Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El Cantar de Los Nibelungos
El Cantar de Los Nibelungos
Así que estuvo preparada la tropilla, los cuatro valientes partieron en barco hacia Islandia
y, tras doce días de travesía marina, estaban frente a sus costas, divisando maravillados la
altiva fortaleza de Isenstein. Fueron inmediatamente recibidos por la reina Brunilda, que
debía estar ansiosamente a la espera de emociones violentas. Apenas estuvieron ante ella,
los recién llegados, por boca de Sigfrido, anunciaron la intención del rey Gunther de
ganarse la mano de Brunilda, la mujer con fama de ser más fuerte que doce hombres.
Aceptó feliz Brunilda el reto esperado, recordando a todos los presentes que el fallo de
Gunther en cualquiera de las pruebas supondría automáticamente su muerte, pues nunca se
daba cuartel al vencido y le propuso competir primero en un combate a lanza y, si lo
superaba, después en el lanzamiento de una piedra hasta tan lejos como se pudiera, para
más tarde tener que alcanzarla de un solo salto. Aceptadas que fueron las dos absurdas
pruebas, Sigfrido llamó en un aparte a Gunther para informarle de que, gracias a la
posesión de la capa del enano Alberic, él iba a convertirse en el invisible contendiente de
Brunilda, mientras que el rey actuaría fingiendo ser él el único combatiente de Brunilda.
Así se hizo y fue Sigfrido quien derrotó con suma facilidad a la reina Brunilda con la lanza
tras un combate en el que ella veía asombrada cómo la fuerza de Gunther se multiplicaba
hasta desarmarla. Más tarde, Sigfrido arrastró la piedra por el aire, para luego transportar a
Gunther de la misma forma y a lo largo del mismo trecho. Cumplido el trámite, Gunther,
supuesto vencedor, hizo saber a su amada y vencida Brunilda que ahora ya era su
prometida en toda regla y, por tanto, ella debía cumplir lo pactado, siguiéndole de buen
grado en su viaje de regreso al país de los burgondos. La derrotada reina, entristecida por
su obligada marcha, pero aceptando el que creía justo resultado quiso despedirse de sus
súbditos y pidió el tiempo necesario para hacerlo en buena forma y preparar su marcha
definitiva hacia el país del que iba a ser su esposo, y en el cual ella seguiría manteniendo
su real rango.
LA PREPARACION DEL MATRIMONIO
CUESTION DE PROTOCOLO
La desgraciada Crimilda había quedado encerrada en su dolor, pero todo se volvía contra
ella y sus recuerdos; hasta el tesoro de los nibelungos había caído en manos de Hagen;
mientras todo sucedía de este modo, el también reciente viudo Atila había oído de la bella
y enajenada viuda de Sigfrido y quiso pedirla en matrimonio. No parecía posible que tal
oferta fuera aceptada, pero, tras pensar en las posibilidades de poder que se le abrían al
unirse a tan poderoso rey de Angra, Crimilda cambió de parecer y comunicó al mensajero
Rudiger que ella aceptaba la proposición del muy valiente y noble Atila, y en partir tan
pronto estuviera listo su séquito, para encontrarse con su prometido en Tulne, junto al río
Danubio. De allí salió la más fastuosa comitiva real que se haya conocido, camino de
Viena, en donde habría de celebrarse el matrimonio, en Pentecostés. Terminados los fastos
reales, los reyes fueron a Etzelburg, a instalarse en la capital del reino de Angra. Nada
sucedió durante siete años, y un día, Crimilda quiso que Atila invitase a los suyos, para
que fueran testigos de su gran felicidad. Consintió el rey y envió mensaje a Worms para
que viniera a su corte el rey Gunther y su nobleza. La noticia levantó dudas en Hagen,
quien se sabía marcado por la muerte de Sigfrido, así como en otros nobles partícipes de la
conspiración; otros querían creer que ya se habría olvidado Crimilda de la muerte
canallesca de Sigfrido, y todos discutían sobre la conveniencia de tal viaje, pero el rey
Gunther prefirió aceptar la invitación de su hermana, mandando organizar una caravana de
más de mil guerreros a caballo y de nueve mil infantes que acompañaría a los visitantes
burgondos hasta Etzelburg, para disuadir a Atila de cualquier deseo de traición hacia sus
invitados; mientras salían de la corte las interminables columnas de hombres armados, en
Worms reinaba el dolor de las esposas que quedaban atrás, pues ellas ya presentían el
trágico final de esa impresionante comitiva.
El viaje no tuvo incidente alguno en su primera parte, y pronto llegaron los diez mil
hombres a orillas del Danubio, el primer obstáculo a la marcha de la expedición burgonda;
a Hagen se le encomendó hallar el medio de cruzarlo y fue la mágica intervención de unas
ninfas del río la que dio la clave de aquel paso, y asimismo, la advertencia de que la
muerte les esperaba al otro lado del poderoso río. Hagen encontró al barquero del que le
habían hablado las ondinas y se hizo con su balsa, aunque tuvo que dar muerte al
obstinado hombre, que se negaba a prestar su embarcación a desconocidos. Con ella
atravesaron todos el crecido Danubio. En la otra orilla, Hagen, conocedor de su suerte,
destruyó la balsa, haciendo saber a todos que ya se había traspasado el punto sin retorno;
que ahora ya sólo les quedaba enfrentarse a su destino hasta las últimas consecuencias.
Pronto se vio que la situación había cambiado radicalmente, pues tuvieron que enfrentarse
y derrotar al margrave Else, señor de aquellas tierras, que había intentado cerrarles el paso.
Más tarde, en Bechelaren, se les unió el margrave Rudiger, con quinientos hombres más.
En la frontera de Angra les aguardaba Teodorico, que pronto esperaba casarse con la
sobrina de Atila, pero que iba al encuentro de los de Worms con la idea de advertirles de
aquellos planes de venganza que había atisbado en Crimilda; los burgondos le contestaron
que sabían cuál era el designio de la segunda esposa de Atila, pero que ya habían cruzado
el punto tras el cual no se podía regresar, por ello, seguían su viaje hasta el palacio del rey
de los hunos, como si nada fuera a sucederles.
Crimilda recibió a su hermano el rey y pretendió mostrar su felicidad por tenerle junto a
ella. Sin embargo, Hagen espetó a su anfitriona que sabía que esta supuesta fiesta no era
más que el ropaje de una emboscada, haciendo que Crimilda se obligara a demostrar su
encono hacia los asesinos de su primer y amado marido: después, refrenándose, invitó a
los burgondos a despojarse de sus armas, pero ellos se negaron; más encolerizada todavía,
Crimilda inquirió sobre la identidad de quién había podido inspirar tal temor en los
invitados y Teodorico se adelantó para comunicarla que él mismo había advertido del
peligro a los burgondos. Ya instalado en palacio, Hagen, con la espada Balmung
arrebatada a Sigfrido sobre su regazo, permaneció sentado ante la reina Crimilda y su
guardia, en clara señal de desafío, a la vez que declaraba públicamente haber sido él quien
había dado muerte a Sigfrido. Crimilda se vio insultada y, lo que es peor, comprobó cómo
su guardia retrocedía ante la figura tremenda y desafiante del decidido Hagen. Sin fuerzas
que la respaldasen, la reina dejó que la recepción comenzara. Nada pasó en su desarrollo y
sólo, al llegar la noche, cuando los burgondos quisieron retirarse a sus dormitorios, vieron
que se les cerraba el paso. No obstante, pronto se retiró la tropa de los hunos y los
invitados pudieron encaminarse a sus lechos, atentos a lo que se cernía ostensiblemente
sobre sus cabezas, ya que se cerraba el copo de los hunos alrededor de su dormitorio, pero
bastó la presencia de Hagen armado y presto para la lucha, para que el nuevo intento de
dar muerte a los burgondos se desbaratara.
EL BAÑO DE SANGRE
En la mañana siguiente, los burgondos se dirigieron al templo totalmente armados; tras la
misa se preparó el torneo, del que el prudente Teodorico retiró a sus seiscientos hombres;
quedaron solamente hunos y burgondos, y tampoco nada sucedió en las justas. Crimilda,
en un aparte, pidió ayuda a Teodorico para vengar el asesinato de su marido, pero
Teodorico recordó que todos estaban sometidos a la ley de la hospitalidad y que nunca
atacaría a quien se encontraba bajo la protección de Atila. Con la negativa de Teodorico,
Crimilda se fue a Bloedel, el hermano de Atila, y éste aceptó la venganza a la hora de la
comida. Con mil guerreros entró Bloedel en la estancia secundaria en la que se hallaban
los infantes de Burgondia, anunciando su intención de dar muerte al asesino de Sigfrido,
pero Dankwart, el hermano de Hagen, lo mató con su espada tan pronto hubo terminado de
hablar. Así empezó la disparatada batalla, con armas quienes las tenían y los que no
disponían de ellas con los restos del mobiliario en sus manos. Dankwart, herido, penetra
en la sala principal, interrumpiendo la comida de los reyes; Hagen, al ver a su hermano
sangrando, mata sin pensarlo una segunda vez, al hijo de Atila con su espada; Atila y
Gunther intentan parar la matanza pero, al no conseguirlo, se unen a la furiosa lucha.
Crimilda vuelve a rogar a Teodorico que empuñe la espada por ella, pero el godo pide una
tregua a Atila y se retira con sus hombres del escenario. El margrave Rodajear, sintiéndose
también ajeno a la contienda, pide permiso a Gunther para hacer lo mismo con su gente. Y
el combate prosiguió con saña hasta la noche; los agotados contendientes acordaron un
alto, pidiendo la continuación del desafío en campo abierto, pero Crimilda intervino para
negar tal posibilidad, exigiendo la entrega de Hagen por la vida del resto de los burgondos.
Ante la negativa de Gunther y sus hermanos, Crimilda mandó a los hunos abandonar el
palacio y prenderle fuego para acabar con todos los burgondos encerrados dentro de él.
Pero tampoco el fuego terminó con sus odiados enemigos, al salir el sol estaban vivos y
listos para la lucha. Rudiger, de vuelta en palacio, se vio compelido, en contra de su
voluntad, pero a tenor de su lealtad hacia Atila, a empuñar las armas contra los burgondos
hasta su muerte; Teodorico, al conocer las noticias, regresó al campo de batalla para
rescatar el cadáver del inmolado Rudiger, pero los burgondos tomaron su vuelta como un
ataque y sólo quedaron en pie Hagen y Volker, con su rey, Hagen, por un bando, frente al
anciano Hildebrando por el otro. A él se le unió Teodorico, y fue su espada la que malhirió
a Hagen y terminó el combate con la captura de Hagen y Gunther. Llevados a presencia de
Crimilda, ésta mandó matar a su propio hermano y, con la espada Balmung en sus brazos,
decapitó a Hagen. Entonces, Hildebrando, viendo que se daba muerte a un hombre
indefenso, mató a Crimilda. Sólo quedaron con vida Atila, Teodorico y el viejo
Hildebrando, en Hungría, mientras la cruel y despótica Brunilda estaba a salvo, en la
remota Worms, sin importarle, al parecer, haber sido la causante de aquella matanza sin
sentido.
Con este relato fabricado por trovadores, por los restos del pueblo burgondo, o por alguno
de sus exegetas, que vivieran en la lejanía del siglo XII, a setecientos años de distancia, se
trata de explicar la razón poética de la desaparición del efímero país de los burgondos,
apoyándose en la figura trágica de la traición de una mujer a su propio pueblo, la alevosa
maniobra de una mujer insensata empujada por el febril ansia de venganza; y sitúan la
acción en un escenario que les libere de la responsabilidad de la derrota, allá en la muy
remota indefensión del palacio de Atila, el huno, siendo también este rey otra víctima de
su esposa, no el protagonista de la masacre. En realidad, los burgondos, venidos desde el
Báltico hasta Worms en una marcha guerrera que duró cientos de años, tras su
asentamiento en Germania, en las fronteras con Sarmatia, y que no se detiene en esa fría
orilla del mar suévico. Los burgondos cruzan después el Oder y siguen hacia el fértil sur,
al despojo de las antiguas Galias, saltando la barrera natural del Rhin, al finalizar el año
406. Son los bárbaros hacíendose con los despojos del que fuera grandioso imperio
romano. Se detienen en Vaugiones, Worms, allí encuentran su terreno soñado, la efímera
capital de su reino burgondo, pero los vándalos nómadas no pueden o no saben sostener su
único reino más que veintitrés años, pues en el 436 su territorio es rebasado por las huestes
fugitivas de Atila, que se ve empujado hacia el oeste por las últimas fuerzas romanas del
general bárbaro Aecio y de su aliado, el visigodo Teodorico, precisamente hacia las
mismas Galias que pretenda obtener Atila como dote en el propuesto matrimonio con
Honoria, la hija de Placidia, en ese ofrecimiento de la asustada Roma. Gunther
(Gundahar), el rey elegido, apenas puede hacer otra cosa que ofrecer el bulto de su cuerpo
y la vida de casi veinte millares de hombres, al experimentado y poderoso ejército del
pagano rey Atila, para quien el final de ese reino burgondo nada significaba, que no fuera
otra victoria más. Atila moriría más tarde, y no precisamente por mano de los extintos
burgondos, pues su derrota en las cercanías de Troyes, en los Campos Cataláunicos se
produce en el año 451, frente al ejercito de Aecio: después intenta atravesar los Alpes y
también vuelve a ser rechazado, esta vez por León I, muriendo, finalmente, en el año 453,
diecisiete años después de que el reino de los burgondos hubiese cesado su brevísima
crónica.