El don verdadero llega siempre inmerecido e inesperado. Y como el don genuino no
puede ser nunca «pagado» ni «correspondido», la gratitud que despierta es por su misma naturaleza «eterna». Este «para siempre» de la gratitud auténtica explica por qué tantas personas evitan con sumo empeño el tener que agradecer algo: huelen que no podrían desembarazarse jamás de la gratitud, y todo lo que es eterno ha asustado siempre a los mortales. Los jóvenes son famosos por su peculiar «ingratitud», y ello se debe a su repulsa de todo lo que no es merecido o ganado con las propias manos. Son todavía demasiado inexpertos y demasiado orgullosos para saber que en este mundo vivimos todos del apoyo de los demás, que todo vivir es con-vivir, que toda existencia es co-existencia. Por todo ello, y aunque parezca singular, la gratitud es una de las actitudes fundamentales de la vida, la cual ya en sí misma es un puro don: no sólo la vida, sino el ser. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», exclamaba San Pablo. Vivir significa pasar de la nada al ser, esto es, aspirar a poseer una cantidad de posibilidades existenciales, ciertamente limitada, pero relativamente grande. Dolor y dicha son tan sólo colores diversos del amor que nos llamó a la vida y nos re-crea a cada instante. Hay que recibirlos, pues, con gratitud, por las posibilidades que contienen y ofrecen a la fortuna de cada uno. «Todo lo que acontece es adorable», escribió Léon Bloy, y aquella amable figura femenina protagonista de « La alegría», de Bernanos, repite casi lo mismo con palabras conmovedoras: «Todo lo recibo de las manos de Dios, como en mi infancia recibía cada sábado las notas de la escuela, y decía para mis adentros: una vez más me he salvado.» Más sencillamente aún encontramos el mismo sentimiento en una antigua canción francesa que cantaba Jacqueline François: «No tengo nada; tú me lo has dado todo: alegría en el vivir, en el amar y en el ser amado. Por todo esto sucede lo que tiene que suceder: Gracias, mil veces, gracias.» Gratitud significa abrir los ojos ante el abanico multicolor de las posibilidades vitales que a todos se nos ofrecen; denota capacidad de ajustarse al ritmo misterioso del gobierno universal y, con ello, de tomar parte activa en la continua creación divina. La gratitud es confianza en el presente y esperanza en el futuro: una actitud briosa y festiva, en espera de dones de amor siempre nuevos inesperados y aun contradictorios. La verdadera gratitud, como la esperanza de Gabriel Marcel, se dirige a lo que no depende de nosotros y, como dice en otro lugar el mismo filósofo y autor dramático, se puede agradecer sólo en primera persona del plural: dar gracias en nombre de todos, como acto que, de alguna manera, abraza a toda la comunidad humana, esto es, a todos los que comparten mi arriesgada aventura existencial. Fuera de este recinto tan humano y tan sagrado de la gratitud se persiguen sin cesar ilusiones y desilusiones, idealismos y materialismos frenéticos, codicias y mezquindades. Quien no vive agradecido o ha expulsado de sí el don de Dios, instalándose en la angustia, o no ha vislumbrado aún la divina belleza que se cela en su existencia, entonces es ciego y desdichado. De puro agradecido conserva el hombre consciente el don de su vida en su limpia integridad y desarrolla libremente sus capacidades: nada se le vuelve estéril, nada torcido le crece entre las manos. Todas las virtudes brotan de este humus modestísimo de la gratitud. Cada respiro es agradecimiento que se transforma en plegaria. ¿Quién conserva todavía en nuestros tiempos esta infatigable actitud agradecida? De los diez leprosos curados por Jesucristo uno sólo volvió sobre sus pasos para darle las gracias..., y «era un samaritano». Trillada historia: sólo los humildes, aunque pecadores, saben reconocer la generosidad del don recibido, y sólo ellos, por tanto, entran en el goce de la gratitud. Pedir e implorar es humano; pero ser agradecido en los buenos y en los malos tiempos es tan sólo propio de los mejores, de los realistas, de los más sanos y sensibles.