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Mundos Apocalípticos

Antología de relatos
Primera edición: noviembre 2017

© Los derechos de los textos e imágenes de esta antología pertenecen a sus


respectivos autores. Ninguno de ellos puede ser reproducido sin el
permiso expreso de su autor.

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Índice

Prefacio ..................................................................................................................4

Los Ángeles de la Era de Acuario


de M.T. Johnson .................................................................................................6

Girasoles de otro tiempo


de Maite V.M .....................................................................................................24

Cuando el apocalipsis no era el plan previsto


de Manuel Gris ................................................................................................39

Tres vidas en 2117


de Izel Hanifah .................................................................................................53

El monasterio de Uruk Mae


de Laura J. Freixinet ......................................................................................65

Alfa y Omega
de Mar Ferrer ....................................................................................................87

Un mundo más oscuro


de Patricia Macías ........................................................................................105

Metástasis
Celia Añó ...........................................................................................................117

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Prefacio

Tienes ante ti un conjunto de relatos con un tema concreto: el


apocalipsis. Esta aparente restricción no ha sido tal y ha inspirado a los
autores a crear historias de una imaginación desbordante. Así, entre otros,
tenemos apocalipsis medioambientales, apocalipsis rurales y apocalipsis
religiosos. Tenemos relatos que suceden antes, durante y después, y todo a
la vez. Tenemos apocalipsis inesperados y otros que se planean o se
esperan. Algunos son oscuros y en otros se vislumbra la esperanza, pero en
todos ellos se muestran las cualidades humanas ante las condiciones más
adversas.

Nuestra intención al realizar esta antología es dar a conocer escritores


noveles y darles la oportunidad de mostrar sus obras al público en un
formato lo más profesional posible. Para ello contactamos personalmente
a varios autores que sabíamos estaban empezando a abrirse camino en el
mundo literario. También quisimos dar la oportunidad a escritores que no
conocíamos, y para ello organizamos un concurso durante la primavera de
2017 del que se escogieron tres relatos.

Lo más importante, te queremos dar las gracias a ti. Gracias por


escoger este libro entre toda la marea de obras que se publican. Gracias por
escoger a nuestros autores. Gracias por atreverte con ellos. Esperamos y
deseamos que disfrutes con la lectura de todos y cada uno de los mundos
que hemos creado en estas páginas.

Y si nos permites, ya que nuestro objetivo es dar a conocer a nuevos


escritores, te invitamos a visitar sus webs y sus redes sociales. Síguelos,
amígalos, envíales comentarios y comparte tus opiniones sobre sus obras
en las redes.

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Nuestro más sincero agradecimiento a:

Jaume Gómez Muñoz


Jaume es diseñador gráfico y de sitios web, y ha sido quién ha
realizado la portada de esta antología.

Podéis encontrar más trabajos suyos en su web: www.1239d.com

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Los Ángeles de la Era de
Acuario
M.T. Johnson

En la sala de reuniones de la BBN&D, British Broadcasting News &


Docs, una cadena de informativos y documentales fundada en la red hace
dos años, una decena de personas miraban inquietos el televisor de
pantalla plana que tenían enfrente, pues ellos iban a ser los causantes de
que todo el país se sacudiera de rabia. El nerviosismo se palpaba en el
ambiente, y muchos eran los que buscaban la mirada de Alice, la
fundadora de la cadena, y de Max, el periodista que se había reunido en
secreto con el topo que le había pasado toda la información que estaban a
punto de emitir. Alice era una mujer madura que, a pesar de acercarse a los
sesenta años, gozaba de un atractivo hipnótico y un cuerpo atlético. Tenía
los ojos almendrados, unas gafas de montura granate y un bonito pelo
castaño que le caía por encima de los hombros. Vestía un conjunto de falda
y chaqueta marrón, una camisa blanca, unas medias semitransparentes de
color carne y unos zapatos negros de tacón. Estaba radiante, siempre
segura de sí misma. Sin embargo, Max, el periodista más importante de la
cadena, tenía una aspecto descuidado, con la camisa por fuera de los
pantalones, el rostro cansado y la mirada algo perdida, tanto como si se
hubiera pasado las dos últimas noches de juerga. Pero ni era un borracho
ni trasnochaba, tan solo que su salud se tambaleaba, aunque aún no
hubiera cumplido los treinta y cinco. El periodista apartó la mirada del
televisor y miró a través de la ventana del séptimo piso todos esos
paraguas que se movían por las calles de la City de Londres. La lluvia
siempre había calmado el espíritu de Max, que se sentía solo en aquel
mundo hipócrita y cruel que navegaba sin rumbo definido. Alice se acercó
a él.

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—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
—No he dormido muy bien —dijo Max, observando la lluvia que caía
sobre el asfalto.
—Sé que no es fácil para ti.
—Nunca pensé que alguien fuera capaz de hacer algo así —repuso él.
—Y hoy rendiremos cuentas con ellos, hoy vengaremos la muerte de
todos aquellos que murieron en el atentado de la BBC, entre ellos tu padre.
—No tengo deseos de venganza, Alice.
—Pero la tendremos. Te prometo que tarde o temprano daremos con
esos canallas. El Reino Unido se merece la verdad, y está noticia lo
cambiará todo. En toda mi vida como periodista nunca pensé que daría
con algo así.
Max puso la palma de su mano izquierda contra el frío cristal del
ventanal y se fijó en el cielo gris metálico, la lluvia, los paraguas y las calles
mojadas, y pensó que le gustaría tumbarse desnudo en el asfalto, para ver
si toda esa lluvia sería capaz de aliviarle la desolación que sentía. Presentía
que algo no iba bien, que la situación de la sociedad iría a peor.
—Toda esa gente de ahí fuera no sabe lo que se le viene encima. Las
calles del país se verán desbordadas por la indignación.
—Es lógico y deseable —dijo Alice—. Recuérdame que, cuando todo
esto acabe, tengo que invitar a ese topo a unas cervezas. ¿Cuándo has dicho
que volverá a contactar contigo?
Max suspiró, pues ya había contestado a esa pregunta en cuatro
ocasiones.
—Dijo que contactaría conmigo una vez hayamos emitido toda la
información... aunque no sé si volveré a verle. No creo que los servicios de
inteligencia se queden de brazos cruzados.
—Yo no me preocuparía por eso. El gobierno no sabe que operamos
desde un edificio de la City.
—Hasta que desencripten nuestra señal —dijo Max con pesar.
—Imposible —replicó ella—. Ese ejército de hackers y crackers nos
protegen, y están encantados de joderle la vida al Gran Hermano.
—Sí, claro, esos hackers... Tienen más tecnología informática que el
MI6 y la CIA juntos, por no mencionar el Mosad. ¿Nunca te has
preguntado cómo es posible que esos hackers aparecieran en el mismo
instante en el que fundaste la BBN&D?
—¿Temes que estemos siendo manipulados por una agencia de
inteligencia extranjera? —dijo Alice en tono sarcástico.
—Creo que ese topo tiene una relación muy estrecha con esos
hackers. Temo lo que está por venir —dijo el periodista, con la mirada
puesta en las calles de la City. La lluvia ahora caía con mucha intensidad—.

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Presiento que nuestro mundo se está deshaciendo. Nuestra forma de vida
no tiene salida.
—¿Max, hay algo más que te preocupe y que no me estás contando? —
preguntó Alice, con la ceja levantada.
—Hace 48 horas que no pruebo bocado y esos dolores estomacales
son cada vez peores.
—¿Ya has ido al médico que te dije? —se interesó Alice.
—Esperaba ir, pero...
—Ni peros ni peras. ¿A qué esperas?, ¿quieres acabar en urgencias? Y
tal y cómo están los servicios públicos, no te lo recomiendo. Visita a mi
amigo, y visítalo ya.
—Puede que tengas razón —aceptó Max.
—¿Y las jaquecas?, ¿las sigues sufriendo?
—Sí, y los sueños también; ahora los tengo cada noche.
—Esos sueños... —murmuró Alice—. ¿Has logrado descifrarlos?
—Ya te lo dije: no los comprendo... son... son como figuras
geométricas.
—¡Oh!, ¿no vas a convertirte en vidente o en profeta, no? —le
interrumpió Alice, con una sonrisa maliciosa.
—No te rías, por favor, y baja el volumen, joder, que nos van a oír.
En aquel instante, el televisor de la sala emitió un pitido y la pantalla
negra mostró una cuenta atrás de dos minutos. Alice y Max se volvieron de
inmediato, olvidando su conversación por un momento, mientras que
algunos de sus compañeros se santiguaban. Al lado de la sala de reuniones,
en una pequeña habitación con una veintena de televisores que mostraban
un montón de canales, el responsable de emitir la grabación, un chico muy
joven, de pelo revuelto, hizo una mueca de sorpresa al ver que todos los
canales importantes de televisión del Reino Unido, fueran públicos o
privados, se quedaban en negro y con la cuenta atrás.
—Dios mío —dijo el técnico, escupiendo el bolígrafo de la boca—.
¡Dios mío!
Salió de la sala de control, corrió por un pasillo y abrió de sopetón la
puerta de la sala de reuniones, ante el susto de todo el mundo.
—¡Alguien ha interrumpido la señal de todas las cadenas de televisión
y ha pinchado la nuestra!
—¡¿Cómo?! ¡¿Qué quieres decir?! —dijo Alice, sorprendida.
—¡La señal de la BBN&D se está transmitiendo por todas las cadenas
del país! ¡La BBC, la ITV, la Sky, todas las cadenas de televisión del Reino
Unido han sido hackeadas!
—¡Pero eso no es posible! ¡Para la emisión! —gritó Alice.
Alice, Max y el técnico corrieron hasta la sala de control y se

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quedaron petrificados al ver todos esos monitores en negro, con la cuenta
atrás. El técnico manipuló unos controles, pero nada cambió en las
pantallas.
—¡Para la emisión, te he dicho! —berreó Alice.
—Imposible —dijo el técnico—, alguien se ha hecho con el control de
nuestra emisión.
—¡Mierda, mierda, mierda! —gritó la fundadora de la BBN&D—.
¡Desconecta todos los sistemas, ahora!
—¡No! —intervino Max—. Espera, no. Quien haya hackeado los
sistemas seguro que tiene previsto nuestros movimientos y, aunque
desconectásemos nuestros sistemas, la señal seguiría emitiéndose.
—Oh, no —expresó el técnico, consultado su portátil—. Oh, no, no, no.
La señal salta de un servidor a otro y se está replicando como un virus. ¡No
puede ser! ¡Esto es inaudito! La señal acaba de entrar en Alemania y
Francia.
—¿Cómo? —dijo Max, mirando el portátil del técnico—. Es cierto. La
señal se comporta como un virus y se está expandiendo... por toda la
Unión Europea, Rusia y los Estados Unidos.
Alice golpeó la mesa del técnico con el puño.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Es imposible desactivar la señal —aseguró el técnico—. Esto es obra
de un genio informático. El informativo de la BBN&D se verá en todo el
mundo.
—¿En todo el mundo? —masculló Alice, mirando los televisores—. ¿Es
eso posible? Es una locura.
Por un momento, sus labios se curvaron hacia arriba, como los de una
niña traviesa.
—Nuestros índices de audiencia se dispararán hasta límites
insospechados... estamos en todas las cadenas de televisión...
—Yo no me sentiría tan satisfecho —aireó Max—. Alice, ya te advertí
que había gato encerrado con esos hackers. Ahora estamos en sus manos.
Max y Alice volvieron a la sala de reuniones justo en el momento en
el que finalizaba la cuenta atrás y aparecían las siglas BBN&D en el
televisor. Unos segundos después, Alfred Abrahams, el presentador ficticio
del noticiario, un holograma en tres dimensiones, pestañeó y se aclaró la
voz. Su mirada no distanciaba mucho de la de un ser humano.
—Buenas tardes. Soy Alfred Abrahams y este es un noticiario especial
de la BBN&D —El presentador holográfico hizo una pequeña pausa y luego
prosiguió.— Hace cinco años, las acciones del fondo de inversiones más
grande del Reino Unido, el Gate Market, se devaluaron un 90% en la Bolsa
de Londres, arruinando a cientos de miles de pequeños y medianos

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inversores en todo el mundo. Y dos años más tarde le siguieron las caídas
de los fondos de inversión Skybeans en la Bolsa de Nueva York, el Boden
Technologie, en Fráncfort, y el Tour, en París. Aquel fue el principio de un
derrumbe a escala global y el nacimiento de una nueva crisis mundial. Pero
ocupémonos de lo nuestro, ocupémonos del Gate Market. Las pérdidas
sufridas por la devaluación de sus acciones ascendieron a 200.000
millones de libras y el Fiscal del Estado ordenó inmediatamente investigar
lo sucedido, mientas las calles se llenaban de manifestantes que
reclamaban su dinero. Siempre se ha dicho que la justicia necesita su
tiempo, y eso no es una excusa, es una necesidad. Pero lo cierto es que, tras
cinco años de investigaciones, aún no ha habido ninguna respuesta, nadie
ha ido a prisión. ¿Pero qué política de inversiones siguió el fondo de
inversiones Gate Market para precipitarse al abismo? ¿Qué pasó con el
dinero de los pequeños y medianos inversores del Reino Unido? El
periodismo de investigación, tan torpedeado por las altas esferas, no puede
substituir a la justicia, pero sí ayudarla, y les advierto que lo que hemos
averiguado en la BBN&D tendrá consecuencias inmediatas. Lo que pasó
con el Gate Market no fue una caída producida por malas inversiones, sino
una operación controlada para robar todo ese dinero. La cúpula directiva
del Gate Market invirtió casi todo el dinero del fondo de inversiones en
miles de empresas pantalla que ellos mismos habían creado en paraísos
fiscales, y que les servirían para seguir moviendo todo ese capital
alrededor del mundo, hasta hacerlo desaparecer. ¿Adónde fue a parar todo
ese dinero? ¿Y por qué las autoridades no consiguieron encontrar a los
culpables? John Beckett, quien fuera director de los informativos de la BBC
One y presentador del mismo, entre los años 2018 y 2020, pidió a uno de
sus equipos que investigara el hundimiento del Gate Market. ¿Pero por qué
la BBC One nunca emitió el programa? Ahora les mostraremos la
conversación telefónica entre el director de informativos de la BBC One y
el presidente de la desaparecida Gate Market, el señor Loyd Trevor
Marshall, fechada el día 14 de febrero del 2031, a las 15h.

—John Beckett al habla —dijo el director y presentador de


informativos de la BBC One.
—Señor Beckett, soy Loyd Trevor.
—¡Ah!, el presidente del exiguo del Gate Market. ¡Qué honor más
inesperado! ¿En qué puedo ayudarle?
—Ha llegado a mis oídos que la BBC tiene un equipo de expertos
investigando la quiebra del Gate Market.
—Es cierto. Y me preguntaba cuándo iba a llamarme usted en
persona.

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—¿Hay algo de lo que debería preocuparme? — dijo Loyd.
—Bien, lo cierto es que, cómo usted sabrá, periodismo, política y
empresas nunca han sido compatibles, por lo que debo guardar secreto
profesional. Pero, usted y todos aquellos que llevan presionándome más de
un mes ya deberían saber eso.
—¿Está seguro que quiere seguir adelante con todo esto? Lo digo
porque hay mucha gente que se sentirá muy molesta.
—¿Podría darme nombres?
—Esto no es un juego de niños, señor Beckett.
—No pretendo que lo sea— dijo el director de informativos de la BBC
One.

El presentador holográfico de la BBN&D parpadeó notablemente,


como si fuera a desaparecer, pero nada de eso ocurrió.
—La segunda conversación que le vamos a ofrecer esta noche fue
grabada unos minutos después, desde el despacho presidencial del fondo
de inversiones, en la City de Londres. En ella, el presidente del Gate
Market, el señor Loyd Trevor Marshall, habla con alguien que aún no
hemos logrado identificar y que, según nuestros archivos e investigaciones,
no pertenece ni al MI6 ni al ejército británico.

Una cámara oculta en el despacho presidencial del Gate Market


enfocaba al presidente sentado a la mesa de trabajo, donde se
amontonaban dossieres, carpetas de todos los tamaños, marcos de fotos y
tres teléfonos de estética ochentera; uno blanco, otro rojo y un tercero de
color negro. El presidente, de cabello blanco, traje gris y corbata roja, se
levantó de la silla, descolgó el teléfono negro y luego marcó una secuencia
de números.
—No ha querido escucharme —dijo el presidente—, y si toda esa
información es liberada... todo se vendrá abajo.
—Usted deme la orden —contestó una voz ronca.
—¿Y luego?
—Los artificieros de la policía confirmarán pocas horas después que
ha sido un atentado terrorista, un ataque a nuestra democracia.
El presidente dio un largo suspiro.
—No quiero errores. Hágalo hoy mismo, antes de las 20h.

El presentador holográfico arrugó la frente.


—¿Y qué es lo que tenía que hacerse antes de las 20h? Las secuencias
que les mostraremos fueron grabadas por una cámara de vigilancia el
mismo día en que se grabaron las conversaciones telefónicas. Les advierto

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que el siguiente documento puede herir su sensibilidad.

La sede de la British Broadcast Corporation en Londres, un bonito


edificio de arquitectura Art Deco, estallaba desde dentro hacia afuera, con
una deflagración tan potente que rompía los cristales de los edificios
colindantes.

En ese instante, la gente que veía la BBN&D, estuviera en casa o en


cualquier pub, no apartaba los ojos del televisor. Algunos se llevaban las
manos a la boca, como si aquello que veían no pudiera ser verdad, y otros
permanecían paralizados, incrédulos, confundidos, perturbados. Hubo
desmayos y lágrimas; la conmoción era total. En la sala de reuniones de la
BBN&D, Alice gritó como si estuviera poseída.
—¡La justicia se os va a comer, cabrones!
Los demás también gritaron eufóricos, aunque guardaron
inmediatamente silencio cuando recordaron que el director y presentador
de informativos de la BBC One había sido el padre de Max.
—Sé que no es fácil ver esas imágenes —dijo Alice, tratando de
consolarlo.
—No es nada, gracias —dijo él.

—Sé lo que usted se está preguntando ahora mismo, allí dónde esté —
dijo el presentador del noticiario—. ¿Es posible que el presidente del Gate
Market diera la orden de atentar contra el edificio de la BBC One? ¿Y por
qué iba a hacer eso? ¿Qué secreto trataba de ocultar? Los periodistas de la
BBN&D han estado trabajando muy duramente para sacar este documento
exclusivo que destapa los mayores horrores que nuestra élite financiera ha
prolongado durante estos últimos cuatro años —Alfred Abrahams hizo una
breve pausa—. ¿Adónde fueron a parar esos 200.000 millones de libras del
Gate Market? ¿Qué tenía la BBC One en sus manos para que tuviera tan
aciago destino? En el siguiente vídeo, fechado el día 2 de abril, dos meses
después del atentado contra la sede de la British Broadcast Corporation en
Londres, el señor Adam Donaldson, el vicepresidente del Gate Market,
chantajeó al Fiscal General del Estado, el señor Lawrence Fisher, para que
torpedeara la investigación. Aquí tienen el vídeo.

En un despacho acristalado que mostraba las vistas de la City, había


dos personas sentadas a la mesa. El Fiscal del Estado tenía un pronunciado
barrigón y el vicepresidente, que vestía un traje carísimo, parecía
demasiado joven para un cargo tan importante y elevado.
—Estoy preocupado por su actitud —decía el vicepresidente del Gate

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Market.
—¿Está preocupado? —preguntó el Fiscal General del Estado—.
Debería preocuparle mucho más que el dinero del Gate Market, después
de haber pasado por más de un millar de empresas falsas, haya ido a parar
a otro fondo de inversiones que está depositando todo el dinero en
acciones de la UKPSA.
—¿Es una acusación formal? —preguntó el vicepresidente con ironía.
—No aún, pero pronto se podrá demostrar.
—¿No quiere salvar a su familia? ¿Acaso no quiere cumplir con
nuestro pacto?
—Quiero que mi familia se salve, pero...
—Entonces entorpezca la investigación —dijo el vicepresidente—.
Ponga palos en la rueda. ¿Quién le molesta?
—Por Dios, aquí no hay nombres individuales. Es todo un
departamento el que está investigando.
—No me lo creo —dijo el vicepresidente—. Siempre hay nombres,
siempre hay cabezas de departamentos, siempre hay jueces. Deme
nombres y el resto lo haremos nosotros. Aguante. La UKPSA necesita dos
años más para acabar las instalaciones, y pasado ese tiempo, no habrá
nada más que ocultar.
—¿Y si me niego a colaborar?
—¿Quiere tentar a la suerte? Si revela nuestro secreto, piense que le
retiraremos la plaza que usted tiene reservada y toda su familia morirá.
Escriba en esta hoja los nombres de aquellas personas que piense que son
incómodas o que podrían darnos problemas en un futuro. Incluya los
nombres de los jueces y el de los agentes de la unidad de delitos fiscales.

Terminado el vídeo, el presentador holográfico dijo: —¿Por qué la


compañía de fondos de inversión Gate Market robó todo el dinero de sus
inversores para acabar entregándoselo a la UKPSA, una empresa privada
que se dedica por entero a la exploración espacial, construcción de
satélites y cohetes? ¿Y para qué? ¿Qué instalaciones ha construido o está
construyendo la UKPSA? Durante los meses que precedieron a esa
reunión, fiscales y agentes pertenecientes a la unidad de delitos fiscales se
dieron de baja sin dar explicaciones, y aquí, en la BBN&D, tenemos todos
los documentos en audio y vídeo que desenredan una trama de chantajes y
asesinatos que llegó hasta Westminster, con la muerte del Ministro de
Defensa.

En aquel instante, Max se sintió mareado y le vino una arcada. Se


apoyó en el cristal y trató de no caerse. Respiró profundamente, pero

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pronto salió corriendo de la sala y, sin que nadie pudiera detenerle,
atravesó el pasillo y se metió en el lavabo. Sin tiempo a echar el cerrojo a la
puerta, levantó la tapa del váter y vomitó con los ojos cerrados. Tosió y
volvió a vomitar tras sentir más nauseas. Alguien golpeó la puerta.
—¿Max, estás bien? —preguntó Alice.
—No me encuentro muy bien —contestó él.
—Voy a entrar.
—No, no, dame un minuto.
Max abrió los ojos, para tirar de la cadena, cuando vio que en el váter
había una masa negra y viscosa.
—Mierda —susurró—, otra vez no.
Hacía dos días que vomitaba esa sustancia negra. ¿Había sido
envenenado por algún asesino pagado por la excúpula directiva del Gate
Market?, pensó. Tiró de la cadena y se miró en el espejo. Tenía la catadura
tan blanca como la nieve; su rostro se deformaba y se difuminaba, como si
fuera la consecuencia de haber ingerido LSD. Dejó correr el agua del grifo
unos segundos y se enjuagó la boca, escupiendo cada dos por tres ese
líquido negro. Se mojó la cara y se secó con una toalla.
—¡Max, por Dios, voy a entrar! —gritó Alice.
Pero Alice no tuvo que insistir más y Max salió del lavabo.
—¡Estás blanco! —dijo ella.
—Me voy a casa, no me encuentro bien. Sé que hoy es un gran día
para la cadena, pero sólo quiero tumbarme en la cama.
—¿Quieres que te acompañe?—se ofreció Alice.
—No. Tú tienes que quedarte aquí para dirigir la BBN&D.
—Puedo pedirle a alguien que te acompañe.
—No hace falta, gracias. Cogeré un taxi.
—Está bien, como quieras. Si necesitas algo, házmelo saber.

Alice acompañó a Max hasta el recibidor, una sala blanca que


imposibilitaba que las ondas wifi entraran o salieran, evitando así el
espionaje remoto, y Max cogió su móvil del cajón de un armario.
—Ya te llamaré —dijo él.
—Deberías ver a ese doctor que te digo, ¿entendido?
Max sacudió la cabeza y abrió la puerta que daba rellano, cerrándola
tras él. Apretó el botón del ascensor y esperó con un terrible dolor de
cabeza. Bajó a la planta baja y salió del edificio.
La calle estaba desierta y llovía a cantaros. No había gente, ni coches,
ni taxis a la vista. Max, que había olvidado el paraguas en la sala de
reuniones, se tambaleó bajo la lluvia y cruzó la calle sin mirar, sin prestar
atención a la furgoneta negra que iba en su dirección. Ésta frenó a su lado,

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y de su interior salieron varios tipos con la cabeza cubierta por
pasamontañas negros que le taparon la cabeza con una bolsa blanca antes
de meterlo en el vehículo. Todo sucedió muy rápido y sin testigos
presenciales.
—Arranca, arranca —pudo oír Max, que no gritó, pues estaba tan
mareado que apenas podía concentrarse en respirar a través de la bolsa.
Alguien le arrebató el móvil del bolsillo de la chaqueta y lo metió
dentro de una caja negra que aislaba las ondas wifi, mientras otro hombre
le pasaba un escáner por todo el cuerpo.
—Está limpio, no lleva más dispositivos.
—Está bien —dijo uno de los secuestradores, que luego añadió: —
¿Cuál es tu motivo para dejar las oficinas de la BBN&D?
—Se ha equivocado de persona. Yo trabajo para una consultora —dijo
Max.
—Sí, y esa consultora encubre todas las actividades de la BBN&D. ¿No
era tu padre el director de informativos de la BBC One? Sabemos quién
eres y todo lo que has estado haciendo. Tu reportaje está causando un
verdadero quebradero de cabeza al gobierno.
—¿Yo no sé nada de reportajes? —dijo Max, con tanto mareo que su
entonación pareció desvanecerse.
—¿Sabes que la retransmisión del noticiario está siendo visto por
millones de personas en todo el mundo? Dime quién es el topo que te pasó
la información y te dejaré libre.
—Ya le he dicho que no sé de qué me habla.
—¿Y esos hackers? ¿Acaso tampoco sabes quién ha pinchado la señal
de la BBN&D?
Max permaneció unos instantes en silencio y dijo: —¿Van a tirarme al
Támesis o van a pegarme un tiro en la cabeza?
—Nada de eso —contestó el hombre—. Mi jefe te quiere vivo, pero
hasta que lleguemos a nuestro destino, te quiero dormido.
Y así fue como le inyectaron un sedante de efecto inmediato. Max
despertó unas horas después en la cama de una habitación blanca sin
ventanas, con un fuerte olor a rosas y un televisor colgado de la pared.
¿Estaba en un hospital? Cuando se incorporó, la puerta se abrió y un
hombre que rondaría los sesenta años, vestido con un traje militar verde,
una boina roja, una pistola en la cartuchera y una radio colgada del pecho,
le sonrió.
—¿Se encuentra mejor?
—¡¿Dónde estoy?!,¡¿quién es usted?! —dijo Max, llevándose la mano a
la cabeza al sentir una ligera punzada.
—Cálmese. Nos asustamos al ver que abandonaba la BBN&D en el

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momento en el que se emitía el reportaje, y... bien, no tuvimos más remedio
que...
—¿Secuestrarme?
—¿Disculpe los modales de mis hombres?
—¿Sus hombres? ¿Cuánto tiempo he dormido?
—Cuatro horas —dijo el hombre de la boina roja—. Mi nombre es
Eddy Miller, pero llámeme Ed. Fui el máximo responsable del MI6 hace
dos años.
—¿El MI6? —dijo Max, levantándose de la cama.
—Yo y mis compañeros decidimos salirnos de la agencia. Nosotros le
mandamos al topo. —Ed tenía un tono de voz muy agradable pero
contundente. —¿Me acompaña?, quisiera presentarle a alguien.
—Así que no van a matarme?
—¡Claro que no! —rió Ed—. ¿Cómo íbamos a matar a uno de nuestros
colaboradores más estrechos? Sígame, por favor.
Ambos salieron de la habitación y Max se hizo a un lado, asustado, al
toparse con dos militares de boina roja y traje verde, armados con
metralletas.
—No se preocupe por ellos. Son ex agentes del MI6. Están aquí por la
seguridad de las instalaciones.
Max quiso preguntar, pero prefirió callar por el momento. Siguió a Ed
por un pasadizo que le recordaba al de un hospital, con puertas a ambos
lados y fluorescentes en el techo. Tras pasar por una puerta, se sorprendió
al ver que aquellas instalaciones estaban llenas de ex agentes del MI6
trajinando cajas arriba y abajo, que iban metiendo en habitaciones sin
ventanas. Pero también había electricistas y muchos otros técnicos
ultimando la instalación.
—¿Estamos bajo tierra? —preguntó Max.
—Muy listo —dijo Ed—. A pocos kilómetros de Londres. Esperamos
terminar este hospital en pocos días y tenemos previsto abrir más por toda
la ciudad, aunque espero que estén por encima de nuestras cabezas.
—Qué demonios está pasando...
—Me gustaría contestarle, pero yo no estoy autorizado a hacerlo. Mi
tarea es protegerle a usted y a la BBN&D, con todos sus integrantes,
obviamente, al tiempo que superviso la actividad del topo y me encargo de
esta y otras instalaciones subterráneas en Inglaterra.
—¿Otras instalaciones?
—Por supuesto, las hay en todas las grandes ciudades del Reino
Unido, con personal médico y logístico.
—Para qué... ¿Para quién trabaja usted?
—La doctora Emmy Griffin contestará sus preguntas y cuando

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termine, le acompañaremos de vuelta a la BBN&D para que prepare el
siguiente noticiario. Apenas nos queda tiempo.
Esa última frase se grabó a fuego en la cabeza de Max. ¿Qué quería
decir Ed con que apenas quedaba tiempo? ¿Y cuál era la siguiente
información que debía emitir la BBN&D? Lo que fuera que estuviera
pasando era algo muy gordo.
—¿Doctora en qué...? —dijo Max.
—En genética y matemáticas, un cielo de mujer. Algo rara, pero ya
sabe qué pasa con esos genios.
Entraron en un estudio muy grande, con pizarras garabateadas con
centenares de fórmulas matemáticas. Allí había una mujer con bata blanca
y pelo rubio que escribía algo en la parte inferior de una de las pizarras.
—Disculpe que la interrumpa, doctora Emmy —dijo el ex agente del
MI6—. Tenemos una visita.
La doctora dejó la tiza en una mesa y se sacudió las manos sin dejar
de mirar la pizarra.
—¿Doctora?
—Sí, le oigo, Ed —dijo volviéndose hacia ellos.
—Le presento a Max Beckett.
—¡Ah, por fin! Hace tiempo que le espero —dijo ella, estrechándole la
mano al invitado.
Ante la mueca de sorpresa de Max, la doctora dijo: —Todavía no sabe
lo que hace aquí, ¿verdad?
—Sinceramente... esperaba que alguien contestara esa pregunta por
mí.
—Pues deje que le explique —dijo la doctora, echándole una mirada
cruda al ex agente del MI6—. Usted será quien anuncie el fin del mundo.
Max pareció confundido.
—¿Qué clase de broma es esta?—preguntó Max, mirando a la doctora
y al ex agente del MI6, quien permaneció frío como un témpano ante
aquella revelación.
—No es ninguna broma —dijo ella—. Sé que le será muy difícil encajar
todo lo que le voy a contar. Pero vayamos por partes. En 1964, dos jóvenes
astrónomos, Arno Allan Penzias y Robert Woodore Wilson, detectaron
accidentalmente un ruido en la atmósfera. Acababan de descubrir el rastro
de la radiación cósmica dejada por el Big Bang. Ya sabe, la explosión que
dio origen al universo. Ganaron el Premio Nobel en 1978 y abrieron la
puerta a importantes hallazgos en la cosmología moderna. Fueron muchos
los científicos que se volcaron en ese descubrimiento, entre los que
destacaba Larry Griffin, mi padre, un matemático incansable y brillante
que, tras estudiar la radiación cósmica durante años, publicó un artículo

17
llamado El Lenguaje de Dios. En él aseguraba que la radiación cósmica
producida por el Big Bang contenía algún tipo de información algorítmica,
y que si alguien lograba descifrarlo, daría con los secretos de la creación de
todo el universo. La reacción de la comunidad científica fue furibunda y
tacharon a mi padre de loco. El asunto fue tan grave que la universidad le
retiró los fondos y sus investigaciones fueron rechazadas por todos sus
antiguos colegas de universidad. Arruinado como estaba, mi padre, sin
embargo, no se rindió y emigró a Inglaterra para empezar de nuevo. Pudo
hacerse con una plaza de profesor de matemáticas en una escuela de
secundaria y siguió trabajando en secreto hasta el día de su muerte, ahora
hará diez años.
» Yo no conocía esa parte tan triste de la vida de mi padre, hasta que
hace ocho años, durante mis vacaciones, recibí una llamada un tanto
extraña por parte de una astrónoma y matemática llamada Rachel Carter,
quien me pedía que le hiciera una copia del proyecto El Lenguaje de Dios.
Yo me quedé perpleja y le dije que no sabía de lo que me estaba hablando.
Entonces, Rachel me contó acerca de lo que mi padre había escrito en una
revista de ciencia, y estaba segura de que existía un documento o proyecto
no publicado que rondaría por algún lado, tal vez en alguna estantería o en
una caja fuerte. Ante su insistencia, le prometí a Rachel que buscaría ese
documento y, tan pronto como colgué la llamada, me dirigí a casa de mi
padre y rebusqué entre los archivos de su despacho. Es curioso, encontré el
proyecto El Lenguaje de Dios y comencé a leerlo. Un nombre algo
pretencioso, ¿no cree, señor Max? Lo cierto es que era una lectura
fascinante. ¿Era un loco mi padre? No lo creo. Soy doctorada en
matemáticas y en genética, y lo que tenía en frente de mis narices eran
páginas y páginas escritas en lenguaje matemático: una amalgama de
fórmulas, geometrías, logaritmos y fractales que hablan de la composición
de gases, el comportamiento de la gravedad, el movimiento de los cuerpos
celestes y otros muchos temas controvertidos, como los agujeros negros o
el propio nacimiento del universo. Llamé a Rachel y le dije que le haría una
copia y se la entregaría por correo, pero ella se negó. Cogió un avión y vino
a recoger la copia en persona. Charlamos sobre el trabajo de mi padre, y
Rachel me dijo que la UKPSA, una agencia privada aeroespacial del Reino
Unido, la había contratado para analizar una señal procedente del agujero
negro de la Vía Láctea que se expandía por toda la galaxia y que llegaría al
sistema solar dentro de unos años. Y para ese análisis, la UKPSA le insistió
a Rachel que usara los estudios del doctor Larry Griffin. Como ya he dicho,
El Lenguaje de Dios me pareció fascinante, y le ofrecí mis conocimientos a
Rachel; le propuse que se quedara en casa de mi padre para que
pudiésemos trabajar juntas durante aquel mes.

18
» Rachel puso un USB en el ordenador y escuché el sonido
escalofriante que producía la onda emitida por el agujero negro de nuestra
galaxia. Pasamos la señal por un software que descomprime cualquier
señal de onda y usamos varios programas de cálculo que nos permitieron
introducir las fórmulas matemáticas que había desarrollado mi padre... y...
¡voilà! Aquello contenía más datos que todas las sinfonías de Beethoven. Y
todos esos datos nos sugerían figuras geométricas, así que los pasamos por
otro software y aparecieron muchísimas imágenes, concretamente
fractales, billones de fractales, cada uno de ellos compuestos por millones
de figuras geométricas coloreadas. Necesité de más de una decena de
discos duros para almacenarlos. Pero, ¿qué significaban?¿Por dónde
comenzar a estudiarlos? Yo ya había visto esos fractales en algún sitio,
quizás en la universidad o en el trabajo. Lo cierto es que tuve una
corazonada, pero para llevarla a cabo iba a necesitar un superordenador.
Rachel hizo los trámites para acceder a uno de los ordenadores de la
UKPSA, y dos días después visitamos una de las instalaciones tecnológicas
más modernas del mundo. Introducimos todas las imágenes en un
superordenador y comparamos todo ese material con un fractal común de
ADN humano —La doctora Emmy sacudió la cabeza—. El resultado fue
positivo en parte. El superordenador encontró que uno de los fractales
tenía similitudes con el fractal de ADN humano, pero también había
algunas diferencias sustanciales. También cotejamos el ADN de gran parte
de la vida animal y vegetal, y esta prueba nos desconcertó. Mientras los
fractales de vida vegetal dieron todos positivo, no encontramos ningún
ADN animal en la comparativa. Hicimos un informe y Rachel entregó los
resultados a la UKPSA. Con el proyecto terminado, Rachel y yo nos
despedimos. Ya no fue hasta pasados dos años, cuando, estudiando
muestras de ADN de personas que tenían enfermedades raras, vi que uno
de esos ADN tenía algunos cambios extraños en su estructura. Convertí la
imagen de ese ADN a fractal, y lo que observé en aquel instante me
encogió el corazón. Llamé a Rachel y le mandé el fractal por email.
—Y el pánico cundió en la UKPSA —dijo el ex agente del MI6,
interrumpiendo a la doctora Emmy Griffin—. El descubrimiento de
nuestra doctora en genética planteaba una cuestión terrorífica. ¿Por qué
una persona con una enfermedad rara tenía un ADN casi igual al fractal
emitido por la señal del agujero negro de nuestra galaxia, mientras que el
ADN del resto de humanos era distinto? Un grupo de paramilitares
pagados por la UKPSA se hizo con el sujeto enfermo y le practicaron
numerosas pruebas médicas. Encontraron que el paciente tenía un
estómago incapaz de digerir carne y un cerebro que había sufrido cambios
neurológicos importantes... yo diría que dramáticos. Dicho de otra manera,

19
según la biología, aquel paciente no era del todo un humano.
—¿No era del todo humano? —preguntó Max, desconcertado.
—El estudio biológico era muy claro —Ed suspiró—. Ese grupo
paramilitar se las apañó para inmiscuirse en las bases de datos de los
hospitales y localizar a pacientes que presentaran o padeciesen alguna
enfermedad rara. Los raptaron y comenzaron a hacerles todo tipo de
experimentos, operaciones que todavía, a día de hoy, me repugnan.
—¿Y no intervino el ejército?
—Cuando el Ministro de Defensa detectó que había un grupo
paramilitar actuando, intentó desarticularlo y fue asesinado, por lo que
pensamos que parte del MI6 o algún otro grupo secreto se había
involucrado. El asunto era tan sórdido que más de la mitad del MI6 desertó
y se organizó clandestinamente. Se nos unieron genetistas, neurólogos,
cirujanos y médicos en general, y muchos militares contactaron con
nosotros por vías secretas, con tal de montar un amplio dispositivo que
diera a la gente los servicios paliativos necesarios para una muerte digna.
—¿La muerte?
—Para ser más precisos, la extinción de todos aquellos que no sean
capaces de adaptarse a la evolución de nuestra galaxia —Ed tomó aire—.
Dentro de dos años, la onda de energía proveniente del agujero de nuestra
galaxia llegará a nuestra sistema solar, y nuestro sol se desestabilizará por
un tiempo indeterminado y nos lanzará un gran número de eyecciones de
masa coronal. Satélites y centrales eléctricas se quemarán. Los
electrodomésticos, móviles e Internet serán inútiles. Por suerte, tenemos
generadores magnéticos, algo que la gente nunca ha visto, y éstos se
pondrán en marcha cuando haya pasado lo peor.
Max sintió que sus piernas desfallecían. ¿Era posible que aquello que
le estaban contando fuera verdad? ¿Podría estar toda la humanidad en
jaque?
—¿Y la gente?¿Qué le ocurrirá a la gente?
—Según la doctora Emmy, cuando la onda impacte contra la tierra, el
ADN de aquellos que no hayan cambiado empezará a pudrirse, o bien
podríamos volvernos locos y matarnos entre nosotros. Quién sabe lo qué
pasará. Todo son teorías, nunca nos hemos enfrentado a nada igual.
Max estaba consternado, y durante unos segundos intentó asimilar
toda esa información.
—¿Y si lo saben tan bien, por qué yo? —dijo Max—. ¿Por qué me han
elegido para dar esta noticia?
—Cuando tuvimos suficientes pruebas materiales de las actividades
de la UKPSA, contactamos con el periodista más respetado del Reino
Unido, y quizás uno de los más honrosos y valientes que ha tenido jamás el

20
mundo: tu padre. Queríamos que todo saliera a la luz, pero algo salió mal.
Hubo una filtración y tu padre y ochocientas personas murieron en el
atentado de la BBC One. Y todo fue por nuestro descuido. Lo siento
mucho.
—¿Quieren que aproveche la fama de mi padre para anunciar el fin
del mundo? —susurró Max.
—Su padre fue un periodista brillante y usted también lo será.
Max se apoyó en la mesa y se llevó la mano a la cabeza, con la mirada
atenta de Emmy y Ed sobre él.
—¿Qué tiene que ver el documental que hemos estado emitiendo la
BBN&D con lo que usted me cuenta?
—Por consejo de un grupo de científico, la UKPSA comenzó a
construir una base en la Antártida, con tecnología espacial anti radiación,
junto a otras bases: americanas, rusas, alemanas, francesas... da igual de
dónde sean. Y como para financiar ese proyecto, iban a necesitar
muchísimo dinero, contactaron con el Gate Market y otros fondos de
inversión, con los cuales ya tenían tratos.
—La Antártida...
—Un continente al que es imposible acceder por parte de la
población. Allí tienen una base bajo tierra, del tamaño de cien campos de
fútbol, con invernaderos, granjas y una central de fusión fría. Unas
instalaciones preparadas para abastecer a los supervivientes por varios
siglos. Casi toda la élite mundial tiene un billete de ida a esas instalaciones.
Hay muchísima gente involucrada, y tenemos todas las pruebas, incluido
un vídeo de esa megaestructura. ¡Creen que pueden salvarse! ¡Qué
arrogancia!, ¡qué estúpidos son! Pero no quiero aburrirte con esos detalles
que harían adormecer a cualquiera.
A Max le temblaban tanto las piernas que la doctora y el ex agente
tuvieron que sujetarlo antes de que se cayera al suelo.
—¿No se encuentra bien? —preguntó la doctora.
—Estoy mareado —contestó él.
Ed le dedicó una mirada a Emmy.
—¿Hará los honores, doctora?
—Por supuesto —dijo ella.
Salieron del estudio con Max a cuestas. Lo llevaron por un pasillo de
ladrillo rojizo que se alargaba hasta el infinito; posiblemente fuera una
construcción subterránea romana. Max estaba a punto de desfallecer,
cuando de repente su mente se llenó de extrañas figuras geométricas y
voces.
—Tenemos visita —dijo la voz de una niña.
Max la buscó con los ojos, y aunque no la viera, la oía a su alrededor.

21
Pronto oyó muchas más voces y se sintió rodeado por presencias, e incluso
notó que alguien le acariciaba la mejilla, pero allí no había nadie aparte de
él, la doctora y el ex agente.
—¿Quién hay aquí? —preguntó Max, pensando que perdía la cabeza.
—¿Los oyes? —preguntó Emmy.
—Sí, claro que los oigo —alcanzó a decir con esfuerzo—. ¿Pero por qué
me pregunta eso?
Emmy le sonrió.
—Porque nosotros no los oímos. Esa gente se encuentra a más de
cuarenta metros de aquí.
Max empezó a llorar como un crío.
—¿Los sientes en tu cabeza? —dijo el ex agente—. La telepatía entre
iguales se manifiesta en el segundo estado de la mutación, cuando el sujeto
empieza a expulsar por la boca parte del estómago que no va a necesitar
más. ¿Me equivoco si digo que ya has sufrido vómitos negros?
—No quiero que el mundo desaparezca —dijo Max entre sollozos,
pero pronto los cantos en su cabeza fueron arropándolo, apaciguándolo.
La doctora y el ex agente bajaron a Max al suelo, y de una de las
puertas del pasillo salieron una docena de personas: algunas de ellas
corrían, sobre todo los más pequeños, pero había otras que andaban
pausadamente. Los niños y las niñas se abrazaron a Max, mientras que los
adultos prefirieron usar la telepatía para mandarle mensajes de
hermandad y esperanza. Por extraño que parezca, Max sintió una fuerza
que nacía dentro de él, una energía completamente desconocida que le
producía una fuerte sensación de euforia. Su mente estaba siendo ayudada
por sus iguales, y la sensación le pareció sublime. Se levantó por su propio
pie y vio que detrás de toda esa gente había una cara que le era
completamente conocida. En un principio pensó que se equivocaba, pero
cuando lo tuvo delante, supo que toda aquella historia que le había contado
la doctora y el ex agente era verdad. Aquel individuo, aquel que tenía
enfrente, era el único heredero vivo de la corona británica: el Rey de
Inglaterra.
—Mi majestad... —dijo Max.
—Sé lo que estás pensando —dijo el monarca—, pero yo no soy como
tú o como ellos. Yo no voy a sobrevivir. Sin embargo, el deseo de mi madre
siempre fue que la corona estuviera comprometida con su pueblo, y es por
eso que toda la fortuna de mi familia servirá para ayudar a la población,
sean de donde sean, tengan el credo que tengan.
En aquel momento, la radio del ex agente pitó.
—Ed al habla.
—Señor, las revueltas ya han empezado. Londres, Liverpool,

22
Manchester, Glasgow y Edimburgo se encuentran en alerta policial.
Ed miró al rey y éste asintió la cabeza.
—Active la operación captura —dijo el ex agente.
—Sí, señor.
Tras finalizar la conversación por radio, Ed sintonizó un nuevo canal
en la radio.
—Alice, ¿me oyes?
—Claro y alto —dijo la directora de la cadena BBN&D.
—Emite el mensaje del rey.
—Cuenta atrás en marcha. Emitiendo en un minuto.
—Te quiero —dijo él.
—Y yo a ti.
Max no podía creer que la directora de la BBN&D, aquella con la que
había estado trabajando durante los dos últimos años, estuviera en el ajo.
—¿Alice?
—Mi mujer, ex miembro del MI6.
—Qué otras sorpresas tiene para hoy... —susurró Max.
—Esta misma noche impondremos la ley marcial y nuestras tropas
que están en el extranjero volverá al Reino Unido para que estén al lado de
sus familias. Por otro lado, nuestras fuerzas especiales se infiltraran en las
instalaciones de la Antártida, donde hay algunas personas secuestradas
que siguen sufriendo experimentos genéticos. Mañana.... tú darás la
noticia.
—¿Anunciar el fin del mundo? Aunque mi padre fuera el periodista
más respetado del país, nadie va a creerme.
—Le creerán —dijo el rey— Yo estaré a su lado, yo le ayudaré a dar la
noticia.

Puedes contactar con M.T. Johnson en:


Mail: marctaylorjohnson@gmail.com

23
Girasoles de otro tiempo
Maite V. M.

«A mi yaya Teresa,
mi inspiración, mi refugio.»

«El espacio y el tiempo son formas suyas,


son instrumentos mágicos del alma,
y cuando ésta se apague,
se apagarán con ella
el espacio, el tiempo y la muerte.»
Jorge Luís Borges

En el mes de marzo el aroma de los almendros envolvía todo el


pueblo de Hayafonte. Como el resto de días, desde que se jubilara de su
trabajo de maestro, don Manuel Docasar se guardó en la faltriquera la
bolsa de tela del pan, colocó el libro “El Espejo de la Muerte” en el bolsillo
izquierdo de la chaqueta, se nubló la frente con su sombrero Borsalino y
miró su reloj de cuerda y emprendió camino hacia el horno.
Hayafonte, un pueblecito retraído en plena estepa manchega, estaba
inmerso en la tierra, los campos, los viñedos y el trigo con un legado igual
de significativo que cualquiera de sus convecinos pueblos. Escoltado por
las sobrias y adustas casas de piedra y cal, andaba don Manuel con ánimo
tranquilo y un tanto distraído por el camino más directo cuando, después
de medio trayecto, con los zapatos enfundados en una fina capa de polvo,
una algarabía lo sacó de sus habituales reflexiones. Don Manuel giró a la
derecha y atravesó el pretil hasta detenerse en la entrada de la plaza del
pueblo. Se acercó con prudencia hasta donde el grupo de vecinos se

24
arremolinaban.
Algunas mujeres se estremecían tapándose el rostro con las manos y
otras se abanicaban de forma animosa, algunos hombres se frotaban la
cabeza meneando la boina al ritmo de la mano mientras el resto estaban
quietos como figuras de cera con las manos cruzadas tras la espalda.
Intentando hacerse un hueco, el maestro se escurrió entre sus convecinos y
se quedó mirando fijamente hacia dónde el resto dirigía alguna parte del
cuerpo: los ojos estupefactos, las manos abiertas como un pan y los brazos
igual que dos señales de tráfico. En el punto exacto donde se cruzaban
todas las extremidades humanas un agujero del tamaño de una pelota de
fútbol se abría en el suelo. Llamaba la atención por su perfección, sin
fisuras, como si hubiese sido trazado con un compás, y porque además
desprendía una honda oscuridad y, de vez en cuando, surgía un destello
fulgurante que dejaba escapar una burbuja compacta y cristalina.
Todos presentaban teorías: si sería un socavón hecho por el tractor de
Cipriano, el más grande del pueblo; si quizás podría ser un terremoto
nocturno que nadie hubiese notado; si sería cosa del Señor que venía a
castigarles por todos sus pecados (versión que levantaba más voces
lacrimógenas) o sería cosa de la vieja farola que coronaba la plaza, porque
el agujero se abría a unos quince centímetros de su base. Pero nada de esas
explicaciones acertaba a ser un argumento factible que les dejara el ánimo
tranquilo ante un acontecimiento tan insólito y singular.
En el momento en el que uno de los asistentes había tomado la
palabra y estaba siendo el centro de atención, apareció, con andar inquieto
y mirada perspicaz el cuerpo menudo de Eladio, el alcalde, y junto a él tres
guardia civiles del pueblo de al lado pedían orden y calma.
—Déjenme pasar. Háganme el favor —dijo el alcalde— ¿Qué disparate
me ha contado la Leandra de un boquete en el suelo que se está tragando
hasta las piedras?
Mientras los demás se atropellaban para contestar, don Manuel se
quedó a la espera observando la situación, intentando descifrar el nuevo
enigma que había surgido en el pueblo. Cada uno exponía su opinión,
algunos aderezaban de dramatismo el suceso y otros le quitaban
importancia, pero todos coincidían en que el hecho era realmente
sorprendente. Poco a poco, en la plaza fueron congregándose tantos
vecinos que el alcalde tuvo que echar mano de los jóvenes guardia civiles
para calmar la algarabía.
Las campanas de la Iglesia tocaron a misa pero ningún aldeano se
movió de la plaza. Todos seguían asombrados y estupefactos, a partes
iguales, ante un suceso tan desconcertante. La campana siguió con su
repiqueteo, y después de una agotadora batalla dialéctica el alcalde terció y

25
optó por tapar el agujero con bocanadas de arena. El alguacil avisó a
Nicolás, el de la Fragua, que tenía a las afueras del pueblo, en la zona
llamada El Imposible, una explanada con arena para las corridas de toros.
La trajeron y la dejaron junto al agujero y con una pala la fueron echando
dentro. Asomados, vieron como dentro del orificio los diminutos granos de
arena quedaban suspendidos en el aire y se desplazaban en el pequeño
espacio con un movimiento sutil y zigzagueante, para luego ahogarse en la
difusa negrura. Aquello descompuso la cara de los presentes que en un
primer momento quedaron tiesos y mudos para después vuelta a empezar
con los histerismos, las plegarias y las estrambóticas profecías.
Eladio, el alcalde, obligó a todos a marcharse a sus casas o a sus
quehaceres habituales y que nadie se acercara al hoyo hasta aclarar la
situación.
Don Manuel acarició su barba lacia y espesa que caía hasta el inicio
del cuello, dio unos suaves golpecitos a la faltriquera y retomó su solitario
camino. La gente a su alrededor empezó a perderse entre las cuatro calles
que abrían la plaza al pueblo igual que cuatro caudales que regaran las
arterias de Hayafonte. Al entrar en el horno vio a la panadera consolando a
la señora Lauriana. Una feligresa devota del Cristo del Socorro que estaba
en estado de crisis clamando por la misericordia de nuestro Señor para
que los librara del gran mal que el demonio les había enviado.
—¡Tranquilícese mujer! —dijo don Manuel— ni el demonio ni Cristo
se han cogido el día libre para venir a sobresaltarnos.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Agripina, la panadera— La gente está
del revés. ¿Qué tendrá la primavera que siempre aterriza con cosas
extrañas? ¿Recuerda el año de las gallinas en el tejado de la Iglesia? ¿O el
de la mula de Fermín en lo alto de la Noguera? —Se giró hacia la feligresa, y
con voz entusiasta le espetó: ¡Venga mujer! ¡Deje de llorar! No se ponga
usted así, ya verá cómo arreglan el agujero en un santiamén y volvemos a
estar como siempre.
Don Manuel notó como una mano se dejó caer sobre su hombro. Se
dio la vuelta y vio al sacristán Virgilio con rostro apesadumbrado.
—Buenas tardes tengan ustedes. Hoy nuestra buena gente ha llegado a
misa “tarde y mal”, como se suele decir —dijo consternado—. Parece que
tenemos a los aldeanos con la cabeza quebrada por ese dichoso boquete.
Jesucristo nos está avisando de que nuestro sendero está llenándose de
malos hechos y viciosos pensamientos, su castigo está al llegar y este hoyo
es un anuncio.
—El señor no tiene ocurrencias tan catastróficas ni tiempo para
detenerse en las menudencias de nuestra pequeña aldea –replicó Manuel.
—Despachar tan a la ligera los designios del Señor es peligroso don

26
Manuel —sentenció el sacristán— Este suceso nos es dado para que
recordemos que Jesús es misericordioso, pero que por alguna razón no está
conforme con nuestros cotidianos hábitos.
—No alarme así a la pobre mujer, don Virgilio, que la asusta y
tenemos Novenas para un año —añadió Agripina.
La señora Lauriana seguía llorando, y entre sus respirares profundos
surgía un gemido ahogado en perfecta comunión con la desazón de la
figura hierática de nuestro redentor. Don Manuel, algo confuso por los
hechos sucedidos, pidió a la panadera que le sirviera una hogaza de pan y
se marchó a pasear por las cercanías del cerromolino, dónde el aire se
abría a la inmensidad de la bóveda celeste como un pulmón donde respirar
todas las incertidumbres. Sentado encima de un tronco de nogal, el
maestro abrió el libro pero, sin poder evitarlo, su mirada y sus
pensamientos se perdían sobre la parda y reseca llanura de Hayafonte: la
solitaria y esbelta noguera, los tejados terrosos, el dorado del trigo y el
erguido campanario modelaban la asimétrica fisonomía de Hayafonte. La
sencillez de su paisaje chocaba con un horizonte ilimitado que ofrecía al
alma el salvoconducto para encontrase en plena y absoluta libertad.

II

Don Manuel a menudo no podía conciliar el sueño. Los recuerdos de


su mujer y su hijo se descolgaban fríos y punzantes como la hoja de un
bisturí desde el vértice del cráneo hasta su anciana columna vertebral. Y en
ese estado su espíritu deshacía un camino lejano y conocido que acababa
en una acostumbrada reflexión contra, según él, la rancia moral
judeocristiana. El maestro tenía la convicción de que la Iglesia, brazo
ejecutor del cristianismo, había inventado un mundo ideal basado en
valores vulgares y que se alimentaba de conceptos decadentes como la
culpa, el arrepentimiento o el pecado con el fin de acrecentar y afianzar la
emoción más poderosa: el miedo. Un miedo que durante algunos años se
apoderó de don Manuel a causa de la trágica muerte de su hijo Arouet. En
esas noches de insomnio, revivía el pálido y ausente rostro de su mujer
Roxanne en los cientos de silencios que habitaron su hogar. La culpa hizo
bandera de su poder y arrogancia y se instaló en el alma de ambos
diezmando la alegría, la ilusión, la entrega y el perdón. Roxanne, dueña de
una agradable sensibilidad y con un ingenio por naturaleza abierto e
inquieto, no pudo sostener la propia amargura escoltada por la dañina
moral de un pueblo que con sus punzantes miradas le imponían la carga de
una vergüenza que no sentía. Un año después, Roxanne —o Rosáne, como

27
la llamaban en la aldea— volvió a Francia, y desde entonces nadie supo
más de ella, excepto don Manuel que cada 14 de agosto recibía una caja
con un tipo de flor distinta cada año: lirios, magnolias o violetas, siempre
llegaban con su tallo y sus raíces intactas. Dentro de la caja iba una
pequeña nota que decía: “para plantarlas alrededor de la tumba de mi
pequeño botánico, junto a la semilla del Draco”. El profundo dolor de
aquellos acontecimientos trastornó el sistema de creencias de don Manuel
sobre el cual había construido su forma de vivir, pensar, actuar e incluso
amar. Su obelisco de prudente y moderada fe se despeñó por un agudo
abismo pero, después de un largo tiempo, cuando la lacerante angustia se
detuvo y pudo empezar a discernir lo real de lo imaginario levantó con
firmeza un contrafuerte cargado de apostasía. Esta nueva concepción del
mundo, del ser humano y su realidad prefirió guardarla para sí. El camino
escogido se evidenciaba en su renuncia a los actos religiosos y su ausencia
en las misas, pero su carácter amable, juicioso y equilibrado hacía difícil
que las gentes del pueblo lo repudiasen o lo estigmatizasen por no poder
dar sepultura a su hijo en campo santo. Su nuevo credo filosófico tenía la
solidez de un muro pero sufría grietas en forma de dudas que deseaba
poder apaciguar, y fue con la llegada del párroco don Onofre, cinco años
atrás, que encontró un lugar perfecto de reposo y de tertulia. Fue junto a él
con quién, durante sus charlas nocturnas en una sala privada que el cura
tenía en la parte alta de la casa y rodeados de autores como Jovellanos y
Feijoo o Sartre y Unamuno, don Manuel, con comedida vehemencia, podía
manifestar su disconformidad con los designios del creador.

III

Dos noches después de que apareciera el agujero, cuando el sueño era


más bien una tortura, Don Manuel se ensimismó divagando sobre su
origen pero sobretodo en sus posibles consecuencias. Después de haber
pasado Román, el sereno, apagando las luces de la calle, él aún seguía
despierto y entre sus manos descansaba “El espejo de la muerte”. La noche
plácida se nutría de un aire tibio y una luna opalina que lucía con el vigor
de un faro. Don Manuel decidió salir a pasear y meditabundo saboreaba la
sensación de la brisa, mientras sus pies vagaban a un tempo despacio y
sostenido sin percatarse del gato greñudo y disimulado que seguía sus
pasos. Entró por la calle alta de la plaza y le pareció ver a lo lejos una figura
difusa. No tenía claro si se acercaba o se alejaba. Era pequeña, con la
cabeza escondida entre los hombros y un caminar minúsculo y acelerado.
Conforme se aproximaba pudo ver como la señora Lauriana entraba en la

28
plaza igual que una lagartija: escurridiza y nerviosa. Fue directamente
hacia el agujero sin reparar en la presencia de don Manuel. Éste prefirió
dejarla hacer y observar. La anciana con la vista sostenida en la
profundidad del agujero, sacó un crucifijo de su bolsillo y un poco de paja
del macuto que colgaba de su costado. Tanto una cosa como la otra las
precipitó en la oscuridad del hoyo. En ese instante, don Manuel corrió
hacia ella y le espetó “¡¿pero qué está usted haciendo?!”. La mujer sollozaba
y secaba sus ojos con el extremo del delantal mientras algunas lágrimas
arrastraban los restos de paja de sus mejillas. Ambos quedaron mirando la
sombría oscuridad y oyendo el eco puro del silencio.
Durante el liberador arrebato de la señora Lauriana, la improvisada
protección que los guardias habían colocado alrededor del agujero se había
movido de lugar, don Manuel lo puso en su sitio.
—Señora ¿qué pretende? —dijo don Manuel.
—Pues verá usted. Aún no lo tengo muy claro, ¿sabe?. Si lo que hay en
el fondo vive en pecado el crucifijo lo liberará.
—¿Y para qué la paja?
—Me dijo esta tarde la señora Agustina, la del manco, que quizás este
agujero sea tan largo que acabe en el otro lado del mundo, y le hemos
preguntado a su hijo Paquito, que estudia en Salicies y es mú listo, y nos ha
asegurado que una tal Australiana está justo debajo de nosotros, y que allí
hay muchos bosques y unos animales a los que les llaman conjuros o
canguros, no lo entendí demasiado bien. Y podrán no gustarme mucho los
animales pero ¿que pasen hambre? ¡Eso si que No! Dios es piadoso y yo
sigo su ejemplo. Poco le hará haberle quitado una miaja de paja a mi vaca,
¿sabe usted?
—Eso son cosas de muchachos, señora. ¿Cómo van a haber animales
en el fondo? Además, si así fuera tardarán meses en llegar sus ofrendas al
otro lado de la tierra. Váyase a acostar que el alba está a punto de
despuntar y necesita descansar.
Como un tronco partido por la mitad, la señora Lauriana se fue
cabizbaja arrastrando el alma y su angustia, y dejando tras de sí una aguda
y opaca incertidumbre en el sentir del viejo maestro que decidió irse de
nuevo a dormir sin percatarse del leve movimiento de abertura del agujero.

IV

Fiel a su espíritu investigador y honesto, Eladio, el alcalde, quiso hacer


unas pruebas con las que descifrar el misterio. Y al día siguiente, a la hora
de la comida, de la mano de hombres como don Manuel y Crispín, el

29
boticario, y algunos jóvenes del pueblo, cogieron una cuerda de diez
metros de largo y anudaron una pala con el fin de averiguar su
profundidad hasta que la herramienta topara con el fondo. Habiendo dado
varias vueltas a la farola con la cuerda y sujetando con tesón el extremo,
dejaron descender el invento poco a poco, pero llegando al final de los diez
metros no se produjo la tensión en la cuerda que esperaban. Buscaron una
soga aún más larga uniéndola con la primera para alargarla hasta llegar a
los cincuenta metros. Con un sol de mediodía, los girasoles en posición
oblicua y el cielo azul por techo, las almas de estos esperanzados quedaron
envueltas en una difusa inquietud porque a partir de los diez metros la
tensión de la cuerda era intermitente, pero cuando creían que habían
tocado suelo volvían a notar el peso de la pala con mayor fuerza que antes.
¿Qué era aquello que no tenía fin? ¿Qué harían con ese agujero que no
podía ni cubrirse con arena? ¿Porque en diferentes tramos parecía que la
gravedad era diferente?. Todo esto se preguntaba Eladio, el alcalde, casi sin
respiración y con una impaciente desazón. Probaron atar un candil al
extremo de la cuerda e iluminar aquel oscuro túnel vertical, de esta forma
comprobaron que la llama, mientras bajaba cerca de la pared, no paraba
quieta, a veces se movía en espiral y otras veces en zig-zag, pero lo que más
impresionó a los desconcertados asistentes fue ver como la llama se apagó
y al cabo de unos veinte segundos, después de decidir que subían el candil,
volvió a encenderse de forma inesperada. Detuvieron la subida y al
retomar el descenso de nuevo desapareció la llama. Ante este hecho tan
extraño determinaron cancelar la investigación y subir todo el equipo, y
fueron testigos de que justo al pasar el tramo en el que hacía doce metros
la luz volvía a resurgir. Algo había en ese espacio que no podía ser visto por
el ojo humano.

Después de cinco días compartiendo espacio con el agujero, ni don


Manuel ni el señor alcalde eran los únicos que se sentían atraídos por el
increíble hecho. Algunos vecinos querían saber qué ocurría allí adentro y
aldeanos de todas las edades iban turnándose con entusiasmo para hacer
guardia alrededor del agujero en vista de que no parecía peligroso. Unos
echaban afanosamente la mañana jugando a la brisca; los alegres zagales
aprovechaban para entretenerse con una pelota de tela con la intención de
intentar colarla dentro; las mujeres dedicaban esas monótonas tardes de
primavera cerca del hoyo para tejer largas y pesadas mantas para el
invierno; los jóvenes, con frenética curiosidad adolescente, hacían pruebas

30
echando diferentes objetos dentro: piedras, palos, semillas, etc., y ninguno
de esos elementos alteraba el funcionamiento habitual del agujero.
Primero, quedaban suspendidos para luego caer velozmente.
Así, el recelo inicial dio paso a la cercanía y cotidianidad. Siempre
había un par de asientos en primera fila para ser testigo de cualquier
novedad. En ellos era habitual ver en posición recostada a León, el
pregonero, y a Román, el sereno, sentado y comiendo pipas de girasol
mientras alimentaban infundadas fantasías.
—Fíjese Román, quizás nos hagamos ricos con un acontecimiento
como éste. ¿Qué pueblo tiene un agujero de este tamaño y que haga esas
cosas tan raras? —le decía León con una edificante y aguda convicción.
—Pero no vaya usted a creerse, don León. Quizás nos traiga más
quebraderos de cabeza y se convierta nuestro valle en una especie de
jubileo sin orden ni concierto —lamentaba Román con un leve
aturdimiento.
—¿Pero usted imagina cómo de famosos nos haremos? Quizás no
tengamos que mendigar más pan para nuestras bocas y podremos llevar
una vida igualita a la del señor Tomás, porqué vendrán las gentes de la
capital y comprarán tierras y víveres y lo nuestro valdrá una fortuna y…
—Deje de fantasear León, que nadie sabe que nos traerá este asunto y
quizás tengamos que lamentar en vez de festejar —añadió Román con una
lúgubre exhalación.
Y la voz de León surgió aguda como un lamento:
—Soñar es de pobres como nosotros Román, no me desplume lo
único que me queda aún a sabiendas que eso ni siquiera es de mi
propiedad.
Conforme pasaban los días, el agujero iba agrandándose. Algo muy
sutil pero ligeramente constante. Tan sutil que el cerebro de los vecinos de
Hayafonte percibía el frágil cambio como una normalidad presente desde
su aparición, interpretándolo subjetivamente y ubicándolo dentro de los
parámetros de la coherencia.
De esta forma, cuando caía la tarde y el sol se tumbaba sobre el verdor
del trigal, los ancianos salían a pasear pero ya no iban directos a la
carretera del pueblo, un cordón umbilical que se alimentaba del resto de
pueblos de la comarca. Estos serenos y reposados paseos se postergaban
para acudir al asombroso acontecimiento que fascinaba a aldeanos y a
visitantes. El hoyo se convirtió en un pasatiempo que imbuía de
protagonismo a los aldeanos y del que quisieron aprovechar su llegada.
Objetos viejos y en desuso eran lanzados en su interior: una carreta, una
tinaja rota, una cama grande, restos de las paredes de una vieja casa,
incluso llegaron a arrojar las grandes aspas y el cascote de un molino viejo

31
que ya no funcionaba, y por más cosas que echasen nunca se llenaba,
parecía que no tenía fin. Una tarde, Aniceto, el hijo del quesero —quién de
pequeño cayó dentro de una tinaja de leche de cabra y quedó como si la
vida para él fuese pura fantasía y excitación— a sus 47 años quiso darle a
su gato, Mirasol, muerto la noche anterior y por el que sentía una devoción
entrañable y desorbitada, un sepelio con significación metafísica, y lo
abocó al hondo e insondable agujero. Lo festejó con gran algarabía al
tiempo que lloraba con compasión por la marcha de su más que
compañero, su mitad, cómo aseguraba él, entre balbuceos y una sonrisa
quebrada.

VI

La tarde del séptimo día, las campanas repicaban igual que una saeta
de tambores mientras una borrosa lluvia desdibujaba el trazo impreciso de
la aldea. Un sonoro crujido seguido de un temblor hizo que don Manuel,
sentado en una butaca de la salita, levantara la mirada del libro. De nuevo,
otro crujido y otra sacudida. Por la ventana pudo ver a la gente corriendo
hacia la Iglesia. Don Manuel se levantó y se asomó a la reja de la puerta,
escuchó la voz del párroco a lo lejos que se oía tétrica y sombría y un pavor
gélido recorrió el esqueleto del maestro. Salió rápido a la calle y siguió el
rastro de los vecinos que corrían hacia la Iglesia. Al cruzar el portalón, en
medio del altar, encontró llorando a don Onofre ya sin voz para calmar los
gritos desesperados y lúgubres de sus vecinos que, aterrorizados, no
paraban de moverse como hormigas de un lado a otro del templo.
Consiguió alcanzar al párroco y éste con una mirada repleta de espanto le
advirtió que el agujero se había tragado la plaza del pueblo y que solo se
había detenido en los límites de las casas. Entre el desorden y la
perturbación llegó el alcalde, que una vez hubo hablado con el cura,
decidieron avisar al resto de los aldeanos y que todo el mundo se cobijara
en “la casa de Dios”, así lo expuso para luego añadir “que cada uno traiga
de casa víveres y ropa, pues de momento vamos a quedarnos aquí para
resguardarnos”.
En la sacristía, Eladio daba vueltas nerviosas en silencio como un
penado; don Onofre, sentado en la silla junto a la diminuta ventana que
daba al corral de detrás de la Iglesia, miraba inmóvil con ojos de piedad y
conmiseración la imagen de su redentor; don Manuel, con las manos
abiertas en abanico apoyadas sobre la cálida madera de la mesa central y la
cabeza gacha, iniciaba preguntas que quedaban sostenidas sobre el eco
sonoro de aquellas vastas paredes de piedra.

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—¿Pero entonces …?, ¿Cómo haremos …?, ¿Hasta dónde …? …
—Esto no tiene ningún sentido —sentenció Eladio —Vamos a morir
todos, el agujero nos va a engullir, pero ¿hasta dónde alcanzará sus
voracidad? Este no es un hoyo normal, ya visteis las cosas extrañas que
hizo cuando bajamos la cuerda. ¡Lo visteis!
—Deberíamos avisar a… —intervino don Manuel.
—¡Ni lo miente don Manuel!. Aquí no voy a traer a la benemérita ni a
los científicos de pacotilla. Solo recordar la que se organizó cuando la
época de la lluvia de sal roja sobre los girasoles me entran sudores fríos, así
que figúrese lo que pueden llegar a hacer con este nuevo disparate.
—Pero, don Eladio, corremos peligro ¿lo comprende?
—Mire, don Manuel, esto se escapa de toda coherencia y
entendimiento y las autoridades tienen el mismo poder y control sobre el
agujero que cualquiera de nosotros, lo que viene a ser: ninguno. Aunque he
tenido mis dudas, creo que al final la gente del pueblo va a tener razón.
Esto parece cosa de brujas, por no decir del diablo y ante un hecho
sobrenatural poco se puede hacer, o rezamos o cogemos el petate y nos
vamos lejos de aquí.
El desconcierto calaba sobre las tres mentes más preclaras y con más
raciocinio de la aldea. Alguna cosa necesitaban hacer pero ¿qué solución
podían encontrar a una situación que no tenía precedentes conocidos ni
fuerza humana que pudiera detener su avance? Esto se preguntaba para
sus adentros don Manuel cuando oyó el crujir de la silla de don Onofre y al
levantar la mirada vio al clérigo dirigirse cómo un autómata a la parte
izquierda de la estantería dónde se apilaban unos viejos libros. Escogió un
tomo de piel marrón avellana, buscó una página y con una voz cavernosa y
confiada que descubría una excitación interior declamó:
—Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él
también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al
que tenía el imperio de la muerte, esto es, al Diablo, y librar a todos los que
por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a
servidumbre. Hebreos 2:14-15.
Una media y pueril sonrisa se dibujó lentamente en el rostro de don
Onofre mientras sus dos oyentes se mantenían rígidos y perplejos. Este
prosiguió.
—Jesús descendió a las regiones más oscuras para salvar a la
humanidad de la maldad que emanaba de los infiernos. Lo que nos está
aguardando ahí fuera solo puede resolverse de una manera cristiana. Lo
sobrenatural solo existe en el ámbito de nuestro Señor y solo con sus
herramientas podemos resolver el problema. Aunque creo en las luces de
la razón y ahuyento las argucias de la superstición, mi fe en Jesucristo y su

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poder está por encima de todo entendimiento. Así que lo que debemos
hacer es bajar al estómago de ese gran pozo y enfrentarnos con su maligno
corazón.
No hubo respuesta. El alcalde y el maestro tenían los músculos del
cuerpo congelados y los ojos desencajados.
—¡Un disparate señor cura! Esto es sencillamente que la Tierra se nos
está agrandando y va por el camino de engullirnos. Ni más, ni menos. —
sentenció Eladio.
—Don Onofre… con todos mis respetos, dudo… que aquí haya una
mano diabólica y menos que un alma redentora deba liberarnos de un final
apocalíptico —Manuel dejó resbalar sus palabras son suavidad.
Los huesudos hombros del párroco se recolocaron como viejos
hierros mientras sostenía el libro sobre sus afilados dedos.
—No dudo de vuestra buena voluntad, pero yo es la única forma que
contemplo para salir de este infierno terrenal. ¿Qué pensáis hacer
entonces? ¿Cuales son vuestras opciones? —y dirigiéndose a don Manuel—
¿Pueden nuestros filósofos y grandes pensadores darnos respuesta y salida
a este siniestro? Dante, en su magna obra, la Divina Comedia, nos indica a
los mortales el camino para descender a los infiernos cómo única forma de
restablecer el orden y el equilibrio. Y es que mi querido amigo, ante lo
extraordinario solo corresponden actos extraordinarios. Dios dejó de
habitar en tu corazón hace mucho tiempo y caminas en busca de la verdad,
de todas las verdades reconocibles pero las intangibles también están entre
nosotros y hemos de abrirnos a ellas. Recuerda al sabio Galileo Galilei
cuando dijo que “Todas las verdades son fáciles de entender una vez
descubiertas. La cuestión es descubrirlas” y ese es el camino, descifrar que
es este galimatías extraterrenal aunque la forma de afrontarlo sea desde la
comunión entre tu desterrada fe en el Señor y tus actuales postulados
ilustrados.
Don Manuel sintió una repentina desazón y un miedo inmenso. Con
las manos ligeramente temblorosas y un mirar dubitativo resolvió la
evidente cuestión que le ahogaba con una pregunta: “¿quién bajará?”.
—Solo un cristiano con un alma errante pero fuerte puede atravesar
ese camino. Solo la salvación de un espíritu vacilante podrá redimirnos a
todos. A estas alturas, mi más preciado consejo son las palabras de nuestro
estimado Voltarie “si Dieu n’existait pas, il faudrait l’inventer.” ("Si Dios no
existiera habría que inventarlo”). Creo que deberías buscarlo.
Don Manuel se frotó la frente despacio, con suavidad meditada,
mientras sus rodillas se doblegaban y el peso de su cuerpo se dejaba
hundir sobre una silla barroca de nogal apoyada en la pared. Eladio, con
una mirada lánguida y compasiva hacia don Manuel, abría las manos

34
suplicantes en dirección al cielo.

VII

“Mejor al amanecer, así podremos ver con claridad”. Aconsejó el


alcalde. La compacta y áspera soga abrazaba el estómago de don Manuel
que se deslizaba por la entrepierna sujetando con firmeza sus glúteos. Una
vez subido a la pala del tractor y mientras éste se acercaba con estrépito
hacia el agujero, el maestro comprobó desde las alturas la inmensidad del
abismo y una emoción rota se desmayó en sus adentros. El brazo de la pala
lo descendió hasta posar sus pies en la franja agrietada que limitaba el
hoyo con la tierra firme. En aquel sitio inició el descenso. Conforme
bajaba, notaba ráfagas de aire que subían y abrían su ropa igual que un
globo. A los pocos metros quedó suspendido sin poder avanzar y de
repente un impulso lo bajó con brusquedad hasta quedar muy lejana la
claridad del exterior.
Cuando se detuvo percibió el sonido vacío y hueco, y observó que
estaba rodeado por una tenebrosa y amarga oscuridad. Como si de una
cuartilla se tratase, el ángulo recto en vertical del agujero inició un vuelco
flexible y gradual hasta ponerse en horizontal y la negrura se deshizo en
una vaporosa neblina. Sus pies tocaron suelo sobre un tacto de agua densa.
Don Manuel sentía como el frío recorría las grietas de su madura piel
mientras sus manos agarradas a la cuerda sudaban de forma copiosa. Las
pupilas se dilataban al tiempo que unos misteriosos susurros iban
acercándose hacia él, lo único que podía ver era una luz en la lejanía
rodeada de diminutos destellos. Su boca seca tragaba saliva
constantemente. A pasos muy lentos empezó a caminar. La cuerda seguía
anudada a su cintura sin perder la firmeza vertical, aunque ya no podía ver
el exterior porque una nube densa y plomiza cubría la gran elipse del hoyo
y oprimía el contorno de la soga. La atmósfera se condensaba con un
afilado olor vegetal. Lentamente, la penumbra se despejó y fueron
apareciendo frente él figuras humanas desnudas con una tonalidad de piel
blanquecina que con su gradual movimiento parecían translúcidas. Los
anteriores susurros se habían elevado a suaves risas que se diluían en un
eco sobrecogedor y mortecino. Los rostros iban acompañados de sonrisas
embebidas de sensualidad. Don Manuel notaba un miedo tan inmenso que
dejaba helado y rígido su razonamiento, y solo se limitaba a contemplar
absorto la emergente escena que desfilaba alrededor de él. En torno a una
alegórica fuente de color rosado que, con lentitud progresiva iba
resquebrajándose y tornándose en azul cobalto, los desvestidos cuerpos se

35
entrelazaban y arremolinaban con posturas eróticas imposibles en actitud
de gozo perpetuo, una complacencia incesante que iba desplazándose
sobre una abundante vegetación. Un crisol de tonos verde, azul, rosa y rojo
perfilaban una secuencia en la que petirrojos, golondrinas, garzas, pavos
reales y jilgueros de gran tamaño presenciaban la orgía o daban de comer a
unos humanos ebrios de concupiscencia. Aquella representación poseía
una serena consistencia que turbaba a don Manuel provocándole una
ligera repugnancia a la vez que le evocaba una plácida emoción.
Más allá de este primer plano, cerdos, vacas, caballos, asnos, leones y
camellos se acercaron a los hombres y mujeres para luego éstos subirse a
sus lomos y cabalgar en círculo con despreocupación y voluptuosidad. Al
mismo tiempo, seres teriomórficos volaban sobre el dorso de peces
mientras que grifos y animales fantásticos acompañaban satisfechos esta
danza hedonista. Un olor a impudicia y humedad penetraba en los
pulmones del maestro mientras contemplaba como estas almas se
dispersaban y se desfiguraban. En esta descabellada estampa, don Manuel
se fijó en la figura hierática de un búho que con su fija, hipnotizadora y
penetrante mirada produjo en él una sensación de penumbra que le hizo
presagiar algo endiablado. Quiso avanzar pero sus pies, que ahora pesaban
igual que mil yunques, se arrastraban blandamente por un suelo de barro.
Mientras dejaba atrás aquella bacanal, se encontraba aturdido y
desconcertado. ¿Qué demonios es todo esto?, impresionado se preguntaba
don Manuel a la vez que sentía una pérdida de conexión con la realidad,
sentía que necesitaba encontrar una lógica a todo aquello. Se detuvo y
miró sus manos, las apretó con fuerza, se tocó el pecho acelerado, la cara
rígida y la cabeza febril. “Sigo siendo real”, pensó. Miró hacia arriba,
dubitativo si seguir adelante o tirar fuerte de la cuerda para que lo
subieran. Prefirió averiguar el misterio.
Después de andar veinte pasos, una bofetada de hedor le sobrevino.
Unas risas espasmódicas sonaron en la oscuridad, y acto seguido una
viscosa pared vomitó una enorme esfera color ceniza que se quebró como
un melón. De ella aparecieron unas figuras grotescas, grandes animales
con porte humano que sostenían individuos agrisados con el rostro roto de
espanto y bramando como cerdos en el matadero. Frente a él, un demonio
con ojos vacíos, bigotes y colmillos de gato, arrastraba un persona con el
cuello cercenado; a su derecha un espeluznante diablo gris con cabeza de
pájaro, alas de mariposa y cuerpo de insecto devoraba las tripas de un
joven. Los alaridos de los damnificados hacían danzar a aquellos entes
deformes. Don Manuel horrorizado y catatónico retrocedió rápido pero
resbaló sobre un líquido denso en el que brazos, pies y cabezas flotaban.
Paralizado por el terror, desde el suelo no podía apartar la mirada de aquel

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pandemónium donde las sombrías especies antropomorfas seguían
engullendo hombres y mujeres, y se divertían aprisionándolos dentro de
gigantescos tambores, laudes y flautas o los crucificaban entre las cuerdas
de una descomunal arpa. Luz de fuego, estridentes alaridos y cadáveres
mutilados se expandían alrededor suyo, todo con una melodía macabra
que agitaba las entrañas del maestro que yacía con absoluta perplejidad.
Con el cuerpo manchado por la sangre y abatido sobre la superficie,
sus fuerzas anímicas y psicológicas se quebraron y sus antiguas lágrimas
mal curadas estallaron rápidas y compactas con la energía de un torrente.
En aquel momento sintió cómo flaqueaban sus convicciones y cómo se
dejaba llevar dócilmente por un extraño y apocalíptico universo, en el que
asumió la inevitable connivencia entre la fe y la razón. El rostro
adolescente de Arouet y la última mirada de Roxanne aparecieron en su
mente como un salvoconducto de aquella desbocada enajenación. En
posición fetal y con los dedos temblorosos agarró con fuerza el cabello y
con la respiración estremecida gritó, gritó todo el dolor adherido a su alma
durante años, y sintió como la angustia por la perdida de su hijo y su mujer
había devorado a dentelladas cada uno de sus órganos. Ante la
contemplación de tanta barbarie y desconsuelo, don Manuel Docasar
exaltó con una voz misericordiosa, como si brotara de un profundo pozo,
“dejadme morir, os lo pido por…”. El griterío cesó de repente. Sus palabras
quedaron suspendidas en la nada. Todo se convirtió en una opaca negrura.

VIII

Las piedras del suelo se le clavaban en la espalda. El aroma de los


girasoles recién tallados le cosquilleaba la nariz. Notaba el rostro mojado y
un paño le acariciaba la frente. Pero no escuchaba nada. No sin esfuerzo,
don Manuel pudo entreabrir los ojos. Un tumulto de gente se agrupaba a su
alrededor. Aturdido apoyó las manos, se incorporó y se sentó. Miraba los
rostros y aunque le eran familiares no los conocía. La mujer que tenía a su
lado y le atendía cuidadosamente mostraba una actitud turbada y
fascinada, pero mantenía una gran complacencia. Sus labios, sus ojos, su
piel le resultaban conocidos e inquietantes. Se levantó y ella tras a él. Sus
oídos empezaron a agudizarse y escuchó como su nombre resonaba entre
aquellos desconocidos.
—¿Manuel? ¿Eres tu, Manuel? Esto es absurdo del todo —sentenciaba
uno de los congregados.
—Pero ¿cómo ha podido suceder? —preguntaba otro.
—¿Cómo has llegado aquí Manuel? —añadía un tercero.

37
El pueblo seguía siendo el mismo con su viejo y blanco pretil, el pilón
de tres caños, su casa a la derecha de la iglesia, la misma calle que iba hacia
el horno, la casa del alcalde en el mismo lugar. Todo. Y allí también estaba
el agujero y la plaza engullida por éste. Don Manuel no salía de su
asombro. Pero algo le hizo mirar hacia su izquierda. Un maravilloso
ejemplar de Dracaena Draco, de robustas ramas y gruesas hojas verdes,
coronaba como un paraguas el esbelto tronco. Allí estaba bien enraizado el
admirado árbol que a su hijo tanto le gustaba por su exotismo tropical, una
peculiaridad por la que resultaba inviable su cultivo en la seca y estéril
tierra manchega. Atónito por este descubrimiento, buscó a la mujer que le
había reanimado y entonces la reconoció, y como si de una revelación
universal se tratase vislumbró que algo más allá de la habitual y lógica
narrativa de los hechos cotidianos estaba sucediendo.
—¿Roxanne? –se asombró don Manuel.
—Si… —respondió ella.
—¿Qué está ocurriendo aquí?... No comprendo... ¿Arouet también está
vivo? —añadió con voz trémula después de un breve instante de
aturdimiento.
—Por supuesto –sonrió Roxanne con profunda ternura.
—¡Esto… esto es increíble! ¡Un milagro! —clamó don Manuel.
—Lo realmente sorprendente es que quién esté vivo seas tu –señaló
con indulgencia Roxanne.
Y entonces lo vio venir. Se acercaba poco a poco. Con treinta años
más, la franca y afable sonrisa de su hijo volvió a despertar en la vieja alma
del maestro el dulce sabor de la plenitud. Lo tuvo enfrente. Con un nudo
en la garganta lo estrechó contra su pecho frenéticamente. La gente
murmuraba, rezaba o hacía preguntas retóricas fruto del desconcierto. Don
Manuel miró a Roxanne, la abrazó con una emoción estremecida y
anhelante. En ese momento un ruido estridente seguido de un descomunal
temblor los separó, sonó un chirrido tan intenso que parecía que la Tierra
gemía, de repente un seco crujido dejó sin aliento a los vecinos de
Hayafonte, y finalmente el agujero se expandió con una ansiosa rapidez
tragándose todo lo humano y lo material de la existencia.

Puedes contactar con Maite V. M. en:


Mail: uxartes@gmail.com

38
Cuando el apocalipsis no
era el plan previsto
Manuel Gris

A veces la mejor manera de dejar de pensar en algo es saliendo a la


calle, escapando de la cárcel en la que estabas preso en el momento en que
las malas ideas y los sentimientos castigadores decidieron violarte la
mente.
Pero supongo que hacerlo justo cuando está teniendo lugar el
Apocalipsis según San Juan, no es la mejor idea que se puede tener.
Si ya es molesto aguantar el sonido de los coches y de los autobuses y
de las ancianas que no paran de pedirte permiso para pasar con sus
enormes carros de la compra, que en realidad usan como taca taca,
imagínate si le unimos un coro de alaridos de todo tipo pidiendo auxilio,
que les dejen en paz o, el que más gracia me hizo, uno que gritaba «mata
antes a mi hijo, que es joven y no se acordará de nada», cosa que no me
pareció del todo original porque creo que es parecida a una frase que decía
Homer en un episodio de Los Simpson.
Pero el caso es que yo quería caminar.
Cada paso que daba me acercaba a mi paz interior, a conseguir
disolver esa maldita idea que me había quitado el sueño y, si a cada
zancada le añades los resbalones que los charcos de sangre y de heces
calientes me obligaban a dar, porque una cosa es morirse y otra muy
distinta es joder al resto al hacerlo en medio de la calle, entenderéis que me
costaba más de la cuenta concentrarme en mis cosas.
Un par de demonios se acercaron a mí con unos palos envueltos en
fuego. Eran, claramente, siervos del diablo que aprovechaban aquella
enorme confusión general, comprensible si tenemos en cuenta que se iban
abriendo boquetes en el suelo cada poco rato y que de ellos salían criaturas

39
que ni Lovecraft podría haber imaginado, se dedicaban a violar y a matar a
cualquiera que te topara con ellos. Hay vicios que por mucho que los
tachen de malos, simplemente, no pueden dejarse de lado. El mío es comer
natillas con patatas fritas. Delicioso.
—¡Tú! —me gritó uno de ellos mientras el otro levantaba su arma de
fuego de un modo más patoso que amenazante. Llevaban malas
intenciones, de eso estamos todos seguros, ¿no? Pues mal pensado—.
¿Sabes dónde está la parada de metro más cercana?
Les dije que no era mi barrio, cosa que resultó ser cierta porque me
había perdido debido a mi concentración, y que, en mi opinión, deberían
mirarlo por el Google Maps y vigilar con esos palos porque alguien podía
salir malherido. El que me había gritado dijo que estaban haciendo su
trabajo, así que no podían hacer caso a la opinión de los humanos, sino a lo
que Satanás les había ordenado. Me pareció correcta la respuesta, porque
una cosa es que seas un asesino despiadado y amante de las violaciones
infantiles en grupo, y otra muy distinta no saber cuál es tu lugar en la
cadena de mando. Por lo que les deseé buena suerte en su misión y en la
búsqueda de la parada más cercana y nos dimos la mano. Me provocaron
quemaduras de tercer grado, pero la educación tiene que ser siempre lo
primero.
A veces es más fácil ser amable y salir bien parado que morir siendo
un héroe.
Cuando se alejaban de mí, escuché como uno de ellos decía que se
moría de ganas de llegar al parlamento, que al ministro de educación le
tenía una tirria enorme, a lo que el otro contestó que se pedía a la ministra
de medio ambiente, que seguro que su culo tardaba más en estallar que el
del presidente, y aquel día estaba con ganas de una violación que durase
más de un minuto. Reconozco que tuve ganas de ir con ellos, ¿y quién no?,
pero aquello que iban a mostrarme seguro que solo me aportaba imágenes
bellas e impactantes que borrarían de mi mente el problema que me tenía
en ascuas, y como todo el mundo sabe: para solucionar un conflicto no hay
que taparlo con otro, solo concentrarse en él hasta que quede solucionado.
Así que continué mi camino.
Aún me quedaba mucho que caminar y que pensar, bajo aquel cielo
de azufre y, sí, tras probarla descubrí que era lluvia de miel con orégano,
que no dejaba que la sangre se licuara del todo, convirtiendo las aceras en
pegajosas capas de hielo de color ámbar que, tras cada esquina, algún ser
despreciable e infernal se empeñaba en comerse.
Me entró hambre y me metí dentro del primer restaurante que
encontré.
El cual era un Burger Queen.

40
Los paquis y sus juegos de palabras un día van a llevarnos al infierno.
La puerta era de estas automáticas y, por sorpresa, funcionaba. Al
parecer eso que siempre decían de que las grandes compañías eléctricas
estaban dirigidas por demonios estaba basado en rumores verdaderos, y
no en simple odio por aquellos que se enriquecen dándonos cosas que
deberían regalarse de necesarias que son. Así que entré y una musiquita
más propia de la sala de espera de un dentista que de un lugar arrasado por
el apocalipsis llegó hasta mis oídos al tiempo que el hedor a carne podrida
me taladró el cerebro.
Mierda, pensé, me voy a quedar sin antojo.
Pero no fue hasta que me acerqué a la barra de pedidos cuando
descubrí que aquel olor nauseabundo, parecido al que desprenden los
sobacos de un etíope tras ocho horas seguidas picando piedra bajo un sol
de justicia, no era causado por comida en mal estado, sino por el cadáver
de una chica de apenas veinte años, lo sé por lo que contaré a
continuación, que estaba con la cabeza metida en la freidora con el culo
colocado en pompa y desnudo sobre una mesa en la que ella adoptaba la
postura del perrito. Podía verle el vello púbico, y al tenerlo frondoso y
alborotado intuí que tenía que ser mayor de 18, porque tanta pelambrera
no crece a tan tierna edad. Creedme, lo sé. Aquella chica, violada a todas
luces, debía llevar poco rato muerta, pero las heridas en las nalgas y los
muslos habían sido tan profundas y cauterizadas que la carne había
empezado a apestar mucho antes de lo científicamente demostrado. Sentí
lástima por ella, hasta que mi estómago dejó escapar un gruñido y
entonces pensé que no podía hacer nada por ella, solo taparla y servirme
comida basura.
Salte por encima del mostrador y aterricé sobre el cuerpo de otra
chica, que no había visto, que estaba partido por la mitad, así que en
realidad era medio cuerpo. La otra parte de su anatomía, las piernas para
ser más preciso, descansaban sobre la zona de microondas, donde descubrí
a un demonio comiendo una ensalada César usando sus propias manos.
Era asqueroso.
—Ah, hola —me dijo, algo avergonzado por la cara que puse cuando
miré sus manos manchadas de salsa—, es que no encuentro los tenedores.
No soy así de cochino, te lo prometo. Me ha dado demasiada hambre violar
y matar a esas dos chicas, y no me apetecía esperar más para comer algo.
¿Quieres?, no está del todo mal.
Le dije que no pasaba nada, que en mi familia habían sido siempre
muy escrupulosos y estrictos a la hora de comer, y que mi mueca se trataba
solamente a un acto reflejo. Me respondió que lo comprendía y me invitó a
sentarme con él encima de las cajas de cartón que anunciaban orgullosas

41
contener «Carne de Ternera 100% muerta».
Yo quería una hamburguesa doble con queso con patatas y un vaso
grande de Nestea, pero como no quedaban ninguna de las tres cosas, tuve
que apañármelas con unos nuggets de algo parecido a carne y un pack de 6
cervezas. Le dije «que aproveche» al demonio y este dijo «gracias». Muy
educados estos siervos del mal, pensé, y le pregunté por el motivo de toda
esta locura del fin del mundo.
—Eso deberías preguntárselo a Satanás. Esta mañana se ha levantado
algo agitado y ha decidido que hoy iba a cargarse el mundo. Sin más. Creo
que ni siquiera Dios lo sabía, así que ahora están discutiendo la repartición
de bienes, porque esa cláusula del fin del mundo no la habían aclarado
todavía. Así que, lo siento, pero solo hago mi trabajo.
Y muy bien que haces, le contesté, pero es que me habéis jodido un
paseo en el que quería recapacitar sobre algo que me tiene la cabeza muy
liada, ya sabes, que no puedo dormir siquiera.
—Joder, cuanto lo siento —contestó mientras se tragaba un tomate
cherry—, de veras que esto no tendría que haber sido tan de sopetón, es
solo que nos dijo que empezásemos a matar y aquí que hemos venido.
Nosotros tampoco teníamos la cosa muy planeada, la verdad, no nos
habíamos ni distribuido los países ni los famosos, así que va todo un poco
al tun tun, sin mucha lógica.
—Sí —le contesté—, comprendo. Sin algo de organización, de
liderazgo auténtico, es difícil que las cosas salgan como es debido.
−Exacto, menos mal que lo comprendes, no sabes lo que me ha
costado convencer a esas dos chicas de que tenía que matarlas, se han
resistido mucho pero, en fin, al final las he jodido bien. Tenemos una lista y
hay que cumplirla a raja tabla, pero hay quien no lo entiende. Por cierto,
tú… ¿te llamas?
Estaba tan cómodo con este tipo rojo y con cuernos que no dejaba de
engullir hojas de lechuga que le di mi nombre sin dudarlo. No me
importaba que me violara, la verdad, porque cuando algo te preocupa del
modo en que lo hacía aquello que me rondaba en la cabeza, que me
impedía ser verdaderamente feliz, que te taladren el culo con un pene al
rojo mientras te arañan la espalda hasta llegar a las costillas no es algo que
tengas en cuenta ni pueda llegar a molestarte demasiado.
—No me suenas...
Aquello me sorprendió, porque he sido bastante hijo de puta en mi
vida, pero en fin. ¿Quién soy yo para contradecir a un demonio salido de
las profundidades del Averno? Sería como discutir con Papa Noel cuando
te trae carbón.
—Gracias —le dije. Y ya está.

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La posterior charla no trató sobre nada que valga la pena contar, fue
algo como lo que se suele tener con un amigo nuevo que acabas de
conocer: gustos musicales, de cine, de chicas que quieres follarte algún día,
de a qué político le pegarías el primer tiro en la cabeza. Ese tipo de cosas.
Cuando me acabé los nuggets, que sabían mejor solos que con
barbacoa, le dije al demonio, que me dijo que se llamaba 908J, que iba a
seguir con mi camino, porque necesitaba andar para aclararme las ideas y
todo eso que estoy repitiendo todo el rato. Que pesado soy a veces.
—Espero que te mejores. A nadie le gusta ver a un amigo estar triste. A
no ser que sea un cantante de boleros, esos deben sufrir siempre si de
verdad quieren hacer bien su música.
Le di la razón, deseándole muchas y prosperas nuevas violaciones,
que me agradeció, y entonces salí de la hamburguesería en el mismo
momento en que un avión se estrelló en una montaña cercana. Vi
claramente como aquel aparato se convertía en fuego en cuanto chocó con
el lado oeste de aquel paraje natural, y, como una lluvia primaveral de esas
que empiezan a caer como si fueran fichas de dómino, gente de todas las
edades y tamaños comenzó a caer desde el cielo, como si fueran gotas de
lluvia. Asustado y con el terror que causa la seguridad de que la mala
suerte va a hacer que te caiga encima una mujer embarazada de trillizos,
corrí a guarecerme debajo de un toldo de rejas colocado debajo de un
edificio antiguo seguramente para impedir que trozos del balcón, que
visualmente daba la impresión de haberse construido el mismo día en que
Cristo perdió la virginidad, le rompieran a alguien la cabeza. Para mi
sorpresa, cuando llegué al lugar que había escogido, me encontré con un
niño de apenas doce años con un gato entre los brazos. Digo que me
sorprendió porque era la primera persona a la que veía con vida desde que
había salido de casa, y eso me daba dos verdades que tener en cuenta: 1)
que no era el único al que los demonios no querían matar, y 2) me iba a
tocar hacer de niñera.
Una cosa es que tus propios problemas eclipsen a los del resto del
mundo, es algo que todos hacemos en caso de depresión o cuando tu
equipo de fútbol pierde la final de la Copa del Rey, y otra muy diferente en
no tener en tu interior ese buen samaritano que hace que quieras proteger
a todos los niños sobre la faz de la Tierra. No importa si son tuyos, de tu
hermana, del vecino o es el Pequeño Nicolás, el caso es que los niños hay
que quererlos y protegerlos de todo lo que pueda hacerles daño, incluidos
ellos mismos. Y si te ve una mujer atractiva mientras lo haces, mejor;
menos te va a costar convencerla de que eres buena persona.
—Hola pequeñín, ¿estás asustado?
El tono de mi voz fue tan patético que hasta los recién nacidos

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dejarían de llorar para mirarme con esos ojos que dicen «soy pequeño, no
anormal», pero es que tenía que hacer que aquel niño supiera, con mis
primeras palabras, que yo no era una de esas criaturas que estaban
convirtiendo el mundo en un after organizado por un grupo de psicópatas
bebedores de sangre.
—¿Por qué voy a estarlo? Mira.
Es verdad eso que dicen que ahora la juventud está mucho más
evolucionada de lo que estábamos nosotros antes, porque lo que me
enseñó, y que tenía oculto debajo de su gatito, era un rifle de perdigones
que casi le superaba en tamaño, cosa que me sorprendió no haber visto
antes. Debía estar muy liado vigilando que no me cayera encima un
cantante de ópera del cielo.
—Vaya, que arma más bonita tienes ahí. —Mi tono no cambió, esta vez
buscando que el chico se diera cuenta de que yo no era una amenaza, y por
ese motivo no me volara la cabeza.
—¿Te gusta?, se la robé a ese tío de allá.
A su derecha había una caja de cartón que anunciaba orgullosa «El
mejor agua del mercado, del lago de ahí al lado. Ya sabes, ese de ahí», bajo
la cual asomaban unas piernas que acaban en unos pies descalzos con las
uñas arrancadas y cubiertas de sangre. No quise ver que había debajo, con
saber que estaba muerto y que aquel niño se lo había cargado ya tenía
suficiente.
A veces saber más no es sinónimo de ser más sabio.
En ese momento la lluvia de gente proveniente de los aviones que,
debido a que una horda de demonios alados había empezado a
destrozarlos en pleno vuelo, empezaron a caer por el cielo, aumentó a unos
niveles tan elevados que debieron llegar a las diez personas por metro
cuadrado. A veinte, en caso de niños de ancianos desmembrados. La red
que teníamos sobre nuestras cabezas aguantaba heroicamente la avalancha
de gente que, tras revotar en ella, algunos de ellos aún vivos, los despedía al
interior del camión que anunciaba orgulloso «Siempre los primeros en
llevarle a casa los mejores clavos oxidados del mercado», y de donde nadie
volvía a salir. Bueno, un hombre de unos cincuenta y cinco años si salió de
allí, pero fue alcanzado por una mujer con obesidad mórbida que, tras
aplastarle, comenzó a comérselo antes de morir ella misma por algún
derrame interno. Murió comiendo, y eso me alegró porque era lo que mas
amaba en la Tierra, como los que quieren morir con una copa en la mano o
sabiendo el final de su serie favorita.
—No tengas miedo, yo te protegeré —le dije al niño momentos antes
de que éste levantara el arma y disparara a una chica que trataba de llegar
hasta donde estábamos nosotros para protegerse de la lluvia de cuerpos.

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Ésta murió al instante, y yo miré al niño con cara de asombro y sin
comprender el motivo de lo que acaba de hacer.
−Era mi madre, no te preocupes. Venía para obligarme a terminar los
deberes, pero ya me tiene muy cansado. Además, no me gustan las
Sociales.
Supongo que lo peor de aquella situación no eran los demonios ni el
hecho de que su única finalidad era acabar con todo lo que pudiera
respirar, sino que lo verdaderamente cruel y sin sentido de aquellos
momentos eran los propios humanos y lo que eran capaces de hacer para
poder sobrevivir.
A veces lo mejor de ser humano es nada.
Decidí, justo cuando la madre de aquel chaval sacaba del bolsillo un
bocadillo y se lo tendía mientras decía «es de fuagrás, cómetelo todo», que
estar a buenas con aquel pequeño loco iba a ser mi prioridad hasta que
aquella extraña lluvia finalizara. Supongo que era un cobarde, alguien al
que le daba miedo un niño con una escopeta de perdigones que acaba de
matar a su madre, y a la cual remató de un tiro en la cabeza mientras
gritaba «no me gusta el fuagrás», pero justo por ese motivo tenía aquel lío
en la cabeza que me había llevado a pasear en tal extraño paisaje. Quizá iba
a sacar algo positivo de aquello. Fíjate tú.
El niño dejó al gato en el suelo, para así poder recargar la escopeta, y
éste decidió pasear entre todos los cadáveres reventados y medio muertos
que adornaban la acera. Como si aquello no fuera más que un juego, el
animal iba de aquí para allá, sobre barrigas ensangrentadas y cabezas
aplastadas, como el que disfruta de un campo floreado o de una playa
nudista en Suecia. De vez en cuando se paraba sobre uno de los cuerpos y
empezaba a relamerse las patas manchadas de todo tipo de fluidos
corporales, lo que me hizo pensar en que era cierto aquello que dicen de
que los gatos, por mucho que quieran disimularlo, vienen de la misma
familia que los tigres y los leopardos y, por lo tanto, son animales que
disfrutan con la muerte y la violencia más salvaje. Después de lavarse las
patas saltó del cuerpo que usaba de sofá y acabó en otro que, por sorpresa,
le agarró de los sobacos.
El gato comenzó a maullar como un loco y a arañar a su captor con
una furia asesina, de nuevo muestra inequívoca que tienen mucho en
común con sus primos de la selva, pero nada de lo que hacía lograba que
aquel chico sentado, de unos treinta años y cuyas piernas formaban una
serie de ángulos imposibles para una salud sana, lo soltara. Lo que más me
sorprendió de aquel joven de piernas abstractas fue que miraba al gato con
una sonrisa tierna, nada acorde con las heridas que poblaban sus
antebrazos y que, después de un rato se giró y nos encontró, pero en lugar

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de pedirnos auxilio o tratar de reptar hacia nosotros, simplemente agarró
al gato con una sola mano y con la otra empezó a saludarnos. Yo, fuera de
la cordura y más cercano a algo que solo se cura con pastillas, levanté mi
brazo izquierdo y le contesté el saludo al tiempo que le gritaba «¿Estás
bien?», a lo que él contestó «Sí, tranquilo. Solo estoy cansado». El niño, que
había recargado su arma, me preguntó que dónde estaba su gato, y mi
saludo pasó a convertirse en una flecha que apuntaba directamente al
chico cuyos brazos podrían ganar un concurso de disfraces diciendo que
iban de kebabs.
—¡¿Qué haces con mi gato?! —grito el niño mientras apuntaba a aquel
chico feliz.
—Le estoy dando amor —me pareció entender que decía mientras
volvía a coger a aquel nervioso animal de debajo de los sobacos—. Los
animales aman el amor.
A veces los locos solo dicen locuras. Y otras veces ganan premios
Pulitzer.
Le dije al niño que no disparara, que podía herir a su animal, y me
contestó apretando el gatillo y volándole de cuajo el brazo izquierdo al
chico sin piernas, ahora chico sin brazo ni piernas. Supongo que cada uno
soporta el dolor de un modo distinto, pero aquello sobrepasaba cualquier
lógica posible, porque el chico no es que no dejara de sonreír, es que tuvo la
genial idea de acercarse a la cara al gato, supongo que para darle un abrazo,
cosa que no le gustó al mini tigre que, de un certero y rápido golpe, le saltó
el labio superior al chico sin piernas ni brazo, y ahora chico sin labio ni
piernas ni brazo.
El gato corrió hacia nuestra posición y escaló las piernas del niño
hasta que llegó a su hombro, donde empezó a chuparle la oreja. Este,
supongo que dejándose llevar por los cariños de su mascota, bajó el arma
consiguiendo que el chico dejase de estar en peligro de muerte, pero a
veces la única salvación viene del destino, y aquel día debía estar de resaca
porque, mientras la escopeta del niño acababa apoyándose en el suelo,
dándome así a entender que su furia asesina había llegado a su fin, una
explosión hizo aparición delante de nosotros justo en el lugar donde el ex
cazador de gatos había estado hasta ese momento, lo cual lo convirtió en el
chico sin labio ni piernas ni brazo y calcinado.
Cuando la intensidad del fuego se hizo soportable y mis ojos se
acostumbraron a tan inesperada claridad, pude descubrir el motivo por el
cual el campo de hombres reventados se había convertido en uno de
cenizas con olor a patatas fritas con sabor a bacon. Ante nosotros, o mejor
dicho ante mí, porque el niño estaba tan ocupado dándole mimos a su gato
que creo que ni siquiera se había dado cuenta de la explosión, había una

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destrozada pero reconocible avioneta, de esas que se compran los nuevos
ricos para ir de un lugar a otro y fardar con las modelos de turno. El fuego
la rodeaba y, poco a poco, iba convirtiendo su carcasa en algo más cercano
al cartón doblado que al tipo de aleación que suele usarse en esos casos, la
cual desconozco. Era imposible que cualquiera de los ocupantes hubiese
sobrevivido, pero como no soy médico, no acerté en mi diagnóstico.
La puerta que daba a nuestra posición empezó a abrirse poco a poco,
con la elegancia digna de un caballero medieval y, cuando finalmente llegó
al suelo, de entre el humo y el fuego que invadía cada centímetro de aquel
destrozado vehículo aéreo, apareció una silueta. Para mi sorpresa no
descendió de la nave con alarma ni miedo, sino que una calma más
próxima a la que suelen lucir los soldados de la guardia real inglesa poseía,
rodeaba y se transmitía a cada movimiento de aquel personaje, al cual
pude identificar en cuanto puso los dos pies en el suelo, sobre los
carbonizados cadáveres, y caminó hacia nosotros.
No pude creerlo, pero era él.
Era Jordi Hurtado.
La inmortalidad solo tiene una razón de ser, y esa es permitir que
Jordi Hurtado esté entre nosotros.
Cuando llegó, no pude más que lanzarme a sus brazos, porque uno
puede tratar de ir toda su vida de tipo duro, de hombre que no necesita a
nadie ni a nada para ser feliz, pero en cuanto tenemos delante a una
celebridad, a alguien a quien admiramos más que a nuestros propios
padres, la fan histérica y con ganas de tener un hijo fruto del sexo salvaje se
apodera de nosotros.
No le besé, pero a punto estuve de hacerlo.
—¿Estáis bien? Suéltame, por favor.
Dicho y hecho. Bueno, tardé un par de segundos.
—Espero no haberos asustado. Estábamos de camino al plató cuando
nos hemos encontrado con toda esta locura. La verdad —se dio la vuelta y
observó con calma el paisaje dantesco que se mostraba ante nosotros. El
fin del mundo—, es que se ha ido todo realmente a la mierda, ¿no?
Asentí, tratando de parecer un hombre hecho y derecho, y después le
pregunté que si no se había hecho nada, que si se encontraba
completamente bien.
—Hace falta más que esta pequeña explosión para matarme, chico. Lo
mismo le dije a Dios cuando trató de inundar la Tierra, pero se empeñó en
que solo podían ir Noé y su familia en el barco. Así que me construí mi
propia balsa y me tocó esperar. No sabes lo largos que pueden hacerse 40
días y 40 noches cuando estás solo y te haces a ti mismo las preguntas. Es
un aburrimiento total.

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Tras esa clase de teología le pregunté que si tenía algún plan y él me
preguntó sobre el nuestro. Y no pude mentirle.
Le comenté que yo solo había salido a dar un paseo, a aclararme las
ideas sobre un asunto personal, por el cual no preguntó porque era un tipo
educado, y que me había topado con todo aquello. A la pregunta que me
hizo de si ese niño era mi hijo, respondí:
—¿Este?, no. Solo es un niño que ha matado a un par de personas en
los diez minutos que lo conozco, pero no sé ni cómo se llama.
Jordi no pudo hacer más que mirar al niño con algo de desconfianza,
porque una cosa es ser inmortal y otra que no te importe que un niño con
brotes psicóticos trate de volarte la cabeza, pero al final optó por
presentarse. La educación, como una rotura sentimental, nunca puede
faltar en la vida de una persona.
—Hola, chico —se agachó delante de él, que no dejaba de acariciar a su
gato mientras nos ignoraba por completo—, me llamo Jordi, ¿y tú?
Apartó la mirada de su mascota y nos miró por turnos, primero a mí
con un gesto de indiferencia que dolió más que si me hubiera dado una
patada en los huevos, y después a Jordi, cuya reacción fue, simplemente, de
maniquí.
—¿Mi nombre? —La escopeta seguí apuntando al suelo, por lo que no
me preocupé mucho. —Mi mamá siempre me decía que no confiara en
desconocidos.
—Tú mamá era una mujer muy lista, ¿dónde está?
—Le he pegado un tiro hace un rato. Quería que ordenara mi cuarto y
que me comiera un bocadillo de fuagrás.
Jordi me miró, buscando en mis ojos una señal que afirmara que
aquello era falso, pero encontró un movimiento afirmativo por mi parte
que lejos estuvo de ser tranquilizador. Una gota de sudor cayó de su patilla.
Estaba muy sorprendido.
—Bueno, no son malas razones para matar a una madre, la verdad.
—Llevaba tiempo queriéndola matar. Esto del fuego y los demonios y
los agujeros en el suelo la verdad es que me ha ayudado mucho.
La sonrisa que nació de entre los labios que aquel niño solo podría
describirla con una palabra: Damien.
—Es lo que tienen las desgracias, ¿no?, siempre hay alguien que le ve
el lado bueno.
Jordi se levanto y me susurró al oído.
—Este chaval está muy loco. Habrá que ir con cuidado.
Dicen que lo primero que hay que hacer en la vida, para poder llegar a
alguna parte, es desconfiar de los demás y, en cuanto tengas ocasión,
traicionarles. Supongo que todo el mundo tiene su manera de triunfar, y

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que a algunos no les suele importar pisar al prójimo con tal de conseguir
alcanzar sus objetivos, pero me considero una persona lo suficientemente
sana mentalmente como para saber que si hago eso, si me lanzo a ese tipo
de juegos, me sería realmente complicado vivir conmigo mismo. No podría
mirarme en el espejo. Por eso, aunque ese niño fuera más peligroso que
meter el pene en una batidora, era alguien que formaba, de algún modo,
parte de mi equipo antes que Jordi, así que decidí no dejar que la opinión
de alguien nuevo, por muy famoso o inmortal que fuera, influyera en mi
escala de valores.
Aquel niño estaba muy mal de la cabeza, y era tan inestable como un
puente construido con chicle, pero aun así había sido el primer humano
vivo que me había encontrado en mi paseo que me ayudaba a sobrevivir,
aún a costa de la vida de otras personas.
—Hay que darle una oportunidad —le susurré a Jordi mientras
observaba como el niño acariciaba a su gato y le daba besos—. Aunque en
cualquier momento pueda matarnos, me ha ayudado, y eso debo
agradecérselo, aunque sea no matándolo a él.
—Bueno... tú sabrás chaval. Yo voy a seguir con mi camino, que vale
que el mundo ha llegado a su fin, pero tengo un trato con el maligno y no
pienso quedarme sin la mansión que me prometió a cambio de mi alma.
¡Oye! —gritó en dirección al niño, que dejó de lado las atenciones a su gato
y nos miró de rojo, tenso como un soldado en una trinchera, preparado
para levantar su arma y matar al primero que intentara joderle—, me tengo
que ir. Encantado de conocerte y suerte con esto de sobrevivir al fin del
mundo.
—Gracias —podía ser un desequilibrado y un asesino en masa y en
serie, pero ante todo tenía educación. Y eso es algo que valoro mucho a la
hora de aceptar amigos en mi círculo—. Suerte también para usted.
—Gracias. Bueno, chaval. Mucha suerte también para ti.
Nos fundimos en un abrazo y, aprovechando que estaba muy cerca de
mí, le arranqué un par de pelos de la nuca, de ese punto en el que el pelo es
tan abundando que un pequeño tirón lo sientes como un pellizco y no
como lo que realmente es. Nunca se sabe, pensé, cuando puede serte de
utilidad el cabello de alguien que es inmortal.
—Para usted también, señor Hurtado —le contesté al tiempo que me
guardaba en el bolsillo mi preciado tesoro.
Justo cuando dejamos que los sentimientos desaparecieran para
volver a convertirnos en hombres hechos y derechos, dejaron de llover
personas y una serie de explosiones, debidas a que los aviones empezaron
a estrellarse, nos rodearon como fuegos artificiales. Parecía que estábamos
en una zona de esas que utiliza el gobierno para probar bombas nucleares,

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ya que una serie de setas de humo nacieron por cada uno de los horizontes
que nos rodeaba. Me sentí, durante un instante muy estúpido, como un
pitufo.
—¿Qué es esto? —gritó el niño, que podía ser un desequilibrado
mentalmente pero también tenía derecho a sentir miedo.
—No te preocupes —¿de veras dije eso?, es decir, yo mismo estaba
preocupado, ¿por qué iba a decirle a un niño una mentira tan gorda?
Bienvenido a la paternidad, me dije—, ven conmigo y nos esconderemos
hasta que las explosiones acaben y estemos más seguros. ¿Confías en mí?
—No —A veces la sinceridad no es la mejor opción—, porque no te
conozco. Además, la última persona en quién confié me acabó haciendo
daño. No quiero que vuelva a pasar...
—Yo no voy a fallarte —me agaché y le cogí de los hombros, preparado
para darle un abrazo sincero y de los que transmiten seguridad. Que al
final no di porque no tuve oportunidad—, debes confiar en mí.
Y, en el momento en que estaba a punto de darle el abrazo, que noté
que quería que le diera, una nueva explosión nos rodeó por el oeste, justo
al lado de la fábrica de almohadas a la que pensaba dirigirme con el niño.
No era un lugar blindado, lo sé, pero la comodidad a la hora de esconderse
y de esperar, tiene que ir siempre por delante. O eso creo yo al menos.
Del fuego que se acaba de originar en las inmediaciones de la fábrica
empezaron a salir demonios alados, algunos llevaban puestos sombreros
de cowboy y otro, aun sin ser un entendido, llevaban cascos de combate de
acero, llamados Stahlhelm, introducido por el ejército imperial alemán en
1916 durante la primera guerra mundial para reemplazar al tradicional
Pickelhaube de cuero endurecido. Pero ya os digo que no entiendo mucho
del tema. Volaban como si estuvieran borrachos, sin un orden lógico y sin
una formación de combate, ya no digo adecuada para cazar, que
demostrase algún tipo de disciplina militar existente en la historia. Pero
provenían del inframundo, así que supongo que allí luchan como les
apetece.
Para algo son demonios.
Las llamas comenzaron a alcanzar al almacén contiguo a la fábrica,
avivándolas aún más y lograron que alcanzaran una altura de casi 40
metros de alto que devoraron los edificios colindantes, que resultaron ser
un hospital y un asilo de ancianos. Poco a poco, el infierno, se iba
adueñando de la Tierra y de las almas de todos los que habitaban en ella.
—¿Qué podemos hacer? —me preguntó el niño, haciéndome volver al
mundo real, en el cual no estaba todo perdido aunque tuviese toda la pinta.
Debía luchar para salvar, aunque fuese, la vida de aquel niño cuyo nombre
desconocía pero al que, sin duda, le tenía un miedo de narices.

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—Tengo una idea, pero debes seguirme lo más deprisa que puedas,
¿vale?, ¿podrás hacerlo?
—Sí, creo que sí...
—¿Cómo te llamas? —pregunté llevado por la intriga y, sobre todo,
para tranquilizarle. Tenía que ponerle de mi lado, hacerle ver que era su
amigo y que junto a mi nada malo iba a pasarlo.
−KevinCostnerDeJesus.
Una risa sonora y soez escapó de mi garganta al saber la elección que
sus padres habían tomado a la hora de ponerle nombre. Pocas veces me
había topado con uno tan desafortunado, tan lleno de hijodeputeismo
como aquel. Y como me pilló de imprevisto no pude callarme, logrando
que mi vida corriera un riesgo innecesario.
KevinCostnerDeJesus... es que hasta escribiéndolo me da la risa.
Achinó los ojos, de puro odio, y levantó su escopeta apuntándome a la cara
con ella. Estaba a su merced, y lo que dijera a continuación iba a sacarme
de esta o convertirme en pasto para los gusanos.
Y como ya sabéis que aún faltan bastantes páginas para que esto
acabe, supongo que adivinaréis cual de las dos opciones se presentó ante
mí.
—KevinCostnerDeJesus —y me aguante la risa todo lo que pude, que
resultó ser suficiente—, no me reía de ti. De veras. Me he acordado de algo
muy divertido que hice con un tío mío, que se llamaba igual que tú.
—¿Un tío tuyo se llamaba como yo? —la escopeta empezó a
descender, llevaba por la intriga que daba tal descubrimiento, que era del
todo falso. Pero a los niños, como a los ancianos, a veces hay que mentirles
para hacerles felices. No es crueldad, es amor—, vaya... ¿Y también le
llamaban Yisus sus padres?
—Em... no, no le abreviaban el nombre, pero me ha hecho feliz
recordar buenos momentos con él.
—Vaya... —La escopeta volvió a su posición de bastón.— Siempre
había creído que era la única persona del mundo con este nombre, mis
compañeros de clase se reían de mi muchísimo.
—¿Y eso te entristecía? —Llevar a un niño a los recuerdos del pasado,
y si estos hacen que odie a alguien que no eres tú pues mucho mejor,
siempre ha sido una buena táctica para tranquilizarlos. —No eran buenos
compañeros, Yisus. No eran tus amigos.
—Lo sé. Mi padre me lo dijo una vez. Por eso un día fui armado con
una escoba, a la que le había afilado una de los extremos, y empecé a
clavársela a todo el mundo.
—Va... ya...
—Sí. Después me encerraron aquí, y hoy como me he encontrado la

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puerta abierta pues he salido. Las colchonetas, al final, son aburridas.
Entonces me di cuenta de que el lugar donde me había guarecido de
los cuerpos que cayeron del cielo era un psiquiátrico para niños. Yisus
miraba en esa dirección con cierta lástima, similar a la que siente un
treintañero que abandona su picadero de soltero para ir a vivir con la
pareja, pero con la templanza que da el sentirse preparado para sobrevivir
a lo que se ponga por delante. Además iba cargado con una escopeta y no
le temblaba el pulso a la hora de destrozarle el estomago a quien fuera, así
que lo tenía todo de su lado la criatura.
Empecé a pensar que, en estas circunstancias, en realidad yo era el
niño de la pareja.
Pero él no debía darse cuenta.
—¿Entonces, confías en mí?, ¿quieres que te lleve a un lugar seguro?
—Vale. ¿Y dónde está eso?
Muy buena pregunta, la verdad.
Le dije que aquí cerca, solo para darme tiempo a averiguar cual, de
todos los lugares devorados por las llamas o explotados o pasto de la
destrucción, iba a ser el indicado para darnos un momento de respiro.
Unos minutos de paz. Cogí de la mano libre a Yisus y le dije que me
siguiera, que conmigo estaba a salvo.
Y, aprovechando la confusión reinada por unos demonios que,
cuando doblamos la primera esquina, estaban desmembrando a un ciego
de la ONCE que no dejaba de preguntar por su perro, me dije a mi mismo
que más me valía tener una buena idea si quería salvar a ese niño armado
con una escopeta.
Pero, sobre todo, para poder pensar con calma sobre el problema que
me había llevado a pasear en tan fatídico día. Porque aquello era el fin del
mundo, vale, pero no por eso iba a dejar de lado mis problemas, ¿no?

Puedes contactar con Manuel Gris en:


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Instagram: manucly
Goodreads: Manuel Gris

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Tres vidas en el 2117
Izel Hanifah

El último sonido de arma de fuego fue a las 4:00 am, nada mal
comparado con el día previo que pararon hasta las seis de la mañana. El
ruido era ensordecedor, aunque los oídos ya estaban acostumbrados a ese
descomunal vibrar en los tímpanos y al acúfeno posterior que se iba
apagando con el soñar, el torpe pero incansable soñar. ¿Que el cerebro no
se daba cuenta de que ya no era momento para sueños? El tiempo del
mundo estaba contado, aunque nadie sabía quién tenía el cronómetro.
Esas tres horas restantes en las que Daniel Grau durmió, soñó pero no lo
recordó al amanecer. Abrió los ojos como cada mañana, en alerta total,
fijando la vista en las ventanas, las paredes, el techo incluso, y finalmente
en su mujer, que dormía en una cama especial, al otro lado de la
habitación.
—Buen día mi Meritxell… —le dijo con ternura, y luego intentó una
sonrisa que ella no podía ver.
Tampoco podía contestar al saludo matutino de su esposo. Tenía los
ojos abiertos, fijos en el techo, y en forma irregular parpadeaba: un, dos,
tres, parpadeo, cuatro, cinco, parpadeo, seis, parpadeo, siete … pero poco
movía los globos, y cuando ocurría era sin ningún fin, para desventura de
Daniel. A pesar de ello, unos ojos abiertos para él traducían que ya estaba
despierta, y a los despiertos se les habla.
—Tienes hambre ¿eh? —seguía tierno, casi como hablándole a un
bebé. Hacía años que no tenía contacto con ninguno, pero aún recordaba
que así se dirigían las madres a ellos, con tonos dulces y palabras
melodiosas. Así le gustaba dirigirse a su mujer, aunque no estaba seguro de
que ella siguiera entendiendo el lenguaje, menos aún las formas de
pronunciarlo. Lo único certero era que escuchaba.
Meritxell no se movió. El otro signo de que estaba viva, además de los
ojos abiertos, era una respiración que hubiera podido pasar desapercibida

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de no ser por la traqueotomía en el centro de su cuello. El aire, al tener que
escapar por ahí cuando vaciaba los pulmones, resonaba como un bufido,
en ocasiones acompañado por el gorgoreo de alguna flema atrapada.
Daniel se incorporó y, una vez que se hubo asomado por la ventana y
comprobado, a través de las rejillas de protección, que en la calle no había
nada amenazador que la noche les hubiese heredado, se dispuso a empezar
la rutina. Una bendita rutina que en medio del caos, era como un pedacito
de gloria, un respiro de normalidad, de menesteres tradicionales. Después
de besar a Meritxell en la frente, fue hasta la pequeña cocina, que se
encontraba inmediatamente saliendo de la habitación, compartiendo el
diminuto espacio con una mesa y dos sillas.
Daniel abrió la caja de las verduras y se sorprendió al encontrar sólo
una zanahoria y dos calabazas en buen estado, el resto ya estaban forradas
del molesto musguito amarillo que las volvía incomibles. Cada vez se
formaba más rápido, en cuestión de una noche se había extendido como
una plaga. El calor y la humedad del ambiente influían directamente en esa
velocidad, y las cuatro horas diurnas permitidas para abrir las ventanas de
par en par no bastaban para ventilar lo suficiente el departamento.
Intentarlo de noche era igual a morir. Así que Daniel optaba por el hambre
al quedarse sin opciones, como ese día de julio, del año 2117, cuando hizo
cuentas y enfrentó con pesar y frustración que aún faltaban dos días para
acudir a la entrega de despensa quincenal en el centro de la ciudad. Por
Meritxell no se preocupaba tanto, para ella tenía un bote de proteína en
polvo que podía diluir de más en días de carencia, pero él … él necesitaba
comida de verdad. Apretó los ojos para ahogar la humedad que pretendía
salir de ellos.
Partió la zanahoria en tres partes de 5 centímetros cada una y las
coció en una olla pequeña por 20 minutos. Mientras, mezcló 300 mililitros
de agua del grifo que había hervido la noche anterior con dos cucharadas
del polvo blanco que le habían proporcionado el mes pasado en el único
hospital que quedaba en la ciudad, si es que aún podía llamársele así al
edificio que estaba casi en ruinas. «Proteína de alto valor biológico», se leía
en la etiqueta, y era desde que estaba en estado vegetativo, la base de todo
alimento que recibía su esposa, a través de una sonda de gastrostomía.
Idealmente tenía que agregarle una papilla de fruta o verdura, aceite y miel
para completar la variedad de nutrientes básicos, pero eso casi nunca era
posible. Se había cansado ya de pedir la miel a los que entregaban las
despensas, siempre la prometían para la siguiente, y esa siguiente llegaba
acompañada de un pretexto que no servía de nada refutar. Aquel que
argumentaba de más en la repartición de víveres, recibía una despensa
castigada para la próxima quincena. ¿Valía la pena arriesgarse? No. Daniel

54
sabía que te iban contando cada protesta y cada queja, hasta un número no
conocido, que era cuando simplemente te llevaban con ellos, sin dar a
nadie explicación alguna. Era preferible manejar un perfil bajo frente a la
gente del ejército neomundial. Meritxell dependía de él al cien por ciento y
no quería imaginar lo que sería de ella si un día a él decidían hacerlo
desaparecer.
—Ni modo bella, hoy el licuado solo trae proteína y aceite —le dijo
resignado, sentándose en la orilla de la cama, ya listo para empezar —.
¿Qué quieres escuchar mientras desayunamos? Tengo en mente a Sabines
o a Benedetti.
Cinco segundos… diez segundos en silencio, en lo que Meritxell
decidía, o más bien, en lo que Daniel la imaginaba decidiendo, y luego
respondiendo, utilizando su voz, sus labios, incluso sus ojos, expresando su
opinión como solía hacerlo, siempre alegre, sofisticada, y usando más
palabras de las necesarias para convencerlo por centésima vez de que
Sabines era mil veces mejor elección.
—Sí, ya sé, ya sé… Sabines otra vez…
Daniel colgó la bolsa de plástico que contenía el licuado, conectó la
delgada manguera que salía de ella a la sonda de gastrostomía y reguló el
goteo de tal manera que pasara una gota por segundo. Luego sacó su libro
de poemas y comenzó a leer mientras caminaba en círculos por la
habitación. Y Meritxell solo parpadeaba un poco más rápido al rebotar la
voz de Daniel entre esas cuatro paredes. Un, dos, parpadeo, tres, parpadeo,
cuatro, cinco, parpadeo… respirar, comer, respirar… y nada más. Su vida se
había reducido a eso gracias a los golpes de un estrolk, golpes que recibió
por haberse resistido al robo de su vale de despensa, golpes sin razón,
golpes frenéticos, golpes que un año atrás Daniel intentó, pero no logró
frenar. Solo recordaba que el hombre en cuestión era muy joven, de ojos
rasgados y que tenía un tatuaje en el cuello en forma de araña. Los estrolk
eran personas que vivían en la calle o en los edificios en ruinas, hombres y
mujeres que al ya no tener nada que perder se conducían de forma
instintiva y salvaje ante el inminente fin del mundo. Ese término les habían
asignado el resto de los civiles y era tal su cantidad que, frecuentemente, se
perdía el control en las situaciones de violencia en las que participaban. El
propio ejército temía enfrentárseles, así que el único trato al que habían
llegado con ellos era que salieran después del toque de queda, las 19:30
horas, después de las cuales, si un civil decidía salir de casa, nadie podría
responder por su seguridad.
—«…Mi juventud no me sostiene, ni sé yo lo que digo y lo que callo,
estoy en mi ternura lo mismo que en el sueño están los párpados…»
Y en medio de la concentración que el poema reclamaba, se escuchó

55
que tocaban a la puerta. Daniel se sobresaltó, y volteó hacia la misma,
atemorizado.
La última vez que habían tocado con tanta insistencia, había sido
personal del ejército neomundial para hacer un chequeo de rutina y
llevarse lo que ellos llamaban «pertenencias de sobra». Aquella vez no les
fue tan mal, sólo les quitaron un juego de naipes y los tres espejos que
tenían. A Daniel le dio igual, de cualquier manera, ¿quién querría llevar un
seguimiento visual de su propia desnutrición y del crecimiento
descontrolado de faneras? Tenía seis meses sin recibir una navaja de
afeitar y con el cuchillo de cocina ya se había dado por vencido.
—¡Daniel soy yo, ábreme! —dijo el dueño del puño que seguía
golpeando la puerta. Era Ramón Tocornal, su vecino del departamento de
arriba.

Daniel dejó el libro de Sabines y fue a abrir, lo más rápido que sus
manos le permitieron, las cinco cerraduras que torpemente aseguraban su
hogar. No hubo tiempo para saludos, Ramón entró mostrando sudor en la
frente y agitando un papel entre pulgar e índice.
—Amaneció esto cerca de mi puerta, alguien debió deslizarlo por
error, es para tí…
Daniel abrió los ojos como platos, hacía años que las cartas estaban
prohibidas, además ni a él ni a Meritxell les quedaban ya familiares o
conocidos con vida, salvo el propio Ramón.
—Pero, ¿Cómo puede ser posible? Si nosotros no… ¿qué dice?, ¿la
leíste? —preguntó Daniel desconcertado mientras le arrebataba el papel.
Ramón asintió nervioso y se quedó ahí parado, sin moverse.
—Pues es que el nombre viene adentro, y ya abierta no me pude
detener, lo siento… pero léela hombre…
Daniel desdobló la carta:
«Señor Grau: Hoy en la noche el ejército neomundial pasará a recoger
personas enfermas y mayores de 60 años. Es parte de una estrategia de
depuración para optimizar el consumo de víveres que le quedan al planeta.
Se hará un censo con los habitantes que queden y sólo se entregará
despensa a los portadores de un nuevo brazalete de identificación. No
existe lista de los habitantes de cada casa por lo que puede esconder a
Meritxell. Que Dios los ayude. L.Z.T»
Se quedó boquiabierto, tenía tantas preguntas y tan pocas respuestas,
solo podía encontrar algo de consuelo en la especulación colectiva.
—¿Qué más encontraste? ¿Buscaste afuera del 1? —le preguntó
Daniel, refiriéndose al departamento de abajo, que estaba vacío hacía 4
meses.

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—No había nada más, ya bajé también… —respondió negando con la
cabeza y mostrando prisa pues lo que le interesaba era otra cosa—. Daniel,
¿quién es L.Z.T.? ¿La información es confiable?
—Ramón, tú eres la única persona en este mundo que conocemos mi
mujer y yo. No tengo idea de lo que significan esas iniciales.
Daniel no tuvo que convencerlo más, era obvio que decía la verdad y
esto en lugar de alegrar a Ramón, solo lo consternó más.
—Daniel, tú tienes 55, yo tengo 62, mi fecha de nacimiento está en el
brazalete, me llevarán, me matarán…
Ramón se llevó las manos al rostro y se sentó en una de las sillas de la
cocina, estaba aterrorizado. Ambos conocían los rumores de lo que hacía el
ejército con los que se llevaba. Una hoguera gigante que nunca dormía era
el verdugo más económico para las bajas de seres humanos inservibles.
—Meritxell… no puedo permitirlo… ella no ha hecho nada malo … —
Daniel volteó a la habitación e instintivamente revisó el goteo del licuado,
uno, uno, uno, uno. Luego vio los ojos de su amada, dos cuencas cada vez
más profundas por la desnutrición, encerrando esas moneditas verdes,
como él les llamaba, mirando como siempre a la nada.— Ramón ¿qué
podemos hacer? No sabemos si esa advertencia es real o es una broma.
—¿Y piensas arriesgar a tu mujer? Sabes que es perfectamente posible
esa limpia, cada vez nos dan menos alimento para más días … Tengo miedo
Daniel, tengo miedo, no quiero morir así… podría suicidarme pero soy tan
cobarde… tan increíblemente cobarde…
Ramón se desplomó a llorar sobre la mesa. Daniel fue de inmediato a
sentarse a su lado y le puso la mano sobre la espalda.
Eran amigos desde hacía 10 años, cuando los Grau habían llegado a
vivir a ese departamento. Había compartido con ellos la pena de perder a
toda su familia, primero a su hijo mayor, a quien el ejército se llevó por
armar una revuelta cuando le quitaron a su madre una máquina de coser
antigua, luego a su esposa e hija menor, cuando una banda de estrolks les
disparó por error pues estaban fuera de casa después del toque de queda.
Ahora no tenía nada, excepto un temple que no le permitía dejarse morir.
—Los vamos a esconder Ramón, a los dos… ¿no dice eso la carta?,
¿que esconda a mi mujer porque no hay lista? Podemos usar el sótano del
departamento de abajo y esperar que corramos con suerte…
No se le ocurría otra cosa y tenían pocas horas para actuar.
—¿Harías eso por mí Daniel? —preguntó Ramón esperanzado. Se
limpió las lágrimas con el antebrazo y lo miró con agradecimiento.
—Ramón eres mi amigo, no pienso dejar que te lleven solo por tener
62 años. Pero debemos apresurarnos, hay mucho que hacer —respondió
Daniel, palmeándole la espalda con camaradería.

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Los siguientes minutos los dedicaron a tratar de calmarse, a planear, a
decidir la mejor estrategia de engaño, a ultimar detalles y también a hacer
conciencia de que a partir del día siguiente, tendrían que pasar la mayor
parte del tiempo escondidos, y claro, comiendo aún menos de lo que ya
comían, pues ahora los víveres que recibiera Daniel, tendrían que dividirse
entre tres. El panorama no pintaba nada bien, no se veía ni un poco de luz
entre tanta oscuridad, pero estarían vivos, juntos, y eso era lo que debía
importar. Acto seguido se pusieron manos a la obra, mientras Daniel
esperaba a que terminara el licuado de Meritxell, empezó a meter en una
maleta las pocas pertenencias de ella, para bajarlas luego al sótano, así
como cualquier indicio de su existencia en ese departamento, productos
femeninos, la proteína en polvo, las bolsas para el licuado, la perilla para
aspirar, entre otras. Ramón por su parte subió también a salvar las
pertenencias que quería llevarse al sótano, toda la comida que le quedaba,
que no era mucha, algo de ropa, unos libros, y el resto lo empezó a revolver,
a desordenar, a tirar por el suelo, a hacer añicos lo que se podía, todo con el
fin de que pareciera que ahí ya no vivía nadie.

Al terminar de pasar el licuado, Daniel lavó la sonda de Meritxell,


aspiró con una perilla las secreciones de la traqueotomía, la cambió de
posición con ayuda de unas almohadas y se despidió momentáneamente
de ella, pues bajaría con Ramón al departamento 1. Ambos sabían que tenía
sótano pues alguna vez Begoña Caplea, la mujer que había vivido en él
desde su infancia hasta su muerte cuatro meses atrás, se lo había
compartido como su más grande secreto pues los apreciaba y sabía que
algún día les podría ser de utilidad el dato. La puerta estaba detrás de un
librero que se volvía imposible de mover cuando estaba cargado de libros.
Tardaron 30 minutos en quitarlos todos y apilarlos en una esquina, luego
entre los dos lo arrastraron hacia adelante, y ahí estaba, una pequeña
puerta con la llave pegada. Se miraron con asombro y alivio, al tiempo que
descansaban la agitada respiración. Ramón no quiso perder más tiempo,
fue hasta la puertita, giró la llave sin problema y empujó casi sin fuerza. El
escondite perfecto, no podían estar más felices. Exploraron el lugar
rápidamente, era más grande de lo que esperaban, cuatro metros
cuadrados aproximadamente, un foco que servía, un colchón viejo en el
piso, un sillón de piel café, una silla y nada más. En cuestión de una hora,
bajaron las cosas de Ramón, las de Meritxell, la comida y el agua. Daniel le
acondicionó el colchón a su esposa con una sábana limpia, unas cuantas
almohadas y varias cobijas por si fueran necesarias. Mientras hacían todo
eso, Daniel no dejaba de pensar en las iniciales de la carta, L.Z.T … L.Z.T ….

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¿por qué?, ¿quién eres? Pero en nada ayudaba su cerebro, no tenía la más
mínima idea de quién se había atrevido a prevenirlo sobre los planes del
ejército neomundial; menos aún con qué finalidad había sido escogido
precisamente él y por qué esa persona mencionaba el nombre de Meritxell
con cierta familiaridad. Al otro lado del sótano, Ramón se veía nervioso,
pensativo, desesperado por terminar. Casi no hablaron durante la tarea, y
al terminar de acondicionar el lugar, pidió a Daniel que lo dejara solo un
rato en su departamento.

Daniel subió al suyo y le dio de comer a su esposa nuevamente. Al


terminar las últimas gotas de licuado, se dispuso a bajarla al sótano para
dejarla lista, pues eran casi las 19:00 horas.

—Amor mío, vamos a tener que cambiar de techo, esto se está


poniendo cada vez peor… —le dijo con calma, con tranquilidad, con cariño,
y tomó su mano para besarla. Luego añadió sonriendo: —pero no temas,
estamos juntos y solo me separaré unas horas de ti… Vámonos preciosa…
Y cargó con toda la facilidad del mundo al amor de su vida, que ahora
pesaba 30 kilos menos. Estaba un poco rígida de las articulaciones pero
eso no fue impedimento para Daniel.
La bajó con cuidado por las escaleras, entraron al departamento 1 y,
después de un leve descanso, continuaron hasta la cama del sótano, donde
la depositó gentilmente. Ramón ya estaba ahí, sentado en el sillón de piel,
con una angustia terrible en la mirada.
—Todo saldrá bien Ramón, tienes que tener fe —le dijo Daniel, no
muy convencido de sus propias palabras. Tener fe en esos días era una
burla, pero era de lo poco que quedaba por decir para dar ánimos.
—Me preocupa que puedas mover tú solo el librero y poner tantos
libros…
—Amigo, estoy flaco pero soy fuerte, ya no pienses en eso —Trataba
de sonar tranquilo, pero ciertamente también le preocupaba el esfuerzo
físico que ameritaría la tarea de camuflar la puerta del sótano. — Debo
irme para empezar, podrían llegar en cualquier momento.
Ramón asintió, se levantó del sillón y extendió el brazo para
estrecharle la mano a Daniel.
—Te debo una Daniel, siempre te lo voy a agradecer. No te preocupes
por Meritxell, estaré al pendiente de ella…
Y se dieron un cálido abrazo.
Luego Daniel fue hasta la cama de su mujer. La besó en los labios, en
la frente, en ambas manos, le dijo que la amaba y salió del sótano sin mirar
atrás. Echó la llave, recorrió como pudo el librero y comenzó a subir las

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pilas de libros lo más rápido posible. Cuando terminó cerró el
departamento y subió al suyo, a terminar de afinar detalles para pretender
que vivía solo en todo el edificio y que así se las arreglaba bien. Luego se
sentó a esperarlos, a sentir miedo, ansiedad, temor, a extrañar a Meritxell,
a odiar a los humanos por llegar a tal grado de autodestrucción, a
frustrarse por la vida que les estaba tocando vivir. Se quedó dormido sobre
la mesa, con el pijama puesto. A las tres de la mañana lo despertó el timbre,
o más bien, la desesperación con la que tocaban el timbre, una y otra vez,
una y otra vez. Luego se escuchó un altavoz:
—Habitantes del edificio HG506, bajen a abrir el portón, revisión del
ejército neomundial de rutina.
Daniel bajó corriendo y les abrió las tres puertas de protección que
daban a la calle. Alcanzó a ver sobre la misma una especie de autobús con
las ventanas blindadas. Dos miembros del ejército se aproximaron a él, y
cuatro más se quedaron afuera montando una especie de guardia.
—Nombre —le dijo uno de los uniformados.
—Daniel Grau —respondió él tragando saliva.
Los hombres entraron, uno se dirigió a la puerta del departamento 1 y
el otro hacia la escalera.
—¿Cuántos departamentos son? ¿En cuál vive usted? ¿Cuántos civiles
habitan el edificio? —El hombre de la escalera hacía las preguntas sin
mirarlo, sólo sosteniendo su arma.
—Son tres departamentos, vivo en el 2, soy el único que habita, la
mujer del 1 murió hace cuatro meses y el último habitante del 3 hace dos
meses…
—Este es un chequeo de rutina, vamos a corroborar la información y
renovar los brazaletes, permítame el suyo —dijo el hombre frente al
departamento 1, extendiendo la mano hacia Daniel.
El brazalete traía grabados nombre completo y fecha de nacimiento,
era de un material parecido al silicio, se abrochaba con facilidad, era azul y
estaba hecho a la medida de la muñeca del propietario.
—55 años —dijo el uniformado que recibió el brazalete, dirigiéndose a
su compañero que ya empezaba a subir la escalera— Quédese ahí, vamos a
entrar a los tres departamentos.
Daniel obedeció, estaba petrificado, quería decir alguna plegaria pero
no recordaba ninguna, así que mejor agudizó el oído. El uniformado del
departamento 1 hacía algunos ruidos, movía cosas y abría cajones, no había
sonido de libros cayendo al suelo. El otro estaba muy silencioso, solo se
alcanzaban a oír algunas pisadas y el mecanismo de las puertas. Diez
minutos después ambos estuvieron nuevamente frente a él.
—Le haremos el nuevo brazalete y tendrá que presentarlo para que se

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le otorgue la respectiva despensa, con el viejo ya no será posible.
Y estas palabras le devolvieron la vida a Daniel, no se habían
percatado de nada, sintió que volvía a respirar después de haber estado
cinco minutos bajo el agua.
—Está bien, oficial —respondió aún nervioso.
Le tomaron nuevamente datos, le midieron la mano y en cuestión de
15 minutos le entregaron su nuevo brazalete, el cual también era de silicio
pero había cambiado de color. Ahora era verde y además de nombre y
fecha de nacimiento, traía un número. 302.
—Que tenga buena noche, con permiso.
Y se fueron. Por fin se fueron.

Daniel cerró las puertas con llave y al entrar se recargó unos


momentos en la pared solo para sonreírle a la nada. Sabía que les esperaba
una vida de secretos y hambre, y que la situación se pondría más difícil a
partir de ese momento pero la sensación de triunfo era indescriptible.
L.Z.T., todo gracias a L.Z.T., su salvador anónimo. Tuvo ganas de ir al
sótano a abrazar a Ramón y a Meritxell, pero habían quedado en que no lo
haría hasta el día siguiente si el plan había funcionado. Solo prevención
por si al ejército se le ocurría regresar en esa misma noche. Durmió a
medias, pues estaba emocionado, acababan de ganar para ellos y para
Ramón, un poco más de vida. ¿Cuánta? No lo sabía, pero se sentía muy
agradecido.

A la mañana siguiente, se vistió y bajó corriendo al departamento 1.


Quitó los libros lo más rápido que pudo y luego empujó el librero. Sacó la
pequeña llave y entró por la puertecita del sótano. La luz estaba apagada,
solo se distinguían las siluetas de los muebles y de Meritxell acostada al
fondo sobre el colchón.
—Soy yo… estamos a salvo.
Y esas fueron sus últimas palabras. Un golpe sordo en la nuca lo echó
al piso en un santiamén y ya no se levantó.

No supo que había sido su amigo Ramón, el que con un bate de


béisbol le había quitado la vida. No supo que el plan se le había ocurrido la
tarde del día previo, mientras estaba solo en su departamento,
reflexionando sobre lo que sería compartir el encierro del sótano con una
mujer a quien de vida solo le quedaban la respiración y los humores, por
más que Daniel le hablara y le leyera, y tener que aceptar la división entre
tres, de agua y comida, aunque a ella ya no le sirviera para nada. Se había
convencido de que era lo mejor, de que la carta de L.Z.T. había caído en sus

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manos por buena suerte o gracia divina y tenía que aprovechar la
oportunidad que la vida le estaba dando. Daniel tampoco supo que
Meritxell ya estaba muerta cuando él llegó el sótano. Mucho menos que
fue asfixiada con una almohada por aquel hombre que se decía su amigo.

Ramón se apresuró a quitarle el brazalete a Daniel y cuando se lo


puso advirtió que le apretaba demasiado, eso podría ser un inconveniente,
aunque bueno, sólo planeaba usarlo cuando saliera por la despensa. Le
quitó también la llave del sótano, y salió de prisa, no quería estar ni un
minuto más entre los dos cadáveres. Echó el cerrojo y deslizó la llave por
debajo de la puerta. Luego arrastró el librero, acomodó todos los libros, y
se fue a descansar a su departamento, satisfecho de que su plan hubiera
salido a la perfección.
Al día siguiente por la mañana, se puso el brazalete en la muñeca
derecha y se dispuso a ir a la repartición de despensas. Hizo una fila de
veinte personas y cuando llegó su turno, al oficial encargado algo le llamó
la atención.
—Señor…. ¿Daniel Grau? —preguntó mientras inspeccionaba el
brazalete. Ramón se puso nervioso.
—Así es —le temblaba la voz.
—Este brazalete le queda muy apretado, espere un momento —dijo el
uniformado. Y sin esperar su respuesta, le desabrochó el brazalete y se lo
llevó al interior de un establecimiento, donde había más personal del
ejército.
Cinco largos minutos de espera para Ramón en los que se imaginó lo
peor. En eso, salió un oficial de cabello negro, que se le quedó mirando con
extrañeza, un joven que no pasaría de los 30 años, según calculó.
—¿Daniel Grau? —lo llamó y le indicó que se aproximara—
Permítanos medir su muñeca para elaborarle uno nuevo.
El proceso fue rápido, obtuvo su nuevo brazalete, agradeció al oficial
el gesto que tuvieron con él, tomó su despensa y se retiró apresurado. No
reparó en que en la manga de ese uniformado de ojos rasgados, estaban
grabadas las iniciales L.Z.T. Regresó a su departamento y se sintió
incómodo todo el día. Algo no estaba bien, empezó con ansiedad, paranoia,
cada ruido de la calle lo exaltaba. Ese hombre del ejército lo había mirado
de una forma tan singular, como si supiera algo. Sintió miedo y no quiso
comer, solo echó todos los cerrojos y se metió en la cama, como un niño
pequeño que teme a los monstruos del armario. Intentó dormir pero no lo
consiguió, se quedó pendiente a un lado de la ventana, junto con las
imágenes de Daniel y Meritxell rondando su cabeza. A las tres de la
mañana alguien tocó el timbre. Ramón sabía que no tenía escapatoria, así

62
que bajó a abrir. El mismo oficial de la mañana, de cabello negro y ojos
rasgados, estaba ahí de pie en la entrada de su edificio.
—¿Qué desea? —preguntó atemorizado. Y en eso las vio… bordadas en
color dorado, las iniciales L.Z.T. Después de unos segundos en silencio, se
atrevió a decirlo—. Tú mandaste la carta… ¿quién eres?
—Soy alguien que tenía una deuda muy grande con Daniel y ayer
decidí pagarle…
Ramón ubicó bajo la luz de la farola el tatuaje en forma de araña en la
parte lateral del cuello del oficial. Abrió los ojos de par en par y dio dos
pasos hacia atrás.
—Tu eres el estrolk que dejó a Meritxell en coma…
—Así es… estaba drogado y llevaba seis días sin comer… Lo que hice
fue atroz, y no he dejado de lamentarme desde aquel día... Así que
reconstruí mi vida, pude entrar al ejército y desde entonces he procurado
estar al pendiente de los Grau, por eso les avisé de la depuración … Pero
hoy que te vi usando el brazalete de Daniel… tenía que venir a corroborar
lo que estaba pasando… —dijo el oficial, con un nudo en la garganta.
—Oh oficial, le explicaré entonces, no hay de qué preocuparse, ellos
están escondidos en el sótano. Ayer Daniel me contó lo de la carta, y me
pidió que lo ayudara.Verá usted, él y yo somos muy amigos —mintió
Ramón, muy seguro de sí mismo—. Yo tengo 62 años, así que también me
tocaba irme, pero él me convenció de quedarme en su lugar, con su
brazalete, para que él pudiera estar abajo atendiendo a su esposa, y yo me
ocupara de ir a recoger la despensa y lo que fuera necesario. ¿Gusta que lo
lleve a verlos? Están aquí en el primer departamento.
—Mmmm… No, no es necesario… Nunca me he acercado a Daniel. No
espero que entienda mi cambio de vida, sé que debe odiarme y no lo culpo,
es mejor que no sepa de mi existencia. De hecho, le agradecería que no le
comente nada acerca de mi visita —dijo el uniformado agachando la
mirada, aún tenía demasiada culpa y remordimiento. Se disponía a salir
del edificio, cuando hizo una pausa en su andar y dio media vuelta,
nuevamente encarando a Ramón—. Cuando vaya por víveres pida hablar
conmigo, oficial Louis Zegri… Arreglaré que lo dejen llevarse dos…
—Muchas gracias, oficial, Meritxell, Daniel y yo le estaremos
eternamente agradecidos… Y no se preocupe, su secreto está a salvo
conmigo… Dios se lo pague.
Y dicho esto, se estrecharon la mano, Zegri se fue y Ramón subió a su
departamento.
Esta vez ya no tuvo miedo, ya no tuvo angustia ni ansiedad, se recostó
en la cama, y por primera vez en muchos años, durmió tan plácido como
un bebé. Sin duda alguna, el tiempo que le quedara al mundo, la suerte

63
estaba de su lado, y planeaba seguir huyendo de la muerte a cualquier
precio y a costa de quien fuera, incluso de sus únicos amigos.

Puedes contactar con Izel Hanifah en:


Website: www.izelhanifah.wordpress.com

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El Monasterio de Uruk
Mae
Laura J. Freixinet

La gigantesca escultura rota en pedazos asomaba entre la arena. Las


piernas sin cuerpo, sobre un pedestal lleno de agujeros de metralla en el
que aún podía leerse la inscripción: «La grandeza de la patria nos hace
inmortales». El torso y la cabeza, semienterrados a pocos metros,
atravesados por grietas que los seguirían quebrando hasta reducirlos a
polvo. Shadya la contempló unos segundos, incapaz de decidir a qué
emperador correspondía aquella cabeza de piedra. Se bajó los pantalones,
se puso en cuclillas y, asqueada, le regó la cara, haciendo saltar el polvo de
sus ojos huecos.
De pronto, escuchó un grito ensordecedor a lo lejos. Se puso en
guardia, atenta, agazapada. Había sido uno de aquellos gritos que ponían
fin a una vida. Los escombros se extendían a lo largo de varios kilómetros.
Restos de hormigón, acero, árboles muertos y cristales rotos que bajo la luz
del sol brillaban como espejos. No quedaba casi nada de aquella ciudad y
no pensaba adentrarse más en ella para descubrir las miserias que aún
pudiera conservar. Había cogido todo lo que necesitaba. Regresó a la
carretera, donde la esperaba su bicicleta con el carrito en el que cargaba
sus escasas pertenencias.
—Ya las tengo. Podemos irnos —le dijo a su acompañante,
acomodando las dos bombonas de nitrógeno líquido y cubriéndolas con la
lona.
Apolonia ni siquiera la miró. Estaba entretenida mordisqueando unos
matojos resecos que crecían al borde de la carretera. Era una cabra de color

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caramelo con los cuernos rotos. Shadya la había rescatado de un vertedero
en Dafor y llevaban varios meses viajando juntas.
La mujer se ató bien los cabellos canosos y se cubrió la cabeza con la
capucha. Ya había superado la cincuentena, pero sus músculos estaban
fuertes y fibrados. Estiró la espalda, preparándose para pedalear de nuevo,
cuando escuchó el ruido de un pequeño motor que se acercaba. No tardó
en ver un dron sobrevolando las ruinas, dirigiéndose hacia ellas. En un
gesto automático, desenfundó la pistola y disparó. Rápida y certera. Dos
tiros y el dron cayó fulminado a una cincuentena de metros.

—¡Alguien se acerca! —gritó Malkias desde lo alto del campanario.


Estaba sentado en el suelo polvoriento, rodeado de palomas. Apoyado
en el murete de piedra con el torso desnudo, disfrutaba del sol que le
calentaba la piel morena y arrugada. Llevaba su hábito de monje atado a la
cintura con una cuerda y la barba llena de migas. Las sandalias destrozadas
le servían para machacar mendrugos de pan de maíz que lanzaba a las
aves.
Al escucharle, otro de los monjes subió al campanario. Espantó a un
par de palomas con una patada impaciente y se asomó hasta el borde de la
torre para contemplar el horizonte que se extendía frente a ellos. A un lado
estaba la línea de costa, con un mar intoxicado. Al otro, el que ahora
observaba, un desierto de ruinas, arena y polvo.
—¿Has visto, Ramiro? ¡Viene alguien! —volvió a decir Malkias
señalando hacia un lugar indeterminado, sin moverse del sitio en el que
llevaba horas sentado.
—No veo nada —contestó con cierta decepción el monje de cabeza
rapada, escudriñando los alrededores a través de sus gafas oscuras. Se
acomodó la capucha negra del hábito lleno de parches recosidos para
protegerse del sol, pensando que debía de tratarse de otra de las
alucinaciones del viejo.
—¡No estás mirando bien!
Ramiro se volvió hacia Malkias, que seguía arrojando puñados de
migas con sus dedos sucios y nudosos como las raíces de los árboles. Una
paloma con varias protuberancias en el cuello picoteaba ansiosa las
cabezas de las otras aves. La mayoría estaban enfermas y deformes.
Ramiro las miró con repulsión.
—¿Por qué sigues dando de comer a estos bichos asquerosos?
—Son supervivientes.

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—Lo único que hacen es llenarlo todo de mierda.
—Como nosotros, Ramiro, como nosotros.
—Nosotros estamos intentando salvaguardar la cultura, dejar un
legado…
—¡Tonterías! —murmuró el viejo—. Cuando muramos, lo único que
dejaremos será también un montón de despojos y porquería. No quedará
nada de todo eso con lo que sueñas. ¿No tienes ojos con los que mirar a tu
alrededor? ¿Has salido últimamente del monasterio?
—Sabes que hice voto de no volver a pisar el Suelo Corrompido. Y
cumplo mis promesas. Ocupo todas mis horas transcribiendo las
enseñanzas y recuperando datos de los discos que aún son accesibles. Está
en nuestras manos que todo este conocimiento no se pierda.
—Ramiro, hemos perdido otro dron —interrumpió Jon asomando la
cabeza por la escalera—. Algo ha pasado. No puedo acceder a los datos.
—El mundo exterior no quiere que lo molestemos…—sentenció
Malkias.
—¡Pero era el nuevo prototipo! —protestó Jon bebiendo un largo trago
de aguardiente. Aún era un adolescente imberbe, pero pasaba tantas horas
bebiendo y destilando alcohol como montando robots. Le ofreció la
cantimplora a Ramiro, que hizo un gesto con la mano para rechazarla—.
Tardé tres semanas en construirlo y no ha llegado a adentrarse ni 5
kilómetros en la Zona Norte. ¡Tardaremos meses en volver a conseguir
todas las piezas necesarias!
—Eso solo puede significar que la radiación va en aumento —
murmuró Ramiro, pensativo.
—No es eso lo que dicen las palomas. Han visto niños jugando allí.
—Si sigue aumentando, ni siquiera esta mierda de sitio va a ser
seguro... —replicó Jon, ignorando al anciano.
—No hables así, chico. Este monasterio te ha dado una oportunidad y
una nueva vida.

Shadya pedaleó con más fuerza, acercándose al monasterio medio


derruido que se perfilaba recio en medio de la penumbra, en aquellos
terrenos desérticos que parecían no tener fin. A su lado, en el borde de la
carretera se apilaban un montón de neumáticos reventados y desgastados
sobre los cuales alguien había clavado un cartel. Letras rojas apretadas y
pintadas a mano. Se detuvo a leerlo.
«Territorio del Monasterio de Uruk Mae. Este es un lugar de paz. Dios

67
y los guardianes te están observando».
Apretó la mandíbula, preocupada. Según la información que tenía, se
suponía que aquel lugar había sido abandonado años atrás, cuando se
habían ido los militares. Se bajó de la bici y se acercó con cautela al
edificio. Las puertas del monasterio estaban cerradas, pero un par de
sombras la observaban en silencio desde lo alto de la torre del campanario.
Shadya apenas podía ver nada. La noche empezaba a extender su
oscuridad sobre la arena y el mar como un manto de tentáculos pegajosos.
Apartó el pañuelo con el que solía cubrirse la boca y la nariz para
protegerse del polvo, dejándolo caer alrededor de su cuello. Tenía la cara
sucia, con arrugas muy marcadas alrededor de los ojos y la boca, pero una
piel aún suave y una mirada firme.
—¡Salve! —les gritó a modo de saludo, alzando la cabeza.
—¿Quién va? —contestó una voz masculina desde detrás del pórtico
cerrado, al tiempo que escuchó un zumbido acercarse por su espalda. Se le
tensaron todos los músculos y volvió la cabeza rápidamente. Un pequeño
dron, del tamaño de una rata, se había detenido a apenas un metro de su
cara. Reconoció el piloto parpadeando en rojo y el objetivo de una cámara.
La estaban grabando.
—Soy una viajera —dijo fijando sus ojos en el dron—. Estoy de paso.
—¿Vas armada? —preguntó otra voz de hombre desde detrás de la
puerta.
—¡Claro que voy armada! ¿Cómo, si no, habría llegado hasta aquí?
El dron se acercó más a ella. Su zumbido la ponía más nerviosa que
aquel silencio ominoso. Pero se limitó a quitarle el seguro a la pistola con
discreción y a aflojar la tira de la desgastada funda de cuero que llevaba
atada a su antebrazo izquierdo, donde tenía un cuchillo.
—Haced que ese cacharro se aparte de mí —dijo al fin.
—¡Abrid! —ordenó alguien desde lo alto de la torre—. Es ella. La he
visto en mis sueños.
Shadya miró hacia arriba sintiendo un escalofrío subiéndole por la
columna vertebral. No pudo ver nada, pero que alguien creyera haberla
visto en sus sueños no le resultaba tranquilizador. El dron seguía dando
vueltas a su alrededor, como un pequeño satélite. En aquel momento,
estuvo tentada a darse la vuelta, pero ya era tarde para eso.
—¡Es una mujer! ¡No puede entrar aquí! —gritaba una voz ronca,
mientras Shadya escuchó como se corrían los pesados cerrojos de hierro
oxidado y los goznes chirriaban.
Shadya se puso a la defensiva, lista para atacar a la mínima amenaza.
Se había acostumbrado a vivir sola, con el cielo como único techo. Hacía
tiempo que no se sentía cómoda en los espacios cerrados ni con gente a su

68
alrededor. No desde que un grupo de supervivientes de los caminos se
uniera a ella y a su compañero para luego, en mitad de la noche, robarles el
coche y casi todo lo que tenían. No pudo hacer nada por salvarle. Ahora
Ryan estaba enterrado en medio de la nada. Era ya solo un recuerdo que
dolía y un círculo rojo marcado en su mapa, junto a tantas otras señales y
lugares. Pero sí pudo salvar el congelador. Por eso ahora era necesario
entrar en aquel monasterio.
Un monje encapuchado, de espesa barba pelirroja y ojos azules como
un cielo de verano apareció frente a ella. Shadya calculó que debía tener
poco más de cuarenta años. Detrás de él podía ver al menos una docena de
siluetas encapuchadas, pero en la penumbra no era capaz de distinguir sus
rostros o de determinar cuántos eran con exactitud.
—Soy Mateo —murmuró él tendiéndole la mano—, Explorador del
Monasterio de Uruk Mae. ¿Quién eres, extranjera, que viajas entre las
sombras?
—Shadya —respondió ella con un ligero gesto de cabeza.
—Sé bienvenida a nuestra humilde morada —dijo el monje haciéndole
un gesto para invitarla a entrar—. Este es un lugar de paz. Dios, mis
hermanos y los guardianes nos están observando. Deja tus armas, la ira y
los pensamientos que te alejan de la luz junto a la puerta.
Shadya escupió y le mostró la pistola, poniéndole de nuevo el seguro.
—Esto es todo lo que tengo.
Había tratado con suficientes sacerdotes y políticos antes del Desastre
como para querer mantenerse apartada de ellos. Acarició a Apolonia en la
cabeza, y el animal le lamió la mano en un gesto cariñoso. Shadya le dio un
beso entre los cuernos partidos, susurrándole «buena chica». Agarró la
bicicleta por el manillar y, arrastrándola, cruzó las amplias puertas de
madera corroída por el paso del tiempo, pero aún fuerte, como la misma
tierra que se resistía a morir. Se preguntó si no estaría cometiendo uno de
los errores más grandes de su vida al entrar allí, pero debía hacerlo. Las
búsquedas en los laboratorios, hospitales y talleres que había visitado hasta
el momento habían resultado inútiles. Casi todo estaba destruido. Después
del Desastre, los monasterios se habían vuelto a convertir en lugares en los
que aún se salvaguardaba algo de conocimiento y cultura. Pero aquel en
concreto, le interesaba porque había estado durante un tiempo en manos
de militares. Por eso estaba señalado en su mapa.
Mateo indicó a la mujer que le siguiera hasta llegar al claustro, donde
las gárgolas y capiteles de formas retorcidas que representaban monstruos,
santos, dioses y demonios de la antigua religión se alineaban ante ellos,
medio ocultos en la penumbra. En el centro del patio había un huerto y un
pozo. Shadya sentía las miradas de los monjes clavadas en su espalda,

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llenas de desconfianza.
—¡No debería entrar aquí! —insistió uno de ellos, apoyado en una
columna.
—Hermano, han empezado las horas oscuras, es nuestro deber ofrecer
hospitalidad a quienes la necesitan —contestó Mateo.
—Puede dormir en los antiguos establos —intervino una voz
autoritaria que reflejaba unas cuerdas vocales ajadas por los años. Shadya
supuso que sería el abad, o al menos alguien con la suficiente influencia
para que nadie se opusiera a sus órdenes. El hombre que había hablado, de
cabellos grises, se acercó hasta ellos y echó una profunda mirada a la
mujer, evaluándola, pero sin dirigirle la palabra—. Mateo, ayúdala a
acomodarse y encárgate de que no les falte de nada, ni a ella ni al animal.
Reúnete con nosotros en el refectorio para la cena. Los demás, a la iglesia.
Es la hora de la oración.
Mateo la condujo por el pasillo porticado hasta los antiguos establos.
Al entrar, prendió una lámpara hecha con una lata de refresco y unos
trapos viejos empapados en aceite. La habitación se iluminó. Era una
estancia amplia en la que se almacenaban cajas, maderas, bidones y
herramientas oxidadas. En un rincón había un colchón lleno de manchas.
—Puedes dormir aquí —murmuró él, echando hacia atrás la capucha
de su hábito negro y descubriéndose la cabeza. Tenía una larga cabellera de
un color naranja intenso, a juego con la barba, que brillaba con las llamas—.
Te traeré unas mantas.
Antes de irse sacó una manzana medio podrida de algún lugar y se la
ofreció a la cabra. Shadya se la quitó de las manos y le dio un par de
bocados antes de entregarle el resto al animal.
—Servirán la cena cuando terminen las vísperas —dijo Mateo.
El monje volvió al cabo de un par de minutos con las mantas, algunos
trapos y un balde con agua.
—¿Qué te ha traído hasta aquí?
—Nada en particular. Soy nómada, solo estoy de paso.
—Nadie viene a Uruk Mae de paso. Estamos demasiado cerca de la
Zona Cero.
—Me gustaría lavarme, ¿te importa dejarme a solas?
—Por supuesto —asintió él con una sonrisa torcida que dejaba
translucir cualquier cosa menos pureza.

Contó un total de dieciséis monjes sentados a lo largo de una mesa de

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madera antigua y maciza. Sobre sus cabezas colgaban unas preciosas
lámparas ornamentadas que hacía años que ya no iluminaban nada. La
única luz provenía de rudimentarias lámparas de aceite cuyas llamas
fluctuaban dándole un aspecto bastante siniestro a la sala. Uno de los
monjes leía en voz alta un libro sobre termodinámica. El resto le escuchaba
en silencio.
—La mujer no puede cenar aquí —indicó Ramiro, interrumpiendo la
lectura—Este no es su lugar.
Mateo asintió. Shadya le siguió hasta la cocina, donde un monje
limpiaba con diligencia un montón de pescado. Sabía que eran pescados
por su olor, pero nunca había visto nada con un aspecto tan repulsivo.
Cabezas deformes, estómagos llenos de ojos, una masa informe con bultos
y extraños conjuntos de aletas. El monje, un chico tuerto con el cráneo
lleno de cicatrices, los destripaba y fileteaba hasta convertirlos en daditos
más o menos uniformes que colocaba con cuidado en una bandeja cubierta
de manteca y hierbas. Mateo le saludó con una inclinación de cabeza.
Sirvió a Shadya un cuenco de sopa de verduras, pan y una copa de
aguardiente.
—Gracias.
—Puedes servirte más si te quedas con hambre. Yo voy a cenar con
mis hermanos. Descansa de tu viaje. Mañana, cuando la luz traiga un
nuevo día, hablaremos.
Shadya no contestó. Estaba demasiado concentrada en la comida. En
cuanto se terminó la sopa, repitió y cortó algunos pedazos más de pan que
metió dentro de su bolsa con disimulo. Echó un vistazo alrededor. La
cocina estaba bien surtida, con estantes en los que se alineaban latas
oxidadas de conservas. Podía oír las voces apagadas de los monjes que ya
llevaban un rato discutiendo en el comedor. Sabía que hablaban sobre ella,
pero en aquellos momentos no le importaba demasiado lo que dijeran. No
tenía pensado estar allí pasado el amanecer. Se tomó un par de copas más
de aquel aguardiente casero, mirando como el monje tuerto seguía
limpiando pescado.
—¿Por qué no estás con los otros? —le preguntó al fin.
Él esquivó su mirada y bajó la cabeza, concentrándose en su tarea sin
pronunciar palabra. Shadya resopló fastidiada. El mundo tal y como lo
habían conocido hacía décadas que ya no existía, pero aquellos hombres se
empeñaban en seguir viviendo como ocho siglos atrás.
Volvió al establo. Lo primero que hizo fue asegurarse de que no
faltara ninguna de sus pertenencias. Todos los materiales médicos, libros y
fármacos estaban en el carrito, donde los había dejado. Con cierto alivio,
revisó el congelador. Allí estaba. Dentro de su cajón de plástico, protegido y

71
funcionando correctamente. Comprobó la temperatura y las reservas de la
bombona de nitrógeno. Hizo un rápido cálculo mental. Había ganado ocho
días a lo sumo. No era suficiente. Necesitaba encontrar otra fuente de frío
más estable. O la forma de construir la máquina.
Estuvo un rato hablando con la cabra, mientras le daba de comer
algunas hojas verdes que había arrancado de un pequeño huerto del
claustro. Luego se tumbó en la cama para descansar. Antes de salir tenía
que asegurarse de que todos los monjes estuvieran dormidos. Sacó su
mapa y dibujó una X sobre el hospital que había visitado al mediodía. Ya
no quedaba nada útil allí. El mapa cada vez tenía más aspas rojas. Todas las
clínicas, ambulatorios, hospitales y laboratorios médicos habían sido
saqueados o destruidos. Su única posibilidad era acercarse aún más a la
Zona Cero, donde los demás no se atrevían a entrar. Hizo algunas
anotaciones en el diario y dejó reposar la cabeza en aquella almohada que
olía a humedad. Hacía tiempo que no se tumbaba en una cama tan blanda
y su mente empezó a desvanecerse. Se obligó a mantenerse despierta hasta
que el silencio absoluto se adueñó del lugar.
Antes de salir del establo, buscó varios botes en el interior de su
mochila. En un pequeño vial, mezcló agua oxigenada, difenil oxalato y
rodamina. Lo tapó, agitándolo, mientras el cristal se iluminaba en un tono
rojizo a causa de la reacción química.

Shadya salió a explorar el interior del monasterio lo más


silenciosamente que pudo en busca de lo que pudiera quedar de las
antiguas instalaciones militares y de un traje NBQ que le permitiera
adentrarse en la Zona Cero si llegaba a ser necesario. Fue avanzando con
sigilo, abriendo y cerrando las pesadas puertas procurando que ninguna
chirriara: despensa, lavandería, almacén, acceso a la iglesia, sacristía,...
Unas escaleras de piedra desgastada daban acceso a un piso superior.
Supuso que arriba debían estar los dormitorios. No iba a arriesgarse a
subir a menos que no encontrase nada abajo. Había marcado el monasterio
en su mapa porque luego del Desastre se había convertido en un Punto
Seguro desde el que los militares habían organizado al menos un par de
expediciones para intentar rescatar supervivientes en los alrededores
Hayun, después de que la bomba termonuclear hubiera devastado la
ciudad. Pero de eso hacía ya más de cinco años y según la información que
tenía, el monasterio debería haber estado abandonado. Se consideraba una
zona de riesgo. No obstante, ahora que estaba allí y había comprobado la

72
profundidad del pozo, visto el huerto y el aislamiento que proporcionaban
los gruesos muros centenarios, había comprendido que aquel lugar tenía
muchas posibilidades. Probablemente por eso los monjes habían
permanecido allí. Hizo una pausa en la enfermería para forzar los armarios
y coger algunas medicinas que estaban encerradas bajo llave.
Siguió explorando y se detuvo en una estancia amplia que parecía un
taller mecánico. En ella se amontonaban cables, piezas de ordenadores,
baterías, motores, placas con circuitos, hierros y una gran cantidad de
material electrónico tirado sin ningún tipo de orden aparente en el interior
de cajas de plástico y madera. Sobre una mesa, había varios drones a
medio montar, papeles con diseños dibujados a mano y un montón de
destornilladores. Se puso a comprobar el interior de una caja, en busca de
piezas que pudieran ser útiles para construir la máquina.
—¿Qué haces aquí? —la sorprendió una voz. Era Mateo.
—Nada —contestó Shadya incorporándose rápidamente.
—¿Qué es lo que estás buscando? —preguntó él acercándose a ella y
mirando por encima del su hombro qué había sobre la mesa.
—Solo daba una vuelta antes de ir a dormir.
—Entonces no te importará explicarme qué son todas esas baterías y
bombonas de nitrógeno que llevas contigo.
Shadya palideció, pensando en que los malditos monjes habían
aprovechado para revolver todas sus cosas mientras ella cenaba. Un
arrebato de ira le recorrió la espina dorsal, pero se contuvo. Mateo no
había mencionado el congelador. Si lo habían visto, no se habían dado
cuenta de lo que era, ni de lo que contenía. De haberlo hecho, ni siquiera
hubiera mencionado las baterías.
—¿Habéis estado revolviendo mis cosas?
—Y tú mirando a ver qué encuentras en el monasterio… ¿Estás
pensando en llevarte algo? Recuerda que siempre estamos vigilando. —
Mateo hizo una pausa y le dio un trago a una botella de aguardiente que
llevaba en la mano. Se la ofreció.— Jon está diseñando nuevos drones
solares para cartografiar los alrededores y poder ver qué queda aún en
cada sitio —dijo finalmente cogiendo uno de los planos de la mesa—. Es un
chico muy inteligente. En otros tiempos habría hecho grandes cosas. Ha
conseguido que puedan recorrer más de 40 kilómetros de forma
autónoma.
—Creo que me he cargado alguno de esos —rio ella dándole un trago
al licor. El alcohol se le estaba empezando a subir a la cabeza—. Si quieres
saber mi opinión, es más eficaz explorar directamente sobre el terreno.
—En eso estoy de acuerdo —contestó él acercándose más y mirándola
fijamente—. ¿Qué es lo que buscas?

73
Shadya le arrebató la botella y bebió un largo trago, pensativa.
—Quiero construir algo, pero me faltan materiales. ¿Tenéis alguna
fuente de energía estable?
—Depende de lo que quieras construir.
Dudó unos instantes. No le había contado a nadie su proyecto. Pero
mientras observaba las piezas y herramientas que había en el interior de
aquella habitación, pensó que tal vez pudieran llegar a un acuerdo. A fin de
cuentas, el monasterio era un lugar relativamente seguro y allí, delante de
sus ojos, tenía la prueba de que sabían trabajar con tecnología.
—Un útero artificial.
—¿Qué? —dijo él— ¿Para qué?
—No me digas que no sabes para qué sirve un útero —dijo ella con
una sonrisa burlona que remarcó la profundidad de las arrugas en las
comisuras de los labios.
—Sí, pero…
—Antes del Desastre, yo era investigadora en el Departamento de
Reproducción Evolutiva para la Eugénesis de la Universidad de Melket. El
último proyecto en el que trabajé fue la aceleración de la gestación en
unidades artificiales. Conseguimos que los embriones de cerdo se
desarrollaran completamente sanos, en tan solo una semana, dentro de
una matriz robótica. En el vientre materno necesitan quince.
—No sabía que un feto pudiera crecer dentro de una máquina…
—Puede.
—De todas formas, no quedan muchos cerdos a los que criar para
montar una granja.
—No quiero criar cerdos. Quiero criar humanos.

Apoyado en el muro del campanario, con la brisa polvorienta


soplando a su alrededor, Malkias tenía la mirada perdida en la oscuridad.
Una paloma de dos cabezas paseaba sobre el borde de las piedras melladas,
dejando que el anciano la acariciara con sus manos arrugadas. La noche
era oscura, sin más luces en el horizonte que las de las estrellas y la luna
reflejándose en las aguas negras del mar que se abría frente al monasterio.
—Sí, tienes razón —le dijo a la paloma, pensativo, mientras le daba un
pedacito de patata hervida y una de las cabezas trataba de quitarle la
comida a la otra—. Yo también los he visto, encerrados. En una caja. Pero
todavía no ha llegado el momento de volar… Vivimos en un tiempo en el
que ya solo la muerte podrá traer vida. ¿Quieres más comida, bonita?

74
Dejó un puñado de semillas sobre la piedra y se apartó del muro. En
la oscuridad, apoyando las manos en la pared para mantener mejor el
equilibrio, descendió por las escaleras desgastadas y se dirigió hacia la
cocina.

Se reunieron en la sala capitular después de la misa de la mañana. Los


muros del monasterio eran sólidos y conservaban el frescor de la noche. Al
cruzar el umbral de la puerta, Shadya sintió que allí dentro uno podía
retroceder varios siglos solo con el tacto de la piedra y el olor a madera
rancia de las sillerías talladas con esmero. Los monjes fueron
distribuyéndose en los asientos de nogal ennegrecidos por el tiempo,
alineados a lo largo de los muros. En el centro de la sala, de pie frente al
atril, estaba Mateo.
—Esta mujer —comenzó el monje señalando a Shadya, que se movía
inquieta en su silla junto a la puerta—, ha recorrido en los tres últimos años
muchos más kilómetros de los que la mayoría de vosotros haréis en toda la
vida. Trae noticias que confirman lo que yo he visto y las imágenes que nos
muestran los drones —hizo una pausa y tomó aire—. El mundo como lo
conocíamos ya no existe. Por eso os pido que la escuchéis, porque los
tiempos de oscuridad absoluta vuelven a estar cada vez más cerca. Y
nosotros podemos hacer algo para intentar cambiarlo.
Nerviosa por las miradas desconfiadas y curiosas fijadas en ella,
Shadya se acercó a Mateo y expuso su proyecto, tal y como se lo había
contado al monje pelirrojo la noche anterior. El murmullo de
desaprobación iba en aumento según avanzaba su discurso.
—¡Eso es una herejía, una idea arrogante que solo puede tener su
origen en el mal! ¿Quiénes somos nosotros para manipular la vida y la
muerte?
—¡No voy a permitir que se haga eso entre estas paredes!
—¿Qué pensáis que pasará cuando hayáis muerto? —contestó Shadya
—. Ahí fuera cada vez hay menos personas. Y no querríais encontraros con
la mayoría de ellas. Apenas quedan asentamientos. Los pocos niños que
nacen, lo hacen deformes, como esos pescados que os coméis y os están
envenenando lentamente. Se trata de volver a empezar…
—¡Esta mujer quiere corromper los designios de la naturaleza!
—¡No!¡Eso es justo lo que he visto en mis sueños! —gritó Malkias
poniéndose en pie—. Un nuevo inicio, niños jugando bajo las estrellas.
—¡Basta de tonterías! —gritó otro monje de piel arrugada—. No

75
permitiré que el mal obre dentro de este recinto sagrado.
—Estáis salvando información de un puñado de discos para dejar un
legado —siguió Shadya—, pero no servirá de nada si no hay nadie para
usarla. ¿Queréis hacer algo que permanezca? Lo único que trasciende al
tiempo es la propia vida.
—¡No voy a seguir escuchando estas locuras! Si la mujer quie…
De pronto un grito desgarrador transformó la discusión en silencio.
Shadya palideció. No era un grito humano. Era Apolonia.
—Joder.
Salió corriendo al claustro, buscando instintivamente su pistola. Pero
no la llevaba encima. La había entregado al llegar al monasterio, al igual
que el cuchillo de combate. Iba completamente desarmada. Fue directa a
su dormitorio. La cabra no estaba allí. Vio a un monje en el patio, apostado
en una esquina, medio escondido entre las columnas, como si estuviera
vigilando algo.
—¿Dónde está? —le gritó.
Él no contestó. Repitió la pregunta otra vez, empujándole contra la
pared, amenazándole con el puño.
—¡¿Dónde está la cabra?!
El monje señaló el pasillo que llevaba a la cocina.
Apolonia estaba encima de la mesa donde tan solo unas horas atrás
ella había cenado. Le habían cortado el cuello y su sangre manaba a
borbotones sobre la madera, tiñéndola de rojo. El monje tuerto que se
encargaba de la cocina estaba procediendo a despedazarla con la ayuda de
un enorme cuchillo oxidado y de un monje escuálido y con un tumor en la
espalda que sujetaba al animal. La miraron con sorpresa.
—Solo queríamos comer unas costillas a la brasa…
Shadya se abalanzó sobre el cocinero, propinándole un rodillazo en el
estómago que le hizo aullar de dolor. Le golpeó repetidamente la mano
contra la mesa para hacerle soltar el cuchillo, mientras él, aún
desconcertado, gritaba e intentaba escapar.
—¡Para!¡Suéltale! —gritó el otro, tratando de apartarla.
Pero no pudo. En aquel instante, Shadya era un concentrado de rabia
pura. Le dio un codazo en la nariz y recogió el cuchillo de hoja afilada,
moviéndose ágil y escurridiza como una serpiente, tal y como había
aprendido durante los últimos años. Empuñó el arma con las manos
temblando de ira, acercándola a la garganta del monje tuerto mientras lo
arrinconaba contra la mesa hasta que le obligó a poner su cabeza junto a la
de la cabra. Sabía que si lo hacía, ya no habría vuelta atrás.
El otro seguía chillando y golpeándola en la espalda, mientras ella
resistía cada golpe como si no sintiera nada, cuando un grupo de monjes

76
encabezado por Mateo y el abad llegó a la cocina, corriendo y gritando de
forma agitada.
—¡La desgracia! ¡Os dije que la mujer nos traería la desgracia! —se
lamentó alguien.
—¡Detente, viajera! —ordenó el abad con su voz potente pero calmada
—. Suéltale y hablemos de lo que ha pasado.
Ella seguía hundiendo la hoja afilada en la garganta del monje, viendo
resbalar las gotas de sangre roja por el filo, ya sin saber si era del chico o de
la cabra. Mientras, algo martilleaba en el interior de su cabeza, anulando su
conciencia y tiñéndolo todo de negro. Negro y rojo. Habían matado a
Apolonia. Su única amiga. Al oír la voz del abad, se dio cuenta de que
estaba temblando y de que casi no podía respirar. Le faltaba el aliento.
—Shadya —intervino Mateo acercándose despacio—. Podemos
arreglarlo.
Ella gritó con rabia y lanzó el cuchillo al suelo. Agarró por las sienes al
monje que aún tenía bajo su merced y le escupió en la cara antes de
golpearle la cabeza contra la mesa. El joven gritó de dolor y se dejó resbalar
hasta el suelo, acurrucándose sobre sí mismo. Estaba llorando. Shadya le
miró con desprecio. Se volvió hacia la cabra y la besó entre los cuernos
rotos, como solía hacer cuando estaba viva. Cuando el olor metálico de la
sangre se introdujo por sus fosas nasales sintió una ligera arcada. Acarició
su pelaje pardo. Había compartido muchas cosas con ella, pero no había
podido hacer nada por salvarla. Lo mismo que a Ryan, su marido. No había
podido salvarle. Horas de soledad, kilómetros de desierto, heridas, reyertas
con los supervivientes de los caminos. Y otra vez la impotencia. Los ojos se
le llenaron de lágrimas.
—Sois seres miserables y traidores —dijo mirando a los monjes que la
rodeaban—, anclados en el pasado. Os contentáis con quedaros al margen
de todo, ignorando la realidad y pensando solo en vosotros. No sois
mejores que los que quedan fuera.
—Por favor, acepta nuestras disculpas —dijo el abad. Luego se volvió
hacia los monjes—. No sé de quién fue la idea de sacrificar al animal, pero
habéis desobedecido las reglas. Estaba bajo la protección del monasterio.
Era un huésped. Ambos seréis castigados por ello.
—Pero… ¿podremos comérnosla? —preguntó el monje flaco y de
espalda torcida que había ayudado al cocinero a matar la cabra.
El abad lo meditó unos instantes.
—El animal está muerto. Desperdiciar su carne sería una ofensa a dios
y a la vida.
Los ojos del monje flaco se iluminaron por un momento, como si
cualquier castigo mereciera la pena siempre que pudiera comer un pedazo

77
de carne asada. Shadya vio esa mirada y por un momento se arrepintió de
no haberles matado. A los dos.
—¡Y una mierda os la vais a comer! —gritó encarándose al abad—.
Como alguien toque su cadáver, le rajo hasta desangrarlo. ¡No os merecéis
su carne!
Mateo se interpuso entre ambos e hizo un gesto alzando la mano para
indicarle a Shadya que se callara.
—Luego de lo ocurrido —le dijo a su superior—, deberíamos al menos
ayudarla a construir su máquina para compensar el daño…
—No —respondió el abad, sin poder apartar los ojos de la sangre que
goteaba por el borde de la mesa, salpicando el suelo, donde el joven monje
tuerto seguía llorando acurrucado, agarrándose las rodillas con las manos
ensangrentadas—. La mujer abandonará el monasterio de inmediato. Su
llegada ha destruido la paz y la convivencia. Regresad todos a la sala
capitular.
Mateo hizo un gesto negativo con la cabeza, pero no dijo nada.

Cuando Shadya abrió la puerta del establo se encontró con un monje


arrugado sentado en el colchón, intentando abrir la pesada caja de plástico
que protegía el congelador con los óvulos y embriones. Iba con el pecho
descubierto, con la parte superior del hábito enredada en la cintura, atada
de cualquier manera con una cuerda.
—Deja eso o te mato —le amenazó ella.
Llevaba más de veintisiete meses transportando aquel congelador de
un lugar a otro mientras reunía los recursos necesarios para mantener en
condiciones óptimas las células y embriones criogenizados y para poder
darles vida. No iba a perderlos en aquel monasterio.
—Quiero ayudarte —respondió Malkias con voz pausada, dejando la
caja a un lado—. Soñé con tu rostro, soñé con niños jugando bajo las
estrellas. Las palomas me hablaron de una mujer que transportaba los
espíritus de los antepasados. Están en esta caja. Pero no puedes liberarlos
tú sola. Por eso estás aquí.
Shadya lo miró con desconfianza.
—No voy a quedarme aquí.
—Viniste a nosotros porque necesitabas ayuda. Deja que te ayudemos.
—No puedo arriesgarme a que estos embriones acaben como
Apolonia.
—Solo te pido que confíes en mí. Sigue las órdenes del abad,

78
abandona hoy el monasterio y entierra a tu cabra. —Hizo un pausa.— Pero
vuelve dentro de tres días. Entonces todo estará resuelto. Tendrás aquí un
lugar seguro donde los niños podrán tomar forma.
—¿Cómo quieres que me fíe de ti, de ninguno de vosotros, luego de lo
que habéis hecho?
—Solo tú puedes decidir qué quieres hacer. Yo quiero volver a ver vida
en este lugar y escuchar risas de niños. Estoy cansado de ver solo muerte y
ruinas. Y tienes que saber que mi mente vuela lejos, muy lejos … —dijo él
tocándose la frente con la mano y haciendo un gesto indicando el infinito.
Shadya asintió sin hacerle demasiado caso. No lograba quitarse de la
cabeza la imagen de Apolonia sobre la mesa, los ojos muertos, la lengua
rosada asomando entre los dientes.
—Lo pensaré —dijo finalmente, mientras se agachaba para recoger la
caja y cargarla en el carro.

Shadya estuvo varios días deambulando por el páramo,


completamente sola, dirigiéndose hacia el siguiente punto que tenía
señalado en el mapa, unos viejos astilleros que estaban ya cruzando el
límite declarado como seguro. Ahora el mapa tenía un nuevo círculo rojo
marcado a poca distancia del monasterio de Uruk Mae, donde había
enterrado a Apolonia. Tenía al menos seis días de viaje, pero tras
abandonar el monasterio pasó una jornada entera acampada en unas
ruinas en medio de la nada.
Por las noches, acurrucada en refugios improvisados, pensaba en las
palabras del viejo monje, en la mirada intensa de Mateo y en la muerte de
Apolonia. Y aferrada al congelador, comprobaba que todo estuviera bien, y
repasaba con el dedo sobre el mapa los caminos que ya había recorrido,
contaba todos los lugares que ya había tachado, y calculaba cuántos
kilómetros más iba a tener que hacer hasta conseguir convertir en realidad
lo que ya se había transformado en el único objetivo de su vida. Una
mañana, al amanecer, vio un ave negra y escuálida sobrevolando el
horizonte y entonces decidió volver.
Esta vez llegó al monasterio de Uruk Mae cuando el sol estaba en lo
alto. Mientras se acercaba por la carretera y pasaba junto al cartel de
madera, todo su cuerpo estaba en tensión. Una presión que la atrapaba
como el vacío que se aferraba a su pecho. Un pequeño dron se acercó a
ella, con la luz roja de la cámara brillando, pero se alejó rápidamente,
elevándose en el cielo. Shadya lo siguió con la mirada hasta lo alto de la

79
torre. Había dos personas apostadas allá arriba. Se bajó de la bicicleta y
desenfundó su pistola, quitándole el seguro antes de escuchar el chirrido
de los goznes oxidados de la puerta. Apuntó al frente, esperando a que
terminara de abrirse. La silueta desgarbada de Mateo apareció frente a ella,
se había afeitado la cabeza.
—Sé bienvenida a nuestra humilde morada, Shadya —dijo el monje
centrando su mirada en el arma—. Este es un lugar de paz. Dios, mis
hermanos y los guardianes nos están observando. Deja tus armas, la ira y
los pensamientos que te alejan de la luz junto a la puerta.
—¡Déjate de gilipolleces! No pienso dejar mis armas en ninguna parte
—replicó ella sin mover ni un milímetro el cañón de la pistola.
—Baja el arma, nadie va a hacerte daño.
—Quiero hablar con el viejo —respondió ella.
—Malkias ha muerto —dijo él con voz pausada.
—¿Qué? Pero entonces… Yo… Él me dijo…
—Sé lo que te dijo. Y solo espero que esto merezca la pena —contestó
Mateo con hostilidad, apartándose para dejarla pasar.
Shadya no se movió. El claustro se abría frente a ella tras el pórtico,
vacío. No se escuchaban voces, ni había monjes observándola con miradas
de desconfianza como la vez anterior que había entrado allí. Aquello la
inquietó, haciendo que se pusiera aún más alerta. ¿Y si le habían tendido
una trampa? Apretó con fuerza la empuñadura de la pistola. Jon, el monje
adolescente que se encargaba de construir los drones, no tardó en
aparecer.
—Te estábamos esperando —la saludó el chico.
Shadya suspiró profundamente y guardó el arma. Al fin y al cabo,
después de analizar todas sus opciones, había vuelto allí. Había decidido
confiar en aquel monje de piel tostada y arrugada que ahora estaba
muerto. No tenía sentido seguir pensando en Apolonia, ni en todas las
cosas que podían salir mal. Había decidido volver, sabiendo que si la
traicionaban, sería el final del camino. Y no solo para ella. Tomó la bicicleta
dirigiéndose hacia el establo, mientras escuchaba como Jon volvía a cerrar
la puerta tras ella.
—No —le dijo Mateo—, ven, por aquí. Ya que te vas a quedar, puedes
ocupar una celda junto a las nuestras. Estarás más cómoda.
Le indicó que la siguiera hacia las escaleras que estaban junto a la
cocina y el refectorio, y que daban acceso al piso superior. Al cruzar el
patio, Shadya notó que en uno de sus extremos la tierra se veía más oscura
y húmeda, como si la hubieran removido recientemente. Se dijo que
debían estar sembrando y preparando una nueva zona de huerto en el
claustro.

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—¿Qué le ha ocurrido a Malkias? —preguntó finalmente.
—Se tiró desde el campanario —contestó Mateo en un tono hosco que
dejaba claro que no quería hablar sobre el tema.
—Malkias siempre quiso volar —añadió Jon dándole un trago a la
petaca llena de aguardiente. Se la ofreció a la mujer, pero ella la rechazó.
—Lo siento —murmuró Shadya pasados unos segundos. Hizo una
pausa— Pero, ¿entonces habéis logrado convencer al abad?
—Podríamos decirlo así —respondió Mateo—. Pero ven conmigo,
quiero enseñarte algo.
Ella le miró con desconfianza.
—Jon vigilará tus cosas, no te preocupes.
El chico asintió y se sentó en las escaleras junto a la bicicleta,
contemplando con curiosidad la sucia lona que cubría el carrito. Su rostro
era decidido, con cejas pobladas y una boca en la que se alineaba un
rosario de dientes llenos de fracturas. No había en ella rastro de sonrisa
alguna.

10

Mateo y Shadya bajaron a la cripta por unas escaleras desgastadas y


estrechas que se escondían detrás del altar de la iglesia. Las llamas de la
lámpara lanzaban sombras anaranjadas sobre el angosto espacio en cuyas
paredes había esculpidas pequeñas capillas con imágenes de santos que en
algún momento habían sido decapitadas. Ahora eran cuerpos de piedra sin
cabezas, rodeados de flores secas y con inscripciones de todo tipo grabadas
a punta de cuchillo.
—Has tardado mucho en volver —le dijo Mateo.
—He tenido que pensarlo mucho.
Frente a ellos había una puerta metálica de apariencia robusta.
Shadya se quedó observando durante unos instantes la plancha lisa y
brillante, mientras el monje buscaba entre un manojo de llaves.
—Después del Desastre, nos enviaron aquí —dijo—. Yo formaba parte
de la Unidad Especial de Rescate.
—¿Eras militar?
Mateo asintió con la cabeza, empujando la puerta. Esta cedió con un
ligero gruñido.
—Cuando terminaron las operaciones, decidí quedarme. Había tenido
suficientes muertes. A pesar de estar muy cerca de una Zona Cero, el
monasterio es bastante seguro. Me ha permitido llevar otra vida durante
estos años.

81
Entraron en una pequeña sala polvorienta, con las paredes de piedra
llenas de manchas de humedad. En el centro había un enorme generador
eléctrico, rodeado de pesadas garrafas de plástico, cruces de madera y
deslucidos cuadros de santos con la pintura agrietada por el paso del
tiempo.
—Cada vez que salgo al exterior busco alimentos, medicinas, ropa,
ordenadores, cualquier cosa que pueda sernos útil. También he ido
recuperando todo el combustible y la gasolina que he encontrado. Pero
hemos procurado usar el mínimo. No sabíamos qué nos iba a traer el
futuro. Creo que con lo que tenemos acumulado hasta ahora, podemos
obtener energía lo suficientemente potente y estable para tu máquina.
Shadya contempló el generador, fascinada, viendo por fin una
oportunidad de cumplir con su objetivo y deslizó los dedos sobre el metal
frío del motor.
—¡Creo que servirá! —dijo entusiasmada—. Lo importante es
mantener constante el nivel de temperatura para que se desarrollaren de
forma adecuada.
—Luego nos ocuparemos de los detalles. Jon te ayudará a construir la
máquina. La pondremos en el altar. Así podremos conectarla al generador,
tenemos suficiente cable. Y arriba tenemos más luz y mucho más espacio.
Cuando regresaron al claustro, encontraron a Jon sentado en las
escaleras, junto al carrito, absorto en la lectura de uno de los cuadernos de
Shadya. No había podido resistir la tentación de levantar la lona y
averiguar algo más sobre la máquina que tantos problemas y discusiones
había generado en la comunidad.
—Esto es fantástico —murmuró el adolescente fascinado, sin mirar a
Mateo siquiera—. ¿Lo has diseñado tú? —le preguntó a ella.
—¿Puedes construirlo? —contestó Shadya.
—Sí. Los circuitos y la mecánica son relativamente sencillos. Lo único
que veo más complejo es programar correctamente los algoritmos de
movimiento y alimentación. Habrá que calibrarlo con mucha precisión
para ajustar los impulsos de forma que se adapten a las constantes vitales
del… niño. Será difícil poder hacerlo sin monitorizar el corazón.
—Llevo conmigo un antiguo ordenador con el programa que
usábamos para eso en el laboratorio. Si logramos ponerlo en marcha de
nuevo, no será difícil.
Un monje corpulento, de piel negra y con una prótesis híbrida en uno
de sus brazos estaba regando las tomateras del huerto. Shadya lo observó
moverse con parsimonia, cargando un pesado cubo de agua y miró de
nuevo a su alrededor. Todo estaba en silencio.
—¿Dónde están los demás?

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—Muertos —contestó Mateo.
Jon bajó la mirada hasta el suelo, apretando los puños y luego volvió a
centrarse en las páginas del cuaderno, abstrayéndose por completo de la
conversación.
—¿Qué quieres decir muertos? ¿Qué ha pasado?
—Tuvimos diferencias respecto a qué hacer contigo y con tu máquina.
—¿Los habéis matado? —dijo ella en tono agudo, sin poder creer lo
que estaba escuchando.
—El día que te fuiste, Malkias vino a verme y me habló de sus
visiones. Él quería ayudarte. Después de lo ocurrido, comprendió que no
había otra solución si no queríamos arriesgarnos a que cualquier día la
máquina apareciera destrozada o los embriones tirados en el patio. Lo
discutimos mucho. Intentamos convencer al abad, pero no hubo manera —
Hizo una pausa, desviando la mirada a algún punto indefinido.— Es difícil
hacer cambiar de opinión a alguien que solo ha conocido un tipo de vida.
Así que hicimos lo que teníamos que hacer.
—Joder…—murmuró ella, aún sin poder creerlo—. Pero yo no quería
que…
—Déjalo. Nadie quería. Será mejor hablar del futuro que del pasado.
Atrás hay demasiadas cosas de las que prefiero olvidarme. Malkias no vio
otra salida. Lo único que necesitas saber ahora es que los cinco que
quedamos, somos de fiar.

11

Pasaron dos semanas construyendo el útero artificial, siguiendo con


mucho cuidado todos los esquemas detallados que Shadya había anotado
en sus cuadernos y contrastando todas las placas y circuitos con las
fotografías que ella había tomado de las máquinas del laboratorio de la
universidad. Mateo además, se encargó de salir al exterior para conseguir
una de las proteínas sintéticas que les faltaban para el líquido amniótico
acelerador. Tras visitar varios asentamientos abandonados, las encontró en
un pequeño ambulatorio a las afueras de Shetzbar.
—Conecta ese cable ahí —le ordenó Jon a Shadya mientras él
atornillaba la última de las piezas en una palangana de plástico que iba a
servir de recipiente para los embriones—. ¡Ya lo tenemos!
Los ojos del joven brillaban con fuerza. Desde que se había inmerso
en la construcción de la matriz, parecía haberse transformado en otra
persona. En su cabeza seguía dándole vueltas para ver cómo mejorarla.
Shadya se alejó de la máquina, situada a un lado del altar de la iglesia. Era

83
tremendamente fea y aparatosa, construida con piezas de aquí y de allá
que habían ido encajando de la mejor manera posible a base de clavos,
pegamento y cinta aislante, pero estaba terminada. Los rayos de sol caían
sobre ella, alternando su luz clara con la luz teñida por los fragmentos de
vidrieras de colores que aún se conservaban. La miró con orgullo y,
situando el pequeño ordenador sobre la mesa del altar, lo enchufó a una
pequeña placa solar. Arrancó el programa y comenzó a hacer todos los
ajustes necesarios para adaptar la máquina a las necesidades de un
embrión humano. En el laboratorio solo había trabajado con animales. Así
que no podía estar completamente segura de cuáles serían los resultados,
pero había pasado muchas horas haciendo cálculos para que todo saliera
bien. Pulsó un botón. La máquina comenzó a descargar líquido en la
cubeta preparada para albergar el feto y a realizar suaves contracciones en
la membrana de plástico flexible que la cubría.
—Parece que funciona —dijo Jon con satisfacción, sin dejar de
atención a los movimientos rítmicos.
—Pronto lo sabremos —respondió ella.
Pasados unos minutos la máquina seguía respondiendo de forma
regular. Así que Shadya la paró, seleccionó uno de los embriones del
congelador y lo albergó en el interior del útero de plástico y metal. Volvió a
cerrar el recipiente con cuidado de sellar bien los bordes con las gomas que
lo protegían. Y volvió a ponerla en marcha. El líquido amniótico cubrió el
diminuto feto que quedó flotando como una alubia en un vaso de agua.
Ella sonrió, confiando en que aquel iba a ser el primero de muchos
pequeños que verían la luz del sol, sanos y sin malformaciones, pues su
ADN se había seleccionado y rectificado en el laboratorio para garantizar
que fueran especímenes fuertes y resistentes. Comprobó la temperatura, el
ritmo cíclico de las constantes vitales y el resto de indicadores. Su sonrisa
fue en aumento según pasaban los minutos. La máquina respondía. El
embrión había sobrevivido al proceso de descriogenización y todo parecía
funcionar correctamente.
—Creo que lo hemos conseguido —dijo ella finalmente, apartándose
de la pantalla.
Los cinco monjes seguían plantados alrededor de la máquina,
hipnotizados por los ruidos que emitía desde su interior. Jon sacó su petaca
de aguardiente, la alzó en el aire en señal de brindis y le dio un trago antes
de pasársela a Mateo.
—Por el futuro —dijo él, mirando a Shadya fijamente.

12

84
El sol comenzaba a ponerse, cubriendo la arena del páramo desierto
con su aliento naranja. Mateo y Shadya estaban en lo alto del campanario,
donde Malkias había pasado tantas horas dando de comer a las palomas.
Ahora ya nadie les daba de comer y poco a poco, las aves enfermas habían
dejado de volver al monasterio de Uruk Mae, buscando otros lugares en los
que alimentar sus tripas vacías.
—¿Cuántas semanas tardará en nacer? —preguntó él sin estar muy
convencido de que nacer fuera la palabra adecuada.
—Estará completamente formado en tres semanas. Quizá un poco
menos. Ahora Jon está vigilándolo. Los dos estamos haciendo turnos para
tenerlo controlarlo en todo momento.
—Es una pena que Malkias ya no esté aquí —dijo él, apoyado en el
muro y dejando perder la vista entre los matojos que crecían en la arena—.
Le hubiera gustado tanto poder volver a ver un bebé sano… pero fue
demasiado para él, perder a todos los hermanos. Hemos compartido
muchas cosas aquí.
—Todos hemos vivido demasiadas cosas —contestó Shadya dejando
volar su mente hasta Ryan y Apolonia. Seguía echándoles de menos y
pensaba en ellos a diario.
Un intenso pitido proveniente de la iglesia partió el silencio en dos.
—¡Mierda! —gritó ella lanzándose escaleras abajo.
Mateo la siguió.
En la iglesia, Jon estaba completamente paralizado delante de la
máquina, tapándose los oídos ante el pitido agudo y chirriante que se
clavaba en los tímpanos. Tenía la mirada fija en el suelo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó a Shadya, pero la voz se le congeló al
instante.
La membrana de la máquina estaba rasgada, alguien la había roto. El
suelo del altar estaba empapado por el líquido amniótico sintético que
salía a chorros, de forma rítmica por los tubos rotos. Mateo desconectó de
un tirón el cable de la máquina que la conectaba con el generador. El pitido
cesó.
Entonces Shadya la vio. En el suelo, intentando incorporarse con la
misma torpeza que los caballos recién nacidos, resbalando sobre el líquido
que la había estado alimentando, había una niña desnuda. Por su tamaño,
aparentaba tener unos tres años. Tenía una larga melena de cabellos negros
pegados a la cara y enredados en el cuello. Seguía conectada a la máquina a
través de un pequeño tubo que cumplía la función del cordón umbilical y
en una de sus manos todavía agarraba un trozo de plástico de la
membrana. Mientras seguía intentando ponerse en pie, abría la boca y la

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movía como si quisiera hablar, pero de ella no salía ningún sonido. Sin
embargo, sus ojos de un color verde casi fosforescente parecían estar
analizando a todos los presentes.

Puedes contactar con Laura J. Freixinet en:


Website: www.cafedelescritor.com
Twitter: @laurajfrei
Mail: cafedelescritor@gmail.com

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Alfa y Omega
Mar Ferrer

La alarma sonó por todo el interior del inmenso domo de cristal. En


otros tiempos, aquella alarma habría puesto en alerta a los veinticuatro
guardianes, pero ahora solo eran tres los que respondían a las emergencias.
Alfa, Lambda y Épsilon se pusieron las armaduras, cogieron sus
armas y se dirigieron al lugar donde el ordenador central les indicaba se
estaba produciendo el asalto. Habían saltado los sensores del perímetro
donde los salvajes estaban atacando con intención de entrar. No era la
primera vez. Los guardianes recordaban centenares de asaltos como aquel,
y aunque con el tiempo el número de atacantes y la frecuencia había
disminuido, nunca habían cesado de intentarlo.
Sus órdenes eran proteger el jardín que albergaba el gran domo de las
ansias de destrucción de aquellos salvajes y de cualquiera que quisiera
entrar. Así lo hacían desde siempre, y así lo seguirían haciendo, aún a costa
de la propia vida.
Los tres salieron por una de las compuertas de acceso, la cual se cerró
detrás suyo. Los recibió un viento cálido y pesado. Ante ellos había un
desierto de rocas negras que se extendía alrededor del domo hasta donde
se perdía la vista. Resiguieron el perímetro hasta encontrar a los salvajes.
Eran menos de un centenar y estaban golpeando la pared de cristal con
herramientas que habían construido ellos mismos.
Al verlos, algunos de los salvajes se apartaron de la pared y se
prepararon para luchar.
—Épsilon —dijo Alfa—, tú a la derecha. Detén lo que sea que estén
haciendo en la pared. Lambda y yo nos ocupamos del resto.
Los tres guardianes empezaron a correr hacía los salvajes. Lambda
vio como Épsilon cogía fuertemente sus hachas y en un par de saltos se
apartaba de ellos e iba hacía el domo. Gracias a su velocidad subió por la
pared convexa con la intención de esquivar el grupo central de los salvajes

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y dejarse caer sobre su objetivo. Alfa desenvainó su espada y las llamas de
plasma recorrieron toda la superficie de la hoja. Lambda siempre quedaba
impresionado por la cantidad de energía que Alfa era capaz de controlar.
Él, en cambio, prefería la alabarda porque le daba cierta distancia con los
enemigos.
De repente una lluvia de rocas les cayó encima. Lambda esquivó las
que pudo, aunque más de una le golpeó la espalda y los brazos. De reojo
vio a Alfa con un hilo de sangre que le caía de la ceja. A él también le había
cogido por sorpresa ese rápido ataque. Vieron como los salvajes volvían a
cargar sus hondas y las disparaban con todas sus fuerzas. Esta vez estaban
preparados y tanto él como Alfa las esquivaron sin problemas.
Épsilon se deslizó por la pared del domo y cayó en medio de los
salvajes. Lambda lo vio manejar sus hachas y como los salvajes que
estaban demasiado cerca caían al suelo muertos. Se empezaron a oír los
primeros gritos de miedo entre ellos, junto con órdenes que los obligaban a
permanecer en sus puestos y luchar.
Lambda y Alfa debían romper la línea de atacantes para llegar a
donde estaba Épsilon y así terminar con el asalto de los salvajes. Debían
darse prisa o su hermano corría el peligro de verse desbordado. Era el
momento de Lambda, con su alabarda podía abrir una brecha en la línea
de atacantes. Sin pensárselo, corrió hacia el centro y con un giro de su
alabarda cayeron muchos, incapaces de hacer nada ante la envergadura de
aquella arma.
Épsilon gritó e instintivamente, Lambda detuvo su ataque por unos
segundos y miró hacía su posición para ver lo que le había pasado. Épsilon
había perdido una de sus dos hachas. De alguna manera, aquellos salvajes
habían conseguido que una de ellas saliese volando y se clavara en el suelo
a varios metros de la pelea. Alfa, al verlo, se enfureció y salió corriendo
espada en mano hacia el grupo más numeroso de salvajes. Durante la
carrera, Lambda vio como todos aquellos que se le cruzaban por el camino
caían muertos al suelo con horribles quemaduras. La espada de Alfa se
movía a derecha e izquierda en un vaivén que bien podría haber sido una
danza. De repente, uno de los salvajes gritó una orden y el grupo que tenía
a su alrededor se puso en fila. Del suelo levantaron más de veinte estacas
de madera que apuntaban directamente hacía Alfa. Este, incapaz de
disminuir la velocidad se lanzó contra ellos. Algunas lanzas se rompieron
pero muchas lo atravesaron.
—¡No! —gritó Épsilon al verlo.
Tanto los guardianes como los salvajes detuvieron el combate y un
extraño silencio los rodeó. Alfa estaba aún de pie, con una decena de
estacas de madera que lo atravesaban. Lambda vio cómo su hermano

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giraba la cara hacía él y por un segundo, en medio del dolor, le sonrió. Vio
cómo su cuerpo se iba transformando en piedra, en una masa de piedra
blanca sin forma que desafiaba la oscuridad del suelo. En el momento en
que dejó de respirar, sucumbió a la completa transformación. Y la energía
que había estado acumulando su cuerpo y su arma salió disparada en
todas direcciones. La explosión hizo temblar cielo y tierra, y los salvajes
que estaban alrededor cayeron al suelo.
Cuando la energía se disipó, los atacantes que habían sobrevivido
reaccionaron y empezaron a huir. Épsilon se convirtió en un tornado de ira
que mataba todo aquel que se le pusiera delante. Lambda cogió su alabarda
con más fuerza y se lanzó de nuevo al combate para terminar con todos
aquellos que corrían a su alrededor. En pocos minutos, los dos guardianes
estaban solos, rodeados de cadáveres.
Lambda se acercó a la gran piedra blanca que había sido Alfa, su
compañero, su hermano. Puso la mano sobre la roca. Aún estaba caliente.
Sabía que esa sensación desaparecería. Miró alrededor y a lo lejos vio las
otras veintiuna piedras blancas como aquella. Monolitos blancos que
marcaban los lugares de las batallas y los lugares donde sus hermanos
habían dado la vida.
Lambda recogió la espada de Alfa para devolverla a la armería.
Épsilon, a su lado, seguía llorando.
Eran guardianes, soldados, protectores del domo y de todas las
plantas que contenía, pero la pérdida de otro de los suyos era dura. Muy
dura.

Entraron en el domo y sin pausa caminaron hacía el edificio central.


A su alrededor se extendían los bosques con decenas de especies
diferentes de árboles, rodeados de cientos de otras plantas, desde flores
hasta cactus. La superficie era tan extensa que en diferentes áreas se
potenciaban diferentes climas, desde las humedades de los trópicos hasta
los bosques boreales. El ordenador central que controlaba el perímetro
también era el encargado de controlar las condiciones climáticas del
interior.
Los guardianes entraron en el edificio y fueron directamente a la sala
de control.
—Ordenador —dijo Épsilon—, hemos vuelto.
—¿Situación? —preguntó la voz metálica a través de los altavoces.
—¡Como si no lo supieses ya, maldita sea! —exclamó Lambda.
Épsilon lo cogió del brazo para intentar tranquilizarlo.
—Los salvajes se han ido. Perímetro seguro. Alfa ha muerto.
Y aquellas últimas palabras rebotaron en las paredes vacías y

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volvieron a ellos como un mazazo.
—Código verde restablecido —dijo el ordenador—. Situación normal.
—¿Situación normal? —se enfadó Lambda—. No hay nada de normal
en esto. ¡Alfa ha muerto! Como el resto. Y ahora solo quedamos dos. ¿Qué
pasará la próxima vez que nos ataquen? ¿Qué pasará cuando ya no quede
ningún guardián para proteger el jardín?
El ordenador no respondió.
—¡Responde maldita sea! ¿Qué pasará la próxima vez?
—Lambda, seguro que el ordenador tiene un plan.
—¿Un plan? Pues me gustaría conocerlo, porque ahora mismo lo
único que veo es muerte. Nos están matando uno a uno, y cuando ya no
estemos, los salvajes destruirán todo lo que nos rodea.
—Confía en él.
—Es difícil confiar en alguien que ni siquiera te contesta cuando le
hablas.
Lambda salió de allí con un enfado que lo quemaba por dentro.
Durante toda su vida había confiado en el ordenador central. Él, como
todos sus compañeros, había luchado siguiendo sus órdenes de proteger el
jardín. Él, como todos sus hermanos, había sangrado para defender la vida
que guardaba el domo. Pero la muerte provoca un vacío muy difícil de
llenar y con cada pérdida, el vacío se hacía más y más grande.
Y ahora, Alfa no estaba.
Lambda entró en el gimnasio y empezó a darle golpes a uno de los
sacos de entrenamiento. Alfa le habría dicho que golpease una y otra vez,
cada vez más fuerte hasta descargar todos los pensamientos que en esos
momentos aturdían su mente. Golpear una y otra vez hasta que solo
quedase el sonido del silencio. Eran guardianes y su deber era luchar para
defender el domo. El resto no importaba. Debía eliminar todo lo demás
para que solo quedase lugar para el combate.
Lambda golpeó el saco hasta que los nudillos le sangraron. Siete veces
siete golpes por cada uno de los compañeros muertos.
Cayó al suelo agotado y con los ojos llenos de lágrimas. Era incapaz de
hacer lo que Alfa quería. Era incapaz de seguir adelante como si nada,
porque habían repelido el ataque, pero habían perdido. Y si seguían
perdiendo, el jardín desaparecería.

Lambda se levantó y salió al pasillo arrastrando los pies. Encontró a


Épsilon en la armería limpiando sus hachas.
—¿Estás bien? —preguntó al verlo llegar todo sudado y
ensangrentado.
—No.

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Lambda fue hasta la pared del fondo donde estaban los cofres de cada
uno de los guardianes. En cada uno de ellos guardaban las armas. Mientras
andaba a lo largo de la pared, Lambda extendió la mano y fue rozando los
relieves de varios cofres, notando con la yema de los dedos los nombres de
sus hermanos. Los recordaba a todos y cada uno de ellos empuñando sus
armas: espadas, hachas, lanzas, arcos y flechas, dagas, mazas y demás.
Llegó hasta el cofre de Alfa, lo colocó sobre una mesa con una lentitud
reverencial y lo abrió. Cogió la espada de Alfa. Sin la energía del guerrero
era un simple trozo de metal retorcido por el fuego que difícilmente podía
identificarse como un arma. Épsilon se colocó a su lado y Lambda colocó
la espada suavemente dentro del cofre y lo cerró.
Los dos se quedaron en silencio unos minutos. Despidiéndose.
—¿Vamos? —preguntó Épsilon.
—Sí, necesito emborracharme.
—Sabes que no podemos…
—Lo sé.
Ambos salieron al pasillo. Las instalaciones estaban pensadas para
que los veinticuatro guardianes viviesen de manera confortable, con camas
para cada uno, gimnasio, cocina y comedor con una larga mesa con
espacio para todos. Ahora que solo quedaban dos, todas las salas parecían
enormes y vacías.
Entraron en la cocina. Lambda fue directo a la nevera y cogió una
cerveza. Dio un trago largo y dejó que el frío le inundase la garganta.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿A qué te refieres? —contestó Épsilon.
—Pues a que solo quedamos dos. Solo dos para hacer frente a
cualquier ataque de los salvajes.
—Lo que siempre hemos hecho, nuestro deber. Defender el jardín
hasta la muerte.
—¿Y cuándo solo quede uno? ¿Y cuando no quede ninguno de
nosotros? ¿Quién protegerá el jardín entonces?
—No sé. Supongo que el ordenador central tendrá un plan.
—Ah claro, el plan maestro. Hace años que los salvajes nos matan uno
a uno sin que el plan maestro haga nada para solucionarlo o ayudarnos.
Estamos perdiendo y él no nos ayuda a vencer. Nunca lo ha hecho y nunca
lo hará.
Lambda dio otro sorbo de la cerveza.
—Debes confiar en él.
—La verdad, en días como hoy se hace muy difícil confiar.
De repente, las alarmas se encendieron y resonaron por todo el
complejo.

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—¿Es una broma? —preguntó Lambda al aire.
—Alarma de perímetro —dijo Épsilon con tono serio—. Vamos.
Lambda abandonó la cerveza en el mostrador de la cocina donde
habían estado y salió corriendo detrás de Épsilon. En menos de treinta
segundos ya estaban cogiendo sus armas y armaduras, y en dos minutos se
plantaron en el límite del gran domo de cristal.
Los salvajes estaban atacando una de las compuertas de salida y
estaban consiguiendo doblar las planchas de metal.
—Si las rompen, tendremos un agujero permanente en el perímetro —
dijo Épsilon.
—No tenemos otra opción. Tenemos que abrirla y evitar que entren.
¿Preparado?
Épsilon asintió. Lambda se puso justo en frente de la puerta con su
alabarda en horizontal. Abrieron la puerta y Lambda cargó hacía delante.
El mástil chocó contra los salvajes que se vieron empujados hacía atrás
varios metros. Pero en pocos segundos se vio rodeado y tuvo que detener
la carrera. No servía de nada seguir avanzando cuando por los flancos los
salvajes no solo te podían atacar sino que podían pasar la compuerta y
destruir el jardín.
Lambda levantó la alabarda y empezó a hacerla girar a su alrededor
como un gran molino para eliminar a cuantos incautos se le acercasen lo
suficiente. En aquellos primeros segundos, los que había empujado desde
la compuerta con su arma y que aún estaban aturdidos por la fuerza del
embiste, fueron los primeros en morir. En uno de los giros, Lambda vio
como Épsilon seguía junto a la puerta. Como él, estaba rodeado y los iba
despachando con sus dos hachas. Pero también vio a varios salvajes
corriendo agazapados por el límite exterior. Evitaban el enfrentamiento y
entraban en el jardín. Y era lo peor que podía pasar, que entrasen y lo
destruyesen todo.
Lambda dio otro giro y la alabarda voló a su alrededor como una
rueda mortífera. Retrocedió varios pasos para ayudar a Épsilon. Entonces
vio a esos mismos salvajes salir corriendo cargando plantas que habían
arrancado a escasos metros. No había tiempo para pensar, debían repeler
el ataque. Lambda se colocó al lado de Épsilon y entre los dos cubrieron
todo el ancho de la compuerta. Sus armas ahora llegaban hasta los
extremos y mataban a todos los que intentaban entrar. Entonces los
salvajes retrocedieron y en pocos segundos se alejaron del perímetro y
desaparecieron.
Lambda se quedó en la puerta mientras Épsilon comprobaba que no
hubiese quedado ninguno dentro. Cuando estuvo seguro, los dos cerraron
la compuerta y la sellaron.

92
—Han arrancado unas cuantas plantas —dijo Lambda observando el
bosque que tenía en frente.
—¿Qué?
—Que solo se han llevado unas cuantas plantas. Los salvajes, quiero
decir. Con la puerta abierta podían haberlo destruido todo.
—Bueno, pues por suerte para nosotros no lo han hecho —lo
interrumpió Épsilon.

Los dos volvieron al edificio central. En la armería dejaron sus armas


junto con todas las demás y se quitaron las armaduras. Cuando Lambda se
quitó el peto notó como sus músculos se relajaban y el cansancio que
llevaba acumulado lo golpeaba.
Ambos volvieron a la cocina. Lambda se terminó la cerveza que había
quedado abandonada antes de la batalla. Épsilon lo obligó a comer algo
sólido y, después de discutir varios minutos, Lambda no tuvo más remedio
que claudicar y hacer lo que su hermano le decía. Épsilon le dio un plato
con un guiso vegetal y ambos se sentaron en la larga mesa del comedor.
Lambda miró a su alrededor y notó el peso de la soledad. Recordaba
cuando los veinticuatro se sentaban allí y todo eran comentarios y risas y
estrategias de combate. Recordaba como las bandejas de comida pasaban
de un extremo a otro y como los platos sucios se apilaban.
Todo eso había desaparecido.
Al terminar de comer se fueron a dormir. El dormitorio común tenía
las veinticuatro camas alineadas contra la pared. Y a pesar que todas eran
iguales y que podrían elegir la cama que quisieran para dormir el uno junto
al otro, mantenían la que se les asignó el primer día. Estricto orden
alfabético. Antes de acostarse, Lambda miró la cama de Alfa, en el extremo
de la habitación junto a la pared. A partir de ahora estaría siempre vacía.
Tumbado en la cama, Lambda no podía dormir. La oscuridad se le
hacía insoportable mientras oía la respiración calmada de Épsilon
durmiendo unas camas más allá, ajeno a su insomnio. Cansado de estar
allí, se levantó. Salió del dormitorio y fue a la sala del control central.
—Hola, ordenador.
—Iniciando sesión. Bienvenido, Lambda —respondió el ordenador
central con su habitual voz metálica mientras encendía los monitores.
Lamba vio como sus palabras aparecían transcritas en una de las
pantallas.
—Los salvajes. ¿Los conoces?
—Tengo grabados todos sus ataques a estas instalaciones.
—¿Qué quieren?
No hubo respuesta y durante varios segundos el cursor se quedó

93
parpadeando en la pantalla.
—Observando los patrones de los ataques —reformuló la pregunta—,
¿cuál es el objetivo de los salvajes?
—Según los ataques realizados hasta la fecha, hay un noventa y ocho
por ciento de posibilidades que el objetivo de los salvajes sea romper el
perímetro y entrar en el domo.
—Ya han entrado —dijo Lambda resignado—. ¿Cuál es su objetivo una
vez dentro?
—Datos insuficientes.
—¡No me vengas con esas! Los has visto entrar, has grabado sus
movimientos.
—Datos insuficientes.
—¡Insuficientes y una mierda! —chilló Lambda—. Se supone que lo
sabes todo, que lo controlas todo, que lo analizas todo. Se supone que
debes saber esas cosas para avisarnos. ¿Cómo si no vamos a defender el
jardín?
El ordenador volvió a quedar en silencio y Lambda notó como la
desesperación le subía hasta la garganta. El deber de los guardianes era
proteger el jardín, y el ordenador central les debía informar de lo que
sucedía en el exterior, de los enemigos que querían traspasar el perímetro.
Pero ahora se daba cuenta que el ordenador no le daba respuestas.
—¿Estás bien? —dijo Épsilon entrando en la habitación.
Lambda se giró para mirarlo y negó con la cabeza.
—Ordenador: ¿vamos a morir? —preguntó Lambda.
—Todos los seres vivos mueren.
—¿Qué pasará cuando hayamos muerto? —Lambda no esperó a ver el
cursor parpadeando en silencio y reformuló la pregunta—. Cuando todos
los guardianes hayamos muerto, ¿quién defenderá el domo?
—Datos insuficientes.
—¿Lo ves, Épsilon? —dijo girando hacía su compañero.
—¿Qué quieres que vea?
—Ordenador: ¿Qué acciones hay previstas ante la ausencia de los
guardianes?
—Acceso al Plan Maestro: Denegado.
—¿Qué pasará con el jardín ante la ausencia de guardianes?
—Datos insuficientes.
—Sin los guardianes, ¿tiempo estimado que tardarán los salvajes en
romper el perímetro?
—Sin los guardianes, los salvajes romperán el perímetro en setenta y
dos horas.
—¿Y qué harán una vez dentro?

94
—Datos insuficientes.
—Otra vez con eso.
—Tranquilízate, Lambda —dijo Épsilon poniéndole la mano en el
hombro.
—No puedo tranquilizarme. Cuando todos los guardianes hayamos
muerto, ¿qué le sucederá al jardín? Yo te diré lo que pasará, el jardín
desaparecerá, y nuestras muertes... la de Alfa, la tuya, la mía y la de todos
los otros... no habrán servido para nada —dijo Lambda con lágrimas en los
ojos—. Si al menos supiésemos por qué los salvajes arrancaron las plantas...
Pero el ordenador no nos dice nada.
—Los salvajes quieren destruir el jardín —respondió Épsilon.
—En el último ataque solo arrancaron unas cuantas plantas.
—Porque los detuvimos antes que hiciesen algún destrozo.
—¿Por qué se las llevaron? —preguntó Lambda— ¿Qué piensan hacer
con ellas?
—No necesitamos saberlo. Somos guardianes. Nuestra misión es
proteger el jardín, no hacer preguntas.
—Yo necesito respuestas.
Lambda no pudo soportarlo más y salió de la habitación. Fue directo
a los dormitorios y se vistió, e inmediatamente después, salió por la puerta
del recinto.
—¿Dónde vas? —preguntó Épsilon tratando de seguir su paso.
—Voy a buscar respuestas.
Épsilon esprintó, se colocó delante y lo detuvo.
—Vas a buscar a los salvajes.
—El ordenador central no nos da las respuestas que necesitamos.
—Que necesitas —puntualizó Épsilon.
—Que necesito —aceptó la puntualización— y ellos me las pueden dar.
—Es una mala idea, Lambda. ¿No lo ves? —dijo Épsilon bloqueándole
el paso—. No has cogido tu armadura, ni tu arma. Si llegas a encontrarlos,
te mataran.
—Si me quedo aquí, tarde o temprano nos mataran igual.
—¿Crees que se pararan a tener una conversación contigo? Nada más
te vean, te atacaran.
—No lo entiendes, ¿verdad? —dijo Lambda. Veía en el rostro de su
compañero la extrañeza. Suspiró. —Vamos a morir, Épsilon.
—Moriremos luchando. Moriremos defendiendo el jardín.
—Y cuando no haya nadie que lo proteja, habremos fracasado.
Nuestras muertes no tendrán sentido.
—El ordenador…
—¡El ordenador no hace nada! —lo interrumpió.

95
—Somos soldados y tenemos nuestras órdenes.
—Sí, asegurar la supervivencia del jardín. Y por eso mismo voy a
buscar respuestas.

Lambda salió del domo y la compuerta se cerró detrás de él. En todas


direcciones no había más que piedras. Estaba amaneciendo y el sol se
alzaba justo por encima del horizonte. No sabía dónde podía estar el
campamento de los salvajes, ni lo lejos que podía estar, así que empezó a
andar hacia donde los había visto huir en los últimos ataques.
Era una dirección tan buena como cualquier otra.
A medida que pasaban las horas y el sol cruzaba aquel cielo sin nubes,
el calor del desierto lo envolvió. Al principio con suavidad, pero a cada
paso se hizo más y más opresivo. Al atardecer, el camino se hizo más
llevadero, pero esa sensación desapareció con la noche, cuando las
temperaturas bajaron hasta helarle la sangre. Cuando llegó la mañana,
Lambda agradeció la salida del sol y el calor que le devolvía, aunque sabía
que a mediodía lo abrasaría de nuevo.
Durante la marcha había dudado varias veces de si aquel era el
camino. Si aquella era la dirección en la que encontraría a los salvajes. La
soledad lo había llevado a imaginar cientos de permutaciones sobre ellos.
Si vivían en campamentos, en las ruinas de las antiguas ciudades, o si por
el contrario serian nómadas. Había luchado contra ellos centenares de
veces, contra grupos que iban desde varias centenas a unas pocas decenas,
por lo que en algún sitio debían reunirse. En algún sitio encontraban agua
potable. Observó el cielo y pensó que los salvajes sabían cómo sobrevivir
ahí, mientras que él moriría.
Se sorprendió a sí mismo. La desesperación que lo había llevado a
salir de su hogar y arrastrado hasta allí, ya no estaba. El enfado hacia el
silencio del ordenador central había desaparecido. Pero seguía necesitando
respuestas, seguía queriendo salvar el jardín del abandono total, de la
destrucción.
Su cuerpo ya no le respondía y finalmente, cayó exhausto. Tendido de
espaldas en medio de la nada se le clavaban las piedras del desierto por
todo el cuerpo, pero estaba demasiado cansado para moverse o para
moverlas.

No sabía cuánto tiempo hacía que había estado allí tirado, pero el sol
hacía rato que estaba alto sobre su cabeza. En algún momento había
cerrado los ojos y había dejado que el aire recalentado del desierto le
acariciase el cuerpo. Su mente había estado divagando mecida por ese
mismo aire, yendo de un lado a otro.

96
De repente, un chorro de agua chocó contra su rostro y lo hizo
reaccionar. Abrió los ojos. Notaba todo el cuerpo entumecido, pero
consiguió levantar la cabeza y mirar a su alrededor.
—Buenos días, bella durmiente —dijo un hombre que lo miraba de pie
a su lado. Cuando sus ojos se acostumbraron de nuevo a la luz, Lambda
reconoció las ropas de los salvajes.
El hombre se mantuvo erguido a su lado mientras que un grupo de
otros veinte salvajes se mantenía a unos cinco metros empuñando sus
rudimentarias lanzas de madera y metal herrumbrado. Todos preparados
para defenderse si era necesario.
—Ahora que estas despierto, no hagas ninguna tontería —avisó el
hombre.
Lambda se puso de lado para incorporarse y se quedó sentado en el
suelo. Notaba las extremidades cansadas y la cabeza pesada. El hombre le
lanzó la cantimplora y Lambda bebió. El agua tenía gusto a tierra, pero no
le importó. Tenía demasiada sed como para despreciarla.
—Y ahora me vas a decir que haces aquí.
—Os estaba buscando —respondió Lambda. Aún notaba la boca
pastosa y bebió otro trago de agua.
—¡Está aquí para matarnos! —chilló uno de los que alzaba una lanza—.
Matémosle antes que recupere las fuerzas.
Algunos de los salvajes lo corearon y chillaron a favor de esa opción.
—¡Silencio! —gritó el salvaje que parecía estar al mando del grupo.
Todos se callaron—. ¿Es verdad eso? ¿Os habéis cansado de defender el
jardín y venís a atacarnos?
—Estoy yo solo —respondió Lambda.
—¿Y tú solo vienes a enfrentarte a todos nosotros?
—No he venido a luchar.
—¿Entonces a que has venido? Vosotros solo sabéis matar.
—Busco respuestas —dijo Lambda y dio otro sorbo de agua.
Lentamente su cuerpo dejaba de estar embotado y se sentía con suficientes
fuerzas como para levantarse, aunque no para luchar. Su mente de
guerrero evaluó las posibilidades que tenia de ganar si se enfrentaba a
todos ellos, y al darse cuenta de lo que estaba haciendo apartó aquellos
pensamientos. Estaba allí para encontrar respuestas, no para matarlos.
Al mínimo movimiento, los salvajes podían sentirse amenazados y
atacarlo, así que no hizo nada.
—¡Respuestas! Extraño objetivo para un mercenario como tú.
Lambda se sintió dolido por ese insulto. Era un guardián, un soldado
que había jurado proteger la vida del jardín, no un mercenario.
—¿Cuál es la pregunta? —dijo el hombre.

97
—¿Por qué atacáis el jardín?
Lambda notó como los salvajes se estaban impacientando, sus brazos
se estaban cansando de mantener las lanzas en alto y los sentidos alerta.
—¿Ahora os interesáis por nosotros? ¿Ahora queréis ser nuestros
"amigos"?
Todo el grupo de salvajes rieron ante la ocurrencia de su cabecilla.
—No... no pretendo ser tu amigo —respondió Lambda—. Pero necesito
saber.
El hombre se lo quedó mirando un rato. Lambda notó los ojos del
hombre clavándosele en el alma, interrogándole sobre sus intenciones,
intentando descubrir si de verdad quería respuestas o si todo era una
trampa para masacrarlos.
—Vamos —dijo finalmente.
El hombre empezó a andar. El resto se sorprendió y empezó a
replicar. No estaban de acuerdo con la decisión de su cabecilla. Pero
cuando este se giró y los miró a la cara, todos se callaron.
Lambda se levantó lentamente y empezó a andar siguiendo al
hombre.

El grupo caminó en silencio por el abrupto terreno. Y durante todo el


camino, los salvajes que tenía a su espalda lo apuntaban con sus armas. No
se fiaban de él. Lambda no los culpaba, él tampoco se habría fiado de un
guardián que los había estado matando durante años.
Rodearon una colina y entonces lo vio. El mar. De un azul oscuro que
golpeaba contra el acantilado y salpicaba las rocas con una espuma blanca.
Y junto a este, varios centenares de casas en ruinas que habían sido
arregladas y que servían de hogar a los salvajes. Eran casas bajas de uno o
dos pisos, algunas con paredes destruidas y reconstruidas con piedras de
alrededor. Las puertas y las ventanas eran de maderas viejas medio
carcomidas por la sal marina.
Entre las casas, Lambda pudo ver pequeños huertos y a hombres y
mujeres con las ropas sucias de barro hasta las rodillas que los cuidaban.
Cuando el grupo pasó a su lado, todos levantaron la mirada. Lambda
vio el miedo y el odio en muchos de aquellos rostros. Y la curiosidad en los
ojos de los niños. Algunos salvajes reaccionaron encerrándose en la
seguridad de sus hogares y atrancando las puertas. Otros le tiraron piedras
hasta que el cabecilla les gritó y todos se detuvieron.
Llegaron hasta un pozo de unos dos metros de diámetro con una
escalera apoyada en su interior. El cabecilla bajó. Lambda observó un
momento la oscuridad del agujero y empezó a bajar. Podría ser una
trampa, pero había llegado hasta allí y ahora no podía volver atrás. Al llegar

98
al fondo, Lambda notó una brisa fresca que llegaba por un túnel delante de
él. Los salvajes que lo acompañaban no parecían inmutarse por ello, así
que no lo mencionó.
El grupo andó hasta el final de la galería. Lambda se quedó inmóvil,
sorprendido por lo que tenía enfrente. Estaban en una cañada, con un río
que avanzaba ruidosamente a varios metros por debajo de ellos y con la luz
del sol que entraba de manera sesgada desde la gran grieta del techo. En las
paredes de roca había varias pasarelas a diferentes niveles, unidas por
puentes de madera que unían una pared con la otra. Y en todas las
pasarelas, varias plantas que se mecían con la húmeda brisa.
Lambda salió a la galería. Las maderas de la pasarela crujieron bajo su
peso.
—¿Sorprendido? —dijo el hombre.
—Sí —respondió Lambda acariciando las hojas de una de las plantas
que tenía cerca—. ¿Las hacéis crecer?
—No es perfecto, pero aquí hay humedad, sol y sombra. Es lo mejor
que podemos hacer.
—No lo entiendo. ¿Por qué las tenéis aquí?
—¿Cómo que por qué? Necesitamos plantas para luchar contra el
desierto y aquí pueden hacerse fuertes antes de plantarlas fuera.
A Lambda le entró un ataque de risa nerviosa, pero su carcajada
quedó tapada por el ruido del agua del río que seguía su camino. Se dejó
caer contra la pared de roca hasta quedar sentado.
—¿Qué te parece tan gracioso? —le preguntó el hombre.
Lambda levantó la vista hacía el hombre. La risa había desaparecido y
tenía los ojos llenos de lágrimas.
—La ironía... Mis hermanos han luchado y han muerto defendiendo el
jardín, cuando no había razón para ello. Han muerto, uno a uno, delante de
mis ojos. Empalados, apedreados, apuñalados, apaleados... todos muertos.
¿Y por qué? —Lambda vio como el hombre se encogía de hombros—. Yo te
diré por qué. Porque esas eran nuestras órdenes. «Proteged el jardín,
proteged las plantas de la destrucción. Protegedlo con vuestras vidas».
El hombre se arrodilló a su lado.
Lambda notó como las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—Sus muertes no tienen sentido. Luchar no tiene sentido.
—Y aun así, no tenemos otra opción —dijo el hombre—. Esto es solo
una pequeña fisura. Si queremos sobrevivir, si queremos vencer al
desierto, necesitamos acceder al jardín. ¡Imagina lo que podríamos hacer
con todas esas plantas!
—Un nuevo mundo —susurró Lambda.
—Un nuevo mundo —repitió el hombre.

99
El viaje de regreso al domo fue más rápido, aunque Lambda no estaba
seguro si era por la experiencia de los salvajes de moverse por aquellos
parajes o por sus ansias de volver. Sin duda las cantimploras de agua lo
hicieron más llevadero. ¿Cuánto hacía? ¿Dos o tres días? Parecía mucho
más el tiempo que había estado lejos, y se alegró de verlo de nuevo. El sol
de la tarde chocaba contra los grandes cristales de la estructura
semiesférica y les daba una tonalidad anaranjada.
Lambda habló con el hombre para que él y el resto se mantuvieran
apartados, y así lo hicieron. Lambda caminó con paso firme hacía el
perímetro de seguridad. Tan pronto sonasen las alarmas, Épsilon saldría a
luchar.
Lambda siguió avanzando solo. De repente oyó un zumbido lejano y
lo supo, se habían activado los avisos. Épsilon estaría allí en pocos
segundos. Caminó hasta la roca que había sido Alfa y la acarició. Se había
enfriado.
—Aparta la mano lentamente —dijo la voz de Épsilon a sus espaldas.
Lambda lo hizo y se giró, y allí estaba el guardián con su brillante
armadura y sus dos hachas preparadas para el combate.
—Hola Épsilon.
—¿Qué haces aquí?
—He encontrado las respuestas que necesitamos. No tienes que
luchar más.
—Veo que has traído a los salvajes contigo —dijo Épsilon observando
los pequeños cuerpos agazapados a lo lejos.
—No son salvajes, son jardineros.
—Son nuestros enemigos.
—No, Épsilon, son los enemigos del ordenador central.
—Y por eso deben morir.
Al terminar esa frase, Épsilon dio un salto y corrió para embestir a los
hombres que esperaban alejados como les había indicado Lambda. Este
vio las caras de terror en los hombres, como algunos de ellos salían
corriendo para alejarse del guardián, mientras que otros se tiraban al suelo
para evitar el embiste. Lambda no podía permitir que murieran, él los
había llevado hasta ahí, eran la esperanza del jardín. Salió corriendo y
placó a Épsilon, y del golpe salieron los dos despedidos. Rodaron por el
suelo varios metros.
Lambda notó todo el cuerpo magullado. Al tratar de incorporarse, las
hachas de Épsilon aparecieron encima de él. Lambda levantó la cabeza. Su
hermano estaba a su lado con sus armas preparado para matarlo.
—No puedo permitir que entren —dijo Épsilon—. Son mis órdenes.

100
Nuestras órdenes.
—Deben entrar. Ellos cuidarán de las plantas.
Épsilon dejó caer una de las hachas al suelo y se apartó un par de
pasos. Lambda la miró. El metal resplandecía bajo el sol. Lambda miró
alrededor hasta localizar a los hombres. Se habían apartado de los
guardianes y esperaban el desenlace. Lambda no tenía más remedio que
aceptar el desafío de Épsilon. Tan pronto como cogiese el hacha la pelea
comenzaría. Y a pesar de estar en desventaja con un arma que no era la
suya, debía hacerlo para que el jardín tuviese alguna posibilidad de seguir.
Lambda se incorporó y, sin perder de vista a su hermano, cogió el
hacha del suelo. Épsilon se lanzó contra él con el hacha por delante para
asestarle un golpe directo. Lambda lo detuvo con su arma y los dos metales
chocaron con un fuerte golpe. Para deshacer el bloqueo, Épsilon le dio una
patada en el estómago y sin darle tiempo a reaccionar, giró sobre sí mismo.
Lambda se apartó todo lo rápido que pudo, pero aun así se llevó un buen
corte en el brazo.
—Vuelve dentro, Lambda. Olvídate de esos salvajes.
Lambda negó con la cabeza y esta vez fue él quien lanzó el ataque.
Corrió hacía Épsilon y cuando estuvo a su lado se agazapó y le golpeó las
piernas para hacerlo caer. Como había previsto, este cayó de espaldas.
Lambda se lanzó sobre él, pero su hermano lo esquivó, rodó por el suelo un
par de metros y se levantó de un salto.
—No estás luchando como siempre.
—No quiero matarte, Épsilon —dijo Lambda incorporándose—. Eres
mi hermano.
—Entonces vuelve conmigo.
—Si lo hago, no habrá futuro para el jardín.
—Si entran, la muerte de nuestros hermanos no habrá tenido sentido
—le recriminó Épsilon.
Esas palabras lo hirieron. Lambda era consciente de ello. Miró
alrededor hasta encontrar las piedras blancas que eran sus hermanos
muertos y notó en el pecho el vacío que cada una de las muertes había
provocado en él.
—La muerte nunca tiene sentido, hermano. Menos, cuando para
conseguir nuestro objetivo no deberíamos haber luchado.
—Lo tiene si seguimos el plan maestro del ordenador. Confía en él.
Lambda inspiró. Estaba claro que no podría hacerle cambiar de
opinión. Su única opción era dejarlo inconsciente. Lambda se lanzó otra
vez al ataque. En unos segundos, los dos iban dando mandobles con sus
hachas, y en cada golpe, el ruido de un trueno resonaba por toda la
planicie.

101
Lambda empezó a notar la fatiga y el corte del brazo que seguía
sangrando lo debilitaba. Debía encontrar una manera de vencer el hacha
más poderosa de los veinticuatro guardianes. Mientras seguía bloqueando
los ataques constantes del arma de su hermano, observó a su alrededor
para orientarse y saber dónde estaban los hombres. Cuando los hubo
localizado, bajó un segundo la guardia y Épsilon le dio una patada y lo
envió rodando por el suelo.
A pesar de los golpes con las piedras, Lambda se levantó rápidamente
y corrió hacía los hombres, los cuales se sorprendieron de verlo correr
hacía ellos en vez de hacía su enemigo.
—¡Huye con ellos, si es lo que quieres! —chilló Épsilon—. Pero no
entrarán.
Lambda cogió una de las lanzas de los hombres, la más larga que
había y dejó caer el hacha al suelo. No era su alabarda, pero se sentía
mucho más cómodo con un palo entre las manos. Lo hizo girar alrededor
de su cuerpo.
Al verlo, Épsilon se lanzó al ataque. Lambda esperó a que estuviese a
distancia y extendió el brazo para golpear el cuerpo de Épsilon. Éste poco
pudo hacer para aminorar la carrera y esquivarlo, y Lambda consiguió
herirlo en el costado. Se apartó y entonces Lambda hizo girar la lanza a su
alrededor. Épsilon recibió varios golpes más antes de conseguir
distanciarse de su oponente. Entonces Lambda usó uno de sus trucos, dejó
que la lanza se deslizase entre sus dedos y la cogió por el lado opuesto. Y
con un pequeño juego de muñeca, el pie de la lanza golpeó a Épsilon en el
estómago.
Una vez asestado el golpe, Épsilon cayó de rodillas al suelo y Lambda
se apartó.
—El jardín necesita jardineros, ¿no lo ves, Épsilon? Ni tú ni yo lo
somos. Ellos sí —dijo Lambda extendiendo el brazo apuntando a los
hombres.
—Nuestras órdenes son impedir que entren. Proteger el jardín.
—Y si hacemos una traicionamos la otra. Una es la muerte, la de ellos
—dijo de nuevo apuntando a los hombres— y la nuestra. La otra significa
nuestro final, pero un nuevo principio para el jardín.
Épsilon lo miró a los ojos y Lambda notó un atisbo de duda.
—No puedo traicionar las órdenes de los guardianes.
Épsilon se puso en pie. Lambda lo vio coger el hacha con fuerza y
supo que estaba preparándose para atacar. Y sin esperar nada más, Épsilon
corrió hacía él levantando el hacha. Paró el golpe con la lanza y notó la
madera crujir ante el impacto. Era evidente que aquella no era su alabarda,
pero esperaba que aguantase lo suficiente.

102
Lambda giró sobre sí mismo lo justo para hacer que Épsilon perdiese
el equilibrio y se apartase. Pero inmediatamente, Épsilon empezó a
lanzarle fintas una tras otra, moviendo el hacha en movimientos
semicirculares para herirlo. Lambda los iba deteniendo uno a uno,
golpeándole brazos y piernas para impedir su avance. Épsilon se
recuperaba, cambiaba de posición y volvía al ataque.
Lambda se apartó un poco e hizo girar la lanza como un molino para
detener las embestidas de su hermano. Este, sin amedrentarse, metió la
mano libre dentro del molino y lo detuvo sujetando la lanza en un rápido
movimiento. Lambda, soltó su mano de la lanza y le asestó un puñetazo
que lo apartó varios metros.
Épsilon dio un salto hacia atrás para recuperarse e inmediatamente
corrió hacía él para embestirlo. Lambda también corrió, esquivó el filo del
hacha y le clavó la lanza en el estómago hasta atravesarlo.
Al darse cuenta de lo que acababa de hacer, dejó la lanza y cogió a su
hermano para que no cayese al suelo.
—¡No! —chilló Lambda.
—Soy un guardián —dijo Épsilon con un hilo de voz que solo su
hermano pudo oír.
Los ojos de Lambda se llenaron de lágrimas mientras notaba la carne
de su hermano endureciéndose bajo sus manos. Lo abrazó y notó como el
calor aumentaba. Entre lágrimas vio el cuerpo convirtiéndose en piedra
blanca, y a pesar de saber lo que sucedía a continuación, se quedó inmóvil
sujetándolo. Tal y como le había sucedido a Alfa días atrás, y como había
sucedido al resto de guardianes uno tras otro durante años, en el momento
en que Épsilon expiró, la piedra envolvió todo su cuerpo. La energía
acumulada en su interior explotó y la onda expansiva hizo temblar la tierra
en todas direcciones. Y luego, solo hubo silencio.

Lambda notó que alguien le golpeaba el costado y abrió los ojos.


Estaba tirado en el suelo. La explosión lo había lanzado a varias decenas de
metros de su hermano.
—¿Estás vivo? —preguntó el hombre.
—Sí —respondió Lambda aún con el cuerpo y la mente aturdidos.
—Entonces llévanos al jardín.
Lambda se puso de pie lentamente. Tenía todo el cuerpo lacerado y
con varias quemaduras de la explosión, sin contar los golpes y cortes
producidos durante la batalla. Cuando lo consiguió, se puso a caminar y
recogió las dos hachas de Épsilon del suelo.
Caminó hasta llegar al perímetro, abrió la compuerta y la dejó abierta.
Notó la excitación de los hombres al encontrarse rodeados por la

103
exuberancia del jardín. Siguió caminando hacia el edificio central. Cuando
llegó, los hombres se quedaron en la puerta. Lambda entró solo y las luces
se encendieron. Solo quedaba él.
Fue a la armería, limpió las hachas de Épsilon y las guardó en su
cofre. Cogió su alabarda, la limpió y también la guardó. Selló ambos cofres
y los colocó en su sitio. Miró a su alrededor hasta que encontró lo que
buscaba, el cofre de Omega. El polvo se había acumulado en la superficie
pero los sellos se abrieron sin problemas. En el interior estaban las armas
de aquel otro hermano que había perdido hacía tanto tiempo. Lambda
observó la gran guadaña con su afilada hoja y recordó la destreza de
Omega al usarla. No la tocó y cogió el puñal que había al lado, de hoja
estrecha y pomo redondeado. Omega lo llamaba «Misericordia» y con él
mataba a los salvajes malheridos que su guadaña había dejado en el campo
de batalla. Cerró el cofre y se dirigió a la sala del control central.
—Hola ordenador.
—Iniciando sesión. Bienvenido, Lambda —respondió el ordenador.
—Épsilon ha muerto.
—Código verde restablecido —dijo el ordenador—. Situación normal.
—No. Te equivocas.
Lambda cogió a Misericordia y se la clavó en el pecho. Cayó de
rodillas al suelo, incapaz de moverse del sitio. Sus piernas se iban
transformando en piedra. Suspiró y dejó que la piedra lo consumiera
lentamente como había visto suceder con sus veintitrés hermanos. Y con
su último suspiro, la energía explotó, destruyendo todo lo que se
encontraba a su alrededor. La sala del ordenador, las habitaciones, el
comedor, el gimnasio... todo quedó destruido por la onda expansiva de su
energía.

La compuerta del edificio central se cerró y los hombres que habían


estado esperando, notaron temblar la tierra a su alrededor. Cuando todo
volvió a quedar en calma, acamparon para pasar la noche y descansar. Por
la mañana tenían trabajo.

Puedes contactar con Mar Ferrer en:


Website: www.marferrer.cat
Twitter: @FerrerMMar
Mail: mar@marferrer.cat

104
Un mundo más oscuro
Patricia Macías García

Habían llegado hacía cien años, con sus naves espaciales atravesando
las nubes y posándose en nuestra tierra. En un principio creímos que eran
peces, peces enormes que vivían en el cielo, como nuestros dioses. Sin
embargo, pronto sus tripas se abrieron y de allí salieron unas criaturas
como nosotros, pero que vivían en la tierra en vez de en el agua. También
tenían dos piernas y dificultad para nadar. No podían ser nuestros dioses.
No tardamos en entablar contacto con ellos, los humanos, que nos
explicaron que habían atravesado el cielo estrellado en busca de un nuevo
hogar. El suyo había sido destruido. Deberíamos haberles hecho más
preguntas, pero las sirenas no nos habíamos encontrado hasta entonces
con criaturas no pacíficas. Además, solo querían la tierra, donde nosotras
nunca podríamos vivir. Dejamos que se quedaran, al fin y al cabo, ¿qué mal
le podían hacer a nuestro mar si ni siquiera podían aguantar debajo del
agua más de un par de minutos? Nos equivocamos, por supuesto.
En mi infancia el agua ya no era tan clara como antes. Tampoco olía
como debía. No sé a qué se lo achacaron o si pensaron que dejándolo estar
la suciedad desaparecería, pasajera como una tormenta, pero si hicieron
algo, no funcionó y de forma progresiva mi mundo se fue volviendo cada
vez más oscuro. Un día ya no pudimos más y rompiendo con nuestra
tradición pacifista decidimos defendernos de la contaminación, de los
humanos que estaban destruyendo nuestras casas. Entonces comenzó la
guerra.

Me recogí el cabello algoso en una coleta, recordando aquel tiempo no


tan lejano en el que había hecho eso mismo cada mañana antes de ir a
clase. Ahora las escuelas estaban vacías: todos se quedaban en sus casas
rezando por el final de la guerra, esperando despertarse una mañana
descubriendo que todo había sido un mal sueño. Por eso, al salir fuera de

105
casa y en todo mi camino hacia la superficie, no me topé con ningún alma.
Así era mejor, las relaciones entre nosotras mismas, las sirenas, estaban un
poco tensas también. No todas estaban a favor de defenderse.
Sacar mi cabeza fuera del agua siempre me provocaba un ataque de
tos. El aire en la superficie tampoco era como solía ser, y si antes ya era
incómodo para las de nuestra especie respirar fuera del agua, ahora se
convertía en una tarea casi imposible. La suciedad se abría camino a través
de la nariz y la boca y las branquias para quedarse pegada en la garganta,
secándola e irritándola. También se pegaba a mi piel, húmeda como las
ventosas de los pulpos en sus presas y me hacía sentir tan viscosa como
uno. No me habría ofrecido a hacer este trabajo si no fuera por LILI356,
que se acercaba hacia mí por la arena mientras yo conseguía, no sin
dificultad, subirme a una roca cercana a la orilla.
LILI356 parecía humana a simple vista: tenía el cuerpo de una, se
movía como una, hablaba como una. Tenías que dedicarte un rato a hablar
con ella para descubrir que en realidad era un robot, una criatura creada en
un laboratorio casi por generación espontánea. LILI356 no tenía madre,
pero sí cientos de hermanos: trescientos cincuenta y cinco mayores que
ella y todos los que vinieron después. LILI356 formaba parte del ejército
de robots que los humanos habían formado para acabar con la nación del
mar, mi hogar. Pero LILI356 me había salvado la vida. Ella era mi enemiga,
sí, pero al mismo tiempo era también mi amiga. Las relaciones en época de
guerra son complejas.
LILI356 se sentó en la arena, cerca del agua, pero lo suficientemente
lejos como para que no la alcanzara. La mayoría de robots no podían
soportar el agua y dejaban de funcionar si se mojaban mucho. Yo nunca
había entendido cómo los humanos habían podido crear a estas criaturas
para luchar contra seres marinos y no haberlos hecho inmunes al agua,
pero LILI356 me explicó una vez que les salía más rentable sustituirlos que
hacerlos inmunes desde un principio. Ya odiaba los humanos, pero
descubrir lo poco que la vida de sus creaciones les importaban, me hizo
estallar. Si era cierto que Perla había sido capturada por los humanos, no
debería tener esperanzas en volver a verla viva.
―Buenos días, Coral ―saludó LILI356 y su voz metálica me sacó de
mis pensamientos.
Siempre decía lo mismo y luego pasábamos a hablar del tiempo. A
veces también le contaba sobre mis relaciones amorosas, sobre todo de
Perla, antes de que empezase el enfrentamiento. Nuestras conversaciones
eran, en general, bastante insustanciales. No queríamos hablar de los
problemas de nuestro mundo, solo encontrar un poco de normalidad entre
tanto caos. No obstante, en alguna ocasión LILI356 me preguntaba

106
también sobre mi casa, bajo el mar, y sobre la vida allí, no solo de mis
amores, también quería saber sobre las actividades a las que dedicaba mi
tiempo libre. En esos momentos era todavía más consciente de lo terrible
que eran las circunstancias de su vida: habiendo sido creada durante la
guerra con el único objetivo de dedicarse a ella, LILI356 no sabía en qué
otras labores era posible ocupar el tiempo. LILI356 no sabía lo que era
vivir de verdad. Empecé a verla como mi hermana pequeña, inocente,
nacida en el momento equivocado y a la que tenía que salvar.
Sin embargo, ese día no hablamos del tiempo. Tenía asuntos
importantes que comunicarme.
―Los humanos van a abandonar el planeta ―dijo tranquila, como si
aquello le quitase un peso de encima.
―¿Lo destrozan y luego se marchan? ¿Así sin más? ―pregunté
ofendida. Mi planeta no era de usar y tirar.
LILI356 asintió y puso las manos sobre su regazo.
―Y nos van a dejar aquí, a vosotras… y también a nosotros.
Aquello me sobrepasó, de nuevo. Era algo que me pasaba a menudo
cuando hablábamos de las acciones de los humanos. Di un coletazo al agua
de pura ira, y otro, y alguno más, sin darme cuenta de que quizá podía
salpicar a LILI356. Por suerte, estaba bastante lejos y ninguna gota a
alcanzó, pero eso no me hizo sentir mejor. Tenía que empezar a prestar
más atención antes de hacer algo, reflexionar sobre si mi acción podría
dañar a otros, o si no… ¿qué me distinguiría de los humanos?
―Coral, respira, tranquila. Van a irse y por fin os van a dejar vivir en
paz de nuevo. Pensé que te alegrarías.
Un trozo pequeño de roca se desprendió y después de jugar con él un
rato entre mis dedos, lo lancé al mar, tan lejos como mi fuerza me lo
permitió.
―Pero LILI, es terrible que después de matar mi planeta se vayan a
otro para hacer lo mismo de nuevo en vez de aprender a cuidar uno. Ojalá
no les dejen quedarse en el próximo en el que decidan asentarse.
LILI356 asintió.
―Ojalá ―repitió.
Me quedé callada. Nunca me había pasado algo así estando con
LILI356, siempre alguna de las dos encontraba un tema interesante del que
hablar, o en caso de días en los que teníamos asuntos serios que tratar,
como hoy, ninguna de las dos nos quedábamos calladas, nos dábamos
detalles y nos hacíamos preguntas. LILI356 me ocultaba algo.
―¿Qué es lo que pasa? ―pregunté, intentando que sonara como un
«¿Qué es lo que no me estás contando?».
LILI356 se miró la zona del vientre y luego pasó sus dedos sobre ella.

107
Ahí es donde guardaba la batería que la mantenía viva.
―Si los humanos se van, ya no habrá nadie que me suministre
energía. Me moriré…
LILI356 se levantó del suelo y se sacudió la arena como cada día,
como si no acabase de romper por completo con nuestra rutina habitual,
como si aquello no me hubiera roto el corazón.
―No te puedes morir. No entiendo…
LILI356 me interrumpió.
―Tengo que irme ya. Mi turno empieza en diez minutos.
―¿Por qué te vas a morir, LILI? ―pregunté otra vez, haciendo caso
omiso a su despedida.
LILI356 ya se había dado la vuelta para marcharse, pero se giró de
nuevo hacia mí y me pareció que titubeaba, como si en su cabeza hubiera
una lucha interna. No era la primera vez que esto le pasaba. LILI356 estaba
estropeada según los estándares humanos, por eso me había salvado, por
eso se interesaba por mí y por mi mundo y por eso me contaba aquello que
tenía que mantener en secreto, los planes de los humanos. Era una espía.
Era mi amiga. No podía dejar que desapareciese como lo había hecho
Perla. No, tenía que impedirlo.
―Coral, si los humanos se van nos quedamos sin energía para
recargarnos. Cuando se acabe la que queda almacenada, nos apagaremos y
moriremos. No sabemos cómo conseguir más. No nos han enseñado
porque nunca les ha interesado que seamos autosuficientes. Podríamos
habernos independizado o incluso rebelado.
Comencé a reír y me sentí ligera, como si me hubiesen quitado una
piedra de encima que me mantenía en el oscuro fondo del océano.
―¡Pero podemos conseguir energía! Seguro que mi gente soluciona el
problema. No tienes que morir.
―¿Y crees que ellas van a querer salvar nuestras vidas?
Por supuesto, mi pueblo era pacífico y entendería que los robots
también habían sufrido la guerra, que no eran más que mentes
manipulables de niños en cuerpos de adultos.
―Claro, ¿por qué no?
―No sé.
O tal vez sí supiese, pero no quería compartir sus dudas conmigo. Se
marchó poco después, tan seria como había llegado, y yo esperé todavía
sentada en la roca hasta verla hacerse pequeña y desaparecer por el
camino contrario a la playa, de vuelta con los humanos. Se me había
olvidado recordarle que la quería. Me llevé la mano al pecho, donde un
miedo se había asentado, cargándome de malestar. Recé para que aquella
noche no sucediese nada y al día siguiente pudiera volver a verla, o si no,

108
nunca me lo perdonaría.
Me tiré de nuevo al agua, que me hizo sentir todavía más pegajosa con
la suciedad que se había adherido a mi piel ahora mojada y cerré las
branquias para atravesar la capa más sucia. Muchas sirenas nos habíamos
tenido que mudar a las zonas más bajas del océano porque nuestras casas,
cerca de la superficie, eran inhabitables ya. Ahora la luz era incapaz de
atravesar la espesa capa de contaminación y nuestro mundo era mucho
más oscuro.
Mi madre no estaba en casa cuando llegué. Últimamente se pasaba los
días con sus respectivas noches en el cuartel, donde yo debería
presentarme en un cuarto de hora para contar lo que había descubierto en
los últimos días. No me había dirigido directamente hasta allí porque antes
necesitaba limpiarme la piel. Así hice, me froté fuerte con la esponja,
dejando que la suciedad se desprendiese poco a poco, hasta que mi piel se
quedó roja y sensible como la de un bebé.
Alguien llamó a la puerta justo cuando me disponía a salir. Por
supuesto, no respondí, no era seguro. Ya no. Así que me quedé allí,
esperando en mitad del salón y preguntándome quién había venido a
llamar a mi casa y por qué razón. Una vez pasado un tiempo razonable,
llegué a la conclusión de que ya estaba a salvo y podía salir. Y sí que había
acertado al pensar que ya no había nadie, pero la pintada en la fachada de
mi casa que decía «asesinas», refiriéndose a mi madre y a mí, me hizo
sentirme incluso peor. Casi hubiera preferido un encontronazo con las
sirenas contrarias a mis ideas sobre la guerra que ver por escrito que la
muerte de Perla era mi culpa. Ni siquiera teníamos su cadáver. ¿Cómo
podían hacerme esto? Aunque a lo mejor no se referían a Perla y era un
simple mensaje general. De alguna forma, era cierto, éramos unas asesinas,
habíamos provocado la guerra, pero de no haberlo hecho, hubiéramos
muerto envenenadas por la contaminación tarde o temprano. ¿Por qué las
pacifistas no lo entendían? ¿Querían que muriésemos todas? A veces,
luchar es necesario.
Llegué al cuartel unos minutos tarde y la reunión ya había
comenzado, así que ocupé mi asiento en silencio mientras Alguina
explicaba las operaciones que se habían ido llevando a cabo en distintos
puntos, así como una nueva estrategia que estaba desarrollando. No la
interrumpí, aunque era consciente de que, si los humanos se marchaban,
aquel plan ya no serviría de nada.
―Los humanos abandonan el planeta ―dije una vez llegó mi turno de
palabra.
Mis compañeras me miraron y yo intenté abarcar también sus
expresiones, tan dispares, de incredulidad, de ira como la que

109
probablemente había adoptado yo al enterarme y de algún otro
sentimiento que no era capaz de nombrar pero que oscilaba entre los
anteriores. Mi madre, cerca de mí, me preguntó que si lo que decía era
cierto, como necesitando escucharlo de nuevo. Se lo repetí.
Alguina, como nuestra líder, fue la primera en hablar:
―¿Y vamos a dejar que se vayan sin más?¿Sin intentar acabar con
ellos antes?
―Eso sería venganza, Alguina. No somos seres vengativos, solo nos
protegemos. Ir a por ellos incluso sabiendo que se van a marchar no me
parece correcto.
―Y si no hacemos nada, Concha, los humanos irán a destrozar otro
planeta y a las criaturas que allí vivan. ¿Podrías vivir tú con esa culpa?
Se hizo el silencio. No era incómodo, todas nos conocíamos, sabíamos
cómo pensábamos, conocíamos nuestros miedos y motivaciones. Solo
necesitábamos reflexionar sobre nuestros próximos pasos a seguir.
―Ya que hemos empezado esto, creo que deberíamos terminarlo
―exclamó Pardas a mi lado―. Ya me siento culpable por estar usando la
violencia, así que, ¿qué más da? Prefiero terminar de sacrificarme y salvar
a otros seres de pasar por lo mismo que nosotras.
Pardas tenía razón, o al menos, la tenía para mí. La culpa que llevaba
sobre los hombros no se iba a ir mágicamente con la marcha de los
humanos. Había gente que había muerto por mi culpa, sirenas, pero sobre
todo humanos. Una vez, tras uno de los primeros ataques a los humanos
con un maremoto, subí a la superficie y me adentré en el agua sucia que
había inundado la tierra, nadando entre cadáveres. Había tantos que me di
cuenta de que no todas aquellas personas podían ser mis enemigos, que no
todas podían pensar y actuar de la misma forma, y que muchas serían
inocentes, pero habían muerto de todas formas. Esas imágenes me iban a
acompañar el resto de mi vida por mucho que me empeñase en olvidarlas,
así que, si se la podía ahorrar a otras criaturas, lo haría sin dudarlo.
―Coral, ¿sabes cuándo se marchan?
Negué con la cabeza. LILI356 no había querido contarme demasiado.
No siempre lo hacía, al fin y al cabo, estaba poniendo en peligro su propia
vida. Normalmente prefería ser sutil y que me tocase a mí unir las piezas
de sus rompecabezas. LILI356, aun siendo mi amiga, seguía formando
parte del otro lado y era difícil que lo traicionase por completo.
―Tienes que averiguar cuándo para que podamos llevar a cabo
nuestro plan final ―me pidió Alguina.

La madre de Perla se había unido a los pacifistas. Había sido ella la


que había pintado «asesina» en la fachada de casa. Lo descubrí cuando

110
volvía del cuartel a descansar un poco hasta la mañana siguiente, cuando
tendría que nadar de nuevo a la superficie a conseguir más información de
LILI356. Estaba allí, parada ante mi puerta otra vez, como supuse lo había
estado horas antes cuando yo no le abrí. Movía su cola con rabia y tenía el
algoso pelo suelto, cuando yo siempre se lo había visto recogido de
complicadas formas que a mí me parecían imposibles. No recordaba su
nombre, creo que nunca me había preocupado en aprendérmelo, para mí
era simplemente la madre de Perla. Nunca se habían llevado demasiado
bien de todas formas.
Me dio un aletazo en la cara tan pronto como me dirigí a ella,
dejándome al borde de las lágrimas y con la mejilla derecha ardiente. Y se
llamaba pacifista. Casi me entraron ganas de reír y, quizá, si no fuera por el
parecido que la madre de Perla tenía con su hija, lo habría hecho. En vez de
eso, finalmente me eché a llorar, como había querido hacer desde hacía
dos semanas.
―Mi hija no debería haberse juntado nunca contigo ―me escupió.
Perla y yo habíamos sido amigas desde pequeñas, antes de que nada
de esto pudiera siquiera imaginarse.
―¡No tengo la culpa de su muerte! ―grité.
La madre de Perla me dio otro aletazo.
―¡Tú y tu madre le metisteis ideas violentas en su cabeza! ¡Perla no le
habría hecho daño a una gamba!
Y era cierto, Perla no habría sido capaz de dañar a ninguna criatura
viva, igual que yo o mi madre. No lo habíamos estado haciendo porque
queríamos, sino para protegernos. Las circunstancias nos habían
cambiado. No podíamos seguir siendo fieles a nuestras creencias ni a
nuestra naturaleza si nos hacía daño, si podía destruirnos. Había que
luchar, era la única solución. Por suerte, y a pesar de los fuertes aletazos, la
madre de Perla era una pacifista, así que después de quedarse a gusto
gritándome y culpabilizándome por la muerte de su hija, se marchó.
Aquella noche me costó conciliar el sueño y, cuando por fin conseguí
dormirme, me despertó la alarma de la ciudad temprano en la mañana. No
era la primera vez que la escuchaba. En los últimos tiempos se había
convertido en algo habitual, por eso no me esperaba que aquella mañana
significara el final de mi mundo.
Salí tan rápido como pude de casa, como otras veces, casi oliendo el
peligro. Pronto me enteré entre gritos de otras sirenas que habían
envenenado el agua aquella noche y que algunas habían muerto ya. Habían
soltado el veneno justo sobre el cuartel, donde mi madre se había quedado,
como muchas otras veces, a dormir. Al principio no fui capaz de reaccionar
y, aun sabiendo que no la iba a encontrar allí, nadé hasta el lugar que

111
habíamos acordado tiempo atrás como nuestro punto de encuentro en
caso de emergencia, bastante cerca de la superficie. No apareció nunca.
No, al menos, durante el tiempo que yo estuve allí, hasta que empecé a
sentirme mareada y enferma y decidí sacar la cabeza del agua y acercarme
más a la orilla. Quizá tendría que haber esperado un poco más. A veces me
lo reprocho.
Lo último que recuerdo de aquellos momentos es a LILI356 corriendo
por la playa, mirando hacia el mar y gritando mi nombre, hasta dar
conmigo y venir hacia mí. Aquellos instantes se me hicieron eternos, como
si el mundo a mí alrededor se hubiese ralentizado. LILI356 traía con ella
un recipiente blanco que sumergió en el agua y luego sacó lleno.
―¡Gracias al creador que estás viva! No sabía que os iban a
envenenar, me he enterado esta mañana y he corrido hasta aquí tan rápido
como mi mecanismo me lo ha permitido.
Creo que entonces fue cuando vomité. Verde sobre verde, suciedad
sobre suciedad. El agua, si aún se la podía llamar así, apenas pareció
notarlo.
―Coral, necesito que me escuches. Tienes que acercarte más a la
orilla y meterte dentro de la bañera.
Yo apenas podía escucharla: mis oídos no querían funcionar como
deberían y sus palabras me llegaban de forma distorsionada. Tampoco
podía hablar, mi boca no se dignaba a abrirse y a emitir cualquier sonido.
Así que mucho menos podía moverme. Mi cuerpo era para mí ya algo
externo, que nada tenía que ver conmigo. Me estaba muriendo.
Dicen que en nuestros últimos momentos conseguimos la fuerza
necesaria para poder despedirnos de otros de la forma adecuada. Y así fue
como, incluso aunque momentos antes me había sido imposible articular
palabra alguna, fui capaz de decirle a LILI356 lo que había olvidado
recordarle el día antes.
―LILI, te quiero.
El resto está borroso. Recuerdo a LILI356 adentrándose en el agua, a
pesar de que eso podía matarla. También tengo imágenes de ella
metiéndome en el recipiente blanco, no lo suficientemente grande para mí,
pero mi única forma de sobrevivir fuera del mar. Lo último que vi antes de
cerrar por completo los ojos fueron los grandes peces que hacía años
habían aterrizado en nuestro planeta, ahora haciendo el camino contrario.

―¿Cómo estás, Coral? ―Viendo que yo no contestaba, todavía algo


aturdida, continuó―: Soy LILI482. LILI356 está averiada, pero antes de
estropearse por completo me pidió que cuidara de ti.
Seguía en el mismo recipiente en el que mi LILI me había

112
introducido, y el agua, estancada de varios días y ya sucia de por sí de
antes, olía a pescado podrido.
―Necesito agua limpia ―pedí―. También quiero ver a LILI356, por
favor.
LILI356 estaba en la sala de reparaciones donde ya nadie reparaba.
Los robots no habían aprendido nunca a hacerlo, en su código no estaba
esa habilidad. No obstante, seguían intentando devolver a la vida a mi
amiga, aunque no supieran muy bien por dónde empezar, igual que
también estaban buscando la forma de seguir consiguiendo energía. Les
quedaba relativamente poco tiempo y no querían morir. Me acercaron a
mi amiga, o más bien a su concha, pues no parecía haber nadie en casa ese
día, bajo esa cubierta. La besé en la frente. Me había salvado la vida aun
sabiendo que eso costaría la suya. Mi pensamiento de protegerla ahora me
parecía infantil por mi parte, porque al final había sido yo la que había
tenido que ser salvada y no había podido cuidar de ella.
Después de abandonar la sala de reparaciones, LILI482 me presentó
a algunas LILIs más y otros tipos de robots, como los MEDs, que se habían
ocupado de curarme y cuidarme, o los GOLEs, que con su fuerza me
movieron del recipiente blanco en el que LILI356 me había traído hasta un
lugar más grande al que llamaban piscina, pero también a veces acuario. El
agua allí estaba limpia y también había algunos peces para hacerme
compañía. Era mucho mejor que la bañera, pero no era mi casa. El agua ni
siquiera olía de la misma forma. En realidad, era como estar en una cárcel,
pues no podía moverme con total libertad por el edificio como hacían los
robots, sino que tenía que permanecer nadando entre cuatro paredes. Al
menos, estas eran transparentes y podía observar lo que los robots hacían
a través de ellas.
Los días empezaron a pasar y yo cada vez me aburría más, quería
volver al mar, aunque todo mi mundo estuviese muerto, pero los robots no
me lo permitían porque el agua seguía envenenada. Aunque en un primer
momento le había agradecido a LILI356 el salvarme, a medida que pasaba
el tiempo, menos segura estaba de que hubiera valido la pena. Al fin y al
cabo, no iba a poder reproducirme yo sola y en algún momento todos los
robots se quedarían sin batería. ¿Qué haría cuando ese momento llegase?
¿Qué sentido tenía ya mi vida?
LILI482 me visitaba a menudo y pasaba largos ratos conmigo.
Supongo que se había encariñado de mí y yo no tardé demasiado en
hacerlo también de ella. Solía sentarse en una zona metálica cerca del
techo, y yo subía hasta arriba de la piscina y así ella podía escuchar mi voz.
Cuanto más hablaba con ella y con el resto de robots, más me daba cuenta
de la razón por la que LILI356 le había pedido estar a mi lado cuando

113
despertase y cuidara de mí: igual que ella, LILI482 se salía de lo que era
normal en un robot. No se limitaba a seguir un patrón, a veces ella misma
tomaba sus propias decisiones, saliéndose del camino. Como LILI356,
LILI482 me preguntaba mucho por mi vida pasada y sobre mi mundo. Sin
embargo, hablar sobre mi pasado ahora era mucho más complicado, más
doloroso. Antes tenía la esperanza de poder arreglarlo, ahora todavía
estaba asimilando que lo había perdido para siempre.
Una mañana LILI482 no vino a visitarme. No me di cuenta al
principio. No es fácil hacerlo en este tipo de situaciones. Incluso siendo
consciente de que el momento en el que se quedasen sin energía iba a
llegar pronto, no había sido capaz de aceptarlo, no cuando todavía estaba
asimilando que nunca vería a una sirena con vida, que todas ahora
flotaban en la superficie del mar, pudriéndose bajo el sol. Pero LILI482 no
vino tampoco por la tarde, ni lo hizo por la noche. No quería darme cuenta
de que el edificio llevaba todo el día en silencio, seguía esperando que
alguien apareciese llevando a cabo cualquiera de sus tareas y que me
explicase que todos se habían ido de excursión y volverían en cualquier
momento, cuando menos me lo esperase. Obviamente no aparecieron.
Había sido yo la que les había pedido que no me avisasen del día en el
que iba a pasar, pensando que así podría vivir mi vida más tranquila, sin
preocuparme de los días que me quedaban hasta quedarme
completamente sola. Y sí que había vivido más tranquila, pero de nuevo no
había podido despedirme de la gente a la que quería, como me había
pasado con mi madre, como casi me había pasado con LILI356. Además, el
miedo había estado conmigo siempre de todas formas.
Pasé tres días y tres noches sin hacer nada, tumbada en el fondo del
acuario esperando mi propia muerte. Los robots me habían dejado comida
para un tiempo, pero ni siquiera la toqué. ¿Para qué alargar mi vida sin
razón? Mi muerte significaría lo mismo si esperaba unas semanas que si lo
hacía en ese momento. Varias veces me replanteé el suicidio, sobre todo
por las noches, cuando ni siquiera se escuchaba el canto de los pájaros en
el exterior que animaban un poco mi alma. La noche traía oscuridad, como
la del fondo marino, y me recordaba constantemente que por más que
intentara imaginármelo, no estaba en mi hogar y me encontraba sola. Sin
embargo, al cuarto día, la noche no me sumergió en las tinieblas. Cuando el
sol cayó, las figuras de los muebles del edificio dejaron de ser visibles y yo
cerré los ojos, dispuesta a caer en un sueño que esperaba que fuese eterno.
Sin embargo, no había todavía conciliado el sueño cuando escuché las
voces.
―¿Qué es este sitio, Marta? ―preguntó una voz, no molestándose en
hablar bajo, pensando que allí ya no quedaba nadie.

114
―Esta debe ser una de las muchas bases que el ejército construyó
cerca del mar.
―¡No me dejéis atrás! ¡Ayudadme! ―dijo una tercera voz.
En la oscuridad, no podía discernir sus rostros, pero supuse que eran
humanos. Me tensé. ¿No se habían ido todos? ¿Qué hacían aquí? Decidí
mantenerme en silencio hasta estar segura de que no corría peligro, pero
no sirvió de nada cuando apuntaron hacia mi acuario con una luz
encapsulada. Me moví rápido dentro de la piscina, buscando un lugar
donde ocultarme, pero no había ninguno.
Al humano que iba en una silla con ruedas, se le cayó la luz al suelo,
que rodó y rodó hasta chocar contra el cristal del acuario. Yo seguí
encogida en una de las esquinas del acuario. Por alguna extraña razón,
ahora que me sentía en peligro, no quería morir.
―No te asustes ―dijo una humana―. Me llamo Marta.
―Yo me llamo Peter ―continuó el humano de la silla con ruedas.
―¡Y yo Aude!
Los tres se aproximaron poco a poco hasta mi acuario, como te
acercas a un animal asustado. Cuando por fin conseguí calmarme, empecé
a hacerles preguntas y así descubrí que se habían quedado en el planeta
para intentar arreglar lo que sus dirigentes habían estropeado. No eran los
únicos, sino que muchas asociaciones se habían creado a partir de la
decisión de marcharse en contra de este acto y ahora estaban repartidas
por diferentes puntos del planeta. También me contaron que ellos no
tenían ni idea de que pretendían envenenar a todas las sirenas antes de la
huida del planeta y que en cuanto lo habían descubierto habían corrido al
mar, pero hasta ahora no habían descubierto a ninguna viva. A excepción
de la enferma.
―¿Una sirena enferma? ―pregunté.
Los tres asintieron casi al unísono.
―Es una sirena que encontramos herida. Fue antes del ataque final al
mar. Estamos intentando que se recupere, pero todavía no se ha
despertado ―me respondió Marta.
Los humanos terminaron de explorar el edificio mientras yo les hacía
más y más preguntas, esperando conocer a la sirena que habían
encontrado, esperando que fuese Perla. Luego me pidieron que los
acompañara hasta su base, donde podría conocer a más humanos que
serían agradables conmigo y a la sirena misteriosa. Acepté, pero les pedí
una condición. Tenían que poder hacerme un favor después de haber sido
los causantes de todo.
―¿Reparar los robots? ¿Por qué? ―preguntó Aude.
Resultó que los humanos habían estado tan ocupados contaminando

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el mundo que no habían tenido tiempo de fijarse en que sus creaciones
habían tomado conciencia y eran capaces de pensar y sentir por ellos
mismos. Al menos, tan pronto como entendieron lo que les estaba
explicando, se dispusieron a ayudar a traer de vuelta a mis amigos.

Hoy, varios días después, LILI356 se ha despertado. Le he agradecido


que me salvase la vida hasta que el llanto se ha superpuesto a mis palabras.
LILI356 me ha sonreído.
―Gracias por salvar tú también la mía.
Mientras nos abrazábamos, Peter nos ha interrumpido para decirme
que la sirena herida se ha despertado y parece estar por fin fuera de
peligro. Ahora estamos camino de la base, LILI356, LILI482, los humanos
y yo. Estoy nerviosa porque podría ser Perla, pero también porque podría
no serlo. De todas formas, se trate de quien se trate, va a necesitar mi
abrazo igual que yo el suyo. Somos lo único que queda de lo que era
nuestro hogar.

Puedes contactar con Patricia Macías en:


Twitter: @QuillRain49

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Metástasis
Celia Añó

Desde la cima de una montaña de escombros, Fátima contempló los


restos de una ciudad envuelta por el humo. Hierros torcidos que
apuntalaban los cielos, edificios partidos por la mitad y un puente
retorcido en medio de un caos de despojos oscuros donde resaltaba la
blancura de huesos descarnados. La joven se cubrió los ojos con las gafas
antes de saltar. Sus pies se posaron con gracia y azar en una plancha
metálica que le sirvió cómo improvisada tabla de surf. Descendió en una
caída vertiginosa que arrancó chispas y restos que rodaron junto a ella. La
cabeza de una muñeca. Una bola de navidad.
Aterrizó de un salto, con los brazos en aspa y acompañada del
estruendo de la plancha al seguir adelante y colisionar con lo que parecía la
puerta de un coche. El ruido la hizo estremecer, pero se mantuvo firme.
Después de su escandalosa bajada, una pizca más no supondría ninguna
diferencia.
Si había uno de ellos cerca, hacía tiempo que habrían notado su
presencia.
Aun así, rompió a correr sin esperar a averiguarlo.
Los restos de la ciudad muerta se cernían a su alrededor en forma de
cúmulos desiguales, forjando caminos y huecos entre el desastre que solo
servían para convertirla en laberinto. Fátima solo confiaba en la brújula
que había sacado de la cazadora y ahora sujetaba con la mano derecha. Su
aguja relucía en la oscuridad: era de un gris plateado, casi blanco. Venía de
la luna y siempre apuntaba al sur.
Se detuvo para coger aire tras un rato de carrera. Aunque su cuerpo
insistía en jadear, en acelerar su pulso y aumentar el bombeo de la sangre,
su mente estaba serena, puede que incluso relajada. Miró de nuevo la
brújula y volvió a correr. Por la derecha, luego a través de unas tablas
podridas que se partieron segundos después que ella las dejara atrás. En un

117
momento dado se encontró con una boca de metro, pero la rehuyó de
forma inmediata. Había cosas que nunca cambiaban: las ratas y las
alimañas seguían prefiriendo los rincones oscuros.
Solo que ahora las ratas tenían el tamaño de un puma pequeño y sus
dientes eran de acero.
En un momento dado, se topó con una muralla infranqueable que
entorpecería su camino. Era un edificio caído, horadado por completo por
ventanas sin cristales. Fátima valoró si intentar escalarlo o buscar otro
camino.
Y entonces escuchó un ruido de pisadas sobre vidrio.
Se giró para ver a una joven vestida de rojo.
En realidad, y por culpa del cristal sucio de sus gafas de motorista,
solo pudo distinguir un vestido rojo, sin mangas ni diseño especial. Una
mancha sobre el fondo gris y negro que le arrebató el aliento.
Se quitó las gafas y entonces la vio a ella.
Una joven menuda, pálida como el mármol, que solo vestía ese
vestido que brillaba, que acaparaba su atención aunque por sí solo no
tuviera nada de particular. Pero su presencia era una sorpresa discordante
con todo lo esperado.
Era una chica bonita, sin garras y sin las entrañas resbalándole por la
piel. Parecía humana y por eso mismo Fátima supo que no lo era.
Ya no quedaban chicas humanas que pasearan descalzas, impolutas y
desarmadas por una necrópolis.
La desconocida la miró y Fátima vio que sus ojos estaban marcados
por el mismo rojo que su vestido. Supo que era una vampira antes que
abriera la boca y mostrara los colmillos.
―Colmena ―susurró la extraña con una voz que sonaba a gorgoteo.
La joven empalideció y se giró para mirar de nuevo el edificio y sus
ventanas que no eran más que agujeros que conducían a un rincón oscuro,
laberíntico, un lugar que fue hogar y seguía siéndolo.
Con el corazón bombeando con fuerza, se llevó una mano al cinto
para acariciar la culata de la pistola. Llevaba un cinturón desgastado que
había encontrado en una antigua tienda de disfraces. Era de un conjunto
de vaquero que tiró a una alcantarilla. Solo se quedó el cinturón que
rellenó con armas de verdad.
Sin perder de vista la colmena, empezó a retroceder por donde había
venido. Pasos lentos, silenciosos, que apenas rozaban el suelo. Desvió la
mirada para abarcar también en su campo de visión a la vampira, pero esta
había desaparecido. Aquello no terminó de tranquilizarla.
En cuanto alcanzó la esquina volvió a correr lo más lejos posible de
aquel camino truncado. La aguja de la brújula insistía en guiarla hasta ahí,

118
pero ella se apresuró a torcer por una vieja plaza para buscar una
alternativa. Al final se aupó sobre una farola doblada para escalar los restos
de un muro. Saltó al otro lado, un patio decorado con costillares y
espinazos que brillaron a su paso, y siguió corriendo. Sin descansar, sin
mirar atrás.
La cosa la encontró cuando había retomado su rumbo al sur.
Estaba ahí donde la flecha señalaba, entorpeciendo su camino. Era un
coloso no muy grande, casi la mitad de un edificio pequeño. Su superficie
ovalada estaba repleta de manos que se agitaban como si así pudieran
retener el aire. No tenía ojos, ninguno lo tenía, pero no los necesitaba para
intuir su presencia.
Fátima se quedó congelada al verle. No tenían por qué ser agresivos,
aunque a veces eran sanguinarios y destructivos. Su humor dependía del
estado de la luna.
A fin y al cabo, eran fragmentos suyos, rocas blancas que habían caído
del cielo en forma de meteoritos.
Los meteoros habían llegado hacía ya mucho tiempo, más del que ella
alcanzaba a recordar. Por ese entonces era apenas un proyecto de persona,
un ser que era más apetito que individuo. Todo lo que sabía, lo había
aprendido observando en silencio, a veces en lo alto de un edificio, en otras
ocasiones en la misma escena de los hechos.
Sabía que los colosos habían llegado del cielo porque todavía seguían
cayendo. Colisionaban contra la Tierra, agujereándola con cráteres que
abarcan ciudades enteras y estallando en el proceso en cientos de trozos.
Pedazos gigantescos que a veces se levantaban.
También los llamaban los hijos de la luna.
Y era con sus fases que su comportamiento variaba. Pero desde hacía
lustros la luna no seguía un horario constante. Luna llena por un año,
menguante durante segundos y creciente incluso de día.
Fátima contempló al coloso a través de sus gafas. Definitivamente, no
parecía agresivo. Aunque, como todo en este mundo, no podía confiarse. Al
final optó por seguir adelante pegada a la fachada de los edificios más
cercanos. La proximidad de puertas y ventanas que conducían a su interior
incógnito le ponía los pelos de punta, pero su mente encontraba en ellos
una salida por si el monstruo decidía atacarla.
Pero no lo hizo. Se mantuvo en medio de la calle con sus manos
peleándose por aferrar el aire. Parecía que se estaban despidiendo de ella.
La joven siguió corriendo hasta que sus pulmones no pudieron más.
Jadeante, se detuvo en una pared para coger aire. Temblaba, todo su frágil,
quebradizo y limitado cuerpo temblaba. Y ella lo odiaba. Era el motivo por
el que tenía que detenerse, descansar, perder el tiempo en buscar comida y

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arriesgarse a ser devorada por el capricho de dormir. Si solo fuera mente
eso no pasaría: podría avanzar sin detenerse.
Mientras reponía fuerzas, sus pensamientos volaron hasta la vampira
del vestido rojo. Era raro ver chupasangres en lugares tan inhóspitos.
Preferían las colonias y los lugares habitados por humanos. Incluso los
intoxicados, aquellos que habían perdido el raciocinio al beber sangre
infectada, se reunían en manada. Encontrarse a una solitaria era algo
extraño, inaudito. Puede que fuera una paria, una desterrada o
simplemente alguien que buscaba la muerte.
El tema de la muerte era algo que la perseguía desde muy pequeña.
Después de ver cómo los muertos seguían en pie, huecos en la parte que
ella valoraba por encima de todo, recluidos en el lastre de un cuerpo
corrupto, morir era algo que la aterraba. Quería vivir, quería ser eterna y
seguir observando los misterios del mundo para resolverlos.
En su viaje había buscado muchas alternativas para resolver el asunto
que tenía pendiente con su mortalidad pero, y valga la ironía, la mayoría
terminaban con su muerte. Como convertirse en vampira.
Y no estaba todavía tan desesperada como para intentarlo.
Se apartó la manga del jersey para ver su nuevo brazo izquierdo, tan
precioso como podía serlo el metal. Se había arrancado el suyo hacía unos
meses, sustituyéndolo por un precioso autómata que ella misma se había
fabricado. Había sido una decisión planeada con tiempo y mimo,
sopesando primero todas las opciones y complicaciones. Se armó de
antibióticos y material quirúrgico estéril, por una vez descansó todo lo que
le pidió el cuerpo e hizo varios chequeos antes para asegurarse que no
había ninguna complicación.
Aun así, cambiar todas sus partes por metal no era la solución, solo un
sustituto temporal. Era un trabajo tedioso, donde cualquier error devenía
en mortal y no solucionaría para siempre sus asuntos con la vida y la
muerte. Las piezas se oxidaban, se podían romper y no conocía a nadie
más que pudiera arreglarla cuando ella no pudiera.
Así pues, tenía que seguir buscando.
Se puso de nuevo en marcha cuando notó que su respiración se había
normalizado. Esta vez a paso rápido, sin llegar a correr del todo. No quería
volver a quedarse sin fuerzas en medio de la necrópolis. Tras media hora
deambulando, alcanzó su centro cuando el sol blanquecino estaba en lo
alto. Hacía años que no iluminaba, por lo que siempre era de noche. Una
noche con matices, pero noche a fin de cuentas.
El centro de la ciudad era una plaza redonda donde estaban los restos
de su ayuntamiento. De él solo quedaba intacta la estatua de un león que
antaño debía haber estado erguida en algún lugar importante. Como las

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escaleras o el techo. Ahora estaba tumbado de lado, pero todavía parecía a
punto de saltar.
Y por lo que ella sabía, nada era imposible en aquellos tiempos.
Fátima se dirigió hacia los restos y, tras guardar la brújula, empezó a
rebuscar en ellos. Sabía que limpiarlo de escombros por completo era una
utopía que le venía grande, pero al menos podía hacerse una idea de dónde
estuvo cada habitación. Y, además, ella tenía tiempo de sobra.
Con paciencia y cuidado con no hacer ruido ni cortarse la mano de
carne y hueso, se entretuvo apartando restos y jugando a la arqueología
con ellos. Sin darse cuenta empezó a formar montones ordenados en la
plaza, dividiendo los restos en cristal, yeso y madera por puro capricho.
Hizo otra pausa para descansar y beber de la cantimplora que llevaba
cuando los montones le llegaban ya por la cintura. No había obtenido
nada, pero los engranajes de su mente no se detenían, incansables.
Así estaba cuando el león levantó la cabeza.
Fátima se detuvo. La piel de piedra y metal policromado brillaba
como si estuviera plagada de estrellas. El animal la miró a pesar que sus
ojos eran un dibujo. Y los dos se quedaron en silencio, vigilándose
mutuamente. Hasta que la bestia agachó la mirada y volvió a apagarse. Las
estrellas desaparecieron y su cabeza se apoyó sobre los escombros como si
se fuera a dormir.
―Curioso ―dijo una voz que gorgoteaba como la sangre.
La joven dio un brinco que maldijo. Detestaba aquellas reacciones
innecesarias por parte de su cuerpo. Malgastaba energía y no siempre
necesitaba aquellos actos instintivos. Como en esta situación: reconocía la
voz y no le preocupaba. La vampira antes no había parecido agresiva y
ahora tampoco. Al desviar la mirada y encontrarse con ella solo constató
que parecía levemente sorprendida. Sus facciones eran un dibujo
deslucido sobre la piel. No parecía acostumbrada a gesticular.
―Curioso, muy curioso ―comentó sacudiendo un poco la cabeza. Su
larga cabellera castaña se agitó con ello. Estaba peinada, con un liso
perfecto como si hubiera salido de una de esas peluquerías que salían en
los cuentos y las novelas antiguas.
Fátima relajó la postura.
―¿Qué es curioso? ―le preguntó.
―El guardián no te ha atacado.
―¿Tendría que hacerlo?
―Defiende este lugar de amenazas.
―¿Parezco una amenaza?
Fátima sabía que sí, pero que lo opinara una vampira inmortal con
una capacidad de regeneración inaudita, sin apenas debilidades ahora que

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el sol no existía y con dientes que desgarraban la piel, era, como mínimo,
curioso.
La vampira, sin embargo, sopesó su respuesta. Parecía educada, algo
no muy extraño teniendo en cuenta que ella sí había conocido aquella
época en la que la educación era algo presente y real, no el chiste de ahora.
―Un poco ―reconoció.
―Más que un poco por tu reacción ―se burló.
Tampoco era de extrañar. Sus brazos eran desparejos y su gruesa
chaqueta de cazadora no lo ocultaba. No tenía dientes, sino una dentadura
postiza a la que se le había caído el blanco, revelando el gris metálico que
tanto le gustaba. Su cabello ralo apenas le cubría una cabeza demasiado
huesuda y repleta de quemaduras y costras. Era más que fea, un engendro,
pero le daba lo mismo.
Lo que realmente le importaba estaba bien a salvo en el interior de su
cráneo.
―Perdón ―se disculpó la vampira―. No quería insinuarlo.
―Pero lo has hecho ―observó―, pero no pasa nada. Y respecto al
león, supongo que me ha ignorado igual que ignoraría a la más molesta de
las moscas: porque no soy una amenaza.
―¿Qué eres?
―Una doctora, una investigadora, lo que sea según el momento.
―¿Doctora? Pareces muy joven.
A Fátima se le escapó una carcajada hueca que resonó en la placeta
con un eco distorsionado de su propia voz.
―Aquí o aprendes rápido o no aprenderás nunca. Supongo que eso
vosotros no lo entendéis, ¿me equivoco?
―No ―esbozó una sonrisa débil, apenas un amago―. Hemos
olvidado la importancia del instante.
―Tampoco es que sea muy importante ―se llevó una mano al pecho
para golpeárselo―. En realidad nos tomaríamos las cosas con el tiempo
que se merecen si no tuviéramos fecha de caducidad.
Lo dijo con una sonrisa amarga. Le encantaba burlarse de todo lo que
odiaba, como si así demostrara que en realidad no le afectaba. Porque
algún día lograría ser inmortal. Y eran esos pensamientos optimistas los
que la llevaban a exigir cada segundo de cada momento para exprimirlos
al máximo pero sin agobiarse.
―Entonces ―la vampira desvió su mirada acompañada por una
sacudida de cabello―. ¿Qué estás haciendo?
―He venido a buscar un libro, información, algo que me ayude en mis
pesquisas. Se dice que esta ciudad era el centro nacional de meteorología.
Quiero ver si aquí encuentro algo y luego localizaré su antiguo planetario.

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¡Y un telescopio!
―Vaya ―exclamó, visiblemente sorprendida―. No pareces la clase de
humana que investiga ese tipo de cosas.
―Cómo hemos comprobado hoy, lo que parecemos no tiene porqué
ser cierto ―lo dijo sin dejar de sonreír. Le gustaba decir frases filosóficas
como aquella. Le hacían sentir importante.― ¿Y tú? ¿Qué haces?
La vampira se encogió de hombros con indiferencia.
―Pasar la eternidad.
―¿Sola? ¿Sin alimento?
―Hay una colmena ―le recordó con un ligero desvió de cabeza que
apuntaba al camino por el que la joven había llegado.
Fátima frunció el ceño.
―Si bebes la sangre de los corruptos acabarás loca ―le advirtió.
―Me da lo mismo ―reconoció mientras se encogía de hombros―.
Estoy un poco aburrida. Creo que perder la cabeza y dejar de preocuparme
por este mundo que ha dejado de ser bonito es una perspectiva interesante.
―Allá tú.
―No lo entiendes ni me conoces, ni siquiera sabes mi nombre
―mostró los colmillos al compás que su vocecilla se teñía de enfado ―, así
que no me juzgues.
―Soy Fátima, por cierto.
La vampira la miró con sorpresa.
―Natalia ―dijo al fin.
―En eso tienes razón ―la joven se acercó al montón más sólido y
menos puntiagudo de los que había hecho y se sentó encima ―. No te
conozco, pero me repatea mucho tu actitud y la de los demás vampirillos
inmortales con los que me he encontrado. Es decir, no tengo ni puñetera
idea de lo que era vivir en la época antes del desastre, pero esta tampoco
está tal mal. Cierto, todos los días son una amenaza y no precisamente por
los virus o la alergia, pero es divertida. Está llena de misterios ―levantó la
cabeza para lanzarle una mirada soñadora a la luna―. Como la luna.
¿Nunca te has pregunta qué le pasa?
―Me he preguntado muchísimas cosas ―refunfuñó―. ¿Por qué hay
gigantes de piedra blanca? ¿Por qué hay sangre oscura que te abrasa la
garganta y sangre que es solo sangre? ¿Por qué hay mutaciones que hace
un siglo pertenecían solo a la ciencia ficción? ―gruñó por lo bajo y le pegó
una patada a un casquete cercano―. Estoy harta de preguntas ilógicas.
Estoy harta de estar atrapada en esta pesadilla que no se curará nunca.
―A lo mejor ―Fátima la miró para dedicarle la mejor de sus sonrisas:
aquella con la que no enseñaba los dientes―, es solo que la lógica ha
cambiado.

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―¿A qué te refieres?
―Ya te he dicho que soy doctora, ¿recuerdas? Pues una de mis
pacientes es la luna.
―¿La luna? ―Natalia torció el gesto con una mezcla entre burla y
sorpresa.
―En efecto. Todo empezó por su culpa y las anomalías están ligadas a
sus cambios. ¿Sabes que creo que le pasa? Que tiene cáncer.
―¿Cáncer?
―En efecto, ¿sabes lo que es?
―¡Por supuesto! ―exclamó con indignación. Al hacerlo se le puso el
pelo en la cara y ella se lo quitó con aparente molestia. Por sus ojos parecía
que en aquel momento se lo habría cortado de un tajo.
―Pues creo que la luna ha desarrollado cáncer. Los tumores han
modificado su forma y con ello su ciclo. Ya no da las mismas vueltas ni el
mismo recorrido. Y cuando son demasiado grandes ―agarró un pedazo de
yeso del montón en el que estaba sentada y lo tiró con fuerza lo más lejos
que pudo―, caen ―.La piedra se estrelló con los restos de una fuente. ―
Algunos tienen la mala suerte de chocar aquí y de ahí salen los colosos.
La vampira torció el gesto en algo que podía ser una sonrisa.
―Menuda sarta de disparates ―dijo, pero en el fondo se notaba que
la idea no la desagradaba. Aunque solo porque quizás era lo más
interesante que había escuchado en muchos años.
―¿Tú crees? Piénsalo, dentro de esta nueva lógica es plausible.
Bueno, esta es mi idea y si quieres te la presto.
―De nuevo, no te entiendo.
―Que te la dejo para que no digas que no tienes nada que hacer y que
te aburres. Tienes una maravillosa eternidad en tus manos y cuentas con la
ventaja de conocer el pasado. ¡Busca en tus recuerdos! ¡Recaba lo que
sabes! Los vampiros sois los que tenéis más oportunidades para dar con la
verdad y una solución. Si la hay ―matizó con un leve encogimiento de
hombros―. Pero dar con una respuesta es ya de por sí satisfactorio.
Natalia no dijo nada. Parecía pensativa. En el fondo, y tal y como
Fátima había supuesto, no quería ni morir ni desaparecer. Estaba aburrida,
harta, pero mantenía un vestido de hace años, se cuidaba con coquetería y
se molestaba en hablar con una insignificante humana, llegando incluso a
prevenirla de un peligro.
Quizás lo había hecho para dar con alguna novedad, una noticia
positiva en aquel marco de desgracia y sucesos inexplicables.
―Puedes pensarlo todo el tiempo que quieras ―De un salto, la joven
puso los pies en el suelo.― Total, te sobra tiempo. En cambio a mí no y
tengo que aprovecharlo.

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Le dio la espalda y volvió a concentrarse en la montaña de escombros.
Al agacharse se percató de lo cansada que estaba. La fatiga de aquel viaje se
le acumulaba en la espalda, detrás de los riñones, en las articulaciones de
los dedos… Una vez más, maldijo lo precario de su cuerpo, pero no dejó
que la detuviera. Sabía por experiencia que acabaría acostumbrándose a
esas molestias. Y su umbral de dolor era muy alto, capaz de soportar la
amputación de un brazo sin apenas anestesia.
Estuvo un rato más apartando trastos mientras tatareaba una
cancioncilla por lo bajo, cuando Natalia se acercó a ella y la ayudó a
levantar un pedazo de metal retorcido, indistinguible su origen,
especialmente pesado. Fátima la miró con sorpresa y una expresión de
sabionda. Quería decirle con la mirada un «te lo dije» que logró su objetivo:
la vampira apartó la mirada con turbación. De ser humana, se habría
sonrojado por la vergüenza.
―He decidido poner en práctica tu sugerencia ―reconoció―. Puede
que tengas razón, puede que no, pero es mejor que estar con los brazos
cruzados sin hacer nada.
―O morir ―apuntó con su sonrisa amarga.
Natalia la miró con curiosidad, sorprendida quizás por esa alusión a
la muerte cargada de significado, pero Fátima no dijo nada. Se limitó a
soltar el pedazo de metal de manera que este acabó por completo en
manos de la vampira, quien se tambaleó un poco por el peso inesperado.
―¡Estupendo! Te dejo a cargo de esto durante una temporada.
―¿Qué? ¿Cómo? ―Natalia lanzó a lo lejos el metal sin apenas
esfuerzo―. ¿Ahora de qué hablas?
―Pues que tengo que hacer algo más urgente. Cuando lo solucione
volveré a preocuparme por la luna. No te preocupes, no te estoy
endosando este marrón para siempre. Es solo una pausa que para ti será
un suspiro.
―Definitivamente, estás como una cabra.
―No sé lo que es una cabra.
―Vamos, que estás como un cencerro ―agitó la cabeza para sí misma
poniendo los ojos en blanco―. ¿Qué es eso tan urgente que tienes que
hacer?
Fátima rio ante la curiosidad de la vampira, tan palpable como si
fuera una parte más de su cuerpo.
―Volverme inmortal ―le respondió con absoluta sinceridad,
sorprendiéndola.
―¿Inmortal? Pero, ¿sabes que eso es prácticamente un castigo?
Y extendió los brazos para mostrarle su bonito, perfecto y elegante
cuerpo, joven para siempre, una envoltura preciosa que rodeaba una

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mente no muy estable.
―Ya, claro, pero ninguna de las dos quiere morir ―apuntó
señalándola con el dedo para más inri―. En realidad lo que quiero es
deshacerme de mi cuerpo. ¡Odio sus necesidades básicas! Comer, dormir…
y cagar, joder, no hay cosa más asquerosa, pero todavía es más
desagradable notar su peso muerto en el intestino grueso. No ―sacudió la
cabeza―, quiero ser solo mi mente y seguir investigando el mundo sin que
nada me detenga.
―Oh, entiendo, es un asunto diferente al vampirismo.
―Muy diferente: que yo sepa, estáis muy ligadas a algunos lastres.
―Como el hambre ―sonrió mostrando con voracidad sus colmillos.
―Como el hambre.
Natalia dio un paso adelante, acercándose a ella, aproximándose de
tal manera que su sombra la eclipsó por completo.
―¿Y si yo tuviera la solución?
Fátima sonrió y la miró con decisión. No dijo nada, pero asintió. Y
entonces la vampira se cernió sobre ella en una ráfaga que la tiró al suelo.
Lo último que la joven supo fue que aquellos delicados dedos le recorrían
el cuello con suavidad, pero firmeza.
Hasta quebrarlo.
Luego, oscuridad.
Gris.
Blanco.
Era ella, pero no necesitaba parpadear para ver. Estaba ahí porque lo
notaba, pero su mente no alcanzaba a dar con una explicación. No veía,
pero pudo distinguir dónde estaba. La plaza redonda, el león que dormía,
la vampira sentada en el suelo con un cadáver apoyado en su regazo. Más
que visión, era comprensión de lo que la rodeaba.
«Entiendo».
Se comunicó mediante voz y pensamiento. Natalia alzó la cabeza al
escucharla. Sonrió al verla. Fátima se percató que había algo diferente en
ella: más color en la piel y se había cortado el pelo por encima de los
hombros.
«¿Cuánto tiempo ha pasado?»
―No lo he contado ―respondió con indiferencia.
«Así que un fantasma».
―Exacto, ¿no es perfecto? Sin cuerpo mortal, solo pensamiento,
recuerdo de lo que eres.
«Hummmm… El asunto es que yo no quería morir».
Natalia se cruzó de brazos, ligeramente indignada.
―Eso no lo especificaste.

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«Se intuía».
―¿Qué se va a intuir? Además, me dijiste que sí.
«Pensaba que me ibas a convertir en vampira».
―¡Pero si me acababas de decir que no querías! Y los vampiros somos
los señores de la no-muerte. Era obvio ―concluyó con retintín.
«Tranquila, no estoy molesta. Y si lo estuviera tampoco es que fuera
algo que se pudiera arreglar, ¿me equivoco?»
―Para nada.
Fátima experimentó con su nueva forma. Tenía sus ventajas, como
esquivar todas las pesadeces que tanto había detestado, pero también
habría inconvenientes que iría descubriendo en las noches venideras. A fin
y al cabo, ahora por fin tenía todo el tiempo del mundo.
«Una última cosa, Natalia.»
La vampira le lanzó una mirada interrogante al escucharla.
«¿Te vienes conmigo a investigar la metástasis de la luna?»

Puedes contactar con Celia Añó en:


Website: labrujadelteatro.wordpress.com
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Wattpad: Celia Añó @LaBrujadelTeatro

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Hasta aquí estos ocho relatos apocalípticos.

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Muchas gracias.

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