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SANTA MISA, BENDICIÓN E IMPOSICIÓN DE LA CENIZA

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Basílica de Santa Sabina, miércoles, 14 de febrero de 2018

El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes disonantes de nuestra vida cristiana y recibir
la siempre nueva, alegre y esperanzadora noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia en su maternal sabiduría
nos propone prestarle especial atención a todo aquello que pueda enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.

Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno de nosotros conoce las dificultades que
tiene que enfrentar. Y es triste constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces que,
aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es sembrar desconfianza. Y si el fruto de la fe
es la caridad —como le gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta—, el fruto de la desconfianza es la apatía
y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del
pueblo creyente.

La Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y otras tentaciones y dejar que nuestro corazón vuelva
a latir al palpitar del Corazón de Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir y podríamos decir
que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen para volver a «recalentar el corazón
creyente»: Detente, mira y vuelve.

Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con la amargura de sentir que
nunca se llega a ningún lado. Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina
destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos,
el tiempo de la gratuidad… el tiempo de Dios.

Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de estar continuamente en
«cartelera», que hace olvidar el valor de la intimidad y el recogimiento.

Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despreciante que nace del olvido de la
ternura, de la piedad y la reverencia para encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables,
heridos e incluso inmersos en el pecado y el error.

Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido
de la gratitud frente al don de la vida y a tanto bien recibido.

Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder
fecundo y creador del silencio.

Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, infecundos, que brotan del encierro y la
auto-compasión y llevan al olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y sufrimientos.

Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del
valor de los procesos y de sabernos siempre en camino.

¡Detente para mirar y contemplar!

Mira los signos que impiden apagar la caridad, que mantienen viva la llama de la fe y la esperanza. Rostros
vivos de la ternura y la bondad operante de Dios en medio nuestro.
Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando día a día, con mucho esfuerzo para sacar la vida
adelante y, entre tantas premuras y penurias, no dejan todos los intentos de hacer de sus hogares una
escuela de amor.

Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes cargados de futuro y esperanza, cargados de mañana y
posibilidad, que exigen dedicación y protección. Brotes vivientes del amor y de la vida que siempre se abren
paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y egoístas.

Mira el rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros ancianos; rostros portadores de la memoria viva de
nuestros pueblos. Rostros de la sabiduría operante de Dios.

Mira el rostro de nuestros enfermos y de tantos que se hacen cargo de ellos; rostros que en su vulnerabilidad
y en el servicio nos recuerdan que el valor de cada persona no puede ser jamás reducido a una cuestión de
cálculo o de utilidad.

Mira  el rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus errores y equivocaciones y, desde sus miserias y
dolores, luchan por transformar las situaciones y salir adelante.

Mira y contempla el rostro del Amor crucificado, que hoy desde la cruz sigue siendo portador de esperanza;
mano tendida para aquellos que se sienten crucificados, que experimentan en su vida el peso de sus fracasos,
desengaños y desilusión.

Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado por amor a todos y sin exclusión. ¿A todos? Sí, a
todos. Mirar su rostro es la invitación esperanzadora de este tiempo de Cuaresma para vencer los demonios de
la desconfianza, la apatía y la resignación. Rostro que nos invita a exclamar: ¡El Reino de Dios es posible!

Detente, mira y vuelve. Vuelve a la casa de tu Padre.

¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te
espera.

¡Vuelve!, sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la casa del Padre mío y Padre vuestro
(cf. Jn 20,17). Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… Permanecer en el camino del mal es sólo
fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto y nuestro corazón bien lo sabe. Dios no
se cansa ni se cansará de tender la mano (cf. Bula Misericordiae vultus, 19).

¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.

¡Vuelve!, sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y reconciliadora de Dios. Deja que el Señor sane las
heridas del pecado y cumpla la profecía hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y pondré en
ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne»
(Ez 36,26).

¡Detente, mira y vuelve!

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