualitativo, y del
optimismo con el que se gestionan la analogía, el isomorfismo y la taxonomía trataré en
su momento. Hoy día las guerras tribales entre los estadísticos y el grueso de los mate-
máticos, o entre los cultores de las distintas estadísticas (las paramétricas, las robustas,
las bayesianas),12 o entre los que cuentan y los que miden son tanto o más virulentas y
calan mucho más hondo que las que han habido entre los inclinados a la rumia interpre-

12
Aunque cueste creerlo, ni las estadísticas son “una rama de las matemáticas”, ni los matemáticos acep-
tan de buena gana que las academias nacionales de ciencia incluyan a los estadísticos en su misma con-
gregación. Algunos de los textos clásicos de la literatura matemática ni siquiera mencionan las estadísti-
cas como no sea al pasar, desplegando un ritual de evitación más frecuente y difundido de lo que se pien-
sa (cf. Merzbach y Boyer 2011 ; Cobb y Moore 1997 ). En la gigantesca obra estructuralista de Bour-
baki, asimismo, nunca ha habido lugar para las estadísticas ni (a decir verdad) para la visualización geo-
métrica (Gower 2015 ). De este aspecto de las matemáticas extremas de Bourbaki comenta Vladimir
Igorevich Arnol’d [1937-2010]: “Bourbaki escribe sobre Barrow [el maestro de Newton] con ironía, di-
ciendo que en su libro hay unos 180 dibujos en cien páginas de texto. De los libros de Bourbaki puede
decirse que en mil páginas no hay un solo dibujo, y que no queda claro qué es peor” (Arnol’d 1990: 40).
En el presente libro doy por sentado que el lector conoce suficientemente la bibliografía autocrítica y la
crítica matemática de las estadísticas (Huff 1974; Best 2001; Lance y Vandenberg 2009; 2015; Reynoso
2011b ; Reinhart 2015).

22
tativa y los cultores de la formalización o (como habría dicho Geertz) entre las brujas y
los geómetras. En estas últimas querellas puede que haya un ganador eventual, que se
concuerde una tercera vía, que se consagre una perspectiva, que los ideólogos se jubilen
o que se imponga una entente; en aquéllas, en cambio, lo más probable es que pierdan
todos, o que cada quien experimente la frustración de no poder ganar nunca a satisfac-
ción de la propia conciencia.
El principal problema que veo aquí es que la antropología no ha examinado ni sistemati-
zado con la intensividad requerida los tratamientos posibles de esa problemática. El li-
bro que sigue llena entonces un vacío, inventariando y conjugando los métodos compa-
rativos existentes o señalando de qué forma operaciones de medida o técnicas explorato-
rias que no están orientadas en principio a la búsqueda de similitudes y diferencias (y
que no han elaborado tampoco las interpretaciones a dar a las cifras que obtienen) pue-
den leerse en tal sentido o ser conducidas a tal fin. En ningún caso se desarrollará la to-
talidad de los fundamentos técnicos de grano fino o las pruebas teoremáticas en los que
los métodos reposan. Lo que más se hará a este respecto es poner al alcance de los pun-
teros de hipertexto los desarrollos esenciales que ya han habido o que están en curso,
aclarar su función comparativa, posicionarlos en el espacio de las variedades metodoló-
gicas y documentar su potencialidad, sus aportes, sus excesos y sus oscuridades.
Tampoco describiré las mil medidas descriptivas que abundan más allá de lo imaginable
en el campo de la teoría de redes, en teoría de grafos y en sus vecindades, muchas de las
cuales ni siquiera están normalizadas o adaptadas a la diversidad de objetos a los que se
aplican. Simplemente las daré por conocidas en tanto tales y mencionaré por esta única
vez (adosando los punteros correspondientes) la bibliografía específica en las que se han
desarrollado, casi siempre en contextos de máximo display y teatralidad notacional y
mínima reflexión epistemológica (v. gr. Freeman 1979 ; Wasserman y Faust 1994 ;
Brandes y Erlebach 2005 ; Hanneman y Riddle 2005 ; Kolaczyk 2009 ). Sí trataré
extensivamente, en un capítulo entero, de la comparación entre redes, pero ésa es por
completo otra cuestión, lo mismo que el uso de redes para comprender o explicar simi-
litudes y diferencias, uso que se descubrió hace demasiado poco y al cual me lo llevé
por delante apenas ayer, mucho después de esbozar el plan del libro.
El primer problema con la medición y la estadística reticular es que ante la revelación
de nuevas clases de redes complejas las herramientas computacionales simplemente a-
gregaron las “Redes S-W”, las “Redes A-B” o “Power-law” al menú de opciones pero
continuaron prodigando operaciones sólo congruentes con escenarios gaussianos en los
que ya nadie cree. Esto es, siguieron aleatorizando las configuraciones iniciales, exclu-
yendo outliers, manteniendo vivos supuestos paramétricos sobre la distribución de los
residuos incluso en la llamada regresión no-paramétrica y calculando promedios en dis-
tribuciones que se saben que no son normales y que al no pertenecer a la familia
gaussiana es imposible que tengan una media que sea sin más (o que se aproxime a) “el
valor promedio” de la población. El desacierto no se arregla sustituyendo la media por
la mediana o por otro parámetro un poquitín más robusto o “aproximado”: si la aproxi-
mación paramétrica es el problema, es dudoso que pueda ser parte de la solución.

23
El segundo dilema no es que falten medidas y conceptos sino que sobran fuera de toda
necesidad generando una falsa sensación de abundancia. Como parando de cabeza lo
que alegaba Hans-Georg Gadamer [1900-2002] sobre las prioridades hermenéuticas y
disponiendo sólo de un repositorio de “datos”, cualquier programa moderno o posmo-
derno de análisis de redes o de espacios geográficos y territoriales entrega docenas de
respuestas para las que no se han imaginado preguntas, cuando no es que, de manera in-
sidiosa, nos empuja a abandonar las mejores preguntas que teníamos en mente en
beneficio de otras que ningún investigador empírico plantearía. Ni siquiera el fisicismo
laplaciano más cerrado consideraba que toda enumeración de las relaciones evaluables
que podamos encontrar en el interior de un objeto de estudio (y que podrían ser infini-
tas) produce siempre información esencial. Lo importante en una ciencia madura no
sería tanto hallar diferencias, similitudes, analogías, metáforas e isomorfismos sino que
estas relaciones sean al mismo tiempo bien fundadas, expresivas y fructíferas y que es-
tén al servicio de requerimientos sustantivos, lo que en nuestras ciencias sólo ha suce-
dido esporádicamente y en las ciencias que no son las nuestras también.

Figura 1.1 – Los cuatro modelos – Basado en Warren Weaver (1948)

Es en esta coyuntura quebradiza que se sitúa este proyecto, el más complicado y trans-
disciplinario, creo, que emprendí jamás, y el que corona el esquema de los cuatro mode-
los que vengo proponiendo desde hace unas décadas, desarrollando las problemáticas
comparativas y taxonómicas anidadas mayormente en lo que Warren Weaver [1894-
1978] llamó “complejidad desorganizada” y transicionando en algunos puntos clave ha-
cia el modelado de la complejidad organizada en el más pleno sentido, como cuando en-
tran a escena factores de fractalidad, redes sociales y espacios hiperbólicos (Figura 1.1;
Weaver 1948 ; Reynoso 2006: cap. §2.1 ).
El cuerpo del libro que comienza a desarrollarse ahora se divide en cuatro bloques. La
primera parte (caps. §2 a §4 y cap. §10) traza la historia –hasta ahora pendiente– de la
alguna vez llamada teoría de la medición, así como la crónica de la especificidad, de los
sucesivos descréditos y del triunfo secreto (desconocido para buena parte de los antro-
pólogos) de la medición no lineal, llamada “dependiente de escala” por Stevens y curio-
samente vuelta a nombrar “independiente de escala” [scale-free] o “invariante de esca-
la” un poco antes del día de hoy. Los nombres claves que jalonan esta sección son, créa-
se o no, los de Weber, Fechner, Boas, Richardson, Bateson y Stevens, cuyas ideas serán
retomadas por los fractalistas no tanto de los fines del siglo XX como de los comienzos
del siglo XXI. Aquí también se revisan los aportes de diversas disciplinas humanas a la
comprensión, cálculo y (sobre todo) visualización geométrica de los aspectos más cru-
ciales de la similitud y la diferencia, con nutridas referencias a las perspectivas de pen-
sadores tan aparentemente disímiles como Pierre Bourdieu y la personalidad antropoló-

24
gica más mentada fuera de la disciplina, que de un largo tiempo a esta parte no es ni
Claude Lévi-Strauss ni Clifford Geertz ni Marshall Sahlins sino, increíblemente, Mary
Douglas, un hecho que pone de manifiesto los efectos aislantes de una de las burbujas
que nos envuelven y que nos invita a considerar los contenidos y las formas de las rela-
ciones interdisciplinares de muy otra manera.
La segunda parte (caps. §5 a §7) se consagra a los cuestionamientos del modelo geomé-
trico elaborados por Nelson Goodman, Satosi Watanabe y Amos Tversky que echaron
por tierra los optimismos y las falsas certidumbres que envolvían los juicios de diferen-
cia, similitud y analogía en todas las disciplinas, en la prensa mediática y hasta en la
vida cotidiana. La tercera (caps. §8 y §9) cubre el campo inmenso y heteróclito de los
modelos comparativos explícitos en ciencia cognitiva y en antropología trayendo a cola-
ción los elementos de juicio ideológicos y políticos y los factores de mera epistemología
que todos los historiadores habían olvidado poner en la mira. El noveno capítulo, en
particular, pretende ser mi contribución a la reflexión teórica sobre la auto-similitud, un
tema que encontramos más complicado a medida que hondamos en él. La cuarta parte,
por último (caps. §10 y §11), se centra en la estimación de la similitud entre redes, gra-
fos y otras formas geométricas, topológicas y combinatorias de representación, así como
en el uso de formalismos reticulares ( y ahora también hiperbólicos) como herramientas
para llevar adelante procesos comparativos en los dominios empíricos más diversos.
Parte importante de esta sección es la que se consagra a una reinterpretación de lo
actuado por la geometría morfométrica, en la que se reclama la participación de una an-
tropología que se ha estado obliterando en los metarrelatos dominantes de tono esta-
dístico (galtoniano y eugenésico) a los que desde este mismo texto invito a re-escribir
con la mirada puesta en la arqueología comparativa y en la antropologia forense del
siglo XXI.
El objetivo del trabajo, en fin, es fundamentalmente práctico y es por ello que su estruc-
tura es la de un hipertexto, presentando un núcleo de referencias y punteros a bibliogra-
fía puntillosamente seleccionada y a enciclopedias y repositorios en línea densamente
generados, intervenidos, editados y suplementados para que el lector realice sus propios
ejercicios comparativos en aquellos escenarios en los que se ha realizado algún hallazgo
o producido alguna herramienta provechosa, o para que evalúe, si tal no es el caso, la
magnitud de los problemas que restan resolver. Es de esperarse que eso pueda hacerse
de aquí en más con el rigor que nos ha venido faltando hasta ahora y exorcizando mu-
chos de los más viejos malentendidos y algunos de los más nuevos, originados en la ten-
dencia al vaciamiento metodológico y a la irreflexividad que con constancia digna de
mejor causa ha venido acompañando a las últimas modas teóricas de la antropología y al
trabajo de muchos de quienes hemos sido sus responsables o sus críticos.

25
2. CONFRONTACIONES ENTRE LA MEDICIÓN Y LA ESTADÍSTICA

Un tono puro de 1600-Hz 75-dB (un La) se parece


mucho a un tono puro de 1605-Hz 75-dB (un La).
Los automóviles se parecen a los camiones. Se
puede comparar un electrón orbitando su núcleo con
un planeta orbitando el sol. Si la psicofísica posee
algún derecho a ser una ciencia única (si es una
ciencia en absoluto) el concepto de similitud debe, a
mi juicio, ocupar su centro. Los humanos, como to-
dos los demás animales, son maestros identificando
si dos sucesos son los mismos o diferentes. […]
También sobresalimos ordenando eventos según su
similitud, Mahler nos recuerda más a Brahms que a
Beethoven; un círculo rojo puede pareecerse más a
una elipse roja que a un círculo verde. Y, como es-
tos ejemplos ponen en claro, el concepto de simi-
litud abarca toda la experiencia humana, de los más
mundanos actos de sensación a los actos más crea-
tivos de metáfora y analogía.
Robert D. Melara (1992: 305)

Mientras que todo el mundo interpreta, describe e infiere, hay algun @s científic@s en el
conjunto de l@s científic@s que miden y algun@s otr@s que cuentan, casi siempre (se-
gún dicen) en el camino a hacer algo más que eso o de usar eso para algo más. Mientras
que el permiso para la interpretación, la descripción y la inferencia deductiva o abducti-
va no se le niega a nadie, hay también quienes definen de maneras divergentes qué es lo
que puede medirse y lo que no y hasta hay quienes se preguntan cuánto vale una ciencia
o un programa de investigación de acuerdo con que esté o no en condiciones de hacer
algunas de esas cosas (medir o contar), teniendo en cuenta que la operación de medir
(como se verá) no necesariamente debe ser discreta, métrica, precisa o cuantitativa en el
sentido usual de las palabras. Existen estimaciones y medidas que no son estrictamente
métricas porque les falta satisfacer algún axioma pero que a veces son de utilidad inesti-
mable, o han probado ser lo único o lo mejor con lo que se cuenta en algún rubro
capital.
Fuera y dentro de todos esos grupos hay unos pocos que han reflexionado sobre la dife-
rencia de métodos y propósitos que media entre quienes promueven una u otra opción.
Apenas empezado el libro, la discusión entre los partidarios entre las distintas formas de
estimación de similitudes y diferencias cualitativas y cuantitativas adquiere una inespe-
rada dimensión política e ideológica. Toda adopción de un método, sea que se realice
reflexiva o irreflexivamente, involucra tomar partido en una querella metodológica mu-
cho más envolvente e inevitable que la mera elección entre una estrategia cualitativa y
otra cualitativa. Esta última disputa dialógica es vieja como la propia psicología, quizá
tanto como la separación neokantiana de la ciencia en dos campos incomunicados e in-
conmensurables (las ciencias de la naturaleza y las ciencias de la cultura), una tramoya
germánica y decimonónica urdida a las apuradas en contra de las amenazas representa-

26
das por Darwin y por Marx, una taxonomía gótica y escolástica que olvidó pensar un
espacio para la lógica, las matemáticas y a lingüística formal, que no previó la posibili-
dad de ciencias de la información o de ciencias cognitivas que ni son Naturwissen-
schaften ni se atienen a la Verstehen, una clasificación, en fin, que pudo ser convincente
en su época y ayudó a evitar algún avasallamiento, pero que hoy se lee como el desagui-
sado autoindulgente, la coartada y la línea de fuga escatológica que en gran medida fue.
El conflicto entre los que cuentan y los que miden no comenzó siendo transdisciplina-
rio. La historia poco conocida de la relación conflictiva entre lo que podríamos llamar
psicofísica y la ortodoxia de la teoría de la medición comenzó sin duda con el hallazgo
de Ernst Heinrich Weber [1795-1878] sobre el carácter relacional de la percepción de
cambios en la intensidad del estímulo por parte del sujeto, un asunto que sólo interesaba
a cierta psicología. Weber se preguntaba cuánto había que cambiar la magnitud del estí-
mulo para que un sujeto percibiera que algo había cambiado; en el proceso de responder
a esa pregunta imaginó la medida mínima de la percepción del cambio que ha cristaliza-
do como just noticeable difference [ jnd ], esto es, la mínima diferencia apreciable. A
nuestros efectos vale la pena considerar la historia de estos eventos desde el punto de
vista del antropólogo más entusiasmado por la naturaleza contradictoriamente “diferen-
cial” y “relativista” del fenómeno más allá de su disciplina de origen. El antropólogo no
ha sido ni pudo ser otro que Gregory Bateson, quien escribía en Una unidad sagrada:
Considero que la historia de la ciencia formal de la conducta comienza con Fechner y We-
ber en Leipzig alrededor de 1840. Weber había descubierto que la razón matemática es lo
que establece la diferencia, y Fechner vio que se trataba de algo importante. […] Ese descu-
brimiento, por supuesto, puso al conjunto de las ciencias duras fuera de la esfera de lo que
nos interesa. En las ciencias duras siempre se había sostenido que las causas tenían dimen-
siones reales; longitud, masa, tiempo o alguna combinación de ellas. […] Pero la generali-
zación de Weber-Fechner implicaba que el estímulo, como una “causa” de la sensación o de
la conducta, era de dimensión cero: una razón entre dimensiones similares (o una diferencia
entre complejos o Gestalten de dimensiones incomparables). Esto hizo que la metodología
de las ciencias duras resultara inadecuada para las ciencias psíquicas o de la conducta y
quedara barrida de un plumazo. Después de esto no tenía sentido perder el tiempo con
experimentos cuantitativos. En suma, una extraordinaria hazaña.

No sé si Fechner tuvo conciencia de la importancia de su ley, pero sí supo que el descubri-


miento sobre las razones o proporciones –que fue un descubrimiento empírico y (sorpren-
dentemente) experimental– fue de extrema importancia (Bateson 2006 [1991]: 210).

Ni Weber ni Fechner, por cierto, se refieren estrictamente a una “dimensión cero”, ni


“cero” puede ser resultado u operando de una división, ni (por poco helmholtziano que
se sea) una dimensión es lo mismo que una magnitud, palabra que aquí notoriamente
está haciendo falta pero que brilla por su ausencia. Un par de páginas más adelante
Bateson corrige su rumbo, aunque apenas un poco:
Afirma la ley, en general correctamente, que las diferencias particulares de que depende la
percepción no son diferencias de suma o de resta sino que son razones, proporciones. Otra
manera de decir esto era que la “sensación” es proporcional al logaritmo de la intensidad
del “estímulo” o entrada. Para obtener dos veces la sensación de, por ejemplo, el peso, uno

27
debe encontrar cuatro veces el peso más pequeño (Idem: 267 [La enmienda del error de tra-
ducción es mía]).13

Y luego vuelve a precisar la idea, pero no sin enredar las cosas, apegarse a semiverda-
des y revelar el talón de Aquiles de toda su argumentación:
[Weber] descubrió […] que la capacidad de percibir la diferencia entre dos pesos se basa en
la razón que hay entre ellos y no en la diferencia de la resta. De manera que si uno puede
distinguir entre dos y tres onzas, también puede distinguir seis onzas de cuatro y, por cierto,
tres libras de dos libras. [..] Sólo podemos conocer en virtud de las diferencias (Idem: 388).

Aunque ocasionalmente correcta (pero con errores de detalle) una parte de la interpreta-
ción es visiblemente fantasiosa. En primer lugar no hay tal cosa como un estímulo que,
independientemente de su magnitud, sea de dimensión cero, sino que Weber (1834 )
( y tras él Fechner y luego Stevens) considera que cero es el valor del umbral (Fechner
1964, vol. II: 33 y ss. ; Carterette y Friedman 1974: 3). A nadie con algún criterio de
aritmética se le ocurriría tampoco dividir alguna cifra por cero, que es lo que en más de
un momento Bateson implica que debemos hacer. El problema con su argumento es que
–como ya dije– tanto la relación de razón como la resta son mutuamente convertibles,
tal como se comprueba por poco que nos familiaricemos con los llamados algoritmos de
división. Estos algoritmos dan cuenta de la forma en la cual la división se implementa
en procesadores de computadora o en mecanismos de cálculo que sólo son capaces de
sumar; también explican los pasos que seguimos los simples mortales en un gran núme-
ro de culturas cuando hacemos divisiones “en la cabeza” y que no son sino los métodos
que los diseñadores de circuitos trataron de reproducir en las máquinas, cuya lógica
procedimental es sumamente esquemática pero mucho más antropomórfica de lo que se
cree: simplificando apenas un poco, diríamos que en general una división no es más que
una iteración de operaciones de diferencia. Y que como su nombre lo indica y mal que
le pese a Bateson es la diferencia aritmética (la resta más que la división: una suma, en
último análisis) la operación que encarna con mejor ajuste la idea de diferencia. En la
práctica es esencial también prestar atención a la naturaleza de la escala en la que se rea-
lizan las operaciones, pues no todas las escalas son homogéneas, isométricas, periódicas
y proporcionales; pero ésa es por el momento otra cuestión.
Contra lo que sostiene Bateson, las ciencias mal llamadas duras pueden manejar las le-
yes de potencia o las escalas logarítmicas con tanta idoneidad como las ciencias peor
llamadas humanas, por lo que es dudoso que la metodología de aquéllas quede necesa-
riamente “barrida de un plumazo”. No hay tampoco ciencia que no sea humana, o que
no necesite ser dura cuando las circunstancias lo ameritan. De hecho, las escalas hetero-
doxas que hoy prevalecen en muchos campos del conocimiento (pensemos en Pareto,
Zipf, Merton, Estoup o Piketty) se han pensado primero, más reflexiva y más congruen-
temente en las ciencias estigmatizadas (sociales, culturales, humanas) más parecidas a la

13
Bateson no parece advertir que, computacionalmente, todas las operaciones aritméticas que menciona
son mutuamente equivalentes y convertibles; aunque los programadores podían especificar la operación
que se necesitara, los procesadores informáticos tempranos, por ejemplo, sólo poseían primitivas para la
suma. Incluso la comparación de valores se basaba en ella.

28
nuestra (cf. Gabaix 2009 ). Cierto es además que unos cuantos filósofos y psicólogos
estuvieron batallando contra los cientificistas de la measure theory de igual a igual; pero
es verdad también que las argumentaciones filosóficas y psicológicas más formales sus-
tentadas por el bando humanista de esta contienda nos son tan ajenas a los antropólogos
como las notaciones simbólicas, los teoremas y los discursos más indescifrables de los
heraldos de la cuantificación pura. Poquísimos entre los antropólogos que conozco, por
ejemplo, han citado productivamente a Stevens, a Suppes o a Tversky.
En materia metodológica lo primero que conviene hacer para aclarar el campo es inter-
pelar la llamada teoría de la medición [measurement theory], la cual en sus inicios se
desarrolló en las ciencias físicas con el rigor aparente que en ellas se acostumbra pero
también con la estrechez de miras que suele ser propia del razonamiento de estudiosos
poco afectos a la rumia epistemológica y a comprometerse en lecturas que estén más
allá del círculo rojo disciplinario en cuyo interior se mueven. Poco más tarde, en la teo-
ría ortodoxa la medición del período formativo quedó eclipsada por las estadísticas sur-
gidas en el primer tercio del siglo XX, las que por cierto no pertenecen a (ni son apre-
ciadas por) la élite matemática y con las que las muchas teorías de la medición de la
fase de madurez, ahora en manos de la psicología y de otras disciplinas humanas, vivie-
ron en eterna confrontación.
Hay una literatura extensísima sobre la naturaleza de la medición, gran parte de ella de
la más estricta ortodoxia y de fuerte impulso normativo. En su inicio tuvieron amplia in-
fluencia los libros de Hermann von Helmholtz (1887; 1977 ), Norman Robert Camp-
bell (1920: parte II, caps. X-XVII , 1928), Brian Ellis (1966) y Morris Cohen y Ernest
Nagel (1968 [1934]: cap. XV ), hoy accesibles en el dominio público.14 Ningún autor
de este grupo canónico, militantemente cientificista, aceptaba mediciones a menos que
permitieran operaciones de concatenación o adición extensiva. Mientras que estas ope-
raciones son habituales en física clásica, dominada por la linealidad, no siempre son a-
decuadas ni fácilmente ejecutables en las ciencias sociales o humanas. Tan temprano (o
tan tarde) como en los años 40s, un comité de la British Association for the Advance-
ment of Science se preguntaba si psicólogos tales como el fundador de la psico-física
Stanley Smith Stevens [1906-1973], quien medía sensaciones humanas tales como las

14
Curioso como suena, no hay abundancia de historizaciones de la llamada “teoría de la medición” [mea-
surement theory] ni una taxonomía adecuada de las variantes existentes, ni una crónica que la distinga de
la “teoría de la medida” [measure theory], que es algo completamente distinto. De hecho, “medida” se re-
fiere a propiedades de una cosa medible mientras que “medición” define el proceso de medir sin ontolo-
gía implicada. La periodización de la measurement theory a la que aquí me atengo se basa en la cronolo-
gía de José Antonio Díez (1997a ; 1997b ) y discierne una fase de formación y una fase madura, con
la obra del “filósofo-científico” Patrick Suppes [1922-2014] mediando entre ambas (cf. Suppes 1951 ;
Suppes y Zinnes 1962 ; Suppes, Krantz, Luce y Tversky 1989 ). Tampoco deben confundirse la vieja
y la nueva teoría de la medición (o la sempiterna teoría de la medida) con la psicometría, la cual no se
funda en la measurement theory sino en una empresa puramente estadística consagrada ya no a la medi-
ción en sí sino a las estadísticas en torno a mediciones de la inteligencia y de otras presuntas “capacida-
des” diferenciales. Contrariamente a lo que Bateson pensaba, no todo lo relativo es bueno y noble desde
la cuna; en las prácticas comúnmente llamadas “diferenciales” (que no miden ninguna cualidad sus-
ceptible de medirse sino que cuentan qué cantidad de una variable arbitraria o “coeficiente” cabe asignar
a cada entidad sustantiva) medra, como seguiremos insistiendo, una faceta siniestra.

29
variaciones en la percepción del volumen sonoro, realmente hacían mediciones cabales,
puesto que los psicólogos de su escuela no usaban –no podían matemáticamente usar de
manera directa– conceptos de adición o concatenado, toda vez que sus escalas eran (co-
mo las llamamos ahora) logarítmicas (o exponenciales), y no de intervalos regulares y
equidistantes (Ferguson y otros 1940; Dehaene y otros 2008  y figura 2.1 más abajo).
La historia de la llamada teoría de la medición es reptante, convulsa y tediosa y aquí só-
lo nos interesan unos pocos elementos de juicio que se verán replicados o puestos en
duda en distintos momentos del desarrollo de las teorías de la similitud y en los muy di-
versos modelos comparativos o en sus refutaciones, la de Franz Boas inclusive (Xie
1988; Boas 1902 ; Ember 1970: 701; Ember y Ember 2009: 43). Un momento impor-
tante de esa historia se manifiesta cuando uno de los codificadores esenciales de la ver-
tiente ortodoxa, Hermann von Helmholtz (1977 [1887]: 73 ), enumera los axiomas
que “los matemáticos” estipulan que una medición debe satisfacer:
Axioma I: Si dos magnitudes son ambas parecidas a una tercera, se parecen entonces
entre ellas.
Axioma II: La ley asociativa de la adición: (a+b)+c=a+(b+c).
Axioma III: La ley conmutativa de la adición: a+b=b+a.
Axioma IV: Parecido + parecido = parecido.
Axioma V: Parecido + no parecido = no parecido.
Lo notable es que estos axiomas, cuyo hilo fundamental se funda en nociones de simili-
tud, son casi idénticos a los que desde Maurice Fréchet (1906 ) están en la base del
modelo geométrico de distancias y proximidades (cf. más adelante, pág. 152). Aunque
hayan sido el polímata Hermann Grassmann [1809-1877] y su hermano Robert quienes
codificaron la teoría cuarenta años antes, la posteridad atribuyó esta especificación a
Helmholtz, quien la hizo suya y la precisó (cf. Grassmann 1962 [1848] ).
El argumento cardinal de Helmholtz puede expresarse en muy pocas palabras. Helm-
holtz llama “magnitud” a “los atributos de objetos que cuando se comparan con otros
parecidos permiten la distinción de mayor, parecido o menor”. Si se expresan esos atri-
butos con números, esos serán los valores de la magnitud, y el procedimiento mediante
el cual encontramos los valores es la medida de la magnitud. La pregunta que se formu-
la Helmholtz en este punto (“en qué circunstancias podemos expresar magnitudes a tra-
vés de números”) es, reconocidamente, el punto de partida de la Teoría Fundamental de
la Medición. Lo llamativo a nuestros fines es que Helmholtz afirma que esta investiga-
ción debe comenzar con el concepto de semejanza [Gleichheit], el cual se caracteriza
por dos propiedades que hoy se conocen como simetría y transitividad que ya no son tan
obvias, firmes y conguentes con la intuición como antes parecían serlo pero que de to-
dos modos participan de la definición de un concepto de semejanza que precede a las
ideas mismas de magnitud, medida y valor (Helmholtz 1977 [1887]: 89-90). Un concep-
to que ya he anticipado y que es básico en este contexto es el de aditividad, una opera-
ción que sólo puede practicarse entre objetos de la misma clase, lo cual implica que hay
una silenciosa e irreflexiva demarcación taxonómica previa a todo acto de medición.
30
Es curioso que Helhmoltz, entre cuarenta años y medio siglo después que lo hiciera el
antropólogo Edward B. Tylor, llame “comparativo” a su método, que éste se base casi
por completo en la idea de similitud y que en las ciencias humanas (incluyendo la histo-
ria o el derecho) esas ideas, pese a que remiten a cómputos y a medidas, aparezcan tam-
bién mucho antes que en otros campos del conocimiento más pagados de sí. En la obra
de Helmholtz la similitud entre dos objetos de atributos comparables se alcanza obser-
vando ciertos resultados fácticos de la interacción de los objetos en condiciones apropia-
das; el procedimiento mediante el cual los objetos se ponen en condiciones como para
poder observar el resultado se conoce como el método de la comparación (1977 [1887]:
90). Es desdichado que en la versión en inglés se haya perdido ese matiz, por cuanto el
traductor Malcolm F. Lowe prefiere traducir Vergleichung no como “comparación”
sino como “semejanza” [alikeness]. Destinadas a una inclemente refutación por parte de
Amos Tversky, Helmholtz agrega estas frases en su comentario a los axiomas:
Se sigue del axioma […], primero, que el resultado de esta comparación debe permanecer
inalterado si los dos objetos se intercambian. Se sigue además que si los dos objetos a y b
prueban ser similares, y si se ha encontrado además por previas observaciones usando el
mismo método comparativo que son similares a un tercer objeto c, que la correspondiente
comparación de b y c debe mostrar también que éstos son similares (loc. cit.).

Tras unas cuantas décadas la aditividad se vería cuestionada por Stevens y tanto ella
como la simetría e incluso la identidad serían confrontadas una vez más por Tversky,
aunque fue el joven Norbert Wiener (1921 ), el ulterior fundador de la cibernética,
quien llamara la atención por primera vez sobre el hecho de la intransitividad. Pese a
que en la teoría de la medición y en la psicofísica contemporánea la línea positivista que
va de Helmholtz a Cohen & Nagel es hoy apenas un recuerdo incómodo y borroso, el
gremio estadístico sigue considerando inaceptables los argumentos de Stevens. En lo
que a mí concierne, yo considero mucho más inaceptables científica y políticamente las
estadísticas de la normalidad que son las que prevalecen en las ciencias sociales y hu-
manas contemporáneas, antropología y arqueología inclusive. Estas estadísticas han
conducido a una vorágine diferenciadora a lo largo de líneas de raza, de cultura y de gé-
nero, alimentando un espíritu discriminatorio que aunque la batalla parezca perdida en
todo este libro me he impuesto someter al más intenso asedio (cf. Reynoso 2011b ;
Allen y Yen 1979; Schultz, Whitney y Zickar 2014; cf. más arriba, pág. 14 y ss. y más
adelante, pág. 48 y la nota al pie de la página siguiente).
Una cita de un artículo característico de Stevens ayudará a entrever la magnitud de la in-
esperada confrontación entre los mensuradores logarítmicos/exponenciales y los estadís-
ticos de la linealidad:
Un raro antagonismo ha infectado a veces las relaciones entre la medición y las estadísticas.
Lo que debería proceder como un pacto de asistencia mutua le ha parecido a muchos auto-
res justificar una contienda [ feud ] que se centra en el grado de independencia entre los dos
dominios. Es por tal razón que Humphreys derrocha elogios a un libro de texto porque sus
autores “no obedecen el dictum de Stevens concerniente a las precisas relaciones entre las
escalas de medición y las operaciones estadísticas permisibles”. […]

31
En esas disciplinas en las que la medida es ruidosa, incierta y difícil, es sólo natural que las
estadísticas florezcan. Por supuesto, si no hay medida en absoluto no habría estadísticas. En
el otro extremo, si se alcanzaran mediciones adecuadas en cada estudio, mucha de la nece-
sidad por la estadística desaparecería. En algún lugar entre los dos extremos de la no medi-
ción y la medición perfecta, tal vez cerca del centro de gravedad psicosocial-conductual, la
razón entre la estadistificación y la medición alcanza su máximo. Y es ahí donde encontra-
mos una aguda sensibilidad a la sugerencia de que el tipo de medición alcanzado en un ex-
perimento debe fijar límites a las clases de estadística que se probarán apropiadas (Stevens
1968: 101).15

El período más álgido de esta guerra paradigmática se desenvolvió entre los 60 y los 80,
una época en que los antropólogos estábamos concentrados en otra suerte de riñas do-
mésticas y querellas interpretativas (Baker, Hardyck y Petrinovich 1966 ; Gaito 1980
; Townsend y Ashby 1984 ; Michel 1986 ). Aunque ambas facciones se encuen-
tran desacreditadas en unos cuantos sentidos y ninguna es (como se verá) plenamente
relacional, la sorda batalla entre la estadística y la geometría todavía se mantiene y no
muestra signos de atemperarse. La estadística diferencial sigue siendo básicamente la
misma que la que fue en los días de Galton, Pearson y Fisher; la geometría (hoy liberada
de la camisa de fuerza euclideana), unida y ya no confrontada a una elaboradísima topo-
logía, crece y se refina cada día que pasa pero se ha mostrado incapaz de disuadir a los
estadísticos, mayoritariamente paramétricos. Éstos han encontrado un nicho cómodo y
viven su vida sin comunicarse siquiera con los practicantes de formas alternativas de es-
tadística o con quienes han sustituido las estadísticas gaussianas clásicas (inferencia in-
ductiva incluida) por otros procedimientos conceptualmente más expresivos, elegantes y
poderosos de los que la filosofía de la ciencia de la corriente principal institucionalizada
en antropología rara vez encuentra necesidad de hablar. En un reciente libro sobre análi-
sis generalizado de componentes principales escriben, por ejemplo, René Vidal, Yi Ma
y Shankar Sastri, inclinados a conciliar o complementar los estilos geométricos y esta-
dísticos pero refinadamente sensibles a su diferenciación:
Hay esencialmente dos categorías principales de modelos y estrategias para modelar un
conjunto de datos. Los métodos de la primera categoría modelan los datos como muestreos
aleatorios a partir de una distribución de probabilidad a partir de los datos. Llamamos a e-
sos modelos modelos estadísticos. Los modelos de la segunda categoría modelan la forma
geométrica general del conjunto de datos con modelos deterministas tales como sub-espa-

15
Siguiendo el rastro de esta referencia, he encontrado que el tal [Lloyd G.] Humphreys [1913-2003],
identificado a medias en el artículo de Stevens y puesto a un lado sin mayor comentario por ser entonces
tan conocido, fue un polémico y multipremiado psicólogo diferencial ultra-ortodoxo que publicó un
artículo justamente cuestionado en defensa de las mediciones racistas avaladas en The bell curve. Hum-
phreys fue además signatario del editorial Mainstream Science on Intelligence publicado nada menos que
en The Wall Street Journal en el cual se defiende a esa apoteosis de la lógica de la distribución gaussiana,
de la supremacía blanca y de la ideología de la normalidad (Humphreys 1994 ; Gottfredson 1994 ;
Herrnstein y Murray 1994 ; Lynn 2008 ). Esta no es para mí una batalla nueva. Otro de los signatarios
del editorial es, incidentalmente, Hans Jürgen Eysenk [1916-1997], cuyas actitudes discriminatorias ven-
go cuestionando desde los días de mi De Edipo a la Máquina Cognitiva, libro que es un año anterior al
mencionado editorial (Reynoso 1993: 22, 23, 71 ; cf. Devlin y otros 1997). Esta aclaración viene a
cuento para destacar la dimensión ideológica de la querella sobre la medición de la inteligencia y para
precisar el posicionamiento de los especialistas de la estadística y de la vieja measurement science en esa
disputa que todavía no acaba.

32
cios, manifolds lisos [smooth] o espacios topológicos. Llamamos a esos modelos modelos
geométricos (Vidal, Ma y Sastri 2016).

Con referencia a los smooth manifolds (de los que he tratado en mi crítica a un perspec-
tivismo antropológico que los ha malentendido y de los que volveré a tratar en el cap.
§11) aclaran los autores:

A grandes trazos, un manifold liso es una clase especial de espacio topológico que es local-
mente homeomorfo a un espacio euclideano y posee la misma dimensión en todas partes.
Un espacio topológico general puede tener singularidades y consiste en componentes de di-
ferentes dimensiones (loc. cit.).

Fue entonces en las ciencias sociales y humanas en donde surgió, no sin grandes con-
flictos internos, un nuevo concepto de escala de medición y de no-linealidad. Hubo una
guerra conceptual y a resultas de ella el alto mando de la ortodoxia epistemológica, ape-
gado a los modelos estadísticos de la normalidad, profirió un anatema cuyos efectos to-
davía perduran. Pese a los buenos oficios de antropólogos como Gregory Bateson
(quien aparentemente no comprendió unas cuantas cosas y a quien los pocos que lo
leyeron no parecieron tampoco comprender muy bien) incluso los psicólogos más crea-
tivos aun cargan con el lastre de la confusión. La mensurabilidad lineal y exacta es, to-
davía hoy, el criterio ortodoxo de dureza de la filosofía de la ciencia conservadora, su
propia y peculiar escala de Mohs. Los antropólogos, mientras tanto (y aunque la verdad
nos acompañaba), optamos por la cobardía. Sigue siendo habitual que los resignados in-
vestigadores de las humanidades y de las ciencias sociales tratemos de disciplinar nues-
tras “mediciones inexactas”, descartemos sus outliers sin mayor análisis, apliquemos
procedimientos que sólo condicen con distribuciones específicas a colectivos cuyas dis-
tribuciones reales no se conocen (o no poseen un nombre distintivo), sobrevaloremos in-
merecidamente una exactitud que hoy la tecnología y la ciencia de avanzada ya no pre-
tenden y procuremos satisfacer a como dé lugar los requisitos escolásticos que definen
lo que algunos siguen creyendo que son las “estadísticas permisibles” (Tukey 1962: 13;
Adams 1965 ; Robinson 1965). Stevens fue de los primeros y de los pocos que se
rebeló y que se atrevió a redefinir la permisibilidad en base a otros parámetros, criterios
e ideologías.
El motivo baladí, la palabra que desató una guerra que hasta hoy persiste no fue otra que
la aditividad: lo que no puede sumarse linealmente (dicen los portavoces autonominados
de las presuntas ciencias exactas) no se puede medir y lo que no es mensurable no puede
ser objeto ni de comparación ni de tratamiento sistemático. En una época en que ni se
soñaba con la no-linealidad o con las escalas de la ley de potencia y en el curso de una
historia que hasta hoy nunca se contó del modo en que la estoy contando, un colegio in-
visible y proto-batesoniano de pensadores en resistencia, no sin limitaciones e ingenui-
dades, estableció y legitimó el concepto no lineal de escalas propio de las ciencias hu-
manas que es hoy, con entera justicia y con enmiendas no menores, el que prevalece
hasta en el último rincón de las ciencias y las algorítmicas de la complejidad pero en
muy pocos lugares fuera de allí (cf. Stevens 1946 ; Adams 1965 ; Robinson 1965;
Roberts 1978; 1985: 5; Gescheider 1979; Bateson 2006 [1991]: 210, 267, 388).

33
Aunque parece muy natural ver la tarea de las fundamentaciones de la medida como la ex-
plicación y sistematización de los supuestos requeridos por procedimientos de medición
particularmente interesantes, hacer eso ha llevado a algunos serios malentendidos. Éstos se
originan en la fácil suposición de que una operación empírica de concatenación es el sine
qua non de la secuencia de procedimiento estándar. Campbell (1920 , 1928), en su influ-
yente libro sobre medida, y algunos filósofos posteriores (v. gr. Cohen y Nagel 1934 ; E-
llis 1966) trataron la medición fundamental como prácticamente sinónima a los procedi-
mientos que involucraban operaciones empíricamente definidas de concatenación. […] La
ausencia de operaciones de concatenación apropiadas y definidas empíricamente en psico-
logía ha llevado incluso a unos cuantos serios estudiosos de la medición a concluir que la
medición fundamental no es posible] en el mismo sentido en que sí es posible en física
(Guild 1938). […] [Pero] muchos ejemplos que damos en este libro muestran que el punto
de vista de Campbell y otros es insostenible (Krantz, Luce, Suppe y Tversky 1971: 7 ).

La secuencia de medición directa de la diferencia que se inicia con Weber y sigue hasta
hoy por la vía de Fechner, de Louis Leon Thurstone (1935; 1947 ), de Stanley Smith
Stevens (1946 ; 1951; 1957 ; 1959; 1961 ; 1968 ), de Fred Roberts (1985 ) y
del cuarteto de autores del descuidadamene titulado y clásico setentista Foundations of
Measure (David Krantz, Duncan Luce, Patrick Suppe y Amos Tversky), no sólo se con-
trapone al dogma de la medición encarnada en Campbell y su clique, afecta a los rigores
ilusorios, sino que pone en tela de juicio las medidas impersonales de magnitudes de los
modelos geométricos que se utilizan en el escalado multidimensional (MDS) y en otras
técnicas de representación que se revisarán en el cap. §4 más adelante. Cualquiera sea el
resultado de la disputa y la significación formal de las consignas que se han proferido,
el hecho tangible para nuestras ciencias es que “medir”, “contar” y “comparar”, entre o-
tras cosas (y sin que los posmodernos, los posestructuralistas o los poscolonialistas in-
tervinieran en ello), han dejado de ser las cosas obvias, simples e ideológicamente neu-
tras que alguna vez se pensó que eran.

Continuo Exponente Condición de estímulo


Ruido 0.67 Presión de sonido de un tono de 3000 Hz
Vibración 0.95 Amplitud de 60 Hz en un dedo
Vibración 0.6 Amplitud de 250 Hz en un dedo
Brillo 0.33 5° blanco en la oscuridad
Luminosidad 1.2 Reflexión sobre papel gris
Gusto 1.4 Sal
Olor 0.6 Heptano
Choque eléctrico 3.5 Corriente a través de los dedos
Peso 1.45 Peso levantado
Tabla 2.1 – Leyes de potencia de la sensación según Stevens (1961)

A casi medio siglo de su epopeya, hoy puede decirse que el trabajo de los nuevos funda-
dores circuló por vías capilares pero resultó fructífero. Particularmente en los tres volú-
menes de Foundations y en la obra individual de sus autores la ortodoxia no fue negada
con pretextos elusivos y subterfugios sino refutada en su propio terreno, haciendo añi-
cos, entre otras cosas, su rebuscada distinción entre medidas directas e indirectas y sen-
tando la teoría de la medición sobre bases más sólidas que las que sostenía hasta enton-
ces el positivismo vulgar, pues de eso se trataba precisamente. Encontrando que el con-
cepto de clausura es demasiado restrictivo, los autores, por ejemplo, desplegaron una

34
teoría más general que permitía una concatenación limitada, y que a partir de allí desa-
rrollaba nuevas especies de medición, tales como la medición de diferencia, las repre-
sentaciones de probabilidad y la medición aditiva conjunta.
Por esa misma época –y rehabilitadas las formas hasta entonces malditas de la medición
tanto en lo cuantitativo cuanto en su irreductible subjetividad– aquella secuencia resur-
gió a tono con las ideas de los 60 y 70s en la impetuosa aunque un tanto aislada escuela
escandinava de psicofísica de Gösta Ekman, Lennart Sjöberg (1962), Thorleif Lund
(1974), Birgitta Höijer (1969), Teodor Künnapas, Gun Mälhammar y otr@s, la cual lle-
vó adelante un trabajo digno y esclarecedor pero sin lograr impacto fuera de esa región
de Europa (cf. Ekman y Sjöberg 1965 ; Künnapas y Künnapas 1973; Gregson 1975 ;
Rosenberg 1975 ).
Hoy por hoy el hito en torno al cual se sigue discutiendo es la tabla presentada por Ste-
vens y corregida insistentemente en el curso de los años sobre la relación entre la inten-
sidad de un estímulo físico y la intensidad subjetivamente percibida (Tabla 2.1). Mu-
chos autores creen que el aporte más duradero de Stevens tiene que ver con su descubri-
miento de la ley de potencia psicofísica, llamada Ley de Stevens, que suplanta ventajo-
samente a la vieja Ley de Weber-Fechner elogiada por Bateson, quien –típicamente– no
conocía palabra de la obra de Stevens, por más que éste fuera connacional, contemporá-
neo y hasta colindante suyo en las vecindades de Palo Alto y Stanford. La ley se refiere
a la relación entre la fuerza o intensidad de alguna forma de energía (v. gr. el volumen
con que se manifiesta un tono) y la magnitud de la experiencia sensorial correspondien-
te, pero es relevante para mucho más que eso.
Cualquiera de nosotros puede percibir que la fuerza de la sensación no está linealmente
relacionada con la intensidad del estímulo: dos lámparas halógenas no hacen que un
cuarto quede doblemente iluminado respecto de lo que estaría a la luz de una sola lám-
para. En los primeros tiempos de estas ciencias divergentes la visión prevaleciente esta-
ba regida por la Ley de Fechner, la cual decía que mientras el estímulo crece geométri-
camente (según razones constantes) la fuerza de la sensación se incrementa aritméti-
camente. Sobre la base de interrogar a observadores a los que se presentaban estímulos
de variada intensidad instándolos a que hicieran juicios numéricos sobre su experiencia
subjetiva se encontraron las leyes de potencia [LP] que se ilustran en la tabla 2.1 (cf.
Stevens 1961). El mismo principio se aplica a todos los continuos perceptuales. La LP
de Stevens se suele expresar así:
ψ ( I ) = k Ia
donde I es la magnitud del estímulo físico, ψ (I ) es la magnitud subjetiva de la sensación
evocada por el estímulo, a es un exponente que depende del tipo de estímulo y k es una
constante de proporcionalidad que depende de las unidades que se utilicen. El exponen-
te a no es necesariamente un número entero, lo cual introduce una cierta fractalidad.
Las críticas que se suscitaron en torno de la tabla de Stevens han sido cuantiosas y ame-
nazan con perpetuarse mucho más allá de la vigencia de una ley que se soñaba eterna y
que en rigor persiste hasta hoy, pero con modificaciones. El inconveniente que percibo

35
en la postura de Stevens no radica en que él se atreviera a cuestionar la sacrosanta ma-
jestad de la estadística. El problema es más bien que Stevens recolectaba estimaciones
de magnitud a partir de muchos observadores, promediaba los datos a través de los su-
jetos y luego ajustaba una función de potencia a los datos obtenidos. Esta estrategia,
empero, ignora las diferencias individuales que pueden obtenerse; de hecho se ha repor-
tado en muchos contra-experimentos que el régimen de LP no se sostiene cuando se
consideran los datos de los sujetos por separado: “[N]o se deben promediar a través de
los observadores a menos que se esté seguro de la forma funcional de los datos, de mo-
do que la verdadera forma no se destruya en el proceso de promediación” (Green y Luce
1974: 291 ). El hecho es que si la distribución no se aproxima a una estricta normali-
dad o no está regida por exponentes uniformes, no es en absoluto legítimo calcular pro-
medios, ni servirse de estadísticas paramétricas no robustas, ni excluir supuestos out-
liers o valores extremos en el proceso de cálculo. Dado el estado del conocimiento en
distribuciones estadísticas en el siglo XXI, no se me ocurre ningún contexto económico,
social o cultural (salvo el revoleo de monedas, la numerología deportiva o la antropome-
tría) en el que se justifique promediar variables. Es duro abstenerse de sacar promedios
a partir un registro de cifras, pero tales promediaciones sólo sirven, hasta donde muestra
la experiencia, para desencadenar todos los contrasentidos imaginables.
El aspecto más importante de los aportes de Stevens finca en su afirmación que estable-
ce que “las manipulaciones estadísticas que se pueden aplicar a datos empíricos depen-
den del tipo de escala con el cual se los ordene”. La clasificación de las escalas de Ste-
vens se basa en el carácter específico de cada tipo de medida. Por ejemplo, las medidas
de masa son únicas en cuanto a la multiplicación por una constante positiva. De este
modo, dos asignaciones de números a objetos que representen sus masas se relacionan
por una transformación de similitud positiva. La medida de temperatura, en la que no
hay un cero absoluto, es única en lo que concierne a la elección de la unidad y a la elec-
ción del punto cero. Esto implica que dos asignaciones de números a objetos que repre-
senten sus temperaturas se relacionan mediante una transformación lineal positiva. Ste-
vens clasifica las escalas de medición propias de las transformaciones lineales como es-
calas de intervalo. Escalas como la de Friedrich Mohs [1773-1839] para la dureza de los
minerales son únicas sólo en lo que respecta al orden y se clasifican por ende como es-
calas ordinales. En cuanto a los parámetros estadísticos, Stevens dice que la mediana es
permisible para las escalas ordinales, la media y la desviación estándar para las escalas
de intervalos y ordinales y el coeficiente de variación para las proporciones [ratio] y
para las escalas de intervalo y ordinales.
El criterio para la propiedad de una estadística es la invariancia bajo transformaciones […]
Así, el caso que se mantiene para la mediana (punto medio) de una distribución mantiene su
posición bajo todas las transformaciones que preservan el orden […] pero un ítem localiza-
do en la media permanece en la media sólo bajo transformaciones tan restringidas como las
del grupo lineal. El ratio expresado por el coeficiente de variación permanece invariante só-
lo bajo la transformación de similitud (Stevens 1946: 677 ).

Hay una perceptible rudeza de vocabulario en la escritura de Stevens, asociada a la os-


curidad que envuelve a las escalas logarítmicas, esto es, a las escalas cuya transforma-

36
ción no es lineal por cuanto están regidas por un exponente distinto de 1, como es el ca-
so de la que rige las escalas musicales (incluidas las de temperamento equidistante) o la
que se aplica a las leyes de potencia (como las de Pareto, Zipf, Omori, Gutenberg-Rich-
ter, Yule-Simon, Kleiber, Gibrat, etc.) que el mismo Stevens intuyó difusamente en su
momento cuando formuló su ley pero que no siempre tuvo en mente cuando razonaba.
Si se trataba de vincular estadísticas con escalas de fenómenos, no habría venido mal
que nuestro científico tomara noticia de la diversidad de distribuciones existentes o sus-
ceptibles de postularse y de sus propiedades específicas, ya que (al contrario de lo que
afirma uno que otro manual) en una ley de potencia no hay nada que se parezca a una
media, ni tampoco a una mediana o a una distribución estándar, ni nada que constituya
algo así como una “aproximación”; lo que hay en su lugar es una dispersión astronómi-
ca de los valores, una desigualdad constitutiva, estructural y no-normalizable.

Figura 2.1 – Escalas según S. S. Stevens (1951) con escalas


logarítmicas / exponenciales agregadas. Basado en Karel Berka (1983 a: 161)

Por razones como éstas lo primero a recomendar a los estudiosos de ciencias empíricas
es tomar contacto con la inmensa variedad de distribuciones estadísticas existentes a tra-
vés de los dominios de aplicación, partiendo de la base de que cada distribución (del
mismo modo que cada una de las clases de escala) define un contexto y una significa-
ción distinta para cada procedimiento de estimación de similitudes y diferencias así co-
mo posibilidades, constreñimientos e imposibilidades puntuales de visualización (cf. Pa-
tel y Read 1982; Johnson, Kotz y Balakrishnan 1994; Evans, Hastings y Peacock 2000
; Kotz y Nadarajah 2000; Balakrishnan y Nevzorov 2003: 133-138 ; Johnson, Kemp
y Kotz 2005; Consul y Famoye 2006; Newman 2006 ; Clauset, Shalizi y Newman
2009 ; Arnold 2015 [1983]: 117-222 ; Krishnamoorty 2016: 316 ).16

16
Si la distribución concierne a la cantidad de dinero que tiene cada quien en una sociedad determinada,
es evidente que no existe tal cosa como la “fortuna promedio”, una cantidad que –cum grano salis– se
obtendría sumando la fortuna que tiene Bill Gates (o la que posee Jeff Bezos, Bernard Arnault, Ma Hua-
teng o Carlos Slim) a la que tengo yo, y dividiendo luego ese valor por 2. Tampoco se obtiene nada razo-
nable computando ca / (c – 1) siendo c el parámetro de locación y a el parámetro de forma, ambos > 0,
que es lo que pretenden todavía Forbes, Evans, Hastings y Peacock (2011: 149 ).

37
Otra falla en las visiones de Stevens que algunos de sus críticos como Norman H. An-
derson (1961) y Richard E. Robinson (1965) han destacado, radica por una parte en el
hecho de que Stevens no ha diferenciado significados divergentes en el interior de la
idea de invariancia y no ha contemplado las mediciones de distribuciones de este tipo
como medidas de una desigualdad que no cabe en una campana de Gauss. Otros conten-
dientes de Stevens como C. J. Burke (1953), Hoaglin, Mosteller y Tucker (1983) y Ve-
lleman y Wilkinson (1993 ), aferrados a la física de Norman Campbell (1920 ; 1921
) y a los que ofende que se pongan en duda vacas sagradas como el test de Student, la
media o la desviación estándar, han opuesto razones tan obtusamente ortodoxas y ave-
jentadas que sería ocioso comentarlas.17 Por la otra parte, Stevens no parece tener clara
conciencia de las presunciones de equinormalidad, isotropismo y homogeneidad de va-
rianza en las que todavía están atrapadas unas cuantas de sus aseveraciones. Alcanza
con una cita del brillante ensayo de Barry Arnold de la Universidad de California en Ri-
verside sobre la distribución de [Vilfredo] Pareto para se comprenda lo que quiero decir:
Si pensamos en la posibilidad de medir el ingreso en peniques en vez de en dólares, enton-
ces seguramente querremos una medida de escala invariante. Si, sin embargo, pensamos en
el efecto de duplicar el ingreso de todo el mundo o reducirlo a la mitad de modo que mu-
chos caigan bajo la línea de pobreza, entonces el argumento de la invariancia de escala deja
de ser atractivo (B. Arnold 2015 [1983]: 3-4 ).

Pero a despecho de sus chaturas y sus olvidos, el aporte clave de Stevens es sin duda
haber legitimado la medición frente al monopolio del conteo y haber habilitado nuevas
formas y epistemologías de la medición, lección que perduraría hasta en la antropología
transcultural, donde se sabe muy bien que el número que resulta de una medición es
arbitrario, que no significa nada en sí mismo sino sólo en relación con otro número o
con el valor de alguna otra variable y con el exponente al que la escala se atiene. La me-
dición según Stevens puede ser cuantitativa en algunos escenarios, pero también puede
ser relacional o cualitativa. “El punto esencial de una medida –dirán los murdockianos,
sin haber leído jamás obras del autor y sin saber tampoco qué pudo haber dicho Pareto–
es que nos permite comparar” (Ember 1970: 701; Ember y Ember 2009: 43).
A fin de dar cuenta de las escalas que él mismo impulsó, el cuadro de los tipos de esca-
las admisibles incluye la clase exponencial-logarítmica y queda hoy más o menos como
se ilustra en la figura 2.1. Una preciosa clasificación parcial de las escalas, ligada a las
metodologías geométricas más importantes, aparece en el bello libro de Gower, Gard-
ner-Lubbe y le Roux y se incluye aquí, adaptada, en la figura 2.2.
Cuando pretendemos profundizar en la psicofísica o en las estrategias de la antropología
y otras humanidades que intentan clarificar similitudes y diferencias pasando por el des-
vío de la medición o de la apreciación visual (o geométrica) de las distancias, apenas
empezando percibimos que muchas nociones esenciales no están claras ni resultan prác-
ticas y que el campo amerita una drástica operación de limpieza. Tomemos, por ejem-

17
Lástima por [Charles Frederick] Mosteller [1916-2006], entre paréntesis, maestro de Stanley Wasser-
man, entre otros, quien supo ser signatario de algunos de los mejores trabajos sobre representatividad que
existen. Junto con William Kruskal, claro (cf. Kruskal y Mosteller 1979a ; 1979b ; 1979c ; 1980 ).

38
plo, la definición que da Stevens (1946 ; 1951; 1959; 1961 ; 1967; 1968 ) de la
noción de medición [measurement]: “La medición es la asignación de numerales a obje-
tos o eventos de acuerdo con una regla”. La definición es hasta hoy canónica y se la cita
como si se la pudiera dar por sentada, no presentara flancos débiles o rozara la perfec-
ción. Si bien pasa por ser de Stevens, si consultamos más materiales advertiremos que
se trata de una definición ortodoxa precedente, plasmada por Norman Robert Campbell
(1921: 110 ; Final Report, p. 340); es una especificación que Stevens (1946: 677 ),
por otra parte, sólo acepta hasta cierto punto para luego ponerla duramente en cuestión.

Figura 2.2 – Tipos usuales de escala en el modelado geométrico. (a) Escala lineal con calibración
igualmente espaciada como la que se usa en Análisis de Componentes Principales. (b) Escala lineal con
calibración logarítmica. (c) Escala lineal con calibración irregular. (d) Escala curvilínea con calibración
irregular. (e) Escala lineal para una variable categorial ordenada. (f) Una variable categorial (color)
definida sobre regiones convexas de Voronoi.
Basado en Gower, Gardner-Lubbe y le Roux (2011: 5, fig. §1.3 )

El campo, dije, está alborotado, y muchos de quienes lo habitan han comenzado a per-
der la paciencia. El beligerante psicólogo Joel Michell de la Universidad de Sydney, al
filo del irracionalismo y en una crítica tachonada de no pocas frivolidades encuentra un
par de aristas donde hincar el diente antes de perder aceleradamente coherencia:
En la medición, de acuerdo con la visión tradicional, los números (o numerales) no se asig-
nan a nada. Si, por ejemplo, yo descubro por haberla medido que mi habitación es de 4 me-
tros de largo, ni el número cuatro ni el numeral 4 se asignan a nada, no más que si yo obser-
vara que como la pared de mi cuarto es roja, ya sea el color rojo o la palabra rojo se asigna-
ría a ella. En ningún caso estoy tratando con la asignación de una cosa a otra cosa. Consi-
derando las ratios de magnitudes y los números involucrados en la medición, está claro que
no se está tratando con la relación de asignación. Se está tratando, más bien, con la predica-
ción. Esto subraya la distinción lógica: hacer asignaciones numéricas no entraña compromi-
so con la verdad; la predicación siempre lo hace. Una asignación numérica puede ser mu-
chas cosas (p. ej. útil, conveniente, gratificante), pero verdadera (o falsa) no es una de ellas
(Michell 2004: 14-15).

Cae de suyo que un juicio sobre una medición puede no estar redactado como aserción
veritativa, pero en tanto juicio enunciativo es tanto o tan poco falsable como cualquier

39
otra aserción debido a lo que el mismo Bateson habría llamado la universalidad del
“no”. Como fuere, y aunque Michel ha prohijado unas cuantas buenas ideas dispersas en
una serie de ensayos característicos de un género de crítica a las ideas de Stevens y a las
estadísticas que se ha instalado y que sigue siendo rentable, no es esta clase de enclen-
ques preciosismos discursivos lo que mantiene en pie o impugna una teoría.
Pero no todas las discusiones que sobreabundan en este campo han sido latosas y bizan-
tinas. Un aporte ya clásico a la teoría de la medición es el texto de Fred Stephen Roberts
de la Universidad Rutgers en Nueva Jersey titulado, precisamente, Measurement Theory
(1985 ). Roberts es el mismo autor incisivo y subestimado que años antes había publi-
cado el que creo que es el mejor estudio que existe sobre la aplicación de teoría de gra-
fos a las ciencias sociales y a la resolución de problemas de la práctica (Roberts 1978).
En esta segunda ocasión Roberts se consagra a examinar con detenimiento la aplicabili-
dad de modelos matemáticos a las ciencias sociales. Su declaración de principios es
ejemplar y reveladora:
Este texto toma la actitud de que tratar un problema matemáticamente –e incluso ejecutar
una medida– no requiere la asignación de números. Más bien involucra el uso de objetos
matemáticos precisamente definidos y de relaciones entre ellos para reflejar objetos empíri-
cos y observar relaciones entre esos objetos (1985: 18 ).

Roberts, en la misma liga que otros especialistas en medición como Johann Pfanzagl
(1968 ) o Edwin Newman (1974 ), tenía a su disposición el campo abierto por Ste-
vens y no debía lidiar con el insoportable purismo de Academias Reales o con científi-
cos de la antigua escuela que atiborraban sus páginas con una simbología que sabían
críptica y que dictaminaban cuáles son las disciplinas de segunda categoría y las es-
trategias deficientemente definidas que están excluidas de toda posibilidad de compara-
ción. A la larga, de todas maneras, el trabajo de Roberts fue bien considerado en la es-
cuela invisible de Tversky, Suppes y otros críticos de la teoría clásica de la medición
pero no logró consolidar una tendencia o ganar los titulares pasadas unas pocas décadas.
Poco a poco, sin embargo, el crédito del fundamentalismo cientificista se agotó y mal o
bien se hizo una especie de justicia. Una vez instaladas las nuevas formas de medición
en las disciplinas que aspiraban a un trato igualitario (y una vez que fue la linealidad de
las ciencias que se creían duras lo que quedó mayormente en duda y en evidencia mer-
ced a estos avances) el espíritu militante podía consagrarse a menesteres más producti-
vos y eso fue lo que sucedió. Contemplados desde aquí los años 80 presenciaron una
breve edad de oro de la teoría de la medición elaborada ya no desde los altos tribunales
de la academia sino desde las prácticas mismas, aunque todo eso sucedió a escondidas.
Por esos tiempos (y casi siempre en la periferia) surgió un puñado de buenos trabajos
aquí y allá que merecerían ser mejor conocidos. El estudio del matemático checo Karel
Berka [1923-2004] titulado Measurement [Měření] (1983a), complementado por un
denso artículo del mismo año sobre las “Escalas de medición” (1983b) aporta una refe-
rencia útil para ir cerrando este capítulo sobre la medición y el conteo, a ser seguido de
inmediato por otro capítulo sobre las distancias de similitud y diferencia, un tópico que
la antropología debería conocer mejor y al que es imperdonable que haya contribuido en

40
una medida tan magra. En su libro mayor Berka recapitula sin resentimientos y equili-
bradamente la obra de sus predecesores desde Helmholtz, Campbell, Holder, Bridgman,
Carnap, Hempel, Bunge y Stevens y la de sus contemporáneos Brian Ellis, Patrick
Suppes y Joseph L. Zinnes. Berka entiende que a pesar de tanta producción el estado del
campo es todavía problemático y requiere que se justifique sistemáticamente la transi-
ción conceptual que lleva de la clasificación a la métrica, que se exploren formas de
proporcionar una comprensión cuantitativa ( y comparativa) de un concepto cualitativo y
de comprender (para así mantener bajo control) el impulso galileano “por medir lo que
es medible y tratar de hacer medible lo que todavía no lo es”. Pocas demandas conozco
de relevancia metodológica, ambición, economía conceptual y lucidez teórica compa-
rable.
Tras un arranque engañosamente conciliador, Berka cuestiona con acrimonia tanto el re-
quisito de aditividad como la concatenación, ocurra ella en economía o en la ciencia fí-
sica, y considera sobrestimada la discusión sobre las unidades de medida, concluyendo
que la medición será comprendida sólo después de un análisis de sus limitaciones y po-
sibilidades. Aun cuando la medición sea el problema que le apasiona no le interesan tan-
to sus resortes formales (a los que comprende con una infrecuente claridad de visión)
como sus aspectos prácticos y filosóficos. A propósito de medir y formalizar Berka ha
exhibido, de cara a las ciencias humanas y sociales, una claridad de criterio que nuestros
expertos en estadística y cuantificación antropológica no alcanzaron todos los días:
En las ciencias sociales estamos todavía lejos de utilizar todas las posibilidades de obtener
datos cuantitativos mediante el conteo y de desarrollar diferentes maneras de scaling. Se
pueden esperar también resultados muy positivos de la medición asociativa que no han reci-
bido todavía la atención que justamente merecen. Por supuesto, no es suficiente concentrar
nuestra atención exclusivamente en los aspectos operacionales y formales de estos métodos
cuantitativos y pasar por alto, al mismo tiempo, problemas mucho más importantes de natu-
raleza filosófica, teorética y metodológica.

La matematización en ciencia sólo tiene un carácter instrumental. La utilidad de esta estra-


tegia depende de su uso juicioso, de la elucidación de sus aspectos teoréticos y metodoló-
gicos, así como de su apropiada especificación de los métodos concretos de investigación.
La aplicación de métodos cuantitativos, modelos matemáticos, axiomatización y formaliza-
ción no puede ser un sustituto de la solución de las concepciones teoréticas fundamentales,
del avance de métodos específicos del dominio científico en cuestión, o de los procesos pa-
ra hacer más precisos los conceptos que se emplean. La exactitud no puede alcanzarse sim-
plemente expresando concepciones imprecisas y oscuras en el lenguaje de las matemáticas
(Berka 1983a: 217).

También son radicales las opiniones de Berka (1983b) sobre las escalas de medición, las
que no pocas veces llegan a conclusiones que parecen contradecir los argumentos que
venía desarrollando. Sus intentos por coordinar de manera orgánica el pensamiento de
pensadores situados en los extremos, tales como Stevens y Bunge, o Fechner y Eysenck,
y su hondo conocimiento de la obra de autores que están en sus propias antípodas, son
rasgos infrecuentes en estos espacios de investigación.
Igual que sucedió con Roberts en América y a diferencia de su coterráneo Bohdan Ze-
linka (de quien trataremos mucho más adelante, pág. 278 y ss.), Berka (sobreviviente

41
del holocausto) no formó en la entonces Checoslovaquia una escuela de reflexión sobre
las matemáticas y la filosofía de la medición comparable a las que se afincaron, por
ejemplo, en Polonia o en Escandinavia. Tampoco elaboró conceptualmente la transición
entre tales saberes y la elaboración de medidas y distancias aplicables a distintos cam-
pos empíricos, capaces de expresar sistemáticamente las similitudes y diferencias que
para no pocas epistemologías son el requisito de la comparación. Los antropólogos de la
escuela hologeística, entre otros, habrían hecho bien en leer a autores de espíritu abierto
y pensamiento luminoso como Berka, Roberts e incluso Stevens antes de prestar obe-
diencia, infructuosamente, a las normativas de la línea dura de Nagel, Cohen, Hempel y
la corporación positivista (como efectivamente lo hicieron) con la pobreza de resultados
que está a la vista y que hasta hoy me hace lamentar el tiempo que le dediqué.
No debe pensarse que las discusiones sobre la mensurabilidad y las distancias que he-
mos estado revisando poseen una significación que es sólo de carácter formal. Desde
1976 al menos un formidable aunque discutible teorizador de la sociología pura, Donald
Black (lector asiduo y concienzudo de estudiosos tan improbables en la bibliografía de
un sociólogo como Albert Einstein, E. E. Evans-Pritchard, James Frazer, Paul Bohan-
nan, Fredrick Barth, Renato Rosaldo, Claude Lévi-Strauss, Gregory Bateson, Alan Lo-
max, Erwin Ackerknecht, Agehānanda Bhāratī y Robert Axelrod), elaboró una geome-
tría social que originó toda una escuela todavía activa e impetuosa que postula la men-
surabilidad en el interior de dominios tales como el poder, el terrorismo, el genocidio, la
violencia colectiva de riots y linchamientos y otros muchos que son cualquier cosa
excepto banales (cf. Reynoso 2018b: cap. §2).
Black postula que la mensurabilidad de las distancias relacionales en esos dominios se
realiza a lo largo de seis dimensiones variables que constituyen el "espacio social" en el
cual, polémicamente y sin mucho comentario, “desaparecen las unidades de análisis”.
Las dimensiones son la horizontal/morfológica (la extensión y frecuencia de las interac-
ciones entre participantes), la vertical (la distribución desigual de los recursos), la cor-
porativa (el grado de organización o de integración de los individuos en organizacio-
nes), la cultural (la cantidad y frecuencia de expresiones simbólicas) y la normativa (la
medida en que las dimensiones precedentes son objeto de control social). De todas ellas
la más insumisa a la medición relacional en el sentido geométrico es sin duda la dimen-
sión cultural (trabajada algunas veces como tiempo cultural), aunque no ahondaré aquí,
ni para mal ni para bien, en el tratamiento que Black le confiere (cf. Black 2011: 101).
Me contentaré con decir que su propuesta geométrica (igual que la geometría del poder
de Doreen Massey [2005]) funciona mejor como conjunto politético de hipótesis de tra-
bajo pendientes de cuantificación, como intento original de integrar dinámicamente
tiempo y espacio y como aventura de incursión en temáticas transgresoras que como
conjunto ordenado capaz de articular la metodología de una futura práctica comparativa.
Ni Black menciona nunca a Massey ni tampoco la inversa, lo cual no habla bien de
ninguno de los dos; los discípulos de ambos han sido instruidos para replicar el mismo
plan estratégico de silencio.

42
Forman parte del ecosistema de la escuela de Black sociólogos, poetas y militantes del
calibre de Mary Pat Baumgartner, Marian Borg, Bradley Campbell, Mark Cooney, Ellis
Godard, Allan Horwitz, Scott Jacques, Marcus Kondkar, Jason Manning, Joseph Mi-
chalski, Calvin Morrill, Scott Phillips, James Tucker y la esposa de Black, Roberta
Senechal de la Roche. La posibilidad de establecer medidas sociológicas como las refe-
ridas más allá de la cota metafórica está lejos de haberse probado a satisfacción en la
obra de Black y en la de los “sociólogos puros” y ha sido puesta en tela de juicio por un
frente de fogosos críticos como David Frankford (1995), David F. Grinberg, Alan Hunt,
Douglas A. Marshall (2008), Christian Smith, Stephen P. Turner (2008) y Kam Wong,
muchos de los cuales retrotraen la discusión a los tiempos de Stevens y sus batallas con-
tra Pearson, Braithwhite, Hempel, Nagel y demás guardianes del orden establecido con
cuyas tácticas confrontativas nos entretuvimos hace un rato. La extrema conflictividad
de los temas involucrados me ha llevado a escribir, paralelamente a éste, otro estudio
paralelo sobre las diversas geometrías del poder que ya ha ganado dimensión de libro
(Reynoso 2018b).
Lástima grande que no dispongamos aquí de espacio para documentar los términos de
esta durísima contienda más que para decir que lejos de haberse aplacado la lucha conti-
núa. Aunque la falta de comunicación entre las diversas vertientes de la ciencia suele e-
ternizar cuestiones que en otras ramas distantes sabemos anacrónicas, es sólo cuando la
confrontación se agota que la ciencia desfallece.

43
3. MEDIDAS BÁSICAS DE SIMILITUD Y DISIMILITUD

Las ciencias no tratan de explicar; a duras penas


procuran interpretar. Fundamentalmente, hacen mo-
delos. Por modelo se quiere decir una construcción
matemática que, con el agregado de ciertas interpre-
taciones verbales, describen los fenómenos obser-
vados. La justificación de tal construcción matemá-
tica es sola y precisamente que se espera que fun-
cione, esto es, que describa correctamente fenóme-
nos de un área razonablemente amplia.
John von Neumann (1995 [1955]: 628)

Cuando vamos al grano de los instrumentos desarrollados en distintas ciencias para la


determinación de parecidos y diferencias en que se apoyan sus trabajos comparativos
advertimos que no es ni variedad ni despliegue de ingenio lo que está faltando. Pero aun
en los emprendimientos formales y metodológicos más penetrantes lo que se echa de
menos es una clara percepción epistemológica del uso y la significancia transdiscipli-
naria de tales técnicas, las que ocupan nichos esenciales en muchas de las herramientas
de gestión modélica y análisis de hoy en día pero de las que casi nadie toma conciencia
de su potencial o de sus antagonismos, especificidades, limitaciones y efectos indesea-
dos.
No quisiera plagar este libro con fórmulas que pueden recabarse mejor en los originales
y que espantarían a quien opte por no extraviarse en el laberinto de las notaciones her-
méticas y divergentes, impenetrable además para el común de los profesionales por ju-
goso que sea el texto que lo acompañe. Aunque posiblemente haya en ello alguna justi-
cia, en las corrientes de mayor envergadura de las ciencias humanas las cifras y las fór-
mulas están mal vistas. Alcanza con una mínima insinuación algorítmica para que los
que se inclinan hacia las humanidades tomen distancia incluso si al algoritmo se adosa
la mejor hermenéutica. Pero en muchos escenarios conceptuales alguna precisión mate-
mática es necesaria si es que se quiere refinar el detalle, mantener las connotaciones
bajo control, minimizar el margen de error o (como decía René Thom) reducir aunque
fuese un poco la arbitrariedad de la descripción. Si no fuera por la instancia de una
enunciación inambigua muchas piezas claves del razonamiento complejo fundamental
(piénsese en la prueba de Gödel, en la conjetura de los cuatro colores, en los seis grados
de separación, en los procesos emergentes, en el efecto San Mateo, en los fenómenos de
sincronización o en el efecto de las alas de mariposa) ni siquiera serían verosímiles. Lo
concreto es que lo más refinado y saturado de significación del pensamiento en este
campo radica en las elaboraciones algorítmicas que se han propuesto, en el tejido de sus
relaciones mutuas y retroalimentantes y en la elaboración de las críticas, a veces pasio-
nales y destructivas, que han surgido en torno suyo. Si bien la notación simbólica no ga-
rantiza ningún valor de verdad ni aporta por sí misma ninguna hondura explicativa, en
algunos contextos puede que ayude a comprender las ideas implicadas, las cuales

44
alcanzan a veces en nuestras disciplinas el mismo nivel de complejidad y hondura que
en cualquier otra ciencia.18
Lo que más impresiona, en todo caso, es la cantidad de las alternativas existentes, lo que
habla a las claras de la aceptación de una diversidad y hasta de un espíritu de divergen-
cia metodológica que está en las antípodas del aferramiento a un metarrelato o a un dis-
curso único que suele paralizar las iniciativas en disciplinas más propensas a otras cla-
ses de retórica. Aunque nadie diría que las matemáticas, las teorías de grafos y redes, la
geometría, la visualización de tejidos relacionales, el álgebra o la topología son empre-
sas comparativas, hay en ellas un número más grande de medidas, principios y técnicas
métricas y no métricas de assessment de similitudes, auto-similitudes, escalas, correla-
ciones, correspondencias, asociaciones, concomitancias, morfismos, transformaciones,
distancias, perspectivas y diferencias que el que la antropología se ha atrevido a soñar
jamás, lo cual (reconozcámoslo) dista de haber sido poca cosa (cf. Barenblatt 2003 ;
Chen, Härdle y Unwin 2008: 317-318 ; Deza y Deza 2014 [2009] ; Zohuri 2015 ).
En el punto de partida se encuentran varias propuestas de tipificación de las distintas
clases de relaciones de proximidad, que es como algunos prefieren llamar a las semejan-
zas, la otra cara de la lejanía y la diferencia. En la base del llamado modelo geométrico
se encuentran tanto medidas de similitud como de disimilitud; aunque las nomenclaturas
varían, tales medidas se distribuyen habitualmente en tres categorías, que se conocen
como proximidades de (1) correlación, (2) distancia y (3) asociación (Dunn-Rankin y
otros 2004: 37). La similitud y la disimilitud no son simplemente opuestas o comple-
mentarias como nos inclinaríamos a prejuzgar. Es cierto que la mayor parte de las medi-
das o distancias caen en una o en otra clase, pero las decisiones para calificarlas así per-
tenecen más al terreno del folklore académico y de las costumbres discursivas que a
motivos formales justificados. Los valores y las magnitudes no siempre concuerdan. Al-
gunas medidas, por ejemplo (como la hiperbolicidad), son tanto más “altas” cuanto más
cerca de cero se encuentra su valor numérico.
El número de medidas que se han propuesto es sin duda muy elevado (en el orden del
medio centenar) y el objetivo que propongo en esta parte del trabajo no es tanto agotar
el recorrido por ese inventario sino proporcionar idea de su diversidad, así como iden-
tificar (más allá de la aspiración a la exactitud que sugeriría el uso de una notación sim-
bólica) los supuestos ideológicos que las atraviesan y los motivos que las impulsan, no
pocos de los cuales estimo espinosos, al punto de sugerir que, por defecto, se los gestio-
ne con extrema prudencia. Lo ideológico no es de relevancia marginal. La ideología que
está por detrás de The bell curve ( por nombrar una obra de alto impacto) admite algún
grado de expresión axiomática y goza de tremendo consenso, pero no por ello deja de
ser matemáticamente cuestionable a un nivel si se quiere elemental aunque sea
18
Otro habría sido el destino del marxismo si la dialéctica hubiera capitalizado el sustento de una
expresión algorítmica que no alcanzó a tener. Ha habido por cierto un matemático dialéctico (Albert Laut-
man, inclinado hacia las matemáticas de las curvaturas desarrollada por Gerhard Riemann) que avanzó
algo en ese sentido, igual que Paulus Gerdes, el creador de la etnogeometría; pero ha faltado un avance
más radical, aunque dada la falta de foco de la literatura dialéctica dificulto que ello vaya a ser posible en
un futuro próximo (Lautman 1939; Gerdes 2014 [1983]; Reynoso 2022b : 192-193).

45
perfectamente replicable. Esto dicho, veamos primero algunas medidas de similitud de
las que disponemos.
Antes de comenzar la revisión debo explicar algunas ausencias notorias, tal como la que
surge del rechazo que muchos experimentamos respecto de la distancia de χ2 propuesta
por Karl Pearson, tan conspicua en los libros de estadística y de tanto uso en el Análisis
de Correspondencias (en versión canónica y “sin tendencia” [detrended]), un formalis-
mo que revisaremos con las precauciones del caso cuando toque interrogar las herra-
mientas de visualización de similitudes y diferencias (cf. pág. 90 más abajo). En no po-
cas disciplinas empíricas la mala performance del χ2 es proverbial, de manera que no
deseo aquí darle prensa excepto para documentar que su adecuación como medida de
disimilitud composicional en campos como la ecología o la ecología cultural puede ser
y ha sido fieramente cuestionada, lo mismo que sus dificultades de interpretación cuan-
do intervienen más de (digamos) 20 categorías de variables, sus exigencias irreales en
materia de muestreo aleatorio y tamaño de la muestra y su eventual incapacidad para
completar a través de él la colección de datos mínima requerida para definir tablas de
contingencia (cf. Bohannon 1986; Elmore 2005; McHugh 2013).
El hecho es que en poblaciones mixtas esta medida concede demasiado peso a especies
cuya abundancia total en la matriz de datos es muy baja, lo cual tiende a exagerar la dis-
tintividad de muestras que contienen varias especies raras. A diferencia de la disimilitud
de Bray-Curtis y de otras medidas de la misma familia, el χ2 no alcanza un valor má-
ximo estable para pares de instancias sin especies en común, sino que fluctúa de acuer-
do con variaciones en la representación de especies, clases o estratos muy o muy poco
abundantes. Estas peculiaridades del χ2 pueden explicar muchas de las distorsiones ob-
servadas, precisamente, en las implementaciones del mencionado DCA [Detrended Co-
rrespondence Analysis], un hecho enojoso pero que es esencial conocer para evaluar
con exactitud las contribuciones de (digamos) un Pierre Bourdieu (cf. McCune y Grace
2002: 49; Minchin 1987: 104 ).
Dicha disimilitud de Bray-Curtis (cuyo cálculo se ha implementado en el programa
mothur) no es estrictamente una medida porque no satisface el axioma de desigualdad
de triángulo (cuyo significado comparativo describiré pronto) pero no experimenta las
mismas anomalías que el χ2. De hecho hay medidas que cumplen a rajatabla todos los
axiomas que los definen como tales pero no son confiables y hay también cuasi-medidas
que son métricas incompletas pero que sirven bastante bien a muchos fines. Existen, por
último, múltiples y muy distintas criaturas matemáticas y estadísticas que llevan el nom-
bre de χ2 y que introducen con esta homominia no poca confusión. La distancia no
paramétrica que acabo de describir no es la más popular entre ellas. La más común es
probablemente la distribución estadística del mismo nombre que se utiliza en pruebas de
hipótesis en relación estrecha con la distribución normal. La idea de que existe una fa-
milia de distribuciones con ese nombre no se debe a (Egon) Pearson sino que fue pro-
puesta por R. A. Fisher algo más tarde (Hald 1998).
Excluido el χ2 la más básica y prototípica de las medidas de proximidad de la clase de la
correlación probablemente sea el coeficiente r de Pearson (conocido también como el

46
coeficiente de correlación, coeficiente producto-momento de Pearson, PPMCC ó PCC),
seguido por el coeficiente de simple matching (SMC) y el coeficiente de Jaccard, tam-
bién llamado coeficiente de similitud o índice de Jaccard. Dados los matices de signifi-
cación implicados, no está de más tratar estas medidas y sus avatares uno por uno.
El coeficiente r de Pearson se utiliza con variables cuantitativas y nos informa la medida
en que la variación de un fenómeno es acompañada por la variación de otro con el que
se pretende averiguar la relación que media entre ellos. El coeficiente varía entre 1, lo
cual es muy sencillo de interpretar, pues un valor positivo significa que cuando una va-
riable sube la otra lo hace también, mientras que un valor negativo implica que si una
variable sube la otra baja. Los valores cercanos a cero denotan que la variación de una
variable es independiente de (y no permite predecir) la variación de otra.
En lo personal recomendaría mantener esta clase de coeficientes bajo observación por
cuanto su definición estricta nos indica que se trata de un producto cruzado promedio de
valores estandarizados, lo que se expresa como:

∑ 𝑍𝑥 𝑍𝑦
𝑟=
𝑁

El problema con ello es precisamente que todos los scores que se integran a la defini-
ción del coeficiente son estandarizados, lo cual implica que los datos son muestras de
una población normal, que sus varianzas son similares y que x e y están linealmente re-
lacionados. Ahora bien, por el teorema del límite central se sabe que todo muestreo tien-
de a normalizar asintóticamente la población considerada si la muestra es mayor de
(digamos) 30 o algo así (Pólya 1920 ; 1984: 21-31; H. Fischer 2011). El producto
cruzado es además un promedio, lo cual una vez más sólo tiene sentido si la población
de la que proviene la muestra posee una distribución cercana a lo normal, lo que ni yo ni
nadie cree que suceda nunca en las ciencias sociales o en la ciencia compleja.
En sus implementaciones computacionales concretas tales como SAS, R, SPSS, StatSoft
Statistica, etc., es además habitual que se nos indique la significación estadística de la
correlación y que ella se establezca a escondidas del usuario recurriendo a la NHST (cf.
Reynoso 2011b ). Todo ello ponderado, en concordancia con la impropiedad del uso
de estadísticas paramétricas de la normalidad en la metodología de las ciencias sociales
(excepto, por supuesto, en antropometría y en un puñado de dominios afines) y habida
cuenta del tratamiento que los programas de estadísticas dan a los supuestos outliers, in-
sisto en que es preciso mantenerse vigilante ante la posibilidad de que estos factores dis-
torsionen sin posibilidad de enmienda el cálculo de la similitud basado en estos coefi-
cientes en buena parte de los dominios de aplicación.
Está además probado que esta clase de coeficientes sólo sirve cuando ambas magnitudes
covarían según los mismos exponentes. Este requisito no es trivial. En La falsa medida
del hombre Stephen Jay Gould cuestiona las evaluaciones de similitud más descamina-
das de la industria intelectual en estos duros términos:

47
El coeficiente r de Pearson no es una medida apropiada para todas clases de correlaciones,
pues ella sólo evalúa lo que los estadísticos llaman la intensidad de la relación lineal entre
dos medidas, la tendencia a que todos los puntos caigan sobre una sola línea recta. Otras re-
laciones de estricta dependencia no alcanzarán un valor de 1 para r. Por ejemplo, si cada in-
cremento de 2 unidades en una variable correspondiese a un incremento en 22 unidades en
la otra, r sería menor que 1.0, aun cuando las dos variables estuvieran perfectamente “corre-
lacionadas” en el sentido vernáculo de la expresión (Gould 1996: 270 n.*; 1997: 243 n. 1).

Cabe remarcar que muchas de las propuestas metodológicas del nombrado Pearson, sea
que propendan a la búsqueda de similitudes o de diferencias (y aparte del darwinismo
social expresado en la afinidad de este personaje con la doctrina eugenésica) están im-
buidas de un indisimulable racismo tanto en los móviles que llevaron a su invención co-
mo en la interpretación que tiende a darse a sus resultados en el campo comparativo de
referencia, el cual va desde la taxonomización sesgada de las medidas craneanas a la
nada inteligente estimación de la inteligencia a través de las razas (cf. Semmel 1958:
121; Barkan 1992; Gould 1996; Richards 1997: 187, 192, 201).
En el caso que los datos sean binarios el r de Pearson tampoco sirve de mucho y es con-
veniente usar entonces el coeficiente de comparación simple [simple matching coeffi-
cient] (SMC), el cual cuenta el número de veces que dos variables tienen exactamente
los mismos valores expresándolo como una proporción del número posible de veces.
Técnicamente el SMC es una estadística que se usa para comparar la similitud y la di-
versidad de conjuntos de muestras.
Dados dos objetos, A y B, cada uno de ellos con n elementos binarios el SMC se define
como:

𝑁𝑟𝑜 𝑑𝑒 𝑎𝑡𝑟𝑖𝑏𝑢𝑡𝑜𝑠 𝑐𝑜𝑖𝑛𝑐𝑖𝑑𝑒𝑛𝑡𝑒𝑠 𝑀00 + 𝑀11


𝑆𝑀𝐶 = =
𝑁𝑟𝑜 𝑑𝑒 𝑎𝑡𝑟𝑖𝑏𝑢𝑡𝑜𝑠 𝑀00 + 𝑀01 + 𝑀10 + 𝑀11

Donde:
M00 denota el número total de atributos donde A y B tienen valor 0.
M11 denota el número total de atributos donde A y B tienen valor 1.
M01 denota el número total de atributos donde el atributo de A es 0 y el atributo de B es 1.
M10 denota el número total de atributos donde el atributo de A es 1 y el atributo de B es 0.
La distancia simple de coincidencia (SMD) que mide la disimilitud entre conjuntos de
muestreo está dado por 1 – SMC. Esta clase de similitudes y distancias se encuentra ope-
rativa muchas veces en el interior de métodos geométricos del género del análisis de co-
rrespondencias múltiples, el favorito de Pierre Bourdieu, sin que nadie sea alertado de
posibles inconveniencias tales como la leve circularidad del SMC, su posible redundan-
cia o del hecho de que el coeficiente trata ‘0’ y ‘1’ como igualmente importantes o equi-
probables, lo que dista mucho de ser coherente en unos cuantos escenarios empíricos
(Podani 2000: cap. 3 ; Gower, Gardner-Lubbe y le Roux 2011: 376-377 ). La me-
dida arrojará además el mismo valor para dos ejemplares de conjuntos muy grandes y

48
para dos ejemplares de conjuntos muy pequeños que exhiban los mismos guarismos pa-
ra cada par.
El coeficiente de Jaccard (también llamado coeficiente de matching positivo) cuenta el
número de veces que dos variables poseen ambas valores de 1, dividido por el número
de veces en que al menos una de ellas es 1. Estos coeficientes se usan a menudo para
ponderar la similitud entre objetos descriptos por las listas de rasgos que poseen o que
no poseen (cf. Jaccard 1912 [1907] ). En otras palabras, el coeficiente mide la simili-
tud entre conjuntos finitos de muestras y se define como el tamaño de la intersección
dividido por el tamaño de la unión de los conjuntos muestreados.
La interpretación de la fórmula es muy sencilla. Basándonos en el recomendable tutorial
del filipino Kardi Teknomo (2016 ) en Revoledu, supongamos que tenemos dos con-
juntos, A={7, 3, 2, 4, 1} y B={4, 1, 9, 7, 5}. El orden de los elementos en cada conjunto
es irrelevante, lo mismo que su valor numérico. Lo que cuenta es por un lado el número
de elementos de la intersección de ambos conjuntos, AB={1, 4, 7} y por el otro el
número de elementos de la unión, o sea AB={1, 2, 3, 4, 5, 7, 9}. Los números son res-
pectivamente 3 y 7, cuya división da 0.42857. El ejemplo, tomado del tutorial de Tek-
nomo, sería acaso más claro usando letras en vez de números.

|𝐴 ∩ 𝐵| |𝐴 ∩ 𝐵|
𝐽(𝐴, 𝐵) = =
|𝐴 ∪ 𝐵| |𝐴| + |𝐵| − |𝐴 ∩ 𝐵|

Por su parte, la distancia de Jaccard (que mide la disimilitud entre conjuntos muestrea-
dos) es complementaria al coeficiente de Jaccard y se obtiene restando el coeficiente de
Jaccard de 1, o, lo que es lo mismo, dividiendo la diferencia de los tamaños de la unión
y la intersección de los dos conjuntos por el tamaño de la unión:

|𝐴∪𝐵|−|𝐴∩𝐵)|
𝑑𝐽 (𝐴, 𝐵) = 1 − 𝐽(𝐴, 𝐵) = |𝐴∪𝐵|

La mejor elaboración sobre el uso del índice de Jaccard en la bibliografía se encuentra


en un artículo de Loet Leydesdorff (2008 ), del ASCoR de Amsterdam, en el que se
compara dicho índice con el coseno de Salton, utilizado este último, masivamente, en el
tratamiento comparativo de matrices de incidencia en redes sociales (véase pág. 270
más adelante).
Tras un conjunto de entidades de tipificación incierta, hasta aquí hemos visto la medidas
más populares entre las llamadas medidas de similitud, casi siempre denominadas coefi-
cientes. La tipificación de las disimilitudes constituye un conjunto diferente que se ha
especializado hasta el infinito, tal como lo testimonia la existencia de un robusto Dic-
cionario de las Distancias seguido de una completa Enciclopedia de las Distancias
(Deza y Deza 2015; 2014 [2009]). Es por lo menos llamativo que el espacio de las dife-
rencias haya sido explorado con mayor espíritu sistemático y apertura reflexiva que el
de las similitudes y las asociaciones: no hay, hasta donde conozco, una Enciclopedia, un

49
Diccionario, un Handbook o una Guía de Usuario de las Proximidades. Cuando se vaya
conociendo una cantidad significativa de medidas y auscultando su historia se entenderá
por qué. El hecho es que las distancias se miden a través de una variedad de métricas en
distintas geometrías (geodésica, proyectiva, afín, no euclideana) aplicadas a distintos
objetos (grafos, redes, diagramas, datos, códigos). Entre las medidas de disimilitud más
utilizadas se cuentan la distancia euclideana y la distancia de Hamming. Hay otras me-
didas de disimilitud parecidas –valga la aparente incongruencia– como la de Sørensen-
Dice y sus derivaciones, algunas de las cuales analizaremos más adelante.

Figura 3.1 – Representación geométrica de las distancias básicas.


Basado en McCune & Grace (2002: 47).

A la cabeza de otras medidas, la distancia euclideana se define como la raíz cuadrada de


la suma de las raíces de las diferencias entre valores correspondientes de dos variables.
La distancia es cero si los valores son idénticos y se torna más grande a medida que los
valores de las dos variables se vuelven más y más diferentes. Una forma mucho más
sencilla de definirla es diciendo que la distancia o métrica euclideana es la distancia “or-
dinaria” (es decir, en línea recta) entre dos puntos posibles en el espacio euclideano.
Con esta distancia, el espacio euclideano deviene un espacio métrico. Para aquellos a
quienes seduzcan las bellezas y paradojas de las botellas de Klein, de las geometrías no
euclideanas o de las variedades proto-deleuzianas de Riemann, una advertencia es no
obstante obligada: igual que todas las métricas y distancias que integran la gran familia
definida por el matemático lituano-polaco Hermann Minkowski [1864-1909] en el siglo
XIX las distancias euclideanas implican una geometría plana y un principio de escala
lineal y se salen de quicio cuando esas condiciones no se cumplen.
Es habitual que se calcule la raíz cuadrada de la distancia euclideana con el objetivo de
otorgar progresivamente mayor peso a los objetos que se encuentran más alejados. Con
esta operación, sin embargo, la distancia euclideana deja de ser una métrica porque ya
no satisface el requisito de desigualdad de triángulo, un factor sobre el que volveremos

50
repetidamente a lo largo de este libro. Por tal razón, la distancia euclideana no permite
implementar lo que se llama inducción completa, término que no es sino otro nombre
para la inducción pura o en sentido estricto, un proceso lógico esencial para comprender
muchos de los razonamientos que usamos regularmente (cf. Holland y otros 1986 ).
Otra distancia que usamos con regularidad, incluso en la experiencia cotidiana en las
ciudades, es la distancia de Manhattan, también llamada distancia rectilínea, distancia
de taxímetro [taxicab], distancia L1, norma l1 o city block distance. Es la familiar me-
dida de distancia usualmente expresada en grillas ortogonales o en los dispositivos de
GPS. Fue propuesta también por Minkowski y es bien conocida por satisfacer los 20
axiomas dispuestos por David Hilbert para la geometría euclideana en las también fa-
mosas cinco clases (incidencia, orden, congruencia, paralelismo y contigüidad) a excep-
ción del caso LAL [SAS en inglés] (Hilbert 1980 [1899] ). Suele utilizarse esta dis-
tancia para evaluar diferencias en distribuciones discretas de frecuencias (cf. Krause
1987; Reinhardt 2005 ).
La distancia fue bautizada de ese modo por Karl Menger [1902-1985], el creador de la
célebre esponja fractal de Menger. El bautismo se plasmó entre otras mil ocurrencias en
un folleto titulado “You will like geometry” preparado para una exhibición realizada en
el Museo de Ciencia e Industria de Chicago en 1952, una joya de la pedagogía mate-
mática a la cual estoy tratando desesperadamente de conseguir completa pero que en es-
tado fragmentario se consigue fácilmente (cf. Menger 1979 [1952, 1978] ). La distan-
cia de Manhattan posee una asombrosa cantidad de propiedades y es la piedra angular
de toda una geometría que se piensa alternativa a la euclideana y que ha sido de uso in-
tenso en los estudios urbanos. Hay una fogosa comunidad de cultores de esta geometría
que responde al liderazgo del minkowskiano Kevin P. Thompson (ver figura 3.1). Hay
también algunas contraindicaciones en el uso de esta distancia en algunos programas de
escalado multidimensional; algunos de los que implementan esa técnica están adaptados
al uso de esta distancia pero (según dicen los conocedores del tema) pueden ser difíciles
de conseguir y su administración requiere la asistencia de un especialista (Borg, Groe-
nen y Mair (2013: 62 ). Hay empero algunas buenas y bien documentadas calculado-
ras de taxicab en línea.
La distancia de Hamming entre dos variables o elementos, por su lado, se define como
el número de cambios que se deben introducir en los datos para que ambos devengan
idénticos, un poco a la manera de la distancia de edición de grafos (ver pág. 278). Es po-
sible usar la idea en muchos campos, análisis componencial inclusive. Por ejemplo, si
un potro se define como un caballo que es macho y adulto y una yegua como un caballo
que es hembra y adulta, la distancia de Hamming entre ellos es solamente 1, pues sólo
hay que conmutar el género para que sean idénticos (cf. Reynoso 1986a ). Sin duda se
trata de una distancia que debería ser mejor conocida por las ciencias sociales, dado que
además es aceptablemente rigurosa sin ser rebuscadamente complicada. Por otro lado
(como comprobaremos mucho más adelante [pág. 284] y conforme a la ley de la eponi-
mia de Stigler [1980 ]) no fue inventada desde cero por el matemático norteamericano
Richard Wesley Hamming [1915-1998], como se cree, sino que fue otra de las invencio-

51
nes, un siglo anterior, de nuestro viejo antepasado Sir William Matthew Flinders Petrie
[1853-1942], creador de la seriación arqueológica, un pensador que prohijó muchas
intuiciones valiosas pero de cuyo racismo no caben muchas dudas (cf. Silberman 1999).
Para strings o secuencias de longitud fija, además, la distancia de Hamming es una mé-
trica cabal sobre un conjunto de elementos (llamado espacio de Hamming) dado que sa-
tisface las condiciones de no-negatividad, identidad de los indiscernibles y simetría,
además del hecho de que puede habilitar inducción completa por cuanto satisface la
desigualdad de triángulo. Incidentalmente, la conversa de la identidad de los indiscerni-
bles es la indiscernibilidad de los idénticos o Ley de Leibniz, asunto de engañosa
simplicidad pero al cual un estudio de la similitud y la diferencia (sobre todo si viene de
un antropólogo preocupado por la ontología y deseoso de revolucionarla) debería pres-
tarle unos minutos de atención (cf. Quine 2002; Quintero 2007 ).
En este punto, efectivamente, estamos tocando el nervio de una cadena de problemas
que muchas de las doctrinas antropológicas en vigencia vinculadas con el llamado giro
ontológico (y que se identifican con los nombres de Viveiros de Castro, Philippe Des-
cola, Bruno Latour y Marilyn Strathern) han dejado en penumbras (cf. Reynoso 2016a
). La filosofía contemporánea entiende que la Ley de Leibniz gira en torno del hecho
de que no hay dos objetos que posean exactamente los mismos atributos y llama la aten-
ción sobre los problemas emergentes de consolidar una ontología de las propiedades, al-
go que los perspectivistas encabalgados en el alardeado ontological turn están intentan-
do consumar (Russell 1940: 97, 102-107 ; Black 1962 ). La identidad de los indis-
cernibles es de interés, en particular, porque suscita interrogantes sobre los factores que
individualizan cualitativamente objetos que se reputan idénticos, sobre los perpetuos di-
lemas y paradojas de la identidad y sobre las estrategias equívocas mediante las cuales
unas cuantas ramas dominantes de la antropología contemporánea (que cuestionan a
priori cualquier empeño comparativo) están ofreciendo problemas profundizados insufi-
cientemente como si fuesen la solución a todos los dilemas de la naturaleza y la cultura.

Figura 3.2 – Diagrama de similitud de Czekanowski (s/Dołęgowska y otr@s 2013: 343 )

En un plano ontológico y algorítmico totalmente distinto, la estadística o coeficiente de


Sørensen-Dice (llamada de diferentes maneras, incluyendo la denominación de índice

52
binario no cuantitativo de Czekanowski) no es estrictamente una medida porque no sa-
tisface la cualidad de desigualdad de triángulo, que es tan importante en las medidas de
la similitud y diferencia. Comparada con la distancia euclideana, empero, es más ade-
cuada frente a la heterogeneidad de los datos que es tan común en las ciencias humanas
y otorga también menos peso a los outliers, o sea a los elementos que poseen valores de
los que la estadística ortodoxa pregona que se salen de lo normal.
Mención aparte nos merece el nombre de Czekanowski con el que muy cada tanto se
asocia a la medida de Sørensen-Dice. El nombre le viene del antropólogo polaco Jan
Czekanowski [1882-1965]. Más de cuarenta años antes que Chomsky presentara su his-
tórico trabajo sobre los tres modelos del lenguaje, Czekanowski introdujo la taxonomía
numérica en la lingüística comparada, fundando prácticamente la lingüística computa-
cional. Poco antes que estallara la Gran Guerra desarrolló un índice de similitud que to-
davía se usa, aplicándolo a la distribución de fonemas y morfemas en distintas lenguas
(Czekanowski 1913 ). Cuando los lingüistas definen los fonemas en base a criterios de
similitud fonética, por ejemplo (y lo hacen todo el tiempo), es en principios de similitud
semejantes a los de Czekanowski en lo que están pensando. Aunque el aporte de Czeka-
nowski a la humanidad y a las humanidades ha sido notable (pero no libre de polémi-
cas), es esta bella, elegante y levemente imperfecta contribución matemática del índice
que lleva su nombre la que nos interesa por el momento.19
El documento esencial para comprender este método se encuentra en la monografía que
los arqueólogos polacos Arkadiusz Sołtysiak y Piotr Jaskulski (1998 ; 1999) presenta-
ron en la conferencia Computer Applications in Archaeology CAA’98 de Barcelona. Pa-
ra computar la medida se usa un conjunto de datos consistente en una serie de objetos
de alguna clase (es decir, caracterizados por las mismas variables) y se mide la distancia
entre todos los pares posibles de objetos. Aunque tedioso, el procedimiento de Czeka-
nowski es mucho más simple que el de otros métodos de análisis multidimensional. El
autor usaba al principio distancia de Manhattan, pero hoy es mucho más habitual usar la
distancia euclideana. La fórmula original dividía la distancia de Manhattan por el núme-
ro de variables que describían los objetos confrontados. La fórmula matemática es ésta:

19
Czekanowski es conocido por haber salvado a toda una rama polaco-lituana del pueblo Karaim o Krim-
karaylar de exterminio en el holocausto. En 1942 se las ingenió para convencer a los "científicos raciales"
nazis de que los Karaim eran de origen turcomano aunque profesaran el judaísmo y usaran el hebreo co-
mo lengua litúrgica. Los Karaim lograron eludir el destino trágico de otros pueblos judíos y roma de la re-
gión. Todavía viven algunos cientos de ellos en Lituania, particularmente en las regiones de Panevėžys y
Trakai; me consta personalmente que unos pocos guardan todavía en la memoria el nombre de Czeka-
nowski. También probó éste, en plena ocupación alemana, que las personas que más se acercaban al ideal
racial de los nazis eran los jóvenes judíos de Varsovia; aunque la prueba fue aceptada en principio de he-
cho no sirvió de mucho. Existe empero una leyenda negra en torno de su persona, primordialmente impul-
sada por raciólogos de otras convicciones y ocasionada por ideas czekanowskianas que no resistieron la
prueba del tiempo, como la hipótesis del origen boreal de los indoeuropeos, su rechazo de la selección
natural o la fórmula de la "ley" [(a+e+l+h)2 = a2+2ae+e2+2ah+2eh +h2+2al+2el+ 2hl+l2 = 1] que es-
tablecía que el mero atavismo es capaz de preservar las razas "puras" que no han experimentado evo-
lución (Schwidetzky 1935: 74; Czekanowski 1928: 341; 1962; Krzyśko 2009; McMahon 2016: 65, 103,
134, 135, 211, 214, 290-291, 295-299, 303-308, 317 n191, 318 n211, 371, 382 ).

53
𝑛
1
𝐷𝐷 = ∑ |𝑀1𝑗 − 𝑀2𝑗 |
𝑛
𝑗=1

donde DD indica la distancia promedio entre dos objetos que resulta de la diferencia
elemental entre sus atributos; n es el número de variables (o atributos) tenidos en cuen-
ta; M1 j el valor del atributo j para el primer objeto y M2 j es lo mismo para el segundo
objeto. Para obtener el valor de la distancia promedio se saca la raíz cuadrada de las
diferencias entre los atributos para enfatizar los valores más bajos de diferencia y se los
estandariza para hacer que las variables de rangos diversos sean comparables. Nótese
que la distancia euclideana, por intenso que sea el muestreo, no es tolerante a fallas y no
puede usarse en caso que falten atributos, valores u objetos aunque la falta sea mínima.
Siempre que los objetos comparados sean de la misma clase se pueden tratar distintos
tipos de escalas (de intervalos, ordinales o nominales dicotómicas, como se llama tam-
bién a las binarias).
Para el cálculo de diagramas de Czekanowski, Sołtysiak y Jaskulski recomiendan el uso
del programa MaCzek (versión 3.3.44, en Visual Basic 6) que todavía se encuentra dis-
ponible en la Web. Las versiones recientes, implementadas en Windows, utilizan algo-
ritmos avanzados tales como el algoritmo genético y otras metaheurísticas para organi-
zar el oden de los objetos en la grilla; infortunadamente tanto el programa como su do-
cumentación y la apasionante bibliografía que lo acompaña se encuentran solamente en
lengua polaca. Algunos autores utilizan alternativamente un módulo de StatSoft Statis-
tica; no tiene igual sabor ni está adornado con una literatura antropológica comparable
pero permite calcular lo mismo trabajando en una lengua más familiar.
Además de las medidas de proximidad y de disimilitud, decía más arriba, se encuentran
las de asociación. Entre ellas el coeficiente de correlación de rango tau de Kendall es
una de las más apreciadas para medir similitud porque impone muchas menos presupo-
siciones que el coeficiente r de Pearson (cf. Kendall 1938; 1970 [1948] ). Aunque
(Sir) Maurice George Kendall [1907-1983] pasa por ser su creador y sin duda es quien
más lo popularizó, lo cierto es que hay quienes aseveran que Gustav Fechner habría
propuesto una medida parecida para medir similitudes entre series temporales tan tem-
pranamente como en 1897; no he podido hasta ahora confirmar la referencia pero sigo
trabajando en ello (cf. W. Kruskal 1958).
Cuando se asigna +1 a los pares concordantes y –1 a los discordantes, el coeficiente tau
se puede calcular encontrando la suma de los productos de los scores concordantes y
discordantes en los dos conjuntos de pares y dividiéndolo por el número de pares posi-
bles. El coeficiente tau puede aplicarse a escalas categoriales ordenadas y constituye la
base de otras medidas de asociación comúnmente usadas, como la medida de correla-
ción de rango gamma propuesta por Leo Goodman y (una vez más) William Kruskal
(Goodman y Kruskal 1979 ). El cálculo del coeficiente está embebido en muchos pa-
quetes de software estadístico y hasta se lo puede calcular en línea en una implementa-

54
ción en entorno R con posibilidad de exportar los resultados al navegador, a Excel o a
diversos otros formatos y ambientes (Wessa 2012 ).
Desdichadamente, Kendall fue una especie de aleatorista al borde del fundamentalismo
que llegó a afirmar –como lo harían también Gregory Bateson y Edgar Morin en sendos
fenomenales deslices de misplaced concreteness– que la traza de las cotizaciones de la
bolsa y todos los procesos importantes en este mundo obedecían al azar. Es por ello que
el mecanismo para desarrollar y probar la significancia estadística del coeficiente está a-
testado de supuestos de normalidad, prueba estadística de la hipótesis nula incluida; esto
lo hace inadecuado para su aplicación en ciencias sociales por las razones que he desa-
rrollado en otra parte, que caen de suyo y que no habré de repetir aquí (Kendall 1970
[1948]: 60-65, 81-93, 102-103, 165 ; Reynoso 2011b ).
Hasta aquí el coeficiente de similitud tau. Correspondientemente, la distancia de rango
tau es una métrica creada por el mismo Maurice Kendall en la década de 1930 que
cuenta el número de pares de desacuerdos entre dos listas de rankings (Kendall 1970
[1948] ).
Una distancia adicional de gran interés antropológico es la llamada distancia de Mahala-
nobis, técnicamente una instancia particular de la divergencia de Bregman, una medida
cuasi-métrica que no satisface ni la desigualdad de triángulo ni la simetría pero que se
las trae. La distancia de Mahalanobis nos dice a cuántas desviaciones estándar se en-
cuentra el punto P de la media de la distribución D. Si bien por su sensitividad ella ha
conocido algunos usos ruines, casi alcahuetes, tales como el reconocimiento de outliers
en modelos multivariados o en regresión lineal, la distancia de referencia es tanto inde-
pendiente de las unidades usadas como multivariada, invariante de escala y (no está de
más decirlo) fractal. Fue introducida por el científico inventor del profiloscopio cra-
neano y pionero de la antropometría india Prasanta Chandra Mahalanobis [1893-1972]
precisamente para medir diferencias en la configuración ósea de las castas indias y para
fundar un “nacionalismo biométrico” que se decía antagónico al eurocentrismo impe-
rante en la biometría inglesa (Mahalanobis 1927; Dasgupta 1995 ; Mukharji 2015 ).
Hay días en los que pienso que la opción de trabajar en base a grupos y no en base a in-
dividuos permitió a Mahalanobis eludir las trampas en las que caen quienes escamotean
las paradojas anidadas en el Modifiable Areal Unit Problem (MAUP) y en otras fuentes
de equívocos inherentes a la organización de los datos. Mahalanobis sufrió una fuerte
influencia de las ideas de Karl Pearson tras las lecturas de la revista Biometrika, fun-
dada por éste junto con Walter Frank Raphael Weldon y Francis Galton en 1901, pero
de algún modo buscó enmendarle la plana y ponerle un freno, un hecho que la historia
no ha reconocido.
Existen varias definiciones y perspectivas posibles en torno a esta medida. Una de ellas
la expresa como la medida de distancia de una observación respecto de un conjunto de
otras observaciones. En otra definición se la interpreta como la medida de disimilitud
entre dos vectores al azar 𝑥⃗ e 𝑦⃗ de una misma distribución con matriz de covariancia S:

55
𝑑(𝑥⃗, 𝑦⃗) = √(𝑥⃗ − 𝑦⃗)𝑇 𝑆 −1 (𝑥⃗ − 𝑦⃗)

En sus tempranos estudios sobre parecidos y diferencias entre las razas, Mahalanobis in-
troduce una medida de distancia D expresada de este modo:

𝑝
1 (𝑚𝑖 − 𝑚𝑖′ )2
𝐷= ∑
𝑝 𝑠𝑖2
𝑖=1

El propio Mahalanobis era consciente del parecido que mediaba entre su medida y el
coeficiente de similitud racial de Karl Pearson (1926 ), una de cuyas formas afines
describimos más arriba (pág. 46); hasta Ronald Fisher (1936 ), el padre de la malhada-
da prueba estadística de la hipótesis nula y racista consumado, cuestionó la forma y la
intención del coeficiente de Pearson, cuya expresión canónica es ésta:

𝑝
1 𝑛𝑛′ (𝑚𝑖 − 𝑚𝑖′ )2
𝐶= ∑ −1
𝑝 𝑛 + 𝑛′ 𝑠𝑖2
𝑖=1

Mahalanobis siempre denunció que el coeficiente C está sesgado e influido por el ta-
maño de las muestras y que falla cuando se quiere medir adecuadamente la divergencia
entre dos muestras de distinto tamaño, aun cuando procedan de un mismo grupo, lo que
lo torna sistemáticamente inservible como medida comparativa. Más importante que
esto es la introducción por su parte de un concepto de “distancia posicional” que mide la
posición relativa de un grupo en particular con un conjunto de grupos próximos simila-
res o geográficamente cercanos. Fusionando matemáticas y antropología como nadie lo
había hecho hasta entonces ( y como pocos volverán a hacerlo) Mahalanobis decía que
para entender la “similitud geográfica” uno debe considerar los índices posicionales de
los brahmanes de Bengala con respecto a Bengala, Bihar, Punjab, N. W. P. [hoy Khyber
Pakhtunkhwa, Pakistán], etc.; del mismo modo, el efecto de “afinidad cultural” debe
estudiarse tomando en cuenta los índices posicionales de los Brahmanes para las castas
altas de Bengala, Bihar y Punjab y para las castas bajas los de las tribus aborígenes de
Chotanagpur, Odisha, etc. Esto significa, desanudando el embrollo lugareño, contradi-
ciendo las predicciones de Pearson y traducido a simples hechos antropológicos, que las
medidas de los brahmanes de (por ejemplo) Bengala, por más que difieran de las de o-
tras castas de la región, se asemejan más a las medidas de las otras castas de Bengala
que a las de los brahmanes de otras regiones de la India, lo que ha sido corroborado por
gran número de los estudios subsiguientes (J. K. Ghosh en Heyde y Seneta 2001: 436;
Mahalanobis 1930).
Aparte de estar interesado en problemas estadísticos relacionados con la agricultura, la
meteorología, la educación y las patologías del lenguaje (a las que estudió junto con
Đorđe Kostić [1909-1995], Rhea Das y Alakananda Mitter), a Mahalanobis le intere-
saban particularmente, al igual que a Czekanowski, los problemas de la mezcla de razas,

56
los orígenes de los grupos raciales y las diferencias de grupo. Algunas observaciones es-
tadísticas de Mahalanobis quizá han sido estragadas por el tiempo, pero su distancia to-
davía se mantiene como uno de los logros más interesantes de esa extraña fusión entre
la formalización estadística, la concepción geométrica de las medidas y la antropo-
logía.20
Una última e interesante medida de disimilitud es la de Bray-Curtis, mencionada ocasio-
nalmente unas páginas atrás y relacionada en forma directa con el índice de similitud de
Sørensen. Se la utiliza para estimar la diferencia composicional de especies o conjuntos
entre dos sitios. El cálculo es sencillo:

2𝐶𝑖𝑗
𝐵𝐶𝑖𝑗 = 1 −
𝑆𝑖 + 𝑆𝑗

donde Cij es la suma de los menores valores para sólo las especies en común entre am-
bos sitios, mientras que Si y Sj son los números totales de especímenes contados en
ellos.
El resultado del cálculo oscila siempre entre 0 y 1, donde 0 significa que los dos sitios,
lugares o territorios poseen la misma composición (o sea, comparten todas las especies),
mientras que un valor de 1 implica que los dos sitios no comparten ninguna comunidad.
Debe tenerse en cuenta que en aquellos casos en que el índice posee un valor intermedio
(BC=0,5) el significado del cómputo no coincide con el que es común en otros cóm-
putos, por lo que se debe proceder muy cuidadosamente en su interpretación (Bloom
1981 ). A veces se la llama erróneamente una distancia, pero para ser tal debería satis-
facer la desigualdad de triángulo, lo que por enésima vez no es el caso (cf. Legendre y
Legendre 2012). Se la ha trabajado con frecuencia en ecología y biología numérica y
con las resemantizaciones de rigor se la debería conocer mucho mejor en estudios urba-
nos y territoriales. Se pueden encontrar procedimientos para su cálculo en muchas pie-
zas de Software (mothur, Systat, etc.) y en los principales programas estadísticos.

20
Suele ignorarse que un porcentaje desmesurado de los pioneros de la estadística (incluido nuestro Flin-
ders Petrie) se inclinaba al racismo y a los más grotescos sesgos de género y de clase; la técnica misma
estaba consagrada a la demostración “científica” de diferencias raciales, sexuales o sociales sustantivas.
Pearson elogiaba el intento de Galton de retratar el tipo judío mediante composición fotográfica ("cono-
cemos al niño judío", decía); a mediados del siglo XIX Pearson reportaba que los niños judíos del East
End de Londres, aunque no menos inteligentes que los gentiles, tendían a ser físicamente inferiores y bas-
tante más sucios (Kevles 1995: 74-75 ; Pearson 1924: 288 ; Searle 1976: 39-40). Sobre el racismo y la
misoginia de Galton, Pearson y Fisher, inventores de los coeficientes canónicos, es imperativo que se
consulte Pearson y Moul (1925-1928 ), UNESCO París (1952: 27, 54 ), Barkan (1992: 159-160),
Kevles (1995: 11-12, 22-25, 32, 37-37, 74-75, 76, 98, 105, 165-166, 180, 182-184 ), Richards (1997:
17-19, 187, 192, 213), Levy (2004 ), Sheppard (2010), Delzell y Poliak (2013 ), Kühl (2013: 143,
160, 228 ) y materiales de archivo, p. ej. Carta de Fisher a Collier, 30/4/1941, SA/Eug C. 108, Eugenics
Society Archive. Londres, Wellcome [sic] Institute; R. Gates, 27/8/1954, Ruggles Gates Archive, King’s
College London, Caja §15, etcétera. Los portales que alimentan la ideología de la supremacía blanca y el
antisemitismo, como The White Observer, operando desde la convicción de que el etnocentrismo es ra-
cional y “normal”, proporcionan abundante testimonio de la dimensión racista del pensamiento de Pear-
son. Desde Galton hasta Herrnstein & Murray la correlación entre los principales ideólogos de la estadís-
tica paramétrica y lo postulados del racismo ha sido siempre, me temo, estadísticamente significativa.

57
Dependiendo de los autores y de las ediciones de sus trabajos muchos de los índices de
disimilitud se confunden malamente. Por lo común se piensa que el índice de Bray-Cur-
tis no es más que otro nombre para el índice de Czekanowski, el de Schoener, el de Me-
nor Porcentaje Común, el de Afinidad o el de Similitud Proporcional. Algunos autores,
como Stephen Bloom (1981: 126), piensan que el índice de Czekanowski, que se usa
masivamente en estudios de la vida marina, debe distinguirse de las formas de expresión
cualitativas (esto es, de presencia/ausencia) que ocasionalmente se refieren como Coefi-
ciente de Dice. Aparte de todo este desbarajuste nomenclatorio hay muchas otras dis-
tancias cuyas mediciones resultan en un rango que con agitada unanimidad va desde 0
hasta 1 (el índice de la Teoría de la Información de Horn, la métrica de Canberra, el ín-
dice de Morisita Iδ– modificado por Horn, las medidas de superposición de nicho de
Levin Planka y MacArthur y un largo etcétera). El problema con todos estos métodos es
que su concordancia es ilusoria, pues los mismos valores varían en significación confor-
me sean los exponentes logarítmicos de cada cálculo, las variancias del conjunto y sobre
todo (y esto es crítico e inexplorado) los dominios empíricos de aplicación y sus diná-
micas peculiares. Un párrafo del olvidado paper de Stephen Bloom ilumina este caos:
Mientras que los patrones conglomerados en los dendrogramas no son afectados radical-
mente por la correspondencia no lineal de los índices con la superposición que se da en la
realidad, los valores de vinculación sí resultan afectados. En comparación con un dendro-
grama generado con el índice de Czekanowski, el índice de Morisita contraerá vínculos con
valores altos mientras expandirá los vínculos para valores bajos similares. Los clusters de
alta similitud serán más distintos unos de otros y los de baja similitud se aproximarán a
cero, mientras que los vínculos intermedios quedarán oscurecidos. A la inversa, la métrica
de Canberra (que subestima los valores altos y sobrestima los valores bajos) tenderá a ex-
pandir los clusters de alta similitud y a contraer los de similitud más baja. Como resultado,
la mayoría de los vínculos caerá cerca del centro del dendrograma, oscureciendo las rela-
ciones de clustering. El índice de Horn sobrestima consistentemente la similitud y el den-
drograma tenderá a correrse consistentemente hacia los valores altos (Bloom 1981: 127).

Todavía estamos a la espera de un solo par de proximidades y distancias que se com-


porte consistentemente en todos los dominios, en todas las escalas y en todas las clases
de complejidad. Apuesto a que nadie esperaba este género de incordios preñados de es-
pecificidades ontológicas y contextuales en una ciencia que muchos presumen exacta,
invariante y de propósito general, por no decir nada del tamaño de la muestra o de la
distribución a que se aplica. No quisiera acabar esta sección con una nota de pesimismo,
pero me parece una buena causa contribuir a que se modere la soberbia de los cuantifi-
cadores de tiempo completo y dejar sentado que de ningún modo la posibilidad de cuan-
tificación de una distancia (o la mayor o menor replicabilidad de los guarismos que le
atañen) establece por sí solo un elemento de juicio sólido, universal y de amplio espec-
tro en el camino hacia la comparación.

Queda una infinidad de métricas y distancias en el tintero aunque, si se las mira bien, se
verá que algunas de ellas no son ni métricas ni distancias de disimilitud. Caso a cuento
es la distancia de Canberra, usada para detectar intrusiones en sistemas informáticos
examinando cambios en los patrones de conducta. Está también la desigualdad o dis-

58
tancia de Chebyshev, la cual posee la interesante peculiaridad de ser idéntica a una ve-
cindad de Moore en tableros de autómatas celulares, pero cuya capacidad para expresar
o medir disimilitudes no me queda por el momento demasiado clara. Otras distancias
con las que me he cruzado en la búsqueda acaso posean una alta importancia conceptual
pero demoraré un par de años en comprobar su eficiencia; con algunas homonimias
entre ellas forman parte de este grupo las distancias de Dice, Czekanowski-Dice, Moty-
ka, Kulczynski, Penrose, Clark, Meehl y Hellinge, entre otras (Deza y Deza 2006; 2014
[2009] ). El mejor manual para una comprensión comparativa de medidas de proxi-
midad y distancia y de los programas en que están implementadas probablemente sea el
manual de János Podani (2000 ), un tanto añoso pero todavía útil.
Una vez definido un puñado representativo de coeficientes, medidas y distancias es po-
sible comprender mejor el modelo geométrico de la similitud, cuyas bases fueron fijadas
hace ya tiempo por el positivista lógico alemán Rudolf Carnap [1871-1970] y refren-
dadas por el psicólogo matemático Warren Torgerson [1929-1975], autores cuyos textos
y contextos bien merecen una inspección más detallada que la que somos capaces de
desarrollar en esta versión del documento (cf. Carnap 1963 ; 2003 [1928] ; Torger-
son 1952 ; 1958; 1965 ; Coombs 1954 ; Shepard 1958; Shepard y Arabie 1979,
etc.). Del modelo híbrido y complejo construido sobre esas bases (hoy amenazado pero
todavía promisorio) comenzamos a tratar ahora.

59
4. VISUALIZACIÓN DE SIMILITUDES Y DISTANCIAS

Sería un error preguntarse cuál de estos métodos de


escalado, ordenamiento en árbol o clustering se basa
en el modelo correcto. Tal como incluso mi peque-
ño muestreo de aplicaciones ilustrativas lo indica,
diferentes modelos pueden ser más apropiados para
diferentes conjuntos de estímulos o tipos de datos.
Incluso para el mismo conjunto de datos, diferentes
métodos de análisis pueden ser más adecuados para
subrayar aspectos de la estructura subyacente dis-
tintos pero igualmente informativos.
Roger N. Shepard (1980: 398 )

4.1 - Introducción

La estrategía clásica de la psicofísica que se inicia con Weber y Fechner y que hemos
revisado en el cap. §2 (pág. 26 y ss.) examinaba las estructuras relacionales de grupos e
individuos basándose en una sola dimensión. El objetivo de desarrollar escalas psicofí-
sicas definidas técnicamente como reglas psicológicas que satisfacen los axiomas cen-
trales de la teoría de la medición se limitaba a mapear entonces una sola dimensión fí-
sica (p. ej. la intensidad de la experiencia) sobre una sola dimensión psicológica, de-
notando así la distancia unidimensional o lineal entre puntos (cf. Krantz, Luce, Suppes y
Tversky 1971 ; Suppes, Krantz, Luce y Tversky 1989 ; Luce, Krantz, Suppes y
Tversky 1990 ). En el último cuarto del siglo XX surge una pregunta de mayor interés
cognitivo: ¿Cómo hacen los organismos o los sujetos para integrar información de di-
mensiones psicológicas separadas? (Melara 1992: 316 ). De más está decir que la rele-
vancia de la pregunta no sólo finca en sus aspectos ontológicos y en sus aportes a una
posible métrica de la subjetividad sino en el tratamiento de las operaciones de medida
de similitud y diferencia en el plano sociocultural, en sus transformaciones escalares in-
termedias, en sus correlatos comparativos y sobre todo en sus representaciones visuales,
las cuales lograrán inspirar con su seducción estética y (literalmente) imaginativa a un
amplio conjunto de ciencias, a aquéllas reputadas exactas inclusive.
Los coeficientes de similitud y disimilitud que hemos entrevisto son eventualmente uti-
lizados como materia prima o primitivas matemáticas por instrumentos de un orden más
alto, tal como el análisis factorial o el análisis de clusters, la visualización de matrices,
las técnicas guttmanianas de escalado, o por herramientas de representación de la gran
familia del análisis geométrico de datos (AGD) tales como el multidimensional scaling
(EMD / MDS), la nube euclideana, el análisis de componentes principales (ACP), el aná-
lisis de correspondencias (AC / CA), el análisis de correspondencias múltiples (ACM /
MCA), el análisis canónico variado (ACV), el análisis de Procusto y las variantes del a-
nálisis cualitativo comparativo (QCA / ACC), diseñadas todas para encontrar, tipificar y
representar visualmente patrones más o menos escondidos en los datos (Gower 2004;
Klingenberg 2015 ; Dryden y Mardia 2016). Todas estas herramientas y unas veinte

60
más responden a un gran macromodelo transdisciplinario de análisis geométrico multi-
nivel vinculado a la visualización bi- o tridimensional y al análisis multivariado. Pese a
que Bourdieu nunca mencionó nada de esto, incluso sus geometrías de proximidad y
distancia no pueden menos que fundarse en principios, metáforas, analogías, conjeturas,
axiomas o teorías de la medición y en complejas técnicas de visualización y compara-
ción de patrones geométricos en última instancia que se han vuelto inmensamente
populares en los últimos años a raíz del auge de las técnicas computacionales de geome-
tría morfométrica (ver pág. 290 más adelante).
Aunque cada tanto surgen alborotos de monta, este modelo representacional es más ubi-
cuo y está más consolidado de lo que podría imaginarse; también es analítica y semánti-
camente más rico de lo que muchos antropólogos subidos al tren filosófico y dados a
apocalípticas proclamas posmodernas y posestructuralistas sobre la “crisis de la repre-
sentación” han llegado a sospechar. Contrariamente a lo que declaran quienes se apega-
ron a las consignas de las penúltimas modas, fue en la época en que se anunció el fin de
la representación (que algunos dan por consumado) que se comenzaron a imaginar y a
implementar metodologías representacionales de un poder de resolución inédito que en
algunos ámbitos de las ciencias sociales (en la sociología de Bourdieu, por ejemplo) lle-
garon a ser influyentes sustitutas de las opciones estadísticas, pese al prestigio que
acompaña en esa disciplina a todo lo que se presume difícil de entender. Más tarde sus
proponentes chocarán, desde ya, con toda clase de paradojas formales, críticas cáusticas,
contiendas tribales, idiosincracias nacionalistas y hasta límites efectivos del conoci-
miento; pero debe quedar claro que no se encontrará en sus métodos ningún impedi-
mento que no afecte también a las formas literarias, hermenéuticas o metafóricas de la
representación.21
Análisis geométrico, decíamos, y eso tiene consecuencias. Las geometrías en uso en es-
te campo no son elementales ni se inventaron ayer. La representación geométrica, lejos
de estar en crisis, experimenta hoy un incuestionable estado de arte; piensen, si no, en
los mandelbulbs, en los orbifolds y en los atractores extraños que pueblan las interfaces
entre las inflexiones cada vez más complejas, precisas y antipáticas de las expresiones
formales y las formas cada vez más ricas y matizadas que se manifiestan en su visuali-
zación. No ha sido sólo cuestión de desparramar puntos negros en una línea recta, en
una superficie rectangular o en un volumen euclideano, contextos con los que se confor-
maba la estadística paramétrica. En sus mejores momentos la representación se sustenta
hoy en una teoría genuinamente no-lineal de la medida y en principios de escala pre-
cisos y refinados, eventualmente fractales y hasta multi-fractales, que nada tienen que
envidiar a las bellezas expresivas y a las opulencias conceptuales de la thick description.

21
Se impone en este libro dejar a margen a experiencias que han escogido llamarse “geométricas” con
justa razón pero que carecen tanto de una métrica de distancias y proximidades como de una forma carac-
terística de representación visual, factores que mantienen la idea de geometría en un registro metafórico y
reducen sensiblemente su utilidad como prestaciones comparativas. Entre ellas se situarían, por ejemplo,
la geometría del poder de la geógrafa Doreen Massey [1944-2016] (2005) y la geometría social del soció-
logo Donald Black (2002a; 2002b; 2002c; 2002d; 2010 [1976]).

61
No menos que la semántica más densa, esos saberes tienen su espesor y su linaje. Con
una erudición siempre pasmosa, el científico cognitivo Roger Shepard [1929-], padre de
la investigación en relaciones espaciales, nos ha señalado que la idea de representar la
similitud percibida mediante la proximidad espacial se remonta a las sugerencias de
Isaac Newton en su Opticks (2010 [1704] ) en pro de que los matices cromáticos es-
pectrales se representen en una figura oblonga, a la propuesta de Helmholtz, Izmailov,
Schrödinger y Sokolov de representar los colores en un manifold riemanniano de curva-
tura constante, a la de Moritz Drobisch que procuraba posicionar los tonos musicales
puros en una hélice, y a la de Hans Henning que mandaba situar olores y gustos dentro
de un prisma y un tetrahedro, respectivamente (Drobisch 1855 ; Shepard 1980: 390 ;
Izmailov 1982; Izmailov y Sokolov 1991 ; cf. cap. §11). Sólo Pierre Bourdieu ( y los
antropólogos y sociólogos en masa a la zaga de él) se avienen a representar sus campos
sociales o simbólicos acomodados en rectángulos o tetrahedros chatos, isométricos y
ortogonales.
Siguiendo el rastro de las referencias de Shepard en la inescrutable notación bibliográfi-
cas de la revista Science y husmeando en el campo de la cognición perceptual visual y
auditiva he encontrado que esa representación de las distancias conceptuales bajo for-
mas geométricas inusuales se continúa en la idea del recientemente fallecido John
Horton Conway [1937-2020] de simbolizar las simetrías de grupos de puntos en una
esfera, las simetrías de hileras y tapices [wallpapers] en el plano euclideano 𝔼 2 y sus
análogos en roseta en el plano hiperbólico ℍ2, o la de Dmitri Tymoczko y los musicólo-
gos neo-riemannianos de situar los acordes de la escala temperada en un orbifold com-
plejo, anécdota con la que a veces busco desafiar a los más escépticos entre mis estu-
diantes de antropología de la música mostrándoles los extremos de refinamiento argu-
mentativo e imaginería analógica a los que se ha llegado en el corazón de las propias
disciplinas humanas cuando de descripciones, operaciones analíticas y comparaciones
se trata en ciencias que se desgañitan imprecando sobre la crisis de la representación
(Tymoczko 2006 ; cf. Ashton 2003; Conway y otros 2008 ; Kohei, Chao y Lenz
2010 ; cf. Hein 2011 ).
Hay mucho más todavía. En el área de la cognición musical (como se llama ahora a lo
que fue otrora la psicología de la música) una discípula de Shepard, Carol Krumhansl
(1990: 40-46, 112-123, 127-129, 185-187, 189-192), dedica grandes secciones de Cog-
nitive foundations of musical pitch al escalado multidimensional y a re-elaboraciones
iconológicas de las ideas de su maestro. Volveremos a encontrar éstas y otras elabora-
ciones de Krumhansl al examinar las nuevas formulaciones que tratarán de recuperar
creativamente el modelo geométrico después de las críticas de Amos Tversky (cf. cap.
§6 más adelante); también reaparecerán los espacios hiperbólicos en el examen de los
avances en la comprensión de las superficies de curvatura negativa como campos de re-
presentación de las redes complejas (cf. cap. §11, pág. 287).
Lo que pretendo expresar con esas referencias es que mientras no pocos antropólogos se
enredan en concepciones de la representación palpablemente esquemáticas, frutos de
una matemática rudimentaria y una epistemología ausente, en otras disciplinas que dis-

62
tan de ser rocket science se sigue empujando el desarrollo de formas representacionales
alternativas hasta (literalmente) más allá de los límites de la imaginación y hasta de la
posibilidad de una ilustración visual plana, monocromática e inmóvil. Estas geometrías,
álgebras y topologías no siempre son fáciles de comprender pero cuando se plasman en
el debido nivel de abstracción y en el (hiper)espacio-tiempo adecuado nunca dejan de
ser iluminadoras: una imagen, se ha dicho desde siempre en una frase hecha, vale más
que mil palabras:22 una idea cuestionable, sin embargo, efectivamente cuestionada a ve-
ces, pero que no por ello deja de ser cuanto menos estimulante. Las imágenes tal vez no
sean la solución definitiva pero acaso contribuyen a aclarar el problema, a mirarlo desde
una perspectiva distinta o a visualizarlo sin más. Para plasmar las imágenes, por añadi-
dura, en algunos escenarios que describiré pronto ni siquiera es preciso medir, numerar
o cuantificar.
Existen incluso herramientas capaces de comparar distintas representaciones geométri-
cas realizadas en una variedad de técnicas que van desde el análisis multidimensional al
análisis de componentes principales, pasando por el análisis de Procusto, las escalas de
Guttman, el Análisis de Correspondencias y sus derivaciones, así como los objetos mis-
mos dispuestos en una matriz; una de esas herramientas son los gráficos de Jacques
Bertin implementados en el programa AMADO (Analyse graphique d’une MAtrice de
Données según Chauchat y Risson 2014 ). No faltan tampoco portales (el más com-
pleto es Bertifier) en los que algún nerd compasivo ha comparado primorosamente to-
dos los programas comparativos existentes ( y hasta algunos inexistentes) que el inves-
tigador puede ahora bajar a su laboratorio: VisuLab® para Excel, Voyager de la Univer-
sidad de Heidelberg, GAP para Java, PermutMatrix, MatrixExplorer para Java Web
Start, etcétera. Hay además un amplio repertorio de programas para seriación arqueoló-
gica y afines que despliegan multitud de estrategias de visualización, incluyendo Opti-
Path y el clásico Bonn Archaeological Software Package (BASP).
Hemos tendido a ignorar que la metodología para comparar instancias analíticas en dis-
tintas geometrías permutando filas y columnas de una matriz con el propósito de revelar
las estructuras escondidas en el conjunto se originó en la arqueología pionera de Sir Wi-
lliam Matthew Flinders Petrie [1853-1942] hace más de un siglo, aunque no falta quien
pode la cronología y remonte la idea a Alfred Kroeber (1940 ) o a Jan Czekanowski
(1909), un antropólogo polaco quien poco más arriba ya nos ha dado que pensar (cf.
pág. 53). Petrie estaba buscando establecer “una secuencia de los restos prehistóricos” o
“una datación de secuencia” [sequence dating] –lo que hoy llamaríamos una “seria-
ción”– basada en nociones de identidad y similitud y conciliando juicios más o menos

22
Exagero, sin duda, cuando digo desde siempre. Ese snowclone, al cual se creía milenario, es mucho
más reciente de lo que suele pensarse. La referencia más temprana aparece en un aviso publicitario en el
Piqua Leader-Dispatch del 15 de agosto de 1913 que se reproduce en este vínculo. Es falso también que
la expresión provenga de la antigua China, en la cual la cifra de 1000 no poseía ninguna centralidad sim-
bólica. A pesar de los estereotipos reinantes sobre Confucio, no son tampoco los chinos los aficionados a
haikus sapienciales de este tipo. Sea cual sea la cifra, en Inteligencia Artificial y en el dominio de las gra-
máticas y los procesos recursivos suele pensarse más bien lo contrario. Hay además palabras y palabras.
De hecho, una función recursiva simplísima como la inherente a la expresión z=z2+c engendra, por así
decirlo, el objeto matemático más complejo imaginable.

63
subjetivos con el principio de la progresiva complejidad evolutiva de los artefactos (Pe-
trie 1899 ).
Lo extraordinario del caso es que la matriz emergente de las filas y las columnas respec-
tivas en el análisis de Petrie es de la misma clase que la que está en la base del block-
model del análisis de redes sociales, a caballo del cual la idea se ha vuelto a incorporar
recientemente en matemáticas aplicadas experimentando un éxito que permanece igno-
rado en nuestra disciplina (cf. Arabie, Boorman y Levitt 1978; Doreian, Batagelj y Fer-
ligoj 2004).23 Abordaremos otros aspectos de este tema más adelante cuando tratemos
sobre similitud de redes (pág. 286). No son entonces, insisto, modos y prestaciones de
representación lo que nos está faltando, ni es tampoco el caso que la arqueología o la
antropología sociocultural hayan sido y sigan siendo irrelevantes en la gestación de las
técnicas frente a otras disciplinas mejor conceptuadas.

Figura 4.1.1 – Seriación según Flinders Petrie (1899: figs. §1 y §2).


Compárese con las matrices de Czekanowski (arriba, pág. 52) y con el blockmodeling (cap. §10).

Otra técnica en la que la antropología jugó un papel importantísimo es la del ya mencio-


nado análisis de Procusto [ procrustes analysis] sobre cuya génesis (ligada a la craneo-
metría de Franz Boas) retornaremos mucho más adelante. Este análisis transformacional
opera de manera análoga a la que se despliega usualmente en simetría, sólo que en lugar
de los cuatro movimientos constitutivos de la simetría (traslación, rotación, espejado y

23
Además de ser un creador notable Petrie fue, por desdicha y como ya he anticipado, miembro de la
ultramontana Anti-Socialist Society y un entusiasta partidario de la eugenésica que escribió al menos
cuatro obras que creo indignas, a propósito de las cuales invito al lector a que se sumerja en su contexto y
acompañe o impugne mi evaluación para comprender mejor las ideas de la época (Petrie 1887 ; 1906 ;
1907 ; 1911 ). El propio Galton había reconocido al joven Petrie como un auténtico genio matemático
(Galton 1883: 96; Drower 1985: 68, 476-477; Silberman 1999 ). En sus viajes a Egipto Petrie despachó
a Galton literalmente miles de cráneos y restos esqueletales y envió o llevó consigo un enorme patrimonio
cultural que hoy reposa en el Museo Petrie de Arqueología Histórica del University College de Londres.
Aunque Petrie alentó objetivos racistas y prodigó comentarios discriminatorios, el núcleo de su meto-
dología de seriación está exenta de esta suerte de aberraciones coloniales.

64
espejado con deslizamiento) los pasos de la transformación para estimar el ajuste de dos
juegos de landmarks o puntos de referencia son el escalamiento, la trasposición y la
rotación, según se aprecia en la figura 4.1.2.
Al lado de metodologías que se pueden llevar delante con toda facilidad hay otras que
resultan prohibitivamente difíciles. En la gestión metodológica de otras disciplinas y es-
pecializaciones uno se topa a veces con geometrías que al principio se presentan extra-
ñas para el profano, tales como las geometrías finitas, o con nociones poco familiares de
similitud, como los endomorfismos y los difeomorfismos algebraicos, o con vectores
del análisis espectral proverbialmente difíciles de interpretar como formas de represen-
tación relacional (Drösler 1979 ; Müller 1984; ver pág. 297 más abajo). Entre nosotros
ni siquiera el aventurado Jean Petitot se ha atrevido a lidiar con esta clase de artefactos a
pesar de su eventual relevancia, por lo que es prudente hacer un llamado de atención, no
tanto porque en este punto nos arriesgamos a adentrarnos en un terreno complicado sino
porque las aplicaciones efectivas de estas técnicas sibilinas suelen ser extremadamente
circunscriptas y estar condicionadas a criterios puntuales no siempre fáciles de entender.

Figura 4.1.2 – Superposición de Procusto.


Basado en Klingenberg (2015: 858 )

Esta clase de modelos “raros” suele estar ligada, en efecto, a áreas sustantivas (tales co-
mo la percepción de la profundidad de perspectiva, la audición diferencial o la visión
cromática) que poseen interés acotado o que no han alcanzado masa crítica en nuestras
prácticas, por lo que no serán tratados en este lugar excepto en lo que atañe a las referi-
das a geometrías de curvatura negativa (esto es, hiperbólicas), esenciales en la compren-
sión de unos cuantos aspectos comparativos inherentes a las redes, a la geometría mor-
fométrica, a los procesos emergentes y a las dinámicas no lineales o caóticas que hoy
son comunes a todas las disciplinas (ver capítulo §11, pág. 287 y ss.). En musicología se

65
sabe que para afrontar algunos problemas de acústica, armonía o contrapunto que en
principio no parecen tan esotéricos hay que recurrir a orbifolds y a álgebras espectrales
e hipercomplejas más que a posicionamientos proporcionales en un espacio euclideano
fácilmente interpretable. La pregunta que cabe, se verá, es a qué clase de imaginería
debería echarse mano cuando el objeto en cuestión no es ya algo tan acotado, definido y
concreto como la música, los cráneos, los especímenes o los tiestos sino algo tan hete-
róclito, indefinible y abstracto como la sociedad o la cultura.
La verdad es que, además de complejo, el campo de las representaciones geométricas y
topológicas de la similitud es de una extensión órdenes de magnitud por encima de las
prácticas que pueblan los manuales y los materiales de enseñanza de las materias antro-
pológicas y de los seminarios de metodología y técnicas. Por empezar hay dos escuelas,
francesa la una y norteamericana la otra, y siempre que eso pasa hay lío en puerta. Aun-
que un mismo clique de autores aparece una y otra vez, la bibliografía a este respecto es
también masiva, por lo que en este capítulo sólo se podrá desgranar lo más básico y
fundamental (Greenacre 1984 ; Greenacre y Blasius 1994; 2006 ; Blasius y Greena-
cre 1998 ; Le Roux y Rouanet 2005 ; 2010 ; Gower y Hand 2006 ; Greenacre
2007 [1993] ; Gower, Gardner-Lubbe y le Roux 2011 ; Beh y Lombardo 2014 ;
Blasius y Greenacre 2014 ).
Si bien muchas de estas herramientas de desenvolvieron inicialmente en psicología ig-
norando sus precedentes arqueológicos, poco a poco el principio de representación geo-
métrica de las distancias, afinidades y diferencias entre elementos se fue expandiendo a
otras disciplinas, haciendo eclosión en el último tercio del siglo pasado en la sociología
de Pierre Bourdieu y –más escondidamente– en la lingüística de Jean-Paul Benzécri, el
padre del escalado multidimensional en Francia. Aunque el mismo Bourdieu abundaba
en banalidades hoy inaceptables sobre (digamos) los sesgos del análisis norteamericano
de redes sociales y sobre las intenciones aviesas de sus líderes, y aunque cada vez que
hablaba genéricamente del “campo” y de otros conceptos asociados sus epígonos se sal-
teaban escrupulosamente el análisis y sobre todo la crítica de las elaboraciones matemá-
ticas que sostienen el modelo, una parte clave de la metodología del autor se deriva de
manera productiva (aunque un tanto embrollada) de estas visualizaciones geométricas
(cf. Bourdieu 1976 ; 1978 ; 1989 ; 1999 ; 2002 [1979] ; 2008 [1984] ; 2013
[1989] ; Lebaron 2009 ; Robson y Sanders 2009 ; Hardy 2014 ). A pesar de sus
ancestrales engreimientos comparativos, la antropología ni aportó mucho a ese espacio
del conocimiento ni supo explotarlo inteligentemente, aunque por fuera de la antropo-
logía sociocultural han habido algunos buenos intentos de implementación de biplots
geométricos en arqueología que han ganado su espacio y un buen prestigio en la litera-
tura de la especialidad (v. gr. Madsen 1988; Baxter 1994).
En un artículo pionero que retrospectivamente se puede ver como un anuncio de los mé-
todos métricos y geométricos escribía el prestigioso psicólogo social David Reuben Je-
rome Heise, teórico todavía activo del control que los procesos afectivos ejercen sobre
las relaciones interpersonales, metodólogo y autor del más desafiante texto existente so-
bre análisis causal, un discurso consciente –décadas antes de lo acostumbrado– de las

66
complicaciones que acarrea la recursividad y de las limitaciones conceptuales y operati-
vas que impone la linealidad de los modelos dominantes:
Hoy hay una clara conciencia de que la imprecisión en las mediciones es un factor que ate-
núa las relaciones que observamos y que sesga las conclusiones teoréticas. Hay un creciente
reconocimiento de que las variables se relacionan con sus indicadores en una variedad de
formas tal que se deben elegir diferentes modelos analíticos para adecuarse a las circunstan-
cias y no para aplicarse según el gusto de cada quien. Y se están proporcionando modelos
de medición poderosos y sociológicamente relevantes a medida que los análisis matemáti-
cos de los problemas van hacia un nivel más profundo y más general. El resurgimiento de
una teoría métrica bajo estas condiciones es alentador, incluso estimulante, siempre que ela-
boremos simultáneamente metateoría de todas clases, y no sólo teoría métrica, evitando el
desarrollo de una subdisciplina estadística que mantenga su propio paradigma arcano, asin-
tóticamente aislado de las realidades de la investigación sobre pequeños muestreos en situa-
ciones reales (Heise 1974: 2; cf. asimismo Heise 1975).

Hay ciertamente repliegues dudosos y hasta perversos escondidos en no pocos de los


métodos geométricos que sobrevinieron antes y que sobrevendrán después de la era de
Heise, dobleces que nunca está de más sacar a la luz. Por un lado, algunas de las pretex-
taciones de esos métodos (ya que no las técnicas matemáticas en sí) se usaron como
coartadas, sobre todo en Francia, para tomar distancia de las teorías de grafos y de la a-
nalítica de las redes sociales favorecidas en la academia de habla inglesa, las que en
consecuencia resultaron allí malentendidas. El apellido clave en las idas y venidas de
este desencuentro no es otro que el de Pierre Bourdieu, de quien pienso que debió haber
medido mejor las consecuencias de sus mociones de censura y los efectos de inercia so-
bre el colectivo de los discípulos y los colegas influenciados por él, muchos de ellos
más imbuidos de un mandato de credulidad y obediencia debida de lo que sería razo-
nable en una ciencia que busca tender puentes (Bourdieu 2001: 16, 22, 26, 224, 226;
2008; Bourdieu y Wacquant 1992: 89, 106-107).
Por el otro (y esto es lo realmente deplorable), en los países de habla inglesa no pocas
de las técnicas al uso encubrían postulados de las estadísticas eugenésicas y de las polí-
ticas de segregación racial y no ofrecían otra cosa que herramientas de cobertura para
sostener las prácticas diferenciales e inherentemente lineales de la medición de la inteli-
gencia. Esto era lo que en verdad importaba a sus cultores; nada más había que les mo-
viera el amperímetro, en tanto fueran ellos (anglosajones, rubios, dolicocéfalos, hablan-
tes de lenguas flexivas y usuarios de códigos elaborados) los que se situaran en la cima
de la pirámide con las mejores perspectivas de éxito en la vida y de prestigio en la
práctica científica. Aparte de los casos de Galton, Fisher, Pearson y Flinders Petrie, los
nombres claves en esta tramoya son los de Cyril Burt [1883-1971] (en fea polémica con
Louis Guttman) y, otra vez, pero más ocultamente, el estadístico supremo Karl Pearson,
en una trama que incluía fraudes certificados por allí y escándalos documentables por
acá. Ya registramos algunas de esas controversias, muchas veces suprimidas por los cro-
nistas, reputadas anecdóticas o perdidas en los laberintos de la historia; en lo que a
nosotros respecta, volveremos a inquirir la dimensión ideológica en la construcción y el
tratamiento comparativo del objeto cada vez que surja la necesidad de hacerlo.

67
Figura 4.1.3 – Genealogía parcial de la seriación y la visualización de matrices.
Obsérvese el posicionamiento de Flinders Petrie, Czekanowski, Kroeber, Guttman y Carneiro.
Basado en Liiv (2010: 74, fig. 6 ).

68
4.2 – Escalado multidimensional
Es mejor una repuesta aproximada a la pregunta
correcta, que a menudo es vaga, que una respuesta
exacta a una pregunta equivocada, que siempre se
puede hacer precisa.
John Tukey (1962: 13)

Entre las lineas de fuga disponibles para escapar de la estadística el escalado multidi-
mensional (MDS), en sus diversas variantes, acaso haya sido el estilo metodológico más
popular entre los que integran la familia de los modelos geométricos de similitud y sus
modos iconológicos de representación, ésos que los entendidos prefieren llamar biplots.
Los biplots son el análogo multivariado de los scatter plots. Ellos aproximan la distribución
multivariada de una muestra en unas pocas dimensiones, típicamente dos, y superponen a
esta imagen representaciones de las variables sobre las cuales se miden las muestras. De es-
ta forma, se pueden ver fácilmente las relaciones entre los puntos individuales de la misma
[...] y se los puede relacionar con los valores de las mediciones. De este modo, y al igual
que los scatter plots, los biplots son útiles para darnos una descripción gráfica de los datos,
para detectar patrones y para mostrar resultados encontrados por métodos de análisis más
formales. Muchos de los usos caen bajo el encabezamiento de las estadísticas descriptivas y
del análisis inicial de datos, pero hay que reconocer que a menudo "inicial" es más bien
"final"; solamente poder ver las relaciones entre muestras multivariadas es un mayor paso
adelante. El "bi" en biplots surge del hecho de que se representan tanto las muestras como
las variables medidas, y no de que los biplots sean necesariamente bidimensionales, aunque
ése es usualmente el caso (Gower y Hand 2006: xv ).

Algunos de quienes lo conocen y muchos de quienes lo entienden tienen al MDS en alto


aprecio. Por empezar, es aplicable a un gran número de medidas de similitud, así como
a diversos modelos de distancias, sean éstos emic o etic. Desde cierta perspectiva el
MDS es la clase mayor de la que el análisis de componentes principales es sólo una va-
riante. A diferencia del análisis factorial, el MDS se puede usar en casos en los que
existen muy pocas presuposiciones sobre los datos y en los que se requieren muy pocos
pasos para pasar de los datos sobre los elementos a la representación visual de las
relaciones. El científico cognitivo Roger Newland Shepard (1962 ), colaborador de los
antropólogos Antone Kimball Romney y Sarah Nerlove y otrora envidiablemente ran-
keado como el 55ésimo psicólogo más citado del siglo XX, mostró por primera vez que el
MDS también puede utilizar supuestos ordinales sobre los datos (es decir, supuestos no
métricos) y aun así producir soluciones métricas, algo que sin duda desconcertará por
igual a perspectivistas, ontologistas y strathernianos que piensan que lo cualitativo y lo
cuantitativo no se encuentran nunca, y que una métrica es más o menos lo mismo que
una enumeración (cf. Dunn-Rankin y otr@s 2004: 175).
El psicólogo matemático Clyde Coombs [1912-1988], maestro casi olvidado de Amos
Tversky, había sido el inventor del MDS no-métrico propiamente dicho, al cual presentó
en un paper clásico titulado “Psychological scaling without a unit of measurement”
(Coombs 1950 ; 1964). Shepard fue sin embargo el primero que creó un algoritmo
efectivo para la versión no-métrica del MDS a la cual prefería llamar, todavía, “análisis

69
de proximidades”: un análisis de similitudes expresable a través de una analogía visual
que es inevitablemente métrica aunque los factores representados no sean métricos y
aunque la métrica implicada no sea siempre ni monotónica, ni proporcional, ni isométri-
ca a través de los ejemplares (1950; 1964). Pero fue el estadístico y luchador por los de-
rechos civiles Joseph B. Kruskal [1928-2010] –otro personaje del más alto concepto en
mi panteón privado– quien implementó la solución algorítmica más ingeniosa, la cual
sigue siendo la base de los programas de MDS no-métricos hasta el día de hoy (Kruskal
1964a ; Borg y Groenen 2005 ).
Una bibliografía básica de MDS comprende hoy en día los textos de Torgerson (1952
; 1958; 1965 ), Shepard (1962 ; 1980), Kruskal (1964a ; 1977), Beals, Krantz y
Tversky (1968 ), Romney, Shepard y Nerlove (1972), Lund (1974), George B. Rabi-
nowitz (1975 ), Kruskal y Wish (1978), Schweizer (1980), Davison (1983), Borg y
Lingoes (1987), Jones y Koehly (1993), Cox y Cox (2004; 2008), Borg y Groenen
(2005 ), Gower y Hand (2006: 31-50 ), Borg, Groenen y Mair (2013 ), Minkov y
Hofstede (2013: 139-149, 163 ) y Wilkinson (2013).
La potencia del MDS puede apreciarse mejor a través de una imagen. La figura 4.2.1,
por ejemplo, de apreciable valor pedagógico en su sencillez, muestra un escalado multi-
dimensional de juicios de público novicio. Dos variables están próximas en el mapa si
es que hay una alta correlación entre ellas, significando que la gente encuentra similitud
entre los compositores de acuerdo con las dimensiones consideradas, cuidadosamente
descriptas en un trabajo ejemplar de Joyce Eastlund Gromko (1993; cf. Bernard y Grav-
lee 2015 [1998]; Deza y Deza 2014 [2009] ). A ese trabajo remito para que se pueda
comprender con sencillez la forma de articular los problemas, obtener los datos y pro-
cesar el cálculo del MDS en función de piezas de software de dominio público.

Figura 4.2.1 – Gráfico bidimensional de proximidad de compositores para novicios.


Elementos: JBa=J.C.Bach, Bee=Beethoven, Dvo=Dvořák; Che=Cherubini; CBA=C.P.E. Bach;
Scm=Schumann; Biz=Bizet; Bra=Brahms; Men=Mendelssohn; Hay=Haydn; Wmo=W.A.Mozart;
Sch=Schubert; Van=Vanhal; Lmo=L. Mozart; RSt=R. Strauss.
Los atributos considerados por los novicios son pesado/ligero, angular/redondeado y clásico/romántico.
Véase detalle de implementación en Joyce Eastlund Gromko (1993 ).

70
Este es el momento en que conviene expresar de otro modo lo que ya hemos aprendido
hasta este punto. El modelo clásico subyacente a los juicios más o menos informales
sobre similitud en dos objetos, eventos o estructuras es el que se conoce como modelo
geométrico, el cual se encuentra descripto de manera muy simple en el segundo capítulo
de The Cambridge Handbook of Thinking and Reasoning (Goldstone y Son 2005 ).
Podría decirse que una de las formas canónicas de representación de los modelos geo-
métricos es precisamente el MDS, bien conocido por los antropólogos (aunque sin tomar
conciencia de su nombre) a partir de los trabajos de Mary Douglas (1970) sobre grilla y
grupo y de los estudios de Brent Berlin y Paul Kay (1969) sobre los términos básicos
para los colores. En los últimos trabajos de Eleanor Rosch sobre semántica de prototi-
pos hay un uso más explícito de la técnica aunque ella, fiel a su estilo de discursividad
pura, tercerizó el desarrollo y nunca mostró una sola visualización debidamente opera-
cionalizada (Rosch 1975; Rips, Shoben y Smith 1973 ; Smith, Rips y Shoben 1974 ;
Smith, Shoben y Rips 1974 ; cf. Luce y otros 1995 ).

Figura 4.2.2 – Mapa del condado de Durham por Jacob van Langren de 1635.
Comunicación personal de John Gower a P. J. F. Groenen e I. Borg (2014: 98).

La paleografía agrega a este tópico un aire de leyenda que el lector puede enriquecer
cada día por poco que se aventure a navegar en la Web. Uno de los primeros ejemplos
de MDS viene de un mapa del condado de Durham en Inglaterra trazado por el geógrafo

71
y cartógrafo holandés Jacob van Langren [1525-1610] reportado por John Gower a Pa-
trick J. F. Groenen e Ingwer Borg (2014: Fig 7.1). Es natural que así haya sido, pues la
posible mayoría de lenguas las metáforas usuales para expresar similitud y diferencia (e
incluso las primitivas numéricas) son imágenes espaciales de proximidad y distancia.
En su uso contemporáneo a través de las disciplinas el MDS se utiliza para análisis de
datos, un eufemismo que en realidad significa la posibilidad de visualizar conjuntos de
datos cuya estructura de similitud y correlación sería muy difícil de captar de una mane-
ra que no sea gráfica. Pero el MDS no fue siempre un instrumento general de visualiza-
ción. En sus orígenes servía a un propósito muy distinto por cuanto era un modelo psi-
cológico que ilustraba la manera en que las personas forman sus juicios sobre la simili-
tud de objetos. Todavía pueden encontrarse huellas de esa aplicación en la terminología
común a los miembros del círculo del MDS, aunque en lo funcional ya no se lo utilice
para ese propósito (Kruskal y Wish 1978; Cox y Cox 2004; 2008; Borg y Groenen 2005
; Borg, Groenen y Mair 2013: 7 ). Como quiera que sea, por su origen histórico se
trata de una herramienta apta para consignar información emic sin interferencias raras y
para describir el punto de vista de los actores, tarea para la que no todos los modelos
geométricos resultan igualmente adecuados. La descripción del procedimiento básico
del MDS que viene a continuación, basada en la descripción que de ella dieron Lawren-
ce Jones y Laura Koehly (de la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign), refleja
precisamente esos orígenes.
Los datos básicos con que se carga al MDS son medidas de proximidad entre pares de
objetos o estímulos. La medida de proximidad refleja cuan estrechamente se relacionan
psicológicamente los miembros de cada par de estímulos. En sus trabajos clásicos en los
que presentó las técnicas de MDS no-métricas para el “análisis de proximidades”, Roger
Shepard (1962) subsumió varios tipos de datos bajo el término genérico de proximidad,
incluyendo ratings directos de similitud de pares de estímulo, medidas de sustitutibili-
dad de pares, de confusión, asociación, elección mutua, tiempo de reacción disyuntiva y
otros índices basados en tareas de evaluación, ordenamiento, ranking, identificación y
discriminación. Del mismo modo, se pueden tratar como medidas (indirectas) de proxi-
midad otros índices de correlación, asociación y co-ocurrencia derivados de otros tipos
de datos o de tareas. Esto implica que las disimilitudes se pueden medir en forma direc-
ta, como en los juicios psicológicos, o se pueden derivar indirectamente como en las
matrices de correlación que se computan sobre datos rectangulares. A diferencia de o-
tras variantes de la geometría, aquí no son relevantes los supuestos sobre la distribución
estadística de los datos, ni esa distribución parece afectar el cálculo. El genial especia-
lista en analogía e inducción Keith Holyoak lo ha expresado muy sencillamente:
Las entradas de las rutinas de MDS pueden ser juicios de similitud, juicios de disimilaridad,
matrices de confusión, coeficientes de correlación, probabilidades conjuntas o cualquier o-
tra medida apareada de proximidad. La salida de una rutina MDS es un modelo geométrico
de los datos, con cada objeto del conjunto de datos representado como un punto en un espa-
cio n-dimensional. La similitud entre un par de objetos se considera inversamente relacio-
nada a la distancia entre dos puntos en el espacio (Holyoak y Morrison 2005: 15).

72
La bibliografía sobre el tratamiento del concepto de (di)similitud y los métodos para
evaluar similitudes es muy amplia y comprende los textos de Coombs (1964), Tversky
(1977) y Davison (1983) y sus ramificaciones divergentes. También son abundantes las
discusiones sobre las medidas de similitud, asociación, etc., basadas en perfiles de pun-
taje, ordenamientos de datos y medidas de probabilidad condicional, tales como las que
se desenvuelven en los textos de J. Kruskal (1964a; 1967), Torgerson (1952 ; 1958;
1965 ), Beals, Krantz y Tversky (1968 ), Anderberg (1973 ), Kruskal y Wish
(1978), Schweizer (1980), Sołtysiak y Jaskulski (1998 ; 1999), Cox y Cox (2004;
2008), Borg y Groenen (2005 ), Borg, Groenen y Mair (2013 ), Wilkinson (2013 )
y otros más.
Los modelos de MDS reposan en la noción de un espacio métrico en el que las relacio-
nes entre pares de puntos (que más precisamente son pares de distancias) se usan para
representar las correspondientes medidas psicológicas de proximidad entre pares de estí-
mulos. Los modelos de MDS, en otras palabras, capitalizan una analogía profunda entre
el concepto psicológico de disimilitud y el concepto geométrico de distancia. Formal-
mente, el modelo de distancia para la disimilitud se puede expresar así:

𝛿𝑖𝑗 ≅ 𝑑𝑖𝑗 = √∑(𝑥𝑖𝑟 − 𝑥𝑗𝑟 )2


𝑟=1

donde δij es una medida de disimilitud definida sobre todos los pares (i, j) de estímulos,
dij es la distancia entre los puntos i y j, y xir y xjr son los valores de escala de los estímu-
los a lo largo de los ejes de coordenadas R que definen el espacio.
Si las diferencias (xir – xjr) se conocen sólo es cuestión de computar las distancias entre
pares de puntos. Los métodos de MDS, por su parte, tienen más bien que ver con el pro-
blema inverso: dados los juicios de los sujetos sobre las disimilitudes entre pares de
objetos (oij), las técnicas del MDS trabajan hacia atrás para descubrir tanto el número
como la naturaleza de los atributos de estímulo o las dimensiones que se usaron para
hacer esos juicios y estimar las ubicaciones de los estímulos a lo largo de esas dimen-
siones. La tarea se reparte: por un lado, el algoritmo del MDS estima los valores de
scaling; por el otro, el analista determina R, o sea la dimensionalidad del espacio eucli-
deano, basándose en consideraciones de adecuación del modelo y en su interpretabilidad
(Jones y Koehly 1993: 97-98). Comparadas con lo que es el caso de otros métodos geo-
métricos, las matemáticas que sustentan las diversas variantes del modelo no son en rea-
lidad tan enrevesadas. El proceso de elaboración que llevó de las formas rudimentarias
de representación a las modalidades contemporáneas de MDS, clustering y formalismos
arbolados, capaces de adaptarse a diversos dominios empíricos y a los más complejos
requisitos de no-linealidad se puede apreciar en la bella reseña de Roger Shepard (1980
) publicada en la revista Science, un documento antiguo pero todavía imprescindible
en esta especialidad y ampliamente accesible en la Web.

73
Una buena definición contemporánea aclara el sentido de la representación espacial. De
acuerdo con algunas teorías de la representación que se han propuesto, otorgar sentido a
un estímulo significa localizarlo en un espacio psicológico de baja dimensionalidad tal
que (a) esté habitado por estímulos similares, y (b) esté en una relación ordenada con un
espacio físico de baja dimensionalidad, tal como una parametrización común con con-
juntos de estímulos. Una herramienta apropiada para formular predicciones en esta teo-
ría es precisamente el MDS, un procedimiento computacional para embeber un conjunto
de puntos, uno por estímulo, en un espacio métrico, de manera tal que las distancias en-
tre puntos se conformen tan aproximadamente como sea posible a las similitudes (o pro-
ximidades) percibidas entre los puntos, medidas mediante algún procedimiento psicofí-
sico adecuado (Kruskal y Wish 1978; Shepard 1980 ; Edelman 1998 ).
Dependiendo de los significados de las matrices que se ingresan algunos autores en-
cuentran práctico distinguir entre tres clases de MDS:
1. MDS clásico: Se lo conoce también como Análisis de Coordenadas Principales,
escalado de Torgerson o de Torgerson-Gower. Toma como ingreso una matriz
de disimilitudes entre pares de ítems, de modo que la matriz coordenada de sali-
da minimiza una función de pérdida conocida como strain. Bajo esta interpreta-
ción, el MDS presupone distancias euclideanas y no es aplicable directamente a
ratings de disimilitud.
2. MDS métrico: Es un superconjunto del MDS clásico. Se remonta a los comien-
zos de la técnica de MDS en la década de 1950 (Torgerson 1952 ). Tal modelo
especifica una función analítica para f (usualmente monótona) en vez de requerir
que f deba ser sólo “alguna” función. Especificar funciones de mapeado analí-
tico para f tiene la ventaja de que es más fácil desarrollar las propiedades mate-
máticas de esos modelos mientras que se evitan algunos problemas técnicos del
MDS ordinal, tal como las que se conocen como soluciones degeneradas. La
desventaja es que requiere datos de un nivel superior de escala y lleva a solucio-
nes que no encajan bien con los datos, debido a que en general es tanto más difí-
cil representar datos en modelos cuanto más restrictivos sean éstos (Borg, Groe-
nen y Mair 2013: 38 ; Jacoby 2017 ).
3. MDS no-métrico u ordinal: A diferencia del anterior, éste encuentra una relación
monotónica no-paramétrica entre las disimilitudes en la matriz ítem-ítem y las
distancias euclideanas entre ítems por un lado, y la ubicación de cada ítem en el
espacio de baja dimensionalidad por el otro. Se lo usa para calcular las distancias
entre los puntos o para encontrar una configuración aleatoria de puntos a partir
de la muestra de una distribución normal. El bien conocido análisis del menor
espacio de Louis Guttman [1916-1987], creador de la bien conocida escala de
Guttman (a revisar en el apartado siguiente), es un ejemplo de procedimiento de
MDS no-métrico.
Hay otras alternativas de representación similares a las que acompañan por defecto al
MDS, tales como las teselaciones de Voronoi, los triángulos de Delaunay y los polígo-

74
nos de Thiessen, todas las cuales serán descriptas más adelante (cf. pág. 178 y ss.); pero
mientras que éstas definen regiones y cuencas de atracción, las coordenadas del MDS
ilustran diferencias o distancias del orden de la significación (usualmente lineales) entre
los elementos que forman el conjunto. De hecho, la no-linealidad no debería ser un
límite, siempre y cuando se tenga clara noción de su significancia. Un importantísimo e
insuficientemente conocido trabajo de Joshua B. Tenembaum, Vin de Silva y John C.
Langford (2000 ) en la revista Science elabora las bases para escenarios de no lineali-
dad como los que se dan en la sociedad, la economía o la música, sin ir más lejos, utili-
zando manifolds genéricos aplicables tanto a MDS como a PCA (Figura 4.2.3).
En cuanto a la resolución práctica, hay infinidad de programas para el cálculo del esca-
lado multidimensional tales como ALSCAL, SYSTAT, KYST, el módulo MDSCAL de
WinIDAMS, SSA, PERMAP y ViSta. Algunos de ellos vienen de la edad de bronce de
la computación en DOS y fueron devorados por el tiempo, pues en este negocio, aunque
los fundamentos teóricos queden constantes, lo que no se renueva y ajusta cada (diga-
mos) cinco años se encamina a la obsolescencia o a la incompatibilidad. Otros progra-
mas están alcanzando hoy el estado de arte; algunos más (la mayoría) se exhiben en po-
nencias de congresos y en sus Proceedings sin que nadie aclare nunca dónde se pueden
conseguir, ni exponga el código, ni suministre la prueba de que efectivamente funcio-
nan. PERMAP es una implementación interesante por cuanto posee prestaciones interac-
tivas que permiten visualizar distintas opciones y comprender mejor el proceso iterativo
(Borg, Groenen y Mair 2013: 106). No quisiera sonar como un nerd, pero dado que el
lápiz y el papel no son una opción y estos instrumentos se necesitan con absoluta ur-
gencia, el investigador hará bien en revisar cuál es el estado de cosas en el semestre que
corre si lo que se requiere es publicar resultados que sirvan para algo, que duren un
poco más que un par de años y que se aproximen a la verdad.

Figura 4.2.3 – Reducción no lineal mostrando contraste entre distancia euclideana


(línea de puntos) y la distancia efectiva (manifold expresado en línea continua).
Según Tenenbaum y otros (2000: 2321 ).

75
Uno de los estudios más útiles en torno al MDS es el capítulo que tres de los mayores
especialistas en la materia dedicada a las malas prácticas y los errores más comunes en
el uso de la técnica. El número de estos errores es sorprendente, ya que los autores se-
ñalan no menos de catorce clases, muy próximas todas ellas a las que hemos experimen-
tado en seminarios de posgrado en los que se ha tocado el tema más o menos en profun-
didad. Vale la pena nombrar esos errores, con el propósito de ahondar en ellos en pró-
ximas revisiones en línea de este libro. Los errores son: (1) Usar el término MDS dema-
siado genéricamente, confundiéndolo con análisis de componentes principales o con el
análisis de correspondencias; (2) Usar la noción de distancia sin el rigor requerido; (3)
Asignar la polaridad equivocada a las proximidades; (4) Usar demasiado pocas iteracio-
nes; (5) Utilizar una configuración inicial equivocada; (6) No implementar recaudos pa-
ra evitar mínimos locales subóptimos; (7) No reconocer degeneración en el MDS ordi-
nal; (8) Hacer comparaciones incorrectas entre diferentes soluciones de MDS; (9) Eva-
luar el estrés de manera mecánica; (10) Interpretar siempre mal “las dimensiones”; (11)
Tratar equivocadamente los puntos de distorsión; (12) Escalar proximidades casi igua-
les; (13) Sobreinterpretar los pesos dimensionales; (14) Estirar desparejamente los plots.
Lo importante del caso a los fines de este libro es que la mera existencia de tamaña
tipología de inconvenientes sugiere que estas técnicas no son tan fáciles de implementar
ni son tan transparentes en la identificación de un campo de parecidos y diferencias co-
mo podríamos pretender que sean, aunque en comparación con otras técnicas geomé-
tricas hoy parezcan un paseo por el campo (Borg, Groenen y Mair 2013: 71-80).
El segundo punto remarcado por Borg & al es probablemente el de mayor interés, por
cuanto se refiere a los axiomas que sostienen el carácter efectivamente métrico de un es-
pacio:
En la mayoría de las aplicaciones, sin embargo, no todos los axiomas siempre pueden ser
probados. Una razón es que típicamente no se tienen todos los datos necesarios para tales
pruebas. Por ejemplo, rara vez se recopilan datos sobre la similitud de i con j, y también
sobre la similitud de j con i. Por lo tanto, la simetría no puede ser comprobada, y presupo-
ner simplemente que pij sería igual a pji si ambos fueron recogidos puede ser una equivoca-
ción en muchos contextos (Ibid.: 60).24

Otros autores han sugerido dilemas parecidos. El epistemólogo experimental Shimon


Edelman y el prestigioso psicofísico no lineal R. A. M. Gregson [1928-2017] están de
acuerdo en juzgar una representación espacial si y sólo si la solución resultante posee
suficiente relevancia:
Aun cuando sea siempre el caso de que, si estamos preparados para tolerar una dimensiona-
lidad suficientemente alta y si estamos preparados para tolerar configuraciones degenera-
das, agrupadas o grumosas podemos obtener una representación espacial, últimamente el
criterio para aceptar una representación es el sentido que podamos darle y los resultados
que podamos recuperar o predecir a partir de ella mediante reglas invariantes sobre el espa-
cio (Gregson 1975: 134).

24
Sobre el axioma de simetría de los espacios métricos véase más adelante, pág. 145.

76
Tampoco se debe presuponer demasiado estrechamente que el espacio interno de re-
presentación es métrico en el mismo sentido pleno de lo que es el caso, por ejemplo, en
la geometría diferencial. En tal espacio las distancias se relacionan monotónicamente
con las similitudes, pero no existe presunción de que las sumas o las divisiones (o pro-
porciones) entre distancias sean literalmente interpretables. No hay unidades comunes
para expresar distancias a lo largo de diferentes ejes y en cada aplicación empírica se
imponen además escalas y no linealidades anárquicamente diversas. Sin ir tan lejos, la
definición en términos de espacios métricos, o de proximidades o distancias, no logra
explicar fenómenos tan prominentes en la percepción de la similitud como lo son la sub-
jetividad, la dependencia de contexto, la intransitividad o la asimetría, tal como se verá
de aquí al capítulo §6.
Hay abundancia de cuestionamientos al MDS y a las demás técnicas geométricas de re-
presentación que varían con el objeto de estudio y con las técnicas de escalado. En la
tercera edición (póstuma) de Psychometric theory, por ejemplo, los autores Jum Nun-
nally e Ira Bernstein, tras explorar otras técnicas posibles (análisis discriminante, análi-
sis factorial exploratorio, regresión logística, modelado log-lineal) identifican problemas
inherentes a las condiciones de construcción previas al modelado que deben ser tenidas
en cuenta (Nunnally y Bernstein 1994 [1967] ). Similarmente, en su tesis de doctorado
William John Rosenberg (1975 ) alumno de R. A. M. Gregson, presenta una serie de
problemas que se han encontrado en el ejercicio del MDS, junto con las soluciones
propuestas para cada uno de ellos, no todas igual de satisfactorias. Muchos de los obstá-
culos encontrados tienen que ver con las medidas utilizadas en la evaluación de distan-
cias y proximidades y con el hecho fastidioso de que la elección de una u otra medida
afecta los resultados de manera incontrolable. La distancia de Minkowski, por ejemplo,
sólo funciona en espacios en los cuales todas las dimensiones son metatéticas o inverti-
bles sin variaciones cuantitativas; en casos menos simples se necesitan otros modelos de
distancia. Es ésta sin duda una exigencia que en antropología, hasta donde sé, ha desper-
tado escasa reflexión e inquietud y sobre la cual la bibliografía guarda silencio. En tanto
no sean tomados en cuenta estos recaudos, se encontrará que escenarios muy parecidos
producen gráficas muy distintas y también a la inversa.
A la hora de una evaluación más amplia del método, es imperativo también dar cabida a
los duros cuestionamientos de Lawrence Jones y Laura Koehly de la Universidad de
Illinois en Urbana-Champaign:
En muchas de la áreas en que se han empleado métodos de MDS, la promesa de estos mé-
todos para proporcionar insights importantes sobre cuestiones sustantivas aun está pen-
diente de cumplirse. La mayor parte de la investigación publicada que emplea métodos de
MDS ha sido exploratoria y descriptiva, con relativamente pocos ejemplos de investiga-
ciones que exploten el poder del MDS para tratar asuntos teoréticos y metodológicos más
amplios.

Como con cualquier framework de análisis de datos o de modelado, los métodos del MDS
están bien dotados para ciertos tipos de preguntas y propósitos de investigación y son me-
nos apropiados, o incluso inadecuados, para otras clases de problemas. Los métodos de
MDS pueden aplicarse a virtualmente cualquier tipo de datos (ver Shepard 1972), pero sim-
plemente porque una matriz de datos puede analizarse usando estos métodos eso no signifi-
77
ca que deba serlo. […] En el peor escenario, cuando se lo aplica a tipos de datos o dominios
de estímulo inadecuados, o se lo aplica sin considerar los presupuestos del modelo, los mé-
todos de MDS pueden representar mal, confundir e incluso perjudicar nuestra comprensión
de los fenómenos o procesos modelados (Jones y Koehly 1993: 156, 159).

A pesar de un tono de pesimismo parecido al que aflora en la literatura crítica cuando


hay urgencia por migrar a la próxima moda que asoma en el horizonte, el conjunto de
obstáculos que aquí se señala no es en absoluto disparatado. Las mismas precauciones y
recaudos deberían aplicarse, desde ya, a las otras herramientas y técnicas de plotting que
forman parte de la familia geométrica y cuyo examen comienza ahora.

78
4.3 - La Escala de Guttman: Gloria y descrédito de una bala de plata

Cuando se los gestiona criteriosamente los escalados no tienen por qué ser ni métricos,
ni cuantitativos de origen, ni multidimensionales para prestar servicios esclarecedores.
Técnicas de scaling cualitativas son, por ejemplo, la escala del diferencial semántico y
las escalas de Likert, Bogardus y Thurstone, de amplio uso en psicología. Pero la que
fue más popular en su momento en antropología fue la escala de Guttman (1944 ), la
cual luce tan poderosa y estimulante apenas se ordenan los datos que algunas veces pa-
rece demasiado buena para ser verdad. Sólo en JSTOR se documentan más de 1.200 a-
plicaciones de esta técnica en antropología y disciplinas próximas; pero en algún mo-
mento, repentinamente, se dejó de usar en todas partes y en antropología en particular, y
eso sucedió más porque los modelos evolucionarios comenzaron a ser mal vistos y por-
que las antropologías interpretativas y posmodernas lograron hacerse dueñas del campo
que por razones metodológicas sustantivas.
Matriz de Carneiro mostrando la Presencia (+) o Ausencia (-) de rasgos culturales
a través de 12 sociedades. El orden de rasgos y sociedades es al azar.

Sociedades: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12

El líder político posee autoridad + + - - + - - + - + - -


considerable

Leyes suntuarias - - - - + - - + - - - -

Autoridad, jefe o rey + + - - + + + + - + + +

Producción de plusvalía alimentaria + + - - + - - + - + - +

Comercio entre comunidades + + - + + + + + - + + +

Autoridad proporciona audiencias - + - - + - - + - + - -

Especialistas en prácticas religiosas + + - + + + + + + + + +

Calles pavimentadas - - - - - - - + - - - -

Agricultura proporciona >75% de + + - - + - + + - + - +


subsistencia

Especialistas en servicios - + - - + - - + - - - -

Asentamientos > 100 personas + + - - + + + + - + - +

Sociedades: 1. Iroqueses, 2. Marquesas, 3. Tasmanios, 4. Yaghan, 5. Dahomey, 6. Mundurucú,


7. Ao Naga, 8. Inca, 9. Semang, 10. Tanala, 11. Veddaa, 12. Bontoc.

79
Figura 4.3.1 Tabla de Guttman sin ordenar – Según Robert Carneiro (1962)

Como fuere, no está de más describir sucintamente la idea que sustenta esta variedad de
scaling aunque más no sea porque ella nos permite ahondar en la metodología de escala-
do más allá de las connotaciones de esta técnica en particular. La noción de “acumulati-
vidad” como una propiedad deseable en toda buena escala fue introducida muy tempra-
namente por el neoyorkino y luego israelí Louis Guttman [1916-1987] en una contribu-
ción a un survey en gran escala compilado por Paul Horst y otros (1941). En varios arti-
culos subsiguientes Guttman desarrolló ideas y técnicas de análisis escalar dejando el
campo en un estado de excelencia tal que hoy se da por supuesto que toda escala debe
ser obligadamente acumulativa para prestar algún servicio y ofrecer algún valor agrega-
do. Aparte de su valor intrínseco, las técnicas de Guttman fueron inestimables para el
desarrollo de otras técnicas geométricas tales como el análisis de correspondencias múl-
tiples y para lo que se ha dado en llamar desde los años 50 (con centro neurálgico en
Japón) la cuantificación de los datos cualitativos o, más pragmáticamente, la teoría de la
cuantificación de [Chikio] Hayashi [1918-2002], una variante que deberíamos conocer
mejor (Guttman 1941; 1944 ; 1947a; 1947b ; 1947c; 1950; 1977 ; Hayashi, Suzuki
y Sasaki 1992 ; Hayashi y Scheuch 1996 ; Nishisato 2007 ).
Datos de la tabla anterior ordenados, formando una escala de Guttman perfecta.

Sociedades: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12

Calles pavimentadas - - - - - - - - - - - +

Leyes suntuarias - - - - - - - - - - + +

Especialistas en servicios - - - - - - - - - + + +

La autoridad concede audiencias - - - - - - - - + + + +

El líder posee autoridad considerable - - - - - - - + + + + +

Producción de plusvalía alimentaria - - - - - - + + + + + +

Agricultura proporciona >75% de - - - - - + + + + + + +


subsistencia

Asentamientos > 100 personas - - - - + + + + + + + +

Autoridad, jefe o rey - - - + + + + + + + + +

Comercio entre comunidades - - + + + + + + + + + +

Especialistas en prácticas religiosas - + + + + + + + + + + +

Sociedades: 1. Tasmanios, 2. Semang, 3. Yaghan, 4. Vedda, 5. Mundurucú, 6. Ao Nga,


7. Bontoc, 8. Iroqués, 9. Tanala, 10.. Marquesas, 11. Dahomey, 12. Inca

80
Figura 4.3.2 – Tabla ordenada – Según Robert Carneiro (1962)

Supongamos, en aras de la pedagogía, que tenemos un conjunto de problemas aritmé-


ticos ordenados según su grado de dificultad. Se dice que el conjunto es acumulativo si
quienes resuelven correctamente un problema particular en el conjunto resuelven todos
los que son menos difíciles que éste. Cualquier problema que sea menos difícil que éste
pero al cual se responda incorrectamente constituye un error en lo que a la acumulativi-
dad de la prueba concierne. Se dice que la acumulatividad de la prueba, o más precisa-
mente su coeficiente de reproducibilidad, es igual a uno menos la proporción de errores.
Este coeficiente es en efecto una estimación de la medida en que pueden estimarse los
ítems que un sujeto responderá correctamente, sabiendo sólo cuál es el problema más
difícil resuelto por el sujeto. Los valores de coeficiente de 0,90 o más altos se conside-
ran por lo general como una evidencia aceptable de acumulatividad (Bloombaum 1994).
Debido a su potencial de esclarecimiento una buena escala acumulativa (como la que
sin duda subyace al hallazgo de Berlin y Kay [1969] sobre los términos básicos para los
colores o a la secuencia pancrónica de construcción del sistema fonológico según Ro-
man Jakobson [1962]) es un logro intelectual significativo, un acontecimiento con los
que uno se cruza pocas veces en el curso de la vida académica. La escala de Guttman es
una notación propicia para tal género de hallagos.
Quien hizo brillar por un instante la idea del carácter ordenado y lógico de la evolución
cultural fue el veterano Robert L. Carneiro [1927-] el antropólogo que hizo conocer
mejor que ningún otro el poder expresivo de la escala inventada por Guttman (1950).
Carneiro pensaba que la evolución cultural es ordenada y acumulativa y que al agregar
datos de una manera ordenada mostraría un patrón como el que se manifiesta en las es-
calas de Guttman (Carneiro 1962 ; 1970); Carneiro codificó 100 culturas consideran-
do 354 rasgos y encontró, en efecto, un orden coherente. La tabla 4.3.2 más arriba inclu-
ye un muestreo de 12 sociedades y 11 rasgos. Cuando se recogen los datos no se sabe
qué orden se va a encontrar, si es que ha de encontrar alguno. Si se manifiesta un alto
coeficiente de reproducibilidad, se cumplirá una condición necesaria pero insuficiente
para asegurar (1) que una variable es unidimensional y (2) que se ha dado con una es-
cala que la mide. Como lo ha dicho H. Russell Bernard, son los datos los que escalan,
no las variables. Si los ítems en un índice acumulativo forman una escala de Guttman
con un CR de 0.9 o superior, podemos decir que para el ejemplo testeado el concepto
medido por el índice es unidimensional y que los ítems son una medida compuesta de
uno y sólo un concepto subyacente.

81
Figura 4.3.3 – Cuasi-Escala de Guttman de los 11 focos de color en diversas lenguas.
Según Berlin y Kay (1969: 3).

El efecto de una tabla de Guttman ordenada es tan deslumbrante y tan efectivo para sa-
car a la luz un orden oculto que todo el proceso se hizo sospechoso de maquinación in-
teresada. El propio Carneiro debió aclarar el punto: “No debe pensarse que la emergen-
cia de una escala es simplemente un artefacto de la manipulación. El escalado como a-
tributo es inherente a los datos o no lo es. El reacomodamiento de los rasgos y las socie-
dades de acuerdo con las reglas estipuladas meramente muestra esa emergencia; no la
crea, y no puede crearla” (Carneiro 1962: 153 ). Es por lo menos llamativo que esa
misma idea de emergencia de un patrón visual aparezca en el título de uno de los clási-
cos franceses del análisis de correspondencias, el cual reza premonitoriamente, como
reproduciendo el traspaso de los modelos estadísticos de la línea de Pearson (1906) y
Fisher (1940 ) a los modelos geométricos, que es como decir la transición entre el
conteo numérico y la metáfora métrica de proximidades y distancias. Anticipando una
imagen habitual en las algorítmicas de la complejidad (e incluso prefigurando las mejo-
res intuiciones de Bateson) el título no es otro que “Statistical analysis as a tool to make
patterns emerge from data” (Benzécri 1969 ).
Nos dice H. Russell Bernard que en la época que Carneiro desarrolló su trabajo, en los
tempranos 60s, el suyo fue un esfuerzo titánico. Hoy el anticuado pero efectivo progra-
ma ANTHROPAC incluye una rutina para buscar estructuras en grandes matrices, reor-
ganizando las entradas a fin de mostrar el mejor patrón, calculando el CR y mostrando

82
qué unidades de análisis y qué rasgos conviene incluir en la tabla para encontrar la
mejor solución al problema. Muchos de los notables hallazgos de Guttman fueron incor-
porados en procedimientos estandarizados más ambiciosos, tales como el Smallest
Space Analysis (SSA), el Multidimensional Scalogram Analysis (MSA) (implementa-
dos en LiFA2000) y otros más que medio siglo más tarde aguardan su presentación en
sociedad y su programación en herramientas informáticas estándares o de dominio pú-
blico (Raveh y Landau 1986 ). Muchas de esas creaciones han demostrado funcionar
mejor que otros métodos geométricos más prestigiosos, pero por razones que sólo cabe
imaginar hoy están todas durmiendo el sueño de los justos.
Como sea, las técnicas de scaling no habrían sido las mismas de no haber sido por la
intervención de Carneiro, formidable visualizador de las pautas que conectan, quien
puso las ideas de Guttman en la agenda antropológica y sólo falló (a mi juicio) en no
saber captar que la dicotomía magna que atormenta a nuestra ciencia y a todas la demás
no debía darse entre lo unilineal y lo multilineal sino entre lo lineal y no lo-lineal (cf.
Carneiro 2011 ). Otro de los gigantes del análisis de datos e inventor de una alta cifra
de métodos geométricos incluyendo el análisis de correspondencias, el todavía activo
Jean-Paul Benzécri, conoció la obra de Guttman y valoró su sutileza intelectual cuando
todavía nadie apreciaba los aportes de los matemáticos extranjeros en la sorda batalla
que primariamente se libraba entre naciones y tradiciones intelectuales y sólo secunda-
riamente entre la geometría y la estadística:
Insistimos en que Guttman no dispone de una computadora: él trata la tabla de los datos
mediante ensayos de permutación de líneas y de columnas, materializadas sobre un soporte
ingeniosamente articulado a fin de hacer parecer cuanto sea posible la forma paralelogra-
mática (esta técnica es hoy preconizada en Francia por J. Bertin, quien la ha perfeccionado).
Mas para un paralelogramo perfecto, los cálculos algebraicos generales (que deriva de la
teoría de las diferencias finitas y de los polinomios ortogonales), suministran a Guttman la
suite de los componentes principales o factores: se encuentra que sobre I (el conjunto de las
líneas o sujetos-tipos) los factores de rango 2, 3, etc, se expresan en función del primero por
los polinomios de grado 2, 3, etc. Esto es lo que hemos llamado el efecto Guttman (cf. TII
B, n° 7, §3) (Benzécri 1976d: 358 ).

La culminación, el refrito magno y el canto del cisne de la escala de Guttman es sin


duda “Scale analysis, evolutionary sequences, and the rating of cultures”, un largo ca-
pítulo de unas 40 páginas escrito por Carneiro para el manual de Raoul Naroll y Ronald
Cohen, un manifiesto triunfal de la cross-cultural anthropology de una magnitud a la
cual hoy solamente Springer se atrevería y del cual es fácil comprobar que nadie que
usted o yo conozcamos ha leído jamás (Carneiro 1970; Naroll y Cohen 1970).
La verdad es que para todo aquel que no fuera un fundamentalista anti-evolucionario las
escalas de Guttman podían resultar fascinantes, no tanto por las secuencias que revela-
ban (la reglas de la evolución) sino por las congruencias que sugerían (alternativas es-
tructurales de la dinámica cultural como manifestación regular de la dinámica en gene-
ral). Todavía recuerdo como si fuera hoy el comprensible y lúcido deslumbramiento de
(pongamos) Pablo Bonaparte, de Jorge Alessandria, de Santiago Wallace y de algunos
de mis colegas y tempranos colaboradores en la investigación cuando se las presenté

83
cuatro décadas atrás, entusiasmado yo también, atrapado en una especie de furor pos-
adolescente ante algo que se veía como un antídoto contra el nihilismo posmoderno que
asomaba en el horizonte.
Pero como tarde o temprano sucede con ciertas clases específicas de buenas ideas las es-
calas de Guttman comenzaron a suscitar una fuerte resistencia, debida más a las insinua-
ciones evolucionarias a las que la técnica abrazaba que a sus diservicios como provee-
dora de hipótesis de trabajo en antropología, que fue la disciplina en la que floreció (cf.
Graves, Graves y Kobrin 1969; Kronenfeld 1972). Incluso quienes estaban a la caza de
buenas hipótesis históricas no querían saber nada con que la historia pusiera en eviden-
cia alguna clase de estructuración o regularidad cultural, por circunstancial que ella fue-
se. Una vez que las teorías evolucionarias de ese entonces perdieron valor de cambio la
técnica dejó de prestar utilidad, sin que nadie se preguntara qué pasaría si el modelo
evolucionario volviera por sus fueros (como es improbable pero no imposible que su-
ceda) o si la hermenéutica pasara de moda (como efectivamente sucedió).
Pero no todas las críticas fueron obtusas y cortas de entendederas. Algunas de ellas han
sido al mismo tiempo disolventes y comprensivas como si jugaran, implacablemente pe-
ro sin mala intención, con las tensiones que emergen de admitir esa dinámica extraña
que se da (y sin sarcasmo lo digo) entre la fuerza de las posibilidades prácticas y las de-
bilidades de los fundamentos teóricos de un instrumento, entre la magia de la inexpli-
cada productividad de la herramienta en las garras de los partidarios del evolucionismo
y su esterilidad manifiesta en manos de feligreses de cualquier otra confesión teorética.
Hay algo de ese efecto de grieta disyuntiva en estas frases envidiablemente escritas de
David R. Heise sobre la medición sociológica tal como se plasma en esta técnica:
Las escalas de Guttman experimentaron otro destino, deviniendo durante una década un fe-
tiche entre los sociólogos americanos, aplicándose tan a menudo con un modelo subyacente
inapropiado que algunos métricos comenzaron a desacreditar la técnica en general (Nunna-
lly 1967). [..] Por la misma época las escalas de Guttman fueron el caballito de batalla de
los sociólogos, pero recibieron poca atención entre los psicómetras. Cualesquiera sean las
funciones positivas a las que pueda servir la emocionalización, está claro que convertir las
ideas metodológicas en ideologías empobrece a los investigadores disminuyendo sus me-
dios y por ende restringiendo los problemas que pueden abordar. En la medida en que un
procedimiento metodológico se trata como una moda, deja de ser apropiadamente evaluado
y desarrollado como una solución específica a un tipo específico de problema (Heise 1974:
1, 2 ).

No podría estar más de acuerdo con estas ideas si yo mismo hubiera escrito esas pala-
bras. El texto del lamentado Jum C. Nunnally [1924-1982] que menciona Heise, inci-
dentalmente, es otro de los tesoros ocultos de la naciente literatura de la medición, una
gema olvidada de la era de la tempranísima geometría comparativa que entonces sólo
consistía de escalas guttmanianas y, a lo sumo, en un MDS también escalar, casi igual
de impactante por esos años y una generación más viejo pero recién acabado de descu-

84
brir (cf. Nunnally y Bernstein 1994 [1967]: 72-75, 81, 215, 245, 404, 430, 440, 595-
596, 608, 621-645, 647, 650-651, 686, 697-699 ).25
En algún momento la caída en desgracia de la escala de Guttman se convirtió en un ele-
mento de juicio que los investigadores más influyentes comenzaron a considerar un he-
cho consumado. De la noche a la mañana los resultados de la técnica llegaron a parecer
demasiado buenos, reveladores y ordenados para ser verdad. Había que encontrar mu-
cho más que un pelo en la leche y vaya que se encontró. Hoy en día ya casi no se estila
esta suerte de escalamiento, esta clase de experiencia formal que ha sido tal vez la téc-
nica comparativa antropológica más potente que hemos tenido a nuestra disposición
pero también la de foco más estrecho y la de sesgo teorético más marcado. Aunque a
diferencia de otras representaciones parecidas la escala de Guttman está libre de conta-
minaciones estadísticas que linealizan los datos, reducen la diversidad y escamotean los
outliers que se salen de la norma, a nadie le interesa mucho una técnica que sólo sirve,
si se la mira bien, para destacar la secuencia discreta en que se desenvuelve una filo-
genia compuesta por categorías de las que propios y extraños sospechamos que se in-
cluyeron en el cuadro, selectivamente, para imponer un orden determinado. La escala de
Guttman (no de jure pero sí de facto) es hoy una pieza de museo, igual que lo es el coe-
ficiente de (di)similitud racial de Karl Pearson o el profiloscopio de Mahalanobis. Han
surgido empero otras alternativas, bastante menos brillantes pero una pizca más robus-
tas y de propósito más general, y es hacia ellas que nos dirigimos ahora.

25
Entre paréntesis, advierto aquí que hace un tiempo he sabido cuestionar agriamente las posturas de
Nunnally a propósito de su interpretación en torno de la prueba estadística de la hipótesis nula, postura
que todavía mantengo por más que celebre su brillantez a este otro respecto, un fulgor que se manifestó –
según se ha corrido el rumor– una sola vez en su corta vida y que tal vez haya sido más responsabilidad
del psicólogo Ira H. Bernstein de la Universidad de Texas en Austin (cf. Reynoso 2011b ; Nunnally
1960; 1975 versus Nunnally y Bernstein 1994 [1967]).

85
4.4 – Análisis de Correspondencias

A mathematician of the highest level according to


French selective procedures, and also a linguist,
Benzécri considers with suspicion the diversifica-
tion of techniques (diversification stimulated by the
publish or perish system). A few versatile and
robust techniques mastered by the user, together
with a deep knowledge of the data (in collaboration
with the scientist) are more productive than a weak
grasp of many seemingly more adapted methods.
Ludovic Lebart (2011 )

Redescubierto muchas veces y nombrado de diversas formas y con variados acentos


(promediación recíproca, escalamiento óptimo, escalamiento dual), el análisis de corres-
pondencias (AC) es una de las formas canónicas del análisis geométrico de datos junto
con el análisis de correspondencias múltiples (ACM), el análisis de componentes princi-
pales (ACP) y la nube euclideana, entre otras variantes, sin contar una familia extensa
de variedades y versiones extendidas, complementarias o aumentadas (Le Roux y Roua-
net 2005 ). Cada una de estas herramientas proporciona visualizaciones de proximida-
des, correlaciones y diferencias que son sustitutos adecuados y preferibles a las corres-
pondientes estadísticas cuando de expresar la similitud o la diferencia se trata, pero que
no se ahogan en el mismo charco evolucionista que las escalas de Guttman. Según la in-
mejorable descripción de los manuales de la UNESCO para el software estadístico Win-
IDAMS (cuya disponibilidad en línea es una lotería) el A C es técnicamente es una téc-
nica descriptiva/exploratoria diseñada para analizar tablas simples de dos o de múltiples
vías que contienen alguna medida de correspondencia entre sus filas y sus columnas
especificadas de un modo que se detallará pronto.
No está de más, sospecho, aclarar qué es lo que quiere decir uno cuando dice que una
técnica es exploratoria. En contraste a los métodos tradicionales de prueba de hipótesis
diseñados para verificar hipótesis a priori sobre relaciones entre variables (como los
métodos vinculados a la prueba estadística de la hipótesis nula), el análisis exploratorio
de datos se utiliza para identificar relaciones entre variables cuando no existen expecta-
tivas a priori sobre la naturaleza de dichas relaciones, o cuando dichas expectativas son
dudosas o difusas.
A principios del siglo XX un puñado de estadísticos británicos (incluyendo a Karl Pear-
son, a Ronald Aylmer Fisher, a Frank Yates y al escocés George Udny Yule) buscaban
diversas maneras de medir la asociación entre variables categoriales, es decir aquellas
variables que pueden asumir un número no excesivamente alto, usualmente fijo, de
valores posibles (tales como tipo de sangre, religión, familia lingüística, modo de resi-
dencia, sistema de parentesco, región o departamento de un país, etc.). La mayor parte
de los descriptores de las “categorías culturales” de la antropología comparativa ortodo-
xa se articula, coherentemente, en base a variables categoriales. La estadística de χ2 de

86
Pearson (que revisamos más arriba en la pág. 46), que mide la desviación de “contin-
gencias” o conteos de los valores que pueden esperarse si las variables que los clasifican
fueran independientes, avanzaba también en ese sentido (Pearson 1904). Cuando se usa
esta estadística, en efecto, se puede determinar si los datos exhiben características con-
sistentes con el hecho de que haya una asociación entre dos variables categoriales.26 Al
principio el método no podía determinar de manera directa, sin embargo, si las respues-
tas de las hileras y las columnas son similares o diferentes, más allá de encontrar un
coeficiente de correlación para una tabla de contingencia de dos vías en base a una
muestra que casi siempre es endémicamente pequeña.
Hoy se cree que el impedimento que bloqueaba a Pearson era su desatención frente a la
descomposición en valores singulares o diagonalización, un procedimiento que ya exis-
tía por obra de un puñado de geómetras diferenciales de los años 70 y 80 del siglo XIX,
tales como Eugenio Beltrami, James Joseph Sylvester y Camille Jordan: una idea que
luego se reveló esencial para producir una representación gráfica de baja dimensionali-
dad de la asociación entre las variables, que no es otra que una variante de lo que hoy se
conoce como plot de correspondencia (o biplot) y que de todos los aspectos de este aná-
lisis es el que más nos interesa en este trabajo que versa sobre similitudes y distancias
entre elementos o (a otro nivel) entre conjuntos (Benzécri 1976c ; De Leeuw 1983 ;
Gifi 1990; Beh y Lombardo 2012: 138 ). Hoy en día se reconoce que el primer aná-
lisis que puede pasar por un AC es el que presentó el alemán Herman Otto Hirschfeld
[1912-1980] (autor que luego se rebautizó como Hartley, para todo el mundo H. O. H. y
sí, con una sola ‘n’ en su nombre) en un artículo brevísimo en el que este personaje des-
linda nada menos que las relaciones entre la correlación y la contingencia (Hirschfeld
1935 ).
Por la misma época también Ronald Fisher estuvo a punto descubrir algo parecido al
AC cuando desarrolló su método de valores óptimos [optimal scores] descripto por pri-
mera vez en la séptima edición de 1938 de su Statistical Methods for Research Workers
(Fisher 1950 [1925]: esp. tabla 61.9, p. 290 ; Hill 1974; Gower 1990). Dos años más
tarde Fisher (1940 ) se acercó un poco más a la idea correcta (aunque por casualidad,
dada la naturaleza de sus datos); puesto que nunca reconoció el trabajo de Hirschfeld, en
la rama anglosajona de las crónicas científicas él ha pasado a la historia como si hubiera
sido su inventor o por lo menos (a la par de Louis Guttman o incluso arriba de él, injus-
tamente) como uno de sus inspiradores más valiosos.
No soy el único a quien le cuesta ver el lado bueno de los estadísticos del período for-
mativo. Apenas conteniendo el desprecio y (según juzgo) con la verdad de su lado,
Jean-Paul Benzécri retacea méritos y marca la diferencia entre el talento de los mate-

26
Lo primero que cabría preguntarse en este punto es si los antropólogos de a pie tienen alguna noción
más o menos refinada del concepto de variables categoriales, de las consecuencias que este concepto im-
plicaría en la ponderación de las similitudes y las diferencias, y de los instrumentos que se han diseñado,
históricamente, para afrontar semejante clase de problemáticas. No es poca pregunta, pero la verdad es
que todavía no hemos llegado al punto de poder responderla; a primera vista parecería que la respuesta es
que no.

87
máticos continentales y de los estadísticos insulares con estas líneas filosas que prefiero
dejar en su inimitable francés:
A la différence d'un Laplace ou d'un Gauss, ces auteurs ne sont pas de très grands mathé-
maticiens. Intéressés au premier chef par des applications (biométrie, psychométrie, agro-
nomie […]), généralement éloignés des travaux de leurs contemporains en algèbre et en
analyse, ils utilisent plutôt, parfois avec beaucoup de virtuosité (R. A. Fisher) des tech-
niques déjà classiques (Benzécri 1976c ).

Mientras los ingleses y escoceses –con sus matemáticas precarias y su antropología ele-
mental– quedaban atascados en aplicaciones destinadas a garantizar la proliferación de
los mejores o a distinguir las correlaciones entre la inteligencia y el rubio de los cabellos
(publicando intensivamente en Biometrika y en el órgano de prensa de la asociación eu-
genésica) Benzécri y los suyos consolidaron para siempre el análisis de corresponden-
cias publicando una tras otra una multiplicidad de aplicaciones, incluyendo varias refe-
ridas a la arqueología, al lado de la necesaria clarificación de las no siempre armónicas
relaciones entre –como intencionadamente se los llama– los problemas estadísticos y el
análisis geométrico (v. gr. Benzécri 1977b ; 1978 ).
Crucial en el reconocimiento de los avances del análisis francés en este terreno fue la
traducción de un artículo clave de Jean-Paul Benzécri (1969 ) incluido en la compila-
ción sobre reconocimiento de patrones del prestigioso Satosi Watanabe [1910-1993],
creador inesperado del teorema del patito feo, piedra miliar de una teoría crítica de la
similitud de intenso aire goodmaniano que comentaremos más adelante (cf. Watanabe
1969a: 376-377; 1969b: 526 ; ver más abajo cap. §5). Pocos años después el respetado
ecólogo inglés Mark O. Hill (1974), futuro desarrollador del DCA y el DECORANA,
publicó otro artículo de gran impacto en la revista de la Royal Statistical Society signifi-
cativamente titulado “Correspondence Analysis: A Neglected Multivariate Method”,
como para recuperar el carácter estadístico en última instancia de un método que a esa
altura ya era decididamente geométrico.
Al mismo tiempo el AC es una técnica descriptiva multivariada de análisis de datos que
una vez más es preferible a los usuales métodos estadísticos de simplificación de datos,
los cuales suelen distorsionar o dificultar la comprensión de los mismos. El AC logra
simplificar los datos convenientemente, proporcionando al mismo tiempo una descrip-
ción detallada de cada pieza de información y brindando un análisis simple y exhaus-
tivo. El AC posee también características que lo distinguen de otras técnicas de análisis
de datos. Un rasgo muy importante es el tratamiento multivariado de los datos mediante
una consideración simultánea de múltiples variables categoriales. Esta prestación puede
revelar relaciones imposibles de detectar si se contrasta cada par de variables por sepa-
rado. A nuestros fines de comprender con más finura parecidos y diferencias la capaci-
dad más importante acaso sea la presentación gráfica de los puntos de la matriz de
fila/columna en los referidos biplots. Por otra parte, los requerimientos de datos son
muy flexibles y lo único que se requiere es una matriz de datos (usualmente en Excel o
equivalente) con datos no-negativos. Todo funciona mejor si se cumplen estos tres re-
quisitos canónicos:

88
1. La matriz de datos es suficientemente grande como para que sea posible captar
su estructura mediante simple observación de la tabla.
2. Las variables son homogéneas, de modo que sea razonable calcular las distan-
cias estadísticas o cuantitativas entre líneas y columnas.
3. La matriz es lo que se dice “amorfa”, lo que significa que su estructura última es
desconocida o incomprensible.
Una ventaja interesante del AC en contraste con otros modelos geométricos de análisis
de datos es que produce dos displays duales superpuestos cuyas geometrías de línea y
columna poseen interpretaciones parecidas, lo cual facilita tanto el análisis como la
detección de relaciones de semejanza o diferencia.

Figura 4.4.1 – Análisis de Correspondencias – Datos sobre la financiación de la investigación científica


A = mayor financiación; D = menos financiación
Según Greenacre (2008 [1993]: 108 )

En términos estrictamente técnicos el AC puede definirse como un caso especial de aná-


lisis de componentes principales (ACP) aplicado a las filas y columnas de una tabla,
apto para la tabulación cruzada. Ambos recursos deben usarse en condiciones diferen-
tes. El ACP se usa para el caso de tablas consistentes en medidas continuas mientras que
el AC se aplica a tablas de contingencia (o sea, en rigor, tabulaciones cruzadas de dos
vías) con el objetivo de transformar una tabla de información numérica en una repre-
sentación gráfica en la que cada línea y columna se pinta como un punto en un espacio
geométrico en el que la proximidad y la distancia cuentan (Greenacre en Greenacre y
Bläsius 1994: 3).27

27
Sobre tablas de contingencia el texto clásico de Brian S. Everitt (1977 ) sigue siendo pedagógica-
mente imbatible, aunque se lo percibe ligado a ideas de muestreo que sólo tienen sentido en condiciones
de normalidad y en modelos estadísticos paramétricos. Un correctivo útil del uso de tablas de contingen-
cia en escenarios no paramétricos (aunque un poco cobarde ante el imperio de la normalidad) es el texto
de John Rayner y Donald Best (2001).

89
El procedimiento usual que se utiliza para analizar una tabulación cruzada consiste en
determinar la probabilidad de una asociación global entre las filas y las columnas, aso-
ciación que se acostumbra testear por medio de la prueba de Chi cuadrado (χ2). Una
primera limitación de este test es que éste no proporciona información sobre cuáles son
las asociaciones individuales significantes entre los pares de fila-columna de la matriz
de datos. El AC, en cambio, muestra de qué manera se relacionan las variables, y no es
que sólo nos dice que ellas están relacionadas. Una segunda limitación del test de χ2 es
que opera y sólo tiene algún sentido bajo fortísimas presunciones de normalidad y en
estricta simbiosis con la cuestionada prueba estadística de la hipótesis nula, lo que a mi
juicio lo hace inadecuado para la mayor parte de las aplicaciones en ciencias sociales
(Reynoso 2011b ).28 El test de χ2 sigue siendo por diversas razones un concepto es-
tadístico al que el AC continúa ligado de algún modo, pero en este formalismo los con-
ceptos del método son prevalentemente geométricos antes que estadísticos y la misma
estadística se puede interpretar en términos de la geometría intrínseca del análisis
(Greenacre en Greenacre y Bläsius 1994: 8; Benzécri 1978 ).
Existen algunos problemas inherentes al AC estándar cuando los datos exhiben determi-
nados patrones. Algunos de ellos se presentan típicamente en seriaciones de datos pro-
pios de la arqueología, la ecología, la paleontología, etc. El más común acaso sea un
efecto de borde, de arco o de herradura que se manifiesta cuando las varianzas de los
scores se distribuyen de determinada manera presentando un patrón gráfico que se lleva
muy mal con lo que la intuición percibe. La distorsión se debe a que la medida de dis-
tancia subyacente, basada en el χ2, tiende a exagerar la importancia de las clases o espe-
cies más raras de la muestra. Para corregir este efecto es que se propuso un algoritmo
llamado Detrended Correspondence Analysis o DCA [detrended = sin tendencia], mal
conocido como DECORANA, que se ha visto implementado en diversas piezas de soft-
ware tales como PAST (PAleontological STatistics), WinBASP (específico para arqueo-
logía) y vegan: Community Ecological Package para entorno R. El DCA no corrige to-
talmente la distorsión señalada y en ocasiones introduce otras nuevas, por lo que en al-
gunas disciplinas se encarece máxima precaución en el uso de estas técnicas.
Lejos del espíritu políticamente incorrecto de sus predecesores en la estadística diferen-
cial, algunos paquetes prohíben específicamente que se los use para modelar producción
de armamentos o propósitos militares, dos campos de aplicación de muy alta demanda
(cf. Hammer, Harper y Ryan 2001 ). Como sea, al AC se ha incluido hace mucho
tiempo en los programas de estadística de alta gama, implementándose en BMDP en
1988, en SAS en 1990 y en SPSS (hoy IBM SPSS) también en 1990. Analyse-It ofrece
un módulo para Excel. El número de programas que incluyen esta prestación es ya innu-
merable: ADDAD, EYELID, GAUSS, GLIM (discontinuado), homals, OVERALS, PRI-
MALS, PRINCALS, R, S-Plus, SAS, SimCA, SPAD, STATlab, TRI-DEUX.

28
El trabajo definitorio en cuanto a las impropiedades de la N HST y a la elección de las alternativas apro-
piadas conforme a la naturaleza de las distribuciones estadísticas subyacentes es “A new look of the
statistical model identification” de Hirotugu Akaike [1927-2009] (cf. Parzen, Tanabe y Kitagawa 1998:
215-222).

90
La bibliografía sobre el AC abundantísima y en promedio bastante más vigente y fresca
que la del MDS; hay incluso excelentes traducciones al castellano de libros esenciales y
los mejores textos se encuentran en circulación activa en muchas comunidades, reposi-
torios piratas rusos incluidos (Greenacre 1984 ; 2007 [1993] ; 2008 ; Greenacre y
Bläsius 1994; Le Roux y Rouanet 2005 ; Beh y Lomardo 2014 ). Aunque hay opcio-
nes en casi todos los programas estadísticos de la corriente principal, una pieza de soft-
ware de dominio público recomendada para el tratamiento de datos en términos de AC
es WinIDAMS, disponible fluctuantemente en el dominio de programas de la UNESCO.
Hay un problema interpretativo insidioso que se encuentra en muchos de los ACs que se
han practicado en diversas disciplinas. Este inconveniente se manifiesta en la amplia
mayoría de los estudios en que se ha aplicado el método. Consideremos, por ejemplo,
este trabajo reciente de Carolina Piccoli y María Carolina Barboza, arqueólogas del
Centro de Estudios Interdisciplinarios en Antropología de la Facultad de Humanidades
y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina. El propósito declarado por
estas investigadoras en su abstract anuncia lo siguiente:
El objetivo del presente trabajo es discutir la utilidad del análisis de correspondencias para
evaluar la estructura de los conjuntos cerámicos asociados a cazadores-recolectores y horti-
cultores incipientes. En muestras procedentes de la margen izquierda del Paraná Medio des-
taca la frecuencia en que se registran las características vinculadas con la alteración y con-
taminación. A fin de analizar simultáneamente los atributos relevados en cuatro conjuntos
de tiestos recuperados en los sectores más hidrófilos de la llanura aluvial del mencionado
río, se empleó el análisis de correspondencias múltiples para explorar en el sentido pro-
puesto los datos generados. Este análisis permitió realizar una descripción del colectivo
bajo estudio brindando la mejor representación simultánea entre los atributos relevados. En-
tre los resultados, destaca la correspondencia entre la longitud de los tiestos y el grado má-
ximo de abrasión, así como entre la presencia de superficies alisadas y la abrasión de las su-
perficies involucradas. A partir de la evaluación de los resultados obtenidos se logró discri-
minar fracciones dentro de los conjuntos analizados, las que resultan adecuadas para explo-
rar las variables tecnológicas relevadas controlando los sesgos registrados. La caracteriza-
ción de la estructura de la muestra y la evaluación consecuente, se consideran cruciales para
el establecimiento del tipo de preguntas que se puede realizar ante la variabilidad tecnomor-
fológica observada (Piccoli y Barboza 2016: 94 ).

En función de esos objetivos las autoras realizan un análisis exhaustivo utilizando téc-
nicas de la familia del AC en ambiente R, lo que les sirve para construir diversos dia-
gramas de dispersión como el de la figura 4.4.2.
Alguna vez hubo en etnomusicología una investigadora pionera, Frances Densmore
[1867-1957], quien proporcionaba información estadística sobre el número de ocurren-
cias de intervalos en piezas musicales de diferentes culturas indígenas. Las cifras que
brindan sus trabajos se perciben laboriosas pero inútiles, pues nunca se supo si las canti-
dades halladas representaban patrones específicos de una cultura que permitieran algún
grado de predicción, si el patrón cualititativo se repetía en otros ámbitos de la misma
cultura, si contrastaban de alguna manera más significativa con el patrón propio de otras
unidades culturales, si había variaciones entre los diversos asentamientos, o si todo era
consecuencia circunstancial de las condiciones de recolección de datos o del muestreo
particular. En el caso del ensayo de Piccoli y Barboza sucede aproximadamente lo mis-

91
mo. Los cálculos pueden ser inobjetables y sin duda reducen el espacio de fases del “ti-
po de preguntas que se puede realizar ante la variabilidad tecnomorfológica observada”.
Pero (al igual que en la Guía del Viajero Galáctico o que en buena parte de la literatura
del análisis de redes sociales) las preguntas no se saben cuáles son y cuando ello sucede
no se puede precisar lo que la respuesta significa. Tampoco se sabe cuál es el rango de
variabilidad que se observará entre éstos y los artefactos de la siguiente excavación que
se haga, y (peor todavía) se ignora cómo podría medirse semejante distancia como no
sea yuxtaponiendo y echando la mirada sobre los dibujos respectivos. Tampoco es posi-
ble precisar si el algoritmo es mejor o peor predictor que otros en los que podría pensar-
se. No existiendo un caso testigo, tampoco se conoce en qué medida las mismas corres-
pondencias aparecen en sitios de la región (o de parecida estructura ecológica), qué
clases de diferencias y de qué magnitud hay entre los cuatro sitios considerados, qué pe-
culiaridades de asociación tiene este conjunto de particular y qué hipótesis prueba o
impugna la investigación en sí. Como herramienta comparativa y tal como está, el ejer-
cicio de AC no significa ningún progreso ante el estado de cosas en que se encontraban
los métodos comparativos en campos vecinos de la disciplina en los tiempos de Frances
Densmore.

Figura 4.4.2 – Diagrama de dispersión de un conjunto de rasgos utilizando AC.


Basado en Piccoli y Barboza (2016: 105 )

No hay en este ejemplo, empero, ningún error que sea imputable a la herramienta como
tal. He expuesto el caso anterior sin mal ánimo a efectos de demostrar que en todo tra-
bajo de este tipo el instrumento debe alinearse cuidadosamente con el diseño de investi-

92
gación con miras a producir respuestas significativas a preguntas comparativas de inte-
rés, capaces de cerrar un círculo hermenéutico, como se dice, y no solamente útiles para
producir un dato que podría servirle a alguien algún día.
Hace ya unos buenos treinta años que las diversas variantes del análisis de correspon-
dencias experimentan el acoso de una crítica de porte modesto pero incisiva y concen-
trada a la cual no siempre se ha sabido responder. El principal problema, como de cos-
tumbre, es que estos métodos se basan en principios de linealidad, por lo que a menudo
fallan en ordenar los datos coherentemente debido a las relaciones no lineales que me-
dian entre las variables observadas. Bajo los supuestos de linealidad, en efecto, la dis-
posición de las entidades que se visualizan en un espacio de variables multidimensional
(pero proyectado en una superficie plana) resultan en una estructura curva que se ha da-
do en llamar circumplexa en psicología, de herradura en arqueología y de arco en eco-
logía (cf. Wartenberg, Ferson y Rohlf 1987 ; Oksanen 1988; Jackson y Somers 1991).
Estas formaciones distorsionan sin remedio (o con remedios a los que nadie entiende) la
escala y las distancias efectivas que median entre los elementos. El problema no es es-
pecífico de la técnica, sino que suele afectar por igual a otros métodos geométricos de
análisis. En algún momento retornaremos a esta cuestión.

93
4.5 – Análisis de Correspondencias Múltiples

Description first! Geometric modeling comes before


probabilistic modeling, in the spirit of inductive phi-
losophy: ''The model should follow the data, not the
reverse!" The basic outcomes of geometric methods
are descriptive statistics, in the technical sense that
they do not depend on the size of the data set.
Le Roux y Rouanet (2010: 2)

El Análisis de Correspondencias Múltiples (ACM o MCA en inglés) es una variante del


AC a secas cuya historia discurrió más o menos en paralelo (Greenacre y Blasius 1994:
x). Como herramienta de análisis y visualización se encuentra relativamente bien esta-
blecida aunque es bastante más complicada y demanda la comprensión de matemáticas
más variadas y complejas, y en unos cuantos casos también más dudosas. Hay por lo
menos dos libros mayores específicos sobre ACM actuales y vigentes, uno de ellos urdi-
do en la escuela anglosajona y alemana y el otro de estirpe francesa (Greenacre y Bla-
sius 2006 ; Le Roux y Rouanet 2010 ). Aunque se perciben menos oportunidades de
aplicación del ACM que del AC simple en ciencias sociales, hay un estudio clásico de
Pierre Bourdieu que se sirve de él en Homo Academicus que ha despertado unas cuantas
emulaciones –incluso algunas propias– por lo que más adelante lo revisaremos (Bour-
dieu 2008 [1984] ). Un capítulo del clásico de Greenacre (1984: cap. 5, 126-168 )
sobre AC se refiere específicamente a ACM, al igual que un par de secciones de los
libros de Blasius y Greenacre (2014: cap. 3, cap. 11) y de Greenacre (2007 [1993]: cap.
18, pp. 137-144; 2017 [1993] ).
Un buen punto de partida en la descripción del método es tomar de estos estudios las
definiciones canónicas que siguen:
El ACM es un método de análisis de datos usado para describir, explorar, resumir y visuali-
zar información contenida en una tabla de datos de N individuos descriptos por Q variables
categoriales. El método se usa a menudo para analizar datos de cuestionarios. Se puede
considerar un análogo del análisis de componentes principales (ACP) para variables catego-
riales (más que para variables cuantitativas) o como una extensión del análisis de corres-
pondencia (AC) al caso de más de una variable categorial.

Los objetivos principales del ACM se pueden definir como sigue: (1) proporcionar una tipo-
logía de los individuos, es decir, estudiar las similitudes entre los individuos desde una
perspectiva multidimensional; (2) estimar las relaciones entre las variables y las asociacio-
nes entre las categorías; (3) vincular el estudio de los individuos con el de las variables a fin
de caracterizar los individuos usando las variables (Husson y Josse 2014: 165 ).

Aunque no es fácil desentrañar su historia de la del AC y sus derivados, la expresión


“Análisis de Correspondencias Múltiples” fue usada por primera vez por Ludovic Le-
bart (1975), de quien se consigue una clarísima reseña de las técnicas del ACM basada
en una conferencia dictada en el Instituto de Metodología de la London School of Eco-
nomics (2011 ). El ACM difiere tanto del MDS, del escalamiento de Guttman, del

94
Análisis de componentes principales y hasta del Análisis de Correspondencias simples
que cada autor pinta su naturaleza de maneras divergentes:
El análisis de correspondencias simple (AC) es aplicable primariamente a una tabla de con-
tingencia de dos vías. El análisis de correspondencia múltiple (ACM) ataca el problema más
general de las asociaciones a lo largo de un conjunto de más de dos variables categoriales.
Veremos que la generalización a más de dos variables ni es obvia ni está bien definida. En
otras áreas del análisis multivariado, tales como la regresión y el modelado log-lineal, la si-
tuación es menos complicada. […] El principal problema que aquí afrontamos es que la no-
ción de asociación entre dos variables categoriales es un concepto complejo. Hay varias
formas de generalizar este concepto a más de dos variables. De las muchas maneras que
existen de definir el ACM consideraremos dos estrategias: primero, la definición que es qui-
zá la más fácil de comprender, la correlación entre conjuntos de variables (conocida como
correlación canónica) y segundo, la estrategia geométrica, que se vincula directamente a la
visualización de datos y que se asemeja mucho al análisis de componentes principales a la
manera de [Karl] Pearson (Greenacre en Greenacre y Blasius 2006: 41-42).

Debe notarse que la correlación canónica encarna todos los vicios que asfixian a la prue-
ba estadística de la hipótesis nula y todas las fallas conceptuales de la estadística fusti-
gadas en su momento por el propio Bourdieu (cf. cap. 4.7 más adelante). Como lo des-
linda el psicólogo Thomas Knapp de la Universidad de Rochester, “los tests de signifi-
cancia para los procedimientos estadísticos más comunes (correlación simple, la prueba
t para las muestras independientes, el análisis de regresión múltiple, el análisis de va-
riancia de una vía [ANOVA], el análisis factorial de variancia, el análisis de covariancia,
la prueba t para las muestras correlacionadas, el análisis discriminante y la prueba de in-
dependencia de χ2) se pueden tratar como casos especiales de la prueba de la hipótesis
nula en el análisis de correlación canónica para dos conjuntos de variables” (Knapp
1978: 410). En cuanto a la segunda estrategia, la geométrica, si bien no está tan ligada
a la NHST ella no es siempre más sencilla de realizar.
Otras flaquezas del ACM se perciben cuando se considera el caso especial de los datos
cualitativos, los cuales usualmente se sumarizan en la llamada matriz de Burt, una es-
pecie de tabla de contingencia que tabula de manera cruzada todos los caracteres toma-
dos en cuenta. En este contexto, se considera que el ACM es el mejor método de análisis
factorial exploratorio disponible, pero las críticas que se han formulado en su contra son
contundentes. Los críticos han apuntado al mal uso de la métrica de χ2, una técnica que
en las tablas de contingencia sirve para particionar el χ2 en componentes independientes,
apartándose convenientemente de las expectativas. Ahora bien, el hecho es que para
computar las distancias entre líneas tanto en la matriz indicadora como en su cuadrado
(la tabla de Burt) tal métrica se encuentra tremendamente sesgada por las diferencias
obvias (y elevadas al cuadrado) entre los niveles pertenecientes a los mismos caracteres
(Greenacre 2017 [1993]). Además de eso, los niveles raros elevan su importancia en el
cálculo pero enfatizan aspectos que revelan ser inútiles, dado que la estadística de χ2
directamente no debería aplicarse a esas tablas. Se sabe desde hace mucho que aplicar
tal métrica a esas tablas hace que la mayor contribución a la inercia total resulte de las
diagonales de las tablas en las que cada caracter se cruza consigo mismo, lo cual desen-
cadena información sin valor apreciable (Gower y Hand 2006). El ACM es, en suma,

95
muy mala opción cuando se trata de reconstruir o de brindar una correspondencia con la
totalidad de la tabla de datos (Camiz y Coelho Gomes 2016: 24, 41 ). Cada tantos
años se proponen ajustes y updates a los procedimientos generales, algunos de ellos
emancipados como métodos independientes, pero todavía no hay una clara resolución a
los problemas de los sesgos analíticos y de la adecuada reducción de datos.
Dejando a un lado estas observaciones no triviales y buscando ilustrar la forma en que
se navega desde los datos a la teoría me parece razonable seguir el ejemplo elaborado
por Greenacre en el mismo texto con las intervenciones y aclaraciones del caso. El
ejemplo utiliza datos tomados del estudio del año 1993 del International Social Survey
Program sobre el medio ambiente (ISSP 1993 ) y se refiere a preguntas sobre actitudes
del público hacia la ciencia, un tema que en tiempos de Trump ha ganado especial rele-
vancia. Hay disponibles otros programas del ISSP probablemente más interesantes
(sobre los cambios en la familia y en los roles de género, la desigualdad social, la reli-
gión, las redes sociales en el 2017) pero éste ha sido laboriosamente trabajado por di-
versos autores y resulta pedagógicamente adecuado para el caso y fácil de comprender.
Las preguntas consideradas en el survey son las siguientes:
¿En qué medida está de acuerdo o en desacuerdo con cada una de estas afirmaciones?
A. Creemos en la ciencia demasiado a menudo, y no lo suficientemente en los
sentimientos y en la fe.
B. Todo ponderado, la ciencia moderna hace más mal que bien.
C. Cualquier cambio que los humanos causen en la naturaleza –sin que importe lo
científico que sea– es probable que haga que las cosas empeoren.
D. La ciencia moderna resolverá nuestros problemas ambientales con pocos cambios en
nuestra forma de vida.

Cada pregunta tiene cinco categorías de respuestas posibles:


1. Fuertemente de acuerdo
2. De acuerdo
3. Ni de acuerdo ni en desacuerdo
4. En desacuerdo
5. Fuertemente en desacuerdo

Se han utilizado datos de Alemania Occidental, aunque para ese entonces Alemania ya
estaba unificada. Las variables demográficas externas de sexo, edad y nivel de educa-
ción se han codificado como sigue:
Sexo: masculino, femenino
Edad (seis grupos): 16–24, 25–34, 35–44, 45–54, 55–64, 65 y mayor
Educación (seis grupos): primaria incompleta, primaria completa, secundaria
incompleta, secundaria completa, terciaria incompleta, terciaria completa.
Tal como se deduce de las múltiples formas contrapuestas de las que disponemos para
pasar de los datos a la visualización, el ACM no es una técnica unitaria y monolítica que
haya salido de la costilla de un solo pensador ya lista para usar. Su consumación insu-
mió décadas y sus implicancias ideológicas se resienten del pensamiento de muchos de

96
sus gestores, una vez más ligados a la eugenesia, a la psicología diferencial o a ambas a
la vez. Una reseña de Ludovic Lebart y Gilbert Saporta (2014 ) narra el desarrollo
histórico del método y aporta interés por lo que revela sobre las conexiones insospe-
chadas con las ideas de dos personajes oscuros que intervienen en la trama: Karl Pear-
son primero y Cyril Burt después, documentando que los fundamentos tempranos del
ACM están viciados por peleas de precedencia y malentendidos.

Tabla 4.5.1 – Superposición de las matrices de datos a graficar.


Basado en Greenacre y Blasius (op. cit.: 73, tabla 2.7)

En algún momento los enfrentamientos trascendieron las reparticiones académicas y se


salieron de control. Stephen Jay Gould, en su capítulo sobre “el verdadero error de Cyril
Burt” en La falsa medida del hombre ha propinado golpes que un ejército de críticos ha
juzgado aparatosos y no del todo bien fundados, pero que han desnudado los sesgos y
las falacias de misplaced concreteness que afectan a las operaciones derivadas del aná-
lisis factorial y que se transparentan cuando Gould escribe:
[C]asi todos los procedimientos que integran [la técnica del análisis factorial] se inventaron
para justificar determinadas teorías de la inteligencia. Pese a tratarse de un instrumento ma-
temático puramente deductivo, el análisis factorial se inventó en determinado contexto so-
cial y obedeciendo a unos motivos muy precisos. Y aunque su base matemática sea inataca-
ble, su constante utilización como instrumento para investigar la estructura física del inte-
lecto ha estado hundida desde el comienzo en profundos errores conceptuales. [El] error
principal es la cosificación, la idea de que un concepto tan impreciso y tan dependiente del
contexto social como la inteligencia pueda identificarse como una “cosa” localizada en el
cerebro y dotada de un determinado grado de heredabilidad, el cual puede medirse como un
valor numérico específico permitiendo una clasificación unilineal de las personas en fun-
ción de la cantidad que cada una de ellas posee del mismo (Gould 1997 [1996]: 242).

Ahora que una parte de la intelectualidad ha girado a la derecha u optado por callarse la
boca es fácil sacarse de encima las críticas de Gould argumentando que él integra (como
han llegado a sugerir el psicómetra Arthur Jensen y el racista Hans Eysenck) una espe-
cie de conspiración antropológica o igualitarista (lo mismo da) para desacreditar la
medición de la inteligencia en particular y la investigación científica en general.

97
Sean cuales fueren las responsabilidades de Burt en la gestación fraudulenta de su mo-
delo, al lado de la fragua de colaboradores inexistentes que sólo publicaban en el jour-
nal que él dirigía, de la invariancia de los coeficientes de correlación hasta el tercer
decimal no obstante la ampliación masiva de la base de datos y de la variación abismal
de las condiciones de crianza de gemelos univitelinos separados al nacer (del valor me-
nos que nulo atribuido al aprendizaje y a la cultura, en otras palabras), lo más inaudito
es que él ha sido el impulsor de Mensa International, una especie de sociedad iniciática
exclusiva para los portadores de un altísimo coeficiente intelectual, muchos de los cua-
les poseen pergaminos en ( y afinidades electivas con) la comunidad eugenésica, de don-
de proceden también, históricamente, cerrando el círculo, todas y cada una de las esta-
dísticas que se usan para distinguir calidades de inteligencia entre los géneros, las socie-
dades y las razas y en las que se apoya callada y diligentemente el cálculo subyacente al
ACM. Hasta el momento ninguno de los miembros de ese club selecto de operadores
estadísticos clandestinos ha abierto la boca. Como se dice que dicen los irlandeses, me
tienta decir que si Bourdieu viviera se revolvería en la tumba.

Figura 4.5.1 – ACM ajustado basado en Greenacre y Blasius (2006: 74, fig. 2-6)

La entrada de Mensa en la Wikipedia en inglés, de manera característica, no consigna


las muchas críticas ideológicas y metodológicas que se han suscitado y ni siquiera nom-
bra la polémica que se desató en torno de Burt. A no dudarlo, hay manos que operan en
ese sentido. Hay quienes pretenden que ese debate se encuentra en un estado inconclu-
yente y que los burtianos han quedado dueños del campo; pero para quien tenga ojos
para ver las cosas están claras: el dilema no es que las formulaciones de Burt sean o no
fraudulentas (no dudo que lo son) sino que las posturas de los psicómetras son discrimi-
natorias desde el vamos, y que por mal que le vaya al pensamiento político progresista y
a la antropología académica en los rankings de popularidad, las premisas que animan a
los burtianos han sido y seguirán siendo científicamente inaceptables, tal como lo docu-
mentan los elementos de juicio a la vista.

98
Un trabajo crítico equilibrado en torno de las ideas de Burt (si es posible semejante
cosa) es el de Franz Samelson (1997 ), psicólogo del ignoto departamento de la Uni-
versidad del Estado de Kansas en Manhattan (Kansas). Textos cruciales en la polémica
han sido el del recientemente fallecido Leon J. Kamin (1974), el de Rathbone Leslie
Hearnshaw (1979) y el de William H. Tucker (1997).
A la par de esto, unos cuantos especialistas acabaron reconociendo que en los años 70
hubo una especie de exceso en la aplicación irreflexiva del ACM y de otras técnicas afi-
nes a muchas variedades de problemas, incluso de algunas que demandaban claramente
otra clase de herramientas. El heterodoxo Ludovic Lebart alcanzó a tratar el tema cua-
renta años atrás en Le Nouvel Observateur, a la manera clásica, escribiendo un panfleto
que no podía sino titularse “Us et abus de l'analyse des données en sciences humaines”.
Treinta años más tarde, con envidiable continuidad, retomó el llamamiento suscribiendo
un febril slide show de PowerPoint (proyectado en un país distinto y en un inglés pre-
cario) unos minutos antes que el tema literalmente desapareciera por segunda vez de la
mirada pública (Lebart 1979; 2011: 34-36 ; Rainelli 1983 ). En ambas ocasiones Le-
bart llamó la atención sobre un efímero frenesí mediático cuyo spin estaba condenado a
extinguirse pronto pero que aún contaba con la complicidad de una antropología que es-
taba tratando de dejar atrás todo cuanto guardara relación con la medida y con el juicio
comparativo y, consecuentemente, con el tratamiento sistemático de la similitud y la di-
ferencia.
Por su parte, nadie menos que el mencionado Pierre Bourdieu utilizó ACM tardíamente
en “Une Revolution Conservatrice dans l’édition” (1999 ) a fin de crear un índice de
importancia y reducir la redundancia de las variables cuantitativas. Creado este índice,
procedió a calcular distancias euclideanas (descriptas más arriba, pág. 49) basadas en
una variante específica de ese análisis. El objetivo de Bourdieu era caracterizar sub-gru-
pos de casas editoriales y suscitar preguntas sobre la posible dinámica del mercado en lo
tocante, por ejemplo, a procesos de concentración del mercado. La interpretación socio-
lógica que llevó adelante Bourdieu subrayó el carácter “quiasmático” del campo de los
editores, postulando una primera oposición entre las compañías grandes y las pequeñas
y una segunda entre el polo comercial y el literario, oposiciones que parecen estar en
homología con el eje composicional clásico que se encuentra en otros análisis previos
del mismo autor. Aunque el trabajo no carece de interés, y aparte de una tónica que
oscila entre lo inseguro, lo trivial y lo difícil de creer, hay algo endémico y sintomático
que me inquieta en todas las matemáticas desplegadas por el autor y sus colaboradores
de ese entonces. No se trata sólo de que hay otras técnicas en el mercado que podrían
haber funcionado mejor o de que los hallazgos no revelan nada que no se sospechara de
antemano sino de algo más profundo, abarcativo y de mayores consecuencias. Limitado
por los sesgos normalizadores de los programas estadísticos utilizados29 y por su falta

29
SPSS 8.0 1 F, ADDAD 97L8 y EyeLID 2.0 para la explotación posfactorial. El cálculo y la jerarqui-
zación sobre la clasificación euclideana ascendente (CJA) (otro alias de la distancia euclideana) fue ges-
tionada con asistencia de Henry Rouanet, coautor de uno de los libros más clásicos sobre el particular
(Rouanet y Le Roux 1993: 20).

99
de familiaridad con las distribuciones de Pareto o de la ley de potencia, lo concreto es
que Bourdieu, a pesar de sus esfuerzos de progresismo político, no supo, no quiso o no
pudo aquilatar la verdadera y abismal diferencia cualitativa y cuantitativa que media,
por así decirlo, entre los débiles y los poderosos, forzando la conversión de una o más
variables inherentemente cuantitativas en variables categoriales para así habilitar el uso
del método que mejor concordaba con sus ideas previas pero que restituía la potestad de
las estadísticas que él más aborrecía (cf. Bourdieu 2014 [1999]: 245, diagrama §4 ).
Un par de capítulos más adelante exploraremos más de cerca el uso de diversos métodos
geométricos por parte de Bourdieu incluyendo, por supuesto, el ACM y previamente a él
el ACP que examinaremos pronto; éste aparece por lo general escondido calladamente
entre los procedimientos intermedios, como si el autor intuyera que algunos residuos in-
deseables de la vieja estadística de la regresión y la normalización no deberían ocupar el
espacio que él de todas maneras les concede.
Al lado de un clique de acólitos incondicionales que se sirven de esta clase de métodos
geométricos como si fuera la única forma de sacar jugo a los datos hay una persistente
corriente crítica que percibe las limitaciones de los biplots geométricos como si fueran
insuperables. Muchas de la críticas no valen el tiempo que demanda leerlas, pero otras
tantas demuestran que existen serias dificultades recurrentes en la comprensión teórica
de los supuestos y en la transformación, la normalización y sobre todo la interpretación
de los datos en el tratamiento geométrico.
Hay veces en que “la técnica, en lugar de ser un apoyo para la reflexión, se convierte en
una coartada, […] fruto de la ansiedad del estadístico que espera que los números ha-
blen sin saber muy bien cuáles son las preguntas que se les formulan” (Rainelli 1983:
32; Dreyfus 1975; Gower y Hand 2006 ; Gower, Gardner-Lubbe y Le Roux 2011 ;
Camiz y Coelho Gomes 2016 ). Tampoco es el caso que en las complicadísimas re-
ducciones sucesivas y transformaciones encadenadas que demandan los métodos haya
posibilidad de pedir a un informante que nos ayude a validar los resultados obtenidos
como sí era posible hacerlo en el MDS. No debe imputarse al ACM toda la culpa de
estas fallas, desde ya; la moraleja principal es que cualquiera sea el algoritmo escogido
y el problema que se afronta siempre debería implementarse el método, en cada paso,
con la misma reflexividad y parsimonia intelectual que por lo común se aplica al desa-
rrollo de la teoría.

100
4.6 – Análisis de Componentes Principales – La opción algebraica

All in all, data analysis [based on GDA], in good


mathematics, is simply searching for eigenvectors;
all the science (or the art) of it is just finding the
right matrix to diagonalise.
Jean-Paul Benzécri y otros (1973: 289)

El análisis de componentes principales (ACP) goza de innumerables aplicaciones en


múltiples campos de investigación por cuanto revela las estructuras simples que subya-
cen a conjuntos complejos de datos utilizando soluciones analíticas que provienen no ya
de la estadística multivariada sino mayormente del álgebra lineal. En armonía con los
contenidos fundamentales de este libro, el ACP puede considerarse una herramienta
auxiliar que enfatiza la diversidad y pone en relieve robustos patrones de organización
las más de las veces escondidos en los datos (lo que es muy encomiable) o emergentes,
epifenómenos o artefactos de las operaciones practicadas por el analista (lo que no lo es
tanto). El ACP es una técnica que transforma linealmente un conjunto de variables co-
rrelacionadas en un conjunto sustancialmente más pequeño de variables no correlacio-
nadas que representa gran parte de la información presente en el conjunto original. El
objetivo es reducir la dimensionalidad de este conjunto, ya que un pequeño conjunto de
variables no correlacionadas es más fácil de comprender y reutilizar en ulteriores análi-
sis que un gran conjunto de variables correlacionadas. Otros han dicho que el propósito
de esta clase de análisis es identificar la base más significativa de re-expresar un con-
junto de datos, esperando que sobre esta nueva base se filtrará el ruido circundante, se
minimizará su redundancia y se revelará su estructura oculta (Shlens 2014: 2 ).
La primera pregunta del millón es en qué difieren el ACP y el MDS. El MDS clásico de
Torgerson (1952 ; 1965 ) se realiza transformando las distancias en similitudes y e-
jecutando ACP (o más precisamente, eigen-descomposición) sobre éstas.30 De este mo-
do se puede considerar que el ACP es uno de los algoritmos implicados en las formas

30
Para comprender cabalmente los formalismos subyacentes a estas técnicas de representación es de ve-
ras imprescindible una incursión en los rudimentos del álgebra de matrices. De otro modo podrían malen-
tenderse algunas elaboraciones de Bourdieu (1999 ) en el campo de los métodos geométricos y gran
parte del análisis espectral de grafos y redes, así como varias aserciones vertidas en este capítulo. El me-
jor texto que conozco para una efectiva introducción al tema es la segunda edición de The Mathematics of
Matrices. A first book of matrix theory and linear algebra de Philip J. Davis (1972). Otro buen manual
(aunque demasiado optimista para mi gusto) es el texto de Bruce Brown y colaboradores (2012) sobre
análisis multivariado en las ciencias sociales y las relaciones de equivalencia entre el análisis espectral y
las estadísticas con el ACP en foco. No creo que la lectura de este texto resulte fácil para los antropólo-
gos; no es tampoco misión del libro que se está leyendo compensar las fallas de formación de nuestros
profesionales sino, como mucho, aclarar el contexto para encaminar el análisis algebraico como método
para expresar nociones estadísticas de maneras más eficientes. Con la asistencia de Google, Wikipedia,
los manuales mencionados y acaso Linear algebra for dummies (Sterling 2009) estimo seriamente que se
puede tener algo más que una visión general del tema en (digamos) un par de semanas, si es que no se
quiere o no se puede tercerizar el desarrollo de los cálculos y se pretende tener noción de lo que se hace.

101
más simples de MDS. Por su parte, el MDS no métrico se basa en los algoritmos ALS-
CAL o PROXSCAL (o en algún otro parecido), que son básicamente técnicas de ma-
peado más puntuales y versátiles que el ACP y que se pueden aplicar también al MDS
métrico. El ACP preserva información de varias dimensiones mientras que los algorit-
mos de MDS ajustan la configuración al número de dimensiones que se le pida, de ma-
nera que reproduce las disimilitudes de manera más directa y exacta de lo que al ACP le
es posible hacerlo.
Todo esto implica que el ACP y el MDS no están a un mismo nivel, pues el primero es
solamente una técnica específica consistente en un secuencia compleja de rotaciones y
operaciones vectoriales mientras que el MDS es una clase cabal de análisis. En el sen-
tido de analizar métricamente una matriz de correlación ambos métodos se parecen,
aunque no siempre se pueden esperar de ellos resultados comparables. En términos de
mapeado geométrico el ACP es un caso particular y opcional de MDS, una herramienta
auxiliar, como ya dije. Por el otro lado, es también una clase particular de análisis facto-
rial, una forma de reducción de datos que no sólo se dedica a mapear. Tal como lo da a
entender la casi totalidad de la bibliografía, no siempre los análisis en términos de ACP
desembocan en una representación geométrica específica e inteligible, no por lo menos
en versión lineal.

Figura 4.6.1 – Análisis de Componentes Principales de métodos contraceptivos.


Basado en Weller y Romney (1990: 34)

La segunda pregunta del millón es en qué difiere el ACP del Análisis de Corresponden-
cia simple (AC). La respuesta más obvia es que este último permite representar en un
mismo espacio las relaciones entre las medidas y los objetos, vale decir entre las varia-
bles de las columnas y las de las hileras.

102
La genealogía del ACP se remonta a un artículo de Karl Pearson (1901 ) sobre diver-
sos aspectos de la reducción de una nube de puntos a una línea (o un plano) que sinteti-
za su best fit. El método fue sistematizado y bautizado con su nombre definitivo por el
economista Harold Hotelling [1895-1973] de la Universidad de Columbia en un artículo
duro pero elegantemente inteligible y encontró su formulación clásica y extendida en el
libro del inglés Ian T. Jolliffe (2002 [1986]), quien además afirma que la elaboración de
Hotelling fue por completo independiente de la de Pearson (Hotelling 1933 ). Ho-
telling, entre paréntesis, fue uno de los impulsores en Estados Unidos de la nefasta prue-
ba estadística de la hipótesis nula y fue acaso el responsable (hasta hoy en el anonimato)
de la fusión entre la concepción de Ronald Fischer y la de Neyman y [Egon] Pearson,
hibridación que los especialistas y críticos, yo incluido, reputan incongruente (cf.
Reynoso 2011b ).
La bibliografía especializada sobre ACP es amplia y activa; no pocas veces las alterna-
tivas algorítmicas del método se emancipan como variantes merecedoras de acrónimos
específicos. Entre los textos más recomendables se encuentran el clásico de George
Dunteman (1989), el de J. Edward Jackson (1991), el de Parinya Sanguansat (2012) so-
bre las aplicaciones del método a través de las disciplinas, el práctico tutorial en línea de
Jonathon Shlens (2014 ), el dificilísimo pero bellamente ilustrado de Joshio Takane
(2014) sobre ACP constreñido y el de René Vidal, Yi Ma y S. Shankar Sastry (2016) so-
bre ACP generalizado. Este último contiene una esclarecedora contraposición entre los
modelos geométricos y los estadísticos cuyas querellas recíprocas fueron examinadas en
nuestro capítulo §2 más arriba. Particularmente útil a la lectura antropológica es un ca-
pítulo crucial del manual de Susan Weller y A. Kimball Romney (1990: 26-84) sobre a-
nálisis de correspondencia (probable culminación del género luego del manual de Jolli-
ffe) en base al cual desarrollaré seguidamente mi ejemplo de aplicación.

Figura 4.6.2 - Plot de puntajes factoriales de métodos contraceptivos a partir del análisis de grupos de
entrevistados - Basado en Weller y Romney (1990: 39)

103
Para ello sugiero seguir el trámite que va desde los datos primarios hasta las transforma-
ciones que llevan a distinguir tres clases de matrices tal como Weller y Romney las de-
finen. La matriz U “resume” la información de las hileras de X, la tabla de datos prima-
ria. Las hileras en U corresponden a las hileras en X y las columnas en U representan las
dimensiones subyacentes o componentes en las variables de las hileras. Las hileras en V
corresponden a las columnas en X y las columnas en V resumen los componentes sub-
yacentes en las columnas en X. Las columnas en las matrices U y V representan las di-
mensiones subyacentes o componentes básicos en la estructura de los datos.
La matriz d, finalmente, es una clase especial de matriz, una matriz diagonal, la cual es
cuadrada tal que las entradas de la diagonal principal son siempre ceros. Las entradas de
las diagonales en d contienen los valores singulares correspondientes a la columnas de
las matricez U y V. Los valores en d son “pesos” que indican la “importancia” relativa
de cada dimensión en U y V, y que se ordenan de los mayores a los menores. Las co-
lumnas de U y V y los elementos de d se ordenan desde los más importantes a los me-
nos importantes en la estructura general de X.
Llega el momento ahora de realizar el ACP, el cual, igual que el AC, involucra encon-
trar la estructura básica de una matriz de datos. Ambos métodos comparten un mismo
algoritmo de descomposición, el SVD (singular value decomposition), y difieren sólo en
las transformaciones de pos-descomposición de los datos y de los vectores latentes que
los componen. Implícita o explícitamente, ambos métodos suelen transformar literal-
mente los datos antes o durante el análisis. Por ejemplo, el ACP de una covariancia o
una matriz de correlación involucra una corrección de las medias y una estandarización,
respectivamente.
A fin de ilustrar su estructura multidimensional analizaremos datos referidos a la efecti-
vidad, seguridad, disponibilidad y conveniencia percibida de 15 métodos contracepti-
vos. En este ejemplo, se pidió a los participantes de la encuesta que calificaran de 1 a 15
y ordenaran los métodos para cada uno de esos cuatro conceptos. Para simplificar la
presentación y el análisis las respuestas han sido agregadas en grupos que representan
las respuestas de 7 individuos para cada una de las 4 tareas de ranking con dos grupos
para los dos géneros. Los grupos respondientes se han identificado como efectividad
(E), seguridad (S), disponibilidad (A), conveniencia (C) y género femenino (F1 y F2) y
masculino (M1 y M2), creando así 16 grupos (EF1, EF2, EM1, EM2, SF1, SF2, SM1,
SM2, AF1, AF2, AM1, AM2, CF1, CF2, CM1, CM2). Para ilustrar diferentes estrate-
gias analíticas y el efecto de diferentes transformaciones de datos anteriores o coinci-
dentes con el análisis, los datos contraceptivos se analizan primero por las variables de
columnas y luego por variables de las hileras. Si se utilizan transformaciones de predes-
composición idénticas ambos análisis proporcionan información equivalente (Figura
4.6.1).
Un análisis de componentes principales de los métodos contraceptivos basado en la si-
militud de los rankings de efectividad, seguridad, disponibilidad y conveniencia co-
mienza correlacionando entre sí las columnas y las hileras de tablas intermedias aquí
omitidas. La carga de los factores, sus eigenvalores y la puntación de los factores apare-

104
cen en la tabla 4.6.1, en la que sólo se muestran los primeros cuatro factores. Los ei-
genvalores indican que la similitud entre los métodos da cuenta del 49,5% con un fac-
tor, 71,7% con dos y 80,5% con tres. Las cargas indican que la mayoría de los métodos
correlacionan fuertemente con el primer factor, el cual escala la histerectomía, la ligadu-
ra de trompas y la vasectomía en un extremo y la ducha, el método de ritmo y la retirada
en el otro. Los resultados se proyectan en una imagen geométrica que no es inherente al
ACP (figura 4.6.2); los autores han usado para ello ANTHROPAC o alguna otra pieza de
software ya discontinuada que se remonta a la era jurásica del DOS.
Es posible describir la relación mutua de los métodos contraceptivos, así como la rela-
ción a los componentes principales. Por ejemplo, la vasectomía es similar a la ligadura
de trompas en términos de los cuatro atributos. Sus bajos puntajes en el primer compo-
nente principal y sus altos puntajes en el segundo indica que no se piensa que ellos sean
seguros, disponibles y convenientes pero sí se piensa que son efectivos. El ritmo y la
retirada, aunque seguros y disponibles, no se consideran muy efectivos. El método no
revela las paradojas latentes y los juegos irresolubles que sí sería capaz de revelar, por
ejemplo, un análisis que tenga en mente el teorema de la imposibilidad de Arrow (cf.
pág. 157 más adelante). Por añadidura, el método sufre de fuertes presunciones de nor-
malidad en el más gaussiano de los sentidos, toda vez que comporta el cálculo de la des-
composición en autovalores de la matriz de covarianza, procedimiento que normalmente
se realiza tras centrar los datos en la media de cada atributo.
A la hora de evaluar el método, la proliferación de transformaciones, estandarizaciones,
Q-análisis, correlaciones, simetrizaciones, recodificaciones, permutaciones, rotaciones y
colapsados de matrices a fin de arribar a cifras susceptibles de representarse en una su-
perficie plana y mostrando agrupaciones que exhiben cierta plausibilidad y una modesta
coincidencia con el sentido común me recuerda el calificativo que alguna vez aplicó
Marvin Harris (1968: 632) a correlaciones similares emprendidas por George Peter
Murdock en Social Structure (1949 ), a las que englobó bajo el lema de “tíralo-contra-
la-pared-para-ver-si-se-pega”. No fue hasta conocer las experiencias de aparente forma-
lización y de aceptación del ACP en el mercado de las técnicas que no conseguí dar con
éste, el mejor ejemplo que conozco de lo que Harris había querido decir.
Pretextando motivos pedagógicos, podría disculparse a los cultores del ACP la elección
de un tema que viene como anillo al dedo para demostrar la utilidad del método, pero
las intervenciones de alta complejidad algebraica y el abuso de las operaciones de trans-
formación (sin preservación de ningún factor y sin un mapeado convincente del modelo
sobre el dominio empírico) son cualquier cosa excepto operaciones transparentes y jus-
tificables. El recordado crítico de los usos inicuos de las estadísticas David A. Freedman
[1938-2008] se habría hecho un festín. Uno se pregunta si era imprescindible desplegar
semejante manipulación subrepticia de datos para llegar a un resultado que todos podía-
mos intuir a simple vista: un procedimiento intrusivo cuyo certificado de buen compor-
tamiento, circularmente, no puede ser otro que esa misma y feliz concordancia con la in-
tuición y la imaginación silvestre.

105
Aunque la bibliografía sobre métodos de representación geométrica podría llamar a
engaño el ACP se encuentra en las antípodas del análisis de correspondencias simples
(AC) y del análisis de correspondencias múltiples (ACM) que contribuyeran, entre otras
cosas, a cimentar la fama de Bourdieu como metodólogo insigne. No me consta que en
Francia se haya usado expresamente un método geométrico para fines tales como crear
un índice de importancia que redujera la redundancia de las variables al costo de dejar
los datos revueltos e irreversiblemente contaminados (Cf. Jolliffe 202 [1986]). Bourdieu
utilizó ACP una sola vez, discretamente, sin decir palabra, en “Une révolution conserva-
trice dans l’édition” por consejo de su consultor matemático circunstancial (Bourdieu
1999 ; Lebaron 2015: 21 ). Tampoco hay mención de investigaciones francesas en el
reciente volumen de Yuichi Mori, Masahiro Kuroda y Naomichi Makino (2016 ) so-
bre el ACP no lineal y sus aplicaciones. En este último contexto, “no lineal” ha de en-
tenderse más como expresión de deseos que como una tecnología capaz de afrontar una
no-linealidad verdadera en investigaciones de la vida social; la escuela japonesa, deci-
didamente, satisface el requisito de no-linealidad pero lo hace a través de aproximacio-
nes, esto es, de los mismos principios que la idea de lo no-lineal se supone que ha ve-
nido a poner en tela de juicio.
Si bien los fundamentos de ACP son extremadamente complejos, el investigador de las
ciencias sociales no necesita complicarse la vida aprendiendo nociones cuya compren-
sión cabal requeriría una vida de dedicación exclusiva. Sí es necesario, en cambio, tener
noción de qué clase de datos debe reunirse antes de correr el análisis, qué clase de infor-
mación nos entrega éste y sobre todo cuáles son sus significados, sus contraindicaciones
y sus límites. El investigador ha de tener en cuenta que el ACP exige una linealidad y
una isometría estrictas, condiciones que no estoy seguro que se cumplan en ningún ob-
jeto de estudio de las ciencias sociales en que valga la pena pensar.
Con esta exigencia en mente podemos precisar ahora qué es lo que el ACP pregunta: ¿Exis-
te alguna otra base que sea una combinación lineal de la base origina, que exprese mejor
nuestros conjunto de datos? Un lector atento puede que haya notado la conspicua adición de
la palabra “lineal”. Ciertamente, el ACP parte de una presunción estricta pero poderosa: li-
nealidad. La linealidad simplifica vastamente el problema restringiendo el conjunto de ba-
ses potenciales. Con este presupuesto el ACP se limita ahora a re-expresar el conjunto como
una combinación lineal de sus vectores básicos (Shlens 2014: 3 ).

Algunos autores se vanaglorian de que recientemente, un largo siglo después de Pear-


son, el ACP al fin comenzó a salirse del canon de la linealidad, dado que “los datos de la
vida real son usualmente no lineales y, en ocasiones […] multilineales” (Sanguansat
2012: ix; cf. Lee y Vereysen 2007): palabra esta última que nos ha llenado la boca en
ocasión de alguna de las oleadas neo- o pos-evolucionistas pero que nunca supimos có-
mo podría conjugarse, formal y metodológicamente hablando. Los desarrollos teóricos
más interesantes sobre la no linealidad en este contexto son los de la segunda edición
del libro clásico de Ian Jolliffe (2002 [1986]: 374-382), quien subraya las elaboraciones
en materia de no-linealidad de “Albert Gifi” (nom de plume de los miembros del Depar-
tamento de Teoría de Datos de la Universidad de Leiden) en una serie de artículos de
ardua lectura.

106
Como se infiere de mis comentarios a propósito de los componentes pearsonsianos del
modelo, mi postura frente a las versiones lineales del ACP es claramente adversa. Aun-
que algunas transformaciones subyacentes me siguen pareciendo sospechosas, me in-
clino en cambio a recomendar el uso cuidadoso del ACP no lineal (o más bien nonlinear
manifold coordinates) tal como lo implementó el polímata ruso Andrei Zinovyev en el
programa ViDa Expert, disponible en el dominio público con abundante documentación
y ejemplos de aplicación en diferentes ciencias, sociales inclusive (figura 4.6.2).
Zinovyev y su “padre científico”, Aleksandr Gorban, lo mismo que Edward R. Tufte
(2001) y Howard Wainer (2009), son asimismo sensibles a los malos usos de las técni-
cas de visualización; la crítica del primero a la linealidad de los análisis políticos, en
particular, y su provisión de refinadas herramientas que corrigen tales sesgos se ha reali-
zado en términos que acompaño, aunque por cierto más metodológica que políticamente
y aunque su definición de no-linealidad (que posee un dejo moriniano) difiere de la que
nosotros aceptaríamos (Zinovyev 2011 ).

Figura 4.6.3 – PCA lineal (PCA2D) versus coordenadas de manifold no lineal (ELMAP2D)
generadas por el algoritmo de mapas elásticos desarrollado por
Aleksandr N. Gorban, Andrei Zinovyev y Aleksandr Pitenko entre 1996 y 1998.
Basado en Gorban y Zinovyev (2010: fig. 2 ).
Calculado en ViDa Expert. Imagen en el dominio público.

Si pensamos en sus aplicaciones (sobre todo en su versión lineal), el ACP corre a veces
el riesgo de desviar la investigación hacia el cuadrante de los fenómenos de diferencia-
ción que la herramienta está en mejores condiciones de tratar. En tales circunstancias (y
al lado de experimentos urgentes, nobles y comprometidos como el de Muro Sarrica y
Alberta Contarello [2004] sobre activismo y no-activismo bélico, o el de Sean Richey

107
[2010] sobre posturas a favor o en contra de la inmigración, cuya lectura ha estallado en
la era de Trump) se generan trabajos que parecen salidos de snarXiv, de El Juego de
Abalorios de Hermann Hesse o del Annals of Improbable Research. Entre ellos se en-
cuentra “Ancient Feeding Ecology and Niche Differentiation of Pleistocene Mammalian
Herbivores from Tarija, Bolivia: Morphological and Isotopic Evidence” de Bruce J.
MacFadden y Bruce J. Shockey (1997), una pieza que más allá de sus excesos indicia-
rios y dificultades de generalización parece urdida para el lucimiento conjunto del ACP
y la NHST en un contexto de dudosa utilidad.
Fuera de esas experiencias exóticas, el uso de ACP en antropología sociocultural y en la
sociología de habla inglesa se encuentra relativamente extendido. Uno de los más tem-
pranos es el estudio de David R. Heise (1974 ; 1975 ) sobre algunos problemas de
skewing y sesgo propios de la medición sociológica. Heise siguió prodigando descubri-
mientos correlacionales basados en ACPs masivos hasta su reciente Surveying cultures;
aunque señala deviaciones en ciertos casos extremos sus elaboraciones tienden a ser
conformistas y confirmatorias del sentir general en un momento en el que los enfoques
gaussianos deberían ser objeto de una inspección más severa (Heise 2010 ). Entre los
textos que también son fundamentales se encuentra el de W. Penn Handwerker (1997) a
propósito de los derechos humanos universales y el problema de los significados no
ligados a la cultura, así como la posterior monografía sobre diversidad cultural, teoría
cultural y método etnográfico (Handwerker 2002). Hay también una correcta y ortodoxa
aplicación del método en el ensayo de Scott Atran, Douglas Medin y Norbert Ross
(2004) sobre evolución y devolución del conocimiento, aunque es dudoso que ése sea
un logro definitorio en el campo comparativo a pesar del prestigio bien ganado por el
primer autor, figura de relevancia del importante Centro para la Resolución de Conflic-
tos Intratables (CRIC) del Harris Manchester College de la Universidad de Oxford.
En antropología biológica es ya clásico el estudio de Roy D’Andrade y Philip Morin
(1996) sobre ADN mitocrondrial en los humanos y en los chimpancés. En antropología
médica la investigación de Patricia A. Marshall, J. Paul O’Keefe y Susan Gross Fisher
(1990) llena un espacio vacante pero defrauda cuando combina un tema de extrema ac-
tualidad e importancia con una estadística supuestamente no-paramétrica que acaba nor-
malizando todos los datos. Al lado de ello hay un ACP que identifica plausiblemente los
probables componentes principales pero que no llega a la instancia de representación
geométrica, y una referencia a los isomorfismos entre lo simbólico y lo social plasmada
en un estilo que Mary Douglas (1966 versus 1990) ya había dejado atrás para esa época.
En arqueología hay todavía muchas más experiencias que en los otros (tres) campos de
la antropología sumados, al punto que podríamos decir que allí su uso se ha convertido
en rutinario, ocupando el lugar que antes se reservaba a la estadística paramétrica y a la
prueba estadística de la hipótesis nula, la cual todavía se las ingenia para subsistir, aun-
que en un segundo plano (cf. Baxter 1994; 48-99 esp. 94-99). Las más de las veces, sin
embargo, la literatura incurre en el síndrome de la solución ilusoria que hemos visto ma-
nifestarse a propósito del Análisis de Correspondencias (cf. más arriba, pág. 91). Guar-
dando precauciones, empero, sería posible sacar algún provecho de tanto esfuerzo inver-

108
tido, aunque no necesariamente para mejor entender los intríngulis de la semejanza, la
diferencia y la comparación en las condiciones de no-linealidad y diversidad extrema
que se dan prácticamente en todos los órdenes de la sociedad y la cultura.

109
4.7 – Pierre Bourdieu, la exclusión de las redes y la linealización del campo

La tarea de la ciencia es descubrir la estructura de la


distribución de especies de capital que tiende a de-
terminar la estructura de las posturas adoptadas in-
dividual o colectivamente, por medio del análisis de
los intereses y disposiciones que condiciona. En el
análisis de redes, el estudio de estas estructuras sub-
yacentes ha sido sacrificado en pro del análisis de
las vinculaciones particulares (entre agentes o insti-
tuciones) y flujos (de información, recursos, servi-
cios etc.) a través de los cuales se hacen visibles (sin
duda porque descubrir la estructura requiere poner
en marcha un modo relacional de pensamiento más
difícil de traducir a datos cuantitativos y formaliza-
dos, salvo por medio del análisis de correspon-
dencias).
Bourdieu y Wacquant (2008 [1992]: 171-172 )

[CA] is essentially a relational procedure, whose


philosophy corresponds completely to what in my
opinion constitutes social reality. It is a procedure,
that 'thinks' in relations.
Bourdieu (1994 [1991]: 304)

Las exploraciones de Pierre Bourdieu en los géneros del análisis geométrico, antagóni-
cas tanto a los estudios estadísticos como al análisis de redes sociales y representativas
de las modalidades más idiosincrásicamente francesas de indagación, puntúan la casi
totalidad de su obra con una unidad conceptual que no se ve todos los días. A propósito
de esos ensayos escribe el notable Maître de Conférences de la Universidad de Picardie
Frédéric Lebaron en una compilación excepcional:
Bourdieu estaba consciente de las limitaciones de los métodos cuantitativos dominantes en
las ciencias sociales (especialmente los métodos de regresión) que él había descubierto con
Alain Darbel tan tempranamente como a inicios de la década de 1960. Encontró consciente-
mente una alternativa a esos métodos con el análisis geométrico de datos, que practicó du-
rante unos 30 años, desde comienzos de los 70s (con la explotación del “survey del gusto”)
hasta fines de los 90s (con los datos prosopográficos sobre los editores). […]

Bourdieu no aprobaba ni practicaba la retórica usual de las publicaciones científicas, pre-


sentada en términos de hipótesis, datos empíricos y resultados que confirmaban o fallaban
en la confirmación de hipótesis. Tampoco separó claramente entre las interpretaciones so-
ciológicas y científicas, ni formalizó por completo su teoría de los campos y su interpreta-
ción sociológica de los análisis estadísticos. Acaso la forma en que su práctica estadística se
integró en su escritura sociológica no auspiciaba el diálogo con otras tradiciones cuantitati-
vas y la clara comprensión de lo que él hacía desde un punto de vista estadístico. Muchos
investigadores encuentran esto lamentable. Los procedimientos de inferencia que podrían
haber completado y reforzado sus conclusiones no estaban presentes. Pero Bourdieu siem-
pre fue claro en la búsqueda de un modelo y un marco geométrico general; le entusiasmaba
la posibilidad de una futura integración de la regresión en el marco del análisis geométrico
de datos. Como tal, está claro que la adopción del modelado geométrico de datos por parte

110
de Bourdieu ha abierto un espacio muy amplio para un fuerte programa de investigación
empírica en sociología (Lebaron 2009: 26-27 ).

Está claro que por “modelado geométrico de datos” se puede entender algo semejante a
lo que en este cuarto capítulo del libro se ha venido describiendo bajo el paraguas del
“modelo geométrico” de proximidades y distancias y de los métodos de visualización
concomitantes. Pero en el plano metodológico la toma de postura del sociólogo francés
frente al modelo geométrico dista de ser transparente, lo que tiene mucho que ver –sos-
pecho– con las dificultades (estadísticas, en último análisis) que siguen reptando bajo la
superficie de su geometría, que contaminan la pureza de las proximidades y distancias
que él traza con un aluvión de regresiones, normalizaciones, muestreos, correlaciones,
re-escalamientos, políticas de escamoteo o podado de outliers y análisis factoriales que
siguen estando ahí aunque en otros lugares de su obra se los había declarado indesea-
bles. Bourdieu había desestimado todo eso con entera justicia pero –a mi juicio– nunca
llegó a gobernar el tema con pleno rigor analítico, perdiendo de vista que las técnicas
estadísticas eran formalmente inevitables en las operaciones preliminares y en los pro-
cesos de cálculo que hacían a la implementación de muchos de los instrumentos por los
que optó.
Tengo para mí que a Bourdieu no le interesaba trasmitir un concepto claro de los efectos
colaterales latentes en el propio riñón de sus métodos, a los que nunca hizo referencia en
sus obras escritas en solitario. De todas maneras, en sus trabajos tempranos contaba con
la ayuda inestimable de Claude Seibel y sobre todo de Alain Darbel [1932-1975], un es-
tadístico exquisito, quien se hizo cargo de las rutinas analíticas y las resolvió sin mayor
minucia reflexiva pero (aparte de una retorsión de las escalas hoy inconcebible) con
cierta elegancia (cf. Bourdieu y Darbel 1966; Bourdieu, Darbel y Schnapper 1991: 84;
Seibel 2004 ). Darbel fue también colaborador y fuente de inspiración del recordado
Abdelmalek Sayad [1933-1998], reconocido como el Bourdieu o el Sócrates de Argelia,
a quien el Bourdieu de Francia rindió homenaje póstumo editando primorosamente sus
notas dispersas (cf. Bourdieu y Sayad 1966: 22; Sayad 2004).
La asociación con Darbel impulsó a Bourdieu a poner en tela de juicio los métodos del
análisis de regresión, uno de los principales puntos de acuerdo entre su postura y –debo
confesarlo– la mía propia.31 Entre mediados de los 60s y principios de los setentas, en
efecto, mientras llevaba adelante la elaboración teorética del concepto de campo que to-
mó un primer impulso en “Champ intellectuel et projet créateur” (1966 ) y se consu-
mó en “Le marché des biens symboliques” (1971 ), Bourdieu publicó ( junto con Dar-

31
A decir verdad, la crítica de Bourdieu y sus colaboradores a la regresión estadística es congruente pero
una pizca declamatoria, demasiado fácil, fundada en un sentido común de ontología disciplinar un tanto
grosero para los días que corren y a mi juicio un poco over the top. Puede que su crítica haya sido útil en
su época pero hoy hay abundancia de cuestionamientos más justos y más precisos. Para una crítica técni-
camente mejor fundada de las limitaciones de la regresión y del path analysis en ciencias sociales siguen
siendo insuperables los textos de David A. Freedman (1987 ; 2009a: 100-101 ; 2009b ; 2010: 3-62,
esp. 56 ), el de Henry Rouanet y Frédéric Lebaron (2006 ) y los de Stephen Morgan y Christopher
Winship (2014: 224 et passim ). Menciones especiales merecen el survey de Richard Berk (2010 ; cf.
Berk 2004) y los artículos de Leo Breiman (2001 ) y Edward Leamer (1974 ; 1983 ).

111
bel, por supuesto) un punzante folleto titulado “La fin d’un malthusianisme?” contra los
métodos cuantitativos de conteo en general y contra el análisis de regresión en particu-
lar, que es como decir contra la correlación, la inferencia inductiva y la prueba estadís-
tica tout court (Bourdieu y Darbel 1966; cf. Tversky y Kahneman 1971; Ziliak y
McCloskey 2008 ; Reynoso 2011b ; Soyer y Hogart 2011 ).
Hasta ahí mi acuerdo. En algún momento, sin embargo, Bourdieu se excede en su exi-
gencia de considerar la índole peculiar de cada relación y la forma específica de los e-
fectos, olvidando que las algorítmicas que pueblan los métodos formales de los cuales
se sirve también son (o deberían ser) independientes de los objetos propios de cada dis-
ciplina y de las tradiciones disciplinares en las que se forjaron tales instrumentos. A fin
de cuentas, él mismo los tomó prestados a partir de prácticas ajenas a la sociología;
también se han aplicado a través de las academias a tópicos que van desde la ecología,
la religión y la estructura morfogenética de los Paradoxididae del cámbrico hasta las es-
trategias militares, la pedagogía y la contrainsurgencia (cf. Hammer, Harper y Ryan
2001 ). No hay más que considerar su propia aplicación de los métodos geométricos a
muy diferentes clases de campos y capitales. Como quiera que fuese y en pleno desarro-
llo de La Distinción, echando mano de una enredada inteligibilidad y prestando a las
cualidades ontológicas lo que parecería ser un protagonismo desmedido para un estruc-
turalista proclive a un elevado nivel de abstracción, Bourdieu escribió:
No se ha explicado nada ni comprendido nada meramente estableciendo la existencia de
una correlación entre una variable "independiente" y una variable "dependiente". Hasta que
no se determine lo que se designa en cada caso particular, esto es, en cada relación particu-
lar, […] la relación estadística, por precisa que sea su determinación numérica, sigue siendo
un dato puro, carente de significado. […] Las relaciones particulares entre una variable de-
pendiente (opinión política) y las así llamadas variables independientes tales como sexo,
edad y religión, tienden a disimular el sistema completo de relaciones que componen el ver-
dadero principio de la fuerza y la forma específica de los efectos registrados en tal y cual
correlación particular (Bourdieu 1979: 18, 103).

Aunque como estructuralista que supo ser Bourdieu decía profesar admiración hacia las
matemáticas en general (concomitante a su desprecio hacia las estadísticas y su desinte-
rés por la topología, el álgebra, la teoría de grafos y el análisis de redes) lo concreto es
que su formación teórica y práctica en matemáticas orillaba lo volátil y que su intuición
era refinada, pero su imaginación nunca cruzó los confines de la distribución normal, de
la estadística paramétrica y de la geometría euclideana.
Es verdad que no se dejó tentar (como sí lo hicieron unos cuantos intelectuales de su
época) por el alarde de familiaridades con las matemáticas avanzadas del que hacían
gala deleuzianos, lacanianos y deconstructores y que hasta los neófitos de la prepa hoy
reconocen espurias e involuntariamente incursas en un positivismo legitimador; pero
también es cierto que permaneció preso del principio de linealidad y que incluso para
acabar de redondear los segmentos más áridos de sus análisis geométricos lineales –o
para llevalos adelante sin más– Bourdieu debió tercerizar sus desarrollos confiando en
coagentes técnicos (como Salah Bouhedja) que algunas veces alcanzaron a colar sus
nombres en los créditos o en los pies de página pero que a su pesada sombra casi no pu-

112
dieron hacer carrera independiente (cf. Bourdieu, Bouhedja, Christin y Givry 1990 ;
Bourdieu, Bouhedja y Givry 1990 ).
Sólo en obras escritas en colaboración Bourdieu nos da precisiones sobre el software y
las herramientas de programación utilizadas; él en persona nunca aportó al lector intere-
sado el protocolo usado en la gestión de los datos o el código implementado en los cál-
culos. Sus contribuciones, pese a todo, siguen siendo pioneras y representativas de una
época brillante, de un momento único y perfecto a su manera que quedará en la historia
de las ciencias sociales de un tiempo en que la anticiencia arreciaba. Si no son hoy tan
vigentes como alguna vez lo fueron quizá sea porque Bourdieu, sin haber leído palabra
de Albert László Barabási (o de Vilfredo Pareto) y sin enterarse de la existencia de las
estadísticas robustas alejadas de la ley normal, osó fallecer un par de años antes que la
fractalidad, la dinámica no lineal y sobre todo las redes complejas nos revelaran un
mundo nuevo, muy diferente del que antes concebíamos.

Figura 4.7.1 – Bourdieu, La Distinction (1979: fig. 12, p. 262)

En libros anteriores específicamente dedicados al análisis de redes sociales deploré la


falta de interés por parte de Bourdieu de ese importante capítulo del análisis, derivada
de su animadversión personal hacia Mark Granovetter y la “sociología estructural”
norteamericana, de la cual dice (sin brindar ninguna evidencia ni desarrollar argumen-
113
tos, señalar responsables o precisar razones verosímiles) que se trata de “una estrategia
que apunta a ‘corregir’ las insuficiencias o lagunas de un paradigma sin que jamás se lo
cuestione verdaderamente” (2001 [2000]: 26, n.1).
Pero hay veces en que Bourdieu parece carecer de una visión de conjunto, o veces en las
que se inclina a cultivar brotes de incontinencia verbal a propósito de temas que docu-
menta conocer no muy bien. Y también hay ocasiones en las que se permite pasar por
alto textos de altísima pertinencia por el sólo hecho de que no están escritos en francés,
u oportunidades en las que muta de perspectiva epistemológica según sopla el viento,
como cuando (tal como lo exhibo en los dos epígrafes de este capítulo) por un lado de-
plora los énfasis relacionales del análisis de redes sociales mientras que por el otro ce-
lebra que el análisis de correspondencias (su favorito en ese tiempo) “piensa” en térmi-
nos de relaciones, “es” la relación misma.32 En momentos así, Bourdieu achaca al aná-
lisis de redes (y a la etnometodología, a la observación participante, al análisis del dis-
curso, al path analysis y a la entrevista abierta o en profundidad) la misma propensión
monomaníaca al “monoteísmo metodológico”, la misma repulsa caricatural hacia otras
opciones y la misma confusión entre los “datos” y la cosa concreta en las que él teatral-
mente incurre (cf. Bourdieu y Wacquant 2005 [1992]: 313-327 ).
De todas maneras, no desearía involucrarme personalmente en esa línea de crítica, com-
plicada por el hecho de que el ARS es una de las especializaciones en las que estoy
comprometido en un grado que deja poca cabida a la equidistancia; más bien prefiero
dejar que sean terceras partes las que se expresen porque ya, además, se ha formado un
consenso que no depende de mis opiniones. A este respecto me parece importante la
puntualización de Wendy Bottero, Paul S. Lambert, Kenneth Prandy y Stephen McTag-
gart, todos ellos bien dispuestos hacia el maestro:
La estrategia propia de Bourdieu, aunque relacional, no pone el foco en las relaciones so-
ciales, entendidas como redes sociales o como un orden interaccional. Este descuido de las
conexiones sociales empíricas es deliberado, pero significa que Bourdieu no puede confron-
tar algunas de las implicaciones que la interacción social sustantiva tiene para su marco de
referencia. Las redes sociales no son sólo un recurso que compete a diversos campos; bajo
la forma de asociación diferencial (o de redes sociales estructuradas) son también un rasgo
componente de los campos dentro de los cuales los agentes maniobran (de Nooy 2003). La
exclusión de las redes es un hueco en el framework de Bourdieu, no sólo porque muchos de
sus conceptos centrales (habitus, campo y, más generalmente, espacio social) dependen de

32
Pues no, de ningún modo: el AC, como herramienta geométrica que es, no plantea explícitamente rela-
ciones entre elementos sino que muestra sus distancias y proximidades en un espacio que se espera no
difiera mucho de la representación canónica de un campo isométrico. Salvo en el caso de las redes especí-
ficamente espaciales, la proximidad de los nodos en una red de por sí no implica relación; ésta corre por
cuenta de las aristas, cuya longitud y posicionamiento son contingentes al layout escogido y a la perspec-
tiva adoptada y cuya semántica cubre desde las “relaciones” sociales observadas hasta cualquier predica-
ción lógica o atributiva imaginable, cuantificada o cualificada si es preciso. Sorprendentemente, el AC ha
sido utilizado desde los 70s a los 90s por numerosos autores de habla inglesa para estudiar redes sociales
sin mencionar jamás a la vertiente francesa, silencio que le fue correspondido (Levine 1972; Noma y
Smith 1985; Wasserman y Faust 1989; Schweizer 1990; Wasserman, Faust y Galaskiewicz 1990; Faust y
Wasserman 1993; Romney 1993; Kumbasar, Romney y Batchelder 1994; Wasserman y Faust 1994: 334-
343 ). Al menos un ambiente de análisis de redes sociales (UCINET) incluye prestaciones de AC sin que
en su documentación quede claro cómo se concilia con el resto del análisis (Giuffre 2013: 191-195).

114
supuestos sobre sus propiedades interaccionales, las cuales quedan sin examinar y sin medir
(Bottero y otros 2009: 142 ).

Los mismos autores señalan que mientras que los análisis más detallados del campo y
los sub-campos en la obra de Bourdieu se asoman a la sustancia de las redes sociales
(como en La Noblesse d’Etat [1989]) él no elabora tales análisis teoréticamente como
habría podido hacerlo. Aunque en los círculos antropológicos Bourdieu pasa por ser el
sociólogo por antonomasia, sus comentaristas, aun los más favorablemente inclinados,
perciben que lo social (que se torna inmoderadamente saliente, por ejemplo, en el aná-
lisis de redes sociales a la manera de Wasserman y Faust [1994 ]) aparece más en sor-
dina que el común de los campos, espacios y capitales:
Las conexiones sociales (como el “capital social”) son un elemento clave en el más abarca-
tivo “espacio social” y en los campos sociales particulares, pero Bourdieu tiende a identifi-
car la posición en el espacio social y las relaciones de campo por la vía del capital económi-
co y cultural, con relativamente pocas referencias a la configuración de las redes. Se ha no-
tado que el capital social está menos desarrollado teoréticamente en la obra de Bourdieu
que los otros capitales […] y que los niveles de capital social rara vez se miden (Swartz
1997; Warde & Tampubolon 2002 ). Bourdieu trata al capital social como un recurso je-
rárquicamente diferenciado que surge de las redes (1996: 249 ), mostrando menos interés
en la naturaleza de las redes que generan tales recursos (Bottero y otros 2009: 143 ).

Los autores señalan que el lado positivo de esta incompletitud típica de las ambulacio-
nes de Bourdieu es que deja un espacio vacante para enriquecer el abordaje del concepto
de campo. Es un buen punto argumentativo y una buena noticia para émulos y epígonos;
pero no puedo menos que pensar que hubiera sido preferible una especificación metodo-
lógica con menos lagunas, que no estuviese tan saturada de una misplaced concreteness
en la que los parámetros analíticos se comportan como dispositivos homunculares de
humores cambiantes; una especificación, en suma, más adaptada a los momentos actua-
les, en los que el rechazo inmotivado del análisis de redes y de las redes sociales mis-
mas como concepto fundamental hace rato ha dejado de ser una opción aceptable. Todo
ponderado, el artículo del estudioso de la Universidad Erasmus de Rotterdam Wouter de
Nooy (2003 ) citado por Bottero & al resulta difícil de superar en cuanto al examen de
las posibles relaciones complementarias entre el análisis de correspondencias y el análi-
sis de redes sociales en el marco de la teoría de campo. Wouter es, incidentalmente, co-
autor de uno de los manuales sobre ARS más prácticos existentes y es también el cientí-
fico social que está detrás del estimulante programa Pajek (de Nooy, Mrvar y Batagelj
2005).
Wouter y De Nooy no son los únicos en pensar de aquel modo. Desde la recién cons-
tituida sociología relacional y en un robusto artículo en un libro de lucidez infrecuente
escribe John W. Mohr:
Aquí me concentraré en la forma en que Bourdieu operacionaliza su teoría relacional. Ar-
gumento que aunque sus métodos son, en ciertos respectos, ejemplares, el uso que hace de
ellos es a veces muy limitado. Son ejemplares cuando son agresivamente relacionales y
dualistas (por lo que quiero decir que mapean relaciones dentro de los dominios así como a
través de dominios), pero son limitados porque están en última instancia fundados en el

115
habitus metodológico de la ciencia social de la corriente principal, lo que Andrew Abbott
(1988) llama la “Realidad Lineal General”.

Mi principal argumento es que, irónicamente, Bourdieu no alcanza el propio giro metodo-


lógico que él nos había demandado persuasivamente porque continúa viendo sus propios
datos dentro del marco de referencia de una lógica lineal determinista (o, para emplear un
descriptor más francés, podemos decir que adhiere a un estilo de linealidad “determinado
en última instancia”). Mientras que una lente analítica lineal (o quizá debería decir “dimen-
sional” o, con Cassirer, “funcional”) puede ser muy útil, puede que no esté bien adaptada
para analizar las clases de procesos sociales y culturales que la teoría de sociología relacio-
nal de Bourdieu pone en primer plano. […] Al rechazar el análisis de redes [por otra parte]
Bourdieu perdió algunas oportunidades críticas que una estrategia más topológica en el aná-
lisis formal podría haberle proporcionado (Mohr 2013: 102, 117 ).

Los sociólogos Wendy Bottero y Nick Crossley (de la Universidad de Manchester) han
vuelto a cuestionar el rechazo de Bourdieu por el análisis de redes:
No está claro, desde nuestro punto de vista, que un modelo del espacio social centrado en
“posiciones” yuxtapuestas es ya sea incompatible con o superior a un modelo de redes fo-
calizado en la interacción social, que es lo que Bourdieu sugiere. Más importantemente,
cuestionamos que esta perspectiva opere a un nivel de abstracción que a menudo torna di-
fícil discernir los mecanismos mediante los cuales las “relaciones objetivas” con el capital
generan los efectos que se les atribuyen. ¿Desde dónde y mediante qué medios, por ejem-
plo, los ocupantes de una región dada del espacio social adquieren el gusto por ciertas for-
mas de música si no es de algún otro en relaciones de influencia mutua? Sin una referencia
a relaciones y redes, los actores en el modelo de Bourdieu devienen atomizados, y él mismo
pierde la forma de dar cuenta de los mecanismos que generan similitudes en sus habitus
(Bottero y Crossley 2011: 101 ).

La Universidad de Manchester ha sido, incidentalmente, el ámbito académico en el cual,


bajo la dirección del sudafricano Max Gluckman [1911-1975], el ARS antropológico y
las redes sociales vieron la luz del sol.
Es obvio que Bourdieu intentó desde muy temprano, siempre vanamente, dar cuenta de
las relaciones y de la no-linealidad con el fin de “establecer la posición y la trayectoria
histórica de cada persona en el espacio social”. Como lo expresa el ferviente bourdieu-
siano noruego Lennart Rosenlund:
[M]uchos parecen no estar al tanto del análisis crítico de Bourdieu del uso indiscriminado
de los métodos estadísticos de la corriente principal, tales como la regresión, el path analy-
sis y el análisis factorial. Paradójicamente, hoy existen estudios empíricos que están abor-
dando las ideas de Bourdieu llevándolas a este contexto metodológico, un marco de refe-
rencia al cual Bourdieu mismo mantuvo profundamente bajo sospecha. Estos métodos sub-
yacen al “pensamiento lineal” y no a la estrategia relacional, y promueven por ende una
“semi-comprensión intuitiva” (Bourdieu 1984 [1979]: 18 ss., 107 ss.). El antídoto episte-
mológico de Bourdieu es “romper con el pensamiento lineal”, el cual, de acuerdo con él,
está distorsionando el análisis. En su lugar promueve una idea de “causalidad estructural de
una red de factores”, refiriéndose claramente a las virtudes del análisis de correspondencia.
Debe recordarse, sin embargo, que él mismo señaló que el uso del análisis de correspon-
dencia de ninguna manera es una garantía contra los análisis fallidos de la clase que men-
cionábamos. Es perfectamente posible aplicar análisis de correspondencia mientras se sigue
pensando en términos de regresión (Rosenlund 2015: 158 ).

116
Si el primer problema con la formalización de Bourdieu se debe a su linealidad o a su
extraño concepto de lo lineal, el segundo y el más definitorio es, sin duda, su oposición
al análisis de redes en general y al análisis de redes sociales en particular. He documen-
tado a pesar mío la oposición frontal y exasperada de Bourdieu a estos análisis en Redes
Sociales y Complejidad, de donde extraigo el siguiente párrafo:
Cuando Pierre Bourdieu (2001 [2000]: 26, 226) arremete contra una “teoría de redes” que
él mismo ha montado como si fuera un saber ideológica y metodológicamente unánime,
perpetra (según haya sido el caso) o bien una equivocación científica mayor o un acto de
pequeñez intelectual que no están a la altura de lo que sus lectores esperamos de él. [...] Al
contrario de lo que suele creer, la configuración de grafos y redes no contradice la existen-
cia de reglas o propensiones socialmente construidas, de habitus históricamente sedimenta-
dos, de “especificidades y [...] particularismos propios de cada microcosmos social” (Bour-
dieu 2001: 16, 22, 224). [La sombra negra del sociólogo parece ser] la “nueva sociología
económica” norteamericana, la escuela de orientación estructuralista contra la cual Pierre
Bourdieu con Loïc Wacquant (2005 [1992]) escribió sus últimas obras en la especialidad.
[También] dista de ser verdad que los nodos de un modelo de red hayan de ser por ne-
cesidad “sujetos”, “individuos” o “agentes” particulares o que el conjunto de la red denote
un orden o estructura societaria global que se define como lo único objetivo (Ibid.: 106-
107). [...] No es cierto, por último, que el ARS recurra a un análisis estructural que es “difí-
cil de traducir a datos cuantificados y formalizados, salvo que se recurra al análisis de co-
rrespondencias” (Ibid.: 89) (Reynoso 2011a).

Ya hemos visto que los pioneros de la comunidad del ARS conocían al dedillo los al-
cances del análisis de correspondencias y hasta habían implementado prestaciones de
dicho análisis en el programa UCINET (cf. arriba, pág. 114). Para mayor abundamiento,
la siguiente enumeración de los contrastes entre el llamado análisis estructural de las
ciencias sociales desmiente la concepción de Bourdieu respecto de los sesgos y limita-
ciones del ARS y de las diferencias entre este análisis y el que él mismo promueve. El
ARS, en efecto, está pensado para contrastar con “otras cuatro estrategias populares”:
(1) Los intentos reduccionistas de explicar mediante un foco en individuos solamente; (2)
las explicaciones que subrayan la primacía causal de conceptos abstractos tales como ideas,
valores, armonías mentales y mapas cognitivos […], (3) el determinismo tecnológico o ma-
terial; (4) las explicaciones que utilizan “variables” como los principales conceptos analíti-
cos (como en los modelos de “ecuación estructural” que dominó gran parte de la sociología
de los años 70 en los que la “estructura” son dichas variables conectantes y no las entidades
sociales concretas (Granovetter 1990: ii).

Es significativo que haya sido Mark Granovetter, su sombra negra en la sociología ame-
ricana, el signatario de esta declaración de principios que cualquiera de nosotros habría
atribuido a Pierre Bourdieu, si es que no a Bruno Latour.
Como sea, hay quienes piensan que las redes de los sociólogos y antropólogos norte-
americanos y los análisis de Bourdieu no difieren mucho o que son “complementarios”,
como se suele decir cuando se quiere evitar una confrontación. La similitud parcial que
implica la disposición de puntos en un espacio, de todas maneras, no debe llamar a en-
gaño. Mientras que una representación mediante redes enfatiza las relaciones, una repre-
sentación geométrica enfatiza las distancias. En una red topológica la proximidad de los
elementos no posee ningún significado, pues la imagen es apenas un sustituto ocasional

117
de una matriz de incidencia y se puede plasmar de infinitas maneras distintas con sus
elementos situados en innúmeras coordenadas arbitrarias, según variados criterios de
ángulo de mira y visualización; en un análisis geométrico puede que dos elementos que
parecen próximos en el espacio no establezcan entre ellos ninguna interacción real. Es
fácil entender por qué: la relación es cosa de álgebra y topología; la proximidad, en
cambio, es cosa de geometría y estadística. Las redes con sus nodos y aristas no son más
que representaciones inteligibles para el ojo humano de lo que en realidad es una colec-
ción de matrices conmutables atravesada por vectores en las que la proximidad no juega
ningún papel. En este sentido, y aunque implícitamente, los análisis de Bourdieu poseen
una dimensión comparativa y un sentido de la similitud y diferencia que en las redes
por lo común está faltando33 pero que él mismo no se aventuró a explotar en profundi-
dad, distrayéndose en una ontología impresionista y mutable y en una retórica progresis-
ta y comprometida que no guarda relación alguna con su algorítmica y por la que sus
críticos de más menor calado intelectual (Olivier Mongin, Philippe Sollers, Claude
Lanzmann, Bruno Latour, Bernard-Henri Lévy, Alain Finkielkraut) se turnan para vilifi-
carlo (cf. Verdés-Leroux 2001; Latour 2007 [2005]: 121, 137, 203 ; Weininger 2003;
Douglas 2011 [1982] versus Bourdieu 2002: 384).
En el otro extremo del espectro, Brigitte Le Roux (alumna doctoranda de Benzécri) y el
recordado Henry Rouanet [1932-2008] manifestaron tener en altísima estima las contri-
buciones de Bourdieu a los métodos geométricos de análisis; consideraban que en su
carrera se distinguían tres etapas de desarrollo desde el uso de ricas observaciones sobre
estadística en las obras argelinas de los años 60 y tempranos 70s, colmadas de tablas de
contingencia y las entonces inevitables distribuciones de χ2 sistemáticamente omitidas
en las traducciones (v. gr. Bourdieu 1979: vii n.1 versus Bourdieu 1961 [1958]: 126-
127; 1963; Bourdieu, Darbel, Rivet y Seibel 1963; cf. Rouanet 2010 ), pasando por el
AC y el alejamiento de las estadísticas convencionales en La Distinción (1979) (un salto
al vacío en ese entonces) y culminando con el uso de ACM, adoptado como su método
preferido a lo largo de Homo Academicus (1984 ), La Noblesse d’Etat (1989), Les
Structures sociales de l'economie (2014 [2000] ) (Rouanet, Ackermann y Le Roux
2000).
Le Roux y Rouanet (2010 ), codificadores de algunas de las mejores implementacio-
nes de los métodos geométricos, ejemplifican el caso de estudio de su bello libro con-
junto sobre ACM inspirándose en los análisis bourdieusianos del gusto. Otras visiones
de conjunto sobre sus análisis de datos y sus métodos geométricos se encuentran en la

33
Lo cual no quita que, como se verá en los últimos capítulos ( pág. 273 y ss.), la edición de redes y
grafos se encuentre entre las más potentes herramientas de medición de proximidades y distancias hoy en
uso. En otro orden de cosas, diré que sólo un puñado de especialistas ha sabido captar que el análisis es-
pectral de redes sociales que se practicaba en la década de 1980 con anterioridad a U CINET y al modelo
canónico de Wasserman y Faust utilizaba los mismos algoritmos (CONCOR, NEGOPY, STRUCTURE, SO-
NET, etc.) que son comunes a las operaciones internas del AC, del ACP y de otras variedades del análisis
geométrico de datos (Seary y Richards 2000 ; Richards y Seary 2005 ; L. Freeman 1988). Estos pro-
cedimientos ya no gozan del prestigio que supieron ganar y están en retroceso; hoy en día se reconoce que
las propiedades matemáticas y las operaciones que hacen al CONCOR, por ejemplo, son confusas al lado
de las de métodos mejor probados como el ACP (cf. Wasserman y Faust 1994: 380-381, 392 ).

118
contribución de Fréderic Lebaron (2009 ) al libro de Karen Robson y Chris Sanders
sobre sus estilos de “cuantificación”, así como en la reciente compilación editada por
Michael Grenfell y Frédéric Lebaron (2014 ) sobre Bourdieu y el análisis de datos.
La cronología de los empeños geométricos de Bourdieu (inicialmente en términos de
AC) se remonta a su trabajo Un art moyen, un ensayo sobre la fotografía de mediados
de los 60s cuyos modelos de datos y procesos de cálculo constan en los apéndices de la
edición original francesa pero se eliminaron de la traducción al inglés, consignándose
una referencia en una nota al pie que da cuenta, honesta pero inútilmente, de esa omi-
sión injustificable (cf. Bourdieu y otros 1990 [1965]). Si la metodología de la versión
del libro en inglés, privada de esos materiales, adolece de grandes lagunas, de la traduc-
ción castellana (en la que ni se mencionan los apéndices faltantes) preferiría no hablar.
Ninguna versión, empero, es satisfactoria o está a la altura de lo que después llegó a ser
la obra de Bourdieu. Sobre este intento trunco y sin consultar el original francés nos
dice Lebaron:
Parece estar claro que Bourdieu no estaba completamente convencido por esta primera apli-
cación, pero él siguió ansioso por encontrar un modelo de los aspectos sociales multidimen-
sionales del gusto, los cuales no resultaban visibles mediante una serie de tablas de contin-
gencia (Lebaron 2009: 12 )

El trabajo que echa mano de métodos geométricos que se ha tornado canónico (y el más
leído de todos) es La Distinción (2002 [1979]), donde Bourdieu practica varias instan-
cias de AC, entre ellas la que he reproducido en la figura 4.7.1 más arriba (pág. 113).
Muchos de los datos reproducen elaboraciones de “L’anatomie du goût” (Bourdieu y
Saint-Martin 1976: 46-47 ); en ambas obras hasta la última tabulación fue asistida por
el ya mencionado Salah Bouhedja, quien también consultó (sin que el texto lo reflejara)
a otros especialistas en modelado geométrico (Ducourant 2014 ).34 Esta sana apertura
del juego no logró que se corrigiera un conjunto de insólitas fallas metodológicas. Coin-
cido con los autores identificados como el colectivo The BMS (Karl M. van Meter, Ma-
rie-Ange Schiltz, Philippe Cibois, Lise Mounier) respecto de la relativa y a veces pre-
caria calidad de la implementación:
En algunos casos, este uso ha sido bastante claro y bien presentado donde se incluyen los
correspondientes displays gráficos bidimensionales. En otros casos, el uso ha sido más bien
retórico debido a que involucraba gráficos sintéticos que se presentaban como resultados de
varios otros gráficos diferentes. Pero estos gráficos sintéticos fueron preparados por el autor
sin referencia directa a un análisis de correspondencia específico. […] La visualización [de

34
No son pocos los defensores de Bourdieu que han salido al cruce de la imputación que hice diez años
atrás sobre la palpable tercerización de ambos ejercicios de análisis. Este recurso a la consultoría experta
es sin embargo tan comprensible como incontestable. Ante la pregunta “Pierre Bourdieu faisait-il du trai-
tement de données?” Monique de Saint Martin desveló lo que era hasta entonces el secreto mejor guarda-
do de la escuela: “En ce qui concerne toutes les enquêtes statistiques, que ce soient les grandes écoles, le
patronat, ou la maison individuelle, c’est Salah Bouhedja qui réalisait le travail informatique de traitement
de données et les analyses de correspondances. Avec lui, j’ai beaucoup appris. Bourdieu ne faisait pas lui-
même du traitement de données. Cependant, il était très attentif, il regardait tous les tableaux, toutes les
analyses de correspondances, il annotait tout au crayon, il posait beaucoup de questions, demandait sou-
vent de faire un nouvel essai par exemple en prenant en compte de nouvelles variables ou en plaçant cer-
taines variables en données supplémentaires” (Ducourant 2014: 13-14 ).

119
proximidades entre niveles de respuesta específicos de un cuestionario] es muy convincente
a despecho de la falta de una presentación detallada del análisis. Sin embargo, la presencia
de tabulaciones cruzadas permitiría al lector interesado verificar los resultados. Aunque los
lectores raramente examinan las tablas, ellos quedan persuadidos por la visualización de las
proximidades (van Meter y otros 1994: 133).

Dos observaciones se me ocurren en este punto: la primera, que a diferenca de los efec-
tos contraintuitivos que pone al descubierto el análisis de redes (clustering, homofilia,
efecto San Mateo, pequeños mundos, leyes de potencia, hiperbolicidad) al cabo del aná-
lisis de correspondencia las imágenes nunca muestran distribuciones y enclaves que
impliquen una sorpresa y que difieran de las que dicta el sentido común; la segunda, que
los datos han sido manipulados para minimizar toda discrepancia, omitiendo en la repre-
sentación los elementos y grupos que no sean funcionales a tal fin. En su primer apéndi-
ce referido a la metodología el propio Bourdieu nos documenta con reflexividad auto-
destructiva las incontables intervenciones en el tratamiento de los datos destinadas a en-
caminarlos “a lo largo de muchos años” para que arrojaran resultados que es imposible
no sospechar prestablecidos:
Sólo un diario de investigación podría dar una idea adecuada de las innumerables eleccio-
nes, todas igualmente humildes y ridículas, igualmente difíciles y decisivas, y por lo tanto
las innumerables reflexiones teóricas, a menudo minuciosas e indignas del nombre de la
teoría en el sentido corriente de la palabra, que debía hacerse a lo largo de varios años,
cuando me encontraba con un cuestionario difícil de clasificar, una curva inesperada, una
pregunta mal formulada, una distribución que era incomprensible a primera vista, para
producir un texto cuyo éxito debía ser medido por el grado en que permite al lector olvidar
las miles de revisiones, alteraciones, verificaciones y correcciones que lo hicieron posible,
manifestando en todo momento el alto "contenido de realidad" que lo distingue de un en-
sayo sociológico "ni siquiera equivocado".

Así, pues, simplemente he presentado, como el argumento necesario para ellos, los elemen-
tos de información requeridos para comprender o comprobar las etapas del análisis estadís-
tico, tratando de evitar tanto los floreos metodológicos que a menudo ocultan la ausencia de
una verdadera reflexión sobre las operaciones y también la elevación teórica que priva al
lector de todos los medios de verificación. (Por ejemplo, aunque me he abstenido de darle
el aire de un protocolo formal, he procurado proporcionar al lector informado –sin trastor-
nar a los lectores menos familiarizados con la técnica– toda la información necesaria para
comprobar los resultados de esos análisis de correspondencias que se presentan en detalle:
las dimensiones de la tabla, el número de preguntas y el número total de modalidades co-
rrespondientes, el número de individuos, la naturaleza y codificación de la tabla, la lista de
variables, una descripción de las hipótesis subyacentes a la distinción entre activos y las
variables ilustrativas, una lista de los valores específicos y las tasas de inercia, las principa-
les contribuciones absolutas y las contribuciones relativas) (Bourdieu 1984 [1979]: 513).

Lo que tenemos aquí no es sino otra instancia del método de “tíralo-contra-la-pared-


para-ver-si-se-pega” contra el cual nos había puesto en guardia Marvin Harris (1968:
632; cf. pág. 105 más arriba). A este jaleo de observaciones de variada atinencia y preci-
siones imprecisas se agrega la desconcertante heterogeneidad de escalas y calidades de
preguntas implicadas en el formulario de encuesta y la reconversión y linealización de
más de una variable cuantitativa en una variable categórica (< 30.000 fr, 30 a 40.000 fr,

120
40 a 60.000 fr, >60.000 fr), achatamiento de datos que volverá a repetirse en “Une revo-
lution conservatrice dans l’édition” (Bourdieu 1999 ; 2014).
No han sido pocos los que deploraron la impureza de los métodos geométricos de La
Distinción y de los textos relacionados con ella (Desrosières 2003 ). En “La Rigueur
et la Rigollade” Michel Gollac (2005 ) encuentra que el famoso gráfico que allí se
presenta no es un análisis factorial en regla, pues no hay un corpus estadístico que con-
tenga todas las variables involucradas; en el fondo no es sino un conjunto de análisis
factoriales parciales, muchos de los cuales siguen explayándose en el texto.35
Antes y después de esas experiencias en modelado geométrico, Bourdieu utilizó de pre-
ferencia ACM en “Le Patronat” (Bourdieu y Sain-Martin 1978 ), Homo Academicus
(1984 ), La noblesse d’Etat (1989 ), Les structures sociales de l’économie (2000;
2014 [2000] ); en “Une revolution conservatrice dans l’édition” (1999 ; 2014), con-
siderado su último trabajo empírico cuantitativo, implementó una nueva variante llama-
da ACM específico, inventada por su coautora Brigitte Le Roux y por el especialista en
estadísticas electorales Jean Chiche. Le Roux, huelga decirlo, un@ de l@s máxim@s es-
pecialistas en ACM y en métodos geométricos, ha sido quien cargó con la responsabili-
dad de la implementación técnica, de cuya originalidad no pueden caber mayores dudas
en este caso, fuera de una tendencia a la naturalización de las distribuciones normales y
de una in-distinción entre medir y contar que es imputable a la casi totalidad de los prac-
ticantes de la ciencia estadística, aun de los que se han volcado con entusiasmo a los
métodos geométricos (cf. además Le Roux y Rouanet 2005 ; 2010 ).
De todas maneras, e incluso contando con asesores tan eminentes, muchas veces se en-
cuentra que aun en los trabajos más cuidados de Bourdieu se cometen errores de monta,
sobre todo cuando hay información faltante (cf. figura 4.7.2). Veamos, por ejemplo, co-
mo considera Bourdieu la posición de las diversas editoriales en el mercado.
Por no poder medir el éxito comercial a partir de los tirajes medios, cifras que no son comu-
nicadas, se ha intentado construir un índice aproximado del éxito comercial a partir de las
listas de Best sellers (la de L’Express y la de Livres-Hebdo) tomando en cuenta el rango
ocupado por el editor en cada una de las listas publicadas en el año de referencia. El editor
citado en primer lugar recibe 15 puntos; en el segundo lugar, 14 puntos; y así sucesivamen-
te. Para construir el índice se ha construido el promedio de las dos listas. Así, se han distin-
guido cinco modalidades: 0 citación (28) [Clase 5, violeta]; 1 a 11 (8); 14 a 100 (8) [Clase
3, verde]; 100 a 300 (6); más de 400 (6) [Clase 1, rojo] (Bourdieu 2014 [1999]: 233).

Esas asignaciones de puntaje, cabales linealizaciones forzadas, sirven para colocar di-
versas clases de editoriales en un cuadro de distancias relativas que complace al sentido
común pero no se compadece con la ley de potencia que rige los mercados editoriales o
los mercados en general, como bien se sabe desde por lo menos Vilfredo Pareto y como
se ha reafirmado una y otra vez en el siglo que corre (Pareto 1965 [1896]: 1-15; Iba y

35
Refiriéndose a la “L’Anatomie du Goût” escribe Desrosières: “Cet article puis ce livre ont fait l’objet
de vifs débats sur le statut de la «preuve statistique» chez Bourdieu. A-t-elle un rôle d’«exploration» et de
«description» (au sens où on parle de «statistique descriptive»), de «démonstration» d’une théorie (au
sens des sciences de la nature), ou de «confirmation» des idées que celui-ci avait de toute façon déjà en
tête?”

121
otros 2008 ; Orzel 2011 ; Atkinson y Piketty 2010 ; Piketty 2014 [2013]: 364-368,
610 n.19, 614 nn. 25, 30, 32 ; Arnold 2015 ) . En estas distribuciones (o leyes, como
también se las llama, no inocentemente) la dispersión de los valores exceden las seis
desviaciones estándar que caben en una distribución normal, situándose en rangos de un
modo tal que los pocos elementos que miden, tienen o venden más, miden, tienen o ven-
den cientos o miles de millones de veces más que los muchos que están en los niveles
más bajos de la jerarquía. Manipular y simplificar son en cierto sentido inevitables; pero
en casos como éste la distorsión ha devenido monstruosa y el tiempo le ha pasado factu-
ra. A esta altura del milenio las manipulaciones simplificadoras de Bourdieu se me ha-
cen reminiscentes de la lógica de toy models del género de la vaca esférica parodiados
por el mordaz John Harte (1988).

Figura 4.7.2 – ACM específico del espacio de los editores distinguidos según
su pertenencia a las clases de la CJA (basado en Bourdieu 2014 [1999]: 244, diagrama §4).
Las cifras de las clases de elementos del plot original no coinciden con lo que el texto declara.

Desde la perspectiva que se tiene en el siglo XXI, en la cual todo escolar ya sabe qué es
una ley de potencia, el error, se diría, suena como una mera chapuza aunque sea Bour-
dieu quien lo consuma. No imagino cómo se podría tratar con algún sentido matemático
una expresión que se define como “Más que X ”, estando abierta la posibilidad de que en

122
realidad sea “Muchísimo…” o “Infinitamente más que X ”. A todo esto, ni uno solo de
los displays geométricos de Bourdieu se plantea jamás la posibilidad de que dadas las
diferencias involucradas se necesita una gráfica log/log para los valores y una superficie
de curvatura negativa para su posicionamiento. En lugar de eso, Bourdieu opta por
minimizar la disparidad que media entre los datos, perdiendo de vista la dolorosa mag-
nitud de la desigualdad. Ninguna técnica de AC o de ACM podría tampoco graficar da-
tos con distribuciones de tal rango de variancia sin una reformulación radical de los
principios de escala que orientan la graficación y sin que las ideas de “proximidad”,
“similitud” y “distancia” queden radicalmente comprometidas en el intento.
Es lástima que abismado en posicionar en el espacio de sus teorías las distintas clases de
capital (económico, cultural, social, simbólico) y después de impugnar con entera jus-
ticia la opción metodológica de contar y sus sucedáneos tales como correlacionar, fac-
torializar y promediar (el número no es una pauta, decía Bateson), Bourdieu fallara en
imaginar la estrategia requerida para explorar las similitudes y diferencias que miden la
mayor o menor disponibilidad de los capitales que él mismo estipula, comenzando por
el capital propiamente dicho. Nos privó con ello de comprender mejor la dimensión
social y política del punto crítico en el que la diferencia deviene inequidad y de avanzar
(geométricamente o de otras maneras) en las diferentes formas de medirla y (sobre todo)
de graduar y comprometer las fuerzas requeridas para intervenir en ella. Bourdieu perci-
bió la desigualdad, desde ya, y hasta habló proficuamente de la misma, pero por razones
que no alcanzo a comprender entendió que no hacía falta cuantificarla debidamente ni
tomar conocimiento del estado de la cuestión en otras disciplinas, las ciencias políticas,
la economía, la física estadística aplicada y la econofísica en primer lugar.36
Fue de todas maneras por influencia de la obra de Bourdieu que el análisis de corres-
pondencias, en sus versiones simples, múltiples y específicas, comenzó a utilizarse ma-
sivamente en su área de influencia y en buena parte de la sociología francesa, latino-
americana y escandinava. Pero las implementaciones reales del análisis geométrico en la
obra de autores influenciados por Bourdieu ha sido bastante modesta; en lo que a Amé-
rica Latina respecta, no me viene a la mente ningún estudio de casos que utilice dichos
métodos y que haya quedado verdaderamente en la historia. Es importante entonces re-
tener la idea de que la plena y satisfactoria implementación de los métodos de distancia
geométrica en la obra de Pierre Bourdieu quedó a un paso de alcanzar la excelencia a la
que aspiraba. Muchos de sus análisis, asimismo, se detienen en lo que no puede ser más
que un esquema exploratorio, esto es, descriptivo, sin llegar nunca al momento de poner
a prueba hipótesis sustantivas, operación de la que explícitamente descree. Éste no es un
rasgo imputable sólo a Bourdieu. Van Meter y otros (1994: 134, 135) han observado –y
36
Medidas clásicas y pos-clásicas de la desigualdad (no todas ellas escalarmente aceptables según mi cri-
terio) son el coeficiente de Gini y su graficación (la curva de Lorenz), la razón de Palma, la razón 20/20,
el índice de Atkinson, la curva de Kuznets (que es en realidad una hélice) el coeficiente de Hoover (o de
Robin Hood, o de Schutz), la entropía generalizada y el coeficiente de Theil, las “seis medidas de la
desigualdad” de Tatu Vanhanen, además de los coeficientes de pobreza que nunca faltan, como los de
Foster-Greer-Thorbecke, [Amartya] Sen y Sen-Shorrocks-Thon (cf. Sen 1992; Silber 1999 ; Drăgules-
cu y Yakovenko 2003 ; Atkinson y Bourguignon 2000 ; 2015 ; Cowell 2008 ; Banerjee y Yako-
venko 2010 ; Vanhanen 2014: 60-65 ; Thébault, Bradley y Reutlinger 2017 ) .

123
unos cuantos más lo han hecho– que los científicos sociales en Francia rara vez se inte-
resan por los métodos formales de inferencia o por poner a prueba modelos basados en
hipótesis concernientes a relaciones entre variables, hipótesis que son la carne, por
ejemplo, de los análisis de regresión. Pero a juzgar por lo que se ha hecho en nombre de
éstos a veces me resulta preferible que así haya sido.
Si nos ponemos de veras rigurosos comprobaremos que la dialéctica entre los análisis
exploratorios y los confirmatorios es mucho más enredada que eso. El prestigioso histo-
riador de la estadística y autor del formidable La politique des grands nombres: Histoire
de la raison statistique, Alain Desrosières [1940-2013], ha escrito:
Malgrado su homonimia, los métodos franceses de analyse des données y los métodos an-
glosajones de data analysis, popularizados por John Tukey y Eugène Hober, no poseen las
mismas filosofías. Los métodos anglosajones distinguen netamente el análisis exploratorio,
el cual, por métodos de examen y visualización muy simples de un fichero, permite formu-
lar las primeras hipótesis o bocetos de modelos probabilísticos y ponerlos a prueba me-
diante el análisis confirmatorio, que recupera las técnicas clásicas de la estadística matemá-
tica. En contraste, el análisis de los datos franceses se presenta como un fin en sí mismo,
ahondando en el rechazo de cualquier modelo probabilístico. Es sobre todo una técnica des-
criptiva. No tiene la intención de confirmar o invalidar una teoría formulada previamente.
Desde este punto de vista, vuelve a la vieja tradición de los sociólogos y economistas histo-
ricistas del siglo XIX, que construyeron leyes "generales" a partir de los datos observados
(Desrosières 2008: 46-47).

El hecho (grave, si se lo mira bien) es que, por lo general, en las convenciones que rigen
a academias regidas por estas últimas pautas los estudiosos de primera línea no se sien-
ten obligados a recopilar personalmente (o a administrar, o siquiera a familiarizarse con)
sus propios datos y sus consecuencias, una circunstancia a la cual –si son de verdad tan
reflexivos como lo pretenden– deberían haber reconocido alguna vez, aunque más no
sea por las discontinuidades y distorsiones que eso podría generar y que en los textos de
Bourdieu están particularmente a la vista.
Aprecio grandemente a Bourdieu, entiéndase, y en muchos aspectos pienso que su obra
es tan admirable como pocas lo han sido. ¿Que su escritura es a veces fastidiosamente
ríspida y afanosa, plagada de incrustaciones anidadas que no siempre se resuelven?
¿Que su renuncia al planteamiento y a la confirmación de hipótesis debería estar mejor
fundamentada y ser más consecuente? ¿Que su modelo dista de ser relacional? ¿Que su
crítica sumaria de alternativas metodológicas que le interesan poco o que conoce mal
nunca viene demasiado al caso y aportan más calor que luz? ¿Qué su obcecación en no
mencionar a ningún otro autor de su misma estatura suena como una chiquillada sólo
comparable a los enculages de Gilles Deleuze o al autobombo de Maturana? ¿Qué su
modo de construcción teórica personalista, lacunar y cerrado al intercambio ya no se es-
tila en lo que va del siglo XXI? ¿Que hay un fuerte residuo ontológico (que se cristaliza
en el cliché recalcitrante de lo “específicamente social”) que oscurece a una algorítmica
que siempre ha sido y debería seguir siendo independiente de los objetos que las disci-
plinas definen como propios? ¿Que aunque fue el más eminente de los teóricos debió
resignarse a integrar la clientela de consultores en metodología y técnicas y delegarles el
trabajo sucio en esos rubros? Por supuesto que sí y que sí todo.

124
He reprimido o pospuesto para otra oportunidad una parte importante de una crítica que
se adivina cada vez más necesaria para contribuir con mi grano de arena a que el legado
de Bourdieu en estos momentos que algunos pretenden pos-sociales no decaiga frente al
embate de yankis, confederados y (ahora) latinos de la línea pos- que al lado de él no me
merecen deferencia y cuyos campos y espacios conceptuales, si es que existen, carecen
de organizaciones susceptibles de representarse y de estructuras que habiliten la compa-
ración y la reflexividad. Fuera de las aquí mencionadas, existen muy pocas críticas me-
todológicas de la obra de Bourdieu que merezcan ser leídas y que exhiban un grado
mínimo de solvencia técnica. A fin de cuentas y a pesar del paso de las modas, del esta-
do fragmentario de los protocolos, del tono pontifical y de las vaguedades envolventes,
no hay prácticamente nada en el análisis geométrico de Bourdieu cuyas fallas (muchas
de ellas confesas) no sean susceptibles de corregirse.37
Pero dadas las relaciones de poder que han permitido que sus datos fueran recogidos por
otros en entrevistas de campo en las que Bourdieu no participó, y dado que los materia-
les fueron organizados por terceros y calculados por otras cuartas o quintas partes, hay
días que me siento tentado a interpelarlo con un poco más de aspereza crítica. Hay veces
en que incluso un discurso tan experimentado, locuaz y seguro de sí mismo como el
suyo pierde coherencia, lo cual tiende a ocurrir cuando esas inflexiones son las más de-
finitorias y las que otorgan o quitan calidad ejemplar y valor permanente a la investi-
gación. Ante la dispersión de valores involucrada en los datos de los que se deriva el
ACM de las figuras 4.7.1 y 4.7.2, por ejemplo, Bourdieu debió tener en cuenta la posi-
bilidad de hacer más precisa y más útil la representación mediante manifolds no lineales
y no euclideanos como los que se ilustran en el análisis multidimensional incluido más
arriba en la pág. 75. Pensándolo bien, tiene tan poco sentido excluir los presuntos out-
liers como “planchar”, normalizar o re-escalar la dispersión de los valores a fin de per-
mitirles caber en un dibujo isométrico y proporcional.
La anomalía, una vez más, no es sólo imputable a los sesgos analíticos propios de Bour-
dieu. He barrido una y mil veces la literatura del AGD francés en la que Bourdieu abre-
va (desde Benzécri a Rouanet, desde Le Roux a Lebaron) sin encontrar ni una sola refe-
rencia a la no-linealidad ni al hecho de que muchas de sus propias técnicas encubren
desde el vamos operaciones previas de linealización que permanecen sin justificar, ha-
blándose a lo sumo de procesos “hoy familiares” consistentes en realizar “combinacio-
nes lineales ortogonales sucesivas de las variables con máxima variancia”, y alegando,
crípticamente, que lo que se busca es “medir la proximidad utilizando raíces cuadradas
de las distancias euclideanas [...] con condiciones de normalización”.

37
Sobre las elaboraciones críticas de la obra y la metodología de Bourdieu por parte de los antropólogos
posmodernos (sobre las cuales le informé a Pierre a fines de los 80 a través de la lista de interés de un
extinto Bulletin Board, luego de lo cual él positivamente escribió “The scholastic point of view”) no hay
mucho que valga la pena comentar aparte de dejar constancia de la creciente virulencia con la que los a-
póstoles del pos-* se expiden profiriendo banalidades sobre una obra que positivamente requiere un es-
fuerzo de lectura sistemática que ellos no están dispuestos a invertir (cf. Marcus 1986: 169; 1990; 1998:
191, 195 versus Reynoso 1988; 2000: 241-243; Bourdieu 1990 ).

125
El objetivo de los geómetras, Bourdieu incluido, es expresamente embutir gaussiana-
mente todos los elementos en un rectángulo o en un cubo homogéneo estrictamente eu-
clideano, igual que se hacía en los viejos tiempos, como si no existieran estadísticas ro-
bustas y herramientas analíticas para las dinámicas y las series no lineales ni necesidad
de preservar la escala real (de Leeuw 2014: 46 ). Algo diferente es la situación en el
mundo angloparlante, donde el mismo Jan de Leeuw describe tres formas de ACPNL –o
sea, análisis no lineal de componentes principales– relativamente fáciles de implementar
y con un puñado de piezas de software como sus encarnaciones informáticas.38
En Japón y Canadá, por otro lado, prevalece desde hace más de medio siglo la escuela
de Chikio Hayashi, hoy rebautizada como MUNDA (multidimensional nonlinear des-
criptive analysis), bajo el liderazgo del poderoso pensador y decano del cluster analysis
Shizuhiko Nishisato tras la huella de “Albert Gifi” y del envolvente dual scaling de
explícito alcance no-lineal, un colegio invisible fuertemente antagónico al análisis lineal
de correspondencias. Tomé contacto con sus fases tardías y con sus protagonistas con-
temporáneos en mis conferencias de complejidad en Kyoto en el 2004; los he seguido
de cerca desde entonces, no sin cierto desencanto al ver que tuvieron en Occidente un
impacto menor al que merecían (Gifi 1990; Hayashi y Scheuch 1996 ; Nishisato y o-
tros 2002 ; Reynoso 2005 ; Nishisato 1994; 2007 ; 2014 ).39 En los países de ha-
bla francesa, mientras tanto, y bajo el influjo de Bourdieu, no se ha registrado rastro de
estos avances, como si en ese contexto prevaleciera todavía, anacrónicamente, la con-
vicción de estar pensando y escribiendo desde el centro gaussiano de un mundo sin
periferia.
Aun con estas lagunas e imperfecciones, los análisis de Bourdieu han prestado un valio-
so apoyo y complemento a la compleja articulación de sus desarrollos discursivos, lo
que no es poco. Las referencias a las obras de Bourdieu en la antropología de entre los
años 1990 y 2010 (sobre todo en América Latina) exceden a las que se han hecho a pro-
pósito del trabajo de cualquier antropólogo, Malinowski, Geertz, Lévi-Strauss y Vivei-
ros de Castro incluidos. Dada la masividad de la comunidad sociológica y del mercado
intelectual de ese lado del océano, por otra parte, las exploraciones de Bourdieu logra-
ron también impulsar en el conocimiento público las técnicas de análisis geométrico a
las que recurrió (AC y ACM, primordialmente), llevándolas mucho más hondo hacia el
corazón de las ciencias sociales de lo que los matemáticos, los nerds de la informática y
los filósofos de su época habían sido capaces de llegar.

38
Me refiero a PRINCALS para SPSS (hoy por la versión 22.0) y al package para R homals (de Leeuw y
Mair 2009 ). La situación es algo diferente, he dicho, pero no mucho. Los gráficos bi- o tridimensiona-
les suministrados por los autores siguen siendo lineales, como si sólo hubieran cambiado los procedimien-
tos de linealización y como si la variancia con la que pueden lidiar no fuera verdaderamente “máxima”
sino apenas una pizca más alta que lo usual (Ibid.: figuras §1 a §8).
39
Nishisato consigna que el escalado dual se conoce bajo una plétora de otros nombres: análisis de co-
rrespondencias, análisis de homogeneidad, teoría de la cuantificación, escalado óptimo, biplot, promedia-
ción recíproca, regresión lineal simultánea, escalado de centroide, escalado de estructura básica de con-
tenido, scoring aditivo, análisis multivariado no-lineal y análisis descriptivo multivariado (1994: xi, n. 1).
No alcanzo a discernir si la profusión en tan evidente exceso de denominaciones alternativas busca preci-
sar el uso de los términos o más bien aumentar la confusión reinante.

126
4.8 – Grilla/grupo: El análisis cultural y la cuantificación de cualidades

Un gran error no necesita excusa. Es un fin en sí


mismo.
Getrude Stein

El número de herramientas de análisis, cálculo de proximidades y estimación de distan-


cias y de los instrumentos de visualización comparativa y sus respectivas variantes crece
de un año al otro y hace tiempo que se ha tornado inabarcable. Sería imposible dar aquí
una idea de todas ellas, o resumir los textos que refieren las más importantes, o mencio-
nar la bibliografía básica de cada una, o resolver el revoltijo nomenclatorio que las a-
fecta, o hacer justicia a su potencial, o enumerar los estudios de casos con los que con-
vendría familiarizarse. También resultaría por lo menos engorroso explicar las razones
de la exclusión del cuerpo del libro que se está leyendo de las numerosas variedades e
hibridaciones que existen, una exclusión que por ahora quedará sin justificar porque
acaso sea injustificable. Aunque me hallo desde hace años explorando el conjunto esti-
mo que el aprendizaje de cada una de las especies remanentes hasta llegar a un nivel de
mínima solvencia me demandará todavía (o le demandará al lector) unos cuantos años
más, lo cual a esta altura de mi vida no sé si resulta esencial para nuestra supervivencia
como habitantes de la disciplina o si no vale en absoluto la pena.
Una necesidad urgente y un tema álgido en los estudios comparativos que atraviesa
varias de las técnicas de visualización que hemos revisado es el de la posibilidad de
cuantificar o más exactamente geometrizar información cualitativa relacional en un sis-
tema de coordenadas. Pese a que muy pocas veces se lo ha evaluado de ese modo, un
punto de partida en el análisis de los intentos que se han hecho puede ser el modelo de
grilla y grupo de Mary Douglas [1921-2007], el cual (aunque en antropología sólo ha te-
nido importancia marginal) tuvo mucho más impacto en las ciencias políticas y en el
análisis de riesgo en los años 90s que el que la descripción densa geertziana tuvo en el
campo de la Historia Cultural, lo que ya es decir (cf. Reynoso 2010b ).40 Pero es en su
carácter de modelo geométrico-coordinativo de similitudes, posiciones y distancias (y
no como teoría antropológica argumentativa) que nos interesa aquí y ahora.
Sin contar los abundantes estudios de casos en disciplinas algo más alejadas de nuestro
habitat, la bibliografía teorética en torno suyo en tan abundante como entusiasta, aunque
hayan sido pocos los antropólogos fuera del círculo de los allegados a Douglas que le
prestaron atención (cf. Douglas 1978 [1970]; 1975a; 1982a; 1982b; 1996 [1986]; 1998
[1996]; 2003 ; 2010 ; Douglas y Wildavsky 1982; Spickard 1989 ; Mamadouh
1999 ; Thompson, Grendstad y Selle 1999 ; Chai, Liu y Kim 2009 ; Fairtlough s/f
). Del fortísimo impacto de Douglas fuera de la antropología da fe el gráfico de ten-

40
Por Historia Cultural (coincidente en parte con la Microhistoria) me refiero a la escuela no tan invisible
que se articuló desde mediados de los 80 hasta entrada la segunda década de este siglo en torno de autores
como Carlo Ginzburg, Roger Chartier, Robert Darnton, Peter Burke y Natalie Zemon Davis (Poirrier
2012; Serna y Pons 2013 [2005]). No me atrevería decir que el movimiento ya pasó de moda, pero lo
concreto es que según los gráficos de tendencia ya no está pasando por su mejor momento.

127
dencias de Google que compara la frecuentación de menciones a Douglas, a Clifford
Geertz y a Marshall Sahlins desde principios de 2004 hasta noviembre de 2016 (Figura
4.8.1). Contrariamente a lo que es el caso en el interior de la antropología, la populari-
dad de Douglas no guarda comparación con la de quienes creíamos que eran los líderes
de la manada y los representantes de la disciplina de puertas para afuera. Si Sahlins no
levanta cabeza ni cuando renuncia ruidosamente a la Academia de Ciencias o cuando a-
padrina superpoblados eventos perspectivistas consagrados al ruidoso giro ontológico es
porque muy pocos fuera de la antropología lo conocen. En décadas anteriores la historia
era muy otra, pero de 12 años a esta parte el único momento fugaz en que Geertz (en
color rojo) supera a Douglas (en color azul) por una fracción de semana es cuando aquél
fallece el 30 de octubre de 2006.

Figura 4.8.1 – Douglas, Geertz y Sahlins en Google Trends (Worldwide, en ese orden).
Tendencias desde enero de 2004 al 21 de noviembre de 2018.

El hecho es que el análisis de grilla-y-grupo tomó un impulso tan fuerte que en algún
momento dejó de llamarse así para identificarse sin más (en pleno auge de los estudios
culturales) con el nombre de teoría cultural. Daba la impresión, inclusive, que Routled-
ge, la editorial estrella de los estudios culturales, parecía confundir adrede las nomen-
claturas, publicando un puñado de libros bajo el marbete de teoría cultural pese a que no
tenían nada que ver con la estrategia douglasiana, un movimiento que, con la debida
precedencia, reclamaba llamarse de ese modo (cf. Edgar y Sedgwick 2002; Milner
2003; Curran y Morley 2006).
Independientemente de eso, los teóricos douglasianos siguieron y todavía siguen siendo
apodados grid-groupies por aquellos connoisseurs que conocen las claves desde dentro
y por antropólogos ajenos al movimiento que perciben que la denominación de teoría
cultural es impropia (Mamadou 1999: 397 ). Pero si de algo están seguros todos los
“teóricos culturales” es que la inspiración de su modelo se origina en la antropología, lo
cual le adjudica desde el vamos un cierto carácter comparativo. Comparativa o no, la
teoría cultural propiamente dicha fue objeto de una confusión adicional debido a su ca-
rácter compuesto: podemos decir que en el esquema de los estudios característicos del
movimiento hay en realidad un mapa, una tipología embriónica y una teoría, no siempre
coordinados congruentemente. Veamos, por ejemplo, lo que dice la especialista en teo-
ría urbana Virginie Mamadou de la Universidad de Amsterdam:
La teoría cultural de grilla-grupo se confunde a menudo con el mapa cultural que produce.
Los términos grilla y grupo se refieren a dos dimensiones de la socialidad que estructuran
ese mapa. Basada en esas dos dimensiones se construyen las posiciones sociales típicas
ideales que se dice que son capaces de dar cuenta de la diversidad cultural de la manera más

128
parsimoniosa posible. La tipología es atrapante y ha atraído a menudo la atención de los
lectores a expensas de la teoría sobre la que se apoya (Mamadou 1999: 396 ).

La tipología se aclara de manera más compacta en textos colaterales que en los que la
codifican oficialmente. Contestando a una observación del benevolente crítico Per Selle,
profesor de política comparada de la Universidad de Bergen en Noruega, escribe por
ejemplo Aaron Wildavsky:
¿Cuántas culturas puede haber (si son infinitas la ciencia social es imposible, si es sólo una,
la ciencia social es innecesaria)? Nuestro teorema de imposibilidad dice que sólo puede ha-
ber cinco, dos de ellas inactivas (fatalistas que creen que sus propias acciones no pueden a-
fectar favorablemente su futuro, y hermitaños que, no deseando ni coercionar ni ser coer-
cionados, ven más claramente que otros el precio de la inacción) y tres culturas activas (in-
dividualistas que prefieren la auto-regulación, jerarquistas que creen que las partes deben
sacrificarse por el todo en un sistema estratificado, e igualitaristas que desean disminuir las
diferencias en poder y en otros recursos de la sociedad) (Wildavsky 1991: 356 ).

Nótese que la epistemología de Wildavsky es de grano tan grueso que a él le da lo mis-


mo preguntarse cuántas clases abstractas de cultura existen o cuántas culturas o sub-
culturas concretas efectivamente hay. El modelo de grilla/grupo original de Douglas (en
el que la grilla [ grid ] se ha traducido alternativamente como ‘cuadrícula’ e incluso co-
mo ‘red’ o ‘enrejado’) tampoco es nativo de las ciencias antropológicas y se deriva de
trabajos reunidos en el primero de los cuatro volúmenes de Class, codes and control, la
obra monumental del controvertido sociolingüista inglés Basil Bernstein [1924-2000].
El propio Bernstein (2003 [1971]: 141) se precia de haber desarrollado a partir de 1965
una grilla semántica de codificación en la que se contrastan un código elaborado (propio
de las clases medias o medias/altas) regido por la diferencia y un código restringido
(propio de las clases bajas) regido por el consenso:
Allí donde los procedimientos de delimitación son fuertes, la diferenciación de los miem-
bros y la estructura de autoridad se basan en definiciones inambiguas y bien delimitadas del
estatus del miembro de la familia. Los límites entre los estatus son fuertes y las identidades
sociales de los miembros son en gran medida función de su edad, sexo y estatus de la rela-
ción de edad. Para simplificar podemos caracterizar la familia como posicional. Por el otro
lado, donde los procedimientos de delimitación son débiles o flexibles, la diferenciación en-
tre los miembros y las relaciones de autoridad se hace menos sobre la base de la posición
porque las delimitaciones de estatus son borrosos. Donde los procedimientos de delimita-
ción son débiles, la diferenciación entre los miembros se basa más en las diferencias entre
personas (Bernstein 2003 [1971], vol 1, cap §9, p. 143).

Por más que no haya sido su intención, la formulación temprana de Bernstein sobre la
que se monta Douglas ha sido reconocida desde siempre como una teoría del déficit al
servicio de una postura discriminatoria en la que tras los juicios que hablan de diferen-
cia se esconden poco sutiles imputaciones de inferioridad. Las críticas que se le han
hecho son multitudinarias, y el mismo Bernstein debió reconocer que “la teoría en aquel
entonces era conceptualmente débil y por ende horriblemente burda a nivel de su espe-
cificidad” ( p. 8), que “[l]os trabajos eran oscuros, carecían de precisión y probablemen-
te abundaban en ambigüedades” ( p. 14). El punto de falla de esta autocrítica y su rasgo
más revelador, no obstante, radica en que la lluvia de adjetivos condenatorios y la du-

129
reza de un vocabulario controladamente exagerado luce como un subterfugio que le per-
mite a Bernstein soslayar todo componente de discriminación preterintencional, que es
el factor que habría debido poner en foco en primer lugar.
Entre las críticas más devastadoras que se han hecho a su programa se encuentran las
de Harold Rosen (1972), L. Jackson (1974), Norbert Dittmar (1976), Anthony Edwards
(1987), John Edwards (2010) y Peter E. Jones (2013 ). No menos de un centenar de
trabajos de campo en Inglaterra y Estados Unidos (los de Bill Labov a la cabeza) con-
virtieron la teoría de los códigos elaborados y restringidos, prototipo y fuente del mode-
lo de la grilla y el grupo, respectivamente, en una de las piezas más merecidamente
castigadas de la sociolingüística en la segunda mitad del siglo XX.
Fue entonces un acto de justicia que Bill Labov desarticulara un idea que imponía, por
ejemplo, juzgar las realizaciones del NNE (nonstandard negro english) a la luz del stan-
dard english, en lugar de valorarlo iuxta propria principia. Labov sostenía además que
el concepto bernsteiniano de código elaborado juzgaba como rasgos de elaboración y
elegancia lo que también podía considerarse como inútilmente complejo, verboso, re-
buscado, vago y over-particular (Labov 1972: 183, 202, 205). Labov ha señalado algu-
na vez que “psicólogos y sociólogos han carecido del entrenamiento lingüístico reque-
rido para aislar elementos particulares de la estructura del lenguaje. Bernstein [...] ha
tratado de las relaciones entre la clase social y el inglés británico en una serie de artícu-
los. [...] [L]os autores entregan evaluaciones libremente, pero sin ningún método for-
mal” (Labov 2006: 17). Frente a estas y otras mil refutaciones ejemplares y frente a la
unanimidad y recurrencia de los malentendidos, suena como una bravuconada o como
un engaño que Douglas pretenda que en la teoría bernsteiniana no hay indicios de una
irritante inferiorización; y tras las precisiones de Labov suena también como una inge-
nuidad pretender que en el modelo de Bernstein se está tratando con cosas o con proce-
sos que califiquen como códigos.
Más allá del lastre de una teoría desdichada a la que ella misma aportó ideas, algunos
razonamientos que sostienen el modelo de Douglas muestran una impronta durkheimia-
na que tardará décadas en desvanecerse. En esa tesitura, Douglas aseveraba que “las re-
laciones sociales ofrecen el prototipo para las relaciones lógicas entre los objetos. [...]
Hay que buscar entonces correlaciones entre el tipo de sistema simbólico y los sistemas
sociales”, correlaciones que desde los tiempos de Steinmetz y Murdock han sido siem-
pre inherentes a los emprendimientos comparativos. Contradictoriamente, empero, Dou-
glas se repliega a un análisis no comparativo, particularista:
Cada ambiente social establece límites a la posibilidad de alejamiento o acercamiento con
respecto a otros seres humanos y fija los castigos o recompensas que se adscriben a la fide-
lidad o deslealtad al grupo y a la conformidad o disconformidad con las categorías a que
obedece esa sociedad. Establecer comparaciones interculturales es como tratar de comparar
el valor de las monedas primitivas cuando no hay posibilidad de aplicar un patrón común.
El problema es básicamente el mismo que aquel con que tropiezan los lingüistas al compa-

130
rar diferentes lenguas en que las variaciones de tono se dan dentro de un abanico de posibi-
lidades en relación a un diapasón relativo y no absoluto (Douglas 1978 [1970]: 77).41

Una forma de atenuar este problema, dice Douglas, consiste en limitar la hipótesis a un
ambiente social determinado. A tal efecto Douglas parte de la distinción canónica im-
puesta por Bernstein, a la que imprime una interpretación personal. Es en este enclave
que Bernstein sostiene que existen dos categorías básicas de lenguaje, que se pueden
reconocer tanto por rasgos lingüísticos como sociológicos:
 El código restringido surge en situaciones sociales en pequeña escala, en la que to-
dos los hablantes tienen acceso a los mismos supuestos fundamentales, y en la que
todas las expresiones están puestas al servicio del orden social. Estos códigos utili-
zan un fondo léxico más pequeño y una sintaxis más rígida y más simple. Lo que se
dice en base a ellos tiene carácter general y es conocido por todos. Por lo común es
tan conciso que resulta incomprensible si no se conocen los supuestos.
 El código elaborado se aplica a las situaciones sociales en las que los hablantes no
aceptan o no conocen necesariamente los supuestos de sus interlocutores. Estos có-
digos tienen una base léxica más grande y mayores posibilidades de articulación sin-
táctica. En su forma extrema, el código elaborado está tan desligado de la estructura
social que puede incluso llegar a anularla y a hacer que el grupo social se estructure
en torno al habla, como ocurre en el caso de una conferencia pronunciada en un aula
universitaria.
Lo importante de esta distinción no es la discutible generalización sociolingüística (ella
misma surcada de implícitos) sino las correlaciones sociológicas que luego establece
Douglas: donde la solidaridad del grupo es mayor, hay más ritualización y más códigos
restringidos; donde la solidaridad es menor, hay una mayor secularización y más códi-
gos elaborados. La elaboración siguiente apunta a correlacionar las distinciones de
Bernstein con el análisis de dos dimensiones sociales: la primera será el orden, la clasi-
ficación, el sistema simbólico. La segunda será la presión, las exigencias externas. Tan-
to en el modelo de Bernstein como en el de Douglas estas dos dimensiones se pueden
expresar en un espacio articulado por dos líneas o vectores perpendiculares (fig. 4.8.2).
En el esquema de Douglas el eje vertical corresponde a lo que se llama la cuadrícula,
con el sistema de clasificaciones públicamente aceptado en el extremo superior y con el
sistema privado de clasificaciones abajo. Arriba se da el consenso, la igualdad de las re-
presentaciones; abajo se da el disenso, el individualismo. El cero representa la confusión
absoluta, la anomia, la duda del suicida. El cuadrante inferior a la derecha corresponde a
la infancia. La vida del niño, por ejemplo, comienza en un punto situado a la extrema
derecha (por estar completamente controlado por los adultos) y en un punto muy bajo
respecto de la cuadrícula. Conforme va creciendo puede ir liberándose de las presiones

41
Por supuesto que la comparación de monedas que carecen de un patrón común no es comparable a la
comparación lingüística, para la que existen docenas de métodos estructurales aceptados. Véase, por
ejemplo, la calculadora de distancia lingüística presentada en http://www.elinguistics.net/ y fundamentada
en http://www.elinguistics.net/e_Linguistics_Resources.html.

131
de tipo personal, al tiempo que se va adoctrinando en el sistema de clasificaciones vi-
gente. La línea vertical representa la vigencia de las clasificaciones públicas, que son

omnipotentes en el extremo superior. Por debajo de la horizontal se sitúan los sectores


marginales de la sociedad. Hacia la izquierda se sitúan los desarraigados voluntarios, los
vagabundos, los gitanos, los millonarios excéntricos. La correlación con el esquema de
Bernstein se realiza de la siguiente manera: en el extremo superior se ubica el habla so-
cialmente restringida, en el inferior el habla elaborada. Con referencia al mayor o menor
control social, las cosas no están tan claras y a la larga los nexos con las ideas de Berns-
tein se diluyen.
Figura 4.8.2 – Izquierda: Grilla de codificación semántica (Bernstein 2003 [1971]: 141).
Derecha: Grilla y grupo en la edición revisada de Natural Symbols
(Douglas 1973: 60, diagrama §4; 1978 [1970]: 79)

Algunos antropólogos de la vieja guardia con los que mantuve charlas de pasillo valoran
esta seudo-formalización de Douglas como si fuera la gran cosa; yo pienso que no apor-
ta más que un borrador de método, apto para los diseños preliminares, cuando mucho,
pero indefendible como imagen de distancias y posiciones en una situación sociocultu-
ral concreta, como dispositivo reductor de dimensionalidades y factores que se saben
regidos por escalas no lineales y heterogèneas y como herramienta potencialmente com-
parativa. Nadie parece advertir, a todo esto, que las grillas douglasianas no son más que
formularios vacíos. Para poder situar las diversas sociedades o elementos en un cua-
drante u otro a distancias diferenciales del centro hacen falta criterios de medida, méto-
dos de abstracción y geometrías de posiciones y distancias que ninguno de los usuarios
del método se preocupó por especificar o por averiguar, al menos, si existían o no. Por
otra parte, las diagramaciones de Douglas a lo largo de su obra y a veces de una página
a otra son marcadamente divergentes y ni siquiera su biógrafo mejor intencionado ha
podido defender la disparidad a su propia satisfacción. A la larga, el modelo más usado
en antropología posiblemente sea el de las coordenadas de la primera edición de Natural
Symbols (1970: 59 diagr. §5; cf. más abajo figura 4.8.3, diagr. §2) mientras que el mejor
establecido en otras disciplinas es un modelo de casilleros ad hoc reminiscente de los
cuadrantes mágicos de la consultora Gartner.

132
El modelo de grilla/grupo alberga además una teoría cuyo estatuto en la perspectiva que
adoptó Douglas después del renunciamiento al que la empujó la filosofía de Nelson
Goodman es incierto y cuyo fundamento formal es, para decir lo menos, inestable y es-
curridizo. El episodio de la abdicación inspirada por el filósofo y el mapa de sus alcan-
ces serán objeto de análisis en el próximo capítulo (pág. 143 y ss.). El hecho decisorio

es que Douglas renunció a la idea de la sociedad como modelo último de lo simbólico


por lo menos a partir de “The pangolin revisited”, un artículo que se incluyó luego en su
Estilos de pensar (1998 [1996]). De allí hasta su muerte en 2007, dos largas décadas
más tarde, el modelo de la grilla y el grupo (cuya dependencia de las analogías socio-
lógicas es total) sólo fue tratado una sola vez en un review sobre trabajos de terceros
(Douglas 2003: 1354 ). Grilla y grupo ni siquiera se nombran en sus estudios sobre el
Levítico o sobre las lágrimas de Jacob, abundantes en citas de Nelson Goodman (Dou-
glas 2004: 18 n. 12, 134, 165-166; 2006 [1999]: 61 n.15, 62, n. 19 y 27).

Figura 4.8.3 – Diagramas mutantes – No hay coincidencia en los cuadrantes ni en la nomenclatura.


Hay un esquema distinto aunque parecido al diagrama (3) en Douglas (2003: 1354 ).
Basado en: (1) Douglas (1970: 60, diagr. §6) – (2) Douglas (1970: 59, diagr. 5 –
(3) Douglas (1982b [1978]) – (4) Douglas (1970: 105, diagr. §9).

133
Douglas nunca mencionó en sus comentarios retrospectivos sobre la grilla y el grupo
que los estudiosos inspirados en su obra se fundaban en analogías y semejanzas en las
que había dejado de creer, ni tomó conciencia de que ella nunca dispuso del conoci-
miento matemático y estadístico requerido para cuantificar similitudes y diferencias y
para colocar elementos, personas, grupos, rasgos sociales, subculturas, sociedades, insti-
tuciones o lo que fuere en coordenadas específicas de una diagramación que mutaba con
el humor del día (Douglas 2010). Nadie sabe si el método para hacerlo se habría ase-
mejado al que subyace al MDS, o si es más bien el del AC, o el del ACM, o el del ACP,
o si simplemente obedece al vuelo de la intuición. Ella nunca puso un solo punto en nin-
gún cuadrante que definiera las coordenadas de las correlaciones que ella misma postu-
laba ni trazó una línea o curva que ilustrara alguna trayectoria.
En textos tardíos referidos nada menos que a las políticas de control de armas, Douglas
aplica la noción de cultura en formas crecientemente desconcertantes que afectan a la
interpretación de su modelo como herramienta comparativa y como recurso para poner
en relieve los propios sesgos y favoritismos del investigador y mantenerlos así bajo con-
trol. En cada comunidad –dice– pueden coexistir (o es de esperar que coexistan) las
cuatro culturas, identificadas ahora más bien como “identidades culturales”; y a boca de
jarro nos espeta: “In any community there will be a four-sided struggle among the cons-
tituent cultures” (Douglas 2003: 1351 ; ver nota en pág. 138). Mientras que todos
esperábamos que hubiera comunidades dentro de las culturas, hete aquí que ella pensaba
que lo que había dentro de cada comunidad eran más bien culturas (siempre cuatro, con
distintas valencias): una entidad nunca definida como tal, ni posicionada en un enclave
puntual, ni diferenciada sistemáticamente de lo que todos nos inclinaríamos a llamar
una sociedad.
De todas maneras el tema debe ser tratado con circunspección porque en él se ha jugado
una baza muy importante en lo que hace a la influencia potencial de la antropología en
los estudios teológicos, una influencia que se manifiesta en un campo que pocos antro-
pólogos consideraron de interés. El esquema gráfico que representa la teoría, diagra-
mada (según James Spickard 2016 ) en tres versiones sucesivas a partir de la primera
edición de Natural symbols, permaneció sin usar hasta que finalmente se puebla de
datos, póstumamente, casi 30 años más tarde, en un estudio de Sun-Ki Chai, Ming Liu y
Min-Sun Kim (2009 ). Spickard presta fe a la diagramación de Douglas, pero no
puede menos que reconocer su vaguedad:
Pese a sus aires de familia, estas versiones son fuertemente disimilares en sus fundamentos
teoréticos. Para decirlo groseramente, donde las primeras versiones hablan de los parecidos
de familia entre la cosmología y la experiencia del individuo de la sociedad, las versiones
más tardías se concentran en las cosmologías como dispositivos de accountability – las for-
mas en que las cosmologías se usan para mantener a la gente en línea. La primera se intere-
sa en el simbolismo, la segunda en el control social. […] En ninguna parte Douglas ofrece
un esquema sistemático de estos cambios, ni ha especificado las razones para moverse de
una formulación a otra (Spickard 1989: 152 ).

Debe señalarse que el tratado mayor de Thompson que es considerado como la escritura
magna de la teoría cultural denota una lectura de las elaboraciones douglasianas que es,

134
antropológica y metodológicamente hablando, decididamente perfectible. No obstante
estos incordios (y aunque se encuentra en caída abrupta desde principios de este siglo)
la teoría cultural experimentó un pico en los años 90s que aun hoy resulta difícil de
creer y de asimilar. El especialista en política comparada Michael Thompson (uno de
los tres padres fundadores de la teoría) nos consigna su uso en el intento de ordenar
campos tan variados como el crimen en el lugar de trabajo, los estilos domésticos de
consumo, las preocupaciones ambientales, el fanatismo, los futuros energéticos a nivel
global, el riesgo tecnológico, la definición de rigor en matemáticas, la deforestación en
el Himalaya, la localización de las terminales de gas natural líquido, los estilos cogniti-
vos en geología, las diferentes formas de ser pobre, los juicios por brujería en Salem, las
cambiantes definiciones de violación o de altruismo, la traducción de los textos chinos
más antiguos conocidos, las actitudes hacia el limo en el estado indio de Bihar y el cam-
bio climático global (Thompson, Grenstad y Selle 1999: 6). En aquella época sólo un
cliché como “la construcción social de…” rayó como un snowclone, un lugar común o
un estereotipo de popularidad comparable a la de esta inefable teoría cultural.
Igual que más tarde harán James Melton (2003 ) y Virginie Mamadou (1999 ),
Thompson y los suyos (Ibid.: 3) aseveran que los comienzos del modelo de grilla/grupo
se remontan a 1978, ocho años y 48 publicaciones más tarde de lo que en realidad es el
caso: alegan además que Mary Douglas se dedicó a cuestiones prácticas de aplicación
de su modelo en tanto dispositivo heurístico y no tanto a la teorización de alto refina-
miento, lo que también dista de haber sido así (Ibid.: 2).
En el interior de la antropología el análisis cultural no tuvo a decir verdad tanto impacto.
A los efectos de este libro, sin embargo, una excepción es particularmente notable por
más precarias y previsibles que fueran sus conclusiones. Como veníamos diciendo, el
modelo douglasiano fue en su origen una alternativa expresamente hostil a la compara-
ción. A fines del siglo pasado D. Douglas Caulkins (1999 ) se preguntó, no obstante,
si la teoría de Mary Douglas podía llegar a ser útil para el análisis transcultural de la
línea murdockiana. La respuesta fue en el mejor de los casos inconcluyente. Puede que
sí sirva a tal efecto, se contesta Caulkins, siempre y cuando se corrijan sus inconsisten-
cias, que (admite) no son pocas, pero a las que por las dudas se abstiene de enumerar.
Las críticas a la teoría cultural en la antropología y en su periferia son unas cuantas pero
no han sido aluvionales. Es fundamental tratar la crítica de Branden Johnson (1987)
para poner en claro la dimensión ideológica de la teoría del riesgo de Douglas y Wil-
davsky, por momentos afín (por sus residuos bernsteinianos) a posturas señaladamente
discriminatorias. Hay unas cuantas críticas, dije; en orden cronológico las más resonan-
tes son la de Talal Asad (1979), Joseph Petulla (1982), Michael Agar (1983), Steve
Ballard (1984), Per Selle (1991 ), Steve Rayner (1992: 84), Thomas O. Beidelman
(1993), Åsa Boholm (1996 ), Lennart Sjöberg (1997), Caulkins y Peters (2002 ),
Oltedal y otros (2004) y Sander van den Linden (2015 ). Mientras que ningún teórico
cultural llega a los extremos de impericia de Basil Bernstein unas cuantas entre las re-
señas críticas son inusualmente duras, pero, dada la gravedad del caso, su número es
bastante menor y su tono más indulgente de lo que sería razonable esperar.

135
Hay excepciones, empero. La crítica de nuestro amigo y miembro de Antropocaos, Mi-
chael Agar [1945-2017], apunta al corazón del estudio de casos tal como se da en el
análisis cultural. En tal circunstancia Agar admite que los conceptos se aplican de mane-
ras iluminadoras, pero que el esquema general es demasiado laxo –dice– sus partes se
deslizan y desparraman, y existen tantos contraejemplos que prevalece la impresión de
que el modelo no está muy bien trabajado; su desconcertante falta de equilibrio, en
suma, hace que proporcione respuestas erróneas a buenas preguntas (Agar 1983: 104).

Figura 4.8.4 – Medidas culturales para la comunidad WESN.


B Melton (2003: 147 )

Una de las críticas más ácidas del período inmediatamente anterior a la teoría cultural de
Mary Douglas viene de Clifford Geertz en una incisiva revisión de How Institutions
think publicado en la revista liberal The New Republic, que hoy en día está en línea,
pero que con la reconfiguración post-mortem de los portales geertzianos se ha tornado
inconseguible y sólo existe en papel en escondidas bibliotecas. El fragmento más am-
plio que hoy sobrevive se encuentra en mi libro sobre teoría antropológica del 2008 que
aquí cito:
Para Geertz la idea dukheimiana del origen social de las categorías propias del sujeto es una
hipótesis fuerte que, después de tanto tiempo que se viene machacando, debería probarse de
una buena vez. El texto de Douglas es, para él, una serie de comentarios brillantes y erudi-
tos pero fundamentalmente inconexos. En algunos de sus libros (como en Pureza y Peligro
o en Símbolos Naturales) hay algún intento en este sentido; pero en otros (y en How Insti-
tutions Think en particular), Douglas pone el foco en la habilidad de los individuos tanto
para resistir el peso de la sociedad como para ir contra la corriente de la cultura. El resul-
tado de esta vacilación entre una versión hard y una soft del sociologismo durkheimiano es
que el vocabulario de Douglas para expresar la relación entre “pensamientos” e “institucio-
nes” es vago e inestable. El pensamiento “depende” de las instituciones, “surge” con ellas,
“encaja” con o “refleja” a las instituciones. Estas “controlan” el pensamiento, o “le dan
forma”, “lo condicionan”, “lo dirigen”, “lo influencian”, “lo regulan” o “lo constriñen”. El
pensamiento luego “sostiene”, “construye”, “soporta” o “subyace” circularmente a las ins-
tituciones. La tesis tartamudea.

Los sociólogos del conocimiento o los antropólogos de la mente, desde Mannheim hasta
Evans-Pritchard (el mentor de Douglas) –prosigue Geertz– han oscilado entre la afirmación
de la versión fuerte del durkheimismo (el pensamiento es un reflejo directo de la sociedad),

136
en la que ya nadie puede creer, y la versión débil (el pensamiento está influido en algún
grado por sus condiciones sociales y a su turno influye sobre ellas) que difícilmente diga
algo que alguien pueda negar. Geertz cree que Douglas no puede ser criticada por no resol-
ver la cuestión, que bien podría resultar insoluble. Pero sus métodos dejan la cosa en el mis-
mo estado en que la encontraron: a la deriva. Y concluye Geertz, cruelmente: “los comenta-
rios, decía Gertrude Stein, no son literatura” (Geertz 1987b: 37) (Reynoso 2008).

El modelo de representación geométrica de grilla/grupo, en fin, es un ejemplo caracte-


rístico de mapeado cuantitativo de distancias y proximidades cualitativas que (según los
casos) o bien quedó trunco o bien salió mal. Los intentos de llegar con el modelo de
grilla y grupo al plano cuantitativo y a la visualización tampoco fueron exitosos. El pri-
mer conato de “operacionalización” (como se llamaba entonces a la desambiguación)
fue el de James Hampton (1982 ), elaborado con la venia de Mary Douglas. No llegó a
proporcionar una verdadera base cuantitativa suficiente como para armar un mapa, pero
al menos puso al descubierto ciertas fallas importantes en el tratamiento de los ermita-
ños, por ejemplo, quienes no podían colocarse en ningún extremo inferior-izquierdo que
no estuviera ya ocupado por otras entidades. Otro intento importante que conoció algu-
na descendencia fue el de Jonathan Gross y Steve Rayner (1985), laplacianamente ti-
tulado Measuring culture. Se trata de un proyecto ambicioso, en la medida en que los
autores se proponen desarrollar sistemas de medidas “que pueden ser replicadas por di-
ferentes investigadores, estableciendo por primera vez una base empírica que permitiría
comprobar la falsabilidad (popperiana) del análisis de grilla/grupo” (p. 112).

Figura 4.8.5 – Puntajes de grilla y grupo de la “tercera ola” del WVS.


Según Chai y otros (2009: 202 )

137
Gross y Rayner se proponen verificar o falsar la hipótesis de que “diferentes organiza-
ciones con la misma combinación de puntajes de grilla y grupo reflejarán los mismos
patrones de conducta y actitud, sea que se localicen en una aldea africana, en una ofici-
na corporativa en Nueva York o en un submarino” (loc. cit.). La pomposa herramienta
que ellos desarrollan para afrontar el desafío es el modelo EXACT para medir los punta-
jes de grilla y grupo en cualquier unidad social. El nombre es un acrónimo que denota,
sucesivamente, un conjunto de miembros de la unidad (X), un conjunto de actividades
relevantes (A), un conjunto de roles reconocidos (C), un tiempo de observación (T) y un
conjunto de no-miembros eligibles de la unidad social (E). Esta unidad social se define
como una red de individuos interactuantes que asumen varios roles a lo largo de una
ventana de tiempo. Las variables o “predicados” reticulares que proponen medir para
cuantificar la grilla y grupo incluyen proximidad, transitividad, frecuencia, scope e im-
permeabilidad. Algunas de ellas son viejas conocidas de la literatura de análisis de redes
que los autores sólo conocen superficialmente. A esos guarismos de grilla se le agregan
otros de grupo, tales como especialización, asimetría, autoridad [entitlement] y confiabi-
lidad. El texto cuenta con una generosa introducción de la propia Mary Douglas pero la
conexión entre esos predicados y la teoría concreta de grilla/grupo no está elaborada en
ningún detalle.
Aun cuando los autores escogen para su puesta a prueba una sociedad ficticia, a la hora
de las precisiones admiten que “no está todavía claro qué patrones concretos de creencia
y conducta se ubican de qué manera en el cuadrante de grilla/grupo del diagrama” (p.
112). Esta circunstancia, que impide de manera taxativa llevar adelante la puesta a
prueba de la hipótesis, se debe a que la noción de “cosmología”, que sería cardinal para
la prueba del modelo, no ha sido y en apariencia no puede ser cuantificada, sino sólo
descripta (p. xiii). No hay una métrica cosmológica, entonces. Los autores no se hacen
empero ningún problema porque cuentan, dicen, con un poderoso paradigma descriptivo
que no es otro que el de la “descripción densa” geertziana, un paradigma basado en un
tejido de similitudes entre metáforas que Mary Douglas, la madre de la idea, despreció
fervientemente tanto en su obra temprana durkheimiana/cripto-estructuralista como en
la producción posterior a su giro goodmaniano (Douglas 1975b; 1998: 140-141; Fardon
1999: 237);42 un tejido que ellos, por su parte, no logran tampoco integrar de manera
plausible, por lo que siguen a la espera de poder testear las hipótesis algún día “en el
futuro” (p. xiii). Huelga decir que aunque los he seguido de cerca Gross y Rayner nunca
pudieron integrar ni cuantificar gran cosa en estos términos, ni mucho menos probar
matemática o lógicamente la falsabilidad de su modelo.
La crítica no ha sido amable con el libro y se entiende que haya sido así. El matemático
y antropólogo transcultural Malcolm McLaren Dow (1988) de la Northwestern Univer-
sity, por ejemplo, le objeta que el método propuesto sólo justifica reclamos muy débiles

42
Cuesta creerlo, pero Douglas desconfiaba del concepto de cultura y lo manejaba de maneras inconsis-
tentes, sosteniendo en un texto mil veces citado pero nunca bien leído que “[n]unca ha habido una noción
tan esponjosa en el autodenominado universo científico. No desde que o bien los ángeles cantores sopla-
ron los planetas a través del cielo medieval, o bien lograron llenar las brechas del universo de Newton”
(Douglas 1975: 886). La metáfora es literariamente deslucida, pero la idea creo que está clara.

138
de confiabilidad y es incapaz de generar medidas que puedan falsar la teoría. A pesar de
su título impresionante, continúa Dow, el libro decepciona. Contiene muy poco de inte-
rés para quien se interese en la teoría de la medición en las ciencias sociales que revi-
samos en los dos capítulos anteriores o en los modelos estadísticos transculturales que
examinaremos luego, por lo que hará muy poco (concluye el crítico) para persuadir al
investigador de la utilidad de las estrategias formales.
Brian L. Foster (1986) tampoco está convencido de la utilidad del modelo y acaba su
crítica casi con las mismas palabras que McLaren Dow: “En fin, encuentro el libro de-
cepcionante. Será relativamente de poco interés para los antropólogos matemáticamente
orientados. No pienso que el método sea una formalización adecuada o particularmente
útil del análisis de grilla/grupo. Y dudo que el libro convenza a ningún no-creyente de la
utilidad del modelado matemático”. Foster también subraya que los autores desconocen,
en apariencia, la rica literatura sobre teoría de grafos y cliques, así como la contribución
del análisis de redes a la teoría del rol, o las dificultades que día a día confrontan las ela-
boraciones computacionales concomitantes.
La crítica del genial John Arundel Barnes [1918-2010], el inventor mismo del concepto
de redes sociales en el seno de la Escuela de Manchester y por ese entonces en la Uni-
versidad Nacional Australiana, es algo menos agresiva pero es también terminante. La
parte más cruda del libro, dice Barnes (1986), es la determinación de los pesos de los
predicados. “Identificar las actividades y pesar su importancia –dicen los autores, la-
vándose las manos– es decisión de la etnografía, no de las matemáticas”, y se preguntan
“si hay alguna razón etnográficamente sólida para considerar la especialización y la
confiabilidad dos veces más importantes que la asimetría y la autoridad tres veces más
importante que eso” (pp. 79, 81). Barnes piensa que es suficientemente arduo pensar en
alguna razón etnográfica incluso para ordenar esos predicados abstractos en una escala
ordinal, y que la idea misma de una etnografía que entrañe una escala de ratios para la
“importancia” luce extravagante. Mientras no haya tampoco un procedimiento para me-
dir la mitad de la cultura que les queda afuera (la “cosmología de las ideas”) la utilidad
de la propuesta sigue siendo dudosa.
El proyecto de Gross y Rayner, que había reunido a un estadístico paramétrico con un
antropólogo douglasiano, acaso haya sido prematuro, pues las herramientas de modela-
do que luego impulsaron técnicas diagramáticas y geométricas como el MDA, el AC, el
ACP y otras más (como los modelos basados en agentes) todavía no eran de conoci-
miento público (cf. Bleda y Shackley 2012 ). Ha de ser por eso que la iniciativa quedó
durmiendo en el limbo de los justos por casi dos décadas, cuando fue retomada por
James Melton (2003 ) primero y luego por Sun Ki Chai, Ming Liu y Min Sun Kim
(2009 ), quienes se propusieron no sólo medir la relación entre el individuo y la cultu-
ra sino brindar un modelo inédito de cambio cultural construido específicamente sobre
la teoría cultural douglasiana.
El trabajo de Melton (de la Universidad Wesleyana de Illinois) es extrañamente selec-
tivo. Melton sigue llamando “análisis de grilla/grupo” a la teoría de Douglas y relativiza
la importancia de los estudios encuadrados en la teoría cultural. El nivel de conoci-

139
miento que exhibe Melton de la obra de Douglas dista de ser virtuoso, al punto que atri-
buye el origen del modelo a Cultural Bias (1978) en vez de a Natural symbols (1970). A
renglón seguido y sin mencionar el intento de James Hampton (1982 ) Melton avala el
proyecto de cuantificación de Gross y Rayner, del cual selecciona sólo tres de los indi-
cadores de grupo (frecuencia, ámbito e impermeabilidad) y dos indicadores de grilla
(especialización y autoridad).
Aplicando esos parámetros a la elicitación de varias hermandades de la Wesleyana utili-
zando los materiales de encuesta del World Values Survey (el equivalente europeo de la
HRAF o de los múltiples Cross-Cultural Surveys) y tras una extenuante manipulación
estadística atiborrada de promediaciones y con fuertes presunciones de distribución nor-
mal, Melton acaba trazando unos mapas que utiliza para contrastar los resultados de su
método contra los que arrojaría el sistema de puntaje de Gross y Rayner tal como se
aprecia en la figura 4.8.4. Con discrepancias más o menos notables según la hermandad
escogida, los autores no llegan ni a validar los resultados “replicables” de los que pre-
sumen los otros autores ni a disponer de una confirmación independiente para su propio
modelo de scoring.
En un intento semejante, Chai y otros (2009 ) descartan el análisis factorial y el análi-
sis de componentes principales por diversas razones y aplican su propio método ad hoc
de igualación de pesos y manipulación estadística para producir imágenes como los del
scoring de grilla y grupo aplicada a creencias y valores que se muestra más arriba en la
figura 4.8.5. Es notable que en una muestra de 55 países seleccionados del WVS Argen-
tina quede localizada bien cerca de Uruguay, y que Suecia, Noruega y Finlandia queden
un poco distanciadas entre sí pero en un mismo cuadrante. Sea lo que fuere que repre-
sentan las posiciones y las distancias, diré que, en cambio (y como informante nativo
que me toca ser) no me persuade el hecho de que en algún respecto Argentina quede a
tiro de piedra de Estados Unidos, Rusia, China y República Dominicana, que España,
Valencia, el País Vasco y Andalucía estén separados y a cierta distancia mientras que
Rusia o India son cada una una sola unidad, que Lituania sea más afín a Perú que a Es-
tonia o a Letonia, que el país más parecido a Chile sea Armenia y que (en lo que a grupo
respecta) nuestro país se sitúe en las proximidades de Nigeria y de Suiza, todo ello recí-
proca y transitivamente.
No se me ocurre ninguna variable que justifique esas proximidades y que no sea una
banalidad o el fruto de un malentendido. No me merece respeto tampoco que las nacio-
nes que conforman la muestra sean consideradas unidades de tratamiento en un mismo
plano, como si en cada país no se manifestara una amplísima diversidad, como si no
hubiera kurdos en Turquía, Siria e Iraq o mapuches en Chile y Argentina, como si no
hubiéramos aprendido las lecciones que dejaron los modelos fallidos de la personalidad
modal y el Carácter Nacional y como si no se supieran las complicaciones y desacuer-
dos que acarrea la definición de las unidades culturales (cf. Reynoso 1993: 61-68 ;
Naroll y otros 1964). En ausencia de una explicación razonable, sostengo que los auto-
res han estado a punto de dar el paso que va desde contradecir al sentido común hasta
insultar la inteligencia. La antropología no se improvisa. Por mucho menos que por ano-

140
malías como éstas los gestores de la estrategia transcultural de Yale fueron objeto de
bullying por parte de la mayoría moral de la intelligentsia antropológica.



Fuera de la corriente de la grilla y el grupo y del análisis cultural, que permanecieron al


margen del estado del conocimiento y pretendieron reinventar saberes bien consolida-
dos, el mapeado visual que finalmente logró traducir información cualitativa en una
geometrización se implementó con éxito en un puñado de ocasiones, vinculando espa-
cios del conocimiento tales como las teorías de scaling, las técnicas de visualización
analítica de datos, los métodos de cuantificación de medidas, proximidades y distancias
y otros temas que estuvimos revisando en este capítulo y en apartados anteriores.
El texto inaugural clave para asomarse a este espacio bajo estas premisas es “Quantita-
tive analysis of qualitative data” de Forrest W. Young (1981 ), especialista del Labo-
ratorio Thurstone de Psicometría de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel
Hill. Buen conocedor de los trabajos pioneros en la conversión de datos cualitativos en
esquemas cuantitativos de George Udny Yule (1922 [1910] ) y de Louis Guttman
(1941, 1953 ), Young desarrolló una compleja batería de procedimientos y programas
que han devenido clásicos (ALSCAL, ALSOP, más tarde ViSta). Se trata de programas
que incorporan una treintena de métodos incluyendo cuadrados mínimos alternantes,
ACP, MDS, análisis de camino [path analysis], goodness of fit, análisis multivariado de
varianza y muchos más, gran parte de los cuales hoy forman parte de diversos paquetes
de procesamiento estadístico y de programas de visualización estándares de la industria
o de dominio público (cf. Young 1970; 1978 ; 1981 ; Young, Valero-Mora y Frein-
dly 2014 ). Mantenido durante casi cincuenta años, el proyecto de Young es uno de
los logros más valiosos en la compleja tarea no ya de sustituir las palabras por números
(o de cambiar las hipótesis por estadísticas) sino de expresar visualmente las relaciones
de similitud, diferencia y comparación escondidas en los datos, sea que conozcamos o
que ignoremos las métricas subyacentes y la lógica que las rige.
Aparte de sus eventuales servicios todos los modelos entrevistos (y los de Bourdieu
tanto como cualesquiera otros) comparten limitaciones debidas a la naturaleza inexora-
blemente euclideana de la geometría subyacente, a las distribuciones gaussianas propias
de las estadísticas que se les asocian y sobre todo a sus irreductibles supuestos de li-
nealidad, homogeneidad e isotropismo en materia de escalas. Todo esto involucra un
palpable retroceso frente a las ideas de Weber, Fechner y Stevens.
Todas ellas logran, por supuesto, documentar parecidos y diferencias susceptibles de re-
presentarse en un espacio. A veces lo hacen brillantemente, otras veces su performance
es muy pobre debido por lo común a los mencionados efectos gaussianos o a profundas
inadecuaciones entre la herramienta y el objeto al cual se aplica. Cualquiera sea el caso,
el hecho es que quien se familiariza con una o más herramientas encontrará difícil pres-
cindir de ella para identificar afinidades y distancias a veces imposibles de percibir de
otro modo. Pero dado que es exactamente en las nociones de similitud, disimilitud, ana-

141
logía y planaridad donde radican las paradojas más inesperadas, es precisamente allí
donde los problemas comenzarán a manifestarse, tal como habremos de comprobar de
inmediato.

142
5. GOODMAN, WATANABE Y LOS SINSABORES DE LA SIMILITUD

Los buenos matemáticos ven analogías. Los grandes


matemáticos ven analogías entre analogías.
Stanisław Ulam (1990: ix).

Hasta aquí estuvimos viendo recursos de visualización que presuponen que la dispo-
sición de elementos, clases o conceptos en un espacio mayormente homogéneo nos per-
mite evaluar alguna dimensión del parecido o la diferencia que media entre ellos, di-
mensión expresada como su distancia recíproca en una superficie euclideana. Al mismo
tiempo que estas prestaciones se estaban gestando al menos dos notables pensadores es-
taban sentando bases que socavaban toda comparación simplista y revelaban paradojas
insospechadas. Sin menoscabar el trabajo sustantivo realizado por psicólogos y soció-
logos, resultó que la filosofía, la epistemología y la realidad misma tenían algo que
decir y no eran precisamente buenas noticias.
El trabajo central del filósofo nominalista y relativista norteamericano Nelson Goodman
[1906-1998] a propósito de los dilemas escondidos en los juicios de similitud y diferen-
cia es “Seven strictures of similarity”, un inciso breve de nueve páginas incluido en el
hasta hace poco inhallable Problems and Projects (1972 [1969] ). En esa obra legen-
daria, arrolladora y seminal, Goodman –alguna vez maestro de nadie menos que Noam
Chomsky y de Hilary Putnam– demuestra que dos objetos cualesquiera son tan pare-
cidos entre sí como cualesquiera otros dos, y que los objetos en los que a cualquiera de
nosotros se le ocurra pensar, se reputen parecidos o no, poseen infinitos rasgos, cuali-
dades, qualia o propiedades en común. No existe ningún límite para los elementos de
juicio, parámetros o criterios que podrían participar de una comparación en tanto sea
posible hacer que los objetos comparados se comporten conforme al investigador le
resulte conveniente:
[L]os juicios comparativos de similitud requieren a menudo no sólo la selección de propie-
dades relevantes sino una ponderación de su importancia relativa, y la variación tanto en la
relevancia como en la importancia puede ser súbita y enorme. Considérese por ejemplo el
equipaje en un control de aeropuerto. El observador puede tomar noticia la forma, el tama-
ño, el color, el material o incluso la marca de la valija; el piloto tendrá más interés en el pe-
so, y el pasajero en el destino y en la propiedad. Cuáles piezas sean las más parecidas a otra
dependerá no sólo de las propiedades que compartan, sino de quién hace la comparación y
cuándo. […] Las circunstancias alteran las similitudes (Goodman 1972 [1969]: 445 ).

Aparte de su implacable cuestionamiento de los juicios de similitud, de impensadas con-


secuencias antropológicas, otros argumentos goodmanianos igualmente radicales son
los que atañen a la imposibilidad de copiar, reproducir o describir un objeto tal cual es.
Estos razonamientos complican, desacreditan o hacen caer por tierra no sólo al sentido
de objetividad connatural a las posturas más inclinadas al cientificismo, sino a las ricas
reflexiones antropológicas sobre los matices de significado envueltas en la noción de lo

143
que algo es, a las mejores ideas del posmodernismo antropológico en torno de la míme-
sis y al expresivo contraste batesoniano elaborado por Deleuze a propósito de los mapas
y los calcos, al que no obstante reconozco (aunque me duela) como una de las mejores
ideas del pos-estructuralismo, estropeada sólo por una innecesaria dicotomía de árboles
y rizomas (Bhabha 1984; Taussig 1993; Huggan 1994; 1997-1998; Bloch 2013; Lem-
pert 2014; Deleuze y Guattari (2006 [1980]: 17-18; Reynoso 2014a ). El razonamiento
de Goodman es de cabal hondura antropológica:
“Para hacer un retrato fiel, procure copiar el objeto tal como es de la mejor manera posi-
ble”. Este mandato ingenuo me desconcierta, pues el objeto ante mí es un hombre, un en-
jambre de átomos, un complejo de células, un violinista, un amigo, un tonto y mucho más
que eso. Si nada de esto constituye un objeto tal cual es ¿qué otra cosa podría serlo?. Si
todas ellas son formas en que el objeto es, entonces ninguna es la forma en que el objeto es.

En “The way the world is” [Review of metaphysics, vol. 14 (1960), pp. 48-56 ] he argu-
mentado que el mundo es de tantas maneras como las maneras en que pueder ser verdadera-
mente descripto, visto, retratado, etc., y que no existe tal cosa como la forma en que el
mundo es (Goodman 1968: 6).

La última frase, particularmente, muestra un innegable aire de familia con la principal


tesis “perspectivista” de las ciencias de la complejidad y que no es otra que la que se
expresa en los formidables teoremas del No hay Almuerzo Gratis, formulados en el
campo del aprendizaje supervisado de máquinas, la búsqueda y la optimización (Wol-
pert y Macready 1997 ). En “Seven strictures of similarity” escribe Goodman:
La similitud, siempre lista para resolver problemas filosóficos y superar obstáculos, es una
simuladora, una impostora, una charlatana. Tiene, por cierto, su lugar y sus usos, pero más
a menudo se la encuentra donde no corresponde, profesando poderes que no posee (Good-
man 1972 [1969]: 437 ).

Dado el impacto enérgico (aunque un tanto claustrofóbico) que algunas de ellas han
ejercido en cierta antropología cualitativa, anti-iluminista y romántica de los años
ochenta, imbuida de un relativismo pagado de sí mismo que llegó a dominar el mercado
pero no estaba a la altura de las ideas del filósofo (me refiero naturalmente a Richard
Shweder y a los estudiosos inscriptos en la fugaz antropología de la emoción), encuen-
tro útil parafrasear una por una las estrecheces que Goodman encontró.
Primera estrechez:
La similitud no distingue entre representaciones y descripciones, distingue cuales-
quiera símbolos como peculiarmente "icónicos", y no da cuenta de la gradación de
imágenes como más o menos realistas o naturalistas.
Lo más que puede decirse es que entre las imágenes que representan objetos rea-
les, el grado de realismo correlaciona en alguna medida con el grado de similitud
entre el imagen y el objeto. Debemos guardarnos de presuponer, sin embargo, de
que la similitud constituye un criterio firme e invariante de realismo, porque la
similitud es variable y relativa a la cultura. E incluso donde, dentro de una misma
cultura, los juicios de realismo y de parecido tienden a coincidir, no podemos

144
llegar a la conclusión de que los juicios de realismo se siguen de los juicios de
semejanza. Incluso puede ser que lo inverso sea más bien verdad: que nosotros
juzgamos mayor una similitud donde, como resultado de nuestra familiaridad con
la forma de representación, juzgamos que el realismo es mayor.
Segunda estrechez:
La similitud no distingue inscripciones que son ‘tokens de un tipo común’ o ré-
plicas las unas de las otras. Sólo nuestra adicción a la similitud nos lleva a aceptar
la similitud como base para agrupar inscripciones en diversas letras, palabras, etc.
La idea de que inscripciones de una misma letra se parecen más entre sí que ins-
cripciones de letras distintas se evapora a la vista de unos pocos contraejemplos.
[…]
Tercera estrechez:
La similitud no proporciona fundamentos para dar cuenta de dos ocurrencias de
performance de la misma obra, o de repeticiones de la misma conducta o experi-
mento.
En cada uno de los casos, el agrupamiento de ocurrencias bajo una obra, un expe-
rimento o una actividad depende no de un alto grado de similitud sino sobre la po-
sesión de ciertas características. En el caso de una performance de una sinfonía de
Beethoven, la partitura determina qué características se requieren. En el caso de
repeticiones de un experimento, las propiedades constitutivas deben buscarse en la
teoría o hipótesis que se está poniendo a prueba; en el caso de acciones ordinarias,
el principio de clasificación varía con nuestros propósitos e intereses.
Cuarta estrechez:
La similitud no explica la metáfora ni la verdad metafórica. Cualquier cosa es en
cierto sentido como cualquier otra cosa.
Quinta estrechez:
La similitud no da cuenta de nuestra práctica predictiva, ni más generalmente, de
nuestra práctica de inducción. Aunque estoy seguro que el futuro será como el pa-
sado, no estoy seguro en qué forma lo será. Sin importar lo que sucede, el futuro
será en algún respecto como el pasado. […] La pregunta es de qué manera lo que
se predice se parece a lo que ya sucedió. ¿Sobre cuáles de entre las incontables lí-
neas de similitud corren nuestras predicciones? En vez de que la similitud propor-
cione algún lineamiento para la práctica inductiva, la práctica inductiva puede
proporcionar las bases para algunos cánones de similitud.
Sexta estrechez:
La similitud entre particulares no alcanza para definir cualidades.
Casi del mismo modo en que trataba este asunto Wittgenstein al hablar del aire de
familia, cualesquiera dos entre tres o más particulares puede parecerse (esto es,

145
puede poseer una cualidad en común) sin que todos los particulares tengan una
sola cualidad en común.
Séptima estrechez:
La similitud no puede ser equiparada con, ni medida en términos de, la posesión
de características en común. Dos cosas cualesquiera tienen exactamente las mis-
mas propiedades en común que cualesquiera otras dos. Si solamente hubieran tres
cosas en el universo, entonces cualesquiera dos de ellas pertenecen a las mismas
dos clases y tienen exactamente tres propiedades en común: la propiedad de perte-
necer a la clase consistente en dos cosas, y la propiedad de pertenecer a la clase
consistente en todas las (tres) clases. Si el universo fuera mayor, el número de
propiedades compartidas sería también mayor pero seguiría siendo el mismo para
cada par de elementos.



Pedagogizantes, condescendientes, esquemáticos y necesitados de traducción correctiva


como hoy puede engañosamente llegar a parecer, los cuestionamientos de Nelson Good-
man a los juicios irreflexivos de similitud pronto formaron parte y parcela del marco
categorial de unas cuantas disciplinas, aunque en antropología sólo les dieron cabida
personajes tan disímiles como el relativista Richard Shweder (1991), el antropólogo de
Michigan Richard Paul Lempert (2014), la amazonista Joanna Overing (1990) y la
durkheimiana inglesa Mary Douglas, quien se sirvió de ellas para repudiar gran parte de
las obras de su propia primera madurez, desde Pureza y Peligro (1973 [1966]) hasta
Símbolos naturales (1978 [1970]) inclusive, pasando por los ensayos hoy clásicos com-
pilados en Implicit meanings (1978). El caso es que con los años Douglas desautorizó
un segmento crucial de su propia trayectoria realizando una autocrítica magistral que
aniquila tanto la metodología analógica de la antropología simbólica en general como la
de su obra temprana, la más celebrada y representativa de todas las que se identifican
con su nombre. Escribe Douglas:
Confieso francamente que en Natural symbols (1970) yo escribí considerando que la inter-
pretación de la metáfora debía ser correcta si se podía mostrar que tal interpretación corres-
pondía a la estructura social. Pero mi percepción de la estructura social como una estructura
semejante a la del orden simbólico es una estructura que yo determiné. Y esto también ne-
cesita un sustento. [Nelson] Goodman [1972 (1969) ] dice que la correspondencia nunca
conlleva su propia garantía; la coincidencia entre el sistema simbólico y el sistema social es
una similitud que yo percibo, pero esa similitud no puede por sí misma confirmar la inter-
pretación que los iguala. Desdichadamente, los reparos que hace Goodman al abuso de la
similitud anulan esta complacencia interpretativa. Por empezar, dichos reparos se aplican a
la práctica de reconocer cualquier configuración como semejante a alguna otra cosa, ya que
la similitud no es una cualidad inherente a las cosas (Douglas 1998: 139 ).

Aunque pensado para fines más modestos, este último razonamiento, honesto y ejem-
plar como lo es, desbarata buena parte del programa de la antropología social inglesa de
matriz simbólica (Victor Turner, Stanley Tambiah, David Napier, incluso Henrietta
Moore) y (aunque Douglas no lo subraya suficientemente) aniquila casi todo lo que se

146
ha ventilado bajo el marbete de la teoría cultural que hemos revisado en el capítulo pre-
cedente. El argumento douglasiano que sigue (con las sustituciones del caso) destruye
también, sin misericordia, el argumento de lo simbólico como reflejo invertido, retro-
gradación, transformación o carnavalización de lo social:
Otra estratagema interpretativa es un caso aun peor: me refiero a la promesa de mostrar que
las formas simbólicas son imágenes invertidas de la realidad social. […] Primero está la
cuestionable identificación de imágenes duraderas en el simbolismo; en segundo lugar está
la recusable identificación de pautas duraderas en la conducta social; en tercer lugar está la
dudosa supuesta semejanza entre la configuración simbólica y la configuración de la socie-
dad. En cuarto lugar está la aun más dificultosa identificación de la configuración inversa
de una imagen; luego, la supuesta configuración inversa de la realidad social, y por último,
queda el problema de la pretendida correspondencia entre dos imágenes invertidas (Douglas
1998: 140).

Tras esos gestos y confesiones, que tuvieron lugar una generación atrás y a los que la
disciplina no concedió la atención debida, las analogías desaparecieron del primer plano
de la antropología de Douglas junto con los juicios goodmanianos. En la mayor parte de
las cátedras de grado y posgrado sobre teorías antropológicas que he consultado (y en la
casi totalidad de los libros de historia de la disciplina) tanto la adopción extradisci-
plinaria de las plantillas douglasianas como el renunciamiento de la autora a los estudios
que albergaban sus enunciados más representativos han quedado fuera del registro como
si nada de esto hubiera sucedido.
No es ajena a la ignorancia de estos episodios por parte de la antropología el hecho de
que los argumentos que contribuyeron a la caída del modelo sociocéntrico de Douglas
provinieran de la filosofía, es decir, desde fuera de una de las burbujas que aíslan a la
disciplina y que la tornan ya sea irrelevante para intervenir en ciertos intercambios dis-
ciplinares (como sucede con las ideas psicológicas sobre la similitud), o demasiado re-
verenciada en relación con sus merecimientos (como ha sucedido sin duda en relación
con la “teoría cultural” en el risk assessment).
En este punto del desarrollo de la idea cabe una reflexión referida al desconocimiento
por parte de la antropología simbólica en general y de Mary Douglas en particular de la
compleja metodología modal de David B. Zilberman [1938-1977], quien refundó la in-
terpretación de la filosofía hindú en base a una riquísima analogía entre lo social y lo
simbólico que no me es posible desarrollar aquí pero que recomiendo al lector explorar
por su cuenta (cf. Zilberman 2006 ; Zilberman y Cohen 1988 ). Zilberman era la
clase de pensador capaz de predecir una sociedad post-sociológica en 1978, de articular
en condiciones adversas una sociología y una ontología que están entre las más origina-
les, políglotas y rigurosas del siglo XX, y de descentrar radicalmente sus fuentes de ins-
piración como nadie lo hizo antes o después (cf. Zilberman 1978 . A filósofos como él
debo la idea de que el perspectivismo no arranca con pensadores de Oxford o Cambri-
dge sino más probablemete con el Anekāntavāda [अनेकान्तवाद] jaina de la antigua India
(cf. Reynoso 2018a: ). No me cabe duda que si Mary Douglas hubiera fundado sus
analogías en una filosofía como la de Zilberman antes que en un difuso sociologismo
otra habría sido la historia.

147
Un grave problema que subsiste tras la operación de limpieza y renunciamiento que
Mary Douglas se atrevió a acometer es que ella nunca renegó de su elaboración del mo-
delo de grilla/grupo que desembocó en su mayor título de gloria fuera de la antropo-
logía, a saber, el llamado análisis cultural que revisamos en el capítulo anterior (pág.
127 y ss.). Todavía en 1986 (Douglas 1996 [1986: 73-84]) ella titulaba un capítulo en-
tero de How institutions think “Las instituciones se fundan en la analogía”.

Aunque las observaciones de Goodman sean de una inmensa plausibilidad ha habido
quienes se atrevieron a oponerle objeciones. La mayor parte de los cuestionamientos es
digna de olvido, pero creo que al menos el filósofo Willard van Orman Quine (1969:
114-116, 120, 123, 127, 129), en su roschiano “Ontological relativity and other essays”
tiene algunos de los mejores motivos para opinar al respecto, aunque sus posturas no
son tan disímiles después de todo. Una posible objeción que yo podría interponer a las
observaciones de Goodman (pero que nunca llevaré más lejos de lo que aquí la estoy
llevando) tomaría nota que con un par de años de anterioridad a Problems and Projects,
el japonés Satosi Watanabe (1969a: 376-377; 1969b  ) había dado a luz una idea casi
idéntica, infundiéndole, además, textura de teorema y un tratamiento menos coloquial.
Se trata del inefable teorema del patito feo, del que ya tratamos sucintamente unas pági-
nas más arriba. En una apoteosis de nominalismo escribe Watanabe:
“Cualesquiera pares de objetos son tan similares entre sí como cualesquiera otros pares de
objetos, en tanto el grado de similitud se mida por el número de predicados compartidos”.
La condición de validez de este teorema es que sólo consideremos un conjunto finito de
predicados que son todos aplicables a los objetos bajo consideración, y que cada par de ob-
jetos considerados no consista de dos objetos idénticos (con referencia al conjunto de predi-
cados). La consecuencia es que desde un punto de vista lógico, no hay en el mundo tal cosa
como una clase de objetos similares (Watanabe 1969b: 526 ).

Lo que pretende Watanabe es demostrar que toda clasificación es imposible sin alguna
clase de sesgo o de supuesto previo, un supuesto tan plausible como impreciso. El teo-
rema tiene ese raro nombre por referencia al cuento de Hans Christian Andersen, en el
cual el meollo de la cuestión es que como quiera que escojamos los parámetros un patito
feo es tan parecido a un cisne como dos cisnes lo son entre sí, dado que los atributos que
comparten son igualmente infinitos. Conociendo al dedillo los aportes de Eleanor
Rosch, Nelson Goodman, Amos Tversky, Willard van Orman Quine y Satosi Watanabe
en ese sentido, Gregory L. Murphy y Douglas L. Medin (psicólogos de la Universidad
de Brown y de Illinois y reciente colaborador de Scott Atran este último) comentan la
naturaleza del teorema añadiendo una picante observación:
Tversky (1977) demostró convincentemente que el peso relativo de un rasgo (igual que la
importancia relativa de los rasgos comunes y distintivos) varía con el contexto del estímulo
y con la tarea experimental, de modo que no hay una única respuesta a la pregunta de cuán
similar es un objeto a otro. Para complicar aun más la materia, Ortony, Vondruska, Jones y
Foss (1985) argumentaron persuasivamente que el peso de un rasgo no es independiente de
la entidad a la cual es inherente. La situación comienza a lucir como si hubieran más pará-
metros libres que grados de libertad, haciendo que la similitud sea demasiado flexible como
para explicar la coherencia conceptual.

148
Una complicación adicional deriva del hecho de que no se han proporcionado constreñi-
mientos a lo que cuenta como un rasgo o una propiedad en el análisis de la similitud. Su-
pongamos que se han de listar los atributos que tienen en común las ciruelas y las cortado-
ras de césped para juzgar su similitud. Es fácil ver que la lista podría ser infinita: ambas pe-
san menos que 10.000 kilogramos (y menos que 10.001 kilogramos), ambas no existían
10.000.000 de años atrás (y 10.000.001 de años atrás), ambas no pueden escuchar bien, am-
bas puede ser arrojadas al suelo, ambas ocupan espacio, etcétera. Del mismo modo, la lista
de diferencias podría ser infinita. … Cualesquiera dos entidades pueden ser arbitrariamente
similares o disimilares cambiando los criterios que cuentan como atributos relevantes (Mur-
phy y Medin : 292 ).

Se advertirá que estas observaciones, similares (valga la paradoja) a las de un artista ba-
tesoniano de la complejidad como Andy Ilachinsky (2007), poseen un aire de familia
con mis viejos argumentos en contra del análisis estructural del mito impulsado por
Claude Lévi-Strauss (Reynoso 1986b ; 1990 ). Es mi especulación que si Lévi-
Strauss hubiera conocido ideas como las de Goodman, Watanabe y tantos otros habría
emprendido con más fuertes recaudos sus análisis, consistentes por entero en la asigna-
ción arbitraria de un número finito de objetos a un número indeterminado e inmenso de
clases contrastantes, agotando en esa operación carente de consecuencias y nunca corro-
borada caso a caso por ningún nativo todo lo que tenía para ofrecer. Si ésa hubiera sido
la circunstancia (y si hubiera hecho suya la observación de Willard van Orman Quine
que reproduje como epígrafe de este libro) tal vez la antropología de una parte impor-
tante del mundo habría sido también muy diferente de lo que es hoy (cf. Quine 1969:
116).
Por el otro lado, no debe perderse de vista que mientras las restricciones interpuestas
por Goodman en torno de la analogía han tenido efectos demoledores, en las ciencias de
la complejidad contemporáneas las nuevas variedades de isomorfismos y metáforas (tal
como se infiere del encabezado de este capítulo y de los campos emergentes de la inde-
xación métrica, la minería de datos, la metaheurística, la edición de grafos, la lógica di-
fusa y la similarity search, campos que ya no aspiran a la predicción puntual o a la re-
plicación exacta) han devenido recursos bons à penser y extraordinarias herramientas de
la práctica. Ni Mary Douglas, ni George P. Murdock, ni –para el caso– Pierre Bourdieu
o sus adversarios anticomparativos o posestructuralistas han marcado los límites a los
que estamos sujetos o se han acercado siquiera a entreverlos. De aquí a un puñado de
capítulos comprobaremos precisamente eso: que ideas que se pensaron hace mucho to-
davía tienen mucho que entregarnos, mientras que otras que parecieron marcar nuestra
época o prometieron un visión alternativa o un mundo nuevo han perdido una parte
importante de su encanto.
Sucede que Goodman y Watanabe tenían razón, pero no toda la razón. Lo mismo se
aplica a las ideas de sembradores de obstáculos del calibre, el rigor y el predicamento de
Kurt Gödel, Kenneth Arrow, Hubert Dreyfus e incluso Amos Tversky. Aunque su in-
fluencia siga siendo conminatoria, ni la filosofía nominalista, ni la abducción imagi-
nativa, ni la ontología del perspectivismo lucen en condiciones de detener el curso de
los acontecimientos; dado que los problemas inversos admiten infinitas soluciones posi-
bles, siempre se encontrará un atajo. Por otro lado, los avances que hoy se materializan

149
en el plano de las técnicas no son meros giros epistémicos que se olvidarán dos o tres
modas más adelante sino eventos que están transformando (como pocas veces se trans-
formó antes) lo que es posible hacer, decir y pensar.

150
6. AMOS TVERSKY: INTRANSITIVIDAD, ASIMETRÍA Y CONTEXTO

Siempre que haya un simple error en el que caiga la


mayoría de los profanos, habrá una versión ligera-
mente más sofisticada del mismo problema en el
que incurran los expertos.
Amos Tversky

Una generación posterior a Nelson Goodman pero fallecido por los mismos años en
plena juventud, el psicólogo cognitivo y matemático Amos Tversky [1937-1996] es uno
de los personajes que ha interrogado con mayor refinamiento y amplitud las problema-
ticas de la similitud y la diferencia. Desde muy temprano en su carrera desarrolló un
concentrado interés en esos asuntos, los que hasta ese entonces no se habían singulari-
zado como tales aunque la noción de similitud, en particular, aparece por doquier en la
teoría psicológica y en cualquier empresa con la más nimia inquietud comparativa.
Cuando Tversky comenzó a estudiar esas temáticas la estrategia dominante eran los
modelos geométricos que hemos tratado en capítulos precedentes; tal como allí hemos
visto, en esos modelos cada objeto es representado por algún punto en algún espacio de
coordenadas de dos o tres dimensiones, tal que la distancia métrica entre los puntos
refleja la similitud entre los objetos correspondientes.
Tversky pensaba que era más intuitivo representar los estímulos en términos de sus di-
versos rasgos cualitativos que hacerlo por medio de unas pocas dimensiones cuantitati-
vas. En su modelo contrastivo de la similitud Tversky pone en tela de juicio los supues-
tos que subyacen a la estrategia geométrica y construye un modelo alternativo basado en
el cotejo o apareo de rasgos [ feature matching]. Comenzando con unos cuantos supues-
tos muy simples expresados en un lenguaje de fácil comprensión y cualidad literaria,
Tversky fue capaz de predecir hechos inesperados sobre la percepción de la similitud y
de proporcionar ingeniosas reinterpretaciones de hechos previamente conocidos.
Es posible que la crítica de Tversky al modelo geométrico sea más conocida que la al-
ternativa que él elaboró y hasta cierto punto es justo que así sea. Desde el princpio
Tversky había subrayado la significación de las problemáticas de la similitud y la di-
ferencia, describiéndola como muy pocos han sabido hacerlo en su ya clásico “Features
of similarity” de 1977:
La similitud juega un papel fundamental en las teorías del conocimiento y la conducta.
Sirve como un principio organizador mediante el cual los individuos clasifican objetos, for-
man conceptos y hacen generalizaciones. Ciertamente, el concepto de similitud es ubicuo
en la teoría psicológica. Subyace a los planteos de generalización de estímulo y respuesta
en el aprendizaje, se emplea para explicar errores en la memoria y el reconocimiento de pa-
trones y es central al análisis del significado connotativo.

Los datos de similitud y disimilitud aparecen en diferentes formas: ratings de pares, orde-
namientos de objetos, comunalidad entre asociaciones, errores de sustitución y correlación

151
entre ocurrencias. Los análisis de esos datos intentan explicar las relaciones de similitud ob-
servadas y capturar la estructura subyacente de los objetos bajo estudio (Tversky 2004: 7).

Simplificando la notación usual según la sugerencia del propio Tversky, digamos que
una función de distancia métrica, δ, es una escala que asigna a cada par de puntos un
número no negativo, llamado su distancia, de acuerdo con estos tres axiomas:
Minimalidad: δ(a, b)  δ(a, a) = 0

Simetría: δ(a, b) = δ(b, a)

Desigualdad de triángulo: δ(a, b) + δ(b, c)  δ(a, c)

Esto equivale a lo que en otras regiones de la bibliografía se ha dado en llamar sim-


plemente una métrica o un espacio métrico, el cual no es otra cosa que un conjunto que
satisface los mismos tres axiomas o condiciones (Edgar 2008: 41-48). Por más que hoy
en día las doctrinas en puja necesitan superhéroes y todos parecen creer que la historia
transcurrió de ese modo, Tversky (devenido protagonista involuntario de un relato he-
roico) no inventó ni una sola palabra de todo esto ni articuló la imputación fundacional
que se le atribuyó. La verdad es que los axiomas fueron fijados inicialmente por Mau-
rice Fréchet (1906 ; 1928) mientras que la denominación de espacio métrico parece
ser creación de Felix Hausdorff [1868-1942] en sus Grundzüge der Mengenlehre (1962
[1914]: cap. VI, §20), la primera gran sistematización de la teoría de conjuntos. Los
axiomas son a su vez reminiscentes de los que Grassmann y Helmholtz, en una lengua
incomunicada con la de Fréchet, establecieron en el siglo XIX como los principios que
definen la medición misma (cf. más arriba, pág. 30).
El valor agregado por Tversky a este círculo de ideas radica en otra parte, dado que él
propuso evaluar la adecuación del modelo geométrico examinando la validez de los
axiomas métricos toda vez que δ se considere una medida de disimilitud. El axioma de
minimalidad, por empezar, implica que la similitud entre un objeto y él mismo es la
misma en todos los objetos. Esta suposición, sin embargo, no se sostiene en el caso de
algunas medidas de similitud. El hecho es que la probabilidad de juzgar dos estímulos
idénticos como si fueran “el mismo” no es constante para todos los estímulos. En ciertos
experimentos de reconocimiento un objeto se identifica como “otro” objeto con mayor
frecuencia con que se reconoce como “el mismo”. Si la probabilidad de identificación se
considera como medida de similitud, observaciones de esta clase violan la tesis de mini-
malidad y son, por ende, incompatibles con el modelo de distancia. La razón es fácil de
entender y Tversky fue, sin duda, el causante de que pudiéramos entenderla mejor.
Tanto los filósofos como los psicólogos han pensado siempre que la similitud es una
relación simétrica, al punto que la presunción de simetría subyace a prácticamente todos
los tratamientos teoréticos de la similitud. Oponiéndose a esa tradición, Tversky aportó
abundante evidencia empírica de relaciones carentes de simetría, estableciendo además,
de una vez y para siempre, que la similitud no debe ser tratada como una relación simé-
trica. Cuando se dice “a se parece a b” casi nunca se quiere decir “b se parece a a”, pues
tales afirmaciones son direccionales y la elección tanto del sujeto como del referente de

152
la frase depende, al menos en parte, de la saliencia relativa de ambos. Tendemos a esco-
ger al estímulo más saliente (o prototipo) como referente, y al menos saliente, o va-
riante, como sujeto. Decimos “el retrato se parece a la persona” más que “la persona se
parece al retrato”; o “el hijo se parece al padre” y no “el padre se parece al hijo”, “una
elipse se parece al círculo” y no “el círculo se parece a una elipse” y “Corea del Norte es
como China Roja” y no “China Roja es como Corea del Norte”. El señalamiento de la
asimetría de las proximidades implicó un golpe al optimismo de los practicantes de
ciertas técnicas, y en particular del análisis multidimensional. El hecho es que el MDS,
por ejemplo, sencillamente no puede procesar ni representar esta clase de relaciones a
menos que el usuario practique promediaciones y demás manipulaciones ad hoc, siem-
pre complicadas, feas y poco convincentes (Borg, Groenen y Mair 2013: 40-42.).

Figura 6.1 – Hipótesis de diagnosticidad – El porcentaje de sujetos que escogieron cada país
como el más similar a Austria aparece bajo cada país (basado en Tversky 2004 [1977]: 35).

Otra paradoja de la similitud tiene que ver con su dependencia contextual (su diagnosti-
cidad, como se la llama) ejemplificada en la figura 6.1. De acuerdo con cuál sea el
contexto (y cambiando uno solo de tres países) puede darse el caso de que se juzgue a
Suecia el país más parecido a Austria o que se concluya que es el que menos se le pa-
rece. En la huella de Tversky otros autores han reportado casos alternativos, con resul-
tados a veces sorprendentes. Véase por ejemplo Barsalou (1982 ), Murphy y Medin
(1985 ), Nosofsky (1986 ), Medin y Shoben (1988 ), Medin, Goldstone y Gentner
(1993 ) y varios papers compilados en Ulkrike Hahn y Michael Ramscar (2001).
Mark D. Fairchild (2013: 168-169 ), del Instituto de Tecnología de Rochester, sumi-
nistra un ejemplo de la forma en que un cambio combinado con una fijación de atención
puede afectar los juicios de similitud. El ejemplo le resulta asombroso a Douven y
Decock (2010 ) pero es apenas una fracción de lo impactante de lo que son los casos
que he documentado en mis páginas sobre cognición visual.43

43
Véanse materiales en las páginas sobre Antropología del Conocimien to y Ciencia Cogntivia en
https://www.academia.edu/58253624/Ciencia_Cognitiva_y_Antropolog%C3%ADa_del_Conocimiento_3
_Pensamiento_visual_I,
https://www.academia.edu/58255347/Ciencia_Cognitiva_y_Antropolog%C3%ADa_del_Conocimiento_4
_Pensamiento_visual_II y
https://www.academia.edu/58256331/Ciencia_Cognitiva_y_Antropolog%C3%ADa_del_Conocimiento_5
_Psicolog%C3%ADa_cognitiva.

153
La direccionalidad y la asimetría de las relaciones de similitud son particularmente
conspicuos en los símiles de las metáforas. Usualmente se dice que “los turcos pelean
como tigres” y no que “los tigres pelean como turcos”. También es muy común que la
dirección con que se expresa un símil comunique un significado diferente a lo que sería
la misma idea expresada en la dirección contraria: “Un hombre es como un árbol”
implica que el hombre tiene raíces; “un árbol es como un hombre” sugiere que un árbol
posee una historia de vida. Tversky, al igual que sucedió con Lakoff y Johnson (1980;
1987), nunca desarrolló de primera mano la problemática de la especificidad idiomática
y cultural de esas metáforas y es lástima que así haya sido. Tampoco ha ahondado en la
consideración pormenorizada de los factores de similitud que subyacen a las metáforas
aparte de algunas observaciones interesantes, sí, pero inorgánicas. Quienes han tratado
de vincular más ordenadamente las asimetrías de la similitud con la metaforicidad han
sido Andrew Ortony y sus colaboradores de la Universidad de Illinois en Urbana-Cham-
paign (cf. Ortony et al. 1985). No seguiremos aquí empero esta línea de investigación.
No todo el mundo sabe que una de las principales fuentes de inspiración de las ideas de
Tversky son los estudios de esa antropóloga honoraria que en su década de oro fue Elea-
nor Rosch y en particular, en lo que a la asimetría concierne, un artículo suyo poco co-
nocido, “Cognitive reference points” (Rosch 1975c). Es un texto sobre el que hasta el
día de hoy se siguen escribiendo ensayos y libros enteros en las disciplinas más diver-
sas, configurando un foco de discusión sobre un concepto comparativo esencial que la
antropología se ha obstinado en desconocer (v. gr. Holyoak 1978 ; Holyoak y Mah
1982 ; Holyoak y Gordon 1983 ; Langacker 1993; Bowdle y Medin 2001 ; Tribu-
shinina 2008 ). A Tversky le impresionan sobre todo las observaciones de Rosch so-
bre las asimetrías de la similitud plasmadas en ese artículo:
[En sus experimentos] Rosch usó tres dominios de estímulos: el color, la orientación de lí-
neas y los números. En cada dominio ella apareó estímulos prominentes o focales con esti-
mulos no focales. Por ejemplo, un rojo puro fue apareado con un rojizo, una línea vertical
con una línea diagonal y un número redondo ( p. ej. 100) con un número no redondo ( p. ej.
103).

En todos los tres dominios, Rosch encontró que la distancia medida entre los estímulos era
más pequeña cuando el estímulo más prominente se fijaba desde el vamos. Esto es, la simi-
litud de la variante respecto del prototipo era mayor que la similitud del prototipo respecto
de la variante. Rosch también mostró que cuando se les presentaban patrones oracionales
[sentence frames] que contenían hedges tales como “___ es virtualmente ___” los sujetos
generalmente colocaban el prototipo en la segunda posición blanca y la variante en la pri-
mera. Por ejemplo, los sujetos preferían la frase “103 es virtualmente 100” a la frase “100
es virtualmente 103” (Tversky y Gati 1978: 89 ).

En este esquema los prototipos son, por así decirlo, la dimensión de anclaje para hacer
juicios sobre miembros menos prototípicos de las categorías.
La desigualdad de triángulo, por su parte, difiere de la minimalidad y la simetría en que
no puede formularse en términos ordinales. El axioma asegura que dados tres puntos
una distancia ha de ser menor a la suma de las otras dos, de modo que se lo puede refu-
tar con datos ordinales o incluso con datos de intervalo. No obstante, la desigualdad de

154
triángulo implica que si a es muy parecido a b, y b es muy similar a c, entonces a y c no
pueden ser demasiado diferentes entre sí. Pero el ejemplo que brinda Tversky (inspi-
rándose según se dice –aunque no he podido corroborarlo– en alguna idea de William
James) arroja dudas sobre la validez psicológica de ese supuesto. Considérese, dice
Tversky, la similitud que media entre países: Jamaica se parece a Cuba (porque son islas
próximas) y Cuba es similar a la Unión Soviética (por la afinidad en su orientación polí-
tica en un momento de la historia); todos estarán de acuerdo, empero, en que Jamaica y
la URSS se parecen muy poco.
Este ejemplo muestra que, al contrario de lo que podría esperarse, la similitud no es
transitiva. Además, la distancia percibida desde Jamaica a la URSS excede la distancia
percibida entre Jamaica y Cuba sumada a la que media entre Cuba y Rusia, y es ahí
donde se contradice la desigualdad de triángulo. Aunque ejemplos como éste no refutan
formalmente dicha desigualdad, claramente indican que no se lo debe tomar como si
fuera la piedra angular de los modelos y de los enunciados de similitud. Esta es una
observación de mucho peso, por cuanto la desigualdad es un principio operativo muy
importante en diversas ciencias; no por nada afirmaba Karl Menger que “la desigualdad
de triángulo me parece a mí que forma, ciertamente, el punto central de una parte muy
grande de las matemáticas” (cf. Shepard 1980: 398 n. 11). Aunque siempre es el último
axioma en ser nombrado tal parece que es aquél en el cual se originan todas las demás
definiciones. De hecho, un espacio semimétrico en el que el postulado de la desigualdad
de triángulo sea válido se llama un espacio métrico. La función de distancia de un es-
pacio métrico es, en rigor, lo que se llama una métrica (Blumenthal 1970 [1953]: 14).
No puede haber en suma ni sombra de una métrica propiamente dicha sin que primero
se satisfaga ese axioma.
Otros trabajos de Beals, Krantz y Tversky (1968 ), Krantz y Tversky (1975 ) y
Tversky y Krantz (1970 ) han probado sobradamente que los axiomas métricos en sí
mismos son asombrosamente débiles y que están afectados por presuposiciones subya-
centes a la especificación de la función de distancia (tales como substractividad intra-
dimensional y aditividad interdimensional) que conviene estudiar en profundidad antes
de jugarse la cabeza pronunciando juicios que hasta hoy habían parecido más bien
obvios pero que, por su impacto sobre las métricas comparativas, podrían tirar abajo el
significado y la calidad de una investigación.
Concluye Tversky en su artículo canónico que a pesar de sus muchas aplicaciones fruc-
tíferas (p. ej. Carroll y Wish 1974 ; Shepard 1974 ) la estrategia geométrica en el
análisis de similitud afronta severas dificultades, puesto que la aplicabilidad de los su-
puestos de dimensionalidad es limitada y los axiomas métricos son cuestionables. Espe-
cíficamente, la minimalidad es problemática, la simetría en apariencia falsa y la desi-
gualdad de triángulo poco convincente. Incluso la identidad es un sumidero de para-
dojas, como se verá en seguida.


155
El pensamiento relativista en filosofía y en ciencia cognitiva, mil veces más radical de
lo que jamás lo fue en las ciencias sociales, adora hacer tormentas en vasos de agua y
encontrar (o inventar) problematicidad incluso donde parece que no puede haberla. Una
de las tempestades favoritas que gusta desatar esa postura consiste en sostener que la re-
lación de identidad es una forma de similitud plagada de paradojas y de imposibilidades
cuyo orden de magnitud empequeñece a los dilemas imaginados por Nelson Goodman.
Debido a la naturaleza cerrada de los espacios disciplinarios y al carácter auto-destructi-
vo de las argumentaciones con que se formulan, las paradojas de la identidad todavía no
han anidado en la antropología, como si hasta sus usuarios potenciales intuyeran su
irreductible peligrosidad. Si se pretende definir una polaridad el mantenimiento de una
instancia identitaria fuerte es necesario para mantener en pie los relativismos, perspec-
tivismos, exoticismos y ontologismos que hoy se estilan. Incluso los deleuzianos (que
creen, equivocadamente, que Deleuze inventó las ideas hermanas de la precariedad de lo
idéntico y de la futilidad de la filosofía clásica) se atienen a esa premisa.44 A pesar de
todo, y por ser la amenaza tan fatídica, dedicaré preventivamente a las problemáticas de
la identidad un par de párrafos procurando atenuar la usual pedantería notacional con la
que se suele tratar el tema y sin fijar en absoluto posición.
El argumento común a todos los aficionados a la problematización es que no puede
decirse que algo sea idéntico (o siquiera parecido) a sí mismo. Incluso las formulaciones
más prudentes y amplias de la identidad dan lugar a paradojas que facilitan el tránsito
entre premisas que nadie discutiría a conclusiones imposibles de aceptar. Lo inquietante
del caso es que los promotores o estudiosos de las paradojas de la identidad ni siquiera
se ponen de acuerdo en proporcionar una clasificación unitaria de tales paradojas. Para
Harry Deutsch (2008 ) en su artículo sobre identidad relativa en la Enciclopedia Stan-
ford de Filosofía las clases de paradojas son (1) la paradoja del cambio, (2) la paradoja
de Crisipo, (3) la paradoja de los 101 dálmatas (o de los 1001 gatos), (4) la paradoja de
constitución material, o del bronce y la estatua, (5) la paradoja del barco de Teseo y (6)
la paradoja de [Alonzo] Church. Para Igor Douven y Lieven Decock (2010 ), en cam-
bio, las paradojas se apiñan en clases tales como: (1) la sensitividad al contexto, (2) la
vaguedad, (3) la intransitividad y (4) la variabilidad interpersonal. Las paradojas nomi-
nadas canónicas, y otras más, se acomodan mal o bien en algunas de las nuevas clases.
Otras paradojas reconocidas por los expertos rondan por ahí: las paradojas de la iden-
tidad personal y las fastidiosas paradojas cuánticas del bucle causal, del abuelo, de Pol-
chinski y de Tolman, entre otras.
En un registro mucho más estetizante y de guisas muy diferentes, tanto Gilles Deleuze
como (antes que él) Gertrude Stein han sabido poner la identidad y la repetición en la
encrucijada (Lorange 2014: 206-222). No son buenos tiempos para la identidad, en
suma; ella ya no es el punto de referencia o el grado cero de otras clases de relaciones.

44
Debido a que en algún momento la filosofía pos-identitaria de Deleuze invoca el disparate de su noción
de multiplicidad (que confunde una teoría de la curvatura con la dialéctica de lo uno y lo plural y que
sigue ateniéndose al mandato cartesiano-empirista-fenomenológico de que es imperativo “concebir las
cosas en sí mismas”) no prestaré aquí a esta formulación el tratamiento que en otras circunstancias cabría
darle (cf. Deleuze 2004: 45, mi subrayado; cf. Voisset-Veysseyre 2011; Reynoso 2018a ).

156
Cualquiera sea la taxonomía implicada, tanto los estetas como los axiomáticos se sitúan
en masa en facciones internas irreconciliables según sea la paradoja que se confronte y
los remedios que se escojan para aminorarla. Antes, en los tiempos de Nelson Good-
man, daba la impresión de que si bien la similitud y la diferencia se encontraban en difi-
cultades, al menos la identidad estaba exenta de sospecha. Ahora ni siquiera eso es
seguro.


Un aspecto que corresponde tratar el este punto es sin duda el teorema de la imposibili-
dad de [Kenneth] Arrow [1921-2017], encarnación formal y arquetipo de infinitos pro-
blemas intratables, como la bien conocida triple coacción de piedra-papel-tijera (cf.
Arrow 1963 [1951]). El teorema es miembro de una clase bien conocida, la clase de las
pruebas de imposibilidad. Esta clase de pruebas establece formal y permanentemente
que un problema perteneciente a esa categoría no puede ser resuelto por más empeño
que se ponga y recursos con que se cuente. Esto es algo de muy otro orden de compleji-
dad que un problema todavía no resuelto, o que un problema perteneciente a clases de
complejidad no susceptibles de resolución en tiempo polinómico (problemas NP-duros,
NP-completos, etc); éstos pueden ser solucionados en principio algún día mientras que
un problema insoluble está lógica o matemáticamente probado que no puede serlo, cual-
quiera sea el progreso de la ciencia, el estado del conocimiento, el tiempo disponible
para su resolución y el crédito académico de quienes lo confrontan (Garey y Johnson
1979).
Hay varias pruebas de imposibilidad en diversas ramas de las matemáticas y de la
lógica: se saben insolubles –con regla y compás– la cuadratura del círculo, la trisección
de un ángulo y la duplicación del cubo. El problema de la detención [Entscheidungspro-
blem] es todavía más ominoso. En ciencias sociales los principales teoremas de imposi-
bilidad son el de Bengt Holström, el de Gibbard-Satterthwaite, el de Duggan Schwartz y
por supuesto el de Kenneth Arrow, hoy el más mentado de todos pese a las “soluciones”
imaginarias que se han propuesto y a las críticas proliferantes que suscitó.
Habría sido de esperar (y no sería mucho pedir) que en la antropología comparada de
los HRAF se propusiera algún teorema de este tipo, pero (literalmente) toda la inducción
del mundo no ha sido capaz de descubrir ni uno solo. Ni una sola rama de la antropo-
logía ha sido capaz de examinar reflexivamente y con resultados productivos la comple-
jidad, la tratabilidad o la imposibilidad de los problemas que ella misma plantea. Si
dedico a este tópico tantos renglones es porque pienso que los antropólogos deberíamos
tener algo sólido que aportar al tratamiento de un asunto que es comparativo por donde
se lo mire.
El teorema de Arrow establece que en la eventualidad de una elección (en una toma de
decisiones, como se dice) cuando los votantes tienen tres o más alternativas ningún or-
den de rango permite diseñar un sistema de votación que convierta las preferencias de
los individuos en una preferencia global de la comunidad completa y transitiva de modo
tal que se satisfagan al mismo tiempo ciertos criterios “racionales”. Estos criterios son:

157
Dominio no restringido o universalidad: Todas las preferencias están permitidas.

No dictadura: Ausencia de un "dictador" con poder para imponer preferencias al grupo.

Eficiencia de Pareto o unanimidad: Es un estado de alocación de recursos en el cual es im-


posible hacer que un individuo mejore sin que otros individuos empeoren su situación. Otra
lectura nos dice que no se debe escoger una alternativa si existe otra que todo el mundo cree
superior. Una alocación se define como Pareto-eficiente cuando –con la condición cum-
plida– no puede ser mejor de lo que es.

Independencia de alternativas irrelevantes, independencia binaria o axioma de indepen-


dencia. Si en un conjunto de elecciones {A,B} se prefiere A a B, introducir una tercera
opción X, expandiendo el conjunto a {A,B,X} no debe hacer que B sea preferible a A.

La escuela arroviana, como se la llama, es hoy una de las tendencias dominantes en esa
convergencia disciplinaria que se ha formado en torno de las teorías de la elección y el
voto (Kelly 1978; Arrow, Sen y Suzumura 1996; 1997; 2002; 2011; Maskin, Sen y otros
2014). Lo que más me entristece de todo esto es que el comportamiento de la antropo-
logía frente a este embate ha sido decepcionante. Ciertas corrientes dominantes, compa-
rativas a su modo y situadas hoy en una tesitura que se dice pos-social y pos-individual
ni siquiera comparten los elementos conceptuales básicos como para someterla a prueba
o tomar postura frente a ella. El cuestionamiento más directo hasta hoy, el del antropó-
logo y sociolingüista anticientífico belga Jan Blommaert no logra elevar la cota de cali-
dad. Su argumento fundamental es un enésimo ataque contra el valor de verdad de la
teoría de la elección racional, denunciando la invalidez transcultural de cualquier mode-
lo de racionalidad, alegando con un Copy/Paste testimonial la indescifrabilidad de la no-
tación simbólica en la prueba del teorema y clamando contra la perversidad de los mate-
máticos complotados para dominar el mundo, nada de lo cual roza la superficie de un
razonamiento serio o aporta una demostración que valga la pena (Blommaert 2016 ).
Yo podría haberle dado a Blommaert más y mejores elementos de juicio de los que a él
le mueven el tablero, informándole, por ejemplo, que Arrow inició su investigación en
plena guerra fría contando (igual que sucedió con nuestro George Peter Murdock) con
financiamiento de la RAND Corporation, de la Fuerza Aérea y de la Fundación Rocke-
feller (Arrow 1963 [1951]: ix versus Price 2016: xxii, 98-102, 269, 304, 307-314, 353,
355, 362, 393 n5 ). Pero eso no hace al fondo del problema. El teorema de Arrow, que
ante ataques como ésos se ha sostenido robustamente más de seis décadas, está proban-
do algo mucho más genérico e importante que lo que parece plantear, y eso es que con-
diciones y premisas sumamente blandas y débiles, cuando operan en conjunto, pueden
acabar generando constreñimientos en extremo severos, si es que no definitorios. Por
más que al haber sido acreedor a un Premio Nóbel de Economía conmuta a cualquier
científico en un personaje altamente sospechoso, tampoco defiende Arrow, incidental-
mente, el principio de la elección racional, sino que más bien prueba que si el econo-
mista o el politólogo se empeña en sostener un principio como ése el resultado es una
paradoja irresoluble.
Aparte de llevar la reflexión sobre la comparación hacia rumbos inéditos, el primer libro
de Arrow incluye un capítulo específico sobre la similitud como base de los juicios de
158
bienestar social. Este es probablemente el lado flaco de su argumentación dado que
todas las ideas sobre la formación del consenso a través de los individuos y la genera-
lización social de los imperativos morales están necesitadas de una elaboración de más
amplia perspectiva histórica y transcultural. Con todo, tampoco es el realismo empírico
el nudo de la cuestión, el cual es (al igual que la idea batesoniana del doble vínculo) por
completo independiente de la ilustración circunstancial de un caso expresado en una
jerga econométrica y de toma de decisiones cristalizada, minoritaria, letárgica y enveje-
cida. Si nos distraemos con estos factores periféricos, dilapidamos la posibilidad de
activar una visión antropológica que no presuma la ineptitud de quienes no han leído
antropología, que reconoce que a la disciplina le resta mucho por aprender y que por eso
mismo nos permitiría administrar nuestras batallas con algo más de lucidez.
El problema guarda menos relación con la dialéctica del parecido y la diferencia que
con la comparación en el más amplio sentido, en tanto que muchas de las decisiones de
preferencia, voto o elección que se nos plantean en la vida cotidiana y que presuponen
linealidad, sumatividad a lo Nagel-&-Cohen y homogeneidad de escalas (tales como
“cuál es el mejor destino turístico”, “la mejor universidad”, “los mejores diez restauran-
tes”, “la persona (¡o la raza!) más inteligente”, “los mejores (o peores) finales de series
de televisión”, “la mejor teoría antropológica” o “la mejor ciudad para vivir”) está pro-
bado que aunque no fueran tan obtusas son tan irremediablemente indecidibles como el
análisis estructural del mito. Sin nombrar el teorema de Arrow así lo ha sugerido de ma-
nera un tanto informal Edward MacNeal con respecto al ranking de ciudades en el capí-
tulo “Survey” de su libro de divulgación Mathsemantics (1994: 253-268, esp. 266-267):
[D]ependiendo de sus pesos, cincuenta y nueve ciudades han sido calificadas ya sea prime-
ra o última. Nueva York, por ejemplo, sería calificada primera con la siguiente distribución
porcentual de pesos (que no suma 100% debido al redondeo): Salud 24%, Transporte 22%,
Artes 22%, Recreación 17%, Vivienda 14% y Clima 2%. Nueva York sería calificada
última con estos pesos: Crimen 265, Vivienda 34%, Economía 18%, Clima 5% y Educa-
ción 5%. Sin embargo, los pesos siguientes harían que Los Angeles calificara primera:
Salud 24%, Artes 22%, Clima 21%, Vivienda 17% y Recreación 165. Los Angeles sería
última con estos pesos: Vivienda 34%, Crimen 34%, Economía 18% y Transporte 14%.

Aquí hay unos pesos que necesitarían diversas áreas metropolitanas para calificar primeras:
Oakland, Calif., Clima 82%; Anderson, S. C., Vivienda 82%; Detroit, Mich, Salud 81%;
Wheeling, W. Va., Cimen 79% y Fort Collins, Colo., Reacreación 82%. Para calificar últi-
mas se requieren estos pesos: Bismarck, N. D., Clima 60%; Santa Barbara, Calif, Vivienda
78%; St. Joseph, Mo., Salud 69%; Miami, Fla., Crimen 96%; Nassau, N. Y., Transporte
74%, Lafayette, La., Educación 50%; Fort Walton Beach, Fla., Artes 86%; Fayetteville, N.
C., Recreación 82% y Jackson, Mich., Economía 66%.

Simplemente cambiando el peso relativo de unos cuantos factores la misma ciudad, por
ejemplo, puede aparecer primera o última en la tabla de preferencias, algo parecido a la
comparación de países ilustrada por Amos Tversky (2004 [1977]: 35) que hemos exa-
minado al principio de este mismo capítulo, y con un aire de familia también (¿quién
podría negarlo?) con la teoría batesoniana del doble vínculo.



159
Aunque después de los cuestionamientos de Watanabe y de Amos Tversky la idea que-
dó considerablemente degradada, alguna que otra vez almas caritativas intentaron recu-
perar el modelo geométrico; todavía lo siguen intentado, y por buenas razones. Llevada
a la última consecuencia, la crítica del modelo geométrico involucraba renunciar, por e-
jemplo, al MDS, a los métodos de análisis de componentes y a buena parte de sus deri-
vaciones, reinstaurando los famosos axiomas de la medición que rigen los juicios de si-
militud y diferencia y cuya impropiedad demostrara inequívocamente el mismo Tvers-
ky. Uno de esos intentos de restauración sin mayor continuidad fue el de Austen Clark
(1993) quien considera básica una relación de similitud, construyendo espacios de simi-
litud utilizando la técnica del escalado multidimensional que hemos desarrollado en otro
lugar de este mismo libro (cap. 4.2, pág. 69). Tales desarrollos se concentran en varios
trabajos y en particular en el libro mencionado, en el que desenvuelve su teoría de la
sensación.
Otras modificaciones sugeridas para mantener en vida al modelo geométrico han sido
las de la neurocientífica y musicóloga Carol Krumhansl (1978 ), el psicólogo mate-
mático Eric W. Holman (1979 ), el psicólogo cognitivo Robert M. Nosofky (1991 ),
los teóricos de datos Berrie Zielman y Willem Heiser (s/f ) y el científico cognitivo
Mikael Johannesson (2000 ) de la Universidad de Lund, entre otros. Estos modelos
tratan de afrontar la paradoja de la asimetría de los juicios de proximidad (la cual inha-
bilita el análisis multidimensional) explicando tales juicios en términos de la función de
distancia en el espacio de similitud y de algún otro factor tal como la densidad (Krum-
hansl), el sesgo (Holman, Nosofsky), la descomposición de parámetros (Zielman y Hei-
ser) o la prominencia (Johannesson). En un artículo que resume adecuadamente el esta-
do de situación, Lieven Decock e Igor Douwen (2011 ), filósofos de Amsterdam y
Groningen, evalúan el estado de desarrollo de la idea de similitud después de los cues-
tionamientos del modelo geométrico emprendidos por Nelson Goodman y Amos Tvers-
ky. Dejo que el lector evalúe la propuesta, que a mi juicio resulta poco satisfactoria. Si
tenemos además en cuenta que las representaciones gráficas de las diversas variantes del
análisis de correspondencias y de componentes principales en su formato usual sólo
pueden dar cuenta de distancias lineales y de elementos muy poco diferenciados (como
hemos visto más arriba en el caso de Pierre Bourdieu) lo menos que puede decirse es
que esta familia de métodos comparativos se encuentra hoy en un atolladero del cual no
será fácil salir, excepto mediante soluciones igual de complejas que los problemas que
se plantean, como las que se revisarán en los capítulos §9 a §11. Pero para llegar a esa
encrucijada todavía falta un largo trecho.

160
7. DE ROSCH A VORONOI – PROTOTIPOS, DISTANCIAS Y ESPACIALIDAD

En los últimos años las elaboraciones pos-goodmanianas y pos-tverskyanas de Douven,


Decock, Dietz y Egré (2013 ) se han vuelto a articular y re-empaquetar en términos de
la estrategia de los espacios conceptuales de Peter Gärdenfors (2000 ; 2004 ; 2007
), un marco que está ganando lugar en otras regiones de la ciencia cognitiva como vía
alternativa a la vieja polémica entre los modos proposicionales y los imaginativos de re-
presentación de primitivas “en la mente” que dividieron a la temprana psicología cog-
nitiva y a sus derivaciones antropológicas (cf. Reynoso 1993: cap. 11 ).
La pregunta que se formulaba en aquel entonces era sobre la forma en que la informa-
ción se encontraba almacenada en algún lugar del neocórtex, del sistema límbico, del hi-
pocampo o del órgano o conjunto de órganos que fuere. Esta fue sin duda una de las po-
lémicas más agitadas e inconcluyentes en el interior de la psicología y la ciencia cogni-
tiva, en la cual David Cooper, Stephen Kosslyn, Allan Paivio y Jean-Pierre Changeux,
partidarios de la codificación espacial y analógica de las imágenes, batallaron contra
John R. Anderson, Zenon Pylyshyn y S. K. Reed, proponentes –junto a las huestes del
MIT, para variar– de una codificación de tipo lógico y abstracto (cf. Pylyshyn 1983;
2007 ; Anderson 1983 ; Denis 1984; Logie y Denis 1991; Kosslyn 1996; Dedrick y
Trick 2009 ; Fodor y Pylyshyn 2015). Todo el mundo se olvidó ya de esa controversia
excepto, al parecer, el polemista serial Jerry Fodor [1935-2017] (cf. Fodor 2009 ). La
idea rectora de Gärdenfors es que los conceptos se pueden representar geométricamente,
esto es, por medio de espacios métricos, tal que estos espacios preceden tanto a la repre-
sentación imaginativa como al pensamiento semántico y proposicional.
El giro contemporáneo hacia la geometría espacial (que no necesariamente se traduce en
gráficos de distancias como los que hemos visto) es mucho más amplio e innovador de
lo que podemos reflejar en este estudio. Tal como se manifesta en las recientes series
sobre “Explorations on Language and Space” de la Universidad de Oxford, en las cuales
hay contribuciones interdisciplinarias sobre “la génesis espacial del lenguaje y el co-
nocimiento”, o en textos titulados como Los fundamentos espaciales de la cognición y
el lenguaje compilado por Mix, Smith y Gasser (2010) o en “La geometría conceptual
del significado lingüístico” de Paul Chilton (2014), hoy en día prevalece un pensamien-
to opuesto al que promoviera el relativismo lingüístico. En concordancia con la natura-
leza pre-cortical de la percepción, memoria y gestión del espacio a través de las espe-
cies, la hipótesis dominante ahora es que las experiencias del espacio (y por ende las
experiencias de las proximidades y distancias) definen tanto las primitivas de la lógica
como las del pensamiento y el sentido del número (cf. Casasanto 2008 ; Evans y Chil-
ton 2010; de Hevia, Girelli y Cassia 2012; Frank, Mark y Raubal 2013 ; Tenbrink y
otros 2013). En lo que atañe al lenguaje, a todo esto, lo mejor es callar. Fenómeno cor-
tical por excelencia, se diría que está demasiado cerca de lo que Bateson (1985 [1972]:
160-170) llamaba “procesos secundarios”, característicamente digitales y ligados a la
conciencia como para ser la causa eficiente de tales primitivas.

161
Dado que en los espacios métricos tal como los propone Gärdenfors impera cierta va-
guedad, Douven y otros proponen modelar dicha indefinición de maneras que acentúan
el papel que juega en la teoría otro episodio olvidado de la antropología y la psicología
cognitiva y que incluye campos tales como la semántica de prototipos, la clasificación
politética de Rodney Needham, la taxonomía numérica de Sneath y Sokal y el “aire de
familia” de Ludwig Wittgenstein (1948; 1953; Rosch 1972; 1973 ; 1975 ; 1978 ;
Rosch y Mervis 1975 ; Sneath y Sokal 1973; Sokal y Sneath 1963; Needham 1975).
Vale la pena retroceder en el tiempo y ocuparse unos momentos de esa semántica antro-
pológica para después retornar al modelo geométrico de Gärdenfors y a las formas geo-
métricas de representación.

La piedra fundamental de una inesperada geometría de espacios y distancias más o me-
nos difusas es sin duda el libro seminal de Brent Berlin y Paul Kay (1969) anodina y
rutinariamente titulado Basic color terms pero muy audazmente subitulado Their uni-
versality and evolution. En su huella se asentó una semántica de prototipos y aires de
familia de amplísimas consecuencias liderada por Eleanor Rosch durante una década
febril, un tiempo que desde nuestra perspectiva luce más extenso de lo que realmente
fue pero al que nunca valoramos tan alto como se merece. De Berlin y Kay y su antro-
pología del color ya traté suficientemente en un par de capítulos de mi libro sobre (y
contra) el relativismo lingüístico, de modo que remito a ese texto a quien necesite más
detalles sobre el particular (cf. Reynoso 2014b: cap. 8 y 9 ). De la semántica de proto-
tipos urge tratar ahora.
No está de más revisar esa trayectoria desde su inicio. En uno de sus primeros trabajos,
“‘Focal’ color areas…”, Eleanor [Heider] Rosch (1971) puso a prueba una posible base
de desarrollo para la universalidad de los colores focales, esas áreas del espacio del co-
lor que antes se pensaba que eran los nombres de color más ejemplares en muchas len-
guas distintas. La hipótesis era que los colores focales son más “salientes” que los no-
focales para los niños y que son áreas a las que se vinculan inicialmente los nombres
para los colores. Dando a elegir a una larga veintena de personas colores tanto focales
como no-focales bajo diferentes premisas, encontró que los colores focales (a) eran los
elegidos con más frecuencia, (b) los que mejor coincidían entre informantes y (c) los
que se escogían con más frecuencia para representar los nombres de color.
En “Universal in color naming and memory” (Rosch [Heider] 1972) Rosch desarrolla
cuatro experimentos cruciales. En uno de ellos se evaluó el reconocimiento y la memo-
rización de colores entre veinte hablantes de inglés y 21 hablantes de la lengua Dani de
Nueva Guinea, conocida por poseer sólo dos palabras para los colores básicos. Los re-
sultados fueron congruentes con los reportados en el estudio anterior, por lo que se es-
tableció una base más firme para poner en cuestión las teorías relativistas sobre la arbi-
trariedad de la categorización.
En “On the internal structure of perceptual and semantic categories” Rosch (1973a )
detalla experimentos adicionales entre los Dani orientados a esclarecer su capacidad de

162
aprendizaje y memorización de formas geométricas. En otro texto publicado el mismo
año titulado “Natural categories” (Rosch 1973b) la autora reafirma que los dominios de
los colores y de las formas se estructuran en categorías semánticas no arbitrarias que se
desarrollan en torno de “prototipos naturales” perceptualmente salientes. Rosch trabajó
con nada menos que 162 hablantes de la lengua Dani, a quienes considera (de manera
antropológicamente poco avispada) “una cultura de la edad de piedra”. Como sea, éste
es el estudio que disparó la fama del modelo de Rosch y de la noción de prototipo en la
comunidad de la filosofía del lenguaje.

Miembro Rango Puntaje Miembro Rango Puntaje


Específico de Específico de
Bondad de Bondad de
Ejemplo Ejemplo

Petirrojo 1 1.02 Jilguero 28 2.06

Gorrión 2 1.18 Loro 29 2.07

Arrendajo 3 1.29 Andarríos 30 2.40


azul

Azulejo 4 1.31 Faisán 31 2.69

Canario 5 1.42 Ave del 32 2.72


paraíso

Mirlo 6 1.43 Grulla 33 2.77

Paloma 7 1.46 Albatros 34 2.80

Alondra 8 1.47 Cóndor 35 2.83

Golondrina 9 1.52 Tucán 36 2.95

Perico 10 1.53 Buho 37 2.96

Oriol 11 1.61 Pelícano 38 2.98

Sinsonte 12 1.62 Ganso 39 3.03

Pájaro rojo 13.5 1.64 Buitre 40 3.06

Reyezuelo 13.5 1.64 Cigüeña 41 3.10

Pinzón 15 1.66 Zopilote 42 3.14

Estornino 16 1.72 Cisne 43 3.16

163
Cardenal 17.5 1.75 Flamenco 44 3.17

Aguila 17.5 1.75 Pato 45 3.24

Colibrí 19 1.76 Pavo real 46 3.31

Pelícano 20 1.77 Garceta 47 3.39

Pájaro 21 1.78 Gallina 48 4.02


carpintero

Paloma 22 1.81 Pavo 49 4.09


[pigeon]

Tordo 23 1.89 Avestruz 50 4.12

Halcón 24 1.96 Paro 51 4.35

Cuervo 25 1.97 Emú 52 4.38

Gavilán 26 1.99 Pingüino 53 4.53

Grajo 27 2.01 Murciélago 54 6.15

Figura 7.1 – Rosch (1975a: 232 ) – Puntaje de goodness-of-example para una categoría

Del trabajo de campo previo a “Cognitive representations of semantic categories”


(Rosch 1975a ) la autora derivó cuatro hallazgos fundamentales:
 El primero es que la estructura interna de las categorías semánticas superordina-
das es claramente un aspecto pervasivo de la forma en que esas categorías se
procesan en la práctica, un resultado cuya validez no depende (dando un golpe
retroactivo y aplicando otro por anticipado al análisis componencial y al compo-
sicionalismo, respectivamente) de ninguna interpretación particular de los signi-
ficados de su estructura interna.
 El segundo hallazgo es que definitivamente hay diferentes niveles de procesa-
miento en la percepción, tal que el significado de la categoría superordinada pa-
rece afectar la percepción de algunos pares de estímulos, pero no al nivel de los
rasgos concretos.
 El tercer hallazgo consiste en algunas conclusiones sobre las representaciones
subyacentes a las categorías superordinadas, conclusiones que indican que el
significado profundo de estas categorías no parece estar codificado en términos
ni de palabras ni de imágenes; por el contrario, el significado profundo parece
traducirse en un formato en preparación para la percepción concreta que difiere
ligeramente para las palabras y para las imágenes. El hecho que se requiera me-

164
nos tiempo para preparar imágenes sugiere que éstas pueden estar más próximas
a la naturaleza de la representación subyacente de lo que lo están las palabras.
 El cuarto hallazgo, por último, es que las investigaciones realizadas bajo estas
premisas proporcionan un método para recolectar datos concernientes a muchos
de los problemas no resueltos sobre la naturaleza y el desarrollo de la abstrac-
ción.
Uno de los estudios de Rosch menos frecuentado por los antropólogos pero de mayor
impacto en otras disciplinas es “Cognitive reference points” (1975c). Estos puntos de re-
ferencia cognitivos (CRP), inventados por ella from scratch sin más antecedente que
una vaga idea gestáltica de Max Wertheimer (1938), constituyen algo así como una ge-
neralización de la idea de prototipo que permite abordar de lleno la problemática de la
asimetría de las relaciones de similitud, concebida por ella con algunos años de anticipa-
ción a los trabajos magistrales de Amos Tversky que se han revisado en el capítulo ante-
rior. Trabajando en base al concepto de hedges de George Lakoff (reconocible en expre-
siones tales como ‘virtualmente’, ‘casi’, ‘esencialmente’) Rosch demuestra la asimetría
imperante en los dominios del color, la orientación de líneas y los números del sistema
decimal, dejando abierta la posibilidad de que otros dominios semánticos y campos per-
ceptuales (como por ejemplo los landmarks o hitos urbano del arquitecto cognitivo Ke-
vin Lynch) estén estructurados de la misma forma (cf. Lakoff 1973 ; Lynch 2008
[1960]). Los trabajos inspirados en las disciplinas más distantes por este breve pero la-
borioso ensayo son innumerables, lo que es estricta justicia (Holyoak 1978 ; 1982 ;
1983 ; Langacker 1991; 1993; 1995; 1999 ; 2008: 83-85, 87, 314 n. 6, 333, 389 n.
34, 504, 512-51: Bowdle y Medin 2001 ; Tribushinina 2008 ).
El siguiente trabajo a considerar aquí es el artículo conjunto de Eleanor Rosch y Caro-
lyn Mervis “Family resemblances…” (1975 ) en el que se indagan problemáticas de la
prototipicidad en relación con la idea wittgensteiniana de aire de familia. Lo bello del
caso es que –tal como Rosch y Mervis advirtieron un poco antes que Rodney Needham
(1975 ) y mucho antes que Jerry Fodor (2002: 12, 34, 78, 131)– la noción de prototi-
picidad se relaciona clara y explícitamente con el escepticismo del último Wittgenstein
hacia la noción aristotélica de categoría. Wittgenstein ejemplifica la idea de aire de fa-
milia recurriendo a la noción de juego:
Considérense por ejemplo los procedimientos que llamamos ‘juegos’. Significo juegos de
tablero, juegos de cartas, juegos olímpicos, etcétera. ¿Qué es común a todos ellos? No digas
“Debe haber algo en común, o no serían llamados ‘juegos’”, sino que busca y ve si es que
hay algo común a todos. Pues si los miras no verás nada común a todos, sino similitudes,
relaciones, y una serie completa de ellas a ese respecto. Repito: ¡no pienses, sino mira!
Mira por ejemplo a los juegos de tableros, con sus relaciones multiformes. Ahora pasa a los
juegos de cartas; aquí encontrarás correspondencias con el primer grupo, pero muchos
rasgos comunes se caen, y otros aparecen. Cuando pasas después a los juegos de pelota,
mucho de lo que es común se retiene, pero mucho se pierde. ¿Son todos ellos ‘entreteni-
dos’? Compara el ajedrez con el ta-te-ti. ¿Siempre hay triunfo y derrota, o competencia en-
tre jugadores? Piensa con paciencia. En los juegos de pelota hay triunfo y derrota; pero
cuando un niño arroja la pelota a la pared y la vuelve a agarrar, este rasgo desaparece. Mira
las partes que juegan la habilidad y la suerte; y a la diferencia entre la habilidad en el aje-
drez y la habilidad en el tennis. Piensa ahora en juegos como ring-a-ring-o’-roses; aquí hay
165
un elemento de entretenimiento, pero ¡cuántos otros rasgos característicos han desapareci-
do! Y podríamos seguir a través de muchos, muchos otros grupos de juegos de la misma
manera; podemos ver la forma en que las similitudes brotan y desaparecen. Y el resultado
de este examen es: podemos ver una complicada red de similitudes que se superponen y se
cruzan: a veces similitudes genéricas, a veces similitudes de detalle (1953: 66).

A nadie puede pasarle inadvertido que el parecido familiar de Wittgenstein invoca no-
ciones de proximidad y distancia conceptual, aunque por cierto se mantiene una lógica
de listas de atributos discretos. Rosch explotó explícitamente esa inflexión. Si bien el
estudio sobre aires de familia se deriva por momentos en complicadas elaboraciones in-
terpretativas de los experimentos, perdiendo muchas veces foco y filo, cuando llega el
momento de desarrollar las conclusiones Rosch elabora los razonamientos que habrían
de ser los más atinentes a los fines de esclarecer la problemática de las proximidades y
distancias conceptuales. Tras considerar información de prototipicidad como la que in-
forma la tabla de la figura 7.1 (elaborada para otro artículo del mismo año) Rosch esti-
ma que un corolario del hallazgo de una fuerte relación entre parecido de familia y pro-
totipicidad concierne a la estructura del espacio semántico en el que se embeben los
ítems de una categoría:
Estudios anteriores de la naturaleza de los espacios semánticos de categorías superordina-
das han puesto en foco la dimensionalidad de ese espacio (Henley, 1969 ; Rips, Shoben y
Smith 1973  […]). Sin embargo, hay otras propiedades de los espacios semánticos que
pueden ser de interés. Por ejemplo, los ítems que se perciben como los más próximos a to-
dos los miembros de un grupo de ítems deberían caer en el centro del espacio definido por
medio del escalado de proximidad de esos ítems. A los propósitos del presente estudio, po-
demos predecir que los ítems con el mayor parecido de familia deben caer en el centro del
espacio semántico definido por el escalado de proximidad de los ítems en una categoría; tal
efecto puede predecirse independientemente de la dimensionalidad o falta de dimensiona-
lidad del espacio semántico. Si, además, los ítems se perciben similares entre sí en propor-
ción al número de atributos que tienen en común, el escalado multidimensional de los jui-
cios de dimilitud entre todos los pares de ítems en una categoría debe resultar en un espacio
semántico en el que la distancia de los ítems está determinado por su parecido de familia
(Rosch y Mervis 1975 ).

Las autoras indagan seguidamente el papel del aire de familia en una multitud de res-
pectos: como una base estructural para la formación de prototipos, como un argumento
en favor de la compatibilidad entre los modelos probabilísticos y los de prototipos, co-
mo parte de un proceso general de formación de conceptos, como un vínculo con los
procesos de clasificación de los niños, como una alternativa lógica a los modelos de
atributos criteriales o “listas de lavandería” y como base para el escalado de proximidad,
al cual Rosch y Mervis describen con detalle, remitiendo para el desarrollo del escalado
propiamente dicho a una línea de trabajo complementaria (Rips, Shoben y Smith 1973
; Smith, Rips y Shoben 1974 ; Smith, Shoben y Rips 1974 ; ver figs. 7.1 y 7.2).
En un denso y prolongado estudio titulado “Basic objects in natural categories” Eleanor
Rosch, Carolyn Mervis, Wayne Gray, David Johnson y Penny Boyes-Braem (1976 )
profundizan su modelo conceptual y refrendan la idea de que las categorías para los
objetos básicos han de ser las clasificaciones fundamentales hechas durante la percep-

166
ción, las que los niños aprenden y nombran primero, y las más codificables, las más
codificadas y las más necesarias en el lenguaje de todos los pueblos.

Figura 7.2 – Escalado multidimensional para aves (a) y animales (b).


Según Rips, Shoben y Smith (1973: 10 )

En “Structural bases of typicality effects” Eleanor Rosch, Carol Simpson y R. Scott


Miller (1976 ) llevan adelante una investigación que se refiere a estímulos artificiales
y esquemáticos, saliéndose de la línea de estudios cognitiva y culturalmente sensitivos.
Una de sus conclusiones, no obstante, posee cierto interés, y es la que estipula que la
prototipicidad de un estímulo no guarda ninguna relación con la frecuencia con que se
experimenta y que el goodness-of-example (otro nombre para la prototipicidad) es mejor
predictor del factor común subyacente a las variables: un hallazgo refrendado en otros
estudios de la época como el breve informe de Mervis, Catlin y Rosch (1976) y que cu-
riosamente contradice lo que hoy afirman otros antropólogos cognitivos de primera
agua como Scott Atran y Douglas Medin (2008: 111).
En “Prototype classification and logical classification: The two systems”, Rosch (1978
), respondiendo al creciente asedio de los fodorianos, ensaya una especie de precipi-
tada conciliación entre la enumeración de condiciones necesarias y suficientes del mo-
delo composicional y la semántica de prototipos, alegando por ejemplo que ambos mo-
delos surgen en la infancia del individuo y que cuál vaya a ser el modelo dominante de-
pende de cuál es el dominio semántico en consideración. Comprendo las presiones que
en ese momento convergían sobre ella, pero desde la perspectiva actual siento esa ge-
nuflexión innecesaria, toda vez que la doctrina del composicionalismo, lastrada por la
opacidad de sus fundamentos formales, su falta de comprobación experimental y su in-
aplicabilidad a través de las culturas, se encaminaba ya hacia su propio descrédito tras
una larga polémica, más bien un monólogo, al que a ningún antropólogo que yo conoz-
ca, en cuarenta años, se le ocurrió siquiera comentar (cf. Montague 1970; 1974; Osher-
son y Smith 1981 ; Fodor y Lepore 1996; Connolly, Fodor y otr@s 2008 versus Kamp

167
y Partee 1995 ; Westersthål 1998 ; Partee 2004: 153-181; Jönsson y Hampton 2008
; Jönsson 2008 ).
Aunque ambos están embarcados en la misma empresa, en su libro mayor sobre clasifi-
cación etnobiológica Brent Berlin (1992) cuestionó que Rosch (1978) afirmara que los
objetos del nivel medio de una jerarquía fueran usualmente los de mayor validez de in-
dicador [cue validity] y parecido categorial [category resemblance].45 Estos hallazgos,
dice Berlin, no están de acuerdo con la enfática aseveración de Berlin, Breedlove y Ra-
ven (1973: 240) que alega que “los taxa genéricos marcan los agrupamientos concep-
tuales más salientes en cualquier taxonomía folk”. A renglón seguido Berlin, sin embar-
go, reconoce que hay estudios que confirman la postura de Rosch, concluyendo (de
acuerdo con Janet Dougherty) que el nivel que sea destacado como el más saliente y
prototípico varía según la cultura y la experiencia personal:
Se mostrará que el nivel más básico o más saliente es un fenómeno variable que varía pri-
mariamente en función de su significancia cultural general y de la familiaridad y expertise
individual, y secundariamente como función de homogeneidad perceptual, estructura co-
rrelacional objetiva o grado de variación interna en la membresía en el dominio (Dougherty
1978: 67 ).

Mi impresión ante esta coyuntura es que no pocos antropólogos invirtieron demasiada


energía en cuestiones de detalle y dilapidaron la oportunidad de confrontar con el com-
posicionalismo, el cual siempre tuvo más prensa (el MIT es un adversario fomidable)
pero al que habría hecho falta poner en su lugar aunque ello implicara blanquear los
errores cometidos durante el lamentable interregno del análisis componencial (cf. Rey-
noso 1986a ). Con tal de no reconocer las fallas de su pasado reciente (en otras pala-
bras) los antropólogos lingüísticos dejaron que Fodor continuara rizando el rizo de una
teoría que algunos de nosotros sabíamos fallida. Con el advenimiento de la siguiente
década las cosas se pondrían algo más complicadas aunque se hicieran aportes todavía
significativos.
En un survey característico del estilo enumerativo de los Annual Reviews, Mervis y
Rosch (1981) revisan varios tópicos relacionados a la categorización de objetos y abor-
dan de lleno el estado de la cuestión en cuanto al problema de la asimetría de los juicios
de similitud:
La asimetría en los juicios de similitud entre miembros que varían en representatividad es
otra forma en que los miembros de una categoría fallan en ser equivalentes. Tversky y Gati
(1978) y Rosch (1975a) han demostrado que los ejemplares menos representativos a me-
nudo se consideran más similares a los representativos que a la inversa. Por ejemplo, las
personas sienten que México es más similar a los Estados Unidos de lo que Estados Unidos
es a México. Este fenómeno ayuda a explicar las asimetrías que Whitten y otros (1979) en-
contraron en los juicios de simetría de pares de “sinónimos”. También ayuda a explicar el
hallazgo de Keller y Kellas (1978) de que la liberación de inhibiciones proactivas es signi-

45
Rosch deriva el concepto de "similitud categorial" de Tversky y Gati (1978: 31 ), quienes lo definen
como “la suma pesada de las medidas de todos los rasgos comunes dentro de una categoría menos la
suma de las medidas de todos los rasgos distintivos”.

168
ficativamente mayor si el cambio va de los miembros típicos a los atípicos de una categoría
que si el cambio va de los atípicos a lo típicos (Mervis y Rosch 1981: 97 ).

El último trabajo genuinamente cognitivo de Rosch (1983) es una respuesta a las enre-
vesadas críticas de Lila Gleitman, Henry Gleitman, Andrew Connolly y Sharon Lee
Armstrong, quienes cuestionan una definición de prototipicidad que no es tanto la que
trabaja Rosch sino otra más filosofante, más amplia y especulativa, una figura de paja a
la medida de (y apadrinada por) el pensamiento modular y la ideología conservado-
ra/positivista del ya nombrado Jerry Fodor, un personaje de inteligencia excesiva cuya
contribución involuntaria al descrédito de las formulaciones científicas (sólo compa-
rable a la de Mario Bunge) habrá que documentar algún día.
Tanto la crítica de Gleitman y otr@s como las respuestas de Rosch y l@s suy@s carecen
de interés en el esclarecimiento de las problemáticas específicas de las distancias y los
aires de familia, por lo que escogeré no distraerme con ellas. Por lo demás, el concepto
alternativo promovido por los anti-prototípicos no es otro que el de la composicionali-
dad, una nueva apoteosis de la linealidad y de la sumatoria analítica sin efectos emer-
gentes ni residuos, una clase de ideas que ya tuvo en antropología (a nivel léxico ya que
no sintáctico y bajo la forma del análisis componencial) sus aparatos de poder, sus quin-
ce minutos de trending topic y su irrefragable experiencia de fracaso, tal vez el mayor
de todos los que ha padecido la disciplina (Westersthål 1998 ; Fodor y Lepore 2002:
cap. 2 y 3; Szabó 2013 ; cf. Reynoso 1986a ).46
El impacto de las elaboraciones de Rosch a través de las disciplinas en general y de la
antropología en particular fue enorme y llegó a los rincones más formalistas de la lin-
güística, a la lógica, a la filosofía, a la ciencia cognitiva y al corazón de la psicología
matemática (Lakoff 1973: 458, 484, 507 ; Rips, Shoben y Smith 1973  [indirecta-
mente]; Smith, Shoben y Rips 1974 ; Fillmore 1975 ; Viveiros de Castro 1978;
2002: 44 ; Lakoff y Johnson 1980: xi, 71, 122; Kempton 1981: viii, xiii, xv, 15-16,
18-20, 70, 94, 167 ; Smith y Medin 1981: 34, 35, 38, 39, 44 ; Gardner 1985: xiv,
255, 294, 342, 344-348-350, 358, 382; Leech 1985; Lakoff 1987; Taylor 1995 [1989]
; Langacker 2008: 95; cf. Reynoso 1993: 199, 232, 238-247 ). Aunque jugó un
papel preponderante en la querella más feroz desatada en la lingüística antropológica y
su área de influencia, nunca nadie (ni Viveiros de Castro al hablar de ella, ni los arqueó-
logos confrontados con el roschiano Willard Kempton, ni los innúmeros enemigos de
Berlin y Kay) pudo esbozar jamás una crítica bien fundada a sus diseños experimentales
o a sus notables hallazgos tempranos, aunque algunos contendientes (los composiciona-
listas, quiénes si no) montaron y siguen impulsando un desesperado intento en ese senti-
do, teniendo a su favor la estatura de las celebridades a las que rinden tributo y todo el

46
Los homomorfismos entre niveles de análisis requeridos por el modelo composicional constituyen una
cuestión espinosa y de ningún modo pueden darse por sentados. Sobre composicionalidad a nivel fono-
lógico véase Bach y Wheeler 1981; sobre la interface composicional entre sintaxis y semántica véase
Montague (1970, 1974) y Partee (2004). La desconfianza del composicionalismo de Fodor y otr@s (que
trabajan la semántica en el plano sintáctico) hacia la idea de prototipo (que es una característica semántica
en el plano léxico) es significativa, al punto que la crítica principal de aquél hacia éste es que los pro-
totipos no tienen capacidad composicional: un visible error de tipificación.

169
dinero del MIT, pero muy poco más que eso (Armstrong, Gleitman y Gleitman 1983 ;
Gleitman, Connolly y Armstrong 2012 ).
También sucedió eventualmente que los aparentes aliados de Rosch tenían su propia
agenda. Charles J. Fillmore [1929-2014], por ejemplo, el lingüista cognitivo a quien ella
casi arrebató con sus prototipos un liderazgo que él no consiguió afianzar con sus fra-
mes, su gramática de casos y el eterno parecido entre algunas de sus ideas y las de Ro-
nald Langacker, encontraba que la idea de prototipo vago y abierto que manejaba Rosch
quizá no fuera por completo original, y señalaba como antecedente histórico el concepto
de “textura abierta” del filósofo neopositivista Friedrich Waismann [1896-1959] que se
remonta a 1952.
Sospechando como siempre de cada palabra que leo, he seguido la huella de la forja del
concepto y he encontrado que éste en realidad sí se remonta a Waismann pero se forjó
siete años antes de lo que se le imputa, en 1945, en un contexto dominado por ideas de
muy distinto espíritu. Cualquiera que haya sido el caso, la similitud entre las ideas de
Waismann y las de Rosch no llega a ser ni palpable ni relevante (cf. Waismann 1968
[1945]: 39-66 ). Otras atribuciones operadas por Fillmore no son ni más verdaderas ni
mucho más felices; como quiera que sea, él encuentra el concepto de prototipicidad útil
para salirse de la estrechez del significado como “lista de lavandería” en tanto se combi-
ne aquel concepto con la idea bartlettiana de esquema que Rosch recién incorporaría
más tarde, fugazmente, en textos de autoría compartida (Fillmore 1975 ; Mervis y
Rosch 1981: 104 ).
Otros posibles antecedentes propuestos aquí y allá por diversos autores no son más ve-
rosímiles, como es el caso de los que formulan Daniel Osherson y Edward Smith, quie-
nes sostienen que los trabajos de Michael Posner y sus colaboradores de la Universidad
de Oregon anticiparon el concepto roschiano de prototipo (Posner, Goldsmith y Welton
1967; Posner y Keeler 1968). Lo cierto empero es que esos estudios, que giran en torno
de una psicofísica de la similitud en base a formas geométricas abstractas, sólo llegan a
la conclusión φ-trivial (como diría Jönsson 2008: 49 ) de que la distancia es mayor
cuanto mayor es la distorsión; por otro lado, el foco de los trabajos de Posner y otros se
refiere más a conceptos de esquemas y patrones (una vez más, en el sentido de Bartlett)
que a cabales estimaciones de prototipicidad.
Después de ese período brillante que comienza hacia 1971 en la huella fresca de esa
obra maestra que sigue siendo Basic color terms (Berlin y Kay 1969), el trabajo de
Rosch impacta de lleno en las elaboraciones de Amos Tversky sobre similitud, prototi-
picidad y asimetría y culmina casi exactamente diez años más tarde dialogando estéril-
mente con los composicionalistas, a quienes rinde (a mi juicio) demasiada pleitesía.
Después de eso, decía, Rosch desaparece de pronto del panorama científico, reapare-
ciendo recién en 1991 con The embodied mind (o De cuerpo presente) un libro decep-
cionante en coautoría con Francisco Varela y Evan Thompson y en el que, a tono con la
época, no faltan alusiones ni a Hubert Dreyfus, ni a Friedrich Nietzsche, ni a Martin
Heidegger, pero, curiosamente, no se nombra siquiera a Humberto Maturana, quien ve-
nía de batallar venenosamente con Varela; es como si Rosch se hubiera metido de pron-

170
to en una pelea que no es la suya (Tversky 2004: 22-23, 38-40, 85, 124, 131; Varela,
Rosch y Thompson 1991). A lo largo de las últimas dos décadas el síndrome se agrava y
Rosch publica un texto tras otro de meditación, mística y sabiduría en un estereotipado
estilo dalai-lámico (cf. Rosch 1996). Tras separar taxativamente un pensamiento analí-
tico al que había infundido tanta luz de un wisdom awareness y un primary knowing sin
riesgos de validación que parecen venidos del buddhismo fast food de Alan Watts,
Rosch adopta una actitud hacia el conocimiento y la filosofía que aunque posea algún
asomo de razón exhibe también ribetes alarmantes:
Ahora pienso que diría que la filosofía no es la forma de llegar a cosas profundas, particu-
larmente nuestra filosofía. No estoy segura que tengamos una filosofía. La filosofía degene-
ró a lo largo de los siglos, y la filosofía moderna es simplemente terrible. […] Los científi-
cos cognitivos son renombrados porque son listos y pronuncian bon mots que son citables,
no porque tengan ideas. Si los filósofos fueron alguna vez consejeros de los reyes, ahora
son bufones de la corte. Y los que son serios son de esa variedad arcana de cuántos-ángeles-
bailan-en-una-cabeza-de-alfiler que sólo se hablan entre sí (Rosch 1999 ).

Que esta postura sea científicamente infecunda e ideológicamente resbalosa es en todo


caso menor y opinable; el problema, a mi modesto entender como viejo aficionado a las
temáticas orientalistas, es que el intento suena antropológica, mística y filosóficamente
envejecido y banal, por lo que en homenaje a las mejores y laboriosas obras que Rosch
regaló a un momento dorado de la antropología no regalaré a este episodio sombrío de
su producción mayor comentario.



Retornemos ahora a Gärdenfors (2000: 87-91 ), quien procuraba llegar a una concep-
ción plausible de la categorización (que es lo mismo que decir la división del espacio
conceptual en regiones correspondientes a conceptos naturales) invocando la teoría de
prototipos de los años 70s al lado de la técnica matemática de los diagramas de [Georgy
Feodosevich] Voronoi (el maestro de Wacław Sierpiński), sabiendo que una teselación
de Voronoi basada en una métrica euclideana resulta siempre en una partición convexa
del espacio, lo mismo, incidentalmente, que las triangulaciones de Delaunay o que los
polígonos de Thiessen que revisaremos más adelante (cf. Okabe, Boots, Sugihara y
Chiu 2000[1992] ; Graham y Yao 1990 ; Aurenhammer 1991 ).
Agregando un giro a los espacios diferenciales del MDS, de los diagramas de Voronoi
se trata entonces. La literatura sobre el tema es bella y extensa y aunque sus intimidades
matemáticas son complicadísimas su fascinación visual es indiscutible. En el primero de
dos intensos volúmenes Marina Gavrilova y Kenneth Tan proporcionan este inmejora-
ble resumen de un concepto y una técnica que arqueólogos y antropólogos han utilizado
demasiadas pocas veces y manejado proverbialmente por debajo de sus posibilidades:
El diagrama de Voronoi es un concepto que ha estado dando vueltas por algún tiempo. En
“Le monde de M. Descartes et le traité de la lumière”, publicado en 1644, Descartes usó
diagramas parecidos a los de Voronoi para mostrar la disposición de la materia en el siste-
ma solar y sus alrededores [Descartes 1909 {1633}: 55 ]. Sin embargo, la primera presen-
tación del concepto de diagrama de Voronoi apareció en la obra de [Peter Gustav Lejeune]

171
Dirichlet (1850 [: 216] ) y se lo llamó conforme al nombre del matemático ruso Georgy
Fedoseevich Voronoi (o Voronoy), quien definió y estudió el caso general n-dimensional
en 1908. Desde entonces, se han originado varias extensiones a partir de esas publicaciones.
La primera extensión a los diagramas de Voronoi ocurrió en cristalografía, donde se dispu-
so regularmente un conjunto de puntos y las celdas de Voronoi que se rotularon como Wir-
kungsbereiche (área de influencia) (Niggli 1928 [; Hargittai y Hargittai 2015 ]). [Alfred
H.] Thiessen (1911 ) usó regiones de Voronoi, a las cuales llamó polígonos de Thiessen,
para computar estimaciones adecuadas de promedios de lluvia regionales. Otra extensión de
los diagramas de Voronoi se vio en ciencias naturales y sociales para estudiar áreas de mer-
cado (Bogue 1949: [17] ). […] Fue sólo en los tempranos 70s que se creó cierto número
de algoritmos para la construcción eficiente de diagramas de Voronoi. Esto motivó desarro-
llos ulteriores en varias áreas que usaban computación científica y geometría computacional
(Gavrilova y Tan 2011: ix ).

Figura 7.3 – Diagrama de Voronoi – Según René Descartes (1909 [1633]).

En la imaginativa concepción de Gärdenfors, la teselación de Voronoi proporciona una


solución constructiva al problema de determinar un conjunto de propiedades naturales,
un conjunto de prototipos y una medida de similitud. En términos más dinámicos, los
prototipos pueden verse como atractores y la región de Voronoi asociada a un prototipo
como su cuenca de atracción gravitacional. Aunque no desearía inundar las páginas de
este libro con fórmulas que son más amplia y detalladamente tratadas en la bibliografía,
no vendría mal precisar algunos conceptos básicos de los diagramas de Voronoi que
explican el interés despertado por el formalismo.
Llamemos S a un conjunto de n puntos del plano llamados sitios [sites]. Para dos sitios
distintos, p, q  S, la dominancia de p sobre q se define como el subconjunto del plano
que está por lo menos tan cerca de p como de q. Formalmente,

172
dom( p, q) = { x  R2 | δ (x, p)  δ (x, q)}
Donde δ denota la función de distancia euclideana. Visiblemente, dom( p, q) es un semi-
plano cerrado delimitado por el bisector perpendicular de p y q. Este bisector separa
todos los puntos del plano que están más cerca de p de los puntos que están más cerca
de q, por lo que se lo llama el separador de p y q. La región de un sitio p  S es la
porción del plano que yace en todas las dominancias de p sobre los restantes sitios en S.
Dado que las regiones vienen de intersectar n  1 semiplanos, ellas son polígonos con-
vexos. De este modo el límite de una región consiste en a lo sumo n  1 aristas (seg-
mentos máximos abiertos en línea recta) y vértices (sus puntos finales). Cada punto de
una arista es equidistante de exactamente dos sitios, y cada vértice es equidistante de
por lo menos tres. Como consecuencia, las regiones son lo que se dice “arista a arista y
vértice a vértice”, lo que es lo mismo que decir que ellas forman una partición poligonal
del plano. Es esta partición lo que se llama propiamente diagrama de Voronoi de un
conjunto finito de puntos S, o en otras palabras, V(S). Esto puede parecer una compli-
cación que no nos atañe, aunque si se lo piensa un poco es también un recurso para de-
finir aproximativa pero plausiblemente regiones o territorios en torno de los centros
expresados por nociones tales como los prototipos semánticos de Eleanor Rosch, los
lugares centrales de Walter Christaller y otras construcciones conceptuales semejantes,
todas ellas espaciales, topológicas o geométricas aunque no todos los días se lo piense
de ese modo. ¿En qué clase de imagen pensamos, a fin de cuentas, cuando hablamos de
un campo semántico en el sentido de John Lyons o un campo en el sentido de (por
ejemplo) Pierre Bourdieu?
Las teselaciones de Voronoi y sus variaciones emparentadas de Thiessen y Delaunay
poseen un número sorprendente de propiedades, lo que ocasiona que se las utilice en las
disciplinas más diversas, incluyendo psicología, lingüística, ciencia cognitiva, gestión
urbana, análisis espacial, geografía y teoría de grafos, así como en aplicaciones tales
como la estimación intuitiva de parecidos, analogías y diferencias, un uso mucho más
relevante para nuestros fines. Con diferentes nombres y ligados a distintas clases de
búsquedas, los diagramas de Voronoi han sido reinventados unas cuantas veces en una
variedad de disciplinas, con centro en la topología, coagulando en formas que se han
vuelto clásicas en la llamada geometría computacional.
Tal como lo expresa Franz Aurenhammer en un artículo todavía fresco y vibrante sobre
los diagramas de Voronoi, la geometría computacional se interesa en el diseño y análisis
de algoritmos para resolver un enorme repertorio de problemas de la geometría. Adicio-
nalmente a ello, muchas otras áreas de la informática en apariencia no relacionadas
entre sí (tales como la visualización de redes sociales, el diseño asistido por computa-
doras, la robótica, el reconocimiento de patrones y la investigación operativa) plantean
dilemas que, bien mirados, resultan ser inherentemente geométricos. Por tal razón la
geometría computacional ha despertado interés a través de las disciplinas, convirtién-
dose en un área bien establecida de la investigación. Ya en la década de los 80s existían
compendiosos surveys y libros de texto que aun merecen atención sobre tales desa-
rrollos y aplicaciones y que impulsaron una producción que sigue expandiéndose y

173
diversificándose hasta el día de hoy (Aurenhammer 1991 ; Lee y Preparata 1984 ;
Preparata y Shamos 1985; Edelsbruner 2014). Numerosos sitios de la Web (y en parti-
cular el inmejorable Voronoi Web Site) se han consagrado a organizar la información
existente sobre aplicaciones sumamente variadas de los diagramas de Voronoi y de sus
algoritmos asociados. Pero mientras que las aplicaciones antropológicas que echan ma-
no de escalado multidimensional y/o de escalas de Guttman suman docenas, acaso
cientos, en las bases de datos bibliográficas no existen casi ejemplares de investigación
que vinculen la antropología sociocultural con los diagramas de Voronoi.
Ello es particularmente penoso porque a lo largo y ancho de las culturas diversos aspec-
tos de la cognición espacial humana en general y del manejo conceptual del territorio en
particular operan según principios congruentes con propiedades bien conocidas de los
diagramas de Voronoi y de otros principios análogos. Dicho de otro modo, los diagra-
mas, triangulaciones y teselaciones constituyen descriptores óptimos de un conjunto
seguramente amplio de conceptos y principios culturales ligados a la experiencia y al
conocimiento del espacio real, simbólico e imaginario en diversas lenguas, culturas y
regímenes cognitivos.
En este renglón son ejemplares los estudios de Geoffrey Edwards antes en la Université
Laval, Sainte Foi, Canadá, y más tarde en el C IRRIS comenzando por “The Voronoï
Models and cultural space: Applications to the social sciences and humanities”, presen-
tado en la edición de 1993 de las conferencias COSIT (Conference on Spatial Informa-
tion Theory, hoy [2022] a punto de iniciar su 15ª serie), donde se encuentran carradas de
documentos de tesitura parecida que los antropólogos han preferido desconocer pero
que es provechoso examinar. No menos importantes son otros trabajos de Edwards co-
mo “Towards the simulation of spatial mental images using the Voronoï model” (1995)
y “A Voronoï based pivot representation of spatial concepts and its application to route
descriptions expressed in natural language” (1996).
La preocupación constante del autor ha sido la similitud entre el modelo espacial de Vo-
ronoi y la estructuración lingüística del espacio; el modelo es particularmente rico en
posibilidades, por cuanto reúne la potencia sumada de la topología y la deixis con un
amplio repertorio de métricas y distancias (euclideanas, de Mahalanobis, Manhattan,
Karlsruhe, Minkowski, Hausdorff…), las cuales pueden modularse conforme al espacio
empírico o al fenómeno cognitivo que toque modelar (cf. Okabe, Boots, Sugihara y
Chiu 2000[1992]: cap. §3.7 ). Con los años Edwards integró junto a los diagramas de
Voronoi una diversidad de formalismos, acercándose más todavía a problemáticas de
proximidad, visibilidad, relevancia y distribución (Edwards 1993 ; Edwards y otros
1996 ; Edwards y Moulin 1998 ; Ligozat y Edwards 2000: 374, 376 ). Ahondando
en la bibliografia de la época es justicia consignar que los trabajos de Edwards son en el
fondo tributarios de los estudios de Christopher Gold de su misma Université Laval so-
bre el significado de la “vecindad”, los que a su vez se inspiran en ideas de Harry Blum,
Narendra Ahuja, Mihran Tuceryan y Jean Serra sobre la relación primaria entre los dia-
gramas de Voronoi y la percepción visual (Gold 1992).

174
Lejos de la antropología hasta el momento la más incisiva aplicación de los diagramas
de Voronoi en relación con las problemáticas de la similitud y la diferencia es posible-
mente la que proponen Lieven Decock e Igor Douven (2015), vinculando la geometría
de los espacios conceptuales de Gärdenfors con la semántica de prototipos de Rosch y
con una creativa noción de la convexidad. Extendiendo un trabajo sobre las complica-
ciones de la relación de identidad que habían elaborado algunos años antes, los autores
también proponen una ingeniosa resolución geométrica a las paradojas que afixian a lo
que bien podrían llamarse las formas elementales de la similitud (cf. Decock y Douven
2010).
Aparte del modelo de Gärdenfors (en el cual se ha embebido un modelo geométrico o
acaso topológico de similitud) hay otro aspecto de los diagramas de Voronoi que guar-
dan relación con las temáticas de este libro, y es el que concierne al uso del formalismo
en relación con el análisis de clusters:
El problema de agrupar datos de manera automática surge con mucha frecuencia. […] En-
contrar agrupamientos significa determinar una partición de un conjunto dado de datos en
subconjuntos cuyos miembros in-class sean similares y cuyos miembros a través de las cla-
ses sean disimilares de acuerdo con una medida de similitud predefinida. En el caso de da-
tos de dos atributos, la similitud se refleja en la proximidad de los sitios en el plano. La pro-
ximidad, a su vez, se revela en las propiedades del diagrama de Voronoi para ese sitio. Por
ejemplo, conjuntos densos de sitios dan lugar a regiones de Voronoi de área pequeña; las
regiones de sitios en un cluster homogéneo tendrán una forma geométrica similar; para
clusters que posean densidad sensitiva a la orientación, las formas de las regiones exhibirán
una sensitividad direccional correspondiente. […] [Narendra] Ahuja (1982 ) mostró cómo
usar esas propiedades para agrupar y comparar sitios. Los diagramas de Voronoi soportan
varias técnicas de agrupamiento usadas en la práctica. Lo que se necesita en todo momento
del proceso de clustering es a menudo poco más que encontrar los sitios que sean vecinos
más próximos de sitios específicos. Esto se aplica a varios métodos jerárquicos (Murtagh
1983 ), particionales (Asano et al 1988) y selectivos (Aurenhammer 1991: 348 ).

Este es el punto en el que técnicas diferenciadoras de jerarquización, partición y selec-


ción que parecerían tener poco que ver entre sí revelan sus isomorfismos últimos. No es
casualidad que el cluster analysis, por su simplicidad y su falta de supuestos previos,
haya llegado a constituir una de las más poderosas herramientas para organizar similitu-
des y diferencias tanto geno como fenotípicas. Ahora bien, las técnicas no ocurren en el
vacío ni son adoptadas por ser ideológicamente neutras o meramente útiles; ellas son
primero que nada instrumentales, en el sentido más crudo de la palabra.
No negaré que este análisis –igual que la teoría de juegos– tiene sus partidarios y sus
detractores; hay quienes no le encuentran la gracia y hay también quienes no podrían
vivir sin él. El hecho es que hay muy diversas clases de análisis de agrupamientos, todas
las cuales tienen como objetivo común separar objetos o individuos en grupos, una ope-
ración (podría decirse) que discretiza las distancias para así “construir” reflexivamente
su conjunto, igual que lo hacen los diagramas de Voronoi y los grafismos afines (Dunn-
Rankin 2004: Parte III). El carácter límbico, contundente y visual de las figuras, más
que la retórica críptica de las ecuaciones y los teoremas, es lo que hace esa magia po-
sible y necesaria. Por eso mismo a veces se encuentran estos diagramas vinculados con

175
la misma gran familia de las representaciones geométricas junto al MDA y a las visuali-
zaciones de correspondencias a las que era afecto –una vez más– ese diferenciador
quiasmático que fue Pierre Bourdieu, como si fuera posible contribuir a las mismas es-
pecies teóricas a las que él contribuyó y a los mismos géneros de razonamiento con di-
versos acentos y de muchas maneras alternativas. Si se me permite la expresión, diré
que casi no puede creerse que nadie hasta hoy pensara en voronoizar los campos de
Bourdieu.

Figura 7.4 – Polígonos de Thiessen en torno de los centros amurallados romano-británicos.


Basado en Ian Hodder en Clarke (1972: 899 ).

En antropología sociocultural, mientras tanto, y aunque los estudios del territorio, el lu-
gar y el espacio gozan de un leve incremento, las aplicaciones de los diagramas de Vo-
ronoi, las triangulaciones de Delaunay y en especial los polígonos de Thiessen son me-
nos de las que deberían ser por estricta justicia; en arqueología hay bastante más, y aun-
que en los años de plomo de la arqueología interpretativa y posmoderna ha habido quie-
nes aflojaron el ritmo, en los últimos tiempos parece haberse retomado el impulso, parti-
cularmente en Gran Bretaña (Cunliffe 1971; Hammond 1972 ; Hodder 1972 ; Ren-
frew y Cook 1979: 147, 148, 153, 244-246, 250; Renfrew 1973; Hodder y Orton 1990
[1976]: 73, 93-94, 98, 207; Sanders 1979; Gorenstein y Pollard 1983; Evans 1985 ;
Pini y Seripa 1986; Bell, Church y Gorenflo 1988 ; Aldenderfer y Maschner 1995:
166; Dytchowskyj, Aagesen y Costopoulos 2005 ; Fulminante 2005; Pollard 2008;
Murtha 2009; Black y Ferguson 2011; Tarczewski 2011; Varinlioğlu, İpek, Balaban y
Çağdaş 2012; Gawell y Nowak 2015 ; Algee-Hewittz 2017 ). Los polígonos de
Thiessen, como se prefirió llamarlos, se combinaron con el Site Catchment Analysis
(SCA) y con la Central Place Theory (CPT) de Walter Christaller [1893-1969] y flore-
cieron a partir de la obra del recordado David L. Clarke (1972 ; cf. figura 7.4) sobre

176
modelos en arqueología.47 En la actualidad existe incluso un programa en ambiente Net-
Logo, un modelo basado en agentes bien documentado y transparente que ha devenido
una aplicación de referencia para cualquier antropólogo interesado en el tema (Graham
y Steiner 2006a ; 2006b ).
El uso de algunos de estos formalismos en combinación con otras tecnologías ha sido
cuestionado por su relativo simplismo por figuras de peso, tales como Colin Haselgrove
(1986) y Vincent Gaffney y P. M. Van Leusen (1995), quienes señalaban además que su
uso implicaba un retorno a viejas teorías de determinismo ambiental y a las concepiones
deshumanizadoras de las ciencias formales: una objeción que suena justiciera pero que
no es sustituto adecuado del juicio crítico que estaba haciendo falta.
Cualquiera haya sido la mala prensa de la época (y esta ha sido bullanguera pero técni-
camente muy pobre) el hecho es que todos estos métodos se siguen usando sin culpa,
aunque no siempre en un plano de excelencia. Si bien hay un par de prestaciones en es-
tado de arte, lo que más encontramos son referencias cruzadas en el interior de una co-
munidad periférica que nunca alcanzó masa crítica, que tampoco exploró su propio po-
tencial y de la que nuestros educadores consecuentemente no han oído hablar. Lo más
grave empero es que, metodológicamente hablando, el planteo topológico y geométrico
nunca fue metáfora de algo que no fueran distancias, campos, dominios, delimitaciones
y proximidades en un sentido extensional; se echa de menos, en suma, alguna reflexión
original sobre el papel de las tecnologías cognitivas y espaciales contemporáneas en el
trabajo comparativo y en la comprensión cabal de las dinámicas de la similitud y la dife-
rencia. Una técnica tan estimulante, en fin, no merecía ser instrumento de una teoría tan
desganada.

47
Sobre la Teoría de Lugares Centrales en antropología sociocultural y arqueología he escrito un amplio
capítulo en Geometrías del Poder: Lógicas y retóricas de una ciencia del territorio (Reynoso 2021: 13-
47 ).

177
8. APOGEO Y DECADENCIA DE LA ANTROPOLOGÍA COMPARATIVA

Comparar culturas no implica negar su singularidad


única. La etnografía nos dice qué es distintivo sobre
una cultura particular; la comparación transcultural
nos dice lo que es generalmente verdad para algu-
nas, muchas e incluso todas las culturas humanas.
Para generalizar a través de las culturas, construi-
mos sobre los particulares de las etnografías para
formular aserciones sobre las similitudes y dife-
rencias de las culturas y con qué estarían ellas rela-
cionadas. La pregunta epistemológica seria es si es
posible formular tales aserciones generales en pri-
mer lugar. Los transculturalistas piensas que lo es.
C. Ember, M. Ember y P. Peregrine (2015 [1998]:
561)

Así, este caos de más de novecientos tipos cerá-


micos, cientos de jarrones de piedra, armas y herra-
mientas de pedernal y de cobre, trabajos de marfil y
cuentas, que se extienden a lo largo de muchos si-
glos, tal vez uno o dos mil años, ahora se ha redu-
cido por este sistema a una serie ordenada, en la que
no sólo podemos indicar exactamente el orden rela-
tivo de los objetos, sino también el grado de incer-
tidumbre y el alcance del rango que pertenece a ca-
da objeto. Tenemos aquí un método nuevo y exacto
para hacer frente a todos esos oscuros tiempos toda-
vía insondables y para extraer todo lo que es posible
acerca de su historia. La arqueología prehistórica ha
dado un paso más hacia su conversión en una cien-
cia exacta. Y ahora la responsabilidad de los que
excavan es diez veces mayor, ya que la medida de
su cuidado y exactitud restaurará o arruinará más
que nunca la historia del pasado.
W. M. Flinders Petrie (1899: 300)

8.1 – El método comparativo

El título de gloria de la antropología temprana en lengua inglesa es sin duda el cele-


brado, cuestionado y siempre mal llamado “método comparativo”. Aunque hoy se dis-
pone en línea de la casi totalidad de la bibliografía relevante y hace añares que doy vuel-
tas en torno de la cuestión no me atrevo a establecer todavía cuál ha sido el primer uso
histórico de la expresión, no sólo anterior a su primera mención en el seno de nuestra
disciplina sino anterior a la misma antropología profesional. En el capítulo que aquí co-
mienza se seguirá el rastro del método desde sus orígenes oscuros en una constelación
de prácticas hasta su plena maduración, siguiendo luego por la llamada antropología
transcultural desde sus inicios subrepticiamente conductistas en los años 30 hasta
nuestros días, un tiempo en el que en una entrevista concedida a Neni Panourgiá
Clifford Geertz se ha dado el lujo de decir (sin faltar a la verdad) que lo que Murdock
había llamado etnología había dejado de existir (Panourgiá y Marcus 2008). El objetivo

178
no es, aclaro, registrar a la manera tradicional ese largo tramo de la historia de la
disciplina con sus personajes, sus continuidades y sus interrupciones sino observar los
matices que se van imponiendo lo largo del tiempo a las nociones de la similitud, la
diferencia, la analogía y la comparación sobre la base de una consulta de fuentes mucho
más amplia y controlada de lo que fue posible en los momentos más lúcidos e intensos
de las investigaciones de la escuela de Stocking, las cuales coinciden más o menos
exactamente con la postrimería de la era de los libros en papel, las máqinas de escribir y
los ficheros en lápiz sobre cartulina. El orden que seguiremos aquí es casi cronológico.
Aunque la historiografía antropológica de alta calidad que hoy circula será tenida en
cuenta, el origen de los datos y las consultas ha de ser, prioritariamente, la documenta-
ción original antes que las reseñas de segunda mano, un escrúpulo y un recurso correc-
tivo a los que sólo el catalán/mexicano Ángel Palerm [1917-1980], sin los instrumentos
digitales de los que hoy se dispone, se atuvo alguna vez (Palerm 1974; 1976; 1977).
Al inicio de ese recorrido encontramos la idea de método comparativo en los escritos de
quien todavía hoy pasa por ser un precursor de nuestra disciplina, Henry James Sumner
Maine [1822-1888], pionero de la antropología legal a la que se puede decir que inaugu-
ró con Ancient law (1906 [1861] ). Éste es un texto desvergonzadamente especulativo
en el que cada tanto y ante el menor indicio Maine establece la similitud entre dos “na-
ciones” que pasan a ser mutuamente sustitutas en tanto fuentes de información cuando
sobre una de ellas existe documentación que sobre la otra no se encuentra disponible.
En Ancient law hallamos una frase que encapsula toda la postura de Maine sobre la si-
militud entre las sociedades, a las que no se llama todavía abiertamente culturas; el sud-
africano Adam Kuper (1988: 2) (y aunque el paginado que él indica es correcto) atribu-
ye equivocadamente esa frase a Ancient society, título que es más bien el del conocido
tratado de Lewis Henry Morgan [1818-1881] y que no se encuentra nombrado de ese
modo en la bibliografía de Maine. Dado que el nudo histórico es confuso, conflictivo y
sesgado, es primordial que tengamos las fechas cuidadosamente en cuenta. Diez años
antes que Tylor diera a la luz su Primitive culture, reconocido como el texto inaugural
de la antropología científica, escribía Maine:
El altivo desprecio con un pueblo civilizado trata a sus vecinos bárbaros ha ocasionado una
notable neglicencia en su observación, y este descuido se ha agravado a veces por el temor,
por el prejuicio religioso, e incluso por el uso de esas mismas palabras –civilización y bar-
barie– que trasunta para muchas personas la impresión de una diferencia no ya de grado
sino de clase (Maine 1897 [1861]: 121 ).

El error de Kuper se revela así como una pifia de cierta monta, ya que el subtítulo del
libro más famoso de Morgan es, precisamente Researches in the lines of human pro-
gress from savagery through barbarism to civilization (Morgan 1877 ). Si bien Mor-
gan admite por su parte que nuestro conocimiento debería ser minucioso y comparativo,
y si bien él mismo se refiere a “the science of comparative religion” ( p. 115) y a la ya
prestigiosa “comparative politics” del Dr. [Edward Augustus] Freeman [1823-1892] ( p.
377), las exactas palabras “comparative method ” no se encuentran en sus páginas, co-
mo si el enfoque comparativo fuera habitual y característico en otras esferas de la prác-

179
tica pero no aun en una antropología que no se había emancipado de los empeños pura-
mente diferenciadores y que seguía siendo sinónima (a caballo del trabajo de Anders
Retzius, Vacher de Lapouge, Samuel Morton y Francis Galton) de la mera craneometría
comparada (cf. Freeman 1873 ; McMahon 2016 ). Tampoco hay en los textos de
Morgan nombrados por Kuper una reflexión detenida sobre los métodos de la compa-
ración o sobre las nociones y los criterios morganianos de la similitud y la diferencia o
aunque más no fuere sobre el aparato comparativo real de la craneometría.
En cuanto a Maine, concretamente, es fácil comprobar que a pesar de los rumores a los
que es afecta la disciplina no hay mención en Ancient law de nada que se parezca a un
método comparativo. Sí la hay en cambio en otro texto suyo, The early history of ins-
titutions (1875: 18 ), un libro al que ni Harris, ni Kuper, ni Lowie, ni Stocking ni
tampoco Palerm prestaron mayor atención. Maine también se anticipa por un par de
años a Morgan al nombrar tanto a la comparative politics del Dr Freeman ( p. 77 y 199)
como a la comparative mythology ( pp. 225 y ss.). También Tylor en su Anthropology
(1896 [1881]: vii, 419, 437 ) menciona a esta figura notable en el desarrollo de la
comparación cuyo apellido, insisto, todos los historiadores han acordado soslayar (cf.
Freeman 1873 ). Tylor y Freeman eran contemporáneos exactos y éste cita elogiosa-
mente a aquél a propósito del concepto de supervivencia,48 el más precioso indicador de
analogía y similitud por aquel entonces:
En este sentido mi tema es el tratamiento más minucioso de una parte del tema del Sr. Ty-
lor, a saber, esas costumbres, ceremonias, fórmulas, etcétera, que tienen que ver con las ins-
tituciones políticas de las diferentes épocas y naciones. Las analogías que pueden señalarse
entre las épocas y países más remotos en cuanto a sus formas de gobierno, sus divisiones
políticas, la partición del poder entre los diferentes cuerpos y magistrados, son más y más
sorprendentes de lo que cualquiera podría imaginarse si no hubiera prestado atención espe-
cial a su estudio. En algunos casos la similitud se ve a primera vista; en otros yace quizá un
poco bajo la superficie: pero se necesita sólo pensar un poco, respaldado por una pequeña
práctica en investigaciones de esa clase, para poder ver la real similitud que a menudo
acecha bajo la disimilitud superficial (Freeman 1873: 19-20 ).

Hay abundantes referencias literales en el libro mayor de Freeman al método compara-


tivo, incluyendo un capítulo específico, el más amplio que escuela alguna dedicara a su
discusión, revisionismo histórico inclusive (1873: v, 1-36, 37, 52, 302 ). Lo curioso es
que en algún momento Freeman comenta sobre la aplicabilidad del método comparativo
al estudio de la cultura, que es el nombre que él mismo da al estudio de las costumbres,
nombre que él alega que no existía entonces. Dado que ninguno de mis predecesores en
la historización del método comparativo trata extensamente de las ideas de Freeman ( y
por la luz que este autor proyecta sobre las relaciones entre el método y la idea de simi-
litud) es importante para los propósitos de este libro conceder espacio a sus observacio-
nes a ese respecto:

48
El trabajo reciente más espinoso y erizado sobre el concepto de supervivencia en la obra de Tylor es el
de Paul-François Tremlett (2017), afeado sólo por un uso banal de la idea de deconstrucción, por desco-
nocer los recursos de la crítica interna y por no tener nada realmente nuevo que decir a propósito del vín-
culo entre la noción de supervivencia y el método comparativo, la similitud y la comparación en sí.

180
Esta tercera ciencia, todavía sin nombre, sigue el Método Comparativo no menos estricta-
mente de lo que lo siguen la Filología Comparativa y la Mitología Comparativa. Pero es
menos seguro en este caso que en el caso de la Mitología Comparativa argumentar que cada
instancia de similitud en tiempos y lugares apartados entre sí prueba necesariamente que
ellos surgen estrictamente de una fuente común. Cuando encontramos ya sea una leyenda o
una costumbre repetida de esta forma en distintos tiempos y lugares, podemos estar seguros
que hay una conexión entre las diversas instancias; pero no necesitamos inferir que es la
misma clase de conexión directa que inferimos cuando encontramos que los griegos, los
teutones y los hindúes usan las mismas palabras y formas gramaticales. Si encontramos la
misma costumbre, como habitualmente hacemos, en extremos opuestos de la tierra o en
épocas muy alejadas entre sí, no necesitamos inferir que la costumbre ha sido trasmitida
desde una época en que los antecesores de ambas naciones de las que encontramos que la
usan formaban un solo pueblo. Puede que haya sido así; a menudo es así sin duda. Pero
también puede haber sucedido que la costumbre es en cada caso una invención indepen-
diente, el fruto de circunstancias que conducen a resultados parecidos. O puede haber sido
que la costumbre, sin ser en sentido estricto una posesión común, sea en cada caso la fuente
de una idea en común, una idea común a toda la humanidad o a alguna gran división de la
humanidad. O también es muy posible que una costumbre pueda haber sido simplemente
tomada en préstamo de otra nación, ya sea que su significado fuera recordado todavía o ha-
ya sido olvidado. Pero cualquiera hayan sido las chances, el método empleado en esta for-
ma de investigación, igual que en las otras dos, es estrictamente Comparativo (Freeman
1873: 16-17 ).

Una observación que cabe aquí es que, con el nombre que fuere, el uso del método com-
parativo por parte de Maine y de Freeman difiere tanto de la práctica de Boas (quien
establece similitudes entre la prehistoria y la actualidad) como de la de Tylor (quien do-
cumenta analogías entre los pueblos ágrafos actuales y nuestra cultura contemporánea).
En el caso de Freeman y de Maine la comparación se realiza pura y exclusivamente en-
tre textos históricos, mayormente indoeuropeos, antiguos y modernos. No son diferen-
cias menores. Este es el mismo temperamento que se aplicaría en otros lugares del im-
perio, y en particular en los tratados técnicos de los primeros comparativistas indios. En
un texto de filología y arqueología de la India escribe en la India misma Ramkṛishṇa
Gopal Bhandarkar [1837-1925], casi contemporáneo de nuestro E. B. Tylor, eludiendo
la trampa entonces de moda de contraponer ciencias de la cultura y ciencias de la natu-
raleza y entre treinta y cuarenta años antes que en el corazón de Occidente los estadís-
ticos con R. A. Fisher a la cabeza empiecen a batir el parche de la inducción:
Los métodos comparativos e históricos corresponden al método inductivo que se usa en las
ciencias físicas y experimentales. En esas ramas del conocimiento en las que no se puede
por la naturaleza del caso hacer experimentos, se tiene recurso a la comparación y a la ob-
servación histórica. [...] Los métodos críticos, comparativos e históricos comenzaron a ser
bien entendidos y empleados hacia el fin del siglo XVIII, y en los cien años desde entonces
ha habido un progreso asombroso en otros departamentos del conocimiento; y la geología,
la paleontología, la filología comparativa o la ciencia del lenguaje, la mitología compara-
tiva, la evolución y el origen de las especies, la historia científica, la jurisprudencia compa-
rativa, la arqueología, la erudición fundada e incluso la religión comparativa son los gran-
des resultados (Bhandarkar 1888: 1-2 ).

La única disciplina a la que no se nombra casi nunca en relación con el método compa-
rativo es, curiosamente, la antropología. Se había comenzado a hablar de ella, con algu-
na demora, después de la publicación de Anthropology, el último libro completado por

181
Tylor (1881 ). A pesar que Tylor era profesor de Antropología en Oxford, la palabra
“antropología” aparece una sola vez en las páginas de Primitive Culture, despectiva-
mente, como cuando el autor comenta, indignado, la forma en que “algunos escritores
de antropología se han dado maña para hacer de la moderada diferencia intelectual entre
un Inglés y un negro algo equivalente al inmenso intervalo que media entre un negro y
un gorila” (Tylor 1920 [1898] {1871}, vol. 1: 380 ). A despecho de su escritura bom-
bástica, no me consta que algún autor haya percibido antes este detalle. Si bien Tylor
minimiza la diferencia intelectual entre un Inglés y un negro, todavía parte del supuesto
de que un negro no puede ser Inglés y que por mínima que sea esa diferencia es inne-
gable y es el Inglés quien está arriba en el ranking; idea condenable, por cierto, aunque
Franz Boas no pensara muy diferentemente (Boas 1909: 328-329; 1911: 272; 1964: 268).
Pese aa que en sus textos posteriores Maine señala a Tylor en relación a la mitología
comparada, es importante señalar que la expresión “método comparativo” tampoco se
encuentra fácilmente en la obra mayor de Tylor, a quien se sindica como el cultor más
egregio del concepto (cf. v. gr. Tylor 1920 [1871] ). El hecho no es particularmente
inesperado; tampoco se encuentran en los libros de Tylor (como él mismo reconoce y
casi todo el mundo sabe) ni la palabra “evolucionismo” ni un tratamiento detenido de
las ideas de Charles Darwin. En otra importante y menos conocida obra teórica, Resear-
ches into the early history of mankind and the development of civilization (1878: 299
), Tylor, autor también de un conceptuoso obituario (1905 ), celebra la importancia
de los trabajos de Adolf Bastian (1868 ) sobre psicología comparada de los que tra-
taremos enseguida.
De la dialéctica de la diferencia y la similitud en el método de Tylor no hay mucho que
decir pues (salvo el detalle de la “modesta diferencia” entre un Inglés y un negro) todo
depende de su concepción irrenunciablemente unitaria. Se ha dicho que su crianza en el
seno de una familia cuáquera lo hizo adoptar un fuerte compromiso con la doctrina de la
unidad humana, el cual es más fruto de su educación dogmática que de su formación
científica. Él sostenía que “parece tanto posible como deseable eliminar consideraciones
de variaciones hereditarias o razas del hombre, y tratar la humanidad como de naturale-
za homogénea, aunque situada en diferentes grados de civilización. Los detalles de la
investigación probarán, pienso, que las etapas de la cultura pueden ser comparadas sin
tomar en consideración de qué manera tribus lejanas que usan el mismo implemento,
siguen las mismas costumbres o creen en el mismo mito, pueden diferir en su configura-
ción corporal y el color de su piel o de su pelo” (Tylor 1920/1898 [1871] vol 1: 7 ).
Tylor aceptaba las diferencias culturales, pero en general las veía como variaciones de
una similitud subyacente, como diferentes atuendos en la misma persona. Su ciencia de
la cultura como universal singular no es ciencia de las culturas. En ninguna parte de su
obra se puede encontrar la expresión “culturas” en plural (Logan 2009: 93 ). Según
George Stocking (1968: 871 ) Franz Boas fue el primero en pluralizar el término y
hasta el momento no he dado con ningún dato que contradiga esta afirmación (cf. ade-
más Stocking 1963: 35-36 ). Por burdo que haya sido el evolucionismo en muchos
respectos, el hecho de que haya postulado que existe una sola cultura (y que ésta incluya

182
todas las variedades ontológicas y todas las cosmovisiones) llega más lejos, anticipa en
mucho más de un siglo y empequeñece en varios órdenes de magnitud al que fuera uno
de los axiomas fundantes del perspectivismo contemporáneo: muchas naturalezas, una
sola cultura (cf. Latour 2009: 2 ; Reynoso 2016: 56, 77 ). La antropología misma
empezó con una idea semejante.
No menos unitaria era la concepción de Adolf Bastian [1826-1905]. Con un estilo recar-
gado y grandilocuente, Bastian, opositor declarado del evolucionismo, había llevado a
su extremo la idea de la unidad absoluta de la mente humana, plasmada en un conjunto
de “ideas elementales” (Elementargedanken) y del desarrollo paralelo de los rasgos cul-
turales. Aunque reconocía la posibilidad de la difusión su doctrina era exactamente la
opuesta a la de –digamos– Fritz Graebner. Pese a que algunas monografías suyas fueron
sumamente populares, en Gran Bretaña los trabajos de Bastian, casi todos atrapados en
el agujero negro del idioma alemán, sólo fueron conocidos mucho más tarde y aun así
fragmentariamente. Aun cuando Boas (como se verá) lo responsabiliza por la creación
del propio método comparativo, puedo asegurar que ningún trabajo mayor de Bastian (y
he localizado, almacenado y consultado todos los candidatos posibles, muchos en impe-
netrable letra gótica) menciona semejante cosa. El método nunca es objeto de análisis:
los elementos de juicio que llevan a hablar de la identidad absoluta de los rasgos cultu-
rales a través de las naciones implícita en los Elementargedanken se encuentran allí, a la
vista, en los hechos observables, por lo que la idea no amerita que uno se ponga a pen-
sar reflexivamente en (o a escribir laboriosamente sobre) la operación que los singulari-
za (cf. v. gr Bastian 1860a ; 1860b ; 1860c ; 1868 ; 1873 ; 1900 ; 1902 ;
1903 ; 1905 ; Tylor 1905 ). Sólo una vez, como dije, tres años antes de Primitive
Culture de E. B. Tylor, Bastian titula una de sus obras teoréticas como Psicología
comparada: El alma y sus manifestaciones en la Etnografía (1868 ); no hay en todo el
libro, de todas maneras, ni una sola mención del método comparativo.
A quienes nos hemos habituado a leer textos de Leibniz o de Darwin, por ejemplo, en
escaneados sepias que –creo yo– deben conservar los ácaros, a veces nos cuesta creer el
grado en que la escritura de Bastian ha envejecido. El etnólogo, historiador y arqueó-
logo austríaco Robert Baron (Freiherr) von Heine-Geldern [1885-1968], sobrino-nieto
de Heinrich Heine y recordada lectura optativa en mi educación enciclopedista en la
licenciatura en Ciencias Antropológicas, escribía sobre Adolf Bastian –hace más de
medio siglo– esto que sigue:
Algunos de sus tempranos relatos de viaje son excelentes, en particular los de sus viajes por
Birmania. Pero esto no se puede decir de Der Mensch in der Geschichte ni de sus otras
innumerables obras teóricas que le siguieron. Escritas en un estilo abominable, desorga-
nizados, repetitivos, totalmente carentes de claridad, son prácticamente ilegibles. (Véase la
excelente caracterización de Bastian por Lowie en sus escritos, 1937: 30-38). Sin embargo,
a pesar de sus limitaciones, Bastian tuvo grandes méritos. […] En Inglaterra, Tylor y otros
usaron el método comparativo para establecer lo que pensaban que había sido la secuencia
general de los estadios culturales. Ni Bastian ni sus colegas intentaron algo parecido. Pare-
cen haber quedado satisfechos con afirmaciones vagas y más o menos dogmáticas. Ni tam-
poco dedicaron investigaciones tan concienzudas y complicadas como las de Tylor al pro-
blema del origen por difusión versus el origen independiente (Heine-Gelderrn 1964: 410).

183
Reflexionemos sobre lo que los testimonios contrapuestos de Boas y Heine-Geldern de-
jan sobre la mesa: mientras que el primero sindica a Bastian como el pergeñador por
antonomasia del método comparativo, y se lamenta por ello, el segundo deplora que no
haya guardado con ese método la menor relación.
La historiografía antropológica acostumbra condimentar sus reseñas de la fase temprana
del método comparativo mencionando algunos nombres de los cuales todos estamos,
poco a poco, perdiendo memoria y entre los que no apreciamos ya casi diferencia. Los
más conspicuos entre ellos son los de John McLennan [1827-1881], Andrew Lang
[1844-1912], William Robertson Smith [1846-1894], Edvard Westermark [1862-1939]
y por supuesto James Frazer [1854-1941] (Stocking 1995: 53-55, 71, 73, 80, 135-136,
138-140, 155-156; Lowie 1937: 30-54).
Ernest Gellner nos cuenta que Freud alguna vez utilizó material de Frazer y cuando Ma-
linowski le explicó a éste la interpretación dada por el vienés a su obra, Frazer estalló en
carcajadas (Gellner 1997 [1994]: 133). En los años en que se escribió el libro de Gellner
(que después de todo no es tan viejo) todo era más fresco y más impactante. Todavía
Gellner podía arrancar el libro diciendo que James Frazer es ciertamente el más famoso
antropólogo británico y muy probablemente el antropólogo más famoso del mundo.
Afirmaciones como éstas hoy resultan difíciles de digerir: en veinte años (muy poco si
se quiere) ha corrido demasiada agua bajo el puente.
Mientras que Robert Lowie olvidó nombrarlo en su historia de la antropología, unos
cuantos autores reconocen a Herbert Spencer como un antropólogo en plenitud aunque
en su época la “antropología” se consideraba, como anticipé, un mote para lo que más
tarde fue la antropología física, una práctica mayormente volcada a la medición craneal
(Harris 1968: 464; Carneiro 1981 ; McMahon 2016 ). El método comparativo spen-
ceriano tampoco es ahora ni fue antes la gran cosa y se reduce a juntar minuciosa y ma-
sivamente –el grado cero de la inducción, diríamos– la evidencia que pueda conseguir-
se. Escribe Spencer en el segundo volumen de Principles of Sociology:
Si las sociedades fueran todas de la misma especie y difirieran sólo en su etapa de creci-
miento y estructura, las comparaciones pondrían claramente al descubierto el curso de la
evolución; pero las disimilitudes de tipo entre ellas, aquí grandes y allí pequeños, oscurecen
los resultados de tales comparaciones. […] Podemos inferir que a partir de la evidencia
compleja y confusa, sólo las grandes verdades surgirán con claridad. Mientras que ciertas
conclusiones generales van a ser positivamente establecidas, podemos anticipar que las más
especiales sólo se podrán alegar como probables (Spencer 1882, vol. 2: 242-243 ).

El proyecto de Descriptive Sociology, que abarcaba ocho gruesos volúmenes aparecidos


entre 1873 y 1881, se planteaba compilar una gigantesca base de datos que sirviera para
consolidar su sociología sobre bases firmes. Si bien lo logrado sirvió de inspiración a o-
tros espíritus emprendedores, y sobre todo a los miembros de la escuela comparativa di-
rigida por Sebald Rudolf Steinmetz (como se verá), Spencer, después de invertir exacta-
mente la suma de £4.425 15s 7 d, debió abandonar su empresa por falta de fondos
(Spencer 1904c: 415 ). La cita que sigue ahora, entresacada del Study of Sociology,

184
documenta el primer uso que conozco de la idea de “método comparativo” en la obra de
Spencer:
Haciendo debido uso no tanto de lo que los testigos del pasado y el presente intentan decir-
nos, sino de lo que ellos nos dicen por implicación, es posible recolectar datos para induc-
ciones respecto de estructuras y funciones sociales en su origen y desarrollo: los obstáculos
que surgen desenredando esos datos en el caso de una sociedad en particular son mayor-
mente superables con la ayuda del método comparativo (Spencer 1896: 101-102 ).

Hasta donde he podido rastrear (y lo sigo rastreando desde hace años) ésta es la única
vez en que Spencer utiliza la denominación canónica. Es curioso que haya sido usada
por alguien que encuadraba su obra en la sociología y en un trabajo publicado el mismo
año en que Boas, incluyendo el nombre de Spencer, endilgó esa nomenclatura a antro-
pólogos que rara vez o nunca usaron esas exactas palabras en ese mismo sentido.
Párrafo aparte merece la caracterización de Herbert Spencer como el darwinista social
por antonomasia, visión basada sin duda en el hecho no trivial de haber acuñado la frase
“supervivencia del más apto” en una carta (la numerada #5140) dirigida a Darwin el 2
de junio de 1866 después de leer El origen de las especies, y a la que Darwin respondió
en términos apreciativos tres días más tarde (cf. #5145). Algunos autores, como el histo-
riador norteamericano ultraconservador Richard Hofstadter [1916-1970], se han incli-
nado a observar la obra de Spencer a una luz decididamente negativa.
Otros han tratado de ser más equilibrados (Hofstadter 1955 [1944]: 31-50 versus Harris
1968: cap. 5, 108-141). Mientras que en Gran Bretaña las políticas sociales diferenciales
favorecieron la eugenésica (un teoría galtoniana anti-evolucionista) en los Estados Uni-
dos el darwinismo social se encabalgó más bien sobre una cierta lectura del último Frie-
drich Nietzsche, quien sólo tenía para Darwin y Spencer palabras de reprobación (cf.
Hofstadter 1955 [1944]: 38, 86, 197, 198; Bannister 1979: 201-211). A la larga pre-
valeció un juicio basado en las razones equivocadas que tuvo el efecto indeseado de
eternizar en aquel entonces temas discriminatorios, racistas y sexistas de los cuales las
variadas especies de nietzscheanos y nihilistas filosóficos que pueblan la antropología
preferirían que hoy se sigan silenciando.

185
8.2 - Comparativistas y anti-comparativistas

La comparación fue alguna vez la piedra miliar de


la antropología; la etnografía devino luego la forma
de colectar los datos necesarios y más tarde se trans-
formó en un paradigma rival. Mientras las formas
de hacer etnografía han mejorado significativamente
a lo largo de las últimas décadas, la comparación ha
resultado en parte descuidada y en parte prohibida
como consecuencia de la crítica posmoderna.
Michael Schnegg (2014: 55).

Uno de los primeros trabajos en que se pone el foco y se discute explícitamente el méto-
do comparativo es el inambiguamente titulado “Las limitaciones del Método Compara-
tivo” de Franz Boas (1896 ), un artículo dos años anterior a la expedición de la Uni-
versidad de Cambridge al estrecho de Torres con la que se inaugura la antropología
fundada en el trabajo de campo, y en la cual se acuña nada menos que la expresión que
designa al fieldwork y se inaugura un método genealógico que todavía sigue prestando
servicios, ocasionalmente inestimables, a pesar de que el estudio del parentesco sufrió la
más absoluta cancelación que se ha experimentado en antropología a resultas de una
operación de desmontaje articulada, en parte, por David Schneider [1918-1994], uno de
los más furibundos enemigos del posmodernismo.49
En un tono característicamente discursivo y en una elaboración de gabinete, rara en él,
Boas (1896 ) había cuestionado tempranamente a lo que entonces llamó una “nueva”
y “moderna” antropología universalista encarnada en una panoplia de autores que eran
por ciertos reconociblemente modernos pero que a nadie se le habría ocurrido tipificar
como “nuevos” en una ciencia que ya estaba dejando de ser embrionaria: Herbert Spen-
cer [1820-1903], Adolf Bastian [1826-1905], Edward B. Tylor [1832-1917], Daniel
Garrison Brinton [1837-1899], el ignoto Richard Andree [1835-1912], y el todavía más
ignoto antropólogo legal alemán Albert Hermann Post [1839-1895]. Boas tejió una tras
otra variaciones de argumentos que meramente contrastaban dos perspectivas distintas
sin desarticular críticamente las afirmaciones de los comparativistas y actuando como si
su propio framework de trabajo no comparara en absoluto. Fue como si hubiera dicho
“yo no comparo ni acentúo la distintividad de los rasgos culturales, ni intervengo en la
descripción de la cultura; meramente expongo las cosas como son”. Para Boas las simi-
litudes existían al punto que no hizo siquiera el menor intento por impugnar las infinitas
similitudes que Tylor documentara, bajo sus premisas, sin embargo, cualquier similitud
se explicaba como fruto de la difusión o bien como hija de la mera coincidencia histó-
rica.

49
En la segunda de mis disertaciones de doctorado narré la historia de la caída de los estudios del paren-
tesco y del parentesco mismo como dominio de interés antropológico. Aunque los hechos habían tenido
lugar un cuarto de siglo antes, fue la mía, hasta donde conozco, la primera vez que esa historia se narraba
en castellano (cf. Reynoso 2011a: cap. 17, pp. 279-306 ).

186
Un cambio radical de método ha acompañado este cambio de los puntos de vista. Mientras
que anteriormente las identidades o las similitudes de la cultura se consideraban prueba in-
controvertible de conexiones históricas, la nueva escuela declina considerarlas como tales,
sino que las interpreta como resultados de la forma uniforme en que trabaja la mente huma-
na. El adherente más pronunciado a esta perspectiva en nuestro país es el Dr D. G. Brinton,
y en Alemania lo son muchos de los seguidores de [Adolf] Bastian, que a este respecto van
mucho más lejos que Bastian mismo. […]

Los estudios comparativos de los que estoy hablando aquí intentan explicar las costumbres
e ideas de notable similitud que se encuentran aquí y allá. Pero ellos también persiguen el
esquema más ambicioso de descubrir las leyes y la historia de la evolución de la sociedad
humana. El hecho de que muchos de los rasgos fundamentales de la cultural son univer-
sales, o que al menos ocurren en muchos lugares aislados; interpretados mediante la alusión
de que los mismos rasgos deben desarrollarse siempre por las mismas causas, conduce a la
conclusión de que hay un gran sistema, de acuerdo con el cual la humanidad se ha desarro-
llado en todas partes; de que todas las variaciones que ocurren son no más que detalles
menores en esta gran evolución uniforme. […]

Estamos de acuerdo en que existen ciertas leyes que gobiernan el crecimiento de la cultura
humana, y que es nuestra misión descubrir estas leyes. El objeto de nuestra investigación es
encontrar los procesos por los cuales ciertas etapas de la cultura se han desarrollado. Las
costumbres y las creencias mismas no son los objetos últimos de la investigación. Desea-
mos aprender las razones por las cuales tales costumbres y creencias existen – en otras pala-
bras, deseamos descubrir la historia de su desarrollo. El método que al presente más se apli-
ca en investigaciones de este carácter compara las variaciones bajo las cuales las costum-
bres y creencias ocurren y apunta a encontrar la causa psicológica común que subyace a
todas ellas. He afirmado que este método está expuesto a una objeción muy fundamental
(Boas 1896: 901, 904, 905 ).

En lo que a nuestros hilos conductores concierne, tanto Boas como sus seguidores (al
igual que los comparativistas a los que él cuestionaba) reconocieron la existencia
saliente de similitudes en todas partes. Unos diez años más tarde Boas (1905 ) habría
de suministrar al trabajo comparativo las bases de su más poderosa herramienta, que
más de un siglo más tarde sigue siendo el método de superposición de la geometría
morfométrica, a investigar en este libro mucho más adelante (cf. cap. §11). Su artículo
en contra del comparativismo, empero, fue lo que prevaleció. Asegurando estar en
minoría, Boas no se molestó en demostrar (como habrían querido Leslie White o Mar-
vin Harris que él hiciera) que cada cultura es peculiarmente distinta; lo que hizo, más
bien, fue explicar sus similitudes mutuas (a las que no puede sino dar por sentadas) in-
vocando una y otra vez razones históricas a las que tampoco desmenuzó ni logró probar
con el rigor que habría sido menester.
Es interesante remarcar que mientras Boas llama “método comparativo” a la explicación
de las uniformidades y semejanzas entre las culturas contemporáneas a su propia época,
Robert Lowie (y Marvin Harris con él) considera que el método concierne más bien a la
uniformización entre las culturas actuales y las hipotéticas culturas proto- y prehistóri-
cas (cf. Lowie 1937: 22-24; Harris 1968: 151-153). Tylor, a su turno, utiliza los dos sen-
tidos alternativamente, aunque (como dije) muy rara vez usa la expresión “método com-
parativo” y nunca se refiere al señalamiento de parecidos y diferencias (cuyo carácter
evidente también da por sentado) como un acto metodológico necesitado de vigilancia

187
reflexiva. Las similitudes prevalecen por mucho y su constancia invita al anecdotario;
no es necesario ver a todos los indios, dice, sino que alcanza con uno solo: “one set of
savages is like another” (Tylor 1920 / 1878 [1871], vol. 1: 6 ). Lo dice en serio pero
no hay que escandalizarse, pues más o menos lo mismo dirán Gilles Deleuze y Félix
Guattari de los chinos en un contexto en el cual esa clase de puerilidades resulta algo
más difícil de justificar (Deleuze y Guattari 2006 [1980]: 23).
La crítica antropológica al método comparativo de Tylor y Morgan, en particular, está
envenenada por un estereotipo que sigue siendo aceptado globalmente pero que ya hace
setenta años Leslie White (1945 ), a lo largo de 18 páginas perfectas y demoledoras,
demostró que era por lo menos discutible. El rumor aseguraba que los evolucionistas
despreciaron la difusión y la historia y que Tylor, en particular, afirmó alguna vez que
todos los pueblos habían pasado (y debían pasar) exactamente por las mismas fases de
evolución. Solamente Kenneth Bock (1966: 273 n. 20) en un escondido pie de página
recordó en los años subsiguientes el testimonio de White. La postura de White se ve re-
frendada por una fallida crítica que el boasiano David Bidney (1946 ) intentó dirigir
contra la distinción de White entre “la noción de la evolución de la cultura como algo
distinto a la historia cultural de los pueblos”, alegando que la distinción carece de senti-
do. Aunque fue capaz de encontrar en un océano de escritura algunos párrafos en que
Morgan y Tylor lucen circunstancialmente unilineales, el mismo Bidney (p. 297 ) no
sólo se sitúa a un tris de negar la unidad psíquica de la humanidad (p. 293 ) sino que
se ve obligado a reconocer que Boas “nunca negó el concepto de evolución cultural”,
derribando su propio alegato de un solo golpe. Sea como fuere que se resuelva esta
confrontación el hecho es que el argumento de White no depende de esta toma de pos-
tura filosófica (o de la decisión de establecer y adoptar un nivel de abstracción y de
detalle conveniente a su finalidad) sino de las evidencias referidas sobre la oposición de
los evolucionistas a la difusión y a la historia. En fin, los testimonios aportados por
White para desmantelar este mito son tan abrumadores y su texto está tan ampliamente
disponible en el dominio público que no abundaré aquí más en esta tesitura.
Más allá del bien o mal llamado método comparativo que compartieron evolucionistas y
anti-evolucionistas y que se inspiró en modalidades de tratamiento de similitudes, dife-
rencias y analogías originados en otras disciplinas humanas, muchas figuras de primer
orden en el desarrollo de la teoría antropológica dejaron sentadas sus opiniones, muchas
veces inorgánicas y hasta un poco contradictorias, sobre la necesidad imperiosa o la
inutilidad última de la comparación. No viene mal citar algunas de ellas, en un orden a-
proximadamente cronológico a fin de apreciar los matices con que se imaginaron esas
ideas a lo largo del tiempo y de las modas.
En “The comparative method in social anthropology” y sin nombrar un solo texto Al-
fred Reginald Radcliffe-Brown [1881-1955] establece algunos lineamientos y opiniones
sobre una antropología comparativa y sus respectivos métodos de un modo tal que cues-
ta identificar los autores concretos a los que alude y los postulados que les atribuye.
Radcliffe-Brown (1951 ) asegura que Boas distinguía entre dos tareas en las que po-
dían involucrarse los antropólogos en el estudio de la sociedad primitiva, dos tareas que

188
implican dos métodos diferentes. Uno es el “método histórico” por medio del cual la
existencia de un rasgo particular en una sociedad particular es “explicado” como resul-
tado de una secuencia particular de eventos. El otro es el método comparativo mediante
el cual se busca ya no explicar sino comprender un rasgo determinado de una sociedad
particular viéndolo primero como instancia de una clase general de fenómeno social y
luego relacionándolo con una tendencia más amplia, preferentemente universal, en las
sociedades humanas. Tal tendencia es lo que en ciertos contextos se llama una ley. La
antropología como estudio de la sociedad primitiva incluye ambos métodos, pero el mé-
todo histórico nos da proposiciones particulares y sólo el método comparativo nos da
proposiciones generales (1951: 22 ). Llamo la atención, entre paréntesis (y porque
nadie lo ha hecho), en el curiosísimo cruzamiento implicado en el hecho de que Rad-
cliffe-Brown piensa que el método histórico “explica” mientras que la generalización
“comprende”, y que la explicación atañe a lo particular mientras que es la comprensión
la que conduce a leyes universales.
De este modo, el método comparativo en antropología social es el método de los que han
sido llamados “antropólogos de sillón” dado que trabajan en bibliotecas. Su primera tarea
es mirar lo que se acostumbra llamar “paralelos”, rasgos sociales similares que aparecen en
diferentes sociedades, en el presente o en el pasado. Hace sesenta años Frazer representaba
en Cambridge la antropología de sillón usando el método comparativo, mientras Haddon
impulsaba la necesidad de estudios “intensivos” de sociedades en particular mediante estu-
dios de campo sistemáticos a cargo de observadores competentes. El desarrollo de estudios
de campo ha llevado a un relativo abandono de los estudios que hacen uso del método com-
parativo. Esto es tanto comprensible como excusable, pero posee algunos efectos lamenta-
bles. Al estudiante se le dice que debe considerar cualquier rasgo de la vida social en su
contexto, en su relación con otros rasgos del sistema social particular en el que se encuen-
tra. Pero a menudo no se le enseña a mirar en el contexto más amplio de las sociedades hu-
manas en general. […] Sin estudios comparativos sistemáticos la antropología devendrá
sólo historiografía y etnografía. La teoría sociológica debe basarse en, y debe ser conti-
nuamente verificada por, la comparación sistemática (Radcliffe-Brown 1951: 16 ).

Es extraño que en la historiografía oficial Radcliffe-Brown haya acabado siendo, por


esos raros efectos inerciales del relato, uno de los enemigos por antonomasia de la an-
tropología comparativa (v. gr. Hammel 1980: 148). Esta es la clase de encuadre asertivo
que trato de evitar en este libro consultando una base bibliográfica más amplia de lo que
ha sido usual hasta hoy y sirviéndome de citas textuales antes que de paráfrasis aproxi-
mativas y recuerdos difusos, por útiles que éstos sean en otras circunstancias. Exacta-
mente el mismo año en que aparecieron las notas de Radcliffe-Brown, el vienés y luego
británico Siegfried Nadel [1903-1956], uno de los “tres mandarines” de Bronisław
Malinowski,50 elaboraba a lo largo de unas diez páginas de su The foundations of social
anthropology una de las más refinadas notas sobre el método comparativo:
[El] equivalente del experimento en el estudio de la sociedad es usualmente llamado, un po-
co laxamente, el método comparativo. Pues la comparación como tal es sólo la manipula-
ción del material que podría proporcionar conocimiento relevante. La comparación necesita
refinamiento ulterior –selección planificada y rigurosas verificaciones y controles– para

50
Los mandarines de referencia han sido Meyer Fortes [1906-1983], Siegfried Nadel [1903-1956] y el
olvidadísimo Sjoerd Hofstra [1898-1983].

189
aproximarse a la exactitud de un método cuasi-experimental. Este refinamiento lo ofrece el
estudio de las “variaciones concomitantes” formulado por J. S. Mill como uno de los méto-
dos de investigación inductiva y elevado por Durkheim a un principio supremo en la inves-
tigación sociológica. Significa, en esencia, el análisis de situaciones sociales a primera vista
ya comparables, esto es, que parecen compartir ciertos rasgos (modos de acción, relaciones)
mientras que difieren en otros, o compartir ciertos rasgos comunes con algún grado de dife-
rencia. Esta impresión a primera vista puede tornarse más precisa demostrando la medida
en que las uniformidades o diferencias en un rasgo se acompañan o “correlacionan” con
uniformidades o diferencias en otros (Nadel 1951: 226).

En el mismo año en que se publicaron los libros de Radcliffe-Brown y Siegfried Nadel


y con un toque de epistemologismo que diríamos casi batesoniano escribía Edward
Evan Evans Pritchard51 [1902-1973] en su Social Anthropology, un texto conocido en
un nivel de celebridad muy por debajo del que han alcanzado sus etnografías sobre los
Núer o los Zande, o de sus informes coloniales alguna vez increpados en actitud justi-
ciera por Clifford Geertz en razón de su exacerbado colonialismo:
En los estudios comparativos lo que uno compara no son cosas en sí mismas sino ciertas ca-
racterísticas particulares de ellas. Si se desea hacer una comparación sociológica del culto a
los ancestros en un número de diferentes sociedades, lo que se comparan son conjuntos de
relaciones estructurales entre personas. Se comienza, necesariamente, abstrayendo esas
relaciones en cada sociedad de sus modos particulares de expresión cultural. De otro modo
no sería posible hacer la comparación. Lo que se hace es definir aparte problemas de una
cierta clase a los propósitos de la investigación. Al hacerlo, no se hacen distinciones entre
diferentes clases de cosas –la sociedad y la cultura no son entidades– sino diferentes clases
de abstracción (Evans-Pritchard 1951: 18 ).

Repitiendo el esquema, Evans-Pritchard escribe un poco más adelante que lo que los an-
tropólogos modernos comparan no son ya “costumbres” sino sistemas de relaciones
(Ibidem: 57 ). Aparte de estas finuras, el autor dedica amplios párrafos a su considera-
ción del método comparativo propiamente dicho. En un libro escrito dos años después
de Social structure de George Peter Murdock (1949 ) –y en el que no se hace mención
de lo que hoy conocemos como antropología transcultural– llama la atención la forma
en que Evans-Pritchard se refiere a la vieja antropología comparativa norteamericana:
El producto más complicado (y en algunos respectos el más fantástico) del método compa-
rativo, fue la construcción del abogado norteamericano L. H. Morgan quien postuló, entre
otras cosas, no menos de quince etapas en el desarrollo del matrimonio y la familia, co-
menzando con la promiscuidad y finalizando con el matrimonio monógamo y la familia de
la civilización occidental. Este fantasioso esquema de progreso ha sido incorporado, a tra-
vés de [Friedrich] Engels, en las doctrinas marxistas oficiales de la Rusia comunista (E-
vans-Pritchard 1951: 30 ).

No obstante reputar fantasioso el esquema que articula el método, Evans-Pritchard aca-


ba regalándole una evaluación abiertamente positiva:

51
Conocido más bien en la farándula antropológica como E. E. Evans-Pritchard, un acrónimo que se en-
cuentra apenas un poco a la zaga de otras inicializaciones célebres en el mundillo intelectual como las que
han facilitado la fama de e. e. cummings, E. Power Biggs, E. G. Marshall, T. S. Eliot, M. A. K. Halliday,
C. S. Lewis, H. P. Lovecraft, C. M. I. M. Matthiessen, W. H. R. Rivers, J. K. Rowling, J. D. Salinger, J.
R. R. Tolkien y por supuesto H. G. Wells.

190
Esos antropólogos victorianos eran hombres [sic] de habilidad sobresaliente y de una obvia
integridad. Si sobre-enfatizaron las semejanzas en las costumbres y las creencias y presta-
ron insuficiente atención a las diversidades, es porque estaban investigando un problema
real, y no imaginario, cuando intentaban dar cuenta de las notables similitudes en socieda-
des ampliamente separadas en el espacio y el tiempo; y hay muchas cosas de valor perma-
nente en sus investigaciones. Su uso del método comparativo les permitía separar lo general
de lo particular, clasificando de este modo los fenómenos sociales (Ibidem: 32 ).

En contraste con lo que afirma Marvin Harris (1968: 151-152), quien escoge subrayar
más bien los nexos entre la comparación evolucionista y la geología, todos estos victo-
rianos (prosigue Evans-Pritchard) sienten que lo que han estado poniendo en foco no es
otra cosa que historia; como hemos visto, Ancient Law de Maine llevaba por subtítulo
Its Connection with the Early History of Society, and its Relation to Modern Ideas. El
título del primer libro de Tylor era Researches into the Early History of Mankind. La
contribución de Sir John Lubbock a estos estudios se llamó The Origin of Civilization,
mientras que los ensayos de McLennan se compilaron en dos volúmenes titulados Stu-
dies in Ancient History (Ibidem: 37 ). Todo ponderado, el hecho es que Evans-Prit-
chard considera que los contrariedades multiplicativas en que se precipita el método
comparativo hace que ya resulte inviable seguir replicándolo de aquí en más, por lo que
la antropología debe buscar otra fundamentación metodológica. Ella resulta ser lo que él
llama método experimental (Ibidem: 89 ). Pero ésa es por completo otra historia, la
historia de un método que no prosperó, que nació con Evans-Pritchard, que nadie más
compró, que los cronistas olvidaron, que poseía un nombre que luego fue usurpado para
otros fines y que murió con él.
Continuando expresamente en la huella de Siegfried Nadel y de Radcliffe-Brown y sólo
tres años más tarde, el norteamericano de la Universidad de Seattle Frederick Russell
Eggan [1906-1991], más conocido como Fred Eggan a secas, escribió con su artículo
sobre el método de la comparación controlada en la antropología social uno de los hitos
de la antropología comparativa (Eggan 1954). Eggan, nótese bien, es un componedor,
situado a media distancia entre el comparativismo a ultranza y la postura más tibia de
sus críticos. Habiendo sido alumno dilecto de Radcliffe-Brown cuando éste dictó entre
1931 y 1937 sus históricos cursos en Chicago, intentó aproximar la antropología social
británica, todavía ligada al método comparativo, con el estudio a fondo de la cultura que
prevalecía en los Estados Unidos. Eggan buscaba también atemperar la ambición global
del comparativismo en estos precisos términos:
Mientras que comparto la visión de Racliffe-Brown de una ciencia definitiva de la socie-
dad, pienso que debemos cultivar más intensivamente lo que Merton (1949: 5) ha llamado
teoría de rango medio. Sugiero que el método de la comparación controlada es un instru-
mento conveniente para su exploración, utilizando covariación y correlación, y evitando un
grado de abstracción demasiado grande (Eggan 1954: 748).

Eggan (a quien alguna vez reproché en cartas y en textos su credulidad hacia la gloto-
cronología) conocía también las propuestas de Evans-Prichard, a las que comentaba lar-
gamente, discrepando con éste en cuanto a la inscripción de la antropología entre las
ciencias humanas, apartadas de las ciencias naturales. Algunos observadores han notado

191
que Eggan, norteamericano, utiliza la expresión “antropología social” en su título en vez
de usar la más común “antropología cultural” como se acostumbraba en su país. Lo cier-
to es que aquella expresión había sido común en América algunas décadas antes, masi-
vamente y desde los meros títulos, en la obra de Clark Wissler [1870-1947] y también
en la de Paul Radin [1883-1959] antes que se generalizara la idea de una “antropología
cultural”; esta es una expresión que se hizo sinónima de la antropología norteamericana
y que se acuñó (creo yo) en una fecha varios años más tardía de lo que se piensa pero
que nadie se ha atrevido a precisar todavía.
Lejos de haber sido el creador de la comparación controlada, Eggan reconoce el papel
de Erwin Ackerknecht a este respecto. En un paper unas pocas semanas anterior al
suyo, Ackerknecht había escrito:
Una de las grandes ventajas del método comparativo es que en un campo donde el experi-
mento controlado es imposible él proporciona al menos alguna clase de control. […] En
cualquier forma que el método comparativo pueda reaparecer, expresará el creciente deseo
y necesidad de que la antropología cultural encuentre regularidades y denominadores comu-
nes detrás de la aparente diversidad y del carácter único de los fenómenos culturales
(Ackerknecht 1954: 125).

En la actualidad se reconoce que otros autores antes que Eggan, tales como Max Gluck-
man (1944 ) y Siegfried Nadel (1952), propusieron o comentaron experimentos encua-
drados en el rango medio de una comparación controlada que los perspectivistas con-
temporáneos creen haber inventado sin haber leído ni elaborado lo que se requiere (cf.
Gingrich y Fox 2002 ; Strathern 2002 ).
El temprano canto del cisne de la antropología comparativa pre- o no-murdockiana es el
raro libro titulado Comparative Functionalism: An essay in Anthropological Theory
(1966) de ese desconcertante y casi olvidado autor que fue Walter Goldschmidt [1913-
2010], un estudioso que al mismo tiempo fue un crítico exquisito de la manipulación
estadística, presidente de la Asociación Americana de Antropología, enemigo feroz de
la sociobiología y un inexplicable, lacónico y apasionado prologuista de la primerísima
edición norteamericana de Las Enseñanzas de Don Juan de Carlos Castaneda, un prólo-
go que se vino repitiendo desde la primera traducción castellana junto con un oportu-
nista prefacio de Octavio Paz, quien escribía (supongo yo) en nombre de México, como
si hubiera tenido algo concreto que decir y como si por ambos motivos hubiera sido
capaz de calibrar particularmente bien de qué se trataba todo eso.
El problema importante inherente a la manipulación estadística de los datos transcultu-
rales, sostiene Goldschmidt, finca en el hecho de que tal manipulación requiere la equi-
paración de instituciones definidas de forma parecida en culturas diferentes, siendo que
la realidad de esas igualaciones siempre fue y sigue siendo muy dudosa. El problema ra-
dica, en otras palabras, en pretender comparar incomparables. El tratamiento estadístico
complica el problema por la misma necesidad de disponer de una caracterización breve
de fenómenos muy complejos en un conjunto delimitado de unidades.
Es sorprendente que en estos términos los resultados del tratamiento estadístico hayan teni-
do el éxito que tuvieron, y este hecho sugiere que el dictum malinowskiano de que cada

192
cultura debe entenderse en sus propios términos cae bajo sospecha. Hay sin embargo otra
forma de leer el éxito parcial de las investigaciones estadísticas de las instituciones sociales:
a saber, que ciertas necesidades sociales invocan repetidamente instituciones sociales simi-
lares, que se pueden encontrar correlaciones entre formas institucionales porque, hablando
groseramente, ellas son medios "naturales" o "preferidos" por los que ciertas tareas sociales
necesarias pueden ejecutarse en determinadas circunstancias. O, mejor, que las soluciones
sociales a los problemas funcionales son suficientemente convergentes para permitirnos a
nosotros, los etnógrafos, rotularlas con términos tomados en préstamo de otras culturas sin
hacer tal violencia a las circunstancias concretas como para tornar inválidos los groseros
análisis que llevamos adelante (1966: 29-30).

Ni el análisis funcional ni el tratamiento estadístico en sus formas existentes, protesta


Goldschmidt, son capaces de resolver los problemas centrales de la disciplina antropo-
lógica. Éstos no se resolverán porque el uno es limitado en su capacidad para la extrapo-
lación mientras el otro se extravía en la falsificación de la realidad. Esta falsificación
está oscurecida por pleitos terminológicos y por preciosismos taxonómicos. Aunque
Goldschmidt seguramente no tiene dominio virtuoso de la estadística, como antropólogo
seguramente sabe que puede dictar cátedra sobre la definición de las unidades que in-
tervienen en el cálculo. Lo que es consistente de una cultura a otra –dice– no es la
institución; lo que es consistente e invariante son los problemas sociales. Lo que es re-
currente de sociedad a sociedad, concluye, son las soluciones a esos problemas.
El libro, en fin, es una pizca incongruente, en la medida en que reposa en las bases de
datos reunidas por Murdock en los HRAF pero sin mencionar un solo renglón de la lite-
ratura antropológica transcultural ni especificar gran cosa de las estadísticas que Gold-
schmidt planea aplicar. El libro encarna, además, uno de los últimos trabajos que em-
prendió la antropología buscando generalizar a partir de la experiencia de campo hasta
llegar ambiciosa, casi metafísicamente, mediante una inducción discontinua (presentada
como la madre de todas las generalizaciones) al plano de la naturaleza humana y del ca-
rácter de la sociedad en general. Pero más que eso el texto (habida cuenta del aval a
Castaneda en otro libro apenas posterior) es una prueba palpable de que tenemos una
disciplina en la que se ha tornado habitual afirmar tanto una cosa como la contraria, y en
la que no existe un plan de trabajo tan torcido, contradictorio y equivocado que no
concite admiradores y partidarios a su alrededor.
En el otro extremo, en un artículo de ese mismo año de 1966 que luego se integró al
gigantesco manual comparativista de Naroll y Cohen, André J. F. Köbben realiza un
refinado ejercicio sobre la crítica y la defensa de la comparación tomando como punto
de partida las observaciones de Radcliffe-Brown a propósito de que en diferentes so-
ciedades patrilineales las relaciones entre ego y el hermano de la madre son parecidas.
A partir de los datos suministrados por Henri Alexandre Junod sobre los Ba-Thonga, y
comparándolos con el reporte de la situación entre los Bete según el propio Köbben, los
Bwamba según Winter, los Kgatla según Schapera y los Núer según Evans-Pritchard,
Köbben demuestra que aunque las descripciones son casi por completo divergentes,
Radcliffe-Brown tiene razón en cuanto a que en un determinado nivel de abstracción y
dejando de lado miríadas de detalles y pequeñas evidencias en contrario es posible des-
cubrir comunalidades. Como decía Karl Popper medio siglo antes que se reinventara un

193
perspectivismo que sólo percibía diferencias, “dos cosas cualesquiera que son similares,
siempre son similares en algunos respectos. La similitud […] siempre presupone la a-
dopción de un punto de vista”: una frase plausible, pero que implica que la disimilitud
es independiente de toda contingencia (cf. opper 1962 [1959]: 393; Köbben 1970: 582).
Después de señalar expresivas divergencias entre comparativistas y no-comparativistas,
Köbben concluye que lo que conviene hacer es combinar armoniosamente las dos pers-
pectivas, pues ambas tienen su cuota de razón. Una conclusión un tanto decepcionante,
si me lo preguntan, que deja el campo en un estado más incierto que aquél en que se en-
contraba y que aunque no ofende al intelecto tampoco dice nada que no dijeran antes o
después Radcliffe-Brown, Fred Eggan, Kenneth Bock, Alice Schlegel y Walter Gold-
schmidt, entre otros.
Nada de lo que sucedió después se ha apartado de lo que cabía esperar. Fuera del búnker
comparativista, desde mediados de los años 60s –diríamos– los antropólogos dejaron
dormir la idea del método comparativo, que recién resurgiría en los trabajos de Kenneth
Bock (1999 [1988]), del Departamento de Sociología de la Universidad de California en
Berkeley y que a mi entender discurren un poco al margen de la discusión principal y
vuelven a ser por ende inconcluyentes. Centrado en las investigaciones murdockianas
del antropólogo y psicólogo comparativo John Whiting [1908-1999], de gran renombre
en esos años, la crónica de Bock sólo pocas veces levanta vuelo, como cuando dice:
La concepción de las culturas de Ruth Benedict como todos integrados análogos a persona-
lidades individuales fue seguramente una exageración resultando en caracterizaciones su-
mamente simplificadas. Por el otro lado, el peligro opuesto del atomismo cultural acompa-
ña a la estrategia correlacional. La vieja lista de rasgos ha retornado, con las culturas repre-
sentadas por una serie de signos más y menos, o por calificaciones en una escala de cero o
diez. Los nombres de las sociedades en los estudios correlacionales a menudo se omiten en
las tablas, y su ubicación geográfica se ignora. Las hipótesis y las evaluaciones inciertas de
un estudio tienden a tomarse como hechos establecidos en estudios ulteriores, y las correla-
ciones se interpretan erróneamente como pruebas de causación. […] No estoy argumentan-
do contra el determinismo, pero me opongo a las nociones simplistas de causación. Las co-
rrelaciones siempre están abiertas a explicaciones alternativas. Existen formas ingeniosas
de ajustar las hipótesis conforme a los datos y dar así una impresión de exactitud. […] Más
aún, reducir una sociedad a un simple conjunto de ratings conduce a negar la variabilidad
intracultural, deviniendo una forma de presupuesto de uniformidad. Cuando los mismos in-
vestigadores son los que ejecutan el rating, la objetividad del método correlacional se pone
en cuestión (Bock 1999 [1988]: 131-132).

Es llamativo que, en medio del vendaval interpretativo y posmoderno, Bock culmine su


ensayo con esta cita extraída del artículo sobre la comparación en antropología psico-
lógica de Alice Schlegel, de la Universidad de Arizona:
En años recientes la antropología psicológica ha experimentado un movimiento pendular
que la aleja de los estudios “científicos”, con su objetivo de explicación y sus métodos que
requieren medición y testeo riguroso, hacia los estudios “humanísticos”, cuyo objetivo es el
descubrimiento de significados y cuyos métodos involucran la interpretación empática de
las emociones y la auto-imagen. Pero si el antropólogo conductualmente orientado ha olvi-
dado a veces que la conducta es la respuesta a la realidad tal como la mente la ha construi-
do, el antropólogo interpretativo olvida a veces que las regularidades existen a través de las
culturas y no pueden ser explicadas por el significado que una cultura particular da a la

194
forma en que sus miembros actúan. Este es un viejo diálogo en la antropología, […] uno
que probablemente continúe (Schlegel 1994:36-37).

Todo sabemos que no continuó; no, al menos, en esos términos. La antropología compa-
rativa, que en rigor se extiende desde fines de los años 30 hasta nuestros días, no fue
otra cosa que un largo soliloquio cuyas retóricas y metodologías más elaboradas el capí-
tulo siguiente tiene por misión iluminar.

195
8.3 - La antropología transcultural y sus derivaciones

El problema es que mucha gente conoce más esta-


dísticas que las que comprende.
Citado por Warren Torgerson (1965: 379 )

La simplicidad puede que tenga sus méritos, pero la


credibilidad no es necesariamente uno de ellos. […]
Nuestra lucha en pro de la simplicidad como el ideal
para una imgen del mundo puede que no sea más
que evidencia de la simplicidad de nuestra mente.
Eric Temple Bell (1937: 2)

El primer asomo de método comparativo cuantitativo y sistemático en todo el campo de


la disciplina se da en “On a Method of Investigating the Development of Institutions,
Applied to Laws of Marriage and Descent”, leído públicamente por Tylor (1889 ) en
un febril encuentro del Royal Anthropological Institute. Anticipándose en medio siglo o
algo así al trabajo desarrollado por Murdock en los Human Relations Area Files de la
Universidad de Yale al otro lado del océano, Tylor desenvuelve un proyecto de elabora-
ción estadística usando una muestra de alrededor 400 sociedades (según asevera) y cal-
culando asociaciones (“adhesiones” entonces, “correlaciones” años más tarde) entre los
elementos de un conjunto de variables tales como residencia pos-marital, descendencia,
tecnonimia, couvade, etc. Aquí Tylor habla expresamente de un método numérico en
ciernes, pero ha dejado de llamar a lo suyo “método comparativo”, una nomenclatura a
la que se echará mano cada vez menos y que recién volverá a surgir inconsultamente en
pleno siglo XXI en la estrategia comparativa evolucionaria de Charles Nunn (2001 ),
profesor del Departamento de Biología Evolucionaria de Harvard. Tras unos pocos años
en que la antropología consideró su método como una estimación cualitativa de simili-
tudes a tono con los modelos interpretativos y con un ligero cambio de nombres (“com-
parative approach”), la disciplina volvió a la comparación como una empresa con-
sistente en computar o contar las asociaciones distinguibles en una muestra estadística.
Como se ve, las confrontaciones entre la estadística y la medición ocurren periódica e
irregularmente, casi siempre fuera de la antropología, o en continentes académicos dis-
tintos, o en dominios incomunicados, o en las márgenes de la vida académica. Al prin-
cipio de la historia prevaleció la idea de ponderar similitudes que se volverán a estimar
años más tarde en términos de una geometría de proximidades y distancias; desde 1899
en más aparecen fugazmente investigadores y teóricos que proponen contar. Ahora bien,
medir y contar son operaciones que en una ciencia normal calificarían como técnicas
más o menos auxiliares de un marco teórico, o a lo sumo como componentes del méto-
do, pero que en algún momento, varias generaciones más tarde, en otras latitudes y en
manos de otros actores (Berlin/Kay y Rosch por allá, Murdock, Naroll y Driver por acá)
se arrogarán el protagonismo que en otras latitudes disciplinares se reserva a las teorías
en plenitud.

196
Avasallado por técnicas que pretenden ser otra cosa, el desarrollo de la teoría, conco-
mitantemente, siempre será mínimo. Con el tiempo la operación de medir ocultará su
propio aparato dimensional tras la fachada de una visualización en un espacio euclidea-
no que pasa a ocupar los primeros planos mientras que en el otro campo el conteo se
agotará en una estadística endémicamente atrapada en el canto de sirenas de la normali-
dad, en el mito de la inevitabilidad del muestreo y en la ilusión cientificista de la infe-
rencia inductiva. También aquí se apropiarán indebidamente de un nombre (cross-cultu-
ral anthropology, o antropología comparativa, como usualmente se la traduce) como si
en una estadística paramétrica no pocas veces fútil y confirmatoria de una mera toma de
postura previa y en la exposición de cuadros de datos y números se agotara todo cuanto
puede imaginar una ciencia centrada en la comparación.
Volvamos un instante a ese momento fundacional del que hablábamos un par de pá-
rrafos atrás. En la presentación oral del documento que leyó Tylor estaba presente y pre-
sidiendo el evento el egregio Francis Galton [1822-1911], el signatario principal del
acta, quien expresó una durísima objeción (a la que retornaremos en un momento) a la
que ni Tylor ni sus sucesores históricos en la antropología comparada pudieron respon-
der nunca por más que la bibliografía sobre presuntas soluciones “parciales” al “proble-
ma de Galton” haya llegado a ser innumerable (Naroll 1961; 1963; 1965; Crano 1968;
Loftin 1972; Schaefer 1974; Strauss, Orans y otros 1975 ; de Leeuwe y Orans 1976;
Jahn 2003 ; 2005a; 2005b; 2006 ; 2009; Kuper 2005 [1988]: 97; Braun y Gilardi
2006 ; Denton 2007; Trevor 2007; Schnegg 2014 ). Tylor tampoco llevó adelante su
innovación y siguió trabajando en la misma línea de siempre. Con un wit y un sarcasmo
característicamente victorianos había dicho Galton:
Sería extremadamente deseable para quienes deseen estudiar la evidencia para las conclu-
siones del Dr. Tylor, que se suministre información en cuanto al grado en que las costum-
bres de las tribus y razas que se comparan sean independientes. Podría ser que algunas de
las tribus hayan derivado de una fuente común, de modo que serían copias duplicadas de un
mismo original (Galton, en Tylor 1889: 270).

Tylor no presentó ninguna respuesta a esas objeciones, ni siquiera un balbuceo incohe-


rente amañado por un desprevenido que no había tenido tiempo de anticipar precisa-
mente eso. Tampoco se aposentó en Inglaterra una escuela que llevara adelante un pro-
grama comparativo sobre una base estadística efectiva. Eso recién se desarrollaría en los
Estados Unidos más de cuatro décadas después pero sin resolver el problema previa-
mente y sin discutir tampoco la solidez de la exigencia de que los datos sean indepen-
dientes, una premisa que suena plausible pero que dista mucho de haber sido justificada
de manera creíble, en la obra de Galton menos que menos. En lo que a Inglaterra res-
pecta, como fuese, la guerra entre la estadística cultural y sus detractores se limitó a esa
batalla, un altercado en el que la antropología resultó perdedora sin casi combatir. Pero
eso no fue lo peor que sucedió.
Cuando yo cursaba el período formativo de mi carrera y Ward Goodenough apenas esta-
ba pergeñando su análisis componencial, la historia oficial acostumbraba pensar que a
fines de los años 40 la antropología norteamericana se dividía en dos bandos antagóni-

197
cos: por un lado estaban los particularistas boasianos y sus asociados, incluyendo sus
descendientes relativistas; por el otro, los seguidores de George Peter Murdock [1897-
1985], un antropólogo universalista de formación conductista vinculado a los archivos
del Área de Relaciones Humanas de la Universidad de Yale (HRAF). Por allá estaban
los idealistas, a quienes después de Marvin Harris se los identificó con la causa de las
humanidades y la hermenéutica; por acá se situaban los comparativistas, a quienes
creíamos proclives a la ciencia y a la cuantificación. El modelo de Ward Goodenough,
previsiblemente, se situaba entre ambos, como queriendo posicionarse en un enclave
equidistante entre el extremo esteticismo y el pensamiento abductivo de los particula-
ristas, no pocas veces poetas consumados, y la frialdad contabilizadora de los razona-
mientos inductivos de Murdok y los suyos, el etnomusicólogo Alan Lomax y el antro-
pólogo evolucionista radical Robert Carneiro inclusive. En lo que hace al problema de
Galton, está claro que a nadie en estas latitudes al sur del Río Grande le interesó el asun-
to: por un lado, las respuestas que se presentaron en el Norte para atenuarlo oscilaban
entre lo inconvincente y lo indigerible; por el otro, ni un solo de nuestros antropológos
era afecto a los proyectos faraónicos y panópticos a los que el problema podría afectar.
Tampoco nadie pareció darse cuenta que la exigencia galtoniana de “independencia de
los datos” es una premisa tan indecidible y endeble, goodmanianamente hablando, como
la idea de similitud.
La misma historia oficial que mencioné reportaba que Murdock, positivista, inclinado al
conductismo de la caja negra y por ende materialista, se posicionaba en el espectro polí-
tico bastante a la izquierda de Boas y los boasianos, particularistas y esteticistas vincu-
lados, documentadamente, con la alemania ultracatólica de los neokantianos, los histori-
cistas de la escuela de Baden: Windelband, Rickert, Dilthey, Natorp, Hartmann, Cassi-
rer …, gente así, de mucho mayor entidad y superior influencia que los kantianos de
Heidelberg o los etnólogos berlineses de segundo orden que Boas efectivamente fre-
cuentó en el período peor documentado de su vida (Liss 1960; Stocking 1965).
La desclasificación de los archivos secretos en este milenio nos narra ahora una historia
distinta: como he comprobado con amplio respaldo documental en mi libro sobre el re-
lativismo lingúístico, resultó ser que Boas había sido un izquierdista, un comunista y
hasta un estalinista encubierto pero impenitente,52 mientras que Murdock se situaba en
el extremo conservador al servicio del ala republicana (cf. Crook 1989 ; 1993; Bullert
2009; Reynoso 2014b: cap. 2 ). De acuerdo con lo que nos cuenta David H. Price
(2004: 70 y ss.) en un capítulo titulado “Hoover’s informer” de su libro Threatening
anthropology: McCarthyism and the FBI's surveillance of activist anthropologists, Mur-
dock no sólo adoptaba una postura de conveniencia sino que informó por lo menos una
vez sobre las actividades sospechosas de sus colegas de la AAA (a la que luego pre-
sidió) directamente al director del FBI, J. Edgar Hoover. Lo hizo en una carta que nadie

52
Véanse los legajos de Boas en el FBI mantenidos entre 1936 y 1950 (61-7759-7483), el Memorando
exculpatorio de J. Edgar Hoover sobre Boas y la correspondencia privada y profesional de éste, todo ello
hoy en el dominio público y documentado en el espantoso libelo de Bullert (2009), disponible en Questia.

198
le obligó a escribir y en forma directa, del uno al otro funcionario de más alto rango en
sus instituciones respectivas.
Dado que hay muchos entre nosotros –los latinoamericanos– que supimos forjar relatos
conspirativos sobre los propósitos verdaderos de los HRAF (o sobre Clifford Geertz,
Napoleon Chagnon, Margaret Mead, el ILV o hasta Richard Newbold Adams) conviene
precisar los hechos que puedan precisarse. El informante al que Price alude en ese capí-
tulo no es otro que Murdock mismo, cuya carta de abyecta alcahuetería (fechada el 1 de
enero de 1949 y firmada como “George P. Murdock [WF 0100-4082-69]”) se puede leer
hoy mismo en línea en la Web, aunque algunos párrafos siguen bajo censura y por mi
parte sigo en procura de la documentación completa. En esa carta Murdock acusa a doce
colegas y amigos suyos de ser miembros del Partido Comunista. La Universidad de Ya-
le, que hoy luce tan libertaria y respetuosa de los valores democráticos, se reconoció
más tarde como un campo de cultivo de jornaleros de las agencias, como bien lo han
comprobado David H. Price y Robin W. Winks [1930-2003], educado este último en
esa misma alma mater (cf. Winks 1997 [1987]; Price 2003 ; 2004; 2008: 91-98; 2011a
; 2011b ; 2016 ; Nader 1997; 2016: 463 ).
Igual que Clyde Kluckhohn, Esther Goldfrank o Clifford Geertz53 lo fueron en otras ins-
tituciones, resultó que Murdock había sido un soplón que se destacó con un entusiasmo
mayor que el necesario y con una ética muy por debajo de lo humanamente digno inclu-
so en ese vivero de topos y fantasmas que en la entreguerra y en los años oscuros fue la
Ivy League en general y Yale en particular, cuya Human Relations Area fue continua-
ción del Instituto de Psicología fundado en 1924 (según John Doyle) para servir a la
causa de la Eugenesia (Wax 2008 ; Guthe 1943: 189; Morawski 1986 ; Lagemann
1989: 174; Capshew 1999; Farish 2005: 669-670; Doyle 2014 ; Price 2016: 47, 49,
51, 57, 83, 107, 111, 145, 146, 248–49, 255, 260–62, 264, 270, 292, 341, 373 n.5, 389
n.16, 392 n.17 ). Nótese que el primatólogo Robert Yerkes [1876-1956] y el antropó-
logo Clark Wissler [1870-1947], ambos eugenésicos militantes, divulgadores carismáti-
cos y racistas reconocidos, estuvieron implicados en esa fundación (Wissler 1920: 10 ;
1923: v-vi; 292, 354-359 ; Ross 1985 ; Shapiro 1985 ). Con toda la simpatía
pública que despertó con sus primates y con la idea de que los simios y nosotros no so-
mos tan distintos, Yerkes, por dar un dato, articuló para su abominable Army Mental
Tests la frase que dice que “The comparison of negro with white recruits reveals mar-
kedly lower mental ratings for the former”, una consigna que supera en órdenes de
magnitud la venalidad del diario de Malinowski y de la cual hoy, después del Black
Lives Matter no habría retorno posible (cf. Yoakum y Yerkes 1920: 30 ).
No estoy implicando que la postura política de Murdock ejerciera influencia sobre su
modelo teórico o sobre su visión de las diferencias o semejanzas; es prudente, sin em-

53
Sobre el caso de Geertz y su relación con el Proyecto Modjokuto, la Fundación Ford, el CENIS/MIT y
las matanzas de Indonesia véase David H. Price (2016: xix, 94–98, 128-129, 234, 280, 359, 360, 376
n.10, 376 n.11, n.13 y n.14, 378 n.9 ), Brigitta Hauser-Schäubling (2015 ) y Stephen Reyna (1998 ).
Hay más información y referencias a otras fuentes sobre el perfil político de Geertz en mi trabajo sobre
los giros teóricos de la antropología (Reynoso 2022 a: cap. §4 ).

199
bargo, tener presente que en los momentos críticos en cada inflexión teorética con la
que tengamos que lidiar bien puede esconderse una doble agenda que es lo que la histo-
ria realmente tomará en cuenta. Una parte sustancial de la codificación de los datos se
hizo con los requerimientos de las fuentes de financiación y los intereses militares y de
gobierno en mente; el CCD y los HRAF tuvieron a veces más visibilidad para otras insti-
tuciones y portales de datos (como el Ethnogeographic Board) que para la antropología
(Parish 2008: 91-98; Farish 2005: 669-670). En semejante escenario desentrañar la
trama y la urdimbre de la similitud, la diferencia y la comparación no tiene sólo interés
anecdótico. Hasta los lectores del New York Times saben hoy (o deberían saberlo) que
“programas universitarios como los del Instituto de Estudios Internacionales o el cross-
cultural survey del Instituto de Relaciones Humanas de Yale se plegaron a los propósi-
tos de la inteligencia de los tiempos de la guerra. La línea entre consultar a los antropó-
logos sobre las culturas del teatro de operaciones del Pacífico y usarlos como cobertura
podía ser difusa, pero era una línea peligrosa que muchas universidades norteamericanas
(y algunas otras) cruzaron efectivamente” (cf. Hodgson 1987 ). La única vez que los
HRAF figuraron destacadamente en el New York Times fue debido a las malas razones,
aunque todavía no se conocía la cruda verdad que comenzó a salir a la luz en la década
que vivimos. Escibe Price:
Durante los años 50 y 60 el Pentágono fue la mayor fuente de fondos de los HRAF, suman-
do cerca del 85% de sus ingresos (la CIA fue también un miembro fundador); estos fondos
del Pentágono fueron en parte para contratos de la serie Country Handbook de los HRAF,
pero había otros lazos militares, mayormente desconocidos (HRAF 1959: 39). La codifica-
ción de grandes cantidades de los datos de los HRAF no salió barata, y estas fuentes de fi-
nanciación militares y de inteligencia ayudaron a los HRAF a instalar la ciencia básica en el
núcleo de su misión académica. En los tempranos 60, los HRAF establecieron un centro es-
pecial en el campus de la Universidad Americana en Washington D. C. Este centro se vin-
culaba con la Oficina de Investigación Operativa Especial [Special Operations Research
Office, SORO], la agencia que controlaba el efímero programa Camelot de contrainsurgen-
cia de 1964 (Ford 1970: 14-15). Con menos saliencia pública, las categorías analíticas de
investigación de los HRAF para catalogar e interpretar los datos etnográficos fueron adop-
tadas como herramientas por la SORO […] en el “Sistema de Taxonomía de Contrainsur-
gencia M-VICO” que fue diseñado para asistir las campañas de contrainsurgencia de los
Estados Unidos contra los nativos alrededor del mundo […]. Las noticias sobre esta adapta-
ción militarizada de los HRAF no llegaron al público en esa época, pero si lo hubieran hecho
seguramente habría habido una reacción de ultraje y condena, tal como ocurrió cuando los
antropólogos y los pueblos de las naciones afectadas supieron de Camelot, y más tarde
cuando los antropólogos supieron que su trabajo había sido apropiado por la CIA y el
Ejército de los Estados Unidos para operaciones armadas de contrainsurgencia en Tailandia
en 1970 (Price 2011a: 343 ; véase Price 2012 ).

Uno de los proyectos de la CIA que trabajaba directamente sobre los HRAF en los años
50s fue el US Army Handbook Program, en el que colaboraron personajes políticamente
tan oscuros como los alemanes Henry Kissinger y el hidráulico Karl August Wittfogel
[1896-1988]. Esta faceta de la antropología aplicada nunca se estudió debidamente y –
como dice Price según comunicación personal de Melvin Ember– muchos antropólogos
se sorprenderían de saber que las relaciones de asociación entre la C IA y los HRAF se

200
prolongaron hasta tan tarde como 1982, es decir, abarcando incluso la presidencia de
Jimmy Carter (Price 2003: 382-383 ).
La historia y la historización de la antropología discurrieron, de todos modos, por cami-
nos que ignoraban estos avatares. El hecho es que un poco antes que se desatara la re-
belión hermenéutica los universalistas habían desarrollado atropellada y febrilmente un
modelo comparativo, cuyas fuentes se alimentaban de los HRAF de Yale y en otras
bases de datos y centros de análisis; el modelo era la misma cosa que la cross-cultural
anthropology o antropología transcultural. El programa, que duró no menos de sesenta
años, se llamó Cross-Cultural Survey y fue iniciativa del propio Murdock (1940) en
épocas en que no había ni computadoras dignas de ese nombre. En los 70s y 80s, con
Murdock en las vísperas del retiro, los nombres más mentados de la segunda generación
comparativista fueron Raoul Naroll [1920-1985], Ronald Cohen, Carol Ember, Melvin
Ember [1933-2009], Keith Otterbein y Harold Driver [1907-1992], entre otros, todos
ellos (excepto Carol Ember) también retirados o fallecidos el día de hoy (cf. Naroll y
Cohen 1970 ).
Tras la caída y el rápido descrédito del proyecto componencial hacia 1968 ó 1969 los
particularistas se refugiaron en la antropología simbólica y luego interpretativa de David
Schneider, Clifford Geertz y Marshall Sahlins (cf. Reynoso 1986a ; 1987 ; 2008).
Concurrentemente, los institutos comparativistas de Yale se fueron apagando, viendo
cómo se retiraban sus fundadores o disminuían sus fuentes de financiación; los sobrevi-
vientes se refugiaron en oficinas que hace mucho nadie visita y continúan aislados de la
corriente principal. Hasta entrado este siglo –concretamente hasta que se publicara el
manifiesto tardío de Andre Gingrich y Richard Fox (2002)– ni siquiera habían sido
puestos en foco por la crítica posmoderna y pos-estructuralista, que prefería atacar a
contendientes (léase Tylor o Malinowski) más fáciles de asimilar, carentes del menor
resto de carisma, certificadamente difuntos y perdidos en el pasado distante.
A excepción de Aurora González Echevarría (1990), que escribió un texto que hace un
cuarto de siglo ya atrasaba veinte años, el cual es casi una guía metodológica que mini-
miza masivamente los problemas del método, que maltraduce cross-cultural como “in-
tercultural” y que lleva el nombre dudoso y oximorónico de Etnografía y Comparación,
nunca nadie escribió un libro de gran porte que se ocupara sin retórica casuística del
modelo teórico de la antropología transcultural norteamericana y que no fuera un pre-
texto empequeñecido para postular una teoría propia o para denostar ciertas concepcio-
nes peculiares de la comparación (cf. no obstante Levinson y Malone 1980).
Pero la antropología comparativa basada en repositorios alberga una prehistoria igno-
rada. Un hito olvidado de su trayectoria es el largo artículo del antropólogo y sociólogo
holandés Sebald Rudolf Steinmetz [1862-1940] compilado por Durkheim en el volumen
del tercer año de L’Année Sociologique (Steinmetz 1898-1899 ). Steinmentz precedió
por una generación al fundador de la antropología holandesa y verdadero padre de la an-
tropología estructural de la Universidad de Leiden, el legendario Jan Petrus Benjamin
de Josselin de Jong [1886-1964] (cf. P. E. de Josselin de Jong 1977 ; Vermeulen 1998
). Murdock, enclaustrado en literatura escrita en inglés, ni siquiera mencionó el nom-

201
bre de Steinmetz aunque el propósito de ambos autores haya sido casi el mismo. El
punto de partida de Steinmetz, por añadidura, se remonta a los primeros volúmenes de
Descriptive Sociology de Herbert Spencer (1873-1933), a quien Murdock sí reconoce
entre sus predecesores junto a Bachofen, Bastian, Gumplowicz, Kohler, Lippert, Lu-
bock, McLennan, Westermarck y, por supuesto, E. B. Tylor, aunque no tanto en materia
de método sino en lo tocante a una concepción semejante de la evolución de la organi-
zación social como “proceso normal de cambio cultural” (Murdock 1949: 184-185 ).54
Lo notable del caso es que Steinmetz se anticipa claramente al proyecto murdockiano de
un repositorio o una base de datos (diríamos hoy) suficientemente completa y equilibra-
da:
[P]ara toda la sociología que se refiere a la humanidad entera o a los pueblos bárbaros y
cultivados, es decir que no se confunde con la etnología propiamente dicha, el período com-
parativo no ha comenzado todavía. El método comparativo no posee el mismo valor abso-
luto en todas las investigaciones dignas de ese nombre que pretenden ser más que mera
retórica o charlatanería. Pero creo que se puede anticipar que, si este método goza de un
favor tan pobre, la falla radica principalmente en la ausencia de una clasificación y de un
catálogo de todos los pueblos en función de su estado social y el grado de su civilización.

Creo que un catálogo de mil a mil quinientos pueblos y fases […] será de gran utilidad para
las investigaciones etnológicas y sociológicas. […] [D]e cada pueblo se deberán registrar
las cualidades sociales más importantes de una manera sistemática. Por ejemplo, el nombre
del pueblo, el carácter de su vida económica … el carácter de su gobierno, su situación de-
mográfica, su fase intelectual y religiosa, etcétera (Steinmetz 1898-1899: 44, 146, 208 ).

El catálogo de Steinmetz buscaba, llamativamente, el objetivo contrario que el que per-


seguía el survey de Murdock, por cuanto enfatizaba más las diferencias que las similitu-
des: “elle forcera les intelligences le plus recalcitrantes à l'induction veritable, parce
qu'elle montrera qu'il y a des groupes differents de types sociaux, que ce qui est vrai
pour l'un n'est pas vrai pour l'autre” (p. 207). Los extremos, sin embargo, se tocan.
Steinmetz no especifica gran cosa acerca de los resortes y mecanismos metodológicos
de la comparación, confiando en que la “verdad verdadera” surgirá de la yuxtaposición
de la información relevante no con la estadística (como quiere hacerle decir Köbben
1952: 130) sino con la clasificación:
El mayor beneficio que espero de la clasificación en sociología será la ruptura definitiva y
total con la sociología abstracta y filosófica que no procede más que por afirmaciones reso-
nantes. Aquella nos ayudará a alcanzar este ideal, que toda contribución que contará entre
los verdaderos adeptos será verdaderamente una contribución a nuestro saber positivo, veri-
ficable. La clasificación de los pueblos y de los tipos de cultura, una vez que haya penetra-
do en nuestros hábitos de investigación y que domine nuestro espíritu (será sólo entonces
que será verdaderamente adquirida) expulsará la deducción abstracta y sin fundamento, ya
que nos recordará a cada momento la masa de hechos clasificados que estamos llamados a
explicar y a elaborar para descubrir las leyes (Steinmetz 1898-1899: 55-56 ).

54
Murdock sí mencionaría a Steinmetz mucho más tarde, en “Cross-Cultural Survey”, pero no a propósito
de su proyecto de base de datos masiva sino debido a su contribución monográfica sobre el castigo a
través de las culturas. Como ese estudio no utiliza el concepto de “adhesiones” de Tylor (esto es “co-
rrelaciones indicativas de relaciones funcionales”) Murdock no lo considera de valor para su proyecto.

202
Lo más cerca que está Steinmetz de fijar posición sobre las similitudes y las diferencias
es en su rechazo al excesivo esquematismo de Morgan y su famosa secuencia de salva-
jismo-barbarie-civilización:
Este autor [i. e. Morgan] está por completo imbuido en la concepción simplista de la evolu-
ción. Éste me parece un prejuicio peligroso, sobre todo para un clasificador. Además, él pa-
rece demasiado sistemático, demasiado abismado en su sistema para que su clasificación
sea conforme a los hechos, a las similitudes y a las diferencias que realmente hay. Mirando
a través de su trabajo, da la sensación que él trata de abarcar en una visión tan amplia como
imparcial a todos los grupos de pueblos. Pero parece que el autor piensa sobre todo en algu-
nos pueblos indios de América del Norte, en los Griegos, los Romanos y los Germánicos de
Tácito. El resto del mundo queda más o menos a la deriva (Steinmetz 1898-1899: 114 ).

Naturalmente, Steinmetz no pudo coronar su catálogo planeado de 1000 o 1500 socieda-


des, pero llegó a compilar un impresionante archivo manuscrito que llena toda una habi-
tación, que todavía nadie se ha atrevido a editar ni (aparentemente) a leer y que barrunto
que nunca conoceremos, lo que a esta altura no sé si es una buena o una mala noticia.
A la fecha, Steinmetz no goza siquiera de su propio artículo en inglés o castellano en
Wikipedia. Marvin Harris (1968: 613) dedica a Steinmetz diez renglones muy básicos y
refiere a investigaciones desarrolladas por sus discípulos (J. H. Ronhaar, Jan Tijm y T.
S. Van der Bij) de las que se dice muy poco y que no se sabe a cuento de qué es que se
las menciona. Aparte de un porcentaje mínimo de sus obras disponibles en Internet Ar-
chive, hoy en día las principales fuentes sobre Steinmetz son los trabajos y compila-
ciones de antropología comparativa de André J. F. Köbben (1952), Han Vermeulen y
Alvarez Roldán (1995: 113-117, 121-122, 124-125 ) y Andre Gingrich y Richard Fox
(2002: 13, 95-96, 97-98, 102-104, 115, 117; de Wolf 2002).
En la huella de Steinmetz (aunque sin saberlo) Murdock comienza su estrategia compa-
rativa hacia 1937 cuando funda el Cross Cultural Survey (1940), una colección de datos
que en 1947 se rebautizó Human Relations Area Files, un artefacto pensado para docu-
mentar la diversidad en las culturas (Levinson y Malone 1980; Ember, Ember y Pere-
grine 2015: 565, 574–76). Al año siguiente se publicó la primera versión de su Outline
of Cultural Materials (Murdock y otros 2008 [1938]; véanse versiones en línea). Res-
pecto de esos materiales escribe Murdock en “The Cross-Cultural Survey” que
[e]l primer problema fue diseñar un sistema estándar de clasificación para el ordenamiento
y uso de los materiales colectados. Después de seis meses de investigación preliminar, con
la ayuda de sugerencias útiles de un centenar de antropólogos, sociólogos y otros especia-
listas, el autor y cinco colaboradores publicaron el Esquema de Materiales Culturales [Out-
line of Cultural Materials]. Aunque este manual ha probado ser de alguna utilidad en la
investigación de campo, de ningún modo se había diseñado para ese propósito. Fue escrito
solamente como guía para organizar y archivar nuestros materiales culturales abstraídos y
para facilitar referencia a los datos ya clasificados y archivados (Murdock 1940: 362).

Es interesante notar que el Outline es más de medio siglo posterior a esa Biblia y vade-
mecum de lo que luego fue el trabajo de campo de la antropología social inglesa que se
llamó Notes and Queries on Anthropology (Royal Anthropological Institute 1874). Más
allá de las intenciones originales de Murdock y su equipo, el OCM se utilizó precisa-

203
mente como heurística para organizar la elicitación del trabajo de campo desde que ten-
go memoria, y es en ese carácter (y debido a que no hay muchas otras alternativas) que
la historia ha emitido su veredicto sobre él, un dictamen casi siempre condenatorio, aun
antes que se dieran a conocer sus connivencias con el poder. Aunque a todo el proyecto
de Yale se le acabó asignando un propósito casi de visión panorámica, ambición impe-
rial y control ecuménico de los repositorios antropológicos, la idea de Murdock (si es
que se puede creer en sus palabras) era mucho más modesta y pluralista:
Además de su objetivo práctico de facilitar diversas formas de investigación en ciencias so-
ciales, la encuesta intercultural tiene un objetivo teórico especial. Está organizado de mane-
ra tal que sea posible la formulación y verificación, a gran escala y por métodos cuantitati-
vos, de generalizaciones científicas de carácter universalmente humano o transcultural. Los
sociólogos y la mayoría de los demás científicos sociales consideran el establecimiento de
generalizaciones o "leyes", es decir, declaraciones verificadas de correlaciones entre fenó-
menos como su objetivo principal, pero los antropólogos tienden a alejarse de la teoría, co-
mo ha señalado Kluckhohn, y a confinarse en interpretaciones históricas y no científicas de
su tema. Sin embargo, parece prematuro concluir que la antropología no puede ser una
ciencia hasta que, usando todas las salvaguardas conocidas, hayamos hecho por lo menos
un intento serio y sistemático de formular generalizaciones científicas sobre el hombre y la
cultura que soporten una prueba cuantitativa. La antropología tiene muchos objetivos. El
objetivo previsto por la Encuesta Transcultural no tiene la intención de suplantar a los o-
tros, ni tampoco reclama superior importancia. Es simplemente considerado como legítimo,
prometedor y no afectado por ningún obstáculo teórico insuperable (Murdock 1940: 364).

Desde nuestra perspectiva digitalizada y virtual del siglo XXI, tres cuartos de siglo des-
pués de ese momento (y en plena era de servicios y portales como libgen, sci-hub, Jstor,
Google, Open Library e Internet Archive y formatos como epub y pdf) nos cuesta horro-
res hacernos una idea de lo que pudo haber sido el OCM (que ya no existe como entidad
viva) en su formato original:
Para cada una de las culturas analizadas se cubre toda la literatura, incluyendo materiales
manuscritos cuando estén disponibles. En algunos casos, más de cien libros y artículos se
han peinado para una sola tribu o período histórico. Todo el material en idiomas extranjeros
se ha traducido al inglés. La información, si tiene alguna relevancia cultural concebible, se
transcribe en su totalidad, en citas literales o en traducciones exactas. El objeto ha sido re-
gistrar los datos de manera tan completa que, salvo en raras ocasiones, será totalmente inne-
cesario que un investigador que utilice los archivos consulte las fuentes originales. Los re-
súmenes simples no se consideran satisfactorios y sólo se recurre a ellos en casos excepcio-
nales, cuando la información es excesivamente detallada o técnica. El Esquema de Mate-
riales Culturales no es una "lista de rasgos", ni tampoco los archivos se limitan a los datos
sobre los elementos que figuran en ella. Estos artículos son meramente sugerencias sobre
los tipos de material que se debe archivar –o buscar– bajo un título en particular, y no pre-
tenden ser exhaustivos. Se ha dedicado mucho esfuerzo para preservar intactas las relacio-
nes funcionales de los datos. Dondequiera que la división de acuerdo con las categorías del
manual sea arbitraria, o destruya el contexto, la reseña original se conserva intacta y se
archiva en un lugar, con una copia carbón o una hoja de referencia cruzada en cada catego-
ría a la que la información sea pertinente. Cada archivo, además, contiene una breve sinop-
sis de la cultura total (Murdock 1940: 363).

A esta altura de nuestras vidas la mención de una copia carbónica debería hacer que se
encienda la luz de alarma. La única posibilidad de consultar semejante archivo de archi-
vos era en aquel entonces tomar un avión, rentar un automóvil, viajar a la Universidad
204
de Yale (en New Haven, Connecticut, USA), sentarse allí –literalmente– con pluma y
tintero y copiar a mano los registros como si se estuviera en el castillo ignoto y kafkiano
donde se guardaban los papeles en letra gótica garabateados por Sebald Steinmetz. Sin
la menor previsión de lo que serían las técnicas de alineamiento de grafos, de reconoci-
miento de patrones o de minería de datos, todas las operaciones de elicitación de simili-
tudes, diferencias, proximidades y distancias entre los rasgos culturales (que nadie em-
prendería de manera sistemática), todas las comparaciones, en suma, quedaban libradas
a la imaginación y a merced del arbitrio, siempre precario, del expertise del antropólogo
en materia de sentido común, consistencia lógica, memoria y estadística elemental.
En este mismo contexto y con medio mundo en contra Murdock produjo “The common
denominator of cultures” (1945), el único de sus textos que fuera mencionado un par de
veces por el comparativista crítico Siegfried Nadel (1951). Se trata de una lista de 73
rasgos universales de la cultura basada en la comparación de unas cien sociedades que
sigue siendo uno de los inventarios de similitudes y universalidades más perdurable y
robusto que se haya conocido (Antweiler 2016 [2009]). Los 66 rasgos universales que
siguen son los que mayormente continúan circulando por ahí, a saber:
Clasificación por edad, deportes atléticos, adorno corporal, calendario, entrenamiento para
limpieza, organización de la comunidad, cocina, trabajo cooperativo, cosmología, cortejo,
danza, arte decorativo, adivinación, división del trabajo, interpretación de los sueños, edu-
cación, escatología, ética, etno-botánica, etiqueta, curación por la fe, fiestas familiares, en-
cendido del fuego, folklore, tabús alimenticios, ritos fúnebres, juegos, gestos, regalos, go-
bierno, saludos, estilos de peinado, hospitalidad, alojamiento, higiene, tabús de incesto, re-
glas de herencia, bromas, grupos parentales, nomenclatura de parentesco, lenguaje, ley, su-
persticiones de la suerte, magia, matrimonio, tiempos para comida, medicina, obstetricia,
sanciones penales, nombres personales, política de población, cuidado pos-natal, usos de la
preñez, derechos de propiedad, propiciación de seres sobrenaturales, costumbres de puver-
tad, ritual religioso, reglas de residencia, restricciones sexuales, conceptos del alma, dife-
renciación de estatus, cirugía, confección de herramientas, intercambio, visitas, control del
clima, tejido.

Para nuestros propósitos de sistematizar las opciones que han habido en el tratamiento
de los parecidos y las diferencias, consideremos esos ítems como aquellos rasgos que
todas las culturas poseen parecidamente, pero que algunas de ellas instancian de mane-
ras distintas. Probablemente haya varios (por ejemplo el tejido) sobre los que nadie pue-
de estar de acuerdo, y otros (como el alma) sobre el que nunca acabaríamos de discutir.
Fundidos y renombrados el OCM y el CCS, los HRAF han constituido desde los tardíos
40s algo así como la plataforma operativa del modelo. En su momento de apogeo, hacia
los años 70s, los responsables rentados del sistema (D. Levinson, Peregrine y otros) pu-
blicaban periódicamente el número de investigaciones basadas en los archivos. Caracte-
rístico de esta serie es, por ejemplo, el reporte titulado “Holocultural studies based in
the Human Relations Area Files” de David Levinson (1978 ), donde un estudio holo-
cultural u hologeístico se entiende como “un estudio diseñado para testear o desarrollar
una teoría a través del análisis estadístico de datos sobre diez o más sociedades sin es-
critura de tres o más distintas regiones geográficas del mundo”. Aun con esas restriccio-
nes la cifra llegó a superar el millar de estudios holoculturales en su época de gloria.

205
Vale la pensa resumir el aporte de Social structure de George Peter Murdock desde la
lectura de uno de sus pocos críticos verdaderamente agudos, Isaac Schapera:
En este libro, él discute un "aspecto único de la vida social del hombre: su familia y paren-
tesco en relación con la regulación del sexo y el matrimonio" (1949: vii). El estudio se basa
en datos proporcionados por 250 "sociedades" diferentes, que Murdock considera como el
número de casos "necesarios para un tratamiento estadístico fiable” (1949: viii) y hace un
gran uso de las estadísticas para establecer correlaciones de varias clases. Idealmente, como
indica en otra parte, las sociedades seleccionadas para la comparación deben constituir "una
muestra estadísticamente representativa de todas las culturas conocidas, primitivas, histó-
ricas y contemporáneas" (Murdock y Ford, xii). Y en un trabajo más reciente sobre culturas
no europeas, compara, en efecto, cuarenta sociedades, ocho elegidas de cada una de las
principales regiones etnográficas del mundo (Asia, África, Oceanía y América del Norte y
Sudamérica). "Dentro de cada región, las muestras fueron cuidadosamente seleccionadas de
áreas de cultura muy dispersas y de niveles de civilización que varían de lo más simple a lo
más complejo [...]. La selección se realizó de la manera más aleatoria posible, excepto que
estaba confinada a culturas para las cuales la literatura descriptiva es plena y fiable [...]. El
método, se cree, se aproxima al del muestreo puramente aleatorio tanto como es factible
hoy en las ciencias sociales comparadas" ([Murdock] 1950: 195) (Schapera 1953: 354-355).

El cuestionamiento de Schapera llega a su culminación cuando destruye precisamente


ese método de muestreo:
Dudosamente se espera que se le diga en un libro de esta naturaleza que “El lector infor-
mado que detecte lagunas fácticas o errores en nuestros datos tabulados encontrará por lo
común, remitiéndose a la bibliografía, que no se deben a la falla de alguna fuente recono-
cida. La única excusa del autor para esta cobertura incompleta de las 165 sociedades adicio-
nales es que simplemente no puede afrontar los años extra de trabajo de investigación que
se requerirían para alcanzar el grado de exhaustividad alcanzado por el Cross-Cultural
Survey” (1949: iii). No podemos sino concluir que la técnica de muestreo de Murdock ha
sido influenciada más por conveniencia literaria que por adherencia a una doctrina cientí-
fica y que cuando nos pide, en efecto, condonar la investigación incompleta porque no dis-
pone de tiempo para hacerlo exhaustivamente nos podemos perdonar ser escépticos sobre la
validez de sus correlaciones y conclusiones (Schapera y Singer 1953: 353).

Es hoy en día difícil separar la contribución comparativa de Murdock de la de la escuela


hologeística y transcultural que vino inmediatamente después como colofón de un tras-
vasamiento generacional que se pretendía inconsútil. Ambos proyectos fueron cuestio-
nados duramente por autores tales como el ignoto C. J. J. Vermeulen55 y el un poco me-
nos anónimo Arie de Ruijter en un pesado y predecible manifiesto popperiano a favor
de la teoría nomológica-deductiva y en contra de la inducción que se publicó en el en-
tonces omnipotente Current Anthropology (Vermeulen y de Ruijter 1975). Convocado
como comentarista especializado y objeto central de interpelación, Murdock fue al cho-
que contra sus críticos holandeses escribiendo en un párrafo de antología:
“De acuerdo con Popper”, como los autores señalan, “lo que distingue la ciencia de la meta-
física es … el hecho de que los sistemas científicos empíricos se pueden refutar por la expe-
riencia. En otras palabras, son falsables”. Prestando flaco servicio a las concepciones de su

55
Que no debe confundirse con el más joven Han Vermeulen [1952-] del Instituto Max Planck, especia-
lista en la cultura de Nepal y excelente historiador de la antropología holandesa (cf. H. Vermeulen 1998
; H. Vermeulen y Roldan 1995 ).

206
mentor, los autores proceden entonces en una dirección diametralmente opuesta. No citan
ninguna proposición de la teoría transcultural, no refutan ninguno de sus hallazgos “por la
experiencia”, y como “falsación” hacen uso exclusivo de “conceptos, palabras y defini-
ciones” que Popper mismo caracteriza explícitamente como “poco importantes”. Como
pequeño ejemplo, se enredan en una cabriola verbal inconcluyente sobre si “Murdock se
debe considerar más como nominalista que como esencialista”. ¡Bah! (Murdock 1975: 41).

En medio de otras parrafadas menos felices en las que reconoce sus propias ingenuida-
des en la falsa resolución del problema de Galton, también Raoul Naroll supo sacarse de
encima el epistemologismo escolar entonces en boga:
Vermeulen y de Ruijter citan con aprobación el rechazo de Popper al estudio de conceptos
en favor del estudio de teorías y proposiciones. Estoy de acuerdo en que el estudio de con-
ceptos como un fin en sí mismo es estéril para el teórico general y que el único valor de un
concepto para el teórico es como parte de una teoría o proposición. Pero sostengo que el es-
tudio de conceptos para asistir en la formulación y en la prueba de teorías y proposiciones
es una tarea esencial. Si los conceptos que se usan en una teoría no se definen con preci-
sión, esa teoría no queda precisamente enunciada. Más importante que eso, si los conceptos
no quedan definidos operacionalmente esa teoría no se puede poner a prueba (Naroll 1975:
42).

Justo al comenzar la década de 1970 Raoul Naroll y Ronald Cohen (1970) compendian
el grueso manual titulado A Handbook of Method in Cultural Anthropology, casi 20
años anterior al que H. Russell Bernard y Clarence C. Gravlee (1998) titularan, desa-
prensivamente, Handbook of Methods in Cultural Anthropology. Aquel volumen es una
obra de clausura, centrado en un 80% de sus artículos en torno a asuntos de antropolo-
gía transcultural en la línea teórica de sus editores; el segundo, que pluraliza la referen-
cia a los métodos, es mucho más abierto, ecléctico y cosmopolita, al punto que un solo
capítulo es reconociblemente pos-, cripto- o filo-murdockiano. El primer manual no tu-
vo descendencia y quedó congelado en papel y en su primera edición; el segundo ya lle-
va dos ediciones, a las que deben sumarse al menos cinco ediciones de su spin-off, lla-
mado primero Research methods in Cultural Anthropology y luego rebautizado Re-
search Methods in Anthropology (Bernard 2011 [1988]). No cederé aquí a la tentación
de resumir el Manual de los comparativistas. James Schaefer (1977 ) y González Eche-
varría (1990) ya lo han hecho por mí, y salvo algunas objeciones que dejé sentadas po-
cas páginas atrás o que haré más adelante (cf. págs. 201, 209) no tengo mayores comen-
tarios para hacer, aparte de algunos señalamientos epistemológicos y del apretado alud
de observaciones críticas de terceras partes que habrá de seguirles.
El caso es que los Ember (Carol y Melvin) forman parte de esa faceta terminal de la es-
trategia transcultural que ha querido llamarse hologeística y que pretende superar el an-
tagonismo existente entre el momento etnográfico y el momento etnológico de la antro-
pología. Sus proyectos y sus limitaciones se perciben en este sucinto párrafo, cuyo men-
saje ya hemos escuchado demasiadas veces:
Comparar culturas no es lo mismo que negar su singularidad individual. La etnografía y la
investigación comparativa tratan con las mismas características observables pero contem-
plan diferentemente la realidad. […] La etnografía nos dice lo que es único, lo que es dis-
tintivo de una cultura particular; la comparación transcultural nos dice lo que es general, lo

207
que es verdad para algunas, o para muchas, o incluso para todas las culturas humanas. Si
queremos generalizar a través de las culturas ¿cómo podemos movernos desde los particu-
lares de etnografías individuales hacia la formulación de aserciones generales (transcultu-
rales) sobre las similitudes y las diferencias de las culturas, y con lo que ellas pueden estar
relacionadas?

Sin etnografía, seguramente, la comparación transcultural sería imposible. Pero sin compa-
ración transcultural no podríamos hablar o escribir sobre lo que podría ser universal y varia-
ble de las culturas humanas, y no podríamos descubrir por qué la variación existe (Ember y
Ember 2009: 1-2).

El lector atento notará que el aporte real de una comparación transcultural se agota en
poner de manifiesto que la variación existe y que de ningún modo resuelve la pregunta
de por qué resulta ser así. Se diría que los seguidores de Murdock no son conscientes
del carácter exploratorio de su estrategia. Es indudable que al basar su epistemología en
la filosofía positivista de Hempel, Nagel, [Morris] Cohen y otros que sobrevaloran la
explicación por encima de cualquier otro propósito científico (en vez de fundarse en una
visión modélica sistemática como la implicada en la tipología de Warren Weaver [1948]
 o en la obra de John von Neumann [1955] o en mi cuádruple tipología de modelos),
la falta de una reflexión epistemológica rigurosa se cobra su tajada. Un razonamiento
estadístico es correlacional, inductivo, como debería saberse desde la preparatoria: por
más que se hayan echado a rodar afanosas habladurías, nada tiene que ver con el des-
linde de relaciones causales, con una posible explicación o con sentar las bases para que
algo de eso sea posible en el futuro (Weaver 1948 ; Holland y otros 1986 ).
Las críticas que se han formulado al método comparativo norteamericano han sido
cuantiosas, mucho más que lo fueron los intentos de adopción del proyecto fuera de los
Estados Unidos. El proyecto era cuestionable y fue en efecto cuestionado por una horda
de cuestionadores con tiempo vacante. En lo que sigue procederemos a una reseña de
las observaciones más atendibles en orden aproximadamente cronológico para concluir
con algunas breves observaciones al respecto. Hay en principio muchos más cuestiona-
mientos latentes, pero de lo que aquí se trata no es de historiar la totalidad de los even-
tos y sus lados flacos (ya bastante se ha dicho sobre su costado político) sino examinar
lo que guarde relación con las problemáticas de la similitud, la diferencia y la compara-
ción. Unas cuantas de las críticas fueron particularmente injustas y desbalanceadas, y
más en concreto la del africanista checo e individualista metodológico Ladislav Holý
(1987) y la de ese atormentado personaje que fue Franz Baermann Steiner (1951), el au-
tor de ese clásico de la antropología social que fue Taboo (1967 [1956] ), las que se-
rán por consiguiente excluidas del comentario por suculentas que sean sus diatribas.
Una de las críticas que mejor marcan la bifurcación entre la antropología social britá-
nica y la antropología cultural norteamericana (y el diferente énfasis en la comparación)
está plasmada en el hosco distanciamiento escenificado por nadie menos que ese des-
templado trickster que fue Sir Edmund Ronald Leach [1910-1989], quien a propósito
del denso artículo de Naroll sobre las unidades culturales escribió:
Mi desacuerdo con Naroll es bastante básico. El World Ethnographic Sample de Murdock y
todo el trabajo que deriva de él descansa sobre el supuesto fundamental de que las unidades

208
de discurso, se llamen “tribus”, “culturas”, “cultunits” o lo que sea, son “objetos-especies”
que pueden describirse taxonómicamente mediante una lista de características, igual que se
puede describir una especie de escarabajo. Esta es una proposición que simplemente no
acepto. Si escribo una monografía sobre los Kachin (como lo he hecho) y Murdock escoge
(como lo ha hecho) tratar ese libro como una descripción taxonómica de una unidad cul-
tural particular (Murdock 1957: 680), él está en su derecho de hacerlo, pero desde mi punto
de vista está produciendo sinsentido tabulado.

Naroll nos dice que el objeto de un estudio comparativo estadístico, de un survey transcul-
tural, es “comparar patrones culturales para ver si hay tendencias generales que gobiernen
su construcción”. Estos objetivos presuponen que los “patrones culturales” son entidades
compuestas por otras entidades discretas que son suscepttibles de tabularse mediante letras
o números de código. No acepto ninguna de estas proposiciones, y me parece que las
tabulaciones que se realicen sobre estas bases están destinadas a ser groseramente engaño-
sas independientemente de la forma en que se definan las unidades (Leach 1964: 299).

Respecto de una de las más interesantes derivaciones del método transcultural de Mur-
dock, coincido con González Echevarría (1990) en que unas de las críticas más agudas
es la que escribiera el inimitable John Arundel Barnes, el mismísimo creador del con-
cepto de redes sociales, plasmada en su texto –memorable si los hay– sobre tres estilos
en el estudio del parentesco (Barnes 1971).
Lo que se pregunta Barnes es si las culturas se encuentran desde el vamos naturalmente
delimitadas o si en cambio son como cosas “sin piel”, fluidas y porosas. O bien las cul-
turas existen en la naturaleza como unidades discretas y hay que identificarlas de entre
el número que ellas conforman, dice, o bien son construcciones analíticas que surgen de
la galera del investigador y que por ello mismo constituyen el tendón calcáneo de todo
el método ( p. 11): God’s truth or hocus pocus, una vez más, pues en el territorio de esa
clase de conflictos no han habido nunca otras opciones bajo el sol. Murdock, en opinión
de Barnes, se ha inclinado siempre por la primera opción. Pero es el observador, sostie-
ne Barnes, quien ve similitudes entre personas y las conceptualiza como cultura. Los ac-
tores podrían pensarse a sí mismos de otra manera, como miembros de una o de varias
unidades o configuraciones societarias. A la inversa, gente con fuertes sentimientos
identitarios podrían mostrar fuertes diferencias culturales. ¿Cuántas serán y cómo han
de ser las similitudes documentadas para construir una y sólo una cultura? No podemos
confiar en estar manejando unidades homogéneas y equivalentes si antes no se han defi-
nido los criterios para trazar los límites.
Y ya que mencionamos a Aurora González Echevarría, de su ya comentado libro sobre
Etnografía y Comparación resta decir que su defensa casi irrectricta del método de la
antropología transcultural ha ocasionado a la causa más daño que beneficio. Por empe-
zar, el suyo es un volumen confusamente argumentado lleno de indicios de lecturas me-
diadas y de inexactitudes de hecho a razón de varias por página. Si a la autora le parecía
necesario hacer referencia al proyecto de Steinmetz, habría sido bueno que leyera a ese
autor en forma directa en vez de confiar en la lectura sesgada de Köbben, atestada ésta
de referencias bibliográficas equívocas y de una intención de atribuirle a Steinmetz una
inclinación a la estadística y la cuantificación que éste nunca manifestó. También es im-
propia la pretensión de González en el sentido de que el largo artículo de Steinmetz fue

209
“el primer catálogo de tribus y culturas del mundo” (Ibid.: 22), dado que el artículo de
Steinmetz, cien por ciento programático, no cataloga absolutamente nada y el catálogo
en sí yace incompleto y manuscrito (ni siquiera mecanografiado o digitalizado) en sus
archivos originales que (me consta) ni siquiera están abiertos a los profesionales o al pú-
blico en Leiden o en Amsterdam. Lo mismo se aplica a lo que ella dice sobre el artículo
fundacional de Tylor, quien nunca aclara cuáles han sido las “entre 300 y 400 socie-
dades” en la que se basó para sus generalizaciones. La autora no parece tener en cuenta
que la presentación programática de Tylor ocupa apenas unas 28 páginas (incluyendo la
intervención de Galton y otras discusiones) en las que no se menciona cuáles podrían
ser esas sociedades y que acaba con este llamamiento de cara al futuro:
El tratamiento de los fenómenos sociales mediante clasificación numérica, podría agregar-
se, reaccionará sobre el material estadístico al cual el método se aplique. Es clasificando los
registros de tribus y naciones que se revelará su estado imperfecto e incluso fragmentario.
Las descripciones, felizmente, tienden a corregir mutuamente sus errores, pero la mayor di-
ficultad es la lisa y llana falta de información. En lo que hace a las tribus extintas y de aqué-
llas cuya cultura nativa ha sido remodelada, no hay nada que se pueda hacer. Pero todavía
hay un centenar o más de pueblos en el mundo entre los cuales una investigación pronta y
minuciosa podría salvar cierta memoria hoy evanescente de sus leyes y costumbres socia-
les. […] El futuro, sin duda, será capaz de cuidar de sí mismo en muchas ramas del conoci-
miento, pero hay cierto trabajo que si se ha de hacer en absoluto, se deberá hacer en el pre-
sente (p. 269).

La falta de consulta directa tanto del artículo de Steinmetz como posiblemente de la


conferencia de Tylor (siempre glosada por Moore) se me hace inexcusable puesto que la
primera publicación de Steinmetz fue en los Années de Sociologie y la de Tylor consta
en The Journal of the Anthropological Institute of Great Britain and Ireland, disponi-
bles ambos en todas las bibliotecas de antropología de Europa. Renglones enteros del li-
bro de González que describen la obra del alumnado de Steinmetz y que se refieren a
personajes sin importancia fueron copiados incluyendo hasta la última tilde de la data
bibliográfica del libro magno de Marvin Harris (a quien preventivamente González no
nombra en ese contexto) sin la debida referenciación (Ibid.: 23 versus Harris 1968:
613).56 También es insólito que aunque González admita en otras páginas que las crí-
ticas galtonianas permanecen en pie, ella considere que Tylor respondió adecuadamente
a las objeciones que interpusieron Galton y Sir William Henry Flower cuando lo que
Tylor hizo fue más bien darles la razón (Ibid.: 22 versus Tylor 1889: 272 ). También
es inexacto que la ponencia de Tylor tuviera una importante “influencia posterior”
porque lo cierto es que permaneció en el olvido hasta que a Murdock se le ocurrió men-
cionarla (Ibid.: 19 versus Murdock 1949: 17 n. 27, 97 n.5 ).

56
Los autores citados son Herman Jeremias Nieboer (1900 ), Taeke Steven van der Bij (1929), Jan
Herman Ronhaar (1931) y Jan Tijm (1933), reproduciendo al pie de la letra los descriptores temáticos de
la reseña de Harris y consignando al igual que él las iniciales (pero no los nombres). Lástima grande que
González no leyera realmente esos textos, ya que algunos de ellos incluyen información relevante, como
p. ej. las referencias de Nieboer al “método comparativo” (Ibid.: xxi, xiii ). Jan J. De Wolf (2002: 102-
104 ) suministra información de primera mano sobre la obra el alumnado de Steinmetz que está muy
por encima de los datos taquigráficos de Harris (o de González) y que invito al lector a que los lea, aquí y
ahora, clickeando en los vínculos, porque de veras vale la pena.

210
La falla más grave de todo el libro ocurre a partir del momento en el que González ama-
ga con trascender la inducción para llegar a un plano explicativo en el cual se puedan
poner a prueba hipótesis; en tal circunstancia uno espera no digo ya que la autora eje-
cute el milagro inédito de pasar de la inducción a la teoría (cuya imposibilidad veremos
que demostraba Einstein) pero sí al menos que ponga a prueba una hipótesis de una bue-
na vez. Como la respuesta a una prueba de hipótesis sólo puede ser ‘sí’ o ‘no’ (y no
‘probablemente’, ‘depende’, ‘42’ o ‘67%’) la dichosa prueba no se presenta nunca, co-
mo si la autora confiara en que bajo el agobio de tanta divagación adventicia ningún lec-
tor percibiría ni la abismal confusión entre los modelos mecánicos y los estadísticos, ni
la inexistencia de un pasaje entre ambos, ni el escamoteo de la demostración prometida.
La segunda mejor crítica de la antropología comparativa es, creo yo, la del reciente-
mente fallecido antropólogo noruego Fredrik Barth [1928-2016], en la medida en que (a
pesar de una escritura poco idiomática) el más incisivo de los transaccionalistas va, me-
todológicamente hablando, al fondo de la cuestión:
Ocurre casi siempre que se comparan dos o más descripciones, y no los objetos descriptos
mismos: comparamos reseñas antropológicas, esto es, ficciones. Es dudoso que tales com-
paraciones puedan trascender las limitaciones, errores y debilidades teóricas que se han
incorporado en las descripciones que son los objetos de comparación. Muchos de los aná-
lisis comparativos explícitos en antropología sufren esta debilidad, y el trabajo comparativo
basado en los HRAF parece epitomizar estas dificultades. De este modo, los Archivos del
Area de Relaciones Humanas se han construido a partir de etnografías de validez variable y
a veces cuestionable, y se han transformado adicionalmente a medida en que se las reinter-
preta y representa a través de la compilación y la codificación. Dado que estos archivos ge-
neralmente se usan para comparar múltiples casos y para sostener correlaciones estadís-
ticas, se ha argumentado que cualesquiera materiales defectuosos que contengan puede de-
bilitar las correlaciones que puedan descubrirse, pero que ni las generarán ni las obliterarán.
Esta defensa del método, sin embargo, puede estar mal concebida: los errores en la concep-
tualización, y el scholarship en general, son rara vez aleatorios y a menudo son consisten-
tes, dado que reflejan teorías y métodos compartidos dentro de la disciplina. La manipu-
lación estadística de tales ficciones puede por ende producir correlaciones fuertes, sí, pero
empíricamente inválidas (Barth 1999: 79).

Naturalmente, Barth no se resigna a articular un diagnóstico sino que le urge más bien
presentar su propio y sutil modelo de comparación, tendiente a descubrir similitudes y
no tanto diferencias en las prácticas subyacentes a un campo de estruendosa diversidad.
Mediante este modelo las operaciones comparativas devienen sumamente pervasivas,
aunque si se las mira bien se verá que son sólo un conjunto de estrategias que se necesi-
tan para ejecutar el análisis. El propósito de Barth es poner al descubierto que el esque-
ma [template] que los antropólogos usan para conceptualizar el método comparativo
está con demasiada frecuencia modelado según un molde impropio copiado de otras dis-
ciplinas, lo que no ilumina ni las dificultades críticas de hacer comparaciones etnográfi-
cas ni los usos potenciales o verdaderos de la comparación en antropología. Esta crítica,
dice, es aplicable incluso a los estudios comparativos más explícitos y ejemplares como
“Witchcraft in four African societies” de Siegfried Nadel (1952), o a las discusiones de
Fred Eggan (1954) sobre la comparación controlada.

211
Mi opinión es que no deberíamos pensar el método comparativo como un procedimiento
por el cual comparamos separadamente descripciones constituidas por dos o más casos: de-
bemos comprometernos con la comparación tan activamente como sea posible en el análisis
de cada caso por separado. Escaparíamos así de los compromisos gemelos de reificar nues-
tras descripciones de las formas sociales y culturales y de comparar sólo esas descripciones
antes que los materiales primarios. Alcanzaríamos un método comparativo más versátil y
más penetrante prestando cuidadosa atención a (e incluso buscando activamente) la diversi-
dad y la variación en nuestros materiales primarios, sean los que obtuvimos mediante el tra-
bajo de campo o por otros medios. Tales comparaciones a través de la diversidad nos per-
miten establecer dimensiones de variación, estableciendo así las dimensiones de nuestra
propia descripción de los fenómenos que estudiamos. Los análisis resultantes pueden uti-
lizarse en trabajos analíticos ulteriores desde un amplio rango de perspectivas teoréticas, y
hasta podrían ser particularmente útiles para construir modelos de procesos (Barth 1999:
88-8).

Un problema que afecta a la virtual totalidad de la práctica comparativa anterior a Barth


es el del sesgo empirista que cubre casi todo este campo a través de las ciencias, afecta-
do por la ligereza de pensar que acumulando hechos, datos y descripciones (etnografías
enteras inclusive) y sentándonos a esperar que nos lluevan respuestas a las sucesivas
consultas extensionales que se hagan podemos lograr que decante una amplia ciencia
deductiva, nomológica y sistemática.
Podemos esperar sentados, tal parece. Tal vez alguien implemente alguna vez una buena
minería de datos, o alguien más formule el query providencial cuya respuesta nos revele
la pauta que conecta. Pero la inducción hace tiempo que ya no es lo que era, pues entre
otras cosas hoy existen otras clases de modelos e isomorfismos en juego y si hay algo
que se sabe muy bien es que ni la inducción ni la correlación estadística pueden “ex-
plicar” nada y que tampoco son otro nombre para la causalidad (cf. Goodman 1983
[1954]; Holland y otros 1986). Los comparativistas son empero científicos inductivos a
la más antigua usanza y en cuanto a la inducción (“la gloria de la ciencia y el escándalo
de la filosofía”) no estoy siquiera seguro que ellos sepan que la han estado practicando
con todas las lastras y constreñimientos que eso acarrea, a juzgar por el número de veces
en que la presentan como una solución sistemática antes que como un enredado proble-
ma, un poco como Geertz intentó hacer con la hermenéutica a propósito del arte, la
religión, la ideología o el derecho antes de acabar confesando que ninguno de sus sis-
temas culturales era verdaderamente tal cosa y que él nunca había comprado semejante
idea (Geertz 1987 [1973]; 1994 [1983] versus Geertz 2002 ; Reynoso 2010b ). Por
lo pronto, los inductivistas nunca se entretuvieron en ahondar en los fundamentos lógi-
cos de su propia idea, y así les fue. Como decía Albert Einstein, luminosamente:
[n]o existe un método inductivo que pueda llevarnos a los conceptos fundamentales de la
física. Su incapacidad para comprender esto constituyó el error filosófico básico de muchos
investigadores del siglo XIX. […] Hoy nos damos cuenta con especial claridad de lo equi-
vocados que están aquellos teorizantes que creen que la teoría proviene inductivamente de
la experiencia (Einstein 1936: 365, 366 ).

Si la inducción no es capaz siquiera de establecer los conceptos, cabe imaginar su papel


en el plano de la teoría y más allá. Un segundo problema, más capcioso y todavía más
básico, tiene que ver con el requisito de la independencia de los datos y con el llamado

212
“problema de Galton” denunciado por el ex-africanista que inventó la eugenésica y que
planteó a la comparación antropológica un obstáculo insuperable con el que los antro-
pólogos han batallado todo el tiempo pero que (para bochorno nuestro) ni los biógrafos
de Galton registran como un episodio digno de mencionarse y que ni él mismo encuen-
tra necesario recordar en su autobiografía, en su correspondencia o en la totalidad de su
obra teórica (cf. Pearson 1914 ; 1924 ; 1930a ; 1930b ; Galton 1908; Keynes
1993: 175; Gillham 2001; Bulmer 2003).
El problema ha sido más dañino que lo que podría juzgarse, manifestándose para la an-
tropología comparativa como un obstáculo análogo al que la autocorrelación espacial ha
significado para la geografía, dado que las precauciones y ajustes propuestos para ate-
nuar o al menos identificar este problema no han sido aplicados consistentemente en la
disciplina. Dificultades que parecen más aterradoras y definitorias para todo proyecto
formal, como el problema de Gödel, no suelen en verdad amargarle la vida a nadie que
posea alguna idea de los métodos formales y conocen docenas de soluciones alternati-
vas; pero si se acepta su premisa básica la objeción del eugenésico Galton, a despecho
de la abundancia de soluciones propuestas, ha probado no ser susceptible de una resolu-
ción consensuada más que en ciertas situaciones excepcionales (cf. Banton en Keynes
1993: 175; Driver y Chaney 1970; Naroll 1970; Naroll 1961; 1964; Naroll y D’Andrade
1963; Schaefer 1974; 1977 ; Strauss y otros 1975; Ross y Homer 1976; de Leeuwe y
otros 1976; Zucker y otros 1977; Dow y otros 1984; Mace y otros 1994; Korotayev y de
Munck 2003; Eff 2004). No cederé a la tentación de describir cada uno de los remedios
propuestos, ni las críticas que suscitaron, ni los parches de segundo o tercer orden que
se implementaron pues el registro de esos eventos (aunque no de los asuntos formales
implicados) fue elaborado de manera sorprendentemente aceptable (hasta la cota de
1990) en la reseña de Aurora González Echevarría (1990: 84-94).
Basta con aclarar que a pesar de los rumores en contrario si se acepta el planteamiento
del problema (y yo no lo acepto), es apodíctico que no está resuelto; las soluciones han
sido todas ellas intervenciones ad hoc y decisiones inconvincentes en un proceso de
muestreo que es de muy difícil generalización. Mirado a la distancia, el problema de
Galton resultó para la comunidad científica tanto o más atinente para la comunidad
científica que la delimitación de las unidades culturales, por cuanto bajo el régimen de
la globalización por un lado y de la conectividad y la virtualización del espacio por el
otro (y habiendo tomado conciencia –después de Alfred Wallerstein– que la difusión ha
sido siempre mucho más la regla que la excepción) el trabajo estadístico en antropología
comparativa se ha situado por voluntad propia al borde de la inoperancia. Está muy
claro que en las condiciones actuales dicho trabajo requiere estrategias específicas y al-
tamente técnicas de abordaje que no se han desarrollado como habría sido menester, y
que tal empeño no ha sabido poner en foco la validez de las premisas de Galton en pri-
mer lugar. Esta validez no es de ningún modo tan axiomática como creímos alguna vez,
dado que la dependencia o independencia de los datos es un mandato de doble vínculo
que hace que el método quede atrapado en un círculo de conjeturas indecidibles antes de
empezar y planteando un dilema que no puede ser resuelto de manera taxativa en nin-
guna ciencia conocida y en ninguna aplicación del método estadístico.
213
El mayor especialista en el tratamiento de la globalización como generalización del pro-
blema de Galton es el especialista alemán en ciencias políticas Detlef Jahn (de la Freie
Universität de Berlín) quien ha producido una importante serie de estudios comparati-
vos en el más amplio sentido dando por hecho que el mecanismo subyacente que expli-
ca los paralelismos es precisamente una difusión pervasiva y del más amplio alcance
(Jahn 2002; 2005a; 2005b; 2006 ; 2009; 2011: 69, 111). Llamativamente, y con la sola
excepción del mencionado Wallerstein, el único antropólogo al que Jahn menciona es
necesariamente a Edward B. Tylor (1889 ) por cuanto el problema de Galton se for-
muló en la famosa sesión que hemos mencionado más arriba. Es verdad que Jahn singu-
lariza a unos cuantos antropólogos de la escuela de Murdock, Ember y Naroll en un artí-
culo y en un libro suyos, pero no hay mucho más que esa mención dado que Jahn se
concentra precisamente en lo que los murdockianos dejan fuera (Jahn 2003: 70-72 ;
2013 [2006]: 192 ). La línea investigativa de Jahn sigue huellas que se remontan a
Marc Ross y Elizabeth Homer (1976 ) y fue a su vez abrazada por otros especialistas
en teoría política, como Dietmar Braun y Fabrizio Gilardi (2006 ) de la Universidad
de Lausana. Una vez más, Ross y Homer interactuaron con Raoul Naroll y conocen la
literatura antropológica al dedillo; los politólogos más jóvenes, treinta o cuarenta años
posteriores, usan, en pocas palabras, estrategias comparativas que la antropología no
frecuentó nunca o que apenas oyó nombrar y, como consecuencia de ello, ellos perdie-
ron ya casi toda memoria de nosotros.
El problema con las metodologías del comparativismo tradicional en la línea de los
HRAF y de la escuela de Yale en general es que están prisioneras de la concepción más
rudimentaria y lineal de las estadísticas sin poder siquiera dar cumplimiento a sus man-
datos más elementales. Es inadmisible que la solución propuesta al problema de la falta
de independencia de los datos consista en implementar una u otra forma de muestreo
capaz de obtener una colección representativa del universo que posea además una es-
tructura de distribución coincidente. No es aceptable tampoco proponer como remedio
para la falta de independencia la autocorrelación (la cual en términos de transferencia,
difusión o contacto es necesariamente autocorrelación espacial) cuando es en tal rela-
ción de dependencia que se origina el problema (cf. Loftin 1972 ).
Es interesante, admito, que eventualmente se introduzca el concepto de red (la red de
correlación) en esta clase de problemáticas. Las redes, sin embargo, no admiten mues-
treo; y las redes espaciales, por añadidura, desencadenan efectos de los que las redes so-
ciales y las redes abstractas están exentas. Para mayor daño, las estadísticas a las que los
comparativistas se aferran son las viejas estadísticas de la normalidad y de la NHST. Si
la idea de aplicar modelos de redes (espaciales o no) en este campo tiene algún sentido,
entonces el muestreo (regido como está –insisto– por el inoportuno teorema del límite
central [ver pág. 47]) no puede ser una opción (cf. Reynoso 2011b).
También sería bueno escudriñar cuál es la situación actual del problema de Galton y de
sus contrapruebas antropológicas, aunque me temo que el asunto ya no mueve multitu-
des y que a muy pocos les interesa deslindar si la objeción continúa siendo un obstácu-
lo, o si nunca fue importante, o si ya se solucionó en uno de esos papers perdidos que

214
uno no atinó a leer. Al final del día, la discusión se desvaneció en el aire y ya no cautiva
a nadie. Las referencias a la antropología transcultural en los manuales recientes de
metodología ya ni siquiera existen, a excepción de un capítulo de Carol y Melvin Ember
(ahora con la colaboración de Peter Peregrine) en última edición del texto canónico de
H. Russell Bernard (hoy con la colaboración de Clarence Gravlee), en el que se repro-
ducen los mismos juicios tranquilizadores que se invocaban en la vieja edición del
manual.
En un arrebato de optimismo al que los años se llevaron por delante, los comparativistas
llegaron a publicar un paper desafiante y extenso llamado “What have we learned from
cross-cultural surveys?”, una pregunta que equivale a interrogarse sobre el provecho que
se puede sacar del ejercicio de la comparación según el canon fundado por Murdock
(Naroll 1970 ). Casi la mitad del artículo se refiere a tablas cantométricas entresacadas
de Folk songs style and culture de Alan Lomax (2009 [1968]) y a hallazgos documenta-
dos en Basic Color Terms de Brent Berlin y Paul Kay (1969), obras maestras publicadas
entre uno y dos años antes que el propio survey y que dependieron más de una biblio-
grafía primaria, de un trabajo de campo y de un razonamiento equilibrado que de los in-
sumos de los HRAF.57 Otras largas secciones se ocupan de los trabajos de psicología
comparada de John y Beatrice Whiting que ya he descripto en mis libros tempranos, que
ya nadie recuerda, que hoy resultan más empeñosos que útiles y que me aburriría rese-
ñar aquí (Reynoso 1993: cap. §3.2 ). Gran parte de lo que resta del estudio de Naroll
se ocupa de la evolución probable de sistemas de filiación en el momento preciso en que
la analítica de parentesco estaba siendo desterrada de la antropología tanto en Estados
Unidos como en Inglaterra tras una crisis terminal que he descripto en otra parte (Rey-
noso 2011a: cap. §17 ).
Hasta el día de hoy pienso que si los comparativistas hubieran tenido algo de veras sus-
tancioso que decir no se habrían limitado a publicar un artículo ocasional como lo fue
“What have we learned…”. En vez de eso habrían montado y expuesto al conocimiento
público un programa de investigación, una estrategia que se comprometiera a mirarse
reflexivamente cada tantos meses y a comunicar a los outsiders el estado de avance de
una ciencia acumulativa de futuro promisorio. Hasta donde conozco esa serie nunca se
escribió. La revista murdockiana Ethnology, a todo esto, fue discontinuada en el año
2012, aunque la entrada que debía consignar el hecho en la Wikipedia castellana olvidó
registrar la cancelación. Al día de hoy no sé tampoco si ha existido o existe una tercera

57
Mientras que la obra de Berlin y Kay sigue siendo un trabajo de referencia, el modelo analítico y com-
parativo de Lomax quedó virtualmente opacado en el siglo que corre tras la aparición de formidables he-
rramientas informáticas de reconocimiento de patrones y contenidos (Shazam, Sound Hound, Musix-
match, ACRCloud, TrackID, Audiggle, Midomi, Tunatic, AudioTag, WatZatSong, Microsoft Cortana con
BingAudio, Google Pixel 2 y otros muchos basados en fingerprint acústico, watermarking digital, teoría
de la información, minería de datos y un puñado de metaheurísticas), avaladas por una amplia jurispru-
dencia vinculada a la detección de plagios y similitudes estructurales pero no siempre bien documentadas
ni tratadas analíticamente por la etnomusicología. Aunque relativamente sub-teorizada en las ciencias
sociales, debido a las fortísimas presiones del mercado la comparación de piezas musicales y señales en
general se encuentra órdenes de magnitud más desarrollada que cualquier otra prestación comparativa de
la antropología y sus áreas de influencia.

215
o una cuarta generación de surveyors. Nadie que conozca y que no haya leído antes lo
que escribí al respecto me comentó jamás haber frecuentado literatura de esa clase a
excepción de unos cuantos rumores sobre la vapuleada Guía para la Clasificación de
los Datos Culturales, traducción modificada del Outline of Cultural Materials, conocida
también como la Guía Murdock o la Guía de la Unión Panamericana, a la cual hace
tres o cuatro generaciones que nadie nombra, que en su momento existía sólo para la
chacota en casi toda la extensión del Tercer Mundo y de la que siempre quise creer que
no era en absoluto representativa del meollo teórico del movimiento (cf. Vermeulen y
otros 1975; Jorgensen 1979; Burton y White 1987; Universidad Autónoma Latino-
americana-Iztapalapa 1989 [1950] ; ver también el portal de los eHRAF).
Cuando en el año 2015 dos partidarios fervorosos del comparativismo tuvieron oportu-
nidad de publicar un survey actualizado del estado de arte de sus propias teorías, recicla-
ron casi tal cual –como adelanté más arriba– un capítulo pergeñado 18 años antes (Em-
ber, Ember y Peregrine 2015 versus Ember y Ember 1998). Tras casi veinte años en la
que la ciencia toda había cambiado y en los que se aprendió a pensar de otra manera, los
herederos de la investidura comparativa no demuestran tener nada nuevo que decir.
Aunque en su momento acompañé la idea hoy debo reconocer que la antropología trans-
cultural es un gusto adquirido que no es para todos los paladares; yo lo adquirí en su
momento y lo perdí con los años, lenta pero inexorablemente, no sé a ciencia cierta si
debido a la agachada de Murdock (“Dear J. Edgar…”), a la confusión eterna en torno a
la inducción y a los modelos estadísticos de la normalidad o por razones epistemológi-
cas o personales de otro orden. Como fuere, a todas las teorías y/o modas intelectuales
les llega su hora, sea que resulten sustituidas por otras mejores, que se revele el lado os-
curo que llevaban escondido o que simplemente se agoten; puede ser que sea sólo para
la rutina de proclamar su mensaje, vivir sus minutos de fama y salir huyendo por el foro
que ellas verdaderamente existen.
Una posible razón que explicaría su decadencia (o su falta de crecimiento explosivo,
que es más o menos lo mismo) tuvo que ver con el debilitamiento de las antropologías
formales en las décadas que van desde el manifiesto interpretativo de Clifford Geertz en
1973 hasta el posmodernismo, el pos-estructuralismo, el constructivismo radical, el
perspectivismo, el giro ontológico, el decolonialismo y la antropología pos-social que
hoy se reparten el poder y el market-share, pues de eso se trata. Una segunda razón radi-
ca en que la multiplicidad de métodos comparativos en otras disciplinas no se comuni-
can con (ni se parecen mucho a) los pocos que se han desarrollado divergentemente en
la antropología (v. gr. Boas 1896; Radcliffe-Brown 1951; Schapera y Singer 1953;
Bock 1966; Hammel 1980; Mace y otros 1994: Barth 1999, etc.).
Hay en efecto multitud de “métodos comparativos” discrepantes y de procedimientos de
cálculo de similitud en otras disciplinas tales como la filosofía (Irving 1949), la etnomu-
sicología (Nettl 1973; Panteli, Benetos y Dixon 2017 ), la musicología clásica (No-
wacki 1985), la música en general (Knees y Scheld 2016), la sociología (Suls y Wheeler
2000), la ecología (Gittleman y Luh 1992), la historia (Yengoyan 2006a), las ciencias
naturales (Bell 1989), la estadística (Hsu 1996), las ciencias políticas (Lijphart 1971;

216
Jahn 2011; 2013), la lingüística (Dyen 1969) o la historia de las religiones (Segal 2001)
entre otras cien prácticas imaginables. La época de oro de la comparación ha sido casi
siempre la primera época: a la vergleichende Musikwissenschaft le siguió la etnomusi-
cología que pronto dejó al margen hasta a las métricas de Alan Lomax; a la filología
comparada le siguió la lingüística, en la que el estudio de los universales es cada vez
más minoritario; recién ahora ha reaparecido una vergleichende Politikwissenschaf, de
Jan Detlef, Dirk Berg-Schlosser, Hans-Joachim Lauth, Arend Lijphart y otros, montada
–créase o no– sobre una generalización del problema de Galton (1889 ).
A diferencia de lo que sucede con la trans-disciplina de las ciencias de la complejidad, a
nivel de la obtención de los índices básicos cada disciplina o sub-disciplina se funda en
un método comparativo diferente del cual las demás prácticas no pueden sacar ningún
provecho, ni integrar a ninguna otra experiencia, ni capitalizar ninguna moraleja. Previ-
sible y comprensiblemente, un segmento importante de cada especificación ha devenido
estéril e irrelevante aun para las orientaciones más próximas, lo cual en un mundo aca-
démico que es cada vez más conexo configura al menos una anomalía. El conjunto de
las prácticas que cada disciplina considera sus métodos comparativos, aferrados a las
peculiaridades de sus objetos disímiles, acaba sedimentando en un campo de divergen-
cia pura que no llega a ser siquiera una colección de instancias atravesadas por un tenue
aire de familia.
En un segundo nivel de análisis, una pizca más grave que eso es la cantidad de usos di-
símiles de la expresión “método comparativo” en el interior de nuestra propia metodo-
logía, e incluso en la obra de quien ha escrito una de las mejores reseñas que documen-
tan esa diversidad y que no ha sido otro que Elman Service [1916-1996], alguna vez
combatiente contra Francisco Franco en la guerra civil española y un cuarto de siglo
más tarde compañero de la ruta evolucionista e izquierdizante de Marshall Sahlins, aca-
so el pope culminante de la antropología contemporánea, vuelto conservador después de
su epifanía estructuralista en París (cf. Service 1985; Wolf 1987). Otro añoso pero buen
documento sobre la diversidad de metodologías antropológicas comparativas es el de
Ronald P. Rohner (1977 ) de la Universidad Católica de América.
Como quiera que sea, hubo de todos modos un tiempo en el que el método comparativo
era tenido por muchos en alta estima y en el que disciplinas tales como la lingüística y
la psicología creían que la nuestra estaba a la vanguardia de las técnicas y hasta de las
epistemologías comparativas, lo que al cabo de unos años se fue viendo que estaba muy
lejos de ser tan así. Eran los años 70s y comenzaron a proliferar gruesos tratados multi-
disciplinarios de cross-cultural psychology, cross-cultural linguistics y por supuesto
cross-cultural anthropology que a pesar de su éxito y su autobombo inicial y de los me-
tros lineales que ocupan en mi biblioteca nunca se han vuelto a reeditar. Treinta años
después de publicados los estudios comparativos de los Whiting, digamos, que en algún
instante me deslumbraron y me parecieron abrumadores y definitivos, no encuentro aquí
y ahora ni siquiera razones para volver a leerlos o comentarlos en algún detalle.
A fines del siglo pasado y a comienzos del siglo que corre el prefijo cross-cultural ha
vuelto a ocupar los primeros planos al impulso de la comunicación sin fronteras que

217
brinda la Web; una búsqueda de la expresión ‘cross-cultural’ (al 10 de febrero de 2018)
retorna en Google 19.600.000 resultados, mientras que ‘cross-cultural anthropology’
plancha la cifra en 395.000: un indicio claro de la pérdida de nuestra relevancia. Pero
aunque ha habido en el ínterin una etnografía multisituada en el dominio transcultural y
comparativo (que hoy se enseñorea en campos tales como la pedagogía y la mercadotec-
nia) hace tiempo que ya nadie habla de la antropología como disciplina sinónima de la
comparación. Como mucho se le acepta que sea sinónima de diversidad, una redefini-
ción que nos deja alguna limosna pero sitúa su empeño diferenciador en el extremo o-
puesto al de la búsqueda de similitudes que fue connatural al método comparativo.
Hay que decir que el movimiento tampoco se manejó muy bien en el ajedrez de la com-
plicada diplomacia disciplinar. Los aportes de los antropólogos transculturales no han
sido considerados como herramientas por la propia antropología sociocultural ni fueron
bien vistos por el poder constituido en nuestra corporación. El comparativista Harold
Driver (1956; 1966), por ejemplo, los usó para impugnar la validez de los métodos de
reconstrucción histórica de los boasianos, así como las inferencias correlacionales de los
funcionalistas y las ideas de Ruth Benedict respecto de que los rasgos culturales no se
pueden sacar de contexto porque cada unidad cultural es una configuración monolítica
de sentido. Como nadie puede atacar al dogma impunemente, el destino de Driver fue el
que cabía esperar:
Su recompensa fue la expulsión del campo durante un período, debido al rechazo de su crí-
tica por parte de [Alfred] Kroeber, y diez años transcurridos como conductor de taxi antes
de volver a ganar una carrera académica en la Universidad de Indiana. Parece que el con-
senso científico, igual que el de la antropología sociocultural posmoderna, no soporta la crí-
tica demasiado bien (White 2004 ).

Algo parecido sucedió con Marvin Harris [1927-2001], quien acabó sus días en una de
las facultades de antropología con menor actividad neuronal de toda América, no muy
lejos de los parking lots de Walt Disney World. El hecho es que por razones tanto in-
trínsecas como burocráticas el modelo transcultural decayó y hasta para hablar de él, en-
carnación del método comparativo como lo ha sido, es necesario dar explicaciones, co-
mo si se hubiera impuesto la convicción de que un emprendimiento semejante no hace
la menor falta y que el problema de la similitud o la diferencia entre culturas, sociedades
y ontologías es asunto baladí y cosa juzgada. Incluso partidarios incondicionales como
Michael Burton y Douglas R. White pintan una escena sombría:
La investigación transcultural cayó bajo ataque en el período de 1950 a 1975, y hasta la
acumulación de resultados replicables a partir de los muestreos estándar […], muchos an-
tropólogos concluyeron en que la empresa carecía de mérito. Las críticas de [John Arundel]
Barnes al trabajo de Murdock ejemplifican las visiones prevalentes en los tempranos 70s.
El pesimismo de la conferencia memorial Huxley de Murdock [1971], aunque se refería a
deficiencias de la teoría antropológica en general, también alimentó la impresión de proble-
mas irremontables en las comparaciones transculturales (1987: 143).

Víctimas del mismo ostracismo que se aplicó a otras corrientes estancadas en nichos ce-
rrados (lewinianas, roheimianas, jungianas, devereuxianas) los estudios transculturales
subsisten hasta el día de hoy en World Cultures, una revista en línea dirigida entre 1985

218
y 1990 por Douglas R. White y luego por Greg Truex [1992], J. Patrick Gray, Peter N.
Peregrine [1992 a 2014] y desde 2015 nuevamente por Greg Truex.58
Con una chispa que no le sale todos los días escribe Allan Barnard (2010):
En su libro The Methodology of Anthropological Comparison, Gopāla Śaraṇa (1975) dis-
tingue tres tipos de método comparativo: comparación de muestras globales, comparación
controlada y comparación ilustrativa. Comparación de la muestra global, o comparación
global, fue el tipo de comparación a la que Galton salió al cruce. Desde la década de 1940
hasta la década de 1970, fue el pilar de la escuela de George Peter Murdock y sus seguido-
res. [...] En las obras de los Murdockianos (por ejemplo, Murdock 1949), se elige una
muestra de las sociedades del mundo. Luego se analiza la muestra con respecto a la dis-
tribución de características culturales seleccionadas. Las conclusiones se basan en la causa
y el efecto y, por lo tanto, se cree que la muestra da una explicación de las relaciones entre
rasgos culturales ampliamente aplicables en todo el mundo. Por ejemplo, si la agricultura
está en manos de las mujeres, esto podría producir una tendencia a la residencia uxorilocal.
Esto, a su vez, podría conducir al reconocimiento de los grupos de descendencia matrilineal
y, en última instancia, a las terminologías de parentesco Crow (en las que todo un grupo de
descendientes sería clasificado como "padres" o "hermanas").

[...] La comparación está menos de moda como un "método" de lo que lo estuvo en el pasa-
do, pero está siempre con nosotros como parte de la esencia de la antropología social. Sin
embargo, sigue siendo un ideal elusivo, en parte, por las mismas razones que dio Galton en
su rechazo del intento de Tylor. A menudo es difícil articular la comparación, ya que es di-
fícil identificar exactamente lo que se compara (Barnard 2010: 147-148).

La señal más clara del retraimiento del proyecto comparativo se manifiesta en el virtual
intento de prohibición de las comparaciones globales y en la declaración de obsolescen-
cia de la antropología científica en los años 80 a la que tanto Vladislav Holý (1987) co-
mo más cerca nuestro Philip Carl Salzman (2012) se empeñan en proclamar en libros
por demás predecibles y letárgicos, libros que acaban adoptando mansamente todas y
cada una de las consignas posmo a las que al menos uno de ellos supiera batallar en su
momento en un artículo de antología (v. gr Salzman 2002 ).
Dejaré aquí expresamente de lado los intentos comparativos o anti-comparativos de las
teorías comprometidas con el pos-estructuralismo o con las últimas estribaciones del
movimiento decolonial (Schnegg 2014 ; Gingrich y Fox 2015 ). Encuadradas ahora
en la convicción de estar impulsando una antropología pos-social en la que el concepto
de sociedad carece ya de sentido, y pretendiendo construir una alternativa al concepto

58
Los implicados no son precisamente gente de amplio criterio ni pensadores fáciles de tratar. Alguna vez
entré en intercambio epistolar con Douglas R. White, por ejemplo, a propósito de mi libro sobre redes so-
ciales, el cual pareció interesarle durante los primeros días de lectura. Todo discurrrió sobre carriles tran-
quilos hasta que Doug descubrió que yo consideraba el análisis de redes como una técnica antes que como
una teoría, lo que para él constituía un argumento inadmisible. Ahí comencé a preguntarme en qué mundo
de tipificación epistemológica vive Douglas, pues para quien tenga ojos para ver es evidente que el A RS
está lejos de ser una teoría. Por más lucidez algorítmica que le adosemos y esclarecimientos existenciales
o revoluciones paradigmáticas que hayan producido, ningún análisis sobre la faz de la tierra califica como
formulación teórica de textura explicativa. Como sea, Doug se sintió ofendido, sospecho, e interrumpió el
intercambio de mensajes sin dar más razones. A mí tampoco me interesó insistir, pues por fascinantes que
puedan ser sus aportes (y sus contribuciones de antología al modelado del parentesco indudablemente lo
son) una confusión muy grave (y deletérea para toda la causa antropológica) se alberga en epistemologías
como la suya.

219
de sociedad sobre una idea de “multiplicidad” que fue pensado por completo para otra
cosa, las primeras antropologías son demasiado divergentes como para que una contras-
tación con lo que llevamos discutiendo tenga algún sentido. Las segundas no tienen, por
el momento, conceptos y métodos alternativos en condiciones de soportar un análisis.
En la presente década del siglo XXI ha consolidado su presencia una estrategia compa-
rativa en antropología y biología evolucionaria (Nunn 2011 ). “Evolucionaria” en este
contexto significa más cercanía con las ideas de John Tooby y Leda Cosmides o con el
nuevo “método comparativo” de la biología de Paul Harvey y Marc Pagel que con las
del viejo evolucionismo antropológico, o con las del neo-evolucionismo de Elman Ser-
vice o Leslie White, o con las del evolucionismo multilineal de Julian Steward, o con
las del efímero neo-neo-evolucionismo setentista de Paul Diener, Donald Nonini y Eu-
gene Robkin, en cuyo canto de sirena, una vez más, confieso haberme enredado durante
unos meses cuando era joven. En el cap. 10 del libro de Nunn hay un intento fugaz por
entroncarse en la tradición transcultural desde Murdock hasta Naroll, pero a pesar de
que “recientes estudios y nuevos métodos estadísticos ofrecen estrategias mejor funda-
das y más amigables para lidiar con el problema de Galton, […] todavía restan resolver
muchos problemas fundamentales” (p. 228). He tratado el modelo evolucionario en mi
libro sobre la perspectiva de la teoría antropológica desde el siglo XXI de modo que no
entraré aquí en mayores detalles (cf. Reynoso 2008: cap. 6 ). Tampoco me distraeré en
discutir la noticia de que hay más, mejores y más amigables métodos de inferencia es-
tadística hasta tanto alguien describa cuáles podrían ser serenamente y con la precisión
requerida.
La gota que derrama el vaso del ridículo en que se ha precipitado tanto el método com-
parativo y del descrédito que pesa sobre la antropología acaso esté encarnada en el libro
de Eldad Davidov, Peter Schmidt y Jaak Billiet (2011 ) Cross-cultural analysis: Me-
thods and applications en el cual no se menciona ni a Murdock ni a la antropología an-
terior o posterior, posmoderna incluida. El análisis al que se refiere (una pura métrica de
inteligencias, capacidades intelectuales y posibilidades de cooptación en campañas de
mercadotecnia) ni siquiera toma en cuenta los recaudos de la investigación intercultural
elaborados en la antropología del conocimiento de los años 70, ni las elaboraciones es-
calares de Fechner-Weber-Stevens, ni los aportes críticos de Amos Tversky y su escue-
la. La mayor parte de las mediciones con que se nos confronta se refieren a rasgos de in-
terés para las corporaciones del capitalismo tardío, tales como la aquiescencia, el sesgo
hacia la respuesta extrema, la deseabilidad social y otros de la misma naturaleza.
La búsqueda de equivalencia en los scorings que construyen los metodólogos del movi-
miento se procura mediante técnicas de modelado estructural de ecuaciones, estimación
de medianas latentes, escalado de la disposición a la resistencia al cambio, métodos de
re-muestreo, análisis de grupo factorial confirmatorio (MGCFA), análisis probabilista de
inteligencia de Rasch, evaluación de invariancia de parámetros y otras extravagancias
de nombres pomposos tendientes a distorsionar mediante artillerías enumerativas las di-
ferencias cualitativas que se perciben entre y a través de las sociedades. La regla de tres
simple, la sumatividad, la presunción de distribución normal y la aberrante prueba esta-

220
dística de la hipótesis nula (contra la que he escrito un libro entero) reinan soberanas en
esta literatura (cf. Davidov y otros 2011: 18, 26, 100, 126, 131, 132n, 299, 312, 328,
337, etc.  versus Reynoso 2011b ). También se desenvuelve análisis factorial por
cualquier motivo, ignorando y callando toda palabra sobre la densa literatura crítica que
se ha acumulado en su contra en los últimos ochenta años, con Bourdieu a la cabeza de
la resistencia (Furfey y Daly 1937 ; Albino 1953 ; Creasy 1959 ; Stephen Jay
Gould 1996: 264-356). Dada la confusión entre diferencia e inferiorización que anima a
esta aventura, aseguro que ni siquiera en las peores pesadillas murdockianas de acumu-
lación obsesiva-compulsiva de datos se aspiraba a una concepción panóptica de tan baja
ralea como la que hoy prevalece en el terreno de los estudios organizacionales que la
antropología dejó abandonado, a merced de esta clase de rapiñas disciplinares.
En una línea parecida a la de Davidov se mueven Michael Minkov y Geert Hofstede
(2013 ) en un volumen que se titula, una vez más, Cross-cultural analysis. Nada de
esto posee mayor profundidad. Esta vez, sin embargo, los autores se muestran algo más
perceptivos que de costumbre frente al problema de Galton (pp. 126-127) y la tradición
murdockiana es tratada con finura, aunque la antropología ha dejado de ser la disciplina
de referencia.
Un capítulo perdido de un libro poco leído de Fredrik Barth puede que represente un
avance en la comprensión de las razones de ese abandono:
Aunque la antropología se caracteriza en los libros de texto casi invariablemente como una
disciplina comparativa, es sorprendente cuán poco atentos han estado los antropólogos so-
ciales y culturales de las diversas persuasiones teoréticas a las operaciones formales compa-
rativas de todos los demás y cuán poco acuerdo ha habido sobre lo que podría constituir “el
método comparativo” en antropología. Las discusiones explícitas y las críticas de las com-
paraciones que vemos en el interior de la antropología tienden a focalizarse en posiciones
teoréticas opuestas, o en el rechazo de las afirmaciones sustantivas de colegas rivales, y
raramente se ocupan de clarificar las cuestiones críticas que el análisis comparativo mismo
suscita. Como resultado, ha habido poco movimiento hacia estándares metodológicos co-
munes para las operaciones comparativas (Barth 1999: 78).

Si hemos de llegar a una conclusión sobre la trayectoria y el estatuto actual de la an-


tropología comparativa como espacio de la sistematización del tejido de similitudes y
diferencias a través de las culturas, diremos que aunque mucho se habla de diversos as-
pectos de la comparación (tales como el muestreo, la autocorrelación y la representa-
tividad) no se encuentra fácilmente en ella, a lo largo de un siglo y medio (por más que
en su interior no se hable de otra cosa que de método y lo único a lo que ella aspira es a
demostrar tyloreanamente la pequeñez de las distancias y la similitud a todo trance) nin-
guna reflexión de algún calibre sobre las complicaciones epistemológicas, las paradojas
teóricas y las dificultades prácticas de operar en términos de semejanza y diferencia, o
sobre las vicisitudes que acarrea dedicar la vida profesional a tales menesteres.

221
9. AUTOSIMILITUD Y MEDICIÓN EN CONDICIONES DE FRACTALIDAD

Big whirls have little whirls that feed on their


velocity, and little whirls have lesser whirls and so
on to viscosity.
Lewis Fry Richardson (2007 [1922]: 66).

Pongamos que lo que debemos medir y comparar en un momento dado es la comple-


jidad del perímetro de un sitio arqueológico o el grado probable de auto-organización de
un asentamiento urbano en contraste con el plan ortogonal impuesto a un barrio plani-
ficado, o que tenemos que estimar el abigarramiento peculiar de una pieza musical, de
una caligrafía, de una planta arquitectónica, de una trama de cestería, de un diseño orna-
mental o de un petroglifo, o que dictaminar si un elemento cultural que se manifiesta en
el tiempo, en el espacio o en ambos simultáneamente es simple o complejo, o si posee
una complejidad específica que sea como una signatura, un genoma o una huella digital
que lo distingue de o lo asemeja a otros. Las formas platónicas y euclideanas de la geo-
metría y la linealidad no son de gran ayuda en esta coyuntura; las visualizaciones de los
métodos geométricos que vimos más arriba tampoco se refieren a eso. Medidas infor-
macionales referidas a la desorganización, la aleatoriedad o la estocástica tampoco pare-
cen servir ni siquiera como aproximación; en las circunstancias no lineales de la socie-
dad y la cultura, a decir verdad, la misma idea de aproximación está preñada de compli-
caciones. Pero no todo está perdido. En los últimos cuarenta años o cosa así se ha con-
solidado la idea de que la dimensión fractal (en adelante DF) apunta de manera nove-
dosa a un concepto de medida que sirve para denotar e incluso graficar la complejidad
de (o la irregularidad inherente a) un objeto fractal o no-fractal de manera más expresiva
y abierta a la comparación de lo que sería posible a través de (por ejemplo) el concepto
de entropía termodinámica o –en el otro extremo– de los juicios impresionistas que pro-
digamos en la experiencia cotidiana o en los más diversos estados de conciencia.
He tratado aspectos ligados al asunto en al menos cinco estudios: el primero es una sec-
ción de capítulo 5.2.9 de mi libro sobre Complejidad y Caos (Reynoso 2006 ), el se-
gundo es una ponencia presentada en Kyoto sobre las promesas y los problemas de los
algoritmos complejos (Reynoso 2005 ), el tercero es un apartado en el libro sobre
Análisis y Diseño de la Ciudad Compleja (Reynoso 2010a ), el cuarto consiste en unos
párrafos sueltos en mi primera crítica de los enculages interpretativos de Deleuze y
Guattari (Reynoso 2014 ) y el quinto y último es mi poco amistoso cuestionamiento
de la noción de persona fractal del antropólogo Roy Wagner (1991), una de las colum-
nas vertebrales de la recientísima ortodoxia de la antropología perspectivista de Vivei-
ros de Castro (Reynoso 2018a ). Hay además un módulo completo sobre Dimensión
Fractal y Problemáticas de Escala en mi sitio académico sobre algoritmos de la com-
plejidad.

222
Algunos de mis materiales están siendo revisados actualmente en función de los avan-
ces más importantes en los últimos tres o cuatro años, entre los que sobresalen los docu-
mentados en Dimensional analysis and self-similarity method for engineers and scien-
tists (Zohuri 2015 ), “When Van Gogh meets Mandelbrot: multifractal classification
of painting’s texture” de Patrice Abry, Herwig Wendt y Stephane Jaffard (2013 ), la
masiva Conferencia de la Escuela de Ingeniería y Tecnología de Kochi, Kerala, sobre
Aplicaciones de Fractales y Wavelets (Bandt y otros 2014), la tercera edición del ma-
nual de Kenneth Falconner (2014 ) sobre los fundamentos y las aplicaciones de esta
geometría y sobre todo, inesperadamente, en los capítulos pedagógicos de The fractal
geometry of the brain, uno de esos libros raros que cada tanto le hacen cambiar a uno
una alta proporción de las ideas que venía sosteniendo aunque no se pueda estar de a-
cuerdo con todo lo que dice (Di Ieva 2016 ). La misma excelencia e idéntico descen-
tramiento disciplinar atraviesa a Musicality of human brain and fractal analytics de
Dhipak Ghosh, Shankha Sanyal, Ranjan Sengupta y Archi Banerjee (2018), un verda-
dero hito en la reciente (etno)musicología comparativa.
Ante la abundancia de ensayos que presuponen la fractalidad de los objetos mensurados,
o que insinúan la existencia de una concepción fractal en la ontología, en la Weltan-
schauung, en el inconsciente colectivo, en la etnociencia, en los Elementargedanken o
en la destreza geométrica de los sujetos, dividuos, actantes o culturas responsables de
tales entidades es menester una aclaración importante. Esta elucidación –que hago mía–
se plasma en un disclaimer que considero fundamental escrito en un libro editado por
Patrice Abry, Paulo Gonçalvès y Jacques Lévy Vehel. Su puntualización reza así:
Antes de comenzar queremos enfatizar este punto: los éxitos recientes del análisis fractal en
el procesamiento de señales e imágenes no surgen generalmente del hecho de que se apli-
can a objetos fractales (en un sentido más o menos estricto). Por cierto, muchas señales del
mundo real ni son auto-similares ni despliegan las características usualmente asociadas con
fractales (excepto por la irregularidad a todas las escalas). La relevancia del análisis de frac-
tales, en vez de eso, resulta del progreso realizado en el desarrollo de los métodos fractales.
Esos métodos han devenido recientemente más generales y confiables y ahora permiten
describir precisamente la estructura singular de señales complejas sin ningún supuesto de
“fractalidad”: como regla, ejecutar un análisis fractal será útil en tanto la señal considerada
sea irregular y esta irregularidad contenga información significativa. Hay numerosos ejem-
plos de tales situaciones que van desde la segmentación de imágenes […] a la síntesis vocal
o al análisis financiero (Abry y otros 2009: 19-20).

No todos los estudiosos que conozco han explorado la relación entre el análisis de la di-
mensión fractal y los procesos generativos de las formas geométricas, sean ellas fracta-
les o no; tampoco se ha examinado la similitud morfológica o el aire de familia que de-
bería estar presente en conjuntos de objetos cuyo valor de signatura fractal es semejante.
En un compendio sobre dimensión fractal en arquitectura los australianos Michael J.
Ostwald y Josephine Vaughan de la Escuela de Arquitectura y Ambiente Construido en
Nueva Gales del Sur adoptan una tesitura parecida a la de Abry & al.; fundamentalmen-
te, cuestionan los excesos hermenéuticos (siempre conjeturales) y las cifras abultadas de
fractalidad de 1,9 o más (probablemente espurias) que acompañan a tales análisis en la

223
práctica arqueológica y que se inspiran en ideas que provienen en su mayor parte de la
arquitectura a través del Nexus Network Journal y de similares grupos de interés:
Las aplicaciones del método de conteo de cajas a edificios históricos también contienen una
alta proporción de argumentos que parecen confundir las dimensiones fractales con la geo-
metría fractal, al lado de aquellos que tratan de combinar las dimensiones medidas con pro-
piedades místicas o simbólicas. En papers que contienen análisis matemáticos rigurosos, es
usual que se registre un rango inesperado de conclusiones esotéricas y engañosas, incluyen-
do unas cuantas no soportadas ni por los métodos ni por sus resultados (Ostwald y Vaughan
2016: 59).

La interpretación mística, cognitiva o simbólica que se ha hecho común en numerosos


estudios de fractalidad del siglo XXI presupone el dominio por parte del nativo de lógi-
cas recursivas y de geometrías avanzadas –generalmente fractales– como fundamento
sapiencial o como modelo generativo-recursivo de las formas arquitectónicas analiza-
das.59 En este punto uno está tentado a rechazar de plano estas alegaciones. Pero una co-
sa es marcar el carácter dudoso de la hermenéutica que conduce a postular formas eso-
téricas de sabiduría y otra muy distinta sostener que las sociedades que se pretenden
simples se restringen a geometrías rudimentarias, o que la falta de escritura, de lexicali-
zación o de notación numérica discreta condena a la simplicidad. En cuanto a la com-
plejidad de las geometrías de muchos de los pueblos a los que hasta hace muy poco lla-
mábamos primitivos no me resulta plausible ningún sano escepticismo. Más bien al con-
trario: alcanza hojear los trabajos del brillante etnogeómetra holandés Paulus Gerdes
[1953-2014], por ejemplo, o el siempre vigente African fractals para comprobar que en
otras culturas existen efectivamente prácticas geométricas tanto o más congruentes, sis-
temáticas y elaboradas que las que son comunes en Occidente, modernidad incluida y
oralidad no obstante (cf. Eglash 1999; Reynoso 2022b ). Las meras imágenes consti-
tuyen una prueba irrebatible, desmienten los postulados lévy-bruhlianos que el perpecti-
vismo ha vuelto a poner sobre el tapete y reclaman a voces una analítica de carácter
matemático como la que Gerdes o Eglash prodigan en un plano de excelencia, aunque
ella nunca tuvo ocasión de aplicarse, por ejemplo, a la sorprendente y apenas docu-
mentada cestería de los canoeros fueguinos y a otras artes semejantes.
Pero la línea argumentativa prevalente en la red Nexus postula además que tanto en sus
artes como en otros dominios las culturas más diversas articulan sus estructuras geomé-
tricas siguiendo los mismos pasos u obedeciendo a los mismos patrones constructivos
revelados por el análisis o implementados en la síntesis científica, sin considerar que (en
razón del principio de equifinalidad) un problema inverso como el que todo análisis
plantea y toda síntesis resuelve admite un número indefinido, posiblemente muy grande,
de soluciones posibles. Las corrientes en la línea de Nexus, por último, a veces insinúan
y otras veces se atreven a asegurar que existen correspondencias, isomorfismos y even-

59
Esta algorítmica comprende un verdadero zoológico politético de procedimientos tales como sistemas
de funciones iteradas, iteraciones invariantes de escala, desplazamientos aleatorios del punto medio, tra-
zados de curvas monstruosas, curvas FASS, figuras autoafines, series de Fibonacci, agregación por difu-
sión limitada, funciones recursivas en el plano complejo, autómatas celulares, atractores extraños, siste-
mas de Lindenmayer, arte genético, etcétera (sobre modelos de fractalidad, cf. Reynoso 2006: cap §5 ).

224
tualmente similitudes entre las estructuras geométricas y las cosmovisiones de los pue-
blos que son objeto de investigación y que a falta de otros testimonios es posible y legí-
timo utilizar aquéllas para llegar a éstas (Oleshko y otros 2000; Burkle-Elizondo 2001
; Burkle-Elizondo y Valdez-Cepeda 2001; Lorenz 2003; Burkle-Elizondo, Sala y Val-
dez-Cepeda 2004 ; Harris 2007; Sala s/f). Son unos cuantos supuestos cruzados y una
colección de analogías entre dominios, como se ve, pero hasta la fecha ninguno de aque-
llos y ninguna de éstas han sido objeto de comprobaciones replicables.
Ostwald y Vaughan se han manifestado en contra de esta vía escudada en un método
que (como es común en tiempos posmodernos) combina un abordaje matemático de alto
empaque con una teorización francamente débil, pero su protesta ni suena creíble ni
discurre consistentemente. Ostwald, de hecho, ha realizado trabajos conjuntos y organi-
zado desde 1996 multitud de conferencias de la creciente comunidad Nexus con Kim
Williams, arquitecta residente en Italia que fundó y dirige esta influyente red interdisci-
plinaria. Ambos han sido editores de los dos gruesos volúmenes de Architecture and
Mathematics from Antiquity to the Future en los que la fractalidad se considera ubicua y
se da siempre por sentada, tangible e intencional (Williams y Ostwald 2015). En este
campo, las referencias a fractales en los textos tardíos de Gerdes (posteriores a su con-
tacto con la obra de Eglash) son sin duda rigurosos, invariablemente reflexivos, plau-
sibles en sus apreciaciones generativas, abrumadores en su aparato probatorio y no
pocas veces refrendados émicamente, pero lo cierto es que vuelan muy por encima de la
línea de investigación propiciada por la mayoría de los autores ligados a la red (cf.
Gerdes 1999: 33; 2015: 355-358). No todos los fractalistas rayan a esa altura.
Encuentro una fuerte convergencia entre la visión crítica de Ostwald y Vaughan y otras
que se han estado manifestando permanentemente pero que por razones que se me esca-
pan han permanecido subterráneas, acalladas, lejos de las primeras planas. Mientras los
censores precipitados abundan, hay que reconocer que cuando se trata de fractales inclu-
so los autores más prudentes que son objeto de crítica también son minoría. Hablando
de una salvedad digna de tenerse en cuenta y de extrapolarse a otros objetos más allá de
las líneas costeras a las que alude escribe el biólogo y oceanógrafo Laurent Seuront:
Debe enfatizarse que la autosimilitud no es un prerrequisito para aplicar la teoría fractal.
Los patrones autosimilares o estadísticamente autosimilares se caracterizan por dimensio-
nes fractales que permanecen constantes para cada subparte del todo (Mandelbrot 2003
[1977]; Tricot 1995). Las líneas geográficas, tales como las costas, son de todos modos cur-
vas muy complejas cuyas dimensiones locales […] no son las mismas en todas partes. Tales
curvas no son autosimilares, ni siquiera estadísticamente […]. En consecuencia subrayamos
que, estrictamente hablando, lo fractal no implica lo autosimilar, y que por ende las líneas
de costa no son autosimilares sino fractales. La autosimilitud es entonces un concepto muy
restrictivo. Esto ha sido señalado también por [Richard F.] Voss (1985 [: 816 ]), que seña-
ló que “en la práctica es imposible verificar que todos los momentos de las distribuciones
son idénticos, pues los reclamos de autosimilitud estadística se basan sólo en unos pocos
momentos” (Seuront 2010: 28 ; el subrayado es mío).

Aunque Seuront acaba confundiendo la medida de la DF con estadísticas de densidad


practicadas sobre objetos de líneas que tienden a llenar el espacio que ocupan, la obser-
vación es sagaz, por cuanto en la aplicación de métodos traídos de otras partes (y en

225
consonancia con la epistemología que aquí hemos adoptado) es la sintaxis subyacente a
la algorítmica implicada lo que resulta relevante antes que la naturaleza ontológica del
objeto al que la algorítmica podría aplicarse. De esto se trata, precisamente, el modelado
a través de las disciplinas, un ejercicio cuya dimensión epistemológica y reflexiva un
puñado de autores ha comenzado a comprender mejor. Si sólo sirve para abordar fracta-
les ostensibles o para medir su mayor o menor fractalidad, o para calibrar si algo es
fractal o no, se diría que el cálculo de la DF no sirve de mucho. Al lado de la requerida
des-fractalización de un método que procura esclarecer estructuras más allá de las con-
figuraciones de objetos más decididamente fractales, ha habido al menos una propuesta
metodológica tendiente al armado de una visión de la complejidad que abarca tanto a los
fractales como a otras clases de configuraciones, procesos y fenómenos, permitiendo
además desarrollar medidas y métricas, identificar rúbricas locales, estilísticas o univer-
sales y practicar comparaciones entre todas esas instancias, que es lo que en definitiva
aquí nos importa.
El proyecto, emprendido en los 90 por el multipremiado Guy David (de París IX) y Ste-
phen Semmes (del Departamento de Matemáticas de la Universidad de Rice en Texas),
engañosamente ornado con un título que suena a New Age, encerrado en el mundo ini-
ciático de la notación simbólica y sin casi nada transparente que decir en prosa normal,
no tuvo, quizá por eso mismo, mayor continuidad. Sirvió no obstante para ensayar una
distinción saludable en la medida en que, según Benoît Mandelbrot al menos, la auto-si-
militud no es –al contrario de lo que se piensa en la literatura derivativa o en la divulga-
ción científica– el rasgo definitorio de la fractalidad, el factor invariante a través de to-
das las instancias de las cosas que llamamos fractales (David y Semmes 1997; Mandel-
brot 2003 [1977]: 36, 74, 113, 148, 223; cf. Russell 1959: 80-81; Meyer 2004 ). Tras
veinte años el proyecto de David y Semmes, como decía, no prosperó; pero como suce-
de con tantos métodos que quedaron en el camino no puede asegurarse que la iniciativa
no se reflotará cuando las ideas que trabaja se revelen necesarias.
El campo es más accidentado y divergente de lo que parece. Por empezar, es un hecho
que existen varias y contenciosas definiciones de dimensión, algunas de las cuales son
mutuamente inconmensurables. Eso no parece ser un impedimento por cuanto diversas
formas de dimensión arrojan luz sobre diferentes aspectos del objeto. Lo mismo se
aplica a las metodologías que se aplican en el cálculo; sin ir más lejos, la dimensión de
Bouligand-Minkowski se contrapone tanto a los métodos multiescalares como al aná-
lisis multifractal; mientras la primera proporciona un valor numérico (habitualmente en-
tre 1 y 2), los segundos producen una curva que representa los cambios en la comple-
jidad a medida que se cambia la escala de visualización (Emerson, Lam y Quattrocchi
1999; Lam y otr@s 2002; Backes y Bruno 2012). El análisis multifractal, por su parte,
focalizado en la “auto-afinidad salvaje”, apunta en otras direcciones de inmensa com-
plejidad que han confundido históricamente a toda la literatura introductoria y más to-
davía a sus adopciones antropológicas (cf. Mattila 1995: 98; Mandelbrot 1999 ;
Falconer 2002: 1049-1051; Harte 2001 ).

226
Mucho antes que se publicaran los primeros textos de geometría fractal la antropología,
cruzándose con otras disciplinas y prácticas lejanas, ya se encontraba involucrada en
imaginaciones igualmente heterodoxas. Tras leer la única etnografía de Gregory Bate-
son en una época en la que muy pocos lo hacían y deslumbrarse por las escaladas de
violencia descriptas bajo la categoría de cismogénesis, el meteorólogo inglés Lewis Fry
Richardson [1881-1953] se interesó en explicar las razones que llevan a la guerra, espe-
culando que muchas de las contiendas se originaban en roces de frontera y estimando
que las potencias coloniales que se habían ensarzado en mayor número de enfrentamien-
tos de alta intensidad poseían fronteras más extensas que el común de las naciones (Wil-
kinson 1980: cap. §5; cf. Bateson 1936; 175-197 ). Cuando se lanzó a comprobar la
presunción se llevó una sorpresa. Lo que encontró Richardson, como bien se sabe, fue
que la medida variaba según la fuente de datos que se utilizara. Aunque el mito urbano
de la antropología quiere que haya sido Richardson (gracias a Bateson) quien descubrió
la singularidad, lo cierto es que la historia se remonta a mucho tiempo antes y que la pa-
radoja ya tenía nombre. Me interesa referir los hechos principales porque ilustra las su-
cesivas resistencias que experimentó un concepto de scaling que se replicó en la guerra
desatada entre S. S. Stevens y los fundamentalistas de la estadística paramétrica y que
aun hoy no cesa de manifestarse entre las diversas tribus científicas, mediáticas e
intelectuales.
Al escribir su libro hoy clásico sobre la DF de las ciudades, Michael Batty y Paul Long-
ley (1994 ), del Bartlett Centre for Advanced Spatial Analysis [C.A.S.A.] del Univer-
sity College de Londres, siguieron esta historia con más celo que otros matemáticos y
me permitieron hace ya quince años rastrear el periplo de las ideas haciendo mejor jus-
ticia a los hechos. Ya en el siglo XIX, nos dicen Batty y Longley, el geógrafo [Albrecht]
Penck (1894 ; 1953 ) había percibido este fenómeno; también lo hizo el brillante
matemático polaco Julian Perkal [1913-1965] y en otros términos John D. Nystuen, pro-
fesor de Geografía y Planeamiento Urbano de la Universidad de Michigan activo hasta
hace poco (Perkal 1958 ; Nystuen 1966).
Peter Stevens (1974: 118, 119), biólogo de Harvard, afirma que hay evidencia que Leo-
nardo da Vinci [1452-1519] conocía esta clase de fenómenos y todo el mundo ha re-
plicado el rumor. En este último caso la historia es ligeramente distinta, y tiene que ver
más bien con la ramificación de los árboles, las venas y los ríos, una pauta cuya frac-
talidad es innegable y bien conocida; pero la intuición de Leonardo a este respecto ha
sido mucho más produciva y ha dado lugar a un número desusado de hipótesis y hasta
lineamientos todavía útiles para el diseño digital (Leonardo da Vinci 2004: § 394-401
; 2005: 201-218 ; 2008 [1952] ; Long 1994 ).
En este contexto los componentes clave son el famoso “número de Leonardo” (= 0,707)
y la observación que establece que cada rama de un árbol que se bifurca es más larga
que las ramas hijas, pero más corta que las longitudes de las hijas sumadas, lo cual
implica también que hay un límite en las veces que una rama se puede bifurcar (mille-
rianamente, diríamos, apenas una pizca arriba de 7) (Miller 1987 [1956]). Una relación
parecida se manifiesta en el diámetro de las ramas, cuya suma es aproximadamente

227
igual al diámetro de la rama madre. Todo lo anterior se aplica también a la ramificación
de las cuencas hídricas (cf. Deussen y Lintermann 2005 ). Ron Eglash ha puesto en la
Web una demo sumamente creativa sobre este fenómeno. Hay cientos de referencias
conjuntas a Leonardo y a los fractales en casi todos los volúmenes de la revista Nexus.
Volviendo a Fractal cities, cabe decir que la que señalé no es la única inexactitud resi-
liente que campea en estos rincones ni, a la larga, en la escuela a la que los autores per-
tenecen. En sus referencias bibliográficas Batty y Longley cometen un puñado de otros
leves errores, rebautizando a Albrecht Penck como Andreas Penck o escribiendo Nys-
teun en lugar de Nystuen, como si algunos capítulos del libro no hubiesen sido revisa-
dos a fondo porque les corría la prisa o porque ya estaban a punto de mudarse (para no
volver) del análisis de la fractalidad a los autómatas celulares primero y a la sintaxis
espacial después. Dado que la comprensión de la idea de fractalidad se beneficia del co-
nocimiento de su historia y hasta de las ideologías subyacentes he optado por referirla
en mejor detalle, poniendo además los textos fundamentales al alcance del lector.
Batty y Longley no fueron los primeros en abordar el tema. Precediendo por un quin-
quenio a su reseña la historia más meticulosa de la medición de costas y fronteras se en-
cuentra en Measurement from maps del geógrafo Derek Maling (1989 ), anteriormente
en la Universidad de Gales, cuya abigarrada bitácora sus colegas ingleses tampoco de-
mostraron conocer muy bien. Maling documenta que el hecho de que la longitud au-
menta con el incremento de la precisión en la medida había sido señalado por el brillan-
te matemático polaco Władysław Hugo Steinhaus [1887-1972] poco tiempo antes que
Richardson lo advirtiera y treinta años antes que Mandelbrot se interesara en el tema;
por eso es que el fenómeno se conoce entre los conocedores como la “paradoja de Stein-
haus” (1954: 8-9 ; 1960 [1939] ) o “paradoja de San Petersburgo”. Buen indicador
del carácter marginal y maldito de estas matemáticas es el hecho de que esta paradoja es
mucho menos mentada que otras contribuciones de Steinhaus, tales como el inefable
teorema del sándwich de jamón o el problema de la justa división de un pastel, de las
que sospecho que son bastante más famosas en razón de los nombres inauditos que les
endosaron. La paradoja fractal anotada por Steinhaus reza como sigue:
La longitud es un funcional discontinuo. Esto significa que podemos rastrear en la vecindad
de cualquier arco rectificable A otro arco A’ cuya longitud excede un límite arbitrario, pre-
viamente descripto, o que es incluso infinita. Este hecho es algo más que una curiosidad
matemática: posee consecuencias prácticas.

Cuando se mide la ribera izquierda del Vístula en un mapa escolar de Polonia, obtenemos
una cantidad que es apreciablemente menor que la que leemos en un mapa de 1:200000
[…]. La ribera izquierda del Vístula, cuando se la mide con creciente precisión, proporcio-
nará longitudes diez, cien e incluso mil veces mayor que la que se lee en un mapa de escue-
la. […] La misma dificultad surge cuando se miden objetos tales como contornos de hojas o
los perímetros de cortes planos de un árbol: el resultado depende apreciablemente de la pre-
cisión de los instrumentos empleados (Steinhaus 1954: 8 ).

Cuando Benoît Mandelbrot se lanzó a buscar soluciones para la pregunta arquetípica


formulada por Richardson (¿cuánto mide la costa de Gran Bretaña?) volvió a encontrar
que la medida depende de la relación entre las convoluciones de la línea de costa y la

228
sensibilidad de la regla usada para la medición. Cuando la regla es de mayor sensibili-
dad la longitud que se obtiene es más larga y también la inversa; es fácil entender por
qué. Richardson había (re)descubierto además que la variación de la longitud que re-
sulta de cambiar el tamaño de la regla linealmente a ½, ¼, 1/8, 1/16  no es lineal. Si se
aumenta la resolución al doble, la longitud no aumentará en la misma proporción; puede
que se incremente un poco más o bastante más cada vez, dependiendo de lo accidentado
que sea el objeto a ser medido.
Aunque estoy lejos de creer que un antropólogo de educación aritmética normal (en el
sentido gaussiano) pueda seguir un razonamiento de cierta complicación, la idea puede
y debe expresarse de otra manera. Cuando se mide un objeto irregular con una regla
recta, la medición sólo proporciona un valor estimativo. La longitud estimada L(ε) es
igual a la longitud de la regla ε multiplicada por el número N(ε) de las reglas necesarias
para cubrir el largo del objeto que se está midiendo. Para líneas muy retorcidas que
exhiben rugosidad a todas las escalas, a medida que la regla se torna más pequeña la
longitud resultante crece (por así decirlo) según una desproporción más o menos unifor-
me. El concepto de longitud intrínseca (al igual que la teoría clásica de la medición de
Helmholtz [1887 ] y Campbell [1928] que discutimos mucho más arriba [pág. 29])
tiene aquí entonces muy poco sentido. Cabe aplicar una medida de longitud relativa a la
resolución de la medición. Análogamente a lo que hemos visto que sucede con la ley de
potencia de Stevens que nos dice cómo cambia la sensación cuando cambia el estímulo
(pág. 35 más arriba), la DF cuantifica, precisamente, cuánto cambia la longitud relativa
cuando se cambia la resolución de la medida. Esto es:

L(ε)=C ε1–D

donde C es una constante. La expresión anterior es en realidad un caso especial de la re-


lación más general
D
L
M ( )  C dt  
 

donde M(ε) es la masa del objeto medido a resolución ε, dt es la dimensión topológica


(igual a 1 en el caso de las líneas puras) y L es el tamaño lineal del objeto de un extremo
al otro. La medida (“masa”) del objeto es así dimensionalmente proporcional a la reso-
lución elevada a una potencia igual a la dimensión topológica. El factor multiplicativo
es el número L/ε de bolas de tamaño lineal ε que se necesitan para cubrir el objeto, el
cual es elevado a la potencia D, definiendo así la DF. Nótese que si D=dt , la dependen-
cia de la masa M a la resolución ε desaparece, como es necesariamente el caso para los
objetos euclideanos (Sornette 2006: 187).
Cuando se mapean las mediciones obtenidas con reglas de diferentes resoluciones en un
gráfico log-log se obtiene una línea recta, una situación revelada por una técnica de es-
calado que Pierre Bourdieu aborrece pero que se encuentra universalmente en otros fe-

229
nómenos que se han definido como caóticos (la criticalidad auto-organizada de Per Bak
y las distribuciones de Zipf, Pareto y Barabási, la ley de potencia, los atractores genéti-
cos de Kauffman) (cf. Saichev, Malevergne y Sornette 2010; Bourdieu y Wacquant
1992: 226). El descubridor de esta curiosa propiedad matemática fue el geógrafo alemán
Felix Auerbach [1856-1933] en un artículo traducible como “La ley de la concentración
de la población” (1913 ) que los fractalistas y complejólogos nunca tradujeron y rara
vez mencionan y que en el repositorio bibliográfico he puesto a disposición del lector
que se quiera aventurar. Auerbach, empero, nunca dibujó el gráfico; quien primero lo
hizo fue, creo, el matemático y lingüista maldito George Zipf [1902-1950], un autor
irregular y alguna vez objeto de escarnio y malentendido por aquello de la “ley del me-
nor esfuerzo”, pero a quien se descubre más productivo cada día que pasa (Zipf 1949:
21 ).
El ángulo de inclinación de la recta graficada de este modo mide además la anfractuo-
sidad de la costa: cuanto más inclinada, más tortuosa. Richardson ya sabía que cada país
asigna un valor diferente a la longitud de su frontera común: España afirma que su fron-
tera con Portugal mide 987 kilómetros, mientras Portugal alega que alcanza 1214; para
Holanda, el límite con Bélgica es de 380 km, pero ésta dice que mide 449. Los países
más pequeños son casi siempre los que alargan la medida de las fronteras para sentirse
mayores, pero lo notable es que aunque no se ponen de acuerdo todos tienen razón. Una
curva natural no posee una longitud “objetiva”; pero tampoco es subjetiva, sino estricta-
mente relativa a la sensibilidad de la medida. Como en la paradoja de Aquiles y la
tortuga, cuando la regla tiende a cero, la longitud tiende al infinito.

Figura 9.1 – Medición fractal de costas. Nótense las escalas logarítmicas.


Según Richardson (1961), Goodchild (1980 ),

La meteorología (pensemos en Edward Lorenz y el efecto de las alas de mariposa) al-


berga ese no sé qué que galvaniza a no pocos antropólogos, yo incluido. Si bien el influ-
jo que Richardson ejerció sobre Bateson es público y notorio, más significativa en este
contexto es la influencia que el concepto batesoniano de cismogénesis operó sobre las

230
ideas de Richardson. Una sección de su estudio sobre los factores psicológicos de la
guerra y la paz titulada “Matemáticas de la Guerra y Política Exterior” concierne a la
cismogénesis batesoniana, caracterizada en la clásica etnografía Naven sobre la ceremo-
nia epónima entre los Iatmul del río Sepik en Nueva Guinea (Bateson 1936: 175-197 ;
1958 [1936] ; Richardson 1988 [1946]: 1218-1219). Tras una descripción sucinta del
concepto, referido a las relaciones no lineales entre la causa y el efecto, la sección del
artículo de Richardson culmina con este párrafo que historiadores y biógrafos no se han
interesado en difundir y que (sospecho) nadie antes de ahora reprodujo en un texto de
antropología:
Se demostrará en la sección siguiente que las carreras de armamentos se describen mejor en
términos cuantitativos; pero, para aquellos que no gustan de las matemáticas, el término ba-
tesoniano ‘cismogénesis’ puede servir como resumen aceptable de un proceso que de otro
modo requeriría una larga descripción verbal tal como las que nos proporcionaron [Ber-
trand] Russell, [Gregory] Bateson o [Cyril Edwin Mitchinson] Joad (Richardson 1988a
[1946]: 1219 ).

En obras posteriores Bateson retribuyó la referencia unas cuantas veces (1985 [1949]:
135-136; 1991 [1958, 1976, 1977]: 90, 119, n. 4, 196, n. 5). Pero Richardson fue el pri-
mero en citar al otro; podríamos decir entonces que fue desde la antropología que pro-
vino una parte de la inspiración.
Conociendo a Richardson (y más tarde a Ron Eglash) pero sin saber nada de Bateson,
muy pronto Mandelbrot pudo determinar que las curvas de la naturaleza (igual que mu-
chas de las curvas aberrantes de la antigua matemática) no poseen dimensiones enteras
como las que son propias de las formas ideales de la geometría euclidiana: dimensión 0
para el punto, 1 para la línea, 2 para la superficie y 3 para el volumen. Lo dice Mandel-
brot desde el principio en una frase tan conocida que me da escozor repetirla pero que es
inevitable ahora: “Ni las nubes son esféricas, ni las montañas cónicas, ni las costas cir-
culares, ni la corteza es suave, ni tampoco el rayo es rectilíneo” (2003: 15). Dependien-
do de su irregularidad, la dimensión de las costas resulta ser, sorprendentemente, un nú-
mero fraccional: un número irracional las más de las veces, a decir verdad, inexpresable
incluso (rectificando a Mandelbrot) como fracción o razón de números precisos. Urge
señalar que en el original en inglés el calificativo de la corteza es, como todos los de-
más, geométrico [smooth] y no tanto de connotación táctil, en lo que interpreto como
una alusión de Mandelbrot a los manifolds continuos de la geometría diferencial rie-
manniana y a los espacios esféricos e hiperbólicos de la geometría no euclideana. Su
geometría heteróclita, en otras palabras, difiere tanto de la euclideana como de las otras
alternativas históricas.
La definición simple de la DF, en fin, es la de un número que sirve para cuantificar el
grado de irregularidad y fragmentación de un conjunto geométrico o de un objeto natu-
ral. En ocasiones se la llama dimensión de Hausdorff-Besicovich, aunque las definicio-
nes de ambas dimensiones difieren algo más que un poco (Barnsley 1993: 195). Para
fractales lineales, la DF es un número real mayor que 1 y menor que 2; una línea fractal
tiende a ser una superficie un poco más de lo que lo hace una línea euclidiana, transicio-

231
nando a superficie en plenitud cuando llena efectivamente el plano (como las curvas
FASS). Lejos de eso la costa de Gran Bretaña, por ejemplo, posee una DF cercana a 1,2.
Mandelbrot ni siquiera se preocupa por suministrar la prueba matemática de que en la
naturaleza existen dimensiones no enteras; por un lado, eso no puede hacerse formal-
mente, pues “en ninguna ciencia natural es concebible una demostración de esta clase”;
por el otro, quienes sostengan que todas las dimensiones son enteras son quienes de aquí
en adelante tendrán que dar sus explicaciones (Mandelbrot 2003 [1977]: 55). El proble-
ma, empero, no es tanto comprender la idea de las dimensiones fraccionales sino enten-
der de qué se trata la dimensión en primer lugar, tema que ha sido tratado clásicamente
en un texto particularmente inteligible y de rico sentido histórico que toma como punto
de partida la elegante definición de Henri Poincaré (cf. Hurewicz y Wallman 1948 ;
Poincaré 1912 ). Mandelbrot, quien nunca ahondó en él verdaderamente, había dejado
el tema en suspenso. Tal como protesta ese intenso pensador que es Yakov Pesin de la
Universidad de Chicago, uno de los máximos especialistas en espacios hiperbólicos y en
las matemáticas y las ontologías de la dimensión:
La popularidad “natural” de la geometría fractal ha causado problemas “naturales”: el estu-
dio matemático riguroso estaba muy por detrás de las aplicaciones. El “espacio vacío” se
llenó de inmediato de numerosas “nociones” y “resultados” obtenidos en el estudio de frac-
tales por computadoras. La plausibilidad era el único criterio para la adopción inmediata de
esas nociones y resultados en la teoría. Desafortunadamente el libro de Mandelbrot, dirigi-
do a especialistas en campos de aplicación, dudosamente contenga definiciones rigurosas
de la dimensión y resultados relacionados rigurosos. En particular, el libro no refleja el he-
cho crucial de que, de muchas maneras, las características del tipo de dimensión pueden ser
“traicioneras” y poseer algunas propiedades “patológicas”. Estas propiedades pueden no en-
cajar con la intuición que los físicos puedan haber desarrollado al trabajar con otros objetos
de investigación (Pesin 1997: 2).

De todos modos, esa idea de dimensión tiene algunas consecuencias metodológicas


sugestivas para antropólogos y demás estudiosos interesados en determinar la naturaleza
y DF de una curva mediante el procedimiento conocido como “conteo de cajas” [box
counting]. Que exista o no detrás de este uso una fundamentación matemática de primer
orden con su batería de conjeturas, corolarios, lemas y pruebas tal vez no sea el gran
problema que aflige a algunos matemáticos en tanto los conceptos y las herramientas se
manejen con circunspección, proporcionen resultados o sepan orientar la intervención
sobe el objeto para modificar algún estado de cosas. Una vez que se determine que un
objeto (fractal o no) es de cualidad fractal por lo menos en algunos respectos –o se
aproxima a la fractalidad, sea o no autosimilar a la vista– se podrá explorar un conjunto
de propiedades que tiene toda figura de esa clase y que se encuentran más próximas a
nuestro fondo de conocimiento; y se podrá también compararla con otras figuras.
El método de conteo de cajas (o de bolas, alternativamente) es muy anterior al surgi-
miento de la geometría fractal; se lo conoce al menos desde la década de 1930 y se lo
llama también dimensión de entropía, entropía de [Andrei] Kolmogórov [Андре́й
Никола́евич Колмого́ров, 1903-1987], dimensión de capacidad, dimensión métrica,
densidad logarítmica y dimensión informacional. La dimensión de caja más alta se
llama a veces dimensión de Kolmogórov, capacidad de Kolmogórov, capacidad límite o
232
dimensión superior de [Hermann] Minkowsi, autor éste de la prolífica escuela polaca de
quien ya hemos tratado a propósito de la distancia del mismo nombre (cf. pág. 50); la
dimensión de caja más baja se llama también dimensión inferior de Minkowski.
Las definiciones usuales de todas estas categorías fueron dadas en tiempos stalinistas
por Lev Pontrjagin y Lev Schnirelmann (1932 ), quienes trabajaron con círculos en
lugar de grillas ortogonales, ateniéndose a la definición de dimensión de Browver, Ury-
sohn y Menger. Se encuentran anticipos de esta definición en los trabajos de Georges
Bouligand (1928 ) quien llamó orden de Cantor-Minkowski a lo que todos los pro-
gramas gratuitos de cálculo de la DF hoy llaman más bien dimensión de caja [box di-
mension] (Abry, Gonçalvès y Lévy Vehel 2009: 21). En algunos contextos ese orden se
conoce como dimensión de Minkowski o de Minkowski-Bouligand. Con otras denomi-
naciones, todos los programas de análisis incluyen el cálculo de esa dimensión.
La técnica es tan práctica y tan simple que ni siquiera hace falta medir en el sentido clá-
sico de la palabra. Imaginemos que se necesita medir la DF del perímetro de un asenta-
miento, ciudad o territorio. La medición se resuelve de este modo: se coloca inicialmen-
te una grilla de 2x2 sobre el perfil a computar, y se cuenta el número de casilleros
ocupados por la curva; se hace lo propio con una grilla de 4x4, 8x8, 16x16, 32x32,
64x64… Se disponen luego dos columnas, consignando en una el logaritmo natural de
la inversa de la longitud de las unidades de grilla, o sea ln(1/longitud), y en la segunda
el logaritmo natural del número de escaques ocupados correspondientes. Supongamos
que la tabla resultante sea la que sigue:

Ln(1/longitud) Ln(ocupado)
-2,30259 0,00000
-1,60944 1,38629
-0,91629 2,30359
-0,22314 3,21888
0,47000 4,17439
1,16315 5,03044
1,85630 5,71703

Eliminando la primera línea, dado que contiene ceros, puede trazarse el gráfico XY de
dichos valores, el cual, como puede esperarse en el campo de la teoría del caos, resultará
en una línea recta si el perímetro es fractal. Si este es el caso, para determinar la DF
aproximada de la curva (o sea, la pendiente de esa línea que se visualiza casi recta) se
usa la fórmula siguiente:
 ( y  y1 ) 
p   2 
  x2  x1  

Reemplazando los valores por los extremos de la tabla, tenemos:


 (5,71703)  (1,38629) 
p   
 1,85630)  (1,60944 

233
Para el caso que estamos ilustrando, que corresponde a valores para el perímetro del
estado de México según César Monroy Olivares (2002: 133), la DF es 1,24958.
La forma usual de cálculo para el método de conteo se basa en la ecuación
1
N (d ) 
d Db

donde N(d) es el número de cajas y d es la longitud del lado de la caja. Db se calcula


entonces graficando el número de cajas N(d) contra la longitud de la caja d.
Una versión más rigurosa de la misma medida es la que sigue (Falconer 2003: 41). Si F
es un subconjunto ligado no vacío de ℝ n y Nδ (F) el menor número de conjuntos de diá-
metros mayores a δ que pueden cubrir F, las dimensiones de conteo de caja inferiores y
superiores se definen como:
lim log N  ( F )
dim B F   0
 log

lim log N ( F )
dim B F   0
 log

Si ambas son iguales, los valores comunes se definen como la dimensión de caja de F:
lim log N  ( F )
dim B F   0
 log

El método de dimensión de información (De ) es similar al de la cuenta de cajas excepto


en que se otorga más peso a las cajas que contienen más puntos. Dado que las cajas con
mayor números de puntos cuentan más, la ecuación es entonces:
H (d )   De log(d )

donde H(d) es la entropía, tal como se la usa comúnmente en teoría de la información


(Bari y otros 2006: 297).
Hay muchas más formas de medir la DF. No hay dos programas de cálculo que lo hagan
de igual manera, de allí sus discrepancias. Diferentes definiciones de la DF (o distintas
series de operaciones para obtenerlas) resultan en medidas desiguales para los mismos
conjuntos, o en notaciones que lucen muy discordantes pero son matemáticamente equi-
valentes, o que parecen similares pero no tienen casi nada que ver, o que lucen distintas
a la mirada pero arrojan mediciones idénticas, o casi, o parecidas, Dios sabe.
También hay una veintena de medidas y propiedades similares: la “lagunaridad”, que
mide la textura o aspereza de las figuras en función del tamaño de sus agujeros o lagu-
nas, la “subcolaridad”, que mide su capacidad de percolación (Plotnick y otr@s 1996 ;
Mandelbrot 2003 [1977]: 314, cap. §34; de Melo 2007 ; de Melo y Conci 2011 ),
formas locales de dimensionalidad que cuantifican las fluctuaciones en la rugosidad
(Stoyan y Stoyan 1994: 3), así como la dimensión de Hausdorff (Rogers 1970; 1998),
234
la medida de Hausdorff m pε , las medidas y dimensiones de empaquetado, la dimensión
de brújula o divider dimension, la dimensión de curvas (Tricot 1995), las transformadas
de Fourier, la densidad de Lebesgue, la dimensión de Rényi, la dimensión de autocorre-
lación, las signaturas o firmas de dimensión [dimension prints] (Rogers 1988 ; Crǎ-
ciun y Zamfirescu 1997 ), los exponentes de Hurst y de Lyapunov, el análisis de wa-
velets, el análisis multifractal, el método de masa-radio, etc. Las elaboraciones analíticas
y conceptuales del matemático inglés Claude Ambrose Rogers [1920-2005] son un caso
aparte. Nadie habría pensado que había tanta problematicidad empaquetada en una
noción que se creía lineal y transparente y que se refería a la medición de algo en fun-
ción de alguna otra cosa (diría, afásicamente, Charles S. Peirce). Bateson se haría una
fiesta. No hay además, en toda la literatura, un solo camino para la implementación del
formalismo sino una plétora de estrategias y perspectivas, cada cual con sus ventajas y
desventajas.
Aunque para los antropólogos con afición a las paradojas y a la lectura crítica de las no-
ciones de similitud y diferencia las signaturas dimensionales de Rogers merecen una
admirada exploración,60 la más rica y rigurosa de todas las definiciones de dimensiona-
lidad es la de Hausdorff (1918 ) o Hausdorff-Besicovitch, cuya fundamentación mate-
mática es tan robusta que se la suele vincular con los lenguajes formales y la teoría de
autómatas. Por desdicha es difícil de implementar computacionalmente y hasta donde
conozco ningún programa freeware o de código abierto (incluyendo paquetes para R o
MATLAB) la incluye en su conjunto de prestaciones, aunque hay aproximaciones
aceptables aquí y allá.
La base de todos los cálculos dimensionales se encuentra en la “medida general exte-
rior” de Constantin Carathéodory (1914 , ), parte esencial de lo que, sumado a los
aportes de Hausdorff, hoy se conoce como teoría de la medida geométrica (cf. también
Merzenich y Staiger 1994 ; Federer 1996 [1969] ). Existe una abundante bibliogra-
fía sobre esta problemática y sobre dimensiones fractales en general cuyos mejores
exponentes he procurado localizar en sus escondrijos de la Web para poner sus punteros
en línea aquí mismo entre los paréntesis que siguen (Orbach 1986 ; Chui 1992; Kaye

60
A muchos les sorprenderá que un cuadrado o tetrahedro sea una curva convexa con curvatura tendiente
al desvanecimiento y que tanto la circunferencia como el cuadrado posean (en tanto curvas) una misma
dimensión que no es 2 como indica el sentido común sino que (en otra clase de sentido que es el de las
categorías de convexidad de [René-Louis] Baire [1874-1932]) es estrictamente 1. Ninguna User’s Guide
admite esto, pero la medida de la DF y las mediciones que entregan los programas de análisis corren el
riesgo de comprenderse mal si esta perspectiva venida de la geometría convexa no se entiende como co-
rresponde (cf. Gruber 1993). Mientras que el conteo de cajas o incluso la dimensión de Hausdorff con-
funden estas cosas, sólo algunas visiones conceptuales poco conocidas, como la signatura (o la huella
dactilar) dimensional de Rogers pueden diferenciar analítica y adecuadamente estas figuras. La intro-
ducción de estas signaturas dimensionales fue motivada por la necesidad de distinguir teoremáticamente
entre diferentes conjuntos en el espacio euclideano que poseen la misma dimensión de Hausforff. La can-
tidad de información que proporciona la dimension print es algo limitada, más parecida –se ha dicho– a la
huella de un pie que a una huella digital. Sin embargo, la signatura dimensional de algunos conjuntos pue-
den exhibir estabilidad aun bajo deformaciones suaves adecuadamente pequeñas (cf. Rogers 1998 [1970]:
177 y ss.; Falconer y otros 2015: 421-422 ). Desdichadamente, hasta la fecha no parecen existir imple-
mentaciones computacionales de los algoritmos requeridos para este cálculo ni, por supuesto, aplicacio-
nes antropológicas.

235
1994; Stoyan y Stoyan 1994; Mattila 1995; Harte 2001 ; Kigami 2001; Debnath 2002;
Barenblatt 2003 ; Falconer 2003: 27-80; Edgar 2008; Dauphiné 2012 ).
Sólo en muy contados remansos discursivos esta literatura es inteligible para el común
de los profesionales formados en nuestras disciplinas, razón por la cual solemos perder
de vista que, por ejemplo, (a) una noción básica como la de auto-similitud no está cum-
plidamente tipificada y que lo que hay en lugar de una definición axiomática es sólo un
puñado de adjetivaciones impresionistas (“estricta”, “incompleta”, “aproximada”, “sal-
vajemente auto-afín”, etc.), (b) que fuera del análisis de series temporales y de otras tec-
nologías gráficas, matriciales y/o iterativas (matrices de autosimilitud, plots de recurren-
cia, matrices de distancia)61 la magnitud de la autosemejanza como tal podría ser medi-
da de mil formas aceptables pero no hay una forma consagrada de hacerlo, (c) que si
hay algo que está faltando por completo es una explicación en regla o una glosa
inteligente del fenómeno y (d ) que recién hace muy poco se ha comenzando a pensar en
la auto-disimilitud como medida de la complejidad y la diferencia, sin que existan aun
herramientas de dominio público para medir semejante cosa (cf. Barenblatt 1996 ;
2003 ; Henriksen 2015 ; Wolpert y Macready 2000; 2004; 2007 ).
La mayor parte de la bibliografía, como sea, nos dice muy poco sobre las posibles rela-
ciones entre la fractalidad y la comparación. En su libro particularmente nítido sobre
Scaling, el recientemente fallecido Grigory Isaakovich Barenblatt [Григо́рий Исаа́ко-
вич Баренблат, 1927- 2018] (de la Universidad de California en Berkeley que fuera
doctorando dilecto de Kolmogórov) aporta una nota de fino insight que ilumina la rele-
vancia de la DF en el contexto de las problemáticas de la medición, la similitud y la
diferencia. Normalizada desde el vamos para cualesquiera tamaños (y como le habría
encantado a Bateson), la DF nunca proporciona información cuantitativa sobre (di-
gamos) la longitud de una curva. En esta geometría compleja, el objetivo de pretender
medir dos objetos utilizando la misma métrica geométrica convencional revela ser in-
aplicable. Si tenemos que comparar dos o más objetos (yacimientos, asentamientos, ciu-
dades, territorios) no es la longitud la cantidad significativa, sino que la calidad defi-
nitoria la brinda el exponente, el coeficiente λ, la constante D, la pendiente de la curva
que refleja la medición cuando se la vuelca en un gráfico log-log (Barenblatt 1996 ;
2003: 125 ). No corresponde medir la longitud o la calidad de un perímetro, sino la
complejidad de la curva que lo recorre.
En este sentido puede llegar a ser útil el texto de René Dauphiné (2012 ) Fractal Geo-
graphy, aunque sólo como una orientación informal y carente de todo aparato matemá-
tico que permite pasar con una cierta y frágil facilidad del análisis de simple DF al análi-
sis multifractal, el cual decididamente es el que hay aplicar en el estudio de curvas casi
siempre perimetrales de costas, regiones, lugares, áreas culturales y cuencas hídricas.
Hay unas cuantas inexactitudes en el libro de Dauphiné, como cuando el autor expresa
que el método de conteo de cajas sólo es aplicable a formas cuya autosimilitud o auto-

61
Sobre plots de recurrencia, series temporales complejas y métricas de dinámica no lineal puede con-
sultarse la página académica que armé en Modelos de complejidad en ciencias sociales - 5/10: Series
temporales complejas y dinámica no lineal.

236
afinidad haya sido establecida previamente (Ibid.: 76-77). El método de cajas es por
cierto rudimentario en muchos respectos comparado con otras alternativas existentes,
pero de ningún modo impone esa exigencia caprichosa. Las dificultades que el autor en-
cuentra en dicho método en cuanto a la separación entre el objeto y su background tam-
bién es imputable a todas las demás estrategias de cálculo de la dimensión y no tienen
que ver con el cálculo en sí sino con el pre-procesamiento de la imagen a tratar (cf.
Reynoso 2005 ; Ostwald y Vaughan 2013).

Figura 9.2 – Aplicación de filtros basados en transformas de Fourier y análisis de ondículas


para la identificación de las líneas de Nazca, según Lasaponara y Masini (2011: 43, 45 ).

Párrafo aparte merece el cálculo de dos medidas fractales que definen mejor que la DF
lo que podría llamarse la “textura” de una imagen, sea ella o no fractal en plenitud. La
primera es la lagunaridad, la segunda la subcolaridad. La lagunaridad es, a diferencia de
la DF, una medida de heterogeneidad dependiente de escala. En el trabajo más claro
sobre el particular Roy Plotnick y su equipo la describen de este modo:
El análisis de lagunaridad, en contraste, es una técnica mucho más general [que el cálculo
de la DF]. Puede aplicarse a datos de cualquier dimensionalidad, tanto a datos binarios y
cuantitativos como a patrones fractales, multifractales y no fractales. Permite la determina-
ción de cambios dependientes de escala en la estructura espacial, lo que puede dar insight
de los procesos subyacentes. El análisis de lagunaridad también revela la presencia y el
rango de la auto-similitud. La técnica se implementa fácilmente y proporciona resultados
gráficos fácilmente interpretables. Creemos que encontrará amplia aplicabilidad en los cam-
pos interesados en la descripción de patrones espaciales (Plotnick y otr@s 1996: 1468 )

La observación más importante es que la lagunaridad “mide” el grado de autosimilitud


de una figura independientemente de su mayor o menor DF. La curva que la representa

237
es casi recta en el caso de los objetos autoafines o autosimilares y es más curvada en los
objetos de baja autosimilitud. A no engañarse: es el grado de curvatura más o menos
apreciable a la vista lo que “mide” la autosimilitud.
La subcolaridad, presentada clásicamente en La geometría fractal de la naturaleza pero
sin especificación matemática en aquel entonces fue explorada principalmente por Ra-
fael Heitor Correia de Melo (2007 ) de la Universidad Federal Fluminense de Brasil y
es otra medida de interés en la investigación empírica porque mide el grado de perco-
lación de un objeto sin que tampoco importe su DF (de Melo y Conci 2011 ; Cojocaru,
Popescu y Nicolae 2013; Anowitz y Cole 2015 ). Técnicamente hablando, la subcola-
ridad explora la estructura de poros de un objeto, la cual típicamente asume la forma de
una imagen bidimensional. Es un óptimo indicador de textura y una potente herramienta
comparativa para un amplio rango de aplicaciones pero hasta donde conozco carece has-
ta el momento de implementación computacional amigable en el dominio público. La
única pieza disponible hasta la fecha es FeatureExtraction implementada como un API
en Java y casi sin documentar, aunque un nerd de dieciocho años o menos (que nunca
debe faltar en un equipo de investigación) la puede implementar en un par de horas en
base a los indicios que hay rondando por allí, si es que no se distrae en la descripción de
otras medidas para series temporales como las de T. Higuchi o Michael J. Katz. Todo
ponderado, es una buena noticia que la subcolaridad se haya presentado en sociedad to-
mando como caso arquetípico una caracterización de aspectos sociales de ciudades de
Brasil en vez de echando mano a los usuales ejemplos de la física de estado sólido. El
cálculo es capaz de mostrar adecuadamente el contraste entre las áreas urbanas planifi-
cadas y las zonas de ocupación informal como las favelas; a partir de eso es factible
imaginar otros usos (cf. de Melo y Conci 2011: §4.1 ).
Con o sin experiencias en lagunaridad y subcolaridad en algún momento se hace preciso
pasar del análisis de la fractalidad de conteo de cajas –la variedad más simple de la téc-
nica– al análisis multifractal primero y al análisis de wavelets después, los que se han
demostrado imprescindibles en la búsqueda exploratoria de “diferencias que hacen una
diferencia” y en el reconocimiento de patrones culturales escondidos en paisajes escul-
pidos por la naturaleza en arqueología, como se ilustra en la figura 9.2. Algunas veces
se combinan esas técnicas con otros métodos geométricos y estadísticos, el análisis de
componentes principales y el k-means clustering entre ellos (cf. Celik 2009 ; Lasapo-
nara y Massini 2011 ; véase pág. 101 más arriba).
Las impresionantes aplicaciones arqueológicas basadas en el análisis de ondículas que
se muestran en la figura 9.2 no serían las mismas sin los aportes de Yves Meyer, recien-
te ganador del Premio Abel; los desarrollos culminantes del trabajo de Meyer, a su vez,
se inspiraron en el análisis armónico, los análisis inversos, los métodos de interpolación
y las metáforas geométricas del ingeniero argentino Alberto Pedro Calderón [1920-
1998] de nuestra misma Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires,
combinando todo eso con los análisis de ondículas de Ingrid Daubechies, Alex Gross-
mann y Jean Morlet (Calderón 1964; Hulanicki, Wojtaszczyk y Żelazko 1989; Torrésa-
ni 1995; Meyer y Koifman 1997; Christ, Kenig y Sadosky 1999; Jaffard, Meyer y Ryan

238
2001). De hecho, una de las ecuaciones capitales que caracterizan los wavelets es una
versión discreta de lo que se conoce como “Calderon reproducing formula”; otras fór-
mulas calderonianas han demostrado ser fundamentales en la operación de ondículas pa-
ra reconocimiento de voces y otras signaturas en superficies y en series temporales li-
neales y no lineales, continuas o discretas (Daubechies y Maes 1999; Upadhyay y Tri-
pathi 2015).

Figura 9.3 – Indice SPX a escala diaria (a) y semanal (b).


Basado en Bloomberg según Hayek Kobeissi (2013: 9).

Fuera de esta referencia a las ondículas, aquí sólo daremos algunos pasos hacia la com-
prensión de la multifractalidad; a poco de empezar veremos que se trata de un terreno
laberíntico que en los últimos años se ha tornado también conflictivo. Una forma de
expresar la idea esencial sería diciendo que la estructura topológica de un multifractal es
mucho más complicada que la de un fractal común y puede entenderse como la “interac-
ción” entre las estructuras topológicas de fractales simples a múltiples escalas (Pesin
1997: 2). Hay otra forma de expresar esto mismo que nos acerca a la idea de modula-
ción de contrastes que es propia de la técnica de ondículas. Bajo esta lógica, el análisis
multifractal aplica un factor de distorsión a conjuntos de datos extraídos de patrones a
fin de comparar cómo se comportan los datos en cada distorsión que se aplica. Esto se
lleva a cabo utilizando grafos conocidos como espectros multifractales, análogos a la
visualización del conjunto de datos a través de una lente distorsiva. Hay diversas mane-
ras de definir espectros multifractales; la más satisfactoria de ellas es, precisamente una
definición basada en wavelets (cf. Shimizu, Thurner y Ehrenberger 2002 ; sobre aná-
lisis basado en ondículas cf. Reynoso 2010a: cap. §3.1 ).
Una tercera forma, que creo más correcta, implica negar que existan fractales y multi-
fractales como dos especies ontológicas separadas, cada cual susceptible de medirse me-
diante programas o algorítmicas específicas; conviene pensar más bien en la posibilidad

239
del análisis de la DF y en el análisis multifractal de los mismos objetos, que serán no-
fractales, poco o muy fractales, fractales simples o multifractales de variados exponen-
tes conforme el abordaje que se practique: una distinción más epistemológica y reflexi-
va que ontológica y objetiva y que es, como siempre, la clase de distinciones que rinde
más y mejores frutos.
Respecto de los multifractales escribe Ai-hua Fan de la Université de Picardie:
Las semillas de los multifractales se sembraron en los trabajos de Mandelbrot sobre el caos
multiplicativo en los años 70s (Mandelbrot 1974a ; 1974b ). Los primeros resultados ri-
gurosos se deben a Kahane y Peyrère (1976 ). El concepto de multifractalidad vino de la
geofísica y la física teórica. Al comienzo, Frisch y Parisi (1985) y Henschel y Procaccia
(1983 ) tenían la idea más bien vaga de una mezcla de subconjuntos de diferentes dimen-
siones cada uno de los cuales tenían un exponente dado de singularidad de Hölder. El for-
malismo de multifractalidad devino más claro en 1980-1990 en los trabajos de Halsey y o-
tros (1986 ), de Collet y otros (1987 ) y de Brown y otros (1992 ). El formalismo está
estrechamente relacionado con la termodinámica y [David] Ruelle (2004 [1978] ) fue el
primero en usar el formalismo termodinámico para computar las dimensiones de Hausdorff
de algunos conjuntos de Julia (Fan 2014: 115-116 ).

He consolidado los punteros y bajado los trabajos que he podido encontrar en la Web,
pero el panorama de los razonamientos que subyacen a la multifractalidad se refieren
casi siempre a conjuntos de Julia hipercomplejos, a singularidades y a turbulencias, con
escasa atención a la posible presencia del fenómeno en la configuración de las ciudades,
en patrones de población precolombinos, en el mercado financiero, en meteorología, en
modelado de tráfico en la Web, en ecología y ciencias hidráulicas, en la dinámica de po-
blaciones de insectos o en la autenticación de las pinturas de Jackson Pollock, que fue-
ron algunas de sus áreas favoritas de aplicación, en muchos casos reticentes a confesar
cuáles fueron las tecnologías utilizadas. El énfasis inicial en la termodinámica se ha a-
temperado y hoy más bien tienden a acentuarse las relaciones entre la multifractalidad,
la turbulencia y las dinámicas intermitentes (Mandelbrot 1999 ; Harte 2001 ; Seu-
ront 2010 ; Hayek Kobeissi 2013).
Hoy por hoy, la descripción más legible e inteligente de la multifractalidad y de los pro-
blemas relacionados para un lector de las ciencias sociales (tachonada de ejemplos en
aplicaciones concretas) es la elaborada por el ecólogo y oceanógrafo Laurent Seuront
(2010: 249-300 ). Su libro sobre fractales y multifractales en ecología y ciencias acuá-
ticas (atinente, claro, exacto) es el que personalmente recomendaría si es que hay que
escoger un texto y sólo uno a propósito del análisis de la multifractalidad, las funciones
acumulativas de distribución, la isotropía, la estacionalidad, la intermitencia y el análisis
espectral, entre otros asuntos que se revelan cada vez más urgentes en una investigación
empírica que ha logrado esclarecer un conjunto suficiente de nociones y de las relacio-
nes entre ellas pero no se ha hecho escuchar en el mercado. Otro aporte fundamental a
la difícil comprensión de la multifractalidad es el artículo de Hse Tzia Teng, Hong Tat
Ewe y Sing Len Tan (2010: esp. 235) en donde los autores proporcionan una tabla muy
útil para distinguir entre las que han llegado a ser las dimensiones multifractales canóni-
cas. Estas son la dimensión de homogeneidad (q = –1), la dimensión fractal (q=0), la di-
mensión de entropía (q =1) y la dimensión de correlación (q =2), las cuales, respectiva-
240
mente, miden la homogeneidad de una región, proporcionan información sobre la rugo-
sidad de una superficie, definen las regiones con valores más uniformes o establecen
correlaciones entre pares de puntos.

Figura 9.4 – Según Taylor (2002: 120 )

Es en las aplicaciones a la dinámica financiera donde se ha puesto un poco más en claro


el paralelismo entre la multifractalidad y el multiescalado [multiscaling]; es también
donde la propiedad de invariancia de escala se documenta de manera más inteligible pa-
ra el profano. El hecho es que el rasgo distintivo del modelo multifractal es el multies-
calado de los momentos de distribución de retorno bajo re-escalado por unidad de tiem-
po. En tales condiciones se observan allí los efectos llamados “José” y “Noé”, 62 debido
a que las series de la cotización financiera (secuencias de variaciones, a fin de cuentas)
siguen una distribución de escalado. Se dice que un fenómeno satisface el principio de
escala si hay una ley de potencia que vincule entre sí todas las cantidades relativas a este
fenómeno.
Las leyes de potencia, de las que traté extensivamente en mis textos sobre redes com-
plejas (Reynoso 2011a: cap. §11 ), son interesantes precisamente por esta invariancia
de escala. Esto significa que dada una relación f (x) = axk, escalar el argumento x por un
factor constante c sólo ocasiona un escalado proporcionado de la función misma. Una
vez más, la propiedad de invariancia bajo agregación de elementos independientes hasta
un determinado parámetro fue estudiada tres generaciones antes de la época de Mandel-
brot por el matemático francés Paul Pierre Lévy [1886-1971] y es lo que hoy se llama
L-estabilidad (cf. Lévy 1937, 2004 [1938] ; Barbut 1984 ). Las leyes de potencia son
interesantes precisamente por esta invariancia de escala. Esto significa que dada una re-
lación f (x) = axk, escalar el argumento x por un factor constante c sólo ocasiona un es-

62
El “efecto José”, basado en movimiento browniano, es indicador de persistencia, mientras el “efecto
Noé”, basado en procesos L-estables, señala discontinuidad. Ambos han sido descriptos por Mandelbrot
(1997 [1977] ); se ahondará en su explicación de aquí a un par de párrafos.

241
calado proporcionado de la función misma. Una vez más, la propiedad de invariancia
bajo agregación de elementos independientes hasta un determinado parámetro fue estu-
diada tres generaciones antes de la época de Mandelbrot por el matemático francés Paul
Pierre Lévy [1886-1971] y es lo que hoy se llama L-estabilidad (cf. Lévy 1937, 2004
[1938] ; Barbut 1984 ).
En un proceso lineal la función de escalado está por completo determinada por un solo
coeficiente, el cual se manifiesta como la pendiente de la curva. Los procesos de multi-
escalado o multifractales permiten indagar más funciones cóncavas de escalado. En la
figura 9.3a y 9.3b, los ejemplos de la serie de precios del índice SPX parecen obedecer a
la misma ley cualquiera sea la escala de tiempo escogida. Los movimientos en ambos
grafos lucen similares a pesar de las diferentes escalas, mostrando que los movimientos
de los precios poseen la misma estructura sea que observemos una semana, un mes, un
año o una década de movimientos de cotización.
Importante en el uso de análisis multifractal es la posibilidad de optar en algunos pro-
gramas de cálculo (como es el caso de FracLab) entre diferentes clases de espectros en
el análisis de series temporales, señales o vectores. El asunto es demasiado técnico para
exponerlo aquí sin anestesia pero en síntesis podríamos decir que los especialistas con-
sideran que ningún espectro es “mejor” que otros en todos los respectos, una postura
que refleja algo del principio que orienta al teorema “No hay almuerzo gratis” que ya
hemos discutido más arriba (pág. 144). Todos los espectros proporcionan información
parecida pero levemente distinta, y cada uno de ellos ofrece ventajas y desventajas de-
pendiendo de cuál sea la aplicación.
2
Año Título DF DL Área (m ) A%
1945 Untitled 1.12 - 0.24 4
1947 Lucifer 1.64 >1.9 2.79 92
1948 Number 14, 1948 1.45 >1.9 0.46 28
1949 Number 8, 1949 1.51 >1.9 1.56 86
1950 Number 32, 1950 1.66 >1.9 12.30 46
1950 Autumn rhythm 1.67 >1.9 14.02 47
1951 Untitled 1.57 >1.9 0.53 38
1952 Blue poles 1.72 >1.9 10.22 95
Tabla 9.1 – Valores crecientes de DF – Basado en Taylor (2003: 136).
Vínculos elaborados por el autor, verificados a junio de 2017.

Esta es una heurística que me ha resultado útil: si estamos interesados en los aspectos
geométricos quizá convenga un espectro de dimensión; en aplicaciones estadísticas y de
procesamiento de señales será más adecuado un espectro de desviación; si el número de
datos es pequeño o si las estimaciones son poco confiables o se necesita distinguir entre
(por ejemplo) texturas o pátinas ha de preferirse el espectro de Legendre (Abadi y
Grandchamp 2006 ). Para comparar diferentes informaciones y aun así asegurarse la
calidad de las estimaciones es importante conocer más en profundidad la bibliografía re-
ferida a las relaciones teoréticas entre espectros (cf. Abry, Gonçalves y Lévy Vehel
2009: 60). Pero más esencial que esto es que en los últimos años el análisis multifractal
se ha desarrollado como un método que nos permite estudiar objetos complejos que no
son necesariamente “fractales”, describiendo las variaciones de su regularidad local. El

242
reciente cambio de paradigma de usar métodos fractales para deslindar propiedades de
cualesquiera objetos y no ya de estudiar las propiedades de los objetos fractales es una
de las razones de su éxito en el dominio de las aplicaciones (Idem: 18).
El episodio en torno del análisis multifractal de pinturas de Jackson Pollock por Richard
Taylor (del Departamento de Física de la Universidad de Oregon) ofrece una lección
significativa en el momento de pensar en el uso de esta clase de técnicas para diferen-
ciar una signatura o huella digital sintomática en una imagen compleja, cualquiera sea
su naturaleza. El punto culminante en este género ha girado en torno de la afirmación de
que se pueden usar esas técnicas incluso en el terreno de la autenticación de obras de
arte. Es precisamente esta aplicación forense lo que ha caído desde el año 2006 en el
mayor de los descréditos, lo cual no deja de ser metodológicamente aleccionador. Los
resultados de Taylor no pudieron reproducirse y varios especialistas en arte y en com-
plejidad han dado el asunto por cerrado. Taylor y sus colaboradores, prevalentemente
Adam Micolich, David Jonas y J. R. Mureika, todavía están publicando artículos y li-
bros en los que insisten en sus argumentos pero me parece difícil que logren remontar la
situación o volver a alentar especulaciones sobre la posibilidad de establecer rasgos esti-
lísticos peculiares a tal o cual cultura, periodizar estilos o detectar influencias o procesos
de cambio a través de los casos. La bibliografía a este respecto, que se inicia en el 1999
y tiene su apogeo hacia 2007, es masiva y tormentosa (Taylor, Micolich y Jonas 1999a;
1999b ; Taylor 2002 ; 2003; 2006 ; Taylor, Micolich y Jonas 2002 ; 2006 ;
Taylor y otros 2007 ; Mureika, Cupchik y Dyer 2004 ; Mureika 2005 ; Micolich y
otros 2007 ; Coddington y otros 2008 ; Mureika y Taylor 2012  versus Jones-
Smith y Mathur 2006; Case Western Reserve University 2006 ; 2007 ; Jones-Smith,
Mathur y Krauss 2007 ; 2008 ).

Figura 9.5 – Blue poles (1952) de Pollock (izq.) y una réplica (der.).
Según Taylor (2006: 119 ).

En los primeros trabajos del grupo de Taylor las apreciaciones son más del orden del
análisis fractal simple, observando por ejemplo que en las salpicaduras de Pollock se
mantienen los patrones a diferentes escalas mientras que en las de otros autores los pa-
trones cambian según la escala se magnifique (figura 9.3). Ni Taylor ni sus colabora-

243
dores nos dicen en los primeros artículos qué programas de análisis de DF utilizan ni
qué procedimientos de thresholding o separación de colores emplean. En cuanto a los
resultados, ellos son bastante modestos; Taylor afirma que la DF característica de las
salpicaduras de Pollock fue creciendo con el tiempo desde 1.12 en 1945 hasta alrededor
de 1.7 en 1952, lo cual es una enormidad. En su trabajo más temprano los autores dan
cifras más precisas que ilustran la misma tendencia: "Composition with Pouring II", una
de las primeras salpicaduras de 1943 muestra un valor de DF cercano a 1; "Number 14"
(1948), "Autumn Rhythm" (1950) y "Blue Poles" (1952) tienen valores de 1.45, 1.67 y
1.72 (Taylor, Micolich y Jonas 1999b ). Cada capa de color, nos dicen, posee una DF
propia y la superposición de capas hace que la DF crezca cada vez más. En lo que hace
al tamaño de los patrones analizados, tal parece que es en el rango de entre 1 y 10
milímetros donde se sitúa la región más sensitiva para distinguir un Pollock de un no-
Pollock (Taylor 2002 ).
En el primer artículo titulado “Fractal expressionism” preparado para el libro de J. Casti
y A. Karlqvist Art and Complexity nuestro autor continúa especulando sobre los para-
lelismos entre fenómenos naturales y el arte de Pollock, introduciendo esta vez ideas de
la teoría del caos y la dinámica no lineal (Taylor 2003). En algún momento sugiere que
los movimientos en el proceso de chorreado siguen un patrón similar al de los vuelos de
Lévy (antes que un patrón estocástico de movimiento browniano), lo que no deja de
tener interés aunque no parece definitivamente probado en el artículo. En los vuelos de
Lévy la longitud de los saltos no obedece a una distribución normal sino a una ley de
potencia: hay muy pocos de gran longitud, unos pocos más algo menos largos, y así
hasta llegar a muchos saltos breves. El mismo artículo desarrolla un inventario más am-
plio que demuestra el creciente valor de la DF con el correr de los años (tabla 9.1), pero
lo más interesante, probablemente, es la observación que Taylor introduce sobre el he-
cho de que la gente no percibe “figuras” o imágenes figurativas subjetivas en los trazos
de Pollock, como sí lo hace en otras manchas abstractas como las del test que introdujo
Hermann Rorschach en 1921. La explicación de Taylor suena en principio plausible:
Se puede encontrar una respuesta posible considerando mi análisis en el contexto de los
estudios de la percepción de Rogowitz y Voss (1990). Estos estudios indican que la gente
percibe objetos imaginarios (tales como figuras humanas, rostros, animales, etc.) en patro-
nes fractales con valores bajos de DF. Para los patrones fractales de valores de DF creciente-
mente altos esta percepción cae marcadamente. Rogowitz y Voss especulan que sus ha-
llazgos explican por qué la gente percibe imágenes en los tests psicológicos de manchas de
tinta usados por Rorschach en 1921. Su análisis muestra que las manchas de tinta son frac-
tales con un valor de DF cercano a 1.25 y de este modo disparan la percepción de objetos
dentro de los patrones. Aunque no discutidos por los autores, sus resultados podrían expli-
car el método surrealista de asociación libre donde el artista acumula patrones pintados has-
ta que la imagen aparece [1]. Podría ser que los patrones producidos por los surrealistas (p.
ej. el “frottage” de [Max] Ernst, la “decalcomanía” de [Óscar] Domínguez y los lavados de
[Joan] Miró) fueran patrones fractales de baja dimensión. Sus hallazgos también explican
por qué se perciben figuras en las capas iniciales de las pinturas de Pollock. El análisis frac-
tal de la evolución de los patrones de Pollock muestra que sus pinturas se inician con un
valor bajo de D que gradualmente crece a medida que las pinturas se completan. […] Esto
es consistente con los hallazgos de Voss y Rogowitz de que un observador percibiría obje-
tos en los patrones iniciales de una pintura de Pollock (aunque no estén allí) y que esos ob-

244
jetos “desaparecerían” a medida que DF crece hasta el alto valor que caracteriza al patrón
completo (Taylor 2003: 140-141).

El artículo finaliza especulando que el método de cálculo de la DF tal vez resulte útil no
sólo para establecer la posible autenticidad de un cuadro de Pollock sino para conjeturar
la posible fecha de composición.
Quien aparentemente introdujo métodos multifractales en los análisis de pintura expre-
sionista-fractal fue Jonas R. Mureika, que colaboró con Taylor algo más tarde; en su tra-
bajo con Cupchik y Dyer para la revista Leonardo presenta la multifractalidad como una
mera agregación de DF más o menos clásicas:
A diferencia de los fractales simples, los multifractales se caracterizan por un conjunto infi-
nito de dimensiones Dq={D0, D1, D2, …} calculados de formas similares a la de la DF, que
determinan una estructura de scaling como una función del patrón local de densidad. El
subscripto q es generalmente un número entero, donde q=0 representa la dimensión fractal
clásica (DF =D0). Las regiones de clustering más denso, representado por valores de q extre-
madamente grandes ( q → ∞) escalan de acuerdo con la dimensión D1 ≤ D0. Estas dos esta-
dísticas, y todas las que están entre ellas, proporcionan un insight más hondo en la organi-
zación física del objeto en cuestión, y de hecho se pueden usar como método para identifi-
car los mecanismos de formación asociados. […] En el caso de un fractal regular, todas las
dimensiones multifractales {Dq} son iguales a DF (Mureika, Cupchik y Dyer 2004 ).

No me queda claro, sin embargo, cuáles son los resultados diferenciales de esta metodo-
logía y cómo obtener de los distintos patrones un principio que permita compararlos.
Mureika recurre a DF “medias” o “promedios” para distintos pintores y estilos, lo que
me resulta altamente incongruente, gaussiano y contrario a lo que se sabe de los logarit-
mos y exponentes que rigen la percepción diferencial desde Weber-Fechner hasta S. S.
Stevens.

Figura 9.6 - Untitled 5 de Katherine Jones-Smith y su análisis fractal en HarFA calculado por
Carlos Reynoso. Basado en Jones-Smith y Mathur (2006)

Las cosas así, en noviembre de 2006 estalló el capítulo más virulento de la guerra de los
fractales. En un artículo publicado en la prestigiosa revista Nature una doctoranda y un

245
profesor de física de la Case Western Reserve University de Cleveland, Katherine Jo-
nes-Smith y Harsh Mathur (2006 ), salieron al cruce de la idea de que los movimien-
tos de mano que estaban en la base de los salpicados de Pollock tuvieran la misma es-
tructura que los vuelos de Lévy y de que el análisis fractal se pudiera usar para autenti-
car obras de arte de procedencia incierta. Los críticos encontraron que las obras de Po-
llock exhiben rasgos fractales sobre un rango muy pequeño como para ser consideradas
fractales con alguna utilidad. Sus limitadas características fractales, asimismo, pueden
generarse fácilmente sin movimientos de Lévy, tanto sea dibujando a mano alzada como
mediante movimiento gaussiano al azar. La pieza de evidencia fundamental de este ale-
gato es un dibujo llamado Untitled 5, garabateado en cinco minutos en Photoshop, y re-
conocido como auténtico Pollock por los procedimientos establecidos por Taylor, tal
como se muestra en la figura 9.6. La DF que he encontrado para esta imagen utilizando
HarFA es de 1,6198, intermedia (según he alcanzado a comprobar contrastando con la
tabla de Taylor) entre las pinturas pollockianas Untitled (1951) y Lucifer (1947).
La defensa que Taylor intenta hacer de la fractalidad específica de los salpicados de
Pollock no es del todo convincente y su propio grupo abandonará poco más tarde el én-
fasis en la fractalidad para pensar en términos de multifractales; lo hacen más confusa-
mente en esta segunda ocasión, sin documentar conocimiento de la alta complicación
del método y sin ofrecer detalles técnicos sobre la forma en que se realizó la medición.
La objeción que proporciona Jones-Smith del bajo rango que media entre el trazo y la
figura completa no es relevante, ya que (descontando la cola) la pendiente de una curva
que describe la pendiente de la DF por el método de conteo de cajas se puede trazar
grosso modo en base a sólo dos puntos. Taylor también perdió la oportunidad de cues-
tionar el análisis de DF que Jones-Smith (2006, fig. §1 ) hace de la figura del camino
al azar, ya que la fractalidad y el carácter complejo de los vuelos de Lévy frente al ran-
dom walk no tiene que ver con la DF del dibujo de la huella, sino con la distribución de
Pareto (o ley de potencia) de la varianza de los largos de salto.
En los últimos años el equipo de Taylor cambió levemente de enfoque, y fue para bien.
Su “comparación fractal” de las teselaciones de Escher y de la curva de Koch muestra
similitudes imaginativas y abre una nueva clase de experiencia a estas formas de análi-
sis, susceptible de implementarse en casi cualquier entorno de diseño más o menos frac-
tal (Van Dusen, Scannell y Taylor 2012 ). Un artículo riguroso, legible, ajeno a la po-
lémica desatada en torno de Pollock y rico en referencias técnicas sobre análisis multi-
fractal de texturas se puede encontrar en Abry y otros (2013 ).

Fuera de una literatura masiva pero poco seria sobre la “persona fractal” en el seno del
perspectivismo antropológico que no merecerá aquí ni siquiera referencia, existe un
número modesto de estudios entre aceptables y excelentes que han aplicado análisis de
la DF en arqueología, en México más que en otras partes; hay mucha menor cantidad de
ellos en antropología sociocultural y sus áreas de influencia aunque muchos estudios ur-
banos y territoriales se beneficiarían de esta clase de análisis. Tras dos raros huecos de
siete y cinco años a fines del siglo pasado los estudios de fractalidad en arqueología re-

246
tomaron envión en este siglo y lo llevaron bastante más allá (cf. Zubrow 1985; Brown
1992; Cavanagh y Laxton 1994; Alcalde, Jiménez y Velázquez Cano 1995; Oleshko y
otr@s 2000; Brown 2001 ; Brown y Witschey 2001 ; Burkle-Elizondo 2001 ; Bur-
kle-Elizondo y Valdez-Cepeda 2001 ; Burkle-Elizondo, Sala y Valdez-Cepeda 2004
; Lara 2005; Adderley y Young 2009; Cavanagh 2009; Brown y Witschey 2003 ;
Brown, Witschey y Liebovitch 2005 ; Brambila y otros 2007; López Aguilar y
Brambila Paz 2007; Zubrow 2007 ; Lilley 2008; Haldon y otros 2011-2012; Ohuchi y
otros 2011 ; Lara 2013 ; Flanagan 2014 ; Sandoval García 2014 ; Lara y La-
gunas Arias 2016; Lara s/f ). Buscando mucho en el repositorio arqueológico, pero real-
mente mucho, tal vez se podrían agregar otros tres renglones de bibliografía, a cuyo
peso específico habría que descontar el hecho de que cada libro, paper o ponencia, por
breve que sea, no se priva de contar la misma historia de la curva de Koch, la grilla
cuadriculada y la costa de Gran Bretaña una y otra vez. Un libro extenso o una tesis
pueden darse esos lujos, sobre todo si una vez acabada la pedagogía se aclararon las
ideas y se emprenden perspectivas frescas; un paper decididamente no.
Más allá del valor y el interés de estos aportes entiendo que es mucho lo que resta por
hacer. La arqueología (o la arqueo-geometría) todavía no tiene un texto canónico que en
el consenso profesional se sitúe a la par de Fractal Cities o de African fractals. No es
tampoco seguro que se hayan explotado a fondo los recursos del análisis multifractal y
del análisis multiescalar, ni que siempre se haya hecho entender al lector la definición
de cada una de estas técnicas o la diferencia entre ambas, ni que se haya aclarado el
papel de las herramientas fractales para la comprensión de objetos que no son (ni es re-
levante o plausible que sean) fractales, ni que se haya profundizado en el potencial de
los instrumentos para el proceso analítico o de su papel en el entramado epistemológico.
Uno solo de todos los trabajos que mencioné interroga a fondo y con provecho la lagu-
naridad pese a que su cálculo está desde hace mucho implementado en varios progra-
mas, como FracLab y Fractalyse, así como en Fraclac, un eficiente plugin para ImageJ
soberbiamente documentado; la subcolaridad no es mencionada en toda la bibliografía
antropológica o arqueológica; la expresión “multifractal” no parece haberse utilizado
nunca en American Anthropologist y en la literatura teórica norteamericana; ningún an-
tropólogo sociocultural ha pasado tampoco de la fractalidad al análisis basado en ondí-
culas con el que los geógrafos consiguen notas de portada en los periódicos todos los
meses en noticias que hablan al mundo del descubrimiento de construcciones humanas
en las selvas, de ruinas urbanas en el océano, de barcos hundidos en el mar, de unas
ciudades escondidas por debajo de otras o de pirámides sepultadas en la arena de los de-
siertos.
Para colmo de males los malentendidos abundan. No pocos estudiosos parecen creer
que el análisis de la DF tiene que ver solamente con la afinidad o con la autosemejanza,
o que la mide de alguna manera, o que mide la varianza de magnitud de la relación de
rango/tamaño, o que nos permite discernir las partes del todo o demarcar las partes uní-
vocamente; otros sin duda piensan que un objeto es tanto más fractal cuanto más auto-
afín, o que una fractalidad por encima de cierto valor es predictora de (o correlaciona

247
murdockianamente con) la magnitud de alguna otra variable cultural de relevancia her-
menéutica, una tentación muy común en el viejo análisis factorial, de cuya proverbial
inutilidad a lo largo de décadas deberíamos haber aprendido mucho más.
Los textos más valiosos sobre multifractalidad distraen cientos de páginas en la medi-
ción de la multifractalidad de los fractales autoafines y de los atractores caóticos clási-
cos, lo que no llego a imaginar para qué puede servir como no sea para complicar las
cosas; a la hora de la aplicación sólo atinan a pensar en cosas tales como el registro de la
lluvia caída –que es inmodificable y abordable desde otras perspectivas– y en el mode-
lado de terremotos –que se saben impredecibles (v. gr. Harte 2001 ). En antropología
son muchos también los autores que se enfocan más en la fractalidad del objeto estudia-
do como rasgo de la cosmovisión o como fruto de una presunta etnomatemática deli-
berada, dejando de lado o poniendo en un segundo plano el estudio de la capacidad de
las herramientas de medición para suministrar un recurso comparativo difícil o imposi-
ble de administrar de otra manera. Si uno se aferra a lo primero hay un punto en el que
el estudio arqueológico corre el riesgo de tornarse excesivamente conjetural, lo que en
contextos sistémicos de multifinalidad y emergencia suele ser letal para la investigación.
En un caso semejante no creo que califique como progreso científico la generación mul-
tiplicada de hipótesis imposibles de ponerse formalmente a prueba.
Mi propia relación con la medición de la DF ha experimentado altibajos en el curso de
los años. Todavía tengo en gran aprecio los trabajos pioneros de Michael Batty y Paul
Longley (1994 ) y me parece que apuntan en la dirección correcta aunque la tecnolo-
gía en que se basan es hoy vetusta y se torna difícil replicar los resultados experimenta-
les. Muchas de las algorítmicas de análisis más productivas que ya existían en aquel en-
tonces no son siquiera mencionadas. Sus técnicas de tratamiento previo de la imagen
(que deberían ser alguna vez objeto de estandarización) tampoco están muy claras y los
algoritmos en sí, la parametrización y/o el código fuente permanecen sin especificar. El
trabajo tuvo empero una progenie notable, sobre todo en Europa, antes que el CASA se
moviera en otras direcciones. En mi libro sobre tecnologías de complejidad aplicadas a
la antropología urbana describí varias de estas experiencias incluyendo las de la escuela
de Pierre Frankhauser & al, que han sido quizá los intentos de mayor impacto instru-
mental en el uso de la técnica (cf. Frankhauser 1994; 1997; 1998; Frankhauser y Pumain
2007). Frankhauser, profesor de geografía de la Université Franche-Comté de Besan-
çon, tampoco ha dado mayor continuidad a esta clase de análisis, derivando en sus últi-
mas publicaciones hacia los modelos de simulación de complejidad en general sin hacer
referencia a las tecnologías de su pasado académico como si el barco del análisis dimen-
sional se estuviera hundiendo, o como si las lecciones aprendidas sobre fractalidad no se
pudieran capitalizar en el estudio de ningún otro factor de las dinámicas complejas (v.
gr. Frankhauser y Ansel 2016 versus Liang, Hu y Sun 2013).
Por mi parte, he practicado algo de análisis fractal de series temporales en general y de
piezas y estilos musicales, elaborando un breve survey de experiencias a este respecto
en mi volumen sobre la antropología de la música (Reynoso 2015 [2006] ). La situa-
ción, admito, no es por completo satisfactoria. Mientras que Ron Eglash (1995 ) ha

248
publicado varios documentos atinentes al análisis fractal de la música que siguen siendo
sugerentes, no he podido determinar de qué manera es posible calcular la DF de una pie-
za de música o de un fragmento significativo de ella de (pongamos) un minuto o más de
duración. Ningún instrumento actual de la computación raya a esa altura. Con 2.640.000
puntos de medición necesarios para un muestreo no deformante conforme al mínimo es-
tipulado por Shannon y Weaver (44 MHz/seg) no se me ocurre cuál pueda ser el ambiente
informático en que se pueda corroborar semejante guarismo, ni cómo es que esa cifra se
comporta ante singularidades, transiciones, ruidos de ambiente, reverberaciones, sopli-
dos de cinta, arrastres de púa, toses, ecualizaciones y calidades de sonido variables de la
muestra musical. En tecnología acústica se suelen utilizar filtros basados en wavelets,
pero Eglash no hace mención de tales recursos (cf. Daubechies y Maes 1999). No se
trata de una situación aislada: gran parte de la comunidad de investigación de fractales
auspicia los mismos silenciamientos respecto del código, de los programas y de los
ambientes de trabajo. Recién ahora, con el promisorio texto de Ghosh y otros (2018) la
musicología fractal, caótica y compleja está recuperándose de este impasse.
Más desconcertante que todo esto me resulta el hecho de que la medición fractal o
multifractal de una imagen varía mucho conforme a los tratamientos de filtrado, con-
traste, gradientes, preservación de bordes, thresholding, pixelado, etc. a los que se so-
meta la imagen y que varíe más todavía si la imagen se rota, si se desplaza unos mi-
límetros, si se agregan iteraciones al cálculo o si se amplían o podan los márgenes de la
figura. Dadas tres imágenes más o menos parecidas, es altamente probable que dos pro-
gramas de análisis no sólo produzcan medidas divergentes sino que también arrojen un
distinto orden de la magnitud de fractalidad, lo cual es nefasto para un proyecto compa-
rativo. He expuesto estas preocupaciones en una ponencia que presenté alguna vez en
Kyoto y aunque un puñado de colegas se abocaron a trabajar con eso en mente, en más
de diez años no he recibido respuestas satisfactorias (cf. Reynoso 2005 ; Ostwald y
Vaughan 2013). El problema no se resuelve pero sí se atenúa si en cada medición que se
realice el investigador asienta escrupulosamente los datos técnicos requeridos de resolu-
ción gráfica, formato, compresión, programa, versión, algoritmos de cálculo y demás,
trabajando asimismo con objetos de control adecuadamente contrastantes a fin de que la
medición en tanto tal (por mucho o por muy poco fractal que fuere) posea algún sentido
diferencial en el conjunto.
Concomitantemente encuentro también difíciles de digerir las objeciones que se han in-
terpuesto desde las disciplinas constituidas (la arqueología, pongamos por caso, y casi
siempre off the record ) a los estudios que emplean cálculo de la DF. Algunos de estos
cálculos son perfectibles, seguramente, pero lo mismo puede decirse (y con más alta ne-
cesidad de que se lo diga) de los emprendimientos que utilizan estadísticas paramétri-
cas, que muestrean poblaciones para diagnosticar o retrodecir la distribución caracterís-
tica de sus redes, que aceptan sin chistar ridiculeces manifiestas como la “persona frac-
tal”, que confunden la teoría riemanniana de la curvatura con un concepto sustituto de la
idea de sociedad o que se someten a la rutina descerebrada de la prueba estadística de la
hipótesis nula (cf. Wagner 1991; Fowler 2004: 48–52, 68, 74–5, 89, 93, 108, 148 versus
Reynoso 2011b ; 2016a ). Puede que much@s arqueólog@s crític@s declinen es-
249
crutar estas inferencias inductivas porque sienten que no dominan los elementos de jui-
cio implicados; pero respecto del análisis de la DF o multifractal (un tema que es órde-
nes de magnitud más complejo que el de la inducción estadística y sobre el cual no hay
una didáctica instalada) se permiten ponerse sardónicos y repartir coscorrones como si
el formalismo no tuviera nada fresco que aportar en un terreno en el que las alternativas
no abundan y en el que la creatividad metodológica se ha estado resecando por décadas.
Hay un doble estándar ahí afuera. Al conteo estadístico se le permite que sea fragmenta-
rio, subjuntivo y exploratorio; a la medida de la DF no.
Tampoco me suenan aceptables las críticas que insisten en desaprobar que algunos culti-
ven la herramienta del cálculo de la DF como un fin en sí mismo. En todo trabajo
exploratorio que se plantea como un ensayo (en el sentido performativo del término) es
común y es comprensible que se sobreactúe un poco. Aunque siempre es fácil incurrir
en un exceso, una disciplina sobresaturada de estudios de casos o una práctica emergen-
te necesita su literatura de heurística, fundamentación y referencia. Es preferible tam-
bién disponer de un método que cada tanto cae en el exhibicionismo que adoptar un
marco teórico que alucina que un problema de análisis espacial o espaciotemporal ates-
tado de paradojas, amenazado por docenas de efectos, talones de Aquiles y maldiciones
de la dimensionalidad (Bellman, Rao, Watanabe, Hughes), un objeto de comportamien-
to endémicamente inestable que se ha mostrado refractario a todo conato de compara-
ción sistemática puede ser despachado al amparo de las buenas y viejas técnicas de
siempre.
Alegar, además, que muchos de los análisis de la DF que se han llevado a cabo no con-
templan la totalidad de un asentamiento sino tan sólo la parte casualmente excavada (sin
cuestionar primero la legitimidad de las operaciones de muestreo “representativo”) im-
plica pasar por alto que en un objeto que exhiba una dimensión por encima de la cota
mínima de fractalidad las relaciones entre las “partes” y el “todo” se complican de mo-
dos que sólo una mereología formal bien desarrollada y explícita está en condiciones de
deslindar. Incluso en las ciencias más acostumbradas al razonamiento axiomático y a las
lógicas más severas la mereología (sucintamente, el área de la ontología en que se pro-
blematizan las relaciones entre las partes y el todo) es, hoy por hoy, tierra de disputas
ontológicas, científicas, matemáticas y cognitivas que oscilan entre lo vago, lo inconci-
liable y lo inconcluyente.
No me consta ni que los fractalistas ni sus críticos tengan los papeles en orden en este
registro, ni que los dilemas mereológicos hayan sido tratados de manera definitiva en la
geometría fractal o en el análisis multifractal, ni que la mereología filosófica especiali-
zada desde Dharmakīrti (en el siglo VII dC) hasta Roberto Casati y Achille Varsi (1999)
(fuera del caso de Stanisław Leśniewski [1886-1939]) haya contestado todas las pregun-
tas que formuló, ni que exista una elaboración antropológica del problema mereológico
más refinado que el que campea en las irreflexiones pos-estructuralistas, en las cuales,
por lo menos, se ha reconocido grosera pero reflexivamente el dilema como tal (Wagner
1991; Halbmayer 2012  versus Gillon 1991; Leśniewski 1992: viii-x, xiii-xiv 177,
230; Tillemans 2000 ; Dunne 2004; Hovda 2008 ; Sider 2013). Ni siquiera Latour,

250
quien ha escrito largamente sobre el perspectivista Alfred North Whitehead, ha men-
cionado palabra de la rica mereología de éste (o de la de Guy David y Stephen Semmes
[1997]) ni guarda consistencia con sus pensamientos a ese respecto (Whitehead 1916;
1919; 1920; 1978 [1929] versus Latour 2004).
Todo ponderado, podemos decir que aunque el crecimiento logístico de la práctica no ha
seguido una traza acumulativa tan empinada como podría desearse y aunque es muchí-
simo lo que resta aprender y corregir, mi conclusión es que sería buena noticia que los
estudios comparativos de la fractalidad, la multifractalidad, la lagunaridad y la modula-
ción de ondículas (en tanto visiones alternativas de la semejanza y la diferencia) logren
ganarse algún día, lenta, digna y trabajosamente, su derecho a un lugar bajo el sol.

251
10. SIMILITUD Y DIFERENCIA ENTRE REDES COMPLEJAS

Se dice a veces que el gran descubrimiento del siglo


diecinueve fue que las ecuaciones de la naturaleza
eran lineales, y que el gran descubrimiento del siglo
veinte es que no lo son.
Thomas William Körner (1988: 99 )

Ningún problema es jamás resuelto de manera


directa.
G. Pólya según G-C. Rota y D. Sharp (1985: 97)

10.1 – Introducción al problema

En la sociología y en la amplia periferia que la circunda los modelos que en la academia


de habla inglesa se acostumbraba llamar estructurales experimentaron la transformación
más radical de todas el día en que se pasó de la metáfora de la configuración reticular
amorfa y cristalizada a la de las redes ricamente estructuradas y estructurantes y conti-
nuamente en transformación. Fue allí que se dejó atrás el sociograma de punto fijo y se
adoptó el modelo de las redes dinámicas complejas regidas por atractores etraños y
leyes de potencia. Pero ya desde sus orígenes antropológicos las redes constituían un
objeto distinto, aquella clase de objeto preñado de propiedades contrarias a la intuición
y colmado de desafiantes paradojas como el que toda disciplina, secretamente, aspiraba
a hacer suyo:
[El] uso de las redes-como-metáforas […] tuvo el efecto de alentar a los investigadores a
pensar en los sistemas sociales y en los procesos sociales en términos de las relaciones en-
tre sus partes constitutivas. Los paradigmas anteriores no lo habían hecho así. La abruma-
dora mayoría de los científicos sociales, mientras que usan conceptos tales como ‘input’,
‘output’, ‘retroalimentación’, ‘sistema’ y ‘límite’ que han sido tomadas en préstamo desde
la cibernética y la teoría de la información y aplicadas a sistemas socioculturales, continua-
ron conceptualizando las palabras en términos de categorías de efectos y eventos indepen-
dientes. Con el advenimiento de los modelos basados en redes, sin embargo, se vieron
forzados por primera vez a comenzar a tomar en serio la idea de un sistema que trasciende
las propiedades individuales de sus elementos y a considerar los atributos sistémicos como
fenómenos reales en su derecho propio (Berkowitz 1982: 2 ).

No es poca cosa que el objeto de estudio devenga al fin sistema, pero desde que eso se
escribió ha corrido mucha agua bajo el puente. Cuando a fines de los años 90 Albert
László Barabási (2003) desentrañó el carácter peculiar de las redes independientes de
escala el análisis de redes sociales dejó atrás el modelo invariante y gaussiano de Was-
serman & Faust e ingresó en una nueva era, aunque no fueron muchos y todavía no son
multitud quienes advirtieron que habían cambiado las reglas del juego (Reynoso 2011a).
Ya he tratado estos episodios en mi libro mayor sobre redes complejas y no es preciso
reiterar aquí esos particulares. Sí es necesario en cambio hacer referencia a la bibliogra-
fía que apareció con posterioridad a la publicación de mi tesis, un repositorio en expan-
sión continua en el cual se destaca por su variedad, hondura y atinencia la colosal En-

252
cyclopedia of Social Network Analysis and Mining de Redda Alhajj y Jon Rokne (2014;
cf. Akcora y Ferrari 2014) y State of the Art Applications of Social Network Analysis de
Fasil Can, Tansel Özyer y Faruk Polat (2014), aunque en ambos casos las redes sociales
de las que se trata no son siempre las mismas redes o las mismas geometrías que forma-
ron parte del objeto antropológico antes de la explosión de la Web (cf. también Abra-
ham, Hassanien y Šnássel 2010; Dehmer 2011; Kranakis 2013: cap. 12; Bunimovich y
Webb 2014; Can, Özyer y Polat 2014 ; Gündüz-Öğüdücü y Şilma 2014 ; Ignatov y
otros 2014 ; Khachay y otros 2015 ; Fu, Luo y Boos 2017; Stai y otros 2017 ;
Thai, Wu y Xiong 2017 ; van der Aalst y otros 2018).
Algo que se ha ido aprendiendo de a poco es que en algunas redes sociales la reacción
de los actores contra los constreñimientos que accionan por defecto constituye una clara
estrategia adaptativa, y que esa des-naturalización, esa alteración del habitus y de la es-
tructura por obra de las tácticas, ese desvío de la pauta es un detalle no menor. El desfa-
saje entre lo que el modelo predice y lo que muestra la conducta observable llega a ser
particularmente agudo en la sintaxis espacial y, por supuesto, en las redes de crimen, en
las que el desvío de la pauta es un mecanismo de defensa, simulacro y resiliencia. En un
registro en el que se contemplan varias clases de redes reales y virtuales, Inside Crimi-
nal Networks de Carlo Morselli (2009 ) (de la Escuela de Criminología de la Universi-
dad de Montreal) puede ser de utilidad para comprender la variabilidad de la importan-
cia de cada medición según el campo aplicativo, el cual en este caso es de misión tan
crítica que usualmente declino tratarlo excepto en contextos y en condiciones controla-
das (cf. Reynoso 2016b ). Como sea, ése es un buen tópico y éste es un buen momento
para que la antropología emprenda la revisión de una clase de saberes que amenazaba
cristalizarse.
En lo que hace a la estimación de parecidos o diferencias en el trabajo comparativo, en
este capítulo encontraremos oportunidad de redescubrir con particular nitidez el contras-
te entre las similitudes emergentes que homogeneizan a las cosas complejas cuando se
las contempla a cierto nivel de abstracción teórica y las diferencias y especificidades on-
tológicas que se presentan a la observación en el plano empírico. A propósito de esta
dialéctica escriben Nadav Eiron y Kevin McCurley del IBM + Research Center:
En los últimos años ha habido una explosión de literatura publicada sobre modelos de siste-
mas en red, incluyendo la World Wide Web, las redes sociales, las redes tecnológicas y las
redes biológicas. Para la cobertura de esto reenviamos al lector a la encuesta de Newman
(2003 ). Gran parte de este trabajo está en el espíritu del trabajo de [Herbert] Simon sobre
sistemas complejos, en el que se intenta explicar varias características que son ubicuas a
través de tipos muy diferentes de sistemas. Los ejemplos incluyen estructura del mundo pe-
queño, distribuciones de grado y estructura de la comunidad. Más allá de las características
genéricas que aparecen en muchas clases diferentes de redes, hay otras características que
pueden ser únicas para un tipo particular de red, como la World Wide Web. Algunos de
ellos se deben a la naturaleza dirigida de la Web, pero otros son específicos de la estructura
de información que la Web representa (Eiron y McCurley 2005: 144 ).

Representando la perspectiva que mejor expresa la concepción de la complejidad que


impera desde hace medio siglo en el MIT y su área de influencia ( y con la que debo
admitir que simpatizo a pesar de su rusticidad fodoriana al borde del filo-positivismo)
253
escriben Dena Asta y su mentor Cosma Rohilla Shalizi (2014 ) del departamento de
Estadística de la Universidad Carnegie Mellon en Pittsburgh:
Muchas preguntas científicas resultan ser problemas de comparación de redes: uno quiere
saber si las redes observadas en diferentes momentos, o en distintas locaciones, o bajo dife-
rentes condiciones ambientales o experimentales, difieren realmente en su estructura. Tales
problemas surgen en neurociencia …, en biología … y en ciencias sociales (p. ej. al compa-
rar diferentes relaciones sociales en un mismo grupo, o al comparar grupos sociales que
difieren en algún particular).

Que los grafos a ser comparados no sean idénticos o incluso isomorfos es usualmente ver-
dad, pero científicamente inservible. Lo que necesitamos es una forma de decir si la dife-
rencia entre los grafos excede lo que podríamos esperar de la mera variabilidad de la pobla-
ción de las fluctuaciones estocásticas. La comparación de redes, entonces, es una especie de
testeo de dos muestras en el que queremos saber si dos muestras pudieron haber venido de
la misma distribución fuente. Esto se vuelve desafiante por el hecho de que las muestras
que son comparadas son objetos muy estructuturados, de alta dimensionalidad (redes), y
más desafiante aun porque a menudo tenemos un solo grafo en cada muestra (Asta y Shalizi
2014 ).

En lo que va del siglo XXI han surgido varios grupos de estudio que se ocupan central-
mente y de tiempo completo a la comparación de redes. En tiempos recientes los estu-
diosos nucleados en torno a Michele Berlingerio de IBM Research en Dublin, particu-
larmente, han propuesto métodos inspirados en teorías sociales bien conocidas para ge-
nerar algoritmos específicos de comparación de redes. El más notable de estos intentos
es acaso NETSIMILE, el cual resultó en una pieza de software escalable e independiente
de objeto y de escala que no requiere ni la coincidencia de los nodos ni el cotejo visual
de los grafos como tales. Es, sin duda, la hora de la integración entre las teorías y las al-
gorítmicas de medición de distancias:
Hay cuatro teorías sociales que guían la extracción de rasgos de NETSIMILE: la teoría del
Capital Social de [James S.] Coleman [1986], los Agujeros Estructurales de [Ronald]
Burt [1992 ], la teoría del Equilibrio Estructural de [Fritz] Heider [1958 ] y el Inter-
cambio Social de [George C.] Homans [1958 ]. Escogimos esas teorías porque son pura-
mente estructurales y endógenas a la red (a diferencia de, por ejemplo, la Homofilia, que re-
posa en características no-estructurales). Basada en las cuatro teorías mencionadas, NET-
SIMILE extrae un pequeño conjunto de rasgos estructurales para cada nodo basado en sus
características locales y basadas en redes centradas en Ego [egonet] (Berlingerio y otr@s
2013 ).

He descripto algunas de las teorías sociales referidas y otras semejantes en mi tesis doc-
toral sobre redes sociales (Reynoso 2011a) y he agregado en el presente libro punteros
de hipertexto a cada referencia teórica tras revisar cada uno de los artículos en línea.
Como quiera que sea, la propuesta de Berlingerio y otr@s es de alto interés y valdrá la
pena volver a ella una vez que tracemos el mapa del conjunto (cf. pág. 272).
Como fuese, la sustitución de la analítica clásica de redes por sus equivalentes comple-
jos y dinámicos no significa ni mucho menos que se haya alcanzado un estado óptimo a
efectos de la comparación. Si bien las métricas que arroja el análisis de redes son
expresivas y numerosas es difícil establecer la significancia estadística de todas ellas;
las estadísticas usuales, además, no distinguen muy bien entre grafos que son cualita-
254
tivamente muy diferentes, como ser grafos de tipo grilla y grafos arbolares con alto ni-
vel de clustering. Las métricas comparativas disponibles tampoco son de uso práctico
mientras no existan modelos (idealmente probabilísticos) que permitan acotar sus fluc-
tuaciones a través de los escenarios empíricos. Escriben a este respecto Asta y Shalizi:
La estrategia típica en la literatura es una comparación ad hoc de estadísticas descriptivas
comunes sobre grafos (longitudes de paths, coeficientes de clustering, etc). Estas estadísti-
cas a menudo se aplican mal, como en los muchos reclamos incorrectos de haber hallado
redes de “ley de potencia” o “independientes de escala” (Clauset, Shalizi y Newman 2009
), pero ésta no es aquí la cuestión esencial. Incluso el reciente y prestigioso review de ( y
la promoción en favor de) la estrategia “conectómica” de la neurociencia de Sporns (2010
) adopta esta estrategia. Perturbadoramente, Henderson y Robinson (2011) muestran que,
junto a las elecciones comunes de estadísticas y criterios, esta estrategia no puede distinguir
entre redes complejas, jerárquicamente estructuradas, y simples grillas bidimensionales
(Asta y Shalizi 2014 ).

La solución que los autores estiman una mejor alternativa requiere que las redes a tratar
exhiban hiperbolicidad, esto es, que posean distribuciones de ley de potencia y sean lo-
calmente semejante a árboles, aspectos a los que dedicaré el capítulo §11. Con esto ru-
brican el punto de vista de James Henderson y P. Robinson (2011), quienes habían en-
contrado que una conectividad geométrica homogénea, de rango corto y conectividad
bidimensional, sin modularidad, jerarquía ni estructura especializada, reproduce impor-
tantes propiedades observadas de ciertas redes, incluyendo elevado coeficiente de clus-
tering, longitud de camino corta y alto índice de modularidad. Concluyen entonces que
la geometría influye fuertemente en las matrices de conexión, lo cual implica que la in-
terpretación simplista de las medidas de conectividad como algo que refleja una estruc-
tura especializada puede ser engañosa. La geometría de una red bien podría ser un ade-
cuado sustituto de la función, la modularidad o la jerarquía para deslindar la naturaleza
de un sistema reticular o para inspirar inferencias estructurales de alguna significación.
Un factor negativo asociado a la adopción de los modelos reticulares como una especie
de revolución técnica de magnitud finca en que los grandes temas de la diferencia, la se-
mejanza, la analogía, la inducción, la comparación y la teoría de las distancias continua-
ron desarrollándose fuera del círculo del ARS sin que las redes se pusieran en foco y sin
que los analistas de redes tomaran conocimiento de esos avances en las métricas y en las
dinámicas concomitantes (Barenblatt 2003 ; Edgar 2008; Cohn 2013 ; Deza y Deza
2014 [2009] ; Krantz y otros 1971 ; Suppes y otros 1989 ).
Igual que sucedió en otros rubros del conocimiento científico, la aparición en escena del
análisis y la minería de redes involucró una cantidad de avances importantes en un
número crecido de disciplinas y en la tecnología global, pero también puso de mani-
fiesto nuevas e imprevistas problemáticas emergentes en las operaciones de compara-
ción y en el establecimiento de parecidos y diferencias. Aparte de las tecnologías de ali-
neamiento y edición de grafos y árboles que revisaremos más adelante (cf. pág. 273 y
ss.) la literatura sobre comparación de redes en el seno de la corriente principal del ARS
está al borde de la inexistencia; lo poco que hay viene de la época de los sociogramas y

255
es en extremo difícil de extrapolar a las estructuras reticulares y a los procesos diná-
micos que están en foco hoy en día (cf. Hohn 1953 ).
No me cabe duda que hay multitud de equipos y proyectos de investigación en los que
se están haciendo las cosas bien, pero las líneas más ortodoxas del ARS no parecen te-
ner una clara idea de las problemáticas de la comparación, ni del provecho que podrían
sacar de lo que se ha aprendido al respecto, ni de la contribución que un modelo de gra-
fos y redes podría hacer a semejante campo. Algunos autores, como Bolland (1985),
Freeman (1979) y Wasserman y Faust (1994 ) usan “comparación” como un concepto
restringido al cotejo o matching manual e intuitivo de los guarismos obtenidos en una u
otra de las redes intervinientes: tal coeficiente, diámetro o promedio de tal o cual red
mide tanto, el de la red vecina mide tanto otro, etcétera, sin que la mayor parte de las
veces quede claro si tales guarismos son inmensos, módicos o insignificantes, si es habi-
tual esperar cifras en ese rango, si las redes en cuestión se parecen mucho, poquito o na-
da o si algunas de las cifras en danza son susceptibles de esperarse o si son más bien in-
dicadoras de una circunstancia excepcional.
Otros autores, en cambio, y en particular Hanneman y Riddle (2005 ) restringen la
comparación a la situación de distintos actores o comunidades en el interior de una mis-
ma red: sucede entonces que tal o cual nodo es un gatekeeper a quien pocos conocen
pero que es mucho más importante en algunos respectos que el otro nodo cuyo grado es-
tá por las nubes. La forma en que se pondera esa circunstancia en otra red donde se
manifiesta una situación análoga (o en otra región de la misma red) se deja sin explorar.
A veces sucede que la máquina de picar carne del software analítico genera una colec-
ción de tablas y diagramas cuyo armado fagocita gran parte del presupuesto de la inves-
tigación pero que sirve de muy poco a otros estudios que contemplen otras redes con
apenas unos pocos nodos o aristas de diferencia. Y así todo. Las redes sociales son, a no
dudarlo, uno de los conceptos más medulares entre los que se están trabajando en este
siglo; pero en vista de sus lastres estadísticos y de sus hábitos de clausura analítica y
apatía epistemológica, hay días en los que me inclino a compañar hasta las críticas más
rudimentarias que han salido al cruce de las formas de análisis que se les aplican, de la
hermenéutica que se impone a los números resultantes de esos análisis y del silencio
que se guarda a propósito de la utilidad de cada operación y de cada resultado en un
contexto comparativo de más amplio alcance o en las diferencias funcionales, estructu-
rales y metodológicas que median entre redes en diversos dominios (v. gr. relevancia y
efectividad diferencial del alineamiento de grafos en redes proteínicas, en redes lingüís-
ticas, en redes sociales, etc.) (cf. el portal de Nataša Pržulj).
En uno y en otro caso y aunque no lo parezca es la comparación en un sentido amplio y
profundo lo que está faltando, aquello en lo que no se piensa en el momento de desa-
rrollar las técnicas, abismadas al igual que la etnografía clásica en el estudio de casos,
una práctica que se torna impensadamente anti-comparativa y que al lado de la observa-
ción participante bien podría transformarse en (como podría haber dicho Clifford
Geertz) nuestra fuente más importante de mala fe, o (como diría yo) en el ejercicio de la

256
descripción en aras de la propia descripción, o en la continuación del particularismo por
otros medios (Geertz 1986 [1973]: 32, n.4).
En la teoría clásica del análisis de redes sociales la comparación nunca fue un objetivo
de alta prioridad, como si el análisis de una sola red (igual que la descripción arqueo-
lógica de los artefactos de un solo sitio) fuera un digno fin en sí mismo. Aunque los tex-
tos esenciales ya habían sido publicados, Wasserman y Faust hablan con alguna fre-
cuencia del isomorfismo de grafos pero ni se les cruza por la cabeza pensar en medidas
de distancia (o de diferencia, o de transformación) fuera de un isomorfismo exacto que
ha revelado no servir para mucho, no estar a la altura de la peculiar intratabilidad de los
problemas que se presentan u oficiar a lo sumo como punto de partida sin mayores con-
secuencias (cf. Sanfeliu y Fu 1983 ; Köbbler, Schöning y Torán 1993 versus Wasser-
man y Faust 1994: 117-118,471, 510-513, 520-521, 526, 559-564, 566 ). Volveremos
a tratar este punto junto al problema de la canonización de grafos en el apartado 10.3 de
este capítulo sobre el uso de redes como herramientas de ponderación de similitudes.
La dificultad que aquí ponemos en foco es la que hace al problema de establecer si dos
o más redes de igual o de distinto número de nodos y aristas son más o menos similares
o si son, en cambio, distintas; y lo que más nos interesa, sin duda, es (dado que casi
cualquier problemática de interés profesional puede ser expresada en términos de redes
y datos) estimar en primer lugar en qué magnitud difieren o se asemejan y en segundo
lugar determinar qué significancia empírica (política, antropológica, operativa, semánti-
ca, cultural, ontológica, económica, evolutiva…) acarrean los resultados de una tal me-
dición. Es esta dimensión comparativa (antes que la sopa de ecuaciones simbólicas y los
guarismos estadísticos de la ortodoxia) lo que marca la diferencia entre el análisis ge-
nuino de redes y piruetas carentes de filo analítico y de potencialidad de intervención
tales como la Teoría del Actor-Red de Bruno Latour, o la oposición futbolística entre las
horizontalidades buenas y los árboles malos en que se agotan los refritos de una doctri-
na rizomática epigonal y derivativa que en materia de redes ya era insatisfactoria en su
formulación originaria (Reynoso 2018 ).
Aunque existe un rico repertorio de medidas y estadísticas reticulares establecer la se-
mejanza o la disimilitud de redes es una ciencia compleja por derecho propio que no ha
recibido la atención que merece ni en la teoría asbtracta de grafos ni en la comunidad
del ARS. Hay de por medio una serie de complicaciones que son de un orden que se
diría ontológico: muchas de las medidas primitivas de similitud y diferencia, como he-
mos visto más arriba, presuponen que lo que se está comparando son conjuntos mues-
treados; aunque Wassermann y Faust dedican fatigosas páginas de su biblia sobre redes
sociales a problemáticas y a tipologías de muestreo, y aunque los muestrólogos y mues-
trófilos se jactan de poseer métodos refinados de muestreo tales como muestreo por bola
de nieve, muestreo subjetivo por decisión razonada, muestreo minimax, estratificado,
por cuotas, por etapas múltiples, por conglomerados, adaptativos, accidental, por cadena
de Markov Monte Carlo (MCMC), por camino al azar de Metropolis-Hastings, etc., el
hecho claro y simple es que en las redes sociales o culturales que no son simples grafos
aleatorios ni poseen una distribución normal y que están regidas por una sensitividad

257
extrema a las condiciones iniciales axiomática y teoremáticamente no se puede ni se de-
be muestrear. Como puede esperarse, no hay ni es posible que haya la más mínima una-
nimidad de opiniones al respecto (cf. Bloemena 1964; Snedecor y Cochran 1972; Gra-
novetter 1976; Efron 1982; Frank y Snijders 1994; Wasserman y Faust 1994: 30-35 ;
Kolackzyk 2009: cap. 5 ; Borgatti, Everett y Johnson 2013: 32-35, 257-259; Hu y Lau
2013  versus Hanneman y Riddle 2005 ; Goodman 1961 ; Capobianco 1970 ;
Frank 1971 ; Rapoport 1979 ; Rothenberg 1995 ).
Pavel Krivitsky y Eric Kolaczyk (2015 ) han observado que no está en absoluto res-
pondida la pregunta sobre cuál debe ser el tamaño de la muestra cuando de redes se
trata: también se han sorprendido de que no estuviera ya definida una cuestión tan bá-
sica y han documentado la diversidad de posturas al respecto; pero cuando llega el mo-
mento de hacer sus propios cálculos trabajan sobre grafos aleatorios, de los que se sabe
que no son buenos modelos de las redes que el investigador encuentra en la vida real,
aunque se trate de modelos exponenciales. El día que no trabajan sobre grafos inapro-
piados se dejan seducir por el cuento de la distribución normal o de los métodos de
Montecarlo, siempre bajo pretextos posibilistas de simplificación. Infinidad de estudio-
sos han adoptado temperamentos semejantes. Ese es también el caso de Richard B. Ro-
thenberg, aunque éste ha tenido la delicadeza de reconocer que
[…] la conexión entre las matemáticas del muestreo y las exigencias de la investigación en
redes ha sido elusiva. En muchas situaciones reticulares prácticas, especialmente las que in-
volucran poblaciones raras o escondidas, N es desconocido (esto es, la población fuente es
difícil de establecer en lo que hace a tamaño, ubicación, estabilidad y distribución subya-
cente) y n es una muestra no aleatoria, no probabilística que puede o no ser representativa,
y cuyas propiedades estadísticas se desconocen. En audencia de una población bien defini-
da (considérese, por ejemplo, los nexos multifocales de consumidores de drogas en grandes
áreas urbanas, o los pequeños conglomerados invisibles de consumidores en áreas rurales)
es autoevidente que un muestreo probabilístico no es posible. En ausencia de una muestra
probabilista, la superestructura estadística colapsa y, en principio, las propiedades estadísti-
cas deseables no están disponibles al investigador. El uso subsiguiente de pruebas estadís-
ticas que reposan en supuestos de muestreo aleatorio a partir de una distribución conocida
es problemático. La ausencia de una piedra fundamental estadística ha sido preocupación de
los investigadores del campo y una fuente de escepticismo para aquellos en otras discipli-
nas (Rothenberg 1995: 106 ).

Mucho más que otras de nombres más raros y transgresores, como the jackknife o the
bootstrap, la técnica de muestreo favorita (y más “natural”) en el análisis de redes socia-
les es, por mucho, el snowball sampling, aunque se la sabe propensa a problemas de es-
pecificación de límites, sesgos comunitarios, anchoring, falta de control sobre el méto-
do, falta de convergencia y no aleatoriedad, así como a enojosos dilemas de ética, repli-
cabilidad e interpretación (Goodman 1961 ; Laumann, Marsden y Prensky 1983 ).
No estoy seguro que sea productivo indagar las razones que motivan a los partidarios
del muestreo y las de quienes sostienen que existen muchas y buenas técnicas para lle-
varlo adelante, las que a mi juicio acaban siendo muchas maneras posibles de hacer las
cosas mal. Lo que sí es seguro es que no es razonable que con los avances que ha habi-
do en análisis y visualización se siga discutiendo todavía (o se haya dejado de discutir)
una cuestión tan básica.

258
10.2 – Medidas para la comparación de redes
El modelado matemático es un vehículo para el
razonamiento absolutamente riguroso y en ello finca
su ventaja. Una desventaja del modelado matemá-
tico es que necesita una drástica bajada de los deta-
lles del sistema modelado. […] Estas modificacio-
nes pueden perjudicar o incluso destruir la rele-
vancia pragmática del modelo.
Anatol Rapoport (1979: 130 s/Rothenberg)

Antes de abordar de lleno la problemática específica de comparación y similitud de re-


des es menester inventariar de manera concisa el conjunto de medidas existentes que el
investigador puede interpelar una a una o en su conjunto para extraer de ello la máxima
significancia, la que inevitablemente variará de lo fundamental a lo inservible según su
estrategia teórica y su campo de investigación. Un buen punto de partida a tal efecto es
el trabajo de Luciano da Costa, Francisco A. Rodrigues, Gonzalo Travieso y P. R. Villas
Boas (2007 ) del Instituto de Física de São Carlos en la Universidad de São Paulo.
Punto de partida, digo, restringiéndolo a ello, toda vez que los autores, a poco de empe-
zar, pierden de vista su objetivo de presentar medidas capaces de describir los parecidos
y las diferencias que median entre dos o más redes y se distraen en la enumeración de
medidas reticulares locales o globales cuyo papel en el cálculo de proximidades y dis-
tancias (cuya capacidad comparativa, en suma) ni siquiera se plantea como tal.
Saber que determinado coeficiente normalizado de un objeto reticular mide 0,78 y el de
otro objeto alcanza 0,86 no nos dice nada en tanto no tengamos idea de cuál es la distri-
bución usual de valores en ese campo de aplicación y qué es lo que implican tales cifras
a efectos de predecir o acotar los comportamientos dinámicos de ambos objetos, corro-
borar hipótesis en curso o de dar lugar a hipótesis de trabajo provechosas y a interven-
ciones transformadoras. Los analistas mencionados no consideran ningún concepto que
haya surgido en los últimos años en el campo de la comparación efectiva de redes: dis-
tancia de edición de grafo (o de subgrafo, de red o de árbol), alineamiento de redes (o de
grafos, o de árboles), isomorfismo de grafos, tipificación de comunidades y motivos,
transformacion de grafos, hiperbolicidad, etc (cf. abajo, pág. 272 y ss.).
De todas maneras, en las siguientes páginas trataré las medidas propuestas por los auto-
res antedichos y por otros más, complementando la semblanza de cada una de ellas con
las actualizaciones, las precisiones y los desmentidos que sea menester. A los efectos de
meramente cotejar redes complejas a menudo alcanzará con escoger una o más de entre
las siguientes medidas de acuerdo con los aspectos de las organizaciones de estructura
reticular que se deseen contrastar o en las que se requiera intervenir. Todo lo que puede
decirse a ese respecto es que tales redes se asemejan o difieren en tales o cuales valores
de variable, algo que (a pesar de las opiniones en contrario) dista mucho de constituir
una comparación en plenitud. Las operaciones verdaderamente comparativas se descri-
birán después, una vez que se hayan tratado las medidas clásicas y establecido su valor
o su potencial comparativo.

259
Considerada en absoluto, ninguna medida resulta mejor, más esclarecedora o más signi-
ficante que otra: una medida no es sino una respuesta, y –como afirmaba Hans-Georg
Gadamer– en cualquier epistemología sólida la prioridad hermenéutica la tiene la pre-
gunta. Algunas medidas, como se verá, acaso han superado su vida útil y merecen des-
cartarse; algunas otras (la mayoría) sólo serían válidas en el seno de distribuciones esta-
dísticas que hoy se sospechan inexistentes o fruto de una simplificación en la que en el
siglo XXI se ha dejado de creer. Como sea, las medidas que han sobrevivido a mi cen-
sura selectiva son las que siguen.
Medidas relacionadas con la distancia:
 Distancia promedio. Para calcular este valor se computa el valor conocido como
distancia geodésica promedio. Mide el promedio del número mínimo de pasos
para todos los pares de nodos de una red. Junto con la distribución de grado y el
coeficiente de clustering pasa por ser una de las medidas básicas, aunque todo
promedio de la estadística frecuentista reposa en un parámetro que se sabe no ro-
busto. En las redes independientes de escala la distancia promedio es inesperada-
mente baja, lo que no es sino una cara del efecto de los mundos pequeños. Lo
notable del caso es que la información de esta geodésica no guarda proporción
con el diámetro de la red en esta clase de redes (Guimerà y otros 2002 ; Rey-
noso 2011a: cap. 10 ). Si la distancia promedio es mucho más baja de lo que
podría esperarse en una red con determinado número de nodos y aristas, ello es
indicador de que la distribución de la red se aparta de la normalidad. En estas
condiciones la medida es interés dado que no sólo proporciona indicios funcio-
nales en redes como la Web, eMule, Gnutella o Freenet sino porque podría ser
significativa para el diseño y modelado de procesos y organizaciones.
 Vulnerabilidad. Una forma de encontrar los componentes críticos de una red es
observando los vértices más vulnerables. En ciertas circunstancias la performan-
ce de una red se asocia con su eficiencia global. En tal caso, la vulnerabilidad de
un vértice se puede definir como la degradación en la performance de una red
cuando un nodo y todas las aristas asociadas a él se eliminan del conjunto. Dos
medidas alternativas fueron propuestas en econofísica por Vladimir Gol’dshtein
y otros (2004 ). No conozco aplicaciones directas de estas medidas en redes de
interés sociocultural ni herramientas informáticas de dominio público capaces de
realizar el cálculo. Aparte del trabajo de Vardi y Zhang (2007), lo que más hay
en la literatura existente son evaluaciones indirectas de la vulnerabilidad a través
de otras medidas, y en especial la centralidad de betweenness, la conectividad, el
diámetro de aristas y vértices, el índice de confiabilidad de Wiener o la clausura
residual (Erveš, Poklukar y Žerovnik 2014). La literatura antropológica sobre
vulnerabilidad no contempla en general la problemática de la vulnerabilidad de
redes sociales; por añadidura, y salvo muy recientes excepciones, la bibliografía
sobre vulnerabilidad de redes sociales se refiere por lo común a redes informáti-
cas, las cuales no son objeto de examen en el survey que se está leyendo (cf. Al-
wang, Siegel y Jørgensen 2001  versus Missaoui, Abdessalem y Latapy 2017).

260
Medidas de clustering y ciclos:
Una característica del modelo aleatorio de Erdös-Rényi es que la estructura local de la
red en las cercanías de un vértice tiende a adoptar una configuración arbolada. Más
exactamente, la probabilidad de encontrar bucles que involucran un pequeño número de
nodos tiende a cero en el límite de las grandes redes. Esto contrasta con la profusión de
bucles cortos que se manifiesta en muchas redes de la vida real. Las medidas propuestas
para dar cuenta de la estructura cíclica de las redes y de la tendencia a formar conjuntos
de vértices fuertemente conectados se detallan en los siguientes acápites.
 Coeficiente de clustering. Mide la presencia de estructuras que los conocedores
llaman bucles de orden #3. En el caso de una red social expresaría, por ejemplo,
en qué medida quienes están relacionados con una persona se conocen entre sí.
En su pasmoso libro sobre redes cerebrales complejas, Olaf Sporns (2010 ) de
la Universidad de Indiana en Bloomington (máximo experto, creo, en conectivi-
dad cerebral) nos señala que el promedio de los coeficientes de clustering para
cada nodo individual es también el coeficiente de clustering de todo el grafo. Es-
to implica entonces que el coeficiente puede estar influenciado desproporciona-
damente por los valores de los nodos de grado más bajo, que son usualmente los
que más abundan. Una variante del coeficiente, la transitividad de Newman
(2003 ), elude este problema potencial. Típicamente, Newman, Strogatz y
Watts piensan que ambos valores son más o menos lo mismo mientras que otros
autores sostienen que tienen muy poco que ver pero que pueden integrarse de al-
gún modo, lo cual nos sugiere que estamos frente a uno de esos muchos y muy
enojosos problemas de nomenclatura y desfasaje dialéctico que cada tanto sur-
gen en estas latitudes temáticas (cf. Schank y Wagner 2004 ). Como sea, tanto
el coeficiente como la transitividad han sido generalizados para los grafos pesa-
dos y los grafos dirigidos, lo que puede ser una buena noticia para las escuálidas
minorías que manejan esas clases de grafos a los que no todos los especialistas
han dedicado atención (Onnela y otros 2005 ; Fagiolo 2007 ).
 Coeficiente cíclico. Propuesto por Hyun-Joo Kim y Jim Min Kim (2005 ), este
coeficiente mide en qué grado una red es cíclica, caracterizando algo así como
su grado de circulación, un indicador que se obtiene sacando el promedio del
coeficiente cíclico de todos sus vértices. Es una medida global que se construye
a partir de los coeficientes cíclicos locales y que oscila entre 0 y 1/3. Así, el va-
lor de R para las interacciones proteínicas es 0,06 (casi como una estructura de
árbol), el de Internet 0,16, el de la co-autoría en matemáticas es 0,19 y las cola-
boraciones entre actores de películas 0,29, cerca de los máximos posibles. Puede
que sea una medida orientadora pero debería ponérsela a prueba y establecer con
qué otro factor correlaciona antes de integrarla a la práctica.
 Coeficiente del “club de los ricos”. En la práctica científica, los investigadores
influyentes tienden a formar grupos de colaboración y a publicar papers en con-
junto. Esta misma tendencia se observa en otras redes reales, reflejando la pro-
pensión de los hubs a estar bien conectados entre sí, un fenómeno que se ha da-

261
do en llamar “el club de los ricos”, susceptible de medirse mediante el coeficien-
te del mismo nombre, introducido por Shi Zhou y Raúl J. Mondragon (2004 ),
muy parecido al coeficiente de clustering pero con una vuelta de tuerca adicio-
nal. El lector podrá encontrar el procedimiento para diagnosticar un club de ricos
en el trabajo también clásico de Vittoria Colizza y otros (2006 ). El cálculo del
coeficiente ha sido implementado en NetworkX, una biblioteca en Python para
análisis de redes integrada en Sage. Este último no es nativo de Windows, pero
puede correrse en una máquina virtual tal como VirtualBox. En el paper de Co-
lizza indicado más arriba hay indicaciones sobre la forma de calcular el coefi-
ciente y visualizar su efecto utilizando Pajek.
Distribución de grado y correlaciones:
 Hay varias medidas que pueden derivarse de la distribución de grados. La más
simple de todas es la de grado máximo. Otra muy popular es la distribución de
grado, P(k), que expresa la fracción de nodos con grado k. Medidas específicas
se refieren a grado de entrada y de salida y a la fuerza de los vértices en las redes
con peso. Una cuantificación objetiva de la medida en que una distribución log
log de puntos se aproxima a una ley de potencia la brinda el coeficiente de
Pearson (descripto ya en la pág. 46), el cual cuando se lo aplica a ese respecto se
denomina straightness. Casi todos los paquetes de análisis de redes incluyen este
cálculo.
Medidas de redes con diferentes tipos de vértices:
 Asortatividad. También llamada mezcla asortativa esta medida indica la prefe-
rencia de los nodos de una red a vincularse con otros que son similares en algún
sentido. Hay una variedad de medidas de similitud que pueden aplicarse a este
cálculo, pero los teóricos de redes tienden a examinar la asortatividad en térmi-
nos del grado de cada nodo. En muchas redes reales a menudo se observa que
los nodos se vinculan con otros de grado parecido. Las redes biológicas y tecno-
lógicas son más bien típicamente disasortativas. El concepto de mezcla asorta-
tiva fue propuesto por el conceptualizador serial Mark E. J. Newman (2002 ) y
ha sido objeto recientemente de un adecuado survey de Rogier Noldus y Piet
Van Mieghem (2015 ), quienes consideran que la medida –como tantas otras–
está necesitada de unos cuantos ajustes a los tiempos que corren y extensiones a
las tecnologías hoy vigentes. El mejor compendio sobre asortatividad a la fecha
se encuentra en el curso sobre la ciencia de las redes de Albert-László Barabási
indicado en el hipervínculo. Una adecuada profundización en el tema la brinda
el reciente artículo de David Fischer, Matthew Silk y Daniel Franks (2017) sobre
la asortatividad percibida en redes sociales, en el que se demuestra que el grado
y la intensidad del muestreo y el método de construcción de las redes afectan
directamente sobre la medida.
 Grado bipartito. Por esas complicaciones, asimetrías y consecuencias inespera-
das de la aritmética que se arrastran desde los descubrimientos de Euler en Kö-

262
nigsberg, se sabe que una red es bipartita si y sólo si no posee circuitos de lon-
gitud impar (cf. Holme, Liljeros, Edling y Kim. 2003 ). El hecho es que las
redes con dos tipos de agentes con preferencia por las interacciones heterófilas
tienden a la bipartitividad. La investigación que se hizo fundando esta medida
llegó a conclusiones un poco peculiares, pues los autores encontraron que las re-
des que surgen de interacciones “románticas” en línea poseen valores altos de
bipartitividad mientras que en las redes de colaboración profesional esos valores
tienden a ser bajos. En otros casos, y probablemente debido al bajo grado pro-
medio de algunas redes, la medida de bipartitividad no puede distinguir muy
bien entre las interacciones románticas y las amistosas o de mero conocimiento.
Entropía:
 Entropía de la distribución de grado. Proporciona una medida promedio de la
heterogeneidad de una red. El procedimiento canónico para obtener este valor,
relacionado con la robustez y resistencia a ataques de una red, se encuentra en
Wang, Tang, Guo y Xiu (2005 ), quienes proponen el cálculo de Solé y Val-
verde (2005  - ). Dado que el artículo de Wang y otros es de excepcional ca-
lidad e importancia práctica y teórica, el tema se tratará más adelante en el capí-
tulo sobre algoritmos avanzados de estimación de similitud de redes.
 Información de búsqueda, entropía de destino y de trayectoria (Eiron y McCur-
ley 2005 ; Leonardi 2005 ). Es una medida muy respetada, pero se la ha
aplicado mayormente a grafos aleatorios que nunca se dan en la vida real.
Medidas de centralidad:
 La medida básica de centralidad fue introducida por Alex Bavelas (1948 ) en
los albores del análisis de redes cuando todavía estos “grupos” u “organizacio-
nes” no tenían el nombre de “redes” que hoy detentan. El texto básico e insupe-
rado sobre el particular es todavía el de Linton Freeman (1979 ). Hoy las me-
didas de centralidad están atomizadas en una multitud inacabable de medidas
que la bibliografía trata en modo más exhaustivo de lo que podemos tratar aquí:
tenemos así centralidad de betweenness, de closeness, de eigenvector, de estrés,
de excentricidad, de Katz, de Hubbel, de percolación, de Freeman, de radialidad,
de grupo, dinámica, etcétera. Dirk Koschützki y otros (2005) desarrollaron un
nutrido survey que todavía conserva vigencia e interés. Una página excepcional
de la Web, CentriServer, alberga un listado bastante completo de cuáles son las
medidas de centralidad que se encuentran en qué programas de análisis de redes
disponibles en el dominio público. Desdichadamente, la mayor parte de las me-
didas de centralidad no consideran las propiedades de cada elemento o grupo ni
la intensidad de las relaciones entre ellos, y mucho menos las relaciones de más
alto rango. En ocasiones no es tampoco un solo nodo sino un grupo de nodos el
que influye sobre otros. En consecuencia, los resultados de la aplicación de me-
diciones clásicas no suele representar adecuadamente el estado real de un siste-
ma ni las características que diferencian un sistema de otros. Recientemente se

263
ha propuesto un puñado de medidas alternativas que permiten evaluar, por ejem-
plo, relaciones diferenciales de poder e influencia, pero son pocas las que han
sido implementadas en programas públicamente disponibles (cf. Aleskerov,
Mashcheryakova y Shvydun 2017).
Medidas espectrales:
 Entre muchas otras prestaciones, los análisis espectrales permiten determinar la
existencia de comunidades y subgrafos en una red. Casi todos los análisis de este
tipo se realizan sobre la matriz de adyacencia. Puede que a los antropólogos afi-
cionados a las meras redes los conceptos espectrales (eigenvectores, eigenvalo-
res, eigenbases y cosas así) les causen resquemor, pero Fred Stephen Roberts
(1978) ha imaginado muchas tareas que se pueden organizar con esta analítica
en la vida práctica. El programa BCT y NetworKit incluyen la medida espectral
de centralidad. El primero (Brain Connectivity Toolkit) implementa un gran
número de medidas cuidadosamente tipificadas y permite comparar particiones
de redes. El segundo es un módulo de Python que permite realizar con alta per-
formance un amplio repertorio de medidas en redes de gran calado, de entre
algunos miles a miles de millones de nodos (Staudt, Sazonovs y Meyerhenke
2015 ). El documento más esclarecedor sobre análisis espectrales de redes es
hasta hoy el de Andrew Seary y William Richards (2000 ) de la Universidad
Simon Frazer de Canadá. Otro artículo de los mismos autores revela las relacio-
nes escondidas entre el análisis espectral de redes, el Análisis de Corresponden-
cias, el Análisis de Componente Principal y otros modelos analíticos como
CONCOR o NEGOPY, en los que naturaleza espectral del análisis no siempre se
pone en evidencia y que en el fondo son métodos de eigendescomposición a los
que ya hemos aludido más arriba a propósito de los modelos geométricos de
Pierre Bourdieu (cf. pág. 118; Richards y Seary 2005 ).
Identificación y medición de comunidades:
 Muchas redes de la vida real presentan una estructura no homogénea de conecti-
vidad caracterizada por la presencia de grupos cuyos vértices están más densa-
mente interconectados entre sí que con el resto de la red. Esta estructura modular
se ha encontrado en distintas clases de redes, como las redes metabólicas, las re-
des sociales y las redes de transporte aéreo. Hay programas específicamente o-
rientados a la identificación de comunidades, tales como Cfinder, basado en el
método de percolación de cliques. Muchas veces las comunidades se solapan
parcialmente, lo cual es tratado de maneras eficientes en estas piezas especiali-
zadas, en cuyos sitios se ofrece además una nutrida bibliografía sobre el tema (v.
gr. Palla y otros 2005 ). Más adelante (pág. 272 y ss.) precisaremos detalles
sobre el particular.
 Medidas referidas a sub-grafos. Estas medidas poseen gran valor comparativo y
ayudan a deslindar clases de redes (B-A, E-R, G-N, W-S, etc.) ya que en algunas
de ellas las posibilidades de que se encuentren algunos isomorfismos es muy

264
baja. Entre los subgrafos importantes están los circuitos, los árboles y los cli-
ques, que fueron descubiertos en las ciencias sociales y rebautizados y adopta-
dos prestamente por los matemáticos, al extremo que muchos de éstos creen que
los inventaron ellos. Existe un repertorio de programas específicamente orienta-
dos a encontrar comunidades y motivos, entre los que se encuentran cFinder y
mFinder.
 Motivos [network motifs]. Los motivos son subgrafos que aparecen más frecuen-
temente en las redes reales de lo que podría esperarse estadísticamente. Algunas
clases de motivos se manifiestan característicamente en determinadas clases de
redes. Al final de esta sección ofreceremos más detalles (cf. pág. 272 y ss.).
 Sub grafos y motivos en redes con pesos. Todos los subgrafos posibles de un
grafo con peso se pueden categorizar en conjuntos de subgrafos topológicamente
equivalentes. Se dice que dos subgrafos son topológicamente equivalentes si la
única diferencia es el peso de las aristas existentes.
 Centralidad de subgrafos. Fue propuesta por Ernesto Estrada y Juan A. Rodrí-
guez Velázquez (2005 ) de la Universidad de Strathclyde, Glasgow. Es una
medida local a nivel de nodo pero puede tener algún valor diagnóstico o diferen-
cial; en algunas redes biológicas, por ejemplo, puede ser un indicador de letali-
dad de una proteína, por lo que sería interesante indagar de qué clase de propie-
dades es indicador en otros contextos. Caracteriza la participación de cada nodo
en todos los subgrafos de la red. En varios de los análisis que se han hecho, la
medida muestra una distribución de ley de potencia incluso en casos en que la
centralidad de grado (la que se mide con más frecuencia) no muestra esa clase de
distribución. También es capaz de discriminar los nodos de una red más nítida-
mente que otras medidas alternativas tales como las centralidades de grado, clo-
seness, betweenness o eigenvector. La medición de centralidad de subgrafos ha
sido implementada en los programas Brain Connectivity Tool (BCT), igraph y
CytoNCA (en Cytoscape); me consta que se está programando su incorporación
a otros ambientes de análisis y modelado.
Medidas jerárquicas:
 Dimensión fractal. Aunque hay otras propiedades que poseen mayor alcance y
relevancia, los fractales despliegan algún grado de auto-similitud o de auto-afini-
dad a todas las escalas o al menos en un rango considerable de escalas y de ma-
neras más o menos conspicuas o salientes. Originalmente no se esperaba encon-
trar auto-similitud en las redes complejas a causa de la propiedad de los peque-
ños mundos, la cual implica que el camino más corto promedio se incrementa
logarítmicamente conforme crece el diámetro de la red. Sin embargo, Song,
Havlin y Makse (2005 ) estudiaron redes complejas desde el punto de vista de
la DF y hallaron que ellas podían consistir en patrones auto-repetidos a todas las
escalas. Esto implica que la distribución del número de vínculos por nodo (co-
nocida como la distribución de grado) se puede representar mediante una ley de

265
potencia independiente de escala P(k) , con un exponente de grado γ que se en-
cuentra en el rango de 2 < γ < 3. En el capítulo anterior exploramos específica-
mente mediciones y estadísticas en condiciones de fractalidad, ya sea en redes o
en otros contextos. Particularmente promisorias son las investigaciones en mate-
ria de skeletons y scaling en redes complejas de Kwang-Il Soh y otros (2006 );
aunque es anterior tanto al manual de redes de Wasserman y Faust como al des-
cubrimiento de la ley de potencia en las redes complejas, un artículo de máxima
utilidad en este campo sigue siendo el de Raymond L. Orbach (1986 ) en la
revista Science, al cual conviene releer a la luz de las actuales posibilidades de la
tecnología.
Medidas de complejidad:
 Complejidad de la red. Ha habido muchos intentos por elaborar una tipología de
la complejidad reticular pero aun no se ha llegado a un consenso firme. Un buen
candidato para la medida es la clase de tiempo implicada. El hecho es que exis-
ten varios órdenes de tiempo requeridos para ejecutar la resolución de un algo-
ritmo. El tiempo polinómico denota una complejidad algo mayor a la intermedia
en una escala que va desde el tiempo constante hasta el doble exponencial, pa-
sando por el tiempo logarítmico, el lineal, el cuadrático, el cúbico, [el polinómi-
co], el exponencial y el factorial, entre otros muchísimos. Un tiempo constante
se necesita para determinar, por ejemplo, si un número es par o impar. Un tiem-
po logarítmico se requiere para ejecutar una búsqueda binaria (p. ej. el juego de
las veinte preguntas). El tiempo polinómico cubre en realidad un amplio rango
de tiempos, tales como los implicados por las operaciones n, n log n o incluso
n10 (van Leeuwen 1990: 67-162; Hopcroft, Motwani y Ullman 2001: 413-468;
Sipser 2006: 247-302). Decidir la verdad de una aserción en la aritmética (de-
cidible) de Mojżesz Presburger, por ejemplo, entraña un tiempo super exponen-
cial. En su conjunto, el inventario de los tiempos requeridos es reminiscente de
la clasificación de los animales en la enciclopedia china de Borges; no es de
extrañar que se haya generado un repositorio llamado Complexity Zoo manteni-
do en la Waterloo University en el que a la fecha se computan 535 clases de
complejidad.
 Reciprocidad de aristas. El problema con la metodología usual para realizar esta
medición es que el valor obtenido sólo es relevante en relación con redes aleato-
rias (E-R, o sea de Erdös y Rényi) que virtualmente no existen en la vida real.
 Índice de concordancia [matching index]. Es una medida local a nivel de nodo,
razón por la que no será considerada aquí.
Medidas de dinámica y perturbación de la red:
 Trayectorias. Los autores del survey realizan un experimento comparativo de
evolución de distintas clases de redes, registrando sus trayectorias peculiares. No
hay mucha más elaboración que ésa.

266
 Coeficiente de clustering promedio y longitud promedio del camino más corto.
Excepto en condiciones muy restringidas, la cifra sólo es significativa si la red
posee una distribución próxima a la normalidad. Cualquier ejemplar que se vin-
cule a un número que se encuentre a más de cinco o seis desviaciones estándar
de la media constituye un outlier que distorsiona la mayor parte de las medidas
de la estadística paramétrica.
 Coeficiente de clustering promedio y coeficiente de clustering jerárquico prome-
dio del segundo nivel. Se aplican las mismas restricciones que al coeficiente an-
terior. Un problema adicional con el clustering jerárquico es que hay muchas
opciones posibles en la elección de las medidas de similitud. Por cierto, eso da al
método mayor flexibilidad y permite adaptarlo a diversas circunstancias, pero
también significa que el método dará diferentes respuestas dependiendo de la
medida que se escoja. En muchos casos tampoco hay forma de saber si una me-
dida es más correcta o suministra mejor información comparativa que otra. Las
más de las veces la elección de la medida está más determinada por la experien-
cia del experimentador que por cualquier argumento basado en primeros princi-
pios (Newman 2010: 387).
 Coeficiente de correlación de Pearson y dominancia del punto central (ya des-
cripto en la pág. 46).
 Grado jerárquico promedio del segundo nivel y relación de divergencia jerár-
quica promedio del tercer nivel. Sus nombres alambicados no obstan para que se
apliquen las mismas restricciones que a los coeficientes de clustering.
 Análisis de perturbación. Una propiedad importante de una medida cualquiera se
refiere a la manera en que tal medida cambia cuando la red experimenta peque-
ñas perturbaciones (p. ej. re-cableado, ataques sobre un nodo o un vínculo, cam-
bios en el peso de las relaciones, etc.). Por ejemplo, la longitud del camino más
corto proporciona un claro ejemplo de una medida particularmente susceptible,
pues la modificación de una sola conexión puede tener un gran impacto en su
valor. De este modo, la cuantificación de la sensitividad de las medidas ante di-
ferentes tipos de perturbaciones proporciona información valiosa de cara a la
descripción, el análisis y la clasificación de las redes complejas. A su vez, la
marcada diferencia de sensitividad de las medidas a las perturbaciones (que de-
pende estrechamente del modelo de red que se trate: B-A, E-R, G-N, W-S, etc.)
sugiere que la cuantificación de la sensitividad (p. ej. la desviación estándar o la
entropía) puede ser potencialmente útil como medida a tener en cuenta para la
identificación de la red.
 Análisis de correlación. Este es un tópico que ha recibido mucha atención pero
que se encuentra lastrado por supervivencias de la era de los grafos aleatorios y
las estadísticas de la distribución normal, prueba estadística de la hipótesis nula
inclusive. Si el estudioso se empeña en estudiar estas clases de medidas, el slide
show de Dimitris Kugiumtzis (2015) es un buen lugar para empezar.

267
Métodos estadísticos multivariados para elección de medida y clasificación de la red:
 Análisis de componentes principales (Duda y otros 2001 ; Costa y Marcond
2005 [2001] ). Hemos tratado esta analítica en el capítulo §4 más arriba. En la
escueta bibliografía aquí indicada se describe su aplicación a redes.
 Análisis de variable canónica. Se trata de una poderosa extensión al ACP me-
diante proyecciones que optimizan la separación entre las clases ya conocidas de
objetos.
 Métodos bayesianos. El desarrollo de este tema, complicado además por la exis-
tencia de redes bayesianas específicas basadas en grafos acíclicos dirigidos, re-
quiere un espacio del cual no disponemos en el presente contexto. Recomiendo
al lector interesado recurrir al autorizado estudio de Gill y Swartz (2004) y al
manual de Kjærulff y Madsen (2008).

En sus últimas etapas la tipología se pone cada vez más enredada y más dudosamente
funcional, porque no queda claro ni cuáles serían las herramientas de dominio público
en base a las cuales el investigador podría implementar los cálculos correspondientes ni
cuáles habrán de ser las elaboraciones estadísticas robustas que deban implementarse en
redes que no necesariamente se caracterizan por distribuciones normales.
Gran parte de la literatura disponible en la Web sobre similitud en análisis de redes no
se refiere a comparaciones establecidas entre dos o más redes, sino a estructuras simila-
res o diferentes en el interior de una misma red. En ocasiones ambos criterios están
mezclados confusamente. Aunque se sabe muy bien que en las redes sociales las carac-
terísticas estructurales son inherentemente no-locales y que ningún análisis local puede
predecir las estructurales globales, las mediciones internas o locales son las que pre-
valecen en la mutable página de Wikipedia sobre similitud de redes, en la que se tipifi-
can las clases de similitud que siguen más sucintamente de lo que aquí lo hemos hecho.
 Escalado multidimensional [Multi-dimensional scaling, MDS]. Aunque la idea
de dimensionalidad puede sugerir una idea de número, el MDS puede ser tam-
bién utilizado para datos no métricos, inherentemente nominales u ordinales. En
la Web hay multitud de instrumentos para llevar adelante esta clase de análisis,
no necesariamente ligado a representaciones reticulares. El paquete recomen-
dable para este propósito es ViSta, actualmente en versión 7.9.2.6 liberada el
marzo de 2014 (Young, Valero-Mora y Friendly 2014 ). En lo que al análisis
de redes sociales concierne la bibliografía obligada sobre el particular (ejempli-
ficada con UCINET) es el libro de Hanneman y Riddle (2005 ). Hay también
referencias en el tratado de Wasserman y Faust, quienes usan otros programas
(SYSTAT y GRADAP, ya [pre]histórico) para calcular las distancias y practicar
el MDS propiamente dicho sobre el ejemplo clásico de las familias florentinas
(1994: 12, 287-289, 385-388 ). El problema que encuentro en la aplicación de
éste y otros scalings geométricos a las redes finca en que no son las redes pro-
piamente dichas el material sobre los que se practica el análisis, sino las matrices

268
subyacentes, las cuales deben ser asimismo transformadas para llegar, pasando
por otras intervenciones, a las imágenes que dan al MDS su razón de ser.63
 Clustering. El clustering aglomerativo jerárquico de nodos sobre la base de la si-
militud de sus perfiles de nexos con otros nodos proporciona un joining tree o
dendrograma que visualiza el grado de similitud entre casos y puede ser usado
para encontrar clases aproximadas de equivalencia mediante una especie de
(odio decirlo) fuerza bruta observacional (Hanneman y Riddle 2005 ). En esta
forma de análisis de equivalencia el objetivo es usualmente identificar y visuali-
zar clases o conglomerados de clases. Al usar análisis de conglomerados implí-
citamente presuponemos que la similitud o la distancia entre las clases refleja
una sola dimensión subyacente. Es posible, sin embargo, que hayan muchos as-
pectos, parámetros o dimensiones subyacentes a las similitudes observadas entre
casos.
Medidas de equivalencias internas:
 Equivalencia estructural (Borgatti y Everett 1992 ). Hay en rigor varias medi-
das y criterios de equivalencia (estructural, regular, estocástica), pero el análisis
es estrictamente local a cada red. Hay un buen tutorial sobre la tramitación de
estas medidas en un slide show de Tom Snijders (2012 ) de la Universidad de
Oxford incluyendo indicaciones para trabajarla en base a los archivos de ejem-
plo de Pajek. El survey tiene un airecillo a las tipologías de los espacios de gra-
fos justificados de la sintaxis espacial (Reynoso 2011a).
 Distancia euclideana (Newman 2010: 216). Tomando dos vértices en este con-
texto la distancia se refiere a la diferencia del número de vecinos de cada uno de
ellos. Es una medida de disimilitud, dado que es mayor para dos vértices que
difieren más. Puede ser normalizado si se lo divide por su valor máximo.
 Coeficiente de correlación de Pearson (Newman 2010: 214-215). Descripto ya
en la pág. 46. En materia de redes se lo trata en Wasserman y Faust (1994: 368-
375 ). En el ambiente estadístico se sabe muy bien que el comportamiento de
este coeficiente se va al demonio cuando se encuentran ceros, los cuales son al-
tísimamente probables en las matrices reticulares. También es el caso de que el
coeficiente normaliza los vectores de los valores a su media aritmética y que
sólo mide el desvío de un valor efectivo de lo que sería tal valor si la distribu-
63
Aunque en el cuarto de siglo transcurrido nadie prestó atención a la falla, el resultado de este ejemplo
clásico, que mediría algo así como “las distancias de camino de las relaciones matrimoniales de las fami-
lias florentinas de Padget”, dista de ser congruente. Wasserman y Faust alegan que las seis familias iden-
tificadas como antagónicas a los Medici (Bischeri, Castellani, Guadagni, Lamberteschi, Peruzzi y Strozzi)
se encuentran, sin excepción, del lado derecho de la imagen. El problema es que otras familias que no son
tan antagónicas (Albizzi, Tornabuoni, Rischeri, Ridolfi, Barbadori) también lo están, que la familia Pucci
se ha omitido del cálculo sin razón aparente y que las distancias euclideanas a las que las familias se en-
cuentran no parecen trasuntar ninguna proximidad o diferencia concreta. Me entristece decirlo, pero es
una pena que una cuestión ejemplificada con un caso de resonancias tan exquisitas (familias florentinas
del Renacimiento, caramba) se quiera dirimir mediante semejante adefesio analítico, reminiscente del
análisis cultural de grilla y grupo de Sun-ki Chai y otros (2009: 202 ) que he ilustrado en su momento
(cf. pág. 134 más arriba).

269
ción fuera al azar, lo cual, una vez más, sólo tiene sentido en el caso gaussiano.
Mi recomendación es abstenerse de usar esta muy deficiente medida de (di)si-
militud, estragada por el tiempo; lo mismo se aplica –aunque no tan drástica-
mente– a la que sigue (cf. también Ahlgren y otros 2003 ).
 Similitud de coseno (Salton 1989; Newman 2010: 212-214, 387, 390-392).
Newman asegura que se la llama también similitud de Salton, pero no he podido
encontrar en el libro de Salton que él menciona nada que se parezca; sí se en-
cuentra tal concepto en otro texto del autor (Salton y McGill 1987: 121). Como
sea, Salton propuso considerar las filas o columnas i y j de la matriz de adyacen-
cia como dos vectores y usar el coseno del ángulo entre ellas como medida de si-
militud. Newman piensa que la medida proporciona una escala natural para me-
dir la similitud. Los valores posibles yacen entre 0 y 1. Una similitud de coseno
de 1 indica que dos vértices tienen exactamente los mismos vecinos y un valor
de cero denota que no tienen ningún vecino en común. Aunque en trigonometría
los cosenos pueden ser negativos, en el cálculo reticular ése no puede ser nunca
el caso. El sociólogo, cibernético y especialista en complejidad holandés Loet
Leydesdorff (2008 ) y otros después que él aconsejan desechar el coseno de
Salton y confiar más bien el índice de Jaccard como medida de similitud. Ley-
dersdorff ejemplifica el uso y prueba la utilidad de este método (aunque en ver-
sión normalizada) utilizando Pajek.
 Equivalencia automórfica (Borgatti, Everett y Freeman 1992). Esta clase parti-
cular de equivalencia pone en foco no ya las posiciones de individuos en la red
sino en una visión del conjunto algo más abstracta. La equivalencia automórfica
se pregunta si la totalidad de una red puede ser re-formulada, poniendo diferen-
tes actores en diferentes nodos, pero dejando la estructura relacional o el esque-
leto de la red intacta. Es una de las pocas medidas de la vieja guardia que sirve
para medir significativamente similitudes entre redes. Hanneman y Riddle (2005
) proporcionan un detallado tutorial para ejecutar esta medición en UCINET,
extrapolable a otros ambientes de análisis. También hay referencias en Wasser-
man y Faust (1994: 469-473 ).
 Equivalencia regular (Borgatti, Everett y Freeman 1992; Newman 2010: 217).
Es una medida extraordinariamente expresiva que permite identificar “roles” so-
ciales a partir de elementos y sus relaciones. Se dice que dos vértices son regu-
larmente equivalentes si aunque no tengan vecinos en común tienen vecinos que
son similares. Las medidas de equivalencia regular están menos desarrolladas
que las de la equivalencia estructural; ni hablar de los juicios de similitud. Aun
como medida local adolece de severas dificultades, como la de dar valores disí-
miles en el cálculo de la auto-similitud, es decir, en la comparación de un nodo
consigo mismo. Con los años, empero, se han pensado soluciones a este proble-
ma que pueden ser útiles en casos particulares. Como siempre, el libro de Han-
neman en la Web incluye un capítulo perfecto sobre todos los detalles del cál-
culo de la equivalencia regular.

270
Otra contribución a la clasificación de redes se encuentra en el sitio de PyNetSim, un
grupo de biología computacional ligado a la Central South University consagrado espe-
cíficamente a mantener una tabla de métodos de estimación de similitud de redes y a de-
sarrollar un módulo de software previsiblemente llamado PyNetSim (hoy en versión 1.0
para entorno Python) que comprende todos los 23 métodos de comparación de redes que
figuran en la tabla 10.1. El producto requiere instalación previa de SciPy o equivalente
disponible para múltiples entornos operativos.

Tipo de índice Nombre del índice


Vecinos comunes
Indice de Salton
Indice de Jaccard
Indice de Sørensen
Indice de hub promovido
Indice de hub deprimido
Basados en vecinos comunes Indice de Leicht-Holme-Newman
Indice Adamic-Adar
Indice de alocación de recursos
Indice geométrico
Primer índice de Kulczynski
Segundo índice de Kulczynski
Indice UN2 de Sokal y Sneath
Basado en attachment preferencial Indice de attachment preferencial
Indice de camino local
Basados en caminos de redes Indice de Katz
Indice de Leicht-Holme-Newman
Tiempo de commute promedio
Coseno basado en L+
Basados en camino al azar SimRank
Camino al azar local
Camino al azar superpuesto
Matrix forest index Matrix forest index
Tabla 10.1 – Medidas de similitud de redes de PyNetSim

Aparte de los incluidos en PyNetSim, el número de algoritmos específicos orientados a


mediciones de similitud en o entre redes es también elevado, y hasta el día de hoy no se
ha sincronizado con las metodologías propuestas ni se ha unificado la terminología.
Pese a ello, hay un cierto núcleo de convergencia bastante aceptable entre las metodo-
logías disponibles. Sucheta Soundaranjan y Tina Eliassi-Rad de la Universidad Rutgers,
junto a Brian Gallagher del Lawrence Livermore Laboratory, han elaborado una amplia
comparación entre los métodos más conocidos (Soundarajan y otr@s 2013 ; 2014 ).
En el experimento comparativo, cada uno de los métodos mide dos redes y produce un
puntaje numérico de similitud.
Los autores usan la distancia de rango tau [τ] de [Maurice] Kendall para evaluar la
correlación entre 20 medidas de similitud de redes, aprovechando el experimento para
articular una clasificación de las mismas. Explicamos esta distancia más arriba, en la
pág. 55; aquí sólo resta decir de ella que debe tomarse con precaución, dado que Ken-
dall ha sido un aleatorista al borde del fundamentalismo y sus propuestas de medida se
271
hallan por lo común finamente moduladas para aumentar la impresión de aleatoriedad
del objeto al cual se aplican. Cuanto mayor es la distancia, más disímiles son las dos lis-
tas cotejadas.

Micro-nivel Meso-nivel Macro-nivel


Distancias de camino al azar,
Basados en Grado, Densidad, Transitividad,
NetSimile InfoMap-In, InfoMap-Known,
vectores Eigenvalues, LBD
InfoMap-In&Known
Basado en
NetSimile SVM AB, BFS, RW, RWR
clasificadores
Basados en AB-Match, BFS-Match, RW-
NetSimile-Match
cotejo Match, RWR-Match
Tabla 10.2 – 20 medidas de similitud de redes (Soundarajan, Eliassi-Rad y Gallagher 2013 )

A partir de esta segunda década del siglo XXI han comenzado a aparecer herramientas
para medir esta distancia; algunas de ellas se encuentran en línea (cf. Wessa 2012 ).
La consideración de medidas de redes como indicadores de similitudes y diferencias
estaría inconmpleta si no tuviéramos en cuenta las elaboraciones de Albert-László Bara-
bási sobre correlación de grado, donde se incluye una función que permite medir dicha
correlación y discute de qué manera tal medida afecta el comportamiento y las propie-
dades de una red, dependiendo de la clase de red de que se trate.

Figura 10.1 – Comparación de métricas de similitud de redes


Basado en Soundarajan, Eliassi-Rad y Gallagher (2014: figs. 2 y 5 )

Vistas las medidas que son, en último análisis, indicadores estadísticos o cuantitativos
de diferencias y similitudes, restan por examinar las elaboraciones que han aportado las
que son acaso las mejores alternativas de comparación entre redes, así como la base del
uso de formalismos y representaciones reticulares para comprender mejor las problemá-
ticas de la comparación en otros órdenes más allá de las redes, los grafos y los modelos
relacionales.

272
10.3 – Las redes como instrumentos de medición de similitud y diferencia

Tomar la linealidad como punto de partida es asig-


nar a un fenómeno tan inusual el papel general-
mente incorrecto de hipótesis nula o incumbente. En
las ciencias sociales, al menos, la linealidad debe
considerarse generalmente como un apartamiento de
la no-linealidad, y no viceversa.
Louis Guttman (1977: 91).

Hay otro aspecto en estas discusiones que juzgo igualmente descorazonador. Pocos au-
tores han caído en la cuenta de que hay por lo menos tres instancias diferenciales no
bien comprendidas ni discriminadas en la relación entre redes y similitud. Por un lado
existe la necesidad de establecer similitudes entre elementos o grupos en el interior de
una red; por el otro a veces es necesario comparar redes entre sí en base a las diferencias
de sus medidas locales o globales o por otros medios más específicamente orientados a
la comparación; por el otro una red constituye en sí uno de los formalismos más
expresivos que existen para medir o apreciar similitudes y diferencias entre otras entida-
des que pueden o no ser modeladas como redes en su origen. Esto es: los datos en fun-
ción de los cuales se establecerá la proximidad entre cualesquiera objetos pueden adop-
tar (contemplados desde cierta perspectiva y merced a las matrices que le subyacen) es-
tructura de grafo, de árbol o de red. Dicho de otra manera: aunque recién se está co-
menzando a explotar este potencial, los grafos, las redes y en particular los árboles son
acaso las más poderosas y genéricas herramientas de elaboración comparativa de simili-
tudes, analogías, isomorfismos y diferencias.
Algunos de los trabajos más interesantes y tempranos respecto de la representación de
distancias mediante artefactos reticulares son los de James P. Cunningham (1978; 1980
), por entonces en el Departamento de Psicología de la Universidad Cornell en Ithaca,
Nueva York, y uno de los mayores especialistas en el reconocimiento visual de simili-
tud e identidad. Si bien algunos autores habían propuesto utilizar grafos, árboles y redes
para representar objetos en la memoria y distancias psicológicas, Cunningham es acaso
el primero en desarrollar adecuadamente el modelo. Unos cuantos entre los trabajos más
tempranos, sin embargo, son significativos por cuanto ilustran las dificultades para re-
presentar distancias (vale decir, diferencias) en función ya sea de clustering jerárquico o
de tiempos de respuesta,64 criterio este último que eventualmente había considerado

64
No quisiera dar la impresión de estar forzando el abandono de un problema o de una línea de solucio-
nes, pero en verdad descreo de la psicología cognitiva que se ha edificado en base a la medición de tiem-
pos de respuesta en la línea de E-Prime, Inquisit, Presentation®, PsychoPy, PsyToolkit y otras herramien-
tas. Como bien se ha aprendido en el campo de las metaheurísticas, el tiempo de resolución de un proble-
ma no depende tanto de la magnitud del espacio de fases ni de que las formas se representación sean pro-
posicionales o imaginarias, sino de las estrategias adoptadas en el planteo heurístico y de la clase de com-
plejidad implicada. Se sabe que distintas personas con distintas experiencia y perfiles cognitivos escogen
estrategias diferentes. No creo tampoco que la distribución de los tiempos de respuesta se aproxime a una
distribución normal; sin embargo todos los programas que elaboran la gestión de datos en la especialidad
eliminan sistemáticamente outliers presuntos, re-escalando y normalizando los datos antes de empezar.

273
Eleanor Rosch (Collins & Quillian 1969 ; Anderson & Bower 1973; Rips, Schoben y
Smith 1973 ; Collins & Loftus 1975; Norman & Rumelhart 1975).
Con tales antecedentes, Roger Schvaneveldt, Francis Durso y Donald Dearholt (1984
) son acaso quienes mejor han comprendido esta inflexión, describiéndola en un ensa-
yo adelantado a su tiempo (n. b.: diez años antes que Wasserman-Faust) de un modo
que vuelve a vincular buena parte de los modelos que revisamos en este libro y que está
asociado a por lo menos una herramienta sostenible de implementación:
La ubicuidad de los datos de proximidad ha alentado el desarrollo de muchos métodos para
caracterizar la estructura subyacente en los conjuntos de proximidades. Algunos métodos,
tales como el escalado multidimensional (Shepard 1962 ; Kruskal 1964a , 1977) presu-
ponen un espacio continuo y multidimensional como modelo subyacente. Los modelos es-
paciales [o geométricos] generalmente representan entidades como puntos en el espacio y
las relaciones entre las entidades se capturan en las distancias entre entidades en ese espa-
cio. Las dimensiones del espacio a menudo reflejan importantes dimensiones de variación
en los datos de proximidad. Otros métodos derivan de modelos discretos que exhiben
clusters jerárquicos (Johnson 1967), clusters superpuestos (Shepard y Arabie 1979), estruc-
turas en árbol ([…] Cunningham 1978; Sattah y Tversky 1977), de redes (Hutchinson 1981;
Feger y Bien 1982; […] Schvaneveldt, Dearholt y Durso 1988 ). Los modelos discretos
generalmente representan entidades como nodos en redes y relaciones entre entidades como
vínculos que conectan nodos. Los patrones de conexiones entre nodos en redes a menudo
reflejan clustering y otras estructuras en los datos de proximidad. Mientras los modelos es-
paciales tienen fundamento matemático en la geometría, los modelos discretos a menudo
derivan de la teoría de grafos (Schvaneveldt, Durso y Dearholt 1984 ).

Las investigaciones de Schvaneveldt, todavía activo, fueron de interés en su momento.


Él fue el inventor del programa Pathfinder Network Scaling el cual merece alguna refe-
rencia. En base a una matriz como la representada a la izquierda de la figura 10.2 el
programa genera una red de proximidad como la de la derecha. El programa se encuen-
tra todavía disponible y en torno a él hay abundante documentación; también hay una
extensa colección de papers y ponencias que hacen uso de esta prestación y hasta un
libro completo que refiere a aplicaciones en múltiples disciplinas (Schvaneveldt 1990
). PNS trabaja en base a proximidades, las que internamente son tratadas en términos
de algoritmos de clustering y scaling multidimensional. Las proximidades se pueden
obtener a partir de similitudes, correlaciones, distancias, probabilidades condicionales o
cualquier medida de relación entre entidades. Si las proximidades son similitudes, las
aristas conectarán nodos de alta similitud. El problema de asimetría referido por Tvers-
ky se soluciona gordianamente: las proximidades simétricas significan que el orden de
las entidades no es importante, de manera que la proximidad de dos entidades i y j es la
misma que la que media entre j e i. Si las proximidades no son simétricas el grafo será
dirigido y ahí acaba el dilema. El programa calcula incluso un puñado de similitudes y
diferencias entre el número de redes que se desee.
Después de una década en que la iniciativa de Schvaneveldt durmió el sueño de los jus-
tos, fuera de la comunidad que se consagra a indagar el alineamiento y la edición diná-
mica y transformacional de grafos y árboles (que se expandió fuertemente ya iniciado
este siglo) la idea de usar modelos de red para indagar las relaciones de proximidad y
similitud volvió a resurgir por un instante a mediados de los 90s. La metáfora es elo-
274
cuente pero exige una interdisciplinariedad irreductible, de modo que hoy en día aunque
el nicho en torno de Pathfinder está consolidado el modelo se encuentra en maintenance
mode y no es por cierto una idea dominante excepto en el campo sumamente especiali-
zado de las redes semánticas y de la representación del conocimiento, un área inmensa
que no es posible examinar en este libro fuera de una leve mención bibliográfica
(Klauer y Carroll 1995 en Luce y otros, cap. §17; Sowa 1991 ; van Harmelen, Lif-
schitz y Porter 2008: caps. §5 y §11).

Figura 10.2 – Matriz de datos y red de similitud de Pathfinder.


Según Schvaneveldt (1989: 265)

Particularmente productivo como instrumento para la comparación directa de redes es la


determinación de los motivos presentes en ellas. Una implementación excelente de esta
clase de análisis se detalla en el trabajo de Uri Alon (2007 ) orientado a la biología pe-
ro generalizable a cualquier campo de investigación. En este sentido es de interés la in-
vestigación de Shalev Itzkovitz, Ron Milo, Nadav Kashtan, Reuven Levitt, Amir Lahav
y el mismo Uri Alon (2006 ) sobre caminos armónicos y motivos en red recurrentes
en la música occidental, en la que suministra también una lista ilustrada de los motivos
en tríada posibles, sea en música o en cualquier otro dominio. En otro artículo de Milo y
otros (2002 ) sobre motivos de redes en general se despliega una de las tipologías más
claras y completas que conozco de uno de los mejores descriptores comparativos de
redes que existen.
Un programa específico para la identificación de motivos es mFinder, disponible en la
Web de Alon y su equipo de investigación en el Instituto de Ciencia Weizmann [ ‫מכון‬
‫ ]ויצמן למדע‬de Rehovot, Israel, unos kilómetros al sur de Tel Aviv. Otros programas que
realizan las mismas o parecidas tipificaciones que mFinder son FanMOD (desarrollado
por Florian Rasche y Sebastian Wernicke en la Universidad de Jena) y MAVisto (pro-
gramado por Falk Schreiber de la Universidad de Constanza y Henning Schwöbverme-
yer de Sungene GmbH). La mayor parte de esos programas viene munida de una biblio-
grafía ajustada al problema y de un puñado de archivos de ejemplos. Aunque a veces los
sitios se caen, la financiación se agota y los mecanismos de vigilancia de búsquedas en
la Web amenazan con represalias, la investigación en este terreno de lo que podríamos
llamar meta-análisis está en estos años viva y vigente como pocas otras. En lo que a mí
respecta, no doy abasto. En la página sobre motivos de redes en Wikipedia (en la que in-

275
serto mis bocadillos periódicos y controlo las contribuciones ajenas) cada semana apare-
cen más algoritmos, ponencias, teoremas y programas para elegir. Ningún interesado
debería dejar de leer la imperdible sección sobre comunidades del curso de redes en lí-
nea de Albert-László Barabási.
En un registro muy parecido, cFinder (en versión 2.06 a la fecha) es un utilitario que
permite encontrar clusters, comunidades, módulos o grupos cohesivos en redes de pe-
queño, mediano o gran porte utilizando el método de percolación de cliques favorecidos
por los especialistas de la tradición húngara en teoría de grafos, una comunidad a la que
hay que también estar atento por cuanto media entre Erdös y Rényi por un lado con sus
grafos E-R y Albert y Barabási por el otro con sus redes A-B, para no hablar de Frygies
Karinthy [1887-1938], el inventor pionero de la idea de los mundos pequeños (los “seis
grados de separación”) en su cuento “Láncszemek” [“Cadenas”] (cf. Karinthy 1929 ;
Farkas y otros 2007 ). Particularmente destacables son los archivos de casos que a-
compañan al programa, los que incluyen redes con varios miles o millones de nodos y
vínculos. Las instancias de aplicación de esta metodología al análisis de redes sociales y
al afianzamiento de las prestaciones comparativas (que se han multiplicado en la última
década) han alcanzado una cota considerable y aquí sólo puedo computar unas cuantas
para que el lector emprenda su propia búsqueda y actualice el seguimiento de la década
que falta (cf. Onella y otros 2005 ; Palla y otros 2007 ; González, Lind y otros 2006
; González, Herrmann y otros 2006 ; Kumpula y otros 2007 ; Toivonen y otros
2006 ). No son ideas de filoso potencial comparativo lo que se está echando de menos.

Clasificación de algoritmos para descubrimiento de motivos


Inducido / No
Conteo Base Nombre Nombre
Inducido
mfinder mfinder Inducido
ESU (FANMOD) ESU (FANMOD) Inducido
Centrado en la Kavosh (usado en Kavosh (usado en
Inducido
Red CytoKavosh) CytoKavosh)
G-Tries G-Tries Inducido
Exacto
PGD PGD Inducido
FPF (MAVisto) FPF (MAVisto) Inducido
Centrado en el NeMoFinder NeMoFinder Inducido
subgrafo Grochow-Kellis Grochow-Kellis Ambos
MODA MODA Ambos
Codificación de Algoritmo N. Alon Algoritmo N. Alon
No inducido
Estimación / colores et al et al
Muestreo mfinder mfinder Inducido
Otras
ESU (FanMOD) ESU (FanMOD) Inducido
Tabla 10.3 – Clasificación de algoritmos de detección de motivos en redes.
Basado en el artículo epónimo de Wikipedia (al 1-6-2017)

Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la idea subyacente al análisis de motivos en el
sentido de que las sub-estructuras topológicas por sí solas van de la mano con diversos
principios funcionales ha sido puesta en tela juicio. En biología a menos, hoy se piensa
que es difícil ganar una comprensión significativa en la función biológica considerando

276
la arquitectura de conexiones de una red genética o su descomposición en simples moti-
vos estructurales. A menudo es necesario suplementar tal información estructural con
parámetros kinéticos o con datos experimentales de series temporales dinámicas, los
cuales suelen ser difíciles de obtener (Ingram, Stumpf y Stark 2006 ). Las mismas
previsiones deberían tenerse en cuenta, naturalmente, en otros dominios de aplicación.
Capítulo aparte son los algoritmos desarrollados para cotejar o alinear redes genéticas,
genómicas, metabólicas, proteínicas y (en general) biológicas de altísima complejidad.
Tal parece que la comparación de redes se encuentra por necesidad mucho más avanza-
da en este terreno que en cualquier otra práctica científica con la posible excepción de la
detección de redes criminales, una incumbencia tentadora para esos antropólogos (que
nunca faltan) inclinados hacia turbias tareas de soporte en los organismos de law enfor-
cement (Conway 2011 ; Hong-lin y otros 2014 ; Davies y Marchione 2015).
En otros órdenes temáticos, aquí sólo podremos referirnos a un par de casos caracterís-
ticos referidos a redes de altísima complejidad. Junto con Michael Lässig, Johannes
Berg (de la Universidad de Köln) ha desarrollado por ejemplo una metodología de ali-
neamiento de redes por medio de un análisis bayesiano cuya funcionalidad se encuentra
más allá de mi competencia actual. Lo han acompañado de una biblioteca de software,
GraphAlignment, que funciona en ambiente R. El alineamiento es un mapeo entre nodos
y aristas que depende de un fino scoring de homologías y que se configura con otras al-
ternativas de comparación, tales como la identificación de motivos de Milo, Alon y
otros cuyos trabajos los mencionados Berg y Lässig (2006 ) han seguido de cerca.
Lo mismo se aplica al equipo que programó PathBLAST, una metodología alternativa de
alineamiento de redes genómicas a través de las especies implementada por Brian Ke-
lley y otros (2004 ) disponible para consulta en línea y próximamente en versión para
entorno Cytoscape.65 Tanto la elaboración teórica de los equipos de Berg y Kelley como
las aplicaciones empíricas son de un rigor notable. Algunas de las aplicaciones imple-
mentan principios y medidas de la comparación que se han revisado más arriba en este
libro para resolver problemas técnicos puntuales; no ha faltado, por ejemplo, quien prac-
ticara un alineamiento bayesiano de proteínas vía una tetraedralización o una triangu-
lación de Delaunay, vinculada con los diagramas de Voronoi y los modelos geométricos
de visualización de proximidades y semejanzas que describimos en el capítulo §4. Aun-
que la identificación de motivos, cliques y comunidades se inició mayormente en las
ciencias humanas, no creo fácil extrapolar los métodos a estructuras de redes sociales y
espaciales en la que las dinámicas funcionales no están ni remotamente igual de estable-
cidas, pero este trabajo, al menos, demuestra que una comparación productiva entre
expresiones reticulares complejas –aunque amenazada por intratabilidades diversas– es
en principio viable.

65
Si bien Cytoscape ha sido diseñado para el análisis de redes de interacción biomoleculares, se ha gene-
ralizado también en el análisis de redes sociales masivas y complejas y en el modelado y puesta en valor
del tratamiento con drogas ayurvédicas y otros aspectos de las medicinas alternativas.

277
El alineamiento comparativo de dos o más redes se ha tornado un tema tan prioritario de
investigación y desarrollo que ya hay una veintena de equipos científicos y tecnológicos
trabajando en el tema. Tan es así que están comenzando a aparecer surveys y bench-
marks de los distintos entornos y algoritmos de alineamiento. Connor Clark y Jugal
Kaita (2014 ) de la Universidad de Colorado en Colorado Springs, por ejemplo, han
publicado hace poco un estudio comparativo de la performance de NETAL, PINALOG,
GRAAL, SPINAL, C-GRAAL, MI-GRAAL, GHOST (de Carnegie-Mellon), Natalie 2.0 e
IsoRank (del MIT). El programa C-GRAAL, por lo pronto, disponible sólo para entornos
Unix/Linux o para las máquinas virtuales correspondientes, se puede usar en principio
para el alineamiento de cualquier tipo de redes, sociales inclusive, y por ende para el
tratamiento comparativo de cualquier problema, estructura o proceso que admita una re-
presentación en términos de grafos o matrices de incidencia.
Apuntando a un conjunto de disciplinas más amplio, Frank Emmert-Streib, Matthias
Dehmer y Yongtang Shi (2016 ) acaban de publicar un paper titulado “Fifty years of
graph matching, network alignment and network comparison”, en el que recuperan frag-
mentos de una historia que algunos habíamos olvidado o desconocido y que la ortodoxia
del ARS inadmisiblemente desconoce (cf. Wasserman y Faust 1994 versus Döpmann
2013 ; Dehmer, Emmert-Streib y Killian 2006 ; Dehmer y Emmert-Streib 2007 ).
Estos últimos, en particular, abogan por un modelo de grafos simples y genéricos (sin
peso, sin dirección) parecidos a aquellos con los que uno se tropieza día de por medio
en las ciencias sociales. A la fecha (agosto de 2022) estoy todavía asimilando esta llu-
via de información, pero de esa historia que la ortodoxia del ARS ha ignorado está sur-
giendo por un lado un patrón de concordancia y por el otro una extraña situación de
divergencia.

Figura 10.3 – Desarrollo histórico de la DEG (Gao & al 2010: 114)


Claves bibliográficas: [13] Tao & al (2006); [14] Tao & al (2008); [16] Gao & al (2008);
[18] Messmer y Bunke (1994); [20] Bunke (1997); [26] Marzal y Vidal (1996).

Si se mira hacia el pasado se verá que la historia del alineamiento de grafos se remonta
al prolífero Bohdan Zelinka [1940-2005] quien publicó un documento sobre el tema en
inglés pero en una revista checa que no ha circulado como se debe, y en el cual recono-
cía antecedentes en alemán y en ruso que tampoco han sido beneficiados por la traduc-
ción, la vigencia y el reconocimiento: F. Sobik, F. Kaden, V. Kvasnička, V. Baláž, M.
Sekanina, J. Koča (Zelinka 1975 ; 1987 [1984] ; Deza y Deza 2006: 197, 198; Ka-
den 1990 [s/f ] ). La maldición que pesa sobre los textos de esa generación no se debe
sólo a su mínima circulación en las periferias, sino a que muchas de las medidas pro-

278
puestas (la distancia de Zelinka, por ejemplo, que busca determinar la similitud entre
dos grafos averiguando cuál es el mayor sub-grafo inducido que tienen en común) im-
plican problemas que se saben NP-duros o NP-completos que tal vez sean susceptibles
de solución aproximada ahora pero no lo eran en ese entonces (cf. Deza y Deza 2006:
147-148; cf. Kaden 1990 ). En estas condiciones ha sido razonable que basándose en
metaheurísticas y en estadísticas no-estándar el alineamiento de grafos y redes haya re-
surgido recién hoy y esté experimentando un impulso inédito.
En algún momento la exploración en torno del alineamiento y del problema del isomor-
fismo de grafos (que se describirá a partir del párrafo siguiente) dio lugar a varios algo-
ritmos y medidas relacionadas con la distancia de edición de grafos [GED = graph edit
distance], la cual es una medida de similitud (o disimilitud) entre grafos. La medida fue
formalizada matemáticamente por Alberto Sanfeliu y Fu King-Sun (1983 ) en un do-
cumento de muy clara exposición y munido de una ejemplificación contundente. La dis-
tancia se basa en la computación del número mínimo de modificaciones requeridas para
transformar un grafo dado en un grafo de referencia. Los grafos mismos se definen me-
diante una gramática descriptiva de grafos (DGG) que pueden usarse para otros fines.
Las transformaciones incluyen inserción y borrado de nodos, inserción y eliminación de
ramas y sustitución de etiquetas de nodos y ramas. Es usual que en el cálculo del costo
de las operaciones de edición se utilice alguna variante de la distancia de Hamming que
hemos descripto en el capítulo correspondiente (cf. pág. 51).
Malgrado la pésima imagen que tienen en la filosofía rizomática por motivos banales,
los árboles son estructuras combinatorias particularmente bien estudiadas en el siglo
XXI. Cuando los grafos son árboles se habla de distancia de edición (o de alineamiento)
de árboles, lo que ha llegado a ser (literalmente) una rama específica del estudio de si-
militud de grafos (cf. Bille 2005 ). Si bien los problemas característicos de edición y
distancia de las representaciones en árbol son NMP-duras, e incluso MAX SNP-duras,
bajo restricciones muy convenientes y en casos especiales (p. ej. árboles de grado cons-
tante) sucede que existen algoritmos capaces de operar en tiempo polinómico. El pro-
blema de distancia de alineamiento en árboles es un caso especial del problema de la
edición y corresponde a una distancia restringida en la cual todas las inserciones se tie-
nen que hacer antes de cualquier poda. Pese a su nombre, la distancia de alineamiento
no satisface la desigualdad de triángulo que hemos definido más arriba (cf. pág. 52) y
por lo tanto no es en un sentido estricto una distancia métrica, lo cual (después de
Tversky) hace rato que ya no es causa de excomunión.
Debido a que el número de aplicaciones de la teoría de grafos es virtualmente infinito,
muchas prácticas y disciplinas se han beneficiado de esta metodología de comparación;
se encuentran desarrollos basados en esta técnica en el reconocimiento de caligrafía o
escritura manual, en la clasificación e identificación de huellas dactilares, en quimioin-
formática, en bases de datos de textos, en reconocimiento de fotografías, patrones e imá-
genes y en aprendizaje de máquina en general. Cuando en un episodio de series sobre
investigación forense como CSI aparece un cartel de MATCH!! parpadeante en la bús-
queda aproximativa de un rostro, una huella o un perfil mitocondrial no son los datos

279
crudos ni sus conteos estadísticos sino los grafos subyacentes los que coinciden por en-
cima o debajo de un valor de matching o un criterio de adecuación que se puede graduar
según los más finos matices de significancia. Aunque resta todavía imaginar las formas
de hacer converger estos grafos con los grafos conceptuales, los grafos existenciales y
los grafos de representación del conocimiento (v. gr. Sowa 1991 ; Lukose y otros
1997; Chein y Mugnier 2009 ), estas variedades de la comparación se utilizan en to-
dos los departamentos de la tecnología y el comercio y en las inflexiones más sutiles y
de más alto valor estratégico de la práctica. Quien a pesar de todo esto siga insistiendo
con la cantilena de la crisis de representación en este preciso dominio debería someter a
examen su inteligencia.
La bibliografía sobre la GED y la DGG está ganando envergadura y se multiplica en ca-
da nuevo congreso de reconocimiento de patrones y en cada nueva aplicación de bús-
queda en la Web (Gao, Xiao, Tao y Li 2010 ; Riesen, Emenneger y Bunke 2013 ;
Riesen 2015 ). La madre de todas las conferencias de la especialidad (Graph-Based
Representations in Pattern Recognition) se lleva a cabo todos los años en distintas ciu-
dades y ya va por su décimoquinta edición; sus ponencias son religiosamente editadas
por Springer en su prestigiosa colección Lecture Notes in Computer Science, ya a punto
de superar los 10.200 títulos. La institución convocante es la IAPR-TC15, o sea el Co-
mité Técnico #15 de la Asociación Internacional para el Reconocimiento de Patrones,
un nombre de apropiadas resonancias cognitivas y batesonianas. Las problemáticas de
graph matching en general y de la distancia de edición en particular no dominan todo el
territorio pero tienen en estos simposios multitudinarios un albergue seguro y un camino
abierto al intercambio.
Ya sé que no pocos de entre nosotros creen que las buenas ideas que existen son mayor-
mente creación nuestra y que los científicos o los matemáticos no son gente muy des-
pierta, como instan a pensar Edgar Morin o Bruno Latour con opinable sentido de la
responsabilidad; pero quien insista en que la antropología lleva la delantera en materia
de comparación y comprensión indiciaria de la similitud y la diferencia quizá no conoz-
ca todos los elementos de juicio que hacen a la verdad. Lo importante para nosotros en
esta clase de avances no finca en la precisión o en la eficiencia que se va ganando en el
campo tecnológico sino en el esclarecimiento de las complejidades y riquezas que se es-
conden en los juicios humanos sobre la similitud y la diferencia y que sólo comenzaron
a revelarse cuando se los intentó modelar formalmente al empuje de una fuerte in-
versión en I&D.
Aunque implícitamente la mayor parte de los estudios de casos y desenvolvimientos
metodológicos en torno de la distancia de edición de grafos concierne a árboles, el con-
cepto de edición de árboles y la distancia correspondiente se ha desarrollado con una
cierta independencia, lo cual es comprensible en razón de la naturaleza inevitablemente
jerárquica de los grafos implicados y la relación de éstos con las problemáticas de hi-
perbolicidad que se tratarán en el capítulo siguiente (cf. Bille 2005 ; Chen 2015 ;
Schwarz, Pawlik y Augsten 2017). La idea de distancia de edición de árboles [tree-edit
distance, TED] fue introducida por Kuo-Chung Tai (1979 ) hace ya varias décadas co-

280
mo generalización del problema de la edición de strings en las gramáticas independien-
tes de contexto derivadas de la jerarquía de la complejidad de Chomsky aplicadas al re-
conocimiento de patrones sintácticos, sin la menor relación, en aquel entonces, con el
análisis de redes sociales. En la década de 1990 la edición de áboles sería complementa-
da en genética computacional por el alineamiento de árboles, tecnología a pocos grados
de separación que no describiré aquí por el momento.
Mientras que la inclusión de rutinas de cálculo de distancia en los ambientes de análisis
de redes sociales y grafos es cuestión de tiempo, hay, como no podría ser de otra forma,
paquetes de software específicos para computar distancia de edición de grafos, redes,
árboles o matrices. Dos de los que primero vienen a la mente son GEDEVO (Graph Edit
Distance + EVOlution, basado en el algoritmo genético)66 y Graph Matching Toolkit. El
primero fue desarrollado en el Instituto Max Planck de Informática del sur de Dinamar-
ca. El segundo se origina en la Hochschule für Wirtschaft FHNW del Institute für Wirts-
chaftinformatik del noroeste de Suiza (Ibragimov y otros 2013; Riesen, Emmenegger y
Bunke 2013 ). Hay otras muchas herramientas para alineamiento de redes en general y
cálculo de la distancia de edición en particular como GEDEVO-M (extensión de GEDE-
VO para alineamiento de múltiples redes), NABEECO (basado en optimización meta-
heurística de colonia de abejas) NETAL, SPINAL, Natalie, IsoRank, GHOST y C-
GRAAL, programado éste por el equipo de Nataša Pržulj, autora de varios programas de
la creciente familia GRAAL orientados a la bioinformática y a campos de complejidad
equivalente.
Mirando hacia el futuro y en el límite del estado de arte, diversos grupos de investigado-
res están trabajando desde hace un tiempo en la resolución del problema del isomor-
fismo de grafos, mucho más importante para el análisis de redes sociales y espaciales y
para la estimación de similitudes y diferencias entre redes de lo que podría pensarse. El
problema surge cuando se necesita saber si dos grafos o sub-grafos son isomorfos o si
alguno lo es (o está cerca de serlo) en relación a otro grafo bien conocido cuyas propie-
dades se han trabajado exhaustivamente y son una fuente de heurísticas o de intuiciones
felices para problemas de otro modo intratables. La GED entrevista en el párrafo ante-
rior es una medida de distancia que surgió en este contexto asociada a un algoritmo es-
pecífico. El GIP, como se lo conoce en las comunidades de la complejidad, califica co-
mo un problema NP-intermedio cuya resolución puede escalar sumamente mal. Para
ciertas clases de grafos (grafos planares, en árbol, pesados, de permutación) ya se han
descubierto varios algoritmos subóptimos pero viables que atenúan la sensación de ca-
tástrofe; pero para una incierta proporción de las estructuras de grafos todavía no hay
visos de que suceda nada semejante.
Cada tanto pasa que a uno u otro centro de investigación le da por anunciar que ha con-
seguido desentrañar alguno de estos problemas irresueltos y es usual que los laborato-
rios hagan tanta bulla como si se hubiera encontrado la solución al problema de Galton

66
He escrito una introducción útil al algoritmo genético y a otras metaheurísticas en mi libro Complejidad
y Caos (Reynoso 2006: cap. §3.3). Hay presentaciones específicas en mi página académica, y en particu-
lar en http://carlosreynoso.com.ar/algoritmo-genetico/.

281
o a alguno de los problemas de Hilbert, pero en general conviene mirar estos anuncios
con precaución aunque se publiquen en Science o en Nature. Muchas otras veces se can-
tan loas a las metaheurísticas, sin las cuales los problemas intratables serían más radi-
calmente imposibles de tratar; pero se corre el riesgo de que las metaheurísticas se con-
viertan (por su resignación a aceptar soluciones menos que óptimas y por sus hecatom-
bes eugenésicas de outliers y de registros perdedores que no dan la talla) en sustitutos
contemporáneos cool de las técnicas de muestreo.
Un segmento aparte en esta familia de tecnologías está compuesto por un amplio con-
junto de algorítmicas de transición que se desarrollaron entre 1986 y 1994 en las confe-
rencias realizadas bajo la consigna Graph-Grammars and Computing by Graph Trans-
formation y que culminaron con la publicación del Handbook de la misma temática edi-
tado por Grzegorz Rozenberg, siempre presente en todos los workshops (1997; cf. Claus
y otros 1979; Ehrig y otros 1983; 1987; 1991; Cuny y otros 1995). Desde el año 2002
hasta hasta este mismo año de 2022 las conferencias continuaron en la misma tesitura
bajo el nombre de Graph Transformation International Conferences [ICGT]. Los temas
a los que se ha aplicado esa tecnología son infinitos y van desde la relación entre las
gramáticas de grafos y las redes de Petri hasta los sistemas-L, pasando por la computa-
ción masivamente paralela y tolerante a fallas, el reconocimiento de patrones sintácti-
cos, las herramientas generativas para comprensión de imágenes, el modelado de com-
piladores y los lenguajes de figuras entrevistos por Gift Siromoney [1932-1988] en los
kōlaṁ del sur de la India. En las ciencias sociales, mientras tanto, en ningún momento
ha habido mención de las medidas de alineamiento, ni referencias a la edición de grafos,
ni aplicaciones imaginables, ni contribuciones a la comprensión de la comparación, la
similitud, la diferencia y la analogía. Se ha perdido así una oportunidad de vincular lí-
neas de investigación que se están tornando gratuitamente divergentes, como si entre las
diversas escuelas se impusieran rituales sistemáticos de evitación. En uno de los pocos
trabajos que se refieren a esta diversidad imprevista e inexplicable escriben en efecto
Emmert-Streib y sus colaboradores:
Las gramáticas de grafos surgieron en la teoría de grafos para definir operaciones complejas
en grafos tales como borrar o agregar subgrafos […]. El aparato matemático se deriva de
las gramáticas formales en teoría del lenguaje […] pero sus operaciones son más complejas
porque a menudo no son únicas y eso requiere definiciones adicionales. A grandes rasgos,
la diferencia con la DEG […] es la ausencia de costos asignados a operaciones concretas.
Este método también se ha usado para determinar la similitud estructural entre redes [Gert-
ner 1979]. Hasta donde sabemos, la relevancia práctica de este método es un tanto proble-
mática porque construir las gramáticas de grafos para problemas específicos de similitud de
grafos es muy intrincado (Emmert-Streib, Dehmer y Shi 2016: 7 ).

No todo es tan oscuro, sin embargo. Hoy nos encontramos en una situación en la que
disponemos de un amplio abanico de herramientas y de proyectos activos que impactan
en el tratamiento de la gestión de proximidades y distancias en las redes complejas pero
que desbordan su campo ontológico y arrojan consecuencias en la epidemología de la
similitud, la diferencia, la representación y la comparación en general.

282
Un último y apasionante capítulo referido a los aportes del análisis (espectral) de redes a
la comprensión de la similitud se refiere a las primeras experiencias de la serialización
en arqueología, derivada de aportes a la numismática y a la clasificación de artefactos
en museos y que llega a nuestros días a través de una compleja genealogía que recién en
el milenio que corre se está comenzando a comprender mejor. El primer eslabón en esta
cadena (a ser sustituido por otros anteriores a medida que se vaya conociendo mejor el
repositorio bibliográfico) es el estudio numismático de Sir John Evans [1823-1908] en
el cual se despliega un grafismo de similitudes análogo al que trazaría William Halse
Rivers Rivers medio siglo después en su primera aplicación del método genealógico en
la expedición de la Universidad de Cambridge al estrecho de Torres (cf. Evans 1850 
y figura 10.4 en esta página).
Los especialistas contemporáneos en seriación arqueológica y los técnicos que trabajan
con técnicas cladísticas y modelos evolucionarios en diversas disciplinas disponen de un
amplio aparato conceptual que distingue dos clases de similitudes, análogas y homólo-
gas, comprendiendo esta última dos variantes, sinapomórficas y simplesiomórficas, aso-
ciadas además a fenómenos de homoplasia. Se ha encontrado que sólo la similitud sina-
pomórfica es útil para establecer relaciones filogenéticas. Evans no utilizaría estas no-
ciones, sino que sus ideas sobre la similitud, la derivación histórica y la analogía le ven-
drían de las nociones de parentesco lingüístico comunes en la filología de los siglos
XVIII y XIX (Leaf 1981 [1979]: 91-92; O’Brien y Lyman 2002 ). Igual que sucede
con los los morfismos, homeomorfismos, difeomorfismos e isometrías de la topología y
con los homomorfismos, isomorfismos, endomorfismos y automorfismos del álgebra, la
sincronización entre estas conceptualizaciones comparativas al mismo tiempo estructu-
rales y dinámicas y los avances contemporáneos en la teoría y la práctica de la compa-
ración es todavía materia pendiente.

Figura 10.4 – Derivación de tipos de antiguas monedas inglesas según John Evans (1850 ).

283
Ése es el caso también con el método comparativo de otro pionero de la seriación ar-
queológica, Augustus Henry Lane-Fox Pitt Rivers [1827-1900], un agregado militar co-
lonialista, huaquero y contrabandista de artefactos que dista mucho de lo que llamaría-
mos un genio. Él fue más explícito sobre la razón por la cual un principio heredable de
continuidad proporcionaba una explicación de las seriaciones filéticas que articulaban
trabajos como los de Evans. Fue entonces que Pitt Rivers seleccionó y dispuso artefac-
tos en láminas ilustrativas con el objetivo de trazar algo así como el desarrollo de las
ideas específicas y su transmisión de un pueblo a otro, o de una a otra localidad, algo de
mayor valor “sociológico” que amontonar en una sola clase los artefactos de una región
geográfica como era común en la museografía y en los estudios sobre cultura material
de aquellos tiempos (Lane-Fox Pitt Rivers 1870 ; 1875: 294, 295 ; 1906 ; véase fi-
gura 10.5, izq.). Las láminas comparativas constituyen anticipos de los ulteriores estu-
dios sobre la similitud; las matrices están a un paso de cuajar como los escalados de
Guttman que elaboraba el antropólogo Robert Carneiro que analizamos en el capítulo
4.3 (cf. pág. 79).

Figura 10.5 – A la izquierda, series de transiciones de formas.


A la derecha, matriz de ordenamiento filético de clases de artefactos.
Según A. H. Lane-Fox Pitt Rivers (1875: lámina XXII ; 1906: 45 )

La concepión matricial cuaja de manera más plena todavía en los cuadros comparativos
usados en la serialización por Flinders Petrie, de los cuales brindamos ya algún anticipo
en la pág. 64. Hay una extensa bibliografía que ilustra el paso desde (a) las matrices de
Flinders Petrie que habíamos visualizado en la introducción al tratamiento de los mode-
los geométricos hasta (b) las modernas técnicas reticulares o transformacionales de se-
riación y agregación de similitudes, pasando por el análisis de Procusto de la geometría
morfométrica y la semiología gráfica de Jacques Bertin [1918-2010] (1967; 1981; Go-
wer y Dijksterhuis 2004). Disciplinas avanzadas y tecnologías de la más alta demanda
de las que desconocemos la existencia han reconocido logros de la más vieja antropo-
logía cuyo valor conceptual nos hemos obstinado en ignorar. No hay un sola línea de

284
trabajo en la que se historice o proyecte el modelado reticular de bloques, la semiología
bertiniana de grafos, la morfometría geométrica o la optimización combinatoria de redes
complejas que no reconozca en la obra de los arqueólogos evolucionistas del viejo mé-
todo comparativo o en la craneometría de su archi-rival, Franz Boas, el germen de su
inspiración (Boas 1905 ; Arabie, Boorman y Levitt 1978: 23-24 ; Caraux 1984 ;
Marcotorchino 1987 ; Cole 1996 ; Henry y Fekete 2006 ; Liiv 2010: 73, 75-78,
83, 86 ; Gertzen y Grötschel 2012 ; Klingenberg (2015: 920 ); Lipo, Madsen y
Dunnell 2015; Hirst 2017 ).
Cuando comencé a reunir los materiales para este libro no sospechaba yo que el modelo
geométrico de la similitud, el análisis de redes sociales, las escalas de Guttman, la seria-
cion arqueológica y el cálculo de la semejanza en la topología de las redes podrían tener
tantísimos aspectos convergentes. Desde muchas perspectivas, no obstante, al lado de
los desencuentros y de las burbujas aislantes entre disciplinas y tradiciones que hemos
individualizado hay quienes están poniendo hoy al descubierto un buen número de
pautas en común:
Nuestros resultados sugieren que la metáfora de la distancia-similitud que se ha encontrado
funcional en las espacializaciomes de display de punto y superficie también se aplica a las
espacializaciones de redes, pero de una manera diferente. En el caso de las imágenes de re-
des, la metáfora de la distancia-similitud opera mediante la igualación de la distancia mé-
trica a lo largo de los vínculos reticulares y la similitud. Encontramos entonces una correla-
ción negativa entre la distancia reticular y la similitud. Cuanto más lejos estén dos puntos
en una red (en términos de distancia, no de conteo de nodos) menos parecidos se los inter-
preta (Fabrikant y otros 2004 ).

Aunque rara vez tomamos conciencia de ello, las algorítmicas de descubrimiento y


comparación de patrones, del cálculo de sus distancias, de la identificación de sus gra-
máticas y sus alineamientos están sosteniendo un cambio tecnológico de vastas dimen-
siones concomitante a una serie de innovaciones ocurridas en el seno de las llamadas
ciencias blandas de las que resta tomar debida conciencia y documentar adecuada-
mente.67 Los métodos comparativos que habíamos visto surgir en la antropología del si-
glo XIX a partir de influjos nebulosos venidos de la filología, de la mitología y del de-
recho antiguo han experimentado una transformación cualitativa que ninguno de noso-

67
Incluyo entre ellas (en un orden arbitrario) la semántica de prototipos y la noción de conjunto polité-
tico; las redes sociales y su análisis; el análisis espectral basado en la seriación mediante conmutación de
matrices de Flinders Petrie y Czekanowski; las métricas boasianas en que se funda el análisis de Procusto
y la visualización de distancias; la jerarquía chomskyana de la complejidad que llevaría a la programación
de computadoras a través de lenguajes, interfaces, compiladores e intérpretes; la influencia de las teorías
psicológicas y antropológicas de aprendizaje sobre el machine learning; el modelado emergente “de abajo
hacia arriba” de los autómatas celulares y los modelos basado en agentes, concepto de agencia inclusive;
el método boasiano de la menor diferencia como precursor del análisis de Procusto; el aporte de la antro-
pologia cognitiva de Micronesia a los sistemas egocéntricos de posicionamiento y al diseño del primer
GPS; la idea de cismogénesis postulada una década antes de la creación del concepto de feedback; las pri-
meras aplicaciones de los exponentes fraccionales por Fechner y por Richardson mucho antes de la in-
vención de los fractales; el postulado de los “pequeños mundos” y los grados de separación en las es-
tructuras reticulares complejas; el impacto de la ley de Pareto en la puesta en crisis de la idea de nor-
malidad estadística, de la medición discriminatoria de la inteligencia y de las estadísticas paramétricas en
general como bases plausibles de una ciencia comparativa (Reynoso 2022b ).

285
tros alcanzó a percibir. Se comprende que haya sido así, pues en el juego de esclarecer
las lógicas de los parecidos y las disimilitudes hay un mundo de diferencia entre el coe-
ficiente de (di)similitud racial de Karl Pearson, las coordenadas de grilla y grupo de Ma-
ry Douglas y la distancia de edición de strings, árboles y grafos. Nuestra corporación,
mientras tanto, aparece atrapada en una doble coacción: por un lado, continúa deposi-
tando una confianza desmedida en ideas que dudosamente lo merecen; por el otro, se
empecina en desconocer la mejor parte de las intuiciones que hoy mueven el mundo y
en las que ella misma, junto a las de ciencias afines, supo jugar un papel de relieve.
Puede que nuestra participación en el terreno interdisciplinario no fuera suficiente ni
suficientemente lúcida, pero ni duda cabe que fue sustancial aunque no hayamos sido
nosotros, empeñados en otras batallas, los descubridores de todas las pautas que conec-
tan y aunque muchas de las teorías del último medio siglo nos hayan distanciado del in-
tercambio con las disciplinas que han dado el mayor salto en la comprensión de la com-
paración, la similitud y la diferencia y en la puesta en práctica de los saberes adquiridos.
En el cuadro general y habida cuenta del predicamento del que aun gozan diversas con-
tribuciones de las ciencias humanas a la metodología científica global podría decirse
que tan mal no nos ha ido; de aquí en más, sin embargo, sería bueno que aprendiéramos
a discernir entre los objetivos que son susceptibles de alcanzarse y las quimeras de retó-
rica pura que nos desempoderan, que monopolizan nuestra atención y que nos han
tornado tan conformistas.
Recuperando instrumentos forjados en los inicios de nuestra propia historia y en los en-
claves exactos que la crítica humanística se concentró en desvalorizar, el hecho es que
las tecnologías de la última generación, nutriéndose como se ha visto en no pocas de las
mejores ideas antropológicas, están haciendo –como habría dicho Bateson– una dife-
rencia que hace una diferencia. El principal obstáculo que entreveo radica en la pérdida
del espíritu crítico, en el abandono del hábito de la lectura directa e intensiva del aporte
de otras disciplinas y en la prisa que tiene el común de los antropólogos por subirse al
tren de las modas o los giros dominantes (cf. Reynoso 2022a ), los cuales en este
preciso momento nos están impidiendo comprender de manera adecuada una última y
muy difícil inflexión del pensamiento comparativo, que es la que invito a conocer aquí y
ahora.

286
11. MORFOMÉTRICA, MANIFOLDS NO LINEALES E HIPERBOLICIDAD

Contribuyendo a la confusión está la dificultad de


determinar en qué clase de espacio existe una red y
la métrica apropiada con la cual medir las longi-
tudes. La raíz de esta dificultad parece ser que las
redes se definen frecuentemente en la literatura so-
ciológica sobre la base de (al menos) dos relaciones;
(1) cuán “lejos” está cada par de vértices de cada
otro en la métrica (desconocida) del “espacio so-
cial” (desconocido), y (2) si están o no conectados y
(quizá) con cuánta fuerza.
Duncan Watts, Small Worlds, p. 21

[Hay t]eorías que tratan directamente de la forma


pero no intentan explicarla. Entre los taxónomos
que pretenden dedicarse a la descripción pura, hay
una mística que exalta la objetividad inmaculada de
este servicio más humilde a la Naturaleza, esta exhi-
bición de Sus formas, libres de la intrusión de la es-
peculación humana y la vanidad de la teoría. La iro-
nía de este intento radica en la imposibilidad de su
consecución, ya que ningún ser humano puede ver
el Ding-an-sich. La descripción «pura», el compen-
dio pieza por pieza de un organismo, está tan firme-
mente arraigada en la teoría como el enfoque más
abstracto y matemático de la forma; el problema no
es sólo que su teoría esté oculta, sino que también
está equivocada. Una descripción de especie están-
dar cataloga el organismo parte por parte; esto im-
plica, de una manera sutil y cautivadora porque es
inexplícita e incluso no intencionada, que un animal
es meramente un marco para sus partes separadas y
que su complejidad es irreductible. En términos pu-
ramente heurísticos, esta teoría es estéril y debemos
esperar que su correspondencia con la realidad sea
escasa; porque una vez que se afirma, podemos
hacer poco con la forma más que catalogarla.
Stephen Jay Gould (1976: 66)

A esta altura del texto, el primer epígrafe del reputado especialista en redes complejas
Duncan Watts que he escogido para esta sección nos pone cara a cara con sordos en-
frentamientos que atraviesan todos los campos de la similitud, desde los que definen el
modelo geométrico de la comparación hasta los que se ocupan de la naturaleza de los
espacios concretos o abstractos, métricos o metafóricos en que las redes se desenvuel-
ven. En un libro que no tiene una sola línea de desperdicio continúa Watts:
La primera relación se revela problemática porque si uno toma cualquier medida singular
de “distancia social”, tal como frecuencia de interacción, superposición de intereses o ca-
racterísticas comunes, inevitablemente surgen ambigüedades, y las “distancias” resultantes
parecerán violar la desigualdad de triángulo. Es falso, sin embargo, declarar que el espacio
correspondiente es no euclideano. De hecho, la violación de la desigualdad de triángulo (si
no se debe simplemente a datos faltantes) es sintomática de una falla mucho más general en

287
la geometría de un espacio, dado que viola una de las nociones fundamentales no sólo de la
distancia euclideana, sino de la distancia misma. La razón para esto es que la desigualdad
de triángulo es una de las cuatro propiedades básicas de una clase de espacios conocida co-
mo espacios métricos (Munkres 1975). Esta es una clase extremadamente general de espa-
cio topológico que formaliza la idea de distancia (esto es, de una métrica) y que incluye
cualquier noción sensible de distancia. De allí que si las “distancias” medidas en una red no
son consistentes con la desigualdad de triángulo, entonces o bien (1) los criterios usados pa-
ra medir la distancia son equivocados (los datos son de algún modo incompletos o erró-
neos), o (2) el espacio no es un espacio métrico, y entonces el concepto de distancia carece
de sentido en primer lugar (Watts 1999: 21-22).

Una inflexión adicional en estas modalidades de tratamiento considera que en ciertos


modelos geométricos (o acaso en todo ellos) los espacios son curvos, y en particular hi-
perbólicos, lo cual por un lado se aparta de la premisa inesperada y apriorísticamente
euclideana de Watts y por el otro implica una aproximación a los manifolds riemannia-
nos. De estos últimos he tratado extensivamente en mi Crítica de la Antropología Pers-
pectivista y luego en mi (Re)lectura crítica de la Antropología Perspectivista y de los
giros ontológicos de la antropología pos-social, poniendo a la luz la comedia de enre-
dos en que los pos-estructuralistas se han visto envueltos al confundir una teoría de la
curvatura de la geometría diferencial con un concepto capaz de sustituir y de hundir en
los abismos de la obsolescencia a categorías tales como “la sociedad” o “la cultura”,
para no hablar de los sujetos, los individuos y las personas que las constituyen (Reynoso
2016 ; Albert, DasGupta y Mobasheri 2014 ).
La hiperbolicidad o curvatura negativa, muy lejos de esta retorcida concepción, es una
medida combinatoria que recientemente se ha mostrado específica de los grafos y las
redes complejas independientes de escala, como una propiedad que no se encuentra ni
en los grafos aleatorios de Erdös-Rényi ni en las redes cuya distribución se aproxima a
la normalidad; los grafos que no exhiben independencia de escala son o bien planos (o
“euclideanos”), o bien de curvatura positiva (o “circulares”) (v. gr. Kennedy, Narayan y
Saniee 2013 ; Borassi, Chessa y Caldarelli 2015 ; Reynoso 2011a ; véase fig.
§11.1 más abajo). En otras y pocas palabras, los espacios de curvatura constante > 0 son
esféricos, los de curvatura = 0 son euclideanos y los de curvatura < 0 son hiperbólicos.
Nótese que por más que haya una variedad potencialmente infinita en materia de rugo-
sidad, abigarramiento, dimensionalidad y contextura topológica y geométrica, los mode-
los de espacios o manifolds isotrópicos son solamente esos tres. Nótese también que
cuando los espacios hiperbólicos se piensan como redes éstas resultan ser típicamente
similares a árboles, al menos localmente. Se sabe ahora que tratar euclideanamente es-
pacios con curvaturas distintas de cero (como ocasionalmente se hace) introduce graves
distorsiones, tal como la que resulta de pretender representar las distancias entre ciuda-
des del globo terráqueo en una superficie plana (Begelfor y Werman 2005: 1 ). Por el
contrario, identificar correctamente la geometría subyacente a un grafo permite no sólo
encontrar maneras de implementar formas eficientes de análisis de otro modo imposi-
bles sino dar cuenta de su estructura jerárquica y “explicar” propiedades emergentes de
los grafos complejos que de otro modo serían difíciles de comprender, si es que no lisa

288
y llanamente incomprensibles (Krioukov y otros 2010 ; Adcock, Sullivan y Mahoney
2013 ).
Naturalmente, la curvatura del espacio afecta también a los métodos geométricos de re-
presentación, tales como el MDS y las técnicas que usan polígonos de Thiessen o diagra-
mas de Voronoi. En este contexto, las distancias entre ciudades dispuestas en espacios
planos se preservan cuando aquellas son pequeñas, pero se distorsionan gravemente
cuando son mayores. Aunque no se trate de ciudades y aunque la curvatura de la que
aquí hablamos sea esférica y no hiperbólica, el ejemplo es pedagógicamente adecuado
como aproximación. También ha resultado evidente que ciertas variedades de curvatura
son más susceptibles de medición que una dimensión más elusiva tal como la robustez
(o la resiliencia), con la que sin duda guarda alguna no tan remota relación.
Siendo como somos habitantes de un planeta esferoide que describe órbitas más bien
elípticas en un universo de demostrable curvatura hiperbólica, no existe ninguna razón
que justifique que los espacios conceptuales en los que se despliegan by default las re-
des sociales y las geometrías del análisis de datos deban ser (a todas las escalas) los es-
pacios rectangulares planos, lisos e isométricos de la geometría de Euclides: ni siquiera
las cartas astrales del zodíaco astrológico se atienen a semejante simplificación. Mien-
tras que la antropología ha reportado nociones de tiempo cíclico y no lineal presentes en
diversas ontologías y en las más variadas sociedades, no me consta que en los estudios
etnográficos (y a despecho de la abrumadora evidencia procedente de la curvatura
inherente a la cestería y la cerámica) se haya planteado jamás como hipótesis de trabajo
una geometría de espacios curvos como geometría cognitivamente saliente en alguna
cultura, lo cual, como antropólogo, me resulta una simplificación tanto inexplicable co-
mo embarazosa. He dedicado un libro entero, el más absorbente, riesgoso y teorética-
mente significativo que creo haber escrito, a clarificar la clase de problemas y perspec-
tivas que se manifiestan en una arqueo- y una etno-geometría que tienen que ver de
lleno con espacios curvos antes que con superficies planas (Reynoso 2022b ).

Figura 11.1 – Taxonomía de redes según Kennedy & al (2013: 14 )

289
Aun cuando las mediciones de superficies y volúmenes curvos eran habituales en la
temprana antropología biológica y se remontan, créase o no, a varios artículos seminales
pero olvidados de Franz Boas (1902; 1905 ) –reconocido hoy como el pionero de los
métodos de Procusto y de las comparaciones algebraicas y geométricas– probablemente
el lector antropólogo o científico social se sienta sorprendido ante la sola noción de que
es revelador que el espacio o la superficie inherente a un grafo se perciban como curvos.
El sentido común acostumbra pensar que las redes se expanden sobre una superficie
plana o a lo sumo sobre una superficie abstracta que no es geométrica y real sino más
bien virtual y topológica y cuya encorvadura es a todo efecto inmaterial. La curvatura
de los grafos es, sin embargo, una noción bien conocida por los especialistas en redes y
por la geometría diferencial riemanniana, en la cual la métrica es una noción definitoria.
Útil a este respecto es una investigación reciente de Romeil Sandhu y sus colaboradores
de Stony Brook en Nueva Jersey, Minnesota y Nueva York; aunque versa sobre pro-
blemáticas de tejidos y redes cancerosas, su estudio sienta las bases para la extensión a
clases de estructuras más generales, pues en vez de concentrarse en las propiedades geo-
métricas de curvatura de una red individual la perspectiva permite desarrollar métodos
estadísticos cuantitativos basados en una geometría que compara las dinámicas de fa-
milias de redes y árboles, antes que las estructuras estáticas de redes individuales: un
objetivo afín a los propósitos básicos que hemos estado persiguiendo a lo largo de todo
este libro (cf. Dryden y Mardia 2012; Sandhu y otros 2015: 8 ; Sandhu, Georgiou y
Tannenbaum 2016 ).
Algunos trabajos tempranos de Boas ligados a la craneometría han permanecido lejos de
la atención de los teóricos y los prácticos de la antropología aunque en la actualidad,
después de las experiencias geométricas de Bourdieu, por ejemplo, han despertado un
renovado interés en múltiples áreas de investigación. Una lectura somera de un breve
trabajo de Boas (1905 ) sobre el plano horizontal del cráneo y el problema general de
la comparación de formas variables permitirá comprender los dilemas inherentes. El
problema que confrontaba Boas era el de determinar qué puntos había que escoger para
facilitar y sistematizar la comparación de figuras de variada complejidad. Los puntos
definidos por Boas se reconocen hoy como landmarks de tipo I (Slice y otros 2009 ).
Técnicamente el trabajo de Boas se inscribe con un siglo de anticipación en lo que hoy
llamaríamos morfometría, un conjunto de técnicas que comprende el método de Pro-
custo, grillas de transformaciones cartesianas en el estilo de D’Arcy Thompson, isomor-
fismos simétricos, dosis ocasionales de estadísticas multivariadas y análisis comparati-
vos de formas geométricas empleando el “método de la menor diferencia” propio de la
craneometría y aplicable de treinta años a esta parte a toda variedad de órganos, especí-
menes y artefactos.68

68
Véase Richtsmeier, Cheverud y Lele (1992) T. M. Cole (1996: 294-295 ), Gower y Dijksterhuis
(2004), Bookstein (2005), Slice (2005: 17, 35; 2007), Urbanová, Eliášová y Králík (2006), Benazzi y
otr@s (2009 ), Elewa (2010), Klingenberg (2015 ), Dryden y Mardia (2016: 125, 132), Garvin y Stock
2016; Spradley y Jantz (2016), Polly (2018), Scholtz, Knöthel y Baum (2020), Mitteroecker y Schaefer
(2022).

290
La definición del método básico propuesta por el paleontólogo Paul David Polly de la
Universidad de Indiana es inmejorable:
La morfometría geométrica es una clase de métodos multivariados para medir y analizar las
formas de los objetos. Las morfometrías geométricas se distinguen porque utilizan coorde-
nadas cartesianas (x, y, z) de puntos de referencia en lugar de medidas lineales como varia-
bles (Bookstein 1997 [1991]). La mayoría de los métodos morfométricos geométricos utili-
zan la superposición de Procrusto para eliminar la escala, la rotación y la traslación de las
coordenadas, lo que elimina los efectos de confusión del tamaño, pero limita los análisis a
objetos rígidos. Se puede emplear una amplia gama de pruebas estadísticas multivariadas
para evaluar la relación de la forma con otras variables de interés (Dryden y Mardia 1998).
Una de las características más populares de los métodos morfométricos geométricos es que
los resultados analíticos se pueden presentar visualmente como deformaciones de objetos
en lugar de tablas de números (Polly 2018).

El método sugerido por Boas (no mencionado por Polly en su reseña) ha sido virtual-
mente desconocido por la antropología biológica aunque precede por un par de años al
“método de registración” de retratos de Francis Galton (1907: fig. 1-4 ) –homologado
por Karl Pearson (1930a: 326 )– adelantándose en 60 años a la superposición de
cuadrados mínimos de Peter Sneath (1967: 67, fig. 1 ) y en 79 años al “método de las
coordenadas de forma” de Fred L. Bookstein (1986 ; 1991). Una alumna dilecta de
Boas, Eleanor Phelps (1932 ), pionera olvidada de la morfometría geométrica, dió
continuidad a la obra boasiana y desarrolló métodos afines a los del maestro, muy supe-
riores a las opciones entonces en boga (el “plano de Frankfurt” de los antropólogos físi-
cos alemanes y el “plano francés” adoptado por Paul Broca [1873 I, II, III]). Los traba-
jos de Phelps anticipan unas cuantas de las técnicas morfométricas de superposición,
grillas de transformación y deformación que se encuentran actualmente en uso, magnífi-
camente descriptas en el libro de Subhash Lele y Joan Richtsmeier (2001).
Escribe Theodore M. Cole III, estudioso impar de la historia de la morfometría antropo-
lógica, un conjunto de técnicas de inestimable y creciente uso en antropología forense
en momentos es que es prioritario superar las limitaciones endémicas del análisis multi-
variado y en un contexto en el que establecer similitudes y diferencias sobre una base
metodológica sensata (después de un siglo de prestar servicio a ideas y políticas ligadas
al peor racismo) es cualquier cosa excepto un empeño ideológicamente gratuito o cientí-
ficamente banal:
Sin embargo, ambos artículos [el de Boas y el de Phelps] de alguna manera se desvanece-
rían en la oscuridad, a pesar de sus publicaciones en las principales revistas. Uno solo pue-
de especular sobre por qué sucedió esto. Una posible razón es que muchos de los avances
en métodos cuantitativos realizados a principios de este siglo [el siglo XX] fueron realiza-
dos por estadísticos (por ejemplo, Karl Pearson, quien realizó un extenso trabajo en cráneo-
metría y no por los antropólogos. […] Debido a que era tedioso desde el punto de vista
computacional y debido a que rompía con la tradición bien establecida del Frankfurt Ho-
rizontal, el método de diferencias mínimas de Boas probablemente fue demasiado y ocurrió
demasiado pronto. El “redescubrimiento” relativamente reciente del método de Boas (gene-
ralmente atribuido a [Peter H. A.] Sneath (1967) y la popularidad actual de las técnicas de
superposición solo sirven para subrayar la importancia de estas contribuciones. Con suerte,
las publicaciones de Boas (1905) y Phelps (1932) serán citadas más ampliamente, de modo

291
que la larga historia de la morfometría geométrica y la contribución de los primeros antro-
pólogos disfruten de una apreciación más amplia (Cole 1996: 295).

Cole va más lejos y atribuye a Boas la primera aplicación del análisis de Procusto ordi-
nario en su “método de las menores diferencias” 34 años antes que lo hiciera el psicó-
metra Charles I. Mosier (1939 ), reconocido creador de la idea. Por desdicha, la pági-
na mayor sobre Geometría morfométrica en Wikipedia no considera la historia del mé-
todo boasiano y (siguiendo sin duda a Dennis Slide [2007] y a Mitteroecker y Gunz
[2009]) atribuye el origen de la técnica usada por Mosier al inglés Francis Galton
(1907), sin mencionar el trabajo de éste sobre el método de registración, dos años más
tardío que el de Boas y orientado a un uso que no parece tenerse éticamente en pie en
los tiempos que corren. L@s autor@s de la entrada (que he mantenido tal cual la encon-
tré sin intervenir en la edición) callan también toda mención al trabajo puntual de Elea-
nor Phelps (1932 ) o a su inencontrable disertación, colocando a D’Arcy Wentwort
Thompson y su obra “de los años 40” a continuación de Galton sin proporcionar infor-
mación bibliográfica precisa de ninguno de los autores nombrados. La versión original
de la obra thompsoniana, dicho sea de paso, se anticipa brevemente en 1915 y arranca
de lleno en 1917, aunque muy distintas versiones extendidas, abreviadas y mutiladas se
publicaron en diferentes años (Thompson 1915 ; 1917; 1942; 1945 ).
El artículo de Wikipedia, en fin, se distrae con largas referencias a métodos “geométri-
cos” no relacionados con la morfométrica (tales como el análisis de componentes princi-
pales [PCA] o el método de cuadrados mínimos parciales [PLS]) del microbiólogo Peter
Sneath [1923-2011], e incluye un párrafo dedicado a la regresión múltiple o multiva-
riada, la cual es una técnica estadística ligada a los tests de significancia antes que un
recurso geométrico y del cual ya tratamos más arriba en el capítulo §4.6 (pág. 95). En
una de las contribuciones más logradas del artículo en la enciclopedia virtual se consig-
nan los libros con tapas de color que integran la literatura canónica de la geometría mor-
fométrica (The Red Book [Bookstein y otros 1985], The Blue Book [Rohlf y Bookstein
1990], The Orange Book [Bookstein 1991], The Black Book [Marcus y otros 1993] y
The Green Book [Zelditch y otros 2004]). La mayoría de los autores reputados como
clásicos pertenecen a la escuela morfométrica de la Universidad del Estado de Washing-
ton en Seattle; por ello se omite nombrar el excelente The Purple Book [Subhash Lele y
Joan Richtsmeier 2001] en el cual se contrastan adecuadamente los métodos boasianos
de superposición y los métodos thompsonianos/difeomórficos de deformación.
No obstante mantener su historia original, el matemático, físico, estadístico y zoólogo
Fred L. Bookstein y sus colaboradores habituales, aposentados en el Departamento de
Antropologìa de la Universidad de Viena, han reconocido que a partir del comienzo de
este siglo y apoyándose en nueva tecnología informática la antropología ha tomado el
control de los estudios morfométricos con centro estratégico en el campo de la paleo-
antropología, decisión que llevó los estudios morfométricos al gran público y recuperó
para la disciplina una parte del protagonismo del que alguna vez gozó (Bookstein, Slice,
Gunz y Mitteroecker 2004). De la misma opinión son Thomas Rein y Katerina Harvati
(2014), quienes han configurado un modelo de Antropología Virtual en universidades

292
alemanas; l@s autor@s han reunido abundante información sobre la emergente variedad
de estudios antropológicos utilizando tecnología informática de punta (Rohlf y Marcus
1993; Weber y otros 2001).
El capítulo angloparlante más saliente de este macro-grupo –no necesariamente destaca-
do en materia técnica de morfométrica, es posiblemente el que se ha identificado como
Digital Anthropology (correlativo a Digital Sociology, de carácter más crítico) en el que
intervienen antropólogos de diversa especialización como Genevieve Bell, Tom Boells-
torff, Gabriella Coleman, Diana Elizabeth Forsythe [1947-1997], Heather Horst, Mizu-
ko Itō [伊藤瑞子], Daniel Miller y Michael Wesch, entre otros. Recién en 2018, en un
bello y espeso curso de morfométrica para biólogos, Bookstein, autodefinido como el
inventor de la morfométrica, reconoció el papel fundacional de Franz Boas aunque sin
mencionar ni a Cole (1994) ni a Phelps (Bookstein 2018: 412-413). Mitteroecker y
Schaefer (2021: 182) le seguirían un tiempo más tarde. Es paradójico que en los albores
de su trayectoria Boas (1896) atinara a cuestionar in toto al método comparativo, al cual
regaló nada menos que su herramienta crucial (las coordenadas de la morfometría geo-
métrica), una hazaña metodológica que recién se reconoció un siglo más tarde. Si me lo
preguntan, diré que es mi sospecha que Boas ni siquiera llegó a ser consciente de la
significación de haberlo hecho.

Figura 11.2 – Izq: Dürer, Libro sobre las Proporciones Humanas (1528).
Der: Galton, “Clasificación de Retratos” (1907: figs.1-4)

Después de Boas y Phelps la figura externa más sobresaliente en la conformación de la


morfométrica es el portentoso zoólogo escocés [Sir] D’Arcy Wentworth Thompson
[1860-1948] cuya concepción geométrica y comparativa del cambio, plasmada en un

293
único y jugoso capítulo de On Growth and Form (1917; 1942)69 y fundada en la técnica
de la grilla de transformación se deriva (como pasa siempre con las grandes ideas) de
una práctica muy anterior, que es en este caso, explícitamente, la que está plasmada en
los póstumos Cuatro Libros sobre las Proporciones Humanas [Vier Bücher von
menschlicher Proportion] del pintor y grabador renacentista Albrecht Dürer [1471-
1528] (Dürer 1528; Thompson 1917: 55, 740, 742; 1942: 83, 89, 190, 372, 790, 1053;
Reynoso 2022b ). Thompson no fue el único biólogo de la época que se ocupó gráfi-
camente del análisis de formas. En mi Etnogeometría y Arqueogeometría lo he puesto
en contigüidad con otros biólogos inclinados a la geometría anteriores, contemporáneos
y posteriores como el James Bell Pettigrew [1834-1908] de Design in Nature (1908) o
el polémico Ernst Haeckel [1845-1919] de Kristallseelen (1917), publicado el mismo
año que Growth and Form con parecido efecto, aunque con los años los biomorfos de
este último demostraron ser menos perdurables y fueron borrados de la memoria cien-
tífica en la que sobreviven como una curiosidad de valor anecdótico.

Figura 11.3 – Haeckel, similitudes documentadas en Natürliche Schopfungs-Geschichte (1868),


favorito entre los textos reputados como “fraudulentos” de Haeckel en publicaciones creacionistas
(v. gr. Ojala y Leisola 2007: 108). Incluso sin grillas de transformación dürerianas o thompsonianas,
la colección misma es un manifiesto sobre similitudes y diferencias.

69
Cap. 17, "On the Theory of Transformations, or the Comparison of Related Forms".

294
Tendemos a olvidar que el método geométrico de transformación de grillas difeomór-
ficas recreado por Thompson a partir de Durero permaneció computacionalmente intra-
table hasta por lo menos la década de 1990, cuando se tornó viable mediante el uso de
computadoras gráficas con las que ni se soñaba en la década de 1910. Encuentro revela-
dor a este respecto el artículo más temprano que conozco de Fred L. Bookstein, “The
Study of Shape Transformation after D’Arcy Thompson” (1977), escrito en una época
en la que recién se estaba hablando de morfométrica multivariada, en la que faltaba casi
una década para las computadoras personales con monitores gráficos y en la que la geo-
metría morfométrica de la antropología virtual era todavía un proyecto en ciernes. Escri-
bía entonces Bookstein:
Hoy, el método de transformaciones de Thompson se enfrenta a una audiencia transformada
en números, recursos financieros y poder de cómputo; pero el método sigue siendo tan
intratable como parecía en 1917, y tan “prometedor”, intrigante y frustrante (Bookstein
1977: 178).

En Growth and Form las elaboraciones de Thompson basadas en la grilla de transfor-


mación operada a mano fueron pocas, muchas menos que las que se cree, pero de muy
alto impacto. Las que se han difundido en los medios y en otros libros son las únicas
que hay, y cuando se lee el libro por primera vez hay que esperar mil páginas para que
hagan su aparición. Las que se ilustran en la figura 11.4 muestran las transformaciones
de cabezas humanas dibujadas por Durero y reproducidas por D’Arcy en la figura 366
de la edición de 1917, seguida de las transformaciones de la ontogenia craniana de
chimpancés y humanos según las figuras 405 y 406 de la misma edición con sus respec-
tivas grillas.
Ha habido abundancia de crítica hacia la persona de D’Arcy Thompson y hacia el
modelo de transformaciones geométricas de Growth and Form. Éste ha sido cuestiona-
do con variada plausibilidad por filósofos de la biología y por biólogos y variadamente
tildado de “idealista”, “esencialista”, “inclinado a la tipología”, “estructuralista”, “ahis-
tórico” y “pre-darwiniano” (Asma 1996: 151 y ss; Mahner y Buinge 1997: 295; Breid-
bach 2008: 18; Scholtz 2013: 39 y ss; Ruse 2013; Scholtz, Knötel y Baum 2020). En el
otro extremo del registro ideológico, Thompson se ha convertido en figura de referencia
de la literatura anti-darwiniana y creacionista, tanto de la más explícita como de la más
solapada (v. gr. Wallace 2006; Ojala y Leisola 2017).
La mayor parte de la literatura favorablemente dispuesta hacia el comparativismo, sin
embargo, ha apreciado el impacto artístico e iconológico de la geometría de Thompson
antes que sus elaboraciones una pizca inconsistentes en contra del evolucionismo darwi-
niano o del evolucionismo sin más. Vale la pena recordar la elegancia estilística de la
tersa prosa con la que ese excepcional pensador y Premio Nobel de medicina que ha
sido el brasileño-británico [Sir] Peter Brian Medawar [1915-1987] evocaba la figura de
D’Arcy:
Es por efectos tan difusos y ampliamente penetrantes como estos que debemos medir la in-
fluencia de Crecimiento y Forma sobre la ciencia biológica. De influencia directa, que se
pueda rastrear en las genealogías de la docencia o la investigación, hay poca. En el tiempo

295
de una generación no habrá nadie vivo que haya escuchado las conferencias de D'Arcy, y
nadie que declare por conocimiento personal que conocía el reino animal de adentro hacia
afuera. D'Arcy tuvo un solo alumno de distinción más que ordinaria, y se hizo un nombre
en zoología descriptiva de un tipo muy poco thompsoniano. D'Arcy no fundó ninguna es-
cuela, como lo hizo [Charles Scott] Sherrington, por lo que ningún linaje de investigación
puede rastrearse directamente hasta las fuentes de su mente. Pero claro, él no investigó en el
sentido moderno; fue, como dije al principio, un filósofo natural, uno que por reflexión más
que por intervención o experimento llegó a una cierta concepción imperfecta pero sin em-
bargo completa de esa ciencia en la que Dios ha sido el más lento en revelarse como geó-
metra. Era una concepción expresada en su mayor parte en un lenguaje científico moderno,
y con una belleza y claridad de escritura que quizás nunca sea superada (Medawar 1962:
232).

Figura 11.4 – Primera hilera: Transformaciones según Albrecht Dürer (1528)


correspondientes a figuras de d’Arcy Thompson (1942: figs. 508, 510).
Segunda y Tercera hilera: filogenia de chimpancé (izquierda) y humano (derecha)
correspondientes a figuras de D’Arcy Thompson (1942: 548, 550).
Basado en Abzhanov (2017: Fig. 1)

Cualquiera sea el mérito de Growth and Form desde el punto de vista matemático, geo-
métrico o topológico, su valor como plasmación de una obra inspiradora de autores tan
heterogéneos como Alan Turing, Julian Huxley, Stephen Jay Gould y Claude Lévi-
Strauss, de arquitectos tan diversos como Christopher Alexander, Le Corbusier, Lászlo
Mohóly-Nagy y Ludwig Mies van der Rohe y de artistas tan capitales como Ben Ni-
cholson y Jackson Pollock, entre muchos otros, dista de haberse apagado después de un

296
siglo y medio (Huxley 1932 ; Turing 1952 ; Gould 1976). He buscado bastante en la
bibliografía antropológica, pero no he sido capaz de hallar ningún antropólogo que nos
hablara de Thompson antes que Lévi-Strauss lo hiciera, encandilado y en estado de gra-
cia, en Antropología Estructural y en los volúmenes III y IV de las Mitológicas (Lévi-
Strauss 1958 [1956]: 358; 1966: 74n; 1971: 604-606, fig. 39).
En años recientes los métodos computacionales basados en la deformación y la difeo-
morfometría se han vuelto más comunes en la antropología y la biología evolutiva (p.
ej., Bône y otr@s 2018). Estos métodos se originan en el análisis de imágenes médicas,
especialmente en imágenes cerebrales pero abarcan una amplia variedad de configura-
ciones trabajadas en media docena de disciplinas. La mayoría de estos métodos utilizan
puntos de superficie registrados ("puntos de control", como los que sugirieran Boas y
Phelps en la comparación de cráneos)70 junto con una estimación de la forma media de
la muestra o alguna otra clase de referencia (un "atlas", en el sentido de las proyecciones
de manifolds curvos sobre superficies planas) (cf. Reynoso 2021: 208 y ss. ).
La idea central, diríamos hoy, es que las diferencias de forma entre cada objeto y el
ejemplar de referencia se representan como deformaciones, concretamente como mapas
difeomorfos o conformes, que no son otra cosa que mapas invertibles “suaves” de una
superficie lisa sobre otras que no lo son o que lo son menos. A través de una función de
núcleo [kernel] se puede determinar la resolución espacial de estas deformaciones. Los
parámetros de las deformaciones se utilizan luego para el análisis estadístico multivaria-
do o para el método geométrico que cada quien escoja (ver cap. §4 más arriba). Sin em-
bargo, a diferencia de la morfometría geométrica usual, el espacio de forma resultante
es un manifold riemanniano, una variedad altamente no lineal que exige métodos esta-
dísticos no lineales, tales como distancias geodésicas, medias de Fréchet, regresiones
geodésicas (bayesianas o frecuentistas) y reducciones no lineales de la dimensión, entre
otros requerimientos que hace un par de décadas eran intratables en una supercompu-
tadora pero que ahora se pueden implementar gratuitamente en un teléfono celular
(Mitteroecker y Schaefer 2022: 204, n.2).
Integrando desde las transformaciones cartesianas de D’Arcy Wentworth Thompson
(1942) y el método de Procusto hasta los formalismos más refinados de la geometría
morfométrica en lo que va del siglo se ha formado un conjunto creciente de herramien-
tas gráficas que permiten realizar estas tareas de un modo todavía complicado pero in-
tuitivamente más comprensible de lo que fue posible quince o veinte años atrás (cf.
Arothron, Deformetrica 4, DTA, EVAN Toolbox, Generalized Procustes Surface Ana-
lysis, Geomorph, MacTutor, MorphoJ, Morphome3cs II, Morpheus Java Edition, Mor-
phometrics Lab, rgl, Stratovan Checkpoint Software, Surfer, y otros). En el sitio sobre
geometría morfométrica mantenido por James Rohlf en Stony Brook se encuentra una
variedad de programas de buena factura. Hay una colección de paquetes académicos ex-
perimentales en Aguirre Lab Home Page.

70
Punto alveolar, nasión, bregma, lambda, basión y pterión (cf. Boas 1905 ; Galton 1907: 617; Pearson
1930a ; Phelps 1932: fig. 1). Véase Cole (1996: 294, fig. 4).

297
Particularmente rica y espléndidamente documentada es la página de software para mor-
fométrica de la Universidad de Michigan. El programa Sage permite explorar la simetría
y asimetría en los datos morfométricos, utilizando ANOVA y MANOVA para ponderar
la simetría, la asimetría direccional y la asimetría fluctuante, conceptos analíticos esen-
ciales en este contexto. Mace y Mace3D computan matrices de correlación y otras esta-
dísticas sobre datos morfométricos. Otras prestaciones analíticas y de visualización de-
masiado abigarradas y complejas para detallar aquí son SemiThinner, Coriandis, Mint y
Lory, a cuyos respectivos manuales apuntamos en los vínculos especificados.

Figura 11.5 - (a) Formas promedio de 100 escaneados femeninos y 100 masculinos de una muestra, junto
con extrapolaciones de las diferencias; (b y c) Formas de rostros promedio computados a partir de las
coordenadas de Boas y las coordenadas de forma-tamaño respectivamente. Ambos métodos producen
resultados similares (Mitteroecker y Schaefer 2022: 184, fig. 2 ).
Basado en datos de ALSPAC (Avon Longitudinal Study of Parents and Children).

Han comenzado a publicarse artículos en los que se comparan diversas piezas de soft-
ware dedicadas estrictamente a la comparación en base a coordenadas boasianas, semi-
landmarks o grillas de transformación (Botton-Divet y otr@s 2015; Bône y otr@s
2018). Aquí ciertamente estamos tocando un nervio; si alguna vez hubo una revolución
en una representación científica que muchos reputaban en crisis con certeza la revolu-
ción es ésta: una cosa es posicionarse a favor o en contra de la comparación o de las
relaciones métricas a través de conceptos, sean estos sensibilizadores o axiomáticos;

298
otra muy distinta es engendrar lo parecido y lo diferente a fuerza de una geometría inhe-
rentemente comparativa y ver la forma en que las proximidades y las distancias se
materializan ante nuestros ojos en el campo científico que fuere.

Más allá de la morfometría, el hecho de que el grafo en que se inscribe una red exhiba
curvatura negativa acarrea consecuencias importantes en sus propiedades topológicas y
dinámicas, tales como la formación de vecindarios centrales de alta influencia o el aflo-
ramiento del fenómeno de los pequeños mundos, también conocido como el efecto de
los “seis grados de separación” (cf. Reynoso 2011a ). Hace poco se ha propuesto que
los grafos con curvatura hiperbólica son esencialmente “democráticos”, mientras que
los grafos sin curvatura son “aristocráticos” y controlados, una caracterización intere-
sante pero que aquí dejo en suspenso por cuanto una interpretación de este género pare-
ce entrar en contradicción con la definición y el uso del ya nombrado “efecto [San] Ma-
teo” (Merton 1968 ). La idea se contradice, en efecto, con lo que se corre la voz que
ocurre en escenarios de feedback positivo, o con el ratchet effect, con el principio de la
ventaja acumulativa (o de “el ganador se lleva todo”), con la paradoja de Parrondo en
teoría de juegos y con otros efectos emergentes extraños de la misma familia que invitan
a que uno se lance a aventurar hermenéuticas hobbesianas y a proferir epítetos vindica-
torios o alarmistas más o menos justificados.
No faltan autores que interpretan esos factores como indicadores de una inequidad in-
evitable que sería intrínseca a las redes caracterizadas por leyes de potencia, a los espa-
cios hiperbólicos y, posiblemente, a las dinámicas de la cultura en general bajo el capi-
talismo o, más acotadamente, a escenarios de economía neoliberal (Tomasello 1999: 5-
6, 36-41, 46, 54, 186, 202; Tennie, Call y Tomasello 2009; Borassi, Coudert, Cres-
cenzi y Marino 2015 ). No dirimiré aquí esta cuestión, contentándome con señalar el
carácter tortuoso de la atribución de posicionamientos políticos o de principios éticos y
morales a uno u otro género de algoritmos, valores métricos o topologías, a la manera
en que acostumbraban hacerlo Magoroh Maruyama, Varela & Maturana, los constructi-
vistas radicales, los informáticos de tiempo parcial inclinados al heideggerianismo, los
investigadores sociales de Segundo Orden, Edgar Morin, Fritjof Capra, los teóricos de
la New Age, los pos-estructuralistas en general y los deleuzianos, rizomáticos, perspecti-
vistas y miembros del club del giro ontológico, apiñada toda esta fauna en el polo
opuesto al de la Antropología Virtual y al de la geometría morfométrica que hoy expe-
rimentan su merecida y demorada apoteosis.
Desde un punto de vista más estrictamente técnico la evaluación de la hiperbolicidad de
una red se origina en artículos del legendario geómetra y laureado Premio Abel del año
2009 Mijail Leonidovich Gromov (1981 ; 1987 ); los trabajos de Gromov no versan
sobre redes en general con sus encarnaciones empíricas sino más estrictamente sobre
grupos y manifolds riemannianos hiperbólicos y sobre superficies abstractas. Las inves-
tigaciones de Gromov le permitieron establecer la existencia de curvaturas riemannianas
positivas y negativas en cualquier manifold abierto. En su origen los grafos tratados por
Gromov se suponían infinitos, requisito que no podía ser satisfecho por ningún fenó-

299
meno más o menos obvio de la realidad cultural pero que en razón de la resistencia sus-
citada entre los propios gromovianos ya no es imperativo sostener en la práctica. La me-
dida de hiperbolicidad de Gromov adoptó una métrica reticular de “los pasos más cor-
tos” [shortest paths] que se puede visualizar también como una medida de la “proxi-
midad” [closeness] entre la topología original de la red y la topología de un árbol.71
Por oscuros que sean estos procesos, está claro que las redes hiperbólicas, relacionadas
de un modo u otro con las superficies y manifolds riemannianos, no reproducen la dico-
tomía entre árboles y las mal llamadas “multiplicidades” que reclaman Deleuze &
Guattari y tras ellos los antropólogos perspectivistas de la línea de Viveiros de Castro.
Por el contrario, la medida de hiperbolicidad involucra equiparar la geodésica de una
red determinada con la de un árbol, dado que los espacios hiperbólicos se pueden pensar
como versiones “suaves” de árboles que abstraen la estructura jerárquica de las redes
complejas, una observación crucial que abre las puertas a una visión congruente de muy
alto nivel (Krioukov y otros 2010 ; Albert, DasGupta y Mobasheri 2014 ). El golpe
que este principio propina a las pretensiones y a los esquemas de valores de algunas va-
riantes pos-estructuralistas es definitorio, pues todo en él está al revés de lo que estos
filósofos pretenden: contrariamente a las expectativas deleuzianas, cuanto más hiperbó-
lica o riemanniana es una red menos se parece a un rizoma y más se asemeja a un árbol
(véase Reynoso 2014a ).
Otros investigadores han demostrado que cuando las redes se re-normalizan combinan-
do nodos vecinos en agregados de “supernodos” de manera uniforme, el grafo reducido
sólo es hiperbólico si la red original lo es, en cuyo caso la curvatura aumenta. De este
modo se pueden reducir redes extremadamente grandes a versiones renormalizadas más
pequeñas, en cuyo caso la computación de la curvatura es un trabajo muchísimo más
simple. Esto permite escalar el test de hiperbolicidad a grandes configuraciones reticu-
lares, órdenes de magnitud por encima de lo que es posible plantear por otras vías en el
actual estado del conocimiento (Kennedy, Narahan y Saniee 2013 ).
No desarrollaré el tema de la renormalización de redes en este contexto por encontrarse
muy alejado de la conceptualización de las redes sociales y territoriales que constituye
el núcleo del capítulo. Sólo diré que la renormalización puede entenderse como un pro-
cedimiento de reducción dimensional análogo a la simplificación que se realiza rutina-
riamente en la gestión de los métodos geométricos, tal como hemos visto que se hace en
el Análisis de Componentes Principales (ACP), en el Análisis Discriminante Lineal
(LDA), en el Análisis de Componentes Independientes (ICA), en la Descomposición en
Valores Singulares (SVD) o en la reducción de puntos dispersos a una línea que repre-

71
Igual que Steinhaus, que Watanabe o que Wolpert y Macready, Gromov también soporta la atribución
de al menos un teorema de nombre estrafalario que es, en este caso, el teorema del no-estiramiento, tam-
bién llamado teorema del camello simpléctico, formalismo de denominación chirriante (reminiscente del
caballo poliploide de Bateson) que me tentó a leer trabajos de Gromov cuando yo era joven. Por desdicha
para la pedagogía que procuro articular la relevancia de este teorema para una teoría de las similitudes y
las diferencias no me parece un hecho transparente sobre el que existan certidumbres bien definidas;
tampoco parece haber un plan de aprendizaje transdisciplinario susceptible de llevarse a cabo en el actual
estado de la antropología.

300
senta su best fit en un gráfico estadístico (cf. pág. 102; Kruskal 1964b; Lee y Vereysen
2007). Cualquiera sea la dificultad de cada caso, no se trata de nada que el modelo de
Bourdieu (por ejemplo) no nos haya demandado perpetrar en alguna ocasión. La reduc-
ción dimensional es en todo caso requerida para evitar el síndrome conocido como la
maldición de la dimensionalidad que afecta a todo método geométrico lineal o no lineal
que considere cualitativa o cuantitativamente más de (pongamos) tres dimensiones
(Bellman 1957: ix).
Puede encontrarse una revolucionaria aplicación de métodos hiperbólicos de reducción
dimensional al contexto de las redes complejísimas de enorme escala (integradas al dis-
cutidísimo paradigma de los Big Data) en el reciente ensayo de los especialistas de la
Universidad Técnica Nacional de Atenas Eleni Stai, Vasileios Karyotis, Georgios Katsi-
nis, Eirini Eleni Tsiropoulou y Symeon Papavassiliou (2017 ), el cual ofrece, asimis-
mo, un repaso de los conceptos geométricos del MDS y el ACP y una esmerada intro-
ducción a los espacios hiperbólicos, al embedding de grandes redes en ellos y al uso de
la hiperbolicidad como medida de similitud.
Referencia obligada en el campo de los espacios curvos es el trabajo en torno a ViDa
Expert, la pieza de software creada por Aleksandr Gorban y Andrei Zinovyev que ya
revisamos a propósito del análisis de componentes principales (cap. §4.6) y que parte de
la base de que la materia prima del análisis guarda más relación con manifolds curvos
construidos en torno a metáforas de elasticidad que con componentes distanciados irre-
gularmente en un plano euclideano rígido (Gorban y Zinovyev 2010 ). Tales varieda-
des y grafos (impropia o complicadamente reputados no lineales) son además generali-
zaciones de los mapas auto-organizantes (SOM) del recientemente fallecido conexionis-
ta finlandés Teuvo Kohonen [1934-2021], una especie particularmente poderosa de re-
des neuronales de muy ricas prestaciones que he tratado muy sumariamente en estudios
sobre técnicas de modelado en antropología y ciencia cognitiva y que nuestros colabora-
dores y colegas en la investigación han desarrollado en mucha mayor profundidad (cf.
Reynoso 1991: 597 ; Castro 2003 : 81 y ss.; Gorban, Kégl, Wunsch y Zinovyev
2008). Para quien desee explorar los laberintos del conexionismo y repasar desde otros
ángulos conceptos algorítmicos ya revisados en el capítulo 4 más arriba (incluyendo
modelos de aprendizaje hebbiano y otros modelos cognitivos verdaderamente comple-
jos) puede ser recomendable husmear en mis propios materiales sobre redes neuronales
antes que en la muy deficiente vulgata antropológica, moriniana y autopoiética.
W. Sean Kennedy y otros autores han demostrado que la hiperbolicidad puede coexistir
con otras características bien conocidas de las redes de gran porte, y más en particular
con una distribución de grado de ley de potencia y un alto coeficiente de clustering, ca-
racterísticas locales que típicamente no ejercen mayor influencia sobre los rasgos de las
redes en la escala global. La hiperbolicidad en la gran escala en conjunción con tales
rasgos locales proporciona entonces una visión más completa de las redes sociales. El
trabajo de Kennedy & al concluye que la curvatura negativa de estas redes es una pro-
piedad adicional hasta ahora mal conocida que ayuda a una clasificación ulterior de lo
que de otro modo sería un conjunto incontroladamente complejo de redes naturales y

301
redes “hechas por el hombre” [sic], clarificando así sus rasgos intrínsecos subyacentes
(Kennedy, Narahan y Saniee 2013: 3 ). Característicamente, la medida estándar de hi-
perbolicidad para redes de relativa gran envergadura y de las redes sociales en general
está en el orden de δ 2 o a lo sumo δ 3, mientras que redes no complejas, como las
redes de caminos, arrojan un guarismo de δ 200 o más. Recordemos que cuanto más
baja la medida más arbórea es la red, tal que 0 es la medida que marca concordancia de
la red o grafo con un árbol perfecto.
Todo ponderado, no me atrevería a decir si estamos aquí en presencia de un hallazgo
categórico o de una nueva especie de extraña problematicidad. El caso es que el trata-
miento hiperbólico de las redes complejas recién se está refinando en la segunda mitad
de la segunda década del siglo que corre. No hay todavía un handbook reconocido, sino
apenas un puñado pequeño pero creciente de breves ensayos especializados. Precondi-
ción para comprender algo de la bibliografía es tener algo más que nociones básicas de
geometría diferencial, de manifolds riemannianos y de curvaturas o tensores, para lo
cual la grosera interpretación que se ha consolidado en antropología a partir del error de
lectura de Gilles Deleuze y de la adopción por parte del movimiento perspectivista de
una “multiplicidad” riemanniana que cree poder prescindir de las métricas implica más
un obstáculo, un callejón sin salida y un baldón para la disciplina que la (re)apropiación
sensata de un concepto que ha sido métrico y comparativo (e incluso dialéctico) desde
que la geometría diferencial lo imaginó (cf. Reynoso 2014a ; 2016a ): 2018a ).
Por añadidura, aparte de ViDa Expert (que no se ocupa explícitamente ni de redes ni de
espacios hiperbólicos) todavía no existen piezas de software con interfaces gráficas ami-
gables que realicen esta suerte de análisis visual out of the box y –como se verá– sigue
siendo arduo conseguir algún código listo para su compilación incluso para un nerd ver-
daderamente intrépido como algunos que conozco. El avance ha sido serio, riguroso y
necesario pero de consecuencias transdisciplinarias difíciles de ponderar, ya que la hi-
perbolicidad es menos una estructura que un estado: no se trata de que el espacio de una
red sea hiperbólico sino que en ciertas circunstancias se hiperboliza ya sea por efecto de
su propia conducta o por la decisión metodológica de embeberlo en un espacio curvo o
de observarlo de esa manera. Sucede como en el aforismo del último Ron Eglash
(“Math es a verb”) sólo que esta vez parece que la idea va rematadamente en serio. Sólo
muy recientemente se ha demostrado, por ejemplo, que las redes cuya dinámica respon-
de al attachment preferencial escalan hiperbólicamente pero que si son redes de peque-
ños mundos tienden a adoptar curvatura positiva. También se encontró que grandes con-
gestiones de tránsito en unos pocos puntos de un recorrido no muy largo se deben, más
que a otros factores, a la hiperbolicidad de la red (Albert, DasGupta y Mobasheri 2014
). Todavía se está tratando de averiguar en qué cantidad y en qué clases de escenarios
de la vida real o del pensamiento complejo la hiperbolización engendra situaciones y
dinámicas parecidas.
La misma circunstancia había sido estudiada de cerca por Onuttom Narayan e Iraj Sa-
niee (2009 ). Estos autores han encontrado que, en contradicción con los beneficios
que usualmente acarrea la hiperbolicidad (tales como la propiedad de los pequeños

302
mundos o la navegabilidad) la congestión nuclear es un problema estructural ocasionado
por la hiperbolicidad que se torna más agudo a medida que la red crece en tamaño. En la
medida en que los protocolos de ruteo usan geodésicas en una forma o en otra, ya sea en
intra-dominio, en inter-dominio o en otras formas de ruteo, la congestión es una conse-
cuencia natural de este rasgo estructural intrínseco de las redes que definen la circu-
lación de vehículos. Se sabe que utilizando la técnica llamada (1 + ) –en la que el tráfi-
co entre nodos no se rutea a lo largo de las geodésicas entre ellos sino que se envía de-
liberadamente sobre caminos un poco más largos– es posible aliviar las congestiones
más agudas. Aunque las redes viales no son hiperbólicas, éste es un fenómeno familiar
en el tráfico vehicular posiblemente vinculado, sospecho, con la conocida paradoja de
Braess: las rutas más cortas que usan autopistas pueden congestionarse tanto que los ca-
minos más largos e indirectos a través de carreteras secundarias devienen más rápidos.
También hay alguna analogía entre estas estrategias y las tácticas del director técnico
del Inter de Milán, Helenio Herrera, que seguramente nuestros expertos de ARS-Fútbol
conocen bien: “con diez [ jugadores] –decía Herrera– nuestro equipo juega mejor que
con once”.
El último desarrollo a mencionar es el ambicioso proyecto de Romeil Sandhu, Tryphon
Georgiou y Allen Tannenbaum (2016 ). Su objetivo es proporcionar una medida de
similitud de redes más genérica que la actual curvatura hiperbólica. Tal medida debería
ser capaz de integrar el concepto de curvatura (en particular la curvatura de Ricci) con
la entropía de Ludwig Boltzmann, utilizando para ello la métrica de Leonid Vaseršteĭn
(o medida de Wasserstein), la cual es una función de distancia entre probabilidades de
distribución en un espacio métrico M.72 Aunque referida a un aspecto sumamente com-
plicado de la algorítmica, esta medida se entiende mejor a través de una colorida metá-
fora en la que cada distribución se visualiza como una cantidad de “mugre” apilada en
M, tal que la métrica es el costo mínimo de convertir una pila en la otra, o lo que es lo
mismo, la cantidad de basura que se necesita mover cíclicamente a lo largo de la distan-
cia entre las pilas. Pero fuera de su relación con fenómenos tales como la paradoja de
Braess, la navegabilidad o en flujo vehicular hay muy poco de la problemática de la
hiperbolicidad que pueda tener algún sentido diagnóstico en antropología.
La medida de Vaseršteĭn se conoce también como métrica mínima o distancia de Mon-
ge-Kantorovich, de Tanaka o de Kantorovich-Rubinstein y es un tópico clásico en la
teoría del transporte óptimo, un cuerpo teórico que se originó con el padre de la geome-

72
El Boltzmann de la entropía es el mismo Boltzmann de la Segunda Ley de la Termodinámica y de la
teoría cinético-molecular de los gases que nos enseñaron en la escuela secundaria sólo para que las olvi-
dáramos con el paso de los años. Es el mismo Boltzmann que confirmó la escala y los valores del número
de Avogadro, que reveló al mundo que las partículas diminutas realmente existían y que ayudó a fundar la
mecánica cuántica (idea que en este contexto significa que los valores de energía de un sistema físico po-
drían ser cantidades discretas). Las pocas veces que la antropología se inmiscuyó con la entropía (con Ri-
chard Newbold Adams [1924-2018], por ejemplo) fue para hacernos perder el tiempo (cf. Reynoso 2006:
cap. §2.5.5 ). Llama la atención volver a encontrar el concepto en el contexto de la curvatura, la hiper-
bolicidad, los tensores de Ricci, la geometría diferencial, Gerhard Riemann, los manifolds y otros concep-
tos que se afincaron en la Vergleichsgeometrie manifiestamente importante aunque todavía no parece ser
mucho lo que se hizo interdisciplinariamente a este respecto.

303
tría diferencial Gaspard Monge [1746-1818] en el siglo XVIII pero que experimentó un
primer giro cardinal con Leonid Kantorovich [Леони́д Вита́льевич Канторо́вич, 1912-
1986] en la Unión Soviética de los años 30 a 50, la mismísima URSS de los planes
quinquenales, de la investigación operativa, del estalinismo y del realismo socialista.
Hubo un momento entre los sesenta y los noventa en que pareció que las iniciativas de
Kantorovich iniciarían una larga serie de aplicaciones prácticas en funcionalización,
economía matemática, planificación, programación lineal y demás. Se lo reputó un
fenómeno, se lo convirtió en poco menos que el artífice del milagro soviético y los años
60 fueron su década de oro. Sus conferencias en Rusia fueron apreciadas por personajes
como Kolmogórov y el fractalista Lyapunov (Polyak 2002; Boldyrev y Düppe 2020).
Pero ahí fue cuando todo el mundo que él contribuyó a crear cayó en pedazos, Unión
Soviética inclusive. Kantorovich había muerto un par de años antes que la URSS colap-
sara. Sobrevino un tiempo de inquietud cuando en la Universidad del Estado de Nueva
York en Stony Brook se comenzaron a visualizar los espacios de Kantorovich como los
manifolds hiperbólicos de una geometría diferencial inherentemente comparativa de
muy distinto signo político a la cual se le puso el nombre (entre riemanniano y mur-
dockiano) de Vergleichsgeometrie, o sea “geometría comparada” (cf. Cheeger y Ebin
1975 ; Grove y Petersen 1997 ; Ambrosio 2003; Cheeger y Grove 2007 ; Goddard
2010; Villani 2009: 94-111; Ollivier, Pajot y Villani 2014: 145-199 ; Stai y otr@s
2017 ).
Es paradójico que estas referencias a las propuestas más avanzadas de los métodos de
comparación de geometrías oficien de contrapunto al tema iniciado en el segundo capí-
tulo de este libro referido a las métricas de similitudes y diferencias en las que reposan
muchas de las concepciones transdisciplinarias avanzadas de la comparación. Es frus-
trante, sin embargo, que esta geometría comparada cuyo nombre en principio promete
tanto y que entusiasma a no pocos matemáticos de primera línea no haya encontrado el
modo de comunicarse con sus posibles interlocutores del otro lado de la divisoria entre
campos y objetos de estudio definiendo o dejando espacio a aplicaciones (ese es el
nombre) que despierten interés en una ciencia empírica, una ciencia social de ser
posible. Como diría un sociolingüista, no hay por el momento ni siquiera un pidgin
(provisional, como cabe que sean todos los pidgins) a través del cual los interlocutores
de las diferentes disciplinas sean capaces de entenderse hasta tanto la lengua común que
se espera que surja en circunstancias como éstas decante como tal.
En la puesta en práctica de estos modelos incipientes el investigador estará interesado
ya sea en medir la hiperbolicidad de una red o en determinar factores tales como el diá-
metro a efecto de que tales medidas expliquen (o al menos modelen) algunas propieda-
des observables del fenómeno modelado, del mismo modo que los landmarks escogidos
por Franz Boas en los albores del método de Procusto y de la geometría morfométrica
que hemos visto más arriba (pág. 290) permiteron comprender más hondamente (y sin
que nadie lo esperara) aspectos de la problemática de similitudes y diferencias en antro-
pología forense o del proceso evolutivo. Un punto de partida podría encontrarse en el
portal de Lasagne (Laboratory of Algorithms, modelS, and Analysis of Graphs and Net-
works) donde se encuentran un programa en Java, algunos módulos a compilar en un
304
tanto crudo lenguaje C y una modesta bibliografía al respecto que podrían servir hasta
tanto imaginemos un modelo más sustancioso, una aplicación más a propósito o un
estudio de caso más elocuente (Borassi y otros 2015 ).
Hay algunos otros sitios y unos pocos documentos en preparación, como el de David
Coudert (2014 ) en INRIA referido a la computación de la hiperbolicidad de Gromov
de grafos de la vida real, pero a la fecha todo cuanto se refiera a lo hiperbólico, a las
curvaturas de Ricci y a temas conexos, por relevante que pueda ser la medida descripti-
vamente y promisorias las revelaciones metodológicas que se presienten en su disciplina
de origen, se encuentra en estado experimental y en procura de aligerar una algorítmica
al filo de la intratabilidad para lectores instalados en lo que ahora son las poshumani-
dades, sin que nadie por nuestro lado comprenda gran cosa, sin que casi nadie en aque-
llos ámbitos distantes haya oído hablar de la antropología o de la comparación y sin que
nadie procure traducir los discursos simbólicos en juego a fin de que ambas partes pue-
dan entenderse mutuamente, como alguna vez pareció que sucedía como efecto de apro-
ximaciones circunstanciales que consentíamos en confundir con (o que acordábamos en
promover como) lo que la transdisciplinariedad era capaz de lograr.

305
12. CONCLUSIONES Y PERSPECTIVAS

Sería pues ilusorio imaginarse, como tantos etnólo-


gos e historiadores del arte siguen haciéndolo toda-
vía hoy, que una máscara y, de manera más general,
una escultura o un cuadro, pueden interpretarse cada
cual por su cuenta, por lo que representan o por el
uso estético o ritual al cual se destinan. Hemos visto
que, por el contrario, una máscara no existe en sí;
supone, siempre presentes a sus lados, otras másca-
ras reales o posibles que habrían podido ser esco-
gidas para ponerlas en su lugar.
Lévi-Strauss, La vía de las máscaras.

Hay sólo un método en antropología social, que es


el método comparativo. Y ese método es imposible.
Atribuido a E. E. Evans-Pritchard
s/ Rodney Needham (1975: 365 ).

Sin pretender agotar las infinitas facetas de las problemáticas comparativas (y siguiendo
criterios que se reconocen mutables y arbitrarios) intentaré singularizar una o dos con-
clusiones emergentes de cada uno de los capítulos y secciones del libro que se está aca-
bando de leer. El primer objetivo de la compulsa es identificar desde una perspectiva
distinta los caminos capilares y divergentes de la comparación con énfasis en la ampli-
tud de las disonancias y en el desconocimiento que impera en el interior de la disciplina
sobre la diversidad de las alternativas y el estado actual de las opciones; el segundo
objetivo es señalar algunas de las contribuciones científicas y filosóficas más sólidas a-
portadas tanto por las técnicas comparativas como por los debates que se engendraron,
por los aportes que podrían hacer a nuestro capital simbólico en el futuro y hasta por las
dudas que las atormentaron en el pasado y que no estamos seguros que se hayan eva-
cuado a satisfacción de todos.
Mientras que en el primer capítulo se formuló una presentación del tema que simple-
mente anticipó la multiplicidad de tales vías y trazó el mapa de sus contrastes, en el se-
gundo el asunto que concentró el interés fue la crónica de la confrontación entre los teó-
ricos que cuentan y los que miden, una contienda pasada por alto por los antropólogos
comparativos, por los anti-comparativos y por los neutrales atrapados en el medio, todos
entretenidos (a excepción de Bateson) en asignar méritos y deméritos a partidarios y a
enemigos de la cuantificación, o en expulsar del templo de la verdadera ciencia a prác-
ticas cuyos objetos fueran irreductibles a operaciones de aditividad o no satisfacieran el
axioma de la desigualdad de triángulo, o en excluir del campo de la filosofia a las que
modelaran sus estructuras según una pauta arboriforme, jerárquica o dialéctica, dejando
entretanto la definición de las primitivas de la similitud, la diferencia, la analogía y la
comparación en manos ajenas o sin siquiera plantear, o prodigando sobre el particular
banalidades tan fugitivas como un twit sólo cuando el tópico comparativo devenía ine-
vitable, salía a la luz y habría sido ignominioso callar.

306
Para expresarlo de otra manera, yo diría que el elemento de juicio más significativo que
decanta en el segundo capítulo gira en torno de la demostración de que en toda ciencia
la contradicción principal no pasa sólo por las grietas que separan lo cuantitativo de lo
cualitativo, o los saberes duros de los blandos, o las ciencias de las humanidades, o el
objetivismo del subjetivismo, o la estructura de la agencia, sino que el quiasma se mate-
rializa también recurrentemente entre otras opciones a las que apenas atinábamos a ima-
ginar. Hay quienes piensan (y me sumo a ese número) que los contrastes entre las prác-
ticas y las ideologías lineales y las no lineales, entre las formulaciones estáticas y las di-
námicas y entre los modelos de la complejidad y los toy models de género vaca esférica
que han imperado en nuestro medio son mucho más básicos y de mayor alcance que
cualesquiera otras disyunciones por cuanto la camisa de fuerza de la linealidad con sus
principios envolventes de proporcionalidad, plausibilidad, estasis, simplificación, nor-
malización, euclideanización y ceteris paribus afecta también a formulaciones (a la her-
menéutica, por ejemplo, o a la rizomática, o a los modelos sociológicos de Bourdieu y
hasta a algunas formas usuales en el análisis de redes) donde hasta hoy a la mañana no
se las consideraba actuantes (cf. Harte 1988). Asimismo ha quedado en evidencia que la
tensión entre las formas estadísticas o descriptivas meramente diferenciales y otras es-
trategias metodológicas más cabalmente comparativas no es probable que se resuelva en
el corto plazo en favor o en detrimento de alguna de las opciones en contienda.
Por una parte, hay problemas formales bastante severos que obstaculizan la posibilidad
de una magia tal; por la otra, el diálogo entre corrientes en conflicto teórico ha devenido
una alternancia de soliloquios, se ha vaciado de novedad o se ha enfrascado en meneste-
res apasionantes para nosotros pero irrelevantes para el común de las disciplinas. Los
temas que hoy ocupan las primeras planas en antropología están muy lejos ser proble-
máticas expresamente comparativas. Hay por cierto una comparación maestra en juego
en el plano de la ontología e incluso en el seno del giro ontológico, pero hasta donde la
vista alcanza no se percibe nada que se parezca a un tratamiento prolijo y reflexivo del
problema, pues en la confusión imperante la epistemología ha caído en la volteada y lo
mejor que se consigue es una fea regresión a las ideas más discriminatorias e impresen-
tables de Gottfried Leibniz, de Gabriel Tarde o de Lucien Lévy-Bruhl (cf. Reynoso
2018a ). Por eso mismo, aun cuando las técnicas y las tecnologías se han multiplicado
y refinado hasta lo indecible, en el plano teórico y metodológico es palpable que en lo
que hace a la disciplina ésta es una mala temporada para la comparación, acaso la ené-
sima mala temporada consecutiva.
En el tercer capítulo del libro, el más tachonado de ecuaciones, he tratado de catalogar y
comparar las medidas existentes de similitud y diferencia. Mal hará el partidario de las
humanidades cualitativas y subjetivistas si rechaza esas notaciones por excesivamente
formales sin echar antes una mirada a la glosa que las acompaña. Ellas no hacen más
que precisar un poco, mal o bien (mayoritariamente mal, es cierto), el mismo repertorio
de procedimientos mediante los cuales nuestra imaginación anumérica procura resolver
el mismo género de estimaciones de proximidad y distancia. Inicialmente impenetra-
bles, los símbolos y los operadores que pueblan los desarrollos matemáticos no son na-
da sin una interpretación que traduzca sus significados a lenguaje discursivo, a enun-
307
ciación inteligible, a razonamiento sustancioso, a discernimiento abductivo, a descrip-
ción densa, a prosa humana; los matemáticos avezados pueden amortiguar ese proceso
de traducción (como los músicos que leen una partitura calladamente) pero doy fe que
no la pueden obviar del todo. Si examinamos tal hermenéutica veremos que, en efecto,
por detrás de la jerga técnica y la sintaxis cristalizada en aserciones en modo indicativo,
ella no es más que una exégesis al cabo de la cual se articulan fragmentos de intuicio-
nes, razones y procedimientos que no son la mar de diferentes de ( y que se sirven de las
mismas cuatro formas lógicas que) las que llevamos adelante todos los días en los sa-
beres a los que somos más aficionados y que muy probablemente detentan algo más que
una pizca de universalidad (cf. Hutchins 1980; Agar 1984 ; Varzi 2007; Evans y Chil-
ton 2010; Mix, Smith y Gasser 2010; Tenbrink, Wiener y Claramunt 2013; Chilton
2014). Ninguna revuelta hermenéutica, irracionalista o divergente y ningún manifiesto
positivista a lo largo de veinticinco siglos de historia (y ninguna de sus críticas respecti-
vas) ha pronunciado un solo razonamiento que valga la pena y que no se atenga a esa
pauta: ni siquiera la justificación de las lógicas alternativas puede permitirse actuar en
absoluta independencia o ser en extremo divergente de tal patrón.
La lección aprendida en esa sección del trabajo apunta a corroborar que (al igual que su-
cedió con la algebrización por parte de André Weil de Las estructuras elementales del
parentesco, o con la fallida axiomatización por parte de Kemeny, Snell y Thompson de
las reglas del matrimonio Kariera según Lévi-Strauss, o con la fórmula canónica de este
último en las manos de Jean Petitot-Cocorda, o con la adopción cruda de la topología y
la teoría de autómatas por parte de Edmund Leach y Sheldon Klein, respectivamente)
plasmar un problema en una notación simbólica nada garantiza sobre la corrección
última o el valor de verdad de las inferencias en las que los símbolos participan, ni
transforma una narrativa en free indirect speech en un planteo axiomático (cf. Reynoso
1991: 705-709  versus Kemeny, Snell y Thompson 1974 [1956]: cap. §8.4). Pero sí
contribuye, algunas veces, a iluminar aspectos de la lógica a la que una investigación se
atiene en contextos en los que una ambigüedad endémica tiende a desmandarse y a apo-
derarse del campo. No se trata tanto entonces de incorporar al texto literario los sím-
bolos esotéricos tal cual nos llegan desde una plétora de alfabetos discoordinados sino
de tener una conciencia más fina de los matices inherentes a las metodologías diversas,
plurales y cismáticas a las que recurrimos tanto en lo axiomático como en lo más vaga-
mente coloquial (como bricoleurs que todos somos en alguna medida) en el difícil tran-
ce de tratar de pensar con la claridad requerida, concentrar el foco sin irse por las ramas
y encontrar la pauta que conecta en la variedad de ciencia que venga al caso.
El cuarto capítulo versaba sobre la forma de expresar el conjunto de las similitudes y las
diferencias definidas en el capítulo anterior de la manera más intuitiva posible, esto es,
como posiciones de elementos en un campo visual que denotan distancias y proximida-
des entre ellos y que son a su vez susceptibles de ser comparadas con las similitudes y
las diferencias que caracterizan a otros campos del mismo o de otro género. Las varie-
dades de visualización contempladas han sido de diferentes especies: escalas de Gutt-
man, análisis de grilla y grupo, escalado multidimensional, análisis de correspondencias
simples y múltiples y análisis de componentes principales, anticipando las mieles de lo
308
que en nuestros días se apiña bajo el nombre de geometría morfométrica. A excepción
de las dos primeras las demás gozan de buena salud y se encuentran hoy realizando el
tránsito hacia los espacios hiperbólicos o experimentando su redefinición en términos de
teoría de grafos, alineamiento de redes, isomorfismos y similarity search. Tras ese exa-
men, el séptimo apartado del cuarto capítulo ha sido el punto en el que todo lo que ha-
bíamos descripto sobre representación geométrica se anuda prestando una dimensión
gráfica o imaginativa al proyecto de Pierre Bourdieu, una dimensión que en su obra
concreta debería ser exploratoria y complementaria pero que en los hechos aspiraba a
ser, al mismo tiempo, garante del fundamento discursivo, sostén de la teoría, ejecutor
del cálculo y motor de una práctica transformadora y militante.
Ése ha sido el momento en el que procuré documentar la distancia que media entre la
formulación conceptual y el emprendimiento metodológico en la obra de este autor no
tanto porque me interese ese autor en particular sino como instancia representativa de lo
que le puede suceder a cualquiera que eche mano de formalismos en los que anidan al-
gorítmicas ignoradas o inconfesas, parámetros gaussianos ocultos y constreñimientos
operativos del orden de la linealidad, la normalidad y la estasis. La conclusión de ese
análisis establece que los ejercicios de Bourdieu en torno de las proximidades y las dis-
tancias, metodológicamente hablando, son más difíciles de sostener hoy de lo que lo fue
en su hora y que no siempre ayudan a comprender los extremos de la dispersión
exponencial de los valores, dicho esto en los sentidos más pikettyanos y excesivos de la
expresión. La escalada de los acontecimientos, el endurecimiento de las jerarquías y la
impúdica intensificación de la desigualdad en el último tercio de siglo les han pasado
por encima. Los métodos geométricos que utilizó Bourdieu, por otro lado, no han
experimentado en la última década ni la sombra del crecimiento explosivo o de cantidad
de implementaciones tecnológicas que fuera el caso de los métodos relacionales de
grafos, métricas y redes sociales.
Hoy se ha tomado también conciencia de un régimen de diferencias que viene de lejos y
que hace rato que es omnipresente, la inequidad, cuyos efectos discurren en un orden de
magnitud que no puede confundirse con la modesta escala por la que se rigen la cuasi-
igualdad o la mera distinción. En el siglo que corre nos hemos asomado a los abismos
de la no-linealidad y a las inmensidades de la diferenciación salvaje y se nos ha vuelto
peliagudo volver atrás y seguir pensando la similitud y la disparidad a la vieja usanza,
aunque haya sido un estudioso de la magnitud de Bourdieu la figura que en su momento
sancionó el modelo y aunque sea su presunta némesis Bruno Latour (por nombrar a
uno) quien en nombre de una ideología antagónica sueñe disponer de una idea inmune a
la misma clase de estrecheces, dicho sea esto en el estricto sentido de la palabra.
El último apartado de ese cuarto capítulo ilustra el callejón sin salida al que condujo una
concepción “cualitativa” de las geometrías de la representación de distancias y proximi-
dades plasmada en el infortunado diagrama de grilla y grupo urdido en su momento por
Mary Douglas. Se trata de un modelo que no tuvo suficiente continuidad y que quedó li-
brado a su suerte por iniciativa de una autora que ya había dejado de creer en la dia-
léctica de la sociedad y el individuo y que tampoco creía ya (a la luz o acaso a la sombra

309
de Nelson Goodman) en los reflejos invertidos y en las analogías figuradas entre lo so-
cial y lo simbólico que poblaban –ya en declive– la antropología de su época.
En el balance de las pérdidas y las ganancias el hallazgo más notable del largo capítulo
sobre las formulaciones geométricas de la proximidad y la distancia concierne a su com-
plementariedad (Voronoi, Thiessen y Delaunay mediante) con las distribuciones subya-
centes a las técnicas analíticas matriciales, teoría de grafos, álgebra lineal y análisis de
redes sociales inclusive, todas ellas convergiendo hoy en un camino hacia la concepción
hiperbólica del espacio en el marco de una epistemología que va descubriendo que las
pautas que valen la pena son las que logran conectar mundos conceptuales diferentes y
que no pocas de esas pautas que conectan se gestaron en las ciencias que reclamamos
nuestras. No es casual que se haya descubierto hace demasiado poco que una temprana
inspiración arqueológica de fines del siglo XIX debida al egiptólogo W. M. Flinders
Petrie y vinculada con la serialización de artefactos ha sido una de las fuentes que
nutren tanto al block modeling de redes como al análisis espectral, a la optimización
combinatoria de problemas computacionales NP-duros o NP-completos y al álgebra de
matrices (Gertzel y Gröschen 2012 ).
El quinto capítulo, dedicado a las filosofías relativistas de Nelson Goodman y de Satosi
Watanabe, se consagró al propósito ingrato de acometer el desmontaje de todo lo desa-
rrollado hasta ese momento, toda esa magnífica analogía que acompaña al hecho de que
los juicios de similitud y diferencia se entienden mejor cuando se los expresa como imá-
genes de proximidad y distancia, como metáforas que por su poder de persuación no
cuestionamos nunca a pesar de las razones que existen para hacerlo. Una vez más, al
cabo del tiempo las soluciones se manifiestan tan problemáticas como los mismos pro-
blemas. Aun cuando la figuración representó un punto de inflexión, democratizó los
requisitos intelectuales y alumbró un cambio revolucionario, habrá que operar de aquí
en más bajo la convicción de que algunas veces las imágenes nos mienten tanto o más
que las palabras (mil veces más, acaso) y que por ello les quitan hondura a los discur-
sos, poesía a la retórica, densidad a la descripción, rigor a las axiomáticas y posible-
mente fuerza a los proyectos de transformación, por lo que sería menester que hiciéra-
mos urgentemente algo al respecto.
El sexto capítulo, consagrado casi de lleno a la figura de Amos Tversky, se sumerge to-
davía más en la herida infligida a nuestra sensibilidad geométrica, un golpe del que tar-
daremos en recuperarnos si es que nos recuperamos alguna vez. Lástima grande, porque
la representación espacial del campo de las similitudes y diferencias remitía a percep-
ciones que hoy se saben prediscursivas y precorticales y acaso por ello más “auténti-
cas”, radicadas en un hipocampo que compartimos con infinidad de especies y que es la
sede reconocida tanto de la orientación espacial como de la memoria: percepciones y
procesos primarios (diría Bateson [1985]) cuyas bases parecen ser primitivas un poco
más universales de lo que se cree, como lo son unos cuantos entre los elementos de
juicio que tanto la ciencia cognitiva como la neurociencia, nos guste o no, están hoy día
poniendo sobre la mesa. Una imagen vale más que mil palabras, estaba diciendo, dán-
dole vueltas al asunto, y sobre todo a los antropólogos (que estamos lejos de habernos

310
saturado de la idea) nos es difícil renunciar a la contundencia de la figuración por más
que ahora la sepamos perpetuamente en crisis, ebria de su propia contundencia, conta-
giosa en su impulso a la reducción dimensional y demasiado buena para ser verdad.
Algún día habrá que profundizar en el hecho incontestable de que existe un vínculo fun-
damental entre la espacialización y la visualización de las representaciones y el acto
mismo de comparar. Escribe Robert Schmidt, sociólogo de la Universidad Libre de
Berlín:
Existe una relación entre la popularidad de la comparación y sus lazos con lo visualmente
obvio. Comparar significa producir evidencia mediante la disposición en proximidad de los
objetos de la comparación, poniéndolos juntos para producir visualmente proximidad y
perspectivas, diferencias, similitudes y/o contrastes. Tal retórica visual busca un impacto
óptico; los efectos de la comparación están pensados para ser fuertemente aparentes e inme-
diatamente fehacientes. En conexión con esta relación con lo obvio la comparación recurre
al sentido común y a la comprensión popular, tendiendo así a funcionar como un sustituto –
y ya no tanto como un punto de partida– para llevar adelante argumentaciones analíticas
(Schmidt 2009: 339).

Ha sido a través de los delicados meandros del pensamiento de Schmidt que llegué a
conocer las observaciones de Joachim Matthes [1930-2009] sobre la apariencia visual
del acto comparativo, así como la intensa elaboración comparativa del sociólogo de la
cultura Friedrich Tenbruck [1919-1994], especialista en Max Weber y autor de un im-
pertinente y desafiante paper titulado Was war der Kulturvergleich, ehe es den Kultur-
vergleich gab? [“¿Qué fue la comparación cultural cuando la comparación cultural aún
no existía?”]; junto a ellos llegué a conocer el trabajo de René König (1969: 493) sobre
lo que éste considera el principal motivo subyacente de la comparación, que es el de
experimentar contrastes visualmente (König 1969: 493; Matthes 1992: 93; Tenbruck
1992; cf. Weller 2017). La línea de Tenbruck, Matthes, König, Schmidt y Weller es de
indudable relevancia para la mejor comprensión filosófica, epistemológica y cognitiva
entre la comparación y la dimensión visual, espacial y geométrica, aunque en el tronco
de este ensayo (y con la solitaria excepción de la morfométrica) decidí dejarla de lado
por su lejanía con las temáticas metodológicas e instrumentales que fueron el foco de mi
elaboración, pero que no perdonaré al lector si me entero que no se atrevió a conocerla
por su cuenta.
Para cerrar el tema refiriéndonos a otra pequeña y necesaria victoria de las ciencias mal
llamadas blandas, hay que subrayar el hecho de que en los veinticinco siglos que prece-
dieron a Tversky ni las matemáticas ni las ciencias duras ni la lógica formal ni los in-
quisidores de la British Association y sus turiferarios positivistas ni los especialistas
ecuménicos de la filosofía de la ciencia habían caído en la cuenta de que los cuatro axio-
mas que sostenían el acto de medir y buena parte del edificio científico de la cuantifica-
ción estaban todos ellos bochornosamente equivocados, y que lo estaban por razones
extremadamente fáciles de comprender.
Tversky lo advirtió, solo y sin mucha alharaca, en el lapso de unos pocos años saturados
de esa clase de inspiración tan perfecta que despierta una envidia que dista de ser sana
por más que la obra de aquél esté también destinada a olvidarse. A los antropólogos nos

311
toca recordarla y recuperar sus vislumbres, aquí y ahora, antes que sea demasiado tarde.
Casi ningún texto de la antropología teórica había lidiado con Tversky (o con Watana-
be) antes del día de hoy; si nuestra disciplina fuera la instancia comparativa que pre-
tendió ser esto debería cambiar, al menos para que vayamos entendiendo algunas cosas
esenciales que nos permitan luego avanzar en otras direcciones.
El séptimo capítulo nos puso en contacto con la obra de una antropóloga y lingüista,
Eleanor Rosch, a la que estábamos comenzando a olvidar más por responsabilidad suya
que por culpa nuestra. Por razones que todavía no se entienden su imaginación semánti-
ca –una de las más vitales que ha habido en ese campo hasta entonces y hoy nuevamen-
te yermo– se extinguió (según el lector prefiera escoger)  por causa del aluvión inter-
pretativo, posmoderno, posestructuralista, poscolonial y decolonialista,  por influencia
del lastre de cargar con un constructivista al garete (Varela, quién si no) en pleno trans-
currir de su última siesta de Homero,  por el fastidio que le significó a Rosch la dis-
cusión con el composicionalismo modular del al fin fallecido Jerry Fodor y sus secuaces
del MIT o  por obra de sus propios fantasmas. En el tumulto de nuestros enfrenta-
mientos más brutales a los que ella para bien o para mal contribuyó, de repente Rosch
hizo mutis por el foro y desapareció de la escena. Lástima grande. No fue ése el hecho
más ruidoso de la década pero sí fue un acontecimiento feo e importante. Si Alan Turing
o Noam Chomsky (digamos) hubieran experimentado crepúsculos comparables, eso
habría acarreado para algunos de nosotros –profesional, conceptual y existencialmente
hablando– otros tantos tangibles sentimientos de Apocalipsis.
La suerte que corrió el proyecto de Rosch remite a lo que no hace tanto escribió Eduar-
do Menéndez (2009 ) sobre cómo fue y como podría haber sido la antropología si
ciertos eventos claves (el advenimiento de Clifford Geertz, por ejemplo) hubieran ocu-
rrido diferentemente. En contraste con lo que fue el caso con el modelo de Mary Dou-
glas (el cual en la obra de su autora nunca se puso en marcha), al cabo de los años
podemos asegurar que la semántica roschiana de prototipos funcionaba, por así decirlo,
demasiado bien. De no haber sido por ella ni el modelo geométrico se habría plasmado
de la forma exacta en que lo hizo en el campo cognitivo, ni habría colapsado tras su
defección de la manera ruinosa en que colapsó.
En un registro muy distinto, la segunda parte del capítulo se explayó sobre los diagra-
mas de Voronoi, las teselaciones de Dirichlet, los polígonos de Thiessen y las triangula-
ciones de Delaunay, todo eso en las puertas de las matrices cartesianas de D’Arcy
Thompson a punto de distorsionarse difeomórficamente. Si bien anotamos las poten-
cialidades que la arqueología explotó pero la antropología sociocultural dejó al costado,
dos particularmente poderosas quedaron deliberadamente en el tintero: una es, sin duda,
el análisis de las aristas o los nodos del diagrama como grafo o como red; la otra, no
menos importante, el uso de esa red como base para comparar dos o más diagramas me-
diante distancias de edición de grafos o por medios distintos pero análogos. En ambos
casos se trata de redes ya no topológicas sino métricas, redes espaciales en el pleno sen-
tido que habrá que tratar de un modo muy distinto al que estamos acostumbrados en el
campo del ARS pero sobre las que ya está sedimentando en este siglo una nutrida expe-

312
riencia (Reggiani y Nijkamp 2009; Barthélemy 2010: 4-5; Okabe y Sugihara 2012: cap.
§4, 81-100; Batagelj y otros 2014; Peters 2016: 33-34, 243, 307). Todas las clases de
diagramas que hemos husmeado (al igual que los análisis geométricos a excepción de la
grilla-y-grupo) están experimentando hoy sus extensiones a espacios hiperbólicos con
resultados promisorios pero todavía carentes (hasta donde sé) de aplicaciones convin-
centes en las ciencias sociales fuera de algunos ecos resonantes en la morfométrica y en
la antropología forense. En otras palabras, sabemos que a un nivel profundo los pro-
blemas representacionales son mucho más complicados de lo que parecen, pero por el
momento no habrá de ser mucho lo que podamos hacer al respecto si no nos sumer-
gimos de lleno en esos despeñaderos y en esos caminos umbrosos, manteniendo los ojos
bien abiertos.
El octavo capítulo desarrolló un plan homólogo al de un libro que alguna vez esbocé
pero nunca me decidí a escribir sobre el método comparativo en antropología, un libro
que culminaba describiendo el proyecto de las bases de datos murdockianas y la codifi-
cación de una antropología transcultural de escala hologeística abarcativa, consolidada y
justicieramente instalada en la academia. Con los años comprobé que, aparte de la arro-
lladora competencia representada por el giro interpretativo y sus derivaciones, una an-
tropología tal estaría atrapada entre los albures de la construcción de las unidades que
componen su objeto y el probablemente falso problema de Galton, y que por tales esco-
llos, sumados a los consabidos aquelarres filosóficos de la inducción y a las torvas in-
conductas políticas de sus gestores, un modelo inscripto en ella se encontraría impedido
de sustentar cualquier género decente de investigación comparativa capaz de llegar más
lejos que (pongamos) la cantométrica transcultural que Alan Lomax armó en solitario,
con todos los factores en contra pero al vuelo de un impulso capaz de transformar la
historia, y no sólo la historia de la música o de la antropología (cf. Lomax 2009 [1968];
Naroll 1970 ; Reynoso 2015 [2006]: cap. §2 ).
El noveno capítulo probó preguntarse qué sucede cuando se da el paso que media entre
(a) la mera similitud y la autosimilitud tal como se presenta en los modelos geométri-
cos, (b) las mismas relaciones tal como se manifiestan en el campo de las geometrías y
los objetos fractales, y (c) el tratamiento en términos de la fractalidad de cualesquiera
geometrías, objetos y conjuntos empíricos. Al cabo de esa sección del libro quedó en
evidencia la necesidad de superar la prudencia de los planteamientos eternamente in-
troductorios para comprometerse de lleno en la metodología multifractal y sus deriva-
ciones en el análisis basado en ondículas, el cual no sólo ha alcanzado estatuto de tren-
ding topic sino que se encuentra hoy en un genuino estado de arte. Ello sólo podrá lle-
varse a cabo previa garbage collection y tras una demarcación implacable que prescin-
da de los metarrelatos de la “persona fractal” de Roy Wagner, de las leyendas urbanas
pre-goodmanianas sobre la auto-similitud estricta entre los todos y las partes, de las cos-
movisiones sapienciales atribuidas a los Otros que sólo existen en el ojo del observador,
de la creencia en que el valor de una sola dimensión es un indicador posicional de simi-
litud o diferencia a lo largo de un línea comparativa independiente de objeto y de las
concepciones pos-estructuralistas que identifican los objetos fractales con los espacios
lisos, las únicas cosas platónicas, isotrópicas y homogéneas que con seguridad no son.
313
De no hacerlo pronto correremos el riesgo que llegue a las otras disciplinas el rumor de
la credulidad de los antropólogos ante los filosofismos, los matematismos y los cientifi-
cismos más banales, oprobio que adivino difícil revertir.
Lo fundamental de la fractalidad parece florecer en la periferia, cuando se pasa al ante-
dicho terreno de la multifractalidad y a los análisis armónicos y espectrales, los cuales
no son sino modos de agigantar, atenuar, modificar, transformar y conmutar los contras-
tes, géneros en los que se supone que los antropólogos hemos sido expertos exquisitos
(cf. Boon 1982: 3-26; Hastrup 2010 ; Strathern 1999b: 172-173 ; 2013 ). Por el
momento, la antropología biológica y la arqueología son las áreas de la disciplina que
están en mejores condiciones de destacarse en el campo de las modulaciones de filtros y
umbrales de la tecnología de ondículas que le permiten –batesonianamente, una vez
más– capitalizar la idea de encontrar, descubrir e interpelar diferencias que hacen una
diferencia, acentuándolas, desorbitándolas o mutándolas en el trámite si es preciso.
Cuando hacia fines del noveno capítulo traté sobre los dilemas mereológicos de relacio-
nes entre las partes y el todo incluí calculadas referencias a las elaboraciones capitales
de Dharmakīrti, un pensador buddhista del siglo VII dC que desarrolló su filosofía al
mismo nivel de excelencia y con la misma relevancia para la ciencia y la filosofía con-
temporánea que la que demostraron los jainas perspectivistas que plasmaron el Anekān-
tavāda [अनेकान्तवाद] como doctrina y teoría de la diversidad, o los hindúes que según
David Zilberman articularon una de las más ricas teorías de la analogía, o los indios que
nos trasmitieron la gramática generativa de Pāṇini, una teoría lingüística y una formu-
lación recursiva propiamente modernas y sin vergüenza de serlo conforme lo admite el
mismo Noam Chomsky (Chomsky 1965: v; Zilberman y Cohen 1988 ; Eltschinger
2000 ; Tillemans 2000 ; Chattopadhyay y Chaudhuri 2001 ; Zilberman 2006 ).
Cuando acabé de reseñar todo eso –intentaba decir– encontré que estaba formulando
una invitación a contemplar de hoy en más las ciencias formales, las matemáticas y la
alta filosofía de una manera más abierta y más congruente con los principios de polifo-
nía, construcción colectiva, desapego disciplinario y diversidad transcultural con los que
la antropología en la que me embarqué cuando joven parecía identificarse desde su
arranque.
El décimo capítulo nos presenta las reglas del juego que rigen cuando los objetos en que
se centra la metodología son grafos o redes, formas de representación que hacen que
prácticamente nada de lo que habíamos aprendido en torno de la comparación en los ca-
pítulos precedentes resulte suficiente, espontánea o inmediatamente aplicable. Aparte de
proponer y comparar métodos para medir la similitud o la diferencia entre redes con una
resolución que nunca antes se intentó, esta sección del trabajo también propone usar los
modelos de grafos y redes como instrumentos para llevar adelante comparaciones de
casi cualesquiera clases de entidades y para detectar singularidades (el grado supremo
de la diferencia) en motivos de redes dinámicas de complejidad arbitraria. Tanto la me-
todología como una parte importante del instrumental antropológico que estalló tras la
invención antropológica del ARS han cambiado (o se han diversificado) en las últimas
dos décadas: ya no se trata sólo de imponer las redes como forma verdaderamente densa

314
de representación ni de medir similitudes entre ellas, sino de usar las redes como herra-
mienta primordial para medir similitud y diferencia sin caer en la trampa de los efectos
circunstanciales de escala, distancia y perspectiva.
El undécimo capítulo aborda finalmente la posibilidad de que la representación se apli-
que por una vez a superficies y volúmenes que ya no son euclideanos y que en vez de
eso lucen como manifolds de Riemann, algo que se encuentra muy lejos de las multipli-
cidades extravagantes a las que Deleuze y los perspectivistas pos-estructurales de la es-
cuela de Viveiros de Castro pretendieron circunscribirlas en sendas teorías que confun-
dían, cómicamente, un enunciado particularista contrario a la distinción entre unidades y
pluralidades (y también adverso a la dialéctica y a la comparación) con lo que era en
rigor una filosofía dialéctica y una teoría comparativa de la curvatura (cf. Reynoso
2016a: 224-264 ; 2018: 252-285 ). El hallazgo antropológico fundamental del libro
que se está leyendo tal vez radique en la constatación de que lejos de constituir una
intuición no-métrica susceptible de inspirar una antropología rizomática de la inmanen-
cia (sea ello lo que fuere) la geometría diferencial riemanniana puede entenderse como
una genuina Vergleichsgeometrie emancipada del método comparativo hologeístico de
la etnología y embebida ya no en los manifolds abstractos de los matemáticos, o en cos-
mologías inmensurables que teorías del todo que sólo los físicos entienden, sino en el
espacio no euclideano, arbóreo, hiperbólico y fractal de la morfométrica y de las redes
complejas (cf. Slice 1991).
Lo esencial para dicho ejercicio de comparación finca en la medición de la hiperbolici-
dad de la red, a entenderse no como un cálculo de tensores en un manifold sino como
una evaluación de cuán próxima está tal red de ser un árbol cuando se la observa a una
escala intermedia, con la consiguiente estimación de las relaciones precisas entre el
núcleo y la periferia, entre los poderosos y los subalternos, entre los integrados y los pe-
riféricos o como fuese que Mary Douglas o Pierre Bourdieu habrían expresado el fenó-
meno si su enfoque hubiera sido genuinamente sociológico y relacional y si hubieran
dominado los recursos formales que habrían debido administrar (Melnik y otros 2011
; Sullivan 2012 ; Adcock, Sullivan y Mahoney 2013 ; Wei Chen y otros 2013 ;
Borassi, Chessa y Caldarelli 2015 ; Abu-Ata y Dragan 2016).
Para decirlo de otro modo, una métrica es plenamente una métrica de árbol si y sólo si
su hiperbolicidad se aproxima a cero, el valor máximo de una curvatura negativa. Éste
es el escenario en el que convergen los manifolds de la geometría riemanniana y el aná-
lisis de grafos y redes complejas. A los deleuzianos, viveirianos, latourianos y demás
perspectivistas que han entendido este género de ideas al revés de lo que corresponde
les digo, una vez más: si existe tal cosa como una metaheurística para comprender el
tejido de las relaciones (sociales y de las otras) así como sus diversidades posibles, ella
radica en el árbol y en las relaciones abiertas a la comparación morfométrica antes que
en el rizoma y en una inmanencia que busca no tener nada que ver con nada, confun-
diendo el nihilismo con la inmanencia.
Complicando a las tecnologías disponibles, las formas de medir la hiperbolicidad desen-
cadenan procesos de cálculo que son NP-duros o algo más siniestro que eso, pero ya se

315
está trabajando en esa brecha y la disponibilidad de la algorítmica requerida en el domi-
nio público es cuestión de tiempo, el cual es de esperarse que sea a lo sumo tiempo poli-
nómico o que sólo se realice en el dominio visual. Aunque todavía reste, por ejemplo,
aclarar las relaciones de la hiperbolicidad con la geometría fractal y hoy por hoy sólo la
escuela de Yakov Pesin se encuentre trabajando en ese campo por el lado de los atrac-
tores de la dinámica caótica y en un régimen de dificultad prohibitiva, la geometría hi-
perbólica neo-riemanniana no deja de aportar nuevas hipótesis y de señalar un camino
de búsqueda en el que la antropología no había pensado y que es el mismo camino por
el espacio curvo que llevó de Gauss a Riemann y de Riemann a Einstein (Windham
2008 ; Pesin y Climenhaga 2009: 159 y ss.; cf. también Bonatti, Díaz y Viana 2005:
34-37). Quiero pensar que esta redefinición no trivial, algun día y redes mediante, de-
venga acaso la fuente de inspiración del instrumento comparativo más expresivo, bello
y poderoso que la antropología haya sido capaz de imaginar, tal como el día de hoy ya
se está experimentando promisoriamente en las geometrías transformacionales de la
hiperbolicidad, la fractalidad y la morfométrica (cf. Cheeger y Ebin 1975 ; Karcher
1987 ; Grove y Petersen 1997 ; Bookstein, Slice, Gunz y Mitteroecker 2004 ;
Cheeger y Grove 2007 ; Goddard 2010; Eschenburg 2017 ).



Si echamos un vistazo a las técnicas usadas en el modelado de la similitud y la compa-


ración veremos que por debajo de la mayor parte de ellas hay un nudo de formalismos
auxiliares que las hacen posibles. Activados en el interior del análisis de corresponden-
cias, por ejemplo, se desarrollan procedimientos de descomposición espectral, operacio-
nes de álgebra lineal, encuentros regidos por protocolos de interface, ajustes, interpola-
ciones, cálculos de distancias, reducciones dimensionales, re-escalamientos, renormali-
zaciones y así hasta el éxtasis: muchas más manipulaciones estadísticas y algebraicas,
en todo caso, que las que Bourdieu mismo estaba dispuesto a tolerar o que la que sus
consultores técnicos le habían confesado que se escondían en las raíces de su propio
modelo. Ni hablar del escalamiento multidimensional, del cálculo de la dimensión frac-
tal, del alineamiento de grafos o de la constelación de supuestos e intenciones que (en el
extremo “cualitativo” del espectro) subyace a la metodología hermenéutica o a lo que
Husserl llamaba actitud natural: por axiomático, traslúcido, interpretativo o lineal que
parezca o que pretenda ser un razonamiento, las cajas negras y las maldiciones dimen-
sionales están en todas partes, complicando y a veces impidiendo cualquier posibilidad
de simple explicación o hasta la mera lectura del objeto o su interpretación más banal.
Esto alberga para los más entre nosotros un serio inconveniente. Los antropólogos he-
mos practicado desde siempre una especie de represión de estos saberes clandestinos,
operando tan cerca de la superficie, de lo observable, de lo natural o de lo evidente
como nos fuera posible. Por más que nos cansamos de hablar de la construcción social
de cada cosa que existe, juzgamos a las láminas y a las imágenes que resultan de aplicar
las técnicas geométricas más populares por lo que ellas parecen ser, sin preguntarnos
por la filigrana de las operaciones encubiertas, las pulsiones teleológicas y las trasmuta-

316
ciones alquímicas y embelecos de hocus pocus que llevan a ellas y en las que nosotros
mismos hemos participado sin darnos cuenta o sin poder evitarlo. Con escaramuzas elu-
sivas de ese género hemos creído conjurar un anudamiento de ideas de cuyas complica-
ciones nos creemos exentos, prefiriendo actuar en base a razones de trazo grueso que
por eso mismo rara vez vuelan más alto que el más pedestre sentido común.
Es por tal razón, conjeturo, que la gestión de datos en los repositorios antropológicos
tradicionales se sigue realizando según los cánones de búsqueda de los modelos mecá-
nicos, los cuales presuponen homogeneidad en la representación de los datos, monoto-
nía en el discurrir del tiempo, uniformidad en los intervalos de escala, simplicidad argu-
mentativa y concordancia lineal perfecta entre la pregunta y la respuesta, mientras que
en las tecnologías y ciencias que presumimos “duras”, “formales”, “exactas”, lo que hoy
se impone es una tónica de similarity search vaga, saturada de aproximaciones, hetero-
génea, oportunista, intensamente reflexiva, sensible a las paradojas, propia de un pensa-
miento que diríamos blando, subjuntivo, débil, contaminado, despiezado e indiciario.
Por algo es que la lógica misma (como en el caso de los conjuntos rudos de Zdzisław
Pawlak, de los conjuntos borrosos de Lotfi Zadeh, de los conjuntos próximos de H.
Herrlich y de los juegos de discretización de la computación granular) se ha trasmutado
no sólo en un proceso más brusco, turbio y difuso, sino en un procedimiento adaptable a
las magnitudes de escala, a los ruidos interferentes y a las complejidades más diversas.
Lo único que no hay en las ciencias que creemos rigurosas es, precisamente, uniformi-
dad del consenso, el imperio de un discurso único. Lo que prevalece es, por el contrario,
de una variedad y una atomización anárquica, un género auto-(des)organizado de cons-
trucción necesariamente participativa y destinado desde el vamos a una lectura crítica
parecida a la que los antropólogos posmodernos englobaban bajo los signos de la dialó-
gica, la polifonía y la heteroglosia y que en algún momento fugaz se constituyó en ideal
de lo que la ciencia humana o social debería ser. Pero contrariamente a lo que auguraba
Clifford Geertz o a lo que insinúan los turns de superficie que hemos experimentado,
somos nosotros, los poetas de espíritu, eternamente divididos en nada más que dos fac-
ciones inmutables por cada boga global emergente, los que hemos arribado en ambos
campos de la divisoria a una especie paralizante de dualidad uniforme del consenso y de
maniqueísmo epistemológico.
Por esta causa nos hemos obstinado en repetir a lo largo de un tiempo demasiado largo
un mismo género de ensalmos unificadores y diferenciadores (o comparativistas y anti-
comparativistas, o cuantitativos y cualitativos, o objetivistas y subjetivistas, o materia-
listas e idealistas, o progresistas y conservadores) sin casi opciones de tercera vía ni
iniciativas que se declaren independientes de la parálisis y del cambio superficial de las
modas puntuales. Las ciencias mal llamadas duras, por el contrario, han sabido ser con
mayor frecuencia más elásticas, mutables y adaptativas de lo que sospechábamos. En su
interior nadie, nunca, describirá las intimidades matemáticas de (digamos) un método
multivariado siguiendo los mismos procedimientos, invocando las mismas ideas o enca-
denando las mismas piezas algorítmicas, o echando mano de los mismos principios de
notación y los mismos planteos argumentativos. Mientras que más allá de la diversidad

317
aparente hay apenas un puñado de regímenes canónicos para establecer la autoridad
etnográfica y establecer en antropología las facciones en pugna (¿dos?, ¿tres?), detrás de
la rutina de la engañosa uniformidad simbólica de las matemáticas hay al menos una
cincuentena de estrategias lógicas, filosóficas y retóricas distintas de probar un teorema,
cincuenta ideas histórica, subjetiva y culturalmente variables sobre el valor, la correc-
ción y el sentido de la prueba misma y una inestable zona de sombra entre las pruebas y
las conjeturas, o entre los lemmas y los corolarios, lo que a despecho del dogmatismo,
la clausura reflexiva y la estrechez cultural dominante en la profesión –que es bien real–
ha permitido diversificar los rumbos, corregir no pocos errores, desconfiar de los dog-
mas consagrados y mantener la búsqueda siempre abierta (Pólya 1954 , ; 1984;
Franklin y Daoud 1996 ; Benson 1999 ; Emch, Sridharan y Srinivas 2005 ; Havil
2007 ; Nickerson 2010 ; Krantz 2011 ; Chemla 2012 ; Solow 2014 ; Probst y
Schuster 2016 ; Selin 2016 ; Srinivas 2016 ).73
Lo mismo vale, desde ya, para la geometría, el álgebra o el cálculo. Ni que decir tiene
que en muchos campos de la complejidad (o de la informática, para el caso, o de las me-
taheurísticas) los operarios trabajan sin esperar que los pontífices actualicen su canon y
que los teoremas que deberían sostener las conjeturas sean demostrados alguna vez o se
anuden en un discurso maestro. A raíz de estas tensiones paradigmáticas se me ocurre
que lo fundamental, en todo caso, es menos geometrizar una antropología disciplinaria-
mente aislada que llevar la antropología a la práctica con un ojo atento a la inspiración
que las matemáticas y sus aplicaciones transdisciplinarias por un lado y nuestra propia
disciplina por el otro nos proponen, mientras seguimos trabajando en un escenario
menos asimétrico entre lo duro y lo blando de lo que habíamos sospechado.
Aunque muchos de los métodos cuyo tratamiento hemos abordado involucran métricas
de distinta naturaleza conceptual e introducen consideraciones de vaguedad o ambigüe-
dad, no hemos tratado evaluaciones de aproximación, semejanza y analogía puramente
matemáticos y/o de casi imposible aplicación empírica a la antropología como los que
se desarrollan en textos tales como el clásico Similitude and approximation theory de
Stephen Kline (1986 [1965]), en Similarity and analogical reasoning de Stella Vosna-
diou y Anthony Ortony (1985) o en Similitude and modelling de Ervin Szücs (1980 ),

73
Las pruebas matemáticas o geométricas pueden ser intuicionistas, anti- o contra-intuitivas (à la Gauss-
Bourbaki), gráficas, diagramáticas, argumentativas, por el absurdo, contradictorias, contrapositivas, cons-
tructivas, no constructivas, probabilistas, aproximativas, por agotamiento, por contraposición, estructura-
listas, metódicas, experienciales, evidenciales, procedimentales, inversas, analógicas, asintóticas, epifáni-
cas, gnómicas, geometrizantes, numéricas, combinatorias, metaheurísticas... En la vida real los practican-
tes ni siquiera esperan que las puebas y demostraciones se hagan públicas siempre que los algoritmos fun-
cionen suficientemente bien. Y como demostró Von Neumann (en una de esas abducciones inspiradas que
posibilitaron la informática y la tecnología digital) las máquinas dotadas de redundancia pueden funcionar
suficientemente bien aun cuando algunos o la mayoría de los componentes individuales funcionen excesi-
vamente mal. El error, en fin, es y debe ser parte del diseño inteligente (von Neumann 1956). Hay en las
matemáticas un profundo espíritu de diversidad y de tolerancia a errores y de adaptación frente a la infor-
mación incompleta. Como dijo Pólya György [1887-1985] en contraste con lo que dictan nuestros este-
reotipos, “ninguna idea es realmente mala; lo que es verdaderamente malo es no tener ninguna idea”
(Pólya 1954: vol. 2, 204). Lo dijo Pólya, el estudioso del descubrimiento, de la heurística y de la inven-
ción, convencido de que las ciencias más rigurosas distan de ser las eternas prisioneras de la exactitud que
nosotros pretendemos que sean y que nosotros, anacrónicamente, todavía aspiramos a alcanzar.

318
textos en los que las ideas formales de similitud y aproximación son tan distintas como
puede imaginarse de lo que irreflexiva e informalmente tipificamos como tal. La razón
de esto es que en ninguna disciplina se han elaborado todavía las definiciones coordina-
tivas entre la oferta de una teoría fuertemente abstracta (que nos viene desde Babilonia,
pasando por Euler y Chebyshev) y los reclamos metodológicos de nuestra ciencia em-
pírica (cf. Steffens 2006 ). La falla no es empero imputable a la antropología en sí;
falta todavía que otras disciplinas empíricas se aboquen a desarrollar estrategias-puente
de implementación y a poner al día lo que la vieja epistemología llamaba definiciones
coordinativas, una categoría que Camilo Lozano-Rivera (Ref.) ha trabajado con rigor
inusual en su disertación. Aquí pareceríamos estar ante un fenómeno de universos para-
lelos en el cual (como en la vieja geometría euclideana) las líneas en tal disposición ja-
más se tocan.
Tampoco me he ocupado más que ocasionalmente en este texto (y esto es tal vez más
imperdonable) de los avances habidos en una nueva tecnología específicamente orien-
tada a la búsqueda por similitud o a la búsqueda en espacios métricos en bases de datos
de complejidad extrema, un campo que ha experimentado un progreso extraordinario
(con miles de algoritmos y metaheurísticas en su haber) pero que está todavía muy lejos
de haber elaborado una reflexión epistemológica transdisciplinariamente comunicable
como la que la antropología estaría necesitando. El nomenclador clave –tomen nota– es
similarity search y su vehículo por antonomasia han sido los prestigiosos congresos
SISAP, hoy en su décimotercera edición europea y asiática. Allí se están volviendo a
discutir todos los modelos geométricos, no-geométricos, fractales y reticulares de la
similitud de maneras nuevas y radicales (Zezula y otros 2006 ; Navarro y Peskov
2012; Brisaboa, Pedreira y Zezula 2013; Machado Traina y otros 2014; Amato y otros
2015; Amsaleg, Houle y Schubert 2016; Beecks y otros 2017; Marchand-Maillet y otros
2018; Amato y otros 2019; Sato y otros 2020).
Otra forma de calcular similitudes de uso muy amplio (pero de la cual tampoco trataré)
es el reconocimiento basado en redes neuronales implementado con la más alta priori-
dad en medio centenar de agencias de gobierno y seguridad en los Estados Unidos, ba-
sado primordialmente en algoritmos híbridos de aprendizaje, codificación y descubri-
miento de patrones, la clase exacta de procedimientos abductivos que nuestro Gregory
Bateson encontraba indiferenciable de los procesos de evolución (Bateson 1981 [1981]:
14, 45, 47-48, 92, 115, 148-149; 1985 [1972]: 15; Garvie, Bedoya y Frankle 2016 ).
No hemos tratado de estas herramientas por razones de foco y de espacio, pero no
excluimos hacerlo en trabajos futuros.
La tecnología que está arrasando en el tercer milenio es cualquier cosa excepto una
ciencia exacta. Los laboratorios transnacionales, la industria farmacéutica, los orga-
nismos de seguridad, los tecnólogos del CODIS, los portales de streaming, los con-
sultores de punta en materia de pandemias y las corporaciones que compiten en la Web
en todos los rubros imaginables utilizan masivamente estos recursos deliberadamente
blandos y me es incomprensible que los antropólogos socioculturales, presuntos exper-
tos en similitud y diferencia y supuestos reconocedores de pautas que conectan e inspi-

319
radores de innúmeras teorías del aprendizaje, se cierren a formas ricas e innovadoras de
la comparación, se aferren a panfletos como What computers can’t do o a giros de
utopía como la ciencia pos-normal y permanezcan aprisionados (incluso en la gestión de
datos de la HRAF y en el World Values Survey) en la estrecha pauta laplaciana de la
búsqueda exacta, prefiriendo ignorar las técnicas de inexactitud deliberada que ha esta-
do en la raíz de los éxitos alcanzados por las nuevas premisas. La expresión clave de
hoy en día es pattern matching: Bateson, una vez más, era harto consciente de la rele-
vancia de estas búsquedas. En la vanguardia tecnológica se sabe hace rato, por cierto,
que las ciencias exactas no son ni quieren ser exactas, que los datos incompletos no son
la excepción sino la regla y que en la vida real la exactitud sólo muy raramente es la me-
jor de las heurísticas.
Mientras que los principios de métrica y similitud que prevalecen en este campo de ob-
jetos diferentemente codificados son relevantes a problemas planteados en cualquier
otra disciplina pero casi no se han probado en las humanidades, hay en cambio una
cierta proporción de bibliografía especializada de cuya utilidad tengo pruebas palpables
y que por ello invito a conocer a todo el que se avenga a afrontar la molestia de una
pendiente de aprendizaje que reconozco áspera (cf. Chávez y otros 2001 ; Zezula y
otros 2006 ; Bender y otros 2009 ). Algunos de los nerds de la algoritmia que se de-
dican a esta tecnología, después de todo, se las han ingeniado para explicar los rudimen-
tos de las distancias métricas, de las heurísticas del análisis de componentes principales,
de las paradojas de la asimetría y de los axiomas de la similitud con más claridad que la
que Pierre Bourdieu, Henry Atlan o Jean Petitot han aportado a asuntos de parecida
naturaleza.
A través de este trabajo hemos comprobado el carácter altamente divergente, especiali-
zado y complejo que se esconde en el trazado de similitudes y diferencias, una faena
que, dada la propensión de la disciplina a operar en el plano de las estructuras de super-
ficie y de una observación no cuestionada, muchos de nuestros profesionales prejuzga-
ban que habría de ser una operación tan simple que no valía la pena hablar de ella. La
idea misma de que la comparación es inevitable ayudaba a creer que se consumaba sola.
Pero incluso las distinciones y las distancias más básicas en las disciplinas que más o
menos funcionan bien en ese orden resultan ser bastante más complicadas de lo que su-
poníamos, tanto más cuanto más incomprensibles son dichas medidas para los no inicia-
dos en las matemáticas y las lógicas más elementales. Tal como lo demostró el triunfo
abrumador de posturas interpretativas, posmodernas, autopoiéticas, morinianas y poses-
tructurales siempre resueltas a hacernos desaprender técnicas que ellos mismos malco-
nocen, el común de los profesionales no está dispuesto a asumir un costo de aprendizaje
que raye por encima de cierta cota. La consecuencia de ello es que ante cualquier
manual de cualquier especialidad el lector promedio se rinde antes de acabar de leer las
páginas con numeración romana, cuando lo que se necesita es que algunos de nosotros,
actores atrapados en una ciencia en crisis, juzguemos con una mínima inteligencia si
todas las lecturas ahí afuera que no entendemos del todo son tan bizantinas, pretenciosas
y gratuitas como parecen o si somos nosotros quienes nos estamos perdiendo la fiesta.

320
Lo lamentable es que hoy en día en la introducción a cualquier tema complejo de las
matemáticas o de las estadísticas se presupone que el lector ya sabe de qué se trata o
está en condiciones de saberlo en el corto plazo. Hace décadas que la literatura intro-
ductoria, incluso la que se ha diseñado especialmente para profanos, hitchhikers, nóma-
des, dummies e idiotas completos, no es capaz de introducir a nadie en nada a no ser que
se pertenezca de antemano al mismo género de club disciplinar. Tomemos un texto ma-
temático al azar y comprobaremos que incluso libros que se precian de introductorios
sobre la teoría de la medición, por ejemplo, presuponen irrealmente que el lector posee
conocimientos sobre asuntos tales como espacios topológicos, números transfinitos, es-
pacios de Banach y geometría diferencial, exigencias que muchas veces son excesivas
aun para alguien dedicado a las altas matemáticas de tiempo completo (v. gr. Halmos
1974 [1950]: vi; Nishisato 1994: xii; Franklin y Daoud 1996: v; Hopcroft, Motwani y
Ullman 2001: iii). Estamos aquí frente a un requisito que será por siempre insuperable
tanto para el antropólogo que carezca de una robusta formación en matemáticas en ge-
neral y en geometrías en particular como para el matemático especializado en otra rama
de su propia ciencia. Algo me dice que la departamentalización obsesiva-compulsiva de
las disciplinas en compartimientos estancos tiene no poco que ver con esta situación.
Lo malo de todo esto es que los matemáticos no se meten en esos berenjenales porque
les plazca o porque quieran lucir su virtuosismo técnico sino porque se han resignado a
que ciertos proyectos en extremo urgentes requieren tal montaje de saberes heteróclitos
y tal desmesurado esfuerzo de aprehensión, todo para que siga sin quedar demasiado
claro lo que los no-matemáticos juzgaríamos en verdad importante. Hay también casos
de mucho ruido y pocas nueces. Hubo un tiempo en que el antropólogo Jean Petitot-
Cocorda se floreaba ante nosotros parafraseando los dichos de René Thom, un autor a
quien los matemáticos más exquisitos confesaban no entender. Salvo talentos que siem-
pre serán excepcionales (un Euler, un Riemann, un Pólya, un Mandelbrot y dos o tres de
los Kruskals) los matemáticos tampoco brillaron en el arte de la reflexividad epistemo-
lógica, en la apertura hacia otras disciplinas, en la articulación de pedagogías no condes-
cendientes y en la búsqueda de una escritura legible para todos, matemáticos de otra
orientación inclusive.
Complemento de este problema es lo que asoma como su problema inverso, que es el
del inevitable pedagogismo que obliga a dilapidar páginas de cada presentación con
materiales de Complexity 101 revisitados una y otra vez: la superación fractal de los
platonismos euclideanos, las curvas monstruosas, el copo de nieve, el efecto San Mateo,
los seis grados de separación de Kevin Bacon, la fuerza de los lazos débiles, el efecto de
las alas de mariposa, la sincronización, las figuras idénticas a todas las escalas. Yo mis-
mo confieso haberlo hecho, pero en todo caso lo hice en libros, que se supone son (a
diferencia de ponencias, tesis y artículos con referato) material introductorio y predige-
rido para la ocasión. La dificultad para despegarnos de la recapitulación de la filogenia
elemental es lo que marca más agudamente la diferencia ontogenética entre lo que en
realidad se tiene para decir y lo que (por una cantidad de motivos contingentes) estamos
condenados a discutir una y otra vez.

321
Una tercera línea de problemas (que ya no es fruto de la malignidad de los teóricos)
tiene que ver con la desvinculación que existe entre las distintas estrategias de trazado
de similitudes y diferencias apenas se pasa de uno a otro dominio ontológico. La com-
paración de redes o de conjuntos fractales o de mitos o de estructuras de parentesco no
guarda relación con la comparación de otras clases de espacios, dominios semánticos,
objetos de estudio, teorías, textos o piezas musicales. Ni hablar de lo que es el caso de
los estudios comparativos o de las técnicas para establecer y evaluar parecidos o dife-
rencias en el lenguaje, tópico que habría merecido (y de hecho me mereció) un libro casi
igual de extenso que el que se está leyendo (Reynoso 2014b ).
Puede que suene como una fantasía, pero hasta no hace mucho tiempo los antropólogos
nos preciábamos de dominar mejor que cualesquiera otros profesionales las artes de la
comparación y hasta los arcanos de la comprensión de lo diferente, artes y misterios a
los que pensábamos tanto más ligados a nuestras incumbencias específicas y a nuestras
competencias innatas cuanto más distinto luciera a la mirada doméstica el sujeto, objeto,
sistema, conducta, tribu, unidad cultural o fenómeno a comprender. Cuesta creer que los
antropólogos, en uno de los ejercicios de misplaced concreteness más irreflexivos de la
historia (una vez más a contramano de la filosofía de Nelson Goodman, y sin dejar de
argumentar que la inteligencia no es una “cosa” que pueda medirse), pretendiéramos
incluso comparar culturas –nada menos– sin tener siquiera idea sobre cuáles podrían ser
las configuraciones de variables a ser comparadas, las jerarquías de la organización en
clases del dominio a las que ellas pertenecen, las paradojas y las oscuridades que anidan
en estas operaciones, las perplejidades que sobre las semejanzas y las diferencias se han
descubierto en otros lugares, los criterios y las escalas de la (di)similitud a lo largo y
ancho de las disciplinas, para no hablar de los disensos existentes en nuestra propia casa
sobre lo que son las culturas y la comparación en primer lugar.
Incluso dentro de un mismo campo (la composicionalidad, pongamos) la compartimen-
talización se manifiesta en todas las especialidades y campos de estudio, aun cuando se
comparta lo esencial de las doctrinas teoréticas. Sin tener siquiera en mente los hechos
en torno del análisis componencial en antropología y su propio (y fallido) “camino es-
tructural hacia el significado” se quejaba Martin Jönsson:
Después de haber revisado una parte de la literatura sobre composicionalidad me chocó el
hecho de que estaba bastante compartimentalizada; áreas que parecían claramente relacio-
nadas nunca se discutían juntas. Por ejemplo, la discusión en semántica formal sobre la tri-
vialidad de la composicionalidad parece estar conectada con la discusión en filosofía sobre
lo que la composicionalidad podría hacer, pero los dos debates rara vez se ven cubiertos en
los mismos trabajos (Jönsson 2008 ).

Idéntica divergencia se muestra, por ejemplo, en la cristalización de campos separados


allí donde se deberían buscar pautas de conección, como sucede entre las tecnologías de
alineamiento de redes y grafos, las escuelas que promueven la distancia de edición de
grafos y las que exploran las gramáticas y la transformación de grafos, todas las cuales
se precian de interdisciplinariedad pero que no se molestan en derivar de sus divergen-
cias de entrecasa las lecciones que estos desencuentros nos enseñan.

322
De todas maneras casi nunca incorporamos a nuestros saberes las moralejas de las lec-
ciones aprendidas. A mediados de este libro mencionamos un artículo de Raoul Naroll
(1970 ) que se preguntaba qué hemos aprendido de los surveys transculturales. La res-
puesta, como hemos visto, no fue alentadora. Pero el problema no tiene que ver con la
dureza o las blanduras de las ciencias, pues en el caso que voy a referir fuimos nosotros
los proveedores de las intuiciones básicas. Quien se pregunte hoy qué hemos aprendido
o qué es lo que se lleva hecho en base al análisis de redes sociales inventado por los
antropólogos de la escuela de Manchester encontrará que la respuesta es un número ina-
barcable de acontecimientos, no tanto científicos como de los órdenes más diversos,
como si al menos en algunos campos (diría Bateson), hubiéramos aprendido a aprender
(o a des-aprender) y hasta estuviéramos en condiciones de enseñar algo.

Figura 12.1 – Usos de la algorítmica reticular.


Capturado en https://leb.fbi.gov/2013/march/social-network-analysis-a-systematic-approach-for-
investigating - Visitado en julio de 2017.

Al análisis de redes del modelo Albert-Barabási y a las prestaciones de minería que se


derivan de él se deben, entre otras cosas, desde el éxito desmesurado de la corporacio-
nes que extraen mayores ganancias de la red de redes hasta la captura de no pocos per-
sonajes decretados enemigos públicos, por dar un par de datos que no todo el mundo co-
noce (cf. fig. 12.1). Hoy en día el reconocimiento de rostros que llevan adelante los or-
ganismos de seguridad (tales como el Army Research Laboratory) se realizan mayorita-
riamente en base a algoritmos de aprendizaje y técnicas de graph matching que habrían
sido impensables sin la participación de especialistas de nuestra disciplina (v. gr. Roy,
Ogaard y Case 2014 ). Nadie registra, a todo esto, el número de nerds y renegados de

323
la antropología involucrado en estas causas o el número y la calidad de las ideas que los
tecnócratas robaron de nuestros jardines o sonsacaron a quienes ahora son sus cómplices
y colaboradores rentados.
Igual que sucedió en las dos posguerras con George Peter Murdock y la HRAF existen
hoy en día antropólogos (multitud de ellos, no sólo Valdis Krebs) que viven de brindar
consultoría sobre temas de crimen, insurgencia y terror. Casi todos los programas de a-
nálisis de redes sociales vienen con un archivo de ejemplo conteniendo la red de los 19
complotados del 11 de setiembre. Ejemplo de éstos es Network Workbench, elaborado
nada menos que por el equipo de Albert-László Barabási, el descubridor de la compleji-
dad de las redes. En estas coyunturas ya no se puede dar por descontado que la antropo-
logía se posicionará del lado de los justos. Mientras algunos de nosotros siguen califi-
cando a la comparación como inservible, las herramientas analíticas y comparativas más
potentes del milenio claramente están comprobando otra cosa. Como si parodiara la
dialéctica de la similitud y la diferencia que ha sido carne de la antropología desde los
tiempos del método comparativo victoriano y del cross-cultural survey, Krebs, niño mi-
mado del blog Military.com's DefenseTech, consejero oscuro de IBM, de Google y del
más turbio house of cards gubernamental, tipifica el móvil de su consultora con un epí-
grafe inspirador que reza: “Connect on your similarities – Benefit on your differences”
(Krebs 2002 ).
Mi alarma surge porque desde el programa estadístico de la eugenésica en la última dé-
cada del siglo XIX, pasando por la carta de G. P. Murdock a J. Edgar Hoover en 1949 y
por los acontecimientos de hace pocos meses (cuando se estaba votando entre Hillary
Clinton y Donald Trump con The bell curve todavía en la lista larga de los best sellers)
toda empresa comparativa por encima de cierta escala (predicciones electorales a la ca-
beza) ha aparecido comprometida con lo que para algunos de nosotros es todo lo con-
trario de lo que la antropología debería representar. Yo diría que al lado del desconoci-
miento de prácticas afines y de la propensión que tienen nuestros especialistas en com-
paración a adoptar perspectivas ética y políticamente dudosas, también se percibe una
casi absoluta falta de comprensión de la problemática de las clases de escala no ya sólo
en el plano doméstico sino incluso entre matemáticos y pensadores que son brillantes en
otros órdenes, como ha sucedido típicamente con S. S. Stevens o con Andrei Zinovyev.
En otro orden de cosas, es tarea pendiente para la antropología asimilar diversas líneas
de trabajo vinculadas a lo que podríamos llamar escala, en particular (1) las elaboracio-
nes en torno del scaling propiamente dicho, incluyendo el análisis dimensional y el tra-
tamiento formal de la similitud, (2) el tratamiento escalar de la auto-similitud, inclu-
yendo las leyes de escala y la fractalidad, así como la auto-similitud parcial. La biblio-
grafía más adecuada a este propósito posiblemente sea el texto de Grigory Isaakovich
Barenblatt [1927-], quien incubó en Rusia una visión peculiar de la auto-similitud que
recién se está haciendo conocer (cf. Barenblatt 1996 ; 2003 ). Aparte de ello se en-
cuentra el campo de las escalas de medición al que le hemos dedicado el capítulo §2,
concerniente a la tradición de Weber-Fechner-Stevens. La antropología no ha prestado a
estas cuestiones la atención que merece. He dedicado a los problemas de escala (inclu-

324
yendo la falacia ecológica y las paradojas de la organización jerárquica de los datos, co-
mo el MAUP) un capítulo compartido con el análisis de la DF en mi libro sobre tecno-
logías de complejidad aplicadas a la antropología urbana (Reynoso 2010a ). Pero en
un momento en que las estadísticas paramétricas se están gestionando peor que nunca y
están experimentando sus mayores fracasos históricos en cada evento de gran magnitud
que se realiza es mucho más lo que deberíamos estar haciendo. No se trata sólo de que
las consultoras estadísticas fallen los pronósticos una elección tras otra, ni que los he-
chos de la calle contradigan los números siempre optimistas del crecimiento económico.
Política y epistemológicamente hablando, no tiene caso que los villanos de la historia
sigan siendo Radcliffe-Brown, Evans-Pritchard y Malinowski. Tenemos hoy enemigos
íntimos y amenazas externas de los más diversos signos teóricos contra los cuales es
mucho más urgente batallar.
En un campo de problematicidad muy diferente, otro rasgo de la investigación contem-
poránea que deja mucho que desear concierne al apego de buena parte de la comunidad
científica a las estadísticas paramétricas y a la distribución normal y (sobre todo entre
los arqueólogos) al endiosamiento del muestreo, cuya taxonomía de refinamientos ima-
ginarios se me hace tan poco respetable como, digamos, las soluciones que se propusie-
ron frente al problema de Galton. Dado que un muestreo sólo es válido si es represen-
tativo de (o isomorfo a) las distribuciones que articulan a la población total, resulta o-
fensivo que los documentos más incisivos, profundos y epistemológicamente sólidos
sobre las retóricas de la representatividad en el más amplio sentido filosófico hayan sido
escritos no por antropólogos posmodernos culposos y ebrios de moralina de los años 80
que proclamaban la crisis de la representación ( y a quienes hoy ni siquiera Marshall
Sahlins dirige la palabra) sino por dos matemáticos de finales de los 70, geniales ambos,
ciertamente, pero cuya obra hondamente pensada casi nadie de nosotros leerá jamás
(Marcus y Fischer 1986: cap. §1 ; Varisco 2005; Vargas-Cetina 2013 versus Kruskal y
Mosteller 1979a ; 1979b ; 1979c ; 1980 ).
Aunque la línea de quiebre entre las posturas teóricas domésticas pase por la acentua-
ción ya sea de las identidades o de los exotismos, es inquietante que sea la antropología
la disciplina de las ciencias humanas o sociales que menos comprometida ha estado en
temas de similitud, comparación y diferencia al extremo de que la antropología compa-
rativa no sea mucho más que una doctrina minoritaria de la que la mayor parte de los
profesionales del gremio fuera de los Estados Unidos no tiene casi noticia y de la que la
entera generación de los millenials antropológicos no oirá tampoco hablar. En una co-
yuntura en la que disciplina ya no es la práctica de referencia ecuménica a propósito de
la diversidad, es palpable que urge salirse del cascarón antropológico/arqueológico e in-
corporar las lecciones aprendidas en disciplinas como la biología o la genética (o inclu-
so la gestión de bases y minería de datos) en las que la comparación de estructuras com-
plejas, de información incompleta, de configuraciones heterogéneas, de conjuntos pró-
ximos y de elementos no normalizados forma parte del métier fundamental.
A esta altura de los razonamientos es importante resaltar el hecho de que muchas herra-
mientas de ponderación de parecidos y diferencias que existen allí afuera no son de ca-

325
rácter métrico ni cuantitativo, y que las que sí lo son no son tampoco inherentemente su-
periores en materia conceptual o analítica. Es a veces la dimensión política que lleva a
la gestación de ecuaciones, coeficientes y algoritmos indebidamente lineales la que pone
de manifiesto perversiones invisibles desde la aritmética pura, como sucede sin duda
con las estadísticas que acompañaron a la filosofía de la exclusión y la diferenciación
racial de Galton, Fisher y Pearson y a sus formas de concebir la diversidad, proyectos
que juzgo monstruosos no sólo por ser ideológicamente irritantes y por rendir culto a la
normalidad (en todos los sentidos), sino por ser lógica y matemáticamente equivocados
desde la raíz. Lo desgraciado de esto es que unos cuantos antropólogos y científicos so-
ciales a la deriva les han seguido la corriente, al amparo de la idea de que lo probabilista
nunca puede ser tan malo como lo determinista, cualquiera sea el significado de ambos
calificativos. Tal parece que cuando la disciplina se encuentra baja de inspiración no
hay como preciarse de gozar de una profunda fundamentación matemática (como en la
psicometría diferencial) o geométrica (como en las “multiplicidades” del perspectivismo
rizomático) o deuterocibernética (como en la autopoiesis), por adulterada que sea la fun-
damentación, para instaurar una normativa y una ética que ni siquiera los respectivos
rivales teoréticos estarán en condiciones de poner en tela de juicio.
Es contra aquella estadística paramétrica, diferencial, axiológia y gaussiana contra la
cual este libro que está acabando busca arremeter desembozadamente, toda vez que el
racismo y el etnocentrismo de sus cultores pioneros correlaciona con su metodología
numerológica de maneras estadísticamente significativas. No debe olvidarse nunca la
apología que alguna vez escribieron el padre de la estadísticas Karl Pearson y la galto-
niana Edith Elderton [1878-1954] en uno de los documentos más descaradamente ra-
cistas y etnocéntricos del siglo pasado:
Tengamos en mente las palabras de Galton, escritas casi en los últimos años de su vida, pa-
labras no de desesperación, sino de sabia prudencia: “Cuando se haya adquirido la deseada
completitud de información, y no hasta entonces, ése será el momento adecuado de procla-
mar una ‘Jehad’ o Guerra Santa contra las costumbres y los prejuicios que debilitan las cua-
lidades físicas y morales de nuestra raza” (Pearson y Elderton 1925: 4 ).

Dado que el propósito galtoniano y pearsonsiano originario era salir al cruce de procedi-
mientos estadísticos que tendieran a establecer similitudes antes que a demostrar dife-
rencias, es vergonzante que siglo y medio más tarde uno de los obstáculos magnos para
la antropología siga llamándose todavía el problema de Galton y que las herramientas
que usamos para que los datos hablen por sí mismos continúen sesgándolos conforme a
las premisas frenéticamente diferenciadoras sentadas por Pearson o por Fisher. El pro-
blema de Galton es Galton, dije más arriba, en tanto que es un problema no sólo para la
antropología sino para la totalidad de la teoría y la práctica científica.
El motivo de mi mayor distanciamiento con la antropología de las líneas mayoritarias,
acaso, más allá de las banalidades circunstanciales de las últimas modas pos-estructura-
listas, decolonialistas y perspectivistas, es que mientras se abalanzaba de lleno contra las
necedades de Malinowski o de Evans-Pritchard la corriente principal de la disciplina
confrontó las barbaridades diferenciadoras que he mencionado con aprobación cómpli-

326
ce, tal como el milagro del hipertexto nos permite a todos comprobarlo sin los usuales
atenuantes del desconocimiento, el silencio, el error y el olvido. Salvo unas pocas ex-
cepciones tardías, como una breve carta del antropólogo Paul Bohannan [1920-2007] a
la revista Science a propósito de un desafiante artículo titulado “IQ” de Richard Herrns-
tein (1971), los reviews de las publicaciones más prestigiosas regalaron elogios a psicó-
metras todavía hoy sobrevalorados y cubiertos de gloria (Holmes 1926 ; Hutton 1926
 versus Chomsky 1972 ; Bohannan 1973 ; Chase 1977: 53-54). Las palabras de
Bohannan, no tan conocidas como deberían serlo, cumplirán medio siglo de aquí a muy
poco pero merecen todavía citarse el día de hoy:
La pregunta que debe formularse es ¿cómo es que estudiosos serios de la conducta humana
se engañan en torno a una idea envejecida como “inteligencia”? Es posible, por supuesto,
medir la performance; es posible tratar con la percepción (ya sea fisiológicamente o en la
medida en que se torna conducta); es incluso posible tratar con valores vacíos y presu-
puestos. Pero ¿es “inteligencia” un concepto adecuado para resumir todo eso? El hecho de
que los resultados de las prueba de IQ puedan ser estadistificados hace que las cosas sean
peores: otorga a las cifras algo de la calidad de “datos” científicos y por ende implica una
“realidad” que las cifras no poseen.

Obviamente, los científicos de la conducta necesitan desesperadamente conceptos o acaso


términos abreviados para unificar algunas de las cosas que miden. Pero es igualmente obvio
que “inteligencia” es una idea ligada a la cultura europea occidental a la que se ha conce-
dido mucho más peso científico del que puede soportar (Bohannan 1973: 115 ).

Como bellamente complementa Allan Chase en un libro por momentos acucioso, cris-
pado, chirriante y no exento de plúmbeos sermones, “en los tiempos modernos la Inteli-
gencia, como constructo científico es, al igual que el flogisto y el universo ptolemaico
antes que él, un concepto cuyo día vino y se fue” (Chase 1977: 54 ).
La mayor parte de la antropología constituida, empero, no salió al cruce ni del osten-
sible racismo del movimiento eugenésico ni de sus rebrotes montados una vez más en
las estadísticas gaussianas de La Curva en Forma de Campana [o sea, The bell curve],
una empresa tachonada de elogios al genio de Galton y de Pearson (Herrnstein y Murray
1994: 1-2, 14-15, 26, 284, 561, 632 ). Pero a una mano de cal siguió otra mano de
arena: entre uno y otro episodio, la disputa en torno de The origin of races del también
antropólogo e insólito presidente de la Asociación Americana de Antropología Física
Carleton S. Coon [1904-1981] tampoco nos dejó bien parados (Coon 1962; Jackson
2001). Aunque posaba como anti-racista y recibió medallas por ello, Coon abundaba en
justificaciones del estudio diferencial de las razas y denunciaba que personajes respeta-
dos de la antropología, como Alfred Kroeber o Clyde Kluckhohn, eran cualquier cosa
excepto igualitarios genuinos. En una carta al supremacista blanco Carleton Putnam
[1901-1998], su propio primo, Coon nos ponía en guardia contra
[los] deshonestos académicos y vendedores ambulantes que operan dentro de la propia an-
tropología. Basando sus ideas en el concepto de la hermandad universal del hombre, ciertos
redactores, que en su mayoría son antropólogos sociales, consideran inmoral el estudio de
la raza y producen libro tras libro exponiéndolo como un "mito". Su argumento es que, de-
bido a que el estudio de la raza una vez dio munición a los fascistas raciales, quienes lo ma-
linterpretaron, deberíamos pretender que las razas no existen... Estos escritores no son an-

327
tropólogos físicos, pero el público no sabe la diferencia (Carta de Coon a Putnam del 17 de
junio de 1960, Caja 10, página "L-SI, 1960", Carleton Coon Papers).

Elegido por los antropólogos físicos en pleno para representarlos, Coon era por cierto
un galtoniano, pearsonsiano y fisheriano cumplido (aunque sin el menor conocimiento
de estadísticas) que renunció aparatosamente a la presidencia de su bloque, ofendido
porque la comunidad antropológica pretendía promover una moción de censura contra
el panfleto segregacionista de su primo Carleton, siendo que apenas uno entre todos los
presentes lo había leído (cf. Coon 1939: 158, 246, 248, 386). El panfleto de marras es
Race and Reason: A Yankee view (Putnam 1961 ) y si nadie lo leyó fue porque en rea-
lidad es ilegible, como el lector puede comprobar con facilidad presionando la flecha
del puntero (). Peor todavía es su secuela, Race and Reality (1967 ), celebrada por
un tropel de premios Nóbel y personajes destacados del mundo intelectual y basada en
una carta que Putnam escribió a Eisenhower para protestar contra el fin de la segrega-
ción racial en las escuelas públicas. En ese libelo pobremente escrito Putnam afirma que
su primo, el Presidente mismo de la Asociación Americana de Antropólogos Físicos,
“presenta evidencia –y toma la posición– de que la raza Negra se halla 200.000 años por
detrás de la blanca en la escalera de la evolución”, un juicio comparativo si los hay (p.
34 ). Los asistentes en ese infausto día de la moción de censura permitieron que Coon
la rechazara para luego renunciar en vez de forzar la aprobación unánime del repudio y
luego echar a Coon a patadas en el culo como habría correspondido hacer. No por nada
tardamos sesenta y tantos años para ponernos a la altura de Black Lives Matter.
Avergüenza saber que estos brotes racistas no son cosa del siglo XIX sino parte de una
discusión que tuvo lugar en la antropología de la década de 1960 y que aceitó los meca-
nismos para la aceptación masiva de The bell curve dos décadas más tarde, a caballo de
la “resurrección de la idea de raza” emprendida por la antropología de los años noventa
y denunciada en “The resurrection of race: The concept of race in physical anthropology
in the 90s”, un ensayo escrito en colaboración por Alan Goodman, antropólogo biológi-
co del Hampshire College, y por el lamentado George J. Armelagos [1936-2014] de la
Universidad Emory en Atlanta, brillantes especialistas en las interpretaciones sociales y
políticas del concepto de raza. Su artículo se publicó hacia los mismos años en que
triunfaba The bell curve pero fue apenas una gota en el océano, un manifiesto excesiva-
mente sereno, inteligente y sutil para lo que las circunstancias demandaban que en
consecuencia no supo despertar el entusiasmo que el asunto merecía (cf. Herrnstein y
Murray 1994  versus Goodman y Armelagos 1996 ).
Avanzado el siglo XXI el racismo es un problema que está lejos de ser menguante, al
extremo de que Keith Mullings (2005) escribe en el Annual Review of Anthropology un
manifiesto titulado “Toward an anti-racist Anthropology”, dando testimonio de que esta
disciplina no se ha consolidado todavía como usina anti-racista, que todavía estamos en
el camino de construirla como tal y reconociendo que nuestra contribución al estudio
del racismo (en comparación con la de la sociología y la de la historia) ha sido más bien
modesta. A tono con nuestra propaganda bullanguera en torno de la diversidad, la ver-
dad es que el campo interdisciplinario esperaba más de nosotros. Esperaba, por empe-

328
zar, que nuestra calidad teórica se pusiera a la altura del estado de arte de las técnicas y
que no cediéramos a las tentaciones fáciles de escribir “político” entre comillas, de ca-
carear que lo “social” ya fue y de respaldar un enésimo quod parum cesserit metodo-
lógico con vistas a que todo siga igual. Algunas de nuestras decisiones no fueron feli-
ces, pero hubo una que rebalsó el vaso porque no tuvo en cuenta, por empezar, qué es lo
que para el común del público y para los tomadores de decisiones califica como eviden-
cia: aunque se impulsó con la mejor de las intenciones, la fulminante exclusión antropo-
lógica del concepto de raza (“las razas no existen”) redundó más bien en el silencia-
miento de toda discusión interna sobre el racismo y en la represión de todo diálogo a ese
respecto con muchas otras disciplinas.
Todavía hoy los anti-evolucionistas y los anti-universalistas, así como los estadísticos
no bayesianos (la comunidad del lado diferenciador de la divisoria, en suma), celebran a
Galton porque le hizo la vida imposible a Tylor y a la antropología comparativa, decla-
radamente igualitarista, sin que la iniciativa galtoniana de establecer la eugenesia con
sus campañas de erección de muros fronterizos, estigmatización de los subalternos y es-
terilización de los distintos haya sido repudiada con el rigor que habría sido menester.
Aunque parezca mentira, en la disciplina casi no se trató la cuestión. Hasta Marvin Ha-
rris calló y muchos otros (yo incluido) callaron que él callaba. Shame on us. Cuando el
momento más lo requería, la antropología no estuvo donde más se la necesitó.
Aunque todavía reste repensar buena parte de la epistemología puede que no todo esté
perdido. Habrá que replantear, eso sí, un segmento importante de nuestras formas ances-
trales de representación. Hoy hay por ejemplo quien piensa que en consonancia con el
carácter iconológico de la complejidad es mucho más lo que nos puede brindar la visua-
lización de los fenómenos y sus dinámicas que el mero mar de números y palabras con
los que acostumbraba entretenerse la ciencia logocéntrica, tanto en sus variedades litera-
rias y filosóficas como en las estadísticas y cientificistas, en el estilo que Denzell y Po-
llack (2013: 1058 ) llaman aptamente science gone wrong. Pero la cosa se pone de in-
mediato complicada cuando el espacio o la superficie a visualizar no es ni euclideana, ni
homogénea, ni lineal y cuando no siempre aparece un divulgador providencial capaz de
traducir los atractores, las hipercurvas, las singularidades y los vericuetos de una imagen
inextricablemente irregular a información conceptual útil para una disciplina que quiere
pasar sin purgar penitencias y sin grandes dolores de parto de la rumia contemplativa a
la intervención transformadora, de lo abstracto a lo concreto, del pensamiento débil al
empoderamiento, de la teoría a la práctica, del siglo XIX al siglo XXI.
Aquí advertimos que todo beneficio trae aparejados nuevos géneros de dificultades, tan-
to más cuanto más radicales e innovadoras parezcan ser las perspectivas que se abren.
No necesariamente la incorporación de fuentes infrecuentes de información o de nuevos
géneros de elementos de juicio hace que la significación sea más rica, la descripción
más densa y la observación más participante. Tampoco es siempre probable que los me-
jores algoritmos sean los que se ven facilitados por su implementación en programas
amigables de manejo sencillo y en realizaciones gráficas sensibilizadoras y pregnantes.
De todas maneras, ahora sabemos que la comparación ha de ser materia de reflexión in-

329
tensa y de interpretación polémica aunque se cuente con un dibujo específicamente
orientado a facilitar la comprensión de los hechos y a explicar con acuidad didáctica as-
pectos esenciales de la estructura y la dinámica de nuestro objeto de estudio.
El desarrollo de este libro ha demostrado que hay una multitud discordinada de técnicas
concomitante a una fuerte necesidad de vincularlas de un modo más integrado, más re-
flexivo y menos dogmático a nuestros problemas empíricos. Cuando se revierta la sece-
sión académica que instituyeron los maestros poskantianos de Boas y se rompan las ba-
rreras hermenéuticas que separan las disciplinas (y que hermeneutas de las más variadas
confesiones consintieron en erigir) se habrá dado el primer paso. Si bien la reflexión ri-
gurosa sobre la problematicidad de los juicios de similitud y diferencia ha resurgido en
este siglo y los instrumentos han vuelto a proliferar, creo inadmisible, por ejemplo, que
los practicantes de la semántica de prototipos o del análisis multidimensional no man-
tengan contacto con los analistas de redes complejas, con los pensadores de la comple-
jidad no-lineal o con los expertos en modelos geométricos, o que estos últimos no hayan
oído hablar de Goodman, de Watanabe, de Guttman, de Kruskal, de Zilberman, de
Tversky y de otros autores que aquí nos han orientado creativamente pero cuyas ideas
comparativas, tal vez las más punzantes que se han imaginado en mucho tiempo, resue-
nan hoy como el eco apagado de voces que predican en el desierto y a las que nos he-
mos habituado a ignorar.

330
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PROGRAMAS Y AMBIENTES DE MODELADO:

ANTHROPAC – Análisis de redes sociales y de dominios culturales.


http://www.analytictech.com/anthropac/anthropac.htm.
Analyse-It – Software estadístico variado para Microsoft Excel. No es freeware: https://analyse-
it.com/
BASP – Bonn Archaeological Software Package: http://www.uni-koeln.de/~al001/#download
BCT – Brain Connectivity Toolbox: https://sites.google.com/site/bctnet/
BCT – Lista de medidas en https://sites.google.com/site/bctnet/measures/list
Implementaciones de grafos de Bertin - http://www.aviz.fr/Bertifier/Review
CentriServer – Localizador de medidas de centralidad en programas de ARS:
http://www.centiserver.org/?q1=centrality.
Cfinder – Identificador de comunidades en redes: http://www.cfinder.org/.
C-GRAAL – Graph alignment: https://omictools.com/common-neighbors-based-graph-aligner-
tool
Compasss – Qualitative Comparative Analysis software:
http://www.compasss.org/software.htm#fsQCA
Cytoscape – Integración y análisis de redes: http://www.cytoscape.org/
Data sets diversos para visualización: https://datavisualization.ch/datasets/
Egonet – Redes centradas en Ego. https://sourceforge.net/projects/egonet/
FeatureExtraction – Dimensión fractal y subcolaridad:
https://sourceforge.net/projects/featureextraction/
Findgraph – Procrustes analysis – Least squares orthogonal mapping:
http://www.uniphiz.com/procrustes-analysis.htm
Fraclac – Plugin para ImageJ para análisis de DF y lagunaridad:
https://imagej.nih.gov/ij/plugins/fraclac/FLHelp/Introduction.htm.
Manual de FracLac: https://imagej.nih.gov/ij/plugins/fraclac/fraclac-manual.pdf.
Fractalyse – Análisis de dimensión fractal y multifractal, lagunaridad y reticularidad:
http://www.fractalyse.org/
FracLab – Análisis de dimensión fractal y multifractal. Versión autónoma y para MatLab:
https://project.inria.fr/fraclab/
GAP – Generalized Association Plots: http://www.hmwu.idv.tw/GAPSoftware/
Google public datasets: http://www.google.com/publicdata/directory?hl=en_US&dl=en_US#!
HarFA – Análisis de dimensión fractal, análisis espectral y ondículas:
http://www.fch.vut.cz/lectures/imagesci/includes/harfa_download.inc.php.
homals – Métodos de Gifi para escalamiento óptimo en R: https://cran.r-
project.org/web/packages/homals/index.html.
Human Development reports data sets: http://hdr.undp.org/en/reports/:
Interference – Análisis experimental (‘qué pasaría si…’):
http://www.cbmc.it/~scardonig/interference/Interference.php

438
Lasagne (Laboratory of Algorithms, modelS, and Analysis of Graphs and Networks) – Cálculo
de diámetro e hiperbolicidad de grafos y redes. Código fuente. http://lasagne-
unifi.sourceforge.net/index.html.
MacTutor – Mathematics of Transformations –
DarcyThompson: https://mathshistory.st-andrews.ac.uk/Darcy/transformation/#
Famous curves index: https://mathshistory.st-andrews.ac.uk/Curves/,
MaCzek – Cálculo de diagramas de Czekanowski:
.http://www.antropologia.uw.edu.pl/MaCzek/maczek.html.
mFinder – Buscador de motivos (isomorfismos) en redes:
http://www.weizmann.ac.il/mcb/UriAlon/
Morphometrics – Geometric morphometrics in Anthropology:

Geometric morphometrics in anthropology – Página sobre el tema en Wikipedia.

Virtual Anthropology – Estudios recientes en PubMed.

Morphometrics at Stony Brook – Sitio de Web mantenido por F. James Rohlf en el


Departamento de Antropología de Stony Brook en Nueva York.

The Morphometric Website – Sitio de Web mantenido por Dennis E. Slice. Proporciona
servicios relacionados con análisis de formas tales como grupos de discusión sobre
MORPHMET y otros recursos.

3D-ID, Geometric Morphometric Classification of Crania for Forensic Scientists - 3D-


ID es un programa desarrollado por Ross, Slice y Williams que contiene datos de
coordenadas en 3D de cráneos modernos y puede usarse con propósitos de
identificación.

Max Planck Institute for Evolutionary Anthropology - El Instituto Max Planck de


Antropología Evolutiva es un instituto que alberga una variedad de científicos
relacionados con la genética evolutiva, la evolución humana, la lingüística, la
primatología y la psicología del desarrollo/comparada. La división de evolución humana
alberga a paleoantropólogos que estudian fósiles con énfasis en imágenes en 3D para
analizar la filogenética y el desarrollo del cerebro.

New York Consortium in Evolutionary Primatology (NYCEP) - NYCEP es un


consorcio de antropología física dirigido por el Museo Americano de Historia Natural y
otras instituciones asociadas. Una sección de este programa cuenta con personal y
laboratorios específicamente para el estudio de la evolución humana con un fuerte
énfasis en la morfología comparativa con equipos morfométricos, de escaneo 3D y de
análisis de imágenes.
mothur – Modelado de comunidades ecológicas de la Universidad de Michigan:
https://www.mothur.org/.
Página del equipo de investigación de Nataša Pržulj en el UCL – Software de alineamiento
global de grafos (ULIGN, Fuse, L-GRAAL, C-GRAAL, MI-GRAAL),y comparación
de redes libres de alineamiento (GCD, RGF and GDDA, DRGF and DGDDA) y análisis
de redes (GraphCrunch 2) – http://www0.cs.ucl.ac.uk/staff/natasa/group-page.html.
NetSimile (cf. Berlingerio y otros 2013): https://github.com/kristyspatel/Netsimile
NetworKit – Análisis de redes de grandes dimensiones: https://networkit.iti.kit.edu/
OptiPath – Programa de visualización de seriaciones arqueológicas:
http://www.terevaka.net/OptiPath/Documentation/overview.htm

439
Pajek – Análisis de redes sociales: http://mrvar.fdv.uni-lj.si/pajek/
Past – Detrended CA y otras prestaciones: http://folk.uio.no/ohammer/past/
Pathfinder Network Analysis: http://www.interlinkinc.net/
PERMAP – Multidimensional scaling: https://www.newmdsx.com/permap/permap.htm.
PERMAP – Guía de usuario:
http://www.newmdsx.com/permap/MDS%20Using%20Permap%2011.8.pdf.
PyNetSim – Métodos de medición de similitud de redes:
http://pynetsim.scbdd.com/home/download/
PRINCALS – Incluye módulo de ACP no lineal:
https://www.ibm.com/support/knowledgecenter/en/SSLVMB_22.0.0/com.ibm.spss.stati
stics.reference/spss/categories/syn_princals.htm.
MySystat – Versión de SyStat para investigadores de pregrado:
https://systatsoftware.com/downloads/download-mystat
Systat – Estadísticas en general, versión 13.1 – Inluye cálculo de distancia de Mahalanobis,
Jaccard, Minkowski, euclideana, chi cuadrado, análisis de componente principal,
análisis de correspondencia, escalogramas de Guttman:
https://systatsoftware.com/products/systat/
ViDa Expert – Programa de PCA, clustering y otros métodos de visualización multidimensional
de datos vectoriales. Incluye documentación y ejemplos. http://bioinfo-
out.curie.fr/projects/vidaexpert/
ViSta – Visual multidimensional scaling, versión 7.9.2.8:
http://www.uv.es/visualstate/Book/DownloadBook.htm
VisuLab® - Interactive Data Visualization in Microsoft Excel:
https://www.inf.ethz.ch/personal/hinterbe/Visulab/
Voronoi Web Site: Voronoi Web Site.
WinBASP – Bonn Archeological Software Package – Seriación, clustering, CA, etc.:
http://www.uni-koeln.de/~al001/
WinIDAMS – Software para análisis estadístico de datos:
http://www.unesco.org/webworld/portal/idams/html/english/TOC.htm.

440
TEOREMAS ESENCIALES:

Teorema de la imposibilidad de Arrow:


https://en.wikipedia.org/wiki/Arrow%27s_impossibility_theorem
Teorema del patito feo: https://en.wikipedia.org/wiki/Ugly_duckling_theorem
Teorema del No hay almuerzo gratis: https://en.wikipedia.org/wiki/No_free_lunch_theorem
Teorema del sandwich de jamón: https://en.wikipedia.org/wiki/No_free_lunch_theorem
Teorema de la justa división de un pastel: https://en.wikipedia.org/wiki/Fair_cake-cutting

PÁGINAS REFERIDAS:

https://imagej.nih.gov/ij/plugins/fraclac/FLHelp/Multifractals.htm - Análisis Multifractal con


FracLac.
https://sites.google.com/site/bctnet/measures/list - Lista de medidas de Brain Connectivity
Toolbox, complemento de MATLAB para redes complejas.
https://iapr-tc15.greyc.fr/index.php - Comite #15 - Comité #15 de la Asociación Internacional
de Reconocimiento de Patrones.
http://barabasi.com/networksciencebook/ - Curso de redes por Albert-László Barabási, freeware.
https://sites.google.com/site/bctnet/measures/list – Listas de mediciones sobre redes de Brain
Connectivity Toolbox.
http://www.cicc.umontreal.ca/en/ - Centro Internacional de Criminología Comparada –
Universidad de Montréal.
http://hraf.yale.edu/wp-content/uploads/2013/11/HRAF-User-Guide-v1.pdf – HRAF Users
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Guide to Cross-cultural research (Ember & Ember)
https://eudml.org/journal/10224 – Cahiers de l’analyse des données.
https://eudml.org/search/page?q=sc.general*op.AND*l_0*c_0author_0eq%253A1.Benz%25C3
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http://home.csis.u-tokyo.ac.jp/~atsu/ – Página de Atsuyuki Okabe
http://www.voronoi.com/wiki/index.php?title=Voronoi_Applications – Voronoi applications
https://www.researchgate.net/publication/260943799_A_Bibliography_of_the_Theory_and_Ap
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http://taxicabgeometry.altervista.org/research.html – Página de documentación sobre la
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mediante distancia de Mahalanobis en SPSS.
https://georgemdallas.wordpress.com/2013/10/30/principal-component-analysis-4-dummies-
eigenvectors-eigenvalues-and-dimension-reduction/ – Principal Component Analysis 4
Dummies: Eigenvectors, Eigenvalues and Dimension Reduction
http://ordination.okstate.edu/overview.htm – Ordination methods. An overview (Michael W.
Palmer)
http://www.csdt.rpi.edu/african/African_Fractals/applications4.html – Ron Eglash, African
fractals branching demo.
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matemáticas dirigida por Kim Williams.
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multidimensional.
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