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Capítulo 36 Los reyes existen.

Hay cosas que en las familias se recuerdan siempre porque se


van contando año tras año como una anécdota, y no porque
todos nos acordemos. Incluso creo que el contarlas de boca en
boca va agregando nuevas cosas al punto que ya no sabemos con
exactitud qué es real o qué es imaginado. Es el caso de nuestra
primera Noche de Reyes en Madrid. Yo no recuerdo todo, pero
sí la cara de mamá en el correo cuando quería sacarme la carta a
toda costa. Y la tengo muy bien grabada en mi memoria porque
era muy raro que ella no me dejara hacer algo. Mamá la contaría
durante años a todos nuestros tíos. Fue más o menos así.
Se acercaba la noche de Reyes y hacía muy poco tiempo que
estábamos en España. En una de las salidas que hacíamos a
comprar papel, Marta compró unos sobres de más para la carta a
los Reyes Magos. La culpa de lo que pasó debo decirlo, con todo
el amor del mundo, que la tuvo ella porque tenía la costumbre
de hacer toda una ceremonia con el tema de los Reyes. Me hacía
escribir la carta para mí y para mi hermano Gaby con lo que
queríamos pedir, luego ella la leía y juntas íbamos a enviarla. Eso
lo hacíamos ya cuando vivíamos en Mar del Plata y Marta quería
seguir con la tradición en Madrid.
Esa vez yo quería unas revistas de "Mortadelo y Filemón" que me
llamaron la atención, nunca las había visto en Mar del Plata y
como siempre, alguna muñeca. Nunca sabré por qué, escribí la
carta y esa vez no se la di a Marta. Le di solamente la de Gaby.
Ella me pidió la mía una y mil veces pero yo le decía que no, que
la carta no era para ella, así que no tenía porqué leerla.
Por la tarde fuimos al correo y Marta me dijo qué si no le daba la
carta, tal vez los Reyes no entenderían lo que yo quería pedir.
- Sí que van a entender. ¡Vos no vas a entender!, porque es algo
que ví solamente acá, en Madrid.
En el correo Marta intentó por última vez sacarme el sobre de las
manos, pero fue en vano. Ésta ya estaba sellado y la carta salió
hacia su destino.
Marta me contaría muchos años después que no sabía cómo
hacer para ver qué me tenía que comprar. Cuánto más me
insistía, más yo le decía que era una sorpresa, que ya se iba a
enterar.
Mamá optó por pedirle ayuda a Héctor, pero a buen puerto fue
por agua, porque éste se paró en el medio del comedor con los
brazos en la cintura y con total naturalidad le dijo a Marta:
- ¿Y si le decís de una vez quienes son los…?
- Te mato. Es chica.
Él se acercó a mi y con dulzura me dijo:
- ¿Gordi, me contás lo que decía la carta que mandaron hoy?
- No -dije yo-
- ¿Por qué?
- Porque ya se van a enterar cuando vengan los Reyes.
Héctor volvió a ponerse las manos en la cintura. Miró a Marta,
luego me miró a mi y haciendo un gesto de resignación con la
cabeza dijo:
- Yo no entiendo. Lee todo el día y ¿Cómo es que no se enteró
todavía? ¿No está en ninguno de esos libros?
- Basta Héctor. Dejala tranquila.
- ¿Y cómo vamos a hacer para saber que carajo ....?
- Basta te dije, andá a bañarte que cenamos.
A los pocos días llegaron los reyes y obviamente no vino ninguna
de las revistas pedidas. Era la primera vez que me fallaban. ¿Qué
les pasaba en España? ¿No habían entendido? No me disguté
demasiado pero se lo comenté a mamá.
Gaby estaba enloquecido con su Scalextric. Habían subido al
departamento algunos amigos de la calle Mayor para jugar. Cada
uno traía sus juguetes nuevos. Yo me olvidé por un rato de las
revistas cuando vino la chica de al lado y nos pusimos a jugar.
Pasó Héctor a ver si estábamos contentos pero no le dije nada de
las revistas.
A la noche mi querido Héctor apareció con "Mortadelo y
Filemón".
- Mirá loquita, me lo dejaron los reyes en el taller con una notita.
Se habían olvidado esto.
- ¿Y por qué lo dejaron en el taller?
Tardó un rato en contestar. Luego me dijo:
- ¡Qué se yo!
Y la loquita como siempre me decía Héctor, se puso a leer las
revistas, ajena a toda preocupación, ajena al cambio que
significaba esta nueva vida para Marta y Héctor, ajena al dolor de
Marta por sus padres en Buenos Aires, metida en su mundo,
contenta porque los reyes siempre la complacían.

Capítulo 37. Otra vez sopa.


Para definir a Paco sólo hacía falta una palabra: bueno. Era un
hombre que siempre estaba dispuesto a ayudar al otro. Héctor lo
había conocido ni bien empezó a trabajar en la empresa de Don
Jesús padre, porque Paco era el letrista. Él se encargaba de hacer
el trabajo relacionado con el diseño de las letras de los carteles.
Según contaba Héctor, era un “tipo” meticuloso, prolijo y muy
trabajador. Tenía hasta ese momento cinco hijos y vivía en un
píso en el primer subsuelo de un edificio así que ninguna de sus
habitaciones tenía ventana. Contrario a lo que hacían los
españoles, él sí solía invitarnos a su casa. Eso no era común, los
amigos solían reunirse pero siempre en un bar o restaurante.
Cuando íbamos a la casa, su esposa María nos atendía como si
fuéramos amigos de toda la vida. Preparaba una mesa llena de
comida y bebida y nos quedábamos hasta altas horas de la noche
allí. Tenían dos hijas de mi edad así que yo la pasaba más que
bien.
María no quería que lleváramos comida, decía que los invitados
no tenían obligación de llevar nada, pero Marta preparaba unas
tartas de jamón y queso, para colaborar con algo y porque sabía
que yo no iba a comer ninguna de esas cosas raras que la
anfitriona preparaba. Había porotos, garbanzos, pescados varios,
unos guisos “raros” a mi entender, así que para no pasar por
maleducada, que sí lo era, mamá disimuladamente llevaba
comida. Gaby tampoco se quedaba atrás, pero lo de él era aún
peor porque probaba lo que le daban y con cara de asco decía:
- No me gusta.
Yo no sé como Paco no nos echaba.
Después de cenar Gaby se recorría la casa y abría los cajones que
encontraba a su paso. Aparecía con cosas en la mano
preguntando:
- Ma, ¿qué coño es esto?
Marta se moría de vergüenza por como hablaba y por lo que
hacía, pero María, tal vez porque tenía muchos hijos, ni se
molestaba.
Héctor llevaba algún vino y los postres que comprábamos en la
calle Real: Merengues con crema, Palos Jacobo y unas masas
árabes con almibar.
Pasábamos tardes y noches maravillosas. Héctor y Paco se
hicieron muy amigos al punto de que un día Paco le pidió un
favor enorme al Negro.
Héctor vino una noche a hablar “seriamente” con Marta
- Flaca, tengo que contarte algo
- ¿Qué pasó?
- Paco me pidió que lo acompañe a Biarritz.
- ¿A Biarritz? ¿Para qué?
- Tiene que hacer algo importante, unos trámites. Vamos en
avión a la tarde y a la madrugada estamos de vuelta.
Marta sabía lo qué Héctor sentía por Paco así que mucho no
preguntó y se limitó a decirle que lleve un abrigo. Su “Negro”
había cruzado el océano así que ahora no se iba a preocupar
porque cruzara la frontera a Francia por unas horas.
A la semana siguiente, lo mismo.
- Mirá que nos vamos a Biarritz con Paco.
- ¿Otra vez?
-- Y sí, tiene que terminar lo que empezó la otra semana.
- ¿Qué empezó?
- Unos papeles, parece que algo de los parientes, el abuelo era
francés, que sé yo. ¡Este Paco! Me tiene de acá para allá. Se
piensa que no tengo nada que hacer más que acompañarlo a
Biarritz.
Quiso el destino que una tarde en un supermercado de
Alcobendas se encontraran Marta y María, la mujer de Paco. Y
qué charlaran. ¡Ah, el destino!
La noche comenzó calma, cenamos casi en silencio, pero cuando
nos mandaron a nuestra habitación, ardió Troya.
Gaby y yo abrimos la puerta para oir mejor y éste es el diálogo
que más o menos recuerdo:
- Adiviná a quién me encontré hoy -comenzó Marta-..
- ¿A quién?
- A María.
- ¿A María de Paco? - dijo Héctor mientras se servía una copita
de anís.
- Sí, a María de Paco.
Héctor se tomó de un trago la pequeña copita de anís, porque ya
sabía que la batalla estaba perdida.
- ¿No querés saber que me dijo?
- No.
- Te cuento igual. Me dijo que estaba muy contenta de que Paco
te acompañe a Biarritz todas las semanas para "tus" trámites.
- Ajá.
- ¿Ajá?
- Bueno, él puede decir cualquier cosa, yo lo acompaño a él, no él
a mí, a lo mejor no quiere que la mujer se entere.
- Héctor, ¡mirame!
Héctor tenía una particularidad, cuando Marta lo miraba a los
ojos, no podía mentir, los ojitos se le achicaban y se le alargaban
y la cara era inconfundible.
- ¿A qué vas a Biarritz?
- A un lugar que acá no hay.
- ¿No será lo que estoy pensando?
- ¡Sí! Es lo que estás pensando.
Pero vos no cambiás más. ¿Sos capaz de tomarte un avión,
mentirme, dejarme sola con los chicos, arriesgarte a que te pase
algo en un país donde no conocés el idioma, todo por ir al
Casino?
- ¿Y qué querés si acá no hay? Estos hijos de puta no autorizan
un solo Casino en toda España.
Marta se enojó, gritó, lo insultó, se metió en el baño y dio un
portazo mientras Gaby y yo espíabamos desde la habitación.
Recuerdo que Héctor se acercó al baño y nos vio.
- ¿Qué hacen ahí espiando? -dijo sin enojarse- lo cuál nos gustó
mucho. - Vayan a la cama-. –Verlo sonreir nos calmó bastante-.
Pero no fuimos a la cama. Nos quedamos mirando como Héctor
golpeaba la puerta del baño y se deshacía en pretextos.
- Dale nena, salí. No te dije porque te ibas a enojar.
Como dije siempre, Héctor era un encantador de serpientes y
luego de palabras dulces logró que Marta saliera, aunque se fue
al comedor sin dirigirle la palabra.
- Flaquita, no te enojes, la semana que viene te llevo a vos.
- Estás cada vez más loco. ¿Te olvidás que estamos en un país
extranjero con dos chicos?
- Se los dejamos a alguna vecina.
Marta ni siquiera pensó en la posibilidad de dejar a sus hijos con
una vecina para tomarse un avión e irse al casino. Así que Héctor
siguió yendo, no todas las semanas, pero cada vez que podía.
Nunca sabremos como convenció a Paco para que lo
acompañara, pero en un país donde los casinos estaban
prohibidos, ahora había nacido un nuevo experto en ruleta. Se
llamaba Paco.

CAPÍTULO 38 ¿Machista yo?

Una mañana llegó Héctor con la noticia.


- Flaca, viste que Jesús se va a casar, bueno , también va a
comprar un piso y resulta que es acá cerca. Prefiere estar cerca
del taller y no de la oficina.
- Que raro, la oficina está en pleno Madrid.
- Sí, pero viste como es Jesusito, dice que acá hay más aire, que
va a conseguir un piso nuevo, y todo eso.
- ¡Qué bien!
- Pero eso no es todo, lo acompañé a verlo y hay unos pisos
hermosos.
- ¿Dónde?
- Acá cerca, para el norte. A la izquierda de la autovía.
- Pero eso está descampado. ¿Cómo que los vieron?
- Vimos las maquetas. Y me quisieron vender uno a mí…
- Ésto no me está gustando.
- Vení, sentate que te cuento.
Y ahi empezó Héctor a contar que le habían ofrecido un piso a
estrenar, a una calle de distancia del que compró Jesús, que le
daban un crédito a varios años y que solamente tenía que llevar
una referencia de su trabajo.
- Andá saber para cuando los construyen.
- Dijeron tres meses.
- Si, claro, ¿quién va a creer eso? Que ni se te ocurra...
La mirada de Héctor que Marta muy bien conocía hizo que no
hicieran falta palabras.
- Ya se te ocurrió.
- Di el adelanto.
- ¿Algún día me dejarás participar en algo así de importante? -
dijo Marta, se levantó y con su cara dijo todo.
- Pero si es algo bueno. Estás un poco loca vos, preferís alquilar a
tener nuestro piso.
- No es eso y no estoy loca. Yo estoy acá y no me tenés en
cuenta. ¿Cómo se te ocurre señar un departamento que
seguramente no van a construir en años, meterte en una cuota
que ni quiero saber de cuanto es, y encima ni me preguntás?
Y así fue que por unos días Marta hizo lo peor que podía hacerle,
no hablarle. Gaby y yo pasamos a ser los voceros:
- Decile a tu padre que está la comida- me decía ella-
- Gaby, decile a tu madre que ya voy.
Héctor estaba a nuestro lado leyendo el diario. Él simplemente
se levantaba y nos llevaba a Gaby y a mí al comedor sin chistar,
porque creo que en su interior, pero muy muy en su interior
sabía que Marta estaba harta de que hiciera lo que le viniera en
gana.
Pasaron los días y Marta se olvidó del departamento, de las
cuotas y del machismo de su querido Héctor que pagaba las
cuotas puntualmente pero no hablaba del tema.

CAPÍTULO 39 EN LA PELUQUERÍA
Las tardes de frío transcurrían entre las callecitas de San
Sebastián de los Reyes y la peluquería. No habíamos empezado
la escuela todavía. Héctor trabajaba todo el día y apenas lo
veíamos, pero Marta no se separaba ni un minuto de nosotros.
Nos habíamos acostumbrado rápidamente a esa nueva vida sin
tíos, ni abuelos, ni primos. Solamente nosotros cuatro y los
nuevos amigos que cada vez eran más.
Saliendo por la calle Mayor, caminábamos solamente veinte
metros y estábamos en la avenida principal de San Sebastián de
los Reyes. Era un municipio muy particular. Lo llamaban la
pequeña Pamplona porque todos los años había corridas de
toros a las que acudían todos los vecinos. A una cuadra hacia la
izquierDa de la calle Mayor había una plaza, en el centro el
Ayuntamiento y a un costado la Iglesia. A la derecha estaba el
cine del barrio y una confitería.
En la avenida principal, la Avenida Real, estaban todos los
negocios donde Marta solía comprar: la panadería, el estanco, un
almacén y la carnicería. El carnicero ya conocía a Héctor de
antes, por lo cual Marta podía pedirle lo que quisiera, por
ejemplo matambres y asado, porque el Negro le había enseñado
al hombre como cortarlo.
Comprábamos siempre ahí. También nos fuimos acostumbrando
a comer cada vez más carne de cerdo. Al lado de la carnicería
estaba la fiambrería. Marta se había vuelto adicta al jamón crudo
porque había muchas variedades, al punto de que una vez tocó
el timbre el señor de la fiambrería para entregar por pedido de
Héctor, un jamón entero que el Negro colgó en un gancho de la
cocina.
- No compres más, le había dicho Marta.
- ¿Por qué? Si te gusta.
- Por eso mismo. Cada vez que entro a la cocina me corto una
porción.
La cuestión fue que cuando lo terminaron fue Marta la primera
en ir a encargar otro. Eso de colgarlo lo habían visto en la casa
de Paco cuya cocina estaba llena de ganchos de donde colgaban
todo tipo de embutidos.
Recuerdo nuestra cocina con todos sus olores. El jamón colgado,
el carbón, el dulce de leche que Marta trataba de preparar.
Como no se conseguía, hacía hervir una lata de leche
condensada y aunque no era el mejor, servía para rellenar los
panqueques.
Pero Marta no era nada aficionada a la cocina así que lo que solía
hacer era abrigarnos bien y salir a merendar a cualquier
confitería. Nuestras favoritas estaban en alcobendas.
Tomábamos un micro en la avenida Real que nos dejaba allí,
donde había muchos más negocios.
Héctor no venía nunca a comer. Al principio lo hacía pero luego,
cuando vio que estábamos bien instalados y acomodados, volvió
a almorzar con los compañeros de taller.
Plata no faltaba, al contrario, el trabajo del negro crecía de
manera exponencial y una vez por semana íbamos al correo a
enviarles un giro a los abuelos.
Mi lugar favorito ya dije que era la peluquería. Nos quedábamos
horas calentitos ahí adentro, mamá charlando las peluqueras,
con todos esos olores a spray y shampoo. La dueña me dejaba
acomodar todos los estantes con los frascos y los canastos con
revistas.
En una de esas tardes de peluquería, Marta volvió a escuchar
sobre los nuevos edificios que se acababan de estrenar.
- Vamos a tener que abrir una sucursal - había dicho la dueña-.
Con todos esos edificios nuevos va a llegar más gente al barrio.
- ¿Qué edificios?
- Los que están para el norte. Los hicieron más que volando.
Marta sintió un nudo en el estómago. Por un momento se
arrepintió de la vez que se había enojado con Héctor porque él
había dado la seña para uno de los pisos.
Cuando papá llegó a la noche le contó lo que había escuchado.
- ¿Viste que yo tenía razón? - dijo él - Vos no me diste ni pelota.
- No creí que los hicieran tan rápido y no me enojé por los
edificios sino por porque como siempre no me consultaste.
- Bueno, otra vez será.
- ¿Vos lo habías señado?- dijo ella esperando un milagro.
- Sí, pero me devolvieron la seña - contestó Héctor sin darle
importancia.
- Podríamos ir a verlos un día
- ¿Para qué? -dijo Héctor- ya están todos vendidos.
- Sí, eso escuché.
- Pero, si querés ver lo que te perdiste, vamos dijo. Fue a su
habitación y volvió con la campera en la mano.
La noche estaba hermosa y estrellada, el frío no se quería ir pero
se podía andar caminando a gusto. Recorrimos tres cuadras por
la Avenida Real para el lado del norte, donde nunca íbamos
porque para el sur estaban todos los negocios y el centro de
Madrid. Doblamos una calle a la derecha y así, de la nada, donde
meses antes había pasto y árboles, ahora se erguía imponente
un complejo de edificios nuevos. En una de las calles estaban
todos terminados, enfrente estaban en obra.
Nos acercamos y Héctor sacó un papelito del bolsillo. Edificio 2,
tercer piso -dijo mirando hacia los balcones. Luego miró a Marta
y siguió hablando:
- Menos mal que no te di bola flaca. Para eso soy el "macho" y
hago lo que quiero -dijo un poco en broma un poco en serio-.
Cuando Marta vio los ojos de Héctor entendió lo que pasaba.
Emocionada intentó taparse la cara para que no viéramos las
lágrimas que estaban a punto de salir
Él la alzó y le dio un beso. Luego, mirándonos mi y a Gaby dijo:
- Miren los balcones y cuenten, uno, dos, tres, ¿ven el tercer
balcón? Esa es nuestra nueva casa.

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