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¿Para qué sirve un economista?

Es una pregunta legítima. Tanto para quienes están pensando, están


ahora o alguna vez estudiaron economía (¿qué se puede hacer con todos
esos conocimientos?) como para quienes consumen lo que producen los
economistas (¿en qué se puede creer?). Inclusive para los amateurs,
para quienes se acercaron más tarde, atraídos por la omnipresencia del
hecho económico. ¿Para qué sirve un economista?

En Venezuela la economía está asociada de manera inseparable a


predecir el futuro, en el mejor estilo de Adriana Azzi. A esa concepción
han contribuido mucho los “analistas” que andan por ahí, siempre
prestos a jugar a Casandra para ganar algo de espacio. La idea de que
la profesión es inútil si no es capaz de predecir lo que vendrá no puede
ser más errada: Los médicos no viven de predecir quién sanará y quién
no, y cuándo, sino de prescribir remedios y corregir desequilibrios. De
allí que lo que deba preocupar de la economía como ciencia sea su
incapacidad para resolver nuestras dificultades (i.e. la crisis financiera),
más allá del hecho de no haber sido capaz de predecirlas.

Se trata, al menos en su acepción más agregada (macroeconomía) de


administrar de la mejor forma nuestras recursos escasos para satisfacer
nuestras necesidades ilimitadas. A ese nivel los resultados dependen de
las decisiones de millones de personas, lo que introduce un grado de
complejidad que a su vez limita la precisión que la ciencia es capaz de
alcanzar. Para tratar de analizar las más frecuentes de esas situaciones,
los economistas recurrieron al uso de representaciones “simples” de la
realidad (modelos), la mayoría de las veces amparados en un grado
significativo de abstracción matemática.

Al principio, se procuró reducir toda nuestra compleja realidad a unas


pocas ecuaciones. Apenas un código de representación, de alguna forma
cobró vida propia y empezó a caminar por ahí, al estilo de los naipes del
náufrago en la novela de Jostein Gaarder. Su decodificación de vuelta al
mundo real quedó suspendida. Los modelos de “equilibrio general” que
de allí derivaron, en palabras de Ricardo Caballero (MIT), “se dejaron
hipnotizar por su propia lógica de una forma tal que empezaron a
confundir su capacidad para predecir las circunstancias de ese mundo
abstracto en el que surgieron con su capacidad para predecir la
realidad”. La futilidad de estos métodos llevó a otros a estudiar
fenómenos específicos de manera más precisa, sin pretender “explicarlo
todo”. De este segundo grupo (ridiculizados como “modelos mascota”
por los más generalistas) se derivan conclusiones más precisas pero
también más simplistas: Su relación con el todo no siempre queda
clara. La economía de los datos, esa que parte de y vuelve a los
resultados concretos del hecho económico, ha pasado a un segundo
plano.
A partir de aquí, la ciencia necesita con urgencia a gente dispuesta a
levantarse y denunciar que el emperador lleva rato desnudo. Es hora de
hacer algo distinto, de intentar algo nuevo. Es eso o quedar a merced de
los opinadores de oficio.Como bien apunta Caballero, esos, aunque
parezca imposible, sufren del síndrome de pretender-saber de una
forma todavía más aguda que los economistas de academia.

@miguelsantos12

Para El Universal, 18/01/2013

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