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HACIA UN DERECHO GLOBAL

CRISIS DEL DERECHO INTERNACIONAL


Nos encontramos con un derecho internacional indefenso el cual se enfrenta a un
paradigma: el de la globalización
La incapacidad del derecho internacional se ha visto mermada por las circunstancias del
terrorismo global y la hegemonía de una sola potencia – Estados Unidos – y el rampante
imperialismo de diversas naciones – china, rusia e india que pugnan por recuperar la
grandeza perdida.
El problema proviene de la estructura intrínseca del derecho internacional al contener una
serie de principios que han quedado obsoletos por el espacio-tiempo histórico: la soberanía,
la territorialidad, el Estado-nación. Estos sirvieron durante contados siglo a solucionar
conflictos entre diversas naciones.
DERECHO INTERNACIONAL Y GLOBALIZACIÓN DEL DERECHO
Ha sido la globalización la que ha desatado este denominado proceso de
internacionalización del Derecho y no viceversa.
La propia globalización desata la reacción de los derechos nacionales, que se niegan a
perecer bajo el paraguas de un Derecho superior que los constriñe.
Si bien la globalización debilita el molde conceptual del internacionalismo y fortalece la
universalización de una serie de principios, es menester bregar por que el Derecho que de
ella surja no consolide las relaciones asimétricas de los pueblos convirtiéndose, ante las
presiones, en un instrumento en manos de oligarquías cerradas que buscan el lucro
coyuntural en desmedro de los intereses democráticos de amplias comunidades. He aquí
uno de los retos acuciantes del nuevo Derecho global, tal vez el más importante.
LOS ESTADOS, ¿ÚNICOS SUJETOS DEL DERECHO INTERNACIONAL?
La estadolatría en la que incurre el Derecho internacional vicia de origen su
desenvolvimiento y dificulta el análisis de sus instituciones, porque coloca en el centro del
debate una dimensión que tendría que cederle el puesto de honor a la idea de persona.
En efecto, los aproximadamente doscientos Estados del mundo son los sujetos primarios de
las relaciones internacionales por disponer de capacidad jurídica plena. Y los individuos,
conforme a la teoría tradicional, no pasan de ser su “objeto”, por más que se suela afirmar
como coletilla que el interés de las personas es el fin supremo del Derecho, y también del
Derecho internacional.
En el universo del Derecho internacional no es lo mismo ser un Estado que una
organización o un “simple” ser humano.
La nacionalidad es el punto de contacto entre el Estado y el individuo.
Para Kelsen es insostenible la doctrina tradicional que defiende que el Derecho
internacional impone deberes y responsabilidades y confiere derechos sólo a los Estados, y
no a los individuos. Los individuos también son sujetos de derecho, en tanto ciudadanos de
un Estado.
LA AGONÍA DEL ESTADO MODERNO
La globalización ha trastornado la hegemonía estatal permitiendo el desarrollo de una
sociedad civil que expande y enriquece la base del demos político. El imperialismo estatal
—sumamente acaparador— se niega a entregar cotos de influencia a los entes
supranacionales. Y es reacio a implementar nuevas formas de participación.
Los tratados han dejado de ser un refugio seguro y la legalidad internacional se ve con
frecuencia vulnerada por el afán político de un puñado de naciones que detentan el poder
real.
La ONU se ha convertido en un ente paquidérmico incapaz de reducir el riesgo de
conflicto, en una especie de actor secundario de los acontecimientos globales que modelan
la política del tercer milenio.
La burocracia mina la gobernabilidad global pues no ha logrado convertirse en un
instrumento adecuado que canalice ágilmente las demandas de paz y equilibrio.
LA SOBERANÍA Y EL PUEBLO SOBERANO
La soberanía, de esta forma, se transformó en un instrumento de superación y reforma, de
modernidad y desarrollo. Hoy, sin embargo, ha devenido en una rémora que debe
abandonar su letargo pernicioso. O desaparecer.
La soberanía es, pues, la cualidad inherente a un Estado que le otorga suprema potestad en
su territorio, control de su ordenamiento jurídico y derecho a reconocer a los actores
externos que con él entablan contacto.
La soberanía apareció por vez primera en Les six livres de la République (1576), de Jean
Bodin (1530-1596)238, y fue entendida por este pensador francés como la potestad
absoluta y permanente que ejerce una República en un contexto determinad
n un moderno Estado constitucional de Derecho (Rechtsstat), como era —o pretendía ser—
por aquel entonces, el alemán.
para Georg Jellinek, la soberanía sería “la cualidad de un Estado en virtud de la cual él sólo
puede vincularse jurídicamente con su propia voluntad.
Para Kelsen, sin soberanía no hay Estado, y sin éste no existe el Derecho, porque el Estado
no es otra cosa que el ordenamiento jurídico.
. La idea de soberanía se cristaliza por entero en el Derecho internacional, y éste no es sino
su consecuencia más evidente.
LA CRISIS DE LA TERRITORIALIDAD
No hay Derecho internacional sin Estados. Ni Estados sin soberanía. Ni soberanía sin
territorio. He aquí uno de los dogmas esenciales del Derecho internacional.
Sin embargo, todo esto ha quedado en evidencia a lo largo de las últimas décadas del siglo
XX. En mayo de 2000, cuando un joven hacker filipino, desde Manila, logró inyectar el
virus “I love you” en Internet, ocasionando graves problemas a gobiernos y compañías del
mundo entero y provocando, al mismo tiempo, una situación de emergencia, la
territorialidad naufragó catastróficamente. Filipinas, en aquel momento, carecía de
legislación en materia de uso de ordenadores.
De esta manera, la soberanía ha terminado convirtiéndose en una especie de carta blanca
para realizar cualquier atropello en un ámbito determinado.
Cualquier atropello en un ámbito determinado. El principio de territorialidad es, sobre todo,
un principio organizativo y, por ende, secundario. Su misión es comparable a la del freno
de mano en los coches. Proporciona seguridad, resuelve un conflicto concreto. Sin
embargo, impide avanzar.
El problema del Estado radica en que ha condicionado su supervivencia al territorio. Por
eso, el Derecho internacional, al ser un Derecho interestatal, apostó primero por la
hegemonía totalitaria del principio de territorialidad, debilitando con ello a la persona.
En mi opinión, la clave se encuentra en separar la territorialidad de la soberanía, en
“desoberanizar” el territorio, si se me permite el neologismo, pues el principio de
territorialidad es anterior al de soberanía, y pudo sobrevivir durante siglos sin ella.
LA JURISDICCIÓN ¿PERTENECE AL ESTADO?
Al apropiarse del territorio, la soberanía se adueñó de la jurisdicción, que no es otra cosa
que la potestad de aplicar el Derecho coercitivamente en un entorno determinado.
La palabra jurisdicción procede del latín ius dicere, que expresa la declaración coactiva del
Derecho por quien tiene potestad, principalmente el magistrado.
La jurisdicción es patrimonio de la comunidad política, sea o no soberana; y por eso caben
distintos niveles jurisdiccionales, tantos como distintas comunidades políticas superpuestas
pueden coexistir, desde la familia hasta la humanidad. Los crímenes contra la humanidad
son universales; y han de ser resueltos universalmente.
No se trata de un problema de cesión de soberanía. Es, más bien, un asunto de
organización, un tema de management de la sociedad global, ya que ésta funciona de
manera deficiente si se encuentra artificialmente compartimentada.
ESTADO-NACIÓN: UN MATRIMONIO DE CONVENIENCIA
Desde que el Derecho internacional se convirtió en un Derecho interestatal, Estado y nación
quedaron vinculados en las relaciones internacionales, formando un unum indivisibile: el
Estado-nación.
El constitucionalismo del siglo XIX —hijo de la Ilustración francesa y del Idealismo
alemán— hizo de la nación una entidad diferenciada, territorialmente indivisible y
jurídicamente solidaria, sustentada por el principio de nacionalidad —que incorporaba a la
persona en el proyecto nacional, lo que no había postulado el Estado.
Y es que al haber sido fundidos soberanía, Estado, nación y territorio, ya no existe término
medio en el Derecho internacional. Se rompe el equilibrio. O se es Estado o no se es nada.
Por eso, una nación, cualquier nación, está llamada a transformarse en un Estado, por este
imperativo artificialmente construido, bien por secesión o bien por creación, ya que sólo la
nación es la titular de la soberanía, como el pueblo lo es del Estado territorial. Ante esta
perspectiva, una nación no estatalizada se convierte para el imaginario popular en un ente
frustrado, incompleto, a medio camino hacia la Tierra prometida.
EL FUTURO DE LA ONU
La ONU ha cumplido una importante misión desde que se fundó, en San Francisco
(California), el 24 de octubre de 1945. Sorprende que su labor haya sido más fructífera en
aquellos objetivos que fueron secundarios para los padres fundadores que en sus directrices
maestras, entonces y hoy prioritarias.
Formada inicialmente por 51 Estados, en nuestros días la cifra se ha extendido a 192 (tras la
incorporación de Montenegro el 28 de junio de 2006).
Los miembros de Naciones Unidas están dispuestos a cumplir con susfines de
mantenimiento de la paz y la seguridad en el planeta, cooperación internacional, incremento
de relaciones de amistad entre los pueblos y armonización de esfuerzos para alcanzar
objetivos comunes (cfr. artículo 1 de la Carta). Se trataba, pues, de una organización
internacional que nació con el deseo de eliminar la guerra de la faz de la Tierra, resolviendo
de manera pacífica las controversias entre Estados y evitando el uso de la fuerza de manera
unilateral, salvo en casos de legítima defensa. La organización internacional, como gran
novedad, se reservaba el derecho de intervenir militarmente contra un Estado agresor que
amenazase la paz. Sin embargo, de aquel sueño fundacional, lo esencial no ha llegado a
cumplirse.
La ONU cuenta en su haber con grandes aciertos. Basta pensar en su propia fundación,
gran acontecimiento mundial, o en el hecho de que prácticamente todos los Estados
soberanos reconocidos formen parte de ella; en la Declaración Universal de los Derechos
Humanos;
en la promoción que ha realizado de la democracia en el mundo prestando asistencia
electoral y logística; en su destacado papel en el proceso de descolonización, respetando la
voluntad de las comunidades mediante plebiscitos o referendos, y en el fomento del
Derecho internacional, su marco de desarrollo.
Sin embargo, también pesan sobre ella serios errores, derivados principalmente del poder
omnímodo del Consejo de Seguridad296, su órgano ejecutivo, del que, como es sabido,
forman parte, como miembros permanentes y derecho a veto (artículo 27.3), China,
Francia, Reino Unido, Rusia y Estados Unidos.
El Consejo de Seguridad pronto se convirtió en una camarilla política en la que se decidía
el destino del mundo.
La ONU se ha convertido en una organización jerárquica y disfuncional, financiada según
datos oficiales de 2006— en más de un 40% por Estados Unidos y Japón, incapaz de
plantar cara a las grandes potencias en momentos de crisis, principalmente a Rusia y
Estados Unidos durante la Guerra Fría (1945-1989)
Estados Unidos no acepta una estructura internacional que le imponga normas ni que
controle sus acciones internacionales. Y menos todavía, después del 11-S. Esta fatídica
fecha cambió el destino de las relaciones internacionales acentuando el unilateralismo que
se encuentra
en la esencia de América desde sus orígenes como nación. Con ello, sentenció a la ONU:
los Estados Unidos liderarían el proceso de paz en el mundo sin apoyarse en el
multilateralismo de Naciones Unidas.
La ONU no ha sabido, ni ha podido, como era su deseo, mantener la paz en el mundo: la
Guerra de Corea, la crisis de los misiles de Cuba, la guerra de Vietnam, la de Sudán, la
invasión soviética de Afganistán, la guerra del Golfo, las guerras civiles de Nigeria, Líbano,
Angola, Argelia, Somalia o El Salvador, las matanzas de Ruanda y Kosovo; la masacre
de Srebrenica, el genocidio congoleño, la guerra de Las Malvinas, la de los Balcanes, la de
Chechenia, la guerra entre Etiopía y Eritrea, la de Irak, el reciente conflicto armado en la
Franja de Gaza.
La ONU es una organización de Estados con intereses tan contrapuestos como egoístas. Y
no ha sido tomada en serio por quienes debieron hacerlo, especialmente Rusia, China y los
Estados Unidos.
Naciones Unidas, como hiciera la Sociedad de Naciones el 18 de abril de 1946, debe
disolverse y ceder sus derechos a una nueva organización mundial, que nazca, no de
campos de batalla asolados por armas destructoras, ni de tratados de paz con vencedores y
vencidos como las dos anteriores organizaciones—, sino del deseo irrefrenable del ser
humano de organizarse, ¡por fin!, en una comunidad global. Y, por supuesto, sin un cuartel
general en los Estados Unidos de América.
Esta nueva organización ha de contar con una fuerza armada creada ex profeso para hacer
cumplir sus fines, pues de lo contrario quedará a merced de la ayuda material de las
potencias, que no siempre serán generosas con sus recursos. Ha llegado la hora de fundar
una Academia
militar global, una milicia universal y unas instituciones globales que permitan actuar
rápida y eficazmente frente a cualquier amenaza a la paz.

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