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La dentadura

El Señor C. vivía en la casa de la izquierda, junto a la del Señor S., que habitaba la de la derecha.
Eran dos casas iguales, simétricas, hechas de ladrillo a la vista, bajo un mismo gran techo a dos
aguas. Tanto la casa del Señor C., como la del Señor S., formaban parte de un conjunto de casas
idénticas, emplazadas una junto a la otra, que construyeron los ingleses que administraban el
ferrocarril, para alojar a los trabajadores y sus familias. Aquel fue un pueblo del tren.

Cuando el ramal cerró, muchos trabajadores, los más jóvenes, fueron reubicados cerca de otras
estaciones, movilizando así a muchas familias. En cambio, los trabajadores mas grandes fueron
obligados a jubilarse. Ese fue el caso del Señor C. y del Señor S., que tenían la misma edad. Ambos
habían prestado servicio al tren, en distintos sectores: C. fue mecánico y S. tornero. En épocas de
apogeo, el tren circulaba mucho, sus partes se gastaban y rompían frecuentemente. Tanto uno
como el otro, tenían mucho trabajo. Fue duro acostumbrarse a la pasividad constante, el ocio
eterno e impuesto.

De a poco, mientras las canas ganaban lugar en la cabellera y las arrugas construían un nuevo
rostro, el Señor C. y el Señor S. veían como las casas iban quedando solas; ya no se veía gente
caminando por las arboladas calles; no había reunión en las veredas, con el mate como excusa; los
naipes no golpeaban las mesas del bar, entre vasos de cerveza, papas fritas o maní; no se oficiaba
misa, pues no había a quién darle la bendición.

En poco tiempo, ambos contaron con el infame título de ser los únicos habitantes de ese pueblo
fantasma, al cual era imposible acceder. Solo había dos difíciles formas de hacerlo: el tren -que ya
no pasaba- y un camino de tierra que, muchos kilómetros antes, se desprendía de otro camino de
tierra, y cuando llovía era inutilizable. También lo era los días de sol: el poco uso permitió que la
naturaleza se impusiera. Ningún vehículo podía pasar por allí. El único que se adentraba a caballo,
cada tanto, era el sobrino del señor S., apoderado de ambos para el cobro de la jubilación. Su
presencia significaba dos cosas: primero unos pocos pesos (les descontaba la comisión, gasto de
transporte, alimentos y seguro); segundo, algunos artículos de almacén. El resto de las vituallas,
las obtenían ambos de una pequeña quinta en común, que sobrevivía a fuerza de empeño.

Desde que eran los únicos, todo fue comunitario. Lo que a uno se le rompía, el otro lo arreglaba; lo
que a otro faltaba, uno lo prestaba. Así fue el caso de los anteojos. Cuando la presbicia tardía
dominó las formas que se le presentaban a S., C. -que llevaba años portando lentes- se los prestó,
aunque no fueran los recomendados. Organizaban las tareas, acorde a la posibilidad de uso.

Ese fue el puntapié. De a poco, los dos funcionaban como uno solo. C. preparaba la ensalada y S.
condimentaba; C. lavaba la ropa, S. enjuagaba, C. sacudía, S. colgaba, C. descolgaba, S. doblaba, C.
guardaba. Todo era pensamiento y acción en conjunto. Sólo se separaban por la noche, a la hora
de dormir, donde no había espacios en común. Cada uno, en su casa, era dueño exclusivo de sus
recuerdos y sus sueños.

Día a día, la actividad se repetía. Hasta las llegadas del sobrino y sus descuentos, que fueron
indexándose, eran repetición. Nada nuevo … a propósito del sobrino. Llegó un día que no volvió a
verse. Desapareció; y, con él, el magro dinero que les dispensaba. Eso no era problema en un
pueblo en donde los billetes no pueden cambiarse. Más les preocupó al Señor C. y al Señor S. la
ausencia de productos que venían del exterior: pilas para la radio portátil; los carmelos ácidos que
le gustaban a S.; los repasadores de cocina; algún pedazo de carne, para tirar en la parrilla; el vino.
Todo desapareció junto al sobrino.

Tantos años de servicio en los talleres del tren, desarrollaron la astucia de ambos. Así que, lo que
faltó se reemplazó. Y así siguieron. Comían de la huerta, reemplazaban y reciclaban. Resistían,
juntos.

Con el correr de los años, a medida que la espada se curvaba y la piel se aflojaba, ambos, C. y S., se
hicieron extremadamente necesarios el uno con el otro. Se necesitaban. Eran simbióticos. No
había manera de llevar el día a día si uno se ausentaba.

Un día de primavera, C. recordó que estaba próximo el cumpleaños de S.. Viendo que la ocasión lo
ameritaba, propuso hacer un asado. “¿Con qué carne?” – preguntó S.. Hacía rato que vivían de las
verduras. Pero C., de espíritu inquieto, propuso ir de cacería. “No tenemos armas” – dijo S.. Era
verdad. Nunca habían ido de cacería; ni pescar, siquiera.

Pasaron las horas. A C. le daba vuelta en la cabeza el cumpleaños de S.; quería festejarlo con el
banquete imaginado. Sí o sí debía asarse algo. Así que hurgó entre sus pensamientos.

Luego de un rato, como llegado de otra dimensión, un pensamiento ocupó la cabeza de C.. Ansioso
y sobresaltado, corrió a buscar a S.. Lo tomó del brazo; a paso marcado fueron al galpón del taller.
Hacía años que no entraban allí. Ya no eran bienvenidos: los fantasmas y las ratas se lo hacían
saber. Pero ese día, no importaba. ¡C. había tenido una idea!.

Quedaban pocas cosas allí. Primero el saqueo institucional y luego los ex empleados, que
intentaron llevarse algo más que un telegrama de despido, fueron vaciando lo que antes fue un
rebosante depósito de piezas, repuestos, hierros, herramientas, motores, etc. Pero C. confiaba en
que encontraría lo que necesita. Y así fue. En un rincón, parado, encontró un caño de tres cuarto
de pulgada. Y en un estante, más apartado, encontró las esferas de metal, las municiones, que se
utilizaban para los rodamientos. Entregó todo a S. y lo mandó para la casa.

Luego, C. rumbeó para la casa de Z., que estaba al límite del pueblo. Z. hacía años que no vivía allí.
Pero supo ser el dueño de la farmacia del pueblo. Y, si bien el local estaba en otra parte, lo que C.
necesitaba estaba allí. Z. siempre había sido un desconfiado y, por lo tanto, el depósito de las
mercancías estaba en el sótano de la casa.

De una patada, C. abrió la puerta de atrás. Debió esperar unos segundos a reponerse. Ya no estaba
para tanta algarabía junta. Luego entró. Conocía la casa; alguna vez estuvo enamorado con la
hermana Z., hasta que esta se casó con uno de otro pueblo y se fue.

En el depósito no encontró mucho, pues lo que el farmacéutico consideró importante, se lo llevó.


Pero lo que C. buscaba, parece que no le interesaba a nadie. Pero a él sí. Tomó todo y cuanto
pudo. En su propia casa estaba el resto.

Al llegar, S. esperaba sentado en el banco de la puerta, en la pequeña galería de la entrada. No


hubo tiempo de explicaciones. C. pidió a S. que trajera una tabla de picar y una cuchilla. El mismo
fue al baño, abrió el botiquín y tomó la bolsa con las barras de azufre. De regreso a la sala, entregó
las barras y pidió a S. que las moliera con el mango del cortante. Así lo hizo.

Mientras, C. tomó un mortero y soltó dentro las pastillas de potasio que había obtenido en la casa
de Z.. Luego las machacó.

Cuando ambos tenían el producto de sus labores, C. pidió a S. que se apartara. Luego comenzó a
mezclar, hasta conseguir un polvo homogéneo. S. no entendía muy bien qué era eso.

“Pólvora …”. Dijo C.; y agregó: “… Mañana, por tu cumpleaños, vamos de cacería”. Y no se dijo
más.

Al otro día, apenas el sol pasó la línea del horizonte, C. golpeó la puerta de S.. En su mano llevaba
una bolsa. Ésta contenía un frasco cerrado, que guardaba el polvo; también guardaba, aparte, las
municiones. S. salió con el caño en la mano. En silencio, marcharon para el monte.

Estuvieron toda la mañana esperando que apareciera algún animal de cuatro patas. Pero nada. No
hubo caso. Ese día no había ni carpinchos, ni zorros, ni liebres o conejos; no había mulitas ni
comadrejas. Parecía que también marcharon el vagón de carga del último tren.

Pero como era el cumpleaños de S., C. estaba empecinado en el asado. Así que desistió de los
cuadrúpedos y pasó a los alados. Quizá una lechuza, un carancho, un pato … nada. Se ofuscó y se
encerró en sus recuerdos. Así estuvo durante un buen rato. Y, como eran una simbiosis, S. hizo lo
mismo.

Luego de un buen rato, cuando el enojo y la frustración fueron pasando, los oídos de C. captaron
unos chirridos constantes, permanentes, molestos. Buscó con la vista el origen de los mismos.
Segundos después lo vio: siempre estuvieron allí, frente a ellos. Un gran y poblado nido de
cotorras. La cara de C. dibujó una sonrisa.

S. adivinó los pensamientos de C.. Después de todo, no estaban en sus casas y no era hora del
sueño. Intentó detenerlo. No valía la pena disparar contra esos animalitos tan pequeños. Pero C.
estaba empecinado en ofrecer el banquete a S.. No hubo forma de detenerlo.

C. tomó el caño. Tapó un extremo con un trapo bien compactado, mojado en alcohol de quemar,
que haría las veces de mecha. Luego, por el otro extremo, soltó buena cantidad de la mezcla de
azufre y potasio. Compactó con una rama. Cuando creyó que el explosivo estaba a punto, dejó
caer varias municiones dentro del caño. Después, con su dispositivo preparado, hizo un parapeto
donde apoyar el caño, tratando de hacer blanco en el cotorrerio. S. miraba atónito.

Todo estaba preparado. C. pidió a S. que se apartara. Éste se fue a refugiar detrás de un árbol y
esperó. Mientras, C. luchaba con la mecha: no lograba encenderla. Después de mucho intentar, lo
logró. El fuego marchaba por el trapo, rumbo al punto de compresión. Ya estaba por llegar; pero
se apagó. C. maldijo, con una fuerza que le venía desde la planta de los pies.

Volvió a intentarlo. Quedaba poco recorrido del trapo, antes de transformarse en tapón. Tan
excitado estaba C., que no le importaron los riesgos. Enceguecido como estaba, encendió un
fósforo y lo acercó. Segundos después un estampido se oyó, junto a una densa nube de humo,
tierra y cosas que volaban por el aire. C. cayó de espaldas, con la cara llena de hollín.
Para cuando se repuso de la conmoción y la nube se disipó, pudo ver una bandada de cotorras
volando para todos lados, chillando sin parar. El nido estaba destruido. El caño fue a dar cinco
metros hacia la derecha. S. estaba aferrado al tronco, asustado y angustiado. Le parecía un exceso.

C. fue a buscar a S. y caminaron, juntos, hacia el árbol donde estaba el cotorrerio. Había restos de
nido por todos lados. C. sintió desazón. Creía que el esfuerzo fue en vano. Hasta que unos metros
más adelante, tumbadas, vio dos cotorras muertas. Corrió hacia ellas; las levantó. Giró hacia S. y
sonrió.

De vuelta en la casa de S., prepararon el banquete. Como siempre, trabajo mancomunado. Uno
eligió las verduras, otro las corto; uno lavó y aquél cortó; este condimentó y el otro sirvió …

Era el cumpleaños de S.. Y se festejaría, claro que sí. Aunque fueran dos viejos, únicos habitantes
de un pueblo olvidado, en los confines ubicados entre el tendido férreo de un tren que ya no
rueda. Igual se festejaría. Porque podían hacerlo, pues habían sobrevivido a fuerza de compartir. Y
un cumpleaños, la fiesta, es momento de compartir. Así que C. le sirvió a S. la cotorra asada, sirvió
un destilado de mandarina que tenían y brindó “¡A tu salud!”. “Salud …” – dijo S. y dio el primer
mordisco, con ansia.

Un ruido ajeno se oyó. Era extraño, pero conocido. El sonido de algo que se rompe. Y provenía de
la boca de S.

En silencio, C. lo observaba. Lentamente S. abrió su boca. De a uno, desde el interior de aquella,


fueron cayendo pedazos de carne masticada. Una munición; y otra. Un pedazo de dentadura; otro
y otro mas … la dentadura postiza de S. estaba destruida. Ya no habría más ortodoncia para él.

C. y S. se miraron, en silencio. El primero, con el rostro congelado; el segundo con la boca abierta.
Fueron segundos de intriga, ante un futuro incierto, para nada venturoso. Era el fin …

Pero ambos eran una simbiosis. Todo lo hacían juntos, colaborando. Y ese día era el cumpleaños
de S.. Por eso había asado y se festejaba. ¡A festejar!.

C. se quitó su dentadura postiza y se la pasó a S.. Desconfiado, éste la tomó. Después de


observarla un instante, muy lentamente, se la colocó. C. le hizo un gesto, un movimiento
imperceptible con el mentón. Aliviado, S. continuó con su comida. C. esperó su turno.

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