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El Origen de la Tragedia

Frederich Nietzsche

Nietzche nos propone entender que la evolución del arte está unida a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisiaco. Una
tensión de ambos lados que resultan un equilibrio, no por poner la mitad de fuerza cada uno, no un equilibrio proveniente de la
estaticidad, sino por ambos tirar todo lo que pueden.
En el mundo griego hay una enorme oposición entre el arte escultor apolíneo, y el arte no plástico de la música, que es el de
Dionisos. Ambos instintos van a la par, aunque diversos. Por un milagro metafísico de la voluntad helénica aparecen apareados
entre sí y engendran la obra artística tanto dionisíaca como apolínea de la tragedia ática.
Para entender mejor esta dualidad Nietzche la propone como los mundos artísticos separados constituidos por el sueño y la
embriaguez.
La bella apariencia del mundo de los sueños, en cuya producción todo hombre es un artista pleno, es el supuesto de toda arte
plástica, y de una importante mitad de la poesía.
Junto a la suprema vida de esta realidad de los sueños se nos transparenta además la sensación de su apariencia.
Esta alegre necesidad de la experiencia de los sueños ha sido asimismo expresada por los griegos en su Apolo: Apolo como
dios de todas las fuerzas formadoras, el dios que profetiza. Tampoco puede faltar en la imagen de Apolo: esa mesurada
limitación, esa libertad respecto a las excitaciones más violentas, esa sabia calma del dios formador.
Habría que decir de Apolo que en él ha recibido su más elevada expresión la inconmovible confianza en el principium
individuationis. Se podría caracterizar a Apolo como la magnífica representación divina del principii individuationis. ¿Qué es el
principio de individuación?: Lo que hace que algo sea, lo que lo identifica, individualiza.
Romper el principio de individuación, surge de el más íntimo fondo del hombre, arrojando así una mirada a la esencia de lo
dionisiaco, a lo que más nos aproximamos por la analogía de la embriaguez. Los impulsos dionisiacos hacen que, al
intensificarse, lo subjetivo tienda a desaparecer en el completo olvido de sí mismo. Bajo el encanto dionisiaco no solo vulva a
cerrarse el vínculo entre hombre y hombre, también la naturaleza enajenada (enajenar: ceder el dominio de algo) vuelve a
celebrar la fiesta de la reconciliación con su hijo pródigo, el hombre. Voluntariamente brinda la tierra sus dones. Es por esto
que a dionisios también se lo relaciona con la siembra y la cosecha, se lo relaciona con la comida. El tiempo griego era cíclico,
marcado por la siembra y la cosecha. En ese tiempo había una interrupción: el rito, una fiesta donde se saltaba del tiempo
ordinario al gran tiempo.
En esa ruptura cada cual se siente no solo unido con su prójimo, reconciliado, fundido con él, sino también uno. En el rito para
Dionisos se hacía una orgía donde todo se unificaba, y no simbólicamente sino que había una transustanciación. Se debe aclarar
que existe un enorme abismo que separa a los griegos dionisíacos de los bárbaros dionisíacos, cuyas celebraciones solo se
basaban en el desenfreno sexual. Las orgías dionisíacas de los griegos tienen el significado de celebraciones de la redención del
mundo y de días de transfiguración. Solo en el ellos alcanza la naturaleza su júbilo artístico, solo en ellos el desgarramiento del
principii individuationis se transforma en un fenómeno artístico. Dionisos era en sí mismo dual. Una tensión entre la luz y la
oscuridad, dado que su madre Semele pertenecía al mundo de la oscuridad y su padre Zeus, significa luz. Además es el
considerado del doble nacimiento, según el mito, la esposa de Zeus (no Semele) al enterarse la hace abortar a Semele. Zeus
recogió el feto y se lo cosió al muslo hasta que naciera, por eso es el de doble nacimiento. También se lo identifica a Dionisos
con el hombre por la dualidad espíritu-cuerpo.
El canto y el lenguaje mímico era algo nuevo e inaudito para el mundo griego de Homero, especialmente la música dionisíaca
le producía horror y espanto. La música de Apolo fue arquitectura dórica puesta en sonidos, pero en sonidos sólo sugeridos
como son los de la cítara. La música dionisíaca tenía ese poder conmovedor del sonido, el torrente unitario de la melodía y el
mundo absolutamente incomparable de la armonía.
En el ditirambo dionisiaco el hombre es excitado a la suprema elevación de todas sus capacidades simbólicas. El servidor de
Dionisos es comprendido entonces solo por sus semejantes, el griego apolíneo lo ve con asombro.
Para comprender esto habría que desarmar la cultura apolínea hasta divisar sobre que fundamentos está construida. En primer
lugar están las figuras divinas olímpicas.
Entre ellas está también Apolo sin pretender una primera posición. El mismo instinto que se ha simbolizado en Apolo ha
engendrado en general todo aquel mundo olímpico, en este sentido Apolo podría aparecer como el padre del mismo.
El griego conocía y sentía los horrores y los espantos de la existencia, en general para poder vivir tenía que oponer a ellos el
sueño resplandeciente de los seres olímpicos. Esa enorme desconfianza ante los poderes titánicos de la naturaleza, esa moira
(fatalidad) que impera despiadadamente sobre los conocimientos, ese buitre de Prometeo, el gran amigo del hombre, ese destino
de horror del sabio Edipo, etc, fue superada una y otra vez por los griegos debido a ese mundo intermedio artístico de los
olímpicos, en todo caso ocultada o sustraída a la vista de él. Para poder vivir los griegos tuvieron que crear a estos dioses. Los
dioses justifican la vida humana, viéndola ellos mismos. Nietzche nos aclara que de todas maneras esa armonía que contemplan
ahora los hombres modernos, esa unidad del hombre con la naturaleza, para la que Schiller la denomina con el término naiv,
ingenuo no es un estado tan sencillo.
Cuando lo ingenuo sale al encuentro del arte, hay que reconocer el efecto de la cultura apolínea, que tiene que derribar primero
un reino de titanes y matar monstruos, y que tiene que haber triunfado mediante enérgicas visiones fantásticas y placenteras
ilusiones.
Al griego apolíneo le parecía también que el efecto que producía lo dionisiaco era titánico, bárbaro, pero no podía ocultarse que
él mismo estaba íntimamente emparentado con esos titanes y héroes caídos. Toda su existencia, con toda su belleza y mesura,
reposaba sobre un fondo velado de sufrimiento y de conocimiento que se le descubría de nuevo a través de lo dionisiaco. Apolo
no podía vivir sin Dionisos. Lo titánico y lo bárbaro eran tan necesarios como lo apolíneo. Las musas de las artes de la
apariencia empalidecían ante un arte que, en medio de su embriaguez, expresaba la verdad.
Lo dionisiaco y lo apolíneo han dominado al ser helénico. Como a partir de la edad de bronce con sus luchas de titanes y su
ruda filosofía popular, se desarrolla, bajo el imperio del instinto de belleza apolíneo el mundo homérico, cómo esta ingenua
magnificencia es devorada de nuevo por la irrupción del torrente dionisiaco, cómo frente a este nuevo poder, lo apolíneo se
eleva hasta adquirir la rígida majestad del arte y de la concepción del mundo dóricos (dórico significa de Grecia). Si de esta
manera en la lucha de estos dos principios hostiles, la antigua historia helena se divide en cuatro grandes niveles artísticos,
Nietzche se interrogará sobre el último plan de ese devenir y de ese avanzar, en el caso de que el período al que se ha llegado en
último término, el del arte dórico, deba ser considerado la culminación y el objetivo de ese instinto artístico: y entonces se
presenta a nuestros ojos la sublime y loada (alabada) obra de arte de la tragedia ática (de esa parte de Grecia cuya capital es
Atenas) y del ditirambo dramático, como meta común de ambos instintos. (hasta acá cap 1-4)
Nietzche tiene en cuenta también a Homero y Arquíloco, como los primeros padres y portadores de antorchas de la poesía
griega (Recordemos que Nietzche pone del lado de los sensibles, como opuestos a los de la razón, por un lado a los poetas
Homero, Erodoto, Arquíloco, y por otro a los tragediógrafos Sófocles, Esquilo) sintiendo entonces con seguridad que sólo estos
dos caracteres totalmente originales, desde los cuales fluye un torrente de fuego sobre toda la posteridad griega, son los que
deben ser tenidos en cuenta.
Homero, el anciano soñador ensimismado, el tipo del artista apolíneo, ingenuo, observa con asombro la apasionada cabeza de
Arquíloco, combatiente sevidor de las musas violentamente arrastrado por la existencia.
Cuando Arquíloco, el primer lírico de los griegos confiesa su amor a las hijas de Licambo, y a la vez su desprecio, no es su
pasión lo que danza ante nosotros, vemos a Dionisos y a las Ménades (sacerdotistas de Dionisos que en las celebraciones daban
muestras de frenesí) y en ese momento se le acerca Apolo y lo toca con el laurel (este ejemplo para mostrar que también estaba
condicionado por la tensión Apolo Dionisos) El encantamiento dionisíaco musical del que duerme desprende entonces
imágenes a su alrededor, como chispas, poesías líricas que, cuando llegan a su máximo desarrollo, se llaman tragedias y
ditarambos (composición poética en honor a Dionisos) dramáticos.
La investigación erudita ha descubierto que Arquíloco fue quien ha introducido la canción popular en la literatura, debido a esto
le corresponde, en la opinión general de los griegos, esa posición única junto a Homero. Para nosotros la canción popular es
espejo musical del mundo, melodía originaria que bisca la apariencia paralela de su sueño y que la expresa la poesía. La
melodio es por lo tanto lo primero y universal. Ella es con mucho lo más importante y más necesario según la ingenua
apreciación del pueblo. La melodía engendra a partir de sí a la poesía. En la poesía de la canción popular vemos entonces cómo
el lenguaje es sometido a la máxima tensión para imitar a la música, por eso con Arquíloco comienza un nuevo mundo de la
poesía que hasta en lo más profundo de sí está en contradicción con el homérico. Queda indicada así la única relación posible
entre poesía y música, entre palabra y sonido; la palabra, la imagen, el concepto busca una expresión análoga a la música y
padece entonces la violencia que le hace la música.
La tradición antigua nos dice con toda precisión que la tragedia ha surgido del coro trágico, y que originalmente era sólo coro.
Nietzche no se contenta con las explicaciones artísticas corrientes, las que dicen que es el espectador ideal, o que ha de
representar al pueblo frente al ámbito principesco de la escena. Esta última explicación que a varios políticos les parece
relevante en el sentido de que en el coro popular estuviera representada la inmutable ley moral de los democráticos atenienses,
no tiene influencia en la formación originaria de la tragedia. Con respecto a la opinión del espectador ideal, perteneciente a
Schlegel, Nietzche nos dice que es torpe, anticientífica aunque brillante. Cuando compara el público teatral con el coro,
Nietzche se pregunta si es posible idealizar ese público de tal manera que resulte algo análogo al coro trágico. Niega eso, se
maravilla tanto de la osadía de Schlegel como de la naturaleza totalmente distinta del público griego. Nos dice que siempre
había pensado que el buen espectador, fuere quien fuere, siempre había de tener conciencia de tener ante sí una obra de arte y
no una realidad empírica, mientras que el coro trágico de los griegos está obligado a reconocer en las figuras de la escena
existencias corporales. (El coro de las Oceánidas cree realmente ver delante de si al titán Prometeo, y se considera a si mismo
igualmente real que el dios de la escena)
Nietzche cita luego a Schiller, quien en el prefacio de La novia de Messina, había revelado una día infinitamente más valiosa
sobre lo que significa el coro: consideraba al coro como una muralla viviente que levanta la tragedia a su alrededor para quedar
bien separada del mundo real y para asegurarse su suelo ideal y su libertad poética. La introducción del coro es el paso decisivo
con el que se declara la guerra, abierta y lealmente a todo naturalismo en el arte. Para un enfoque semejante, dice Nietzche
nuestra época convencida de su propia superioridad, ha utilizado la denominación despectiva de seudoidealismo.
Ciertamente es un suelo ideal aquel sobre el cual, según la correcta idea de Schiller, se desplaza el coro de sátiros griegos, el
coro de la tragedia originaria, un suelo que está muy por encima del camino real que recorren los mortales. El griego ha erigido
para este coro los andamios de un fingido estado natural y ha puesto sobre ellos ficticios seres naturales. La tragedia ha crecido
sobre este cimiento y por eso, ya en comienzo, ha sido librada de todo penoso retrato de la realidad. No obstante ello, no es un
mundo introducido caprichosamente por la fantasía entre cielo y tierra; más bien un mundo de la misma realidad y credibilidad
que las que tenía el Olimpo junto con sus ocupantes para los helenos creyentes. El sátiro, como integrante del coro dionisiaco,
vive en una realidad reconocida religiosamente, bajo la sanción del mito y del culto. Que con él comienza la tragedia, que a
través de él habla la sabiduría dionisíaca de la tragedia, es un fenómeno que nos causa extrañeza como, en general, el
surgimiento de la tragedia a partir del coro, dice Nietzche.
El sátiro, el ficticio ser natural, se comporta respecto del hombre cultural de la misma manera como se comporta la música
respecto a la civilización. Sobre la civilización Nietzche cita a Richard Wagner (a quien Nietzche admira mucho, y había
recibido una profunda impresión, antes de conocerlo en persona, al oír Tristán e Isolda) que dice que es anulada así como la luz
de las lámparas ante la luz del día. De la misma manera, agrega Nietzche, se sentía anulado el hombre cultural griego a la vista
del coro de sátiros; y tal es el efecto inmediato de la tragedia dionisíaca. Los abismos que separan a un hombre de otro, ceden
ante un poderosísimo sentimiento de unidad que lleva de vuelta al corazón de la naturaleza.
El consuelo metafísico, que es el que deja toda tragedia, de que la vida en el fondo de las cosas, a pesar de todo el cambio de las
apariencias, es indestructiblemente poderosa y placentera, este consuelo se presenta con claridad corpórea en el coro de sátiros.
Con este coro se consuela el melancólico heleno (que está capacitado para los más graves sufrimientos). Lo salva el arte, y a
través del arte lo salva, se salva la vida.
El éxtasis del estado dionisiaco, contiene un elemento letárgico en el que se sumerge todo lo que se ha experimentado
personalmente en el pasado. Así, por este abismo del olvido, se separan el mundo de la realidad cotidiana del de la dionisíaca.
Pero no bien vuelve a penetrar en la conciencia esa realidad cotidiana, con asco es sentida como tal. Aquí, en este supremo
peligro de la voluntad, se acerca el arte como un mago salvador que debe curar: es el único que puede convertir esos
pensamientos de asco en representaciones con las cuales es posible vivir: éstas son lo sublime, lo elevado como manera de
dominar artísticamente lo horrible, y lo cómico (que no significa que haya surgido la comedia) como descarga artística del asco
que produce lo absurdo. El coro de sátiros del ditirambo es la acción salvadora del arte griego.
Retomando lo de Schiller que el coro es una muralla viviente puesta contra las acometidas de la realidad; porque el coro de
sátiros reproduce la existencia de una manera más verdadera, más real, más perfecta que el hombre cultural que comúnmente se
considera como única realidad. La esfera de la poesía no se encuentra fuera del mundo, como una imposibilidad fantástica
surgida del cerebro de un poeta: quiere ser lo contrario, la pura expresión de la verdad.
El contraste entre esta que es propiamente la verdad natural y la mentira cultural que se presenta como la única realidad, es
semejante al que hay entre la médula eterna de las cosas, la cosa en sí, y todo el mundo de las apariencias. Es así como la
tragedia, con su consuelo metafísico, remite a la vida eterna de esa médula de la existencia, en medio del incesante perecer de
las apariencias, así también el simbolismo del coro de sátiros expresa mediante un símil esa relación primitiva entre cosa en sí
fenómeno. El griego dionisiaco quiere la verdad y la naturaleza en su fuerza suprema, se ve a sí mismo transformado en sátiro.
En medio de tales estados anímicos y conocimientos manifiesta su júbilo el soñador grupo de los servidores de Dionisos, cuyo
poder los transforma a ellos mismos antes sus propios ojos, de tal manera que ellos creen verse a si mismos como genios
naturales restaurados, como sátiros. La constitución posterior del coro de la tragedia es la imitación artificial de ese fenómeno
natural. Por eso Nietzche resalta que el público de la tragedia ática se volvió a encontrar a sí mismo en el coro de la orquesta,
que, en el fondo, no hubo contraste entre público y coro. El coro no es otra cosa que un coro grande y sublime de sátiros que
bailan y cantan, o de aquellos otros que se hacen representar por estos sátiros. En cierto sentido refutando lo anterior, las
palabras de Schlegel han de adquirir un significado más profundo. El espectador ideal en la medida en que es el único que
contempla, el que contempla al mundo de visiones de la escena. Un público de espectadores, tal como lo conocemos nosotros,
dice Nietzche, era desconocido para los griegos (por eso antes negaba a Schlegel): en sus teatros, dentro de las graderías que se
levantaban formando arco y que ocupaban los espectadores, a cualquiera le era posible abarcar realmente con la mirada todo el
mundo cultural que tenía a su alrededor y, saturado de contemplación, creerse un integrante del coro. Desde este punto de vista
se puede llamar al coro, en su etapa primitiva de los orígenes de la tragedia, una manera como el hombre dionisiaco se refleja a
sí mismo. El coro de sátiros es en primer término una visión de la masa dionisíaca, así como a su vez, el mundo de la escena es
una visión de este coro de sátiros.
Verse a sí mismo transformado y actuar entonces de tal manera como si realmente se hubiera entrado en otro cuerpo, en otro
carácter, es un proceso que está al comienzo del desarrollo del drama. Es útil entender que en el fenómeno estético, si se tiene la
capacidad de ver continuamente un juego viviente y vivir incesantemente rodeado por corros de espíritus, entonces se es poeta,
y si se siente la tendencia a transformarse a sí mismo y a hablar a través de otros cuerpos y almas entonces se es dramaturgo. El
rapsoda, el que va por los pueblos cantando poemas, que cuenta historias pentámetros yámbicos, hay en él algo distinto a quien
hace dramas, el rapsoda no se confunde con sus imágenes, sino que, semejante al pintor, las ve con ojos observadores afuera.
En este sentido el ditirambo es esencialmente distinto de todo otro canto coral. Dice Nietzche: las doncellas que con ramas de
laurel en las manos marchan solemnemente hacia el templo de Apolo entonando un cántico procesional, siguen siendo las que
son y conservan sus nombres de ciudadanos; el coro ditirámbico es un coro de seres transformados cuyo pasado civil, cuya
posición social han sido totalmente olvidados: han llegado a ser los servidores intemporales de su dios, que viven fuera de todas
las esferas sociales; toda la otra lírica coral de los helenos es solo u enorme incremento del canto individual apolíneo, mientras
que en el ditirambo se presenta ante nosotros una comunidad de actores inconscientes que se tienen mutuamente por
transformados.
Esta transformación por encantamiento es el presupuesto de toda arte dramática. En este encantamiento el soñador dionisiaco se
siente como sátiro, y como sátiro a su vez contempla al dios, es decir, ve en su transformación una nueva visión fuera de sí, con
perfección apolínea de su estado. Con esa nueva visión el drama queda completo.
Según estas nociones tenemos que entender la tragedia griega como fuera el coro dionisiaco que continuamente se va
descargando en un apolíneo mundo de las imágenes. Esos coros de que estaba entretejida la tragedia antigua son entonces, en
cierto modo, el seno materno del llamado diálogo, es decir, de todo el mundo escénico, del verdadero drama (recordemos el
mito de Tespis que llevaba en su carro actores, que en el enfrentamiento, contaban la historia en forma agonal, sobre la base del
diálogo)
Como objetivación de un estado dionisiaco no representa la redención apolínea en la apariencia sino, al contrario, la ruptura del
individuo y su unificación con el ser primitivo. El drama es entonces la representación apolínea de conocimientos y efectos
dionisíacos y, de este modo, está separado de la epopeya (poema narrativo, extenso, cuyos personajes son héroes o individuos
de suma importancia, y en cuya acción interviene lo maravilloso o sobrenatural, ej: La ilíada) por un enorme abismo.
El coro de la tragedia griega, el símbolo de toda la masa excitada dionisíacamente queda así, dice Nietzche explicado
perfectamente. Mientras que habituados a la posición que tiene un coro en la escena moderna, por ejemplo el de la ópera, no
podríamos comprender cómo ese coro trágico de los griegos había de ser más antiguo, más originario y hasta más importante
que la verdadera “acción”. Hemos llegado a comprende que la escena, junto con la acción, en el fondo originariamente fueron
pensadas sólo como visión, que la única realidad es precisamente el coro, que produce de sí mismo la visión y que habla, a
partir de ella, con todo el simbolismo de la danza, el sonido, la palabra. Este coro contempla en su visión a su señor y maestro
Dionisos y por ello es eternamente el coro de servidores: ve cómo el dios sufre y se transfigura, de ahí que no actúe por sí
mismo.
Dionisos, el verdadero héroe de la escena y punto central de la visión, en el primerísimo período de la tragedia, no existe
realmente sino que solamente es representado como existente; es decir: originalmente la tragedia es sólo coro y no drama. Más
tarde se hace el intento de mostrar al dios como real y de representar la figura de la visión junto con el marco que transfigura
como algo que es visible por cualquier ojo: así empieza el drama en sentido estricto. Entonces el coro ditirámbico recibe la
misión de estimular el estado anímico de los oyentes dionisíacamente de tal modo que, cuando aparezca el héroe trágico sobre
la escena, no vean ellos al hombre deformemente enmascarado, sino la figura de una visión que ha como brotado de su propio
éxtasis. Involuntariamente transfería a esa figura enmascarada toda la imagen del dios que temblaba mágicamente ante su alma,
y disolvía su realidad en una irrealidad fantasmal. Este es el estado de sueño apolíneo en el que el mundo diurno se cubre de un
velo y se origina un nuevo mundo, más claro más comprensible, más conmovedor que aquel, y sin embargo, como si fuera de
sombras, y que está cambiando continuamente.
Los fenómenos apolíneos en los que se objetiva Dionisos ya no son “un mar eterno, una variable agitación, una ardiente vida”
como lo es la música del coro, ya no son esas fuerzas sólo sentidas que no se condensan en imágenes en las que entusiasta
servidor de Dionisos siente la proximidad del dios: ahora habla desde la escena hacia él la claridad y la firmeza de la creación
épica; Dionisos ya no habla por medio de fuerzas, sino como héroe épico, casi con el lenguaje de Homero. (hasta acá el origen a
través del coro, ahora nos metemos en los tragediógrafos Sófocles y Esquilo)
Todo lo que en la parte apolínea de la tragedia griega, en el diablo, sube a la superficie, tiene un aspecto simple, transparente,
bello. Así es como el lenguaje del héroe de Sófocles nos sorprende por su claridad y precisión apolíneas, de tal manera que
enseguida creemos penetrar con la mirada hasta el más íntimo fondo de su ser, un poco asombrados de que el camino hasta este
fondo sea tan corto. Pero si prescindimos del carácter de l héroe que aparece y se hace visible en la superficie, el cual es como
una imagen luminosa proyectada sobre una pared oscura, es decir completamente fenómeno, y penetramos más bien en el mito
que se proyecta en estos nítidos reflejos, experimentamos un fenómeno que tiene relación inversa con un conocido fenómeno
óptico. Cuando uno mira al sol con la vista y nos apartamos ofuscados, tenemos ante los ojos manchas de colores que son como
un remedio; a la inversa esos fenómenos luminosos del héroe de Sófocles, o sea lo apolíneo de la máscara, son producciones
necesarias luego de que se ha arrojado una mirada a lo interior y horrible de la naturaleza, como manchas luminosas para curar
esa mirada consumida por la horrible noche.
El personaje de la escena griega que más sufrimientos padece, el desdichado Edipo, ha sido comprendido por Sófocles como el
hombre noble que, a pesar de su sabiduría, está destinado al error ya al a miseria, pero que al final, por su enorme sufrimiento,
ejerce una influencia benéfica, mágica, que se mantiene en actividad aún más allá de su muerte. El hombre noble no peca, nos
quiere decir Sófocles: es posible que por su actuación sucumba toda ley, todo orden natural, y hasta el mismo mundo moral;
justamente por esta actuación se traza un círculo mágico de efectos que levantan un nuevo mundo sobre las ruinas del que ha
sido derribado. Esto es lo nos quiere decir el poeta trágico (tragediógrafo) en la medida en que, al mismo tiempo, es pensador
religioso; como poeta nos muestra en primer lugar un nudo procesal que ha sido maravillosamente atado y que el juez,
lentamente, miembro por miembro, desata para su propia perdición. La auténtica alegría helena ante esta solución dialéctica es
tan grande que por este medio se proyecta sobre toda la obra un rasgo de alegría superior que les quita las aristas a los
estremecedores supuestos de aquel proceso. Así es como el enredado nudo procesal del argumento de Edipo que, para los ojos
mortales resulta confuso, se va desenredando lentamente; y nos sobreviene la más profunda alegría humana ante la réplica
divina de la dialéctica. Si con esta explicación hemos hecho justicia al poeta, dice Nietzche, siempre es posible que se pregunte
todavía si así queda agotado el contenido del mito: y aquí se muestra el hecho de que toda la concepción del poeta trágica no es
nada más que esa imagen luminosa que, luego de que hemos arrojado una mirada al abismo, nos presenta la naturaleza
salvadora. Nietzche se pregunta qué es lo que nos dice la misteriosa tríada de acciones fatales de Edipo (mata a su padre, se
casa con su esposa, descifra los enigmas de la esfinge). Nietzche nos dice que tenemos que interpretar eso como que donde se
ha quebrantado, por medio de fuerzas mágicas y proféticas, la influencia del presente y del futuro, la rígida ley de la
individuación, y principalmente, el verdadero encanto de la naturaleza, tiene que haber precedido, como causa un enorme hecho
antinatural, como es allí el incesto (había una antiquísima fe popular, especialmente entre los persas, de que un sabio mágico
sólo puede nacer por incesto). Pues, se pregunta Nietzche ¿Cómo se podría forzar a la naturaleza a entregar sus secretos, si no
es oponiéndose victoriosamente a ella, es decir: por medio de lo antinatural?
Esta es la idea que está expresada en esa horrible tríada de los destinos de Edipo: el mismo que resuelve el enigma de la
naturaleza, el de la esfinge de doble ser, tiene que transgredir también las más santas normas de la naturaleza, como asesino de
su padre y esposo de su madre. El mito parece querer susurrarnos, dice Nietzche a nosotros que la sabiduría, y precisamente la
sabiduría dionisíaca, es una atrocidad contraria a la naturaleza, que aquel que por medio de su saber precipita a la naturaleza en
el abismo del aniquilamiento, ha de experimentar también en sí mismo la disolución de la naturaleza.
Frente a la gloria de la pasividad pone Nietzche ahora a la gloria de la actividad, que envuelve con su halo de luz al Prometeo
de Esquilo.
El hombre, elevándose a lo titánico, conquista por sí mismo su cultura y obliga a los dioses a que se unan a él que, en su
independiente sabiduría, tiene en sus manos a la existencia y a los límites de ella. Lo más maravilloso que tiene este poema,
dice Nietzche, es ese profundo impulso hacia la justicia característico de Esquilo: por un lado el inconmensurable padecimiento
del osado individuo, por el otro, la divina necesidad, el presentimiento de un crepúsculo de los dioses, el poder que impulsa a
esos dos mundos de sufrimiento a reconciliarse, a unirse metafísicamente. Esto hace recordar el punto central y la proposición
principal de la concepción del mundo de Esquilo, que ve cómo por encima de dioses y hombres, impera la Moira (la fatalidad)
como eterna justicia. Ante la sorprendente osadía con la que Esquilo pone al mundo olímpico sobre los platillos de la balanza
de su justicia, debemos tener presente que el melancólico y meditabundo griego tenía en sus misterios un fondo
inconmoviblemente firme de la reflexión metafísica, y que todos sus arranques escépticos (de incredulidad, que la verdad no
existe) se podían descargar contra los olímpicos. El artista griego sentía respecto a estas divinidades un oscuro sentimiento de
mutua dependencia. Precisamente en el Prometeo de Esquilo está simbolizado ese sentimiento. El artista titánico encontraba en
sí mismo la obstinada convicción de que podía crear hombres y por lo menos aniquilar dioses olímpicos, y esto ocurría por su
sabiduría superior, que estaba ciertamente forzado a expiar (purgar culpas) por un eterno sufrimiento. El magnífico poder del
gran genio para el cual hasta el eterno sufrimiento es un precio muy bajo, el áspero orgullo del artista: tal es el contenido y el
alma de la producción de Esquilo; mientras que Sófocles entona en su Edipo el canto triunfal del santo. El presupuesto del mito
prometeico es el excesivo valor que una humanidad ingenua ha asignado al fuego como verdadero paladión (objeto que presta
la defensa de algo) de una cultura en ascenso; pero el hecho de que el hombre impera libremente por sobre el fuego y no lo
recibe solamente por medio de un regalo del cielo, como el rayo que cae y quema o la luz solar que calienta, se le aparecía
como un crimen a ese primitivo hombre contemplativo, como un robo hecho a la naturaleza divina. Y así es como el primer
problema filosófico presenta una penosa e insoluble contradicción entre hombre y dios, y la pone, como una especie de roca, a
la puerta de toda cultura. La humanidad conquista o mejor y lo supremo de lo que puede participar, mediante un crimen, y tiene
que hacerse cargo entonces de sus consecuencias, es decir, de toda la ola resufrimientos y aflicciones con que los ofendidos
seres celestiales atribulan al linaje humano en su noble aspiración a elevarse.
Quien comprende el más íntimo meollo de la leyenda de Prometeo, es decir la necesidad del crimen impuesta al individuo que
se esfuerza titánicamente, tiene que sentir también al mismo tiempo el carácter antiapolíneo de esta idea pesimista; pues Apolo
quiere serenar a los individuos trazando justamente las líneas divisorias entre ellos, e insistiendo una y otra vez en éstas, como
en las más santas leyes del mundo, con sus exigencias de conocimiento de sí mismo y de mesura. Pero para que con esta
tendencia apolínea la forma no se entumezca hasta adquirir rigidez y frialdad, la “pleamar” (la creciente del mar) de lo
dionisiaco vuelve a destruir de tanto en tanto esos pequeños círculos en los que la unilateral “voluntad” apolínea trataba de
conjurar al mundo heleno.
El Prometeo de Esquilo es, a este respecto, una máscara, dionisiaca; mientras que en esa tendencia a la justicia mencionada más
arriba, descubre Esquilo su procedencia paterna de Apolo, el dios de la individuación y de los límites de la justicia, el que
conoce. Y este ser doble del Prometeo de Esquilo, su naturaleza al mismo tiempo dionisíaca apolínea, podría ser expresado con
la siguiente fórmula conceptual: “Todo lo existente es justo e injusto, y en ambas cualidades igualmente justificado”
Según la tradición irrefutable la tragedia griega, en su forma más antigua, sólo tenía como tema el sufrimiento de Dionisos; y el
único héroe escénico, a lo largo de mucho tiempo, fue precisamente Dionisos. Pero con la misma seguridad se puede afirmar
que hasta Euripides, Dionisos no ha dejado de ser nunca el héroe trágico; sino que todas las famosas figuras de la escena griega,
Prometeo, Edipo, etc. son solo máscaras de Dionisos, el héroe originario. El único Dionisos real y verdadero aparece en una
cantidad de figuras bajo la máscara de un héroe que lucha y como si estuviera enredado en la red de la voluntad individual. Así
como habla y actúa ahora el dios que aparece, se semeja a un individuo extraviado que se esfuerza y lucha; y el hecho de que
simplemente aparezca con esta precisión y claridad épicas es un efecto producido por Apolo, el intérprete de los sueños, que le
interpreta al coro su estado dionisiaco por medio de esa apariencia metafórica. Pero en verdad aquel héroe es el sufriente
Dionisos, el dios que experimenta en sí mismo los sufrimientos de la individuación y del cual cuentan maravillosos mitos.
Considerar el estado de individuación como la fuente y el fondo originario de todo sufrimiento, es algo en sí reprochable. De la
sonrisa de Dionisos han salido los dioses olímpicos, de sus lágrimas los hombres. En esa existencia como dios despedazado
Dionisos tiene la doble naturaleza de ser un demonio cruel y salvaje y de un señor benigno y manso. (esto muestra que Esquilo
estaba bajo la doble tensión)
Se ha sugerido antes que la epopeya homérica es la obra literaria de la cultura olímpica, con la cual ésta ha entonado su canto
triunfal sobre los horrores de la lucha de los titanes. Ahora, bajo el omnipotente influjo de la poesía trágica, vuelven a renacer
los mitos homéricos y muestran en esa metempsicosis (hacer pasar un alma a distinto cuerpo) que entretanto también la cultura
olímpica ha sido vencida por una concepción del mundo todavía más profunda. El rebelde titán Prometeo ha anunciado a su
torturador olímpico que su imperio ha de correr alguna vez el máximo peligro en el caso de que él no se le una a tiempo. En
Esquilo vemos la unión del espantado Zeus que teme su fin con los titanes. La filosofía de la verdad salvaje y desnuda
contempla los mitos del mundo homérico, que pasan danzando con el rostro descubierto: palidecen y tiemblan ante el
relampagueante mirar de esta diosa (la filosofía de la verdad), hasta que ella obliga al fuerte puño del artista dionisiaco a que se
ponga al servicio de la nueva divinidad. Nietzche se pregunta ¿Qué fuerza fue esa que libró a Prometeo de sus buitres y
transformó al mito en vehículo de la sabiduría dionisiaca? Esta es la fuerza hercúlea de la música que, al alcanzar en la tragedia
su suprema manifestación, sabe interpretar al mito con un nuevo y profundo sentido (pues la suerte de todo mito consisten en
arrastrarse paulatinamente hasta penetrar en la estrechez de una realidad supuestamente histórica, y ser tratado después, por
alguna época posterior, como un hecho único con pretensiones históricas. El recién nacido genio de la música dionisiaca se
adueñó entonces de este mito moribundo; y volvió a florecer en sus manos, con colores que nuca había mostrado antes, con un
aroma que despertaba el anhelante presentimiento de un mundo metafísico. Por medio de la tragedia adquiere el mito su más
profundo contenido, su más expresiva forma; se vuelve a levantar como un héroe herido; y todo el exceso de fuerza, junto con
la sabia calma del moribundo, brilla en sus ojos con una última, poderosa luminosidad.
Nietzche da ahora un nuevo paso, y se pregunta, ¿Qué quisiste tú, criminal Euripides, cuando trataste de obligar a este
moribundo, a que una vez más se pusiera a tu servicio? Murió bajo tus violentas manos. Y así como se te murió el mito, se te
murió también el genio de la música. Y porque has abandonado a Dionisos, también te abandonó Apolo. Los parlamentos de tus
héroes tienen una dialéctica sofista. Tienen solo pasiones contrahechas (falsa, imitada, fingida) enmascaradas, pronuncian
parlamentos contrahechos, enmascarados.
La tragedia griega ha sucumbido de otra manera que todos los otros géneros artísticos antiguos emparentados con ella: murió
por suicidio, a consecuencia de un conflicto insoluble, trágico por lo tanto, mientras que todos los otros géneros han sucumbido
a avanzada edad y con la más bella y serena muerte.
Con la muerte de la tragedia griega, en cambio, se produjo un vacío enorme que se sintió en todas partes profundamente.
Pero cuando floreció un nuevo género artístico que veneraba en la tragedia a su antecesora y maestra, se pudo percibir entonces
con horror que tenía por cierto los rasgos de su madre, pero eran los mismos que ésta había mostrado en su larga agonía.
Euripides es el que libró la lucha de esta agonía de la tragedia; y ese género artístico posterior es conocido como la nueva
comedia ática. En ella perduró la forma degenerada de la tragedia, convertida en monumento de una muerte muy penosa y
violenta. El espectador de Eurípides ha sido llevado a la escena. Quien haya reconocido la substancia con que los trágicos
prometeicos anteriores a Eurípides formaron a sus héroes, y cuan lejos estaban ellos de la intención de llevar a la escena la fiel
máscara de la realidad, comprenderá también claramente la tendencia totalmente distinta de Eurípides. A través de él el hombre
de la vida cotidiana pasó del lugar de los espectadores a la escena; el espejo en el que antes se expresaban sólo los rasgos
grandes y osados, mostró ahora esa penosa fidelidad que reproduce concienzudamente hasta las líneas frustradas de la
naturaleza. Aquello que Eurípides con sus medios caseros ha librado al arte trágico de su pomposa corpulencia, se puede
percibir ante todo en sus héroes trágicos. En lo esencial el espectador veía y oía ahora a su doble sobre la escena de Eurípides y
se alegraba de que aquél supiera hablar tan bien. Pero esta alegría no se mantuvo: se aprendió a hablar aun con Eurípides, y de
él mismo se jacta de ello en competencia con Esquilo: cómo a través de él el pueblo ha aprendido a observar con arte y con las
más hábiles sofisticaciones, a actuar y a sacar las consecuencias. Al producir este cambio repentino del lenguaje público ha
hecho posible la nueva comedia. Pues a partir de entonces ya no fue ningún secreto cómo y con qué sentencias se podía
representar lo cotidiano sobre la escena. La mediocridad burguesa sobre la que Eurípides levantó todas sus esperanzas políticas,
tomó entonces la palabra. Euripides destaca la vida y la actividad cotidianas, generales, conocidas por todos y sobre lo cual
cualquiera está capacitado para juzgar. Si ahora toda la mas filosofa y administra el país y los bienes es su merito, y el éxito de
la sabiduría inoculada por él al pueblo, A una masa preparada pudo dirigirse ahora la comedia, para la cual Eurípides llegó a ser
el corifeo (el director del coro), solo que esta vez el coro debió ser ejercitado, y en cuanto aprendió a “cantar en el tono” de
Euripides surgió este tipo de drama. Pero con ella el heleno había renunciado a la fe en su inmortalidad; no solo a la fe en un
pasado ideal, sino tambien a la fe en un futuro ideal. Ahora es que se puede hablar de alegría griega, es la alegría del esclavo
que no sabe responsabilizarse por nada grave, ni esforzarse por buscar nada grande, ni apreciar nada pasado ni futuro más que
lo presente.
Cuando Euripides ha llevado al espectador a la escena, para darle así al mismo tiempo al espectador una real capacidad de
juzgar el drama, pareciera como si el antiguo arte trágico no hubiera podido superar un desacuerdo con el espectador; y uno se
sentiría tentado de apreciar como un progreso respecto a Sófocles la tendencia radical de Euripides a lograr una relación
correspondiente entre obra de arte y público.
En verdad ningún artista griego ha tratado con mas osadia y suficiencia a su publico como Euripides. Nuestra expresión, dice
Nietzche, de que Euripides ha llevado al espectador a la escena para hacer al espectador realmente capaz de juzgar, era sòlo
provisorio (Esquilo y Sófocles también gozaban del favor popular, en estos antecesores de Euripides no se puede hablar de un
desacuerdo entre obra de arte y publico).
Nietzche se pregunta cómo es que, por estimar demasiado a su publico, despreciaba a su publico. Euripides, como poeta trágico
se sentía por encima de la masa, pero no mas elevado que dos de sus espectadores; llevaba a la masa a la escena, y a esos dos
espectadores los honraba como a los únicos jueces capaces de juicio y maestros de todo su arte: transfería a las almas de sus
héroes escénicos todo el mundo de sentimientos, pasiones y experiencias que hasta entonces de presentaban en los bancos de
los espectadores, como un invisible coro.
Uno de estos dos espectadores es Eurípides mismo, Eurípides como pensador, no como poeta. La extraordinaria plenitud de su
talento crítico, ha fecundado incesantemente, si bien no engendrado un instinto artístico secundario productivo. Con esta
capacidad con toda la clarividencia y la rapidez de su pensamiento crítico había estado sentado Euripides en el teatro y se había
esforzado por reconocer en las obras maestras de sus grandes antecesores rasgo por rasgo, línea por línea. Percibió en el
lenguaje de la tragedia antigua demasiada pompa para situaciones sencillas, demasiados tropos (empleo de palabras en sentido
figurado) y enormidades para la sencillez de los caracteres. Así es como se quedaba sentado, intranquilo, meditabundo, en el
teatro, y él espectador, reconocía que no entendía a sus grandes antecesores. Pero si la razón era para él la verdadera raíz de
todo gozo y de toda creación, tenía que preguntar y ver a su alrededor si no había alguien que pensara como él y reconociera
asimismo esa inconmensurabilidad.
Y en medio de esta atormentada situación encontró al otro espectador que no comprendía a la tragedia, y por lo tanto, no la
apreciaba. En unión con éste podía atreverse a emprender, a partir de su aislamiento, la enorme lucha contra las obras de arte de
Esquilo y de Sófocles, no con escritos polémicos, sino como poeta dramático que pone su idea de la tragedia frente a la
tradicional.
Nietzche se detiene aquí para acordarse de esa impresión de lo discrepante e inconmensurable que hay en la esencia de la
tragedia de Esquilo, y pensar en la propia extrañeza frente al coro y frente al héroe trágico que no sabíamos conciliar con
nuestras costumbres y menos con la tradición. Hasta que volvimos a encontrar esa dualidad misma como origen y escencia de la
tragedia, la de los dos instintos artisticos entremezclados, de lo apolíneo y lo dionisiaco.
Sacar de la tragedia ese elemento dionisiaco originario y omnipotente, y construirla de nuevo puramente en base a un arte, una
moral, y una concepción de mundo no dionisíacos es la tendencia de Euripides que ahora se nos descubre bajo una clara
iluminación.
¿Se puede extirpar a Dionisos del suelo helénico? Seguramente contesta el poeta si solo fuera posible, pero el dios Dionisos es
demasiado poderoso. La reflexión del más inteligente individuo no puede derribar esas antiguas tradiciones populares, esa
veneración de Dionisos que se propaga eternamente; frente a tales fuerzas milagrosas corresponde por los menos mostrar un
interés diplomático y precavido. Esto es lo que dice Euripides, que con fuerza heroica se ha opuesto a Dionisos a lo largo de su
vida; pero al final de ésta ha cerrado su carrera con una glorificación de su adversario y con un suicidio. Esa tragedia era una
protesta contra la posibilidad de realizar su tendencia, pero ya estaba realizada. Lo milagroso había ocurrido, cuando el poeta se
retractó su tendencia ya había triunfado. Dionisos había sido ahuyentado de la escena trágica, y debido a un poder demoníaco
que hablaba por la boca de Eurípides. También Eurípides era en cierto sentido solo máscara: la divinidad que hablaba a través
de él no era Dionisos, tampoco Apolo, sino un demonio totalmente nuevo, que acababa de nacer, llamado Sócrates. Esta es la
nueva oposición: lo dionisiaco y lo socrático, la obra de arte de la tragedia griega sucumbió ante ella. Puede ser que Euripides
haya querido consolarnos con su retractación pero el más magnifico templo estaba en ruinas.
Ya no queda forma de drama si no ha de nacer del seno de la música, solo la epopeya dramatizada, en cuyo ámbito artístico
apolíneo, por cierto no se puede alcanzar el efecto trágico.
(Ahora Nietzche se acercará a la tendencia socrática con la que Euripides combatió y venció a la tragedia de Esquilo)
Euripides es el actor de corazón que late con fuerza; como pensador socrático traza el plan, como apasionado actor lo ejecuta.
No es puramente artista ni al planear ni al ejecutar. El drama de Euripides es a la vez una cosa fogosa y fría, igualmente capaz
de solidificarse y de arder; le es imposible alcanzar el efecto apolíneo de la epopeya, mientras que, por otra parte se ha
desprendido en lo posible de lo dionisiaco y ahora principalmente para poder producir efecto, necesita de nuevos excitantes que
ya no pueden estar en los únicos dos instintos artísticos (apolíneo y dionisiaco). Estos excitantes son fríos pensamientos
paradójicos, en lugar de intuiciones apolíneas y fogosos afectos en lugar de los deleites dionisíacos, que por cierto son
pensamientos y afectos muy realistas e imitados, de ningún modo sumidos en el éter (cielo) del arte.
Entonces si Eurípides no ha logrado fundamentar el drama sólo sobre lo apolíneo, que su tendencia dionisiaca se ha extraviado
más bien hasta llegar a ser naturalista y antiartística, entonces se puede acercar ahora a la esencia del socratismo estético cuya le
suprema reza aproximadamente así: “Todo tiene que ser razonable para ser bello”; como frase paralela a la socrática, Nietzche
dice “solo el que sabe es virtuoso”.
Lo que en comparación con la tragedia de Sófocles se suele considerar como defecto y retroceso poético en Eurípides es
producto de este penetrante proceso crítico, de esa osada racionalidad. El prólogo de Eurípides es un claro ejemplo de la
productividad de ese método racionalista. El hecho de que aparezca un personaje solo y narre al comienzo de la pieza quién es y
qué es lo que precede a la acción, qué ha ocurrido hasta ese momento, hasta qué va a ocurrir en el desarrollo de la obra, sería
considerado por un dramaturgo moderno como una renuncia arbitraria e imperdonable al efecto de la tensión. Eurípides
reflexionaba de una manera totalmente distinta. El efecto de la tragedia no consistía nunca en la tensión ética, en la estimulante
incertidumbre respecto a qué ha de ocurrir ahora y después, sino más bien en esas grandes escenas retórico-líricas en las que la
pasión y la dialéctica del héroe principal crecía hasta formar un ancho y poderoso torrente. Todo preparaba para el énfasis
retórico, no para la acción. Euripides notaba que el espectador durante las primeras escenas se encontraba intranquilo para
poder resolver el problema de la historia previa, por eso puso el prólogo todavía antes de la exposición (Sófocles y Esquilo
ponían por medios artísticos los hilos necesarios para la comprensión en la primeras escenas, ésta era la exposición). Y lo puso
en boca de un personaje que inspiraba confianza, con frecuencia una divinidad, para quitarle al público toda duda en la realidad
del mito.
Eurípides es ante todo, como poeta, el eco de sus conocimientos conscientes, y esto es precisamente lo que le da una posición
tan memorable en la historia del arte griego.
Eurípides puede ser considerado como el poeta del socratismo estético. Sócrates es ese segundo espectador que no comprendía
la tragedia antigua, por ello, no la apreciaba; en unión con él Euripides se atrevió a ser el mensajero de un nuevo tipo de
creación artística. Si éste motivó el derrumbe de la tragedia antigua, el socratismo estético es entonces el principio destructor.
En la medida que la lucha estaba dirigida contra lo dionisiaco del arte antiguo, reconocemos en Sócrates el adversario de
Dionisos, y lo pone en fuga.
Sócrates como adversario del arte trágico se abstenía de asistir a la tragedia, solo aparecía entre los espectadores cuando se
representaba una nueva obra de Eurípides.
Las palabras más agudas, oportunas, para designar la nueva e inaudita apreciación del saber y del conocimiento fueron dichas
por el propio Sócrates cuando se presento como el único que confesaba a sí mismo no saber nada. En todos los hombres
productivos el instinto es precisamente la fuerza creadora y afirmativa y la conciencia se comporta de una manera crítica,
disuasiva, en Sócrates el instinto se vuelve crítico, la conciencia, creadora. El pensamiento filosófico crece por encima del arte.
Nietzche se pregunta ahora ¿Cómo aparece ahora el coro frente a este nuevo mundo socrático, optimista, y en general, todo el
fondo musical y dionisiaco de la tragedia? Como algo casual, como una reminiscencia del origen de la tragedia de la que puede
prescindir; mientras que, sin embargo hemos visto que el coro, en general, sólo puede ser comprendido como causa de la
tragedia y de lo trágico. Nietzche nos dice, que ya desde Sófocles se manifiesta esa perplejidad respecto al coro, una señal
importante de que ya en él empieza a resquebrajarse el suelo dionisiaco de la tragedia. Ya no se atreve a confiar al coro la parte
principal del efecto, sino que limita su ámbito de tal manera que ahora aparece casi coordinado con los actores, con esto su
esencia ha quedad o totalmente destruida. Ese desplazamiento de la posición del coro que Sófocles, en todo caso por la práctica
y hasta, según la tradición, por un escrito, ha recomendado, es el primer paso para el aniquilamiento del coro, cuyas fases se
suceden con espantosa velocidad en Eurípides y la nueva comedia. La dialéctica optimista (Sócrates con su dialéctica proponía
una forma de pensar optimista, como lo hace la ciencia), con el flagelo de sus silogismos, expulsa a la música de la tragedia, es
decir destruya la esencia de la tragedia (que se puede interpretar únicamente como una manifestación visible de la música,
como el mundo forjado por el sueño de una ebriedad dionisiaca).

Nietzche escribe un epílogo, años después (en 1886, cuando el libro lo había publicado previamente en 1872) “ensayo de
autocrítica” que luego lo incluirá a modo de prólogo. En él da una vuelta de tuerca a todo su libro. Luego de haber culpado a
Sócrates (y a Eurípides también) de destruir, de matar a la tragedia, y tratarlo de una manera negativa, reconoce lo siguiente:
Primero se pregunta ¿Cómo es posible que en el momento de esplendor del pueblo griego, en el preciso instante que llega al
tope, configura el espíritu trágico, da cabida a ese espíritu, se suicida?
Nietzche lo explica así: habiendo llegado a lo más alto, entonces ya no se puede crecer más, porque sino no hubiese llegado a
los más alto. Entonces lo que sigue es decaer. Entonces la misma cultura griega genera a Sócrates, para que él a través del
razonamiento mate a la tragedia. Así ésta tiene un final justamente trágico, una muerte digna y merecida (al contrario de otras
artes que fueron declinando de a poco). Sócrates es el verdadero oponente, el necesario para ese suicidio casi. Sócrates
convierte al mito en logos (Sócrates logra establecer lo que hoy conocemos como occidente). Así lo revalora a Sócrates, sin
dejar de decir que ha matado a la tragedia. Es el máximo contrincante, el mejor, el que le da a la tragedia un enfrentamiento
trágico, una muerte trágica, digna de las tragedias.

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