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Huesos ausentes

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y seguí con tu vista
la lectura.
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tu propia lectura.

EL CASO DEL TRICERATOPS


Leopoldo Jolms llegó al Museo Nacional de Ciencias Naturales a las nueve y veintisiete de la
mañana. El sol se ocultaba detrás de unas nubes negras, que prometían una lluvia intensa. El
detective había recibido la llamada del jefe de policía bien temprano y le había solicitado que se
hiciera presente en el museo cuanto antes. Necesitaban su ayuda.
En la puerta del lugar, un policía lo detuvo antes de ingresar. El guardia de la puerta le indicó que el
jefe Fontinn se encontraba en la sala de paleontología.
El detective ingresó a un corredor de piso brilloso y amplios ventanales, donde la luz natural
impactaba en las diversas maquetas de las distintas épocas históricas del hombre: primeros
homínidos, Australopitecus, Homo hábilis, Homo erectus, Homo sapiens. Pequeños muñecos poblaban
las distintas vitrinas y peceras, decoradas con fotografías que simulaban sus ambientes naturales.
Jolms las observó sin demasiado detenimiento y continuó su camino hacia la sala indicada.
Sobre el marco de la puerta, un cartel indicaba el nombre de la sala: “Mesozoico”. Y la misma se
dividía en tres subsalas: Cretáceo, Jurásico y Triásico. Fontinn se encontraba en la primera sala y, al
ver al detective, le gritó:
–Jolms, por aquí. Venga, deprisa.
El detective apuró el paso, dejando de lado decenas de plantas, insectos y animales de más de 150
millones de años.
El jefe de policía estaba junto al director del museo, que fue presentado de inmediato.
–Jolms, buen día. Le presento a Zalski, el director del museo.
–Mucho gusto –dijo el recién llegado.
–Gracias por venir, detective –dijo el director–. Imagino que está al tanto de la situación.
–De algo estoy enterado, pero me gustaría oírlo de usted –pidió Jolms.
–Al detective le gusta hacer participar a todos –dijo con ironía el jefe de policía.
–Bueno. Esta mañana, a eso de las seis, recibí la llamada de Benicio, desesperado, pidiéndome que
viniese urgentemente.
–¿Benicio es…? –interrumpió Jolms.
–Oh, sí, perdón. Benicio es nuestro guardia nocturno. Hace más de veinte años que trabaja aquí. Ni
bien descubrió el hecho, me llamó por teléfono. ¿Quiere ver el estado del fósil? –preguntó el
hombre.
Jolms hizo un gesto con la mano, señalando el camino e indicando que avanzaría después de él.
Dio a entender que le encantaría conocer el fósil.
En la misma sala donde se encontraban, pero en un ala más apartada, con un gran ventanal que
mostraba un parque extenso, encontraron el problema en cuestión.
–He aquí –dijo Zalski indicando el enorme Triceratops que se erguía frente a ellos.
Jolms lo miró con detenimiento, y a pesar de su falta de conocimiento en la materia, descubrió que
faltaban varios huesos en el esqueleto del dinosaurio. Se acercó para inspeccionarlo, y el jefe de
policía, con algo de sarcasmo dijo:
–No es de los que usan lupa para descubrir huellas. Tiene buen ojo –dijo con una sonrisa.

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Jolms prefirió no hacer caso a lo que escuchó, y continuó observando el esqueleto. Se agachó y
con su mano derecha frotó el suelo. Luego se miró la palma de la mano y se la sacudió en el
pantalón. Dio una vuelta alrededor del fósil, observando de arriba hacia abajo, buscando pistas.
–Parece que va a caer… –dijo el director–. Los huesos faltantes fueron cuidadosamente extraídos,
como si un experto supiera cuáles sacar, cuáles son los que permiten que el esqueleto continúe en
pie.
–¿Quién querría robarse unos huesos? –preguntó el jefe de policía.
–En el mercado negro se pagan muy bien. Son piezas invaluables para muchos excéntricos
coleccionistas –dijo Jolms mientras se acercaba al ventanal que daba al parque y observaba con
atención el exterior.
–El detective tiene razón. Conocemos muchos casos de robos de piezas como estas, o vasijas o
armas antiguas. Se han llegado a pagar miles de dólares por restos en tan buenas condiciones. Este
es uno de los pocos Triceratops en el mundo del que se han recuperado todos sus restos. Y ahora,
esto… Es una desgracia –gimió Zalski.

–Es una desgracia, es cierto, pero tiene solución –afirmó Jolms, mientras intentaba abrir la puerta
del ventanal–. Está cerrada. ¿Siempre está cerrada?
–Sí. Solo la abrimos para limpiar el parque –afirmó el hombre–. ¿Necesita que la abra?
–No, está bien. Ya pude ver lo que necesitaba ver. ¿Quiénes tienen llave de esta puerta? –quiso
saber Jolms, intuyendo la respuesta que recibiría.
–Yo tengo una. Benicio tiene otra. Y el guardia que está durante el día tiene la tercera. Nadie más.
Pero tiene alarma esa puerta. No hay forma de entrar sin que se active la alarma.
–Perfecto. Me gustaría conocer a Benicio. ¿Podría llamarlo, por favor?
–Yo me ocupo, Jolms –dijo Fontinn. Tomó su handie y dio la orden de que llevaran al guardia
nocturno a la sala donde se encontraban.

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A los pocos segundos, un hombre corpulento, de pesado
caminar, ojos despiertos y boca pequeña, apareció en la sala.
Sobre el lado izquierdo de su uniforme se leía claramente
su nombre en una placa dorada.
–Buen día –dijo el recién llegado.
–Buen día, Benicio –saludó Jolms–. ¿Usted tiene llave
de esta puerta, verdad?
–Sí, tengo una. Aquí está –dijo al mostrar un
manojo de llaves–. Las otras abren otras puertas del
museo.
–Bien, ¿y las ha usado durante la noche? ¿Ha
abierto esta puerta en particular?
–No. No lo hice. Sí abrí la del salón de al lado,
durante la noche, porque me pareció escuchar unos
ruidos en el parque. Salí y di una vuelta, pero no
encontré nada. Le juro que esta puerta no la abrí –
afirmó seguro el guardia.
–Bien. ¿Sabe que faltan varios huesos de este
esqueleto, de este enorme carnívoro?
–Sí, lo sé… Yo mismo lo he descubierto esta mañana.
–No es un carnívoro, señor Jolms. Es una confusión muy
frecuente. Es herbívoro –aclaró el director del museo.
–Sepan disculpar mi ignorancia. La paleontología no es una de mis
materias favoritas –dijo Jolms con un ademán de disculpas.
Jolms observó el rostro del guardia que sonreía. El cuello de la camisa no le cerraba bien, y el
último botón estaba desabrochado, oculto por la corbata del uniforme.
–Benicio, le pido si puede abrirnos la puerta, quiero examinar el exterior –dijo Jolms.
–Recién le ofrecí abrirla… –se enojó Zalski.
–Disculpe, pero se me antojó salir a respirar un poco de aire. ¿Podrá? –dijo mirando a Benicio.
El guardia se acercó a la puerta y tomó su enorme llavero. Probó la primera llave, pero no abrió.
Luego la segunda y tampoco. Y luego la tercera.
–Esta tampoco. Estoy un poco dormido, sepan disculparme –dijo el guardia de seguridad.
Luego de varios intentos más, al fin se abrió la puerta, y los cuatro hombres salieron al parque.
Jolms se agachó y frotó su mano sobre la tierra. Observó desde esa altura el extenso suelo que lo
rodeaba. Miró el cielo y se rió.
–Antes que comience a llover, le pido, Benicio, que nos diga su verdadero nombre –pidió Jolms sin
exaltarse.
Los otros tres caballeros se miraron extrañados.
–¿De qué habla, Jolms? –preguntó Zalski.
–Lamento informarle que este hombre aquí parado, no es Benicio. ¿Podría decirnos quién es, y
dónde se encuentran los huesos que robó? Sé que están aquí afuera, pero podría evitar la larga
búsqueda.
Benicio bajó la vista y dijo:

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–Es cierto. No soy Benicio. Pero no me robé los huesos. Soy
Alfonso, el hermano gemelo de Benicio.
–Bien. Escuchamos la historia –dijo Jolms muy tranquilo.
–Benicio tenía una cita esta noche. Hacía meses que
intentaba invitar a salir a una chica, y ayer ella por fin
aceptó. Enloqueció de alegría. Sabía que si le decía que
no podía porque trabajaba, perdería su única
oportunidad. Entonces me propuso reemplazarlo.
Sabía que nadie notaría la diferencia. Somos casi
iguales.
–Casi. Él es un poco más flaco.
–Es cierto. Yo estoy pasado de peso. Acepté venir
esta noche. Me prometió que nada pasaría. Que solo
debía recorrer el museo y hacer sonar la alarma ante
cualquier problema.
–Pero pasó –afirmó Jolms.
–¿Cómo supo que no era Benicio? –preguntó el
director.
–El primer indicio me lo dio su desconocimiento sobre el
Triceratops. Creo que cualquier persona que pasa veinte
años trabajando en un lugar, conoce todo a la
perfección. Y que no supiera que ese dinosaurio era herbívoro,
me llamó la atención. La segunda pista me la dio su confusión con
las llaves. Debería saber exactamente cuál abre cada puerta. Y tercero, el cuello de la camisa sin
abrochar, me indicó que era un talle más chico que el que debía usar, y que no debía ser su camisa.
Todos miraron a Alfonso, quien afirmó todo con su cabeza.
–Ahora, díganos, ¿dónde están esos huesos? –preguntó Jolms.
–Le juro que no los tengo. Sería incapaz de robar algo, y de arruinarle la vida a mi hermano.
–Entonces, ¿dónde están esos huesos? –preguntó Fontinn.
Y antes de que se escuchara la misma respuesta que antes, vieron aparecer un pequeño perro en
el parque, corriendo deprisa por todos lados. Un trueno resonó en el cielo, como trombón de
orquesta, y una intensa lluvia comenzó a caer sobre los cuatro hombres. El perro comenzó a
remover la tierra con sus patas, tierra que empezaba a convertirse en barro. Extrajo del pozo que
hizo un pequeño hueso, y luego se dirigió hacia otro montículo de tierra y realizó la misma tarea.
Cinco veces en total, extrajo cinco huesos. Cinco huesos de Triceratops.
–Resuelto el misterio de quién se llevó los huesos –dijo Jolms con una sonrisa–. Debe haber
entrado por la otra puerta cuando la abrió por la noche, y salió a investigar –le dijo a Alfonso. El
perro apiló los cinco huesos del fósil y comenzó a ladrar cuando Fontinn se acercó para agarrarlos y
regresarlos al lugar donde pertenecían.

Darío Levin

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