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Estamos acostumbrados a eso de que los arquitectos “somos directores de orquesta”, a llevar un
liderazgo (o intentarlo) en las actuaciones propias de nuestra profesión, en la gestión de proyectos
y obra, en diseño y construcción, coordinando personas y manteniendo una visión global.
Es cierto que nuestra formación nos posibilita ejercer esta función, incluso más allá de ámbitos
propios de la arquitectura. Pero además de lo que aprendemos en la Universidad, para ejercer un
buen liderazgo son necesarias algunas habilidades y herramientas que a veces no tenemos.
Su origen es el mismo que el del resto de las artes: la arquitectura es producto de la creatividad, el
ingenio y la sensibilidad humana. Como tal, esta profesión se convierte en un espacio en el que se
pueden desarrollar las ideas con una libertad acotada tal vez por las necesidades específicas de
una obra, pero abierta completamente en el pensamiento y la capacidad creadora de sus
profesionales.
Esa cultura refleja los cambios, los valores, y el orden —o desorden—de los grupos que han
construido ciudades que nos parecen más atractivas que otras. De hecho se dice que esa obras son
parte de la cultura material de un país.