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EL MISTERIO

DE LOS MISTERIOS
ES la e~oiuciónuna construcción social?
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Michael Ruse
-
Título original: Mystery of Misteries. Is Evolution a Social Construction?

1.' edición: octubre 2001

O 1999 by the President and Fellows of Harvard College

Q de la traducción: Vicente Campos, 2001


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1
Karl Popper y Thomas Kuhn
Dos teorías de la ciencia

Lo irónico es que, cada uno a su manera, tanto Popper como Kuhn


fueron marginados. No en aspectos obvios, por descontado. Popper fue
catedrático en la London School of Economics, recibió el título de sir y
el de companion of honour, además de ser miembro de la Roya1 Society
y de la British Academy. Kuhn fue profesor (primero en Berkeley, luego
en Princeton y por último en el MIT), uno de los autores académicos
que más libros ha vendido, miembro de la National Academy of Scien-
ces y, hacia el final de su vida, presidente de la americana Philosophy of
Science Association. Pero ni Popper ni Kuhn encajan en un molde con-
vencional ni gozaron del apoyo o la admiración incondicionales de sus
colegas. Los comentarios que se hacían sobre Popper eran abiertamen-
te desagradables, y el nombre de Kuhn podía hacer torcer el gesto en
mueca desdeñosa a cualquier estudiante licenciado bienpensante; puede
que lo eligieran presidente de la asociación de filósofos de la ciencia,
pero lo fue mucho después de que gente de menor categoría ocupara el
cargo.
Esto se debía a varias razones, algunas personales. Popper podía re-
sultar una persona verdaderamente encantadora, y era un orador caris-
mático. Podía mantener cautivada a su audiencia durante una hora,
hasta que al final prorrumpía en estruendosos aplausos. Pero era un
hombre terriblemente inseguro, que veía conspiraciones donde las ha-
bía y donde no, se rodeaba de aduladores que le halagaban sin cesar y
exhibía una patética susceptibilidad ante la crítica. Resultaba difícil no
irritarse ante una persona así, y cuando la gente escribía sobre él tendía
a mostrarse cáustica, sobre todo los que habían tenido la precaución de
ignorar lo que en realidad había escrito (Callebaut 1994).
Kuhn era diferente, como hombre y como pensador. Se ganó un res-
peto y afecto sinceros, y como historiador de la ciencia, campo en el que
destacó primero y en el que trabajó toda su vida, siempre se le reconoció
como un maestro. Los desacuerdos con él nunca fueron hostiles o amar-
gos. Sin embargo, siempre existió la sensación no expresada (y a veces
expresada) de que la filosofía de Kuhn era un tanto superficial. No había
penetrado en las profundidades que otros, sobre todo los expertos en el
uso de técnicas formales, habían desentrañado.
El problema real para ambos hombres radicaba en que eran grandes
comunicadores. Tenían la habilidad de escribir con una prosa clara, hip-
nóticamente atractiva, utilizando términos afortunados que se incorpora-
ron al habla común superando o salvando las barreras de sus colegas pro-
fesionales hasta llegar a gente ajena a su especialidad, fueran premios
Nobel, estudiantes o periodistas. Nada h i t a más al profesional normal,
formado para producir material que acabará llenándose de polvo en las
estanterías sin ser leído por las generaciones venideras, que alguien con-
siga tal cosa. Aun así, diría que tanto Popper como Kuhn son geniales, y
que su genialidad radica en su simplicidad. Tienen una visión (en su caso,
una visión de la ciencia) que capta algo que pasa inadvertido para los de-
más y, dado que en esta visión hay algo valioso o que merece la pena,
puede atraer a la gente común, levantando un clamor de reconocimiento y
entusiasmo. Sus laureles eran bien merecidos.

Karl Raimund Popper (1902-1994)

Karl Popper, nacido en Austria, era un estudiante de talento en los


años posteriores a la primera guerra mundial, que obtuvo buenas califi-
caciones en los exámenes de la Universidad de Viena y se doctoró con
una tesis sobre el análisis de la causalidad de Hume (Popper 1974). Eran
tiempos agitados, y los estudios de Popper se entremezclaron con otras
actividades, entre ellas trabajar con niños difíciles y un periodo de apren-
dizaje como ebanista. Al darse cuenta de que su talento se encontraba
más en su mente que en sus manos, Popper se hizo maestro de escuela, y
fue entonces, a principios de la cuarta década del siglo xx,cuando escri-
bió su obra maestra, La lógica de la investigacidn cientljcica, un libro que
no se publicó en inglés hasta 1959.
Obligado a dejar su hogar ante la ascensión de los nazis (sus padres,
aunque luteranos conversos, eran de origen judío), Popper pasó los años
de la guerra como lector en Nueva Zelanda. En ese momento, mientras
crecía su fama gracias a sus textos sociales, en especial el ataque a las fi-
losofías autoritarias que escribió en La sociedad abierta y sus enemigos
(1945), le ofrecieron un puesto en la London School of Economics,
donde pasó el resto de su carrera. Una carrera que, siendo justos, a partir
de entonces no dedicó tanto a formular propuestas innovadoras como a
refinar y defender ideas e intuiciones previas. En esta época se convirtió
en una especie de niño mimado de la comunidad científica, en cierto sen-
tido su filósofo oficial, aunque es difícil decir si esto se debió a su des-
cripción precisa del proceso científico o a que proporcionó una ideolo-
gía en la que los profesionales de la ciencia se sentían cómodos. De
hecho, en útima instancia, es la pregunta que planteo en este libro.
A principios de los años treinta Austria era la sede del famoso
Círculo de Viena, cuyos miembros alumbraron la filosofía del positi-
vismo lógico (Achienstein y Barker 1969). Popper nunca perteneció al
núcleo del grupo (se ha sugerido que algunas de sus inseguridades se de-
ben a ese hecho) y se pasó buena parte de su vida rechazando con indig-
nación cualquier conexión entre su pensamiento y el de los positivistas.
Desenmarañar los vínculos, reales e imaginarios, es tarea que compete al
historiador o al discípulo. Lo que podemos decir aquí es que todos cuan-
tos se vieron afectados por el Círculo compartieron la convicción de que
la ciencia es algo bueno, y de que es el modelo del mejor tipo (tal vez,
con la adición de la lógica y la matemática, el único tipo) de conoci-
miento que tenemos. Como es sabido, los positivistas lógicos sostenían
que todo lo demás carece de sentido, una afirmación que dio lugar a toda
clase de inverosímiles deformaciones cuando se aplicó a esferas como la
ética.
Popper nunca fue tan desdeñoso. Tras haber leído en profundidad la
filosofía de Kant, siempre se mostró más comprensivo con la metafísica.
Pero él, como los positivistas, siempre vio en la ciencia el faro, el ideal
platónico, de la indagación humana. No hace falta ser un gran psicólogo
para darse cuenta de que todos estos hombres, viviendo como habían vi-
vido y vivían en una sociedad muy inestable y con frecuencia peligrosa,
concedían a la ciencia una categoría que satisfacía necesidades emocio-
nales y personales muy profundas. Ahí tenían algo que la gente decente
podía considerar sagrado.
Para entender la filosofía de Popper (y a partir de ahora presentaré
sus teorías de madurez, ignorando evoluciones, dfudas y otras aclaracio-
nes) es mejor abordar sin más mediación su núcleo, y el hecho de que
Popper era resuelta y categóricamente un realista. Éste es uno de esos
términos que pueden significar cualquier cosa para cualquier persona,
igual que su contrario idealista, por lo que debo aclarar que para Popper
el realismo significaba, como mínimo, que el mundo existe y que existe
con independencia de nosotros. Los árboles se caen de verdad en los
bosques cuando no hay nadie cerca para oír su caída. Lo harían incluso
aunque los seres humanos no hubieran existido ni existieran jamás, en el
pasado, el presente o el futuro. El propósito de la ciencia es trazar un
mapa de esta realidad; Popper se refiere a menudo a la ciencia como una
«red» que intenta capturar la realidad en sus pliegues.
Hablandc con propiedad, el principal instrumento del científico es la
teoría, que para Popper adoptaba la forma tradicional de un «sistema hi-
potético-deductivo». Se considera que el mundo está regido por la regu-
laridad, y las teorías intentan trazar un mapa de esas regularidades me-
diante afirmaciones generales de gran potencia, denominadas «hipótesis».
Estas hipótesis hacen las veces de axiomas en un sistema deductivo, a
partir de los cuales pueden derivarse teoremas o leyes de nivel inferior, y
a través de estas afmaciones de base empírica la ciencia se abre a la
contrastación y al arbitrio de la naturaleza física.
Popper veía la ciencia como un proceso dinámico. Salimos de nues-
tro pasado, entramos en nuestro futuro. Nunca partimos de cero, con sen-
saciones puras. Empezamos, siempre, con información, presupuestos,
ideas, prejuicios. Toda observación está cargada de teoría (theory-laden).
El proceso científico avanza cuando esta recolección de material da lugar
a anomalías, problemas, que exigen explicación. Proponemos entonces
una solución tentativa, una hipótesis, que comprobamos y contrastamos.
Si funciona, todo va bien por el momento. Pero, con el tiempo, siempre
existe la posibilidad de que algo se desajuste, de que aparezca un nuevo
problema, y el proceso científico vuelve a empezar de nuevo. Popper se
mantuvo fiel a una teoría de la verdad como correspondencia (la verdad
consiste en que nuestras ideas se ajusten exactamente a la realidad) y
creía que tal verdad es en principio posible. Pero nunca podemos estar
seguros de haber llegado a la verdad. Lo más que podemos esperar es
una aproximación cada vez más precisa a una comprensión de la reali-
dad: cada vez más cerca, pero sin alcanzar jamás la certidumbre de haber
llegado a ella.
Por tanto, Popper (1974) veía la ciencia como una especie de pro-
ceso darwiniano, donde las ideas compiten en el mercado y donde, tras
una rigurosa selección, sobreviven las mejores; pero mejores sólo por un
día, siempre con nuevos rivales cerniéndose en el horizonte. Esta con-
cepción le convirtió en lo que el psicólogo social Donald Campbell
(1974) denominó un «epistemólogo evolucionista».
Popper presentaba su concepción del siguiente modo:

Un problema, P,, inspira una teoría provisional, TP, que es sometida


a prueba para la eliminación de errores, EE, lo que da lugar a su vez a
otro problema, P,. Popper era muy consciente de que con frecuencia te-
nemos varios problemas y teorías mezclados y que el proceso real de la
ciencia es mucho más caótico de lo que implica esta sencilla secuencia.
Con este esquema podemos entender claramente el aspecto más fa-
moso de la filosofía popperiana, el que le ha hecho más conocido. La
prueba positiva o exitosa de una hipótesis nunca puede ser definitiva. Por
más confirmada (a Popper le gustaba decir «corroborada») que estuviera
una hipótesis siempre podía venirse abajo en el futuro. La posibilidad de
la evidencia negativa está presente en todo momento. Pero no hay moti-
vos para desesperarse, porque este potencial para la refutación es la seña
de identidad de la verdadera ciencia: el «criterio de demarcación» que
separa la genuina ciencia de todo lo demás. La ciencia real es falsable.
¡LOque no quiere decir que sea falsa! Ni por asomo. Más bien, se ex-
pone a la prueba y, si la naturaleza la cuestiona, al rechazo. Todo lo de-
más es metafísica, pseudociencia o algo peor. La metafísica como tal no
es negativa, lo negativo es que la metafísica pretenda ser ciencia.
Un problema técnico (fuente de la crítica más frecuente a la filosofía
de Popper) era el que planteaban las hipótesis ad hoc. Siempre podemos
defender la creencia que nos convenga recurriendo a una afirmación su-
plementaria que la proteja: los instrumentos no funcionaban como era
debido, hay factores distorsionantes desconocidos, hay que rehacer los
cálculos, o lo que sea. Popper era consciente de este problema y, sin que-
rer entrar en si llegó a ofrecer una solución satisfactoria, está claro que
aceptaba no sólo que podemos sino que, en ocasiones, debemos recurrir
a tales hipótesis. El dogmatismo puede ser una virtud. Pero, en última
instancia, tales hipótesis sólo son permisibles si de algún modo incre-
mentan el grado de exposición de una teoría a la prueba. A su modo, las
hipótesis protectoras deben formar parte de un programa de investiga-
ción que busque el progreso y el avance, más que limitar sus preocupa-
ciones a salvar lo que ya tenemos.
¿Adónde hemos llegado finalmente? La ciencia, la mejor clase de
ciencia, produce conocimiento objetivo, lo que Popper (1972), en una
frase feliz, llamaba «conocimiento sin conocedor» (109), en el sentido
de que es independiente del científico individual que lo produce. La
ciencia masculina, o la ciencia europea, o la judía, eran simplemente im-
posibles para Popper. La ciencia, que él asignaba a la esfera de las ideas
desinteresadas (lo que denominaba «Mundo 3») tiene que distinguirse de
los meros objetos («Mundo l») y de la creencia subjetiva («Mundo 2»).
Por esta razón, Popper recalcaba la división entre lo que se ha dado en
llamar «contexto del descubrimiento» y «contexto de la justificación».
El título inglés de su obra principal, The Logic of Scientijlc Discovery,
era engañoso, porque él no pensaba que existiera en absoluto una lógica
del descubrimiento [el título castellano, La lógica de la investigación
cientllfica, sería más apropiado en este sentido]. Ese ámbito del trabajo
científico no es más que inspiración o conjetura (eso sí, inspiración o
conjetura brillante). La lógica entra en juego a la hora de sistematizar
o poner a prueba las hipótesis. Pensar otra cosa es cometer lo que se de-
nomina el error del psicologismo: «La cuestión de cómo se le ocurre una
idea nueva a un hombre (sea un tema musical, un conflicto dramático o
una teoría científica) puede tener gran interés para la psicología empí-
rica, pero no es pertinente para el análisis lógico del conocimiento cien-
tífico» (Popper 1959,31).
Ya está bien de filosofía popperiana. Como he dicho, no me preo-
cupa demasiado su originalidad, o hasta qué punto coincide con la de
otros, o si resistió las críticas. Mi propósito es presentar lo que podría-
mos denominar con cierta justicia la visión «objetivista» de la ciencia en
su formulación más clara y popular. La considero una visión estándar,
moderna si se prefiere, sin duda el legado de la Ilustración, denostada por
los críticos; y para empezar el ataque, veamos al gran rival de Popper.

Thomas Samuel Kuhn (1922-1996)

Kuhn era norteamericano. Educado en Harvard, estaba acabando su


doctorado en física cuando impartió un curso de ciencias a estudiantes de
especialidades no científicas. Al intentar que la asignatura tuviera más
sentido estableciendo relaciones con el pasado, la materia le enganchó al
instante; el profesor se convirtió de nuevo en estudiante y se formó como
historiador de la ciencia. Pero los intereses de Kuhn siempre se dirigieron
de manera más amplia a la naturaleza de la ciencia en general, espoleado
en parte por los tres años que pasó como junior fellow en Harvard, que le
permitieron recibir el estímulo semanal de W.V.O. Quine, el decano de
los filósofos norteamericanos. Una década más tarde, en 1962, este pe-
riodo dio como fruto La estructura de las revoluciones cientllficas. Curio-
samente, la obra apareció primero como un volumen que formaba parte
de una serie, la'lntemational Encyclopedia of UniJiedSciences (Enciclo-
pedia internacional de ciencias unificadas), jel órgano más autorizado de
los positivistas lógicos! Dado que la serie imponía límites muy estrictos
al tamaño de las contribuciones, Kuhn se vio obligado a escribir en un es-
tilo mucho más directo y vigoroso del que suele encontrarse en obras de-
dicadas al análisis de la ciencia. Tuvo que exponer los puntos de vista que
le interesaban y seguir adelante, en lugar de ahogarlos con las mil in-
terrupciones de las notas a pie de página.
El concepto clave del deslumbrante volumen de Kuhn era el de «pa-
radigma». Como han señalado en numerosas ocasiones amigos y enemi-
gos, Kuhn se refiere a cosas distintas con el mismo término en diferentes
puntos del libro. Pero el sentido predominante es que se trata de una obra
o conjunto de obras que atrapa la imaginación científica, demanda leal-
tad por parte de un grupo de investigadores y propone empresas científi-
cas (Kuhn 1962,lO):

La Física de Aristóteles, el Almagesto de Ptolomeo, los Principia y


la Óptica de Newton, la Electricidad de Franklin, la Química de La-
voisier y la Geología de Lyell: éstas y muchas otras obras sirvieron
implícitamente durante un tiempo para definir los problemas y méto-
dos legítimos de un campo de la investigación para generaciones su-
cesivas de científicos. Pudieron hacerlo porque compartían dos ca-
racterísticas esenciales. Sus logros eran lo bastante inauditos para
atraer a un grupo duradero de partidarios, alejándolos de los aspectos
de competencia de la actividad científica. Simultáneamente, eran lo
bastante incompletos para dejar toda clase de problemas por resolver
al redefinido grupo de científicos.
A partir de ahora, me referiré a los logros que comparten estas
dos características como «paradigmas», término estrechamente rela-
cionado con «ciencia normal». Al elegirlo, quiero sugerir que algu-
nos ejemplos aceptados de la práctica científica real (ejemplos que
incluyen, al mismo tiempo, ley, teoría, aplicación e instrumentación)
proporcionan modelos a partir de los cuales surgen tradiciones de in-
vestigación científica coherentes y específicas.

La ciencia que no tiene un paradigma se considera, apropiadamente,


inmadura. Se encuentra en un «estado preparadigmático». Una vez se tie-
ne un paradigma, la gente puede ponerse a trabajar (para Kuhn, la idea de
que la ciencia es un proceso dinámico es tan incuestionable como para
Popper). El paradigma establece las normas, determina los retos, mar-
ca los límites, y mucho más: da origen a la «ciencia normal». Es la ciencia
que practica la mayoría de científicos durante toda su vida, todo el tiempo.
Es la ciencia donde (y esto es absolutamente crucial para Kuhn) el para-
digma se toma como algo dado, no cuestionable. Es, en cierto sentido, tra-
bajo derivado o de limpieza. «Ningún aspecto del objetivo de la ciencia
normal se encamina a suscitar nuevos tipos de fenómenos; es más, es fre-
cuente que los fenómenos que no encajan en los límites de la ciencia nor-
mal ni siquiera se aprecien. Por lo general, tampoco los científios preten-
den inventar nuevas teorías, y a menudo se muestran intolerantes con las
inventadas por otros» (24). Cuando trabajamos dentro de un paradigma,
nada existe fuera de su marco.
Así pues, los problemas de la ciencia no son problemas en el sentido
de cuestiones que pueden tener solución o no tenerla, como el problema
palestinolisraelí, por ejemplo. Se trata más bien de enigmas, en el sen-
tido de que un científico que practique la ciencia normal asume como
parte del juego que la respuesta existe (como en un crucigrama, por
ejemplo). El fracaso en la búsqueda de tal respuesta desacredita al cientí-
fico, no al paradigma. Como compensación, el paradigma declara ciertos
temas como terreno vedado. Algunos problemas, «incluyendo muchos
que habían sido estándares con anterioridad se rechazan como metafísi-
cos, como incumbencia de otra disciplina o, a veces, como demasiado
problemáticos para que merezca la pena dedicarles tiempo» (37). Con
supuestas consecuencias como éstas, muchos críticos, en especial los pop-
perianos, acusaron a Kuhn de reducir la ciencia a algo rutinario, aburrido.
Se defendió con contundencia de este ataque, pero siguió sosteniendo que
la ciencia tiene tanto éxito precisamente porque se coloca esas anteojeras.
Tras el avance de la ciencia «normal» subyace la perseverancia.
Pasemos ahora a las revoluciones. Cada cierto tiempo, las cosas em-
piezan a torcerse. Los enigmas por resolver parecen multiplicarse más
allá de lo normal o lo esperado. Abundan las anomalías. El paradigma
empieza a desmoronarse. Esto no significa que se abandone. Hacerlo su-
pondría el final de la ciencia. Como mucho, se trabaja más frenética-
mente para apuntalar las cosas. Pero entonces, si hay suerte, alguien (por
lo general alguien joven o nuevo en la especialidad, conocedor de los te-
mas pero sin un fuerte vínculo emocional con el viejo paradigma) pro-
pone un nuevo paradigma. Éste resuelve o evita las dificultades del ante-
rior, a la vez que ofrece la perspectiva de abundante nuevo trabajo por
derecho propio. La lealtad de la comunidad se desplaza a este recién lle-
gado y en breve tiempo la ciencia se recupera de nuevo. Además, a la
manera orwelliana, los libros de texto (objetos clave en la cultura cientí-
fica) se reescriben, y al final parece que el nuevo paradigma era, desde el
principio, el resultado lógico del progreso de la ciencia. Podríamos decir
que la ciencia revolucionaria es saneada y vuelve a ser ciencia normal.
En estas revoluciones, invisibles o no, encontramos los aspectos más
controvertidos de la concepción kuhniana de la ciencia. Para él, los para-
digmas establecían las normas y las razones para hacer ciencia. Entre
dos paradigmas no es posible establecer ningún debate racional. Ambos
bandos son «inconmensurables», por usar el término del propio Kuhn.
En el mejor de los casos, podemos recurrir a factores como la simplici-
dad, elegancia, productividad o empatía metafísica de la posición que
elijamos. Por consiguiente, las revoluciones científicas son, si no irracio-
nales, arracionales (Kuhn 1962, 94):
Al igual que la elección entre instituciones políticas que compiten
entre sí, la elección entre paradigmas rivales es entre modos de vida
comunitaria incompatibles. Dado que tiene ese carácter, la elección
no está ni puede estar determinada sólo por los procedimientos de
evaluación característicos de la ciencia normal, pues éstos dependen
en parte de un paradigma concreto, y ese paradigma está en cuestión.
Cuando los paradigmas entran, como deben, en un debate sobre elec-
ción de paradigma, su función es inexorablemente circular. Cada
grupo utiliza su propio paradigma para argumentar en defensa del
mismo.

Kuhn dedica cierto tiempo de su breve ensayo a mostrar que paradig-


mas aparentemente compatibles no son tales. Términos compartidos,
como el de «masa» en Newton y Einstein, significan en realidad cosas
muy diferentes. No podemos compararlos, refiriéndonos a uno como
verdadero y al otro como falso en un sentido absoluto.
¿Qué significa todo esto para el realismo de tipo popperiano? Kuhn
mantiene poco trato con ese realismo. Para Kuhn, en un sentido muy sig-
nificativo, el mundo mismo cambia a través de los paradigmas. Llevando
la noción de la «carga teórica» al extremo (a Kuhn le gustan mucho los
ejemplos como los de la gestalt: donde antes veías un conejo ahora ves un
pato), afirma que el mundo sólo existe en tanto que es contemplado a tra-
vés de un paradigma. «Fuera del laboratorio, los asuntos cotidianos conti-
núan como antes. Sin embargo, los cambios de paradigma hacen que los
científicos vean su mundo, el de la investigación, de modo diferente. En
la medida en que su único acceso a ese mundo es mediante lo que ven y
hacen, podríamos decir que, tras una revolución, los científicos responden
a un mundo diferente» (1 11). Los paradigmas estructuran la observación
y, por lo tanto, definen la realidad. Lavoisier veía oxígeno donde Priestley
veía aire deflogistizado. «Cuanto menos, como resultado de su descubn-
miento del oxígeno, Lavoisier vio la naturaleza de modo distinto; y a falta
del recurso a esa naturaleza fija hipotética que él "veía de modo distinto7',
el principio de economía nos impulsará a afirmar que, tras descubrir el
oxígeno, Lavoisier trabajó en un mundo diferente» (1 18).
¿Se reduce entonces todo esto a a f m a r que ambos bandos interpre-
tan las cosas de modo distinto? No, responde Kuhn. En cierto sentido
fundamental, las cosas (no sólo las ideas o las percepciones) habían cam-
biado de verdad (121-122):

Lo que sucede durante una revolución científica no es reducible por


completo a una reinterpretación de datos individuales y estables. En
primer lugar, los datos no son inequívocamente estables. Un péndulo
no esuna piedra que cae, ni tampoco el oxígeno es aire deflogisti-
zado. Por consiguiente, los datos que reúnen los científicos acerca de
estos objetos distintos son, como veremos enseguida, distintos ellos
mismos; y lo que es más importante, el proceso mediante el cual el
individuo o la comunidad realiza la transición de la caída forzada al
péndulo o del aire deflogistizado al oxígeno no se parece a una inter- .

pretación. ¿Cómo podría ser tal, careciendo de datos fijos que pu-
diera interpretar el científico?

Nada de lo anterior implica que el mundo sea irreal, en el sentido de


fantasmagórico o de ensueño: «El mundo no cambia con un cambio
de paradigma» (121). Pero sí implica mucho más de lo que los popperia-
nos aceptarían: «El científico trabaja después en un mundo diferente»
(121). Por esta razón, Kuhn tiende a minimizar o negar la venerada dis-
tinción entre el contexto del descubrimiento y el contexto de la justifica-
ción. A cierto nivel, simplemente no podemos distinguir la persona de la
ciencia. No hay conocimiento sin conocedor, y el modo en que llegue-
mos a aceptar un nuevo paradigma puede depender de manera crucial de
nuestra propia historia.
Como mínimo, la aceptación o el rechazo de un paradigma no va a
depender de la realidad (signifique ésta lo que signifique) sino de qué ri-
vales, reales o potenciales, existan ya. Por esta razón, cuando llega el
momento de hablar sobre la trayectoria de la ciencia, aunque Kuhn
tienda a referirse al «progreso», no se trata en su caso de un progreso en
el sentido de conseguir una representación cada vez más fiable (una ima-
gen cada vez más fiel) de una realidad objetiva. Más bien (y nótese la pa-
radoja de que él, como Popper, recurre a Darwin) es el progreso de la
evolución, cada vez más complejidad y sofisticación, pero sin ninguna
meta final. «El proceso entero pudo haber tenido lugar, como suponemos
en la actualidad que ocurrió en la evolución biológica, sin la guía de una
meta establecida, una verdad científica fija y permanente, de la cual cada
fase del desarrollo del conocimiento científico fuera el mejor modelo»
(172-173).
No me atrevería a afirmar que la filosofía de Kuhn coincide parcial-
mente con la de Popper, aparte de su recurso a la autoridad de la teoría
de la evolución. Lo que está claro es que hay diferencias importantes. La
más crucial es que, para Kuhn, «conocimiento sin conocedor» es una
contradicción. El paradigma define la realidad, y es ahí donde se intro-
duce el científico. En este sentido, el conocimiento es fundamentalmente
subjetivo. Kuhn nunca afirma que «todo vale» o que podemos creer lo
que queramos; pero para él el conocimiento es relativo, es decir, relativo
al paradigma. No tenemos acceso a una realidad independiente que nos
permita contrastar los contenidos de los paradigmas.
Por eso la falsabilidad es una vana esperanza. El paradigma crea
nuestra realidad, y abandonarlo cuando surgen problemas o anomalías
supone abandonar la práctica de la ciencia, a menos que tengamos un pa-
radigma alternativo. Fijémonos en «lo que nunca hacen los científicos, ni
siquiera cuando se enfrentan con anomalías graves y prolongadas. Aun-
que puedan empezar a perder la fe y a considerar otras alternativas, no
renuncian al paradigma que los ha conducido a la crisis» (77). Más bien,
«una vez ha alcanzado la categoría de paradigma, una teoría científica
sólo es declarada inválida si se dispone de un candidato alternativo para
ocupar su l u g m (77). Pero esta alternativa configura del mismo modo
su propia realidad. Por tanto, lo que Popper considera una demostración
de integridad (abandonar hipótesis tenidas por válidas ante la exigen-
cia de la prueba contradictoria) Kuhn lo toma como estupidez o pusilani-
midad. Lo que a Kuhn le parece sensato (negarse a ceder cuando las
cosas van mal) a Popper le parece dogmatismo y una forma de autoex-
clusión de la ciencia.

Constructivismo social

Por supuesto, a los filósofos ya instalados no les preocupaba lo más


mínimo lo que dijera Kuhn, y les costó muy poco demostrar que, concep-
tualrnente, su posición era insostenible (Shapere 1964; Scheffler 1967). La
noción de inconrnensurabilidad fue uno de sus blancos favoritos. Pero este
tipo de reacción era la esperable, y nadie que no fuera muy tozudo se la
habría tomado demasiado en serio o como algo personal. Son críticas que
uno debería repetir maquinalmente en los examenes finales, pero ése era
precisamente su valor. Más llamativo fue el hecho de que los colegas his-
toriadores de Kuhn tendieran a mostrarse críticos con sus ideas, apoyán-
dose en el curioso hecho de que el propio Kuhn, cuando escribía como his-
toriador, no utilizaba sus propias categorías. En vano buscamos un análisis
basado en la noción de paradigma en su clásico La revolución copemi-
cana. De hecho, el único grupo que se entusiasmó tanto con el lenguaje
como con las ideas de Kuhn fue el de los geólogos que, en aquel mo-
mento, estaban experimentando la revolución más importante de la histo-
ria de su disciplina. Hubo quien llegó a afirmar que la tectónica de placas
es un paradigmapar excellence (Ruse 1989). ¡Tras tantos años a la intem-
perie, por fin podían amar su ciencia normal! Esto les convirtió en la envi-
dia de los científicos sociales, quienes estaban fatalmente estancados en la
fase preparadigmática.
Pero Kuhn sí tuvo una repercusión enorme en personas como yo, que
por entonces éramos jóvenes y acabábamos de estrenamos como filóso-
fos e historiadores de la ciencia profesionales. En aquella época Kuhn
era profesor en Berkeley, por lo que supongo que había cierta relación
entre sus ideas y el Geist de los tiempos. Pero, aunque no pretendo negar
que todo aquello (los Beatles, la meditación transcendental y mucho,
mucho sexo) afectara al campus de Guelph, donde yo era un muy joven
profesor, había otros factores en juego más relevantes, aunque menos
fascinantes y globales.
Entre ellos, el más importante era que a mediados de los sesenta la
historia de la ciencia comenzaba a profesionalizarse, con sus correspon-
dientes profesores, estudiantes y normas académicas. Hasta entonces la
disciplina había sido feudo de científicos retirados (con frecuencia de
gran talla) que abandonaban las cargas de la administración para pasarse
a escribir hagiografías de los grandes hombres de su especialidad. Trabaja-
ban a partir del material impreso del que disponían en las estanterías de
sus bibliotecas, centrándose tan sólo en las ideas científicas en sí mismas y
trazando una línea continua de mejora o progreso hasta el presente, línea
en la que el héroe desempeñaba un papel cmcial.
Los historiadores de formación nada tenían que ver con eso, sino que
acudían a los archivos: cuadernos de notas, cartas inéditas, informes,
exámenes, retazos de autobiografía. Despreciaban el «internalismo» de
los científicos, con el argumento de que había que ser «externalista» para
examinar las causas y razones más allá de la ciencia estricta. (En esto
puede detectarse cierta conveniencia personal, pues los nuevos historia-
dores poseían una formación científica limitada, por no decir nula.) Por
encima de todo, condenaban lo que llamaban whiggishness," la filosofía
de la historia que interpreta el progreso en términos de avance desde un
pasado primitivo hasta un presente sofisticado y superior. Las ideas, afir-
maban estos nuevos profesionales, tienen que examinarse en el contexto
de su época, por sí mismas (Young 1985).
Una filosofía popperiana era anatema para esta gente, por más
que algunos seguidores de Popper se esforzaran por ofrecer una historia

* Whiggishrzess, tkrmino derivado de Whig history acuiíado en la obra del historiador


británico Herbert Butterfield The Whig Interpreration of History (1931), donde cuestionaba al-
gunos de los supuestos de los historiadores de tendencia whig (liberales ingleses), como la
existencia de líneas progresivas en la historia, la emisión de juicios morales sobre el pasado y
la glorificación de la superioridad del presente. En general, la whiggishness podría equipararse
al «presentismo». (N. del T.)
que se ajustara a ella. El argumento contra el psicologismo (que el con-
texto del descubrimiento nada tiene que ver con el contexto de la justifi-
cación) implicaba que la mayor parte de la obra (y los hallazgos más ju-
gosos y atractivos) del historiador externalista quedaba excluida de
entrada. La concentración en las ideas (historia interna) significaba que
los factores externos no se consideraban pertinentes; y el frecuente en-
sarzamiento de los científicos en disputas violentas y desagradables
(bueno, no seamos hipócritas, tremendamente atractivas) debía conside-
rarse una aberración. De hecho, si La lógica de la investigación cientí-
fica no es un himno al progresionismo* ya me dirán qué es.
Kuhn, por su parte, acogía de buen grado cuanto el historiador qui-
siera aportar, y más. Después de todo jera uno de ellos! Sin entrar en de-
talles, Kuhn legitimaba ese enfoque. Incluso los que nos habíamos for-
mado como filósofos más que como historiadores sabíamos que ahí
había un provechoso filón. Los filósofos de la época tendían a restringir
el debate a ejemplos excesivamente simples o artificiales: «Todos los cis-
nes son blancos», «Todos los tomillos de mi coche están oxidados»,
«Todas las esmeraldas son verdes antes del momento t y azules después
del momento t». Cosas así. Nosotros tratábamos con «ciencia de uñas y
dientes enrojecidos», por mencionar el rimbombante subtítulo de uno de
mis primeros libros, inspirado en Kuhn (Ruse 1979). Los filósofos jóve-
nes, como los historiadores jóvenes, queríamos montar el caballo gana-
dor, y eso hicimos. Si no la letra, sí que se absorbió el espíritu y el estilo
de La estructura de las revoluciones cient@cas.
Sin embargo, pese a su empatía, los estudiosos de la ciencia pronto
se dieron cuenta de que en algunos puntos había que ir más allá de lo que
se afirmaba en La estructura de las revoluciones cientllficas. Muy espe-
cialmente, había que superar la dicotomía internalismo/externalismo.
Aunque Kuhn había señalado el camino por el que seguir, al escribir él
mismo sobre teoría de la ciencia se había mostrado más que conservador
acerca de las causas del cambio, tanto en la ciencia normal como en
tiempos de revolución. En el primer caso se limitaba a la evidencia y a la
resolución de enigmas; en el segundo apelaba a cosas como el atractivo
estético y la fertilidad predictiva. Ahora bien, como otros observaron
pronto (y como el mismo Kuhn advirtió cuando hacía de historiador) con
frecuencia los factores externos parecen tener una gran relevancia.

* Pese a lo cacofónico de los términos, se ha optado por traducir literalmente progres-


sionisr y progressionism como eprogresionistan y «progresionismo» para evitar la posible
confusión con la acepción política del término «progresista» en castellano: un científico pro-
gresista (políticamente) no tiene por qué ser progresionista (en el ámbito científico) y a la in-
versa. (N. del T.)
Uno de los aspectos que los historiadores se deleitaron en evidenciar
es que, en contradicción con el discurso usual de que ciencia y religión
siempre se habían enfrentado (la metáfora «bélica» preferida de los ra-
cionalista~decimonónicos y sus colegas posteriores), la religión y la filo-
sofía con inclinaciones teológicas han sido con frecuencia factores muy
relevantes para el avance de la ciencia. Incluso la revolución coperni-
cana, cuyas implicaciones anticristianas supuestamente obligaron al an-
ciano Galileo a retractarse de sus errores, se impuso en gran parte porque
sus defensores encontraron en el heliocentrismo justificaciones para sus
prejuicios religiosos y filosóficos. Sin excepción, los primeros coperni-
canos eran ardientes pitagórico-platónicos, convencidos de que un uni-
verso con el Sol en el centro es muy superior espiritualmente a un
universo centrado en la Tierra (Kuhn 1957).
Los historiadores marxistas disfrutaron de lo lindo dedicándose a la
búsqueda de lo externo, mostrando hasta qué punto las afirmaciones
científicas se basaban en actitudes y creencias sociales; lo mismo que los
sociólogos, para quienes el relativismo, la arracionalidad y la subjetivi-
dad de la filosofía kuhniana se convirtieron en una verdadera ortodoxia
(fundida, eso sí, con una fuerte dosis de determinismo sociológico): «La
realidad parece capaz de admitir más de una explicación, según los obje-
tivos de quienes la aborden; y.. . esos objetivos incluían consideraciones
sociales más generales tales como la redistribución de derechos y recur-
sos entre las clases sociales» (Shapin 1982, 194).
El autor de estas palabras, Steven Shapin, formaba parte de un
grupo de Edimburgo que respaldaba el llamado «programa fuerte» para
la historia y la sociología de la ciencia, según el cual la supuesta ver-
dad o falsedad de la ciencia no es relevante para la tarea del historia-
dor. Tampoco lo es la santificada distinción filosófica entre razones y
causas, la distinción entre la justificación de una creencia (como la que
se da en una demostración matemática) y la explicación de cómo se
llega a una creencia (como el sentimiento de culpabilidad que lleva a
Macbeth a ver la daga) (Bloor 1976). De un manera hasta cierto punto
interesada, que venía a dar la razón a sus proponentes, estas ideas traje-
ron aparejado un renovado interés por las ciencias marginales y las
pseudociencias. Después de todo, éstas eran tan válidas como cuales-
quiera otras, jo no? La frenología se convirtió en un tema de estudio
favorito (Cooter, 1984). Privilegiar, por ejemplo, la astronomía sobre la
frenología sería aceptar la mismísima filosofía del internalismo y el
triunfo del progresionismo que estaba siendo atacado.
Incluso cuando se estudiaba la ciencia ortodoxa, el idealismo del
programa fuerte no tuvo problemas para afianzarse. Desplazándose
del pasado al presente, algunos sociólogos se introdujeron directamente en
el laboratorio científico y estudiaron a los científicos igual que un antropó-
logo estudiaría a una tribu primitiva. Naturalmente, las subjetividades,
personalidades, controversias y trivialidades de la vida cotidiana pasaron a
un primer plano, y se tomaron como aspectos significativos y globales no
sólo de la producción sino también de los productos de la ciencia.
Uno de los que siguieron este camino fue el sociólogo francés Bruno
Latour, que hizo profesión explícita y contundente de su historicismo, su
no realismo y su constructivismo social. Con un colega, escribió lo que
sigue (Latour y Woolgar 1979, 128):

A estas alturas merece la pena fijarse en una característica impor-


tante de nuestra discusión. Hemos intentado evitar el empleo de tér-
minos que cambiarían la naturaleza de los temas que se discuten.
Así, al enfatizar el proceso por el que se construyen las sustancias,
hemos intentado eludir las descripciones de los ensayos biográficos
que asumen como no problemáticas las relaciones entre los signos y
las cosas significadas. A pesar del hecho de que nuestros científicos
sostienen la creencia de que las inscripciones podrían ser representa-
ciones o indicadores de una entidad con una existencia indepen-
diente <<ahífuera», hemos defendido que tales entidades se consti-
tuían exclusivamente mediante el uso de esas inscripciones. No se
trata sólo de que las divergencias entre curvas indiquen la presencia
de una sustancia; más bien la sustancia es idéntica a las diferencias
percibidas entre las curvas.

Hasta ahí había llegado la realidad popperiana: «Lo que queremos


decir es que esa "afueridad" es más la consecuencia del trabajo científico
que su causa» (180-182).

Hacia una resolución

Había y hay muchos críticos que comparten la misma opinión sobre


la posición realista tradicional. Muy influyente ha sido el filósofo-histo-
riador francés Michel Foucault (1970), cuya noción de «episteme» (una
especie de inconsciente colectivo de la época) tenía semejanzas signifi-
cativas con el paradigma de Kuhn. Pero no tengo demasiado interés en
ofrecer un catálogo de autores. Baste señalar que, junto al imparable
torrente de textos de historiadores dedicados a demostrar la impregna-
ción cultural de la ciencia, la cola de gente que se ha subido al caballo
ganador relativista, subjetivista y social-constructivista es muy larga. Es-
pecialmente vociferantes han sido los retóricos, quienes sostienen que la
ciencia es un reflejo de la sociedad tan valioso como cualquier obrilla
victoriana de segunda categoría, y que no podemos establecer ninguna
distinción real entre la denominada «Gran Ciencia», como la de Watson
y Crick con la doble hélice, y la más trivial, insignificante o dudosa de
las producciones (Gross 1990). Baste decir que esta gente, como muchos
otros en la comunidad no científica, comparte con los historiadores el re-
chazo hacia Popper (de hecho, hacia los pensadores más progresivos
desde la Ilustración).
Ante estas criticas, no puede sorprender que los científicos, sobre
todo los que se ven a sí mismos como gente de izquierdas y se sienten
ofendidos porque se les atribuya la mancha de una ideología derechista,
estén devolviendo el ataque y aclamen a quienes inumpen propinando
mamporros. Más de una taza de café con conciencia ecológica se ha le-
vantado brindando por Sokal. Más de un jefe de laboratorio ha recomen-
dado Higher Superstition a sus subordinados. Más de un investigador ha
lamentado el día en que los estudios culturales se asentaron en el campus.
Pero ¿qué más podemos hacer? ¿Es posible defenderse de los ataques a
la ciencia con argumentos razonables? ¿Podemos reconocer lo que hay
de meritorio en la crítica de la concepción filosófica tradicional de la
ciencia y, aun así, encontrar algún modo de preservar cuanto de bueno y
valioso hay en ella? Ésa es mi esperanza en este libro: ofrecer una res-
puesta positiva a estas preguntas.
Pero jcómo lograrlo? ¿Cómo encontrar siquiera una respuesta, por no
decir una respuesta satisfactoria? No me despiertan muchas simpatías
quienes, como las avestruces, ignoran o niegan el trabajo de los subjeti-
vistas. Sea cual sea la opinión que se tenga del saber de individuos con-
cretos, el material acumulado sobre la historia y la sociología de la cien-
cia (las ideas y los actores) es, en conjunto,' sencillamente asombroso.
Además, muchas de las causas defendidas son, al menos de entrada, plau-
sibles. Isaac Newton sí amañó sus cifras, sí dedicó una ingente cantidad
de tiempo entregado a la alquimia y, como mínimo, puede defenderse que
sus creencias sobre la acción a distancia se derivaban de sus indagaciones
esotéricas. De ningún modo es obvio que tales investigaciones, considera-
ciones y pruebas históricas sean irrelevantes para la obra de Newton o su
recepción.
Incluso si en última instancia queremos dar una valoración distinta1
(tal vez menos importante, tal vez sin ningún valor en absoluto) a lo que
historiadores, sociólogos y demás afirman, como mínimo hay que exa-
minar todo ese material. «La historia, si se considera como un depósito
de algo más que anécdotas o cronologías, podría producir una transfor-
mación decisiva de la imagen que tenemos actualmente de la ciencia»
(Kuhn 1962, 1). Aunque no acabemos asumiendo una filosofía kuhniana,
tenemos que examinar la ciencia real y su historia. El estudio de casos,
' con atención minuciosa y realista a los detalles históricos, tiene que ser
el centro de nuestras investigaciones.
Ahora bien, al concentrar nuestra mirada de este modo, jacaso no
quedamos atrapados en una peligrosa circularidad? Al confiar nuestro
análisis al estudio de casos, ¿no estamos poniendo a prueba afirmaciones
sobre la ciencia con la misma metodología que está bajo sospecha? ¿No
estamos contrastando e intentando falsar hipótesis a la manera poppe-
riana, aunque esas hipótesis sean sobre, más que de, la propia ciencia?
Confieso mi temor de que la gente no aborde este problema con la serie-
dad que merece, en general porque no lo considera un problema en abso-
luto. Sospecho que no se trata de una circulandad paralizante sino, más
bien, de una de esas situaciones habituales en las que no existe ninguna
referencia externa que sirva para empezar a indagar. Tenemos que empe-
zar desde donde nos encontramos. Probar, obtener resultados y, si no son
de nuestro agrado, revisar y volver a probar o cuestionar el método.
Pero, tanto si mi sospecha es fundada como si no, al abordar la cien-
cia y su historia podemos afirmar, al menos, que no estamos jugando
sucio con los críticos de la ciencia. Éste, de hecho, es el paso que nos
apremian a dar los constructivistas; y si las cosas van mal para los objeti-
vistas tradicionales, no es un paso que éstos puedan deplorar retroactiva-
mente. Popper siempre se enorgulleció de la forma en que su filosofía
reflejaba los procedimientos y resultados de la ciencia viva real, de la fí-
sica en particular.
¿Qué ciencia escoger? Mi elección recae en la teoría de la evolución
biológica. Examinaré la historia entera de la teorización de la evolución a
lo largo de sus 250 años de existencia, desde sus comienzos a mediados
del siglo xvIn hasta el momento presente. Tal vez en mayor medida que
cualquier otro ámbito de la gran ciencia, la evolución ha estado en el
punto de mira de los constructivistas. Se ha sostenido que es un producto
del pensamiento de la sociedad más que un reflejo de una realidad inde-
pendiente de la mente. ¡Algo que incluso piensan algunos evolucionis-
tas! «La ciencia, como actividad humana que es, está impregnada de lo
social. Avanza mediante presentimiento, visión e intuición. Gran parte
de su cambio a lo largo del tiempo no registra un acercamiento real a una
verdad absoluta, sino la sucesión de contextos culturales que la influen-
cian poderosamente. Los hechos no son retazos puros e inmaculados de
información; la cultura también influye en lo que vemos y en cómo lo
vemos» (Gould 1981, 21-22). Por tanto, estoy abordando un cuerpo de
pensamiento que los mismos críticos han considerado paradigmático
para la defensa de sus posiciones. Pero el movimiento se demuestra an-
dando.
Dado que éste no es un libro de historia en sentido estricto, no inten-
taré una revisión exhaustiva de cuanto ha sucedido en la historia de la teo-
rización evolucionista. Eso ya lo han hecho otros (véase en especial
Bowler 1984). Lo que haré es concentrarme en varias figuras representa-
tivas fundamentales del pasado y del presente. Lo que se pierda en exten-
sión se ganará, espero, en profundidad, y la profundidad es absoluta-
mente esencial si pretendemos descubrir la verdadera naturaleza de la
ciencia.

Valores cientljCicos

¿En qué términos podemos plantear la discusión? Queremos evitar el


tedioso desfile de cada figura histórica o contemporánea ante las diversas
autoridades filosóficas: Popper, Kuhn, Latour y demás. Necesitamos
cierto grado de generalidad. El debate principal es entre objetividad y
subjetividad: ¿obedece la ciencia a ciertas normas o reglas desinteresa-
das, diseñadas para ofrecernos -o garantizarnos- una explicación de
algún aspecto del mundo real, o acaso es un reflejo de las preferencias
personales, de los aspectos de la cultura que más aprecia la gente? En
otras palabras, es un debate sobre intereses: el anhelo de (y la devoción a)
la verdad objetiva en oposición a una aceptación de (los científicos dirían
un «regodearse en>>)lo subjetivamente social. Entiendo que hablar de
«intereses» equivale a hablar de «valores», y por eso consideraré que
este debate trata fundamentalmente de los valores de o en la ciencia.
No cabe duda de que los críticos (los subjetivistas, los constructivis-
tas) tratan de valores. Afirman que la ciencia está repleta de valores: se-
xuales (hombres antes que mujeres, heterosexuales antes que homo-
sexuales), raciales (gentiles antes que judíos, o judíos antes que árabes, o
blancos antes que negros), religiosos (protestantes antes que católicos,
cristianos antes que paganos) y muchos más. El subjetivista considera
que estos valores desempeñan un papel importante e inevitable en la
ciencia, un papel que a veces (dependiendo de las circunstancias y casos
particulares) hay que lamentar y otras elogiar y fomentar. Precisamen-
te porque esos valores son sociales o culturales, la ciencia resultante no
puede explicar una realidad sin seres humanos: «Las teorías.. . no son in-
ducciones inexorables a partir de hechos. Las teorías más creativas son
con frekuencia visiones imaginativas que se imponen sobre los hechos;
la fuente de la imaginación también es en gran medida cultural» (Gould
1981,22).
Pero Lacaso el objetivista defiende algún valor? Lo cierto, probable-
mente, es que el popperiano no quiera saber nada de valores, al menos en
ciencia. De hecho, a los ojos de algunos críticos, esta opción forma parte
del problema mismo (Longino 1990, 191):

La idea de una ciencia libre de valores presupone que el objeto de in-


vestigación está ya dado en y por la naturaleza, mientras que el análi-
sis contextual muestra que tales objetos se constituyen, en parte, por
necesidades e intereses sociales que pasan a ser codificados en los
supuestos de los programas de investigación. En lugar de permane-
cer pasivos con respecto a los datos y lo que éstos sugieren, podemos
reconocer nuestra capacidad para intervenir en el curso del conoci-
miento y dar forma o privilegiar programas de investigación que
,
, sean coherentes con los valores y compromisos que expresamos en
el resto de nuestras vidas. Desde esta perspectiva, la idea de una
ciencia libre de valores es, además de vacua, perniciosa.

En realidad, esta afirmación es un tanto inexacta. Aunque es cierto


que los objetivistas no quieren tener nada que ver con los valores - c u l -
turales- mencionados, a su modo están tan comprometidos como los 5

subjetivistas. El valor definitivo en este caso es la verdad, definida como


un conocimiento genuino de cómo es el mundo en realidad. El objeti-
vista concede especial importancia a la comprensión correcta de las co-
sas, en el sentido de que nuestras ideas se correspondan con la realidad
de «ahí fuera». Así pues, el objetivista también valora los procedimien-
tos (métodos) que conducen a la verdad. Esas normas o modos de razo-
namiento que, se cree, nos ponen en contacto con la realidad se conocen
habitualmente como «valores epistémicos» (un término tomado de la
epistemología, la disciplina filosófica que se interroga sobre cómo y qué
podemos saber). El objetivista afirma que la ciencia es la manifestación
de tales normas y obedece sólo a ellas.
Podríamos sentir la tentación de emplear un término no técnico para
los valores del objetivista, un término que pueda contraponerse a «valores
culturales» (como, por ejemplo, «valores científicos»). Pero utilizar un
lenguaje más neutral tiene sus virtudes. Lo que se debate es si los valores
científicos realmente persiguen la verdad o no son lo que pretenden ser.
Aun corriendo el riesgo de que se me acuse de tener la misma propensión
a la jerga que los críticos de la ciencia, en este libro me adheriré a los filó-
sofos y adoptaré el término «valores epistémicos». Por consiguiente, la
cuestión principal será qué papel desempeñan en la ciencia los valores
epistémicos - q u e buscan la verdad- frente a los valores culturales o, si
se prefiere, los valores no epistémicos.
A todas luces, si queremos que avance nuestra discusión, tenemos
que desplegar con un poco más de detalle la noción de valor epistémico.
En concreto, tenemos que enumerar aquellos valores que, en palabras del
filósofo e historiador de la ciencia Eman McMullin, «se supone que pro-
mueven el carácter de la ciencia como verdad, su carácter de conoci-
miento más seguro a nuestro alcance del mundo que tratamos de com-
prender» (1983, 18). Aprovechándonos de los esfuerzos de McMullin,
en los primeros puestos de nuestra lista de valores epistémicos estaría la
precisión predictiva: la capacidad para predecir lo que encontraremos en
lo desconocido. Toda teoría tiene que aceptar cierto grado de impreci-
sión, pero la teoría que, en conjunto, no predice, o lo hace de forma
inexacta, está condenada al rechazo. La teoría que permite predecir nos
sugiere que no es sólo una creación de nuestra imaginación, sino un re-
flejo de algo que existe «ahí fuera».
No podemos seguir adelante sin los valores gemelos de la coherencia
interna y la consistencia externa. Si las partes de una teoría son mutua-
mente contradictorias, la teoría debe descartarse: «Recordemos el factor
principal que movió a muchos astrónomos a abandonar a Ptolomeo en
favor de Copémico. Había demasiadas características de las órbitas pto-
lemaicas, sobre todo la incorporación en cada una de un ciclo anual y la
utilización de movimientos retrógrados, que parecían dejar sin explica-
ción la coincidencia, por lo que, aunque hicieran predicciones precisas,
daban la impresión de ser ad hoc» (McMullin 1983, 15). Ocurre lo
mismo con las relaciones entre una teoría y sus pares: «Cuando a finales
de los años cuarenta se propuso una cosmología estacionaria como alter-
nativa a la hipótesis del Big Bang, la primera crítica a la que tuvo que en-
frentarse fue que violaba el principio de conservación de la energía, que
hacía mucho que había alcanzado la categoría de un a priori en mecá-
nica» (15).
El poder unificador es, sin duda, muy importante para el éxito de
una teoría. Un ejemplo excelente es la teoría geológica de la tectónica
de placas: «Lo que ha impresionado a los geólogos lo bastantepara per-
suadir a la mayoría (pero no a todos) de superar los escrúpulos'derivados
de (por ejemplo) la carencia de un mecanismo que pueda dar cuenta del
propio movimiento de las placas no es sólo su precisión predictiva, sino
el modo en que ha unificado dominios de la geología que antes no esta-
ban relacionados bajo un único techo explicativo» (15). Luego vendría
un valor muy significativo, la fertilidad: «La teoría se demuestra capaz
de realizar predicciones novedosas que no formaban parte de la serie de
los explananda originales; y lo que es más importante, la teoría demues-
tra tener recursos imaginativos, que funcionan un poco como las metáfo-
ras en literatura, para superar las anomalías y poder realizar nuevas y po-
derosas extensiones» (16).
El lector habrá notado que la falsabilidad popperiana, que sin duda
pretendía ser un valor epistémico, no aparece en esta lista; pero considero
que está recogida en la precisión predictiva, tal vez mezclada con algún
elemento de coherencia o consistencia. Cuando pensamos en una teoría
como falsable, estamos pensando, ni más ni menos, en una teoría predic-
tivamente poderosa que asuma cuantos retos empíricos se le planteen a
sus diversos elementos. Por eso no incluiré la falsabilidad como tal.
Otro valor que sí mencionaré es la simplicidad o elegancia: la sensa-
ción de que una teoría posee un atractivo estético. Con cierta incomodi-
dad, McMullin la incluye entre los valores epistémicos, aunque reconoce
que es «problemática». Si bien no niegan su fuerza, para sus adentros los
objetivistas temen que la simplicidad (uno de los valores favoritos de
los kuhnianos) sea mucho más una cuestión de psicología y gusto que
de lógica. Está demasiado cerca de lo no epistémico para resultar có-
moda. Por esta razón, los objetivistas a menudo han intentado minimizar
la importancia de la simplicidad o traducirla en valores epistémicos más
aceptables. Popper (1959), por ejemplo, sin conseguirlo del todo, intenta
expresar la simplicidad en términos de falsabilidad. En el siglo m, el
filósofo e historiador de la ciencia inglés William Whewell (1840) com-
binó el poder unificador y la fertilidad en un valor que denominó «consi-
liencia de inducciones»* y argumentó luego que el paquete entero jequi-
vale a simplicidad!
No me entretendré en discutir esto. No estamos tratando con un ca-
non oficial, como los libros de la Biblia. Más bien, tenemos una serie de
reglas que supuestamente se asumen como componentes de una ciencia
objetiva y de buena calidad. Ahora ya disponemos de las herramientas de
trabajo; herramientas que reflejan apropiadamente la división entre (por
un lado) el objetivista popperiano y (por otro) el subjetivista kuhniano.

* Consilience, término inglCs sin correspondencia exacta en castellano, por lo que se ha


venido traduciendo de manera literal como «consiliencia». Ha dado título a un libro de uno de
los autores analizados en este libro (Wilson 1998), donde se recoge una cita de Whewell que
aclara su significado: «La consiliencia de las inducciones tiene lugar cuando una inducción
obtenida a partir de una clase de hechos coincide con otra inducción obtenida a partir de otra
clase distinta. Dicha consiliencia es una prueba de la verdad de la teoría en la que se presenta»
(págs. 15-16 de la trad. esp. 1999). (N. del T.)
i Q u é encontraremos?

Al oponer los valores epistémicos a los no epistémicos, ¿no estare-


mos descartando de buenas a primeras la preocupación fundamental de
que la ciencia misma es un producto de la cultura y, por ende, lo episté-
mico es en sí mismo cultural? Por el momento, sólo diré que comparto
esta preocupación y que no quedará sin respuesta. Al final espero poder
encontrar un modo de reconciliar lo epistémico y lo cultural, de conjugar
los puntos fuertes de la ciencia con las ideas de sus críticos.
Si estuviera escribiendo una historia de detectives, esta esperanza
bastaría para mantener la intriga mientras avanzamos en el estudio de
nuestro caso, y a partir de aquí sería cosa del lector detectar las claves
que llevan al desenlace final. Quien quiera leerlo así puede pasar directa-
mente al principio del capítulo siguiente. Pero si el lector quiere ver
adónde conduce el argumento y cómo surge una tal síntesis, penníta-
seme esbozar lo que creo serán los mayores hallazgos.
En primer lugar, sin la menor duda, las exposiciones más tempranas
de la postura evolucionista estuvieron mucho más profundamente im-
pregnadas de valores culturales que de cualquier valor con categoria
epistémica. Sin embargo, tanto entonces como ahora, y en gran parte por
las mismas razones, esto se consideró un estado de la cuestión poco afor-
tunado y poco satisfactorio, y a lo largo de la historia de la evolución
se ha tendido a sustituir lo cultural por lo epistémico. Como este es-
fuerzo ha acabado con éxito, aunque ha sido un proceso muy prolongado
más que una rectificación instantánea; en cierto sentido la evolución ha
sido el modelo perfecto de la filosofía popperiana. ¡El objetivismo gana!
Pero no vayamos tan deprisa. En otro sentido también gana el subje-
tivismo. Aunque los valores epistémicos puedan desalojar los culturales,
en otros aspectos éstos persisten, incluso ganando en importancia. No
tanto como parte de la ciencia cuanto como valores sobre la ciencia. Por
eso los llamo «metavalores». Los metavalores, tanto los que forman
parte de la cultura científica (por ejemplo, el deseo de figurar en las me-
jores publicaciones) como los externos a ella (por ejemplo, la necesidad
de justificar ciertas creencias religiosas) sirven para reforzar los valores
epistémicos de la ciencia. Cierto es que no hay ninguna razón por la que
dos científicos tengan que compartir metavalores o por la que la ciencia
creada por una persona no pueda ser aceptada por otra con valores cul-
turales diferentes (o no pertinentes). Pero descubriremos que, incluso
cuando se despoja a una cultura de sus valores, ésta puede persistir en la
ciencia, y de hecho lo hace; y no se trata de algo accidental. La cultura
es el tejido mismo del que está hecha la ciencia y es la que hyce posible
el logro de los fines deseados. Cuando dos científicos tienen culturas di-
ferentes, su ciencia también es distinta.
Lo que veremos es que una parte crucial de la cuestión del subjetivismo
depende de la importancia de la metáfora cientííica, la transferencia de ideas
de un campo a otro, en especial la transferencia de ideas de algún campo del
entorno cultural general a un campo del área que le incumbe a la ciencia. La
importancia de esta transferencia, dicho sea de paso, está muy en la línea de
la filosofía de Kuhn. Varios años después de La estructura de las revolucio-
nes cientijcas escribió: «La metáfora desempeña un papel esencial en el es-
tablecimiento de vínculos entre el lenguaje científico y el mundo. Sin em-
bargo, esos vínculos no se dan de una vez y para siempre. El cambio de
teoría, en particular, va acompañado de un cambio en algunas de las metáfo-
ras relevantes y en las partes correspondientes de la red de similitudes me-
diante la cual los términos se vinculan a la naturaleza (Kuhn 1993, 539).
Mi conclusión será que, en efecto, tanto Popper como Kuhn tenían ra-
zón. En un sentido (el de la creciente ejemplarización y satisfacción de las
normas epistémicas) la ciencia evolucionista es objeto y aspira a la objeti-
vidad. Pero en otro sentido (el de la inevitable y significativa posición de
la cultura y sus valores) la ciencia evolucionista estuvo y sigue estando en
el reino de lo subjetivo. Considero que se trata de una feliz conclusión,
porque cuando discuten personas inteligentes suele haber algo de verdad
por ambas partes. Sin embargo, reconozco que tal visión equilibrada plan-
tea problemas al realismo. Está bien definir la objetividad y la subjetivi-
dad de tal modo que puedan coexistir armónicamente, pero ¿y la realidad?
¿Es real el mundo o no lo es? ¿Tuvo lugar realmente la evolución, tal
como afirman los evolucionistas, o no? En esto ambos bandos - e 1 pop-
periano y el kuhnian* no pueden tener razón a la vez. Uno debe estar
equivocado. Pese a todo, aparentemente ambos bandos merecen crédito.
Mi sospecha es que (como suele suceder cuando uno tiene dos
respuestas buenas pero contradictorias a la misma pregunta) hay algo in-
correcto en la pregunta misma; o tal vez en la manera de buscar la res-
puesta. Puede que la cuestión del realismo o no realismo no sea legítima;
y aunque lo fuera, el tema del realismo quizá no pueda resolverse definiti-
vamente recurriendo a la ciencia. Dejaré este punto en suspenso, porque
no estoy seguro de poder decir nada con sentido al respecto hasta que
nuestro trabajo haya concluido. Volveré a esta cuestión al final del libro.
Para entonces, la imagen aparecerá un poco más nítida. Aunque no poda-
mos resolver los problemas que creíamos a nuestro alcance, sí haremos
descubrimientos pertinentes para la solución de cuestiones igualmente
apremiantes. Pero ha llegado el momento de dejar la cháchara y concen-
trarnos en la ciencia y su historia.
12
Metáforas y metavalores
¿Puede la evolución dar la talla?

Hemos llegado al final de nuestra historia del pensamiento evolutivo.


Es el momento de volver a examinar la cuestión que nos ha llevado a re-
correr dos siglos y medio de especulaciones sobre los orígenes de los or-
ganismos. ¿Cuál es la verdadera naturaleza de la ciencia? ¿Es objetiva?
¿Es, como dijo Karl Popper, «conocimiento sin conocedon>, algo que
nos habla sobre el mundo real de ahí fuera? ¿O es subjetiva, como han
propuesto Thomas Kuhn y sus seguidores? ¿Es la ciencia un reflejo o
epifenómeno de la cultura, algo que cambia a medida que cambia la so-
ciedad y que nos dice menos de la realidad que de nosotros mismos? ¿Es
la ciencia una construcción social? ¿Lo es la evolución?
Empecemos por la historia. Nuestro primer hallazgo es que, en el
frente epistémico, los objetivistas están sin duda en lo cierto. Hay una
serie o conjunto de normas o valores o mandatos que guían a los científi-
cos en su teorización y observación: precisión predictiva, coherencia in-
tema, consistencia externa con el resto de la ciencia, poder unificador
(consiliencia), fertilidad predictiva y, hasta cierto punto, simplicidad o
elegancia. Cumplir esta serie de requisitos es la señal distintiva de la
buena ciencia, el tipo de ciencia que esperamos de un profesional; y aun-
que una persona o grupo pueda tender a subrayar uno o más valores que
otros, con respecto a nuestro estudio hay algo transcultural en ellos. Es-
tán por encima de los vaivenes del cambio social, el capricho o la moda.
En este sentido, parecen apuntar a verdades sobre un mundo real: objeti-
vidad.
El segundo hallazgo es que la historia del evolucionismo, desde me-
diados del siglo x m hasta finales del siglo xx,es la de una apelación y
adhesión cada vez mayores a las normas epistémicas. Erasmus Darwin
no mantuvo más que una relación fortuita con los estándares de la buena
ciencia: su obra apenas era predictiva ni destacaba en ninguna de las de-
más normas. Charles Danvin dio grandes pasos adelante, pero al mismo
tiempo tuvo debilidades epistémicas: no puede decirse que en su obra
se encuentren predicciones exactas, y se percibían fallos epistémicos
(como, por ejemplo, la inconsistencia de su teoría con la estimación de la
edad de la Tierra por parte de los físicos). Ya en el siglo xx vemos tenta-
tivas más decididas de conseguir que la teorización evolutiva sea episté-
micamente rigurosa. Primero con el trabajo de gente como Theodosius
Dobzhansky y, más recientemente, con las generaciones siguientes: Le-
wontin y Wilson, Parker y Sepkoski. En el fin de siglo podemos afirmar
con seguridad que las normas epistémicas desempeñan un papel princi-
pal en la estructura de la teorización evolutiva y que su cumplimiento
está significativamente por encima de lo que se había conseguido en épo-
cas anteriores.
El tercer hallazgo es que los valores culturales eran importantes (de
suma importancia) al principio, y que hemos observado una disminución
o restricción gradual de su relevancia dentro de la ciencia. Para Erasmus
Darwin, el valor del progreso social o cultural era la razón misma de su
evolucionismo: podríamos decir que el movimiento ascendente bioló-
gico era una teoría filosófica hecha carne. Para Charles Darwin las cosas
eran distintas. Para empezar, no podemos a f m a r que su evolucionismo
fuera sólo una excusa para defender los valores en los que creía. Virtudes
epistémicas como la consiliencia se encontraban en el núcleo de su pen-
samiento. Sin embargo, aunque más cauteloso que su abuelo, es obvio
que no consideraba lo no epistémico o cultural como valores incompati-
bles por completo con su ciencia: recuérdese su entusiasmo no sólo por
el progreso, sino también por otros elementos sociales, raciales y sexua-
les de la sociedad británica victoriana. La influencia cultural se instaló
firmemente en la teoría evolutiva mucho después de Darwin, sobre todo
en la encarnación spenceriana de la teoría. Sin embargo, en este siglo lo
cultural declina. Aunque tenemos gente especializada en la teorización
evolutiva a un nivel popular, en la actualidad los científicos modernos
más profesionales desprecian los valores culturales en la ciencia.

Los metavalores de la evolución

No obstante, y relacionados con la expulsión de lo cultural, tenemos


metavalores, valores que se aplican a la ciencia pero que no están dentro
de ella. Muy especialmente, el metavalor que establece que la ciencia de
buena calidad no debe incluir ningún valor cultural. No me parece que
ésta sea una opción del todo inocente: Cuvier condenó el pensamiento
evolutivo de principios del siglo XIX por estar cargado de valores cultura-
les, porque él (protestante de origen humilde) quería convencer a sus
conservadores maestros católicos de que su propio trabajo c o d cientí-
fico era ideológicamente digno de confianza. En el siglo xx Dobzhansky
luchó para que su trabajo profesional estuviera exento de valores, porque
ddotro modo no conseguiría ninguna de las ayudas económicas que se
ofrecían a la ciencia. Pero, en cualquier caso, el resultado es la expulsión
de los valores culturales explícitos de la ciencia profesional.
Julian Huxley fracasó en gran parte debido a que no atendía a este
metavalor. Edward O. Wilson se ha movido a veces peligrosamente cerca
del filo de la navaja porque también ha tomado a la ligera sus exigencias.
Sea porque los valores culturales hayan sido eliminados deliberadamente
de la ciencia o porque (como sospecho) este metavalor haya sido interio-
rizado de manera inconsciente como parte de la cultura científica, el
hecho es que la moderna biología evolutiva desaprueba radicalmente la
intrusión de valores culturales en lo que pretende ser una ciencia profe-
sional y de la mejor calidad.
En general, tras un examen preliminar, la historia de la teoría evolu-
tiva evidencia un desplazamiento (un desplazamiento marcado y decisivo)
de lo subjetivo a lo objetivo (si se juzga en términos de la dicotomía epis-
témico 1 no epistémico). La existencia de metavalores que influyen en los
estándares epistémicos que emplean los científicos no refuta esta conclu-
sión. Cierto es que todos estos mandatos se derivan de valores culturales
en un sentido u otro, y no es menos cierto que afectan al producto cientí-
fico acabado. Pero, en conjunto, estos metavalores no comprometen la
objetividad de la ciencia; de hecho, todo lo contrario. Por lo general, el fin
de los metavalores es promover las mismas normas que nos llevan a con-
siderar que la ciencia es objetiva.

Las metáforas de la evolución

Aunque los valores culturales hayan perdido importancia en la biolo-


gía evolutiva, nuestros planteamientos evolucionistas actuales siguen de-
pendiendo en gran medida de numerosos elementos de nuestra cultura y
la de nuestros antepasados. No hay que pensar mucho para confeccionar
una lista: la lucha por la existencia, la selección natural, la selección
sexual, el paisaje adaptativo, el equilibrio dinámico, la carrera de arma-
mentos y muchos más; y entre ellos ni siquiera se incluyen las nociones
más controvertidas y que gozan de una discutible popularidad, como los
genes egoístas.
Lo que quiero subrayar es que todavía hay algo profundamente cul-
tural en la biología evolutiva, incluso a su nivel más maduro, profesional
o elogiable. A través del lenguaje, las ideas, las imágenes, los modelos y,
sobre todo, las metáforas que utiliza la biología evolutiva, la cultura
vuelve a infiltrarse en ella. Esto, que era cierto en la época de Charles
Darwin, sigue siéndolo en la de Geofftey Parker y Jack Sepkoski. Desde
el árbol de la vida hasta las estrategias evolutivamente estables, tenemos
metáforas culturalmente arraigadas: una idea propia de un dominio, el
cultural, se adopta y se aplica en otro dominio, el de los organismos (Hy-
man 1962; Beer 1983; Myers 1990; Selzer 1993). El progreso es obvia-
mente una metáfora que procede de la cultura, y otro tanto puede decirse
de la propia evolución: era una noción que al principio tenía que ver con
el desarrollo del individuo, y que sólo gradualmente se aplicó al desarro-
llo de las especies; a lo que hay que añadir que siempre ha estado ro-
deada de todo tipo de concepciones sobre la creación divina y similares
(Richards 1992).
Al utilizar la expresión «metáforas culturales» no pretendo referirme
a los valores con otro nombre, ni tampoco eludir nombrarlos. No tengo
motivos para pensar, por ejemplo, que cuando Wilson, el blanco sureño,
habla de hormigas esclavas esté mostrando solidaridad alguna con el
Sur anterior a la guerra de secesión. En cambio, acepto sin vacilaciones
que los valores culturales pueden volverse a filtrar en la ciencia debido al
uso de metáforas culturales. Resulta difícil pensar en árboles evolutivos
sin hacerse progresionista, precisamente porque los árboles se asocian en
nuestra cultura con un esfuerzo ascendente. Las metáforas de ascenso
[con la partícula up en inglés] son positivas (qLevantaos! ¡Levantaos,
por Jesús! [Stand up!]» mientras las metáforas de descenso [con la partí-
cula down] son negativas («¿Estamos abatidos? [downhearted] ¡No!»)
(Lakoff y Johnson, 1980). Pero aquí no estoy tratando de los valores.
Sencillamente afirmo que cuando los evolucionistas utilizan el lenguaje
para expresar sus hallazgos, las palabras que eligen a menudo están car-
gadas con metáforas tomadas de la cultura en la que están inmersos.
Por descontado, no se trata de una afirmación tan simple. Incluso sin
valores, abrir la puerta a la cultura parece una invitación a la subjetividad
y el relativismo. No sólo tenemos que encarar el hecho de que Ed Wilson
permita que su teorización epistémica se vea influida por su infancia en
una sociedad militarista, sino que también tenemos que afrontar el que
piense en términos adaptativos porque vivimos en una sociedad que (pro-
bablemente debido en gran medida a nuestro legado cristiano) piensa en
los organismos en términos de función; y que argumente en términos de
equilibrio porque sigue tradiciones norteamericanas que se retrotraen a la
influencia de Herbert Spencer (Russett 1966, 1976); y que lo atribuya
todo a la selección natural porque hoy día estamos cosechando los bene-
ficios de los avances agrícolas fruto de la selección artificial de principios
del siglo XIX (Kimmelman 1987); y que crea en árboles evolutivos por-
que no vive en la tundra canadiense. Sin ninguna de esas ideas Wilson
no sería más que un graduado a la busca de un tema de tesis. Sin las me-
táforas de su sociedad, su ciencia no existiría.
Lo que todo esto parece implicar es que, en otra época y en otro lu-
gar, la ciencia wilsoniana habría sido distinta. No necesariamente mejor,
sino diferente; y diferente en el sentido de que en ella se reflejan las di-
ferencias culturales. Una conclusión así no es ni de lejos tan negativa
como afirmar que la ciencia de Wilson es un producto de su imagina-
ción, un ejercicio de satisfacción de sus deseos o una polémica ampliada
sobre cómo le gustaría a él que fueran las cosas. Pero tampoco es una
conclusión mucho más positiva. Sigue afirmando que la ciencia es un re-
flejo de la sociedad más que del mundo real. En este sentido, es profun-
damente subjetiva. La ciencia es sin duda una construcción social, y el
hecho de que nos guste el producto final no la hace menos relativa. El
mismo Kuhn sugiere que la metáfora es un elemento fundamental de la
imagen que intenta captar mediante su noción de paradigma. Esta suge-
rencia vuelve aquí a primer plano para atormentarnos.
Algo parece haber fallado en la defensa del objetivista. Algo ha sa-
lido tan mal y de manera tan evidente que sospechamos la existencia de
un fallo de argumentación; y, de hecho, los objetivistas no tendrán que
esforzarse mucho para encontrarlo. Dado que nos hemos centrado en la
metáfora como uno de los medios principales (si no el único) a través de
los que la cultura se las ingenia para introducirse en la biología evolu-
tiva, quedémonos un momento con ella. Lo que cualquiera debería ver
fácilmente ( a f m a el objetivista) es que, aunque la metáfora está muy di-
fundida en el discurso humano, no es esencial. En cierto sentido (un sen-
tido teórico importante y quizá también práctico) es elirninable. Todos
empleamos metáforas pero, en última instancia, no son más que taqui-
grafía del lenguaje literal. Cuanto se diga mediante una metáfora puede
decirse de otro modo, con los términos llanos que se refieren directa-
mente a la realidad. La ciencia de Wilson usa metáforas, pero podrían
eliminarse; y entonces nos quedaría un residuo plenamente objetivo (y
perfectamente apropiado): «Cuando uno empieza de verdad a hacer cien-
cia, las metáforas dejan paso a las estadísticas» (Fodor 1996,20).
Al hacer este planteamiento, el objetivista está recurriendo a una an-
tigua y magnífica tradición. Se retrotrae a Aristóteles (la Poética y la
Retórica), así que tratémosla con respeto. Pero eso no significa que ten-
gamos que aceptarla. Lo que quiero afirmar (algo que hemos visto ejem-
plificado en nuestra historia) es que incluso si la metáfora fuera elimina-
ble en teoría, ningún científico sensato pensaría seriamente en dar tal
paso; y, lo que es aún más importante, perderíamos al instante uno de los
valores epistémicos más relevantes, a saber, la fertilidad predictiva. Las
metáforas, como se afirma en ocasiones, son absolutamente vitales por
su «heurística positiva», al ayudarnos a introducimos en nuevos campos
y nuevas formas de pensamiento (Hesse 1966). Sin las metáforas (que
son medios para descubrir similitudes entre objetos que de otro modo se-
rían disímiles) perderíamos un valor tan esencial que, careciendo de él,
la ciencia iría perdiendo velocidad hasta quedar paralizada. En el mejor
de los casos, podríamos interpretar variaciones de temas ya escuchados;
y, como nos repetimos una y otra vez, también se perderían las esperan-
zas de nuevos logros en otras direcciones epistémicas: precisión predic-
tiva, poder unificador, elegancia obligada. Volviendo a citar a McMullin
(1983, 16), las mejores ciencias «tienen recursos imaginativos, que fun-
cionan aquí de un modo similar a como la metáfora lo haría en la litera-
tura, para permitir superar las anomalías y realizar nuevas y potentes ex-
tensiones».
Permítaseme aclarar lo anterior con una metáfora crucial en términos
heurísticos de la obra de Wilson. Me refiero a la división del trabajo. Por
supuesto, Wilson no inventó esta noción, que se remonta al siglo xvIIr y
recibe un minucioso tratamiento en La riqueza de la naciones de Adam
Srnith. La idea de asignar a cada trabajador una tarea concreta es un ele-
mento clave para el funcionamiento fluido de la industria, tan importante
a su manera como cualquier nueva pieza de maquinaria. Forma parte de
la cultura de la época en no menor grado que la máquina de hilar algo-
dón o, más tarde, la máquina de vapor; y como no podía ser de otro
modo, estaba estrechamente vinculada al progreso, pues se consideraba
que una sociedad basada en la división del trabajo era más avanzada que
otra donde tal concepto fuera desconocido o poco aplicado.
La idea puede encontrarse en los textos evolucionistas de Erasmus
Darwin, pero quien de verdad la introduce en la biología es el biólogo
francés de origen belga Henri Milne-Edwards (1827, 1834), quien ha-
blaba de una división del trabajo fisiológica, en el sentido de que las dis-
tintas partes del cuerpo están especializadas para distintas tareas. La idea
la recogió ese vigoroso carroñero intelectual que fue Charles Darwin (re-
conoció la influencia de Milne-Edwards, pero sin duda también sus ante-
cedentes familiares fueron un factor importante; su abuelo materno, Jo-
siah Wedgwood, había hecho una fortuna con la aplicación exitosa de la
división del trabajo) y la utilizó repetidamente.
La idea pasó a regir en seguida su estudio sobre los cirrípedos, a
cuya ingente clasificación se dedicó a finales de la década de 1840 y
principios de la siguiente. Convencido, como había apuntado Milne-Ed-
wards, de que la división del trabajo expresa el progreso en el mundo de
la biología tanto como en el mundo social, Darwin utilizó la noción para
ese fin cuando decidió dónde debían ubicarse los cirrípedos en la escala
de la naturaleza: «Los cirrípedos son, en cuanto a ojos y locomoción, in-
feriores, pero en otros aspectos son tan complejos que podrían conside-
rarse superiores» (citado en Richmond 1988,392). Más adelante, cuando
pudo hacer público su evolucionismo, al meditar sobre las razones de la
sexualidad de los cim'pedos escribió que «una división del trabajo fisio-
lógico es una ventaja para todos los organismos» (Darwin [1873] 1977,
2, 180).
Luego, cuando escribe el Origen, la metáfora de la división del tra-
bajo se relaciona primero con el denominado principio de divergencia,
crucial en la medida en que explica (y de ese modo está en condiciones
de predecir) por qué un grupo de organismos puede dividirse en dos o
más grupos de descendientes:

La ventaja de la diversificación en los habitantes de una misma


región es, en el fondo, la misma que la de la división del trabajo fi-
siológica en los órganos del cuerpo de un individuo, un tema bien di-
lucidado por Milne Edwards. Ningún fisiólogo duda de que un estó-
mago, al estar adaptado para digerh sólo materias vegetales, o sólo
carne, extrae más alimento de esas sustancias. De igual modo, en la
economía general de cualquier país, cuanto más amplia y perfecta-
mente estén diversificados los animales y plantas para las diferentes
costumbres de la vida, mayor será el número de individuos capaces
de mantenerse.

En un fragmento posterior del Origen, reaparece la división del tra-


bajo para explicar la existencia de más de una forma de hormiga estéril
en una colonia: «Podemos ver lo útil que puede haber sido su producción
para una comunidad social de insectos, según el mismo principio de que
la división del trabajo es útil para el hombre civilizado» (241-242). No
es que Darwin tuviera nada en contra de aplicar la división del trabajo a
las partes del individuo. Esta idea aparece en el Origen, sobre todo en la
tercera edición, cuando explica por qué cree que los humanos son supe-
riores a otros organismos. En ese punto, Danvin reconoce a Karl Emst
von Baer el mérito de haber enunciado la importancia del «perfecciona-
miento de la división del trabajo fisiológico» (Darwin, 1959, 221).
Más adelante, cuando llegamos a El origen del hombre, la aplicación
individual de la división del trabajo se convierte en el tema clave. Refi-
riéndose a la capacidad humana de andar erguido, Darwin escribió:
«Para conseguir esta gran ventaja, los pies se han aplanado y el pulgar se
ha modificado de un modo peculiar, aunque ello ha conllevado la pérdida
de la capacidad prensora. Es concordante con el principio de la división
del trabajo fisiológico que rige en todo el reino animal el que a medida
que las manos se perfeccionaron para la prensión, los pies se hayan per-
feccionado para el apoyo y la locomoción» (Darwin 1871, 1, 141-142).
También estaba presente en El origen del hombre el concepto de di-
visión del trabajo grupal. Al hablar de la evolución social, Darwin escri-
bió que el hombre primitivo divide el trabajo a medida que amolda sus
hábitos a las condiciones cambiantes: «Inventa armas, herramientas y di-
versas estratagemas mediante las que se procura alimento y se defiende.
Cuando emigra a un clima más frío usa prendas de vestir, construye ca-
bañas y enciende fuegos, y con la ayuda del fuego cocina el alimento que
de otro modo sería indigerible. Ayuda a sus compañeros de muchas ma-
neras y prevé acontecimientos futuros. Incluso en un periodo remoto
practicó algún tipo de subdivisión del trabajo» (1, 158).
Antes, durante y después del Origen, la idea sociocultural de una di-
visión del trabajo se transfirió directamente al pensamiento evolucionista
de Charles Darwin. Pero, pese a todo el uso que hace de ella, en cierto
sentido no es sólo la idea no epistémica lo que se está defendiendo y pro-
moviendo. Darwin no interrupe su argumentación para dedicarse a ha-
blar de las virtudes de la división del trabajo por sí mismas. Tampoco
elogia esa división sacrificando el poder epistémico de su teorización. La
importancia del concepto no se debe a que sea muy apreciado. Más bien,
Darwin utiliza el concepto cultural (con independencia de lo que opine
sobre su valía) para reforzar sus fines' epistémicos. Puede, por ejemplo,
predecir qué sucederá cuando un grupo se enfrente a distintos nichos
ecológicos abiertos (Darwin 1859, 116):

Un conjunto de animales con una organización poco diversificada


apenas podría competir con otro grupo de estructura más perfecta-
mente diversificada. Puede dudarse, por ejemplo, de si los marsupia-
les australianos, que se dividen en grupos que difieren escasamente
entre sí y que, como mister Waterhouse y otros han observado, re-
presentan débilmente a nuestros carnívoros, rumiantes y roedores,
podrían competir con éxito con esos órdenes bien desarrollados. En
los mamíferos australianos vemos el proceso de diversificación en
una fase de su desarrollo incompleta y temprana.

De manera similar, Darwin puede introducir el estudio de los instin-


tos sociales en la familia evolutiva consiliente y unificada; puede explicar
la anatomía; puede aplicar con resultados fructíferos sus ideas en nuevas
dimensiones del comportamiento y la evolución humanos; y mucho más.
En este sentido, tenemos un engarzamiento de lo epistémico y lo no epis-
témico: la cultura fomenta lo epistémico. Nos encontramos ante una
mezcla más parecida a la de agua y alcohol que a la de agua y aceite.
Darwin no fue el único evolucionista victoriano en dar importancia a
la división del trabajo. La noción fue, como poco, más relevante en el
pensamiento de Herbert Spencer (1862). Éste identificaba el progreso
con el paso de la homogeneidad a la heterogeneidad, en la cultura y en la
biología. Para él, la división del trabajo era otra forma de describir el
progreso; y lo iba a seguir siendo hasta la época de Edward O. Wilson,
para quien la división del trabajo es una herramienta crucial para el estu-
dio de los insectos sociales. Recuérdese cómo el género de hormigas
Atta dio el paso vital que la humanidad iba a dar muchos millones de
años más tarde: «Las hormigas cultivadoras de hongos de la tribu Attini
son de un interés excepcional porque, por utilizar la conocida metáfo-
ra, son las únicas hormigas que han logrado realizar la transición de un
modo de vida cazador-recolector a otro agrícola» (Wilson 1980a, 153); y
eso ha implicado una división del trabajo: la reina, las larvas («que pue-
den tener una todavía desconocida función trófica») y unas siete castas
de obreras en total (150):

Un rasgo fundamental de la vida social del género Atta revelado por


estos datos es la estrecha asociación de polimorf~smoy polietismo
con la utilización de vegetación fresca en el cultivo de los hongos.. .
Un rasgo importante adicional pero estrechamente relacionado es la
«cadena de montaje» para procesar la vegetación, en la que las hor-
migas intermedias cortan la vegetación y luego grupos sucesivos de
obreras aún más pequeñas hacen pasar al material por un procesado
completo hasta que, en forma de fragmentos de 2 mm de ancho de
partículas totalmente masticadas, se inserta en el jardín y es sem-
brada con hifas.

Wilson estudia a continuación cómo podría haber evolucionado todo


esto, el papel desempeñado por la selección natural y si (como él cree)
las adaptaciones tal y como se manifiestan en la división están «optimi-
zadas»; en esencia, las hormigas no emplean como cortahojas a los
miembros de la colonia más pequeños ni a los más grandes: «Lo que ha
hecho A. sexdens es utilizar las clases de tamaño energéticamente más
eficaces, tanto según el criterio del coste de producción de nuevas obre-
ras.. . como según el criterio del coste de mantenimiento de las obreras»
(Wilson 1980b, 163-164).
La metáfora de la división del trabajo estructura el planteamiento de
Wilson y lleva a la respuestas. Sospecho que para él - c o m o para Darwin
y Spencer- la división del trabajo no es una noción exenta por entero de
valores. Dadas las creencias progresionistas de Wilson, cabe preguntarse
si no la contempla con una aprobación que trasciende lo epistémico.
Pero, en todo caso, la influencia de este valor es reducida y no hay nada
en la obra de Wilson (o, a ese respecto, en gran parte de la obra de Dar-
win) que obligue a tener en una consideración especial la división del tra-
bajo. Podríamos ser indiferentes a este concepto en términos humanos
(incluso podría desagradarnos, o podríamos intentar trascenderlo, como
muchas industrias modernas tratan de hacer en la actualidad) y aun así
hacer un uso pleno del mismo en nuestra teorización evolutiva. No hay
razones para pensar que las hormigas o las partes del cuerpo encuentren
embrutecedora o degradante la especialización, del modo que sí puede
serlo para los seres humanos. Para Wilson (1980a) la división del trabajo
tal y como se da en el sistema de castas es «una parte esencial de la espe-
cialización en la vegetación fresca» y, a la inversa, el modo en que se uti-
liza la vegetación fresca «es la razón de ser del sistema de castas y la di-
visión del trabajo» (150). Pero también es cierto que para él, como para
Darwin, la idea de la división del trabajo, tan arraigada en la cultura occi-
dental moderna, es clave para el éxito epistémico de su ciencia. En este
sentido, considero que la influencia de la cultura en las ideas científicas
perdurará.

Todo vale ?

Aunque rechazo que la cultura introduzca necesariamente un compo-


nente de valor en la ciencia, sí sostengo que desempeña un papel esen-
cial. ¿Significa eso que la ciencia es poco menos que una esclava de la
cultura? ¿Que lo que vale para la cultura vale también para la ciencia?
¡En absoluto! Más que impedir la satisfacción de las normas epistémicas,
la cultura las hace posibles. A este nivel, la objetividad (el respeto por
y la satisfacción de los estándares epistémicos) vuelve a entrar a rauda-
les. Piénsese en la falsabilidad popperiana, la cara B de la exigencia de
que la buena ciencia sea predictivarnente precisa. Las predicciones se ha-
cen posibles mediante las metáforas de la cultura. Pero, a continuación,
la ciencia producida puede y debe ser juzgada según el estándar episté-
mico del éxito empírico. Por más apropiada social o culturalmente que
encontremos la ciencia, si no supera la prueba de fuego de la experiencia
puede y debe ser rechazada.
Tómese, por ejemplo, la cuestión del nivel al que se supone que
opera la selección. Los factores culturales han desempeñado un papel
crucial en las posturas que se han ido adoptando a lo largo del tiempo.
Charles Darwin estaba profundamente influido por el pensamiento de la
economía política de los siglos xvm y xrx, en especial por aquellos as-
pectos que favorecían a los prósperos industriales. Para él, en última ins-
tancia, la lucha siempre acaba oponiendo un individuo a otro (Ruse
1980). De ahí que las adaptaciones siempre redunden en el beneficio del
individuo. En este sentido son «egoístas», por usar la metáfora de Daw-
kins. Otros han contemplado la lucha de un modo distinto, como algo
que tiene lugar con mucha más frecuencia entre grupos que entre indivi-
duos; y todavía hay algunos a quienes toda la noción de la lucha les re-
sulta ajena. En ambos casos se niega la postura danviniana.
A.R. Wallace consideraba que la lucha se daba entre grupos. Su con-
cepción refleja la gran influencia que tuvieron en él sus tempranas expe-
riencias como topógrafo: observó los conflictos entre clases sociales,
cuando los que ostentaban el poder cercaban las tierras y se las arrebata-
ban a aquellos que estaban por debajo. Si se combina lo anterior con una
más que favorable predisposición a las enseñanzas socialistas de Robert
Owen, Wallace siempre tuvo tendencia a descubrir alianzas genuinas en
el interior de los grupos y conflictos entre ellos (Wallace 1905). De
modo similar, Ernst Haeckel, el gran defensor alemán de Darwin, tam-
bién veía la lucha en términos de conflicto entre grupos, lo que sin duda
tenía que ver con los conflictos entre el estado prusiano, donde era profe-
sor, y la por entonces recién conquistada Francia. Como Wallace, veía
que la cooperación se daba en el interior de los grupos, lo que, una vez
más, quizá tuviera que ver con el funcionariado eficiente y la educación
de alta calidad subvencionada por el erario público del estado prusiano
(Haeckel 1866, 1868).
Los evolucionistas rusos del siglo XIX cuestionaban de principio a fin
que se diera una lucha por la existencia entre organismos. Rusia estaba
llegando tarde a la industrialización; es más, podríamos afirmar que en
realidad nunca se industrializó bajo el régimen zarista. La tradición de
Adam Smith y Robert Malthus era ajena e irrelevante para la experiencia
rusa (Todes 1989). Allí se buscaban otras filosofías, como el socialismo
o, en el caso del príncipe Petr Kropotkin, el anarquismo. A lo que hay
que añadir que Rusia era tan inmensa y tenía un clima tan crudo que a
nadie se le hubiera ocurrido que la lucha entre organismos fuera un fac-
tor significativo. Siempre iba a haber espacio de sobras. La lucha clave
era la que se producía entre los organismos y los elementos (Todes 1989,
128-129, citando a Kropotkin 1902, vi-viii):
Las terribles tormentas de nieve que barren la porción norte de Eura-
sia hacia el final del invierno, y la escarcha que suele seguirlas; las
heladas y las tormentas de nieve que vuelven cada año en la segunda
quincena de mayo, cuando los árboles ya están en pleno florecimiento
y la vida de los insectos lo inunda todo; las heladas tempranas y, oca-
sionalmente, las intensas nevadas en julio y agosto, que destruyen de
repente minadas de insectos, así como las segundas nidadas de pája-
ros en las praderas; las lluvias torrenciales, causadas por los monzo-
nes, que caen en regiones más templadas en agosto y septiembre,
dando lugar a inundaciones a una escala que sólo se conoce en Amé-
rica y Asia oriental, y que en las mesetas anega áreas tan amplias
como los estados europeos; y por último las intensas nevadas a princi-
pios de octubre, que al final convierten un territorio tan extenso como
Francia y Alemania en un espacio absolutamente impracticable para
los rumiantes y los destruyen por miles.. . ésas fueron las condiciones
bajo las cuales contemplé la lucha de la vida animal en el norte de
Asia. Todo esto hizo que me diera cuenta en fecha temprana de la
abrumadora importancia en la naturaleza de lo que Danvin describió
como «las restricciones naturales a la sobremultiplicación~~ en com-
paración con la lucha entre individuos de la misma especie por los
medios de subsistencia.

A todas luces, la única manera de que pudieran sobrevivir las perso-


nas -o los organismos- era uniéndose frente a los elementos. No fue
una casualidad que Kropotkin, que vivía exiliado en Londres, escribiera
el himno más imponente a la forma natural del altruismo, la ayuda mu-
tua (Todes 1989, citando a Kropotlun 1902,293):

En el mundo animal hemos visto que la inmensa mayoría de las espe-


cies vive en sociedades, y que en la asociación encuentran la mejor
arma para la lucha por la vida; entendida, por supuesto, en su amplio
sentido danviniano, no como una lucha por los medios puros de exis-
tencia, sino contra todas las condiciones naturales desfavorables para
la especie. Las especies animales en las que la lucha individual se
ha reducido a sus límites más estrechos y la práctica de la ayuda mutua
ha alcanzado el mayor desarrollo son invariablemente las más numero-
sas, las más prósperas y las más abiertas a mayores progresos.. . Las
especies poco sociables, por el contrario, están condenadas a decaer.

En esto Kropotkin no era peculiar. De hecho, se mantenía firme-


mente anclado a la tradición rusa.
Hemos visto dos teorías rivales que representan concepciones del
mundo rivales. Se han incorporado distintas metáforas a la teorización
evolucionista. Por un lado, tenemos las metáforas del industrialismo britá-
nico. Por otro, las del socialismo, la burocracia y una experiencia particu-
lar rusa. Pero, por muy profundas que puedan ser las raíces culturales, los
científicos tienen normas de conducta científica apropiada que comparten
con sus colegas de otras culturas, normas de conducta incorporadas en los
valores epistémicos. Esto significa que las dos perspectivas (las concepcio-
nes de la selección individual y la selección de grupo) pueden compararse;
y se compararon. Sin tener en cuenta algunas excepciones técnicas, y pese
a algunas resistencias antediluvianas, una se consideró satisfactoria y la
otra defectuosa. Más importante aún, la hipótesis de la selección individual
ha demostrado ser predictivamente fértil en aspectos donde la hipótesis de
la selección de grupo sencillamente no lo es. El trabajo científico de Geof-
frey Parker es una prueba incuestionable de este hecho. Desde una pers-
pectiva de grupo, ninguna de las acciones de sus moscas del estiércol tiene
el menor sentido. ¿Por qué debería un macho luchar para vencer a otro, o
por qué debería dejar de copular antes de haber fecundado todos los hue-
vos? Desde la perspectiva del individuo, todas estas acciones quedan cla-
ras; las predicciones cuantificables no sólo son posibles, sino que se hacen
y se confirman.
Parker es la punta brillante de un iceberg inmenso. Aunque la cultura
pueda aportar diferentes metáforas que conduzcan a diferentes enfoques
científicos de un problema (por no decir a diferentes problemas) eso no
significa que estemos sumidos en una paralizante subjetividad, donde
no podamos comparar los distintos enfoques y donde (en pro de una pu-
reza moral o social) tengamos que respetarlos a todos por igual para no
mostrarnos insensibles a la diversidad humana. Si un enfoque, por sincero
que sea, no da la talla epistemológica, entonces debe desaparecer, y ésta
es la suerte que ha corrido la selección de grupo tradicional. La cultura es
importante, pero hay estándares: los expresados por las normas epistémi-
cas; y éstos son indiferentes a la raza, el sexo, la clase y el legado cultural.
En resumen, pese a que utilicen la metáfora en una fase heurística
del desarrollo de la teoría, los científicos pueden y deben salir fuera y, en
el mejor estilo popperiano, contrastar sus ideas con la experiencia. Según
los resultados que obtengan, pueden conservar o deben modificar o re-
chazar sus teorías, así como sus metáforas. De modo que, junto a la sub-
jetividad hay un elemento objetivo en la ciencia. El giro kuhniano en la
ciencia producido por las metáforas de la cultura se ve complementado
por una dimensión popperiana. Cada uno de nuestros dos filósofos captó
una parte del cuadro general.
¿Realismo o no realismo?

Ha llegado el momento de atar cabos. Pero jcómo podemos hacerlo


cuando la cuestión más importante de todas todavía no ha sido mencio-
nada, y menos aún resuelta? Nuestra preocupación fundamental sin duda
tiene que ver con la cuestión del realismo. ¿Existe «ahí fuera» un
«mundo real», objetivo, que puede ser conocido mediante los métodos
de la ciencia, o acaso ésta es una construcción subjetiva que se corres-
ponde a contingencias cambiantes de la cultura y la historia, sin nada
«real» por debajo de ella? ¿Es seguro que las normas epistémicas nos
llevan a un conocimiento de ese mundo? Y si es así, ¿por qué? ¿O acaso
las normas epistémicas no son, al final, más que parte de la cultura, equi-
parables a las metáforas de la ciencia? Éstas son cuestiones que me preo-
cupan y ahora la franqueza me obliga a reconocer que, con las pruebas
que tenemos, ipodemos sostener razonablemente tanto el realismo como
el no realismo!
Supongamos que somos partidarios de Popper. Con él, creeríamos
que existe un mundo real «ahí fuera», independiente de nosotros. Somos
realistas metafísicos. Creemos que tal vez no lleguemos a conocer nunca
el mundo real con precisión absoluta, pero la «verdad» existe, es la
correspondencia de nuestras ideas con este mundo, y el objetivo y el mé-
todo de la ciencia es aproximarse a esa verdad, aunque sea de manera
asintótica. Desde este punto de vista, las normas epistémicas garantizan
el acercamiento al conocimiento de la realidad tal y como es en sí
misma. En palabras de uno de los físicos más eminentes de la actualidad,
Steven Weinberg (1996, 14): «He acabado pensando que las leyes de la
física son reales porque mi experiencia con ellas no me parece muy dis-
tinta en ningún sentido fundamental de mi experiencia con las rocas.
Para quienes no hayan vivido con las leyes de la física, puedo ofrecerles
el argumento obvio de que éstas, tal y como las conocemos, funcionan y
no hay otra manera conocida de examinar la naturaleza que funcione ni
de lejos en el mismo sentido».
Sin duda, no hay nada que impida que el popperiano sostenga que su
filosofía se aplica igual de bien a la historia del pensamiento evolutivo.
A pesar de la importancia de la metáfora, una realidad subyacente toda-
vía mantiene las cosas en el mundo biológico del mismo modo que lo
hace en el físico. Puede que nunca accedamos a esa realidad, pero sigue
estando ahí.Así que, o bien una metáfora se impondrá a todas las demás
y con el tiempo se corresponderá más literalmente con la realidad, o
bien, aunque esto es menos probable, se llegará a la conclusión de que
gente distinta puede tener perspectivas diferentes pero válidas de la
misma realidad, del mismo modo que dos personas en diferentes puntos
de París pueden tener diferentes perspectivas de la torre Eiffel. Aunque,
prosigue el popperiano, no seamos demasiado pesimistas. Pese a todos
sus elementos culturales, el darwinismo se acerca sin duda más a la reali-
dad que el creacionismo. Si no, ¿por qué funcionan tan bien las predic-
ciones de Parker y Sepkoski? ¿Acaso es un milagro? Lo mismo es apli-
cable a las normas epistémicas que llevan a la ciencia. Retomando las
palabras de nuestro físico Weinberg: «También está el argumento rela-
cionado con el anterior de que, aunque todavía no hayamos tenido la
oportunidad de comparar nuestros apuntes con las criaturas de un planeta
remoto, podemos comprobar que, en la Tierra, las leyes de la física se
entienden del mismo modo por los científicos de todas las naciones,
razas y -sí- géneros» (14-15). Nuestro estudio apunta precisamente
en esa dirección. Erasmus Darwin fue condenado con los mismos crite-
rios por los que se alaba a Geoffrey Parker y Jack Sepkoski.
Pero pasemos ahora a los kuhnianos. Para ellos no hay realidad, o al
menos no más realidad que la que se ve a través de, y ha sido creada por,
el paradigma. Dudo de que a Kuhn le hiciera gracia que le calificaran de
«idealista» (a los filósofos actuales raramente les gusta esto) pero su rea-
lismo es mucho más suave que el de Popper. No hay nada que no esté
mediatizado por el filtro de nuestra percepción o pensamiento, y esto, en
cierto sentido, significa que no hay nada fuera de nuestra percepción y
pensamiento. Por tanto, aunque Kuhn dice poco al respecto, su teoría de
la verdad es mucho más una teoría de coherencia que de corresponden-
cia. El objetivo es conseguir que todo sea lógico, porque no hay ninguna
referencia externa con la que medir las cosas. Para Kuhn, o para un filó-
sofo kuhniano, las normas tienen un estatuto cultural más pleno. Tal vez
sean creencias supraculturales, de un tipo que trasciende los cambios de
cultura normales. O algo por el estilo. Después de todo, no hay ninguna
razón real por la que todo lo que forma parte de la cultura tenga que
ajustarse exactamente al mismo patrón, o por la que algunos elementos
de la cultura no deban ser más duraderos que otros. Piénsese en la Iglesia
Católica. Algunas cosas cambian (el uso del latín, por ejemplo). Otras
permanecen invariables, de manera mucho más prolongada y generali-
zada que nuestras normas epistémicas: el celibato del sacerdocio, por
ejemplo.
Pero está claro que esta filosofía también puede aplicarse fácilmente
a la historia del pensamiento evolutivo. En última instancia, al final no se
encuentra más cerca de ningún tipo de realidad absoluta de lo que estaba
antes de haber empezado. Las metáforas y teorías que se plantean pue-
den ser más sofisticadas pero, en el mejor de los casos, han acabado
siendo más metafóricas y teóricas que al principio. La capa cultural entre
nosotros y el mundo (si es que éste existe) es más espesa que antes.
¿Acaso son menos creación artificial de la cultura las estrategias evoluti-
vamente estables que el equilibrio de la naturaleza? En este sentido, la
historia de la evolución no es más progresiva que la propia evolución, e
incluso los encomiados valores epistémicos no son más que reflejos de
una época concreta. Cierto es que cuestiones como la predicción y la
unificación gozan de una alta estima en nuestros tiempos, pero no se
ha ofrecido la menor prueba que demuestre que estos valores no son una
creación de la Ilustración, algo hecho a medida para una sociedad secu-
lar industrial, como la civilización occidental durante los dos o tres si-
glos anteriores. No se trata de afirmar que las cosas sean irreales o falsas
(los dinosaurios son reales y verdaderos, los unicornios son irreales y
falsos) sino más bien que la realidad, sea lo que sea, sencillamente no
tiene sentido salvo en el contexto de un observador. Lo que cuenta de la
teoría evolutiva es que el observador está completamente implicado.
En este contexto (un punto al que Kuhn le concede mucha importan-
cia) recuérdense las agrias discusiones entre Wilson y sus críticos, por
ejemplo. Si existiera una piedra de toque en el mundo real, no esperaría-
mos tales disputas. Pero si todo es cuestión de persuasión desde dentro
de una postura determinada, como en la política, entonces sí es esperable
tal desacuerdo. Sólo alguien que ya haya tomado partido puede creer
que existe de verdad un mundo independiente ahí fuera que se corresponde
con la visión de Wilson más que con la de Lewontin, o a la inversa.
Tampoco la amenaza del creacionismo es tan terrorífica para un kuh-
niano. Éste cree que se rechaza correctamente el creacionismo porque no
funciona tan bien a nivel epistémico como la evolución. El kuhniano
no niega los estándares de la ciencia, sólo los interpreta de manera dife-
rente. Por supuesto, el subjetivista es más tolerante con las múltiples
perspectivas, y sin duda a muchos les inquieta esa aceptación de la diver-
sidad, y la inquietud no es menor en el caso de la ciencia que en otras
áreas como la moralidad. Pero la diversidad es una realidad, tanto en la
ciencia como en la moralidad, y pretender otra cosa es perpetuar el pre-
juicio.
Todo en la historia de la evolución confirma lo que el filósofo Hilary
Putnam ha afirmado acerca de su propia teoría kuhniana del «realismo
interno»: «La "verdad", desde un punto de vista internalista, es una es-
pecie de aceptabilidad racional (idealizada), una especie de coherencia
ideal de nuestras creencias entre sí y con nuestras experiencias tal y como
se representan éstas en nuestro sistema de creencias, y no una correspon-
dencia con un "estado de las cosas" independiente de la mente o del dis-
curso. No existe un punto de vista del Ojo de Dios que podamos conocer
ni imaginar con provecho; sólo hay diversos puntos de vista de personas
reales que reflejan diversos intereses y propósitos que sus descripciones y
teorías favorecen» (Putnarn 1981,49-50).
¿Quién tiene razón: Dawkins con su funcionalismo o Gould con su
trascendentalismo? ~Lewontin con su riguroso antirreduccionismo o
Wilson con su osado expansionismo? ~Parkercon su danvinismo o Sep-
koski con su spencerismo? Todos la tienen, al menos en la medida en
que funcionen sus teorías, y todos están equivocados, al menos en la me-
dida en que sus teorías no funcionen. Algunos elementos son mejores
que otros. A ese respecto no cedemos. Pero no hay absolutos, y menos
aún absolutos que sirvan de referencia para declarar acertado a un bando
y equivocado al otro. Incluso en este mismo instante, probablemente en
algún lugar un estudiante brillante está a punto de conseguir la fama re-
sucitando la selección de grupo.
Dos posiciones: realismo y no realismo. En esencia, jno parece que
hayamos avanzado mucho desde nuestro punto de partida! Por lo visto,
nuestra historia no se decide por ninguna de las dos opciones. Incluso di-
ría más: ni siquera se atisba un inicio de resolución. Un enfoque natura-
lista como el que hemos adoptado (salir y examinar las pruebas, tal y
como las examina un científico) aceptado, si no urgido, por partidarios
de ambos bandos en la controversia actual sobre la naturaleza de la cien-
cia, no funcionará. Desde luego, no estoy afirmando que el debate sobre
el realismo y el no realismo (idealismo) sea irrelevante o que los partida-
rios de uno y de otro no puedan ofrecer buenos argumentos en defensa
de sus respectivas posiciones. Sin emprender una nueva línea de indaga-
ción, me inclinan's por recumr a herramientas filosóficas y formas de ar-
gumentación más tradicionales para abordar esta cuestión; algo que, bien
mirado, no es una sugerencia muy radical, pues lo que está en juego es
en realidad un problema filosófico. Podríamos empezar preguntándonos
por cuestiones de significado. ¿Qué significaría hablar de una entidad
que existe aunque no sea o fuera observada por la humanidad? ¿Pode-
mos establecer analogías significativas entre entidades no observadas (y
probablemente inobservables) como los electrones y la naturaleza no ob-
servada en general? Y así sucesivamente. (Para más reflexiones sobre es-
tos temas véanse Ruse 1986 y Klee 1997.)
Tal vez, al adoptar tal enfoque filosófico, se nos presentarán algunas
respuestas sobre la cuestión realismo / no realismo; o tal vez no. Al me-
nos ofrece algunas vías que el callejón sin salida al que nos había condu-
cido nuestro enfoque previo no nos ofrecía. Son senderos para explorar
en otro momento y lugar. Es hora de dejar de preocuparnos y empezar a
tomar nuestro fracaso como una razón para seguir adelante: quizás, in-
cluso, para tomarlo como motivo de celebración más que de desespe-
ranza. Porque nuestra historia es sin duda relevante en algún sentido.
Mucha gente (jno sólo yo!) ha dedicado gran cantidad de tiempo y es-
fuerzo a estudiar la historia de las ideas evolucionistas y cómo y en qué
direcciones han cambiado en el transcurso de los años. Sabemos mucho
sobre los conceptos teóricos de la evolución; y en los últimos tiempos,
gracias en no poca medida a los constructivistas y sus aliados, hemos
aprendido también mucho sobre la estructura social del evolucionismo y
de la gente que está tras él. De modo que la irrelevancia de nuestra histo-
ria (al menos, su naturaleza no decisiva) para el debate filosófico tradi-
cional me sugiere que la agria división entre los científicos (objetivistas)
y sus críticos (constructivistas o subjetivistas) está operando a otro nivel.
El debate es, en primer lugar, sobre la integridad de la ciencia profe-
sional con supuestos estándares imparciales, y la diferencia entre la cien-
cia a ese nivel y la ciencia popular o pseudociencia o cualquier otra ilu-
sión (incluidas la religión, la filosofía y mucho más) que se quiera
considerar. El debate versa sobre la ciencia de buena calidad y la de mala
calidad, o la ciencia y las tonterías que no deberían considerarse ciencia en
ningún sentido, con independencia de lo que afirmen sus partidarios. En
este aspecto gana el popperiano; pero no hay razones para que el kuh-
niano no acepte la victoria y afirme que jeso es lo que él o ella había
querido decir desde el principio! Tanto el realista como el no realista
pueden establecer las distinciones entre ciencia buena y ciencia mala (o
no ciencia) y por las mismas razones. El no realista o realista interno
puede trazar una línea tan f m e en la arena como la que marcaría el rea-
lista metafísico entre (pongamos) el trabajo de Geoffrey Parker y el de
Erasmus Darwin, por no hablar del mesmerismo; y lo hace. Dentro de su
sistema, el kuhniano puede hablar tanto de objetividad como el poppe-
riano, y también de ciencia madura, profesional y buena frente a los con-
tendientes fallidos o aquellos que no entran en la contienda en absoluto
(Ruse 1986).
No estoy afirmando que el no realista sea siempre tan cuidadoso
como debería a este respecto. Es más, con la reciente fascinación por te-
mas como la frenología bien podríamos decir que las aguas se han en-
turbiado, y de modo significativo. Pero se pueden establecer distincio-
nes. Esa creencia es, de hecho, una presuposición y un punto de partida
de La estructura de las revoluciones cient$cas en la misma medida que
lo es de La lógica de la investigación cientíj5ca. (Véase Kuhn 1977 para
una declaración explícita de la importancia de los estándares epistémi-
COS.)
En segundo lugar, el debate trata de la .relación entre cultura y cien-
cia. Los críticos kuhnianos tenían razón al mostrar que, con respecto a la
cultura, la ciencia no es muy distinta del resto de la experiencia humana.
En este sentido, la ciencia no es menos cultural que los otros productos
de la mente; y cuando se piensa en ello, los críticos posiblemente estén
en lo cierto al afirmar que sólo quienes han sido adoctrinados por su cul-
tura para que piensen que están por encima de la propia cultura pueden
mantener una creencia tan extraña. Pero, como en el caso anterior, la vic-
toria no tiene por qué inquietar al bando popperiano. Dado que la cultura
se suma -y ayuda- a lo que ellos consideran valioso, pueden ceder el
paso a sus críticos subjetivistas. Cuanto contribuya a hacer una ciencia
fértil y activa es la presuposición y el punto de partida tanto de La lógica
de la investigación cient@ca como de La estructura de las revoluciones
cient@cas.
Lo que pretendo, por lo tanto, es subrayar que se han estado confun-
diendo dos debates diferentes. Por un lado está el viejo debate filosófico
sobre realismo 1 no realismo. Nada que se infiera de la historia de la
ciencia se refiere directamente a él; o, si esto parece exagerado, nada que
se infiera de nuestra historia de la ciencia puede resultar decisivo al res-
pecto. Por otro lado, está el nuevo debate sobre los estándares y la cul-
tura. ¿Es la ciencia algo especial por sí misma, algo que se distingue con
claridad de otras disciplinas y de sus imitadoras? ¿Se debe esta diferen-
cia en parte (o por completo) a que la ciencia está sometida a ciertos es-
tándares exigentes, respecto de los cuáles se puede medir su éxito? ¿Nos
permitirían estos estándares hablar de la ciencia como algo «objetivo»,
es decir, por encima de los caprichos del individuo? Tal vez sí, al menos
si se le añade alguna dimensión pragmática como el permitimos llevar
hombres a la luna, o curar cánceres infantiles, o vaporizar a miles de
japoneses. ¿Está la ciencia más allá de la cultura? ¿O debemos seguir
hablando de la ciencia como «subjetiva», en el sentido de que su impreg-
nación cultural hace que nadie tenga una base sobre la que criticar cual-
quier preferencia concreta? La historia de la ciencia sí dice algo al res-
pecto de este debate; y su respuesta, obtenida en el contexto de nuestro
relato, es la siguiente: es cierto que la ciencia es especial, y ello se debe a
sus estándares; los críticos se equivocaban al argumentar lo contrario.
Pero también es verdad que la ciencia no es especial, y ello se debe a su
cultura; los defensores de la ciencia se equivocaban al argumentar lo
contrario.
De modo que, al final, podemos (seamos realistas metafísicos o no)
hablar de objetividad y subjetividad, de la realidad y lo no real, pues ésta
es la realidad de «la realidad versus la ilusión: la daga de Macbeth, que
está ahí mismo en la sala, o no están, no la realidad de «el ruido que hace
un árbol al caer en el bosque, donde no hay nadie cerca que pueda escu-
charlo». La ciencia de buena calidad nos habla del primer tipo de reali-
dad. Las teorías de mala calidad o los discursos pseudo- o cuasicientífi-
cos no; y esto es así tanto si uno cree que existe en última instancia una
especie de realidad independiente del ser humano como si no lo cree.
Dentro del sistema, el kuhniano puede distinguir tanto como el poppe-
nano entre lo real y lo falso o quimérico. Lo único que ocurre es que, en
última instancia, hablando sobre más que dentro del sistema, la realidad
para el kuhniano es coherencia en lugar de correspondencia.

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