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de
Yunior García
ABEL GÓMEZ CERVIÑO
Nunca enciende su cigarro, pero siempre lo lleva consigo.
Podría vestir camisa blanca, con una mancha de tinta en el
bolsillo izquierdo. Usar lentes bifocales y bigote de la emisión
estelar del noticiero. Pero es un tipo normal. Su vestuario dice
poco de él.
RAIMUNDO DE LA PEÑA
Mastodonte cubano contemporáneo. Barítono de los deportes.
Éste sí lleva corbata, aunque ande sin camisa. Se peina al
costado con una raya impecable. Le sudan las manos.
SANDRA
A simple vista, no parece santiaguera, pero ella jura serlo.
Lo único significativo en su atuendo es el color de su ropa
interior. Debe cambiar en cada escena, aunque use la misma
ropa.
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RAIMUNDO. Hay gente escuchando. Compórtate.
SANDRA. Y George W Bush posa en la Catedral ante un coro de
turistas, con un vestido amarillo del siglo diecinueve.
RAIMUNDO. Ya me cansé. ¡Te callas o te callo!
SANDRA. ¡Qué coño tiene que ver La Habana con mi tesis, mi vida!
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MIRNA. (A Abel.) Si dice algo en contra el gobierno la arrastro.
ABEL. No es tu problema. No te metas.
MIRNA. Podemos ir caminando. Estamos a diez cuadras.
ABEL. Catorce. No voy a caminar catorce cuadras.
MIRNA. Antes atravesabas La Habana de punta a cabo caminando.
ABEL. Antes no tenía carro.
MIRNA. ¡Ja! ¡Tu carro! Esa porquería que llamas carro es, en
primerísimo lugar, del Estado, que es el único dueño de las cosas
en este país. En segundo lugar, del chofer, que se lo lleva sin pedir
permiso a donde se le antoje. Y en última instancia, del mecánico,
porque tu carro nunca sale del taller.
ABEL. (Levanta un dedo amenazante.) Me cayó una gota.
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SANDRA. ¿Qué más? Ah, sí, claro. ¡Operación Tormenta del Desierto!
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Aguacero torrencial. Abel abre un paraguas. Sandra vomita.
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RAIMUNDO. Es la última vez que vienes al teatro.
SANDRA. (Explota.) Yo solo quiero un pasaje. En guagua, en tren, en
barco, ¡en lo que sea!
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MIRNA. ¡Me cago en Dios, carajo!
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Truena.
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MIRNA. Yo soy del Partido Comunista de Cuba, de la Federación de
Mujeres Cubanas y de los Comités de Defensa de la Revolución.
¡Qué fue!
SANDRA. ¡Qué cosa! Yo soy de Vista Alegre. Encantada.
ABEL. Santiago es una ciudad… muy…
SANDRA. Rebelde ayer, heroica hoy, hospitalaria siempre.
RAIMUNDO. Sobre todo hospitalaria. La última vez que fui estuvieron a
punto de hospitalizarme.
ABEL. ¿Tiene fósforos?
RAIMUNDO. No fumo.
ABEL. ¡Qué lástima!
Escampa.
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ABEL. Era grande… supongo.
RAIMUNDO. ¿Qué cosa?
ABEL. La moto.
RAIMUNDO. Ah. Doscientos cincuenta CC.
ABEL. Vaya… Me gustan grandes. Le dan a uno… más…
RAIMUNDO. ¿Usted cree?
ABEL. Por supuesto. Las mujeres las prefieren grandes.
Terminan.
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ABEL. Conozco un sitio… a unas veinte cuadras. Habría que ir
caminando… pero… ¿se embulla?
RAIMUNDO. No sé. Alcohólicos anónimos, recuerde.
ABEL. Yo también voy a un club de personas que desean dejar de...
fumar. Pero es anónimo. No saben quién es usted. Y a mi eso me
encanta. La verdad es que siempre he confiado en la bondad de
los desconocidos, ¿sabe? No hay nada mejor para el estrés que
ponerse a merced de los extraños. El sitio del que le hablo es el
lugar más discreto del mundo. Es tan discreto que cada persona lo
llama de un modo diferente. Los estirados le dicen: El bosque de
las Erinias. Los encogidos prefieren: La Potajera. Pero yo, que no
soy ni una cosa ni la otra, lo llamo: Paraíso Fiscal. Mi pequeño
Gibraltar en medio de La Habana. ¿Se embulla?
RAIMUNDO. Mmm.
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Estoy sudando a chorros. La vista se me nubla. Estoy empapada.
Necesito urgentemente… contemplar la cúpula del Capitolio.
VII
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mitad de los noventa, a la mitad del camino, con la mitad de un
remo. Yo no voy a morirme de estrés… mi mujer me va a matar.
RAIMUNDO. Y la mía. Esa guajira no entiende ni comprende.
ABEL. ¿Cómo me dijiste que se llamaba?
RAIMUNDO. ¿Quién?
ABEL. Tu mujer.
RAIMUNDO. Ah. Sandra. Tú la viste. Es una flaca de un metro setenta
obsesionada con los presidentes de los Estados Unidos. ¿Te
imaginas? Hacérselo a una mujer que te dice: Así, Stephen
Grover Cleveland. Dámela, William McKinley. Muévete Chester
Alan Arthur. Dime si alguien puede concentrarse con el Canal
Educativo puesto. Y cuando está llegando al punto grita a toda
garganta: ¡Franklin Delano Roosevelt! ¡Es el colmo! Ese tipo
estuvo como doce años en La Casa Blanca. Yo con Sandra no
llego ni a los cinco minutos.
ABEL. ¿Y cómo la cociste?
RAIMUNDO. Me la encontré en el Gillermón Moncada cuando fui a
narrar un juego de la categoría trece / catorce. Yo entraba a la
cabina acomodándome la corbata. Ella estaba sentada, al lado de
la conga, leyéndose la biografía de Abrahán Lincoln. Se veía tan
frágil, tan sensual. Las cosas cambiaron cuando pisó el asfalto.
Llevo cinco años en mi propia casa sin poder hacer lo que me da
la gana. Y sin abrir la boca. Ya lo decía el profesor Cuevas:
Nunca saques a un animalito de su entorno natural.
ABEL. ¿Te conté que mi mujer está embarazada? Bueno… ¿te conté
que… aquella gorda… es mi mujer? (Pausa.) Mejor no hablemos
de esas cosas.
RAIMUNDO. De acuerdo.
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ABEL. Mira, compadre. Te lo voy a decir rápido y claro. A mí lo de
anoche… lo de anoche… me gustó.
RAIMUNDO. A ver si se lo cuentas a alguien.
ABEL. ¡Qué pasa! Yo soy un hombre.
RAIMUNDO. Entonces cierra la boca.
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incómodas, ocho obscenidades y cinco minutos seguidos hacen
un buen sexo. Hacer el amor no es acrobacia. Tiene que haber
pasión, coño, pasión. Imaginarse una que todavía es bonita.
Saberse capaz de encenderle las fantasías a un hombre. ¿Qué te
crees tú, eh...? ¿Que yo estoy muy necesitada? ¿Eso te crees?
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ABEL. ¿No crees que eso… pueda causarle algún daño al niño?
MIRNA. Estoy gorda.
ABEL. ¿Quién dice?
MIRNA. A los hombres no les gustan las mujeres gordas.
ABEL. Pues a mí no me gustan las mujeres... flacas.
MIRNA. Hace dos semanas que no me lo haces.
ABEL. Estás embarazada.
MIRNA. El médico dijo…
ABEL. El médico es un pervertido, un enfermo mental. ¿No le viste la
letra? Parece la letra de un veterinario.
MIRNA. Estudió seis años en la universidad.
ABEL. Es un mediocre. Si fuera bueno estuviera cumpliendo misión
internacionalista.
MIRNA. ¡Habla bajito! (Al mundo.) En esta casa vive una federada.
ABEL. Hablo como quiera. (Igual.) Porque aquí también vive un
militante. El jefe de núcleo soy yo. Y mientras tengas a mi hijo
metido en tu vientre… con la cabeza tan cerca del… lugar, no
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pienso hacértelo. Y deja de saltar que el techo nos va a caer
encima.
MIRNA. Dices eso porque estoy gorda.
ABEL. Digo eso porque las paredes están agrietadas, la arquitectura es
antigua, los materiales de segunda… Digo eso porque vivimos en
un barrio donde cada dos casas hay un derrumbe.
MIRNA. Entonces permutemos.
ABEL. No me hagas reír.
MIRNA. Tú tienes la culpa. Trabajas en un lugar donde hay de todo.
ABEL. ¿De todo?
MIRNA. De todo lo que hace falta para arreglar esta casa.
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RAIMUNDO. Es un cuento machista, súper machista, diría yo. Pero al
final da en el blanco. Todas las mujeres son como Masicas:
ambiciosas, insaciables. Es un mensaje que nos envían a los
hombres nuestros antepasados diciendo: Cuidado, man, no te
conviertas en un Lopi. ¿Sientes algo ahí?
SANDRA. Negativo.
RAIMUNDO. ¿Y aquí?
SANDRA. ¿Ahí…? Falsa alarma.
RAIMUNDO. ¿Dónde rayos se metió ese punto?
SANDRA. Pregúntale al camarón encantado.
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Abel llega del trabajo con un portafolio. Mirna está acostada con la
olla de pepinos entre las piernas.
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ABEL. Delicioso. (Escupe.)
MIRNA. Deberías ocuparte más de tu familia. Hacerle el amor a tu
mujer. Arreglar esta casa.
XII
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SANDRA. Anjá.
RAIMUNDO. ¿Y?
SANDRA. ¿Y qué?
RAIMUNDO. Que soy comentarista deportivo, no ponchero.
SANDRA. Las cámaras son mías.
RAIMUNDO. Me importa un pepino de quién son las cámaras. ¡No
quiero eso en mi baño y punto!
SANDRA. El baño también es mío. ¡Las cámaras se quedan donde
están y san se acabó! (Le arroja el pantalón y le ofrece la aguja
de coser.)
RAIMUNDO. ¿Estás hablando en serio?
SANDRA. Completamente.
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RAIMUNDO. Pero yo le hice una entrevista al manager de los azules al
final de un quinto ining. ¿Quién va a ganal? ¡El mejol! Si no
hubiera sido por aquel jueguito de mierda ahora estaría en las
Olimpiadas.
SANDRA. ¿A quién se le ocurre cantar media opera de Verdi en un
juego de pelota?
RAIMUNDO. Estaba inspirado. Y el juego era pésimo. Pero nadie puede
decir que soy un comentarista sin condiciones. Tengo todo lo que
hace falta: conocimiento exhaustivo de las reglas del juego; buen
ritmo; poder de improvisación; voz de barítono. ¡Qué más
quieren!
SANDRA. Que te concentres en lo tuyo y no te metas en lo que no te
importa. Le zumba el mango venir para La Habana a ser la
esposa de un Turandot que ni pinta ni da color. Yo necesito un
hombre, ¿me entiendes? ¡Un hombre!
Sale.
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MIRNA. Ay, sentí una patadita. Hay hijos que patean a sus padres
desde que están en el vientre, pero son patadas de amor, como
hay golpes de amor, puñaladas de amor. Una madre nunca
devora a sus hijos, aunque estos la engorden, la agrieten, la
desangren. Siempre tenemos ante ellos un seno descubierto,
expuesto a las mordeduras del cachorro. Siempre los brazos
extendidos para sostenerlos. No importa que la nariz se
ensanche, la piel se estruje y el rostro se llene de manchas. Estar
embarazada es algo hermoso. ¿Hay algo en el mundo más
sensual que la desnudez de una mujer preñada? ¿Hay algo que
brinde más placer que hacer el amor con el amor por dentro,
hecho criatura? Dicen que el orgasmo de la mujer que espera
aumenta la inteligencia del bebé. Y yo quiero que mi hijo sea un
genio. No renuncie nunca a su condición de mujer. No escuche
los criterios de quien no sabe lo que significa estar lleno de vida
aquí, en lo más hondo. No se quede con una palabra atravesada
en la garganta. Recuerde que ser madre es, también, cambiar
todo lo que debe ser cambiado.
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ABEL. No lo sé. Un niño no puede ser tan grande.
RAIMUNDO. Tienes que ir a un sicólogo.
ABEL. La última vez que lo hicimos ella estaba arriba… y yo abajo. Y
trataba de concentrarme, pero nada. Y pensaba en Ana, la
vecina. Y en Katia, una tía lejana. Y hasta en la sirenita de Walt
Disney… pero nada. Y era la hora de terminar. Y me daba una
pena del carajo… y lo hice.
RAIMUNDO. ¿Hiciste qué?
ABEL. Fingí, compadre. ¿Tú nunca lo has hecho?
RAIMUNDO. ¿Yo? Al contrario. Yo finjo que no he terminado todavía. Y
tengo que seguir con el hígado en la mano. A la flaca de mi
mujer hay que darle. Ella me ve verde y sin aliento y pide más.
Yo dejo el bofe entre las sábanas y ella pide más. ¡Ya yo no
tengo de dónde sacar más! Pero ella no comprende. Por eso te
digo que me engaña.
ABEL. ¿Y tienes pruebas?
RAIMUNDO. Evidencias. Tiene el baño lleno de cosas raras. Todos los
días se va para la lista de espera. Dice que ya se le pasó y tiene
que volver al día siguiente. Ahora le ha dado por Lorca: Iré a
Santiago, iré a Santiago. No sé qué hacer.
ABEL. Déjala. Y ven a vivir conmigo.
RAIMUNDO. Estás loco. ¿Y tú mujer?
ABEL. Que se vaya con la tuya para Santiago. Le conseguimos una
casita bien cerca del Cuartel Moncada y se acabó. Así no hará
falta inventar ningún cuento. Podremos ir todos los días a
Gibraltar.
RAIMUNDO. Olvídalo. Te encanta el paraíso fiscal.
ABEL. ¿A ti no?
RAIMUNDO. No sé. Demasiada gente extraña. Una boca por aquí, una
mano por allá. Lenguas por todas partes.
ABEL. Eso es lo que me encanta.
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RAIMUNDO. Por eso es que voy. Por complacerte. En realidad prefiero
venir a este cuartico. Me gusta cuando nos quedamos solos.
Pausa.
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MIRNA. Es que… él debe ser amigo de mi esposo, ¿sabe?
SANDRA. Mi marido tuvo que cubrir un juego en Pinar del río y no
regresa hasta el martes. Pero pase. Pase y siéntese.
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SANDRA. ¡Ah no! Así son los hombres. Les encanta tenernos
preocupadas. Pero no podemos darles el gusto. Dicen que por
cada uno de ellos hay siete mujeres. Eso es mentira. Por cada
una de nosotras hay catorce esperando. Y si no me crees sal a la
calle y compruébalo. ¿Cuántas se meten con ellos, eh? Ahora,
¡Cuántos se meten con nosotras!
MIRNA. ¿Usted cree que estoy gorda?
SANDRA. Bueno… flaca no eres. Pero gorda, lo que se dice gorda, nada
más que un poquito. ¿Cuántos meses tienes?
MIRNA. Cinco. Y hace un montón de tiempo que mi marido no me lo
hace. ¿Usted qué me aconseja?
SANDRA. Bueno… Raimundo dejó unas cervezas en el congelador. Yo
te aconsejo que acabemos con ellas.
MIRNA. Yo no puedo tomar. Es por el niño, ¿sabe?
SANDRA. Mmm.
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las digestiones son lentas, el aliento peculiar… Y el aire se va
transformando en una sopa de fluidos que amenaza con
estrangular a cualquiera. Entonces te entran unas ganas
enormes de desestresarte. ¿Y con qué mejor que con el producto
que fascinó al mismísimo Cristóbal Colón, el embajador del
comercio cubano, el anti-estresante número uno? A donde quiero
llegar, compañeros y compañeras: Fumar es más que un vicio,
es una necesidad, un asunto genético, una postura
revolucionaria. Desde pequeño me enseñaron en la escuela a
gritar con absoluta convicción “Pioneros por el comunismo:
seremos como el Che”. Y allí estaba… en el más visible de los
murales… el paradigma, el héroe guerrillero… saboreando las
delicias de un enorme tabaco. Aquí están reunidos los que
quieren dejar de fumar. Pero yo les aseguro que son minoría. Si
fueran auténticamente democráticos reconocerían que somos
más, muchísimos más… los que no queremos dejar de fumar.
Podríamos incluso organizar una marcha de tres días frente a la
sede del enemigo que nos embarga nuestro Partagás, nuestro
Hoyo Monterrey, nuestro Cohiba. Tenemos absoluto derecho a
que se respete nuestra opinión y se eliminen de las cajetillas
todos esos letreritos subversivos: Fumar daña su salud. ¿Qué es
eso? ¿Acaso alguien ha leído en un agro mercado: La carne de
cerdo daña su salud? Yo propongo que abandonen esa actitud
discriminatoria y sometan a votación el nuevo slogan de las
cajetillas: El estrés y el cigarro dan cáncer… ¿con cuál te
quedas?.
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SANDRA. ¿Cuántas veces te ha pasado?
MIRNA. ¿Qué cosa?
SANDRA. Orgasmos múltiples.
MIRNA. Ah. No sé. No me dedico a contar esas cosas.
SANDRA. Aproximadamente.
MIRNA. Quinientas, seiscientas veces, tal vez más.
SANDRA. No te creo.
MIRNA. ¿Qué sabes tú de mí? Yo corrí mucho mundo antes de casarme
con Abelito.
SANDRA. ¿Cuánto?
MIRNA. Desde que era una mocosa. Incluso las muchachas grandes
celaban a sus novios cuando yo andaba cerca. Fui una niña
teóricamente precoz.
SANDRA. ¿Precoz, de eyaculación precoz?
MIRNA. No. Precoz de lo mucho que le sabía a la materia siendo
apenas una chiquilla. Imagínate que cuando estaba en quinto
grado mi madre me puso en un círculo de interés de ginecología.
Practicábamos con una muñeca plástica de las que traían frases
grabadas. ¿Te acuerdas? Ni se sabe los legrados y las cesáreas
que le hice yo a esa muñeca.
SANDRA. Eres una mentirosa sin remedio.
MIRNA. Soy una mujer con un pasado interesante. A ver, ¿qué tienes
tú para contar?
SANDRA. ¿Yo?
MIRNA Sí.
Pausa.
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SANDRA. Se hizo la herida él mismo, a sangre fría. Tomó un cepillo de
dientes, le sacó filo y se lo clavó en la carne como si estuviera
matando a un puerco. Después se acomodó la perla, se echó
agua caliente y una pomada cicatrizante. A la semana ya estaba
haciendo sufrir a todas las chiquitas en la escuela al campo.
Pausa.
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azul por allá. Los maestros de la narración deportiva en su cabina
y yo en el terreno, preparado, esperando mi momento. Al final
del quinto me iban a hacer un pase a mí, a Raimundo de la Peña,
alias Turandot. ¿Ustedes se imaginan lo que es estar en vivo,
cámaras y micrófonos a tu disposición, frente a once millones de
personas? Mi momento llegó, las piernas me temblaban, el
estadio desaparecía, la música me llegaba del cielo, y me dejé
llevar. (Canta un fragmento del “Nessun dorma”. Le lanzan un
pomo desde las gradas. Pausa. Alza su copa.) Propongo un
brindis por los desafortunados, por los que no han tenido sus
cinco minutos de gloria, por todo aquel a quien alguna vez le han
cortado la señal. ¡Salud!
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RAIMUNDO. Está bien. Pero primero me explicas tú: ¿Quién se tomó
mis cervezas? ¿Qué haces con ese bigote? ¿Y quién es ese
gordo?
MIRNA. ¿Abelito?
ABEL. ¿Mirnita?
SANDRA. ¿Qué coño es esto?
ABEL. Creo que los perdí.
MIRNA. ¿A quienes?
ABEL. A los azules.
SANDRA. ¿Industriales?
RAIMUNDO. La policía, chica.
MIRNA. No entiendo nada.
RAIMUNDO. ¿Estás seguro?
ABEL. No sé… Me parece…
SANDRA. Explícame esto, Raimundo.
RAIMUNDO. Yo no sé nada, Sandra. Yo estaba en Pinar del Río.
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SANDRA. ¡A la mierda Thomas Jefferson! Yo soy de Santiago, coño,
descendiente de Mariana Grajales y de Quintín Banderas. ¡Me
cansé! Los quiero a los dos contra la pared y dándome una
explicación urgente que me deje contenta.
MIRNA. Si vas a cortar algo, empieza por Abel.
ABEL. Mirna, mi vida, que yo soy tu marido.
MIRNA. ¡Marido mierda! Te la corto y la guardo en el congelador.
Estoy convencida de que así le voy a dar un uso más productivo.
RAIMUNDO. ¿Por dónde empezamos?
ABEL. Por el principio.
RAIMUNDO. De acuerdo. Viernes. Nueve de la noche.
ABEL. Nueve y cuarenta y tres, para ser exactos.
RAIMUNDO. La hora no es importante.
ABEL. Todos los detalles son importantes. Cuando uno se decide a
abrir la boca... tiene que ser así, ¡ra! De par en par.
RAIMUNDO. Ese es mi problema. Que te hago caso. Me quedo
mirándote como un subnormal y termino haciendo, exactamente,
lo que me dices. Por eso estamos metidos en este rollo.
ABEL. Al grano.
RAIMUNDO. Viernes, 9 y 43 PM. Portal del Trianón.
Abel. Una gigantografía anuncia el estreno de Cierra la boca.
RAIMUNDO. La calle quedó desierta en cuestión de minutos. Solo
permanecemos en el lugar nosotros cuatro, conversando, a cierta
distancia.
Tocan a la puerta.
ABEL. Llegaron.
MIRNA. ¿Quiénes?
RAIMUNDO. La autoridad.
SANDRA. Que esperen. Quiero escuchar el cuento completo.
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ABEL. Sandra, Mirnita. Podemos llegar a un arreglo. La idea que les
tenemos es buenísima. Yo estoy seguro de que les va a encantar.
MIRNA. Pues canten.
RAIMUNDO. No, que va, si eso de cantar me ha traído más problemas
de la cuenta.
SANDRA. Un, dos… un, dos, tres. ¡Arriba!
ABEL. Podemos comenzar a vivir juntos, los cuatro, como personas
decentes. Yo puedo traer los materiales que tengo ahorrados y
hacer una buena barbacoa.
RAIMUNDO. En menos de una semana convertimos este apartamento
en un penthouse. Y quedamos todos felices y contentos.
RAIMUNDO. En familia, como hermanos. ¿Qué les parece?
SANDRA. ¿Un penthouse?
ABEL. Podemos inventar hasta un jacuzzi, con burbujitas y todo.
MIRNA. Eso que ustedes están proponiendo… ¡Se parece al Socialismo
del Siglo XXI!
RAIMUNDO. Exacto.
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Cae polvo del techo.
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RAIMUNDO. No soy la clase de persona que ustedes están pensando.
Yo solo frecuentaba ese lugar por Abelito. A mí nunca me ha
gustado el potaje. Yo creo en la familia, compañeros. Y en las
buenas costumbres. Si no me hubieran tumbado la casa, ahora
estaríamos los cuatro en el mismo CDR, en la misma zona de
defensa. Por la televisión repiten a cada rato que las crisis hay
que enfrentarlas con la unidad, como un solo pueblo, codo con
codo. Pues bien, ese era, precisamente, nuestro proyecto de
vida. Ahora todo se fue a la mierda. Ahora no tengo ni la menor
idea del curso que van a tomar los acontecimientos.
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MIRNA. Sí, compañera delegada. No salgo de un derrumbe para entrar
en otro. Esto fue lo único que pude recuperar. De todas formas
ya lo esperaba. Era solo cuestión de tiempo. Hasta estoy más
aliviada, fíjese, porque ya no tengo la quisquilla de preguntarme
en cada momento: ¿Cuándo se irá a caer? ¿Cuándo se irá a caer?
¡Ya se cayó! Parece que fue en horas de la madrugada, pero
nadie en el barrio se dio cuenta. Yo no estaba, por suerte. Una
luz me alumbró: Cuando la cosa esté por caer, lo mejor es no
estar. Y ya usted ve. ¡Lo que es tener el muerto claro! Por mí no
se preocupe, que este niño y yo saldremos adelante. Vine solo
para que me apunte la dirección de ese albergue buenísimo que
me recomendó. ¿Tiene con qué apuntar? Yo traje.
Apagón.
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