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Emanciparse

Berta Prieto aka beeertins

Mi madre rompió el pacto de silencio un día cualquiera, esperando el tren,


sin venir a cuento. Pocas veces más lo ha vuelto a romper de una forma tan
precipitada. Una vida tirada a la basura, me dijo, siento que he desperdiciado
mi vida y que no he hecho nada importante. Si yo fuera joven ahora, madre
mía, no pararía de viajar.

Me pregunto qué debe sentir una madre cuando su hijo se hace mayor. Me
pregunto si reconocerá en esa masa de pelo y sudor a su bebé, al que hasta
hace nada vestía con jerséis de canalé y bañaba con colonia nenuco. Ese
cuerpo nunca más va a volver a oler a colonia nenuco, ni a polvos de talco,
ni a crema de aloe vera para la piel atópica, porque sobre todo en invierno se
le pone fatal la piel atópica por la zona de los codos y la tripa, sobre todo por
la tripa. Ese cuerpo nunca más va a volver a ser ese cuerpo, ese niño nunca
más va a volver a ser ese niño; se ha marchado para siempre y su madre no
se ha podido despedir.

Pienso en lo abrupto que es el cambio, también en los hombres. Ingieren


cantidades descomunales de comida, como si se prepararan para una
hibernación muy larga. Y su habitación empieza a oler a tigre; ventila aquí
que huele a tigre, decía mi madre.

Durante esa época conviven entre Playmobil y latas de RedBull, como


gusanos de seda dentro de una caja de zapatos. Generaciones enteras criando
a gusanos de seda en cajas de zapatos y aún no hemos entendido que la vida
se concentra en ese mejunje de excrementos y curiosidad. Y todavía no
hemos entendido que somos, en esencia, mutantes y grotescos. Que solo
existimos en la línea que une los puntos del dibujo de la ficha de
matemáticas, y que cuando todo podría empezar a cobrar un sentido cómodo,
incluso agradable, es cuando vamos a morir.

Mientras tanto, el gusano tiene las manos de niño y la barba de hombre. Las
axilas y la voz de hombre, el acné de niño; pero la cicatriz de nacimiento
sigue siendo de bebé. Los pies y el sudor de hombre, la mirada de niño, el
olor de hombre, las uñas de niño, y los pensamientos, las emociones y los
sueños, de niño también. Sobre todo los sueños.

Por eso, hay una época en la que se le sigue llamando el niño a ese señor que
ocupa la cama de metro noventa en la habitación del fondo. Les siguen
llamando niños y las madres les preguntan si les ha crecido el pito y lo
comentan tranquilamente mientras ella se hecha Nivea y él se lava los dientes
con la pasta de sabor a fresa. Y ese niño al que le ha crecido el pito sigue
llevando los pijamas del Snoopy, desayunando leche con Colacao y pidiendo
ayuda para unir los puntos de la ficha de matemáticas. Y su madre le da un
beso de buenas noches, aunque su frente esté llena de granos y su mejilla
llena de pelos, le da un beso y le desea felices sueños.

Que abrupto todo, y que feo, y que asqueroso. Me pregunto si las madres
siguen viendo a sus bebés en los cuerpos de esos hombres, si los hombres
siguen viendo a sus mamás en los cuerpos de esas señoras, si esas señoras
siguen viendo a sus amores en los ojos del señor al que le pide el mando para
cambiar de canal porque ya empieza la novela de la tarde.

Era verano, estábamos de vacaciones en Altafulla. Mis abuelos paternos


compraron allí una casita, en una urbanización de casas adosadas con piscina
y pista de baloncesto. La estación de tren estaba demasiado lejos de la casa
y la casa estaba demasiado lejos de la playa y la playa estaba demasiado lejos
del pueblo y el pueblo era muy feo. Pero todos intentábamos ponernos
morenos y salir a pasear, porque a mis abuelos les había costado mucho
esfuerzo pagar esa casa para que nosotros pudiéramos sentirnos como deben
sentirse los ricos en verano.

Una vida tirada a la basura, me dijo mi madre. Faltaban dos o tres minutos
para que pasara el tren, cuando mi madre decidió romper el silencio. Siento
que he desperdiciado mi vida. Yo le pedí por favor que se callara.

Era importantísimo que cogiera ese tren porque creo que tenía una fiesta.
Estaba guapa, ya tenía un tamaño de tetas considerable y se me había llenado
la cara de pecas por el sol. Iba cargada con una maleta y una bolsa llena de
tuppers que me había dado mi abuela, porque siempre le ha preocupado
mucho que me coja hambre por el camino. Por favor mama, cállate que me
pongo muy triste si me dices esas cosas. Y esperamos en silencio esos dos o
tres minutos, yo miré el móvil.

Vamos a olvidar que todo podría haber sido mejor y vamos a preparar la
cena. Vamos a olvidar que todo podría haber sido mejor y vamos a jugar un
partido de tenis. Siempre habrá algo mucho mejor que hacer que hablar de
las cosas que importan de verdad. Siempre habrá un trabajo o una fiesta,
siempre.

No merecemos esta decadencia, estoy segura de que no la merecemos. Pero


es inevitable. Hay que aceptar las cosas tal y como vienen, aunque a veces
cueste mirarse al espejo, mutante y sangrante, existiendo en el olvido de la
recta que une la niña con la mujer. Y yo sé que es irremediable el olvido,
porque llegará un día que ya no existirán mis manos pequeñas y suaves, y
los ojos se me habrán hundido entre la nariz y las cejas, y la barriga se me
derramará por encima del coño y nadie sabrá que yo he tenido las tetas más
bonitas de Barcelona. Y todas nos olvidaremos de lo que ahora nos parece
importante, porque nosotras ya no seremos nosotras, y lo que ahora nos
parece importante ya no lo será, porque nadie va a estar aquí para pensarlo.

Debí despedirme mejor de aquella niña resabida y malcarada, lo único que


me queda de ella en esta nueva recta que une a la adolescente rebotada y
tristona, con la mujer -que vete tú a saber qué tipo de mujer seré- es mi
madre.

Porque, a pesar de todo, mi madre sigue preguntándome si como bien o si


necesito dinero. Y yo sé que mi madre no me lo pregunta a mí, mi madre
espera que la que le responda la llamada sea su niña, resabida y malcarada.
Mi madre no es mi madre, porque ella sigue siendo la madre de esa niña. Y
eso es lo único que me queda de ella. Debí despedirme mejor.

Mi madre, como tantas madres, ha renunciado a sus rectas y a terminar el


dibujo. Decidió instalarse en este puntito de su vida, inmutable, invariable.
Por eso nos tiene a mis hermanos y a mí de foto de perfil de WhatsApp, como
si ella no existiera más allá de ser nuestra madre. Como si solo pudiera
ocupar esta parcela de realidad, como si su único sentido de ser fuera ser la
madre de tres criaturas débiles y desagradecidas.

En realidad, mi madre ya había avisado. Un día cojo la maleta y me voy,


decía, un día cojo la maleta y me voy de esta casa, y entonces me echaréis
de menos, decía. Nunca lo hizo.
Me imagino a mi madre ahora haciendo la maleta y marchándose hacia su
propia existencia. Una existencia propia, con una foto de perfil entera para
ella sola. Me la imagino cerrando la puerta y diciendo adiós, sacudiendo la
mano muy fuerte, como si fuera la reina y estuviera abdicando ante un país
de miopes, o de maleducados que nunca saludan ni dan las gracias. Me la
imagino cogiendo aire, abrochándose el abrigo, acariciando al perro, sacando
la basura.

Pero, de repente, cuando pone un pie en el umbral que la separa de su propia


existencia, mi madre desaparece. Ella sigue ahí, atrapada entre la vida que le
pertenece, pero no quiere, y la vida que quiere, pero nunca le pertenecerá.
Nadie puede verla, vuelve a saludar como una reina, pero nadie le devuelve
el saludo. Entonces, se agarra a su maleta, y llora un rato antes de volver.
Llora flojo, llora como deben llorar los pájaros. Lágrimas agudas y quejidos
pequeños. Aunque se le empañen las gafas no hace muchas muecas, solo baja
un poquito la barbilla y coge pequeños pellizcos de aire, como si se estuviera
comiendo un algodón de azúcar con las manitas de un bebe recién nacido.

Llora porque se da cuenta de que nunca tendrá una foto de perfil propia, de
que ya nunca nadie le preguntará si le apetece salir de fiesta un viernes por
la noche, de que ya no va a estar con personas nuevas, de que el amor ha sido
lo que ha sido y que ya está, que todo lo que le hubiera gustado y no ha sido,
pues será que no tenía que ser. He vivido mejor que muchas otras, se dice a
sí misma. Y muy dignamente, agarra la maleta y se seca las lágrimas de
pájaro, que ahora que la van a volver a ver, nadie puede saber que ha llorado.

Me parece injusto que mi madre no haya podido vivir la vida que ella hubiera
querido, pero más injusto me parece que decidiera romper el silencio, porque
yo ahora tendré que cargar con toda su decepción como si fuera mía. Como
los hijos que tienen que pagar las hipotecas de sus padres porque estos se lo
gastaron todo en el bingo. Como los hijos que tienen que pagar el funeral de
sus padres porque estos no previeron que se iban a morir.

Ella no me puede decir que no le gusta la vida que le ha tocado y quedarse


tan ancha. No me lo puede decir porque yo soy su hija; esto se lo podría
contar a una amiga, o a una psicóloga. A una hija, o a una hermana, o a una
madre, no se le pueden contar las tristezas irremediables porque te quieren
demasiado, te quieren casi como si fueras una extensión de su propio cuerpo.
Y por eso era tan importante respetar el pacto de silencio, joder, porque en
ese momento a mí se me partió el corazón como un emoji, en dos partes, y
ya no hay nada que hacer para que me sienta mejor.

Vivian Gornik dice “Lo único que siempre había querido era que mi madre
se sintiera feliz de estar viva en mi presencia. Sigo convencida de que, si lo
hubiera hecho, yo habría crecido sintiéndome completa”.

Mi madre no solo no se ha sentido feliz de estar viva en mi presencia, si no


que tuvo la poca amabilidad de confirmarme todas mis sospechas acerca de
su felicidad. Las cosas que no se dicen, no se dicen por algo. Yo nunca le
exigí que fuera sincera, yo solo le exigí que fuera una buena madre.

Desde ese día, siento lástima por mi madre. No se me ocurre nada más triste
que sentir lástima por tu propia madre. También desde ese día, me veo
tambalear a mí y a mi infancia y a su foto de perfil de Whats App. Y yo
nunca sé a quién llamar los días en que la melancolía se me agarra al corazón
como un pulpo y no me deja respirar. Ha vivido mejor que muchas otras, me
digo, ha vivido mejor. Pero no sirve de nada, porque las dos sabemos que es
mentira.

Las madres infelices cosechan a hijas listas y por ello, desgraciadas. Las
madres infelices alimentan a niñas huérfanas. Las rellenan con palabras,
teorías y quejas, como si eso pudiera sustituir la alegría de una casa que huele
a bizcocho de yogurt.

Las madres infelices preparan a sus hijas para la guerra y cuando estas salen
a luchar y se dan cuenta de que, en realidad, no hay ninguna guerra, buscan
enemigos por todas partes, para poder disparar como les ha enseñado su
madre. Un disparo directo a la cabeza. Un disparo limpio en el entrecejo de
todos aquellos seres sonrientes sería suficiente para hacer justicia a
generaciones y generaciones de mujeres atormentadas. Pero al final, todas
las hijas de madres infelices acaban disparándose en el pie izquierdo, porque
les tiembla el pulso mucho más que los ideales. Porque se encienden como
un hombre y se derriten como un helado en el puño de un niño malcriado,
rápido, triste y para siempre.

Las madres infelices critican las ilusiones de sus hijas porque saben que
nunca se van a cumplir. Las madres infelices no hacen trenzas, ni sopas, ni
mucho menos dan abrazos o besos, porque no tienen nada que celebrar. Las
madres infelices cultivan a niñas flacuchas, larguiruchas, destartaladas,
deshilachadas, con las uñas llenas de mierda, con los dientes rotos, con los
ojos saltones y las rodillas huesudas, con voces agudas y contestaciones
repelentes.

Lo único que he encontrado de bueno entre las hijas con madres infelices es
su buen gusto por la literatura. Las hijas con madres infelices usan muy bien
las palabras, porque tuvieron que aprenderlas muy rápido para decirles a sus
madres que tenían que irse de casa demasiado pronto.

Sin embargo, la verdadera maldición de las hijas con madres infelices es que
jamás pueden marcharse de casa, aunque nunca haya sido su hogar. Porque,
por mucho que deseen un mundo de abundancia y caramelos de café, nunca
serán capaces de abandonar a su madre en la soledad de su infelicidad. Por
eso, las hijas con madres infelices se convierten en madres infelices. Sagas
y sagas de mujeres agriadas heredando el mismo dolor de la conciencia.
Algunas creen que el arte puede salvarlas, algunas confían en los hombres,
algunas se hacen multimillonarias; pero, al final, ninguna consigue descansar
en paz.

Gracias por leerme, de verdad <3

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