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Esta aldea es propiedad del castillo; quien en ella vive o duerme, en cierto modo, vive o

duerme en el castillo. Nadie puede hacerlo sin permiso del conde. Pero usted no tiene
tal permiso, o al menos no lo ha presentado.

Entonces tendré que procurarme ese permiso, dijo K. bostezando, y apartó de sí la


manta como queriendo levantarse.

Y ¿de quién?, preguntó el joven.

Del señor conde, dijo K., no tendré más remedio.

¿A medianoche, el permiso del señor conde?, exclamó el joven y retrocedió un paso.

¿No es posible?, preguntó K. serenamente. ¿Por qué entonces me despertó usted?

¿Agrimensor? —oyó aún que preguntaban dubitativamente a sus espaldas, luego se


hizo el silencio. Pero el joven se recobró de la sorpresa y le dijo al posadero en un tono
lo suficientemente apagado para interpretarse como una actitud de respeto hacia el
sueño de K, pero lo suficientemente elevado como para que le fuese comprensible:
—Me informaré por teléfono.
¡Cómo! ¿Hasta un teléfono había en esa posada de pueblo? Disfrutaba, por cierto, de
comodidades excelentes. Ese detalle sorprendió a K, aunque en verdad lo había
esperado. Resultó que el teléfono estaba situado casi encima de su cabeza, su
somnolencia lo había pasado por alto. Pero si el joven quería telefonear no podría
impedir, ni con toda su buena voluntad, perturbar el sueño de K. Se trataba de si K debía
dejarle llamar, y decidió permitirlo. Pero entonces ya no tenía sentido simular que
estaba dormido, así que volvió a ponerse boca arriba. Vio a los campesinos arrimarse
tímidamente y hablar entre ellos: la llegada de un agrimensor no era cualquier cosa.

La puerta de la cocina se había abierto, ocupando todo el umbral se encontraba la


poderosa figura de la mesonera; el mesonero se acercó a ella de puntillas para
informarla de lo sucedido. Y entonces comenzó la conversación telefónica.

El alcaide dormía, pero un subalcaide, uno de los subordinados, un tal Fritz, estaba allí.
El joven, que se presentó como Schwarzer, explicó que había encontrado a K, un hombre
en la treintena, bastante andrajoso, durmiendo tranquilamente en un jergón de paja con
una minúscula mochila como almohada y con un bastón nudoso al alcance de la mano.
Era evidente que le había resultado sospechoso, y como el mesonero había descuidado
ostensiblemente su deber, la obligación de Schwarzer consistía en llegar al fondo del
asunto. El hecho de despertarle, el interrogatorio, la amenaza derivada del deber de
expulsarlo del condado, habían sido tomados con indignación por parte de K, por lo
demás, según había resultado al final, con razón, pues afirmaba ser un agrimensor
solicitado por el conde. Naturalmente que suponía al menos un deber formal
comprobar esa afirmación, y Schwarzer le pedía por ese motivo al señor Fritz que
averiguase en la secretaría central si realmente se esperaba a un agrimensor de ese tipo
y que telefonease la respuesta en seguida.

Yo quiero ser libre siempre.

¡Cómo! ¿No conoce usted al conde?

Pero si da lo mismo —dijo K—, os llamaré Artur a los dos. Si envío a Artur a algún lado,
iréis los dos juntos, si le doy un trabajo a Artur, lo hacéis los dos; esto, por cierto, implica
para mí la gran desventaja de no poder emplearos en tareas separadas, pero me da en
cambio la ventaja de que, para todas las cosas que os encomiende, tengáis una
responsabilidad conjunta e indivisa. La manera de cómo habréis de repartiros el trabajo
me tiene sin cuidado; lo que no podéis hacer es excusaros culpándoos el uno al otro:
para mí, sois un hombre único.

Él tiene razón, es imposible: sin permiso, ningún forastero puede ir al castillo. ¿Dónde
hay que solicitar el permiso? No lo sé, tal vez haya que pedírselo al alcaide. Entonces,
se lo solicitaremos por teléfono, ¡id y hablad inmediatamente con el alcaide!, ¡ambos!
Muy estimado señor: está usted, como ya lo sabe, aceptado para el servicio señorial. Su
superior inmediato es el alcalde de la aldea, el cual le informará también acerca de todo
lo concerniente a su trabajo y condiciones de salario, y al cual deberá usted, a su vez,
rendir cuentas. Sin embargo, yo tampoco le perderé de vista. Barnabás, el portador de
ésta, irá de tiempo en tiempo a preguntarle sus deseos, y me los comunicará. Me halará
usted siempre dispuesto a complacerle, en la medida en que esto sea posible, pues me
interesa que mis obreros estén siempre contentos.
(Fdo. Ilegible)
Jefe de la X oficina

Desearía pernoctar aquí —dijo K.


—Por desgracia, eso es imposible —dijo el mesonero—. Parece desconocer que la casa
está exclusivamente destinada a los señores del castillo.
—Puede que esto sea el reglamento —dijo—, pero tiene que ser posible dejarme dormir
en algún rincón.

—Me encantaría poder satisfacer su deseo —dijo el mesonero—, pero aparte de la


severidad del reglamento, sobre el cual se expresa usted al modo de un forastero, su
deseo resulta imposible de cumplir porque los señores son extremadamente sensibles;
estoy convencido de que son incapaces, al menos tomándolos desprevenidos, de
soportar la mirada de un forastero; si yo le dejase dormir aquí y por una casualidad —
y las casualidades siempre se producen del lado de los señores— le descubrieran, no
sólo estaría yo perdido, también usted lo estaría.
—Le creo perfectamente —dijo K— y tampoco menosprecio la importancia del
reglamento, si bien acabo de expresarme torpemente. Sobre una cosa sí quisiera llamar
todavía su atención: tengo en el castillo relaciones valiosas y las obtendré más valiosas
aún; éstas le asegurarán contra todo peligro que pudiera surgir del hecho de pasar yo
la noche aquí, y le serán además garantía de que estoy en condiciones que agradecer
plenamente, como es debido, un pequeño favor.
—Lo sé —dijo el mesonero, y repitió una vez más—: Eso lo sé.
—¿Pernoctan hoy aquí muchos señores del castillo?
—En ese aspecto ésta es una noche ventajosa —dijo el posadero tentador en cierta
manera—, sólo se queda un señor.
K no podía seguir insistiendo, pero tenía la esperanza de que lo admitiesen, así que
preguntó por el nombre del huésped.
—Klamm —dijo el mesonero…

¿Ya estuvo usted en el castillo?


No, ¿pero no es suficiente que esté aquí en el mostrador?

El mesonero era, en general, un hombre cortés, educado, con refinamiento gracias al


trato constante y relativamente libre con personas de categoría mucho más elevada.

¡Que Klamm hable con usted! ¡Cuando el ni siquiera con los habitantes de la aldea habla!
Nunca habló todavía ni siquiera con alguien de la aldea. ¡Si ésa es precisamente la gran
distinción de Frieda, una distinción que será orgullo mío hasta el fin de mis días!

Casi para su propia sorpresa, bien poco le inquietaba a K. la perspectiva de esa


entrevista con el alcalde. Trataba de explicárselo a sí mismo por el hecho de que,
conforme a sus experiencias anteriores, el trato oficial con las autoridades condales le
había resultado muy simple. Esto se debía (…) a la uniformidad admirable del servicio,
que se presentía particularmente perfecta, sobre todo allí donde al parecer no existía.

El trato directo con las autoridades no era por cierto excesivamente difícil, pues las
autoridades, por buenas que fuesen sus organizaciones, no tenían que defender nunca
sino causas invisibles y remotas en el nombre de señores invisibles y remotos, mientras
que K. bregaba por algo vivamente cercano: por sí mismo; y por otra parte, él lo hacía
por propia voluntad –cuando menos muy al comienzo así fue- pues era el atacante.
Como habrá notado, señor agrimensor, ya estaba yo al tanto de todo este asunto. Que
no haya dispuesto nada hasta ahora, tiene su origen, primero, en mi enfermedad, y
luego en la circunstancia de que dejara usted pasar tanto tiempo antes de presentarse;
ya estaba por creer que había usted abandonado el asunto. Pero ahora, ya que es tan
amable de venir a verme personalmente, debo comunicarle, por cierto, toda la
desagradable verdad. Está usted contratado como agrimensor, según dice, pero
desgraciadamente no nos hace falta ningún agrimensor. No habría para el ni el menor
trabajo. Los deslindes de nuestras pequeñas fincas están amojonados, todo está
debidamente empadronado. Cambios en la propiedad apenas se producen, y las
pequeñas cuestiones de límites las resolvemos nosotros mismos.

En una administración tan grande como lo es la administración condal, puede suceder


alguna vez que una de las secciones ordene esto y otra aquello; no sabe una de otra, y
aunque el control superior es de una precisión extrema, llega, conforme con su
naturaleza, demasiado tarde, y así, de todas maneras, puede producirse una pequeña
confusión. Claro que se trata siempre tan solo de ínfimas nimiedades, tales como, por
ejemplo, su caso. En cosas grandes no llegó hasta ahora a mi conocimiento ningún
error, pero, a menudo, hasta las nimiedades son harto penosas.

Como ya dije, no tengo ante usted secretos oficiales; pero permitirle que usted mismo
escudriñe los expedientes es algo que iría demasiado lejos, algo en que, a pesar de todo,
no puedo consentir.

La autoridad tiene por principio de trabajo que no se cuente ni con la posibilidad de un


error. Este principio queda justificado por la excelente organización del conjunto, y,
habiendo que lograr una velocidad máxima en el despacho de los asuntos, es un
principio necesario.

Hay solamente oficinas de control. Cierto que no están destinadas a descubrir errores
en el sentido bruto de esa palabra, puesto que tales errores no se producen, y aun
cuando alguna vez se produce un error, como en el caso suyo, ¿quién podría decir
definitivamente que es un error?
Las primeras oficinas de control lo reconocen efectivamente, en este caso. Pero, ¿quién
podría afirmar que así lo juzgan también las segundas oficinas de control, y asimismo
las terceras, y sucesivamente las demás?

Si un asunto ha sido considerado ya durante muchísimo tiempo, puede ocurrir, aun


antes de que concluyan dichas consideraciones, que de pronto, como un rayo, caiga una
resolución procedente de alguna autoridad imprevisible y que más tarde ya no podrá
ser identificada, poniendo punto final al asunto, , en una forma que, si bien es, por lo
general, muy justa, no deja de ser, sin embargo, arbitraria.

Esta carta no es, de ningún modo, una comunicación oficial, sino una carta particular.
Esto puede verse claramente ya en el encabezamiento: “Muy estimado señor”. Por otra
parte, no está dicho ahí, ni con una sola palabra, que esté usted contratado como
agrimensor; antes bien, háblase sólo en términos generales del servicio señorial; y
tampoco está dicho en forma que comprometa, sino que está usted aceptado “como ya
lo sabe”, lo cual quiere decir que todo el peso de la demostración de que ha sido usted
aceptado, se le endosa a usted. Y para terminar, queda usted remitido, en cuanto a todas
las cuestiones oficiales, a mí, exclusivamente a mí, el alcalde, como su superior
inmediato, quien ha de comunicarle todos los detalles, cosa que en su mayor parte ya
está hecha. (…). Que usted, un forastero, no lo reconozca, es cosa que no me extraña. En
total, la carta no significa sino que Klamm personalmente se propone ocuparse de usted,
para el caso de que fuese usted contratado para el servicio señorial.

(…) le pareció a K. que habían interrumpido con él toda relación, y ahora, ciertamente,
era más libre que nunca, y que bien podía quedarse esperando cuanto quisiera en ese
sitio que le estaba en general vedado, y que esa libertad la había obtenido bregando
como apenas hubiera podido hacerlo otro, y que nadie tenía derecho de incomodarlo
de echarlo; más aún, de dirigirle siquiera la palabra; y que sin embargo –esta convicción
era al menos tan fuerte como la otra-, no había, al mismo tiempo, nada más absurdo,
nada más desesperado, que esa libertad, esa espera, esa inmunidad.
El señor alcalde teme que, en caso de hacerse esperar demasiado tiempo la resolución
sobre su asunto, cometa usted alguna imprudencia procediendo por su propia cuenta.
Yo, por mi parte, no sé por qué teme tal cosa; opino que lo mejor ha de ser dejarle que
haga usted lo que más le plazca. No somos sus ángeles de la guarda, y no tenemos
ninguna obligación de vigilar todos sus pasos. Y bien: el parecer del señor alcalde es
otro. Cierto es que él no puede acelerar la resolución misma, que es asunto de las
autoridades condales. No obstante, desea tomar una decisión provisional,
verdaderamente generosa, que cae dentro de su jurisdicción, y sólo depende de usted
el aceptarla o no: lo ofrece, provisionalmente, el puesto de bedel de la escuela.

- Ya que estamos aquí tan alegremente reunidos todos, yo le rogaría a usted, señor
agrimensor, muy encarecidamente, que completara con algunos datos mis expedientes.
- Mucho se escribe aquí.
- Sí, una mala costumbre, pero tal vez no sepa usted todavía quién soy. Soy Momus, el
secretario aldeano de Klamm.

El señor Momus es secretario de Klamm como cualquiera de los secretarios de Klamm,


pero su sede oficial, y si no me equivoco, también su jurisdicción oficial… de manera
que tan solo su sede oficial, pero no así su jurisdicción oficial, queda restringida a la
aldea. El señor Momus se encarga de los trabajos escritos de Klamm, que se hacen
necesarios en la aldea, y es el primero en recibir todas las solicitudes dirigidas a Klamm
desde la aldea. Es la regla, todos los señores el castillo tienen sus secretarios de aldea.

Para tal caso, quiero recordarle ahora que el único camino que conduce a Klamm y que
usted podría usar, pasa por aquí, por estos protocolos del seños secretario. Pero no
quisiera exagerar: acaso el camino no conduzca hasta Klamm, acaso termine mucho
antes de llegar a él, esto ya es cosa que decide el criterio del señor secretario. No
obstante, es éste, en todo caso, el único camino que, en su situación, señor agrimensor,
por lo menos va en dirección hacia Klamm. ¿Y siendo así, quiere usted renunciar a este
camino único, por ningún otro motivo que no sea la terquedad?

-Y ahora le ruego, señor secretario, quiera decirme si es exacta la opinión de la señora


mesonera, esto es, si realmente el protocolo que usted desea levantar sobre la base de
mis declaraciones podría, en sus ulteriores consecuencias, dar por resultado que yo
pueda presentarme ante Klamm. En tal caso, estoy dispuesto a responder
inmediatamente a todas sus preguntas. En este sentido estoy, en general, dispuesto a
todo.
- No, tales conexiones no existen. Sólo se trata de obtener una descripción exacnta de
lo ocurrido en la tarde de hoy, para el archivo aldeano de Klamm. Esta descripción ya
está hecha, sólo tiene usted que llenar todavía dos o tres huecos para cumplir así con
las formalidades; otro objetivo no existe ni puede ser logrado.
- ¿Para qué me mira usted, acaso yo dije otra cosa? Ya ve señor secretario, él siempre
es así. Falsifica informaciones que se le dan y luego afirma haber recibido información
falsa.

Al señor Agrimensor en el Mesón del Puente: Los trabajos de agrimensura que ejecutó
usted hasta ahora, merecen mi aprobación. Son dignos de elogio también los trabajos
de los ayudantes: sabe usted estimularlos en el trabajo como es debido. ¡No ceda usted
en su ahínco! Procure que los trabajos tengan un buen fin. Me irritaría toda
interrupción. Por otra parte, pierda usted cuidado: la cuestión del salario se decidirá
próximamente. No le perderé de vista.
Klamm

Te lo facilitaré más aún diciéndote que Barnabás, aun cuando traiga del castillo algún
mensaje para ti, ya no podrá ir hasta la escuela para darte parte. El pobre muchacho no
puede caminar tanto, se está consumiendo en este servicio. Y tendrás que venir tú
mismo en nombre de la noticia.

Hace mucho ya que debería haber recibido, no una librea, que en el castillo no existe,
sino un traje oficial; por otra parte, se lo prometieron, pero en este sentido son muy
morosos en el castillo, y lo grave es que nunca se sabe qué significa esta morosidad;
puede significar que el asunto sigue su trámite, como también puede significar que este
trámite aún no ha comenzado; que todavía por ejemplo continúa en pie la intención de
poner a prueba a Barnabás; y finalmente puede significar también que el trámite ha
terminado ya, que por cualesquiera motivos se ha retirado la promesa, y que Barnabás
no obtendrá nunca su traje.

Lleváis innata vuestra veneración de la autoridad; luego siguen inculcándoos esa


veneración de las más diversas maneras y por todos los conductos, durante toda
vuestra vida, y vosotros mismos ayudáis en ello por cuantos medios están a vuestro
alcance. Pero en el fondo nada quiero decir contra esto; si una autoridad es buena, ¿por
qué no habría de brindársele veneración? Sólo que entonces no es lícito enviar de
pronto al castillo a un adolescente inexperto como Barnabás, que nunca ha salido del
radio de la aldea, pidiéndosele luego informes verídicos, y examinando luego cada una
de sus palabras como si fuese apocalíptica, ni hacer depender de la interpretación de
tales palabras la propia suerte de la vida de uno.

- No es poco lo que veneramos a la autoridad, tú mismo lo dijiste.


- Pero es una veneración descaminada, una veneración fuera de lugar; y semejante
veneración acaba por envilecer su objeto.

Los funcionarios son muy instruidos pero, aun así, sólo lo son parcialmente; en
cuestiones de su especialidad, al oír una sola palabra, un funcionario comprende
inmediatamente y por entero largas asociaciones de pensamiento, pero si se trata de
cosas que pertenecen a otra sección, éstas pueden explicársele durante horas, y tal vez
asentirá cortésmente con la cabeza, mas no comprenderá ni jota.

Cuando los funcionarios viajan a la aldea, o bien de regreso al castillo, no realizan, por
cierto, con ello viajes de placer; tanto en la aldea como en el castillo les espera el trabajo,
y viajan por lo tanto a máxima velocidad. Tampoco se les ocurre mirar por la ventanilla
del coche hacia fuera en busca de solicitantes; al contrario, los coches están repletos de
expedientes, que los funcionarios van estudiando.

Era su aspiración, y en ello ya coincidía cono los deseos de los interesados, que enfrente
del mesón señorial se construyese un edificio en el cual pudiera esperar la gente. Más
que nada le hubiese agradado que también las audiencias y los interrogatorios tuviesen
lugar fuera del mesón señorial, pero a ello se oponían los funcionarios, y si los
funcionarios se oponían seriamente, la mesonera, claro está, no podía hacerse valer, a
pesar d que en cuestiones secundarias, gracias a su celo incansable y a la vez
feminilmente delicado ejercía una suerte de tiranía menor. Pero las audiencias y los
interrogatorios, por lo que podía preverse, tendría que soportarlos también en adelante
en el interior del mesón señorial, pues los señores del castillo se negaban a abandonarlo
hallándose en la aldea por asuntos oficiales.

(…) pues claro que las formas pueden ser guardadas, si uno así se lo propone, durante
la noche con el mismo rigor que durante el día. De modo que no se trata de eso; lo que
en cambio sí se resiente durante la noche es el criterio oficial. Involuntariamente tiende
uno a juzgar las cosas, durante la noche, desde un punto de vista más privado; los
alegatos de las partes interesadas adquieren mayor peso del que les corresponde; se
entremezclan con el claro juicio consideraciones que nada tienen que ver ahí y que
atañen a la situación general de los interesados, a sus penas y a sus preocupaciones; se
afloja la separación necesaria entre los interesados y los funcionarios, y donde otrora,
tal como debe ser, sólo iban y venían preguntas y repuestas, parece tender lugar, a
veces, un extraño intercambio de las personas, absolutamente inadecuado.

Pues aunque los interrogatorios nocturnos no se prescriben, en ninguna parte,


expresamente, y no se atenta por lo tanto contra prescripción alguna si se trata de
evitarlos, las circunstancias dadas, el exceso de trabajo, el modo de estar ocupados los
funcionarios en el castillo, la dificultad de que se ausenten de sus tareas, la prescripción
de que el interrogatorio de los interesados ha de llevarse a cabo únicamente después
de concluida en absoluto la investigación previa, y enonces inmediatamente, todo esto,
y otras cosas más, convirtieron, sin embargo, los interrogatorios nocturnos en algo
imprescindiblemente necesario.

El secreto radica en las prescripciones concernientes a la competencia. Pues no es el


caso, en verdad, ni puede serlo, tratándose como se trata de una gran organización
viviente, que para cada asunto haya un solo y determinado secretario competente. Lo
que ocurre es que uno de ellos tiene la competencia principal, pero también muchos
otros la tienen, por partes determinadas, aunque esta competencia ya sea menor. ¿Pues
quién podría, solo, aun cuando fuese el más grande de los trabajadores, reunir y
mantener reunidas todas las referencias, aunque se tratase únicamente del menor de
los sucesos?

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