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Si la vida inglesa, como le gustaba decir a Lawrence Durrell, es, en líneas generales, un “largo y

lento dolor de muelas”, Julian Barnes (Leicester, 1946) posiblemente sea su principal dentista.
A lo largo de má s de 30 añ os ha vuelto una y otra vez sobre algunos temas ingleses lú gubres y
exigentes, como los convencionalismos provincianos, las preocupaciones que acompañ an la
llegada a la edad adulta y los enigmas del amor burgués. Desde Metrolandia, su primera novela,
hasta El sentido de un final, ganadora del premio Booker en 2011, Barnes ha aplicado un torno
de melancolía a un paciente todavía confinado en el silló n.
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Se puede decir que en su ú ltimo libro, La única historia, el autor sigue los pasos de Flaubert
como ya hiciera en El loro de Flaubert, su novela má s conocida. La mujer madura de su relato,
Susan Macleod, de 48 añ os, representa a madame Arnoux, de Una educación sentimental,
mientras que Paul Casey, de 19, se podría considerar una versió n de Frédéric Moreau. Al fin y al
cabo, estos personajes son arquetipos eternos. En la obra de Barnes, las revoluciones de 1848
de la novela del autor francés se convierten en las mú ltiples revoluciones de la década de 1960,
la sexual entre ellas.

Flaubert afirmaba que quería escribir la historia moral de su generació n, indagar en las
pasiones que, declaraba, estaban “inactivas” a pesar de las pretensiones romá nticas de la
sociedad francesa. Barnes se ha propuesto algo muy parecido. La única historia es igual de
pesimista, tiene la misma temperatura satírica, y está a la misma distancia iró nica de lo que a
primera vista parece una historia de amor que podría generar algú n calor eró tico.

En una pequeñ a ciudad provinciana, Paul conoce a Susan en el club de tenis. Susan está casada
y tiene dos hijas. Es una especie de “Mrs. Robinson” tímida pero iró nica y, a pesar de su
aparente despreocupació n, vive en la trampa deprimente de su estéril matrimonio con Gordon
Macleod, un tipo anodino estilo Imperio britá nico adornado con los atributos má s
desagradables de su raza y su generació n. Por esta ú ltima se entiende la de la Segunda Guerra
Mundial, descrita en la novela como exhausta y triste, sin el menor indicio de la mitología de la
“generació n má s grande” de la que se han beneficiado sus compañ eros estadounidenses.

El autor posee un há bil dominio del tono y sus implicaciones morales. Allí y allá su ingenio
centellea

Si uno piensa en el semiolvidado humor satírico de la década de 1960 en Gran Bretañ a, lo


primero que sorprende es la deliciosa tensió n có mica entre la generació n de la guerra y la
posterior. El motor de la comedia es la solidez pretérita de los tipos britá nicos arcaicos: los
obreros que saludan quitá ndose la gorra o el inglés conservador de clase media con tantísima
flema que apenas puede hablar. Sin embargo, lo que parecía un só lido mosaico de ó rdenes
sociales se esfumó en la nada casi de la noche a la mañ ana. Barnes sitú a su historia en esa
penumbra, en medio de lo que él llama “habitantes de los intersticios”, refiriéndose a la
aletargada clase media inglesa, pero se abstiene de hacer demasiada comedia de ello. Su
Gordon Macleod es una bestia alcohó lica que estampa la cara de su mujer contra el quicio de la
puerta. 2

Paul, que actú a como narrador en el primer capítulo de la novela, siente una intensa rabia por
esa caricatura de hombre que es Macleod, si bien sus sentimientos son del todo predecibles
dado que el desdichado y cornudo Gordon no ofrece componente alguno que mueva a la
conmiseració n. A Paul podría habérsele ocurrido en algú n momento que un joven de 19 añ os
que se acuesta con la mujer de otro en su propia casa inspire cierto disgusto, pero él mismo es -
deliberadamente, creo- un adolescente hipó crita. Cuando se pregunta retrospectivamente
cuá nto sabía del amor a los 19, responde con grandilocuencia: “Un tribunal del amor podría
dictaminar…”.

No, en el relato de Paul -y de hecho, en el del autor-, la simpatía y la vitalidad quedan


reservadas a las mujeres. En la novela hay ecos de Sarah, la protagonista de El fin del romance,
de Graham Greene. Susan es, sin lugar a dudas, el personaje en torno al cual gira el relato, y su
caracterizació n resulta conmovedora. Milagrosamente, brilla a través de las peroratas
filosó ficas de su amante sobre el amor y el recuerdo, temas acerca de los cuales Paul tiene poco
original que decir. Susan tiene alma. El joven y la mujer madura empiezan una aventura sexual
torpe y vacilante cuya sacrílega ternura, sin embargo, nunca llega a encarnarse del todo en la
remembranza que Paul hace de ella. Pongamos por caso có mo se maravilla de sus orejas.
Cuando su relació n amorosa estaba en sus inicios, recuerda: “Hasta que no estuvimos en la
cama y yo estaba hurgando e introduciéndome por todo su cuerpo, en cada á ngulo y en cada
recoveco […] no le retiré el pelo y descubrí sus orejas”. El lenguaje que utiliza en el pasaje
resulta sorprendente. ¿Hurgando e introduciéndose? ¿De verdad ella disfrutaba de tan febril
exploració n? Sus palabras recuerdan má s a un coleccionista de sellos revisando sus ú ltimos
hallazgos que a un adolescente que está perdiendo la virginidad. Pero supongo que eso es lo
que busca Barnes. “Por raro que parezca”, reflexiona Paul de forma poco convincente, “nunca
me paré a pensar en nuestra diferencia de edad”.
Como Flaubert, Barnes se ha propuesto escribir la historia moral de su generació n, indagar en
las pasiones

Los adolescentes pierden la virginidad con mujeres mucho mayores que ellos, pero es raro que
no se paren a pensar en que la han perdido con una mujer de casi 50 añ os con un marido y dos
hijas a cuestas. Tampoco suelen irse a vivir con ellas. Aun así, se podría objetar que, al fin y al
cabo, esa es la historia de Emmanuel Macron, con la cruel diferencia de que Paul, tras fugarse
con su amante y fracasar en el proyecto de ser felices para siempre, no llega a convertirse en el
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líder de un gran país, sino en un perdedor anó nimo. Y así, la negrura de la historia solo invade
al lector en las ú ltimas 100 pá ginas. Al cabo de los añ os, Paul se instala solo en el campo para
llevar una empresa llamada Quesos Artesanales del Valle de Frogworth y se aficiona a leer las
columnas del consultorio sentimental de un perió dico local. No solo aborrece el recuerdo del
marido de Susan, sino también a la mayoría de los hombres, a los que considera fanfarrones,
zafios y rapaces. En cuanto a sí mismo, se ve como un “absolutista del amor”. En otras palabras,
en cierto modo es menos humano que el hombre al que sigue odiando.

A medida que la novela avanza, el autor va entrando y saliendo de las voces en primera,
segunda y tercera persona, a veces con un efecto sutil. Cerca del principio de la segunda parte,
que explora la tensa convivencia entre Paul y Susan, el paso a la segunda persona anuncia un
ligero cambio de marcha para adentrarse en el cuestionamiento que Paul se hace de sí mismo.
Cuando decide ejercerlo, Barnes posee un há bil dominio del tono y sus implicaciones morales.
En la má s curtida tercera persona del final del libro, el narrador hace que Paul recuerde un
anuncio oficial sobre el sida en el que se insinú a que cuando las personas tienen relaciones
sexuales, las tienen con todas sus parejas anteriores, y las reflexiones se vuelven interesantes
inmediatamente. En esa voz, la novela parece tomar la distancia justa de su argumento.

Me gusta có mo Paul olvida poco a poco el cuerpo excesivamente venerado, incluidas las orejas.
“Las cosas, una vez que han pasado”, leemos, “son irreversibles; ahora lo sabía. El puñ etazo que
has dado no se puede retirar; las palabras pronunciadas no se pueden no decir. Podemos seguir
adelante como si nada se hubiese perdido, ni hecho, ni dicho; pretendemos que lo olvidamos
todo, pero nuestro ser má s íntimo no olvida, porque hemos cambiado para siempre”. Y
podemos decir que es verdad y, ademá s, está expresado bellamente. Como opina Paul, “en el
amor, todo es verdadero y falso. Es el ú nico asunto sobre el que es imposible decir nada
absurdo”. Lo cual no es verdad, pero, de todas maneras, me gusta.
La generació n que llegó a la madurez en la década de 1960 abunda en material para la
autocontemplació n, un tema apreciado por los novelistas britá nicos nacidos en la década de
1940. Pero llevarlo a buen puerto ha sido difícil. Resulta que el amor no es la ú nica historia, aun
cuando, como insiste Paul, “el primer amor marca la vida para siempre”. Barnes es consciente
de ello, pero para relatar la cara oscura de la revolució n cultural de la década de 1960 y la de su
llegada a la madurez, habría tenido que permitir que sus personajes se alejasen algo má s de la
perspectiva de Paul y de su exégesis de lo mal que trató a una mujer a la que nunca entendió del
todo. Sea como sea, aquí y allá , el ingenio de Barnes brilla y centellea. En un momento de su 4
decadencia, Paul “se castiga emborrachá ndose hasta alcanzar una coherencia repentina”. Qué
frase tan deliciosa y cuá nto má s fiel podría haberle sido Paul.

orma definitiva la realidad de la ficció n. En este sentido, no es de extrañ ar que el propio Barnes
nos diga que: «La memoria es la identidad; al hacernos mayores la memoria se degrada y la que
queda se hace má s maleable y eso me preocupa como escritor; y es peor con los recuerdos
preferidos e importantes: cuanto má s hemos hablado de ellos menos confiables son en la
medida de que los vamos modificando imperceptiblemente; la memoria, me temo, tiene que ver
má s con la imaginació n que con la observació n». Imaginació n y observació n que deambulan de
una forma magistral entre la primera, la segunda y la tercera personas a lo largo de la novela, lo
que le permite al narrador situar al lector en diferentes planos de realidad, cercanos unos y má s
distantes otros. Un efecto que nos deja comprobar la tensió n del recuerdo descarnado del
desamor desde diferentes perspectivas, eso sí, todas ellas frías y distantes como un relato de
Chéjov. Ahí es donde Barnes abre una senda de exploració n para el lector, pues éste se mostrará
má s cercano o distanciado de la fervorosa inocencia y el alejamiento de la realidad de sus dos
protagonistas: el joven Paul de 19 añ os, y la mujer madura Susan Mclead de 48 añ os. Todo ello,
bajo el impacto y el reflejo social de una Inglaterra de los añ os sesenta que se aproxima al punk
y a la ruptura sin límites con la vetusta sociedad victoriana.

Con todo, lo que má s sorprende de esta novela titulada, "La única historia", es ese deje de
aparente distancia de su protagonista con la historia de amor que le dejó marcado para
siempre, tanto a la hora de narrar el inicio de su idilio, como en la parte posterior de alcohol y
derrumbe que se instala dentro de ella. A medida que avanza la novela, la crudeza del pasado es
como un caballo de tortura sincopado que se perpetú a entre la cruda cotidianeidad de Susan y
ese ú ltimo recuerdo que para Paul supuso su amor. Ahí es donde escarbar en los límites de los
recuerdos nos lleva a visitar ese solar vacío que nos enfrenta con el fracaso; un fracaso al que
Julian Barnes despoja de toda falsedad o intrépido alumbramiento de fantasías que nunca
existieron. Esa pulcritud en su prosa con la que nos presenta La única historia es un perfecto
ajuste estilístico narrativo entre realidad y ficció n, pues nos deposita má s allá del
sentimentalismo teñ ido de falsete. La firmeza y la verdad de esta historia se sostienen en su
crudeza y verosimilitud, sin por ello, dejar de lado al amor y sus mú ltiples manifestaciones y 5
consecuencias, porque Barnes nos presenta la ambivalencia y la doble cara que el amor abate
sobre cada persona y, lo hace, «bajo la creencia que existe una autenticidad distinta de la
memoria, y que no es inferior». Una autenticidad el universo descarnado del amor desde la
lejana distancia de los recuerdos.

"La única historia" es ese juego perfecto y tenaz sobre aquellas experiencias que nos marcan
para siempre, má s si éstas se producen en la juventud, porque la vida y, sobre todo, el amor, no
entienden de esos espacios intermedios en los que en apariencia no ocurre nada, porque tal y
como nos dice el propio autor: «la funció n del escritor hoy en día es describir con la mayor
verdad posible, y con belleza, para tener el mayor impacto», aunque este sea el de describir el
descarnado recuerdo del amor.

El dolor es inseparable del amor. “¿Preferirías amar má s y sufrir o amar menos y sufrir? Creo
que, en definitiva, esa es la ú nica cuestió n”. Así arranca Julian Barnes su ya 13ª novela, La única
historia (Anagrama; Angle en catalá n), donde, en la Inglaterra de los 60, ubica la historia del
amor y desamor del joven Paul, de 19 añ os, con Susan Maclead, de 48, casada y con dos hijas,
mayores incluso que su amante. Raudo va el renombrado autor de El loro de Flaubert y Arthur &
George a desligar su trama de la de los iconos En brazos de la mujer madura, de Stephen
Vizinczey, y El graduado, de Charles Webb, que en la pantalla interpretaran Anne Bancroft y
Dustin Hoffman. “La relació n sexual y emocional que reflejo es muy distinta; en el filme, la
mujer mayor es sofisticada, conocedora de la vida; en mi libro, ambos está n en un plano de
igualdad en su experiencia sobre el mundo, su inocencia es parecida”. Y añ ade, bíblico, una
tercera negació n: “Tampoco es una versió n de Colette donde una mujer madura enseñ a el
mundo al otro mientras retiene una lá grima en los ojos”.

El má s francés aú n de los escritores britá nicos ofrece en la relativamente breve novela (230
pá ginas) una prosa quizá cada vez menos cargada de metá foras, pero con un elogiado control
técnico y riqueza de registros. Entre ellos, los casi imperceptibles saltos entre la primera, la
segunda y la tercera personas. Opció n inicial buscada, se muestra Barnes especialmente
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orgulloso del uso del tú en la parte central de la novela: “No es usual; en la lengua inglesa, al
menos; eso só lo se lo vi al Jay McInerney de Luces de neón: es como si el autor te pusiera un
brazo sobre el hombro y dijera: ‘Mira, esto te pasa a ti ahora’”, explica mostrando su dominio de
la narratología.

Con esa estrategia, y una prosa engañ osamente sin afecto, Barnes construye un Paul poco
interesado (o nada) en política o religió n, con el que a veces es difícil empatizar por frío. “Es un
chico de 19 añ os, emocionado con una relació n que no es una aventura de verano y a la que
lanza 10 añ os de su existencia, mientras intenta que la vida de ella sea soportable;
emocionalmente está saqueado”. ¿Y la frialdad? “Chéjov decía que cuanto má s quieras tocar la
fibra al lector má s frío debes ser; cuanto má s fuerza quieras dar a una tragedia menos le has de
decir al lector”. Y en lo que parecía una clase de un taller de escritura, añ ade: “Tú dispones todo
para que el lector tome una senda, pero se ha de sentir libre para ello; no quiero dirigirle; sería
fá cil para mi poner un dedo en el platillo e inclinar la balanza”, dice quien reconoce que se
siente quizá má s cercano a su cronoló gicamente anterior compatriota Anita Brookner que a sus
colegas del llamado British Dream Team (Amis, McEwan, Rushdie…) y a los que sutilmente no
cita bajo el pretexto de que “con los añ os las diferencias entre nosotros son má s marcadas”. Así,
de la autora de Hôtel du Lac o Un debut en la vida asegura que “es un interesante ejemplo de
transmisió n de emoció n con frialdad; es impecable al hablar del corazó n y las emociones;
compartíamos el gusto por la literatura francesa, si bien ella era má s Balzac y yo, Flaubert”.

A pesar de su título, junto al sufrir y al amor rezuma la novela el papel de la memoria, de la que,
parece, no hay que fiarse nunca; así, se plantea si los recuerdos son má s verídicos dependiendo
si son felices o infelices. Ese duelo entre realidad y verdad es lo que, en el fondo, ha llevado a
Barnes a participar en Kosmopolis, el festival literario bienal que organiza el Centro de Cultura
Contemporá nea de Barcelona (CCCB), que lo acogió gustoso en el marco del programa que
analiza los relatos que van a dominar y explicar el incipiente siglo XXI. “La memoria es la
identidad; al hacernos mayores la memoria se degrada y la que queda se hace má s maleable y
eso me preocupa como escritor; y es peor con los recuerdos preferidos e importantes: cuanto
má s hemos hablado de ellos menos confiables son en la medida de que los vamos modificando
imperceptiblemente; la memoria, me temo, tiene que ver má s con la imaginació n que con la
observació n”.

Luce Barnes en su solapa una bandera de Europa, “una declaració n de intenciones”, admite: lo
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que ocurre con el Brexit es una aberració n; somos el país de Shakespeare, pero también el de
los Monty Python; un Estado no debe dar esperanzas, pero tampoco desesperanzas; el
bienestar emocional de la gente es resultado también de lo que hace el Estado. ¿La funció n del
escritor, hoy? Describir con la mayor verdad posible… y con belleza, para tener el má ximo
impacto”. Por cierto, ¿él prefiere amar y, en consecuencia, sufrir, má s o menos? “Es una
pregunta trampa, no hay opció n, en realidad: si al querer escoges, optas y ya no hablas de amor;
con el amor no se puede ir con cuidado: hay que ir a por todas”.

Tanto Houellebecq como Barnes optan en sus obras por la disecció n de personajes para
encontrar en sus entrañ as la cosmovisió n generalizada de una época; con muy distintos estilos,
diferentes temá ticas, pero ambos complementarios. La reflexió n del francés, también en
Serotonina, se dirige a ahondar en el vacío de las relaciones y el hastío de la vida en la Francia y
la Europa emotivista de hoy. Por su parte, Barnes, si obviamos el viraje excepcional de El ruido
del tiempo (2016), se interesa por el autoengañ o -con suerte, “desengañ o”- de una generació n
que cree conocer el amor, si por amor entendemos una masa informe, aleatoria y cambiante de
deseos y emociones.

Recuerdos a conveniencia

En este relato, narrado por su protagonista, Paul, desde el recuerdo -y hay que estar sobre aviso
de que los recuerdos dependen de quién los recuerda-, se cuenta la relació n que inició con
Susan Macleod, de 48, casada y con dos hijas, cuando él contaba 19 añ os. Un amor en el que
Paul encuentra su media naranja, el reto necesario para acometer su personalidad rebelde, y el
acicate para madurar como persona, y en el que ella -segú n los recuerdos de Paul-, encuentra la
salida de un mundo encorsetado, de su infeliz matrimonio y de una burguesía bien avenida,
pero tediosa y caduca.

No es la historia de una relació n plató nica o imposible -asegura Paul-, tampoco una serie de
deslices desafortunados, ni pasiones físicas descontroladas… se trata de una historia de amor
sincero, verdadero, ú nico y para siempre que tanto él como ella comparten sin pudor. ¿Se lo
creen o es todo una gran farsa?
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Esta es la pregunta que, sin formularla, lanza un Barnes invisible, pero omnipresente en el
relato; un Barnes que trabaja con paciencia el personaje, acompañ á ndolo con inteligencia desde
la primera pá gina para empujarlo a admitir la verdad.

Pero la respuesta solo se puede hallar leyendo entre líneas, percibiendo las incoherencias
expresivas de Paul en su grandilocuencia y sus fraudulentas justificaciones. Por ejemplo, en la
transformació n gradual, apenas perceptible, de los cambios en la persona narrativa. Barnes
pivota progresivamente de la primera persona a la segunda, y de la segunda a la tercera para
dejar que su protagonista coja distancia de sí mismo, aunque Paul siempre tome la justa para
no reconocer el rumbo mezquino de su vida y tener suficiente margen para la autojustificació n.
El britá nico consigue que la hipocresía de su personaje alcance vida propia.

Pero aun con todas sus precauciones descubrimos a un joven, y después a un hombre,
aprovechado, también fracasado, que termina sacando partido de la debilidad de una mujer
asustada y maltratada; mujer a la que no llegará a comprender en realidad, y a la que acabará
tratando como a un objeto. Nada má s lejos del amor.

¿La única historia?

Dice Paul en uno de sus bonitos intentos amoralizantes para escurrir el bulto de la sinceridad:
“En el amor, todo es verdadero y falso. Es el ú nico asunto sobre el que es imposible decir nada
absurdo”. Pues no. Hay amor verdadero, hay amor falso, y se pueden decir y hacer auténticas
tonterías sobre el amor y por amor.

La única historia es el relato de un amor falso, desenmascarado con la sutileza propia de la


prosa de Barnes. El retrato de una generació n sin valores, que prefirió , que prefiere las
emociones fuertes y la transgresió n de las normas, frente a la vivencia de una vida má s sencilla,
má s convencional quizá , pero plena.

Situado en la Inglaterra de los 60’s, “La ú nica historia” de Julian Barnes se desarrolla en medio
de la convulsió n del flower power. Si bien el autor presenta un lugar difuso, hay algunos datos y 9
tienen que ver con que en la ciudad viven los corredores de bolsas, es decir gente de un poder
adquisitivo muy alto que trabaja en Londres.

La novela se divide en tres partes y cuenta la historia de amor entre Paul (19) y Susan (48) que
nace a partir de un partido de tenis en un club para gente rica.

Primera Parte

Nace el romance. Lo empiezan a vivir abiertamente, ya que el matrimonio de Susan está en


plena crisis. También empiezan las sospechas en la sociedad que vivían. En el caso del joven,
encuentra en esta persona una parte de su familia que no le cierra. Aparece un tercer personaje,
que es la mejor amiga de Susan. Ahí comienza a presentarse una sociedad que ahoga sus penas
en el alcoholismo.

Segunda Parte

El asunto se complica y comienza el descenso a los infiernos. Susan y Paul toman la decisió n de
irse a vivir a Londres, pero aparece el fantasma del alcoholismo y ella roza peligrosamente la
locura. Luego de un largo devenir por centros psiquiá tricos, el joven se hacer cargo de la mujer.
Ambos está n profundamente enamorados.

Tercera Parte

Es sobre el protagonista y data de muchos añ os después, cuando rememora esta historia de


amor. Allí sostiene que lo que vivió es la ú nica historia de amor de su vida.
Como siempre, Ale Bidart ancló un pasaje del libro para el cierre musical:

En la solapa lleva un pin con el círculo de estrellas de la UE que exhibe "francamente como toda
una declaració n de intenciones", dice. Y aunque se encuentra feliz en el Mediterrá neo, lejos del
culebró n del Brexit, "haciendo como que Londres no existe", no puede ocultar "la tristeza y la
rabia", mientras juguetea con su pasaporte, por la posibilidad de que tal vez esta sea la ú ltima
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vez que pueda utilizar el documento como un free pass para entrar al continente. "Porque me
siento muy europeo y muy inglés, no britá nico, que eso remite a una idea del imperio que no
comparto", aclara.

Quien habla es Julian Barnes (Leicester, 1946), una de las voces má s brillantes, só lidas y
eficaces de aquella pandilla de amigos (Amis, Ishiguro, Kureishi, McEwan y otros tantos) que
Jorge Herralde reclutó para Anagrama a comienzos de los 80 y bautizó como dream team.
Invitado al festival Kosmopolis 19, la fiesta de la literatura amplificada, segú n su eslogan, en la
que participó ayer con el diá logo "El sentido de un relato", junto a la periodista Anna Guitart,
Barnes también aprovecha para presentar su ú ltima maravilla: La única historia, casi una
secuela o una deriva de su ú ltima genialidad El sentido de un final, que se llevó el Booker Prize
2011, mediada por los má s recientes ensayos sobre arte reunidos en Con los ojos abiertos.

La única historia lleva el nú mero 1000 de la colecció n limó n de Anagrama, Panorama de


Narrativas, "cosa que no es casual", aclara la editora Silvia Sesé. Con esta novela del autor al que
ha publicado todo Jorge Herralde celebra otras varias cosas: el 50º aniversario de la casa
editorial, que se conmemora en 2019, la reciente medalla de oro al mérito cultural, concedida
recientemente por el ayuntamiento de la ciudad, y puede que hasta la reciente salida de
imprenta de sus memorias: Un día en la vida de un editor y otras informaciones fundamentales.

Quizá por eso el autor de Hablando del asunto se muestra del mejor humor. Incluso se permite
alguna broma corrosiva para la tensa coyuntura catalana en pleno juicio a sus presos políticos
al pedir, antes de hacer un excesivo spoiler de su nueva novela: "Hagamos un referéndum para
decidir si podemos hablar de eso". Pero lo cierto es que el Brexit le borra la sonrisa: "Es una
situació n aberrante. No es normal, si consideramos Gran Bretañ a como el país de Shakespeare
y de Churchill, pero también es la tierra de los Monty Phyton y de Alicia en el país de las
maravillas. A veces se nos va la cabeza y no somos tan racionales", remarca. Lo que irrita al
escritor no es solo la figura de David Cameron, "que nos metió en este embrollo y no ha hecho
nada por el bienestar general", sino la "perspectiva prá ctica" que rigió desde siempre en el
Reino Unido al ingresar en el Mercado Comú n Europeo. "Nunca se habló del marco moral,
emocional o de un proyecto idealista", se lamenta.

Pero, en todo caso, del Brexit no trata su nuevo prodigio narrativo, sino de la ú nica verdadera
historia que le importa a cada cual, la de su primer y gran amor. La única historia deriva en
forma directa de El sentido de un final. "En aquella novela, aparecían las consecuencias de una
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relació n entre un hombre de 21 y una mujer sobre el final de sus cuarenta. El lector no conocía
la realidad de esa relació n y se la tenía que imaginar. Pensé que ese podría ser un buen punto
de partida", explica.

Cualquier interpretació n autobiográ fica está vedada de antemano, porque Barnes sigue con su
humor afilado: "Para saber eso habrá que esperar mis memorias pó stumas". Pero lo que sí está
claro es que niega cualquier filiació n de su nueva obra a La educación sentimental, de Flaubert.
Cosa cierta, porque la historia de Paul, un universitario de 19 durante las aburridas vacaciones
estivales en los suburbios residenciales del Londres de los 60, y Susan, una mujer casada de 48
y con dos hijas mayores, va má s allá de la peripecia sentimental de un verano acicateado por la
eró tica del tenis. La relació n se extenderá en el tiempo má s de una década, y su relato -en un
prodigio técnico de gran hondura que pasa de una primera persona en presente, en la primera
parte, a un relato en segunda persona para acabar en una lejana tercera persona que
rememora- se expande en una suerte de tratado sobre el amor, el dolor de la pérdida y las
tretas de la memoria.

"Esta estructura la decidí muy pronto. Estaba claro que el primer amor siempre es un presente
eterno y en primera persona. Cuando te acercas al final de tu vida tienes la perspectiva de la
distancia", explica. "Tenía mis dudas en el intermedio, porque la segunda persona no es muy
comú n. Pero me di cuenta de que funcionaba con la novela Bright light, Big City, de Jay
McInerney, y necesitaba esa segunda persona que abraza al lector", completa. Y para el
narrador que "siempre había pensado que la memoria es el equivalente a la identidad", las
distorsiones del recuerdo merecen un capítulo aparte. "Me preocupa có mo se va degradando la
memoria. Cuanto má s contamos nuestros recuerdos preferidos, son menos fiables". Algo que le
había revelado su hermano, el filó sofo Jonathan Barnes, y el escritor se negaba a creer. Ahora
Julian sabe que lo rememorado "tiene má s que ver con la imaginació n que con lo vivido".
La gran pregunta es la que abre su novela. ¿Preferirías amar má s y sufrir má s o amar menos y
sufrir menos? La suya es "la primera opció n, está clarísimo", concede. "Pero es una pregunta sin
sentido, porque si tienes posibilidad de elecció n, entonces no se trata de amor".

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