Está en la página 1de 7

Relojes de tierra mortuoria

-¿A usted le parece razonable que las arcas del turismo las tengan quienes no
nacieron ni se desesperanzaron aquí?-
-No, no… no-
-Vea por allá a los templos constituidos por mis ancestros, ciertamente, en ruinas.
Envejecí ajeno a la lectura y al aprendizaje. Una vez preparado para gozar de
México a sus anchas, la extranjería sabía más y mejor de mi Historia que yo-
-Sí, pues, sí-
-¿No le digo?, quite su jeta de indiferencia. Por boquiabiertos como usted el
Estado pasó encima del patrimonio del pueblo y nos dejó quehaceres de esclavo-
El chofer disminuyó la velocidad por error antes de cruzar avenida Tezontle. Ver
estas ojeras le quitó las ganas de responder mi saludo. Viajamos en un camión
destartalado, parece que el pueblo de Iztacalco viene aquí revuelto. A pesar de
ello, gané un lugar junto a la ventana sin necesidad de jaloneos.
Aquí a mi lado, un vendedor protege sus gelatinas entre las rodillas, concentrado
mientras termina su argumento contra el turismo extranjero. Volteó tres ocasiones
a juzgar mis párpados entreabiertos. Exhaustos.
Pasamos frente a la prepa 2, la Erasmo Castellanos. Bajo en la esquina
centímetros previos al semáforo. Levanto un poco la cabeza. Carraspeo. Miren el
daño que han sufrido los camellones de Churubusco. Por venir dormitando pasé
por alto la poca suerte de la zona.
Todavía recuerdo al delegado inaugurando estos andadores. Fui de los primeros
en venir a pasear aquí. Los ochentas sirvieron para acicalar a la ciudad de México.
Por esos años el pueblo no sabía de otra política menos cegada por la lucha de
clases. En los mítines la gente apoyaba sus cuerpos en un árbol o poste cercano,
viendo el morbo acumulado a lo ancho de las bocas del orador.
Traigo un bonche de imágenes sobre aquel lustro. Si hubiera a quien, le narraría
crónicas de mercado y unas discusiones de barrio extravagantes.
Estoy dispuesto a convidarlas porque se oyen preciosas en mi memoria. Lástima
que deba sacar mi voz si quiero difundirlas. Desde el 83 uso casi puras muecas y
menos palabras para hablarle a la gente. Ojalá conociera otra voz más fea que la
mía para hacer dueto. Fuerza de asociación, supongo.
He recurrido a todo con tal de no mostrar esta dicción atarantada. He centuplicado
las muletillas en mi diccionario. Los monosílabos también, JESUCRISTO.
Por ejemplo, anteayer Caralampio ya nos había hartado con su griterío. El patrón
perdió la paciencia luego de diez minutos. Al minuto once lo sacaron a jalones de
ahí porque ya andaba cerca la procesión. Obviamente Caralampio estaba lejos de
ser despedido. Cavando tumbas en este panteón de oriente durante dos décadas.
Parece el inicio de una canción de trova, pero es la carta de presentación de mi
buen amigo. Sin embargo, la regó. La regó durísimo. Lo atraparon mientras
robaba tierra de varias sepulturas.
Era la oportunidad perfecta para hablar y suavizar al jefe. Creí que era la
oportunidad perfecta.
Ahí están las palabras correctas para este asunto. Sí son. Cuando las pronuncie
deben escucharse cómodas, a ver si el fantasma de mi acento de occidente me
ayuda.
Nada, ningún comentario o intervención de mi parte. Hubiera musitado aunque ni
eso alcancé. A donde voy las conversaciones surgen. Tengo la garganta llena de
comentarios hilarantes, hay unos dos o tres estrafalarios. Imagino a cada una de
esas oraciones formadas a través de mi laringe, esperando viajar por allí… y
regresándose al escuchar cómo sonó la primera en surgir.
Mañana termina la suspensión que le dieron.
-¡DEMETRIO!, ¡DEMETRIO!, espérate. No sabes llegar tarde, ¿verdad? Vente
rápido, ayúdame a limpiar los altares del fondo y te cuento lo de mañana-
Caralampio descansó a placer. Siempre sobreponiéndose a lo natural, hasta
rejuvenecido volvió. Su acostumbrado circo de persuasiones permaneció intacto.
Estampó la mano derecha en mi cuello, mordía su labio inferior entre susurros.
Vociferó.
-Oye, Demetrio, son las cinco y media. Al rato nos van a caer unos ahijados de mi
mujer. Son santeros. Quédate porque te necesitamos. Mejor dicho, tú necesitas de
sus remedios. Mírate los dientes disparejos e incompletos. Pelón ahí medio
descompuesto. La hipertensión. Estarás nuevecito en un parpadeo-.
-Ees….-
-Nomás te digo, vente, la muerte premia a los que quieren morir y se aplacan las
ganas, a los resistentes. Luego a sus fieles-.
-Amm, no, bueno…-
-A mí el regalito me llegaría estupendo. Llevo unas temporadas de servirle. Le
platicaba a mi señora pasado el desayuno sobre la posibilidad. Los dos
coincidimos en que la urgencia es tuya, no mía por ahora. Empezamos el borlote
por ahí de las once-
Arrugué la nariz cuestionando qué premio debía recibir yo, ¿la muerte da regalos?,
acaso obliga a la gente al desapego. La muerte petrifica la voluntad en una caja de
vacío espiritual.
Caralampio dominaba el argumento. Huyó disparado rumbo a las bodegas, frenó a
media carrera detenido por mis posibles titubeos. Inhaló, exhaló y cerró su oferta.
-Los alimentos, Demetrio, tus alimentos. Vete a comer. Le corres a sacar la basura
de los contenedores, un sepelio basta para colmar de porquería los botes.
Vacíalos y échale cloro al dispensador. A las once, a las once te veo-.
Salí del panteón San Matías por un almuerzo de cocina económica. Chuleta de
cerdo en adobo, frijoles refritos, arroz a la mexicana con rodajas de plátano y una
jarra de tepache. Fui a la casa a cambiarme la ropa y sacudirle la tierra. Trastes
remojados atascando el escurridor. Anoté pendientes, ignoré mucha
correspondencia.
Iba midiendo lo que me tardé en cerrar el zaguán cuando vi pasar un taxi. Levanté
la mano en señal de emergencia. El señor taxista estuvo la mayoría del trayecto
hablando de la prohibición de alcohol en su hogar, aunque no le dolía tanto como
el exceso de devoción católica de su yerno.
Detuvo el taxi e insistió en olvidar el taxímetro. “Deme la mano, buen señor. Voy
de salida de la ruta. Lo veré luego”. Arrancó el motor, sus luces traseras dejaron
encendido el aire detrás del escape. Partió con rapidez.
Recorrí mi dentadura intermitente con la lengua ante la duda. Entrar o irme, quizás
renunciar. De lunes a domingo entro y salgo sin que haya obstáculos impidiéndolo.
Este portón de aluminio puede ser burlado a placer, en serio. Igualmente saqué mi
llave del candado. A menudo la simulación de respeto mantiene la reputación
intacta de este y numerosos lares. Imaginaba conciertos de insectos distrayendo
mi atención. En lugar de eso, débiles migraciones de viento y el hedor del terreno
arruinando las promesas santas de quienes lloran a sus difuntos.
Quietud. Una noche diezmada. El panteón encerrado en su propia acústica. Llevé
una linterna para ultrajar el miedo. Caminé a través del sendero que divide todas
las zonas. El olor a olvido puede marchitarte irremediablemente. Pisaba el último
tramo del lugar, giré suplicando no toparme a nadie. Patrañas.
Reunidos al filo del área reservada para nuevos miembros pasivos del panteón,
ocho sujetos, entre ellos Caralampio, habían dibujado con flores marchitas una
suerte de inscripción en el piso. En medio, un agujero.
Totalmente enmudecidos, el grupo de hombres sujeta mis brazos. Dos de ellos
salpican mi cara de un menjurje lamoso. La fórmula se desliza a partir de mi
frente, rodea los pómulos, regurgita antes de entrar a mis encías. Me arrojaron al
fondo. Caralampio sustituyó su habla coloquial por una firmeza retórica. Se puso
en la voz el oscurantismo indicándome la despedida.
-Demetrio, debes regresar a la misma hora en que te marchas. Esta fosa inmunda
aguardará tu retorno. Mi instrucción es ineludible. Te ubicarás sobre la posición
que ahora ocupas y contendrás la respiración por trece segundos. Serás el espejo
de esta escena. Si desobedeces, este culto te arrastrará lejos de la perversión de
Dios, que es deseable si la comparas con la aridez de la sacra Muerte-.
Quise irme corriendo, sin embargo, un tifón de tierra prensó mis piernas. Mi cadera
azotó sobre una cama de rocas irregulares. Una presión inmisericorde me
envenenó la sangre e hizo estallar todo. Una luz infinita y cegadora abrazó la
capilla, al panteón y todo lo que estaba alrededor. De pronto el planeta entero se
convirtió en un carnaval de partículas y estrellas fugaces que hacían piruetas,
chocando incesantemente.
Espectáculo de luces cabalgando para aturdir el cielo de ilusiones. Los astros se
reacomodaban en donde les placía. Tremenda vorágine de magia ancestral.
Pensándolo bien, hacer esa escena creíble costaría un esfuerzo desgarrador para
quienes no estuvieron allí. Como si la galaxia destazara el mundo y un ruido de
madera crepitante revolviéndose en llamas nos llamara a lo lejos.
Los vestigios de la madrugada pasaron de una combinación de colores a otra en
un santiamén. Primero negro enaltecido de la mano de un manto violeta, después
una estampa anaranjada que finalmente llegaría convertida en estampida.
Cuando aquel frenesí de materia reverberante culminó y las moléculas que
sobraban dejaron de bifurcar ante ese resplandor, levanté la vista. Ese amanecer
me dio un hogar. Lo único que pude levantar fueron mis párpados. Forcejeaba
contra la tierra tratando de pararme. La tierra prohibía que despertara.
-Buenas, Don. Oiga, a lo mejor en su pueblo le mueven diferente, acá somos
devotos. Sálgase de ahí. Párese, ¿no le mella andarse metiendo a las tumbas que
están esperando a otros? Por dignidad, ni harapiento ni ensuciado por el hambre
agarre de vivienda donde los demás entierran a sus muertos-.
Me puse de pie y con un brinco descoordinado salí de la zanja. La mañana me
embistió los hombros mientras la marea luminosa zigzagueaba la tierra.
Esculqué mi organismo. Esta complexión vigorizante. Ya no era un funebrero
sexagenario. Ahora tenía piernas fornidas, postura erguida, dientes enteros. Había
olvidado cómo era tener dentadura completa, caderas anchas y un par de rodillas
invencibles.
Di pisadas de aplomo, moví mis piernas velozmente. Abandoné las inmediaciones
del panteón. Hallé el camellón de Churubusco por segunda ocasión. Me senté en
medio de la arboleda circundante.
Allí no cesaba la algidez, las coreografías de humanidad: comercio, basura y
humo excesivo. La cicatriz del ser que abandona una época y observa la
hemorragia del tiempo a distancia prudente. Comprendí que el intercambió había
pasado. Era yo mismo, era yo mismo a los veintidós años.
Me percibí siendo alguien inmaculado, un anciano reclutado del futuro que jamás
se iría de aquel lugar. Dios, de donde vengo el clero no te convida, te mantiene
cautivo. Déjame buscarte aquí.
¿Cuánto júbilo le cabe a uno en el vocabulario?, quién sabe.
Mírenme, estoy sentado sobre un banco de concreto. Mírenme, no dejen de
mirarme, reincido en la juventud. Fracasaron mis años de vejez.
Encogí la boca, solapé la tensión del mentón. Asimilado el misticismo, me largué
de esa franja de césped parejito parejito y omití que estaba en una variante de mi
vida mezquina. La indiferencia me condujo a casa.
La pintura se veía espectacular. Era imposible tal estética en un hogar. Ni siquiera
había grietas para sellar mis habituales coyunturas de soledad. Recién acerqué mi
mano al picaporte cuando una pequeña de trenzas gruesas se ancló a mí.
Las horas estaban más rebuscadas que nunca me dolían hasta el hartazgo. De
repente, pausé mi camino. La vista era inútil, difícilmente podíamos percibir
nuestros propios movimientos. En lugar de jadeos, mi respiración por fin sonaba
libre. Inhalé a punta de escalofríos frente a los golpes del viento. Los sonidos de la
oscuridad húmeda tropezaban uno tras otro. Nos apresamos al abeto más
cercano. El crujir de la noche moribunda que se deshojaba, fue lo único que me
mantuvo despierto a su lado.
Apenas estaba descubriendo la unión familiar y alguien hizo parecer frágil la casa
golpeando sin pudor la puerta.
-¡Abran!, ¡abran pronto!-
Su figura se colocó en el arco de la entrada tapando el sol en absoluto. Había un
desconocido impidiendo la entrada de la luz que nos merecíamos. Un sujeto en
sicosis generada por la acumulación de secretos. Aproximándose a mí, tomó
bruscamente los bordes de mi cuello y no hubo silencio durante los siguientes
minutos.
-¡Lo saben, lo saben!, no he podido detenerlos. Lo saben las manadas, las
parvadas, las yuntas, las jaurías, todos están enterados y siento la sangre
profanada. No hay algo más profano que mi sangre. Tu sangre, nuestra sangre-.
Afuera el agua desfilaba desplomándose a cada gota, hinchando los suelos,
escurriendo ruidos metálicos en la flora que adornaba los pies de este hogar
inmerecido.
-Váyanse. Salgan de aquí. Ya vienen. Gracias mí, a ti, a tus hija. No vuelvan
pronto, no les den tiempo de llegar-.
Una crónica desnudando la inquietud de mi hija.
Estiré mi piel viendo alrededor, me punzaban los intestinos porque creía que en
cualquier segundo quedaríamos hechos ceniza.
-Eres un depredador, soy un depredador viéndose a sí mismo. Las puntas de
tus dedos, como las mías, estarán repletas de un cáncer implacable. Toda tu
genealogía, toda mi progenie se volverá nauseabunda para los sentidos. No
cumplimos el mandato-.
No me espantaban él, sino el interés indomable que se te extendía a lo largo de la
cara, hija. Querías saber más, no sé cuánto más, pero mucho más de lo que
alegaba este impostor. Él subestimó su urgencia, seguía gritando y
masacrándome.
-El advenimiento de una metamorfosis. Seremos criaturas acechando el
derecho natural. Un bloque de degeneración que aniquilará cuando los
demás cierran los ojos. Hazme una promesa. Imagina que tu memoria se
aleja de ellos, de mí en particular y no te atrevas a menospreciar esto-.
Entre sendas maldiciones,

La lluvia detuvo su discurso. Mis antepasados vieron hacia atrás para confirmar la
calma, retrocedieron y se apartaron llevándote a cuestas.
El grosor de sus músculos era aumentado por la urgencia de respuestas,
Llegamos tan lejos como pudimos, agotados, pensando que
Alcé la voz y la única réplica fue la hediondez de mi aliento. Su espesura enterró
mi voz.
Esa expresión cadavérica sometió mi valentía.

Las personas no comprenden su confusión. Entregaría hasta lo que no es mío con


tal de nunca haber sabido esto. Miren a dónde me trajo. Impertinente, sí. Aprendí
a soportar humanos perseguidos por la falacia de una vida satisfecha, una vida
exuberante de colores que nunca pueden igualar. Sueño con humanos
sirviéndose una existencia insolente que los lleve a la tierra de donde provengo.
Me alejo de mi hija a pasos desobedientes, fingiendo no saber dónde está el resto
de mi familia, pretendiendo que ningún arcángel de aspecto leproso patrulla las
esquinas donde cruzo cada avenida. Huyo de mi familia portando el desperdicio
de una promesa celestial.
No creerá que soy la ofrenda de un castigo incomprensible.
Papá, aquí estoy, a salvo, ¿me ves? Mi dorso no tiene moretones y la edad se me
desvencijó. Tardaría poco en quitarte la ignorancia de los ojos, al menos así mi
desesperanza arderá menos.
¿Qué es lo que más recuerdas de mi rostro?, ¿el desvarío o la agonía?
Me aventuré a lo largo del extremo sur de la región, huyendo de climas
paranormales. Caminé durante días con algún espacio para aquietarnos el
hambre. La capilla hubiera enrojecido a través de mis gritos. No ocurrió porque no
estaba solo. Continúo vivo porque tú evitaste lo impensable. .

(el cuento será sobre un señor que va a un ritual e intercambia su cuerpo con él
mismo de joven, sin embargo, las decisiones que toma mejoran su vida y
permanece en el pasado. Tiene una hija. De pronto, otras versiones suyas de
otras épocas lo persiguen y raptan a la niña. La envían al futuro original donde se
encuentra con su padre, pero este no la reconoce. Fin)

También podría gustarte