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D EL VAMPIRO A LA LESBIANA .

E L DESEO SEXUAL “ FEMENINO ” EN LA


NOVELA MODERNISTA CENTROAMERICANA
Karen Poe

INTRODUCCIÓN

El fin de siglo XIX es un periodo significativo de nuestra historia cultural.


Por una parte, es en 1888 que la publicación de Azul marca el inicio del
primer gran movimiento literario y cultural nacido en Hispanoamérica: el
modernismo. En el prólogo de ese texto, Rubén Darío utiliza por primera
vez el término modernismo para nombrar su propuesta estética de renova-
ción de la literatura de nuestro continente. La elección del término por
parte del poeta nicaragüense ligaba ese movimiento con los valores de la
modernidad. Sin embargo, la postura de nuestros escritores fue ambigüa
ante la ciencia, la tecnología y el progreso. Su actitud era, simultáneamente,
de fascinación y de crítica.
Por otra parte, como ha planteado Leo Bersani, la segunda mitad del
siglo XIX es un momento crítico en la historia de nuestra cultura –la de
Occidente– ya que en este lapso la visión idealista del ser y del mundo es,
al mismo tiempo, sostenida y desacreditada por una psicología de lo frag-
mentario y de lo discontinuo (4). De ahí la importancia de estudiar ese
periodo convulso y creativo que antecede a las vanguardias.
El propósito de mi trabajo es investigar, al interior de esa crisis en la
concepción idealista de la subjetividad, la respuesta de algunos de nuestros
escritores modernistas, en un aspecto concreto, a saber, las representaciones
de la subjetividad “femenina”. Pongo este último término entre comillas
para enfatizar su carácter histórico e ideológico y no natural. A partir del

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campo de problematización abierto por la teoría Queer y los Gay and Lesbian
Studies, es posible hoy lanzar una mirada distinta sobre las concepciones de
género sostenidas por la literatura finisecular hispanoamericana. Estas teorías
par ten del rechazo de las categorías binarias hombre/mujer, masculino/
femenino, heterosexual/homosexual pues éstas son el basamento de una
visión heterosexista y homofóbica de las relaciones sexuales. La segunda
categoría del binomio aparece siempre marcada negativamente en una
lógica que pretende asimilar lo “hetero” como lo “normal” y lo “homo”
como la desviación de la norma.
Este trabajo es una prolongación de una investigación anterior, de
carácter más amplio, sobre la novela decadente. En ese texto (Poe 172)
sostengo que hay algo en el erotismo y la sexualidad decadentes que hace
zozobrar las identidades sexuales y una cierta puesta en crisis de la falsa
simetría hombre/mujer. Además, se trata de un erotismo, como propongo
más adelante, que atenta contra el falocentrismo.
La novela decadente, como rostro oscuro del modernismo, se construye
en oposición al ideario romántico cuyos pivotes eran el amor idealizado y la
visión ingenua de la naturaleza. Por este motivo, no comparto plenamente
la afirmación de Octavio Paz cuando dice que el modernismo fue nuestro
verdadero romanticismo (78). Como intento sostener en este artículo, es-
ta afirmación solo es válida si se deja de lado la vertiente decadente del
modernismo.
Por razones de espacio, he elegido centrar mi análisis en dos novelas
de escritores centroamericanos, aunque lo que aquí propongo tiene como
telón de fondo un corpus más amplio. Según mi criterio, estos dos textos
ejemplifican de manera extrema el pasaje de la visión romántica del amor
y de la “femineidad” hacia una concepción decadente de la sexualidad que
per mite pensar y representar a la “mujer”, quizás por primera vez en la
historia de la literatura hispanoamericana, como un sujeto sexual, es decir,
como un ser deseante.
Al interior del modernismo es posible observar, por lo menos, dos ten-
dencias: una vertiente formativa, optimista y luminosa, que ha sido inves-
tigada casi hasta el cansancio. La otra, marginada y poco estudiada por la
crítica, recibe frecuentemente el nombre peyorativo de literatura decadente.
Mi intención es destacar el potencial subversivo del estilo decadente, que
ha sido silenciado por una serie de investigaciones de corte tradicional. El
decadentismo, al rechazar la concepción romántica e idealizante del amor y
de la “femineidad” logra ampliar el campo de representación del erotismo,
y ubica a sus personajes conscientemente del lado de la perversión.
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Una marca singular del estilo decadente hispanoamericano es que se


sitúa, en el contexto del fin de siglo XIX , como un modo de resistencia a la
normalización científica del sexo, concretamente en la forma propuesta por
el discurso de la medicina decimonónica o, como lo llama Michel Foucault
al biopoder en La voluntad de saber (191). En ese ensayo, el pensador francés
plantea que no basta con decir sí al sexo para liberarse del poder, hay que
seguir una estrategia más sutil de resistencia. Lo que hay que oponer son
los cuerpos y los placeres. Hay que inventar nuevos placeres nos dice.
La literatura decadente hispanoamericana (en un acto radicalmente
subversivo) toma el concepto patologizante de perversión, que constituía
la etiqueta con la cual se marcaba y marginaba toda manifestación erótica
que no se limitara a la pareja heterosexual, y la convierte en una categoría
estética de signo positivo. Es más, los personajes decadentes son gozosamente
per versos. Y más aun, el decadentismo (como modelo estético y ético) no
le permitía al narrador lanzar una mirada moralizante o acusadora sobre
toda la gama de conductas sexuales que aparecen en los textos. Esto hubiese
sido considerado de mal gusto.
Las dos novelas que he seleccionado son El vampiro, del escritor hondu-
reño Froilán Turcios, que propone una visión idealizada del amor y del
erotismo y Del amor, del dolor y del vicio de Enrique Gómez Carrillo que es un
texto decadente. Mi intención es ejemplificar, con esas dos narraciones, el
punto de viraje fundamental en la concepción del erotismo, la sexualidad y
la representación de la “mujer”, que se juega en el pasaje de la estética ro-
mántica a la decadente. Este pasaje no es pensado en términos cronológicos
sino más bien ideológicos. Además, el texto de Turcios fue publicado en
1910, es decir, diez años después que el de Gómez Carrillo.
A pesar de que el escritor hondureño fue compañero de lucha de Darío
y es considerado como uno de los principales escritores modernistas de
Centroamérica, su texto se enmarca en las coordenadas del romanticismo,
y es un ejemplo de novela gótica. Más aun, aunque su argumento gira al-
rededor de un incesto apenas disimulado –que bien podría ser un tema
decadente–, su tratamiento de la temática es la idealización del amor y la
purificación de la “mujer”.
A contrapelo de la novela de Turcios, Enrique Gómez Carrillo ofrece en
su obra una visión desenfadada y novedosa, para la época, de la sexualidad
y sobre todo de la “femineidad”. Con gran lujo de detalles, el escritor gua-
temalteco enfrenta a sus lectores con escenas de gran erotismo, con actos
sexuales explícitos e incluso con un tratamiento sorprendente del tema
del lesbianismo.
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I.
EL VAMPIRO O LA ESTRATEGIA
DEL AMOR IDEALIZADO

El vampiro es un texto que transcurre centralmente en la calma de una


vieja hacienda colonial, aunque de estilo gótico según el narrador, quien
la describe detalladamente: su exterior era imponente con sus exóticas
gárgolas, sus gruesas pilastras de granito gris y sus sombrías imágenes
eclesiásticas. La suntuosa casa, de portón señorial, estaba situada cerca de
la ruinosa parroquia de San Sebastián y, evidentemente, lejos de la capital
de la República, en la ciudad colonial de Antigua.
La naturaleza –bosques, ríos e incluso un volcán– es el escenario que
encierra la turbulencia de un amor casto entre dos primos que han cre-
cido como hermanos. Luz, al quedar huérfana siendo apenas una niña,
llega a vivir a la vieja casona de su primo Rogerio y es adoptada por sus
padres. La novela nos dice que al morir el padre de Rogerio, Luz lo había
llorado como a su propio padre y que la pequeña llama mamá a la madre
de su primo. Entre juegos infantiles, paseos al bosque que rodea la casa,
lecturas compartidas e interpretaciones en el piano, va surgiendo un amor
indestructible entre estos dos seres aislados del mundo y sobre todo de la
ciudad. A diferencia de otras novelas hispanoamericanas del periodo, cuya
acción ocurre en Europa, el relato de Turcios se desenvuelve en una do-
ble periferia ya que no se ubica en una capital europea ni tampoco en una
capital hispanoamericana.
Solamente una vez se menciona la capital, cuando Rogerio debe ir a resol-
ver algunos asuntos económicos que le permitirán, según él, casarse con su
prima. Esta separación es experimentada por los jóvenes enamorados como
un dolor insoportable. El único fragmento del relato que no es situado en la
Antigua es un corto viaje que deben hacer a la costa para restablecer la salud
quebrantada de la madre de Rogerio. El narrador aprovecha esta ocasión
para criticar la moda obscena del vestido de baño y la conducta indecorosa
de los jóvenes de jugar en el mar. Por el contrario, los protagonistas se con-
for man con mirar el oleaje y critican la actitud desvergonzada de las mu-
chachas semidesnudas. Aunque aprecian la belleza del mar están deseosos
de regresar a su casa y al aislamiento que protege su amor.
La vieja casona juega un papel fundamental en la novela, ya que es el
lugar de la pureza, pero también del mal. Al igual que en el cuento “Casa
Tomada” de Julio Cortázar, la casa alberga los secretos familiares y se torna,
a medida que avanza el relato, en un lugar siniestro –en el sentido que
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daba Freud (Lo Ominoso) a este término– como lo familiar convertido en


ominoso. Es posible constatar en varios textos del periodo modernista una
preocupación ferviente por el tema de las edificaciones públicas y privadas
de cara al proceso de modernización acelerada que sufren las repúblicas
hispanoamericanas. Incluso las haciendas coloniales se convierten en el
último bastión de resistencia contra el mercantilismo y los valores de la
burguesía. Son el símbolo de un estilo de vida y de unas costumbres que
han comenzado a morir.
Pero también es posible pensar esta preocupación al interior de un
debate apasionado que se desata en Europa a fines del siglo XIX en torno
del tema de las ruinas: ¿qué hacer con estas? Una visión conservadora
propone dejarlas tal cual, otra postura alega a favor de la restauración e
incluso de la modificación del patrimonio. Emmanuel Viollet-le-Duc, en
medio de una agitada polémica, restauró la iglesia de Notre-Dame de Paris
bajo el concepto de restauración estilística que implicaba conservar el estilo
pero cambiar los materiales.
Es interesante observar cómo la novela de Turcios toma partido por
la posición conservadora, e incluso el padre de Rogerio enloquece y luego
muere a causa de una pedrada recibida al tratar de preservar de su demolición
a una edificación antigua. Rogerio en varios pasajes defiende la belleza de las
ruinas y de las edificaciones coloniales y se opone a la llegada del ferrocarril
a su pueblo que, según él, no traerá progreso sino más pobreza. En este
sentido, El vampiro comparte, con otros textos del periodo, una postura
crítica respecto de las bondades de la modernidad. Por ejemplo, en Sangre
Patricia de Manuel Díaz Rodríguez, el protagonista, quien también habita
una vieja casona colonial, cuando viaja a Europa se preocupa casi hasta la
obsesión de que su casa vaya a ser transformada debido a las demandas de
la modernización.
Este rasgo, que llamaré conservador frente al patrimonio arquitectónico,
es característico de las novelas cuyo eje de significación se enmarca en las
coordenadas del romanticismo como las dos que he mencionado ante-
riormente. Por el contrario, los textos que asumen una estética decadente,
tienden a valorizar positivamente lo moderno, lo nuevo y especialmente la
ciudad en contraposición a la vida en el campo. Por ejemplo, en la novela
del escritor uruguayo Carlos Reyles, La raza de Caín, la hacienda representa
los valores tradicionales, la riqueza y la chatura de la burguesía, mientras
que el pequeño apartamento de la heroína decadente, amueblado al estilo
de París, representa los valores estéticos positivos del texto.
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Este aspecto encuentra su explicación en la visión de la naturaleza que


sustenta la postura romántica. Desde Rousseau, la naturaleza es pensada
como la fuente de la bondad y la pureza, mientras que la sociedad (y la
ciudad como su emblema) es la mentora del vicio y la decadencia. En este
sentido no es una casualidad que El vampiro elogie la vida en el campo, las
costumbres rurales, y se oponga a las transformaciones de la modernidad.
Por el contrario, como propone Charles Carter en la reacción decadente
anti-romántica lo anormal o perverso se convierte en la prueba de superio-
ridad del hombre sobre la ley natural, es una demostración de su libre
albedrío (5).
Por otra parte, el decadentismo, como he planteado en otro lugar (Poe
230), consistió en alguna medida en oponerse a la empresa romántica de
trasladar el problema del mal fuera de la subjetividad y ubicarlo en la civiliza-
ción. Su modelo estético, basado en la artificialidad y la perversión, fue un
modo ingenioso de reapropiarse del mal en el ámbito de lo subjetivo, precisa-
mente en el momento histórico en el cual, la subjetividad, y centralmente
la noción de individuo, comenzaba a desplomarse. Como propongo más
adelante, la novela de Gómez Carrillo, ubicada evidentemente en París, ex-
pone este aspecto con gran efectividad. En este texto, la vida natural aparece
degradada mientras que el eje de la artificialidad/modernidad constituye
el valor estético positivo del relato.
El texto de Turcios enfrenta el problema del mal de un modo para nada
ajeno a los postulados del romanticismo. Por una parte, el diálogo de los
personajes expone frecuentemente sus reservas en relación con el estilo de
vida moderno. Un ejemplo de esto es la opinión de Rogerio quien consi-
dera inmoral que las muchachas asistan a bailes y se dejen abrazar por los
muchachos. No entiende cómo sus madres las cuidan hasta que cumplen
quince años, para, en ese momento, entregarlas al mejor postor. Su prima
comparte esta visión y le promete que jamás bailará con nadie. Es decir, am-
bos personajes sitúan en la sociedad los elementos que corrompen la virtud.
Pero, además, el mal aparece ubicado, de manera sobrenatural, en la
figura del vampiro. Si bien la narración en torno de este personaje es con-
fusa, es posible constatar ciertos hechos. Al final de la novela el lector
comprende que el vampiro es un cura que ha causado, a lo largo del texto,
repulsión en Rogerio:
El Padre Félix convirtióse en mi tenaz enemigo. Visitábanos dos veces
por día, en la mañana y en la noche, y yo, entonces, no pude comprender por
qué me miraba con tan terrible cólera [...] Cuando nos encontraba a Luz y a
mí corriendo por el hermoso jardín, poníase color de ceniza, y una espuma
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amarilla manchaba su boca de labios delgados, llenos de pústulas y grietas


violáceas. Por mi parte, también le odiaba, viéndole tan hostil y despótico, y
meditaba contra él feroces venganzas. (Turcios 24).

Este fraile convence a la madre de la inconveniencia de una relación tan


estrecha entre los primos y obliga a Rogerio a trasladarse de habitación, pues
considera incorrecto que duerma en el aposento contiguo al de su prima.
El texto insinúa que el Padre Félix está enamorado de Luz o abusa de ella
y la obliga a visitarlo dos veces por semana para confesarla. Luz comienza
a enfermarse y le ruega a su primo que no la deje volver a la iglesia.
–Ese Padre Félix... desde la primera confesión está hundiéndome en el
infierno. Ayer me horrorizó con sus ruegos viles y bestiales... Desapercibime
de que la iglesia hallábase vacía y las puertas cerradas... El salió de repente
del cofesionario con los ojos fuera de las órbitas y la lengua colgante. Huí,
llena de terror, lanzando agudos gritos. Me alcanzó y luché con él. Resbaló y
cayó... Púsose de nuevo a perseguirme, con un ruido extraño en la garganta,
como el de los gatos sobre los aleros en la obscuridad de las noches. Ya me
daba alcance cuando tomé un crucifijo del altar y con él lo contuve. (29-30).

Rogerio, al escuchar la confesión de su prima, monta en cólera y logra


suspender las salidas de Luz provocando, evidentemente, la ira del cura.
Su madre, ante la violencia de su voz, no osa oponerse a su demanda y cae
desmayada. Años más tarde, le confesará a su hijo que la voz ronca y extraña
que salía de su garganta era la voz de su padre. La novela utiliza la figura
monstruosa del Padre/vampiro para encerrar todo lo relacionado con el
deseo sexual. Este personaje se hace cargo de todo lo pecaminoso de la
narración, permitiendo conservar la pureza del amor (aunque incestuoso)
y sobre todo la virginal belleza de Luz.
La narración presenta, además, otra línea de conflicto, que es interior
al protagonista, pero que converge con la que he mencionado. La vieja ca-
sona tiene clausurado un aposento por orden expresa de un antepasado.
La madre de Rogerio guarda la llave y espera con terror el día en que su
hijo se la pida. Efectivamente ese momento llega y la madre le ruega entre
sollozos que no entre a la habitación. Rogerio se debate a lo largo de varios
capítulos sobre este punto y la posesión de la llave se vuelve la obsesión
de su vida, a tal punto que se enferma. Finalmente decide entrar, con lo
cual desata la tragedia. El secreto de la habitación era, precisamente, que
en ella estaba encerrado el vampiro. Rogerio libera a la bestia que logra
entonces atacar a Luz, quien muere instantáneamente. Como moraleja, es
la curiosidad (¿sexual?) del protagonista la causa de la muerte de su amada.
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No son escasas las asociaciones simbólicas entre una habitación prohibida


y clausurada y el sexo femenino.
Como propuse anteriormente, la estrategia del texto es ubicar la mal-
dad en ese siniestro personaje, para así poder preservar la pureza del
amor, que no deja de ser incestuoso. Sin embargo, llama la atención que
el autor haya situado al monstruo en el interior de la casa, que es el lugar
más amado por los jóvenes protagonistas. La casa constituye un signo
de sus identidades. Ese hecho liga al vampiro con el pasado de Rogerio,
con la historia de su familia, con sus propios deseos escondidos y nunca
confesados. Esa habitación, como una cámara secreta del alma, alberga el
monstruo que posiblemente lo habita. Pero en la novela de Turcios, que
re pito es de filiación romántica, ese mal no es conscientemente asumido por
el protagonista. Por el contrario aparece proyectado en el mundo exterior
en la figura animalizada del Padre Félix.
Este hecho le permite a la novela exponer un amor casto entre los pri-
mos, despojado de sexualidad y que corresponde a la idealización del ero-
tismo que sostiene la estética del romanticismo, de filiación neoplatónica.
Como dice el protagonista: “Atónitas y deslumbradas se contemplaban
entonces nuestras almas” (61). Se trata de un amor espiritual que excluye
los cuerpos. Este tipo de sentimiento amoroso conlleva la divinización del
objeto erótico.
Después de nuestro regreso de la capital, mi ternura por mi amiga se
hizo más intensa. Anhelaba darle toda mi sangre. Ponía mi alma a sus pies.
No me cansaba nunca de mirarla ni de oírla. Con frecuencia arrodillábame a
su paso, besando su falda. Era una adoración absoluta de todo mi ser por su
fragante gracia virginal. [...] Ella reía de mis apasionamientos, acariciándome
con dulzuras casi maternales. Eramos puros de alma y de cuerpo. Una perfecta
ingenuidad inspiraba nuestros actos. (64-65).

Un amor tan ingenuo e inocente solo puede terminar trágicamente con


la muerte de la protagonista, que es así preservada de las bajezas de la carne,
a las cuales el matrimonio consumado hubiese obligado. Se destaca además
la valorización de la virginidad de la mujer, elemento que no aparece en las
novelas de filiación decadente.
En ningún momento de la narración se plantea la posibilidad de que
la “mujer” tenga el más mínimo apetito sexual. Por el contrario, se trata
de un personaje ajustado al modelo de la mujer frágil. Su nombre propio
simboliza su pureza, su luminosidad, su blancura.
¡La recuerdo tan blanca, tan fresca y tan pura, con su ligero traje de lino,
en el cuello una cintita verde y sobre el corazón un ramo de violetas! La veo
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siempre así, como cuando salía del baño después del desayuno, sonrosada y
esbelta. Ella era entre las flores la más fragante. Olía su cabellera a azahares
recién cor tados y donde ponía la pálida mano dejaba un tenue perfume. (55).

Luz, quien es algunos años mayor que su primo, cumple también una
función materna. Cuando el protagonista está muy enfermo lo cuida como
una madre o una hermana:
Tenía los ojos ardientes y el párpado inferior rodeado de una sombra
violácea... Miré, con el alma en los ojos, su rostro enflaquecido... Durante mi
enfermedad no se alejó de mi lado. Sin dormir, sin alimentarse casi, en una
tenaz y mórbida inquietud, habíala asaltado una ligera fiebre intermitente. Mi
madre estaba asombrada de su pasión por mí y de su admirable resistencia
física. (79).

Curiosamente, las ojeras, que en muchos textos de la época, son las


marcas corporales del placer, secuelas de noches de lujuria, en la novela de
Turcios –despojadas de toda connotación erótica– simbolizan el sacrificio
y la abnegación de la amada. Pero además, Luz es un ser extremadamente
inteligente, sensible y cultivado. Al igual que las protagonistas de Gómez
Carrillo, Luz es una gran lectora. Pero a diferencia de Liliana, la heroína
decadente de Del amor, del dolor y del vicio, quien lee a Sade, el narrador nos
informa que Luz, además de libros científicos, “lee obras de arte sanas y
útiles” (68). Es una mujer excepcional y sobre todo un ser que no conoce
la coquetería.
Amábala yo aún más profundamente por ese carácter reconcentrado y
huraño que no sabía prodigarse. Era uno de esos rarísimos seres que sólo se
entregan una vez y para siempre. Su excepcional temperamento, apasionado y
contemplativo, alejábala de todo aquello que no le inspiraba una viva emoción.
Yo sabía cuánta importancia daba ella a una mirada o a una sonrisa de afecto,
para no temer que ningún otro hombre pudiera envanecerse jamás de haber
obtenido de sus ojos o de sus labios uno de esos ligeros favores. (Turcios 122).

El ideal estético y ético del romanticismo, centrado en el amor idealizado,


funciona como un velo que oculta las pulsiones eróticas y agresivas que
regulan nuestras vidas. El romanticismo, como modelo literario, preserva
un cierto equilibrio erótico al asignar claramente los roles de género. Luz,
como heroína romántica es pura, maternal, buena compañera y sobre todo
virgen. Su pureza solo es manchada por causas exteriores, pues como perso-
naje es unidimensional. Está construida de tal modo que satisface todos los
deseos y alivia todos los temores del protagonista masculino. Como objeto
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de deseo es ideal para sostener la tranquilidad del erotismo falocéntrico.


Por el contrario, cuando este velo cae, cuando el amor idealizado no lo-
gra encubrir el infierno de las pasiones humanas, la simetría de los roles
genéricos entra en crisis. La relación complementaria y simétrica entre el
polo masculino y femenino aparece como un problema y, ya no, como un
dato natural. Eso es precisamente lo que ocurre en la novela de Gómez
Carrillo que estudio a continuación.

II.
EL DESEO SEXUAL “FEMENINO” EN
DEL AMOR, DEL DOLOR Y DEL VICIO

La novela de Enrique Gómez Carrillo presenta una particularidad: no es


un texto solitario sino que forma parte de una trilogía titulada Tres novelas
inmorales.
En 1898, Del amor del dolor y del vicio fue publicada en Madrid y concitó
una gran polémica, tanto en España como en Guatemala. Un redactor del
diario madrileño Gedeón escribió que la novela era “para su mal un libro
pensado en francés y escrito no se sabe en qué lengua” (Diario del Gedeón,
3 de marzo de 1898). Por su parte, el Gobernador de Sevilla prohibió su
venta por considerarlo un libro licencioso.
En Guatemala, la novela pronto dividió la opinión entre defensores y
detractores. Como indica José Martínez Cachero en el prólogo de la trilogía
de Gómez Carrillo, un anónimo colaborador de la Revista guatemalteca
La Ilustración del Pacífico comentaba al respecto: “Ha venido ¡por desgracia!
a provocar conflictos y a producir disgustos que yo condeno como fruto
de la imprudencia y de los nervios excitados”(39).
En 1899 aparece publicada en Guatemala Bohemia Sentimental, reeditada
en 1900, 1902 y 1911, hecho que parece indicar que alcanzó algún éxito de
público. La tercera novela, Pobre Clown, se publicó en 1900 y es una reedi-
ción de un texto anterior que llevaba el título de Maravillas.
A diferencia del texto de Turcios, las tres novelas están ambientadas
en París y sus personajes forman parte de la bohemia: poetas, mujeres de
teatro, cantantes, periodistas, payasos y pintores constituyen el muestrario
de seres que dan vida a los textos. No hay que olvidar que Gómez Carrillo
conocía muy bien este ambiente pues formaba parte de él. Quizá esta sea,
entre otras, la explicación de la postura favorable del narrador hacia los
personajes. Éstos, a pesar de actuar en contra de la moral establecida, son
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presentados sin ser juzgados. Como plantearé más adelante, la prostitución,


los excesos sexuales de los personajes femeninos e incluso el lesbianismo
son aceptados por la lógica de los textos.
Las tres novelas se publicaron juntas en 1919 bajo el sello editorial de
Cosmópolis. Según el autor, después de un proceso de depuración fueron
despojadas de adornos inútiles. Varios capítulos –que hacían referencia a las
historias anteriores de los protagonistas o incrustaciones ensayísticas sobre
diversos temas– fueron suprimidos en las tres obras, que vieron reducido
notablemente el número de páginas. El texto con el que he trabajado es
una reedición de la edición revisada y recortada por el autor.
Aunque centro mi estudio en Del amor, del dolor y del vicio, por ser parte
de una trilogía, haré algunas referencias a las otras dos obras. Un aspecto
que es notable en estos textos de Gómez Carrillo es el espesor erótico de
los personajes femeninos. A diferencia de otras novelas del periodo como
De sobremesa de José Asunción Silva o Sangre patricia de Manuel Díaz Rodrí-
guez, en las cuales las protagonistas femeninas no tienen voz ni deseos
sexuales, en las novelas de Gómez Carrillo el narrador intenta colocarse en
el lugar, o, más específicamente, en el cuerpo de sus heroínas. Los deseos,
las pasiones y los ardores, e incluso el tedio, son relatados por el narrador
omnisciente desde la interioridad del personaje femenino. Por ejemplo en
Bohemia sentimental, Violeta se hunde en el tedio:
Entre tanta alegría exterior, su aburrimiento parecióle más grande aún,
y se tuvo lástima. (91).

A diferencia de la etérea Helena de la novela de Silva, Violeta sufre de


aburrimiento y reflexiona constantemente sobre su vida erótica, sus goces
o ausencia de ellos. Más adelante, la protagonista se pregunta:
En realidad, ¿qué era lo que necesitaba para ser dichosa? Haciéndose esta
pregunta, quedábase perpleja sin saber a punto fijo qué responderse.
[...] Violeta [...] experimentaba goces casi dolorosos, como los de su última
noche pasional, o padecía de no poder gozar. (93).

Las mujeres, al igual que el personaje de Luz en El vampiro, aparecen


en las novelas de Gómez Carrillo como seres pensantes, incluso dedicadas
a la filosofía y todas son muy buenas lectoras. La diferencia estriba en que
Luz lee textos románticos y edificantes, mientras que las protagonistas de
la trilogía de Gómez Carrillo devoran sobre todo literatura simbolista y
decadente. Liliana, la protagonista de Del amor, del dolor y del vicio, lee incluso
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a Sade. Los personajes femeninos son fuertes, independientes, audaces y


casi siempre económicamente solventes.
El rasgo esencial de estas novelas, que constituye el objeto de mi aná-
lisis, es que representan sin censura el deseo sexual “femenino”. La mujer
es presentada, como propuse anteriormente, tal vez por primera vez en la
literatura hispanoamericana, como sujeto sexual y no solo como objeto sexual
del deseo masculino. Este rasgo, si no aislado, al menos es sorprendente
en el seno de la literatura hispanoamericana del periodo.
Antes de analizar Del amor, del dolor y del vicio quiero resaltar otro elemento
de Bohemia sentimental. Violeta, actriz de profesión y amante de un hombre
muy adinerado, es descrita de este modo:
Ella sabía que su cuerpo largo, flexible, onduloso, blanco, con reflejos rojizos
de nácar, delgado con redondeces casi inevitables de efebo o de andrógina, era
escultural, no en el sentido que dan a la palabra los adoradores de las venus
griegas, sino en un sentido más raro, más místico, más gótico, más inquietante;
escultural como el de las madonas de Donatello. Sabía que su cuerpo era muy
bello para los artistas capaces de desnudar con la imaginación a La Primavera
de Botticelli, a las vírgenes de Blanqui, a la Salomé de Ghirlandaio; pero sabía
también que los hombres vulgares se burlaban de ella al ver que sus caderas
eran muy menudas y sus pechos casi impalpables. (65).

Es notable que el narrador describa, no principalmente la mirada mas-


culina sobre el cuerpo de la mujer, sino que enfatice la autopercepción fe-
menina sobre su cuerpo y su propia belleza. Ideal de belleza construido al
modo decadente, en el cual las obras de arte son utilizadas para justificar
el modelo de la belleza rara, inquietante y andrógina. Como ha indicado
Bersani el objeto andrógino de deseo designa una indefinición sexual
intrínseca del deseo mismo (66). Sus apetitos generados por la fantasía
exceden a los que delimitan unas identidades sexuales definidas. El texto
tácitamente defiende esta concepción decadente de la belleza, al asociarla
con el gusto de los artistas, mientras que los hombres vulgares no son capa-
ces de apreciarla. La androginia, al ser elevada a valor estético, introduce
cierta inestabilidad en la definición de los roles sexuales. La mujer es bella
si pierde o ve atenuados los rasgos considerados socialmente como signos
de su femineidad: los senos grandes y las caderas abultadas. Estos signos,
que además están estrechamente relacionados con la maternidad, solo son
objeto de deseo de los hombres vulgares. Por otra parte, los personajes
masculinos presentan rasgos históricamente considerados como femeninos,
por ejemplo, el llanto.
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Violeta lo comprendió así cuando los ojos del poeta se abrieron de nue-
vo, después de la escena, y aparecieron ante ella, húmedos y tenuemente en-
rojecidos. Comprendió que la emoción de su amigo no era pura emoción de
arte. (Gómez Carrillo 88).

Aunque Bohemia sentimental tiene marcados rasgos decadentes, el final


feliz la invalida como texto puramente decadente. Violeta, quién antes de
ser actriz trabajaba como prostituta, abandona el teatro, la fama y al mi-
llonario para ir a vivir con un poeta miserable del que se ha enamorado.
Cabe añadir que, a pesar de la anécdota folletinesca, el texto se cierra con el
relato de la ejecución del acto sexual, en el cuartucho del poeta. Este tema
aún era considerado escandaloso en el fin de siglo, sobre todo en España
y en Hispanoamérica.
A pesar del happy ending, la novela presenta características asociadas al
decadentismo. Además del ideal de belleza, el texto hace gala de una cierta
amoralidad acorde con el gusto de los decadentes. La novela trata con ca-
riño a las prostitutas que son comparadas con los artistas, son como sus
hermanas se nos dice. Esta idea del arte como prostitución ya había sido
planteada por Baudelaire en Las flores del mal. En el caso de Bohemia sentimental
esta idea es encarnada por los personajes. Luciano y Luis se relacionan, a
lo largo del texto, solamente con mujeres que se dedican a la prostitución
o son actrices. (Es sabido que en la Francia finisecular esta profesión era
sinónimo de prostitución.).
El tema de la prostitución ya había sido tratado abundantemente por el
naturalismo pero desde otra postura moral. En el naturalismo se intentaba
explicar sus causas, pero la mujer era frecuentemente condenada como dege-
nerada. Por el contrario, en la novela de Gómez Carrillo, cuando Luciano
se entera de que Violeta ha sido prostituta en el pasado, este hecho le hace
desearla con mayor voracidad. Pero lo más notable, es que este hecho no
la desvaloriza como ser humano, no la degrada. Luciano no ubica a Violeta
en el lugar, socialmente establecido de la prostituta, sino que se enamora
y la lleva a vivir con él. Esta permisividad es una derivación del ideario
decadente.
Del amor, del dolor y del vicio sí puede ser considerada como una novela
propiamente decadente. Incluso su título puede ser leído como un itinerario
que se inicia en el amor y finaliza en el vicio. El texto narra la relación entre
un periodista llamado Carlos de Llorede y una joven viuda, quién además
es una adinerada marquesa. La novela comienza con la descripción empa-
lagosa del amor entre Liliana y Carlos. La marquesa decide abandonar París
158 Karen Poe

y alquilar un pequeño castillo en las afueras de la capital francesa. En éste


piensa construir un nido de amor, a salvo de las miradas acusadoras de las
mujeres, quienes voltean la mirada para no saludarla –como censura por
el concubinato con Carlos–.
El castillo se convertirá en el lugar de reunión de artistas y escritores
del Círculo de los Intransigentes. Con el estilo barroco de la prosa modernista,
el castillo es descrito del modo siguiente:
También el interior era delicioso, con su lujo moderno, artístico, raro;
con sus balcones cubiertos de madreselvas y de hiedra, y con sus chimeneas
de mármol rosado. En vez de los sofás Luis XV y de los espejos Pompadour
que Carlos previera con cierto espanto, la Muñeca había buscado, para alhajar
las claras piezas de su discreto nido, muebles modernos, muebles estéticos,
fir mados por grandes artistas ingleses y franceses. (135).

La decoración es completada por cuadros de Burne Jones, Dante Gabriel


Rossetti y Aman Jean, todos pintores emblemáticos del gusto moderno.
La novela, ya desde la descripción del castillo indica que “lo moderno” es,
como valor estético, el que la rige. Y dentro de lo moderno lo “raro” es un
elemento central, que, como propongo más adelante, se opone a lo natural.
Liliana (apodada la Muñeca) al enmarcarse en este patrón, demuestra su
buen gusto. La marquesa ofrece banquetes casi diariamente a sus bohemios
amigos, que frecuentan su salón para conversar. El amor de Carlos y Liliana
es puesto en crisis por la presencia de un personaje: Margarita del Campo,
quién conduce a Liliana a una relación homosexual. Su belleza es descrita
del modo siguiente:
Margarita del Campo no era perfecta. Era graciosa, era infantil, era fresca,
era extraña, era fina, era tentadora; pero perfecta no. Su belleza carecía de
corrección como su alma de grandeza.
[...] Su más irresistible atractivo nacía del contraste diabólico que producían
sus ojos obscuros, profundos, ardientes, casi feroces, con sus labios frescos
e ingenuos de niño goloso y alegre. (140-141).

Margarita es fácil de ubicar en el estereotipo de la femme fatale, tan de


moda en el fin de siglo. Sin embargo, un elemento le brinda el toque de-
cadente: su apenas perceptible androginia que más adelante se develará
como su gusto erótico por las mujeres. La novela es pionera en el modo de
abordar el tema del lesbianismo. Por ejemplo, Silva ya lo había planteado
en su obra supracitada, pero en un personaje secundario y en un espacio
textual reducido. La novedad de Gómez Carrillo es que lo propone como
el eje de su texto y encarnado por la protagonista y su amiga. Buena parte
Del vampiro a la lesbiana. El deseo sexual “femenino” en la novela ... 159

de la novela es el relato de la relación afectiva y erótica entre Liliana y Mar-


garita que es descrita detalladamente.
–¿Sabes? –dijo un día Margarita a Liliana–. Todo lo que hay en mi casa
me lo has regalado tú, ¡hasta las sábanas! Lo que me compran los demás, se
lo doy en seguida a mis tías.
Para recompensar la galantería, la Muñeca cogió a su amiguita entre los
brazos y la estrechó fuertemente contra su pecho, besándola al mismo tiempo
los cabellos y la nuca, como a Carlos.
–También los besos que me dan los demás –continuó diciendo Margarita–
se evaporan antes de volver yo a casa, mientras los tuyos se impregnan en mi
piel y me pican durante la noche, cuando estoy sola, sola... ¡Es curioso lo que
me pasa contigo! Yo soy tu amiga; tú eres más bonita que yo; tú tienes un hom-
bre y, sin embargo, muchas veces, cuando me abrazas, se me figura que soy tu
mujercita... ¡Pero no te enfades, rica!... Son locuras mías sin importancia [...].
Sin responder una palabra, la marquesa seguía estrechando a Margot con un
ardor nervioso, en el aislamiento discreto del gran salón oro y púrpura. (142).

Éste es el inicio de la seducción exitosa de Margarita hacia Liliana. La


escena continúa hasta el punto en que Margarita declara abiertamente su
amor y los celos que siente:
–¡Qué buena eres! –decía–, ¡qué buena! Te juro por las cenizas de mi pa-
dre que nunca he querido a nadie como te quiero a ti, ¡a nadie!, a nadie; ni a
mamá, ni a mi pobre hermanito que se murió..., a nadie en el mundo, ¡rica!...
¡Si supieras que a veces he tenido envidia pensando en Alina que vive a tu
lado, que te desnuda por las noches, que te viste por las mañanas, que puede
verte a todas horas, que es tuya!... ¿No te incomodas Lilí? (142).

Margarita pasa del plano afectivo al plano erótico al incluir el cuerpo


desnudo de la marquesa y los celos que le provoca la cercanía de éste con
su empleada. La marquesa hace a su vez un reclamo de amor, al preguntarle
por los hombres que la cortejan. La escena termina con un beso en la boca
que da Margarita (con sus labios de niño vicioso, nos dice el texto) a Liliana,
y que esta última no rechaza.
Una consecuencia central de la relación entre Liliana y Margarita es que
transforma eróticamente a la marquesa. Después de intimar con Margarita
su relación sexual con Carlos se ve modificada:
Siempre fogosa y mimosa, Liliana recorría, entre los brazos de su amante,
el camino que del Deseo lleva al Espasmo, con un ardor agonizante; pero aban-
donándose menos y exigiendo más, hubiérase dicho que ya no consideraba a
Carlos como a un compañero de placer, sino como a un esclavo encargado de
proporcionarle sensaciones fuertes y raras. A veces Llorede parecía fatigarse
160 Karen Poe

antes que ella en la lucha deliciosa de los sexos. ¿De verás? Sí, de veras...
¡Estoy muerto!... Y Liliana, no obstante, exigía esfuerzos sobrehumanos para
satisfacer su propio apetito aún no saciado. Otras veces, por el contrario, ella
experimentaba un cansancio definitivo antes que él, y entonces sus labios in-
clementes no ofrecían a los labios enloquecidos de Carlos sino la fría resignación
de los besos pasivos... (155).

El deseo sexual femenino, llevado hasta el grado de insaciabilidad, es un


temor masculino bastante recurrente en el fin de siglo. Tradicionalmente la
crítica ha propuesto que los nuevos roles sexuales y sociales asumidos por
las mujeres, a finales del siglo XIX , parecen haber sido la causa del recru-
decimiento de este fantasma masculino. Sin negar el valor sociológico de
esta interpretación, hoy, los Gay and Lesbian Studies me permiten abordar el
tema desde otra perspectiva. Las reflexiones sobre el sadomasoquismo y
el erotismo anal han puesto en evidencia la fragilidad del dominio sexual
centrado en el falo. La insaciabilidad del compañero penetrado (la falta de
orgasmo anal) hace estallar el falocentrismo, pues convierte al portador
del órgano en un ser accesorio, sustituible. Como señala Browning: “El
hombre penetrado es –teóricamente– insaciable y, como tal, enemigo de
la virilidad. Tal hombre no hace más que intensificar el miedo del hombre
fálico, el miedo de ser accesorio, superfluo dentro del orden cósmico” (91,
mi traducción). El orgasmo, momento de placer tal vez siempre demasiado
breve, es precedido inevitablemente de una caída. ¿De una pérdida de do-
minio?
El lesbianismo, erotismo no centrado en la penetración, abre el espacio
de sensibilidad sexual de Liliana, quién al sentir de Carlos, ya no se satisface
tan fácilmente como antes. Lejos estamos de las preocupaciones de Rogerio,
quién jamás se hubiese planteado el problema de la satisfacción sexual de la
inmaculada Luz. Además, el lesbianismo es expuesto en la novela como una
relación de amistad, cargada de una buena dosis de ternura. En este sentido,
el texto sugiere la posibilidad, planteada teóricamente por Foucault, de una
sexualidad desexualizada, que evidentemente hace temblar al personaje
masculino, en tanto portador ideológico del falocentrismo.
La novela de Gómez Carrillo es, en este aspecto, deliciosamente ambigua
ya que parece dudar sobre el modo de observar este fenómeno. El texto
ofrece dos niveles de interpretación que se contradicen. Por una parte, los
diálogos de los protagonistas masculinos expresan el rechazo de la relación
erótica entre las mujeres, pero en el nivel de las acciones, éstos no pueden
escapar al influjo de su encanto.
Del vampiro a la lesbiana. El deseo sexual “femenino” en la novela ... 161

Elizabeth Ladenson ha señalado que el lesbianismo hiperboliza el enigma


que representa para un hombre el deseo de una mujer (12). Es entonces,
precisamente aquello que no se puede imaginar, lo que produce la angustia
masculina. El lesbianismo ha cumplido en la imaginación literaria masculina
una doble función pacificadora. Por una parte, al mostrar y develar ese
enigma, lo vuelve manejable (¿representable?) pero también, por lo que La-
denson denomina como el “síndrome Pussy Galore” (15-16). Este nombre
corresponde a la famosa y voluptuosa lesbiana de la cinta Goldfinger. En esta
película, la mujer arrogante e independiente no logra escapar por mucho
tiempo a los atractivos del fálico personaje de James Bond. Como señala
Ladenson esto ejemplifica la función de la lesbiana como objeto de la mirada
masculina. En cierta forma se ofrece como elemento de excitación sexual
pero indefectiblemente vuelve al redil, es decir, sucumbe a los encantos
del falocentrismo.
El texto de Gómez Carrillo se posiciona en el margen de esta tradición
occidental. El lesbianismo no cumple la función de apaciguar la mirada mas-
culina, por el contrario, los que se rinden ante el espectáculo de aquello que
no comprenden, son los personajes masculinos. Además, propongo que el
desenlace del texto es una puesta en escena de un erotismo caracterizado
por la pérdida –voluntariamente aceptada– de poder masculino. Entre el
poder y el placer, los protagonistas masculinos eligen gozar.
Carlos y Robert (su mejor amigo) en el plano discursivo condenan,
desde el punto de vista moral, abiertamente la relación de las dos mujeres.
En especial porque las desean con locura y ese amor los excluye. Pero en el
plano de la acción todo el rechazo moral no sirve de nada, no los protege
de sus ansias desmesuradas de placer. Las mujeres no dan explicaciones
sobre su conducta y tampoco manifiestan ningún sentimiento de culpa al
respecto. La explicación de esta “debilidad” masculina es que ambos son
héroes decadentes. Por ejemplo, Carlos es descrito como un “ser débil, sen-
sitivo, orgulloso y degenerado como todos los artistas modernos” (178-179).
Desde el punto de vista del relato, Carlos (envenenado por Robert)
enfrenta a Liliana sobre su relación con Margarita. La marquesa se enoja y
decide no contestar nada a su amante para aclarar sus dudas, para que deje
de sufrir. No le obsequia una mentira piadosa. Carlos, despechado, decide
irse del castillo y abandonar a Liliana:
Ya cerca de París, al contemplar en el horizonte las filas interminables
de farolas encendidas que corren desde la puerta Maillot hasta el Arco de
Triunfo, y que luego se esparcen, a lo lejos, en un aleteo de puntos dorados;
al verse cerca de la gran ciudad gris, ruidosa, febril; al pensar en la tristeza
162 Karen Poe

de su porvenir, no pudo contener las lágrimas y comenzó a llorar, de pie, en


medio de la ruta, como un niño que hubiera perdido a su madre y que no
supiese adónde ir. (165).

Aparece de nuevo el llanto masculino como respuesta del protagonista


en una inversión de roles ya que el personaje femenino es el que se presenta
lleno de fortaleza. Contrasta con la reacción de llanto, el efecto que produce
en Liliana la separación. La heroína se siente liberada de un peso y decide
aprovechar su nueva condición:
Al romper, con una violencia imprevista, los lazos sentimentales que la unían
a Carlos de Llorede, Liliana experimentó de nuevo la sensación complicada
de libertad dichosa y de cruel melancolía, que la muerte de su esposo habíale
producido algún tiempo antes.
Su alma sentíase libre, completamente libre, y el horizonte se ensanchaba
ante ella, permitiéndola respirar a su antojo. “¡La independencia!” Pero al mis-
mo tiempo una vaga congoja oprimía su pecho, llenando de amargura todas
las esperanzas de vida libre que su deseo acariciaba. (167).

Carlos se dedica a trabajar, a escribir y logra cierta fama en los medios


parisinos. Pero no logra ser feliz, su ser atormentado no consigue la paz:
Por las noches, al acostarse, después de haber absorbido mucho alcohol y
mucho humo; después de haber hecho lo posible por olvidarse de sí propio y
por parecer alegre... al acostarse en su lecho solitario, la nostalgia de las cari-
cias gozadas acentuábase hasta el punto de producirle un verdadero delirio
de los sentidos, impidiéndole coordinar las ideas, sumiéndole en un estado
de insomnio lascivo e incoherente. (177).

Además, el texto plantea una transformación de la relación. Carlos ya


no ama a Liliana, solamente la desea con locura. Al caer el velo del amor
aparece la dimensión agresiva que constituye todo vínculo erótico:
Cuando me la figuro decapitada y exánime, sin voluntad, sin fuego y ente-
ramente carnal, la deseo con más ardor que nunca... Lo que me atormenta,
pues, no es el amor mismo... Es la Lujuria. (180).

Este fragmento muestra un intento desesperado (quizás el último) por


volver a tomar el control de la relación. La fantasía erótica necrófila propone
una versión extrema de la amada inmóvil. La mujer inmovilizada hasta el
punto de la rigidez definitiva de la muerte. En ese momento –cuando la
mujer se detiene y deja de ser un sujeto– sí es posible el sexo. Pero además
Del vampiro a la lesbiana. El deseo sexual “femenino” en la novela ... 163

la palabra lujuria (escrita con mayúscula) nombra lo que está en juego. Al


caer el velo del amor las complejidades del sexo pasan al primer plano.
Por su parte, Liliana, de quién se dice que no experimentaba ningún de-
seo fijo y definido, además de cultivar su amistad con Margarita, se entrega
al disfrute de su libertad recién adquirida.
Sólo una idea era en ella neta: la voluntad de ser libre y de gozar sin re-
serva alguna de su libertad. En cuanto a los medios de realizar su deseo, no
los conocía. Su proyecto de vida porvenir semejábase a un vasto plano de
futura ciudad, en el cual un ingeniero no hubiese trazado sino el alineamiento
general, dejando libre el campo a la fantasía y al azar para la construcción de
los edificios. (168).

Magnífica forma de metaforizar la idea freudiana de la labilidad pulsional.


Liliana es una heroína decadente, es un personaje sobre el cual recae el
peso de las contradicciones de la modernidad. Liliana es José Fernández,
el protagonista de De sobremesa, y, al igual que éste, se hunde en el tedio
después de entregarse a una serie de aventuras eróticas que no la satisfacen
plenamente.
Todo lo extraño, todo lo misterioso, todo lo infame, despertaba su curiosidad
enfermiza, hasta el punto de producirle verdaderas crisis de deseo. [...] Toda
la caravana de la moderna decadencia, en fin, atraía a la antigua marquesa,
con el prestigio de sus pecados y de sus refinamientos.
[...] Pero ninguna de tales fiestas del vicio laborioso y artificial lograba, a
la larga, satisfacer por completo sus sentidos. (181-182).

Sorprende entonces el inesperado final de la novela. A diferencia de


las otras dos que forman la trilogía, Del amor, del dolor y del vicio no termina
con el relato de una relación sexual sino con una capitulación definitiva.
Capitulación, desde el punto de vista del falocentrismo, pues es posible
suponer que los personajes masculinos se han lanzado al abismo. Robert,
después de un largo trabajo de seducción, le propone matrimonio a Margarita
del Campo. La mujer que prefiere a las mujeres acepta el compromiso. La
boda se realiza en el castillo de la marquesa, quien confiesa indirectamente a
Robert que aún siente algo por su antiguo amante. Robert invita a su amigo
a la celebración y lo insta a ser feliz (es decir a volver con Liliana). El texto
se cierra con la llegada de Carlos al castillo, a las cinco de la madrugada y
con la apariencia de un fantasma. Robert piensa las palabras finales:
¡Pobrecillo! –pensó Robert al ver entrar a su pálido amigo– ¡Cuánto debe
de haber sufrido antes de decidirse a ser feliz de nuevo! (201).
164 Karen Poe

Cuando en 1919 el editor de Cosmópolis le propuso a Gómez Carrillo


reeditar las tres novelas, el autor inicialmente se negó. Su argumento era
que se trataba de obras de extremada juventud (escritas a los dieciocho
años) cuya inmoralidad pueril e ingenua, dejaba de ser peligrosa. Según
sus propias palabras:
Todo se reduce, para hablar como esos franceses del siglo XVIII , a no
darle mucha importancia a los asuntos de couchage y a llamar bagatela al
pecado carnal, pues del sexto mandamiento se trata. (Gómez Carrillo 36).

Me parece que el autor no era consciente del verdadero alcance de su


texto. Del amor, del dolor y del vicio no se reduce a un problema de couchage. Su
final abierto al futuro la diferencia de las otras dos novelas que terminan
precisamente con un acto de cama. Bohemia sentimental finaliza con el relato
metaforizado de una relación erótica cobijada por el amor de sus protagonistas.
Pobre clown con el desencuentro sexual, pues mientras el pobre payaso le
hace el amor a la mujer, ella piensa y dice el nombre de otro.
En Del amor, del dolor y del vicio otro asunto está en juego. Quizá éste sea el
motivo por el cual fue la novela más criticada, rechazada y prohibida de las
tres. Se trata de un texto que atenta contra el falocentrismo. Sus personajes
no son fácilmente ubicables en los géneros sexuales, o al menos no cumplen
con los roles que la sociedad les establecía. Pero no se trata de una mera
inversión de lugares: mujeres fuertes y dominantes y hombres débiles y
dominados. La insatisfacción, el tedio y el desamor se reparte entre todos
sin importar su sexo biológico.
La indefinición genérica de los personajes vuelve vacilante la simetría
erótica construida, en Occidente, desde el amor platónico. Si ¿la mujer?
deja de funcionar como alteridad complementaria, sale a la luz toda la
problemática del dominio en la relación sexual. La “perversión”, en este
caso el lesbianismo, permite que aflore, para utilizar el planteamiento de
Jean Allouch, la pregunta esencial del lugar que ocupa el amo en el sexo
(148). Este lugar, tradicionalmente de dominio, es puesto en crisis por la
novela. El texto parece decir, con Allouch, que no hay amo del sexo pues
el orgasmo es inevitablemente una pérdida de dominio. Carlos y Robert
parecen querer precisamente lo contrario del poder: perder el dominio, o
simplemente perderse.
Del vampiro a la lesbiana. El deseo sexual “femenino” en la novela ... 165

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