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(CUENTO)

L repiqueteo del trote de un caballo hizo palidecer a Soledad, El hombre silencioso se había puesto también de pie, tomó su som­
que no pudo disimular el rehilo que recorrió su medula. brero y se dirigió a la puerta. Al llegar a ella se detuvo un momento,
—¿Qué decías?—preguntó, para ocultar su turbación, al lanzó una mirada a la habitación y volvió a decir un
joven que estaba sentado a su lado. —¡Buenas noches!
Por los ojazos negros del mozo había pasado una llamarada de Todos corearon a la par:
ira, pero disimuló también la impresión, y musitó, inclinándose a) —¡Buenas noches!
oído de la joven, con esa costumbre de hablar en voz baja y aparte No tenía derecho a decir más. Las costumbres de la Huerta, que
que tienen los novios. formaban una especie de Código, al que no podía faltar ninguno que
—No te decía nada. se estimase, daban derecho a que todos los mozos, deseosos de buscar
Siguió un momento de silencio embarazoso, porque en tomo del novia, pudieran entrar cuatro días de la semana en todas las casas
hogar estaban sentados las demás personas de la familia, y ¡>odían donde hubiese muchachas casaderas. Era una especie de visita a las
notar algo raro. que tenían derecho, ¡>ero no podían hablar ni mezclarse en nada.
El padre se entretenía en liar cigarros, que iba dejando sobre una Unicamente les estaba permitido el saludo a la entrada y al despe­
mesilla cercana. La madre, tan joven y fresca que parecía hermana dirse:
de Soledad, daba el pecho a su último hijo, y alrededor suyo dormita­ —¡Buenas noches! •
ban otros tres, de nueve a dos años. Una criada vieja hacía girar el Los buenas noches abundaban. Iban de casa en casa, para ver a
huso, hilando seda, con el aire fatigado de quien ha trabajado sin des­ las muchachas bonitas. Eso no obligaba a nada. Caso de enamorarse
cansar todo el día. de una, se dirigía a los padres, y ellos, después de temar informes
La puerta se abrió y apareció, llenándola toda, la silueta de un y de consultar la voluntad de la joven, decidían el sí o el no.
hombre, como de treinta y cinco años, alto y buen mozo. En ocasiones iban repetidas veces a una misma casa y no llegaban
—¡Buenas noches!—dijo con una armoniosa voz de tenor. a decirle nada a la moza.
—Buenas noclies—contestaron todos los demás. Nadie se ocupaba de saber quién era un buenas noches, porque eso
Pero nadie se levantó a recibirlo. hubiera sido faltar a la costumbre. Algunos llegaban y desaparecían
El tomó una silla y sin pronunciar palabra se sentó un poco sepa­ sin que nadie supiera jamás quiénes eran. Había la obligación de reci­
rado del corro. birlos, excepto los miércoles y los sábados, que no eran días de buenas
Los demás siguieron hablando, como si el recién llegado no exis­ noches.
tiese; como si en vez de un personaje real fuese una sombra, invisible Algunos venían de muy lejos. No era extraño que llegasen a caba­
para ellos. llo y demandaran las casas donde había muchachas bonitas, exponién­
El matrimonio y la sirvienta conversaban de sus asuntos con tanta dose a la burla de alguna vecina, que los enviaba donde sólo había
tranquilidad como si nadie las escuchase. Las chicas interrumpían viejas feas.
con disputas de vez en cuando, y los dos novios parecían haber aumen­ La insolencia de algunos buenas noches llegaba a continuar visitan­
tado el interés de su conversación. Antonio se inclinaba hacia Soledad, do las casas donde las jóvenes estaban prometidas. Se habían dado ca­
y le hablaba sonriendo y mirándola tan tiernamente, que se adivinaba sos de deshacerse matrimonios la víspera de la boda, por la demanda
el madrigal. Ella respondía en voz baja, con esa mesura que la etique­ de un Buenas noches, silencioso hasta ese momento.
ta popular, que es la más severa de todas las etiquetas, impone a las Pero el respeto a la costumbre era tal, que los novios, tan celosos
mujeres. de su dignidad para echar mano a la faca por una mirada o por una
Se la veía molesta, nerviosa, sin atreverse a levantar los ojos, con copla, sufrieron' pacientes a los Buenas noches.
miedo de cruzar su mirada con la del hombre silencioso. El quinqué de petróleo, colgado del alero de la leja, comenzaba a
Pasó así más de una hora, cuando el dueño de la casa se puso de pie, dejar Ver los claros de la pavesa, al debilitar la luz, y todos apresura­
dando por terminada la reunión. ron la despedida.
—Es hora de descansar—dijo—, que mañana se necesita madrugar La gran cocina, envuelta en la sombra, tenía el carácter típico de
para ir al ahogadero. Tenemos buena cosecha de gusanos. la huerta murciana. El gran vasar de arco emj>otrado en la pared,
—¡Dígamelo usted a mí!—dijo la vieja—. ¡Buena tabarra me han lleno de loza y de cristal, denotando bien que no se usaba por el modo
dado todo el año! Pero yo prefiero dejarlos que den la seda, en vez de de estar colocadas tazas y vasos, formando piñas y pirámides.
ahogarlos así para hacer de ellos el pelo de gusano. Toda la pared desaparecía, como los salones cuyos muros están
—Es que siendo bueno el pelo se saca más rendimiento que con la cubiertos de cuadros, bajo las fuentes antiguas, de loza azul y blanca.
seda—dijo el dueño—. Se pagan bien los buenos aparejes de pesca, Pero el primer puesto de la cocina, y por lo tanto de la casa, lo ocupa­
y más teniendo a Antonio, que es el primer Mazantini de Murcia. ba el típico tinajero. Sobre el zócalo de azulejes que rodeaba la especie
El joven se echó a reír, con una risa forzada, y dijo con un tonillo de plataforma, lucían las dos enormes tinajas gemelas, ventrudas, tan
de poner segunda intención a sus palabras: limpias y brillantes que parecían bruñidas. Eran el orgullo de la casa.
—Eso es verdad. A buena mano para sacar el pelo de gusano no —Me molesta la insistencia de este Buenas noches—dijo Soledad.
me gana ninguno de los Mazantinis que tienen fama. —Verdaderamente que está pesado—añadió la madre.
—¡Ten lástima de mí!
—Eso me dices siempre. Y yo te -oigo, y para disimular sigues ése
noviazgo indigno, y si continuara resignándome acabarás por casarte
con Antonio.
—Eso no...
—Yo no tengo la culpa de no poderte hacer mi mujer. Te conocí
casado ya... Vengo desde Cartagena para hacer el papel de Buenas
noches y verte al lado de ese hombre, que te impone tu padre porque
es un obrero de esos que por su habilidad para sacar el pelo de gusano
llaman Masantinis.
— ¿Qué remedio me queda?
—Si me quieres, seguirme. Nos embarcaremos para América o
para el Africa francesa. En cualquier parte seremos felices juntos.
—¿Pero tu mujer? ¡Tu familia!
—Estoy ya separado de ella y no tenemos hijos.
— La mía!
—¿Los prefieres a mí?
—Eso no.
—Sí. Indudablemente. Me has llegado a decir que te da pena
engañar a Antonio.
—Porque ia traición me repugna.
—Dile la verdad.
-—Sería capaz de matarme. No sabes cómo sufre cuando nota que
no lo quiero.
—¿Y a ti te da pena verlo sufrir?... ¿Y no te da pena de mí? ¡Sole­
dad, esta debe ser la última vez que nos veamos!
—¡No!...
—Vente, entonces. Mi caballo espera.
-—Pero...
-—Si no te decides, no me verás más.
—¡ Rafael!
—Adiós. Soledad. Buenas noches.
Se retiró de la ventana y se perdió en el borrón de la sombra.
—¡Oye! ¡Escucha! ¡Rafael!—exclamó la joven.
—¡Bah!—dijo el padre—. No hay que darle importancia. No le respondió nada.
—j Ya se cansará!-—-añadió la vieja, mientras recogía su hilaza—. —¡Rafael! ¡Espérame!
Así los he tenido yo, y acabaron por irse todos y quedarme sin casar. — ¿Vienes?
o o
■—¡Sj, espera! ¡Todo menos perderle!
Soledad, en lugar de acostarse, se acercó a la ventana. Todo estaba
Se quitó los zapatos, se envolvió en un chal y salió andando de
silencioso en las cercanías. A lo lejos se oía el rasgueo de una guitarra,
puntillas de su cuarto. Sin detenerse, atravesó la gran cocina y desco­
tocada con sordina, sin duda de alguna ronda de mozos que se retira­
rrió el cerrojo de la puerta. Iba como hipnotizada, sin ver nada de
ba. Una copla, de esa especie de fandango que son ¿as murcianas,
lo que la rodeaba, sin pensar en cuanto iba a dejar, sin preocuparse
rasgó el aire:
de lo porvenir. Era como un pedazo de hierro obedeciendo la ley física
La Virgen de los Peligros,
que está ensimita del Puente, que le imponía el imán.
Pero al abrir la puerta se quedó helada de espanto. Un grito in­
sabe que yo te camelo
con fatiguitas de muerte. menso, de dolor y de agonía, en el que conoció el acento de Rafael, par­
tió el silencio, como una flecha.
Pero Soledad no prestaba atención. Abría mucho los ojos y los cla­ Le parecía aquel grito el alma de su amante que se escapaba del
vaba en la sombra, como si así cuerpo y venía hacia ella.
pudiese ver mejor. Al fin sintió Sin atreverse a avanzar ni a
un ligero ruido y una voz de hom­ retroceder, olvidada de todo, gi­
bre dijo cerca de ella: mió con angustia:
—¡Soledad! —¡Dios mío! ¡Rafael!
—¡Rafael! —¡Calla!...
Después de un minuto de un Creyó reconocer a su amante:
silencio emocional, el Buenas -no­ —¡Qué susto, Rafael mío!
ches dijo: —-¡Soy Antonio!
—Tú comprenderás que yo Retrocedió aterrorizada.
no puedo venir ya más. Es la úl­ —Rafael ya ha dado cuenta
tima vez que nos vemos si no te a Dios y yo se la daré a los hom­
decides a seguirme. bres-—dijo el joven con voz fir­
—No me digas eso, Rafael de me—. No tengas miedo; debía
mi alma. matarte a ti, pero te pareces aún
—Es imposible — siguió él — a la otra.
que yo me resigne a ser ese Bue­ Y dirigiéndose al padre de So­
nas noches paciente que se sienta ledad y a los vecinos, que acu­
ahí, cerca del tinajero, como un dían a los gritos, dijo:
fantasma, para ver a la mujer que —He matado a un hombre
adora arrullándose con otro, por salvar de la deshonra a una
—Eso no. Yo no tengo cora­ mujer que no lo merece. Una ma­
zón ni ojos más que para ti. la mujer que me ha mentido, me
—Y por eso te veo medrosa, ha engañado, me ha traicionado,
asustada, sin saber adúnde mirar, me ha roto el corazón; !pero tiene •
oyendo las palabras de cariño de esa cara de virgen de la que yo
ese hombre, que se cree ya con adoraba tanto!... ¡Es el retrato de
todos los derechos. Seguramente otra, que es ella misma, la que
que esta noche le has dicho que la salva y me pierde! Llevadme
lo querías. pronto a dar cuenta de mi crimen.
—¿Qué quieres que haga? He matado a un Buenas noches.
—Yo veía la mirada de él. Esa
chispa azul brillante que enciende Carmen de BURGOS
el deseo en las pupilas. Y esa mi­ ( Colombine )
rada iba. dirigida a ti. He tenido
ideas de acabar allí con todo. DIBUJOS DE MAX. HAMOS

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