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Desde muy pequeño, Grigori siguió demostrando que era alguien especial. En vez
de jugar con otros niños, se distraía curando a los animales de la granja. Siempre
utilizaba el mismo método: ponía sus pequeñas manos sobre la fuente del malestar del
animal. También era capaz de adivinar el futuro y leer en la mente de las personas a las
que miraba jamente a los ojos.
Pero su poder no era in nito. Una tarde de verano fue con Mischa, uno de sus
hermanos mayores, a bañarse en el río como lo hacían siempre desde que los días
empezaron a ser más largos. Les gustaba mucho jugar en el agua. Casi siempre iban al
mismo sitio, una poza con una pequeña zona de playa muy concurrida por la chiquillería
del pueblo. Pero esa tarde, sin saber porqué, se sintieron tentados a explorar aguas
abajo. Caminaron varios kilómetros por la ribera y a la altura de un cañaveral vieron un
remanso de aguas tranquilas, ideal para chapotear y bucear sin riesgo a ser arrastrados
por la corriente. Pero nada más poner el pie en el lecho del río, Mischa sintió que aquello
eran arenas movedizas y que podría morir atrapado si no conseguía salir lo antes posible.
Su hermano Grigori intentó sacarle pero al cogerle la mano también se vio arrastrado por
su hermano mayor. Sintieron como la muerte andaba al acecho y como locos se pusieron
a gritar pidiendo auxilio. Afortunadamente, un granjero escuchó los gritos y fue corriendo
a ayudarlos. Con ayuda de su caballo pudo sacarles del atolladero sin problemas. Ambos
niños estaban empapados y de vuelta a casa un viento gélido del norte les enfrió con la
fatalidad de que Mischa murió de neumonía pocos días después, sin que su hermano
Grigori pudiera hacer nada para evitarlo.
Esa muerte arrancó del alma de Grigori todo rastro de orgullo o vanidad por sus
poderes lo que hizo que su adolescencia estuviera marcada por la humildad y la
prudencia. Todos los años, terminada la cosecha, su padre le mandaba a la ciudad más
cercana para vender el poco excedente de grano que daba su granja. Ivan, su caballo
favorito, le hacía compañía en un viaje de 80 kilómetros por la solitaria estepa siberiana.
Era un animal tan inteligente que podía hacer el camino sin que Grigori tuviera que
arrearle o dirigirle en ningún momento, lo que era una oportunidad para entregarse
completamente a la meditación y la contemplación del paisaje, estremecedor por su
inmensidad y por el gobierno que sobre él ejercía el viento. En Siberia el viento a veces
silba canciones de amor y por eso Grigori no podía dejar de pensar en las ganas que
tenía de tener novia.
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Tras vender el grano, nuestro humilde aldeano volvió a su granja desmoralizado
porque sus poderes no podían hacer nada para atraer a la mujer que amaba. Pasaron los
meses y con ellos las estaciones pero no pudo olvidarla.
Así lo hizo horas después, dejó fuera a su caballo y sin demasiada di cultad trepó
el muro. Esperó la llegada de su amada desde un lugar donde podía ver perfectamente la
entrada al pequeño palacete que servía como refugio para los nobles cazadores que
disfrutaban de la hospitalidad del General Kubasov. El General nunca imaginó que su
mujer, cuarenta años más joven, estaba utilizando ese lugar para verse con sus muchos
amantes.
Justo en el ocaso, Grigori la vio llegar. Iba vestida con un camisón, el pelo suelto y
un candil que alimentaba una llama de luz irrelevante frente a la potencia de los últimos
rayos de sol pero que pasó a ser vital en la oscuridad del interior de la casa. Grigori entró
detrás sin decir nada. Ella dejó la vela en la repisa de la chimenea, se dio la vuelta, y le
saludó abriendo sus brazos. Grigori estaba tan enamorado que casi no sabía qué hacer.
Ella, al ver la escasa iniciativa de su nuevo amante le ordenó que se desnudara y que
entrara en una pequeña habitación que conectaba con la estancia principal. Allí la
oscuridad era total y Grigori se quitó toda la ropa para complacer así a su amada. Pero
ella, en vez de ir a su encuentro, dio dos sonoras palmadas y al instante descorrió las
cortinas un nutrido grupo de sirvientas que rodeaban a Grigori y que empezaron a
golpearlo con escobas, el atizador de la chimenea y cualquier cosa que tuvieran a mano.
Su amada no paraba de reír como una histérica y, de todos los golpes que le dieron, ese
fue el más doloroso de todos.
Ambos temores eran tan fuertes que la Zarina recurría a todo tipo de consejeros
exotéricos. Ninguno de ellos consiguió ayudarla. La situación pasó a ser crítica cuando
su amado hijo se calló jugando en el jardín y se golpeó en la pierna izquierda. Lo que en
un niño sano habría dado lugar a un simple hematoma, a él le produjo una hemorragia
interna que le dejó postrado en su cama con grandes dolores. Ninguno de los doctores
que le atendían, los mejores de Europa, supieron mitigar su sufrimiento. El confesor de la
Zarina le habló de un compañero del monasterio que era famoso por su don para curar a
los enfermos con sus manos. Además, la dama de honor de la Zarina, también conocía
los poderes de ese hombre santo y no dudó en traerle a palacio. En un principio el Zar
era receloso, estaba harto de recibir en palacio a charlatanes de todo tipo y no quería
hacer pública la enfermedad incurable de su heredero; pues eso podía ser un elemento
más de debilidad en un sistema autárquico que se tambaleaba.
Así, en mitad de la noche, Nicolás II cedió y dejó entrar en los aposentos reales a
Grigori E movich, un humilde y analfabeto campesino siberiano. A su llegada, la
habitación del pequeño Alekséi estaba llena de gente. Allí estaban sus cuatro hermanas,
sus padres, varios médicos y multitud de personal de servicio. Todos ellos llevaban varios
días desesperados por los gritos agonizantes del pequeño. Se hizo un absoluto silencio
cuando Grigori se arrodilló al lado del príncipe, puso su mano sobre la pierna herida y
comenzó a hablar al niño con un tono de voz tan dulce que hizo que cayera en un
profundo sueño.
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- El pequeño Alekséi ya está curado -dijo Grigori con voz grave de fuerte
campesino siberiano- Dejad que duerma esta noche y que mañana de un paseo por los
jardines de palacio.
Nadie sabía qué decir. Por primera vez después de varios días el niño había dejado
de gritar y disfrutaba de un dulce sueño. Grigori se marchó sin querer escuchar el
agradecimiento de ninguno de los presentes, pues sentía que solo a Dios se le podía
asignar el mérito de esa curación.
En esos años Grigori era la persona más famosa de la corte. Todo el mundo le
pedía ayuda y él dedicaba la mayor parte del día a intentar mitigar el sufriendo humano.
Era un trabajo estresante y, como la mayoría de los rusos de esa época, al nal del día
buscaba refugio en el vino, su favorito era el procedente de la isla portuguesa de
Madeira, el vodka y el licor de ciruelas. Además, el poderoso magnetismo que ejercía
sobre las mujeres hacía que constantemente recibiese todo tipo de invitaciones a pasar
un momento de placer carnal con ellas. Las mujeres y el vino eran su debilidad, y no veía
ofensa a Dios en entregarse a ambos placeres, si bien lo hacía en contadas ocasiones
por respeto a su familia.
La situación política en la primera década del siglo XX era convulsa. Grigori había
tenido éxito curando al heredero del Zar y quería ser de utilidad evitando también la
revolución que asomaba por el horizonte. Sus visiones cada vez eran más fuertes y le
anunciaban que la participación de Rusia en una gran guerra provocaría el n de los
Romanov.
Como hombre de paz y visionario, Grigori hizo todo lo posible por convencer a
Nicolás II de no entrar en guerra. Pero esa postura irritaba a los oligarcas que esperaban
enriquecerse con la producción de armas y a sus aliados. En concreto, el servicio secreto
británico organizó un so sticado complot para asesinar a Grigori. El plan tenía tres
etapas. Primero, hacer todo lo posible por arruinar la imagen del ahora llamado Rasputín
“el Monge Loco”, acusándole de ser un vicioso charlatán que a través de la magia negra
había conseguido hipnotizar a los zares y convertirlos en marionetas a sus órdenes.
Segundo, los males del pueblo ruso no se debían a la corrupción de la burocracia ni al
incompetente gobierno, sino a este chivo expiatorio. Él era el poder en la sombra
causante de las derrotas de Rusia en el frente de batalla y del hambre que asolaba a las
clases más bajas. Y tercero, tras convertir a Gregori en un ser infame, acabarían con su
vida en cuanto tuvieran oportunidad.
Esta ocasión llegó a través del príncipe Félix Yusúpov, un destacado miembro de
la nobleza rusa que había estudiado en Oxford y cuya homosexualidad era conocida por
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todos, incluida su pobre esposa a la que obligaron a casarse con él por intereses
políticos. Era un personaje muy hábil en el manejo de todo tipo de intrigas palaciegas.
Desde que conoció a Grigori, aprendió a odiarle pues se sentía despechado al no aceptar
mantener relaciones con él. Por todo ello, el servicio secreto británico le reclutó para
organizar la eliminación de Rasputín.
El 16 de diciembre de 1916, Yusúpov fue a casa de Grigori para pedirle que por
favor fuera con él a su casa para atender a su mujer, gravemente enferma. Él no quiso
negarse, aunque sabía cual sería su destino esa noche. Antes de salir dio un fuerte
abrazo a sus hijas y para no alarmarlas se despidió con un hasta luego.
En casa de Yusúpov, Grigori tomó asiento en un salón pues su an trión dijo que su
esposa estaba atendiendo a unos invitados que se irían pronto. Para que la espera no se
hiciera tan larga, el príncipe sacó unas copas de vino de Madeira y unos pasteles de
pétalos de rosas, envenenados con una alta concentración de cianuro potásico. Grigori
tenía siempre un gran apetito y acabó rápidamente con la bandeja de sabrosos dulces.
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