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Leemos juntos

2do. Año
1. El poder de la infancia de León Tolstoi
https://ciudadseva.com/texto/el-poder-de-la-infancia/

Actividades de lectura:
- Lee y elabora a través de imágenes los valores y antivalores
- Escribe el mensaje que transmite
2. Les envío el enlace de los textos que leeremos por cada semana

Algo repelente 

WILLIAM F. NOLAN 
https://www.blindworlds.com/publicacion/74428

Actividades de lectura:
- Dibujar tres escenas más impactantes del cuento
- Escribir una apreciación crítica
3. El disco de la muerte
Mark Twain
http://www.ataun.eus/BIBLIOTECAGRATUITA/Cl%C3%A1sicos%20en%20Espa%C3%B1ol/Mark
%20Twain/Disco%20de%20muerte.pdf

Actividades de lectura:
- Elabora una línea de tiempo
4. El padre de Simón
Guy de Maupassant
https://ciudadseva.com/texto/el-padre-de-simon/

Actividades de lectura:
- Escribe el resumen del texto y haz un comentario
5. Taxi driver sin Robert De Niro
Fernando Ampuero
https://elbuenlibrero.com/taxi-driver-sin-robert-de-niro-fernando-ampuero/
El poder de la infancia

León Tolstoi
¡Qué lo maten! ¡Qué lo fusilen! ¡Qué fusilen inmediatamente a ese canalla!… ¡que lo maten!
¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten!… —gritaba una multitud de
hombres y mujeres que conducían, maniatado, a un hombre alto y erguido. Éste avanzaba con
paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba desprecio e ira hacia la gente
que lo rodeaba.
Era uno de los que, durante la Guerra Civil, luchaban del lado de las autoridades. Acababan de
prenderlo y lo iban a ejecutar.
“¡Qué le hemos de hacer¡ El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo tienen
ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto tiene que ser así”, pensaba el
hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente en respuesta a los gritos de la
multitud.
—Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado aún contra nosotros —exclamó alguien.
Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los cadáveres de
los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una furia salvaje.
—¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más lejos?
El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la
muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.
—¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas! Hay
que acabar con ellos, en seguida, en seguida… —gritaban las mujeres.
Pero los cabecillas decidieron llevar el reo a la plaza.
Ya estaban cerca cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita infantil entre
las últimas filas de la multitud.
—¡Papá! ¡Papá! —gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima viva, mientras se abría
paso para llegar hasta el cautivo—. Papá, ¿qué te hacen? ¡Espera, espera! Llévame contigo,
llévame…
Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía el chiquillo. Todos se
apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo acercarse a su padre.
—¡Que simpático es! —comentó una mujer.
—¿A quién buscas? —preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.
—¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! —lloriqueó el pequeño.
—¿Cuántos años tienes, niño?
—¿Qué vais a hacer con papá?
—Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre —dijo un hombre.
El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su cara se tornó aún más
taciturna.
—¡No tienes madre! —exclamó al oír las palabras del hombre.
El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre; y se abrazó a él.
La gente seguía gritando lo mismo que antes: “¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que fusilen a
ese canalla!”
—¿Por qué has salido de casa? —preguntó el padre.
—¿Dónde te llevan?
—¿Sabes lo que vas a hacer?
—¿Qué?
—¿Sabes quién es Catalina?
—¿La vecina? ¡Claro!
—Bueno, pues… ve a su casa y estate ahí… hasta que yo… hasta que yo vuelva.
—¡No, no iré sin ti! —exclamó el niño echándose a llorar.
—¿Por qué?
—Te van a matar.
—No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.
Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que dirigía a la multitud.
—Escuche, máteme como quiera y donde le plazca, pero no lo haga delante de él —exclamó
indicando al  niño—. Desáteme por un momento y cójame del brazo para que pueda decirle que
estamos paseando, que es usted mi amigo. Así se marchará. Después…, después podrá matarme
como se le antoje.
El cabecilla accedió. Entonces el reo cogió al niño en brazos y le dijo:
—Sé bueno y ve a casa de Catalina.
—¿Y qué vas a hacer tú?
—Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una vuelta; luego iré a casa. Anda, vete, sé
bueno.
El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó la cabeza a un lado, luego al otro, y
reflexionó.
—Vete; ahora mismo iré yo también.
—¿De veras?
El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó de la multitud.
—Ahora estoy dispuesto, puede matarme —exclamó el reo en cuanto el niño hubo
desaparecido.
Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e inesperado. Un mismo sentimiento
invadió a todos los que momentos antes se mostraron crueles, despiadados y llenos de odio.
—¿Sabéis lo que os digo? Debías soltarlo —propuso una mujer.
—Es verdad. Es verdad —asintió alguien.
—¡Soltadlo! ¡Soltadlo! — rugió la multitud.
Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a la muchedumbre hacía un
instante, se echó a llorar, y, cubriéndose el rostro con las manos, pasó entre la gente sin que
nadie lo detuviera.
Algo repelente: cuento .
Publicado el Domingo, 29 de Junio de 2014
Algo repelente 
WILLIAM F. NOLAN 
Los adultos parecen encontrar maravillosos deleites atormentando a los niños hasta hacerlos
llorar o sufrir pesadillas, sobre todo recurriendo directamente a lo que saben asustará más a los
chicos. Quizá sea una reacción a sus experiencias antes de «madurar», o tal vez se trate de otra
cosa peor..., algo básico.
William F. Nolan, residente en California, ha editado, escrito y colaborado en decenas de libros
con temas que van desde lo macabro hasta las emociones de las carreras automovilísticas, o su
reciente biografía de Steve McQueen. También ha escrito guiones para el cine y la televisión.
—¿Aún no te has duchado, Janey?
Era la voz de su madre en la planta baja, que flotaba como el humo hacia ella, apenas audible
desde su cama.
Más fuerte en ese momento, insistente.
—¡Janey! ¡Contesta!
Se levantó, se estiró como una gata, salió al pasillo, al rellano, donde su madre pudiera oírla.
—Estaba leyendo.
—Pero si te dije que tío Gus vendría esta tarde.
—Le odio —dijo Janey en voz baja.
—Estás murmurando. No te entiendo. —Frustración. Enojo y frustración—. Baja ahora mismo.
Cuando Janey llegó al pie de la escalera, la imagen de su madre ondeaba como el agua. La
pequeña cerró y abrió los ojos con rapidez, esforzándose en despejar sus lacrimosos ojos.
La madre de Janey se alzaba ante ella, alta, voluminosa y perfumada con su satinado vestido
veraniego.
Mamá siempre parece bonita cuando viene tío Gus.
—¿Por qué lloras?
El enfado había cedido el paso a la preocupación.
—Porque sí —dijo Janey.
—¿Por qué?
—Porque no quiero hablar con tío Gus.
—¡Pero si él te adora! Viene especialmente a verte.
—No, no es verdad —dijo Janey mientras se frotaba la mejilla con su puñito—. No me adora, y
no viene especialmente a verme. Viene a pedir dinero a papá.
Su madre se sobresaltó.
—¡Es espantoso que digas eso!
—Pero es verdad. ¿A que sí?
—A tu tío Gus lo hirieron en la guerra y no puede hacer un trabajo normal. Hacemos lo que
podemos para ayudarle.
—Yo nunca le he gustado —contestó Janey—. Dice que hago mucho ruido. Y nunca me deja jugar
con «Bigotes» cuando está aquí.
—Eso es porque los gatos le fastidian. No está acostumbrado a ellos. No le gustan las cosas con
pelo. —La mujer tocó el cabello de Janey. Oro blando—.
¿Recuerdas ese ratón que trajiste la Navidad pasada, qué nervioso puso a tío Gus...? ¿Te
acuerdas?
—«Pete» era muy listo —dijo Janey—. No le gustaba tío Gus, igual que a mí.
—A los ratones ni les gusta ni les disgusta la gente —le explicó su madre—. No tienen bastante
inteligencia para eso.
Janey meneó tercamente la cabeza.
—«Pete» era muy inteligente. Encontraba el queso en cualquier parte de mi cuarto, aunque
estuviera muy escondido.
—Eso está relacionado con el sentido básico del olfato, no con la inteligencia —dijo su madre—.
Pero estamos perdiendo el tiempo, Janey. Sube corriendo, dúchate y ponte tu bonito vestido
nuevo, el de lunares rojos.
—Son fresas. Tiene fresitas rojas en la tela.
—Estupendo. Ahora obedece. Gus llegará pronto y quiero que mi hermano se sienta orgulloso de
su sobrina.
Con la rubia cabeza gacha y arrastrando los taloncitos en cada escalón, Janey subió la escalera.
—No hablaré de esto a tu padre —estaba diciendo su madre, y la voz iba apagándose conforme
la pequeña seguía subiendo—. Sólo le diré que te has dormido.
—No me importa lo que le digas a papá —murmuró Janey.
Las palabras desaparecieron como humo en el pasillo mientras la niña se dirigía a su habitación.
Papá creía todo lo que le decía mamá. Siempre. A veces era verdad, lo de dormir más de la
cuenta. Era difícil despertar de la siesta. Porque yo no quiero
irme a dormir. Porque lo odio. Igual que comer brócoli, tomar pastillas de vitaminas en forma de
animalitos de colores, visitar al dentista y subir en las montañas rusas.
Tío Gus la había llevado a una montaña rusa, altísima y pavorosa, el último verano, y Janey había
vomitado. A él le gustaba ponerla nerviosa, asustarla.
Mamá no sabía cuántas veces le decía cosas espantosas tío Gus, o le hacía bromas pesadas, o la
llevaba a sitios que a ella no le gustaban.
Mamá la dejaba a solas con él mientras iba a comprar, y Janey aborrecía totalmente estar en la
vieja y oscura casa de tío Gus. Él sabía que la oscuridad la asustaba. Se sentaba delante de ella
con las luces apagadas, le explicaba historias fantasmales, llenas de detalles tenebrosos y
atroces, y su voz era empalagosa y horrible. Janey se espantaba tanto cuando escuchaba a su tío
que a veces acababa llorando. Y las lágrimas hacían sonreír a tío Gus.
—Gus. ¡Siempre es una alegría verte!
—Hola, hermanita.
—Pasa. Jim está holgazaneando por ahí. He preparado una cena buenísima. Pavo troceado. Y he
hecho tortas de maíz.
—¿Y dónde está mi sobrina favorita?
—Janey bajará en cualquier momento. Llevará su nuevo vestido... sólo para ti.
—Bien, vaya; eso es magnífico.
Janey estaba observando en lo alto de la escalera, tumbada en el suelo para que no la vieran.
Qué rabia le daba ver a mamá abrazando a tío Gus de aquella forma, siempre que venía, como si
hubieran pasado años desde la última visita. ¿Por qué mamá no se daba cuenta de lo malvado
que era tío Gus? Todos los amigos de la clase de Janey habían comprendido que él era una mala
persona el primer día que la llevó al colegio. Los niños suelen saber inmediatamente cómo es
una persona. Igual que aquel viejo miserable, el señor Kruger, de geografía, que obligaba a Janey
a quedarse en clase cuando olvidaba hacer los deberes. Todos los niños sabían que el señor
Kruger era espantoso. ¿Por qué los adultos tardaban tanto tiempo en comprender las cosas?
Janey se deslizó hacia atrás en las sombras del pasillo. Se levantó. Tenía que bajar... con la ropa
de estar por casa. Eso significaría seguramente una zurra en cuanto se marchara tío Gus, pero
valía la pena a cambio de no tenerse que poner el vestido nuevo en su honor. Las zurras no
hacían demasiado daño.
Valía la pena.
—¡Vaya, aquí está mi princesita! —Tío Gus estaba levantándola por el aire, muy fuerte, para
marearla. Ya sabía que ella odiaba los zarandeos. La dejó en el suelo con un ruido sordo. La miró
con sus crueles ojazos—. ¿Y dónde está ese bonito vestido nuevo de que me hablaba tu mamá?
—Se me ha roto —dijo Janey, con la mirada fija en la alfombra—. No puedo ponérmelo hoy.
Su madre volvió a enfadarse.
—Eso no es verdad, señorita, ¡y tú lo sabes! Planché ese vestido por la mañana y está perfecto.
—Señaló arriba—. ¡Sube otra vez a tu cuarto y ponte ese
vestido!
—No, Maggie. —Gus sacudió la cabeza—. Deja a la niña tal como está. Tiene muy buen aspecto.
Vamos a cenar. —Pinchó el estómago de Janey con un dedo—. Apuesto a que esa barriguita tuya
se muere de ganas de probar un poco de pavo.
Y tío Gus fingió que reía. A Janey no la engañaba nunca; ella sabía distinguir las risas verdaderas
de las fingidas. Pero mamá y papá jamás parecían notar la diferencia.
La madre de Janey suspiró y sonrió a Gus.
—De acuerdo, lo pasaré por alto esta vez... Pero creo que la mimas demasiado.
—Tonterías. Janey y yo nos entendemos muy bien. —Miró fijamente a la pequeña—. ¿No es
cierto, guapa?
La cena no fue divertida. Janey no pudo acabar el puré de patata, y sólo probó el pavo. Nunca
podía disfrutar con la comida si su tío estaba presente.
Como de costumbre, su padre apenas se dio cuenta de que ella estaba en la mesa. Él no se
preocupó en saber si llevaba puesto el vestido nuevo. Mamá se ocupaba de esas cosas, y papá de
su trabajo, fuera cual fuese. Janey no había averiguado nunca qué hacía, pero él se iba todos los
días a cierta oficina desconocida para ella y ganaba dinero suficiente, por lo que siempre podía
dar algo a tío Gus cuando mamá le pedía un cheque.
Ese día era domingo y papá estaba en casa para leer el enorme periódico, limpiar el coche y
podar el césped. Hacía las mismas cosas todos los domingos.
¿Me quiere papá? Sé que mami me quiere, aunque a veces me zurre. Pero ella siempre me
abraza después. Papá nunca me abraza. Me compra helados y me lleva al cine los sábados por la
tarde, pero no creo que me quiera.
Por eso ella nunca podría decirle la verdad sobre tío Gus. Papá no le haría caso.
Y mamá, simplemente, no lo entendía.
Después de la cena, tío Gus agarró firmemente de la mano a Janey y la llevó al patio. Después la
hizo sentar cerca de él en la gran mecedora de madera.
—Apostaría a que tu vestido nuevo es feo —dijo con frialdad.
—No. ¡Es bonito!
La aflicción de la niña complació a tío Gus. Se agachó, acercó los labios a la oreja derecha de
Janey.
—¿Quieres saber un secreto?
Janey contestó que no con la cabeza.
—Quiero volver con mamá. No me gusta estar aquí.
Janey se dispuso a alejarse, pero él la agarró, la atrajo con brusquedad hacia la mecedora.
—Presta atención cuando te hablo. —Sus ojos chispeaban—. Voy a contarte un secreto... De ti
misma.
—Pues cuéntamelo.
Gus sonrió.
—Tienes una cosa dentro.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Quiere decir que hay algo muy dentro de tu asqueroso estomaguito. ¡Y está vivo!
—¿Eh? —Janey parpadeó: empezaba a tener miedo.
—Una criatura. Que vive de lo que tú comes, que respira el aire que tú respiras, y que ve gracias
a tus ojos. —Acercó la cara de la niña a la suya—. Abre la boca, Janey, para que yo pueda mirar y
ver qué cosa vive ahí abajo...
—¡No, no quiero! —Se retorció para intentar soltarse, pero él era muy fuerte—. ¡Mientes! ¡Estás
contándome una mentira horrible! ¡Mientes!
—Ábrela bien —dijo, e hizo fuerza en la mandíbula de la niña con los dedos de su mano derecha
hasta que la boca se abrió—. Ah, así está mejor. Vamos a ver... —Escudriñó el interior de la boca
—. Si, ahí. ¡Ahora lo veo!
Janey se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos, francamente alarmada.
—¿Cómo es?
—¡Repelente! ¡Espantosa! Con unos dientes muy afilados. Una rata diría yo. O algo parecido a
una rata. Larga, gris y gorda.
—¡Yo no tengo eso! ¡No!
—Oh, claro que sí, Janey. —Su voz era empalagosa—. He visto brillar sus ojos rojos y he visto su
larga cola. Está ahí dentro, sí. Algo repelente.
Y se echó a reír. Esta vez de verdad. No era una risa fingida. Tío Gus estaba divirtiéndose.
Janey sabía que él sólo pretendía asustarla una vez más..., pero no estaba completamente segura
respecto a la cosa que llevaba dentro. Quizás él había visto algo.
—¿Hay... otras personas con... criaturas... que viven dentro de ellas?
—Depende —dijo tío Gus—. Las criaturas malas viven dentro de las personas malas. Las niñas
buenas no tienen ninguna.
—¡Yo soy buena!
—Bueno, eso es cuestión de opinión, ¿no crees? —Su voz era dulce y desagradable—. Si fueras
buena no tendrías una cosa repelente viviendo dentro de ti.
—No te creo —dijo Janey, que respiraba con dificultad—. ¿Cómo puede ser verdad?
—Las cosas son reales cuando la gente cree en ellas. —Encendió un largo cigarrillo negro, aspiró
el humo y lo expulsó con lentitud—. ¿Has oído hablar del vudú, Janey?
La niña meneó la cabeza.
—Funciona así: un brujo maldice a una persona haciendo un muñeco y hundiendo una aguja en
el corazón del muñeco. Luego deja el muñeco en la casa del hombre maldito. Cuando el hombre
lo ve se asusta mucho. Convierte en real la maldición al creer en ella.
—¿Y luego qué pasa?
—Su corazón deja de funcionar y muere.
Janey notó que su corazón latía muy deprisa.
—Tienes miedo, ¿verdad, Janey?
—Puede que... un poco.
—Claro que tienes miedo. —Rió entre dientes—. Y es lógico..., ¡con una cosa así dentro de ti!
—¡Eres un hombre malo y muy cruel! —le dijo Janey, con los ojos nublados por las lágrimas.
Y regresó corriendo a la vivienda.
Esa noche, en su cuarto, Janey permanecía sentada en la cama, rígida, abrazando a «Bigotes». Al
gato le gustaba entrar allí por la noche y acurrucarse en la colcha, a los pies de la niña, para
dormitar hasta el amanecer. Era un plácido gato doméstico, gris y negro, que jamás se quejaba
de nada y siempre contestaba con un «miau» de alegría cuando Janey lo cogía para acariciarlo.
Después ronroneaba.
Esa noche «Bigotes» no ronroneaba. Captaba las ásperas vibraciones de la habitación, captaba el
nerviosismo de Janey. El animal se estremeció inquieto en los brazos de la pequeña.
—Tío Gus me ha mentido, ¿verdad, «Bigotes»? —La voz de la niña reflejaba tensión,
incertidumbre—. Míralo... —Acercó más al gato—. No hay nada ahí, ¿verdad?
Y abrió la boca para demostrar a su amigo que ninguna rata vivía allí. Si había una rata, el viejo
«Bigotes» metería una pata para cazarla. Pero el gato no reaccionó. Se limitó a cerrar y abrir sus
rasgados ojos verdes.
—Lo sabía —dijo Janey, enormemente aliviada—. Si yo no creo que esté ahí, no está.
Poco a poco relajó los tensos músculos de su cuerpo..., y «Bigotes», al percibir el cambio,
empezó a ronronear: un suave y tranquilizador sonido de motor en la noche.
Todo estaba bien. Ninguna criatura de ojos rojos existía en su barriguita. De pronto la niña se
sintió agotada. Era tarde, y por la mañana tenía que ir al colegio.
Janey se deslizó bajo la sábana y cerró los ojos tras soltar a «Bigotes», que se alejó
silenciosamente hacia su habitual rincón de la cama.
Janey tema muchas cosas que contar a sus amigos.
Era jueves, un día que Janey solía odiar. Un jueves sí y otro no, su madre iba de compras y la
dejaba cenando con tío Gus en la casona encantada de éste, con los postigos bien cerrados para
que no entrara el sol, y las sombras llenando todos los pasillos.
Pero ese jueves iba a ser distinto, y Janey no se preocupó cuando su madre se marchó y la dejó
sola con su tío. Esta vez, pensó la niña, no iba a tener miedo. Soltó una risita.
¡Hasta podía divertirse!
Tras ponerle un plato de sopa delante, tío Gus le preguntó cómo se encontraba.
—Bien —dijo Janey tranquilamente, con los ojos bajos.
—Entonces podrás apreciar la sopa. —Sonrió, tratando de que su apariencia fuera agradable—.
Es una receta especial. Pruébala.
Janey se metió una cucharada en la boca.
—¿A qué sabe?
—Un poco ácida.
Gus meneó la cabeza mientras probaba la sopa.
—Ummm... Deliciosa. —Hizo una pausa—. ¿Sabes de qué está hecha?
Janey contestó que no con la cabeza.
Gus sonrió y se inclinó hacia la niña al otro lado de la mesa.
—Es sopa de ojos de búho. Hecha con ojos de búho muerto. Machacados y recién extraídos para
ti.
Janey sostuvo la mirada de su tío.
—Quieres que devuelva, ¿verdad, tío Gus?
—Dios mío, no, Janey. —Había un empalagoso deleite en su voz—. Pensaba que te gustaría saber
qué estabas tragando.
Janey apartó su plato.
—No voy a vomitar porque no te creo. Y cuando no crees una cosa, no es real.
Gus la miró ceñudamente mientras terminaba la sopa.
Janey sabía que él planeaba contarle otra espantosa historia de fantasmas después de comer,
pero no estaba nerviosa. No lo estaba.
No lo estaba porque no habría sobremesa para tío Gus.
Había llegado el momento de su sorpresa.
—Tengo algo que decirte, tío Gus.
—Pues dímelo.
Su voz era aguda y desagradable.
—Todos mis amigos del colegio saben lo del animal que está dentro. Hablamos mucho de eso, y
ahora todos lo creemos. Tiene ojos rojos... Es muy peludo y huele mal. Y tiene muchísimos
dientes afilados.
—Naturalmente que sí —dijo Gus, con el rostro iluminado por las palabras de la niña—. Y
siempre tiene hambre.
—Pero ¿a qué no sabes una cosa? —Prosiguió Janey—. ¡Sorpresa! No está dentro de mí, tío
Gus... ¡Está dentro de ti!
Gus la miró coléricamente.
—Eso no es nada divertido, pequeña zorra. No intentes dar la vuelta a las cosas y fingir que...
Se detuvo sin acabar la frase, y mientras la cuchara caía con estrépito al suelo, se levantó de
repente. Tenía la cara enrojecida, como a punto de asfixiarse.
—Y ahora quiere salir —dijo Janey.
Gus dobló el cuerpo sobre la mesa, aferrándose el estómago con las manos.
—Llama... Llama al... médico —dijo jadeante.
—Un médico no servirá de nada —contestó satisfecha Janey—. Nada sirve ya de nada.
Janey siguió tranquilamente a su tío mientras masticaba una manzana. Le vio tambalearse y caer
ante la puerta, le vio agitarse, con los ojos desorbitados por el pánico.
Janey se detuvo junto a tío Gus y le miró el estómago bajo la camisa blanca.
Algo abultaba allí.
Gus lanzó un grito.
Más tarde, esa noche, sola en su cuarto, Janey apretó a «Bigotes» contra su pecho y musitó en la
temblorosa oreja de su gatito:
—Mamá ha llorado —explicó al animal—. Está muy triste por lo que le pasó a tío Gus. ¿Estás
triste tú, «Bigotes»?
El gato abrió la boca y dejó ver sus afilados y blancos dientes.
—No lo había pensado... Eso es porque tío Gus te gustaba tanto como a mí, ¿verdad?
Abrazó al gato.
—¿Quieres saber un secreto, «Bigotes»?
El gato cerró y abrió los ojos tranquilamente, y empezó a ronronear.
—¿Sabes, ese viejo malo del colegio..., el señor Kruger? Bueno, ¿sabes qué? —Sonrió—. Yo y los
otros niños pensamos hablar con él mañana para decirle que tiene algo dentro...
Janey se estremeció de placer.
—¡Algo repelente!
Y se rió como una tonta.
El disco de la muerte – Mark Twain
El padre de Simón
[Cuento - Texto completo.]

Guy de Maupassant

Las doce acababan de sonar. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera,
atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron rápidamente, como todos los días, para
ir a comer a sus casas; se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron a
cuchichear.
Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la Blancota.
Habían oído hablar en sus casas de la Blancota; aunque en público le ponían buena cara, a
espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la que se habían
contagiado los hijos sin saber por qué.
A Simón no lo conocían, porque no salía de su casa, y no los acompañaba en sus travesuras por las
calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, simpatía; por eso acogieron con cierto
regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a otros, la frase
que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince años, que debía estar muy enterado, a
juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:
-¿No lo saben?… Simón… no tiene papá.
Apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría siete u
ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales tímidos, casi torpes.
Regresaba a casa de su madre, pero los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y acabaron
por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos maliciosos y crueles de
chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y embarazado, sin
acertar a comprender qué pretendían. Pero el muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del
éxito conseguido ya, le preguntó:
-Tú, dinos cómo te llamas.
Contestó el interpelado:
-Simón.
-¿Simón qué?
El niño repitió desconcertado:
-Simón.
El mozalbete le gritó:
-La gente suele llamarse Simón y algo más… Eso no es un nombre completo… Simón.
El niño, que estaba apunto de llorar, contestó por tercera vez:
-Me llamo Simón.
Los rapazuelos se echaron a reír, y el mozalbete alzó la voz con acento de triunfo:
-Ya ven que yo estaba en lo cierto y que no tiene padre.
Se hizo un profundo silencio. Aquel hecho extraordinario, imposible, monstruoso -un chico que no
tiene papá-, había dejado estupefactos a los chicos. Lo miraban como a un fenómeno, a un ser
fuera de lo corriente, y sentían crecer dentro de ellos el desprecio con que sus madres hablaban de
la Blancota y que les resultaba inexplicable hasta entonces.
Simón, por su parte, se había apoyado en un árbol para no caer y permanecía sin moverse, como
aterrado por un desastre irreparable. Hubiera querido explicarse, pero no encontraba nada que
contestarles para desmentir aquella afirmación horrible de que no tenía papá. Por fin, pálido, les
gritó, por contestar algo:
-Sí, lo tengo.
-Dinos dónde está -le preguntó el mayor.
Simón se calló; no lo sabía. Los niños reían, dominados por una gran excitación; eran campesinos,
vivían en contacto con los animales, y los aguijoneaba el mismo instinto cruel que empuja a las
gallinas de un corral a acabar con la que sangra. Simón acertó a ver a un chico vecino suyo, hijo
de una viuda, al que siempre había visto solo con su madre, lo mismo que él. Y le dijo:
-Y tú tampoco tienes papá.
-Sí que lo tengo -respondió el otro.
-Dinos dónde está -respondió Simón.
El pequeño replicó con magnífico orgullo:
-Se murió. Está en el cementerio.
Corrió entre aquellos tunantuelos un murmullo de aprobación, como si el hecho de tener el padre
muerto y en el cementerio hubiese dado talla a su camarada para aplastar a este otro, que no lo
tenía en ninguna parte. Y aquellos truhanes, cuyos padres eran, casi todos, malas personas,
borrachos, ladrones y brutales con sus mujeres, apretaban más y más el cerco, atropellándose,
como si, a fuer de legítimos, hubiesen querido ahogar con una presión común al que estaba fuera
de la ley.
De pronto, uno que estaba al lado mismo de Simón, se mofó de él sacándole la lengua y le gritó:
-¡Que no tienes papá! ¡Que no tienes papá!
Simón lo agarró del pelo con las dos manos y le acribilló a puntapiés las pantorrillas, contestando
el otro con un feroz mordisco en un carrillo. Se armó una batahola fenomenal. Separaron a los
combatientes y llovieron los golpes sobre Simón, que rodó por el suelo, magullado, con la ropa en
jirones, entre el círculo de pilluelos que aplaudían. Se levantó, y cuando se limpiaba
maquinalmente su blusilla, sucia de tierra, le gritó uno de los chicos:
-Vete a contárselo a tu papá.
Simón fue presa de profundo descorazonamiento. Eran los más fuertes, le habían pegado, y nada
tenía que contestarles, porque se daba buena cuenta de que no tenía papá. El orgullo le hizo luchar
por espacio de algunos segundos con las lágrimas que lo agarrotaban. Le acometió un ahogo y
rompió a llorar en silencio, con un acompañamiento de profundos sollozos que lo sacudían
precipitadamente.
Estalló entre sus enemigos un regocijo feroz, y al igual que hacen los salvajes en sus júbilos
terribles, se dieron espontáneamente las manos y se pusieron a bailar en círculo a su alrededor,
repitiendo como estribillo: “¡Que no tiene papá! ¡Que no tiene papá!”
De improviso dejó Simón de sollozar. Lo sacó de quicio la ira. Había piedras a sus pies, las cogió
y las tiró con todas sus fuerzas contra sus verdugos. Alcanzó a dos o tres, que huyeron llorando;
cundió el pánico entre los demás, al ver su aspecto amenazador. Cobardes, como lo es siempre la
muchedumbre frente a un hombre exasperado, huyeron a la desbandada.
El pequeño sin padre echó a correr hacia el campo, así que se quedó solo, porque lo asaltó un
recuerdo que lo impulsó a tomar una gran resolución: ahogarse en el río.
Se había acordado de aquel pobre mendigo que ocho días antes se tiró al agua porque no tenía
dinero. Allí estaba Simón cuando sacaron el cadáver; aquel desgraciado, que le había parecido
siempre digno de compasión, sucio y feo, lo impresionó por el aspecto de tranquilidad que tenía
con sus mejillas pálidas, su larga barba impregnada de agua y el mirar sereno de sus ojos abiertos.
Alguien de los que estaban allí dijo:
-Está muerto.
Otros agregaron:
-Ahora al menos es feliz.
También Simón quería ahogarse, pues si aquel desdichado no tenía dinero, él no tenía padre.
Llegó hasta muy cerca del agua y se quedó viéndola correr. Jugueteaban rápidos algunos peces en
la corriente limpia; de cuando en cuando daban un saltito y atrapaban alguna mosca que
revoloteaba en la superficie del agua. Dejó de llorar y se quedó mirándolos, atraído con aquellas
maniobras. Sin embargo, lo mismo que en las calmas momentáneas de una tempestad cruzan de
improviso fuertes ráfagas de viento que hacen crujir los árboles a su paso y van a perderse en el
horizonte, así también surgía de cuando en cuando en la cabeza del niño un pensamiento que le
producía vivo dolor: “Voy a ahogarme, porque no tengo papá”.
Hacía buen tiempo y mucho calor. La caricia del sol calentaba la hierba. El agua brillaba como un
espejo. Simón pasaba por instantes de arrobamiento, de una languidez que suele seguir a las
lágrimas, y entonces le entraban muchas ganas de echarse a dormir sobre la hierba, al calor del sol.
Una ranita verde saltó en el suelo junto a sus pies. Se inclinó a cogerla. Se le escapó. Insistió en
perseguirla y ella lo esquivó tres veces seguidas. Logró al fin atraparla de la extremidad de sus
patas posteriores, y se echó a reír viendo los esfuerzos que el animalito hacía para escapar. Se
recogía sobre sus largas patas y las alargaba de pronto con un esfuerzo brusco, poniéndolas rígidas
como el hierro; mientras tanto, hinchaba su ojo redondo encerrado en un círculo de oro y
manoteaba con sus dos patitas delanteras. Le hizo recordar a un juguete de listas de madera
clavadas en zigzag unas con otras, con soldaditos sujetos encima y que se movían como un desfile
por un movimiento parecido al de la rana. Esto lo llevó a pensar en su casa y en su madre; lo
acometió una gran tristeza y rompió de nuevo a llorar. Sentía escalofríos en sus brazos y piernas;
se puso de rodillas y rezó sus oraciones como antes de acostarse. No pudo acabarlas, porque lo
volvió a dominar un acceso de sollozos, tan acelerados, tan tumultuosos, que lo sacudían de arriba
abajo. Ya no pensaba; ya no veía nada de cuanto lo rodeaba, entregado por completo a su llanto.
Una manaza se apoyó de improviso en su hombro, y una voz ronca le preguntó:
-Vamos a ver, hombrecito, ¿qué es lo que te aflige tanto?
Simón se volvió. Un trabajador fornido, de barba y cabellos negros muy rizados, lo contemplaba
con cara bondadosa. Le contestó con los ojos y la voz cuajados de lágrimas:
-Me han pegado los otros chicos… porque yo…, yo… no tengo… papá, no tengo… papá.
-¿Cómo puede ser eso? Todos tenemos un papá -le contestó el otro, sonriente.
El niño repitió a duras penas, en medio de los espasmos de su dolor:
-Yo…, yo… no lo tengo.
El trabajador se puso serio; había caído en la cuenta de que aquél era el hijo de la Blancota, y
aunque forastero, conocía vagamente su historia.
-Ea, pequeño, consuélate, y vamos a tu casa. Ya te buscaremos un papá.
Echaron a andar, el niño de la mano del hombre, y éste, sonriéndose de nuevo, porque no le
disgustaba el ver a aquella Blancota, de la que se decía que era una de las muchachas más guapas
de la región. Allá en el fondo de sus pensamientos, quizá se decía que quien había caído una vez
tal vez caería otra.
Llegaron delante de una casita blanca, muy limpia.
-Aquí es -dijo el niño; y luego gritó-: ¡Mamá!
Apareció una mujer, y el trabajador ya no siguió sonriendo, porque comprendió de golpe que no
estaba para que nadie jugase con ella la buena moza de pálida cara que se había quedado en la
puerta con expresión severa, como para impedir el acceso de un hombre a la casa en que ya otro la
había traicionado. Se quitó la gorra con cortedad y balbució:
-Mire, señora, le traigo a su pequeño, que andaba perdido por el río.
Pero Simón saltó al cuello de su madre y le dijo con un nuevo acceso de llanto:
-No es verdad, mamá. Yo he querido ahogarme en el río, porque los otros chicos me han
pegado…, me han pegado… porque no tengo papá.
Las mejillas de la joven se cubrieron con un rubor que le quemaba, y besó, traspasada de dolor, a
su hijo, mientras corrían rápidas por su rostro las lágrimas. El hombre permaneció allí conmovido,
no acertando a despedirse. Simón corrió de pronto hacia él y le dijo:
-¿Quiere usted ser mi papá?
Hubo un momento de profundo silencio. La Blancota, muda y torturada por el bochorno, con las
dos manos sobre el corazón, se apoyaba en la pared. El niño, viendo que no había contestado a su
pregunta, insistió:
-Si no quiere usted serlo, volveré para tirarme al río.
El trabajador lo echó a broma y contestó riendo:
-¡Claro que quiero! ¿Cómo no voy a querer?
-Dime cómo te llamas -suplicó entonces el niño- para que pueda contestarles cuando quieran saber
tu nombre.
-Me llamo Felipe -contestó el trabajador.
Simón estuvo pensativo un momento, como grabando bien aquel nombre en su memoria, y luego
le tendió los brazos, sin rastro de aflicción, diciéndole:
-Pues bien, Felipe: tú eres mi papá.
Felipe lo alzó en vilo, lo besó bruscamente en los dos carrillos y salió como huyendo, a grandes
zancadas.
Risas malignas acogieron al chico cuando, al día siguiente, entró en la escuela. A la salida quiso el
mozalbete volver a empezar; pero Simón le lanzó al rostro, como una pedrada, estas palabras:
-Se llama Felipe, para que lo sepas, mi papá. Estallaron a su alrededor alaridos de regocijo:
-¿Felipe qué…? ¿Felipe cómo?… ¿Qué significa eso de Felipe?… ¿Adónde has ido a sacarlo a ese
Felipe?
Simón no contestó, pero su fe era inquebrantable, y los desafiaba con la mirada, dispuesto a
dejarse martirizar antes que huir. El maestro lo sacó de aquel trance y el chico regresó a su casa.
Transcurrieron tres meses, durante los cuales el fornido obrero Felipe pasó con frecuencia cerca de
la casa de la Blancota. Algunas veces hasta se lanzó a dirigirle la palabra al verla cosiendo junto a
la ventana. Ella le contestaba cortésmente, sin salir de su seriedad, ni reír con él, y jamás le dio
entrada en casa. Sin embargo, un poco fatuo, como todos los hombres, llegó a imaginarse que
cuando hablaban, se ruborizaba ella con más frecuencia y mayor intensidad que de costumbre.
Pero es tan difícil rehacer la buena reputación perdida y tan expuesta queda a todos los ataques,
que a pesar de la reserva suspicaz de la Blancota, ya se hablaba de ello en el pueblo.
Simón estaba encantado con su nuevo papá, y se paseaba con él todas las tardes, una vez que salía
del trabajo. No faltaba nunca a la escuela, y pasaba por entre sus camaradas muy digno, sin
contestarles nunca.
Hasta que cierto día le dijo el mozalbete que había sido el primero en meterse con él:
-Nos has mentido, porque no es cierto que tengas un papá que se llama Felipe.
-¿Que no lo tengo? -contestó Simón, muy emocionado. El mozalbete se frotaba las manos, y
siguió diciendo:
-No, porque si lo tuvieses sería el marido de tu mamá.
Simón se quedó desconcertado con la exactitud de aquel razonamiento. Pero, no obstante, replicó:
-Pues, con todo y eso, es mi papá.
El otro le dijo entonces con sorna:
-Puede que sí; pero sólo es un papá a medias.
El hijo de la Blancota bajó la cabeza y se alejó meditabundo en dirección a la herrería del tío
Loizón, en la que trabajaba Felipe.
Se hallaba la herrería como sepultada debajo de los árboles. Su interior era lóbrego, sin más luz
que el rojo resplandor de una hoguera formidable que se proyectaba con viveza sobre los brazos
desnudos de cinco herreros que caían sobre los yunques con terrible estrépito. En pie, abrasándose
como demonios, no apartaban la vista del hierro que sufría sus martirios, y su pensamiento se
alzaba y caía pegado a sus martillos.
Simón penetró sin ser visto por nadie y tiró de la manga a su amigo. Éste se volvió. Los hombres
interrumpieron de golpe la tarea y se quedaron mirando, muy atentos. Y en el silencio, tan extraño
en aquel sitio, resonó la vocecita débil de Simón:
-Oye, Felipe, el muchacho de la tía Medialumbre acaba de decirme que tú no eres mi papá más
que a medias.
-¿Y en qué se funda? -preguntó el obrero.
El chico respondió con absoluta ingenuidad:
-Dice que no eres el marido de mamá.
A nadie se le ocurrió reírse. Descansando su frente sobre el reverso de sus manazas, que se
apoyaban en la cabeza del astil del martillo, tieso encima del yunque, Felipe reflexionaba. Sus
cuatro compañeros tenían clavadas en él sus miradas, y Simón, minúsculo entre aquellos
gigantones, esperaba con ansiedad. Uno de los herreros, como respondiendo al pensamiento de
todos, dijo de pronto a Felipe:
-Después de todo, la Blancota es una chica buena y cabal, seria y valerosa, a pesar de su desgracia.
Ningún hombre honrado tendría por qué avergonzarse de ser su marido.
-Esa es la pura verdad -dijeron los otros tres. El primero siguió diciendo:
-¿Se le puede echar en cara a la chica su caída? Se comprometió a casarse con ella. Más de una
conozco yo que hizo otro tanto y que hoy vive respetada por todos.
-Esa es la pura verdad -contestaron a coro los tres.
Y el otro prosiguió:
-Sólo Dios sabe las fatigas que ha pasado la pobre para sacar adelante a su chico sin ayuda alguna
y lo que ha llorado desde que no sale de casa si no es para ir a la iglesia.
-Eso también es la pura verdad.
Durante unos momentos no se oyó más que el soplido del fuelle que avivaba la fragua. Felipe se
inclinó bruscamente hacia Simón:
-Ve y dile a tu mamá que al anochecer iré a hablar con ella.
Cogió al chico por los hombros y lo empujó hacia afuera.
Reanudó su tarea, y los cinco martillos cayeron de golpe sobre los yunques. No dejaron de batir el
hierro hasta la noche, sólidos, potentes, alegres, como martillos satisfechos. Pero al igual que la
campana mayor destaca sobre las más chicas, cuando repican en los días festivos, así el martillo de
Felipe, sobresaliendo por encima del estrépito de los demás, caía acompasado, con un ruido
ensordecedor. En pie entre el chisporroteo, rebrillándole los ojos, forjaba Felipe apasionadamente.
El cielo estaba cuajado de estrellas cuando llamó a la puerta de la Blancota. Vestía su chaqueta
dominguera, camisa nueva y se había hecho arreglar la barba. La joven apareció en el umbral y le
dijo con tono dolorido:
-Ha hecho usted mal, don Felipe, en venir tan tarde.
Fue a responder, salieron de su boca unos balbuceos y se quedó ante ella desconcertado.
La joven siguió diciendo:
-Ya se dará usted cuenta de que es preciso evitar que sigan hablando de mí.
Felipe soltó de golpe:
-¿Tiene eso importancia si usted consiente en ser mi mujer?
Nadie le contestó, pero creyó percibir en la oscuridad de la habitación un ruido, como un cuerpo
que se desplomaba. Se precipitó dentro; Simón, que estaba acostado, creyó distinguir el chasquido
de un beso y el susurro de unas frases que pronunciaba su madre. De pronto, se sintió levantado en
vilo por las manos de su amigo, y éste, sosteniéndolo en alto con sus brazos estirados, le gritó:
-Les dices a tus camaradas que tu papá es Felipe Remy, el herrero, y que iré a tirarle de las orejas a
cualquiera que te maltrate.
Al siguiente día, con la escuela de bote en bote, y a punto de empezar la clase, el pequeño Simón
se irguió, muy pálido, con labios trémulos, y les dijo con voz muy clara:
-Mi papá es Felipe Remy, el herrero, y tengan por seguro que a cualquiera que me maltrate le
tirará de las orejas.
En esta ocasión ya no se rió nadie, porque conocían muy bien a Felipe Remy, el herrero: un papá
del que cualquiera hubiera estado orgulloso.
FIN

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