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El problema de la obligación política tiene que ver con las razones que podemos dar para
obedecer el derecho y hasta dónde se extenderá la obediencia. Por su parte, el problema de
la legitimidad se refiere a las razones que justifican el poder coercitivo del Estado y hasta
dónde se extenderá dicho poder.
Hasta dónde se extiende el poder coercitivo del estado, o hasta donde está el límite.
Esta distinción permite mantener posiciones en las que se pueda afirmar, por un lado, que el
Estado está legitimado para imponer su poder coercitivo y, al mismo tiempo, negar que
exista una obligación por parte de todos los individuos de obedecer sus normas
Ésta parece ser la posición de Dworkin cuando mantiene que, aunque un Estado puede
tener buenas razones en circunstancias especiales para ejercer la coerción sobre quienes no
tienen el deber de obedecer sus leyes, no hay manera de justificar la coerción estatal si el
derecho no es en general una fuente de genuinas obligaciones.
La idea que subyace a esta posición es que por el mero hecho de que se considere que el
Estado está legitimado moralmente respecto a unas personas (por ejemplo, porque han
prestado su consentimiento) no se puede inferir que ese mismo Estado esté legitimado para
imponer sus medidas coercitivas a otras (por ejemplo, las que no han prestado tal
consentimiento). Con lo cual, sólo resolviendo primero el problema de la justificación de la
obediencia del derecho de todos los sujetos relevantes podremos encarar el problema de la
legitimidad del Estado para imponer por la fuerza sus normas
Una tercera posibilidad pasa por entender que la existencia de un Estado justo es un
requisito para que nazca la obligación de obedecer sus normas, aunque tal vez no sea
suficiente.
Sea cual sea la posición que de entre las tres citadas se adopte, es preciso saber qué razones
se pueden aportar para justificar la legitimidad del Estado o la obediencia al derecho.
Normalmente, los filósofos políticos se han concentrado en el problema de la legitimidad,
mientras que los filósofos del derecho han abordado el problema de la obligación. Pero en
numerosas ocasiones seguramente no se ha realizado la distinción porque, como se ha dicho
anteriormente, el mismo tipo de razones puede ofrecerse para encarar uno y otro problema.
A qué nos referimos cuando hablaos de Consentimiento expreso para que el estado utilice
la coerción
El recurso que ha sido más utilizado por las corrientes voluntaristas ha sido el del contrato
social. Si pudiera mostrarse que cada individuo ha realizado un contrato con el Estado, o
con los demás individuos para crear un Estado, el problema quedaría aparentemente
resuelto; se habría mostrado cómo el Estado obtiene autoridad universal, es decir, sobre
cada uno de nosotros, y se haría de la única forma posible: porque nosotros lo hemos
autorizado.
Ahora bien, ¿cuándo ha habido un contrato de este tipo? ¿hay constancia de que en
algún momento histórico unos individuos pasaran de un estado de naturaleza a una
sociedad civil sellando un contrato? Pocos pretenderán sostener que esto ha sucedido
alguna vez. Pero, por un momento, imaginemos que fuera cierto.
¿Qué probaríamos con ello? ¿Estarían los ciudadanos actuales comprometidos por este
acuerdo anterior y lejano? Parecería muy raro justificar el deber de obediencia actual en
estos términos.
El problema estriba en requerir un consentimiento que sea expreso y que afecte a todos los
ciudadanos de un Estado
Consentimiento tácito
Cuando se toma en consideración la idea de que a través del voto se consiente, ya se está
entrando de lleno en la problemática que plantea el consentimiento tácito. Todos los
grandes teóricos del contrato social desde Hobbes, pasandopor Locke y Rousseau, han
apelado de distintas maneras a argumentos basados en el consentimiento tácito. La tesis
básica es que mediante el disfrute silencioso de la protección del Estado uno consiente
tácitamente en aceptar su autoridad. Esto bastaría para obligar al individuo a obedecer el
derecho.
John Locke, gran defensor de la necesidad de que el consentimiento sea expreso, elaboró,
no obstante, un argumento que parece plausible para decir que, a pesar de todo, también se
crean obligaciones políticas mediante el consentimiento tácito. Así, Locke afirma que todo
hombre que tiene posesiones en los dominios de un gobierno está dando su tácito
consentimiento para someterse a él. Y ello es así aunque las tierras sólo las tenga
arrendadas o, incluso, "si simplemente hace uso de una carretera viajando libremente por
ella" (Locke, 1689, pág. 130).
Pero no hay que perder de vista que aquí el argumento trata de mostrar que lo que obliga es
el consentimiento. Estamos obligados a obedecer no por el hecho de recibir beneficios por
pertenecer a un Estado, como en el caso del juego limpio, sino porque al recibir estos
beneficios estamos dando tácitamente nuestro consentimiento.
Lo que se halla tras el argumento es la idea de que si una persona no está conforme con su
Estado puede irse; si se queda, consiente. Pero que la única forma de disentir de un Estado
deba ser abandonarlo parece una exigencia muy fuerte. Como ya dijera Hume, no todo el
mundo tiene la posibilidad de cambiar de Estado a voluntad:
Sólo en algunas comunidades políticas muy concretas de poco tamaño y libres sería factible
pensar seriamente en esta posibilidad de manera universal. Quizá las dimensiones de la
Ginebra de Rousseau lo permitieran, y por esa razón a este filósofo le parecía muy
razonable la idea de Locke (Rousseau, 1762, pág. 295). Pero, en el contexto de los Estados
actuales, es difícil aceptar esta justificación.
Consentimiento hipotético
Descartada como irrazonable la exigencia tanto del consentimiento expreso como del tácito,
queda por explorar las posibilidades de un consentimiento hipotético. El argumento sería el
siguiente. Si suponemos que no nos hallamos bajo la autoridad de un Estado, sino en un
estado de naturaleza (donde rige la lucha de todos contra todos en la versión de Hobbes) y
somos racionales, haríamos todo lo posible por crear un Estado a través del contrato social.
Si es cierto que todos los individuos racionales en el estado de naturaleza harían libremente
esta elección, entonces parece que éste es un buen argumento para justificar el Estado.
No obstante, si queremos que esto sea compatible con los postulados voluntaristas, hay algo
en esta forma de ver las cosas que parece chocante. Se supone que únicamente a través de
actos voluntarios de consentimiento podemos adquirir obligaciones políticas. Puede decirse
que un acto supone una modificación del estado de cosas del mundo, pero un
consentimiento hipotético, por definición, no supone ningún cambio en el estado de cosas
del mundo,
que es tanto como decir que no es un acto. Entonces, ¿cómo hay que interpretar el
argumento del consentimiento hipotético? Pueden darse, al menos, dos interpretaciones,
cada una de las cuales es fuente de problemas.
Una posibilidad es afirmar que el contrato hipotético es una manera de decir que
determinados tipos de Estado merecen nuestro consentimiento.
La otra posibilidad tal vez podría salvar el carácter voluntarista de la teoría del contrato
hipotético. Consistiría en tratar la cuestión en términos disposicionales. Aunque de hecho
muy pocos han prestado su consentimiento, podría sostenerse que si alguien nos pidiera
nuestra opinión al respecto y nos pidiera que pensáramos seria y detenidamente sobre
el asunto, todos acabaríamos prestándolo. Esto puede interpretarse en el sentido de que
tenemos una disposición a prestar este consentimiento.
El recurso del contrato hipotético puede ser visto ahora como un modo de conseguir que
nos demos cuenta de lo que realmente creemos. Reflexionando sobre cómo me comportaría
en el estado de naturaleza, llego a percatarme de que en realidad doy mi consentimiento al
Estado. La idea importante no es que, después de realizar este experimento mental, dé mi
consentimiento por primera vez.
Lo que exige el argumento es que, una vez llevado a cabo este proceso de reflexión, me dé
cuenta que siempre he estado dando mi consentimiento. Así, la finalidad del argumento del
contrato hipotético sería revelar un consentimiento disposicional: una actitud todavía no
manifestada de consentimiento.