Está en la página 1de 68

Lamberto Maffei

Alabanza de la lentitud

Traducción de Carlos Olalla Linares


Índice

1. Tortugas a vela
2. La parábola del cerebro
3. El hemisferio del tiempo
4. Bulimia del consumo, anorexia de los valores
5. Creatividad
Conclusiones
Créditos
1. Tortugas a vela

Llamadme como gustéis, carece de importancia, pero yo, como Ismael hace
algunos años, no importa cuántos, con poco dinero en el bolsillo y nada que hacer,
hallándome en Florencia por razones de trabajo, decidí visitar el Salón de los
Quinientos 1 . Habría podido tomar la vía del mar igual que Ismael, pero el mar
quedaba muy lejos y el viaje a Viareggio me habría llevado varias horas. También
yo, cuando me vence la melancolía y me persiguen sin razón alguna los
pensamientos tristes, busco refugio en la belleza y no hay Prozac que valga. Un
museo de arte produce más serotonina que un fármaco cualquiera.
A los museos voy como mero espectador, sin guías, ni humanas, ni
electrónicas, ni de papel, que me aconsejarían más lo que les gusta a ellas que lo
que me gusta a mí. No tengo el problema de abonar la entrada porque una de las
pocas ventajas de los años es que la entrada a los museos o está reducida o es
gratuita. La circunstancia de no pagar es una mezquina invitación al placer que
tiene un atractivo nada desdeñable. Me gusta vagabundear por los museos, dejar
que la mirada se mueva libremente y se detenga allí donde se sienta atraída por
formas o colores.
En el Salón de los Quinientos –de cincuenta y cuatro metros de largo, veintitrés
de ancho y dieciocho de alto– se puede vagar lentamente, ad libitum.
Uno rebusca primero en su cabeza pinturas memorables como La batalla de
Cascina o La batalla de Anghiari, vuelve a verlas, no tanto en la pared del salón
donde tendrían que estar como en su mente, y le gustan igual.
No es cierto que sólo los ojos sirvan para ver. Es sabido que la memoria y el
mensaje de la retina descargan sus imágenes en la misma zona de la corteza visual.
Durante mi vagabundeo por el Salón de los Quinientos descubro en el techo
unas imágenes extrañas que me sorprenden y me atraen. Se trata de unas tortugas
que llevan sobre el caparazón una enorme vela hinchada por el viento. Hay
muchas por el techo y las paredes, y si uno mira con atención descubre también la
leyenda que las acompaña: festina lente («apresuraos con lentitud»).
Fig. 1. Frescos de Giorgio Vasari (c. 1560).

Entonces comienzo a recordar algunas lecturas antiguas: ¿qué querrán


significar estos frescos de Vasari y sus ayudantes? Los mandó pintar Cosme I de
Médicis (1512-1574) para simbolizar su modo de actuar y su pensamiento,
expresado por una frase latina que Suetonio atribuye a Augusto, aunque se trata de
un proverbio sapiencial de la época, festina lente. En efecto, la tortuga simboliza
la lentitud; y la vela hinchada por el viento, la velocidad.
En la navegación a vela está la acción y al mismo tiempo la poesía de la acción.
«Le vent se lève!... il faut tenter de vivre!», escribe Valéry. Un conjunto de
contradicciones, de oxímoros, que en el pensamiento de Cosme I significaban
«piensa y reflexiona antes de emprender acciones de gobierno».
En un mundo que corre vertiginosamente, con lógicas muchas veces
incomprensibles, se nos plantea con fuerza el problema de la lentitud, como una
meta del pensamiento y del camino a recorrer.
Caminar a mayor velocidad no equivale a conocer mejor lo que ofrece la vía y
nadie quiere llegar antes al final de su propio camino.
En el Salón de los Quinientos reduje el paso y dejé volar la mente a ciertos
fragmentos de conocimiento.
El latín otium, literalmente «ocio», se contrapone al término negotium, «no
ocio», entendido como actividad laboral. Aunque con el tiempo el término se ha
convertido en un sinónimo de pereza o inercia, el ocio no siempre se interpretó en
clave negativa, ni se asoció a los peores vicios cuyo padre acabaría siendo, sino
que se entendía como un tiempo libre para reflexionar, para estudiar, para pensar.
Scholé decían los griegos, tiempo para reflexionar y hablar con Sócrates y extraer
de nosotros mismos, mediante el arte de la mayéutica, las verdades ocultas.
Cuando la realidad presente se traduce en correr hacia metas poco claras e
incluso misteriosas, escribir tweets o sms, enterarse de noticias por la televisión
sin tiempo de plantearse si se trata de una información verdadera o manipulada,
me entran ganas de recorrer el tiempo en sentido inverso, huir de una cultura
fundamentada en la rapidez de la comunicación visual y regresar al ritmo lento del
lenguaje hablado y escrito.
La comunicación visual se caracteriza por la rapidez y puede dar la sensación –
sólo la sensación– de veracidad: «lo vi con mis propios ojos» o el actual «lo he
visto en la televisión» expresan bien esa impresión.
Como olvidamos que el cerebro es una máquina lenta, el deseo de emular a las
máquinas rápidas que nosotros mismos hemos creado se convierte en fuente de
angustia y de frustración. En cambio, como escribía Goethe, la felicidad suprema
del pensador está en sondear lo sondable y venerar en paz y tranquilidad lo
insondable 2 .
En realidad, sabemos que, precisamente por su filogénesis, el cerebro humano
posee tanto mecanismos de respuesta al medio, ancestrales y rápidos, automáticos
o casi automáticos, como otros más lentos aparecidos con posterioridad. Los
primeros son en gran medida inconscientes; en cambio, los segundos son fruto del
razonamiento. Sin embargo, de una forma completamente contradictoria, parece
que las sociedades que llamamos avanzadas tienden a situar a los primeros, los
rápidos, en un puesto predominante, y es opinión generalizada que el hecho de
subrayar el valor de los segundos, los lentos, invierte la flecha del progreso, de las
aspiraciones y de nuestra filosofía –incluida la filosofía de la ciencia–, y que se
trata únicamente de una actitud semejante a la añoranza del pasado.
En semejante situación ir a contracorriente cansa, aunque seguir al rebaño
pueda resultar triste y ofensivo para el cerebro y producir una insatisfacción que
acabe en síntomas depresivos.
Séneca escribía en el De vita beata: «Nihil ergo magis praestandum est quam
ne pecorum tiru sequamur antecedentium gregem». («Nada debe preocuparnos
tanto como seguir cual ovejas al rebaño que nos precede»).
En este librito me gustaría reflexionar sobre los mecanismos cerebrales que
guían las reacciones rápidas del organismo humano, tanto sobre los de origen
genético como sobre los más lentos, seleccionados por la evolución y por el propio
ser humano mediante la evolución cultural. Me propongo analizar las ventajas y
desventajas de una civilización en la que, al parecer, predomina la rapidez de las
relaciones y de las decisiones, y en la que prevalece el hacer sobre el pensar.
Algunos viejos ingenuos como yo sostenemos incluso que los dos modos de
proceder deberían utilizarse uno detrás de otro y que el pensamiento precede a la
acción. Pero no hay que preocuparse, porque somos un grupo de individuos
obstinados pertenecientes a la era analógica, la del lenguaje y la escritura, que no
se ha percatado de la llegada de la era digital, la de los nanosegundos, en la que se
oprime una tecla y se produce el milagro de la transmisión del mensaje y del
consecuente acontecimiento. Por desgracia aún no se puede apretar una tecla para
lograr que piense el cerebro, una máquina obsoleta en la era digital, aunque, a mi
modesto parecer, todavía útil cuando se tiene el acierto de ponerla a funcionar. Ni
siquiera en los escaparates de las grandes tiendas modernas de Tokio y Nueva
York, donde se exhiben los nuevos y prodigiosos instrumentos de comunicación,
he visto instrumentos electrónicos capaces de sustituir al viejo cerebro. Una
sociedad que compite con la biología está destinada a perder.
Quiero adelantar la idea de que un predominio excesivo de los mecanismos
rápidos del pensamiento, que llamaremos «pensamiento rápido» o digital, puede
acarrear soluciones y actuaciones erradas, males para la educación y en general
para la vida civil, porque introduce en la mente humana el sueño de un dominio
casi sobrenatural de la naturaleza y del propio hombre, cosa que, debido a las
evidentes limitaciones biológicas, no puede producirse. Invito a reconsiderar las
posibilidades del llamado «pensamiento lento» basado principalmente en el
lenguaje y la escritura, incluso para la enseñanza en los colegios.
Hace unos cien mil años, cuando la evolución de la especie humana conquistó
la palabra con los mecanismos cerebrales del hemisferio izquierdo del cerebro,
surgió el pensamiento lógico, la estructuración temporal del pensamiento.
La estructuración temporal del pensamiento, la reflexión, la lógica matemática,
el deseo de conocer la naturaleza y la medicina son, si se me permite un término
poco adecuado, adornos, joyas añadidas a la naturaleza humana que tienen, cierto
es, valores de supervivencia relativos, pero que convencen al hombre, o por lo
menos a ciertos hombres, de que es un animal especial, excepcional. Una idea
probablemente equivocada que ha guiado la construcción de todas las
civilizaciones. Yo estoy convencido de que somos como los restantes animales,
aunque tenemos el deber de valorar las características propias de nuestra especie.
En el fondo, no sabemos volar o correr por la sabana o vivir en las profundidades
marinas, rasgos peculiares de otros animales.
Se nos han dado la lógica, la matemática, la contemplación, la poesía, y yo
digo: conservemos rigurosamente estas características.
Veo un alcotán circunvolar por el cielo con lentitud y elegancia, como si
explorara el suelo con su agudísima mirada 3 , y vaga y vaga con una paciencia
infinita hasta que de pronto se precipita a tierra a gran velocidad… y se eleva con
una presa. Ha pensado y vuelto a pensar, ha hecho su análisis y luego, con rapidez,
ha ejecutado la decisión tomada con sabiduría eficiente, ¡como si festina lente
fuera su estrategia de pensamiento!
¡La biología es una gran maestra para el observador atento!

1. Es evidente la emulación humorística del famoso comienzo de Moby Dick, la obra maestra de Herman
Melville.

2. Cita de la obra de Goethe, Máximas y reflexiones.

3. La agudeza visual del halcón y de todas las aves de rapiña es muy superior a la del ser humano.
2. La parábola del cerebro

Once and Future King

En su libro Ontogenia y filogenia (1977), Stephen Jay Gould explica un cuento


que ilustra bien la enorme y duradera plasticidad del cerebro humano, el hecho de
que se mantenga niño para siempre. El cuento está tomado del libro de T. H.
White, Once and Future King, publicado en español con el título de Camelot. El
título inglés alude a una presunta inscripción de la tumba del rey Arturo: «Hic
iacet Arthurus rex quondam rexque futurus». La obra narra la infancia y la gesta
de Arturo, y en la última parte encontramos un relato de la creación de los
animales en el que se cuenta que al principio Dios creó muchos embriones, los
convocó delante de su trono y les preguntó qué características y qué defensas
deseaban para posibilitar su vida y su supervivencia. Todos los embriones
eligieron diversas características, salvo el embrión de hombre, que no eligió
ninguna. Entonces Dios lo llamó y lo invitó de nuevo a elegir, pero el embrión de
hombre dijo que quería quedarse como estaba, en embrión, como lo habían creado,
porque si Dios lo había creado así, sus motivos tendría. Dios elogió su elección y
dijo que sería embrión hasta la tumba, pero que los demás animales serían
embriones sujetos a su fuerza. He aquí por qué el hombre conserva durante toda la
vida las características neotécnicas, y con ellas, la curiosidad, la sed de
conocimientos y, hasta cierto punto, el comportamiento propio de un niño. Desde
el punto de vista evolutivo, aquella elección determinó algunos ajustes tan
importantes como la larga duración de la infancia y el cuidado de los padres. El
gran truco de la prolongada infancia del hombre hizo posible su gran cerebro. En
efecto, el periodo de mayor plasticidad del hombre, un periodo crítico, dura
muchos años, en tanto que el de los animales se resuelve en semanas o meses. En
resumen, el embrión de hombre decidió en un acto de enorme valor quedarse tal
cual durante una decena de años, con el objetivo de formar su cerebro tanto
funcional como estructuralmente. Por fortuna, la evolución hizo posible esta
elección inventando el cuidado paciente de los padres y, en suma, la familia.
El hombre-niño, para bien y para mal, consiguió dominar la naturaleza.
Para construir el cerebro humano la evolución eligió la técnica de la lentitud;
en cambio, para los restantes animales eligió la rapidez. Tal es quizá la razón de
que muchas respuestas del sistema nervioso rápido de los seres humanos se
parezcan a las de los otros animales.

La rama ascendente

El cerebro se construye lentamente en el transcurso de la vida embrionaria, que en


el caso del hombre dura nueve meses. La construcción está programada en su
mayor parte por los genes, aunque el ambiente del saco amniótico ejerce sin duda
su influencia. Llamaremos «cerebro de los genes» a esta parte de la formación del
cerebro. No obstante, la construcción continúa después del nacimiento, sobre todo
durante la primera infancia, en el periodo crítico o periodo sensitivo, cuando
predomina la influencia del ambiente. El término «construcción» no es inadecuado
para esta etapa, ya que el cerebro forma nuevas sinapsis, nuevas conexiones
neuronales. El ambiente, como experiencia de lo singular, es un factor decisivo
que diferencia la mente del cuerpo y determina lo que podríamos llamar cerebro
del individuo, en el sentido de que el ser humano se construye el cerebro viviendo.
Sin embargo, debemos tener en cuenta que muchas de las experiencias del niño
son propuestas o imposiciones de otras personas, por ejemplo de sus padres.
Después de la adolescencia y durante la edad adulta disminuye la plasticidad del
cerebro, aunque no desaparece, de modo que aún pueden producirse cambios
derivados de los estímulos que recibe del trabajo, del aprendizaje, etc. Esta parte
de la formación del cerebro depende de las condiciones de vida, pero también de
la voluntad. Cabe hacer las mismas consideraciones para el caso del anciano, en el
que la plasticidad ha vuelto a disminuir.
Los genes determinan las vías principales, son los planificadores del cerebro,
de la casa en la que habrán de vivir los sentimientos y la conducta, pero sus
habitantes la personalizan con cortinas, muebles y colores; unos, viejos como la
memoria; y otros, nuevos como los conocimientos, los encuentros y los viajes.
Cuando nacemos las neuronas están casi calvas, igual que los recién nacidos,
pero los cabellos, es decir sus ramificaciones, se van haciendo día a día más
abundantes y buscan otros cabellos, otras neuronas, para formar una red de
comunicaciones muy compleja que pone el cerebro a funcionar. Al principio los
encuentros entre las ramificaciones de las neuronas están guiados por factores
bioquímicos, de modo que sólo ciertas condiciones ambientales (o una patología)
pueden variar el programa. Hay encuentros amorosos entre las fibras que van, por
ejemplo, de la retina al geniculado lateral, estación a la que se dirige el tren del
nervio óptico. Al llegar se produce una cierta confusión, pero luego hay unas
fibras afortunadas que encuentran correspondencia en la estación de llegada y
reciben el premio, por ejemplo a través de factores neurotróficos que las
seleccionan para establecer conexiones, es decir, sinapsis. La construcción del
cerebro no tiene ninguna prisa. El milagro de este proceso está en la formación de
las sinapsis, pronto guiadas por los estímulos procedentes de los receptores
sensoriales, es decir del ambiente, donde ambiente es todo: las palabras, los
sonidos, las imágenes, las caricias, la alimentación e incluso las enfermedades. En
ese momento resulta difícil distinguir el cerebro del ambiente, que forman un
único conjunto funcional; el cerebro sin ambiente se duerme y se muere; en cuanto
al ambiente, sencillamente no existe para nosotros sin un cerebro que lo perciba.
Me parece interesante ofrecer ciertos resultados de investigaciones recientes
que señalan el cometido esencial de las redes neuronales en la construcción de las
funciones del cerebro. La corteza cerebral humana tiene un volumen 2,75 veces
más grande que la de los chimpancés, pero sólo 1,25 veces más neuronas. Puesto
que las neuronas de ambos tienen unas dimensiones semejantes y puesto que,
especialmente en la corteza, la relación del número de células no neuronales con el
de las neuronas es parecido en el hombre y en el chimpancé, resulta que lo que
caracteriza las funciones neuronales de la corteza humana es el espacio que
ocupan las redes neuronales de conexión entre las neuronas, además de su
especificidad. Me parece interesante también recordar que el cerebro humano tiene
casi ochenta y seis millardos de neuronas y ochenta y cinco millardos de células
no neuronales. De esos millardos de neuronas, sesenta y ocho se localizan en el
cerebro y sólo diecisiete en la corteza cerebral, sede de las funciones cognitivas
más elevadas. Los lóbulos frontales se caracterizan por una mayor arborización de
las neuronas. Los misterios de la conciencia y del pensamiento del hombre deben
descubrir aún sus sedes anatómicas concretas.
Fig. 2. Desarrollo durante los primeros meses de vida del árbol dendrítico de una neurona cerebelosa de
Purkinje perteneciente a una rata. El periodo crítico de mayor plasticidad y desarrollo de la rata es de cinco
a seis semanas. El periodo crítico del hombre dura varios años.

La Figura 2 muestra el crecimiento de las ramificaciones dendríticas a lo largo


del tiempo. Las neuronas no cambian mucho de tamaño durante el desarrollo, pero
sus ramificaciones dendríticas a la búsqueda de conexiones aumentan muchísimo
con los días. En la vejez, el árbol dendrítico se retira y la neurona tiende a volverse
de nuevo pelona (aunque el proceso dura años), de modo que su desarrollo
describe una especie de parábola paralela a la que llamamos parábola de la vida.
Para ser más precisos, la rama descendente, complicada a menudo por
acontecimientos patológicos, presenta constantes de tiempo mucho más largos que
la ascendente. Nos hacemos viejos y nos morimos con la estrategia de la lentitud.
La investigación médica, gracias a intensas intervenciones terapéuticas en los
sistemas cardiocirculatorio y respiratorio, de enorme importancia para la
supervivencia, ha prolongado la duración de la vida, con evidentes ventajas y
desventajas, pero no ha conseguido detener el envejecimiento del cerebro e
impedir que degenere en demencia senil; la muerte puede resultar algunas veces
tan larga y tan penosa que muchas personas comienzan a pensar en la eutanasia –
que es un homicidio terapéutico– como fármaco, en su doble significado de
remedio y de veneno.
El número de sinapsis, es decir de conexiones del sistema nervioso, sigue el
desarrollo de las ramificaciones dendríticas y, como se ve en la figura, alcanza un
máximo entre el segundo y el tercer año de vida, para después comenzar a
disminuir lentamente. Suelo decir con una broma, que esconde una verdad
científica, que cuando un padre lleva al niño al pediatra, el niño posee en el lóbulo
frontal, al que se atribuyen las cualidades intelectivas más importantes, dos o tres
veces más sinapsis que el médico, y precisamente las sinapsis son el punto crucial
de la organización del sistema nervioso, porque en ellas se seleccionan y se
modulan los mensajes.
El desarrollo del cerebro y de sus conexiones depende de los estímulos que
proceden del ambiente. En general puede decirse que durante el periodo crítico la
disminución o la ausencia de estímulos sensoriales externos o internos al sistema,
y probablemente la disminución de la actividad mental, producen una atrofia lenta
y progresiva de las conexiones y una disminución del número de las sinapsis que
intervienen en la elaboración de una modalidad sensorial concreta. Y a la inversa,
un oportuno aumento de los estímulos produce los efectos contrarios.
Para el caso de la disminución de los estímulos referiré un ejemplo
paradigmático tomado de ciertas investigaciones del sistema visual. Si a un
mamífero con visión binocular se le cierra o se le venda un ojo durante el periodo
de desarrollo, las conexiones ópticas que van del cuerpo geniculado lateral hasta la
corteza visual se retiran lentamente y en parte se atrofian, lo que causa la pérdida
de la visión en el ojo que no ha recibido los estímulos visuales. También en el
hombre la opacidad corneal, una catarata congénita o sencillamente la disminución
de la capacidad visual de un ojo por un vicio de refracción, son causa de
ambliopía, que, si no se corrige precozmente, se hace crónica, ya que el vicio
óptico se transforma en una alteración de las conexiones nerviosas que no puede
corregirse con gafas. En cuanto al aumento de los estímulos, recuerdo el caso del
llamado ambiente enriquecido, que ha demostrado tanto en los animales como en
los hombres una mejora funcional capaz de producir incluso nuevas células
estaminales en el hipocampo.
El desarrollo y la maduración del sistema nervioso duran muchos años, y ya
hemos visto que la dinámica más refinada de las conexiones sinápticas dura toda
la vida. No obstante, se puede señalar la edad de la adolescencia como fin de la
construcción de las principales vías, en tanto que para otros procesos de
maduración, por ejemplo la mielinización del cuerpo calloso, hay que aguardar
aún varios años. Comienza luego el periodo de mantenimiento normal de la casa-
cerebro y finalmente un lento aunque progresivo deterioro imposible de evitar, a
no ser que, como ya se hace con otras partes del cuerpo, en un futuro de ciencia
ficción sea posible recurrir a costosos estiramientos quirúrgicos. El hecho de que
tengamos que envejecer y morir es el primer drama del conocimiento que los
niños se niegan a aceptar.
Esta lenta maduración del sistema nervioso que ocupa una cuarta o una quinta
parte de la vida impone una reflexión sobre la larga duración de la puesta a punto
del cerebro humano, sobre todo si pensamos que en el caso de la rata el periodo se
reduce a cinco o seis semanas y en el de otros mamíferos a unos meses, pocos o
muchos. ¿Existe un motivo para esta lentitud o se trata sólo de un epifenómeno
característico del cerebro humano y en la práctica de una pérdida de tiempo?
Volvemos una vez más a la alabanza de la lentitud. En efecto, se nos brinda ese
tiempo para que todos podamos imprimir una impronta personal al desarrollo de
nuestro cerebro, ajustando progresivamente las conexiones de las fibras nerviosas
conforme a los estímulos seleccionados por nosotros o por el ambiente en el que
vivimos, para que cerebro y ambiente sean compatibles en el sentido de la
supervivencia y la reproducción. La tecnología ha hecho más veloces las
comunicaciones entre los seres humanos, pero las de las neuronas han quedado tal
cual. Cuando, como en el cuento de White, el embrión humano no quiso pedir a
Dios que le hiciera más rápidas las comunicaciones nerviosas, recibió una
felicitación por su deseo de quedarse para siempre como le habían creado.
La plasticidad con que se dotó al hombre para un periodo tan largo equivale a
facilidad de aprendizaje y de adecuación al ambiente en función de una sociedad
cambiante. Si quisiéramos establecer un parangón atrevido con un sistema de
relaciones sociales podríamos decir que la plasticidad es la democracia del
cerebro, en el sentido de la posibilidad y del deseo de cambiar. Cuando se trata de
una propiedad biológica tan importante, conviene reflexionar y estudiar para
modularla, y sobre todo mantenerla y aumentarla siempre que resulte posible 4 .
En efecto, el éxito del ser humano como animal no sólo depende de su buena
forma física, sino también y sobre todo de su buena forma intelectual. No tiene la
velocidad del guepardo ni la fuerza del elefante, pero salvo en los casos de un
encuentro demasiado cercano reina sobre ellos. El hombre aprende del ambiente
durante mucho tiempo y, aunque sea relativamente, tiene la capacidad de dedicarse
a las disciplinas que más le gustan.
El colegio y, en términos generales, la instrucción que le proporciona la
sociedad, no puede soslayar los periodos de gran plasticidad del cerebro, durante
los cuales resulta más fácil aprender. Desde la guardería hasta la enseñanza
secundaria, la instrucción que va de los tres años a la adolescencia es fundamental.
Aunque toda enseñanza es importante, lo es mucho más la de los primeros años,
cuando se forma el cerebro del ciudadano 5 .
Nosotros, la sociedad de los adultos, tenemos la obligación de buscar estímulos
para nuestros jóvenes, ayudarlos a construirse su propio cerebro, lo cual equivale a
su comportamiento. Una responsabilidad que nos hace o debería hacernos temblar,
porque se trata de construir la nueva generación, el mundo del mañana.

El descenso

Ya hemos dicho que la curva descendente de la parábola de la vida es mucho más


lenta y gradual que la ascendente, tanto es así que si no interviene alguna
catástrofe patológica el individuo apenas se percata.
Los primeros indicios se presentan en el aparato muscular. Si, por ejemplo,
practicabas un deporte, te das cuenta de que tus resultados empiezan a ser, por
emplear un eufemismo, menos brillantes. Solemos dar explicaciones racionales,
aunque científicamente insostenibles, como los compromisos de trabajo, la familia
o una disminución del tiempo libre que nos impide la práctica frecuente de esa
actividad. Luego, pasados los cuarenta y cinco, se produce un acontecimiento
impresionante, un día advertimos que tenemos dificultades para leer y alejamos
cada vez más el libro o el periódico: nos hemos convertido en présbitas. También
en este caso se trata de una decadencia muscular: los músculos del cristalino que
permiten ajustar el foco de la imagen en la retina ya no funcionan bien y
necesitamos la prótesis de las gafas. Conviene precisar, por mor de la ciencia, que
esto que a nosotros nos parece pequeñas funciones musculares se debe en gran
medida al aumento del tiempo de conducción de los impulsos nerviosos y al
retraso de los sinápticos. En el mismo periodo aparecen los primeros síntomas de
vacíos de memoria repentinos: nombres que no se recuerdan o hechos que se nos
escapan. Se hace patente que en el cerebro hay algo que ya no funciona «como
antes», pero nos consolamos pensando que se trata de la memoria y no del
razonamiento, cuya debilidad nos resulta difícil de admitir, sencillamente porque
la autocrítica, que es una función cerebral, forma parte de aquél y los mecanismos
nerviosos de ambas facultades se encuentran precisamente en las mismas zonas
corticales. Así pues, el proceso de envejecimiento se mantiene en un equilibrio
aceptable porque con el debilitamiento de las funciones disminuye también el
sistema de control y de juicio. Yo empleo un oxímoron para denominarlo vejez
patológica fisiológica: patología por la alteración de la función, y fisiología porque
se produce en todos y con una gradualidad lenta que a los distraídos sanos no les
cuesta ignorar. Deberíamos estar agradecidos a la lentitud del proceso de
envejecimiento, gracias a la cual podemos olvidar que estamos terminando nuestro
paseo por este mundo. «Es un día soleado, han salido a dar un paseo… luego los
alcanzaremos nosotros», escribe el poeta Rückert en las Canciones para los niños
muertos inmortalizadas por la música de Mahler.
La parábola de la vida y sobre todo la del sistema nervioso se caracteriza en su
fase inicial por un ruido elevado, la primera por las impresionantes posibilidades
que tienen las primeras células para definir su futuro, la segunda porque el destino
de las conexiones sinápticas está vinculado a una probabilidad condicionada por el
ambiente bioquímico y la actividad eléctrica. En este periodo el nivel de
plasticidad es muy alto y las conexiones se corresponden con los estímulos
sensoriales, es decir con la actividad nerviosa que generan; con los años se va
reduciendo progresivamente la plasticidad, y el sistema se hace más ordenado y
más estable.
Como hemos visto, el envejecimiento del cerebro puede compararse con el
tramo descendente de la parábola que, en su totalidad, describe las
transformaciones del cerebro desde la vida embrionaria hasta la vejez. Ya hemos
dicho que el número de neuronas disminuye y que sus ramificaciones se
empobrecen. El cerebro se arruga con los años, como la piel, y envejece igual que
los demás tejidos. El recorrido descendente de la parábola del cerebro es mucho
más fatigoso que el de su desarrollo: las neuronas se cargan con frecuencia de
catabolitos impropios, entre los que surgen sustancias de naturaleza patológica
como los amiloides, que sobre determinados límenes influyen enormemente en su
funcionamiento. Las neuronas envejecidas, imitando a sus dueños, descienden por
la parábola con el bastón, a duras penas, aunque no pocas veces los accidentes del
recorrido las hacen apresurar el paso y alcanzar antes de tiempo el final del
camino.

El entrenamiento del cerebro

La medicina se ocupa de aliviar el agobiante camino de la vejez con fármacos o


con estrategias terapéuticas relacionadas con la fisiología, tratando de mantener el
cerebro lo más entrenado posible, como si fuera un músculo. Me detendré en estas
estrategias por sus importancia médica y hasta social y también porque las hemos
investigado en mi laboratorio. Para comprenderlas mejor se necesitan algunas
nociones de los mecanismos fisiológicos en los que basamos nuestras hipótesis de
trabajo.
El cerebro es una máquina que posee la propiedad de modular su
funcionamiento en relación con ciertos factores, de los cuales el más importante es
su actividad. Todo estímulo sensorial o cognitivo de origen endógeno, junto con la
actividad motora de tipo reflejo o voluntario, produce un aumento de la actividad
eléctrica en términos de impulsos nerviosos; estos, a su vez, activan cadenas
moleculares con producción de mediadores neuroquímicos, factores neurotróficos
como FCN (Factor de crecimiento nervioso), FNDC (Factor neurotrófico derivado
del cerebro) y FCI tipo 1 (Factor de crecimiento insulínico), por nombrar los más
conocidos, que son fundamentales para modular, mantener y aumentar la
plasticidad del cerebro. Varían y aumentan las conexiones sinápticas sobre todo en
el nivel de las sinapsis dendríticas, y modulan la transmisión sináptica en términos
de eficacia en la transmisión del mensaje. Puedo garantizar que observar
directamente en el microscopio de dos fotones el dinamismo de las sinapsis
dendríticas y los cambios de conexión por estimulación sensorial, por ejemplo
visual, es una experiencia emocionante e inolvidable, entre otras cosas porque nos
permite imaginar nuestro propio cerebro en continuo cambio estructural. A la vista
de estas premisas parece evidente que el problema de una estimulación adecuada
del sistema nervioso resulta fundamental para la salud del cerebro, en especial
para retrasar su envejecimiento y alejar el drama de la demencia senil.
Gracias a la colaboración de las clínicas universitarias con los laboratorios del
Centro Nacional de Investigación, y a lo largo de una serie de experimentos de
varios años de duración realizados en Pisa, demostramos, primero en animales y
luego en sujetos humanos, que es posible modular o aumentar la plasticidad de los
seres humanos, tanto en niños como en adultos y ancianos. Especialmente
relevantes fueron los resultados obtenidos en mayores que presentaban signos de
evolución a la demencia senil, los llamados MCI (Mild Cognitive Impairement). El
experimento, denominado Train the Brain y realizado con sujetos entre los sesenta
y cinco y los ochenta y nueve años, propuestos por los médicos de cabecera y
seleccionados como MCI por la clínica neurológica, consistía en un entrenamiento
cognitivo y motor de siete meses de duración, en grupos de diez personas, tres días
a la semana. En concreto, se comenzaba con un entrenamiento aeróbico,
oportunamente estudiado, seguido de una actividad de tipo cognitivo dirigida por
psicólogos con la ayuda de programas de ordenador, para acabar con una sesión de
terapia musical. Los resultados en mejora cognitiva y de la circulación cerebral,
como se aprecia en la resonancia magnética y otras pruebas relacionadas con la
circulación de la sangre, fueron excepcionales. Todos los investigadores que
participamos en el estudio nos propusimos difundir nuestros protocolos de
entrenamiento cerebral para dar a conocer Train the Brain a nivel nacional.
Importa subrayar que los pacientes están contentos y satisfechos con sus progresos
y piden consejos para continuar con la actividad. Por el momento no existen
fármacos eficaces contra la enfermedad de Alzheimer, y no se debe abrigar
ilusiones de terapias milagrosas ofrecidas por aventureros con pocos escrúpulos,
como ocurrió recientemente con el caso de la histamina. A este propósito, en un
documento oficial del NIH (Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos) se
sostiene que actualmente no existe ninguna terapia farmacológica para esa
patología. No obstante, un simple retraso de la enfermedad, que ofreciera un
cerebro capaz de funcionar todavía algunos años, sería un deber en una sociedad
civilizada y un hecho de importancia significativa desde el punto de vista médico
y económico. Ahora mismo (marzo de 2014) contamos con resultados positivos a
los siete meses del final de los ejercicios, dado que el experimento se encuentra
aún en curso, pero se revisará a los pacientes en periodos sucesivos. Se calcula que
un enfermo de Alzheimer cuesta a la sociedad un mínimo de 50.000 euros anuales.
En el mundo existen en este momento más de treinta y cinco millones de enfermos
de demencia senil y en Italia hay ya más de un millón. En el caso italiano, un
cálculo sencillo indica unos gastos de no menos de cinco mil millones anuales,
parte de los cuales corren por cuenta de la familia. La terapia que nosotros
empleamos se dirige a la fisiología del cerebro, a la necesidad de una estimulación
adecuada, que tiende a disminuir durante el envejecimiento por la disminución de
las ocupaciones, por la soledad incluso dentro de la familia y por las dificultades
de comunicación con los miembros más jóvenes. El mundo moderno de la prisa,
de los traslados, del consumismo y de la tecnología nos ha llevado a la práctica del
cinismo social, que tiende a considerar al viejo una carga en la que no merece la
pena invertir recursos económicos.
El cerebro, como ya hemos subrayado, es una máquina lenta, y su curación a la
espera de fármacos milagrosos ha de ser también lenta y paciente. Con una visión
minimalista y tal vez no correcta, podríamos decir que ya sería útil tratar de
devolver al anciano una vida normal de relaciones, de movimiento y de palabras.
4. Algunas investigaciones con animales de laboratorio, a las que yo mismo he contribuido en Pisa, han
demostrado que es posible aumentar la plasticidad cerebral mediante la administración de fármacos. Uno de
ellos es la fluoxetina (el Prozac), frecuentemente empleada con éxito en algunos casos de depresión. Otras
investigaciones clínicas han demostrado que su administración a personas aquejadas de ictus cerebral facilita
y acelera la recuperación de ciertas funciones, tal vez por el aumento de la plasticidad del cerebro.

5. La Accademia dei Lincei ha desarrollado ya desde hace tres años en casi todas las regiones de Italia una
actividad de puesta al día, dirigida sobre todo a los maestros de enseñanza primaria y secundaria, que se
concentra en tres aspectos: la enseñanza de las matemáticas, la actividad experimental en clase y el uso del
italiano en la redacción de textos argumentativos.
3. El hemisferio del tiempo

El tiempo del cerebro

A la pregunta: «¿Qué es el tiempo?», san Agustín responde: «Yo sé lo que es el


tiempo, pero si me lo preguntas ya no lo sé». Una respuesta muy sabia porque para
la mente humana la definición del tiempo es muy difícil, si no imposible. La
verdadera dificultad se debe a que no existe un receptor del tiempo, al contrario de
lo que ocurre en el caso del oído, la vista o el tacto. Es cierto que en el cerebro hay
unos reguladores circadianos a nivel de la epífisis o de los núcleos supraópticos,
pero se trata más de reguladores metabólicos del ciclo sueño-vigilia que de
auténticos receptores del tiempo. El concepto de espacio parece más abordable
gracias a receptores como la vista, el tacto y en general los telerreceptores. El
espacio también está vinculado al tiempo, es decir al tiempo necesario para
recorrer un determinado espacio, por la relación t=s/v, que sin embargo no podría
ayudarnos a comprender el tiempo ni a san Agustín ni a mí. En este sentido la
teoría de la relatividad sólo iluminaría a unos cuantos expertos. Las nociones de
nacimiento y muerte definen un recorrido temporal, pero no ayudan a comprender
el concepto de tiempo. El tiempo es una intuición, todo el mundo sabe lo que es,
pero a todo el mundo le resulta difícil explicarlo.
No obstante, existen en el cuerpo dos señaladores del tiempo, marcapasos que
regulan los latidos del corazón y la frecuencia respiratoria, y algunos biólogos han
llegado a sostener que estadísticamente hablando la duración de la vida está
regulada por el número de latidos cardiacos y/o de los actos respiratorios,
vinculados entre sí por un factor 4 bastante constante. Cada cual tendría asignados
un cierto número de latidos cardiacos, pero en los últimos decenios la duración de
la vida humana ha aumentado más de diez años y yo no tengo pruebas de que la
media de la frecuencia de los latidos haya disminuido.
El cerebro no tiene reloj, lo olvidó en tiempos y espacios desconocidos. En
cambio, creó por comodidad una medida estándar internacional para el tiempo: el
segundo. Somos capaces de medir muchos acontecimientos temporales en
segundos, minutos y horas con nuestros relojes caros o baratos, pero no
conocemos cuál es el tiempo de nuestro propio cerebro, es decir el reloj interno
con el que medimos mentalmente la duración de los hechos.
El reloj cerebral es bastante impreciso, complejo y variable en función de la
importancia del acontecimiento y de sus circunstancias: las esperas se hacen
larguísimas y los momentos de placer pasan en un abrir y cerrar de ojos. No existe
el isocronismo de los tiempos cerebrales, que varían con el estado de los cerebros
y con los cerebros de cada individuo, como si el cerebro no tuviera necesidad de
medir el tiempo con precisión.
Junto a esta variabilidad de la percepción del tiempo, por todos conocida, no
debemos olvidar que la propia máquina cerebral presenta, en sus mecanismos
intrínsecos, una amplia variabilidad temporal: la velocidad de conducción de las
fibras nerviosas varía según su estructura (mielínica, amielínica) y su diámetro
desde fracciones de un metro por segundo hasta cien metros por segundo. También
las sinapsis, puntos de conexión entre las neuronas, poseen distintos tiempos de
integración, es decir pueden decidir que el impulso nervioso pase o no en pocos o
en muchos milisegundos.
Si es cierto que, según lo dicho, un admirador del pensamiento de san Agustín
no puede abrigar la esperanza de captar la idea del tiempo, puede, eso sí, trasladar
la atención al hecho de que existen características secuencias temporales de
acontecimientos, que asumen significado sólo como tales y se convierten en
conceptos, en información, y se desvinculan y se hacen independientes del tiempo.
Esta sucesión temporal de acontecimientos forma, a mi parecer, la base del
pensamiento racional y depende del hemisferio izquierdo del cerebro.

El cerebro asimétrico

Detengámonos un momento en la estructura y la función de los dos hemisferios


cerebrales. A primera vista parecen iguales, pero basta con observarlos un poco
mejor para apreciar distinciones incluso a nivel macroscópico. Esta diferencia,
ignorada hasta los años cincuenta, se detecta sobre todo en el planum temporal del
hemisferio izquierdo, que en las personas diestras es el hemisferio lingüístico. Este
hemisferio comprende diversas estructuras en la zona parietotemporal y en el
lóbulo frontal: el área de Broca está situada en la parte frontal, la de Wernicke en
la parte temporal y las dos están conectadas por el fascículo arqueado. El área de
Wernicke corresponde a la comprensión del lenguaje, mientras que la de Broca es
principalmente motora, es decir responsable de la producción del lenguaje. Las
lesiones en esas áreas concretas producen trastornos en el lenguaje y afasias que
afectan en las lesiones temporales al significado del lenguaje, en tanto que en el
área frontal afectan a la distribución de las palabras, con omisión de preposiciones,
partículas, etc.
En comparación con el hemisferio derecho, el izquierdo presenta un mayor
desarrollo, al que contribuye, además de los centros de la fonación, el hecho de
que la población humana sea mayoritariamente diestra, ya que el empleo de la
mano derecha está controlado precisamente por el hemisferio izquierdo.
La palabra apareció hace más de cien mil años como función activa, pero la
estructura anatómica capaz de generar sonidos, que para entendernos podemos
llamar lenguaje abortivo, estaba presente mucho antes, como apuntan los
paleontólogos que han encontrado en los cráneos de los hombres primitivos la
huella de aquella parte del hemisferio izquierdo destinada después al lenguaje.
Estas observaciones son posibles porque, durante su desarrollo, el encéfalo
imprime en el cráneo la huella de su estructura y, si durante la fosilización la
cavidad craneal se llena de arena o de otro material capaz de consolidarse, se
forma un calco del cerebro. Algunos antropólogos, entre ellos Phillip Tobias,
afirman haber encontrado en calcos con sus correspondientes cráneos de Homo
habilis de hace dos millones de años conformaciones que podrían relacionarse con
estructuras que hoy llamaríamos lingüísticas.
Es probable que la aparición del lenguaje causara una revolución en la
estructura y en la función del cerebro, que afecta no sólo al hemisferio izquierdo
sino también al derecho. Subrayo algunos de estos cambios por su importancia, en
la medida en que parecen mecanismos adicionales del lenguaje y sus
consecuencias directas. Por ejemplo, en el hemisferio derecho, en correspondencia
con los centros del lenguaje situados a la izquierda, existen áreas que regulan la
entonación de la voz, la prosodia: una lesión de la parte anterior de estas regiones
cerebrales causa la pérdida de la entonación de la voz, que se hace plana y carente
de expresión, mientras que una lesión de la parte posterior supone la pérdida del
componente emotivo del lenguaje. Además, el hemisferio derecho se considera
más especializado, a nivel del giro fusiforme, en la visión de las caras, y una
lesión en esas zonas, por lo general bilateral, causa la prosopagnosia, es decir la
pérdida de la capacidad de reconocer las caras como tales. Una patología descrita
por Oliver Sacks en su famosa obra El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero. En términos generales, el hemisferio derecho está más especializado en
las funciones visuales y en la percepción de los componentes emotivos de la
información visual. En la vida cotidiana no se aprecian estas diferencias
funcionales de los hemisferios, entre otras razones porque están vinculados por
millones de fibras reunidas en el llamado cuerpo calloso, que en pocos
milisegundos traslada la información de un hemisferio a otro.
Algunas veces se interrumpen quirúrgicamente estas fibras para evitar la
difusión de descargas epilépticas peligrosas de un hemisferio a otro; el estudio de
estos pacientes con el cerebro dividido, denominados split brains, ha confirmado
que el hemisferio derecho es mudo. Cuando a estos pacientes del cerebro dividido
se les enseñan imágenes en el campo visual de la izquierda (que, por el cruce de
las vías ópticas, se analizan en el hemisferio derecho), los sujetos afirman que no
perciben nada, pero consiguen señalar con la mano izquierda, controlada por el
lóbulo derecho que ha recibido la información, la imagen correcta que se les
presenta en una serie de fotografías. Para comprender la función del hemisferio
lingüístico resulta muy útil observar que cuando se presenta a estos pacientes una
imagen con una frase escrita que les ordene un movimiento, ellos lo realizan, pero
si se les pregunta el porqué, se muestran desconcertados e inventan una respuesta
que trata de explicar el movimiento realizado, como si experimentaran la
necesidad de interpretar racionalmente el hecho. El neurofisiólogo Michael
Gazzaniga llama «función del intérprete» 6 a esta propiedad del hemisferio
lingüístico.
Comprobamos que el lenguaje tuvo una actuación directora de la evolución
cerebral por el hecho de que si en la infancia, hasta los tres o cuatro años, es decir
en una edad de elevada plasticidad del sistema nervioso, una lesión traumática o
circulatoria daña las áreas del lenguaje en el hemisferio izquierdo, las funciones
lingüísticas de ese hemisferio se transfieren a las partes simétricas
correspondientes del hemisferio derecho. Esta transferencia de funciones de un
hemisferio a otro es un hecho excepcional que no se produce en el caso de otras
funciones.

Lenguaje y pensamiento

Me gustaría aventurar una hipótesis para su examen: el lenguaje es un fenómeno


importante y esencial de la comunicación, pero los mecanismos que lo sustentan
son el origen de otras propiedades relevantes, como por ejemplo la aparición del
pensamiento racional.
En el niño, el lenguaje gestual precede al de la palabra, como probablemente
ocurrió también en la historia de la humanidad, cuyo primer medio de
comunicación debió de ser el gesto. Con el tiempo, el lenguaje revolucionó las
relaciones humanas y verosímilmente facilitó la creación de lazos sociales. El
lenguaje está constituido por una secuencia de hechos vocales vinculados por una
lógica interna, cuyos mecanismos fundamentales son innatos, como sostiene
Noam Chomsky, y capaces de comunicar un determinado hecho pasado o futuro.
Estos hechos vocales se distribuyen regular y lógicamente en el tiempo. La
secuencia de hechos temporales estrechamente relacionados entre sí ha producido
un funcionamiento cerebral que regula tanto el pensamiento endógeno, no
expresado a otro ser, como el exógeno, que a través del área de Broca y de las
estructuras laríngeas se convierte en sonidos articulados.
La verdadera revolución evolutiva del lóbulo izquierdo no atañe sólo al
lenguaje, sino también a los mecanismos nerviosos que generan las cadenas de
acontecimientos relacionados entre sí en el tiempo, de forma tal que en la mayor
parte de los casos sólo la cadena tiene significado. Por esa razón propongo llamar
«hemisferio del tiempo» al hemisferio lingüístico. Las cadenas de acontecimientos
relacionados entre sí son la base del razonamiento y contrastan, por ejemplo, con
la comunicación visual, donde los acontecimientos nerviosos relacionados con una
imagen no se encuentran en serie, sino en paralelo, puesto que se transmiten
contemporáneamente, todos juntos. Podría decirse que la información visual, al
contrario que la lingüística, es atemporal.
El lenguaje, que forma parte de las salidas motoras, es un resultado de
actividades internas, y las palabras o gestos motores sólo adquieren significado en
una secuencia concreta. Esta forma de trabajar del sistema nervioso no es nueva,
porque los impulsos nerviosos se distribuyen también en series temporales y lo
que determina el mensaje que se transmite es su secuencia. Un mensaje que
necesita una serie de acontecimientos que se suceden temporalmente y que pueden
ser numerosos supone una reducción de la velocidad de la comunicación. Se sigue
de esto que la lentitud es propia del hemisferio del tiempo en la medida en que es
propia de los mecanismos nerviosos que constituyen su base. El lenguaje expresa
el pensamiento, es la manifestación externa del trabajo de las neuronas, capaces de
«pensar» también sin expresarse con palabras, por ejemplo con la reflexión, el
acto creativo y el esfuerzo que requiere la solución de un problema. Por tanto, el
hemisferio izquierdo es, en efecto, el hemisferio del lenguaje, pero también el
hemisferio del pensamiento.
El pensamiento racional es la propiedad característica del ser humano, la base
de nuestra civilización y, para bien y para mal, del dominio que el hombre ejerce
sobre la naturaleza. En un mundo dominado por los ordenadores, cuyos tiempos
de elaboración y transmisión de la información son varios millones de veces más
rápidos que los cerebrales, estos últimos pueden parecer ineficaces debido a su
lentitud, pero el producto de esta actividad, una verdadera revolución evolutiva, es
tan innovador y tan maravilloso que no tenemos más remedio que alabar la
lentitud de los mecanismos que sustentan el pensamiento. No se me escapa que
estoy elogiando al pensamiento racional con pensamiento racional, ¡una inmodesta
alabanza a mi persona!

Pensamiento rápido y pensamiento lento

En lo concerniente a las características temporales, el sistema nervioso presenta


por lo menos dos modalidades de funcionamiento y de reacción al ambiente, una
con tiempos relativamente rápidos y otra con tiempos más lentos.
Conviene advertir que el empleo del término «pensamiento», en el caso del
pensamiento rápido, se extiende aquí, quizá de un modo algo impropio, a
funciones nerviosas muy sencillas, como algunas reacciones del cerebro al
ambiente que se incluyen en la categoría de reflejos.
En general, las reacciones rápidas a los estímulos procedentes del ambiente son
más rápidas, tanto filogenética como ontogenéticamente, y están vinculadas a la
supervivencia. Recuérdense el caso de Lucy, la australopithecus de los albores de
la evolución de nuestra especie, con más de dos millones de años, que poseía un
cerebro mucho más ligero (casi quinientos gramos) que el del Homo sapiens, cuyo
peso es del orden de 1.400 gramos. En ella predominaban las reacciones rápidas,
porque debía responder con rapidez a los peligros que amenazaban su
supervivencia. Este tipo de reacciones predomina también en los niños, al menos
hasta que desarrollan la palabra y la comunicación lingüística.
Las reacciones al ambiente en tiempos rápidos comprenden distintas
modalidades de funcionamiento del sistema nervioso que se caracterizan por ser
automáticas o semiautomáticas. La segunda modalidad, en tiempos lentos, sistema
lento, es propia de los animales superiores y se halla especialmente desarrollada en
el ser humano; es inherente al control que ejerce el individuo sobre su propia vida,
es decir, allí donde el contexto lo hace posible, es inherente a sus elecciones en
cuanto al uso del tiempo a su disposición y a sus relaciones con otros seres
humanos, con otros organismos y con el ambiente que lo circunda. El sistema
lento es obviamente consciente y no es sólo un producto de la evolución biológica,
sino también de la evolución cultural. Puede presentar signos de automatismo,
pero jamás de rigidez, puesto que los automatismos pueden modificarse e incluso
anularse por la voluntad o por el contexto al que se refieren.
Al hablar del pensamiento rápido hay que establecer varias distinciones
importantes: en primer lugar hay que considerar las respuestas del cerebro a
entradas sensoriales, que podríamos catalogar dentro de los reflejos y que
disponen de circuitos nerviosos concretos, iguales o semejantes en los individuos
de la misma especie, innatos o adquiridos precozmente, como el reflejo rotuliano o
el reflejo fónico, que comprenden una sola sinapsis o un número pequeños de
ellas. Se trata de respuestas automáticas e inconscientes. Si tuviéramos que dar
tiempos de referencia, podríamos decir que estos van desde algunas decenas de
milisegundos hasta más de cien milisegundos. Es un caso en el que las
propiedades plásticas del sistema nervioso se acercan a cero y su funcionamiento
es mejor cuando aquellas no están presentes. Conviene precisar que entendemos
por plasticidad una propiedad del cerebro que le permite cambiar de
funcionamiento e incluso de estructura en función de la experiencia.
Este tipo de respuestas del sistema rápido resulta esencial para la
supervivencia, como cuando vemos un tigre y huimos sin preguntarnos si no será
una sombra inocua o cuando retraemos rápidamente un miembro porque ha
recibido un estímulo doloroso, etc. Tales respuestas cerebrales no están sometidas
a la voluntad. Quizá sería impropio elevarlas a formas de pensamiento, aunque
estos «reflejos» también son reacciones con las que el sistema nervioso demuestra
su capacidad de interpretar el mundo exterior, si bien con códigos de
funcionamiento automático; en el campo de la visión, por ejemplo, hay señales
que se reúnen en una percepción más compleja según las conocidas leyes de la
Gestalt, por ejemplo cuando tres puntos no alineados dan lugar a la percepción de
un triángulo. Además es interesante recordar que las sensaciones primarias, es
decir el disgusto, la rabia, el miedo, la alegría, etc., ofrecen respuestas automáticas
claramente visibles en la mímica facial, iguales o semejantes en todos los pueblos
de la tierra, que deben incluirse en el sistema rápido.
Un segundo tipo de reacciones rápidas comprende reflejos complejos
polisinápticos que afectan a la actividad de diversas áreas cerebrales y que yo
incluiría en la categoría de los reflejos condicionados de tipo pauloviano. Tales
reflejos, no innatos, son comunes muchas veces a miembros de una determinada
sociedad, dependen de los usos y costumbres de un grupo de individuos y son
importantes para la vida social, hasta el punto de constituir las bases de la llamada
buena educación: al saludo de «buenos días» se responde por lo común en el
mismo tono. Los circuitos que constituyen su fundamento, aunque probablemente
predispuestos desde el punto de vista genético, pueden cambiarse, modularse o
bloquearse a voluntad. En la mayor parte de los casos se disparan ante un estímulo
externo. El primer tipo de reacciones nerviosas es muy rápido y pertenece al
ámbito de los centenares de milisegundos, el segundo, el de los reflejos
condicionados, es mucho más lento y pertenece al ámbito de los segundos.
Existe, además, una reacción cerebral rápida que asume plenamente la dignidad
de pensamiento y que da origen a una idea: la intuición. Puede ser espontánea, no
necesariamente conectada a los sentidos, y supone la entrada en acción de la parte
del cerebro que guía la fantasía y la imaginación y que, tómese como hipótesis,
requiere un cerebro libre de actividades inducidas por estímulos externos de tipo
sensorial o internos, es decir procedentes de otras áreas cerebrales, tales como la
memoria. La carencia de servicios rutinarios produce un cerebro dispuesto y más
adecuado para asociar libremente distintas actividades, que pueden concretarse o
no en un pensamiento o en una hipótesis de trabajo digna de ser analizada, en la
que merece la pena profundizar. Trataremos con más amplitud en otro capítulo
este tipo de pensamiento rápido, no directamente vinculado con la supervivencia,
que predomina en el campo del conocimiento, de las relaciones sociales y de la
creatividad.
Las intuiciones pueden ser muy rápidas, pero el trabajo temporal de las
asociaciones que se le presentan a la mente antes de concretarse en una idea nueva
puede ser muy largo. Una de las propiedades fundamentales de este tipo de
función cerebral es que los circuitos nerviosos que la sustentan deben ser
modulables en la función y la estructura y, por tanto, ser plásticos (es decir, todo lo
contrario de automáticos).
Este tipo de pensamiento rápido se relaciona directamente con el pensamiento
lento. La intuición, sin la verificación experimental o lógico-racional que opera el
pensamiento lento, se queda en sueño y, por así decirlo, no se materializa en nada
que pueda ser trasmitido, comprendido y aceptado por otros individuos. Por otra
parte, es cierto que el pensamiento lento sin el detonador de la intuición se vuelve
perezoso y muchas veces improductivo.
Podría decirse que la escala de Jacob del pensamiento humano para ascender al
cielo, que en este caso es la realización de su trabajo mental, se organiza en tres
peldaños fundamentales: la fantasía que guía las asociaciones libres de la mente, la
imaginación que las concreta en un producto y el pensamiento racional que las
analiza y las verifica con el método experimental y el método lógico.
Brindaré un divertido ejemplo de ilusión óptica (Fig. 3) que ofrece a primera
vista una información errónea que sólo el pensamiento racional, recurriendo a la
medición, puede corregir. En efecto, sólo la medida de los lados de las mesas
convence de que ambas son iguales, pues se trata de la misma mesa
oportunamente girada.
El sistema nervioso lento tiene mecanismos complejos que comprenden
relaciones entre áreas corticales y subcorticales, mecanismos en gran parte poco
conocidos aún que afectan a la memoria, a la atención y a la voluntad, en una
palabra al sistema nervioso en sus propiedades cognitivas más evolucionadas o,
por emplear un término de difícil definición para un neurobiólogo, la «mente». Se
trata de un sistema muy plástico, cuya función es tanto mejor cuanto mayor es su
grado de plasticidad. En las personas de edad, cuando disminuyen las propiedades
de plasticidad, el sistema lento puede tener características que algunas veces
recuerdan el automatismo.

Fig. 3. Estas dos mesas tienen las mismas dimensiones.

Antes de determinar una salida, por ejemplo una decisión motora, el sistema
nervioso evalúa los numerosos datos de la memoria y tiene en cuenta el estado de
actividad de las distintas áreas corticales y subcorticales. En resumen, se trata de
un sistema estadístico que evalúa los datos disponibles antes de decidir y
considera el dato fascinante y comprometedor de la intuición como un dato a
verificar. El sistema rápido, por su propia naturaleza, está sometido a errores; el
lento, en cambio, es el sistema más fiable a disposición del ser humano.
Normalmente, en la realización de un trabajo, tanto científico como artístico, el
sistema rápido propone posibles soluciones en su mayoría erradas, cuya
evaluación corresponde al sistema lento, que en el caso de la ciencia experimental,
por ejemplo, puede emplear años en verificar la sensatez del experimento.
Naturalmente, las relaciones entre el sistema rápido y el sistema lento son muy
estrechas. El primero proporciona datos al segundo, que lo introduce en la
memoria con la finalidad de servirse de él para sus propias funciones de un modo
instantáneo o en tiempos sucesivos, incluso alejados del momento de la
adquisición de la información. Pero el sistema lento también influye en el sistema
rápido en lo relativo a la modulación de su velocidad y a la importancia de la
información, lo cual ocurre mediante la excitación o la inhibición de la actividad
de las áreas corticales sensoriales, cosa que se realiza a través de los sistemas de
proyección difusa en la corteza cerebral; es decir, el adrenérgico, el colinérgico y
serotoninérgico. Podría decirse, con cierta impropiedad, que estos sistemas de
modulación de la actividad cortical son servidores y mensajeros de la pasión del
poeta y del científico porque hacen más activa su corteza, como puede
comprobarse midiendo la actividad eléctrica.
Conviene tener en cuenta también el tiempo que transcurre entre la activación
de las áreas sensoriales, por ejemplo el aérea sensorial visual para la imagen de un
árbol en la retina, y la conciencia de la visión del árbol, que llamaremos «tiempo
de la toma de conciencia». Ese tiempo alcanza incluso el medio segundo o más y,
por ejemplo en el caso de la vista, comprende tanto el tiempo empleado en el nivel
retínico como el que necesitan las vías ópticas para alcanzar las áreas sensoriales
visivas primarias situadas en la zona occipital del cerebro y las estructuras más
anteriores, frontales y prefrontales, especialmente la prefrontal en su parte media.
Hasta que estas últimas se activan, el sujeto no toma conciencia de la imagen que
se le ha formado en la retina. La lentitud de la percepción no se advierte
precisamente porque no tenemos conciencia de ella. La información «árbol» a
nivel del área visual cortical primaria no produce la conciencia del árbol hasta que
las áreas frontales y prefrontales lo deciden.
Esta circunstancia da una idea del largo tiempo que puede transcurrir entre la
actividad del cerebro en el plano sensorial y la conciencia de esa actividad.
Piénsese por ejemplo en aquellos casos en que, durante una conversación,
decimos: «Ahora me acuerdo de lo que ocurrió…» o «se me viene a la cabeza
que…»; qué trabajo tan largo y tan silencioso ha realizado el cerebro entre el
hecho que genera el recuerdo, su callada conservación en la memoria, oculto pero
al mismo tiempo presente de una manera inconsciente, y su regreso a la mente a
causa de unos acontecimientos que, sacándolo de aquellas zonas del cerebro a las
que se había retirado, lo devuelve a las áreas frontales.
No hay nada nuevo bajo el sol, y en el curso de la historia del pensamiento son
muchos los que han reflexionado sobre las ventajas y los peligros de la intuición y
sobre el pensamiento rápido o lento. Cabe imaginar que en Aquiles predominara el
pensamiento rápido, y en el calculador Ulises, el pensamiento lento. En el Diálogo
sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano 7 , como
recuerda Calvino en la lección sobre la «rapidez» (Lezioni americane 8 ), Galileo
califica a Salviati de pensador metódico, riguroso y lento, y a Sagredo de
interlocutor imaginativo y rápido, que llega de un salto a las conclusiones; sin
embargo, es Salviati el que define claramente los puntos del diálogo.
En tiempos más recientes, Daniel Kahneman, premio Nobel de economía,
escribió sobre este tema un libro muy interesante, titulado precisamente Pensar
rápido, pensar despacio, donde trata de las ventajas y las desventajas de ambos
tipos de pensamiento en relación con los problemas de naturaleza práctica, por
ejemplo los económicos. Kahneman hace una observación experimental de gran
interés: que las pequeñas dilataciones de la pupila que acompañan al esfuerzo de
atención y concentración son un indicio fácilmente reconocible de la entrada en
acción del sistema lento. Cuando el querido lector juegue al póquer debería llevar
gafas oscuras para no traicionar sus estrategias, porque el adversario observará sus
pupilas.

Pensamiento digital y éxito del dedo índice

En la informática y la electrónica se entiende por analógica una señal continua, es


decir lo contrario a discreta. Emplearé la expresión metafórica «edad analógica»
para denominar el largo tiempo en que los hombres se han comunicado sobre todo
con la palabra estando físicamente presentes y a una distancia corta. Las palabras
se suceden en el tiempo con lentitud, el sonido de una se une al de otra con
continuidad, como las señales analógicas. Incluso el texto escrito, aun no
necesitando la presencia física, requiere una lectura por parte del que recibe el
mensaje, y la lectura en silencio o en voz alta reproduce la continuidad de los
sonidos.
Por el contrario, la edad digital es el tiempo de lo discreto, sobre todo si nos
referimos a los medios de comunicación. El lenguaje pierde la continuidad de los
sonidos, se hace rápido y fragmentario y se divide en los numerosos códigos
comunicativos de las distintas categorías de individuos: los mensajes son
sintéticos, como las señales digitales.
El empleo continuo del instrumento digital que a veces sugiere –aunque mejor
sería decir que adivina– la palabra que aún no se ha escrito (el sistema T9 de los
sms, por ejemplo), como si se hubiera adueñado de nuestro pensamiento y se
hubiera convertido en cerebro, puede indicar o hacer temer que la criatura, el
instrumento, domina a su creador o se convierte en parte de él.
Hace tiempo que la literatura y el cine anticipan, registran y amplifican los
elementos inquietantes de la relación instrumento-inventor. Recuerdo sólo algunos
ejemplos muy conocidos: la monstruosa criatura del barón Frankenstein (1816),
cuya trágica rebelión contra su creador alimenta la desconfianza hacia un uso
ilimitado del conocimiento científico. Idéntico espíritu rebelde empuja a HAL
9000 en 2001, Odisea en el espacio (1968) a sustituir solapadamente a sus
compañeros humanos en el mando de la nave espacial y de sus respectivos
destinos. Aún más referido al tema de la revolución digital tenemos la más
reciente Matrix (1999), un acontecimiento cultural de gran relieve, hasta el
extremo de que en el año 2012 resultó elegido para su conservación en el National
Film Register de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. La película
plantea una vez más la posibilidad de que la técnica inventada por el hombre para
sus fines pueda transformarse en un tirano inflexible que no admite transgresiones.
Así, la ciencia del futuro se convierte en objeto de espectáculo: unas máquinas
fantásticas, con conexiones fantásticas, pueden cargar en un cerebro humano
programas de funcionamiento capaces de cambiarle la memoria y la conducta, lo
que coloca al sujeto en condiciones de practicar el judo a un nivel muy alto o de
conocer complicados argumentos científicos al nivel de un experto, pero al mismo
tiempo, como es evidente, le priva de libertad. El neurobiólogo sabe, o cree saber,
que determinada conducta es el resultado de un programa cerebral interno
compuesto de señales de variada naturaleza, y sabe además que aprender significa
cambiar ese programa, cosa posible gracias a la plasticidad de las neuronas; sin
embargo, por prudencia profesional, piensa que insertar en el cerebro un software
con señales capaces de cambiar las conexiones entre las células para influir en su
plasticidad sólo es realizable en el mundo de la ciencia ficción. No obstante, en un
momento de relax puede fantasear con que él, como neurobiólogo, no piensa que
la operación sea del todo imposible y que ahora la estimulación magnética
transcraneal ya es capaz de excitar o inhibir, según la frecuencia, la actividad de
las neuronas y de provocar reorganizaciones funcionales.
Cuando leemos u oímos hablar de pensamiento digital, estamos en realidad
ante una extrapolación, dado que el pensamiento digital ni existe ni puede existir
porque el pensamiento tiene una continuidad y no está hecho de acontecimientos
discretos que se suceden como las diapositivas que proyectamos para contar un
viaje. Podría objetarse que si las diapositivas se presentan a gran velocidad se
convierten en una película que, a causa de la lentitud operativa de los procesos
perceptivos, se percibe como un continuo aunque esté formado por fotogramas
discretos, pero estas propiedades cerebrales maduradas lentamente con la
evolución no tienen relación alguna con el pensamiento digital, que se refiere al
reciente desarrollo de la tecnología, que es un auténtico pensamiento mediado por
el instrumento y cuya consecuencia son las características de síntesis y rapidez del
lenguaje que lo expresa. En el origen hallamos el instrumento o su influencia,
como si hubiera tenido lugar un proceso de hibridación entre instrumento y
cerebro. El mecanismo cerebral que lo sustenta se parece a lo que nos ocurre en un
determinado momento del aprendizaje de una lengua extranjera, cuando nos
sorprendemos formulando pensamientos en esa lengua. De igual modo, el
pensamiento de aquel que usa habitualmente instrumentos digitales no sigue el
recorrido temporal que se deriva del lenguaje, sino que procede en estrecha
interacción con la máquina, que corrige, propone, anula cambios de ideas e
interviene con sus ritmos espaciales en la expresión de los pensamientos del autor.
Cabe preguntarse si esta hibridación de cerebro e instrumento puede influir en
la estructura cerebral. Todos los cambios, incluso un cambio de idea, disparan
procesos de plasticidad cerebral y, por tanto, de cambios de función y de
estructura. Es fácil notar, sobre todo en personas muy jóvenes, cuya plasticidad
cerebral es muy alta, una reestructuración del lenguaje fonético y de la escritura,
que se hacen más sintéticos y rápidos como si quisieran acortar el espacio y el
tiempo. Pero estos cambios son de tipo lamarckiano, vinculados a la vida del
individuo y no hereditarios. Si persisten los estímulos tecnológicos y si, como es
probable, se refuerzan, no cabe excluir que se conviertan en hechos permanentes y
hereditarios como ocurrió con el lenguaje, que sin duda no se desarrolló «una
buena mañana, al salir el sol». Estoy seguro de que un lenguaje digital ahorrará
mucho tiempo dedicado a otras cosas, quizás al consumo, ¡y además nos hará reír
un poco!
Aparte de las variaciones en el lenguaje propiamente dicho, debido al uso de la
instrumentación digital se advierten también alteraciones en el sistema motor, ya
que las tabletas y los teléfonos inteligentes han aumentado de un modo
impresionante el empleo del dedo índice, que señala, guía y envía, circunstancia
que lo convierte en el dedo rey de la comunicación digital. ¿Quién iba a pensar
que el índice sería el eje de la comunicación? En el futuro podría agigantarse y los
pobres dedos restantes podrían sufrir una atrofia. En los ojos de la mente se
representa de un modo espontáneo el enorme dedo índice del San Juan Bautista de
Leonardo da Vinci… ¿premonitorio de los teléfonos y las tabletas del futuro? (Fig.
4). No sería sorprendente una mayor representación cerebral del dedo índice, pues
sabemos que tanto en los animales como en el ser humano el uso continuado de un
miembro puede aumentar su representación en la corteza motora. Recuérdese la
mayor representación cortical de los dedos de la mano izquierda en los intérpretes
de instrumentos como el violín o la guitarra.
Fig. 4. San Juan Bautista (1508-1513) de Leonardo da Vinci. Museo del Louvre, París.

Si estos parecen los pensamientos libres de un fanático de la plasticidad


cerebral y de la omnipotencia de la evolución, les contaré mi encuentro con
Giulia: poco más de tres años, coleta y flequillo negros que enmarcan una hermosa
carita de ojos vivos; es muy probable que no sepa ni leer ni escribir y que posea un
conocimiento limitado del mundo que la rodea; está sentada, junto con tres señoras
jóvenes, a la mesa de un restaurante en el que cenamos mi mujer y yo (Fig. 5).
Giulia, con educada paciencia, espera la llegada de la comida. Nosotros, desde
nuestra mesa, no dejamos de apreciar su compostura, bastante insólita en un niño
obligado a estar sentado mucho tiempo. Como si quisieran compensarla, le dan un
smartphone y entonces hay que ver a la pequeña nativa de la edad digital: alarga
hábilmente no uno de sus minúsculos índices, sino los dos, que se disparan en la
pantalla con una danza llena de sabiduría y a una velocidad que yo, con más de
setenta años de estudio, no podría alcanzar jamás. No pude resistirme y pedí
permiso para hacerle la fotografía que el lector puede ver aquí.

Fig. 5. Niña nacida en la era digital.

Es posible que el instrumento digital haya encontrado el camino libre y, por así
decirlo, una acogida amistosa para imponer su influencia en la zona del sistema
nervioso vinculada al pensamiento rápido, es decir en el cerebro visual. Pero el
tipo de pensamiento que el uso del instrumento digital produce es distinto tanto a
las reacciones rápidas relacionadas con la supervivencia como al pensamiento
intuitivo que salta con rapidez de una imagen a una conclusión. Tanto las unas
como el otro tienen un origen y una necesidad antiguos, que se pierden en la noche
de los tiempos de la evolución, mientras que el pensamiento digital, en el sentido
que acabamos de apuntar, es un invento humano y forma parte del desarrollo del
conocimiento. En este caso, al inventar el instrumento, el cerebro humano se ha
modificado a sí mismo en el funcionamiento y tal vez incluso en la estructura.

6. M. Gazzaniga, Chi comanda? Scienza, mente e libero arbitrio, Codice, Turín, 2013. [Trad. cast. ¿Quién
manda aquí?: El libre albedrío y la ciencia del cerebro, Editorial Paidós, 2012.]

7. Galileo Galilei, Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano, trad.
Antonio Beltrán, Alianza Editorial, Madrid, 2011.

8. Italo Calvino, Lezioni americane, Garzanti, Milán, 1988. [Trad. cast. Seis propuestas para el próximo
milenio, Siruela, 2012.]
4. Bulimia del consumo, anorexia de los valores

Percepción del tiempo y sociedad de consumo

Escribía Giacomo Leopardi en su Zibaldone, («Maremágnum de


pensamientos») que «la paciencia es la más heroica de las virtudes
precisamente porque no tiene la menor apariencia de heroicidad».
El ritmo de la vida moderna y el pensamiento rápido carecen por
naturaleza de paciencia, una cualidad gracias a la cual sabemos esperar
antes de juzgar y de actuar, que se contrapone a esa decisión rápida del
hacer que parece aterrorizada por el tiempo que se escapa, olvidando que
ese tiempo tiene un transcurso independiente de nosotros. El progreso
técnico y su difusión capilar han producido, además de profundos cambios
sociales, una auténtica revolución del pensamiento, es decir una aceleración
del tiempo.
En épocas pasadas, si bien no remotas, existía aún una cierta armonía
entre el progreso de la ciencia y su percepción por parte del ciudadano. La
ciencia se manifestaba y pasaba a ser propiedad colectiva de la sociedad a
través de la técnica y de los productos de consumo que contribuía a
introducir en el mercado: la aparición y difusión de aparatos tan importantes
como la lavadora o el frigorífico llegó poco a poco en el tiempo y todas esas
cosas se fueron utilizando paulatinamente.
Hoy en día la ciencia, y sobre todo la tecnología, corren a tal velocidad y
los productos se renuevan con tal rapidez que el ciudadano se ve obligado a
darse prisa para ponerse al día y modificar su conducta aprendiendo nuevas
técnicas en esotéricos manuales de instrucciones. Piénsese en la velocidad
con que se renuevan los ordenadores, las tabletas, las televisiones, los
móviles y en general las formas que adopta la comunicación, de modo que
la percepción del tiempo se acelera y parece que los días son más cortos. El
tiempo ha sufrido una aceleración y el final del camino llega antes; quizá
por eso, al alargar la duración de la vida, la medicina nos ha dotado de más
tiempo para recorrerla, para que tengamos la impresión de que el «paseo»
dura lo mismo. Se ha producido una desarmonía entre el progreso de las
técnicas y su metabolización, lo cual genera la ansiedad de la carrera por
estar à la page, por ser modernos y a veces, pienso yo en los momentos de
pesimismo, para morirnos antes. Incluso las relaciones afectivas se han
hecho rápidas, con interrupciones frecuentes, y hasta los programas de
gobierno a largo plazo son raros, porque predomina la resolución inmediata,
de corto alcance, que se cambia en pocas semanas –al menos en Italia– y
busca sólo el consenso.
La sociedad de consumo, del triunfo del consumismo, se refuerza con un
mecanismo de contrarreacción positiva de consecuencias imponentes e
incluso temibles. La memoria ha dejado de ser un proyecto de planificación
del presente y el futuro. El tiempo es sólo el momento presente, hic et nunc.
Uno recuerda las palabras de Horacio: «carpe diem, nec minimum credula
postero», que, sin embargo, se referían a un optimismo mucho mayor, al
amor por la vida, a la alegría de vivir. Ya ni siquiera tiene razón de ser la
utopía como un camino a seguir, una esperanza que tenga un valor positivo
para armonizar el pensamiento y la conducta. En el fondo, ni siquiera la
utopía de un Dios, de una vida después de la muerte –hablo como laico–
puede tener un valor positivo práctico para una existencia más sensata. De
hecho las ilusiones del pensamiento pueden ser medicinas sabias y eficaces
para el cerebro, igual que el efecto placebo, pues, al interesar a los centros
cerebrales de recompensa, son en parte responsables de la capacidad
curativa de muchos fármacos.
Se sabe que el concepto de tiempo es muy relativo, que varía con la
circunstancia y con el contexto de los acontecimientos y que se ve influido
por las emociones. El tiempo del juego y del amor es mucho más corto que
el de la espera o el trabajo tedioso. Los psicólogos han demostrado que
existen ciertas actividades como la del artista o la del investigador, tan
comprometidas y tan ricas en recompensas emotivas e intelectuales, en las
que no se nota el cansancio y se pierde la noción del tiempo. La
demostración práctica sería el numeroso grupo de jóvenes que continúan
con entusiasmo sus investigaciones a pesar de recibir unas becas
miserables.
El concepto de tiempo cambia también en función de las culturas, y ello
pese a que la globalización tienda a borrar las diferencias. Ciertamente el
tiempo rápido del ciudadano estadounidense es más rápido que el del
ciudadano europeo, y el de los países del norte más rápido que el de los
países del sur. Parece que el sol –la cantidad de horas de insolación–
modula la concepción del tiempo en el sentido de la lentitud y produce un
lenguaje más articulado, incluido el lenguaje escrito; por eso el ciudadano
de un país con sol encuentra tiempo para responder cortésmente a la
solicitud de información de un visitante ocasional, cosa mucho más difícil
en una calle de Londres.
Bauman 9 , que ha estudiado la influencia de la sociedad de consumo en
la percepción del tiempo, sostiene que el tiempo no se percibe ya como un
continuum, sino como una serie de puntos, cada uno de los cuales tiene una
historia limitada, con su nacimiento y su fin, y un escaso coeficiente de
correlación con los demás, como si fueran acontecimientos independientes
producidos por casualidad, como si los circuitos de la memoria ya no
revertieran su contenido en la olla de la información cerebral. El tiempo ya
no es continuo, sino saltatorio. Naturalmente, la memoria, tanto
fenomenológicamente hablando como al nivel de los circuitos nerviosos, no
se modifica, pero se ve influida por el pensamiento rápido, que por su
propia naturaleza no es amigo de recordar. El tiempo entendido como una
serie de momentos no incluye el momento-pensamiento de la muerte,
porque este tipo de pensamiento es el final de un lento recorrido lineal,
incompatible con el tiempo puntiforme.
El concepto saltatorio del tiempo tiene normalmente su máximo
desarrollo en el joven, aunque no en el niño, que posee aún el tiempo lento
del juego y la maravilla de la novedad; en cuanto al viejo, el pensamiento
rápido se hace menos rápido e incluso lento. El viejo no corre, el frenesí
consumista se atenúa o desaparece y su pensamiento vuelve a valorar la
lentitud, para acabar transformándose en esa sabiduría que muchas veces la
sociedad de consumo considera decadencia cerebral.
Este concepto modificado del tiempo tiene su correspondencia en la
neurosis de vivir el momento, una patología surgida del deseo irremediable
de construir la línea, de dar continuidad a los puntos, y que, una vez más,
produce el efecto consumista del abuso de los psicofármacos. No obstante,
la percepción saltatoria del tiempo, que tiene aspectos sociales importantes,
no puede evitar la continuidad biológica que supone el envejecimiento de
los tejidos, un cambio inexorablemente dictado por los genes, el hipocampo
y la corteza cerebral, encargados, entre otras cosas, de asegurar la
continuidad de la memoria. No creo que mucha gente esté dispuesta a
admitir que su vida es una serie de episodios inconexos sin una línea de
unión. La propia percepción de los puntos como si estuvieran separados es
paradójicamente una continuidad.

Mercado, educación y pensamiento irreverente

El mundo actual es el reino del mercado, no solo en el ámbito de las


finanzas, donde basta con oprimir una tecla del ordenador para transferir
enormes cantidades de dinero y comprar títulos o mercancías, sino incluso
para todo tipo de compras, ya sean cosas abstractas o concretas. Entre las
concretas cabe enumerar las de uso común: comida, ropa y coches, pero
también personas, sexo y política, ya que se compran senadores, diputados
y electores. Entre las mercancías abstractas, lo que es casi un oxímoron, se
encuentran las opiniones inculcadas por el machaqueo de los todopoderosos
medios de comunicación, especialmente los visuales (televisión y redes), y
las propias ideas políticas basadas en ideologías convertidas en mercado,
muchas veces sin la menor conexión con realidades posibles.
Se ha producido una sacralización del mercado. El mercado como
aspiración estética y moral, un dios ateo de nuestra época.
No hace mucho asistí interesado a la conferencia de un experto europeo
que veía en el aumento del número de pacientes de Alzheimer un posible
desarrollo futuro susceptible ni más ni menos que de explotación comercial.
Y llevaba razón. Pensemos en los fármacos, aunque sólo sirvan para los
síntomas (no existen otros más eficaces), en las nuevas profesiones, como
cuidadores y enfermeros, en la robótica, etc. Debo decir que pese a que mi
competencia en el sector me obligara a admitir la verdad de la previsión, se
me encogió un poco el corazón.
Se hace cada día más evidente que el mundo –la mayor parte de sus
habitantes– se guía al menos por dos principios «filosóficos» modernos, que
se caracterizan por ser globales o tender a la difusión global: uno es el
mercado, el otro es el tótem del PIB. Según las teorías económicas, el
verdadero desarrollo estriba en el aumento de la riqueza por el aumento del
PIB, que supuestamente genera como subproducto riqueza intelectual y
civilización. Para alcanzar ese objetivo, la economía prescribe un método,
casi un protocolo, consistente en exaltar el mercado y las ventajas que
derivan de la venta de los productos, incluso al margen de su valor.
La estrategia económica carece de piedad y pisotea valores, derechos y
cultura con tal de alcanzar la ansiada meta del aumento del PIB. La
tecnología es una aliada necesaria del proyecto económico en la medida en
que contribuye a producir el objeto para el mercado y a producirlo de una
manera competitiva, al menor coste y en el menor tiempo posible.
Semejante estrategia requiere unos aliados fiables, que son el conocimiento,
el desarrollo que proporciona la técnica y la importancia de aprenderla
como fundamento imprescindible del éxito personal, del éxito del país y de
la posibilidad de mantenerse en sintonía con los tiempos.
La economía de mercado difícilmente contará nunca entre sus
prioridades la formación de ciudadanos críticos que pudieran volverse en su
contra y defender una economía sobria y sostenible. Este tipo de filosofía es
sin duda uno de los factores responsables de la negligencia con que se trata
la enseñanza, tanto primaria como secundaria, y de la escasa consideración
social y económica que se concede a los maestros, que afecta incluso a la
universidad, con la excepción de las enseñanzas técnicas o de aquellas que
profesionalizan. Por desgracia es la misma falta de consideración que se
tiene con la ciencia de base, para la que resulta muy difícil obtener
financiación. El know how del proyecto de investigación es conditio sine
qua non para unos resultados inmediatos y útiles capaces de colocar nuevos
productos en el mercado. Para ser sincero, debo decir que tales requisitos
estimulan a los investigadores más fantasiosos para inventar todo tipo de
know how, posibles e imposibles, y en mi campo, el de la biomedicina, todo
tipo de terapias futuristas.
Por otra parte, la economía de mercado, como subraya Martha
Nussbaum 10 , necesita incidir en la instrucción y la formación del ciudadano
a partir de la enseñanza en los colegios, donde las materias que se
consideran obsoletas, como las humanistas, se sustituyen por materias
científicas enteramente encaminadas a la producción de tecnologías útiles
para el mercado. Si les fuera posible prescindir también de la ciencia, esta
se vería drásticamente disminuida, como ya ocurre en parte con la
investigación básica en favor de la investigación aplicada.
Martha Nussbaum llama la atención sobre la reducción o desaparición
del griego y el latín, las dos materias humanistas por excelencia, de los
programas educativos. Aunque en general estoy de acuerdo con la autora,
disiento en la distinción que establece entre materias humanistas y
científicas, porque, a mi parecer, todo estudio es humanista. ¿Existe una
disciplina más humanista que las matemáticas o que el estudio de la
naturaleza, los animales y el hombre? Las disciplinas que inspiran
curiosidad son todas humanistas y no busca de un modo directo otro
producto que no sea el conocimiento y el juego gozoso del intelecto.
Todas estas materias «humanistas» resultan un engorro para la estrategia
económica; en primer lugar porque quitan espacio y financiación al
proyecto tecnológico de mercado, y en segundo lugar porque pueden
desarrollar pensamientos alternativos que, Dios los perdone, podría
imaginar que el aumento del PIB no conduce necesariamente a la creación
de un ciudadano civil, crítico y democrático. La instrucción tecnológica,
que Nussbaum confunde a veces con la ciencia, tiende a crear un ciudadano
que actúa como el pequeño engranaje de una gran máquina global, incapaz
de renunciar a su trabajo de máquina, que resulta ser la fuente del éxito
económico. La estrategia económica necesita ciudadanos que digan sí a
todo, que no planteen más problemas que los relacionados con el éxito
económico y que hallen satisfacción y recompensa en la adquisición de
bienes para estar a la altura de los demás y de la modernidad.
La otra tarde mi nietecita leía el principio de la Ilíada con la cadencia
métrica del hexámetro griego que convierte el texto en una narración
cantada. ¡Cómo la envidié! Tanto las materias científicas como las literarias
invitan a pensar en otros valores, nos conducen a otros mundos que chocan
con las estrategias «culturales» del mercado global y del valor absoluto del
éxito económico. La grandeza del hombre reside en su modestia y en
reconocer que todo tiene importancia: el sol, el amanecer, el atardecer, las
discusiones, los juegos, los poemas, el pensar por pensar, aunque todos
estos goces supongan consumir un poco menos.
Estos placeres, o mejor estos valores, no son subproductos automáticos
del aumento del PIB porque necesitan una preparación, una base cultural y
conductual para que podamos apreciarlos.
Las materias humanistas, como las he definido anteriormente, dan miedo
porque hacen al hombre más libre, menos homologado, aumentan la
biodiversidad y, por lo tanto, enriquecen la comunidad humana.
El arte tiene en este campo una importancia fundamental. La historia del
arte y de la música deberían ser materias esenciales en los colegios, no tanto
o al menos no sólo como información, sino como una educación en formas
de pensar distintas. Muchas veces las propias biografías de los artistas, con
su diversidad, sus problemas vitales, tienen un alto valor educativo, porque
enseñan que es posible recorrer caminos distintos, cultivar pensamientos y
conductas rebeldes y huir de la lógica del engranaje de la máquina global.
Creo que el mundo actual tiene una necesidad extrema de pensamiento
irreverente, distinto, original y creativo, aunque no «cree» productos para el
mercado. El artista y el científico tienen siempre un pensamiento
irreverente, su oficio consiste en tener pensamientos distintos, crear
conflictos de ideas y vivir para confrontarse con el pensamiento de los
demás. Sin duda el pensamiento de Sócrates era irreverente desde el punto
de vista pedagógico cuando se negaba a comunicar a los jóvenes la verdad y
los estimulaba a pensar y a buscarla por su cuenta. Por eso era una especie
de carcoma o, como se dice en el diálogo de Platón (Teeteto), un tábano que
pica y estimula al caballo perezoso de la sociedad. Dante tuvo un
pensamiento irreverente, como lo tuvieron Galileo y Copérnico, que
colocaron al Sol en el puesto de la Tierra, y antes que ellos lo tuvo
Jesucristo –«no he venido a traer la paz, sino la espada» (Mateo, 10:34)–,
que predicó la gloria de los humildes, y con ellos todos los grandes artistas.
La estrategia económica no mata ni envía al exilio a los hombres de
pensamiento irreverente, pero los aísla sin piedad, los ignora, los degrada
económicamente, como se hace con los enseñantes, con los investigadores
y, por desgracia, con los pobres.

Del consumo como precepto al consumismo como conducta

En cuanto a la conducta, la teoría económica, difundida gracias a las


técnicas de la persuasión, ha dado lugar al consumismo, el cual, como
resultado de los estímulos y de las intervenciones legislativas encaminadas
al aumento del consumo, en vez de mirarse con la desconfianza que debería
despertar ya la propia semántica, se ha convertido en una virtud; más aún,
en la primera virtud del buen ciudadano.
¿Cómo se ha llegado a este efecto colateral? ¿Qué relación existe, se
preguntará el lector, entre consumismo y pensamiento rápido o lento? Pues
una relación fundamental. El consumismo es hijo del pensamiento rápido
porque el consumo ha de ser rápido para cambiar de deseo a toda velocidad
y volver a comprar. La secuencia de los acontecimientos que caracterizan el
consumo suele ser la siguiente: veo, compro, tiro porque un objeto inútil se
puede sustituir por otro, inútil también, en un ciclo lo más rápido posible
para evitar que pierda tiempo en reflexionar sobre mis actos. El
pensamiento rápido domina el mercado o mejor es la base de su éxito.
Cuando el pensamiento rápido se muestra particularmente eficaz desata una
bulimia del consumo que se convierte en deseo y al mismo tiempo en
distracción, en huida de la realidad y de la depresión.
Se dirá que correr es el epifenómeno de una tecnología que aumenta la
velocidad del ir y venir, del trasladarse. La esperanza de que un aumento de
la técnica pueda mejorar el mundo tiene raíces muy profundas. Se guarda
una cola larguísima –incluso nocturna– para tener la suerte de ser el primero
en adquirir ciertos instrumentos electrónicos que se renuevan en el intervalo
de pocos meses: móviles, ordenadores o tabletas. El ciclo del deseo de la
tecnología nueva es infinito, aunque a veces las mejores técnicas no sean
precisamente revolucionarias. El deseo de comprar la novedad no se genera
en el pensamiento lento de la reflexión o la utilidad del objeto, sino en el
rápido, rapidísimo, de la moda. Recuerdo un pensamiento de Einstein que
viene aquí a propósito: «Hay dos cosas infinitas, el universo y la idiotez, y
no estoy muy seguro de la primera».
A propósito del consumismo, no puedo dejar de recordar que ya en 1882
el escritor Émile Zola ironizaba sobre esa manía moderna, por el momento
limitada a las señoras, en su novela Au bonheur des dames («El paraíso de
las señoras»), donde el imperativo de Mouret y Denis, los gestores del
«gran paraíso», era, entonces como ahora, «vender y vender para hacer
felices a las señoras».
«Estoy cansada y baja de moral, me voy de compras para animarme»,
confesaba una señora en un diálogo entre amigas. El consumismo se
convierte en aspiración, un «parecer» en vez de un «ser» para el ciudadano
del mundo globalizado, que es la asíntota de las aspiraciones. Los valores se
arrinconan no porque no valgan, sino porque no son relevantes.
En una palabra: los valores han perdido valor. La bulimia del consumo
lleva aparejada una grave anorexia de las ideas y, por desgracia, de los
comportamientos que en otros tiempos se consideraban civilizados y éticos.
El pensamiento rápido, indiferente al pasado y al futuro, no se ocupa del
valor de estos, ni del histórico ni del programático, no tiene tiempo para
reflexionar y considera que esa actividad de la mente se corresponde con el
campo de los metapensamientos propios de los días lluviosos, cuando uno
no tiene nada mejor que hacer. La antigua metáfora según la cual la ciencia,
y en general el conocimiento, se adquieren subiéndose a los hombros de los
gigantes, de los científicos que nos han precedido –en realidad, no veo
cómo podría hacerse de otro modo–, ha perdido gran parte de su atractivo
porque subirse a los hombros de los gigantes es laborioso y requiere tiempo
y, sobre todo, arduas lecturas de libros.
En efecto, el pensamiento lento es difícil de llevar porque arrastra
consigo la carga de los recuerdos, el peso de las dudas y la incertidumbre de
los razonamientos. Por eso Fausto, ya viejo y después de una vida dedicada
con grandes esfuerzos al estudio y la investigación, insatisfecho con los
resultados, vende su alma para que Mefistófeles le conceda a cambio «todo
y enseguida»: sabiduría, juventud y placer. Para ello firma con sangre un
pacto infernal. Es como si Fausto pasara del pensamiento laborioso y lento
que supone cualquier estudio al pensamiento rápido del deseo y la urgencia
de satisfacción.
Con una comparación arriesgada pero seguramente eficaz, podría decirse
que en nuestra sociedad una entidad llamada mercado nos promete placeres
y felicidad a cambio de la pérdida de algo parecido al alma que se llama
sistema de valores.
Resulta interesante reflexionar sobre los mecanismos cerebrales del
consumismo y el placer que lo sustenta (si es que existe). Ir de compras
significa poseer y, ciertamente, entre el tener y el no tener existe una
enorme diferencia. Pero en muchas ocasiones el placer de comprar no se
encuentra tanto en el valor de la cosa adquirida como en el propio acto de
adquirir.

¿Qué centros cerebrales entrarían en juego?

La señora afirma que se trata de una actividad relajante, divertida, casi


terapéutica. La primera característica me lleva a pensar en las endorfinas y
por tanto en la estimulación de los receptores mu (µ) de los opioides,
estimulados –podríamos imaginar– por la actividad motora, la búsqueda y
el hallazgo del objeto a consumir.
Sería interesante indagar si las personas que toman naloxona, un
bloqueador de los receptores mu, experimentan la misma necesidad de
consumir. Esto confirmaría que muchas veces el objeto tiene un uso mínimo
o queda relegado en cualquier parte o se olvida.
¿Y la diversión? Se podría pensar que el aspecto divertido de jugar a las
compras reside en entrar a formar parte del grupo de los compradores, de
aquellos que pueden permitirse esta actividad gratificante. La satisfacción
que produce consumir tiene que estar vinculada a los centros cerebrales
relacionados con la recompensa, con la liberación de dopamina y, por tanto,
con el núcleo accumbens, con la parte anterior del giro cingulado y con la
aprobación que se obtiene en el acto. Desde el punto de vista del
funcionamiento del cerebro, el frenesí y la necesidad de consumir con la
esperanza de conquistar una brizna de felicidad estimula no sólo las zonas
del placer, las áreas órbitocentrales, pues cuando el deseo no se sacia e
interviene la ansiedad afecta también a las áreas límbicas y, en los casos
acentuados, a la ínsula; la prisa, la carrera para ahorrar tiempo influye
negativamente en los centros de la memoria, en el hipocampo y en la
corteza, porque, como dice Kundera, la velocidad que la globalización y el
consumismo imponen a la vida actual es proporcional al olvido que aquella
produce 11 . Por desgracia creo que el goce de comprar no sería posible sin la
participación de algunas partes nobles de la corteza cerebral, como los
lóbulos frontales, pues se sabe que cuando estos se inactivan incluso los
fármacos de efecto placebo pierden su eficacia.
¿Y la bulimia del consumismo? ¿El comprar que estimula el deseo de
comprar?
Cabe recordar el experimento de la estimulación mediante electrodos
implantados en roedores. Se estimula a una rata con el electrodo en aquellas
zonas cerebrales que producen placer, como las del hipotálamo lateral, las
del área septal o, en general, del lóbulo límbico, y la recompensa (el placer)
es de tal calibre que el animal continúa estimulándose, se olvida de comer y
llega a morir. De igual modo podría decirse que el consumista consume
hasta endeudarse, empobrecerse y arruinar su vida por completo.
En cuanto a la anorexia de los valores, se me hace difícil establecer una
hipótesis sobre los mecanismos fisiológicos que le producen, pero podría
sugerir una disminución de la dopamina con atrofia parcial del núcleo
accumbens o, en general, de los centros del placer, o bien un mal
funcionamiento del sistema serotoninérgico, pero viene en mi ayuda el
filósofo Wittgenstein para recordarme que cuando uno no sabe algo es
mejor callar.

Implicaciones evolutivas

Ciertamente la globalización ha producido –y producirá siempre– no sólo


deseos y formas de actuar comunes, sino también intereses culturales
comunes y un lenguaje común en gran parte artificial, carente de
creatividad expresiva y de interpretación individual; una especie de
esperanto cultural de palabras y de gestos.
Recuérdese, por ejemplo, la tendencia difundida universalmente de un
cierto género cinematográfico en el que predominan la acción y la
violencia; se trata de un lenguaje simplificado y agresivo, caracterizado por
la omnipresente imagen del arma empuñada con las dos manos alargadas.
Con el tiempo, todo lo común se hace automático o, lo que es igual, se
acepta sin reservas. Desde el punto de vista del sistema nervioso la función
se traslada a los circuitos que, por estructura y evolución, están asignados a
las respuestas automáticas o más automáticas, donde el estímulo produce
una reacción inmediata, la cual, si bien compleja, sigue las leyes del reflejo
y determina una elección, un comportamiento e incluso una respuesta
emocional. En este recorrido los estímulos eficaces producen efectos
funcionales y estructurales de los circuitos nerviosos, que harán más
problemática la posible reversibilidad de los procesos. En el mundo global
de los consumistas estos cambios del sistema nervioso son parecidos en
todos los sujetos, como cabía esperar, y dan lugar a un cerebro
«globalizado», en el sentido de que ha experimentado en todos ellos
cambios semejantes tanto en la estructura como en la función. Se forma, por
así decirlo, el cerebro del hombre globalizado, que probablemente una
resonancia magnética podría distinguir del cerebro del limitado grupito de
los no consumistas. He tratado largamente en otra parte estos cambios del
cerebro causados por la globalización, cuyo resultado he denominado
«cerebro colectivo» 12 .
En este proceso de «automatización», el hemisferio derecho –aunque
también otras estructuras como la amígdala– desempeña un papel muy
superior al del hemisferio izquierdo. Habrá que recordar que las
propiedades temporales del hemisferio izquierdo, el hemisferio lingüístico,
son evolutivamente más tardías en comparación con los automatismos y las
propiedades del hemisferio derecho. Esto significa que podríamos asistir a
un retroceso en el tiempo; es decir, a un cerebro que tiende a emplear
funciones más primitivas porque se beneficia de ellas para la sociabilidad
característica del mundo globalizado y para la necesidad de dar respuestas
rápidas, con la idea emocional y fideísta de optimizar el tiempo porque es
dinero, negocios, etc. Se daría la paradoja de que la globalización, último
estadio de la vida civilizada, produciría una involución cerebral. En esta
dirección van los peligrosos dogmatismos religiosos y políticos, que tienden
a conservar pensamientos y conductas sin pasarlos por el tamiz de la
experiencia, como se hace, por el contrario, en los experimentos científicos,
donde los resultados de la experiencia obligan a descartar hipótesis que
antes parecían positivas y fructíferas. El religioso no puede cambiar de idea
aunque vea su lado absurdo, y el político no puede hacerlo por mucho
tiempo porque corre el peligro de no parecer atractivo al electorado, lo que
podría significar para él la pérdida de una posición privilegiada.
El pensamiento rápido y el pensamiento lento tienen funciones básicas y
complementarias para la conducta humana, e incluso el cerebro rápido, el
más antiguo, resulta esencial para la supervivencia (como ya hemos
destacado), pero el ser humano quiere algo más que sobrevivir. El sistema
lento es un sistema plástico que, por eso mismo, puede recibir influencias
del ambiente y en particular de la evolución cultural. Esta característica
ofrece la ventaja de armonizarse con la evolución tecnológica, pero también
supone el riesgo de que el mundo fuertemente técnico en el que vivimos
influya negativamente en ese sistema y reduzca su control sobre la
conducta. Este cambio, a mi parecer ya en marcha, sería tal vez de tipo
lamarckiano, es decir no transmisible a las generaciones futuras a no ser
que, con el pasar de las generaciones, los llamados «hombres rápidos»
experimentaran una selección ventajosa que hiciera permanente la
modificación transitoria –de lamarckiana a darwiniana– con la aparición de
una especie nueva, la de los «hombres rápidos», destinada a sustituir a la
especie actual. A este propósito recuerdo el libro reciente de un científico
estadounidense 13 donde se explica que la ecología, cuyos drásticos cambios
conocemos bien, afecta profundamente a los ritmos de la evolución, y que
aquellas partes de los genomas –el material genético de un organismo– que
regulan las relaciones entre las especies han entrado en una evolución más
rápida. Pero afortunadamente la «especie» de los hombres rápidos carece de
tiempo para lecturas profundas.
Yo considero muy peligroso que el gran consumista reciba el premio de
la selección evolutiva. El pensamiento rápido, tan importante para la
supervivencia en la historia humana, puede adoptar un valor distinto, en
último extremo negativo, porque puede conducir al hombre por caminos de
irracionalidad capaces de producir a largo plazo problemas
socioeconómicos y por tanto de supervivencia. En efecto, el pensamiento
rápido, tan importante para eludir los peligros, puede enmascararse y
convertirse en un embeleco, en una sirena que nos dirige a metas
inexistentes, cuyo canto, difundido por los medios, resulta fascinante para
algunos, aunque para otros, entre los que me cuento, parezca irracional y
absolutamente carente de poesía. Hay que atarse al palo mayor, como
Ulises, y tapar con cera los oídos de todos los que pudieran desatarnos, para
oír el canto de las sirenas sin que nos conduzca a la ruina. Pero este es ya un
acto del pensamiento lento, de la crítica, de la reflexión.
El éxito evolutivo de los hombres rápidos traería la desaparición de
todos los actos considerados inútiles, como la contemplación, la poesía y la
conversación por el placer de charlar, y traería también un arte nuevo, el de
la rapidez, donde la poesía sería un tweet y la pintura una pincelada.
Podría darse una atrofia, al menos funcional, del hemisferio del tiempo,
con una probable hipofunción del pensamiento lento y la consiguiente
hipertrofia vicariante de otras estructuras nerviosas, probablemente en el
hemisferio derecho, idóneas para reforzar el pensamiento rápido.
Se habla del paso ya en marcha del hombre sapiens al hombre videns,
como escribe Sartori 14 , o televidens como he escrito yo mismo, y cabría
anunciar un paso posterior debido al predominio de las comunicaciones
visuales, del hombre televidens al hombre del consumismo, el Homo
consumens 15 .

Pensar y comer

He hablado de pensamiento lento o rápido, dos palabras que en el lenguaje


globalizado del inglés son, respectivamente, slow y fast. Estos dos adjetivos
aparecen con frecuencia en otro terreno, el de la alimentación, donde la
dualidad slow food/fast food se presenta continuamente en la vida diaria y
es materia de discusión y reflexión de gran calado, sobre todo en el campo
de la medicina.
Comer no es lo mismo que pensar, ciertamente. Lo primero es una
condición indispensable para la supervivencia que afecta no sólo a los seres
humanos y los demás animales, sino a todos los seres vivos, incluidos el
trigo y la cebada. El pensamiento, se dice, es propio de los seres humanos,
depende de la «Mente» con mayúsculas, aunque en la práctica el propio
pensamiento está dirigido a la alimentación. Una gran parte del
pensamiento del hombre «comido», en el sentido de que se ha alimentado,
se centra en la certidumbre de comer también mañana.
Así pues, comer y pensar están más cerca de lo que parece a simple
vista, aunque se trate de dos actividades casi siempre separadas en el
tiempo, si se excluyen las comidas y las cenas de trabajo. Pero estas quedan
reservadas a unos comensales/pensadores muy especiales.
Pensamiento rápido y fast food están unidos armónicamente, porque el
primero crea a la segunda que, a su vez, es una criada fiel del primero. El
cerebro rápido no calcula las consecuencias de sus actos, de sus actuaciones
rápidas sin reflexión, porque el imperativo es no perder tiempo. La slow
food es la forma tradicional de alimentarse, pero la fast food pertenece a la
vida frenética de nuestro tiempo: tragarse una cosa cualquiera para volver al
trabajo. El consumo rápido de comida se acompaña por lo general de un
descenso de la calidad y, en los países desarrollados, del hiperconsumo.
Tales tendencias alimentarias, tan poco inteligentes, no carecen de
consecuencias para la salud. La obesidad es ya una enfermedad social con
las correspondientes consecuencias de diabetes, hipercolesterolemia,
hipertensión y, en ciertas ocasiones, predisposición a la demencia senil.
Jared Diamond 16 , apasionado estudioso de las sociedades tribales,
afirma que los mayores porcentajes de diabetes del mundo se encuentran en
aquellas sociedades que han pasado rápidamente de una alimentación
tradicional precaria y saltuaria a las comidas del mundo consumista.
«El tiempo es oro», un lugar común que nos repetimos a menudo como
guía y justificación de nuestras actuaciones apresuradas; afortunadamente la
frase no es del todo cierta ni tampoco reversible, pues de otro modo los
ricos vivirían eternamente y los pobres se morirían nada más nacer. No
obstante, Marmot, el investigador inglés, ha descubierto que entre la
duración de la vida en un barrio rico y un barrio pobre de una misma ciudad
escocesa, Glasgow, puede haber veinte años de diferencia a favor de los
ricos.
El reloj se ha convertido en un héroe de nuestro tiempo: se trabaja
mirando el reloj, se come con el reloj, se hace ejercicio físico con el reloj,
se charla con los amigos con el reloj. Echamos un vistazo rápido al medidor
del tiempo y exclamamos «ahora tengo que salir corriendo», poniendo fin
de ese modo a unos encuentros fugaces que debido a su rapidez no dejan
huellas significativas. En efecto, la vida social y sobre todo la conversación
requieren tiempo, y el hemisferio lingüístico es un hemisferio lento.
Para Bauman el cuerpo del consumidor es el centro de toda
preocupación, de todo «síndrome consumista»: el fitness, la lucha contra la
grasa superflua, la anorexia y la sexualidad son manifestaciones de la
profunda angustia que experimenta el hombre contemporáneo. Una angustia
que, obviamente, se transforma en «demanda» en los mercados y que
produce una oferta increíblemente grande: «El cuerpo del consumidor
tiende, por tanto, a ser una fuente perenne y prolífica de ansiedad».
En El malestar en la cultura, Freud sostiene que el progreso de las
sociedades humanas ha sido posible por la existencia de unas leyes que
obligan al individuo a dominar sus instintos primordiales: alimento, sexo y
poder. Instintos que, de otro modo, darían origen a ciertas actuaciones
contrarias a la formación de comunidades organizadas.
En la satisfacción de esos instintos se basa precisamente el éxito de la
sociedad de consumo, que utiliza los medios y sobre todo la comunicación
rápida y persuasiva de las imágenes para producir en los individuos unos
reflejos paulovianos útiles para el mercado, pero no para la vida civilizada.
El instrumento más capacitado para oponerse a este efecto destructivo es la
educación, es decir, la escuela, que, estimulando la crítica individual, puede
interrumpir el reflejo condicionado y complejo del consumismo. Pero
incluso la propia técnica del condicionamiento, oportunamente dirigida,
podría inducir a la comprensión racional de la inutilidad de ciertas
adquisiciones y del carácter nocivo de ciertos excesos, y todo ello sin
necesidad de recurrir a la coerción que proponía Freud. Hoy, por el
contrario, a causa del éxito de la sociedad de consumo, hemos pasado de la
coerción a los métodos persuasivos y seductores: no hay que obligar, hay
que convencer de lo que está bien y lo que está mal (para el consumo). Los
medios de comunicación son fundamentales para esta finalidad. Los
mensajes comerciales en la televisión, en la prensa, en las redes, además de
numerosos se han hecho atractivos, a veces más cuidados que los propios
programas. El propio Pavlov afirmó que no se trata sólo de interrumpir un
reflejo condicionado, pues la forma más eficaz es introducir otro en él, por
ejemplo la adquisición de un producto nuevo o, como sería deseable, la
capacidad de evaluar la sensatez de nuestras decisiones.
De todo lo dicho se desprende que la sociedad de consumo explota la
plasticidad del cerebro, en el sentido de que tiende a automatizar
determinados circuitos cerebrales. En tal caso, la plasticidad desempeña una
función que podríamos calificar de suicida, puesto que se reduce para hacer
irreversible la tendencia al consumo. Según lo anterior, podría pensarse que
los niños, en quienes la plasticidad es máxima, son más sensibles que los
adultos y estos, a su vez, más que los viejos, al reclamo del consumismo. Y
la observación nos dice que esto es peligrosamente cierto.
Por lo contrario, es difícil convencer a un anciano de que cambie sus
hábitos. No hay nada misterioso en esto, ya que sus circuitos se han vuelto
rígidos y el cambio de sus conexiones y su función presenta una gran
dificultad, mientras que resulta fácil en el niño y posible en el adulto, en
especial si el estímulo es eficaz y atractivo.
En el fondo, el pensamiento debería ser un intercambio entre las distintas
áreas corticales, desde las sensoriales hasta las asociativas y las frontales,
para luego hacer lo mismo con las emotivas, las motoras y la memoria. El
pensamiento es discusión, diálogo entre las áreas cerebrales, pero el diálogo
requiere tiempo y la lentitud necesaria para la dialéctica de la discusión, que
es el fundamento de la racionalidad.
Me gustaría acabar este capítulo recordando a Roland Barthes, que
reflexionó sobre estos temas con una ironía elegante y pesimista 17 . Los
japoneses –decía– acabarán comiendo arroz con tenedor y perderán la
elegancia del gesto de los palillos. El imperio de los signos acabará
destruido por el imperio de la nada, en el cual los gestos e incluso los gustos
serán todos iguales.

9. Z. Bauman, Vida de consumo, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2007.

10. M. Nussbaum, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, Katz
editores, Buenos Aires/Madrid, 2010.

11. Milan Kundera, La lentitud, Tusquets editores, Barcelona, 2005.

12. Lamberto Maffei, La libertà di essere diversi, Il Mulino, Bolonia, 2011.

13. John N. Thompson, Relentless Evolution, University of Chicago Press, Chicago, 2013.

14. G. Sartori, Homo videns, Laterza, Bari, 1999. [Trad. cast. Homo videns: La sociedad teledirigida,
Penguin Random House, 2012.]

15. G. Sartori, Homo consumens. Lo sciame inquieto dei consumatori e la miseria degli esclusi,
Erickson, Trento, 2007.

16. Jared Diamond, El mundo hasta ayer: ¿Qué podemos aprender de las sociedades tradicionales?,
Debate, Barcelona, 2013.

17. Roland Barthes, El imperio de los signos, Mondadori, 1991.


5. Creatividad

Pensamiento rápido y creatividad

Todos sabemos o creemos saber en qué consiste la creatividad, pero los


procesos cerebrales que la sustentan escapan al conocimiento y continúan
siendo un misterio, porque no responden a las reglas que guían la mayor
parte de nuestras actuaciones. Como decía Picasso: «El buen gusto es
enemigo de la creatividad». El acto creativo no surge en cualquier parte.
Como ocurre con las flores en la canción de Maurizio De André, nace del
barro (Via del campo), es decir necesita del terreno propicio de una mente
libre, sin prejuicios, con el don del entusiasmo y de la maravilla, que sepa
retener sus abundantes ideas como si fueran caballos esperando la señal de
salida que llega en momentos imprevisibles. Como afirma el historiador Le
Goff: «La creatividad es una puta de lujo que se entrega cuando ella
quiere».
Cuando la señora se entrega llega la intuición y, puesto que el
acontecimiento es tan rápido como el florecimiento instantáneo de una flor,
se adapta a las consideraciones que hemos hecho a propósito del
pensamiento rápido y el pensamiento lento: el primero se activa cuando
brota un pensamiento nuevo que nace inesperadamente de un terreno fértil,
pero luego se necesita el segundo en forma de cuidados asiduos y
constantes, sin los cuales se marchita y desaparece. La consabida sinergia
entre el pensamiento rápido y el pensamiento lento es un matrimonio
religioso celebrado por los genes con la sabiduría de la evolución.
Aunque por sus características temporales forme indudablemente parte
del pensamiento rápido, la intuición no entra en la categoría de las
decisiones tomadas con rapidez, sin que sintamos la necesidad de valorar
los factores económicos, políticos o sencillamente cotidianos que entran en
juego, sino en las actividades del Espíritu con mayúsculas: la fantasía, el
sueño, la utopía. Para la intuición se necesita del entusiasmo en el sentido
etimológico: «Dios dentro», «posesión divina», que atrae a la inspiración, a
la divina locura creativa.
La creatividad es propia del ser humano y sin duda está relacionada con
el enorme desarrollo de su corteza cerebral, en especial la asociativa y
frontal, que en sí misma representa una novedad revolucionaria, primero en
el terreno de la biología y después, como consecuencia, para la ciencia, el
arte y la técnica.
La creatividad no está necesariamente relacionada con la inteligencia.
Más aún, digamos enseguida y no sin sorpresa, que, según parece, no existe
la menor relación entre creatividad y cociente intelectual, como demuestran
muchos estudios, entre ellos uno realizado en Estados Unidos en 2011 18
con niños cuyo coeficiente era mayor de 130. Además la creatividad no
tiene un valor general, sino que se expresa según el tipo de inteligencia,
que, conforme a la clasificación de Gardner 19 , puede ser lógico-
matemática, lingüística, musical, espacial, cinestésica, interpersonal e
intrapersonal.
Encontramos una interesante descripción del proceso creativo en el
terreno de las matemáticas en Jacques Hadamard 20 , que resume el
pensamiento de Henri Poincaré, el cual definió la creatividad de un modo
muy sencillo: «La creatividad consiste en unir elementos existentes con
conexiones nuevas, que sean útiles».
Hadamard describe tres etapas en la creación matemática: preparación,
incubación e iluminación. Durante las dos primeras brotan imágenes vagas
que se concretan después en la iluminación, es decir en una conciencia
lúcida de la comprensión, a la que seguirá la fase de la verificación.
Surge espontáneamente otra pregunta: ¿por qué la idea creativa se les
ocurre a unos individuos y no a otros? ¿Quiénes son esos seres afortunados?
A mi parecer, todo el mundo tiene ideas creativas modestas o no tan
modestas, incluso en la vida cotidiana, pero sólo algunos poseen un cerebro
genética y culturalmente preparado para tener las más originales y para
convertirlas en objetivo de su vida y de su trabajo.
Yo los llamaría «monjes del conocimiento y de la belleza», con
frecuencia hermanos gemelos del acto creativo, porque dedican la vida a
expresar su verdad con pasión y con sacrificio personal y numerosas
renuncias. Se preparan pacientemente para llevar a cabo su obra con
frecuentes intentos y esperan el momento de la gran idea que no siempre
llega. Muchas veces, su vida, la vida de los monjes del convento de la
creatividad parece rara, irregular y extravagante a los demás habitantes de
la ciudad, pero siempre está libre de ocupaciones distintas a la que
constituye su religión, con ciertos rasgos de misticismo casi patológicos.
No obstante, y aunque la obra de arte lleve el nombre de un individuo o
de unos pocos, estos son los abanderados de un proceso en el que no sólo
participa su cerebro, sino todo un espíritu de época, un cerebro colectivo,
vinculado con una determinada situación social e incluso económica.
En efecto, el acto creativo lo es cuando demuestra ser
sorprendentemente útil o bello o interesante a los ojos de los demás y se
acepta de un modo universal. Hasta el más creativo y el más original de los
pensamientos quedaría mudo o moriría arrumbado si la sociedad no
estuviera preparada para aceptarlo, por esa razón siempre es fruto de un
cerebro colectivo que crea y mira su producto con satisfacción y admiración
porque es como un hijo suyo.
El florecimiento del pensamiento y del arte en la Florencia renacentista
no fue producto de una mutación del ADN en la comunidad florentina, sino
la coincidencia de muchos factores: el estudio y la admiración del arte
clásico, la riqueza, los bancos florentinos que prestaban dinero a toda
Europa y la voluntad de crear una nueva Atenas y unos nuevos atenienses
que se mostraban exigentes con los artistas y los seleccionaban y los
juzgaban. Para los espíritus valientes aprender en los talleres de los grandes
maestros constituía una carrera prometedora.
Tanto los científicos como los artistas crean modelos del mundo. Los
primeros crean modelos elementales y simplificados de la realidad,
susceptibles de reproducirse; los segundos, modelos subjetivos,
interpretaciones emotivas de la vida cotidiana y de la realidad caótica que
los rodea. El lector o el observador acepta o rechaza el modelo con un acto
creativo propio que lo lleva a la comprensión.
Los creadores

Después de establecer esta premisa con la intención de situar la creatividad


en el marco más general de la cultura, el neurobiólogo necesita volver al
individuo artista o científico para comprender los procesos nerviosos que
sustenta su obra.
En el plano individual se piensa que la idea base de la creatividad es el
llamado «pensamiento divergente». En general, la mayor parte de las
personas tiende a responder a los problemas de un modo convergente,
convencional, pero el creador es capaz de dar una respuesta inesperada, a
veces única.
La creatividad podría definirse como un encuentro casual, aunque
afortunado, de la fantasía, la imaginación y la racionalidad. Las dos
primeras, vestales misteriosas del funcionamiento cerebral, encienden el
fuego, introducen la idea, y la última, la razón, valora y decide si merece la
pena continuar con la obra o dejar que el fuego se apague. En la época de
Homero, Minerva y otras divinidades se acercaban furtivamente a susurrar
ciertos acontecimientos futuros al oído de los héroes: alucinaciones
poéticas, acústicas o visuales o bien desastres y victorias del mañana.
Muchos autores coinciden en que las primeras fases del proceso creativo,
fantasía e imaginación, se elaboran fundamentalmente en el hemisferio
derecho del cerebro (en el caso de las personas diestras), el hemisferio que
tiene preferencia por el análisis visual-espacial, holístico y emotivo de los
acontecimientos; la imagen cerebral indica que el área cortical del giro
temporal superior, la parietal y la prefrontal del lado derecho son las que
más intervienen. El tamiz analítico tiene lugar en el hemisferio izquierdo, el
hemisferio del lenguaje y del tiempo, donde las entradas sensoriales se
analizan conforme a una serie temporal, como en el caso de la lengua
hablada o escrita, una palabra detrás de la otra, y donde se construye la
frase según una lógica interna, como ha enseñado Noam Chomsky.
Algunos neuropsicólogos consideran la posibilidad de que ciertos
déficits mentales aumenten el potencial creativo, como ocurriría en el caso
de la dislexia (dificultad para leer), vinculada a un funcionamiento
imperfecto del lóbulo izquierdo; en algunos sujetos aumenta la creatividad
en las artes visuales, cuyos mecanismos cerebrales se producen
predominantemente en el lóbulo derecho. El mecanismo sería la
interrupción de la relación de equilibrio excitación-inhibición entre los dos
hemisferios a través del cuerpo calloso. La patología de la izquierda, por
hipofunción, causaría una menor inhibición del hemisferio derecho,
circunstancia que liberaría la potencia creativa especialmente en el nivel de
la corteza prefrontal derecha. Resulta interesante el caso de Nadia, una niña
autista y disléxica que a los tres años ya había demostrado en sus hermosos
dibujos, muy superiores a los de los niños de su edad, unas cualidades
artísticas extraordinarias, perdidas por completo a los siete años, cuando
comenzó a hablar, como si el hemisferio del lenguaje hubiera recuperado su
habitual función inhibidora del hemisferio derecho.
Se encuentran otros casos interesantes entre los autistas como son los
idiot savant, que suponen un veinte o un treinta por ciento de ellos.
También aquí, una de las interpretaciones posibles de sus excepcionales
dotes para el cálculo, como ha dicho Uta Frith 21 , es que se haya producido
una liberación del potencial creativo derecho a raíz de la inhibición del
izquierdo.
Muchos artistas, Van Gogh y Munch, por citar a los más conocidos,
padecieron una sintomatología maníaco-depresiva, como si la patología
fuera capaz de crear una condición de «libertad cerebral», es decir esa
«libertad de pensamiento» que se encuentra en la base de la creatividad.
Otro caso interesante sería el del pintor estadounidense Jackson Pollock,
cuya existencia marcada por los frecuentes cambios de humor y las
conductas agresivas, concluyó en la juventud con un trágico accidente. Fue
uno de los principales artistas de la corriente de la Action painting y su
famosa técnica de pintura, llamada dripping, expresaba una desesperada
búsqueda de libertad, no sólo en las ideas y el pensamiento, sino también de
la mano que realizaba la obra. Pintaba prácticamente bailando, esparciendo
el color sobre un enorme lienzo tendido en el suelo con un pincel o un palo,
y la mano se guiaba por la memoria del gesto de la danza 22 .

Caracteres psicofísicos de la creatividad


Qué duda cabe de que la creatividad, como acto biológico, responde a
mecanismos complejos y está rodeada de un halo de misterio, porque se
relaciona con procesos cerebrales aún desconocidos. Me limitaré a
reflexionar sobre algunas características que me parecen comunes en
muchos artistas y científicos: 1) un acontecimiento sensorial, a veces por
imágenes; 2) una actitud juvenil e incluso infantil; 3) la imprevisibilidad; 4)
un componente inconsciente.

Sensorialidad

«Fantasía […] ¿quién pábulo te da, si no el sentido?» 23 , canta Dante en el


XVII del Purgatorio.
Conviene recordar que muchos artistas y científicos: Gauss, Einstein,
Mozart, Watson, Crick, entre otros, cuentan que las intuiciones de mayor
importancia para sus teorías se les vinieron a la cabeza primero en forma de
imágenes confusas, que luego fueron organizándose poco a poco. Su modo
de razonar en el momento creativo fue fundamentalmente visual, seguido
del trabajo duro y paciente de la verificación lógica o experimental de la
idea del inicio. Einstein, por ejemplo, cuenta que las primeras ideas que le
condujeron a la elaboración de la teoría de la relatividad acudieron a él en
Milán, cuando, con dieciséis años, imaginó que viajaba a caballo de la
extremidad anterior de un rayo luminoso, teniendo delante un espejo. Notó
que el viajero no podía verse nunca reflejado en el espejo, de donde dedujo
que el observador no puede superar la velocidad de la luz, condición
necesaria para verse en el espejo. Consideración aparte merece la estructura
hexagonal de la molécula del benceno que propuso August Kekulé en 1865,
el cual contó que tuvo la intuición durante un sueño en el que había visto
una serpiente que se mordía la cola.
El neurobiólogo no se maravilla de este pensamiento visual por dos
motivos: el primero es que el hombre puede considerarse un animal visual
puesto que el cincuenta por ciento de sus neuronas responde directa o
indirectamente a las imágenes que capta por la retina; el segundo motivo es
que el mensaje visual es holístico y contiene muchos datos que llegan en
paralelo al cerebro. Recuérdense, por ejemplo, los rasgos de un rostro y
compárense con la descripción verbal de los mismos. Ciertamente, el
pensamiento visual, como dice Arnheim, favorece asociaciones de ideas de
una forma constructiva y rápida 24 .
El pensamiento por imágenes nos obliga a suponer un predominio del
hemisferio derecho; hipótesis confirmada por los resultados experimentales,
donde el flujo hemático evidenciado mediante una TEP (Tomografía por
emisión de positrones) indica el predominio de ese hemisferio en el
desarrollo de las tareas creativas 25 .
A propósito de la relevancia del pensamiento visual, en su lección sobre
la «visibilidad» 26 Calvino advierte de la intrusión y la contaminación del
pensamiento visual, como la procedente de algunos programas televisivos,
capaz de obstaculizar el libre juego creativo de las imágenes. Dada la
invasión cada día mayor de la televisión, a la que en tiempos recientes se
han sumado otros medios y estímulos audiovisuales, habría que hablar tal
vez de una auténtica terapia contra la impregnación de las imágenes
televisivas, con el fin de no caer en una carencia patológica de imágenes
originales.
En el componente sensorial de la creatividad cabe distinguir dos
momentos: la fantasía y la imaginación. La primera es el saque inicial, la
libertad de espíritu, la originalidad; la segunda es un paso posterior, ya que
supone la producción de algo y es el inicio del proyecto.
Como escribe Freud: «La imaginación necesita de la fantasía para salir
de lo cotidiano, pero la fantasía necesita de la imaginación para ser
fecunda».

Actitud juvenil e infantil

En cuanto a esta propiedad, cabe citar las reflexiones de numerosos artistas


y científicos. Me limitaré al gran psicólogo de la edad evolutiva Jean
Piaget, el cual afirmaba: «Si queréis ser creativos, conservad una parte de
niño, la creatividad y la fantasía que caracteriza a los niños antes de que los
deforme la sociedad de los adultos». Y Picasso añadía: «A los cuatro años
pintaba como Rafael, pero luego tuve que emplear toda una vida en
aprender a pintar como un niño».
Cuando se habla de creatividad todos nos referimos directa o
indirectamente a la fantasía del niño o, para ser más precisos, a sus
propiedades cerebrales. Einstein daba más importancia a la fantasía que al
conocimiento. El cerebro del niño se caracteriza por su enorme plasticidad,
es decir por la extraordinaria propiedad de cambiar de función e incluso de
estructura según los estímulos que recibe del ambiente en el que vive. Es el
periodo más importante de la vida, porque el individuo tiene una gran
posibilidad de modificar el cerebro y contribuir a su construcción. Por esa
razón, por la enorme plasticidad cerebral, la época de la primera infancia se
califica de crítica o sensitiva.
Así pues, las experiencias de la primera infancia son especialmente
significativas para la preparación de un cerebro individual; los genes y la
experiencia adquirida durante el periodo crítico construyen un cerebro
potencialmente creativo, mientras que otros factores, como la situación
social y económica, permiten sus manifestaciones o las facilitan.
Desde un punto de vista cerebral, el niño es más creativo que los
científicos y los artistas, pero la sociedad adulta pocas veces aprecia sus
productos, puesto que no presentan rasgos de utilidad, interés o empatía
para la sociedad de jueces que los adultos forman.
El niño se caracteriza por tener un cerebro libre, limpio de las rutinas
útiles relacionadas con la supervivencia cotidiana, y la actitud espontánea
de su juego –y a veces del juego del adulto– es el alimento más sano y más
nutritivo para el cerebro.
La persona creativa intenta conservarse infantil en muchos aspectos,
dicen los psicólogos, y esa estrategia comprensible y útil es un himno a la
fantasía y a la libertad de pensamiento del niño.

Imprevisibilidad

Otra de las particularidades importantes de la primera fase del acto creativo


que me interesa destacar es su imprevisibilidad; es decir el hecho de que
llegue en momentos inesperados. Se trata de acontecimientos cerebrales
enteramente casuales, aunque se produzcan sobre todo en aquellos
momentos en que el cerebro parece más relajado y libre de los
compromisos que provocan las entradas sensoriales.
En el origen de los acontecimientos casuales está el ruido. ¿Qué es el
ruido? Por lo general, se define como una molestia en la comunicación
acústica, aunque no únicamente. Recuérdense los zumbidos de las malas
emisiones radiofónicas o el parpadeo de las imágenes televisivas. ¿Existe el
ruido en el cerebro? El cerebro tiene ciertas actividades espontáneas incluso
en situación de reposo, descargas de impulsos que recorren los kilómetros
de sus vías nerviosas. Si se grabaran al mismo tiempo miles de vías
nerviosas, se notaría que todas presentan una actividad eléctrica espontánea
aunque de distinta frecuencia. Tales descargas, analizadas estadísticamente,
presentan la estructura probable del ruido, esto es, las relaciones entre ellas
son escasas o nulas; en suma, una estructura en la que un hecho
determinado no se ve influido por los hechos precedentes ni influye en los
sucesivos. Cuando llega la información del exterior, la descarga nerviosa se
organiza y da lugar a la percepción, tanto si se trata de una imagen visual
como si es una palabra. Aventuro la hipótesis de que estas descargas
espontáneas que proceden de todas las regiones cerebrales y que interactúan
continuamente de un modo casual puedan volverse algunas veces
significativas y generar imágenes o ideas, que precisamente por la
naturaleza del proceso generador resultan imprevisibles y originales.
No es casualidad que la intuición asome a veces en el duermevela, en los
momentos de reposo, cuando las vías del cerebro se encuentran despejadas
y los encuentros creativos de la actividad nerviosa pueden permitirse un
juego libre. A mi parecer, el ruido cerebral es un factor importante en el
fundamento de la creatividad. Muchas veces, al ver de nuevo un cuadro en
un museo nos damos cuenta de que nos gusta o nos asombra más o menos
que la vez anterior, ¿por qué? Parece razonable pensar que la misma
experiencia sensorial se superpone a distintas actividades cerebrales
espontáneas, a distintas configuraciones del ruido cerebral. Siguiendo esta
reflexión, la invención genial o la obra de arte podrían ser también fruto de
esos encuentros. Hablo de acontecimientos nerviosos, donde la casualidad y
el ruido cumplen una función relevante: puede que el genio sea aquella
persona que tiene más ruido cerebral que los demás. El sueño, durante el
cual los acontecimientos sensoriales, preponderantes en la vigilia, ceden
espacio a pensamientos e imágenes que son fruto de encuentros de
acontecimientos únicamente interiores, ofrece ejemplos admirables de estos
encuentros casuales porque hace aparecer y desaparecer repentinamente
figuras, palabras y hechos, y es el ejemplo de un trabajo cerebral
completamente libre de mensajes encadenados por las sensaciones
presentes en la vida de la vigilia.
La prudencia, que es el orgullo de todo pensador juicioso, sugiere que
uno de los cometidos importantes del ruido cerebral podría ser, por ejemplo,
evitar que el cerebro continúe trabajando, como en un bloque de función,
con un pensamiento fijo. Todos tenemos la experiencia de esos
pensamientos que no podemos sacudirnos de la mente por muy banales que
sean.
En el ruido cerebral reside probablemente o reside también la libertad de
pensar, dado que no se puede elegir si no hay una materia y una situación
que lo permita, es decir si no existe una pluralidad de ofertas y
posibilidades. Un hipotético ingeniero constructor podría haber introducido
ad hoc el ruido cerebral para darnos la posibilidad de elegir libremente.
Los pensadores de otras épocas describieron la sabiduría como la fuente
misteriosa de las intuiciones creativas. Giordano Bruno, por ejemplo, en el
De imaginum compositione habla del Spiritus phantasticus como un mundo
o un golfo que nunca se satura de formas y de imágenes y que tiene la
propiedad de combinar los mismos elementos en infinitas formas. Bruno,
igual que Sinesio, su maestro, cree que el durmiente está dotado de un
poder imaginativo semejante al de Dios.
Algunos autores, por ejemplo J.-P. Changeux, han avanzado la hipótesis
de que el cerebro genera una multiplicidad de ideas, imágenes, hipótesis y
programas que posteriores estrategias nerviosas desarrolladas con la
evolución seleccionaron según el interés, la elegancia y la capacidad de
síntesis, para garantizar, por así decirlo, su supervivencia.
Es factible pensar que el encuentro casualmente afortunado de las
actividades cerebrales relacionadas con el sonido podría ser una hipótesis
verosímil para explicar el origen de semejante «generador de ideas».

El componente inconsciente

La observación de que el acto creativo se produce con independencia de la


voluntad y de la conciencia nos lleva a relacionar la creatividad con la
actividad inconsciente del cerebro, de la cual podría ser también una señal
el ruido en estado de reposo.
A este propósito, conviene recordar ciertos experimentos de
neuropsicología, especialmente los que demuestran que la observación de la
actividad eléctrica del cerebro registrada en el electroencefalograma
permite prever con anticipación de cientos de milisegundos (unos
trescientos) unos acontecimientos de la voluntad que se producirán
posteriormente 27 . Libet, el científico que realizó estos experimentos con
resultados casi increíbles, preveía por la actividad del cerebro el acto del
sujeto antes de que este fuera consciente.
En el año 2011, a raíz de unos experimentos de neurocirugía en
pacientes epilépticos, se descubrió un grupo limitado de neuronas que se
activan unos trescientos milisegundos antes de la decisión consciente de un
acto.
Libet, entre otros, sospecha que estas señales misteriosas anteriores al
acto proceden del inconsciente, que sería su fuente oculta, tanto de las
señales como de la conducta.
El artista podría tener una vía privilegiada para recibir estas señales
procedentes del inconsciente, a menudo en forma de imágenes, que luego el
lento trabajo del hemisferio izquierdo descarta o bien verifica con paciencia
su validez en el fatigoso camino de la creación.
Surge espontáneo el recuerdo, válido para reflexionar sobre nuestra
presunción de seres humanos, de que muchas otras señales que caracterizan
nuestra vida y nuestra propia supervivencia son ajenas a la conciencia y al
control. Por ejemplo, todos los actos guiados por la memoria explícita o
procedural, como montar en bicicleta, nadar y otras muchas actividades
motoras o no.
No cabe duda de que el cerebro creativo busca pensamientos y formas de
comportamiento que favorezcan la chispa de la novedad, la idea, el
entusiasmo de volver al trabajo. Me gustaría terminar con las palabras que
Wolfgang Amadeus Mozart dedica a la inspiración, a la «invención», como
él lo llama, porque son sencillas y lúcidas como su música, y al mismo
tiempo proporcionan una síntesis eficaz de las reflexiones que hemos hecho
hasta aquí:
«Cuando estoy, por así decir, completamente imbuido en mí mismo, completamente solo y de
buen humor, digamos viajando en un coche de caballos, paseando después de una buena comida o
de noche, cuando no me puedo dormir, mis ideas fluyen mejor o con mayor riqueza. De dónde y
cómo es cosa que no sé, además no puedo forzarlas… Todo este inventar, este producir, ocurre
como en un sueño vívido y placentero» 28 .

18. E. R. Kandel, La era del inconsciente: la exploración del inconsciente en el arte, la mente y el
cerebro, Paidós, 2012. La obra ofrece un amplio tratamiento acompañado de bibliografía de la
psicopatología referida al arte, además de los resultados de las imágenes cerebrales durante los
experimentos que tratan de reproducir el acto creativo.

19. H. Gardner, Estructuras de la mente: la teoría de las múltiples inteligencias, FCE, 1987.

20. J. Hadamard, Essai sur la psychologie de l’invention dans le domaine mathématique, A.


Blanchard, 1959.

21. U. Frith y F. Happe, «The Beautiful Otherness of the Autistic Mind», en Philosophical
Transaction of the Royal Society, 364, 2009.

22. L. Maffei y A. Fiorentini, Arte e cervello, Zanichelli, Bolonia, 2008.

23. Divina Comedia, Dante Alighieri, versión poética de Abilio Echevarría, Alianza Editorial,
Madrid, 2013.

24. R. Arnheim, El pensamiento visual, Paidós, 1986.

25. A. Antonietti, Psicologia del pensiero, Il Mulino, Bolonia, 2013.

26. Italo Calvino, Lezioni americane, Garzanti, Milán, 1988. [Trad. cast. Seis propuestas para el
próximo milenio, Siruela, 2012.]

27. Lamberto Maffei, La libertà di essere diversi, Il Mulino, Bolonia, 2011.

28. N. C. Andreasen, The Creating Brain. The Neuroscience of Genius, Dana Press, Nueva York-
Washington D. C., 2005. La cita de la carta de Mozart está tomada de esta obra.
Conclusiones

Quién soy yo para ofrecer conclusiones, como diría el papa Francisco,


quién soy yo para decidir qué es mejor: construirnos la casa con lentitud,
corriendo el riesgo de mojarnos con la lluvia de los próximos otoños, o
construir rápidamente un alojamiento que luego se derrumbe. Quién soy yo
para decir quién es más sabio: la tortuga o Aquiles, que al fin y al cabo son
criaturas del Señor, quién soy yo…
Entonces retomo mi paseo al Palazzo Vecchio de Florencia y vuelvo a
contemplar las tortugas a vela y a recordar a Cosme I, que se las encargó a
Vasari, y el festina lente escrito y vuelto a escribir en las cúpulas de las
salas, como una admonición de la sabiduría del mundo, admonición que no
me parece tanto el sonido de las trompetas del Apocalipsis como el
caramillo de un pensador de paso. Me acuerdo una vez más de Augusto,
que probablemente hizo suya la frase festina lente, que parece la
exhortación a una sabiduría inútil, imposible, porque estas son las reglas del
cerebro humano.
He pasado una buena tarde en el Palazzo Vecchio, llena de reflexiones y
fantasías, si bien inútiles, y me encuentro mejor, alguna endorfina me habrá
caído del techo. No obstante, la ironía toscana, oculta en algún gen aún no
descubierto, me sugiere que mantenga tozudamente mi punto de vista
acogiéndome al padre Dante, porque a él se le permite decir:
«Cuando cesó en sus pies esa premura
que a la humana conducta así desdora,
mi mente se sintió ya más segura
y al punto, casi soñadora…».

Purgatorio, III, 10-12.


Título original: Elogio della lentezza
Traducción de Carlos Olalla Linares

Edición en formato digital: 2020

© 2014 by Società editrice Il Mulino, Bologna


© de la traducción: Carlos Olalla Linares, 2016
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2020
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
alianzaeditorial@anaya.es

ISBN ebook: 978-84-1362-009-1

Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema
de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
Conversión a formato digital: REGA

www.alianzaeditorial.es

También podría gustarte