Está en la página 1de 16

IDENTIDADES, SEGREGACIÓN, VULNERABILIDAD.

¿HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE SOCIEDADES INCLUSIVAS?


UN RETO PLURIDISCIPLINAR
IDENTIDADES, SEGREGACIÓN, VULNERABILIDAD.
¿HACIA LA CONSTRUCCIÓN DE
SOCIEDADES INCLUSIVAS?
UN RETO PLURIDISCIPLINAR

Coordinadores
SANDRA OLIVERO GUIDOBONO
ALFREDO JOSÉ MARTÍNEZ GONZÁLEZ

2021
IDENTIDADES, SEGREGACIÓN, VULNERABILIDAD. ¿HACIA LA CONSTRUCCIÓN
DE SOCIEDADES INCLUSIVAS? UN RETO PLURIDISCIPLINAR.

Diseño de cubierta y maquetación: Francisco Anaya Benítez


© de los textos: los autores
© de la presente edición: Dykinson S.L.
Madrid - 2021

N.º 29 de la colección Conocimiento Contemporáneo


1ª edición, 2021

ISBN: 978-84-1377-566-1

NOTA EDITORIAL: Las opiniones y contenidos publicados en esta obra son de


responsabilidad exclusiva de sus autores y no reflejan necesariamente la opinión de
Dykinson S.L ni de los editores o coordinadores de la publicación; asimismo, los autores
se responsabilizarán de obtener el permiso correspondiente para incluir material publicado
en otro lugar.
CAPÍTULO 88

EL LIBERALISMO FRUSTRADO DE MARK LILLA

ANTONIO GÓMEZ VILLAR


Universitat de Barcelona (UB)

1. INTRODUCCIÓN

El ensayista y profesor de ciencias humana de la Universidad de Co-


lumbia de Nueva York, Mark Lilla publicó en The New York Times el
18 de noviembre de 2016, diez días después de la victoria de Donald
Trump, una columna titulada “El fin del liberalismo de la identidad”.
Fue la columna más leída del año y sentó las bases de un fecundo debate
político. Meses después, Lilla publicó un libro donde profundizaba en
aquellas ideas (2018). Dice escribir como un “liberal estadounidense
frustrado”, en la medida que los liberales asumieron las políticas de la
identidad y abandonaron aquellas nociones que compartimos como in-
dividuos y como nación. La suya es una narración de la historia sobre
“cómo una exitosa política liberal de solidaridad se convirtió en una
pseudopolítica de la identidad” (Lilla, 2018, p. 19). Describe la historia
del liberalismo estadounidense como la historia de una renuncia: de la
mítica pregunta de John F. Kennedy acerca de qué puedo hacer por mí
país, habríamos pasado a qué me debe mi país en virtud de mi identidad.
La categoría de ciudadanía ha salido del imaginario progresista y han
entrado la identidad y la diferencia.
Hemos de precisar que por ‘liberal’ Lilla entiende lo que en el contexto
europeo llamaríamos ‘progresismo’. O, dicho, en otros términos, por
‘liberal’ se entiende el pensamiento de izquierda no marxista. Su objeto
de crítica es el Partido Demócrata estadounidense. Apela a un regreso
a lo liberal, a las ideas y valores verdaderos y compartidos. Un retorno
a los éxitos del liberalismo, a aquél que fue capaz de referirse a una
amplia base social apelando a los estadounidenses y poniendo el acento
en los problemas que afectaban a una vasta mayoría. Una visión similar

‒ 1774 ‒
la ha aportado recientemente Francis Fukuyama (2019), quien ha apun-
tado en su último libro que la gente ya no quiere que le prometan la
igualdad, sino que se les reconozca y respete como son. Como conse-
cuencia, las políticas de la identidad han erosionado la democracia li-
beral e impiden la creación de un proyecto común.
Como liberal que es, Lilla también considera que los progresistas debe-
rían dejar de referirse a la justicia económica en términos de clase y
apelar a la ciudadanía compartida. No propone un retorno a la política
de clase, porque “la conciencia de clase tiene mucho menos efecto en
la mente humana –y ciertamente en la estadounidense– que lo que un
marxista ha tendido a pensar”. El problema de la política de clase reside
para Lilla en que “no hace nada para convencer a los más pudientes de
que tienen un deber permanente con los más pobres”, por lo que hemos
de establecer “algún tipo de identificación entre los privilegiados y los
desfavorecidos”. Su liberalismo consiste en un proyecto político con-
sensual que implica la participación de todos en el proyecto común. La
disgregación, en cambio, sea por razones de género, raza o clase, es
problemática y está a la base de la sobreafirmación de la identidad.
A grandes rasgos, el planteamiento de Lilla lo podemos resumir tal que
así: la izquierda ha de abandonar las políticas identitarias y el protago-
nismo absoluto que ha adquirido la diferencia para poder articular un
proyecto político que unifique a toda la sociedad. Habría de reivindi-
carse la categoría de ‘ciudadanía’ frente a la de identidad de grupo, por-
que es la que permite “una posible manera de animar a las personas a
identificarse unas con otras”; ciudadanos de un Estado frente a la “re-
tórica del narcisismo autocomplaciente”, frente a una política del yo.
La izquierda, inspirada en principios liberales, no puede dejar de insistir
en que todos somos ciudadanos de una misma comunidad política, una
ciudadanía universal frente a identidades excluyentes y disgregadoras.
Esta insistencia es urgente y necesaria para acabar con el particularismo
que ha asumido hoy la izquierda. Hay en Lilla la ilusión por eliminar
las determinaciones particulares y poder acceder, solo entonces, al
punto de vista de un individuo abstracto universal. Desde esta perspec-
tiva, Lilla calca el planteamiento de Rorty, para quien la identidad

‒ 1775 ‒
moral ha de nacer “de nuestra ciudadanía en un Estado-nación demo-
crático” (1999).

2. UN REGRESO NOSTÁLGICO

En el epígrafe del libro El regreso liberal, Lilla se hace eco de unas


palabras del senador Edward Kennedy, a las que se suma: “debemos
entender que existe una diferencia entre ser un partido que se preocupa
por el trabajo y ser un partido del trabajo. Hay una diferencia entre ser
un partido que se preocupa las mujeres y ser el partido de las mujeres.
Y podemos y debemos ser un partido que se preocupa por las minorías,
sin convertirnos en un partido de las minorías. Ante todo, somos ciuda-
danos”. Tal es el error del Partido Demócrata para Lilla, el haberse con-
vertido en el partido de las minorías, de los grupos minoritarios y haber
renunciado a la capacidad de representar a sus antiguas mayorías. De
esta manera, la política identitaria se mimetiza con el principio funda-
mental del reaganismo, el individualismo: “ha girado a los jóvenes ha-
cia sí mismos”, reduciendo la política a la gestión de las diferencias,
pero con una diferencia fundamental: los demócratas no han sabido tra-
zar una imagen de cómo podría ser un proyecto de vida compartida, una
visión de destino común de la sociedad. Reagan, por su parte, sí tenía
una idea de nación, proyectaba una determinada idea: “un EE.UU. más
individualista en donde las familias, las pequeñas comunidades y las
empresas florecerían una vez quedaran libres de los grilletes del Es-
tado”. Pero conforme avanzaba su mandato, sustituyó al “estadouni-
dense” o al “ciudadano”, por el “contribuyente” y toda la política co-
menzó a nuclear en torno a la adquisición de riqueza. O sea, Lilla critica
a Reagen su deriva hacia lo meramente material.
Creo que Lilla es un síntoma de una pretendida nostalgia por un pasado
homogéneo y uniforme. La suya es una versión idealizada de la demo-
cracia liberal. Su tonalidad nostálgica alcanza el punto álgido cuando
se refiere a los años de Franklin D. Roosvelt: la posibilidad de unir a la
ciudadanía en un proyecto político común. Lo que le interesa del mo-
delo del New Deal no es que fuera un modelo que redistribuye riqueza,
sino que compartía un sentido y propósito común nacional: “todos

‒ 1776 ‒
somos estadounidenses y nos lo debemos unos a otros… Esto es lo que
significa liberalismo”. Lilla propugna así volver al programa universa-
lista de Roosevelt en torno a lo él denominó las cuatro libertades: liber-
tad de expresión, libertad de religión, libertad para vivir libre de nece-
sidades y libertad para vivir libre de miedos.
La política identitaria asumida hoy por el Partido Demócrata comporta
para Lilla una ruptura ideológica con esos elementos fundamentales del
New Deal de Roosevelt: construir una nación unida por la igualdad de
oportunidades, “los mismos derechos y la misma protección social para
todos”. Y celebra que Roosevelt no apuntara nada sobre la diversidad o
las diferencias, frente al tiempo presente que define los derechos a partir
de determinados colectivos definidos por la raza, el sexo, la etnia, la
religión o la orientación sexual. Si el New Deal se caracterizó por “la
política de la solidaridad”, hoy nos encontramos en “la política de la
diferencia”, incapaz de apelar a una ciudadanía común.
La mirada nostálgica de Lilla nos convoca a inspirarnos en aquella ex-
periencia incidiendo y manteniendo vivas las promesas de esa tradición,
agruparnos y no dispersarnos en grupúsculos con reivindicaciones pro-
pias. El imaginario de la ciudadanía de Mark Lilla, su utopía liberal,
una vida que dependa del esfuerzo, del mérito y del propio trabajo, el
clásico sueño americano de la igualdad de oportunidades no es más que
el impulso utópico inherente a los privilegios perdidos de la clase media
americana. La crisis del liberalismo estadounidense a la que apunta Li-
lla es una crisis de imaginación, de incapacidad para pensar nuevos
vínculos entre la ciudadanía. Pero esta mirada idealizada obvia algo
fundamental al analizar la historia del liberalismo moderno, como bien
ha apuntado Joshna Zeitz (2017). Desde la coalición New Deal, el Par-
tido Demócrata entendió que su mayoría social estaba sujeta a una
fuerte inestabilidad, pues su victoria dependía de la articulación de di-
ferentes bloques de rotación. Y entendieron que la política de la identi-
dad no es lo que lleva a la derrota del Partido Demócrata, sino que es la
única manera que tienen de ganar.
Hay que decir que Lilla argumenta poco. Con frecuencia, en su libro las
ideas se presentan con la fuerza de la autoevidencia. En el fondo, y en
la forma, su propuesta es una suerte de “liberación por arriba”. Y lo que

‒ 1777 ‒
Lilla obvia es que el concepto de ‘ciudadanía’ al que tanto apela es parte
de la historia de la formación de las categorías raciales. Pero Lilla, bajo
el concepto de ‘ciudadanía’ pretende erigir una comunidad suturada de
antagonismo y conflicto permanente, obviando el carácter inherente-
mente agonístico de la democracia, por lo que su propuesta es bastante
estéril. Lilla nunca asumirá que muchos conflictos y opresiones no se
van a resolver apelando al marco general de la ciudadanía.

3. LA RESPUESTA REACCIONARIA

En este orden de cosas, para Lilla Donald Trump gana porque, a dife-
rencia de la izquierda, presentan una idea de comunidad, de proyecto
común, perspectiva ausente en la izquierda, solo centrada en las mino-
rías. En una entrevista en el diario El mundo, del 16 de mayo de 2016,
realizada por Pablo Pardo, a la pregunta acerca de las razones del do-
minio republicano del panorama político estadounidense, Mark Lilla
responde: “ese partido ha sido capaz de establecer una narrativa que
conecta mejor con el pueblo estadounidense”. Es decir, la narrativa
trumpista se refiere a la unidad, mientras que el mensaje demócrata está
“dividido y subdividido en grupos”. Para Lilla, al dividir la sociedad en
grupos (sexo, raza, religión, etc.) siempre queda gente fuera de esas
identidades. Y en una entrevista en El Confidencial, realizada por el
periodista Esteban Hernández, el 12 de mayo de 2018, Lilla afirmó que
“ningún partido ha planteado una visión de conjunto y de lo que es el
proyecto americano. Hay un vacío, no hay una idea central, y en ese
vacío se ha insertado Trump”. En resumen, según Lilla, la izquierda se
dirige a grupos sociales particulares y no a la ciudadanía en su conjunto,
una contraposición entre la identidad y la comunidad. El deseo de los
individuos prima sobre los de la sociedad como un todo. La victoria de
Trump se explicaría como resultado de este cambio de estrategia por
parte de la izquierda.
Esta es la razón fundamental por la que Lilla impugna el particularismo
de las políticas de la identidad, porque al centrarse la izquierda en las
minorías, se ha olvidado del todo. Pero eso que Lilla denomina “todo”,
conjunto, común, comunidad, nación o ciudadanía, siempre ha sido una

‒ 1778 ‒
particularidad que ha logrado erigirse, cual hegemonía invisible, como
universal. Decir que Trump remite a la sociedad en su conjunto sólo es
posible si damos por válidos sus planteamientos racistas. Solo si consi-
deramos que el varón blanco heterosexual es el prototipo de ciudadano
universal, entonces podemos afirmar que la propuesta política de
Trump es la encarnación de la voluntad general frente a la afirmación
particularista de las políticas de la identidad de las minorías.
Escribe Lilla: “tienes que visitar, aunque solo sea con el ojo de la mente,
lugares en donde no hay wifi, el café es malo y no tendrás ganas de
subir una foto de tu cena en Instagram. Y donde comerás con gente que
dará las gracias de verdad por esa cena en sus oraciones. No los despre-
cies” (2018, pp. 124-125). Lilla plantea una dicotomía entre las políti-
cas de la identidad de las minorías frente a la gente corriente de la Amé-
rica tradicional, rural y religiosa. Es como si estos últimos fueran la
América neutral, natural, dada; como si la América que reza no fuese
una forma de identidad particular. Para Lilla, los liberales, presos de las
políticas de la identidad, empujaron al ciudadano común, blanco, que
pasaba penurias económicas, hasta Trump. Pero lo que desestima es que
Trump gana porque ha sabido politizar un gesto metonímico apelando
a una identidad particular (una concepción racial de la comunidad) que
encarna el universal (el conjunto del pueblo americano). Es realmente
sorprendente sostener que los republicanos y Trump se refieren a una
universalidad neutra, común y atenta a las problemáticas materiales de
las clases trabajadoras. Bien al contrario, el proyecto de Trump también
se inscribe en una política de identidad, en la defensa de la “identidad
blanca” supuestamente amenazada por minorías raciales y sexuales. El
machismo o el racismo no son sino particularismos disfrazados de uni-
versalismo. Así, al desplazamiento del país norteamericano hacia posi-
ciones de extrema derecha, Lilla lo denomina “unión”.
Existe una idea que se ha convertido ya en lugar común: la base electo-
ral de las fuerzas políticas de Trump la constituyen en su mayoría per-
sonas de clase trabajadora, una base de cuello azul. Uno de los mitos
más extendidos es el que dice que los pobres son la principal base so-
ciológica de Trump. Pero si prestamos atención a la encuesta que Ame-
rican National Election Estudies, el estudio electoral más antiguo en

‒ 1779 ‒
EE.UU., publicaba en 2016, observamos que sus resultados decían que
el 35% cuya renta familiar era inferior a 50.000 dólares anuales había
votado a Trump. O sea, dos tercios de sus votos procedían de la mitad
económicamente mejor situada.
También se ha dicho que la mayoría de los votantes de Trump son per-
sonas sin títulos universitarios. Más allá de señalar lo anecdótico, que
ni Bill Gates y Mark Zuckerberg poseen un título universitario, es im-
portante decir que durante las primarias republicanas en las que se eli-
gió a Trump como candidato a la presidencia, más del 70% de los re-
publicanos carecían de título universitario (Carnes, Lupu, 2017). Es
cierto que los sistemas educativos crean posibilidades y, al tiempo, am-
plían, restringen o jerarquizan opciones de vida. Pero resulta que la ma-
yoría de la población estadounidense carece de un título universitario,
solo uno de cada tres estadounidense ha estudiado una carrera univer-
sitaria. Además, muchos de los votantes de Trump sin títulos universi-
tarios son relativamente ricos. Pero las lecturas de brocha gorda esta-
blecen una relación entre clase trabajadora y nivel educativo. Sin em-
bargo, lo que nos dicen los datos más fiables es que se trata de un mito,
pues el “ideal” de votante de clase trabajadora blanca no hispana y sin
título universitario con ingresos por debajo de la media de los ingresos
familiares, constituye el 25% de los votantes de Trump. Es cierto que
otras encuestas de opinión señalaron la falta de educación universitaria
como indicador de estatus de la clase trabajadora. Pero a ello hay que
añadir que la mitad de las personas que en EE.UU. carece de educación
universitaria no son miembros de la clase trabajadora, sino comercian-
tes, gerentes de comercio minoristas, vendedores independientes, etc.
Así pues, es inasumible la retórica del votante trumpista blanco, de
clase trabajadora y sin estudios.
Estos planteamientos forman parte de un amplio paisaje teórico y polí-
tico que denuncia la pulsión identitaria que está recorriendo las diferen-
tes formas del activismo de izquierda y progresista. Sin embargo, no
toda identidad política ha de declinarse necesariamente como un indi-
vidualismo expresivo, replegado sobre su propia esencia e incapaz de
desplegarse hacia fuera de sí. Lilla presenta las políticas de la identidad
como si siempre inscribiesen sus demandas en una vuelta hacia sí

‒ 1780 ‒
mismas, encerradas en su opresión particular, un movimiento de replie-
gue que entiende lo político como una forma privada.
Si atendemos al gesto histórico de Rosa Parks, vemos que el problema
que puso de manifiesto su acción no tenía que ver, obviamente, solo
con su asiento, pero ni siquiera solo con las prácticas racistas que tenían
lugar en el sistema de transporte, sino que apuntaba a las leyes de se-
gregación, al racismo inherente a la Constitución de EE.UU., el sistema
de apartheid. No creo que Rosa Parks hubiese aceptado levantarse del
asiento a cambio de un descuento para la comunidad negra en los bille-
tes del autobús; ni tampoco hubiese aceptado una medida excepcional
para los afroamericanos del tipo “siéntense donde quiera los fines de
semana y días festivos”. Y ello porque su lucha no apuntaba a un pro-
blema específico, sino a las leyes de segregación racial, o sea, al ra-
cismo inscrito en el universal de la comunidad americana.
La figura de Malcolm X es muy interesante en este sentido. Al añadir
la X a su nombre propio, Malcolm niega su identidad, es decir, es un
gesto que le impide retornar a la matriz puramente étnica. Esta negación
posibilita a Malcolm reclamar un universal más universal que la uni-
versalidad proclamada por los blancos. Malcolm no se afirma en su par-
ticularidad, sino que disputa el universal abstracto. Esa segunda parte,
la de la negación, es la fundamental. Una particularidad presenta el uni-
versal como identidad en devenir, procesual, iterativa. Hace visible el
color de piel como condición necesaria para que las diferencias desapa-
rezcan. Tal es el sentido de “we, the people”. No es una exigencia par-
ticular, se refiere a la totalidad. Se refieren a un “nosotros”, a ellos mis-
mos, enunciado desde un particular, pero apuntando al universal: noso-
tros somos el pueblo y, sin embargo, no lo somos. Toda lucha política
de los subalternos ha adoptado históricamente esta forma, un particular
que enuncia “we, the people”. Pero Lilla, como liberal que es, obvia
este gesto y presentan las identidades como formas cerradas sobre sí,
clausuradas.
Las políticas de la identidad no son la mera expresión de la cultura de
un grupo, sino la invención de un nombre para afirmar una configura-
ción simbólica. Construir una identidad es un gesto necesario con el que
cuestionar que eso que entendemos como unidad común sea un espacio

‒ 1781 ‒
neutro que nos incluye a todos por igual. Las identidades políticas bus-
can, claro está, la afirmación y la reivindicación de la identidad de
grupo. Pero las luchas políticas raciales o de género no son tantas luchas
por la identidad cuanto por la identificación, por los modos en que so-
mos interpelados en un orden dado. Esa identificación no existe a priori,
antes de las prácticas y de las luchas. Antes de ellas no podemos ima-
ginar qué práctica, qué colectivo o qué sujeto político podemos confor-
mar. La pregunta fundamental consiste, entonces, en atender a los pro-
cesos de subjetivación y las estrategias de identificación. La historia de
las luchas de género raciales son la historia de sus identificaciones, esto
es, de aquellas subjetividades que han logrado crear procesos de iden-
tificación. La identidad es siempre un concepto de referenciación, re-
mite a cuadros de referencia, es la vivencia de una representación ima-
ginada.
Puede resultar paradójico, pero los proyectos de emancipación siempre
han precisado de una identidad como condición necesaria para luego
ser libres de abandonarla, para poder trascenderse a sí mismas. La iden-
tidad no es punto de llegada, sino un tránsito que permite explorar nue-
vos territorios. La sociedad sin clases, por ejemplo, solo era posible
desde la afirmación de la identidad clase. Y esto me lleva a decir que
los sujetos políticos emancipatorios siempre se han creado como iden-
tidad imposible. La afirmación de la diferencia de género o de raza tiene
como objetivo la negación del esencialismo de la identidad de género y
raza. Es decir, a través de la afirmación se “desnaturaliza” la construc-
ción de esas identidades. Es una manifestación del “orgullo” contra los
estereotipos y la denigración.
Cuando las identidades particulares se inscriben en lo universal, se
abren a un lugar insospechado que desborda los contornos de la propia
identidad. Ello muestra que esa identidad siempre fue impura. Las iden-
tidades nunca son coherentes y estables, pero suelen tener un fin estra-
tégico; en el decir de Gayatri Spivak, se trata de un “esencialismo es-
tratégico” que no está ontológicamente fundado (2011). Es una cons-
trucción política, marcada por una insuficiencia ontológica. Esta con-
cepción estratégica de la identidad se opone a una concepción de la
identidad entendida como esencia, sustancia e idéntica a sí misma. Por

‒ 1782 ‒
eso es preciso “temporar” la fijación de la identidad; frente al esencia-
lismo identitario, el “esencialismo estratégico”. J. Butler ha recuperado
el concepto de Spivak en términos de “esencialismo operativo”: “las
feministas necesitan contar con un esencialismo operacional, una falsa
ontología de las mujeres como categoría universal” (2000, p. 266). O
sea, un uso del término con fines estratégicos, “un nuevo sitio de
disputa política”, una reelaboración permanente. El “esencialismo es-
tratégico” es, por tanto, una suerte de solidaridad temporal.
La perspectiva de Spivak y Butler se opone a la de Paul B. Preciado
(2005), para quien toda identidad tiene efectos disciplinarios, de ma-
nera que el único proyecto político pasa por la proliferación de diferen-
cias. Por el contrario, creo que es difícil poder atender a las reclamacio-
nes específicas de un grupo concreto minoritario sin apelar a una cons-
trucción de identidad, asumiendo siempre, como expone Butler, que
“mujeres” o “negros” es un “error necesario”, una categoría que no se
puede cerrar, que nunca se representará plenamente. Es por ello que no
existen identidades en sí, sino porque son objeto de discriminación y
violencia. En este sentido, los desarrollos de Asad Haider (2020) mues-
tran que la identidad es siempre parcial y ambivalente.
En definitiva, el error liberal en el planteamiento de Lilla reside en que
obvia que toda identidad tiene un momento afirmativo, estático; y otro
dinámico, creador. La identidad particular es un momento que se tras-
ciende a sí misma. La identidad es algo provisional y plástico, sin ánimo
de ser congelada; no tiene un papel axial y puramente particularista, de
repliegue identitario y anclaje edípico. Las identidades políticas no son,
pues, totalidades inquebrantables, unívocas e idénticas a sí mismas.
Desde esta perspectiva, carece de sentido sostener que Trump ha sabido
dirigirse a los dolores y padecimientos materiales de las clases trabaja-
doras frente a la izquierda progresista que sólo presta atención a las
batallas culturales. El éxito del proyecto de Trump tuvo que ver, justa-
mente, con su enorme capacidad política para dar la batalla cultural. Se
trata de una estrategia política que privilegia el reconocimiento antes
que la redistribución, pero en clave reaccionaria: medidas racistas, xe-
nófobas, machistas, militaristas y nacionalistas étnicas. Lo que ha lo-
grado la Trump ha sido politizar las heridas invisibles del

‒ 1783 ‒
reconocimiento, sintonizar y engarzar con la experiencia social del
riesgo, con las pérdidas de certidumbres materiales y politizarlas como
amenaza de la identidad masculina, blanca y de clase media. Pero poli-
tiza las heridas emocionales del reconocimiento, no se refieren directa-
mente, en bruto, a los problemas sociales del conjunto de la comunidad
política. Es curioso que parte de la izquierda vea en los discursos de las
derechas reaccionarias una atención por los problemas de redistribu-
ción, cuando las principales narrativas discursivas giran en torno a ejes
culturales: identidad, seguridad e inmigración.
En el estudio publicado bajo el título ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los
ultraconservadores conquistaron el corazón de Estados Unidos, Tho-
mas Frank no presenta la batalla política como una disputa cultural
frente a otro material, sino como dos disputas culturales. Si parte de la
clase trabajadora estadounidense apoyó en aquellas décadas a los repu-
blicanos, cuyas medidas eran claramente contrarias a sus intereses ma-
teriales, es porque se habían articulado como oposición cultural: de un
lado, ellos, trabajadores blancos, americanos y cristianos; de otro, los
liberales que defienden la homosexualidad, las políticas afirmativas y
el aborto. Dos estilos de vida en disputa. La cuestión, entonces, no tiene
que ver con el acento en lo material en sí, sino con las diferentes cons-
trucciones morales del dolor social. Claro que hay demandas materiales
en los republicanos, pero lo fundamental reside en el modo en que son
articuladas moralmente en un sentido conservador y a través del des-
precio de las élites progresistas como el otro antagonista. Los republi-
canos no aportan un retorno a la gramática material, supuestamente
abandonada por la izquierda, sino la apuesta por una gramática moral
en la que inscribir diferentes demandas materiales. De hecho, tiene lu-
gar un desplazamiento moral de los intereses materiales.
Esta misma operación política está presente hoy en Trump. Los intere-
ses materiales son inscritos en un discurso cultural desde arriba. La ope-
ración política consiste en interpelar desde abajo para poder construir
desde arriba. O sea, una moralización desde y en torno a una posición
material: “fornidos patriotas proletarios jurando lealtad a la bandera
mientras renuncian a sus propias oportunidades en la vida; pequeños
granjeros votando con orgullo para que les echen de sus propias tierras;

‒ 1784 ‒
abnegados padres de familia asegurándose de que sus hijos nunca pue-
den permitirse ir a la universidad, ni tener atención médica decente”
(Frank, 2008, p. 36). Si bien las políticas de Trump empobrecen mate-
rialmente a la clase trabajadora, lo más propio de su proyecto político,
y obviar esto es el gran error de Lilla, consiste en politizar resentimien-
tos ofreciéndoles un estatuto simbólico superior desde el punto de vista
nacional, racial y sexual. Trump es un defensor del neoliberalismo, por
ello privatiza lo común; y, al mismo tiempo, trata de politizar el des-
arraigo y la desposesión que sus políticas han generado ofreciendo la
posibilidad de trascender ese malestar y señalar a los culpables: las éli-
tes progresistas. En ese antagonismo, Trump se presenta como “defen-
sor de la gente corriente”, de la “gente común”, el “heraldo de los po-
bres”.

4 REFERENCIAS

Butler, J. (2000). “Imitación e insubordinación de género, en VV.AA., Grafías de


Eros. Historia, género e identidades sexuales. Edelp.
Carnes, N., Lupu, N. (2017). “It´s time to bust the myth: Most Trump voters were
not working class”, The Washingnton Post, 5 junio 2017.
Frank, T. (2008). ¿Qué pasa con Kansas? Cómo los ultraconservadores
conquistaron el corazón de Estados Unidos, Madrid. Acuarela Libros.
Fukuyama, F. (2019). Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de
resentimiento. Ediciones Deusto.
Haider, A. (2020). Identidades mal entendidas. Raza y clase en el retorno del
supremacismo blanco. Traficantes de sueños.
Lilla, M. (2018). El regreso liberal. Debate.
Preciado, P. B. (2005). “Multitudes queer. Notas para una política de los
‘anormales’”, Nombres. Revista de filosofía, año XV, núm. 19.
Rorty, R. (1999). Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los
Estados Unidos del siglo XX. Gedisa.
Spivak, G. (2011). ¿Puede hablar el sujeto subalterno? El cuenco de plata, 2011.
Zeitz, J. (2017). “Mark Lilla is Getting Identity Politics All Wrong”, Politico
Magazine, 17 septiembre 2017.

‒ 1785 ‒

También podría gustarte