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Kurt, el redentor

Feodor Kraust estaba solo, en su pequeño compartimento. Mientras en el exterior un


ejército de orkos cercaba su fortificación, lo único que podía hacer era mirarse a un
diminuto espejo. “No puede acabar así”- se repetía así mismo, mientras ignoraba los
aullidos de los orcos y los gemidos lastimeros de aquellos desafortunados que caían en
sus manos.
“Soy Feodor Kraust, uno de los sargentos más venerados de Krieg, uno de los
servidores acérrimos del Divino Emperador, no puedo sentir arrepentimiento, eso es
pecado, debo…”- su pequeño monólogo fue interrumpido por Gabriel, un veterano
soldado que gracias a su celo y templanza acabó convirtiéndose en el confesor del
regimiento.
“Hermano”- dijo con una voz solemne pero fría - “llevas varias horas encerrado en tu
despacho, y los hombres están impacientes de morir por la divina causa, para repagar
los pecados de nuestros ancestros. Si otro dirigente hubiese hecho lo mismo en una
situación similar, lo habría ejecutado yo mismo, así que será mejor que te expliques”. El
hastiado sargento le miró, y le ofreció un asiento a su antiguo camarada de armas.
“Gabriel, sabes que he sido valiente, que he servido al Emperador con todo habitante de
Krieg de bien, pero he de confesarte una cosa”- el general se sentó junto al confesor, a
pesar de estar enmascarado, se podía intuir su mueca de disconformidad con facilidad.”
El gobernador del planeta es claramente un hereje, ya que sus movimientos militares no
siguen ninguna clase de lógica y nos ponen en desventaja. Cuando comencé a denunciar
sus acciones, nos envió al extremo del planeta con más presencia de pieles verdes, para
que muriéramos. Sabes que no le tengo miedo a morir, pues es nuestro santo deber, y
que cualquiera en mi presencia que muestre una mínima repulsión a este aspecto de
nuestra vida será ejecutado, cómo ese cobarde comisario al que decapité enfrente de
nuestros hombres”.
“Se me encoge el corazón al saber que la redención de nuestros hombres frente a Él sea
dedicada a ese pagano”. Gabriel lo miró y le trato de calmar- “sea cuál sea nuestro
destino, debes saber que forma parte del plan del Emperador. Vine al sector Octarius a
morir, y me alegra hacerlo con hombres de verdad cómo tú o el pequeño comando que
nos espera en la otra habitación”. El confesor le puso la mano en el hombro al cansado
sargento, y éste reunió las pocas fuerzas que le quedaban para unirse a sus fieles
soldados. Con todas sus energías restantes, desfiló erguido hacia la habitación contigua,
dónde un reducido número de veteranos tan impacientes como heridos le esperaban.
“Hermanos, regocijaos”- exclamó solemne el ferviente Gabriel – “Hoy es nuestro
momento de redención. Los pecados de nuestros ancestros serán borrados de nuestra
línea sanguínea, y antes del anochecer estaremos junto al piadoso Emperador, que nos
ha permitido esta gloriosa oportunidad. Antes de salir al combate, recordad siempre…”-
El sermón fue bruscamente interrumpido por un fuerte sonido.
El estruendo venía del cielo. “Imposible que haya aviación en esta zona, estamos en el
interior del dominio orko”- se preguntó Feodor, Una rápida inspección con sus
desgastados prismáticos le llevó a entender mejor la situación. “Parecen ser que esos
desafortunados han sido derribados por los antiaéreos orkos. Puedo oler el humo del
Valkyria desde aquí”- el sargento se fijó en que el vehículo llevaba algo escrito en una
de las puertas. Sin dilación, mandó llamar al observador del comando, el joven cabo,
Slim.
“Señor, tras una breve observación, creo que se tratan de unos cadianos supervivientes
de la masacre, pertenecientes a la flotilla de los vástagos del Oppidum Metallicum.
Parece que todavía tienen control del Valkyria, podríamos probar a contactar con ellos
para tratar de que se nos unan”. Kraust no perdió el tiempo y rápidamente estableció
contacto con el grupo en el aire. Una voz áspera respondió inmediatamente al
establecerse la señal: “Al habla el sargento Kurt, líder de lo que queda de este cacharro.
Hemos visto vuestra situación, hemos determinado que lo mejor que podemos hacer es
estrellarnos contra esa cuadrilla de pielesverdes que os están hostigando. Mejor morir
por el Emperador, que vivir por uno mismo. Cambio y corto”.
Los soldados de Krieg tomaron posiciones para asaltar a los orkos. Esperaron dos
minutos en silencio aprovechando que el estruendo del impacto les dio vía libre.
“¡Hermanos, cada una de vuestras bayonetas es una espada que puede decapitar a
Ghazgkull, y cada uno de vuestros rifles es un dispensador de la justa ira del Trono
Dorado, cargad!”
La multitud de pieles verdes no tuvo oportunidad, al estar todavía conmocionado por el
impacto. Para mayor horror de los xenos, Kurt y un grupo de sus hombres habían
conseguido sobrevivir, y estaban dispuestos a morir luchando. Los gritos desesperados
de los orkos eran cortados en seco por el sonido de las armas pesadas, algunas de sus
cabezas rebanadas por la espada sierra del sargento cadiano, y otras tantas
extremidades incineradas por el plasma de Kraust.
Pronto no quedó ninguno de aquellos brutos seres que hacia unos instantes estaban
asediando el fuerte. Mientras los hombres de Kurt se dedicaban a rescatar a los hombres
heridos, los de Kraust se limitaban a empalar las cabezas de los xenos y a rematar a
aquellos soldados de su regimiento que estuvieran al borde de la muerte.
Kraust se acercó a Kurt y le dijo: “El Emperador ha decidido que todavía no merecemos
morir. Sabe que todavía hay mucho trabajo que hacer”- mientras decía esto le
estrechaba la mano a su rescatador- “No hay tiempo que perder. Todavía nos quedan,
entre nuestros dos equipos, algo menos de 15 hombres. Se dónde podemos obtener un
Chimera, que nos puede llevar al kaudillo de los asquerosos pielesverdes. Hay un
planeta que salvar, un sector que proteger y un imperio al que servir. ¿Os uniréis a
nuestra batalla o ahora os acobardareís?”
El viejo Kurt miró a sus hombres y exclamó: “llévadnos al vehículo lo antes posible. El
deber sólo termina con la muerte”.

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