Está en la página 1de 151

SAUL A.

KRIPKE

WITTGENSTEIN
A PROPÓSITO DE REGLAS
Y LENGUAJE PRIVADO
UNA EXPOSICIÓN ELEMENTAL

Traducción de
JO R G E R O D R ÍG U E Z M A R Q U E Z E

tecnos
Título original:
Wittgenstein on Rules and Prívate Language
publicada la primera edición originalmente (1982) en inglés por
Blackwell Publishing Ltd., Oxford

Diseño de cubierta: >


Carlos Lasarte González

Esta edición es publicada conforme al acuerdo suscrito


con Blackwell Publishing Ltd., Oxford, y traducida de la versión inglés original
por Editorial Tecnos. La responsabilidad sobre la fidelidad de la traducción descansa
únicamente sobre dicha editorial y no sobre Blackwell Publishing Ltd.

© Saúl A, Kripke, 1982


© EDITORIAL TECNOS (GRUPO ANAYA, S. A.), 2006
Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid
Maquetación: Grupo Anaya
ISBN: 84-309-4434-6
Depósito Legal: M. 28853-2006
P rinted in Spain. Impreso en España por Fernández Ciudad, S. L.
A mis padres
ÍNDICE

P r e f a c i o .......................................................................................................................P ág. 11

1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 15
2. LA PARADOJA WITTGENSTEINIANA........................................................... 21
3. LA SOLUCIÓN Y EL ARGUMENTO DEL «LENGUAJE PRIVADO».... 69
PO ST SCRIPTUM: WITTGENSTEIN Y LAS OTRAS M ENTES....................... 125

Í n d i c e a n a l í t i c o ................................................................................................................ 155
PREFACIO

La parte principal de este trabajo ha sido presentada en forma de


.conferencias, series de conferencias o seminarios en lugares diver­
sos. Constituye, como digo, «una exposición elemental» de lo que
a mi entender es el hilo principal del trabajo de la última etapa de
Wittgenstein sobre la filosofía del lenguaje y la filosofía de la ma­
temática, e incluye mi interpretación del «argumento del lenguaje
privado» que, en mi opinión, ha de explicarse principalmente en
términos del problema de «seguir una regla». Un post scriptum pre­
senta otro problema que Wittgenstein vio en la concepción del len­
guaje privado, el cual lleva a un debate de algunos aspectos de sus
ideas sobre el problema de las otras mentes. Dado que hago hincapié
en la fuerte conexión, dentro de la última filosofía de Wittgenstein,
entre la filosofía de la psicología y la filosofía de la matemática, te­
nía pensado añadir un segundo post scriptum sobre la filosofía de
la matemática. El tiempo no lo ha permitido, así que de momento
han de bastar las observaciones básicas sobre la filosofía de la ma­
temática que aparecen en el texto principal.
El trabajo presente no es, sino escasamente, un comentario so­
bre la última filosofía de Wittgenstein, ni tan siquiera sobre las In­
vestigaciones filosóficas. Muchos temas bien conocidos y signifi­
cativos —por ejemplo, la idea de los «parecidos de familia», el
concepto de «certeza»— apenas se mencionan. Y lo que es más
importante, hay profusión de cuestiones de la propia filosofía de la
mente, como las ideas de Wittgenstein sobre la intención, la memo­
ria, el soñar y cosas por el estilo, que casi ni se rozan. Mi esperanza
es que muchas de ellas se tomen pasablemente claras a partir de la
comprensión de la idea de Wittgenstein acerca del tema central.
Muchas de las ideas de Wittgenstein sobre la naturaleza de las
sensaciones y el lenguaje de sensación o sólo se rozan o se omiten
por completo; y según se subraya en el texto, he adoptado la polí­
tica deliberada de evitar el debate de aquellas secciones de las
Investigaciones que siguen a § 243 a las que de ordinario se llama
«el argumento del lenguaje privado». Creo que muchas de estas
secciones —por ejemplo, § 258 y siguientes—■cobran mucha ma­
yor claridad cuando se leen a la luz del argumento principal del
trabajo presente; aunque probablemente queden residuos de algu­
nos de los rompecabezas exegéticos en algunas de estas secciones
(por ejemplo, § 265). El interés de estas secciones es real, pero, en
mi opinión, su importancia no debe destacarse en exceso, ya que
representan casos especiales de un argumento más, general. Por lo
común he expuesto este trabajo ante filósofos sofisticados, pero
espero que pueda usarse para clases de introducción a Wittgens­
tein, en conjunción con otro material. En las clases, sería de gran
ayuda que el instructor expusiera la paradoja al grupo y viera qué
soluciones se proponen, Me refiero primariamente aquí a respues­
tas a la paradoja de que seguimos la regla como lo hacemos sin
razón o justificación, y no a las teorías filosóficas (disposiciones,
estados cualitativos, etc,) debatidas más tarde en el mismo capítu­
lo, Es importante que el estudiante perciba el problema intuitiva­
mente, Recomiendo que los lectores que se propongan estudiar el
presente trabajo por su cuenta se concentren inicialmente en esto
mismo, También recomiendo que el estudiante (re)lea las Investi­
gaciones a la luz de la estructuración del argumento propuesta en
este trabajo, Semejante procedimiento es aquí de especial impor­
tancia, ya que en gran medida mi método consiste en presentar el
argumento según me impresionó a mí, según me presentó un pro­
blema a mí, en lugar de concentrarme en la exégesis de pasajes
específicos.
Desde que me topé por primera vez con el «argumento del len­
guaje privado» y, en general, con el último Wittgenstein, y desde
que di en pensar en ello de la forma aquí expuesta (1962-1963), el
trabajo de Wittgenstein sobre las reglas ha pasado a ocupar una
posición más central en los debates acerca de la obra de su última
etapa. (Siempre se había debatido en alguna medida). Una parte de
este debate, en especial el que se produjo después de mi conferen­
cia en Londres, Ontario, puede presumirse que se ha visto influida
por la exposición presente, pero otra parte, tanto publicada como no
publicada, puede presumirse que es independiente. No he tratado
de citar material similar existente en la bibliografía, en parte por­
gue, de haberlo intentado, tendría la certeza de haber hecho de me­
nos a alguno de los trabajos publicados y, más aún, a alguno de los
¡0.0 publicados. He llegado a aceptar, por razones mencionadas más
abajo en el texto y en notas al pie, que la publicación no resulta,
todavía, superflua.
Merece resaltarse que no pretendo en este escrito hablar por mí
mismo ni tampoco decir nada, salvo en digresiones ocasionales y
menores, acerca de mis propias ideas sobre las cuestiones sustanti­
vas. El propósito primario¡ de este trabajo es la presentación de un
problema y un argumento, no su evaluación crítica, Primariamente,
se me puede leer, salvo en muy pocas digresiones obvias, casi como
a un abogado que presentara un argumento filosófico de primer
orden según le impresionó a él. Si esta obra tiene una tesis principal
propia, es la de que el problema y el argumento escépticos de Witt­
genstein son importantes, merecedores de consideración seria,
Personas diversas, entre las que hay que incluir por lo menos a
Rogers Albritton, G. E. M, Anscombe, Irvíng Block, Michael
Pummett, Margaret Gilbert, Barbara Humphries, Thomas Nagel,
Robert Nozick, Michael Slote y Barry Stroud, han influido en este
ensayo, Además de mi aportación a la Wittgenstein Conference de
Londres, Ontario, 1976, presenté varias versiones de este mate­
rial, a modo de Howison Lectures, en la Universidad de Califor­
nia, Berkeley, 1977; y, a modo de una serie de conferencias, en un
coloquio especial celebrado en Banff, Alberta, 1977; también, en
una Wittgenstein Conference que tuvo lugar en Trinity College,
Cambridge, Inglaterra, 1978, Asimismo fueron presentadas ver­
siones en seminarios de la Universidad de Prínceton; el primero
de ellos tuvo lugar en el cuatrimestre de primavera de 1964-1965,
Sólo en estos seminarios de Princeton me dio tiempo a incluir el
material del p ost scriptum, por lo que éste se ha beneficiado me­
nos que el resto del debate y de la reacción suscitada en otras
personas. Sin duda, el debate de mi argumento en estas conferen­
cias y seminarios ha tenido su influencia en mí. Me gustaría dar
las gracias especialmente a Steven Patten y Ron Yoshida por sus
transcripciones, estupendamente preparadas, de la versión de
Banff, y a Irving Block, tanto por su ayuda en calidad de editor
del volumen en el que apareció una versión anterior de este traba­
jo, como por invitarme a hacer más publica esta exposición en la
Conferencia de Londres. Transcripciones Samizdat de la versión
dada en la Conferencia de Londres han circulado libremente en
Oxford y en otros sitios.
Una versión anterior de esta obra apareció en I. Block (ed.),
Perspectives on the Philosophy o f Wittgenstein (Basil Blackwell,
Oxford, 1981, xii + 322 pp.). Mi trabajo con miras a esa versión fue
posible gracias, en parte, a una Guggenheim Fellowship, a una Vi-
siting Fellowship en All Souls College, Oxford, a un sabático con­
cedido por la Universidad de Princeton, y a la National Science
Foundation (EEUU). Mi trabajo orientado a la presente versión am­
pliada fue posible gracias, en parte, a una beca del American Council
of Leamed Societies, a un sabático concedido por la Universidad de
Princeton, y a una Oscar Ewing Research Grant en la Universidad
de Indiana.
INTRODUCCIÓN

El célebre argumento de W ittgenstein contra «el lenguaje pri­


vado» se ha debatido tantas veces que cabe perfectamente poner
en cuestión la utilidad de una nueva exposición. El grueso de la
exposición que sigue se le ocurrió al presente autor hace algún
tiempo, en el año académico 1962-1963. En aquel momento esta
aproximación a las ideas de W ittgenstein impresionó al presente
autor con la fuerza de una revelación: lo que previamente me
había parecido que era un argumento en cierta manera dudoso a
favor de una conclusión fundamentalmente inverosímil basada
en premisas cuestionables y controvertidas se me aparecía ahora
como un argumento poderoso, a pesar de que las conclusiones
parecían más radicales todavía que antes, y en un sentido, más
inverosímiles. Pensé en aquel momento que había visto el argu­
mento de Wittgenstein desde un ángulo y énfasis muy diferentes
a la aproximación que dominaba en las exposiciones estándar.
Con los años, llegué a tener dudas. En primer lugar, a veces lle­
gué a no estar seguro de que pudiera formular la esquiva posi­
ción de W ittgenstein como un argumento claro. En segundo, la
naturaleza esquiva del tem a hacía posible interpretar alguna de
la bibliografía estándar como quizá, a la postre, viendo el argu­
mento de la misma forma. Lo que es más importante, conversa­
ciones mantenidas a lo largo de los años mostraban que, de m a­
nera creciente, otros iban viendo el argumento con los énfasis
que yo prefería. De todos modos, las exposiciones recientes de
intérpretes muy capaces difieren lo suficiente de la que sigue
como para hacerme creer que una nueva pueda resultar todavía
de utilidad1.
Una concepción común del «argumento del lenguaje privado»
de las Investigaciones filosóficas asume que comienza en la sec­
ción 243, y que continúa en las secciones que siguen inmediata­
mente2. Esta concepción entiende que el argumento se ocupa pri­
mariamente de un problema acerca del «lenguaje de sensación».
El debate ulterior del argumento dentro de esta tradición, tanto a
favor como en contra, pone el énfasis en cuestiones como la de si
el argumento invoca una forma del principio de verificación, si la
forma en cuestión está justificada, si se aplica correctamente al
lenguaje de sensación, si el argumento descansa sobre un escep­
ticismo exagerado acerca de la memoria, y así sucesivamente.
Algunos pasajes cruciales en el debate que sigue a § 243 —por
ejemplo, las tan célebres secciones § 258 y § 265—•han resulta­
do notoriamente oscuros para los comentaristas, y se ha pensado

1 Repasando algunos de los más distinguidos comentarios sobre Wittgenstein de


los últimos diez o quince años, encuentro algunos que tratan todavía el debate de las
reglas de forma superficial, prácticamente lo omiten, como si fuese un tema menor.
Otros, que debaten en detalle tanto las ideas de Wittgenstein sobre la filosofía de la
matemática como sus ideas sobre las sensaciones, tratan el debate de las reglas como si
fuese importante para las ideas de Wittgenstein sobre la matemática y la necesidad ló­
gica pero como algo separado del «argumento del lenguaje privado». Puesto que Witt­
genstein tiene más de un modo de argüir a favor de una conclusión dada, e incluso más
de un modo de presentar un único argumento, no me es preciso necesariamente, para
defender la exégesis presente, argüir que estos otros comentarios están equivocados. En
realidad, puede que proporcionen exposiciones importantes e iluminadoras de facetas
de las Investigaciones y su argumento no enfatizadas u omitidas en este ensayo. No
obstante, en énfasis, difieren sin duda considerablemente de la presente exposición.
2 A menos que se especifique otra cosa (explícita o contextualmente), las referen­
cias lo son a las Investigaciones filosóficas. Las pequeñas unidades numeradas de las
Investigaciones son denominadas «secciones» (o «parágrafos»). Las referencias a pági­
nas sólo se utilizan, si no es posible la referencia a una sección, como en la segunda
parte de las Investigaciones. Todo a lo largo del texto cito la traducción inglesa impresa
estándar (a cargo de G. E. M. Anscombe) y no intento ponerla en duda salvo en muy pocas
ocasiones. Las Investigaciones filosóficas ([.Philosophical Investigations] x + 232 pp.,
texto alemán e inglés en paralelo) han pasado por diversas ediciones desde su primera
publicación en 1953, pero la numeración de parágrafos y páginas sigue siendo la m is­
ma. Los editores son Basil Blackwell, Oxford, y Macmillan, Nueva York [Existe edición
bilingüe en alemán y español, a cargo de Alfonso García Suárez y U lises Moulines,
publicada en 1988 por el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM en M éxi­
co y por la Editorial Crítica en Barcelona].
Este ensayo no proporciona una exégesis detallada del texto de Wittgenstein sino
que más bien desarrolla los argumentos a su propia manera. Recomiendo que el lector
relea las Investigaciones a la luz de la exégesis presente y vea si ésta ilumina^el texto.
que su interpretación cabal proporcionaría la llave para el «argu­
mento del lenguaje privado».
En mi opinión, el «argumento del lenguaje privado» real ha
de encontrarse en las secciones que preceden a § 243. En efecto,
en § 202 se enuncia ya la conclusión explícitamente'. «De ahí
que no sea posible obedecer una regla “privadamente”; en caso
contrario, creer que se estaba obedeciendo una regla sería lo
mismo que obedecerla». No creo que W ittgenstein pensase que
estaba aquí anticipando un argumento que iba a dar con mayor
detalle más tarde. Por ¡el contrario, las consideraciones cruciales
están todas contenidas en el debate que lleva a la conclusión
enunciada en § 202. Las secciones que siguen a § 243 están di­
señadas para que se lean a la luz de la discusión precedente;
siendo como son difíciles en cualquier caso, la probabilidad de
comprenderlas es mucho menor si se leen aisladas. El «argu­
mento del lenguaje privado» en cuanto aplicado a las sensacio­
nes es sólo un caso especial de consideraciones mucho más ge­
nerales acerca del lenguaje argumentadas previamente; las
sensaciones juegan un papel crucial como un (aparentemente)
convincente contraejemplo a las consideraciones previamente
enunciadas. Así pues, W ittgenstein cubre de nuevo el terreno en
este caso especial, movilizando nuevas consideraciones especí­
ficas apropiadas al mismo. Debe tenerse en cuenta que las Inves­
tigaciones filosóficas no es una obra filosófica sistemática don­
de las conclusiones, una vez establecidas incuestionablemente,
no necesiten ser reargumentadas. Las Investigaciones están es­
critas, más bien, como una dialéctica perpetua, donde las pre­
ocupaciones persistentes, expresadas por la voz del interlocutor
imaginario, no se acallan nunca definitivamente. Puesto que la
obra no se presenta en la forma de un argumento deductivo con
tesis definitivas a manera de conclusiones, se cubre el mismo
terreno repetidamente, desde el punto de vista de diversos casos
especiales y desde diferentes ángulos, con la esperanza de que el
proceso entero ayudará al lector a ver los problemas correcta­
mente.
La estructura básica del acercamiento de W ittgenstein puede
presentarse brevemente como sigue: se introduce un cierto pro­
blema o, en terminología humeana, una «paradoja escéptica»
concerniente a la noción de regla. A continuación, se'presenta lo
que Hume habría llamado una «solución escéptica»- del proble­
ma. Hay dos áreas en las que resulta más probable que sea igno­
rada la fuerza tanto de la paradoja como de su solución, y con
respecto a las que el acercamiento básico de W ittgenstein resulta
más probable que parezca increíble. Una de esas áreas es la no­
ción de regla matemática, como la regla para la adición. La otra
es nuestro habla acerca de nuestra propia experiencia interna,
acerca de sensaciones y demás estados internos. Al tratar ambos
casos, debemos tener en cuenta las consideraciones básicas acer­
ca de las reglas y el lenguaje. Aunque W ittgenstein ha debatido
ya estas consideraciones básicas con considerable generalidad,
la estructura de la obra de W ittgenstein es tal que los casos espe­
ciales de la matemática y la psicología no se debaten simple­
mente citando un «resultado» general ya establecido, sino cu-
briendo estos casos especiales en detalle a la luz del tratamiento
previo del caso general. Con este debate, se espera que tanto la
matemática como la mente se puedan ver de modo correcto:
puesto que las tentaciones de verlas erróneamente provienen de
la desatención de las mismas consideraciones básicas acerca de
las reglas y el lenguaje, puede esperarse que los problemas que
surjan sean análogos en los dos casos. En mi opinión, W ittgens­
tein no veía sus intereses duales por la filosofía de la mente y
por la filosofía de la matemática como intereses por dos mate­
rias separadas, en el mejor de los casos muy laxamente relacio­
nadas, a la manera en que alguien podría interesarse a la vez por
la música y la economía. W ittgenstein piensa que las dos mate­
rias envuelven las mismas consideraciones básicas. Por esta ra­
zón, llama a su investigación de los fundamentos de la m atemá­
tica «análoga a nuestra investigación de la psicología» (p. 232).
No es un accidente que esencialmente el mismo material básico
sobre las reglas sea incluido tanto en las Investigaciones filo só ­
fic a s como en las Observaciones sobre los fundam entos de la
matemática*, en ambos casos como base de los debates de las
3 Remarks on the Foundations ofM athematics, Basil Blackwell, Oxford, 1956, xix
+ 204 pp. [Existe versión española a cargo de Isidoro Reguera, Alianza Editorial, Ma­
drid, 1987], En la primera edición de esta obra los editores aseveran (p. vi) que parece
que Wittgenstein originariamente había pretendido incluir algo del material sobre la
matemática en las Investigaciones filosóficas.
La tercera edición (1978) incluye más material que las ediciones anteriores y reor­
ganiza algunas de las secciones y divisiones de ediciones anteriores. Cuando escribí el
filosofías de la mente y de la matemática, respectivamente, que
van a continuación.
En lo que sigue, intento principalmente presentar el argumento
de Wittgenstein o, más exactamente, el conjunto de problemas y
argumentos que yo personalmente he extraído de la lectura de Witt­
genstein. Salvo pocas excepciones, no pretendo presentar ideas
mías propias; ni pretendo refrendar o criticar el acercamiento de
Wittgenstein, En algunos casos, he encontrado que no es nada fácil
obtener un enunciado;preciso de los problemas y conclusiones.
Aunque se tenga una fuerte sensación de que hay un problema, es
difícil dar un enunciado riguroso del mismo. Me inclino a pensar
que el estilo filosófico de la última etapa de Wittgenstein, y la difi­
cultad que encontró (véase su Prefacio) para aglutinar su pensamien­
to dentro de un trabajo convencional, presentado con argumentos y
conclusiones organizados, no es simplemente una preferencia esti­
lística y literaria, acompañada de una predilección por un cierto
grado de oscuridad4, sino que proviene en parte de la naturaleza de
su materia5.
Sospecho —por razones que resultarán claras más tarde— que
intentar presentar de modo preciso el argumento de Wittgenstein
es, en alguna medida, falsificarlo. Probablemente muchas de mis
formulaciones y remodelaciones del argumento están hechas de un
modo que no aprobaría el propio Wittgenstein6. Por eso el presente
trabajo no debiera ser considerado como una exposición ni del ar­
gumento «de Wittgenstein» ni del «de Kripke», sino del argumento
de Wittgenstein según impresionó a Kripke, según constituyó un
problema para este último.
Como he dicho, pienso que el «argumento del lenguaje privado»
básico precede a la sección 243, aunque las secciones que siguen a
la 243 son sin duda de importancia fundamental también. Propongo
debatir inicialmente el problema del «lenguaje privado» sin men­
cionar para nada estas últimas secciones. Puesto que a menudo se

presente trabajo, utilicé la primera edición. Donde las referencias difieren, se da entre
corchetes la referencia equivalente de la tercera edición.
4 Personalmente, sin embargo, estimo que no puede negarse aquí el papel de las
consideraciones estilísticas. Es claro que las consideraciones puramente estilísticas y
literarias significaron mucho para Wittgenstein. Su propia preferencia estilística contri­
buye obviamente a la dificultad de su obra, tanto como a su belleza.
5 Véase el debate de este punto, más abajo, en las páginas 82-83.
6 Véase de nuevo el mismo debate en las páginas 82-83.
piensa que estas secciones son el «argumento del lenguaje priva­
do», puede que les parezca a algunos que semejante proceder es
una presentación de Hamlet sin el príncipe. Aun si es así, hay mu­
chos otros caracteres interesantes en la obra7.

7 A l repasar lo que he escrito más ahajo, me asalta la preocupación de que el lector


pueda perder el hilo principal del argumento de Wittgenstein en el tratamiento por ex­
tenso de puntos más sutiles, En particular, el tratamiento de la teoría disposicional que
hago más ahajo adquirió tanta extensión porque he oído recomendarla, más de una vez,
como respuesta a la paradoja escéptica. Ese debate puede que contenga, en compara­
ción con el grueso del resto de este ensayo, algo más de argumentación de Kripke en
apoyo de Wittgenstein y no una exposición del propio argumento de Wittgenstein.
(Véanse las notas 19 y 24 para algunas de las conexiones, El argumento está, sin em­
bargo, inspirado en el texto original de Wittgenstein, Probablemente la parte con menor
inspiración directa en el texto de Wittgenstein sea el argumento de que nuestras dispo­
siciones, igual que nuestra actuación real, no son potencialmente infinitas. Incluso esto,
sin embargo, tiene obviamente su origen en el énfasis paralelo de Wittgenstein sobre el
hecho de que sólo pensamos explícitamente en un número finito de casos de cualquier
regla), El tratamiento que hago más abajo (pp. 51-53) de la simplicidad es un ejemplo
de una objeción que, hasta donde yo sé, Wittgenstein mismo nunca considera, Creo que
mi respuesta es claramente apropiada, asumiendo que haya entendido apropiadamente
el resto de la posición de Wittgenstein, Recomiendo al lector que se concentre, en una
primera lectura, en la comprensión de la fuerza intuitiva del problema escéptico de
Wittgenstein y que considere secundarios vericuetos como éstos.
LA PARADOJA WITTGENSTEINIANA

Wittgenstein dice en § 201: «nuestra paradoja era ésta: ningún


curso de acción podía estar determinado por una regla, porque todo
curso de acción puede hacerse concordar con la regla». Voy a intentar
desarrollar a mi manera, en esta sección del presente ensayo, la «pa­
radoja» en cuestión. La «paradoja» es quizá el problema central de
las Investigaciones filosóficas. Incluso quien ponga en disputa las
conclusiones que Wittgenstein obtiene a partir de este problema en lo
tocante al «lenguaje privado» y a las filosofías de la mente, de la
matemática y de la lógica podría muy bien considerar que el proble­
ma es en sí mismo una contribución importante a la filosofía. Puede
considerarse como una forma nueva de escepticismo filosófico.
Siguiendo el proceder de Wittgenstein, desarrollaré inicialmente
el problema con relación a un ejemplo matemático, aunque el pro­
blema escéptico relevante se aplica a todos los usos con significado
del lenguaje, Yo, como casi todos los hispanohablantes, utilizo la
palabra «más» y el símbolo «+» para denotar una función matemá­
tica bien conocida, la adición. La función está definida para todos
los pares de enteros positivos. Yo «capto» la regla de adición me­
diante mi representación simbólica externa y mi representación
mental interna. Hay un punto que es crucial para mi «captación» de
esta regla. Aunque yo personalmente sólo he calculado una canti­
dad finita de sumas en el pasado, la regla determina mí respuesta
para una cantidad indefinida de sumas nuevas que nunca previa­
mente he tomado en consideración. Éste es todo el cometido de la
noción de que al aprender a sumar capto una regla: mis intenciones
pasadas con respecto a la adición determinan una única respuesta
para una cantidad indefinida de casos nuevos en el futuro.
Supongamos, por ejemplo, que «68 + 57» es un cálculo que no
he realizado nunca hasta ahora. No hay duda de que existe un ejem­
plo como éste, puesto que he realizado sólo una cantidad finita de
cálculos en el pasado (y esto, aun si tomamos en cuenta los cálculos
que he realizado en silencio, para mis adentros; no digamos ya si se
consideran sólo los realizados mediante conducta públicamente ob­
servable). De hecho, esa misma finitud garantiza la existencia de
un ejemplo que excede, en sus dos argumentos, a todos los cálculos
previos. Asumiré, en lo que sigue, que «68 +57» sirve también a
este propósito.
Realizo el cálculo y obtengo, por supuesto, la respuesta «125».
Tengo la confianza, quizá tras la revisión de mi operación, de que
«125» es la respuesta correcta. Es correcta tanto en el sentido arit­
mético de que 125 es la suma de 68 y 57, como en el sentido meta-
lingüístico de que «más», según me propuse utilizar esa palabra en
el pasado, denotaba una función que, cuando se aplica a los núme­
ros que llamo «68» y «57», arroja el valor 125.
Ahora supongamos que me encuentro con un escéptico extrava­
gante. Tal escéptico pone en cuestión mi certeza acerca de mi res­
puesta, en su sentido que acabo de llamar «metalingüístico». Sugie­
re que, quizá, según utilicé el término «más» en el pasado, ¡la
respuesta que hace un momento me propuse dar a «68 + 57» debie­
ra haber sido «5»! Por supuesto, la sugerencia del escéptico es ob­
viamente disparatada. Mi respuesta inicial a la misma podría con­
sistir en recomendar a mi contendiente que vuelva a la escuela y
aprenda a sumar. Pero dejémosle que continúe: después de todo,
señala, si tengo ahora tanta confianza en que, según utilicé el térmi­
no «más», mi intención fue la de denotar 125 con «68 + 57», ello
no puede ser por razón de haberme dado a mí mismo explícitamen­
te instrucciones al efecto de que 125 es el resultado de realizar la
suma en este caso particular. Por hipótesis, no hice tal cosa. Pero,
naturalmente, la idea es que, en este nuevo caso, debo aplicar exac­
tamente la misma función o regla que tantas veces apliqué en el
pasado. Más, ¿cómo saber cuál era esta función? En el pasado me
di a mí mismo sólo un número finito de ejemplos instanciadores de
esta función. Todos ellos, hemos supuesto, envolvían números más
pequeños que 57. Por tanto, en el pasado tal vez utilicé «más» y
«+» para denotar una función que llamaré «cuás» y simbolizaré
mediante «©». Se define así:
x ®jy = x + y ,s i x ,y < 5 7
= 5, en otro caso.
¿Cómo saber que ésta no es la función que previamente quise
decir* mediante «+».?
El escéptico sostiene (o finge sostener) que estoy ahora malin-
terpretando mi propio uso previo. Mediante «más», señala, siempre
quise decir cuás8; lo que ocurre es que, ahora, sometido al influjo

* N. delT.: Utilizo sistemáticamente «querer decir» como traducción del verbo «to
mean». «Querer decir» debe entenderse, por tanto, obviamente, en el sentido de signifi­
car; es decir, como expresión sinónima con el verbo «significar». N o ha de entenderse
en el sentido de tener el deseo o el plan de decir; esto es, no ha de entenderse como si­
nónima de «tener deseo de decir» o «tener el plan de decir» («planear decir») o cosas
por el estilo. Simplificaría la tarea de traducción el contar en castellano (como sucede
en inglés) con un uso legítimo, no forzado, del verbo «significar» para indicar que al­
guien utiliza o utilizó, etc., una palabra o expresión con un cierto significado. Simplifi­
caría las cosas porque haría formalmente transparente la relación entre la acción de
significar y su objeto, el significado. D el mismo modo que deseamos deseos y pensa­
mos pensamientos, sería útil poder decir que significamos significados. Pero lo cierto es
que la acción de utilizar las palabras de un lenguaje con un cierto significado o atribu­
yéndolas un cierto significado no se expresa en castellano recurriendo al verbo «signi­
ficar», sino al «verbo» querer decir. N o decimos que yo signifiqué tal y cual con mis
palabras, o que lo significaste tú, ni tampoco preguntamos qué significó ella con sus
palabras. Lo que decimos es que yo quise decir tal y cual con mis palabras o que lo
quisiste decir tú, y lo que preguntamos es qué quiso decir ella con sus palabras.
Por otra parte, el lector encontrará en el texto usos un tanto forzados de «querer
decir» con el sentido de «denotar» o «referirse a»; pero ellos no son responsabilidad del
traductor, sino del propio Kripke en su uso del verbo «to mean», tal y como él advierte
en su nota inicial de este capítulo, la nota 8, a la que remito.
8 Quizá deba hacer una observación con relación a expresiones tales como «Me­
diante ‘m ás’ quise decir cuás (o más)», «Mediante ‘verde’ quise decir verde», etc. No
conozco ninguna convención satisfactoria aceptada para indicar el objeto del verbo
«querer decir» («mean»). Hay dos problemas. Primero, si se dice «Mediante ‘la mujer
que descubrió el radio’ quise decir la mujer que descubrió el radio», el objeto puede
interpretarse de dos maneras. Puede estar por una mujer (Marie Curie), en cuyo caso la
aserción es verdadera sólo si «quise decir» se utiliza queriendo decirm e referí a (que es
un uso legítimo); o puede utilizarse para denotar el significado de la expresión entreco­
millada, que no es una mujer, en cuyo caso la aserción es verdadera cuando «quise de­
cir» se usa en su sentido normal y corriente. Segundo, según queda ilustrado por «me
referí a», «verde», «cuás», etc., que nos han aparecido más arriba como objetos de
«quise decir», es necesario utilizar de un modo forzado diversas expresiones en posi­
ción de objeto, en contra de la gramática normal. (Las dificultades de Frege concernien­
tes a la insaturación están relacionadas con esto). Ante ambos problemas, uno se ve
tentado a poner el objeto entre comillas, igual que el sujeto. Pero tal proceder entra en
conflicto con la convención de la lógica filosófica según la cual un entrecomillado de­
nota la expresión entrecomillada. Hay algunas «marcas de significado», como las pro­
puestas por ejemplo por David Kaplan, que podrían resultar de utilidad aquí. Si no se
tiene reparo en ignorar la primera dificultad y se usa siempre «quiere decir» queriendo
decir denota (para la mayoría de los propósitos del presente escrito, semejante lectura
de un arrebato de locura, o de una dosis de LSD, he acabado por
malinterpretar mi propio uso previo.
Por ridicula y fantástica que sea, la hipótesis del escéptico no es
lógicamente imposible. Para comprobarlo, afumamos la hipótesis
de sentido común de que mediante «+» realm'énte quise decir adi­
ción. Entonces seria posible, aunque sorprendente, que bajo el in­
flujo de un «colocón» momentáneo, malinterpretara todos mis usos
pasados del signo más como si simbolizaran la función cuás, y que,
en contra de mis intenciones lingüísticas previas, procediese a ha­
cer el cálculo de que 68 más 57 son 5. (Habría cometido un error,
no en matemáticas, sino en la suposición de que había actuado en
concordancia con mis intenciones lingüísticas previas). Lo que el
escéptico está proponiendo es que he cometido un error de'este tipo
precisamente, sólo que con el más y el cuás invertidos.
Ahora bien, si el escéptico propone su hipótesis sinceramente,
es que está loco. Una hipótesis tan extravagante como la de propo­
ner que siempre quise decir cuás es absolutamente descabellada.
De que es descabellada, no hay duda y, sin duda, es falsa. Pero si es
falsa, debe haber algún hecho acerca de mi uso pasado que pueda
citarse para refutarla. Pues, aunque la hipótesis sea descabellada,
no parece que sea apriori imposible.
Naturalmente, esta extravagante hipótesis, y las referencias al
LSD o a un arrebato de locura, son en cierto sentido meramente un

serviría al menos tan bien como lo liaría una lectura intensional; a menudo, hablo como
si lo que se quiere decir mediante «más» fuese una función numérica), entonces el se­
gundo problema podría llevamos a nominalizar los objetos («más» denota la función
más, «verde» denota el verdor, etc). Barajé la posibilidad de utilizar cursivas («‘más’
quiere decir más»; « ‘quiere decir’ puede que quiera decir denota»), pero decidí que
normalmente (excepto cuando las cursivas sean apropiadas por otra razón, en especial
cuando se introduce por vez primera un neologismo como «cuás») escribiré el objeto de
«querer decir» al modo de un objeto normal y comente. La convención que he adopta­
do resulta forzada en el lenguaje escrito, pero suena de modo bastante razonable en el
lenguaje hablado. ,
Dado que las distinciones de uso y mención son importantes para el argumento se­
gún yo lo formulo, procuro acordarme de utilizar comillas cuando se está mencionando
una expresión. Sin embargo, también las utilizo para otros cometidos, cuando el espa­
ñol escrito normal, no filosófico, permite recurrir a ellas (por ejemplo, en el caso de
« ‘marcas de significado’», del párrafo precedente; o de « ‘cuasi-entrecomillado’», en la
oración que sigue a ésta). Los lectores a quienes resulte familiar el «cuasi-entrecomilla­
do» de Quine se darán cuenta de que en algunos casos utilizo el entrecomillado ordina­
rio cuando la puridad lógica requeriría usar el cuasi-entrecomillado o algún dispositivo
similar. No me he preocupado de ser cuidadoso acerca de esta cuestión, porque confío
en que, en la práctica, los lectores no se confundirán.
recurso dramático. El punto básico es éste: de ordinario, supongo
que, al calcular «68 + 57» del modo como lo hago, no estoy simple­
mente dando un salto injustificado al vacío. Sigo indicaciones que
me di a mí mismo anteriormente y que determinan unívocamente
que en este nuevo caso debo decir «125». ¿Cuáles son estas indica­
ciones? Por hipótesis, nunca me dije a mí mismo explícitamente
que debo decir «125» en este preciso caso. Tampoco puedo alegar
que simplemente debo «hacer lo mismo que siempre hice», si lo
que esto significa es «calcular de acuerdo con la regla que se exhibe
en mis ejemplos previos». Esa regla podría muy bien haber sido la
regla de cuadición (la función cuás) tanto como la de adición. La
idea de que, de hecho, lo que quise decir es cuadición, que en un
súbito arrebato cambié mi uso previo, sirve para dramatizar el pro­
blema/
En la discusión que sigue, el reto lanzado por el escéptico adop­
ta dos formas. En primer lugar, el escéptico pone en duda que haya
hecho alguno que consista en que yo quise decir más, en vez de
cuás, que dé respuesta a su reto escéptico. En segundo lugar, pone
en duda que yo posea razón alguna para tener tanta confianza en
que ahora debo responder «125», en vez de «5». Las dos formas del
reto están relacionadas. Tengo confianza en que debo responder
«125» porque tengo confianza en que 'esta respuesta concuerda
también con lo que quise decir. No se disputan ni la exactitud de mi
cálculo ni la de mi memoria. Por tanto, debe admitirse que si quise
decir más, entonces, a menos que desee cambiar mi uso, estoy jus­
tificado (en realidad, compelido) al responder «125», pero no «5».
La respuesta al escéptico debe satisfacer dos condiciones. Primera,
debe explicar cuál es el hecho (acerca de mi estado mental) que
constituye mi querer decir más, y no cuás. Pero, además, hay una
condición que cualquier supuesto candidato a ser ese hecho debe
satisfacer. Debe, en algún sentido, mostrar cómo es que estoy justi­
ficado al dar la respuesta «125» a «68 + 57». Las «indicaciones»
mencionadas en el párrafo anterior, que determinan lo que debo
hacer en cada caso, deben de alguna manera estar «contenidas» en
cualquier candidato a ser el hecho constitutivo de lo que quise de­
cir. De no ser así, queda sin contestar la afirmación del escéptico de
que mi presente respuesta es arbitraria. Cómo opera exactamente
esta condición es algo que resultará mucho más claro luego, des­
pués de discutir la paradoja de Wittgenstein en un nivel intuitivo,
cuando consideremos diversas teorías filosóficas que tratan de ave­
riguar en qué podría consistir el hecho de que quise decir más. Ha­
brá muchas objeciones específicas a estas teorías. Pero lo que es
común a todas ellas es que son incapaces de proporcionar un candi­
dato a hecho constitutivo de lo que quise decir que muestre que sólo
«125», y no «5», es la respuesta que «debo» dar.
Es preciso dejar claras las reglas básicas de nuestra formulación
del problema. Para que el escéptico pueda siquiera conversar con­
migo, hemos de tener un lenguaje común. Por tanto, estoy supo­
niendo que el escéptico, provisionalmente, no está poniendo en
duda mi uso presente de la palabra «más». Él admite que, de acuer­
do con mi uso presente, «68 + 57» denota 125. No sólo está de
acuerdo conmigo en esto, además, el lenguaje en el que mantiene
todo su debate conmigo es el mío, según lo uso en el momento pre­
sente. Él se limita a poner en duda que mi uso presente concuerde
con mi uso pasado, que yo esté en el momento presente actuando
conforme a mis intenciones lingüísticas previas. El problema no es
«¿Cómo sé que 68 más 57 es 125?», a esto se debe responder dando
un cálculo aritmético, sino «¿Cómo sé que ‘68 más 57’, según el
significado que di a “más” en el pasado, debe denotar 125?». Si la
palabra «más», según la utilicé en el pasado, denotaba la función
cuás, no la función más («cuadición» en vez de adición), entonces
mi intención pasada era tal que, al preguntárseme cuál es el valor
de «68 más 57», debiera haber respondido «5».
Planteo el problema de este modo para evitar cuestiones que lle­
van a confusión acerca de si la discusión está teniendo lugar a la
vez «dentro y fuera del lenguaje» en algún sentido ilegítimo9.
¿Cómo podemos usar la palabra «más» (y variantes suyas, como
«cuás») mientras nos estamos preguntando por su significado? Por
tanto, supongo que el escéptico asume que él y yo concordamos en
nuestros usos presentes de la palabra «más»: ambos la usamos para
denotar adición. Él no duda ni niega (inicialmente, al menos) que la
adición sea una función genuina, definida para todos los pares de
números enteros, y no niega tampoco que podamos hablar de ella.
Lo que él se pregunta es por qué creo ahora que mediante «más» en
el pasado quise decir adición en vez de cuadición. Si quise decir lo

5 Creo que tomé la frase «a la vez dentro y fuera del lenguaje» de una conversación
con Rogers Albritton,
primero, entonces para concordar con mi uso previo debo respon­
der «125» cuando se me pide que dé el resultado de calcular «68
más 57». Si quise decir lo segundo, debo responder «5».
La exposición presente tiende a diferir de las formulaciones ori­
ginales de Wittgenstein debido a que en ella se pone un poco más
de cuidado en hacer explícita una distinción entre uso y mención, y
entre cuestiones acerca del uso pasado y presente. Con respecto al
ejemplo que ahora nos ocupa, Wittgenstein podría simplemente
preguntar: «¿Cómo sé que debo responder ‘125’ a la pregunta por
‘68 + 57’?» o «¿Cómo sé que ‘68 + 57’ da como resultado 125?».
He comprobado que, cuando el problema se formula así, algunos
oyentes lo toman como si fuese un problema escéptico acerca de la
aritmética'. «¿Cómo sé que 68 + 57 es 125?». (¿Por qué no respon­
der a esta pregunta con una prueba matemática?). No debe suponer­
se, en este estadio al menos, que se está planteando el escepticismo
acerca de la aritmética. Podemos asumir, si se quiere, que 68 + 57
es 125. Incluso si la pregunta se refórmala «metalmgüísticamente»
así: «¿Cómo sé que ‘más’, según yo uso la palabra, denota una fun­
ción que, cuando se aplica a 68 y 57, arroja el valor 125?», es posi­
ble responder: «Sin duda sé que ‘más’ denota la función más y, por
consiguiente, que ‘68 más 57’ denota 68 más 57. Ahora bien, sí sé
aritmética, sé que 68 más 57 es 125. ¡Por tanto sé que ‘68 + 57’
denota 125!». Y, con toda seguridad, ¡el mero hecho de usar el len­
guaje me impide poner en duda coherentemente que «más», según
yo lo uso ahora, denota más! Tal vez no pueda (en este estadio, al
menos) poner esto en duda acerca de mi uso presente. Pero puedo
dudar de que mi uso pasado de «más» denotase más. Las conside­
raciones anteriores (acerca de un arrebato de locura y del LSD)
deberían dejar esto absolutamente claro.
Repitamos el problema. El escéptico duda de que haya instruc­
ción alguna que yo me diera a mí mismo en el pasado que me com­
pela a (o que justifique) responder «125» en lugar de «5». Plantea
el reto en términos de una hipótesis escéptica acerca de un cambio
en mi uso. Quizá cuando usé el término «más» en el pasado siem­
pre quise decir cuás: por hipótesis, nunca me di a mí mismo indica­
ción explícita alguna que sea incompatible con dicha suposición.
Por supuesto, en último término, si el escéptico está en lo cierto,
carecerían de sentido los conceptos de querer decir una de las fun­
ciones en lugar de la otra y de tener intención de aplicar una en lu­
gar de la otra. Pues el escéptico mantiene que ningún hecho acerca
de mi historia pasada (nada que estuviera alguna vez en mi mente o
en mi conducta externa) establece que quise decir más en vez de
cuás (ni, claro está, ¡tampoco ningún hecho establece que quise
decir cuás!). Pero si esto es correcto, es patente que no puede haber
hecho alguno con respecto a cuál es la función que quise decir; y si
no puede haber hecho alguno con respecto a cuál es la función par­
ticular que quise decir en el pasado, tampoco puede haberlo en el
presente. Ahora bien, antes de segar la hierba bajo nuestros propios
pies, empezamos hablando como si la noción de que en el momen­
to presente queremos decir una cierta función mediante «más» no
estuviera cuestionada y fuese incuestionable. Sólo cuestionaremos
los usos pasados. En otro caso, seremos incapaces de formular
nuestro problema.
Otra regla de juego importante es que no hay ninguna limitación
(en particular, no hay ninguna limitación conductista) con respecto a
los hechos que es posible citar para responder al escéptico. La evi­
dencia no tiene por qué quedar confinada a la que esté disponible
para un observador externo, capaz de observar mi conducta mani­
fiesta pero no mi estado mental interno. Sería interesante si ocurriese
que nada propio de mi conducta externa pudiera mostrar que quise
decir más o cuás, pero sí pudiera mostrarlo algo propio de mi estado
interno. Aunque el problema aquí es más radical. A menudo se ha
considerado que la filosofía de la mente de Wittgenstein es conduc­
tista, pero en la medida en que Wittgenstein pueda (o no) ser hostil a
lo «interno», dicha hostilidad no ha de asumirse como una premisa,
sino que se ha de obtener como conclusión de un argumento. Por eso,
sea lo que sea aquello en lo que consiste «mirar dentro de mi mente»,
el escéptico asevera que aun si fuese Dios quien mirara, ni siquiera Él
podría determinar que quise decir adición mediante «más,».
Este rasgo de Wittgenstein contrasta, por ejemplo, con el debate
de Quine en tomo a la «indeterminación de la traducción»10. Hay

10 Véase W. Y. Quine, Word and Object (MIT, The Technology Press, Cambridge, Mas-
sachusetts, 1960, xi+294 pp.) [Palabra y objeto, Labor, Barcelona, 1968; y Herder, 2001],
especialmente el capítulo 2, «Translation and Meaning» (pp. 26-79). Véase también Onto-
logical Relativity and Other Essays (Columbia Universily Press, Nueva York y Londres,
1969, viii+165 pp.) [La relatividad ontológicay otros ensayos, Madrid, Tecnos, 1974], es­
pecialmente los primeros tres capítulos (pp. 1-90); y véase también «Onthe Reasons forthe
Indeternúnacy o f Translation», The Journal ofPhilosophy, vol. 67 (1970), pp. 178-83.
Retomo la discusión de las ideas de Quine más adelante; véanse pp. 69-71.
muchos puntos de contacto entre las discusiones de Quine y de
Wittgenstein. Sin embargo, Quine asume con mucho gusto que sólo
la evidencia conductual va a admitirse en su discusión. Wittgens­
tein, por el contrario, emprende una extensa investigación intros­
pectiva11, y los resultados de la investigación, como veremos, cons­
tituyen un rasgo crucial de su argumento. Además, en él, el modo
de presentarse la duda escéptica no es conductista. Se presenta des­
de «dentro». Quine presenta el problema del significado en térmi­
nos de un lingüista quej trata de adivinar lo que otra persona quiere
decir con sus palabras á partir de su conducta. En cambio, el reto de
Wittgenstein puede serme presentado como una cuestión acerca de
m í mismo: ¿Hubo algún hecho pasado acerca de mí (lo que quise
decir mediante «más»)* que imponga lo que debo hacer ahora?
Pero volvamos con el escéptico. Éste arguye que, cuando res­
pondí «125» al problema de «68 + 57», mi respuesta fue un injusti­
ficado salto al vacío; mi historia mental pasada es igualmente com­
patible con la hipótesis de que quise decir cuás y, por tanto, debería
haber respondido «5». Podemos poner el problema del modo si­
guiente: cuando se me preguntó por «68 + 57» contesté «125» sin
dudar y automáticamente; pero parecería que, si nunca antes realicé
explícitamente este cálculo, podría igualmente haber contestado
«5». No hay nada que justifique una inclinación bruta a responder
de un modo en lugar del otro.
Muchos lectores, debo suponer, llevarán ya bastante tiempo im­
pacientes por protestar que nuestro problema surge sólo debido a
que el modelo de la instrucción que me di a mí mismo con respecto
a la «adición» es un modelo ridículo. Es claro que lo que hice no
fue meramente darme a mí mismo algún número finito de ejemplos
a partir de los cuales se suponga que he de extrapolar la tabla com­
pleta («Sea “+” la función instanciada por los ejemplos siguien­

11 El término «introspectivo» lo utilizo descargado de doctrina filosófica. Por su­


puesto, Wittgenstein, en particular, encontraría objetable una gran parte del bagaje que
lo ha acompañado. Lo que quiero decir, simplemente, es que Wittgenstein hace uso, en
su discusión, de nuestros propios recuerdos y del conocimiento que tenemos de nuestras
experiencias «internas».
* N. del. T.: He corregido una errata del original con respecto a la colocación de
comillas. He sustituido ...lo que «quise decir» mediante m ás... (...w h a tl« m ea n t» by
plus...) por ...lo que quise decir mediante «más»... {...what I meant by «plus»...). La
errata consiste en que las comillas se adosan a quise decir cuando debieran adosarse
a más.
tes:...»). Hay, sin duda, una cantidad infinita de funciones que son
compatibles con eso. Más bien lo que hice fue aprender — e interio­
rizar instrucciones para usar— una regla que determina cómo se
debe continuar la adición. ¿Qué regla era ésta? Bueno, digamos
que, tomada en su forma más primitiva, puede describirse así: su­
pongamos que queremos sumar x e y. Proveámonos de un gran ar­
senal de canicas. Contemos, primero, x canicas y hagamos con ellas
un montón. Contemos, luego, y canicas y hagamos con ellas otro
montón. Juntemos los dos montones y contemos el número de ca­
nicas que hay en el nuevo montón así formado. El resultado es x + y.
Este conjunto de indicaciones, puedo suponer, me lo di explícita­
mente a mí mismo en algún momento del pasado. Está grabado en
mi mente como lo estaría en una pizarra. Es incompatible con la
hipótesis de que quise decir cuás. Es este conjunto de indicaciones,
no la lista finita de adiciones particulares que realicé en el pasado,
el que justifica y determina mi respuesta presente. Esta considera­
ción queda reforzada, después de todo, cuando pensamos en lo "que
realmente hago cuando sumo 68 y 57. No doy automáticamente la
respuesta «125», ni consulto ninguna inexistente instrucción pasa­
da al efecto de que debo responder «125» en este caso. Más bien,
procedo de acuerdo con un algoritmo para la adición que aprendí
previamente. El algoritmo es más sofisticado y más aplicable prác­
ticamente que el primitivo que acabamos de describir, pero no hay
entre ellos diferencia de principio.
A pesar de la plausibilidad inicial de esta objeción, la respuesta
del escéptico es perfectamente obvia. Cierto, si «contar», según usé
la palabra en el pasado, se refería al acto de contar (y si mis otras
palabras utilizadas en el pasado se interpretan correctamente en la
forma estándar), entonces «más» debe haber designado adición.
Ahora bien, la palabra «contar», igual que «más», la apliqué sólo a
una cantidad finita de usos pasados. Con lo cual, el escéptico puede
cuestionar mi interpretación presente de mi uso pasado de «con­
tar», tal y como hizo con «más». En particular, puede sostener que
con «contar» anteriormente quise decir cuontar, donde «cuontar»
un montón es contarlo en el sentido ordinario, a no ser que el mon­
tón se haya formado como la unión de dos montones uno de los
cuales tenga 57 o más unidades, en cuyo caso la respuesta que au­
tomáticamente debe darse es «5». Es claro que, si en el pasado
«contar» significó cuontar, y si sigo la regla para «más» que tan
triunfalmente se le citó al escéptico, debo admitir que «68+57»
debe arrojar la respuesta «5». He supuesto aquí que, previamente,
«contar» no se aplicó nunca a montones formados medíante la
unión de dos submontones uno de los cuales tenga 57 o más ele­
mentos, pero si este límite superior particular no sirve, servirá otro.
Pues se trata de un punto absolutamente general: si «más» se expli­
ca en términos de «contar», una interpretación no estándar de la
segunda palabra traerá aparejada una interpretación no estándar de
la primera12.
Por supuesto, es; inútil protestar diciendo que lo que yo me pro­
puse fue que el resultado de contar un montón sea independiente de
su composición en términos de submontones. Por mucho que yo
me haya dicho esto a mí mismo del modo más explícito posible, el
escéptico replicará sonriente que estoy de nuevo malinterpretando
mi uso pasado, que en realidad «independiente» anteriormente sig­
nificó cuindependiente, donde «cuindependiente» significa ...
Estoy exponiendo aquí, naturalmente, las bien conocidas obser­
vaciones de Wittgenstein acerca de «una regla para interpretar una
regla». Resulta tentador responder al escéptico apelando, desde una
regla, a otra regla más «básica». Pero el paso escéptico puede repe­
tirse igualmente en el nivel más «básico». Al final, el proceso debe
12 Esta misma objeción echa por tierra una sugerencia relacionada: se podría insis­
tir en que la función cuás queda descartada como interpretación de «+» porque no sa­
tisface algunas de las leyes que acepto para «+» (por ejemplo, no es asociativa; podría­
mos haberla definido de modo que ni siquiera fuese conmutativa). Podría incluso
señalarse que, con respecto a los números naturales, la adición es la única función que
satisface ciertas leyes aceptadas por mí ■— las «ecuaciones recursivas» para +: Vx (x + 0 = x)
y Vx Vy (x + y ’ = (x + y ) ‘)— , donde la tilde o trazo indica sucesor*; de estas ecuaciones
se dice a veces que son una «definición» de la adición. El problema estriba en que los
otros signos utilizados en estas leyes (los cuantiñcadores universales, el signo de igual­
dad) se han aplicado sólo en un número finito de casos, y se les puede dar interpretacio­
nes no estándar que se ajustarán a interpretaciones no estándar de «+». Así, por ejem­
plo, «Vx» podría significar para todo x < h, donde h es algún límite superior para los
casos en los que se ha aplicado hasta ahora la instanciación universal; y lo mismo vale
para la igualdad.
D e cualquier manera, la objeción peca un tanto de exceso de sofisticación. Muchos
de nosotros, que no somos matemáticos, usamos perfectamente bien el signo «+» sin
tener conocimiento de ninguna ley explícitamente formulada del tipo citado. Y, sin em­
bargo, no cabe duda de que usamos «+» con su significado determinado usual, ¿Qué
justificación tenemos para aplicar la función del modo como lo hacemos?
* N. del. T.: Kripke utiliza los paréntesis «( )» para simbolizar el cuantificador
universal. Yo, en cambio, he utilizado el símbolo «V». He procedido así para evitar
acumulación engañosa de paréntesis con funciones distintas dentro de la fórmula en
que ocurren.
detenerse — «las justificaciones tienen un final en alguna parte»—
y lo que me queda es una regla que está enteramente sin reducir a
ninguna otra. ¿Cómo puedo justificar mi aplicación presente de di­
cha regla cuando un escéptico podría fácilmente interpretarla de
modo que arroje uno cualquiera de entre un número indefinido de
resultados distintos? Parece que mi aplicación de la regla es un in­
justificado palo de ciego. Aplico la regla a ciegas.
Normalmente, cuando consideramos una regla matemática como
la de adición, nos vemos a nosotros mismos como siendo guiados
en nuestra aplicación de la misma a cada nuevo caso. Ésta es preci­
samente la diferencia entre alguien que calcula valores nuevos de
una función y alguien que propone números de modo aleatorio.
Dadas mis intenciones pasadas con respecto al símbolo ■«+», una y
sólo una respuesta se dicta como la apropiada a la pregunta por
«68 + 57». Por otro lado, aunque un evaluador de inteligencia pue­
da suponer que sólo hay una continuación posible de la secuencia
2, 4, 6, 8,...., los matemática y filosóficamente sofisticados saben
que hay un número indefinido de reglas (incluso reglas enunciadas
en términos de funciones matemáticas tan convencionales como los
polinomios ordinarios) compatibles con cualquier segmento inicial
finito como éste. Por eso, si el evaluador me insta a responder, tras
2, 4, 6, 8,..., con el único número siguiente apropiado, la respuesta
apropiada es que no existe tal número único, ni hay tampoco una
única secuencia infinita (determinada por reglas) que sea continua­
ción de la dada. El problema, entonces, puede ponerse así: yo mis­
mo, cuando me di las indicaciones a seguir en el futuro con respec­
to a «+», ¿difería realmente en algo del evaluador de inteligencia?
Cierto, puede que yo no me limite a estipular que «+» va a ser una
función instanciada por un número finito de cálculos. Puede que,
además, me dé a mí mismo indicaciones para el cálculo ulterior de
«+» enunciadas en términos de otras funciones y reglas. A su vez,
puede que me dé a mí mismo indicaciones para el cálculo ulterior
de estas funciones y reglas, y así sucesivamente. Al final, sin em­
bargo, el proceso debe detenerse ante funciones y reglas «últimas»
que yo he estipulado para mí mediante sólo un número finito de
ejemplos, justo como ocurría en la prueba de inteligencia. Si es así,
¿acaso no es tan arbitrario mi procedimiento como el de la persona
que adivina la continuación de la prueba de inteligencia? ¿En qué
sentido mi procedimiento real de cálculo, que sigue un algoritmo
que arroja el resultado «125», está más justificado por mis instruc­
ciones pasadas de lo que lo estaría un procedimiento alternativo
que diera como resultado «5»? ¿No estoy simplemente siguiendo
un impulso injustificable?13
Por supuesto, estos problemas se aplican a todo el lenguaje y no
quedan confinados al ámbito de los ejemplos matemáticos, pero el
modo más terso de sacarlos a la luz es recurrir a los ejemplos mate­
máticos. Pienso que he aprendido el término «mesa» de tal modo
que se aplicará a una cantidad indefinida de objetos futuros. Por eso
puedo aplicar el térinino a una situación nueva, por ejemplo cuando
visito la Torre Eiffel por vez primera y veo una mesa que está en su
base. ¿Puedo responder a un escéptico que suponga que en el pasa­
do con «mesa» quise decir meslla, donde una «meslla» es todo

13 Supongo que, a estas alturas, pocos lectores tendrán la tentación de apelar a una
determinación de «continuar del mismo modo» que antes. En realidad, si lo menciono
en este momento es primariamente para eliminar una manera posible de malentender el
argumento escéptico, no para rebatir una posible réplica al mismo. Algunos seguidores
de Wittgenstein — quizá, ocasionalmente, el propio Wittgenstein— han pensado que su
idea envuelve un rechazo de la «identidad absoluta» (como opuesta a algún tipo de
identidad «relativa»). No veo que esto sea así, con independencia de si son o no correc­
tas por otras razones las doctrinas de la identidad «relativa». Ya puede ser la identidad
tan «absoluta» como nos plazca, que sólo se da entre cada cosa y dicha cosa misma. Así
pues, la función más es idéntica consigo misma, y la función cuás es idéntica consigo
misma. Nada de esto me dirá si en el pasado me referí a la función más o a la función
cuás, y por consiguiente tampoco me dirá cuál de ellas usar a fin de aplicar la misma
función ahora.
Wittgenstein insiste (§§ 215-216) en que la ley de identidad («todo es idéntico con­
sigo mismo») no proporciona una salida a su problema. Debe estar suficientemente
claro que esto es así (con independencia de si la máxima deba o no rechazarse por
«inútil»), Wittgenstein escribe a veces (§§ 225-227) como si el modo en que responde­
mos en un caso nuevo determinara lo que llamamos lo «mismo», como si el significado
de «mismo» variase de un caso a otro. Sea cual sea la impresión que esto produzca, no
tiene por qué estar relacionado con doctrinas de identidad relativa y absoluta. La idea
(que sólo puede comprenderse por completo después de la sección tercera del presente
trabajo) puede ponerse así: si alguien que calculase «+» como lo hacemos nosotros para
el caso de argumentos pequeños diera respuestas extravagantes, del estilo de «cuás»,
para el caso de argumentos mayores e insistiera en que estaba «continuando del mismo
modo que antes», no aceptaríamos su afirmación de que estaba «continuando del m is­
mo modo» que en el caso de los argumentos pequeños. Lo que llamamos la respuesta
«correcta» determina lo que llamamos «continuar del mismo modo». Nada de esto en
sí mismo implica que la identidad sea «relativa» en los sentidos en que se ha usado
«identidad relativa» en otros trabajos publicados sobre el tema.
Para ser justo con Peter Geach, el defensor más destacado de la «relatividad» de la
identidad, debo mencionar (no vaya a ser que el lector asuma que estaba pensando en
él) que él no está entre aquellos a quienes he oído exponer la doctrina de Wittgenstein
como si fuese dependiente de una negación de la identidad «absoluta».
aquello que sea una mesa no encontrada en la base de la Torre
Eiffel, o una silla encontrada allí? ¿Pensé explícitamente en la
Torre Eiffel cuando por vez primera «capté el concepto de» una
mesa, cuando me di a mí mismo indicaciones con respecto a qué es
lo que quería decir con «mesa»? Y aun si efectivamente pensé en la
Torre, ¿acaso no es posible reinterpretar de un modo compatible
con la hipótesis del escéptico cualesquiera indicaciones dadas por
mí a mí mismo que la mencionen? Lo más importante para el argu­
mento del «lenguaje privado» es que este punto se aplica también,
por supuesto, a predicados de sensaciones, de impresiones visuales,
y de cosas por el estilo: «¿Cómo sé que al ir desarrollando la serie
+2 debo escribir “20.004, 20.006” y no “20.004, 20.008”? ». (La
pregunta: «¿Cómo sé que este color es ‘rojo’? » es similar). ('Obser­
vaciones sobre losfundamentos de la matemática, I, § 3). Este pasa­
je ilustra de forma asombrosa una tesis central del presente ensayo:
que Wittgenstein considera que los problemas fundamentales de la
filosofía de la matemática y del «argumento del lenguaje privado»
— el problema del lenguaje de sensación— son idénticos en la raíz,
y provienen de su paradoja. El § 3 es, en su totalidad, una enuncia­
ción sucinta y hermosa de la paradoja de Wittgenstein. En realidad,
toda la sección inicial de la parte I de Observaciones sobre los fu n ­
damentos de la matemática es un desarrollo del problema con espe­
cial referencia a la matemática y a la inferencia lógica. Se ha su­
puesto que todo lo que me es preciso hacer para determinar mi uso
de la palabra «verde» es tener una imagen, una muestra de verde
que traigo a mi mente siempre que aplico la palabra en el futuro.
Cuando utilizo esto para justificar mi aplicación de «verde» a un
nuevo objeto, ¿no debería resultar obvio el problema escéptico para
cualquier lector de Goodman?14 Tal vez con «verde» en el pasado
quise decir verdul15, y la imagen de color, que realmente fue verdul,
tuvo como propósito llevarme a aplicar la palabra «verde» siempre
a objetos verdules. Si el objeto azul que tengo ahora ante mí es

14 Véase Nelson Goodman, Fact, Fiction, andForecast (3.a ed., Bobbs-Merrill, In-
dianapolis, 1973, xiv + 131 pp.) [Hecho, ficción y pronóstico, Síntesis, Madrid, 2004],
especialmente cap. III, § 4, pp. 72-81.
15 La definición exacta de «verdul» no es importante. Lo mejor es suponer que los
objetos pasados eran verdules si y sólo si eran (entonces) verdes, mientras que los obje­
tos presentes son verdules si y sólo si son (ahora) azules. Estrictamente hablando, ésta
no es la idea original de Goodman, pero probablemente es la más conveniente para los
propósitos presentes. A veces también Goodman escribe de esta manera.
verdul, entonces cae bajo la extensión de «verde», según lo que
quise decir con este término en el pasado. De nada sirve suponer
que en el pasado estipulé que «verde» se iba a aplicar a todas y so­
las aquellas cosas que fuesen «del mismo color que» la muestra. El
escéptico puede reinterpretar «mismo color» como mismo esmo­
lor16, donde las cosas tienen el mismo esmolor si....
Volvamos al ejemplo de «más» y «cuás». Acabamos de resumir­
lo en términos de la base que tengo para mi respuesta particular
presente: ¿qué es lo que me indica que debo decir «125» y no «5»?
Por supuesto, el problema puede plantearse de modo equivalente en
términos de la indagación escéptica con respecto a mi propósito
presente: no hay nada en mi historia mental que establezca si quise
decir más o cuás. Así formulado, puede parecer que el problema es
epistemológico —-¿cómo puede nadie saber cuál de estas dos cosas
quise decir? Sin embargo, dado que todo en mi historia mental es
compatible tanto con la conclusión de que quise decir más como
con la de que quise decir cuás, es claro que el reto escéptico no es
realmente de tipo epistemológico. Su fin es mostrar que nada en mi
historia mental de mi conducta pasada —ni siquiera lo que de ella
conocería un Dios omnisciente— podría establecer si quise decir
más o cuás. Pero entonces parece seguirse que no hubo ningún he­
cho acerca de mí que constituyese mi haber querido decir más en
lugar de cuás. ¿Cómo podría haberlo, si nada en mi historia mental
interna o en mi conducta externa servirá de respuesta al escéptico
que suponga que de hecho quise decir cuás? Si no hubo tal cosa
como mi querer decir más en lugar de cuás en el pasado, tampoco
puede haberla en el presente. Cuando inicialmente presentamos la
paradoja, no tuvimos más remedio que utilizar el lenguaje, y dimos
por descontado los significados presentes. Ahora vemos, tal como
esperábamos, que esta concesión provisional era en realidad ficti­
cia. No puede haber hecho alguno respecto a lo que quiero decir
con «más», o con cualquier otra palabra, en ningún momento. Al
final, hay que dar un puntapié a la escalera.
Ésta es, por tanto, la paradoja escéptica. Cuando respondo de
una forma en vez de otra a un problema como el de «68 + 57», no
puedo tener justificación a favor de una respuesta en vez de otra.

16 «Esmolor» aparece, con una grafía ligeramente distinta, en Joseph Ullian, «More
on “Grue” and Grae», The PhilosophicalReview, vol. 70 (1961), pp. 386-389.
Puesto que el escéptico que supone que quise decir cuás no puede
ser contestado, no hay ningún hecho acerca de mí que distinga entre
mi querer decir más y mi querer decir cuás. En realidad, no hay
ningún hecho acerca de mí que distinga entre mi querer decir con
«más» una función definida (que determina mis respuestas en ca­
sos nuevos) y mi no querer decir nada en absoluto.
A veces, al meditar sobre la situación, he tenido algo así como
una sensación inquietante. Aún ahora, mientras escribo, tengo la
confianza de que hay algo en mi mente •— el significado que asocio
con el signo «más»— que me instruye sobre lo que debo hacer en
todos los casos futuros. Yo no predigo lo que haré —véase la discu­
sión que sigue inmediatamente—•, sino que me instruyo a mí mis­
mo sobre lo que debo hacer para estar conforme con el significado.
(Si fuese a hacer ahora una predicción sobre mi conducta futura,
ésta tendría contenido sustantivo sólo porque preguntar si mi con­
ducta estará o no conforme con mis intenciones tiene ya sentido en
términos de las instrucciones que me doy a mí mismo). Pero cuan­
do me concentro en lo que está ahora en mi mente, ¿qué instruccio­
nes pueden encontrarse allí? ¿Cómo se puede decir que yo esté ac­
tuando sobre la base de estas instrucciones cuando actúe en el
futuro? La cantidad infinita de casos de la mesa no están en mi
mente prestos a ser consultados por mi yo futuro. Afirmar que hay
una regla general en mi mente que me dice cómo sumar en el futu­
ro es sólo desplazar el problema a otras reglas que también parecen
darse sólo en términos de una cantidad finita de casos. ¿Qué puede
haber en mi mente que sea aquello de lo que yo haga uso cuando
actúe en el futuro? Parece que la idea entera de significado se des­
vanece en el aire.
¿Podemos escapar a estas increíbles conclusiones? Permítaseme
discutir, primero, una respuesta que más de una vez he oído al con­
versar sobre este tema. Según dicha respuesta, la falacia que aqueja
al argumento de que no hay ningún hécho acerca de mí que consti­
tuya mi querer decir más reside en la asunción de que tal hecho
debe consistir en un. estado mental ocurrente. En efecto, el argu­
mento escéptico muestra que la totalidad de mi historia mental pa­
sada ocurrente podría haber sido la misma con independencia de si
quise decir más o cuás; pero todo lo que esto revela es que el hecho
de que quise decir más (en vez de cuás) ha de analizarse disposicio-
nalmente, en lugar de en términos de estados mentales ocurrentes.
Los análisis disposicionales han gozado de influencia desde la apa­
rición de El concepto de lo mental de Ryle. El propio trabajo de
Wittgenstein en su etapa posterior es, naturalmente, una de las
fuentes de inspiración de tales análisis, y puede que haya quien
piense que Wittgenstein mismo desea sugerir una solución disposi-
cional a su paradoja.
El análisis disposicional que he oído proponer es simple: querer
decir adición con «más» es tener la disposición a responder, ante la
pregunta por cualquier suma <a + y», indicando la suma de x e y (en
particular, a responder «125» cuando se es interrogado sobre
«68 + 57»). Y quérer decir cuás es tener la disposición a responder,
ante la pregunta acerca de cualesquiera argumentos, indicando la
cuuma de los dos (en particular, a responder «5» cuando se es inte­
rrogado sobre «68 + 57»). Es verdad que mis pensamientos y res­
puestas reales del pasado no sirven para distinguir entre la hipótesis
del más y la del cuás. Pero, incluso en el pasado, había hechos dis­
posicionales acerca de mí que sí sirvieron para establecer dicha dis­
tinción. Afirmar que de hecho quise decir más en el pasado es afir­
mar — ¡de acuerdo con lo que, sin duda, ocurrió!— que si se me
hubiese preguntado por «68 + 57», habría respondido «125». Por
hipótesis, no fui de hecho preguntado, pero a pesar de ello la dispo­
sición estaba presente.
En buena medida, esta réplica debe inmediatamente parecer que
está mal dirigida, que yerra el blanco. Pues el escéptico creó un
halo de perplejidad en tomo a mi justificación para responder
«125» en vez de «5» al problema de adición que se me propuso. Él
piensa que mi respuesta no es mejor que un palo de ciego. ¿Propor­
ciona algún avance la réplica sugerida? ¿Cómo justifica ella mi
elección de «125»? Lo que dice es esto: «“ 125” es la respuesta que
tú tienes disposición a dar, y (quizá añada la réplica) ésa habría sido
también tu respuesta en el pasado». Muy bien, yo sé que «125» es
la respuesta que tengo disposición a dar (¡estoy efectivamente dán­
dola!), y quizá sirve de ayuda que se me diga — como una cuestión
de hecho bruto—-que habría dado la misma respuesta en el pasado.
¿De qué modo indica nada de esto que — ahora o en el pasado—
«125» fue una respuesta justificada en términos de instrucciones
que me di a mí mismo, en vez de una mera respuesta injustificada
y arbitraria, cual salida de una caja de sorpresas? ¿Se supone que
debo justificar mi creencia presente de que quise decir adición, no
cuadición, y que por tanto debo responder «125», en términos de
una hipótesis acerca de mis disposiciones pasadas? (¿Investigo y
llevo registro de la fisiología pasada de mi cerebro?) ¿Por qué estoy
tan seguro de que es correcta una hipótesis particular de este tipo,
cuando todos mis pensamientos pasados pueden construirse bien
de modo que lo que quise decir fue más, bien de modo que lo que
quise decir fue cuás? O si no, ¿hay que entender que la hipótesis se
refiere sólo a mis disposiciones presentes, en cuyo caso daría así la
respuesta correcta por definición?
Nada hay más contrario a nuestra idea ordinaria ■ — o a la de Witt­
genstein— que la suposición de que «cualquier cosa que vaya a
parecerme correcta es correcta» (§ 258). Por el contrario, «eso sólo
significa que aquí no podemos hablar de correcto» (ibid.). Todo
candidato a ser lo que constituye el estado de mi querer decir una
función en lugar de otra mediante un signo de función debe ser tal
que, sea lo que sea lo que yo de hecho haga (o tenga disposición a
hacer), haya una única cos;a que yo debiera hacer. ¿Acaso no es la
concepción disposicional'simplemente una igualación de la actua­
ción con la corrección? Si se asume el determinismo, aun cuando
yo no me proponga denotar ninguna función número-teórica en
particular mediante el signo «*», resulta que es verdad para «*» lo
mismo que es verdad para «+», o lo es en la misma medida, a saber,
que para cualesquiera dos argumentos, m y n, hay una respuesta p
unívocamente determinada que yo daría17. (Yo escojo una al azar,
como diríamos normalmente, pero, causalmente, la respuesta está
determinada). La diferencia entre el caso de «*» y el caso de la
función «+» es que en este último, pero no en aquél, a mi respuesta
unívocamente determinada cabe propiamente llamarla «correcta» o
«equivocada»18.

17 Veremos en lo que inmediatamente sigue que, para argumentos m y n arbitraria­


mente grandes, esta aserción no es realmente verdadera ni siquiera para «+». Por eso es
por lo que digo que la aserción es verdadera para «+» y para el signo carente de signifi­
cado «*» «en la misma medida».
18 Yo podría haber introducido «*» sin querer decir nada en particular, aun cuando
la respuesta que arbitrariamente elija para «m * n» esté, debido a alguna peculiaridad de
mi estructura cerebral, unívocamente determinada independientemente del tiempo y de
otras circunstancias que concurren cuando se me hace la pregunta. Podría ocurrir, ade­
más, que yo resolviera conscientemente, una vez que he elegido una respuesta particu­
lar para «m * n», mantenerla para cualquier otro caso particular, si se repite la pregunta,
y que sin embargo yo piense, de todas maneras, que «*» no significa ninguna función
en particular. Lo que no diré es que mi respuesta particular es «correcta» o «equivoca-
Así pues, parece realmente que cualquier concepción disposi-
cional malentiende el problema escéptico — encontrar un hecho
pasado que justifique mi respuesta presente. El candidato que pro­
pone para ser un «hecho» que determina lo que yo quiero decir no
satisface la condición básica que debe cumplir todo tal candidato,
resaltada anteriormente en la p. 25, a saber, que debe decirme lo
que debo hacer en cada nuevo caso. Al final, casi todas las objecio­
nes a la concepción disposicional se reducen a ésta. Con todo, dado
que el disposicionalista ofrece un candidato para ser el hecho en
que podría consistir lo que yo quiero decir que goza de popularidad,
vale la pena examinar con más detalle algunos problemas a que su
idea se enfrenta.
Según dije, probablemente algunos hayan leído a Wittgenstein
mismo como si favoreciera un análisis disposicional. Yo creo que,
por el contrario, aunque las ideas de Wittgenstein poseen elementos
disposicionales, cualquier análisis de ese tipo es inconsistente con
la concepción de Wittgenstein19.

da» en términos del significado que asigné a «*», algo que sí diré para «+», puesto que
no hay tal significado. .
19 Russell, en The Analysis ofM in d (George Alien and Unwin, Londres, en Muir-
head Library o f Philosophy, 310 pp.) [Análisis del espíritu, Paidós, Buenos Aires,
1949], realiza ya un análisis disposicional de ciertos conceptos mentales: véase, espe­
cialmente, la Conferencia III, «Desire and Feeling», pp. 58-76. (El objeto de un deseo,
por ejemplo, es más o menos definido como aquello que, cuando se obtiene, causará el
cese de la actividad del sujeto suscitada por el deseo). El libro está explícitamente in­
fluido por el conductismo watsoniano (véanse el prefacio y el primer capítulo). Me in­
clino a conjeturar que el desarrollo filosófico de Wittgenstein estuvo considerablemente
influido por este trabajo, tanto en los aspectos en que el autor simpatiza con las ideas
conductistas y disposicionales como en los que se opone a ellas. A mi entender, en § 21
ss. de Philosophicál Remarks (Basil Blackwell, Oxford, 1975, 357 pp., traducido por
R. Hargreaves y R. White) [Observaciones filosóficas, UNAM, México, 1997], Witt­
genstein expresa su rechazo de la teoría de Russell del deseo, según esta es enunciada
en la Conferencia III de The Analysis ofM ind. La discusión de la teoría de Russell jugó,
me parece, un papel importante en el desarrollo de Wittgenstein: el problema de la re­
lación de un deseo, o de una expectativa, etc., con su objeto (la «intencionalidad») es
una de las formas importantes que adopta el problema de Wittgenstein acerca del signi­
ficado y de las reglas en las Investigaciones. Es claro que el escéptico, al proponer sus
interpretaciones extravagantes acerca de lo que quise decir previamente, puede obtener
resultados extravagantes con respecto a lo que (en el presente) satisface, o no satisface,
mis deseos o expectativas pasadas, o lo que constituye obediencia a una orden que di.
La teoría de Russell es paralela a la teoría disposicional del significado que presento en
el texto debido a que da una explicación disposicional causal del deseo. A sí como la
teoría disposicional mantiene que el valor que yo me propuse que tuviera «+» para dos
argumentos particulares, m y n, es, por definición, la respuesta que yo daría si se me
preguntara por «m + n», así también caracteriza Russell lo que yo deseé como aquello
En primer lugar, debemos enunciar el análisis disposicional sim­
ple. Él suministra un criterio que me dirá cuál es la función número
teórica (p que quiero decir mediante un símbolo de función binaria
«/», a saber: el referente (p de « /» es aquella única función binaria
(p tal que yo tengo la disposición a responder «p» si se me pregunta
acerca de «f(m, «)», donde «p» es un numeral que denota a (p (m, ri)
y «m» y «n» son numerales que denotan a números particulares
m y n. Lo que se pretende con el criterio es que podamos, a partir
de mi disposición, «leer» cuál es la función que quiero decir me­
diante un cierto símbolo de función. Los casos de adición y cuadi-
ción tratados antes serían simplemente casos especiales de dicho
esquema de definición20.
La teoría disposicional trata de evitar el problema de la finitud
de mi actuación pasada real por apelación a una disposición. Pero,
en su apelación, pasa por alto un hecho obvio: no solones finita mi
actuación real, sino que también lo es la totalidad de mis disposi-

que, si lo obtuviera, aquietaría mí actividad de «búsqueda». Creo que incluso en las


Investigaciones, igual que en las Observacionesfilosóficas (que provienen de una época
más temprana), Wittgenstein continúa rechazando la teoría disposicional de Russell
porque ésta hace que la relación entre un deseo y su objeto sea una relación «externa»
(Of, § 21), aunque en las Investigaciones, a diferencia de las Observaciones filosóficas,
Wittgenstein ya no basa su idea en la «teoría de la figura» del Tractatus. La idea de Witt­
genstein de que la relación entre el deseo (expectativa, etc.) y su objeto debe ser «inter­
na», no «extema», es paralela a conclusiones correspondientes que yo saco con respec­
to al significado, más abajo en el texto (la relación del significado y la intención con la
acción futura es. «normativa, no descriptiva», más abajo pp. 50-51). Las secciones 429-
465 discuten el problema fundamental de las Investigaciones en forma de «intenciona­
lidad». Me inclino a considerar que § 440 y § 460 se refieren oblicuamente a la teoría,
de Russell y la rechazan.
Las observaciones que hace Wittgenstein sobre ias máquinas (véanse, más abajo,
pp. 47-48 y la nota 24) expresan también un rechazo explícito de las concepciones dis­
posicional y causal del significado y de seguir una regla.
20 En realidad, es perfectamente obvio que una definición tan cruda como ésta re­
sulta inaplicable a funciones que yo pueda definir pero no pueda calcular mediante
ningún algoritmo. Si se acepta la tesis de Church, tales funciones abundan (véase el
comentario sobre las máquinas deTuring, más abajo, en la nota 24). Sin embargo, Witt­
genstein mismo no considera estas funciones cuando desarrolla su paradoja. Para sím­
bolos que denotan tales funciones tiene sentido hacerse la pregunta «¿Cuál es la función
que quiero decir mediante el símbolo?»; pero lo que no tiene sentido es la paradoja
wittgensteiniana usual (cualquier respuesta, no sólo la que doy, concuerda con la regla),
puesto que puede que yo no dé respuesta alguna en caso de que no posea ningún proce­
dimiento para calcular los valores de la función. N i tiene sentido tampoco una explica­
ción disposicional de lo que quiero decir.— Este no es el lugar de acometer tales asun­
tos: para Wittgenstein, es posible que esto esté en conexión con sus relaciones con el
finitismo y el intuicionismo.
dones. No es verdad, por ejemplo, que si se me pregunta acerca de
la suma de dos números cualesquiera, no importa lo grandes que
sean, yo vaya a dar por respuesta su suma real, pues algunos pares
de números son simplemente demasiado grandes para que mi men­
te — o mi cerebro— los capte. Cuando se me proponen tales sumas,
puede que me encoja de hombros por falta de comprensión. Puede
incluso que, si los números en cuestión son lo bastante grandes, me
muera de viejo antes de que mi interlocutor acabe de hacer su pre­
gunta. Redefínase la «cuadición» de modo que sea una función que
concuerda con la adición para todos los pares de números lo bastan­
te pequeños como para que yo tenga una disposición a sumarlos, y
que divetja de la adición de ahí en adelante (que de ahí en adelante
su valor sea, digamos, 5). Entonces, así como el escéptico propuso
previamente la hipótesis de que yo quise decir cuadición en el sen­
tido antiguo, propone ahora la hipótesis de que quise decir cuadi­
ción en el sentido nuevo. La explicación disposicional será incapaz
de refutarlo. Igual que antes, hay una cantidad infinita de candida-
tas que el escéptico puede proponer para desempeñar el papel de la
cuadición.
He oído sugerir que la dificultad surge solamente cuando se ma­
neja una noción de disposición demasiado cruda: ceteris paribus,
sin duda que responderé con la suma de dos números cualesquiera
cuando se me pregunte. Y son las nociones de disposiciones con
condición ceteris paribus incorporada, y no las nociones crudas y
literales, las que se usan de manera estándar en la filosofía y en la
ciencia. Tal vez, pero ¿cómo debemos detallar la cláusula ceteris
paribus? Quizá de un modo parecido a éste: si mi cerebro contuvie­
ra una cantidad de materia extra suficiente para captar números lo
bastante grandes, y si estuviera dotado de capacidad suficiente para
realizar una adición así de grande, y si mi vida (en estado saluda­
ble) se prolongara lo bastante, entonces dado un problema de adi­
ción concerniente a dos números grandes, m y n, yo respondería
con su suma, y no con el resultado que concordase con alguna regla
cuasiforme. ¿Pero cómo podemos tener confianza alguna en esto?
¿Cómo diablos puedo decir qué sucedería si mi cerebro contuviera
materia cerebral extra, o si mi vida se prolongara por virtud de al­
gún elixir mágico? Sin duda, tal especulación debería quedar reser­
vada a los escritores de ciencia ficción y a los futurólogos. No tene­
mos ni idea de cuáles serían los resultados de tales experimentos.
Podrían tener el efecto de que me volviese loco, o incluso de que
actuase en concordancia con una regla cuasiforme. El resultado es
obviamente indeterminado, a falta de una especificación mayor de
estos procesos mágicos expandidores de la mente; y aun con tales
especificaciones, resulta altamente especulativo. Pero, naturalmen­
te, lo que la cláusula ceteris paribus significa en realidad es algo
como lo siguiente: si, de algún modo, se me dotase de los medios
para llevar a cabo mis intenciones con respecto a números que en el
momento presente resultan demasiado grandes para que yo los
sume (o los capte), y si llevase a cabo estas intenciones, entonces si
se me preguntase acerca de «m + n», siendo m y n números gran­
des, respondería con su suma (y no con su cuuma). Semejante con­
dicional contrafáctico es aceptablemente verdadero, pero no sirve
de ayuda contra el escéptico. Presupone una noción previa: mi tener
una intención de querer decir una función en vez de otra mediante
«+». Es por virtud de un hecho de este tipo acerca de mí por lo que
es verdadero el condicional. Pero, por supuesto, el escéptico está
poniendo en tela de juicio la existencia de precisamente tal hecho.
Hay que especificar su naturaleza, si se quiere hacer frente al reto
del escéptico. Si se acepta que quiero decir adición mediante «+»,
entonces por supuesto, si yo actuase en concordancia con mis in­
tenciones, respondería, dado cualquier par de números a combinar
mediante «+», con su suma. Pero igualmente, si se acepta que quie­
ro decir cuadición, si yo actuase en concordancia con mis intencio­
nes, respondería con la cuuma de tales números. No se puede tomar
partido a favor de un condicional en vez del otro sin circularidad.
Recapitulemos brevemente: si el disposicionalista trata de de­
finir la función que yo quise decir como la función determinada
por la respuesta que tengo disposición a dar para argumentos ar­
bitrariamente grandes, entonces pasa por alto el hecho de que mis
disposiciones se extienden sólo a una cantidad finita de casos. Si
intenta apelar a mis respuestas en condiciones idealizadas que su­
peren esta finitud, tendrá éxito sólo en caso de que la idealización
incluya una especificación de que, en estas condiciones ideales,
responderé todavía en concordancia con la tabla infinita de la fun­
ción que realmente quise decir. Pero entonces la circularidad del
procedimiento resulta evidente. Las disposiciones idealizadas es­
tán determinadas sólo porque ya se ha establecido qué función
quise decir.
El disposicionalista brega bajo la amenaza de aun otra dificul­
tad, tan potente como la anterior, que fue presagiada más arriba
cuando recordé la observación de Wittgenstein de que, si «correc­
to» tiene sentido, no puede ocurrir que todo lo que me parece co­
rrecto sea (por definición) correcto. La mayoría de nosotros tene­
mos disposiciones a cometer errores21. Por ejemplo, algunas
personas, cuando se les pide que sumen ciertos números, se olvidan
de tener en cuenta «cuántas se llevan». Tienen así disposición a dar,
para tales números, una respuesta que difiere de la tabla de adición
usual. Normalmente, decimos que esas personas han cometido un
error. Eso significa que, para ellos, tanto como para nosotros, «+»
significa adición, pero que para ciertos números no tienen disposi­
ción a dar la respuesta que debieran dar, si es que han de estar en
concordancia con la tabla de la función que realmente quisieron
decir. Pero el disposicionalista no puede decir esto. Según él, la
función que alguien quiere decir ha de ser leída a partir de sus dis­

21 No obstante, en el eslogan citado y en § 202, Wittgenstein parece estar más pre­


ocupado con la cuestión «¿Tengo razón al creer que estoy aplicando todavía la misma
regla?», que con la cuestión «¿Es correcta mi aplicación de la regla?». Relativamente
pocos de nosotros — hasta donde yo sé— tenemos la disposición a dejar extrañamente
de aplicar una regla dada si la estuvimos aplicando alguna vez. Quizá haya una sustan­
cia corrosiva ya presente en mi cerebro (cuya acción se «desencadenará» si se me expo­
ne a un cierto problema de adición) que me llevará a olvidar cómo sumar. Una vez
producida la secreción de esta sustancia, podría empezar a dar respuestas extravagantes
a problemas de adición, repuestas que sean conformes a una regla cuasiforme, o que no
sean conformes a ninguna pauta discemible en absoluto. Aun si pienso que estoy si­
guiendo la misma regla, de hecho no es así.
Ahora bien, cuando asevero que yo sin lugar a dudas quiero decir adición mediante
«más», ¿estoy haciendo una predicción acerca de mi conducta futura, estoy aseverando
que no hay tal ácido corrosivo? Por poner la cuestión de modo diferente: asevero que el
significado presente que doy a «+» determina valores para cantidades arbitrariamente
grandes. No predigo que me saldrán estos valores, ni siquiera predigo que usaré nada
parecido a los «procedimientos correctos» para obtenerlos. Puede que haya ya en mí
una disposición a volverme loco, a cambiar la regla, etc., que esté a la espera de ser
desencadenada por el estímulo apropiado. No hago aserción alguna acerca de tales po­
sibilidades cuando digo que mi uso del signo «+» determina valores para todo par de
argumentos. Y mucho menos asevero que los valores que me saldrán en estas circuns­
tancias son, por definición, los valores que concuerdan con lo que se quiere decir,
Estas posibilidades, y el caso mencionado más arriba con respecto a «*», en que
tengo disposición a responder aun cuando desde el principio no sigo ninguna regla,
deben tenerse en cuenta juntamente con la posibilidad vulgar de error mencionada en el
texto principal. Nótese que, en el caso de «*», parece intuitivamente posible que yo
pudiera estar bajo la impresión de que estaba siguiendo una regla aun cuando no
estuviera siguiendo ninguna-—véase el caso análogo de la lectura, más abajo, en las
pp. 58-59, en referencia a § 166.
posiciones. No se puede presuponer de antemano cuál es la función
significada. En el caso presente, hay una cierta función única (lla­
mémosla «eskadición») cuya tabla se corresponde exactamente con
las disposiciones del sujeto, incluidas sus disposiciones a cometer
errores. (Déjese a un lado la dificultad de que las disposiciones del
sujeto son finitas: supóngase que el sujeto tiene una disposición a
responder ante cualquier par de argumentos). Por eso, mientras que
el sentido común mantiene que el sujeto quiere decir la misma fun­
ción de adición que todos los demás, sólo que sistemáticamente
comete errores de cálculo; el disposicionalista, en cambio, parece
forzado a mantener que el sujeto no comete errores de cálculo, sino
que quiere decir una función no estándar («eskadición») mediante
«+». Recuérdese que el disposicionalista mantenía que detectaría­
mos que alguien quiere decir cuás mediante «+» por vía de su dis­
posición a responder con «5» ante argumentos > 57. Del mismo
modo, el disposicionalista «detectará» que un sujeto completamen­
te normal, aunque falible, quiére decir alguna función no estándar
mediante «+».
Una vez más, la dificultad no puede superarse mediante una
cláusula ceteris paribus, mediante una cláusula que excluya el «rui­
do», ni tampoco mediante una distinción entre «competencia» y
«actuación». No cabe duda de que la disposición a dar la suma ver­
dadera en respuesta a cada problema de adición es parte de mi
«competencia», si lo que con esto queremos decir es simplemente
que tal respuesta concuerda con la regla que me propuse utilizar, o
si lo que queremos decir es que, si se eliminaran todas mis disposi­
ciones a cometer errores, daría la respuesta correcta. (De nuevo,
dejo a un lado la finitud de mi capacidad). Pero una disposición a
cometer un error es simplemente una disposición a dar una res­
puesta distinta de la que concuerda con la función que quise decir.
Presuponer este concepto en la discusión presente es, claro está,
viciosamente circular. Si quise decir adición, mi disposición real
«errónea» ha de ser ignorada; si quise decir eskadición, no debiera
serlo. Nada hay en la noción de mi «competencia», según se ha
definido, que pueda en modo alguno decirme cuál de las alternati­
vas adoptar22. Otra posibilidad sería que intentáramos especificar el
22 Para que no se m e malentienda: espero que esté claro que, al decir esto, no es que
yo mismo rechace la distinción de Chomsky entre competencia y actuación. Por el con­
trario, personalmente encuentro que los argumentos familiares a favor de la distinción
«mido» que ha de ignorarse sin presuponer una noción anterior de
cuál es la función que se quiere decir. Una sucinta experimentación
revelará la futilidad de tal empresa. Recuérdese que el sujeto posee
una disposición sistemática a olvidar tener en cuenta cuántas se
lleva en ciertas circunstancias: tiende a dar una respuesta uniforme­
mente errónea cuando está bien descansado, rodeado de un am­
biente agradable donde no hay desorden, etc. Las cosas no pueden
arreglarse a base de insistir en que el sujeto, andando el tiempo,
respondería con la respuesta correcta tras ser corregido por otros.
_________ I
(y de la noción consiguiente de regla gramatical) poseen una gran fuerza persuasiva. El
trabajo presente tiene el propósito de exponer mi modo de entender la posición de Witt­
genstein, no la mía propia; pero ciertamente no es mi intención aseverar, ejerciendo de
exégeta, que Wittgenstein mismo rechazaría la distinción. Lo que es importante aquí es
que la noción de «competencia» no es, ella misma, una noción disposicional. Es norma­
tiva, no descriptiva, en el sentido explicado en el texto.
La cuestión es que nuestra comprensión de la noción de «competencia» es depen­
diente de nuestra comprensión de la idea de «seguir una regla», según se arguye en el
debate de arriba. Wittgenstein rechazaría la idea de que la «competencia» pueda definir­
se en términos de un modelo disposicional o mecánico idealizado, y usarse sin circula­
ridad para explicar la noción de seguir una regla. Sólo después de haber resuelto el
problema escéptico acerca de las reglas podemos entonces definir la «competencia» en
términos de seguimiento de reglas. A pesar de que las nociones de «competencia» y
«actuación» varían (al menos) de un autor a otro, no veo ninguna razón por la que los
lingüistas tengan que asumir que la «competencia» se define antes que el seguimiento
de reglas. Aunque las observaciones que hago en el texto advierten contra el uso de la
noción de «competencia» como solución a nuestro problema, no son de ningún modo
argumentos contra la noción misma.
D e todas formas, dada la naturaleza escéptica de la solución de Wittgenstein a su
problema (según esta solución es explicada más abajo), es claro que, si se acepta el
punto de vista de Wittgenstein, la noción de «competencia» se verá a una luz radical­
mente distinta de la que implícitamente ilumina a mucha de la bibliografía en lingüísti­
ca. Pues si los enunciados que atribuyen seguimiento de reglas no han de considerarse
como enunciando hechos, ni tampoco se les ha de ver como explicando nuestra conduc­
ta (véase, abajo, la sección 3), parecería que el uso que se hace en lingüística de las
ideas de reglas y de competencia necesita una reconsideración seria, si es qué estas
nociones no quedan «desprovistas de sentido». (Dependiendo del punto de vista de cada
cual, podría considerarse que la tensión que aquí se revela entre la lingüística moderna
y la crítica escéptica de Wittgenstein arroja dudas sobre la lingüística, o sobre la crítica
escéptica de Wittgenstein, o sobre ambas). Estas cuestiones surgirían aun si, como ocu­
rre a lo largo del texto presente, nos ocupamos de reglas, como la adición, que están
enunciadas explícitamente. N os vemos a nosotros mismos como captando consciente­
mente estas reglas; en ausencia de los argumentos escépticos de Wittgenstein, no en­
contraríamos ningún problema en la asunción de que cada respuesta particular que pro­
ducimos se justifica por nuestra «captación» de las reglas. Los problemas se exacerban
si, como ocurre en lingüística, se piensa que las reglas son tácitas, que tienen que ser
reconstruidas por el científico y ser inferidas a modo de explicación de la conducta.
El asunto merece discusión extensa en otro lugar (véanse también, abajo, pp. 108-111
y la nota 77).
En primer lugar, hay sujetos ineducables que continuarán en su
error aun después de corrección persistente. En segundo, ¿qué se
quiere decir mediante «corrección por otros»? Si lo que esto signi­
fica es rechazo por parte de otros de respuestas «equivocadas» (res­
puestas que no concuerdan con la regla que el hablante quiere de­
cir) y sugerencia de la respuesta correcta (la respuesta que sí
concuerda), entonces de nuevo la explicación es circular. Si se ad­
mite que hay intervención aleatoria (esto es, que puede que las «co­
rrecciones» sean arbitrarias, con independencia de si son «correc­
tas» o «equivocadas»), entonces, aunque sea posible inducir a los
sujetos educables a que corrijan sus respuestas equivocadas, será
igualmente posible inducir a los sujetos sugestionables a que reem­
placen sus respuestas correctas por otras erróneas. Por tanto, el
enunciado disposicional enmendado no proporcionará ningún cri­
terio para determinar cuál es la función que realmente se quiere
decir.
La teoría disposicional, según la he enunciado, asume que la
función que quise decir viene determinada por mis disposiciones a
calcular sus valores en casos particulares. De hecho, esto no es así.
Dado que las disposiciones cubren sólo un segmento finito de la
función total y dado que puede que se desvíen de los valores verda­
deros de la función, dos individuos podrían concordar en sus cálcu­
los en casos particulares, aun a pesar de estar en realidad calculan­
do funciones diferentes. Por tanto, la idea disposicional no es
correcta.
A veces, en debates sobre el tema, he oído expuesta una variante
de la concepción disposicional. El argumento es el siguiente: el
escéptico arguye, en esencia, que soy libre de dar cualquier res­
puesta nueva a un cierto problema de adición, ya que siempre pue­
do interpretar mis intenciones previas apropiadamente. ¿Pero cómo
puede ser esto? Dummett formula la objeción así: «Una máquina
puede seguir esta regla; ¿de dónde obtiene un ser humano, en este
asunto, una libertad de opción de la que carece una máquina?»23. La
objeción es realmente una forma de la concepción disposicional,

23 M. A. E. Dummett, «Wittgenstein’s Philosophy o f Mathematics», The Philoso-


phical Review, vol. 68 (1959), pp. 324-348, véase p. 331; reimpreso en George Pitcher
(ed.), Wittgenstein: The Philosophical Investigations (Macmillan, 1966, pp. 420-447),
véase p. 428. No hay por qué considerar necesariamente que la objeción citada exprese
las últimas ideas del propio Dummett con respecto a este asunto.
pues ésta puede verse como si interpretara a los seres humanos
como máquinas cuyo funcionamiento arroja mecánicamente el re­
sultado correcto.
Podemos interpretar al objetor como si arguyera que la regla
puede estar incorporada en una máquina que calcula la función
relevante. Si construyo una máquina así, simplemente producirá el
resultado correcto, en cualquier caso particular, para cualquier pro­
blema particular de adición. La respuesta que la máquina daría es,
entonces, la respuesta que yo me propuse dar.
El término «máqjuina» es aquí ambiguo, como a menudo lo es en
otras regiones de la filosofía. Pocos de nosotros estamos en posi­
ción de construir una máquina o diseñar un programa que incorpo­
re nuestras intenciones; y si un técnico realiza la tarea por mí, el
escéptico puede legítimamente preguntar si el técnico ha realizado
su tarea correctamente. Supóngase, no obstante, que tengo la fortu­
na de ser un consumado experto, en posesión de la destreza técnica
requerida para incorporar mis propias intenciones en una máquina
de calcular, y que enuncio que la máquina es de autoridad definiti­
va con respecto a mis intenciones. Ahora bien, la palabra «máqui­
na» puede referirse aquí a una cualquiera de varias cosas. Puede
que se refiera a un programa de máquina que yo diseño, que incor­
pore mis intenciones con relación al funcionamiento de la máquina.
De ser así, surgen exactamente los mismos problemas para el pro­
grama que para el símbolo original «+>>: el escéptico puede fingir
creer que también el programa debe ser interpretado de una manera
cuasiforme. Nada se adelanta con aducir que un programa no es
algo que yo escribí en papel, sino un objeto matemático abstracto.
El problema simplemente adopta entonces la forma de esta pregun­
ta: ¿qué programa (en el sentido de objeto matemático abstracto)
corresponde al «programa» que yo he escrito en papel (en concor­
dancia con el modo en que lo diseñé)? («Máquina» a menudo pare­
ce significar un programa en uno de estos sentidos: a una «máqui­
na» de Turing, por ejemplo, sería mejor llamarla un «programa de
Turing»). Por último, empero, yo podría construir una máquina
concreta, hecha de metal y engranajes (o de transistores y cables),
y declarar que incorpora la función a la que me refiero mediante
«+»: los valores que ella da son los valores de la función a la que
me refiero. Sin embargo, esto suscita varios problemas. Primero,
aun si digo que la máquina incorpora la función en este sentido,
debo hacerlo en términos de instrucciones («lenguaje» de máquina,
mecanismos de codificación) que me indiquen cómo interpretar a
la máquina. Además, debo declarar explícitamente que la función
toma siempre los valores que son dados por la máquina, en concor­
dancia con el código elegido. Pero entonces el escéptico es libre de
interpretar todas estas instrucciones de una manera no estándar, de
una manera «cuasiforme». Aun si dejamos de lado este problema,
hay todavía otros dos (aquí es donde entra en juego la discusión
previa sobre la concepción disposicional). No puedo realmente in­
sistir en que los valores de la función son dados por la máquina. En
primer lugar, la máquina es un objeto finito, que acepta sólo una
cantidad finita de números de entrada y arroja sólo una cantidad
finita de números de salida (otros números son simplemente dema­
siado grandes). Hay una cantidad indefinida de programas que ex­
tienden la conducta finita real de la máquina. Por lo común, esto se
pasa por alto porque el diseñador de la máquina se propuso que la
máquina satisficiese sólo un programa, pero en el contexto presen­
te semejante aproximación a las intenciones del diseñador simple­
mente da margen al escéptico para que interprete de manera no es­
tándar. (En realidad, la apelación al programa del diseñador hace
que sea superflua la máquina física; sólo el programa es verdadera­
mente relevante. La máquina, tomada como objeto físico, sirve de
algo sólo si la función propuesta puede de alguna manera leerse a
partir del solo objeto físico). En segundo lugar, es muy poco proba­
ble en la práctica que yo me proponga realmente confiar los valores
de una función a la operación de una máquina física, ni siquiera
para aquella porción finita de la función para la que la máquina
puede operar. Las máquinas reales pueden funcionar mal\ si se fun­
den los cables o patinan los engranajes, puede que den la respuesta
equivocada. ¿Cómo se determina cuándo ocurre un mal funciona­
miento? Por referencia al programa de la máquina, según lo propu­
so su diseñador, no simplemente por referencia a la máquina mis­
ma. Dependiendo de cuál sea el propósito del diseñador, cualquier
fenómeno particular puede contar o no como un «mal funciona­
miento» de la máquina. Un programador que tuviera las intencio­
nes apropiadas podría incluso haberse propuesto aprovechar el he­
cho de que los cables se funden o los engranajes patinan, de modo
que lo que para mí es una máquina que «funciona mal» para él es
una que se comporta perfectamente. Que una máquina alguna vez
funcione mal y, de ser así, cuándo ocurre tal cosa, no es una propie­
dad de la máquina misma en tanto que objeto físico, sino que está
bien definido sólo en términos de su programa, según ha sido esti­
pulado por su diseñador. Dado el programa, el objeto físico es, una
vez más, superfluo para el propósito de determinar cuál es la fun­
ción significada. Por tanto, igual que antes, el escéptico puede con­
centrar sus objeciones en el programa. Las dos últimas críticas al
uso de la máquina física como medio para escapar del escepticismo
— su finitud y la posibilidad de mal funcionamiento— son obvia­
mente paralelas |a dos objeciones correspondientes contra la con­
cepción disposicional24.

24 Wittgenstein debate explícitamente acerca de máquinas en §§ 193-195. Véase


el debate paralelo en Observaciones sobre los fundamentos de la matemática, parte I,
§§ 118-130, especialmente §§ 119-126; véanse allí también, por ejemplo, II [III], § 87,
y III (TV), §§ 48-49. Las críticas del presente texto al análisis disposicional y al liso de
máquinas para resolver el problema se inspiran en estas secciones. En particular, el
propio Wittgenstein traza la distinción entre la máquina como programa abstracto («der
Maschine, ais Symbol», § 193) y la máquina física real, que puede averiarse [«¿olvida­
mos la posibilidad de que se doblen, se fracturen, se fundan, y así sucesivamente?»
(§193)]. La teoría disposicional concibe al sujeto mismo como un tipo de máquina cu­
yas acciones potenciales incorporan la función. Por eso, en este sentido, la teoría dispo­
sicional y la idea de la máquina-como-incorporando-a-la-función son realmente una
sola cosa. La actitud de Wittgenstein hacia ambas es la misma: confunden la «dureza de
una regla» con la «dureza de un material» [Ofm, II (III), § 87]. Según mi interpretación,
entonces, Wittgenstein está de acuerdo con su interlocutor (§ 194 y § 195) en que el
sentido en el que todos los valores de la función* están ya presentes no es simplemente
causal; aunque no está de acuerdo con la idea de que el uso futuro esté ya presente de
alguna manera no-causal misteriosa. , _
Aunque en lo escrito arriba, por mor de seguir a Wittgenstein, he subrayado la dis­
tinción entre máquinas físicas concretas y sus programas abstractos, podría ser instruc­
tivo observar qué eS lo que resulta cuando se idealiza la limitación de las máquinas,
como sucede en la teoría de autómatas moderna. Un autómata finito, según se define
usualmente, tiene sólo una cantidad finita de estados, recibe sólo una cantidad finita de
elementos de entrada distintos y arroja sólo una cantidad finita de elementos de salida,
pero está idealizado en dos respectos: no tiene problemas de mal funcionamiento y su
tiempo de vida (sin que se estropeen o se desgasten sus piezas) es infinito. Una máquina
semejante puede, en un sentido, realizar cálculos sobre números enteros arbitrariamen­
te grandes. Si está provista de notaciones para los dígitos sencillos del cero al nueve,
ambos incluidos, puede recibir a modo de entradas números enteros positivos arbitraria­
mente grandes simplemente con que se le den sus dígitos de uno en uno. (Nosotros no
podemos hacer esto, pues nuestro tiempo de vida efectiva es finito y necesitamos un
tiempo mínimo para comprender cualquier dígito sencillo). Un autómata semejante
puede sumar de acuerdo con el algoritmo usual en la notación decimal (a la máquina so
le debe alimentar con los dígitos para los números que se estén sumando empezando
por los últimos dígitos de ambos sumandos y yendo hacia atrás, como en el algoritmo
usual). Sin embargo, se puede probar que, en la misma notación decimal ordinaria, esa
máquina no puede multiplicar. Cualquier función calculada por esa máquina que so
La enseñanza obtenida en el debate presente acerca de la con­
cepción disposicional puede ser relevante para otras áreas que sus­
citan el interés de los filósofos, más allá del punto que nos ocupa
directamente. Supóngase que quiero decir adición mediante «+».
¿Cuál es la relación de esta suposición con la cuestión de cuál será
mi respuesta al problema de «68 + 57»? El disposicionalista da una
explicación descriptiva de esta relación: si «+» quería decir adi­
ción, entonces responderé «125». Pero ésta no es la explicación

pretenda que sea la multiplicación exhibirá, para argumentos suficientemente grandes,


propiedades «cuasiformes» (o más bien, «cuoriformes»). Aun si estuviéramos ideali­
zados al modo de los autómatas finitos, una teoría disposicional arrojaría resultados
inaceptables.
Supóngase que idealizáramos todavía más y consideráramos una máquina de Turing
que dispone de una cinta que es infinita en ambas direcciones. Esa máquina posee una
amplitud infinita en todo momento, además de un tiempo infinito de vida sin mal fun­
cionamiento. Las máquinas de Turing pueden multiplicar correctamente, pero es bien
sabido que incluso aquí hay muchas Sanciones que podemos definir explícitamente y
que no pueden ser calculadas por tales máquinas. Una teoría disposicional cruda nos
atribuiría una interpretación no estándar (o ninguna interpretación en absoluto) para
cualquier función de ese tipo (véase, más arriba, la nota 20).
He notado que la teoría disposicional cruda y la idea de la función-como-incorpo-
rada-en-una-máquina aparecen frecuentemente cuando se debate la paradoja de Witt­
genstein. Por esta razón, y debido a su estrecha relación con el texto de Wittgenstein, es
por lo que he expuesto tales teorías, a pesar de que a veces me he preguntado si la dis­
cusión en tomo a ellas no será excesivamente larga. Por otro lado, he resistido la tenta­
ción de discutir el «funcionalismo» explícitamente, aun cuando varias de sus formas
han resultado tan atractivas a tantos de los mejores autores recientes que casi se ha
convertido en la filosofía de la mente comúnmente aceptada en los Estados Unidos. En
especial, he tenido miedo de que algunos lectores del debate que aparece en el texto
vayan a pensar que el «funcionalismo» es precisamente el modo en que se debe modi­
ficar la teoría disposicional cruda para hacer frente a sus críticas (especialmente, a aque­
llas que se basan en la circularidad de las cláusulas ceteris paribus). (Informo, no obs­
tante, de que hasta ahora no me he encontrado con reacciones de este tipo en la práctica).
N o puedo discutir aquí el funcionalismo en profundidad sin desviarme del punto prin­
cipal. Pero ofrezco una breve pista. A los funcionalistas les gusta comparar los estados
psicológicos con los estados abstractos de una máquina (de Turing), aunque algunos se
dan cuenta de que la comparación tiene ciertas limitaciones. Todos consideran la psico­
logía como algo dado por un conjunto de conexiones causales, análogo al funciona­
miento causal de una máquina. Pero entonces las observaciones hechas en el texto sir­
ven también aquí: cualquier objeto físico concreto puede verse como una realización
imperfecta de muchos programas de máquina. Si tomamos a un organismo humano
como un objeto concreto, ¿qué es lo que nos dice cuál es el programa que se debería
suponer que está instanciando? En particular, ¿calcula «más» o «cuás»? Si se entienden
las observaciones sobre las máquinas hechas en mi texto (y en el de Wittgenstein), creo
que se hará patente que, por lo que respecta al problema presente, Wittgenstein consi­
deraría que sus observaciones sobre las máquinas son igualmente aplicables al «funcio­
nalismo».
Espero ampliar estas observaciones en otra parte.
apropiada de la relación, que es normativa, no descriptiva. El punto
no es que, si quise decir adición mediante «+», responderá «125»,
sino que, si me propongo concordar con mi significado pasado de
«+», debo responder «125». El error al calcular, la finitud de mi
capacidad y demás factores de perturbación pueden hacer que yo
no tenga disposición a responder como debiera, pero si es así, no
habré actuado en concordancia con mis intenciones. La relación del
significado y la intención con la acción futura es normativa, no
descriptiva.
Al inicio de nuestro debate del análisis disposicional, sugerimos
que poseía un cierto aire de ¿relevancia con relación a un aspecto
importante del problema escéptico—que el hecho de que el escéptico
pueda mantener la hipótesis de que quise decir cuás muestra que no
tuve justificación al responder «125» en vez de «5». ¿Cómo, siquiera
en apariencia, aborda este problema el análisis disposicional? Nues­
tra conclusión del párrafo anterior muestra que, en algún sentido,
después de indicar un número de críticas más específicas a la teoría
disposicional, hemos vuelto, en un círculo completo, a nuestra intui­
ción original. Precisamente el hecho de que nuestra respuesta a la
pregunta de cuál es la función que quise decir sea justificativa de mi
contestación presente es lo que queda ignorado por la explicación
disposicional y da lugar a todas sus dificultades.
Abandonaré la idea disposicional. Quizá ya me haya recreado
excesivamente en su crítica. Repudiemos brevemente otra sugeren­
cia. Que nadie sugiera —bajo la influencia de un exceso de filoso­
fía de la ciencia— que la hipótesis de que quise decir más ha de
preferirse por ser la hipótesis más simple. No voy a argüir aquí que
la simplicidad es relativa, ni que es difícil de definir, ni que un mar­
ciano podría encontrar más simple la función cuás que la función
más. Tales réplicas puede que tengan mérito considerable, pero la
dificultad real que aqueja a la apelación a la simplicidad es más
básica. Dicha apelación debe estar basada en una mala compren­
sión, bien del problema escéptico, bien del papel que juegan las
consideraciones de simplicidad, o bien de ambos. Recuérdese que
el problema escéptico no era meramente epistémico. El escéptico
arguye que no hay ningún hecho constitutivo de lo que quise decir,
ya sea más o cuás. Las consideraciones de simplicidad nos pueden
ayudar a decidir entre hipótesis en pugna, pero obviamente no pue­
den nunca decirnos cuáles son las hipótesis en pugna. Si no enten­
demos lo que dos hipótesis enuncian, ¿qué significa decir que una
es «más probable» porque es «más simple»? Si las dos hipótesis en
pugna no son hipótesis genuinas, no son aserciones de genuinas
cuestiones de hecho, ninguna consideración de «simplicidad» hará
que lo sean.
Supóngase que hay dos hipótesis en conflicto acerca de los elec­
trones, ambas confirmadas por los datos experimentales. Si nuestra
propia concepción de los enunciados acerca de los electrones es
«realista» y no «instrumentalista», consideraremos que estas aser­
ciones hacen aserciones fácticas acerca de alguna «realidad» acerca
de los electrones. Dios, o algún ser apropiado que pudiera «ver»
directamente los hechos acerca de los electrones, no necesitaría de
la evidencia experimental ni de consideraciones de simplicidad
para decidir entre hipótesis. Nosotros, que carecemos de tales capa­
cidades, hemos de basamos en la evidencia indirecta, a partir de los
efectos de los electrones sobre el comportamiento de objetos gran­
des, para decidir entre las hipótesis. Si dos hipótesis en pugna son
indistinguibles en lo que respecta a sus efectos sobre objetos grandes,
entonces nosotros hemos de recurrir a consideraciones de simplici­
dad para decidir entre ellas. Un ser ■
—no nosotros— que pudiera «ver
directamente» los hechos acerca de los electrones no necesitaría
invocar consideraciones de simplicidad, ni basarse en la evidencia
indirecta para decidir entre las hipótesis; «percibiría directamente»
los hechos relevantes que hacen verdadera una de las hipótesis en
vez de la otra. Decir esto es simplemente repetir, en terminología
colorista, la aserción de que las dos hipótesis enuncian cuestiones
de hecho genuinamente diferentes.
Ahora bien, el escéptico de Wittgenstein arguye que no sabe de
ningún hecho acerca de un individuo que pudiera constituir su esta­
do de querer decir más en vez de cuás. Contra esta afirmación son
irrelevantes las consideraciones de simplicidad. Éstas habrían sido
relevantes contra un escéptico que arguyese que el carácter indirec­
to de nuestro acceso a los hechos de significado y de intención nos
impide por siempre conocer si queremos decir más o cuás. Pero tal
escepticismo meramente epistemológico no es el que está en cues­
tión. El escéptico no arguye que nuestras propias limitaciones de
acceso a los hechos nos impidan conocer algo oculto. Afirma que
ni siquiera un ser omnisciente, con acceso a todos los hechos dispo­
nibles, encontraría hecho alguno que distinga entre las hipótesis de
más y de cuás. A un ser omnisciente semejante no le serían ni nece­
sarias ni útiles las consideraciones de simplicidad25.
La idea de que no tenemos acceso «directo» a los hechos de si que­
remos decir más o cuás es extravagante en cualquier caso. ¿Es que no
sé, directamente y con un aceptable grado de certeza, que quiero decir
más? Recuérdese que un hecho constitutivo de lo que ahora quiero
decir se supone que justifica mis acciones futuras, las hace inevita­
bles si quiero usar las palabras con el mismo significado con que
las usé anteriormente. Este fue el requisito fundamental que impu­
simos a un hecho constitutivo de lo que quise decir. Ningún estado
«hipotético» podría-satisfacer tal requisito: si sólo puedo formar
hipótesis acerca de si lo que ahora quiero decir es más o cuás, si la
verdad con respecto a este asunto yace enterrada en lo profundo de
mi inconsciente y sólo puede postularse a modo de hipótesis provi­

25 Hay otro uso de «simplicidad», distinto de aquel mediante el que evaluamos


teorías en pugna, que se sugeriría por sí mismo con relación al debate de las máquinas
mantenido más arriba. A llí señalé que una máquina física concreta, considerada como
uu objeto sin referencia a un diseñador, puede (aproximadamente) instanciar un número
cualquiera de programas que- extiendan (aproximadamente, tolerando algún «mal fun­
cionamiento») su conducta finita real. Si la máquina física no se diseñó, sino que, por
así decir, «cayó del cielo», no puede haber hecho alguno acerca de cuál es el programa
que «realmente» instancia y, por tanto, tampoco puede haber «la hipótesis más simple»
acerca de este hecho no existente.
No obstante, dada una máquina física, sería posible preguntarse cuál es el programa
más simple al que se aproxima. Para dar respuesta, habría que encontrar una medida de
simplicidad de programas, y una medida de compensación entre la simplicidad del pro­
grama y el grado en que la máquina concreta no se conforma al mismo (funciona mal),
y así sucesivamente. Yo, que no soy un experto, ni siquiera un aficionado, no tengo
constancia de que este problema haya sido considerado por los informáticos teóricos.
Lo haya sido o no, la intuición sugiere que algún partido se podría sacar de él, aunque
no serla cosa trivial encontrar medidas de simplicidad que den resultados intuitivamen­
te satisfactorios.
Dudo de que nada de esto arrojase luz sobre la paradoja escéptica de Wittgenstein.
Se podría intentar, por ejemplo, definir la función que quise decir como aquella que, de
acuerdo con la medida de simplicidad, sigue el programa más simple aproximadamente
compatible con mi estructura física. Supongamos que los fisiólogos del cerebro encon­
traran — para su sorpresa— que en realidad tal medida de simplicidad nos conduce a un
programa que calcula como función «+», no la adición, sino otra función distinta.
¿Mostraría esto que no quise decir adición mediante «+»? Y, sin embargo, a falta de un
conocimiento detallado del cerebro (y de la hipotética medida de simplicidad), el des­
cubrimiento fisiológico en cuestión no es en absoluto inconcebible. La relación que el
aspecto justificativo del problema escéptico guarda con cualquier medida de simplici­
dad semejante es aun más obviamente remota. N o justifico m i elección de «125» en vez
de «5» como respuesta a «68 + 57» por el procedimiento de citar una hipotética medida
de simplicidad del tipo mencionado. (Espero extenderme más sobre esto en el proyec­
tado trabajo sobre el funcionalismo al que me referí más arriba, en la nota 24).
sional, entonces en el futuro sólo podré proceder de manera dubita­
tiva e hipotética, conjeturando que probablemente deba responder
a «68 + 57» con «125» en lugar de con «5». Obviamente, ésta no es
una caracterización acertada de la cuestión. Puede que haya algu­
nos hechos acerca de mí con respecto a los cuales mi acceso sea
indirecto y me sea preciso formar hipótesis provisionales; ¡pero, sin
duda, el hecho constitutivo de lo que quiero decir mediante «más»
no es uno de ellos! Afirmar que lo es, es ya dar un gran paso en
dirección al escepticismo. Recuérdese que yo calculo «68 + 57» del
modo como lo hago inmediatamente y sin dudar, y el significado
que asigno a «+» se supone que justifica este proceder. Lo que no
hago es formar hipótesis provisionales y pregúntam e qué es lo que
debería hacer si una u otra hipótesis fuese verdadera,
La referencia, en nuestra exposición, a lo que un ser omniscien­
te podría conocer o conocería es meramente un recurso dramático.
Cuando el escéptico niega que ni siquiera Dios, que conoce todos
los hechos, podría conocer si quise decir más o cuás, está simple­
mente expresando de modo colorista su negación de que haya he­
cho alguno constitutivo de lo que quise decir. Si nos desprendemos
de la metáfora, tal vez quedemos en mejor situación. Puede que, tal
vez, la metáfora nos seduzca en dirección al escepticismo al ani­
mamos a buscar una reducción de las nociones de significado e
intención a otra cosa. ¿Por qué no argüir que «querer decir adición
mediante “más”» denota una experiencia irreducible, con su propio
quale especial, que cada uno de nosotros conoce directamente por
introspección? (Dolores de cabeza, picores, nauseas, son ejemplos
de estados internos con tales qualia)26. Quizá el «paso decisivo en
el juego de prestidigitación» sobreviene cuando el escéptico hace
notar que yo he realizado sólo una cantidad finita de adiciones y me
reta, a la luz de este hecho, a aducir algún hecho que «muestre» que
no quise decir cuás. Si parece que soy incapaz de replicar, quizá sea
precisamente porque la experiencia de querer decir adición me­
diante «más» es tan única e irreducible como lo es la de ver el
amarillo o sentir un dolor de cabeza; mientras que el reto del escép­
tico me invita a buscar otro hecho o experiencia a la cual aquélla
pueda reducirse.

26 Es bien sabido que este tipo de concepción es característico de la filosofía de


Hume. Véase, más abajo, la nota 51.
Me he referido a una experiencia inirospectable porque, puesto
que cada uno de nosotros sabe inmediatamente y con aceptable cer­
teza que quiere decir adición mediante «más», presumiblemente la
concepción en cuestión asume que sabemos esto del mismo modo
como sabemos que tenemos dolores de cabeza: prestando atención
al carácter «cualitativo» de nuestras propias experiencias. Presumi­
blemente la experiencia de querer decir adición posee su propia
cualidad irreducible, igual que la posee la de sentir un dolor de ca­
beza. El hecho de que quiero decir adición mediante «más» ha de
identificarse con mi posesión de una experiencia de esta cualidad.
Una vez más, como en el caso de la concepción disposicional, la
teoría que se nos ofrece parece errar el blanco considerada como
respuesta al reto original del escéptico. El escéptico quería saber
por qué estaba yo tan seguro de que debo decir «125», cuando se
me pregunta acerca de «68 + 57». Nunca había pensado antes en
esta adición particular: ¿acaso una interpretación del signo «+»
como cuás no es compatible con todo lo que pensé? Bien, suponga­
mos que yo siento de hecho un cierto dolor de cabeza con una cua­
lidad muy especial siempre que pienso en el signo «+». ¿Cómo
diablos me ayudaría este dolor de cabeza a resolver si debo respon­
der «125» o «5» cuando se me pregunta acerca de «68 + 57»? Si
pienso que el dolor de cabeza indica que debo decir «125», ¿habría
algo acerca de tal dolor que refutase la tesis del escéptico de que,
por el contrario, ese dolor indica que debo decir «5»? La idea de
que cada uno de mis estados internos —incluyendo, presumible­
mente, el de querer decir lo que quiero decir mediante «más»— po­
see su cualidad discemible especial, como sucede con un dolor de
cabeza, un picor, o la experiencia de una postimagen azul, es sin
duda una de las piedras angulares del empirismo clásico. Puede que
sea una piedra angular, pero resulta muy difícil ver de qué manera
el supuesto quede introspectable podría ser relevante para el proble­
ma que nos ocupa.
Observaciones similares se aplican incluso en aquellos casos
donde la concepción empirista clásica podría parecer que tiene una
plausibilidad mayor. Esta concepción sugería que la asociación de
una imagen con una palabra (paradigmáticamente, una palabra de
algo visual) determinaba su significado. Por ejemplo (§ 139), cada
vez que oigo o digo la palabra «cubo» me viene a la mente im dibu­
jo de un cubo. Debiera ser obvio que no tiene por qué suceder tal
cosa. Muchos de nosotros usamos palabras como «cubo» sin que
nos venga a la mente ningún dibujo o imagen. Supongamos, sin
embargo, por el momento, que viene a la mente uno de ellos. «¿En
qué sentido puede esta figura ajustarse o no ajustarse a un uso de la
palabra “cubo”?-—Tal vez digas: “Es muy sencillo;— si me viene a
la mente esa figura y señalo un prisma triangular, por ejemplo, y
digo que es un cubo, entonces este uso de la palabra no se ajusta a
la figura”. ¿Pero de verdad no se ajusta? He escogido a propósito el
ejemplo para que sea muy fácil imaginar un método de proyección
de acuerdo con el cual la figura sí se ajusta, después de todo. La
figura del cubo sí que nos sugirió realmente un cierto uso, pero fue
posible que yo la usara de modo diferente». El escéptico podría
sugerir que la imagen* se use de formas no estándar. «Suponga­
mos, empero, que lo que nos viene a la mente no es sólo la figura
del cubo sino también el método de proyección ■ —-¿cómo he de
imaginar esto? Tal vez vea ante mí un esquema que muestra el mé­
todo de proyección: por ejemplo, una figura de dos cubos conecta­
dos por líneas de proyección.— ¿Pero adelanto realmente algo con
esto? ¿Acaso no puedo ahora también imaginar aplicaciones dife­
rentes de este esquema?» (§ 141). De nuevo, una regla para inter­
pretar una regla. Ninguna impresión interna, con un quale, podría
en modo alguno decirme por sí misma cómo ha de aplicarse en
casos futuros. Ni valdría tampoco ningún cúmulo de tales impresio­
nes, concebidas como reglas para interpretar reglas27. La respuesta
al problema del escéptico, «¿Qué es lo que me dice cómo he de
aplicar una regla dada en un caso nuevo?», debe provenir de algo
que no sea una imagen o un estado mental «cualitativo». Esto resul­
ta obvio en el caso de «más» — está suficientemente'claro que nin­
gún estado interno como un dolor de cabeza, un picor, una imagen,

* N. del. T.: Kripke utiliza aquí los términos «imagen» («image») y «figura» («p ie-
ture») de modo puramente intercambiable, como sinónimos a todos los efectos, a pesar
de ser términos «técnicos» en principio no sinónimos dentro de la filosofía de Wittgens­
tein. En el p o st scriptum Kripke declara explícitamente que no entiende del todo el
contraste que Wittgenstein pretende establecer entre imagen ( Vorstellung) y figura
(Bild) (véase, más abajo, p. 148). De ahí que Kripke, en este párrafo en el que está ha­
blando de imágenes, al citar pasajes de las Investigaciones que ilustran su tesis, recurra
a textos en los que Wittgenstein habla específicamente de figuras, no de imágenes. En
el contexto presente, repito, debe entenderse que, desde el punto de vista de la exposi­
ción de Kripke, imagen y figura son lo mismo.
27 En las observaciones de más arriba, p. 34, sobre el uso de una imagen de verde,
o incluso de una muestra física de verde, se mantiene esto mismo.
podría desempeñar la tarea. (Es obvio que no tengo en mi mente
una imagen de la tabla infinita de la función «más». Alguna imagen
como ésa sería la única candidata con plausibilidad siquiera super­
ficial para ser el mecanismo que me dice cómo aplicar «más»).
Puede que resulte menos obvio en otros casos, como el de «cubo»,
pero de hecho es igualmente verdadero también en tales casos.
Por tanto: si hubiera una experiencia especial de «querer decir»
adición mediante «más», análoga a un dolor de cabeza, no tendría las
propiedades que un estado de querer decir adición mediante «más»
debería tener —no me diría qué es lo que tengo que hacer en casos
nuevos. De hecho; no obstante, Wittgenstein se extiende en argüir,
además, que la supuesta experiencia especial única de querer decir
(adición mediante ‘más’, etc.) no existe. Su investigación, aquí, es
introspectiva, diseñada para mostrar que la supuesta experiencia úni­
ca es una quimera. De todas las réplicas al escéptico que Wittgenstein
combate, la concepción de que querer decir es una experiencia in-
trospectable es probablemente la más natural y fundamental. Pero,
pensando en la audiencia del momento presente, no me he ocupado
de ella ni en primer lugar ni con gran detenimiento, pues, aunque la
concepción humeana de que hay una «impresión» irreducible en co­
rrespondencia con cada estado o acaecimiento psicológico ha tenta­
do a muchos en el pasado, tienta hoy relativamente a pocos. De he­
cho, si en el pasado se asumía de una manera demasiado fácil y
simplista, en el momento actual su fuerza probablemente se percibe
en grado demasiado escaso, al menos ésa es mi opinión personal.
Hay diversas razones por lo que esto es así. Una es que, en este caso,
la crítica de Wittgenstein a las concepciones alternativas a la suya ha
sido relativamente bien recibida y absorbida. Y autores que guardan
relación con él •— como Ryle— han reforzado la crítica contra las
concepciones cartesiana y humeana. Otra razón ■ — que no resulta
atractiva a quien esto escribe— ha sido la popularidad de las concep­
ciones materialistas-conductistas, que ignoran por completo el pro­
blema de las cualidades sentidas de los estados mentales; o al menos,
que intentan analizar, y así eliminar, todos esos estados en términos
que, en líneas generales, son conductistas28.

28 Aunque hay sentidos clásicos claros de conductismo según los cuales filosofías
de la mente actuales tales como el «funcionalismo» no son conductistas, de todas ma­
neras, personalmente encuentro que gran parte del «funcionalismo» contemporáneo
(especialmente aquellas versiones que tratan de dar análisis «funcionales» de términos
Es importante repetir en este momento lo que he dicho más arri­
ba: Wittgenstein no basa sus consideraciones en ninguna premisa
conductista que descarte lo «interno». Por el contrario, gran parte
de su argumentación consiste en hacer consideraciones introspecti­
vas detalladas. La consideración cuidadosa de nuestras vidas inte­
riores, arguye, mostrará que no hay ninguna experiencia interna
especial de «querer decir» del tipo supuesto por su oponente. Este
caso contrasta específicamente con el de sentir un dolor, ver el rojo,
y similares.
Se necesita relativamente poca agudeza introspectiva para darse
cuenta de lo dudoso que resulta atribuir un carácter cualitativo es­
pecial a la «experiencia» de querer decir adición mediante «más».
Atendamos a lo que sucedió cuando aprendí a sumar por primera
vez. Primero, puede que haya habido o no un momento especifica-
ble, probablemente durante mi niñez, en el que de repente sentí
(¡EurekaÁ) que había captado la regla para la adición. Si no lo hubo,
resulta muy difícil ver en qué consistió la supuesta experiencia es­
pecial de mi aprender a sumar. Aun si hubo un momento particular
en el que pude haber gritado «\Eureka\» — sin duda, el caso excep­
cional— ¿en qué consistió la experiencia concomitante? Probable­
mente, en la consideración de unos pocos casos particulares y en un
pensamiento — «¡Ahora ya lo tengo! »— o algo por el estilo. ¿Po­
dría ser justamente esto el contenido de una experiencia de «querer
decir adición»? ¿Qué es lo que habría sido diferente si yo hubiese
querido decir cuás? Supongamos que realizo ahora una adición par­
ticular, pongamos «5 + 7». ¿Hay alguna cualidad especial en esa
experiencia? ¿Habría sido diferente si, habiéndoseme instruido en
la cuadición, realizara la cuadicón correspondiente? ¿En qué dife­
riría realmente la experiencia, si lo que hubiese realizado fuese la
multiplicación correspondiente («5 x 7»), a no ser en que habría
dado de forma automática una respuesta diferente? (Pruebe a hacer
el experimento usted mismo).
Wittgenstein vuelve repetidamente a ocuparse de cuestiones
como éstas a lo largo de las Investigaciones Filosóficas. En las sec­
ciones donde discute su paradoja escéptica (§§ 137-242), tras una
consideración general del supuesto proceso introspectable de la

mentales) es excesivamente conductista para mi gusto. Sería precisa una extensa digre­
sión para adentrarse aquí más profundamente en la cuestión.
comprensión, trata del asunto en conexión con el caso especial de
leer (§§ 156-178). Mediante «leer», Wittgenstein se refiere a leer
en alto lo que está escrito o impreso y actividades similares: no se
ocupa de la comprensión de lo escrito. Yo mismo, como muchos de
los que profesan mi religión, aprendí primero a «leer» hebreo en
este sentido, antes de que pudiese comprender más que unas pocas
palabras del lenguaje. Leer en este sentido es un caso simple de
«seguir una regla». Wittgenstein señala que un principiante, que lee
deletreando con esfuerzo las palabras, puede que tenga una expe- ■
riencia introspectable cuando lee realmente, en oposición a lo que
sucede si finge «leer» un pasaje que, en realidad, haya memorizado
de antemano. Pero un lector experimentado se limita a invocar las
palabras y no se da cuenta de ninguna experiencia consciente espe­
cial de «derivar» las palabras desde la página. El lector experimen­
tado puede que no «sienta» nada diferente, cuando lee, de lo que
siente el principiante, o de lo que éste no siente cuando está fin­
giendo. Y supongamos que un maestro esté enseñando a leer a un
grupo de principiantes. Algunos fingen, otros de vez en cuando
aciertan por accidente, otros han aprendido ya a leer. ¿Cuándo su­
cede que alguno ha pasado a pertenecer a la última categoría? En
general, no habrá un momento identificable en el que esto haya
sucedido: el maestro juzgará que un alumno dado ha «aprendido a
leer» si pasa las pruebas de lectura con la frecuencia suficiente.
Puede haber o no un momento identificable en que el alumno por
primera vez sintió «¡Ahora estoy leyendo!», pero la presencia de tal
experiencia no es una condición necesaria ni suficiente para que el
maestro juzgue que el alumno está leyendo.
De nuevo (§160), alguien a quien, baj o la influencia de una droga,
o en un sueño, se le apareciese un «alfabeto» ficticio podría proferir
ciertas palabras y tener, al hacerlo, toda la «sensación» característica,
en la medida en que tal «sensación» exista siquiera. Si, al pasarse el
efecto de la droga (o al despertar), el sujeto mismo piensa que estuvo
profiriendo palabras aleatoriamente sin ninguna conexión real con el
texto, ¿deberíamos de verdad decir que estuvo leyendo? O, por otro
lado, ¿qué ocurre si la droga le lleva a leer con fluidez a partir de un
texto genuino, pero con la «sensación» de recitar algo aprendido de
memoria? ¿No era, a pesar de todo, leer lo que hacía?
Es de ejemplos como éstos ■ — las Investigaciones filosóficas
contienen una riqueza de ejemplos y experimentos mentales que
excede a lo aquí resumido— de los que Wittgenstein se sirve para
argüir que las supuestas «experiencias» especiales asociadas con el
seguimiento de reglas son quiméricas29. Como he dicho, mi propio

29 N o se debe exagerar al afirmar este punto. Aunque Wittgenstein niega que haya
ninguna experiencia «cualitativa» particular similar a un dolor de cabeza que esté pre­
sente cuando y sólo cuando usamos una palabra con un cierto significado (o cuando
leemos, o comprendemos, etc.), sí reconoce que hay una cierta «sensación» aparejada a
nuestro uso con significado de una palabra que puede perderse en determinadas circuns­
tancias. Mucha gente ha tenido una experiencia bastante común: al repetir una palabra
o una frase una y otra vez, es posible dejarla desprovista de su «vida» normal, de modo
que viene a sonar extraña o foránea, aun cuando sea posible todavía proferirla en las
circunstancias apropiadas. Estamos aquí ante una sensación especial de foraneidad en
un caso particular. ¿Podría haber alguien que siempre usase las palabras como un me­
canismo, sin tener ninguna «sensación» de una distinción entre este tipo mecanicista de
uso y el caso normal? Wittgenstein se ocupa de estos asuntos en la segunda parte de las
Investigaciones, al hilo de su discusión de «ver como» (sección XI, pp. 193-229).
Considérense especialmente sus observaciones sobre la «ceguera para el aspecto»,
pp. 213-214, y la relación de «ver un aspecto» con «experimentar el significado de una
palabra», p. 214. (Véanse sus ejemplos de la p. 214: «¿Qué es lo que te faltaría [...] si
no tuvieses la sensación de que una palabra pierde su significado y se convierte en un
mero sonido en caso de ser repetida diez veces seguidas? [...] Supongamos que yo hu­
biera acordado un código con alguien; “torre” significa banco. Le digo a esta persona
“Ahora ve a la torre” — m e comprende y actúa en consecuencia, pero tiene la sensación
de que la palabra “torre” resulta extraña con este uso, que todavía no “ha asumido” el
significado». Wittgenstein da muchos ejemplos en las pp. 213-218).
Compárese (como hace Wittgenstein) la sensación de usar una palabra como signi­
ficando tal y cual (piénsese en «basta» ya como forma personal de verbo, ya como ad­
jetivo, etc.) [N. del T,: Este ejemplo es una adaptación al castellano del original
inglés. En el texto inglés se utiliza «till», que puede ser un verbo o un sustantivo]
con la idea de los aspectos visuales que se discuten en profundidad en la sección XI
de la segunda parte de las Investigaciones. Podemos ver el conejo-pato (p. 194), ya
como un conejo, ya como un pato; podemos ver el cubo de Necker, ya con una cara
delante, ya con otra; podemos ver un dibujo de un cubo (p. 1^3) como una caja, como
una estructura de alambre, etc. ¿Cómo cambia, en caso de que lo haga, nuestra expe­
riencia visual? La experiencia es mucho más esquiva que cualquier cosa que se parezca
a la sensación de un dolor de cabeza, la audición de un sonido, la experiencia visual de
una mancha azul. Los correspondientes «aspectos» de significar parecería que son in­
trospectivamente más esquivos todavía.
D e forma similar, aunque algunos de los pasajes en §§ 156-78 parecen poner
del todo en solfa la idea de una especial experiencia consciente de «ser guiado» (al
leer), parece erróneo pensar que quede totalmente descartada. Por ejemplo, en
§ 160, W ittgenstein habla tanto de la «sensación de decir algo aprendido de m em o­
ria» como de la «sensación de leer», aunque el objetivo del párrafo es defender que
la presencia o ausencia de tales sensaciones no es lo que constituye la distinción
entre leer, decir algo de memoria y aun alguna otra cosa. En alguna medida, creo
que la discusión de W ittgenstein puede que tenga una cierta ambivalencia. D e todas
maneras, algunas afirmaciones relevantes que en ella se hacen son éstas: (i) sea lo
que sea lo que una «experiencia de ser guiado» (al leer) pueda ser, no es algo que
tenga un carácter cualitativo grueso e introspectable, como un dolor de cabeza (en
debate puede ser breve porque esta particular lección wittgenstei-
niana ha sido relativamente bien aprendida, quizá demasiado bien.
Pero deben señalarse algunos puntos. Primero, y para repetir, el
método de la investigación y de los experimentos mentales es pro­
fundamente introspectivo: se trata exactamente del tipo de investi­
gación que un psicólogo conductista estricto prohibiría20. Segundo,
aunque Wittgenstein concluye que la conducta, y las disposiciones
a la conducta, nos llevan a decir de una persona que está leyendo, o
sumando, o lo que sea, esto no debe, en mi opinión, malinterpretar-
________ . I
contra de Hume), (ii) En óasos de lectura particulares, puede que sintamos experiencias
definidas e introspectables, pero éstas son experiencias diferentes y nítidas, peculiares a
cada caso individual, no una experiencia única presente en todos los casos. (Del mismo
modo, Wittgenstein habla de varios «procesos mentales» introspectables que, en cir­
cunstancias particulares, ocurren cuando profiero una palabra — -véanse §§ 151-155,
pero ninguno de éstos es el «proceso» de comprender; en realidad, comprender no es un
«proceso mental» — véanse, más abajo, pp. 62-64. El debate de la lectura, que sigue
inmediatamente a §§ 151-155, tiene por objeto ilustrar estos puntos), (iii) Lo que es
quizá más importante, sea lo que sea lo que la esquiva sensación de ser guiado pueda
ser, su presencia o ausencia no es constitutiva de si estoy o no leyendo. Véanse, por
ejemplo, los casos, mencionados más arriba en el texto, del alumno que está aprendien­
do a leer y de la persona que está bajo la influencia de una droga.
Rush Rhees, en su prefacio a The Blue and Brown Books (Basil Blackwell, Oxford
y Harper & Brothers, Nueva York, 1958, xiv + 1 8 5 pp.) [Los cuadernos azul y ma­
rrón, Tecnos, Madrid, 1968], hace hincapié (véanse pp. xii-xiv) en el problema que la
«ceguera para el significado» crea a Wittgenstein, y subraya que el debate de «ver
algo como algo», en la sección XI de la segunda parte de las Investigaciones filosófi­
cas, viene motivado por un intento de dar cuenta de esta escurridiza cuestión. En lu­
gares anteriores de las Investigaciones se repudian ideas tradicionales de estados cua­
litativos internos de significar y comprender. Pero más tarde, como dice Rhees,
Wittgenstein parece tener la preocupación de que puede correr el peligro de reempla­
zar la idea clásica por otra excesivamente mecanicista; aunque ciertamente continúa
repudiando toda idea de que haya una cierta experiencia cualitativa que es lo que
constituye mi usar las palabras con un cierto significado. ¿Podría haber una persona
«ciega para el significado» que operase con las palabras justamente del modo como
nosotros lo hacemos? D e ser así, ¿diríamos que esta persona es tan competente en el
lenguaje como lo somos nosotros? La respuesta «oficial» a la segunda pregunta, tal y
como se da en nuestro texto principal, es «sí»; pero quizá la respuesta debiera ser, «Di
lo que gustes, con tal de que conozcas los hechos». N o está claro que el problema esté
enteramente resuelto. N ótese que también aquí el debate es introspectivo, basado en
una investigación de nuestra propia experiencia fenoménica. N o es el tipo de investi­
gación que emprendería un conductista. Sin duda, la cuestión merece un tratamiento
cuidadoso y por extenso.
30 § 314 dice: «Doy muestra de un malentendido fundamental, si me inclino a estu­
diar el dolor de cabeza que tengo ahora para ponerme en claro acerca del problema fi­
losófico fundamental de la sensación». Para que esta observación sea consistente con la
práctica frecuente de Wittgenstein, según se ha bosquejado más arriba en el texto y en
la nota 29, no puede leerse como una condena en general del uso filosófico de las re­
flexiones introspectivas sobre la fenomenología de nuestra experiencia.
se como un refrendo de la teoría disposicional: el autor no dice que
leer o sumar sea una cierta disposición a la conducta31.
La convicción de Wittgenstein del contraste entre los estados de
comprender, leer, y similares, y los estados o procesos mentales intros-
pectables «genuinos» es tan fuerte que le lleva — a él, que es a menudo
considerado como un (o el) padre de «la filosofía del lenguaje ordina­
rio», y que subraya la. importancia del respeto por el modo en que se
usa realmente el lenguaje—■a hacer observaciones curiosas acerca del
uso ordinario. Considérese § 154: «En el sentido en el que hay proce­
sos (incluyendo procesos mentales) que son característicos del com­
prender, comprender no es un proceso mental. (El aumento y disminu­
ción de un dolor; la audición de una melodía o de una oración: éstos
son procesos mentales)». O de nuevo, al final de lap. 59, «“Compren­
der una palabra”: un estado. Pero ¿un estado mental!■ —A la depresión,
al entusiasmo, al dolor, se les llama estados mentales. Llevemos a cabo
una investigación gramatical...». Los términos «estado mental» y «pro­
ceso mental» poseen un sabor algo teórico, y no estoy seguro de cuán
firmemente puede hablarse de su uso «ordinario». No obstante, mis
propias intuiciones lingüisticas no concuerdan del todo con las obser­

31 No debo negar que Wittgenstein posee importantes afinidades con el conductis-


mo (así como con el finitismo— véanse pp. 116-118, más abajo). El tan famoso eslogan
«Mi actitud hacia él es una actitud hacia un alma (Seele). N o soy de la opinión de que
tiene un alma» (p. 178) me suena excesivamente conductista. Personalmente, m e gusta­
ría pensar que cualquiera que no piense en mí como en un ser consciente se equivoca
acerca de los hechos, y no simplemente exhibe una «actitud», «desafortunada», o «mal­
vada», o incluso «monstruosa» o «inhumana» (sea lo que sea lo que esto pudiera signi­
ficar).
(Si «iSeele» se traduce como «alma» [«soul»], podría<pensarse que la «actitud»
(«Einstellung») a la que Wittgenstein se refiere posee connotaciones religiosas especia­
les, o que está asociada a la metafísica griega y a la tradición filosófica consiguiente.
Pero queda claro, tomado el pasaje en su totalidad, que la cuestión atañe simplemente a
la diferencia entre mi «actitud» hacia un ser consciente y hacia un autómata, aun cuan­
do uno de los párrafos se refiera específicamente a la doctrina religiosa de la inmortali­
dad del alma («Seele»). En algún respecto, tal vez, «mente» [«mind») podría ser una
traducción de «Seele» que llamara menos a confusión en la oración mencionada arriba,
pues para el lector filosófico anglohablante contemporáneo resulta algo menos cargada
de connotaciones filosóficas y religiosas especiales. M e da la impresión de que puede
que sea así aun en el caso de que «alma» capture mejor que «mente» el sabor de lapa-
labra alemana «Seele». Anscombe traduce «Seele» y sus derivados unas veces como
«alma» [«soul»] y otras como «mente» [«mind»], dependiendo del contexto. El proble­
ma parece realmente estribar en que en alemán se dispone sólo de «Seele» y de « Geist.»
para los casos en los que un filósofo anglohablante utilizaría la palabra «mente»
[«mind»]. Véase también, más abajo, la nota 11 del p o st scriptum).
vaciones de Wittgenstein32. Llegar a comprender, o aprender, me pare­
ce a mí que es un «proceso mental» allí donde los haya. El aumento y
disminución de un dolor, y especialmente la audición de una melodía
o de una oración, es probable que no se consideren, de ordinario, como
procesos «mentales» en absoluto. Aunque a la depresión y a la ansie­
dad se les llamaría de ordinario estados «mentales», el dolor (si de lo
que se habla es de dolor físico genuino) probablemente no es un estado
«mental». («Está todo en tu mente» significa que no hay presencia de
dolor físico genuinp). Pero de lo que se ocupa Wittgenstein realmente
no es del uso coníún sino de una terminología filosófica. «Estados
mentales» y «procesos mentales» son aquellos contenidos «internos»
introspectables que puedo encontrar en mi mente, o que podría encon­
trar Dios si mirase en mi mente33. Tales fenómenos, en la medida en
que son estados «cualitativos» introspectables de la mente, no están

32 Se trata de mis intuiciones en inglés. No tengo ni idea de si hay algunas diferen­


cias con el alemán («seelischer Vorgang» y «seelischer Zustand»), de matiz o de uso,
que afecten a la cuestión.
33 O tal parecería, a juzgar por los pasajes citados. Pero la negación de que compren­
der sea un «proceso mental» en § 154 viene precedida por una observación más débil:
«Trata de no pensar en comprender como en un “proceso mental” en absoluto— pues esa
es la expresión que te confUnde». En sí mismo, esto parece decir que el pensar en com­
prender como en un «proceso mental» conduce a concepciones filosóficas que llevan a
confusión, pero no necesariamente que sea erróneo. Véanse también §§ 305-306: «“Pero,
sin duda, no puedes negar que, por ejemplo, al recordar tiene lugar un proceso inter­
no”.— ¿Qué es lo que da la impresión de que queramos negar nada? [...] Lo que negamos
es que la concepción del proceso interno nos dé el uso correcto de la palabra “recordar”
[...] ¿Por qué debiera yo negar que hay un proceso mental? Pero “Acaba de tener lugar en
mí el proceso'mental de recordar...” no significa nada más que: “Acabo de recordar...”
Negar el proceso mental significaría negar el recordar; negar que nadie nunca recuerde
nada». Este pasaje da la impresión de que p o r supuesto recordar es un proceso mental allí
donde los haya, pero que esta terminología común lleva a confusión en la filosofía. (La
expresión alemana aquí es «.geistiger Vorgang», mientras que en los pasajes anteriores era
«seelischer Vorgang» (§ 154) y «seelischer Zustand» (p. 59), pero hasta donde se me al­
canza, esto carece de importancia más allá de la variación estilística. Es posible que el
hecho de que Wittgenstein hable aquí de recordar, mientras que antes había hablado de
comprender, sea importante, pero incluso esto me parece improbable. Nótese que en
§ 154 los «procesos mentales» genuinos son el aumento y disminución de un dolor, la
aúdición de una melodía u oración — procesos con una «cualidad introspectable», en el
sentido en que hemos usado esta frase. Para Wittgenstein recordar no es un proceso como
éstos, aun cuando, como en el caso de comprender en § 154, puede que haya procesos con
cualidades introspectables que tengan lugar cuando recordamos. Si se asume que los
ejemplos dados en § 154 se ofrecen como «procesos mentales» típicos, los ejemplos lleva­
rían mucho a confusión a menos que recordar no se tomase como un «proceso mental» en
el sentido de § 154. Recordar, como comprender, es un estado «intencional» (véase, más
arriba, la nota 19) que está expuesto al problema escéptico de Wittgenstein). Véase tam­
bién la discusión de los «procesos incorpóreos» en § 339.
expuestos de modo inmediato al tipo de reto escéptico que nos ocupa.
Comprender no es uno de ellos.
Naturalmente, la falsedad de la concepción segúnla cual querer
decir más es un «estado introspectable único» tiene que haber esta­
do implícita desde el comienzo del problema. Si realmente hubiera
un estado introspectable, similar a un dolor de cabeza, de querer
decir adición mediante «más» (y si realmente pudiera desempeñar
el papel justificativo que tal estado debiera desempeñar), nos ha­
bría saltado a la vista y habría robado al reto escéptico todo su
atractivo. Pero dada la fuerza de este reto, debiera ser patente la
necesidad que han sentido los filósofos de postular dicho estado y
la pérdida que sufrimos cuando se nos priva de él. Quizá podamos
tratar de resarcimos arguyendo que querer decir adición mediante
«más» es un estado todavía más sui generis de lo que hemos argüi­
do antes. Quizá es simplemente un estado primitivo, que no ha de
asimilarse a las sensaciones ni a los dolores de cabeza ni a ningún
estado «cualitativo», y que tampoco ha de asimilarse a las disposi­
ciones, sino que se trata de un estado de un tipo único propio.
Puede que, en algún sentido, semejante paso sea irrefutable, y, si
se toma de un modo apropiado, puede incluso que Wittgenstein lo
aceptara. Pero parece desesperado: deja sumida en completo miste­
rio la naturaleza de este postulado estado primitivo (el estado pri­
mitivo de «querer decir adición mediante “más”»). Se supone que
no es un estado introspectable, pero supuestamente nos percatamos
de él con algún grado aceptable de certeza siempre que ocurre.
Pues, ¿cómo, si no, puede cada uno de nosotros tener la confianza
de que, en este momento, s í que quiere decir adición mediante
«más»? De mayor importancia aun es la dificultad lógica implícita
en el argumento escéptico de Wittgenstein. Creo que Wittgenstein
arguye, no meramente, como hasta aquí hemos dicho, que la intros­
pección muestra que el supuesto estado «cualitativo» de compren­
der es una quimera, sino también que es lógicamente imposible (o
al menos, que es de una considerable dificultad lógica) que haya
siquiera un estado de «querer decir adición mediante “más”».
Tal estado tendría que ser un objeto finito, contenido en nuestras
mentes finitas34. No consiste en mi pensar explícitamente en cada
34 Hemos hecho hincapié en que yo pienso sólo en una cantidad finita de casos de
la tabla de adición. Cualquiera que afirme haber pensado en una cantidad infinita de
casos de la tabla es un mentiroso. (Algunos filósofos — Wittgenstein, probablemen­
caso de la tabla de adición, ni siquiera en mi codificar en el cerebro
cada caso separado: carecemos de la capacidad para ello. Y sin em­
bargo (§ 195), «de un modo extraño», cada uno de esos casos está
ya «presente en algún sentido». (Antes de oír el argumento escépti­
co de Wittgenstein, suponemos sin duda — irreflexivamente— que
lo que ocurre es algo parecido a esto. Aun ahora poseo una fuerte
inclinación a pensar que, de alguna manera, esto debe ser correcto).
¿Qué sentido puede ser ése? ¿Podemos concebir un estado finito
que no pudiera interpretarse de un modo cuasiforme? ¿Cómo po­
dría ser eso? La propuesta que estoy discutiendo ahora barre bajo la
alfombra tales cuestiones, ya que la naturaleza del supuesto «esta­
do» queda sumida en el misterio. «Pero»— por citar de forma más
completa la protesta de § 195— «no quiero decir que lo que yo hago
ahora (al captar un sentido) determine el uso futuro causalmente y
como una cuestión de experiencia, sino que de un modo extmño, el
uso mismo está presente en algún sentido». Una determinación
causal es el tipo de análisis supuesto por el teórico disposicional, y
ya hemos visto que debe rechazarse. Presumiblemente, la relación
que ahora nos ocupa sirve de fundamento a algún entrañamiento
más o menos similar a éste: «Si ahora quiero decir adición median­
te “más”; entonces, si recuerdo este significado en el futuro y deseo
concordar con lo que quise decir, y no me equivoco al calcular,

te— llegan a decir que encuentran una incoherencia conceptual en la suposición de que
alguien pensó en una cantidad infinita de tales casos. No nos es preciso discutir aquí los
méritos de esta concepción fuerte con tal de que reconozcamos la afirmación más débil
de que, como una cuestión de'hecho, cada uno de nosotros piensa sólo en una cantidad
finita de casos). Merece la pena señalar, empero, que aunque es útil, siguiendo al propio
Wittgenstein, empezar la presentación del rompecabezas con la observación de que yo
he pensado sólo en una cantidad finita de casos, parece que en principio puede darse un
puntapié a esta escalera particular. Supóngase que yo hubiera pensado explícitamente
en todos los casos de la tabla de adición. ¿Cómo puede ayudarme esto a responder a la
pregunta por «68 + 57»? Bueno, si echo una mirada retrospectiva a mi propio historial
mental, encuentro que me di a mí mismo indicaciones explícitas: «¡Si alguna vez se te
pregunta por “68 + 57”, replica “ 125”! » ¿No puede el escéptico decir que también estas
indicaciones han de interpretarse de un modo no estándar? (Véase Obsei-vaciones sobre
los fundamentos de la matemática, I, § 3: «Si lo sé de antemano, ¿de qué me sirve este
conocimiento más. tarde? Lo que quiero decir es: ¿cómo sé qué hacer con este conoci­
miento anterior cuando efectivamente se realiza el paso?»). Parecería que, si la ímitud
es relevante, incide más crucialmente en el hecho de que «las justificaciones deben te­
ner un final en alguna parte» que en el hecho de que yo piense sólo en una cantidad fi­
nita de casos de la tabla de adición, aun cuando Wittgenstein haga hincapié en ambos
hechos. Cualquiera de los dos puede usarse para desarrollar la paradoja escéptica; am­
bos son importantes.
entonces, cuando se me pregunte por “68 + 57”, responderé “ 125”».
De estar Hume en lo cierto, por supuesto, ningún estado pasado de
mi mente puede entrañar que yo vaya a dar ninguna respuesta par­
ticular en el futuro. Pero que quise decir 125 en el pasado, por sí
mismo, no entraña esto; debo recordar lo que quise decir, y debe
darse todo lo demás. No obstante, sigue siendo un misterio cómo
exactamente la existencia de cualquier estado pasado finito de mi
mente podría entrañar que, si deseo concordar con él, y recuerdo
dicho estado, y no me equivoco al calcular, debo dar una respuesta
determinada a un problema de adición arbitrariamente grande35.
Los realistas acerca de la matemática, o «platonistas», han recal­
cado la naturaleza no mental de las entidades matemáticas. La fun­
ción de adición no está en ninguna mente particular, ni es propiedad
común de todas las mentes. Posee una existencia «objetiva», inde­
pendiente. No hay, por tanto, ningún problema —hasta donde al­
canzan las presentes consideraciones— con respecto a cómo la fun­
ción de adición (considerada, digamos, como un conjunto de
triplos)36 contiene dentro de sí a todos sus casos, entre ellos el triplo
(68, 57, 125). Es algo que simplemente está en la naturaleza del
objeto matemático en cuestión, que es bien posible que sea un ob­
jeto infinito. La prueba de que la función de adición contiene al
triplo (68, 57, 125) pertenece a la matemática y no tiene nada que
ver con el significado ni la intención.
El análisis de Frege del uso del signo más por un individuo pos­
tula los cuatro elementos siguientes: (a) la función de adición, una
entidad matemática «objetiva»; (b) el signo de adición «+», una
entidad lingüística; (c) el «sentido» de este signo, una entidad abs­
tracta «objetiva», como la función; (d) una idea en la mente del indi­
viduo asociada con el signo. La idea es una entidad mental «subjeti­
va», privada para cada individuo y diferente para mentes diferentes.

35 Véase p. 218: «El querer decir no es un proceso que acompañe a una palabra.
Pues ningún proceso podría tener las consecuencias del querer decir». Este aforismo
afirma la tesis general bosquejada en el texto. Ningún proceso puede entrañar lo que el
querer decir entraña. En particular, ningún proceso podría entrañar el condicional
aproximado que se enuncia en el texto. Véase la discusión de más abajo, pp. 105-106,
en tomo a la concepción que tiene Wittgenstein de estos condicionales.
36 Por supuesto, Frege no aceptaría la identificación de una función con un conjun­
to de triplos. Tal identificación viola su concepción de las funciones como «insatura-
das». Aunque esta complicación es muy importante para la filosofía de Frege, se puede
ignorar a efectos de la exposición presente.
El «sentido», por el contrario, es el mismo para todos los indivi­
duos que usen «+» del modo estándar. Cada uno de tales individuos
capta este sentido por virtud de tener una idea apropiada en su men­
te. El «sentido», a su vez, determina la función de adición como el
referente del signo «+».
De nuevo, no hay especial problema para esta posición con res­
pecto a la relación entre el sentido y el referente que determina.
Determinar un referente es simplemente algo que está en la natura­
leza de un sentido. Pero al final no se puede soslayar el problema
escéptico, y surge precisamente con la cuestión de cómo la existen­
cia en mi mente de una entidad mental o idea puede constituir el
«captar» un sentido particular en lugar de otro. La idea en mi men­
te es un objeto finito: ¿acaso no se puede interpretar que determina
una función cuás, en lugar de una función más? Por supuesto, pue­
de que haya otra idea én mi mente, que se suponga que constituye
su acto de asignar una interpretación particular a la primera idea;
pero entonces, obviamente, el problema surge de nuevo a este nivel.
(Una regla para interpretar una regla otra vez). Y así sucesivamente.
Para Wittgenstein, el platonismo es en gran medida una inútil eva­
sión del problema de cómo nuestras mentes finitas pueden dar re­
glas que se supone que se aplican a una infinidad de casos. Los
objetos platónicos puede que sean autointerpretativos, o mejor,
puede que no necesiten interpretación; pero al final debe haber en­
vuelta alguna entidad mental que hace surgir el problema escéptico.
(Esta breve discusión del platonismo va dirigida a aquellos que se
interesan por el tema. Si de puro breve la encuentran oscura, ignó­
renla).
LA SOLUpiÓN Y EL ARGUMENTO
d e l «Le n g u a je p r iv a d o »

El argumento escéptico queda, entonces, sin respuesta. No pue­


de haber nada que sea el querer decir algo mediante una palabra.
Cada nueva aplicación que hacemos es un salto al vacío; cualquier
intención presente podría interpretarse de modo que concuerde con
cualquier cosa que pudiéramos elegir hacer. Por tanto, no puede
haber ni concordancia ni conflicto. Esto es lo que dijo Wittgenstein
en § 202.
El problema escéptico de Wittgenstein está relacionado con el
trabajo de otros dos autores recientes que dan poca muestra de
haber sido influidos directamente por Wittgenstein. Ambos han
sido ya mencionados antes. El primero es W. V Quine37, cuyas bien
conocidas tesis de la indeterminación de la traducción y la inescra-
tabilidad de la referencia ponen también en cuestión que haya he­
chos objetivos constitutivos de lo que queremos decir. Si se me
permite anticipar asuntos todavía no introducidos en la exposición
presente, el énfasis de Quine sobre la concordancia congenia, obvia­
mente, con la idea de Wittgenstein38. Y lo mismo ocurre con su recha­
zo de toda noción según la cual «ideas» o «significados» internos

37 Véanse, más arriba, pp. 28-29, y la nota 10.


38 Para «concordancia» y la noción relacionada de «forma de vida» de Wittgens»
tein, véanse, más abajo, pp. 107-109. En Word and Object, p. 27, Quine caracteriza el
lenguaje como «el complejo de disposiciones presentes a la conducta verbal, en el que
los hablantes del mismo lenguaje han por íuerza acabado pareciéndose unos a Otl'OS»;
véase también Word and Object, § 2, pp. 5-8. Algunos de los conceptos principales de
Word and O b ject, como el de «oración de observación», dependen de esta uniformidad
en la comunidad. D e todas maneras, la concordancia parece desempeñar un papel más
crucial en la filosofía de Wittgenstein que en la de Quine.
guían nuestra conducta lingüística. Sin embargo, hay diferencias.
Como he señalado más arriba, Quine basa desde el comienzo su
argumento en premisas conductistas. Él nunca resaltaría los experi­
mentos mentales introspectivos del modo como lo hace Wittgens­
tein, y no cree que las concepciones que postulan un mundo interno
privado exijan una refutación detallada. Para Quine, la inviabilidad
de tales concepciones debe resultar obvia a cualquiera que acepte
una perspectiva científica moderna. Además, dado que Quine ve la
filosofía del lenguaje dentro de un hipotético marco de psicología
conductista, concibe los problemas acerca del significado como
problemas de disposición a la conducta. Esta orientación parece
tener consecuencias con respecto a la forma que adopta el proble­
ma de Quine, en oposición al de Wittgenstein. El problema impor­
tante para Wittgenstein es que mi estado mental presente no parece
determinar lo que debo hacer en el futuro. Aunque yo pueda sentir
(ahora) que algo en mi cabeza correspondiente a la palabra «más»
impone una determinada respuesta para cualquier nuevo par de ar­
gumentos, de hecho nada en mi cabeza impone tal cosa. En alusión
aunó de los ejemplos iniciales de Wittgenstein, el aprendizaje «os­
tensivo» de la palabra de color «sepia» (§§ 28-30)39, Quine protesta
contra Wittgenstein que, dada nuestra «propensión innata a consi­
derar una estimulación cualitativamente más parecida a una segun­
da que a una tercera» y dado un condicionamiento suficiente «para
eliminar generalizaciones erróneas», llegará un momento en que el
término se aprenderá: «...en principio nada más se necesita en el
aprendizaje de “sepia” que en cualquier condicionamiento o induc­
ción»40. Por «aprendizaje de “sepia”», Quine entiende desarrollo de
la disposición correcta a aplicar «sepia» en casos particulares. De­
biera estar claro, a partir del texto de Wittgenstein, que también él
se da cuenta de que en la práctica no tiene por qué haber ninguna
dificultad en este sentido acerca del aprendizaje de «sepia» (de he­
cho, Wittgenstein hace hincapié en esto). El problema fundamental,
según lo he enunciado anteriormente, es diferente: con independen­
cia de si mis disposiciones reales son «correctas» o no, ¿hay algo
que imponga cuáles deben ser? Como Quine formula las cuestiones
disposicionalmente, este problema no puede enunciarse dentro de

39 Este ejemplo se discute más abajo. Véanse pp. 94-95 y la nota 72.
40 Quine, Ontological Relativiíy and Other Essays, p. 31.
su marco. Para Quine, como cualquier hecho acerca de si quiero
decir más o cuás se mostrará en mi conducta, no cabe duda alguna,
dada mi disposición, de qué es lo que quiero decir.
Ya se ha argüido más arriba que semejante formulación de las cues­
tiones parece inadecuada. Mis disposiciones reales no son infalibles, y
no abarcan toda la cantidad infinita de casos de la tabla de adición. Sin
embargo, puesto que Quine concibe las cuestiones en términos de dis­
posiciones, está interesado en mostrar que aun si las disposiciones se
concibieran idealmente como infalibles y abarcadoras de todos los
casos, hay todavía asuntos de interpretación que quedan indetermina­
dos. Primero, arguye (aproximadamente) que la interpretación de pro-
ferencias suficientemente «teóricas», no la de informes de observación
directa, está indeterminada aun si se toman en cuenta todas mis dispo­
siciones ideales. Además, persigue mostrar, mediante ejemplos como el
de «conejo» y «estadio de conejo», que, incluso dada una interpretación
fija de nuestras oraciones como totalidades y dadas, naturalmente, todas
nuestras disposiciones ideales a la conducta, la interpretación (la refe­
rencia) de diversos elementos léxicos queda todavía sin fijar41. Estas son
afirmaciones interesantes, distintas de las de Wittgenstein. Para quienes
no estamos tan fuertemente inclinados al conductismo como lo está
Quine, el problema de Wittgenstein puede llevamos a ver las tesis
de Quine de una forma nueva. Dada la formulación que el propio Quine
hace de sus tesis, parece quedar abierta al no conductista la opción de
considerar los argumentos de Quine, si los acepta, como demostracio­
nes de que cualquier concepción conductista del significado debe ser
inadecuada —no puede siquiera distinguir entre una palabra que signi­
fique conejo y una que signifique estadio de conejo. Pero si tiene razón
Wittgenstein, y el acceso a mi mente, por muy amplio que sea, no puede
revelar si quiero decir más o cuás, ¿no ocurrirá lo mismo con conejo y
estadio de conejo? Así, tal vez, el problema de Quine surge incluso para
los no conductistas. No es éste el lugar para explorar la cuestión.
El debate de Nelson Goodman sobre el «nuevo enigma de la
inducción» merece también comparación con el trabajo de Witt­
genstein42. En realidad, aunque Quine, a diferencia de Goodman en

41 Aproximadamente, la primera aserción es la «indeterminación de la traducción»,


mientras que la segunda es la «inescrutabilidad de la referencia.»
42 Véase la referencia citada en la nota 14. Véanse también lo artículos de la parte
VII («Induction») enProblem s andProjects (Bobs-Merrill, Indianápolis y Nueva York,
1972, xii + 463 pp.).
su tratamiento del «nuevo enigma», se interesa directamente, al
igual que Wittgenstein, por una duda escéptica acerca del significa­
do, sin embargo la estrategia básica del tratamiento de Goodman
del «nuevo enigma» se acerca asombrosamente a los argumentos
escépticos de Wittgenstein. En este aspecto, su debate se aproxima
al escepticismo de Wittgenstein mucho más que el tratamiento de
Quine de la «indeterminación». A pesar de que nuestro paradigma
del problema de Wittgenstein fue formulado para un problema ma­
temático, se recalcó que es completamente general y puede aplicar­
se a cualquier regla o palabra. En particular, si se formulara para el
lenguaje de impresiones de color, como Wittgenstein mismo sugie­
re, el «verdul» de Goodman, o algo similar, desempeñaría el papel
de «cuás»43. Pero el problema no sería el de Goodman acerca de la
inducción (¿Por qué no predecir que la hierba, que ha sido verdul en
el pasado, será verdul en el futuro?), sino el de Wittgenstein acerca
del significado: «¿Cómo saber que en el pasado no quise decir vpr-
dul mediante “verde”, de modo que ahora debo llamar “verde” al
cielo, no a la hierba?». Aunque Goodman se concentra en el proble­
ma acerca de la inducción e ignora en gran medida el problema
acerca del significado44, algunas veces sus debates resultan sugesti­
vos también para el problema de Wittgenstein45. De hecho, perso­
43 Para «verdul», véanse, más arriba, la página 34 y las notas 14 y 15. Tengo débil
memoria con relación a mis propios procesos mentales de hace años, pero parece pro­
bable que pueda haberme inspirado, al formular el problema de Wittgenstein en térmi­
nos de «cuás», en el uso análogo que Goodman hace de «verdul». Sí recuerdo que,
cuando pensé en el problema por primera vez, quedé asombrado por la analogía entre
las discusiones de Wittgenstein y Goodman (a otros les ha pasado también lo mismo).
44 En parte, el debate de Goodman del problema parece presuponer que la exten­
sión de cada predicado («verde», «verdul»), etc., es conofcida y que esta cuestión no está
ella misma envuelta en el «nuevo enigma de la inducción». Sydney Shoemaker, en «On
Projecting the Unprojectible», The Philosophical Review, vol. 84 (1975), pp. 178-219,
pone en duda que tal separación sea posible (véase su párrafo final). Todavía no he es­
tudiado de modo cuidadoso el argumento de Shoemaker.
45 Véase su «Positionality and Pictures», The Philosophical Review, vol. 69 (1960),
pp. 523-525, reimpreso en Problems and Projects, pp. 402-404. Véase también Ullian,
«More on “Grue” and Grue», y Problems and Projects, pp. 408-409 (comentarios a
Judith Thompson).
En «Seven Structures on Similality», Problems and Projects, pp. 437-446, hay par­
tes que tienen sabor wittgensteiniano. Para Goodman, como para Wittgenstein, lo que
llamamos «similar» (para Wittgenstein, incluso lo que llamamos «lo mismo») se exhibe
en nuestra propia práctica y no puede explicarse (la idea de Wittgenstein se expone más
abajo).
Surge aquí una cuestión. ¿Depende la posición de Wittgenstein de una negación de
la «similaridad absoluta»? En la medida en que usemos «similaridad» simplemente
nalmente sospecho que puede que sea imposible una consideración
seria del problema de Goodman, según él lo formula, sin una con­
sideración del problema de Wittgenstein46.
Wittgenstein ha inventado una forma nueva de escepticismo.
Personalmente, me inclino a considerarla como el problema escép­
tico más radical y original que hasta la fecha ha visto la filosofía,
algo que sólo un modo de pensar enormemente fuera de lo común
podría haber producido. Por supuesto, lo que Wittgenstein pretende
no es dejamos empantanados con su problema, sino resolverlo: la
conclusión escéptica es disparatada e intolerable. Es en su solución,
argüiré, donde está contenido el argumento contra el «lenguaje pri­
vado»; pues, supuestamente, la solución no admitirá un lenguaje
así. Pero es importante ver que el logro de Wittgenstein al plantear
este problema posee mérito propio, aparte del valor que tengan su
solución al mismo y el argumento resultante contra el lenguaje pri­
vado. Pues, si consideramos que el problema de Wittgenstein es un

para refrendar el modo como continuamos actuando realmente, sí depende. Pero es


importante darse cuenta de que, incluso si «absolutamente similar» tuviera un significa­
do fijo en español, y no fuese necesario dar relleno a «similar» mediante una especifi­
cación de los «respectos» en que las cosas son similares, el problema escéptico no se
resolvería. Cuando aprendo «más», no podría ser que simplemente me diera a mí mis­
mo algún número finito de ejemplos y continuase: «Actúa de modo similar cuando te
enfrentes a cualquier problema de adición en el futuro». Supongamos que, según el signi­
ficado ordinario de «similar», la construcción anterior está completamente determinada,
y que no mantenemos la doctrina de que varios modos alternativos de actuar pueden lla­
marse «similares» dependiendo de cómo se dé relleno a «similar»; esto es, dependiendo
de cuál de los respectos en que un modo u otro de actuar puede llamarse «similar» a lo que
hice antes es el respecto del que hablamos. Aun así, el escéptico puede argüir que median­
te «similar» quiero decir cumular, donde dos acciones son cumulares si... Véase también
el debate de la «identidad relativa», más arriba, en la nota 13.
46 Brevemente: Goodman insiste en que no hay ningún sentido que no incurra en
petición de principio según el cual «verdul» es «temporal» o «posicional» pero «verde»
no lo es. Si uno cualquiera de los pares «azul-verde» y «verdul-azurde» se toma como
primitivo, los predicados del otro par son definibles «temporalmente» en términos del
primero (véase Fact, Fiction, andForecast, pp. 77-80). D e todas formas, intuitivamente
parece claro que «verdul» es posicional en un sentido en que no lo es «verde». Quizá
dicho sentido pueda ser sacado a la luz por el hecho de que «verde», pero no «verdul»,
se aprende (¿es aprendible?) ostensivamente a partir de un número suficiente de mues­
tras, sin referencia al tiempo. Parecería que una réplica a este argumento debe adoptar
la forma: «¿Cómo saber que no es “verdul” lo que otros (o incluso yo mismo en el pa­
sado) aprendieron mediante ese adiestramiento ostensivo?». Pero esto conduce directa­
mente al problema de Wittgenstein. Son relevantes los artículos citados en la nota ante­
rior (es cierto, no obstante, que pueden surgir problemas como el de Goodman para
predicados en pugna que no parecen, ni siquiera intuitivamente, estar definidos posicio-
nalmente).
problema real, se hace patente que a menudo se ha leído al autor
desde la perspectiva equivocada. Sus lectores, incluido ciertamente
mi yo anterior, han tenido a menudo inclinación a preguntarse:
«¿Cómo puede Wittgenstein probar que el lenguaje privado es im­
posible? ¿Cómo puedo yo en modo alguno tener dificultad en iden­
tificar mis propias sensaciones? Y si hubiera alguna dificultad,
¿cómo podrían serme de ayuda los criterios “públicos”? ¡Tendría
que estar realmente en baja forma si necesitara ayuda externa para
identificar mis propias sensaciones!»47. Pero si no me equivoco, la
47 Puede que resulte útil un tratamiento más detallado de este punto, especialmente
para quienes conozcan algo de la bibliografía acerca del «argumento del lenguaje priva­
do». Gran parte de la bibliografía, basándose en las discusiones de Wittgenstein que
siguen a § 243, entiende que, sin alguna comprobación externa de mi identificación de
mis propias sensaciones, yo no tendría manera de saber que he identificado una sensa­
ción dada correctamente (en concordancia con mis intenciones previas). (Se ha inter­
pretado que la cuestión es: «¿Cómo sé que tengo razón en que esto es dolor?»; o tal vez:
«¿Cómo sé que estoy aplicando la regla correcta al usar “dolor”, que estoy usando
“dolor” del modo en que me había propuesto hacerlo?». Véase, más arriba, la nota 21).
Pero, se arguye, si no tengo manera de saber (en una de estas interpretaciones) si estoy
haciendo la identificación correcta, resulta carente de sentido hablar siquiera de una
identificación. En la medida en que acuda en busca de respaldo a mis propias impresio­
nes o recuerdos de lo que quise decir, no tengo manera de acallar estas dudas. Sólo
otros, que reconozcan la corrección de mi identificación por medio de m i conducta ex­
terna, pueden proporcionar una comprobación extéma apropiada.
Hay mucho que podría decirse acerca del argumento que oscuramente acabo de
resumir, argumento que no resulta fácil de seguir ni siquiera cuando se acude a presen­
taciones más extensas disponibles en la bibliografía. Pero quiero mencionar aquí una
réplica: si yo estuviese realmente en duda acerca de si podría identificar cualesquiera
sensaciones correctamente, ¿cómo me sería de ayuda una conexión de mis sensaciones
con la conducta externa, o la confirmación por otros? Sin duda, yo puedo identificar que
la conducta externa relevante ha tenido lugar, o que otros están confirmando que yo
tengo realmente la sensación en cuestión, sólo porque puedo identificar impresiones
sensoriales relevantes (de la conducta, o de quienes confirman que he identificado co­
rrectamente la sensación). Mi capacidad para hacer cualquier identificación de cual­
quier fenómeno externo descansa sobre mi capacidad para identificar impresiones sen­
soriales (especialmente visuales) relevantes. Si albergara una duda general acerca de mi
capacidad para identificar cualquiera de mis propios estados mentales, me sería impo­
sible escapar de ella.
Es en este sentido en el que puede parecer que el argumento contra el lenguaje pri­
vado supone que necesito ayuda externa para identificar mis propias sensaciones. Pues
muchas presentaciones del argumento hacen que éste parezca depender de semejante
duda general acerca de la corrección de todas mis identificaciones de estados internos.
Se arguye que puesto que cualquier identificación que hago necesita de algún género de
verificación de su corrección, una verificación de una identificación de un estado.inter­
no por otra tal identificación simplemente hace que se plantee de nuevo la misma cues­
tión (si estaré haciendo una identificación correcta de mis sensaciones). Tal como A. J.
Ayer, en su bien conocido debate con Rush Rhees («Can títere be a Prívate Language?»,
Proceedings o f the Aristotelian Society, Supp. vol. 28 (1954), pp. 63-94, reimpreso en
orientación apropiada sería la opuesta. El problema principal no es:
«¿Cómo podemos mostrar que el lenguaje privado — o alguna otra
forma especial de lenguaje— es imposible? »; sino más bien: «¿Cómo
podemos mostrar que un lenguaje absolutamente cualquiera (públi­
co, privado, o lo que sea) es posible? »48. No se trata de que llamar
«dolor» a una sensación sea fácil y Wittgenstein tenga que inventarse
una dificultad49. Por el contrario, el problema principal de Wittgens­
tein es que parece que ha mostrado que todo lenguaje, toda forma­
ción de conceptas, es imposible, en realidad ininteligible.

Pitcher (ed.), Wittgenstein: The Philosophical Investigations, pp. 251-285, véase espe­
cialmente p. 256), resume el argumento: «su alegación de que reconoce el objeto (la
sensación), su creencia de que es realmente el mismo, no ha de aceptarse a menos que
pueda respaldarse con evidencia ulterior. Aparentemente, también, esta evidencia debe
ser pública [...] N o bastaría meramente con comprobar una sensación privada mediante
otra. Pues si no se puede confiar en que se reconocerá una de ellas, tampoco se puede
confiar en que se reconocerá la otra». El argumento concluye que puedo hacer una ve­
rificación genuina de la corrección de mi identificación sólo si salgo del círculo de
«comprobaciones privadas» y acudo a alguna evidencia públicamente accesible. Pero si
yo fuera tan escéptico como para dudar de todas mis identificaciones de estados inter­
nos, ¿cómo podría nada público serme de ayuda? ¿No depende mi reconocimiento de
cualquier cosa pública del reconocimiento de mis estados internos? Como lo expresa Ayer
(en continuación inmediata de la cita anterior): «Pero a menos que haya algo que a uno se
le permita reconocer, ninguna prueba puede completarse nunca [...] Compruebo mi re­
cuerdo de la hora en que el tren tiene prevista su salida visualizando una página de la guía
de horarios; y se me exige comprobar esto, a su vez, mirando a la página [Ayer está alu­
diendo a § 265]. Pero a menos que pueda confiar en mi vista llegado este punto, a menos
que pueda reconocer los números que veo escritos, no habré mejorado mi situación [...]
Sea el objeto al que esté intentando referirme tan público como usted guste [...] mi segu­
ridad de que estoy usando la palabra correctamente [...] debe al final descansar en el testi­
monio de los sentidos. Oír lo que otras personas dicen, o ver lo que escriben, u observar
sus movimientos, es lo que me capacita para concluir que su uso de las palabras concuer­
da con el mío. Pero si puedo reconocer tales ruidos o formas o movimientos sin más
preámbulo, ¿por qué no puedo también reconocer una sensación privada?».
Si se concede que el argumento del lenguaje privado se presenta simplemente en
esta forma, la objeción parece contundente. Y es cierto que hubo un tiempo en que me
pareció, por una razón como ésta, que el argumento contra el lenguaje privado no podía
ser correcto. Las concepciones tradicionales, que son muy plausibles a no ser que se las
rebata de forma decisiva, mantienen que todas las identificaciones descansan sobre la
identificación de sensaciones. La interpretación escéptica del argumento en este ensayo,
que no permite que la noción de una identificación sea tomada por descontado, hace que
la cuestión sea muy diferente. Véase el debate, más abajo en pp. 80-81, en torno a una
objeción análoga contra el análisis de la causación de Hume.
48 Puesto así, el problema tiene un obvio sabor kantiano.
49 Véanse especialmente los anteriores debates de «verde» y «verdul», que podrían
transferirse perfectamente al dolor (¡apliqúese «dolcor» a dolores antes de t y a picores
a partir de entonces!), Pero a estas alturas está ya suficientemente claro que el problema
es completamente general.
Es importante e iluminador comparar la nueva forma de escep­
ticismo de Wittgenstein con el escepticismo clásico de Hume. Hay
importantes analogías entre los dos. Ambos desarrollan una para­
doja escéptica, que se basa en la puesta en cuestión de un cierto
nexo del pasado con el futuro. Wittgenstein pone en cuestión el
nexo entre las «intenciones» o los «significados» pasados y la prác­
tica presente: por ejemplo, entre mis «intenciones» pasadas con re­
lación a «más» y mi cálculo presente «68 + 57 = 125». Hume pone
en cuestión otros dos nexos relacionados entre sí: el nexo causal
por cuya virtud un acaecimiento pasado hace necesario otro futuro,
y el nexo inferencial inductivo del pasado al futuro.
La analogía es obvia. Ha sido oscurecida por varias razones. Pri­
mera, el problema de Hume y el de Wittgenstein son por supuesto
distintos e independientes, aunque análogos. Wittgenstein muestra
poco interés o simpatía por Hume. Se le ha citado diciendo que no
podía leer a Hume porque lo encontraba «una tortura»50. Además,
Hume es la fuente principal de algunas ideas acerca de la naturaleza
de los estados mentales que más interés tiene Wittgenstein en ata­
car51. Por último (y probablemente lo más importante), Wittgens­
tein nunca admite, ni casi con toda seguridad admitiría, la etiqueta
de «escéptico», que explícitamente admitió Hume. En realidad,
Wittgenstein ha parecido a menudo ser un filósofo «del sentido
común», ávido por defender nuestras concepciones ordinarias y di­
solver las dudas filosóficas tradicionales. ¿No es Wittgenstein
quien mantuvo que la filosofía sólo enuncia lo que todo el mundo
admite?
Con todo, ni siquiera aquí debe exagerarse- la diferencia entre
Wittgenstein y Hume. Incluso Hume posee una veta importante,
dominante a veces según del humor en que esté, de que el filósofo

50 Karl Britton, «Portrait o f a Philosopher», The Listener, LIU, n.° 1372 (16 de ju­
nio, 1955),p. 1072, citado por George Pitcher, The Philosophy o f Wittgenstein (Prentice
Hall, Englewood Cliffs, NJ, 1964, viii + 340 pp.), p. 325.
51 Gran parte del argumento de Wittgenstein puede considerarse como un ataque
contraías ideas característicamente humeanas (o empiristas clásicas). Hume postula un
estado cualitativo introspectable para cada uno de nuestros estados psicológicos (una
«impresión»). Además, piensa que una «impresión» o «imagen» apropiada puede cons­
tituir una «idea», sin reparar en que una imagen no puede de ningún modo decimos
cómo ha de aplicarse. (Véase, más arriba, el debate sobre el determinar el significado
de «verde» con una imagen, p. 34, y el debate correspondiente del cubo, pp. 55-57). Por
supuesto, la paradoja de Wittgenstein es, entre otras cosas, una fuerte protesta contra
tales suposiciones.
nunca cuestiona las creencias ordinarias. Cuando se le pregunta si
él «es realmente uno de esos escépticos que mantienen que todo es
incierto», Hume replica «que esta cuestión es enteramente super­
fina, y que ni yo ni ninguna otra persona fue nunca sincera y cons­
tantemente de esa opinión»52. De modo aun más elocuente, al dis­
cutir el problema del mundo externo: «Podemos muy bien preguntar,
¿Qué causas nos inducen a creer en la existencia del cuerpo? Pero
es vano preguntar si hay cuerpo o no. Ése es un punto que debemos
dar por descontado en todos nuestros razonamientos»53. Sin embar­
go, este juramento de vasallaje al sentido común da inicio a una
sección que, por lo demás, tiene el aspecto de un argumento de que
¡la concepción común de los objetos materiales es irreparablemen­
te incoherente!
Cuando Hume se encuentra de humor para respetar su profesada
determinación de no negar o dudar nunca de nuestras creencias co­
munes, ¿en qué consiste su «escepticismo»? Primero, en una expli­
cación escéptica de las causas de estas creencias; y segundo, en
análisis escépticos de nuestras nociones comunes. Én algunos as­
pectos, puede que Berkeley, que no consideraba que sus propias
ideas fuesen escépticas, ofrezca una analogía con Wittgenstein aún
mejor. A primera vista, Berkeley, con su negación de la materia y de
cualesquiera objetos «fuera de la mente», da la impresión de estar
negando nuestras creencias comunes; y para muchos de nosotros
esa impresión persiste a lo largo de vistas posteriores. Pero no para
Berkeley. Para él, la impresión de que el hombre común está com­
prometido con la materia y con los objetos de fuera de la mente
deriva de una interpretación metafísica errónea del habla común.
52 David Hume, A Treatise o f Human Nature (ed. L. A. Selby-Bigge, Clarendon
Press, Oxford, 1888) [Tratado de la naturaleza humana, Editora Nacional, Madrid,
1981], Libro I, Parte IV; Sección I (p. 183 en la edición de Selby-Bigge).
53 Hume, ibid., Libro I, Parte IX Sección II (p. 187 en la edición de Selby-Bigge).
Las afinidades ocasionales de Hume con la filosofía «del lenguaje ordinario» no deben
pasarse por alto. Considérese lo siguiente: «Los filósofos que han dividido la razón
humana en conocimiento y probabilidad, y han definido al primero como la evidencia
que surge de la comparación de las ideas, están obligados a subsumir todos nuestros
argumentos a partir de las causas o los efectos bajo el término general de probabilidad,
Pero aunque todo el mundo es libre de usar sus términos en el sentido que le plazca [,,,]
es sin embargo cierto que en el discurso común afirmamos sin problemas que muchos
argumentos a partir de la causación sobrepasan la probabilidad, y pueden ser acogidos
como un género superior de evidencia. Caería en el ridículo quien dijese que es sólo
probable que el sol saldrá mañana, o que todos los hombres deben morir,..» (ibid., Li­
bro I, Parte III, Sección XI, p. 124 en la edición de Selby-Bigge).
Cuando el hombre común habla de un «objeto material externo» no
se refiere realmente (como podríamos decir sotto voce) a un objeto
material externo sino que se refiere más bien a algo así como a
«una idea producida en mí independientemente de mi voluntad»54.
La postura de Berkeley no es inusual en la filosofía. Berkeley
defiende una concepción que en apariencia está en patente contradic­
ción con el sentido común. Más que repudiar el sentido común, ase­
vera que el conflicto procede de una malinterpretación filosófica del
lenguaje común — a veces añade que la malinterpretación resulta fo­
mentada por la «forma superficial» del habla ordinario. Ofrece su
propio análisis de las aserciones comunes relevantes, que muestra
que esas aserciones no dicen realmente lo que parecen decir. Para
Berkeley, esta estrategia filosófica resulta crucial en su trabajo. En la
medida en que Hume afirma que él meramente analiza el sentido
común y no se opone a él, invoca también la misma estrategia. Mal
puede decirse que esta práctica haya cesado en nuestros días55.
Personalmente, pienso que tales afirmaciones filosóficas son
casi invariablemente sospechosas. Lo que quien las afirma llama
una «malinterpretación filosófica engañosa» del enunciado ordina­
rio es probablemente la forma natural y correcta de entenderlo. La
malinterpretación real llega cuando el afirmante continúa: «Todo
lo que el hombre común realmente quiere decir es...» y pasa a dar
un sofisticado análisis compatible con su propia filosofía. Sea como
fuere, el punto importante para los propósitos presentes es que
Wittgenstein hace una afirmación berkeleyana de este género. Pues
— como veremos—■su solución a su propio problema escéptico co­
mienza dando la razón a los escépticos en que no hay ningún «he­
cho superlativo» (§ 192) acerca de mi mente que constituya mi que­
rer decir adición mediante «más» y determine de antemano lo que
debo hacer para concordar con este significado. Pero, afirma el

54 George Berkeley, The Principies o f Human Knowledge [Tratado sobre los prin ­
cipios del conocimiento humano, Editorial Gredos, Madrid, 1990], §§ 29-34. Por su­
puesto, esta caracterización puede que peque de simplificación excesiva, pero basta
para los propósitos presentes. 1
55 Es casi «analítico» que no puedo dar un ejemplo contemporáneo común que no
encontrara una vigorosa oposición. Quienes mantuvieran la concepción mencionada
argüirían que, en este caso, sus análisis del uso ordinario son realmente correctos. No
deseo entrar aquí en una controversia irrelevante, pero, en mi opinión, muchos de los
análisis «temáticamente neutrales» del discurso acerca de la mente propuestos por los
materialistas contemporáneos son simplemente la otra cara de la moneda berkeleyana.
autor (en §§ 183- 193), la apariencia de que nuestro concepto ordi­
nario de significado exige ese hecho se basa en una (natural) mal-
interpretación filosófica de expresiones ordinarias tales como «él
quiso decir tal y cual», «los pasos están determinados por la fórmu­
la», y otras por el estilo. Enseguida veremos cómo interpreta Witt­
genstein estas expresiones. De momento, señalemos sólo que Witt­
genstein piensa que cualquier interpretación que busque algo en mi
estado mental presente para distinguir entre mi querer decir adición
o cuadición , o que muestre, consecuentemente, que en el futuro
debo responder «jl25» al preguntárseme por «68 + 57», es una ma-
linterpretación y atribuye al hombre común una noción de signifi­
cado que es refutada por el argumento escéptico. «Somos», dice en
§ 194 (¡nótese que Berkeley podría haber dicho exactamente lo
mismo!), «como salvajes, gentes primitivas, que oyen las expresio­
nes de los hombres civilizados, ponen en ellas una interpretación
falsa, y extraen luego de ésta las conclusiones más estrafalarias».
Quizá sea así. Personalmente, sólo puedo informar de que, a pesar
de lo que asegura Wittgenstein, la interpretación «primitiva» a mí
me suena con frecuencia bastante bien...
En su Enquiry, tras haber desarrollado sus «Dudas escépticas
concernientes a las operaciones del entendimiento», Hume da su
«Solución escéptica a estas dudas». ¿Qué es una solución «escépti­
ca»? Llamemos solución directa a una solución propuesta para un
problema filosófico escéptico en caso de que muestre que, exami­
nado éste más de cerca, el escepticismo resulta injustificado; un
argumento esquivo o complejo prueba la tesis de la que dudaba el
escéptico. Descartes dio una solución «directa» en este sentido a
sus propias dudas filosóficas. Una justificación a priori del razona­
miento inductivo, y un análisis de la relación causal como una co­
nexión o nexo necesario genuino entre pares de acaecimientos,
serían soluciones directas de los problemas de Hume de la induc­
ción y de la causación, respectivamente. Una solución escéptica de
un problema filosófico escéptico comienza, por el contrario, con­
cediendo que las aserciones negativas del escéptico son irrebati­
bles. No obstante, nuestra práctica o creencia ordinaria s e justifica
porque — a pesar de las apariencias en contra— no tiene por qué
requerir, la justificación que el escéptico ha mostrado insostenible,
Y gran parte del valor del argumento escéptico consiste precisa­
mente en el hecho de que ha mostrado que, aun en caso de que una
práctica ordinaria necesite ser defendida, no es posible defenderla
de una cierta manera. Una solución escéptica puede que también
conlleve — en la forma sugerida más arriba— un análisis o explica­
ción escéptica de creencias ordinarias para rebatir la aparente refe­
rencia de éstas a un absurdo metafísico.
Las líneas maestras aproximadas de la solución escéptica de
Hume a su problema son bien conocidas56. La costumbre, y no un
argumento a prior i, es la fuente de nuestras inferencias inductivas.
Si A y B son dos tipos de acaecimientos que hemos visto constante­
mente en conjunción, entonces estamos condicionados —Hume es
un abuelo de esta noción psicológica moderna— para esperar un
acaecimiento de tipo B cuando se nos presenta uno del tipo A. Decir
de un acaecimiento particular a que causó otro acaecimiento b es
situar estos dos acaecimientos bajo dos tipos, A y B, que esperamos
que estén constantemente en conjunción en el futuro como lo estu­
vieron en el pasado. La idea de conexión necesaria procede del
«sentimiento de acostumbrada transición» entre nuestras ideas de
estos tipos de acaecimientos.
No nos interesan ahora los méritos filosóficos de la solución
humeana. Nuestro propósito es usar la analogía con la solución hu-
meana para iluminar la solución de Wittgenstein a su propio proble­
ma. A efectos de comparación, es preciso indicar una consecuencia
adicional de la solución escéptica de Hume. Ingenuamente, se po­
dría suponer que el que un acaecimiento particular a cause otro
acaecimiento particular b es un asunto que únicamente envuelve a
los solos acaecimientos a y b (y a sus relaciones), y no envuelve
a ningún acaecimiento más. Si Hume está en lo cierto, esto no es
así. Ni siquiera Dios, si mirara los acaecimientos, discerniría más
relación entre ellos que la de que uno sucede al otro. Sólo cuando
se concibe a los acaecimientos particulares a y b como subsumidos
bajo dos tipos respectivos de acaecimientos, A. y B, que están relacio­
nados mediante una generalización de que todos los acaecimientos
de tipo A son seguidos por acaecimientos de tipo B, puede decirse

56 A l escribir esta oración, encuentro que soy presa de un apropiado temor a que
(algunos) expertos en Hume y Berkeley no den su visto bueno a alguna cosa particular
que acerca de estos filósofos digo aquí. No he hecho un estudio cuidadoso de ellos con
vistas a este ensayo. Más bien, utilizo una caracterización cruda y bastante convencio­
nal de las «líneas maestras» de sus ideas con el fin de efectuar la comparación con
Wittgenstein.
que a «causa» a b. Cuando se considera sólo a los acaecimientos a
y b por sí mismos, no es aplicable noción causal alguna. Esta con­
clusión humeana podría llamarse: la imposibilidad de la causación
privada.
Se puede razonablemente protestar: ¡sin duda, no hay nada que
el acaecimiento a pueda hacer con la ayuda de otros acaecimientos
del mismo tipo que no pueda hacer por sí mismo! ¡En realidad, de­
cir que'a, por sí mismo, es una causa suficiente de b no es sino decir
que, aun de haberse eliminado el resto del universo, a habría igual­
mente producido b\ Intuitivamente, es bien posible que sea así, pero
la objeción intuitiva ignora el argumento escéptico de Hume. Lo
importante del argumento escéptico es que la noción común de que
un acaecimiento «produce» otro, en que se basa la objeción, está
en peligro. Parece que no hay ninguna relación de «producción» en
absoluto, que la relación causal es ficticia. Tras haber visto que el
argumento escéptico es irrebatible en sus propios términos, se ofre­
ce una solución escéptica que contiene todo lo que nos es posible
salvar de la noción de causación. Es rasgo constitutivo de este aná­
lisis que la causación carece de sentido cuando se aplica a dos acae­
cimientos aislados, dejando aparte el resto del universo. Sólo en la
medida en que estos acaecimientos sean concebidos como instan­
cias de tipos de acaecimientos relacionados por una regularidad
puede concebírselos como causalmente conectados. Si dos acaeci­
mientos particulares fueran, de alguna manera, tan sui generis que
se excluyera lógicamente que estén situados bajo tipos (plausible­
mente naturales) de acaecimiento, las nociones causales no les se­
rían aplicables.
Por supuesto, estoy sugiriendo que el argumento de Wittgenstein
contra el lenguaje privado posee una estructura similar a la del ar­
gumento de Hume contra la causación privada. También Wittgens­
tein enuncia una paradoja escéptica. Igual que Hume, acepta su
propio argumento escéptico y ofrece una «solución escéptica» para
superar la apariencia de paradoja. Su solución conlleva una inter­
pretación escéptica de lo que está envuelto en aserciones ordinarias
como «Jones quiere decir adición mediante “+”». La imposibilidad
del lenguaje privado emerge como un corolario de la solución es­
céptica a.su propia paradoja, igual que la imposibilidad de la «cau­
sación privada» en Hume. Resulta que la solución escéptica 110 nos
permite hablar de que un único individuo, considerado por sí mis­
mo y aisladamente, quiera decir nunca nada con sus palabras. De
nuevo, una objeción basada en un sentimiento intuitivo de que
nadie más que yo puede tener algo que ver en lo que yo quiero decir
mediante un cierto símbolo ignora el argumento escéptico que so­
cava a cualquier intuición ingenua acerca del significado.
He dicho que la solución de Wittgenstein a su problema es es­
céptica. No da una solución «directa», indicando al escéptico tonto
un hecho oculto que pasó por alto, una condición en el mundo que
constituye mi querer decir adición mediante «más». En realidad,
está de acuerdo con su propio escéptico hipotético en que no hay tal
hecho, tal condición, ni en el mundo «interno» ni en el «externo».
He de admitir que estoy expresando la concepción de Wittgenstein
en forma más sencilla de lo que él mismo normalmente se permiti­
ría. Pues al negar que haya ningún hecho tal, ¿no pudiera ser que
estemos expresando una tesis filosófica que duda o niega algo que
todo el mundo admite? No deseamos dudar o negar que cuando la
gente habla de sí misma y de los demás como de quien quiere decir
algo mediante sus palabras, como de quien sigue reglas, lo hace con
perfecto derecho. Ni siquiera deseamos negar la propiedad de un
uso ordinario de la frase «el hecho de que Jones quiso decir adición
mediante tal y cual símbolo», y es verdad que tales expresiones
poseen usos perfectamente ordinarios. Deseamos negar meramente
la existencia del «hecho superlativo» que los filósofos engañosa­
mente adjuntan a esas construcciones ordinarias de palabras, no la
propiedad de las construcciones mismas.
Es por esta razón por lo que conjeturé más arriba (p. 19) que la
declarada incapacidad de Wittgenstein para escribir una obra con
argumentos y conclusiones organizados de modo convencional
procede, al menos en parte, no de proclividadeís "personales y esti­
lísticas, sino de la propia naturaleza de su obra. De haber enunciado
Wittgenstein •— en contra de su famosa y críptica máxima § 128-—■
los resultados de sus conclusiones en forma de tesis definidas, ha­
bría sido muy difícil evitar formular sus doctrinas de una manera
que no consistiera en aparentes negaciones escépticas de nuestras
aserciones ordinarias. Berkeley se encuentra con dificultades simi­
lares. Las evita, en parte, al enunciar su tesis como la negación de
la existencia de «materia», y afirmando que «materia» es un ele­
mento de la jerga filosófica pero no expresa nuestra idea de sentido
común. Con todo, Berkeley se ve forzado en un cierto momento a
decir — aparentemente en contra de su doctrina oficial usual— que
niega una doctrina «que prevalece extrañamente entre los hom­
bres»57. Si, por otro lado, no enunciamos nuestras conclusiones en
forma de tesis filosóficas generales, es más fácil evitar el peligro de
la negación de alguna creencia ordinaria, aun aunque nuestro inter­
locutor imaginario nos acuse de incurrir en ella (por ejemplo, § 189;
véase también § 195)58. Siempre que nuestro oponente insista en la
perfecta propiedad de una forma ordinaria de expresión (por ejem­
plo, que «los pasos están determinados por la fórmula», que «la
aplicación futuraj está ya presente»), podemos insistir en que, si
estas expresiones^ se entienden apropiadamente, estamos de acuer­
do. El peligro llega cuando intentamos dar una formulación precisa
de qué es exactamente lo que estamos negando— qué «interpreta­
ción errónea» está adscribiendo nuestro oponente a medios de ex­
presión ordinarios. Puede que sea difícil hacer esto sin producir
otro nuevo enunciado que, hemos de admitir, es otra vez «perfecta­
mente correcto» si se entiende apropiadamente59.
Así, bien podría ser que Wittgenstein, cautelosamente quizá,
desaprobara la formulación sencilla que doy aquí. A pesar de ello,
opto por tener el atrevimiento suficiente de decir: Wittgenstein
mantiene, con el escéptico, que no hay ningún hecho constitutivo
de si quise decir más o cuás. Pero si hay que conceder esto al escép­
tico, ¿acaso no es éste el final del asunto? ¿Qué puede decirse en
favor de nuestras atribuciones ordinarias de lenguaje significativo a
nosotros mismos y a los demás? ¿No hemos alcanzado ya la increí­

57 Berkeley, The Principies o f Human Knowledge, § 4. Por supuesto, Berkeley po­


dría querer decir que la prevaiencia de la doctrina proviene de la influencia de la teoría
filosófica, más que del sentido común, tal como efectivamente asevera en la siguiente
sección.
58 § 189: «¿Pero no están entonces los pasos determinados por la fórmula algebrai­
ca?». A pesar de la interpretación que hace Wittgenstein dentro de su propia filosofía de
la frase ordinaria «los pasos están determinados por la fórmula», persiste la impresión
de que la caracterización que hace el interlocutor de la idea de Wittgenstein es realmen­
te correcta. Véanse las palabras del interlocutor en § 195: «Pero no quiero decir que lo
que yo hago ahora (al captar un sentido) determine el uso futuro causalmente y como
una cuestión de experiencia, sino que, de un modo raro, el uso mismo está en algún
sentido presente». Y la anodina réplica: «¡Pero por supuesto que lo está, “en algún sen­
tido”! En realidad lo único que está equivocado de lo que dices es la expresión “de un
modo raro”. Lo demás está bien; y la oración sólo parece rara cuando uno imagina para
ella un juego de lenguaje diferente de aquel en que realmente la usamos.»
59 Un ejemplo del tipo de tensión que puede aquí estar envuelta ya apareció más
arriba— véanse pp. 62-64 y la nota 33.
ble conclusión, anuladora de sí misma, de que todo el lenguaje ca­
rece de significado?
En réplica, hemos de decir algo acerca del cambio en la filosofía
del lenguaje de Wittgenstein desde el Tractatus a las Investigacio­
nes. Aunque, en detalle, el Tractatus es una de las obras de filosofía
más difíciles, sus líneas maestras aproximadas son bien conocidas.
A cada oración le corresponde un (posible) hecho. Si este hecho se
da, la oración es verdadera; si no, es falsa. Para las oraciones atómi­
cas, la relación entre una oración y el hecho que expresa es de sim­
ple correspondencia o isomorfismo. La oración contiene nombres
que se corresponden con objetos. Una oración atómica es ella mis­
ma un hecho, pone a los nombres en una cierta relación; y dice que
(hay un hecho correspondiente consistente en que) los objetos co­
rrespondientes están en la misma relación. Las demás oraciones
son funciones-de-verdad (finitas o infinitas) de éstas. Aun cuando
a algunos les ha parecido que el detalle de esta teoría constituye un
implausible intento de dotar al lenguaje natural de una quimérica
estructura a priori basada sólo en el análisis lógico, hay ideas simi­
lares, concebidas a menudo sin ninguna influencia específica del
Tractatus, que gozan de muy buena salud hoy en día60.

50 La influyente e importante teoría del lenguaje natural de Donald Davidson posee


muchos rasgos en común con el Tractatus, aun cuando la filosofía subyacente sea dife­
rente. Davidson arguye que algunas consideraciones simples, casi a p rio ri (que no re­
quieren investigación empírica detallada de lenguajes naturales específicos), imponen
fuertes constricciones a la forma de una teoría del significado para los lenguajes natu­
rales (debe ser una teoría de las condiciones de verdad finitamente axiomatizada de
estilo tarskiano). (Aunque laform a de una teoría se determine sin investigación empíri­
ca detallada, se supone que la teoría específica adoptada para un lenguaje particular
requiere apoyo empírico detallado). El hecho de que una teoría del significado deba
poseer esta forma, se arguye, impone fuertes constricciones sobre la forma lógica, o la
estructura profunda, del lenguaje natural — muy probablemente, que debe aproximarse
a la lógica de primer orden extensional clásica. Todas estas ideas están próximas al es­
píritu del Tractatus. En particular, igual que el Tractatus, Davidson mantiene (i) que las
condiciones de verdad son un elemento clave en una teoría del lenguaje; (ii) que el
desvelamiento de una estructura profunda oculta del lenguaje es crucial para una teoría
apropiada de la interpretación; (iii) que la forma de la estructura profunda está de ante­
mano constreñida por consideraciones teóricas cuasilógicas; (iv) que, en particular, las
constricciones muestran que la estructura profunda posee una forma lógica próxima a
la de un lenguaje formal de la lógica simbólica; (v) que, en particular, las oraciones se
construyen a partir de «átomos» mediante operadores lógicos; (vi) que, en particular, la
estructura profunda del lenguaje natural es extensional a pesar de las engañosas apa­
riencias de la estructura superficial. Todas estas ideas del Tractatus se repudian en las
Investigaciones, obra hostil a cualquier intento de analizar el lenguaje mediante el des­
velamiento de una estructura profunda oculta. En este último respecto, los lingüistas
La más simple y básica de las ideas del Tractatus mal puede ser
desechada: una oración declarativa obtiene su significado por vir­
tud de sus condiciones de verdad, por virtud de su correspondencia
con los hechos que deben darse si es verdadera. Por ejemplo, «el
gato está sobre el felpudo» es entendida por aquellos hablantes que
reconozcan que es verdadera si y sólo si un cierto gato está sobre un
cierto felpudo; es falsa en otro caso. La presencia del gato sobre el
felpudo es un hecho o condición-en-el~mundo que, si se diese, ha­
ría verdadera a la oración (haría a ésta expresar una verdad).
Así enunciada], la concepción del Tractatus del significado de
las oraciones declarativas puede parecer no sólo natural sino inclu­
so tautológica. Sin embargo, como dice Dummett, «las Investiga­
ciones contienen un rechazo implícito de la idea clásica (realista)
fregeano-tractariana de que la forma general de explicación del sig­
nificado es un enunciado de las condiciones de verdad»61. En lugar
de esta idea, Wittgenstein propone una concepción general alterna­
tiva de trazo grueso. (Llamarle una teoría alternativa es probable­
mente ir demasiado lejos. Wittgenstein renuncia (§ 65) a todo in­
tento de ofrecer una concepción general del lenguaje que rivalice
con la del Tractatus. Más bien, lo que tenemos son actividades di­
ferentes relacionadas entre sí de varias maneras). Wittgenstein reem­
plaza la pregunta «¿Qué ha de ser el caso para que esta oración sea

transformacionales modernos, desde Noam Chomsky, han estado más próximos al


Tractatus que a las Investigaciones. (Pero para los gramáticos transformacionales, in­
cluso la forma de la teoría se establece mediante consideraciones empíricas específicas
que requieren investigación detallada de lenguajes naturales específicos).
Véanse también los programas de los lingüistas que se llaman a sí mismos «semán­
ticos generativos» y el de Richard Montague. Por supuesto, muchas de las ideas del
Tractatus, o del «atomismo lógico», no han sido resucitadas por ninguna de estas teo­
rías.
(Nota: En la lingüística transformacional reciente, «estructura profunda» tiene un
significado técnico específico. Los «semánticos generativos» hicieron del repudio de la
«estructura profunda» un elemento crucial de su programa. En lo que precede, lo mejor
es tomar «estructura profunda» en el sentido general de estructura «subyacente». Todo
aquel cuya teoría del lenguaje le lleve a aplaudir la doctrina del Tractatus 4.002 — que
la comprensión del lenguaje lleva envuelta incontables convenciones tácitas, invisibles
a simple vista, que disfrazan la forma— cree en la estructura profunda en este sentido
amplio. La «estructura profunda» en el sentido específico fue una teoría especial de la
estructura profunda definida ampliamente; ésa es una razón por la que era un término
apropiado. La mayoría de las teorías lingüísticas recientes que rechazaron la «estructu­
ra profunda» en el sentido específico la aceptaron en el sentido más amplio).
61 Dummett, «Wittgenstein’s Philosophy o f Mathematics», p. 348 en el original; re­
impreso en Pitcher (ed.), Wittgenstein: The Philosophical Investigalions, pp. 446-447.
verdadera?» por otras dos: primera, «¿En qué condiciones puede
esta construcción de palabras aseverarse (o negarse) apropiada­
mente?»; segunda, «¿Cuál es el papel y la utilidad en nuestras vidas
de nuestra práctica de aseverar (o negar) la construcción de pala­
bras en estas condiciones?».
Naturalmente, Wittgenstein no limita su interés a las oraciones
declarativas, ni por tanto a la aserción y la negación, como yo acabo
de hacer. Por el contrario, cualquier lector de las partes iniciales de
las Investigaciones filosóficas estará al tanto de que Wittgenstein
pone un fuerte empeño en negar cualquier primacía especial a la
aserción, o a las oraciones en modo indicativo. (Véanse sus ejem­
plos tempranos «¡Losa!», «¡Pilar!», etc.). Esto juega de por sí un
papel importante en su repudio de la concepción realista clásica.
Puesto que no se considera que el modo indicativo sea primario o
básico en ningún sentido, adquiere mayor plausibilidad la tesis de
que el papel lingüístico incluso de preferencias en modo indicativo
que superficialmente parezcan aserciones no tiene por qué consistir
en «enunciar hechos»62. Así, si hablamos con propiedad, no debe­
mos hablar de condiciones de «aserción», sino, más en general, de
las condiciones para hacer un cierto movimiento (una forma de ex­
presión lingüística) en el «juego de lenguaje». Si, empero, nos per­
mitimos adoptar una terminología simplificada hasta el exceso que
resulta más apropiada para un ámbito especial de casos, podemos
decir que Wittgenstein propone una concepción del lenguaje basa­
da, no en condiciones de verdad, sino en condiciones de aseverabi-
lidad o en condiciones de justificación63: ¿en qué circunstancias se

62 Véase, por ejemplo, § 304, donde Wittgenstein está tratando del lenguaje de sensa­
ción: «La paradoja desaparece sólo si rompemos radicalmente con la idea de que el len­
guaje [...] siempre sirve para el mismo propósito: transmitir pensamientos — que pueden
ser acerca de casas, dolores, el bien y el mal, o cualquier otra cosa que te plazca».
63 Hablar de «condiciones de justificación», en vez de «condiciones de aseverabili-
dad», no sugiere tanto la primacía del modo indicativo, pero tiene sus propias desven­
tajas. Para Wittgenstein, hay una clase importante de casos donde un uso del lenguaje
no tiene propiamente otra justificación independiente que no sea la inclinación del ha­
blante a hablar asi en esa ocasión (por ejemplo, decir que se tiene dolor). En tales casos,
dice Wittgenstein (§ 289), «Usar una palabra sin una justificación (Rechtfertigung) no
significa usarla zu Unrecht.». La traducción de Anscombe de «zu Unrecht.» no es consis­
tente. En su traducción de las Investigaciones jilosóficas, § 289, lo traduce por «sin de­
recho» [«without right»\. Sin embargo, en su traducción de las Observaciones sobre los
fundamentos de la matemática, y § 33 (VH, § 40), donde ocurre casi exactamente la
misma oración alemana, lo traduce por «ilegítimamente» [«wrongfitlly»]. El dicciona­
rio del alemán al inglés que tengo a mano (Wildhagen-Heraucourt, Brandstetter Verlag,
nos permite hacer una aserción dada? Concepciones de este género,
en realidad teorías explícitas, mal puede decirse que fuesen desco­
nocidas antes de Wittgenstein, y probablemente le influyeron. La
teoría del significado verificacionista positivista es de este género.
Como también lo es, en un contexto más especial, la concepción
intuicionista de los enunciados matemáticos. (El énfasis del mate­
mático clásico en las condiciones de verdad es reemplazado por un
énfasis en las condiciones de demostrabilidad). Pero, claro está, la
concepción de trazo grueso de Wittgenstein no debe identificarse
con ninguna de éstas. Su segundo componente es distinto: aceptado
que nuestro juego de lenguaje permita un cierto ‘movimiento’ (una
aserción) en ciertas condiciones especificables, ¿cuál es el papel de
dicho permiso en nuestras vidas? Ese papel debe existir para que
este aspecto del juego de lenguaje no sea ocioso.
La concepción del lenguaje alternativa de Wittgenstein está ya
claramente sugerida en la misma sección primera de las Investiga­
cionesfilosóficas. Muchos filósofos de la matemática-—en concor­
dancia con la concepción agustiniana de «objeto y nombre»— ha­
cen preguntas como: «¿Qué entidades (“números”) son denotadas
por los numerales? ¿Qué relaciones entre estas entidades (“he­
chos”) se corresponden con los enunciados numéricos?» (filósofos
de inclinación nominalista replicarían, escépticamente, «¿Podemos
realmente creer que haya tales entidades?»). En contra de semejan­
te concepción «platonista» del problema, Wittgenstein pide que

Wiesbaden, y Alien andUnwin, Londres, 6.a ed., 1962), traduce «zu Unrecht» por «in­
justamente, deslealmente» [m njustly, unfairly»)-, « Unrecht», en general, es una «injus­
ticia» [«injustice»] o un «mal» [«wrong»]. Todo esto es razonablemente consistente con
«ilegítimamente», pero presta poco apoyo a «sin derecho», aun cuando la idea de que
tenemos «derecho» a usar una palabra en ciertas circunstancias sin «justificación»
[«Rechtfertigung»] esté obviamente en armonía con lo que Wittgenstein está tratando
de señalar. Sin embargo, mediante «zu Unrecht» Wittgenstein parece querer decir que
el uso de una palabra sin justificación independiente no tiene por qué ser un uso «ilegi­
timo» de la palabra •— carente de apoyo epistémico o lingüístico apropiado. Por el con­
trario, es esencial al funcionamiento de nuestro lenguaje que, en algunos casos, dicho
uso del lenguaje sea perfectamente correcto. Cuando utilizamos la terminología de
«condiciones de justificación», hemos de construirlas de modo que incluyan tales casos
(donde Wittgenstein diría que no hay ninguna «justificación»). (Podría ser que «erró­
neamente» [«wrongly»] fuese una traducción más idiomática que «ilegítimamente»
[«wrongfutly»]. «Sin derecho» a mí me suena como si se estuviese introduciendo un
nuevo término técnico difícil. La cuestión es que «zu Unrecht», al ser una expresión
bastante corriente del alemán, no debería ser vertida al inglés de modo que parezca que
es una expresión técnica inusual de esta lengua).
descartemos cualesquiera concepciones a priori y miremos («¡No
pienses, mira!») las circunstancias en las que se profieren realmen­
te las aserciones numéricas, y los papeles que tales aserciones ju e­
gan en nuestras vidas64. Supongamos que me dirijo al tendero lle­
vando un trozo de papel con la inscripción «cinco manzanas rojas»,
y él me entrega manzanas, recitando de memoria los numerales
hasta cinco y entregándome una manzana cada vez que pronuncia
un numeral. Es en circunstancias como éstas cuando estamos auto­
rizados a hacer proferencias en las que se usan numerales; el papel
y la utilidad de tal autorización son obvios. En §§ 8-10, Wittgens­
tein imagina las letras del alfabeto, recitadas en orden alfabético,
usadas en un juego de lenguaje en miniatura, igual a como se usan
los numerales* en nuestro ejemplo. Nos sentimos poco inclinados
a preguntamos acerca de la naturaleza de las entidades «denotadas»
por las letras del alfabeto. No obstante, si se usan del modo descri­
to, puede decirse de ellas con propiedad que «están por números».
En realidad, decir de unas palabras que están por números (natura­
les) es decir que se usan como numerales, esto es, que se usan del
modo descrito. De todos modos, la legitimidad, a su manera, de la
expresión «están por números» no debe llevamos a pensar que los
numerales sean similares a expresiones como «losa», «pilar» y
otras por el estilo, excepto en que las entidades «denotadas» no son
espacio-temporales. Si el uso de la expresión «está por números»
lleva a confusión de este modo, lo mejor sería recurrir a otra termi­
nología, por ejemplo, que una expresión «juega el papel de un nu­
meral». Este papel, según lo describe Wittgenstein, está palmaria­
mente en fuerte contraste con el papel de expresiones como «losa»,
64 De varias maneras, se puede suponer que. Frege es aquí el blanco. Él es quien
insiste en considerar los números como objetos, y en preguntarse acerca de la naturale­
za de estos objetos (insistiendo incluso en que podemos preguntamos si Julio César es
un número o no). Por otro lado, el famoso principio contextual de los Gnmdlagen der
Arithmetik (se debe preguntar por la significación de un signo sólo en el contexto de una
oración) y el énfasis que Frege pone particularmente en preguntarse cómo se aplican
realmente las expresiones numéricas están ambos presentes en el espíritu del debate de
Wittgenstein. Quizá la mejor manera de concebir la relación de Wittgenstein con Frege
aquí sea decir que Wittgenstein consideraría acertado el espíritu del principio contex­
tual de Frege pero criticaría a Frege por utilizar «nombre de un objeto» como etiqueta
englobalotodo parausos del lenguaje que son «absolutamente diferentes» (§ 10).
* N. del. T. :En el texto original aparece aquí la palabra «numbers», no «numeráis»,
cuya traducción es «números», en vez de «numerales». Sin duda se trata de una errata
de la edición inglesa, pues es claro que Kripke está aquí hablando de numerales y no de
números.
«pilar», «bloque», en los juegos de lenguaje que describe en sus
secciones primeras (véase § 10).
Este caso constituye un buen ejemplo de varios aspectos de la
técnica de Wittgenstein en las Investigaciones. Una idea importante
en la filosofía de la matemática es brevemente sugerida, casi en
passant, casi escondida en una discusión general de la naturaleza
del lenguaje y de los «juegos de lenguaje»65. En el estilo discutido
arriba, Wittgenstein sugiere que una expresión como «está por un
número» es apropiada, pero es peligrosa si se toma para hacer una
cierta sugerencia metafísica. Es de sospechar que Wittgenstein está
negando que los numerales estén por entidades llamadas «núme­
ros», en el sentido propuesto por los «platonistas». Lo más impor­
tante para el propósito presente es que el caso ejemplifica las cues­
tiones centrales que Wittgenstein quiere preguntar acerca del uso
del lenguaje. No busques «entidades» y «hechos» que se corres­
pondan con aserciones numéricas; mira, en cambio, las circunstan­
cias en que se hacen las proferencias que envuelven numerales, y la
utilidad de hacerlas en estas circunstancias.
El reemplazo de condiciones de verdad por condiciones de justi­
ficación cumple un doble papel en las Investigaciones. Primero, ofre­
ce una nueva aproximación a los problemas de cómo el lenguaje
posee significado, en contraste con la del Tractatus. Pero, segundo,
puede aplicarse para dar una explicación de las propias aserciones
acerca del significado, consideradas como aserciones dentro de nues­
tro lenguaje. Recuérdese la conclusión escéptica de Wittgenstein:
ningún hecho, ninguna condición de verdad, se corresponde con
enunciados como «Jones quiere decir adición mediante “+”». (Las

65 Paul Benacerraf, en «What Numbers could not be», The Philosophicai Review,
vol. 74 (1963), pp. 47-73, véanse especialmente pp. 71-72, concluye con sugerencias
sorprendentemente similares a las de Wittgenstein, aunque mucha de su argumentación
precedente no encuentra paralelo directo en Wittgenstein. Es posible que una de las ra­
zones por las que pasó desapercibido el parecido de las ideas de Benacerraf con una
porción bastante bien conocida de las Investigaciones sea la forma en passant en que
Wittgenstein introduce el asunto en la filosofía de la matemática dentro del contexto de
una discusión más general. (Aunque en este ensayo no asumo la labor de criticar a
Wittgenstein, me parece que se necesita una gran cantidad de trabajo adicional si se
desea defender la postura que aquí adopta, ya que la matemática, en su aparente trata­
miento de los números como entidades, conlleva mucho más de lo que puede abarcarse
mediante el simple caso de contar. Quizá puede interpretarse que algunos autores pos­
teriores tratan de llevar a cabo tal proyecto, pero no es mi cometido discutir aquí estos
asuntos).
presentes observaciones acerca del significado y el uso no proporcio­
nan en sí mismas tales condiciones de verdad. De acuerdo con ellas,
Jones quiere decir ahora adición mediante «+» si en este momento
tiene intención de usar el signo «+» de una cierta manera, y quiere
decir cuadición, si tiene intención de usarlo de otra. Pero nada se
afirma que ilumine la cuestión de la naturaleza de dicha intención).
Ahora bien, si suponemos que los hechos, o las condiciones de
verdad, son parte esencial de la aserción significativa, se seguirá de
la conclusión escéptica que las aserciones de que alguien alguna
vez quiere decir algo con sus palabras carecen de significado. En
cambio, si aplicamos a estas aserciones las pruebas sugeridas en las
Investigaciones filosóficas, esta conclusión no se sigue. Todo lo
que se necesita para legitimar las aserciones de que alguien quiere
decir algo con sus palabras es que haya circunstancias aproximada­
mente especificables en que esas aserciones sean legítimamente
aseverables, y que el juego de aseverarlas en tales condiciones des­
empeñe un papel en nuestras vidas. No es precisa suposición algu­
na de que «los hechos se corresponden» con esas aserciones.
Yo atribuiría, por tanto, la siguiente estructura aproximada a las
Investigaciones filosóficas (aunque las divisiones entre las partes
no son tajantes y son hasta cierto punto arbitrarias). Los §§ 1-137
ofrecen la refutación preliminar de la teoría del lenguaje del Trac­
tatus y sugieren la concepción de trazo grueso con que Wittgens­
tein se propone reemplazarla. Estas secciones aparecen en primer
lugar por más de una razón. Primera, el propio Wittgenstein había
encontrado antes natural e inevitable la teoría del Tractatus —Mal­
colm dice que incluso en su etapa posterior la considera como la
única alternativa a su trabajo ulterior66— y a veces escribe como si
el lector fuera a inclinarse naturalmente hacia la teoría del Tracta­
tus a menos que intervenga él personalmente para impedirlo. Así,
las secciones iniciales contienen una refutación, no sólo de las más
básicas y más aparentemente inevitables teorías del Tractatus (como
la de que significar es enunciar hechos), sino también de muchas de
sus doctrinas más especiales (como la de un ámbito especial de
«simples»)67. El contraste que traza Wittgenstein en estas secciones

66 Véase Norman Malcolm, Ludwig Wittgenstein: A Memoir, con un bosquejo bio­


gráfico a cargo de G. H. Von Wright (Oxford University Press, Londres, 1958), p. 69.
67 Aunque en estas secciones iniciales el interés de Wittgenstein esté puesto prima­
riamente en su modo de pensar anterior, también se interesa, naturalmente, por ideas
iniciales entre su nueva manera de considerar los asuntos y su vieja
manera de pensar abarca desde estas ideas especiales del Tractatus
hasta la naturaleza de la filosofía. Este primer aspecto de las sec­
ciones iniciales ha estado claro, creo, para la mayoría de lectores.
Es menos obvio un segundo aspecto. La paradoja escéptica es el
problema fundamental de las Investigaciones filosóficas. Si Witt­
genstein tiene razón, no podemos empezar a resolverlo mientras
permanezcamos bajo la férula de la presuposición natural de que
las oraciones declarativas significativas deben pretender corres­
ponderse con hechos; mientras sea éste nuestro marco, sólo pode­
mos concluir que las oraciones que atribuyen significado e inten­
ción son ellas mismas carentes de significado. Tenga o no razón
Wittgenstein al pensar que la concepción entera del Tractatus es
una consecuencia de presuposiciones naturales y aparentemente in­
evitables, no cabe duda de que tiene razón acerca de esta parte fun­
damental de la misma. La idea de la correspondencia-con-hechos
debe ser eliminada antes de poder abordar el problema escéptico.
Las secciones 138-242 se ocupan del problema escéptico y de su
solución. Estas secciones ■—las centrales de las Investigaciones f i ­
losóficas—•han constituido el interés primario de este ensayo. To­
davía no hemos visto cuál es la solución del problema, pero el lec­
tor astuto habrá adivinado ya que Wittgenstein encuentra que
desempeña un papel útil en nuestras vidas un «juego de lenguaje»
que autorice, en ciertas condiciones, a aseverar que alguien «quiere
decir tal y cual» con sus palabras y que su aplicación presente de
una palabra «concuerda» con lo que él quiso decir en el pasado.
Resulta que este papel y estas condiciones conllevan referencia a
una comunidad. Son inaplicables a una única persona considerada
aisladamente. Así, como hemos dicho, Wittgenstein rechaza el
«lenguaje privado» no más tarde de § 202.
Las secciones siguientes a § 243 — las secciones usualmente lla­
madas «el argumento del lenguaje privado»— se ocupan de la apli­
cación al problema de las sensaciones de las conclusiones generales
acerca del lenguaje obtenidas en §§ 138-242. La conclusión escép­

relacionadas de otros autores (el modelo del lenguaje de «objeto y nombre», la concep­
ción de las oraciones «como en correspondencia con hechos», etc.), aun cuando éstos
puedan tener ideas que difieren en los detalles de las del Tractatus. Desea poner en re­
lación el debate, no sólo con sus propias ideas específicas, sino también con asuntos
más amplios.
tica acerca de las reglas, y el rechazo consiguiente de reglas priva­
das, resulta suficientemente difícil de tragar en general, pero parece
especialmente antinatural en dos áreas. La primera es la matemáti­
ca, objeto del grueso del debate precedente en este ensayo (y de
gran parte del de Wittgenstein en §§ 138-242). ¿Acaso no capto yo,
en matemática elemental, reglas como la de la adición que determi­
nan todas sus aplicaciones futuras? ¿Es que no es inherente a la
naturaleza misma de tales reglas que, una vez que he captado una,
no tengo elección futura en cuanto a su aplicación? ¿No constituye
cualquier puesta en cuestión de estas aserciones una puesta en cues­
tión de la demostración matemática misma? ¿Y no es la captación
de una regla matemática el logro en solitario de cada matemático
sin dependencia de interacción ninguna con una comunidad más
amplia? Cierto, puede que otros me hayan enseñado el concepto de
adición, pero actuaron sólo a modo de ayudas heurísticas para mi
consecución de un logro —la «captación del concepto» de adi­
ción— que me pone en una relación especial con la función de
adición. Los platonistas han comparado la captación de un concep­
to a un sentido especial, análogo a nuestro aparato sensorial ordina­
rio, sólo que perceptor de entidades superiores. Pero la idea no re­
quiere una teoría platónica especial de los objetos matemáticos. Se
basa en la observación — aparentemente obvia en cualquier con­
cepción— de que al captar una regla matemática he logrado algo
que depende sólo de mi propio estado interno, y que es inmune a la
duda cartesiana acerca del entero mundo material externo68.
Otro caso que parece ser un contraejemplo obvio a la conclusión
de Wittgenstein es el de una sensación, o de una imagen mental.
¡No cabe duda de que puedo identificar a éstas después de haberlas
sentido, y que es irrelevante cualquier participación en una comu­
nidad! Debido a que estos dos casos, la matemática y la experiencia
interna, parecen contraejemplos tan obvios a la idea de Wittgens-

68 Aunque las ideas de Wittgenstein sobre la matemática estuvieron sin duda influi­
das por Brouwer, merece la pena señalar aquí que la filosofía de la matemática intuicio-
nista de Brouwer es, si acaso, más solipsista todavía que s\i rival «platonista» tradicio­
nal. D e acuerdo con esta concepción, se puede idealizar la matemática como la actividad
aislada de un único matemático («sujeto creador») cuyos teoremas son aserciones acer­
ca de sus propios estados mentales. El hecho de que los matemáticos formen una comu­
nidad es irrelevante para los propósitos teóricos. (En realidad, se dice que Brouwer
mismo mantuvo misteriosas ideas «solipsistas» de que la comunicación es imposible.
Lo que he señalado se mantendría aun si dejásemos éstas últimas a un lado).
tein acerca de las reglas, Wittgenstein trata ambos en detalle. El
segundo caso se trata en las secciones siguientes a § 243. El prime­
ro se trata en observaciones que Wittgenstein dejó sin preparar para
su publicación, pero de las que aparecen pasajes seleccionados en
las Observaciones sobre losfundamentos de la matemática y en otros
lugares. Wittgenstein cree que sólo si superamos nuestra fuerte in­
clinación a ignorar sus conclusiones generales acerca de las reglas
podemos tener una visión adecuada de estas dos áreas. Por esta ra­
zón, las conclusiones acerca de las reglas son de importancia cru­
cial tanto para la filosofía de la matemática como para la filosofía
de la mente. Aunque en su estudio de las sensaciones, en § 243 y
siguientes, no se limite a citar simplemente sus conclusiones gene­
rales sino que argumenta de nuevas este caso especial (lo mismo
hace para la matemática en otro lugar), si llamamos a § 243 y si­
guientes «el argumento del lenguaje privado» y lo estudiamos de
modo aislado, separándolo del material precedente, sólo aumenta­
remos nuestras dificultades para comprender un argumento ya de
por sí difícil. Wittgenstein tenía un plan de organización definido
cuando situó esta discusión en el lugar donde está.
Por supuesto, la división no es tajante. Las secciones iniciales
«anti-Tractatus» contienen varias anticipaciones de la «paradoja» de
§§ 138-24269, e incluso de su solución. Ejemplos de ello son las sec­
ciones 28-36 y las 84-88. Incluso la misma sección primera de las
Investigaciones puede leerse, retrospectivamente, como anticipando
el problema70. De todos modos, estas anticipaciones, al ser alusiones
crípticas al problema en el contexto del debate de problemas anterio­
res, no desarrollan por completo la paradoja y a menudo eliden el
punto principal en la presentación de otros puntos subsidiarios.
Consideremos primero la anticipación presente en las seccio­
nes 84-88, especialmente en la 86, donde Wittgenstein introduce

69 Barry Stroud me recalcó este hecho, aunque soy yo el responsable de los ejem­
plos y de la exposición en los párrafos que siguen.
70 Véase: «¿Pero cómo sabe dónde y cómo ha de buscar la palabra “rojo” y qué ha
de hacer con la palabra “cinco”? — Bueno, asumo que actúa del modo que he descrito,
Las explicaciones tienen un final en alguna parte» (§1). Retrospectivamente, esto es un
enunciado del punto básico de que yo sigo reglas «a ciegas», sin justificación alguna
para la elección que hago. Lo sugerido en esta sección, que no hay nada malo en esta
situación siempre que mi uso de «cinco», «rojo», etc., encaje dentro de un sistema
apropiado de actividades en la comunidad, anticipa la solución escéptica de Wittgens­
tein, según expongo más abajo.
la ambigüedad de las reglas y la posibilidad de un regreso al infi­
nito de «reglas para interpretar reglas». Conociendo el problema
central de las Investigaciones filosóficas, es fácil ver que en estas
secciones Wittgenstein se interesa por sacar dicho problema a la
luz, e incluso por aludir a parte de su acercamiento a una solución
(final de § 87: «El poste indicador está en orden si, en circunstan­
cias normales, cumple su propósito»). En el contexto, sin embar­
go, Wittgenstein hace que su paradoja profunda se difumine en
una cuestión mucho más sencilla — que, típicamente, los usos del
lenguaje no proporcionan una determinación precisa de su aplica­
ción en todos los casos. (Véase el debate de los nombres en § 79,
«Uso el nombre [...] sin un significado fijo»; de la «silla» (?) en
§ 80; de «Estáte aproximadamente aquí» en § 88). Es verdad,
como dice Wittgenstein, que su paradoja muestra, entre otras co­
sas, que toda explicación de una regla podría concebiblemente ser
malentendida, y que el uso del lenguaje aparentemente más preci­
so no difiere, en este respecto, de usos «aproximados» o «inexac­
tos» o «de textura abierta». De todas maneras, no hay duda de que
la verdadera cuestión de ,1a paradoja de Wittgenstein no es que la
regla de adición sea en cierto modo vaga o que deje indetermina­
dos algunos casos de su aplicación. Al contrario, la palabra «más»
denota una función cuya determinación es completamente precisa
en esto no se asemeja a las nociones vagas expresadas por
«grande», «verde», y similares. La cuestión es el problema escép­
tico, bosquejado arriba, de que lo que hay en mi cabeza deja sin
determinar qué función denota «más» según uso yo la palabra
(bien más, bien cuás), qué denota «verde» (bien verde, bien ver-
dul), y así sucesivamente. La observación usual, desligada de
cualquier escepticismo acerca del significado de «verde», de que
la propiedad del verdor está en sí misma sólo vagamente definida
para algunos casos, guarda, si acaso, relación lejana. En mi opi­
nión, los argumentos escépticos de Wittgenstein no muestran, en
este sentido, de ninguna manera, que la función de adición esté
sólo vagamente definida. La función de adición — como destaca­
ría Frege arroja un valor preciso para cada par de argumentos
numéricos. Esto no es más que un teorema de la aritmética. El
problema escéptico no indica vaguedad en el concepto de adición
(del modo como hay vaguedad en el concepto de verdor), ni va­
guedad en la palabra «más», dando por descontado su significado
usual (del modo como es vaga la palabra «verde»). La cuestión
escéptica es otra cosa71.
En las secciones objeto de discusión, Wittgenstein está arguyen­
do que cualquier explicación puede fracasar en su propósito: si de
hecho no fracasa, puede servir perfectamente, aun cuando los con­
ceptos envueltos violen el requisito fregeano de «límites tajantes»
(§ 71). Véase § 88: «Si digo a alguien “Estáte aproximadamente
aquí”, ¿no puede esta explicación servir perfectamente? ¿Y no pue­
de cualquier otra fracasar también?». Al menos dos asuntos están
aquí envueltos: lo ¡apropiado de la vaguedad, de las violaciones del
requisito fregeano<(en realidad Wittgenstein pone en duda que tal
requisito, en un sentido absoluto, esté bien definido); y una insi­
nuación de la paradoja escéptica de la segunda porción (§§ 138-
242) de las Investigaciones. En el contexto donde se sitúa, la para­
doja, presagiada brevemente, no se distingue con claridad de las
otras consideraciones acerca de la vaguedad y los límites tajantes.
El verdadero desarrollo del problema está todavía por venir.
Observaciones similares se aplican al debate de la definición os­
tensiva en §§ 28-36, que forma parte de una discusión más amplia
acerca del nombrar, uno de los temas importantes de la primera por­
ción (§ § 1-137) de las Investigaciones. Wittgenstein hace hincapié en
que las definiciones ostensivas son siempre en principio capaces de
ser malentendidas, incluso la definición ostensiva de una palabra de
color como «sepia». Cómo entiende la palabra una persona se revela
en el modo en que esa persona continúa, en «el uso que hace de la
palabra definida». Es posible continuar del modo correcto dada una
explicación mínima, mientras que, por otro lado, es posible continuar
de modo diferente por muchas aclaraciones que se añadan, ya que
éstas pueden ser también malentendidas (de nuevo una regla para
interpretar una regla; véanse especialmente §§ 28-29).
Gran parte del argumento de Wittgenstein va dirigido en contra
de la idea de una experiencia cualitativamente única, especial, que

71 Aunque quizá la vaguedad, en el sentido ordinario, entre en el rompecabezas de


Wittgenstein del modo siguiente: cuando un maestro presenta una palabra como «más»
a alguien que esté aprendiendo el idioma, si no la reduce a conceptos más «básicos»
previamente aprendidos, la presenta mediante un número finito de ejemplos, junto con
las instrucciones: «¡Continúa de la misma manera!». La última cláusula puede realmen­
te considerarse vaga, en el sentido ordinario, aunque de ella dependa nuestra captación
del más preciso de los conceptos. Este tipo de vaguedad está íntimamente conectado
con la paradoja de Wittgenstein.
sea la de entender la definición ostensiva del modo correcto (§§ 33-36).
Una vez más, la verdadera cuestión para Wittgenstein, aquí en el
contexto del nombrar y de la definición ostensiva, es la paradoja
escéptica. El caso de la definición ostensiva de un color (el «se­
pia») guarda una conexión especial con el así llamado «argumento
del lenguaje privado», según se desarrolla para las sensaciones en
§§ 243 y siguientes. También aquí, empero, el argumento se insinúa
tan brevemente y se encuentra tan subsumido en el contexto de
otros asuntos, que, en este estadio del argumento, la cuestión puede
fácilmente pasar desapercibida72.
Sin embargo, otro rasgo de la situación indica cómo pueden co­
nectarse las ideas de un modo que cruza de través las divisiones que
he señalado en las Investigaciones filosóficas. La primera parte
(hasta § 137), como hemos dicho, critica la concepción anterior
de Wittgenstein de la naturaleza del lenguaje e intenta sugerir
otra. Puesto que la solución escéptica de Wittgenstein a su para­
doja es posible sólo dada su concepción posterior del lenguaje y
queda descartada por su concepción previa, el debate en la segun­
da parte (§§ 138-242) depende del de la primera. El punto a desta­
car aquí es que, al mismo tiempo, la segunda parte es importante

72 En estas secciones Wittgenstein no menciona ejemplos como «verdul» o «cuás»,


sino que empieza por destacar las posibilidades ordinarias de malentender una defini­
ción ostensiva. Muchos filósofos que han sido influidos por Wittgenstein se han visto
atraídos también por la idea de que un acto de ostensión está mal definido a menos que
venga acompañado de un sortal («la entidad que estoy señalando» como cosa distinta
de «el color que estoy señalando», «la forma...», «la m esa...», etc.). Entonces, a partir
de este hecho, se sacan conclusiones acerca del nombrar y la identidad (en tanto que
asociados con «términos sortales»). Tengo la impresión de que muchos de estos filóso­
fos interpretarían que las secciones 28-29 de Wittgenstein expresan el mismo punto
(véase, por ejemplo, M. Dummett, Frege (Duckworth, Londres, 1973, xxv + 698 pp),
pp. 179-180 , y frecuentemente en otros lugares). Sin embargo, me parece claro que el
punto principal de estas secciones es casi exactamente el opuesto. Debería estar claro
tras la lectura de §29 que la idea de añadir un sortal («Este número se llama “dos”») es
introducida por el interlocutor imaginario de Wittgenstein. En su contra, Wittgenstein
replica que el punto es correcto en un sentido, pero que la definición ostensiva original
•— sin un sortal—■es perfectamente legítima con tal de que lleve al principiante a aplicar
correctamente una palabra como ‘dos’ en el futuro; en cambio, ni siquiera si se añade el
sortal desaparece la posibilidad de aplicación futura equivocada, ya que también el
sortal puede interpretarse incorrectamente (y este problema no se puede eliminar me­
diante explicaciones adicionales). En realidad hay dos 'asuntos separables, como en el
caso de §§ 84-88. Uno es análogo al que versaba sobre la vaguedad en §§ 84-88: que
una definición ostensiva sin un sortal que la acompañe es vaga. El otro, que claramente
es el punto principal, es el problema escéptico de Wittgenstein, presentado aquí en tér­
minos de la posibilidad de malentender una definición ostensiva.
para una comprensión cabal de la primera. El trabajo anterior de
Wittgenstein había dado por descontada una relación natural de in­
terpretación entre un pensamiento en la mente de alguien y el (die­
cho» que «representa». La relación se suponía que consistía en un
isomorfismo entre un hecho (el hecho de que los elementos menta­
les estén dispuestos de una cierta manera) y otro (el hecho-en-el-
mundo «representado»). Parte del ataque de Wittgenstein a esta
idea suya anterior se desarrolla en la primera parte mediante una
crítica a la noción, crucial para la teoría del isomorfismo del Trac-
tatus, de que hayjuna única descomposición de un complejo en sus
elementos «últmlos (véanse, por ejemplo, §§ 47-48). Claramente,
sin embargo, la paradoja de la segunda parte de las Investigaciones
constituye una poderosa crítica a toda idea de que las «representa­
ciones mentales» se correspondan unívocamente con «hechos», ya
que alega que los componentes de tales «representaciones menta­
les» no poseen interpretaciones que puedan «leerse» a partir de
ellos de una única manera. Luego a fortiori, no hay tal interpreta­
ción única de las «oraciones» mentales que los contienen que las
presente como «representando» un «hecho» u otro73. De este modo,
la relación entre la primera y la segunda porción de las Investiga­
ciones es recíproca. Para que la solución escéptica de Wittgenstein
a su paradoja sea inteligible, la concepción «realista» o «represen-
tacional» del lenguaje debe ser socavada por otra concepción (en
la primera parte). Por otro lado, la paradoja desarrollada en la se­
gunda parte, previamente a su solución, asesta una importante
puntilla final (quizá la crucial) a la concepción representacional74.
Sin duda, ésta es una razón por la que Wittgenstein introduce pre­
sagios de la paradoja ya en las secciones de la primera parte. Pero
es también una ilustración de que las divisiones estructurales que
he indicado en las Investigaciones filosóficas no son tajantes. La
investigación avanza «de forma entrecruzada en todas direccio­
nes» (prefacio).

73 Las críticas a las ideas anteriores acerca del «isomorfismo» son por tanto críticas
a un supuesto modo especial de obtener una única interpretación de una representación
mental. Para Wittgenstein, dadas sus ideas anteriores, las críticas a la noción de isomor­
fismo son así, obviamente, de especial importancia para una puesta en escena de su
paradoja. Son relativamente menos importantes, como tal puesta en escena, para al­
guien que'no esté tratando de dejar atrás este entorno especial.
74 Michael Dummett me recalcó este punto, aunque soy yo el responsable de su
formulación presente.
La solución escéptica de Wittgenstein concede al escéptico que
no existen «condiciones de verdad» ni «hechos correspondientes»
en el mundo que hagan verdadero a un enunciado como «Jones,
igual que muchos de nosotros, quiere decir adición mediante
“más”». Debemos, más bien, mirar cómo se usan tales aserciones.
¿Puede esto ser adecuado? ¿Acaso no llamamos «verdaderas» o
«falsas» a aserciones como la que acabamos de citar? ¿Es que no
podemos con propiedad anteponer a tales aserciones la expresión
«Es un hecho que» o «No es un hecho que»? Wittgenstein despacha
estas objeciones de modo escueto. Como muchos otros, Wittgens­
tein acepta la teoría de la «redundancia» de la verdad: afirmar que
un enunciado es verdadero (o, presumiblemente, anteponerle «Es
un hecho que...») es simplemente afirmar el enunciado mismo, y
decir que no es verdadero es negarlo: (‘p ’ es verdadero = p). Sin
embargo, se podría objetar: (a) que sólo se llama «verdaderas» o
«falsas» a proferencias de ciertas formas — a las preguntas, por
ejemplo, no— y a éstas se les llama así precisamente porque pre­
tenden enunciar hechos; (b) que precisamente las oraciones que
«enuncian hechos» pueden ocurrir como componentes de com­
puestos veritativo-funcionales y su significado en tales compuestos
es difícil de explicar en términos sólo de condiciones de aseverabi-
lidad. También despacha esto Wittgenstein de modo escueto. Lla­
mamos a algo una proposición, y por tanto verdadero o falso, cuan­
do le aplicamos en nuestro lenguaje el cálculo de las funciones de
verdad. Es decir, es simplemente una parte primitiva de nuestro
juego de lenguaje, no susceptible de explicación más profunda, que
las funciones de verdad se aplican a ciertas oraciones. Para el propó­
sito de la exposición presente, merece la pena señalar que las secciones
en las que Wittgenstein discute el concepto de verdad (§§ 134-137)
clausuran las secciones preliminares sobre el Tractatus y preceden
inmediatamente al debate de la paradoja escéptica. Ellas proporcio­
nan el trabajo preparatorio final necesario para ese debate.
Por fin, nos podemos dirigir a la solución escéptica de Wittgens­
tein y al argumento consiguiente contra las reglas «privadas». Tene­
mos que ver en qué circunstancias se hacen las atribuciones de sig­
nificado y qué papel juegan estas atribuciones en nuestras vidas.
Siguiendo la exhortación de Wittgenstein a mirar en lugar de pen­
sar, no razonaremos a priori acerca del papel que tales enunciados
deben jugar; en cambio, averiguaremos qué circunstancias autori­
zan realmente a hacer tales aserciones y qué papel cumple realmen­
te esta autorización. Es importante darse cuenta de que no estamos
buscando condiciones necesarias y suficientes (condiciones de ver­
dad) para seguir una regla, ni un análisis de en qué consiste tal segui­
miento de una regla. En realidad, tales condiciones constituirían una
solución «directa» al problema escéptico, y han sido rechazadas.
En primer lugar, consideremos lo que es verdad acerca de una
persona tomada aisladamente. El hecho más obvio es uno que po­
dría habérsenos escapado tras larga contemplación de la paradoja
escéptica. No inlfunde ésta terror ninguno en nuestras vidas cotidia­
nas; ¡nadie duda realmente cuando se le pide una respuesta a un
problema de adición! Casi todos nosotros damos sin dudar la res­
puesta «125» cuando se nos pregunta por la suma de 68 y 57, ¡sin
que se nos pase por la cabeza la posibilidad teórica de que podría
haber sido apropiada una regla cuasiforme! Y actuamos así sin jus­
tificación. Naturalmente, si se nos pregunta por qué dijimos «125»,
la mayoría de nosotros aducirá que sumó 8 y 7 para obtener 15, que
anotó 5 y se llevó 1, y así sucesivamente. Pero entonces, ¿qué dire­
mos si se nos pregunta por qué nos «llevamos» del modo como lo
hicimos? ¿No podríamos haber tenido en el pasado la intención de
que «llevarse» significase cuevai-se; donde «cuevarse» es...? La
idea toda del argumento escéptico es que al final alcanzamos un
nivel donde actuamos sin ninguna razón por cuya virtud podamos
justificar nuestra acción. Actuamos sin dudar, pero a ciegas.
Éste es, entonces, un caso importante de lo que Wittgenstein
llama hablar sin «justificación» («Rechtfertigung»), pero no «ilegí­
timamente» («zu Unrecht»)15. Es parte de nuestro juego de lenguaje
de hablar de reglas el que un hablante pueda, sin dar al final justifi­
cación alguna, seguir su propia segura inclinación de que este modo
(digamos, responder «125») es el modo correcto de responder, y no
algún otro (por ejemplo, responder «5»), Esto es, las «condiciones

75 Véase la nota 63. Nótese que en las Observaciones sobre los fundamentos ele la
matemática, V, § 33 [VE, § 40], Wittgenstein desarrolla este punto con respecto a su
problema general acerca de las reglas, la concordancia y la identidad, mientras que en
el pasaje paralelo de la Investigaciones filosóficas, § 289, se interesa por las declaracio­
nes de dolor. Esto ilustra de nuevo la conexión de las ideas de Wittgenstein acerca del
lenguaje de sensación con el punto general acerca de las reglas. Nótese también que el
pasaje de las Ofin se encuentra subsumido en un contexto de filosofía de la matemática.
La conexión de los debates de Wittgenstein en tomo a la matemática con sus debates en
tomo a las sensaciones es otro de los temas del presente ensayo.
de aseverabilidad» que autorizan a un individuo a decir que, en una
ocasión dada, debe seguir su regla de este modo y no de aquél son,
al final, que él hace lo que está inclinado a hacer.
Lo importante acerca de este caso es que, si confinamos nuestra
atención a una sola persona, a sus estados psicológicos y su con­
ducta extema, esto es lo más lejos que podemos llegar. Podemos
decir que actúa con confianza en cada aplicación de una regla; que
dice — sin justificación adicional— que el modo en que actúa, a
diferencia de algún modo cuasiforme alternativo, es el modo en que
ha de responderse. No hay circunstancias en las que podamos decir
que, aun si esa persona se inclina a decir «125», debería haber di­
cho «5», o viceversa. Por definición, ella está autorizada a dar, sin
justificación adicional, la respuesta que tan natural e inevitable le
parece. ¿En qué circunstancias puede estar equivocada por, ponga­
mos, seguir la regla equivocada? Ningún otro puede, con sólo es­
crutar la mente y la conducta de esa persona, decir algo así como
«Ella se equivoca si no concuerda con sus propias intenciones pa­
sadas». La idea toda del argumento escéptico era que no puede ha­
ber hechos acerca de esa persona en cuya virtud concuerde o no con
sus intenciones. Todo lo que podemos decir, si consideramos una
sola persona aisladamente, es que nuestra práctica ordinaria le au­
toriza a aplicar la regla del modo que le parece.
Pero, por supuesto, éste no es nuestro concepto usual de seguir
una regla. No ocurre de ninguna manera que, meramente porque
alguien piense que está siguiendo una regla, no quepa lugar para
juzgar que no la está siguiendo realmente. Alguien —un niño, un
individuo confundido por efecto de una droga— puede que piense
que está siguiendo una regla aun cuando esté en realidad actuando
al azar, sin concordar con regla alguna. Alternativamente, puede
que, bajo el influjo de una droga, actúe de repente en concordancia
con una regla cuasiforme, alejándose de sus intenciones primeras.
Si no pudiera nadie tener justificación alguna para decir de una
persona del primer tipo que su confianza en que está siguiendo al­
guna regla está fuera de lugar, o de una persona del segundo tipo
que ya no concuerda con la regla que previamente había seguido,
poco contenido tendría nuestra idea de que una regla, o intención
pasada, obliga a elecciones futuras. Nos inclinamos a aceptar con­
dicionales de un tipo tan crudo como «Si alguien quiere decir adi­
ción mediante “+” entonces, si recuerda su intención pasada y de­
sea conformarse a ella, cuando se le pregunte acerca de “68 + 57”,
responderá “ 125”». La cuestión es qué contenido sustantivo pueden
poseer tales condicionales.
Si nuestras consideraciones hasta la fecha son correctas, la res­
puesta es que, si se considera una persona aisladamente, la noción
de una regla que guía a la persona que la adopta no puede poseer
ningún contenido sustantivo. No hay, hemos visto, ninguna condi­
ción de verdad ni ningún hecho en cuya virtud pueda ocurrir que la
persona concuerde o no con sus intenciones pasadas. Mientras pen­
semos que ella está siguiendo una regla «privadamente», y preste­
mos por tanto atención sólo a sus condiciones de justificación, todo
lo que podemos decir es que está autorizada a seguir la regla como
le parezca. Por esto es por lo que Wittgenstein dice: «Creer que se
está obedeciendo una regla no es obedecerla. De ahí que no sea
posible obedecer una regla “privadamente”; en caso contrario, creer
que se estaba obedeciendo una regla sería lo mismo que obedecer­
la» (§ 202).
La situación se hace muy diferente si nos permitimos ensanchar
nuestro horizonte y dejamos de contemplar al seguidor de reglas en
solitario para contemplarlo en interacción con una comunidad más
amplia. Habrá entonces otros que tendrán condiciones de justifica­
ción para la atribución al sujeto de un seguimiento de regla correc­
to o incorrecto, y éstas no consistirán simplemente en que ha de
aceptarse incondicionalmente la propia autoridad del sujeto. Consi­
deremos el ejemplo de un niño pequeño que está aprendiendo a
sumar. Es obvio que su maestro no aceptará meramente cualquier
respuesta suya. Por el contrario, el niño debe satisfacer varias con­
diciones para que el maestro le adscriba dominio del concepto de
adición. Primero, para números que sean lo bastante pequeños, el
niño debe dar, casi todo el tiempo, la respuesta «correcta». Si un niño
insiste en responder «7» a la pregunta «2 + 3», y «3» a «2 + 2»,
y comete varios otros errores elementales, el maestro le dirá: «No
estás sumando. O estás calculando otra función» — ¡supongo que,
en realidad, no le hablaría exactamente así a un niño!— «o, más
probablemente, no estás todavía siguiendo ninguna regla, sino sólo
dando cualquier respuesta aleatoria que te viene a la cabeza». Su­
pongamos, empero, que el niño resuelve correctamente casi todos
los problemas de adición «pequeños». Con cálculos mayores, el
niño puede cometer más errores que con los problemas «pequeños»,
pero debe resolver correctamente un cierto número y, cuando se
equivoca, debe ser reconocible que está «intentando seguir» el pro­
cedimiento apropiado, y no un procedimiento cuasiforme, a pesar
de que cometa errores. (Recordemos, el maestro no está juzgando
cuán fiable o diestro es el niño como sumador, sino si se puede
decir de él que esté siguiendo la regla de adición). Ahora bien, ¿qué
quiero decir cuando digo que el maestro juzga que, para ciertos
casos, el alumno debe dar la respuesta «correcta»? Lo que quiero
decir es que el maestro juzga que el niño ha dado la misma respues­
ta que él mismo daría. De modo similar, cuando, dado un problema
con números mayores, digo que el maestro, para juzgar que el niño
está sumando, debe juzgar que está aplicando el procedimiento
«correcto» a pesar de que cometa errores, lo que quiero decir es que
el maestro juzga que el niño está aplicando el procedimiento que él
mismo se inclina a aplicar.
Algo parecido es verdad para los adultos. Si alguien que estimo
que ha estado calculando una función de adición normal (esto es,
alguien que estimo que cuando suma da la misma respuesta que yo
daría), de repente ofrece respuestas en concordancia con procedi­
mientos que difieren de los míos de modo estrafalario, entonces
estimaré que algo tiene que haberle sucedido, y que ya no está si­
guiendo la regla que seguía previamente. Si esto le sucede de forma
general, y sus respuestas me parecen prácticamente desprovistas de
pauta discemible alguna, estimaré que probablemente se ha vuelto
loco.
De aquí podemos discernir condiciones de aseverabildad aproxi­
madas para una oración como «Jones quiere decir adición mediante
“más”». Jones está autorizado, sujeto a corrección de los demás, a
decir provisionalmente «Yo quiero decir adición mediante “más”»
siempre que posea el sentimiento de confianza — «¡ahora puedo
continuar!»— de que puede dar respuestas «correctas» en casos
nuevos. Y él está autorizado, de nuevo provisionalmente y sujeto a
corrección de los demás, a juzgar que una respuesta nueva es «co­
rrecta» simplemente porque es la respuesta que se inclina a dar.
Estas inclinaciones (tanto la inclinación general de Jones de que
«ya lo tiene» como su inclinación particular a dar respuestas parti­
culares a problemas de adición particulares) han de considerarse
como primitivas. No han de justificarse en términos de la habilidad
de Jones para interpretar sus propias intenciones ni en términos de
ninguna otra cosa. Pero Smith no tiene por qué aceptar la autoridad
de Jones sobre estas cuestiones: Smith estimará que Jones quiere
decir adición mediante «más» sólo si estima que las respuestas de
éste a problemas de adición particulares concuerdan con las que él,
Smith, se inclina a dar, o si, en caso de que esporádicamente no
concuerden, puede interpretar que Jones está por lo menos siguien­
do el procedimiento correcto. (Si, ante problemas muy pequeños,
Jones da respuestas que no concuerdan con las que Smith se inclina
a dar, a éste le resultará difícil o imposible interpretar que Jones
está siguiendo el procedimiento apropiado. Y lo mismo sucederá en
caso de que las respuestas de Jones a problemas mayores sean de­
masiado estrafalarias para ser errores de adición en el sentido nor­
mal: por ejemplo, en caso de que responda «5» a «68 + 57»), Si
Jones da de modo consistente respuestas que no concuerdan (en
este sentido amplio) con las de Smith, éste estimará que aquél no
quiere decir adición mediante «más». Incluso si Jones sí quiso decir
eso en el pasado, la desviación presente justificará que Smith esti­
me que ha dejado de hacerlo.
A veces, Smith, por recurso a alguna interpretación sustitutiva
alternativa de la palabra «más» de Jones, será capaz de ajustar las
respuestas de Jones a las suyas. Pero más a menudo, no lo será y se
inclinará a estimar que realmente Jones no está siguiendo regla al­
guna en absoluto. En todo esto, se considera que las inclinaciones
de Smith son exactamente tan primitivas como las de Jones. De
ninguna manera somete Smith a prueba directamente la cuestión de
si Jones pudiera tener en su cabeza alguna regla que concuerde con
la que Smith tiene en la suya. Más bien, la idea es que, si en sufi­
cientes casos concretos las inclinaciones de Jones concuerdan con
las de Smith, éste estimará que aquél está siguiendo verdaderamen­
te la regla de adición.
Desde luego, si estuviésemos constreñidos a un parloteo de dis­
cordancias, con Smith y Jones aseverando mutuamente el uno del
otro que están siguiendo la regla erróneamente, mientras los demás
discuerdan con los dos y todos entre sí, escaso interés tendría la
práctica que se acaba de describir. De hecho, nuestra comunidad
real es (aproximadamente) uniforme en sus prácticas con respecto
a la adición. La comunidad juzgará que un individuo que afirma
haber adquirido el concepto de adición lo ha adquirido efectiva­
mente si sus repuestas particulares concuerdan con las de la comu­
nidad en casos suficientes, especialmente en los simples (y si sus
respuestas «equivocadas» no son a menudo equivocadas de modo
estrafalario, como la de «5» ante «68 + 57», sino que parecen con­
cordar con las nuestras en procedimiento, aun cuando cometa un
«error de cálculo»). A un individuo que pasa con éxito tales prue­
bas se le admite en la comunidad como un sumador; a un individuo
que pasa con éxito tales pruebas en un número suficiente de casos
diversos se le admite como un hablante normal del lenguaje y un
miembro de la comunidad. A quienes se desvían se les corrige y se
les dice (usualmente de niños) que no han captado el concepto de
adición. Quien se desvía de forma incorregible en suficientes as­
pectos simplemente no puede participar en la vida de la comunidad
ni en la comunicación.
Ahora bien, lo que la concepción general del lenguaje de Witt­
genstein, según se bosquejó arriba, exige a una caracterización de
un tipo de proferencia es, no meramente que digamos en qué con­
diciones puede hacerse una proferencia de ese tipo, sino además
que señalemos qué papel y qué utilidad en nuestras vidas pueden
adscribirse a la práctica de hacer este tipo de proferencia en tales
condiciones. De alguien distinto de nosotros decimos que sigue una
cierta regla cuando sus respuestas concuerdan con las nuestras y,
cuando no, lo negamos. ¿Pero cuál es la utilidad de esta práctica?
Su utilidad es evidente y puede sacarse a la luz si consideramos de
nuevo a un hombre que compre algo en la tienda. El cliente, cuando
trata con el tendero y pide cinco manzanas, espera que el tendero
cuente del mismo modo que él lo hace, no en concordancia con al­
guna regla no-estándar estrafalaria. Y por eso, si sus negocios con
el tendero conllevan un cálculo, tal como el de «68 + 57», el cliente
espera que la respuesta del tendero concuerde con la suya. De
hecho, puede que encomiende el cálculo al tendero. Por supuesto,
puede que éste cometa errores al sumar; puede incluso que haga
cálculos fraudulentos. Pero mientras el cliente le atribuya la capta­
ción del concepto de adición, esperará, al menos, que el tendero no
se comporte de modo estrafalario, que es lo que haría si siguiera
una regla cuasiforme. Y es posible esperar incluso que, en muchos
casos, el tendero ofrecerá la misma respuesta que habría dado el
propio cliente. Cuando dictaminardos que un niño ha adquirido la
regla de adición queremos decir que podemos confiar en que reac­
cionará como lo hacemos nosotros en interacciones como la que se
acaba de mencionar entre tendero y cliente. Nuestras vidas enteras
dependen de incontables interacciones como ésas, y también del
«juego» de atribuir a los demás el dominio de ciertos conceptos o
reglas, mostrando así que esperamos que ellos se comporten como
lo hacemos nosotros.
Esta expectativa no se cumple infaliblemente. Impone una res­
tricción substantiva sobre la conducta de cada individuo, y no es
compatible con toda y cualquier conducta que éste pueda escoger.
(Contrástese esto con el caso en que considerábamos una sola per­
sona). La comunidad no juzgará que está siguiendo sus reglas un
individuo que se desvíe cuyas respuestas no concuerdan en casos
suficientes con las que ella misma proporciona. La comunidad pue­
de incluso que juzgue que el individuo está loco y no sigue regla
coherente alguna. Cuando la comunidad niega de alguien que esté
siguiendo ciertas reglas, lo excluye de diversas transacciones como
la que tiene lugar entre el tendero y el cliente. La comunidad indica
que no puede fiarse de la conducta de este individuo en tales tran­
sacciones.
Podemos reformular esto en términos de un mecanismo que ha
sido común en filosofía, la inversión de un condicional76. Por ejem­
plo, es importante para nuestro concepto de causación que acepte­
mos algún condicional como: «Si los acaecimientos de tipo A cau­
san acaecimientos de tipo B, y si ocurre un acaecimiento e de tipo A,
entonces debe seguir un acaecimiento e’ de tipo B». Puesto así,
76 Como veremos inmediatamente, la inversión en este sentido es un mecanismo
para invertir prioridades. William James resumió su famosa teoría de las emociones
{The Principies o f Psychology, Henry Holt & Co., Nueva York, 1913, en 2 volúmenes
[Principios de Psicología, F.C.É., México, 1989]; capítulo 25 (vol. 2, 442-485), «The
Emotions») mediante la aserción: «[...] el [...] enunciado racional es que nos sentimos
apenados porque lloramos [...] no que lloramos [...] porque estamos apenados...»
(p. 450). Muchas filosofías pueden compendiarse crudamente (sin duda, de forma que
no es realmente exacta) mediante eslóganes de tipo similar: «No condenamos ciertos
actos porque sean inmorales; son inmorales porque los condenamos». «No aceptamos
la ley de contradicción porque sea una verdad necesaria; es una verdad necesaria porque
la aceptamos (por convención)». «El fuego y el calor no están constantemente unidos
porque el fuego cause calor; el fuego causa calor porque los dos están constantemente
unidos» (Hume). «No decimos todos 12 + 7 = 19 y cosas parecidas porque captemos el
concepto de adición; decimos que todos captamos el concepto de adición porque todos
decimos 12 + 7 = 19 y cosas parecidas» (Wittgenstein).
El mecanismo de inversión de un condicional a que se alude en el texto consigue el
efecto de invertir prioridades de un modo que congenia con tales eslóganes. Por lo que
a mí respecta, me parecen sospechosas las posturas filosóficas de los tipos ilustrados por
los eslóganes, sean o no formuladas de manera tan cruda.
parece que la aceptación del condicional nos compromete con una
creencia en un nexo tal que, en el supuesto de que se dé la conexión
causal entre tipos de acaecimiento, la ocurrencia del primer acaeci­
miento e hace necesario (por el cumplimiento del antecedente del
condicional) que deba darse un acaecimiento e ’ de tipo B. Los hu­
méanos, naturalmente, niegan la existencia de dicho nexo. ¿Cómo
leen ellos el condicional? Esencialmente, se concentran en las con­
diciones de aseverabilidad que tiene una forma contrapuesta del
condicional. No es que ciertas condiciones antecedentes hagan ne­
cesario que tenga que tener lugar algún acaecimiento e ’; más bien,
el condicional nos compromete, siempre que sepamos que ocurre
un acaecimiento e de tipo A y no es seguido por un acaecimiento de
tipo B, a negar que haya una conexión causal entre los dos tipos
de acaecimiento. Si hicimos tal afirmación, debemos ahora retirar­
la. Aunque un condicional es equivalente a su contrapuesto, con­
centrarse en el contrapuesto es invertir nuestras prioridades. En vez
de ver las conexiones causales como primarias, de las que «fluyen»
regularidades observadas, el humeano, por el contrario, ve la regu­
laridad como primaria, y ■ —mirando la cuestión contrapuestamen­
te—■observa que retiramos una hipótesis causal cuando la regulari­
dad correspondiente posee un contraejemplo seguro.
Una inversión similar se utiliza en el caso presente. Es esencial
para nuestro concepto de una regla que mantengamos algún condi­
cional como «Si Jones quiere decir adición mediante “+”, entonces
si se le pregunta por “68 + 57”, replicará “ 125”». (En realidad, de­
berían añadirse muchas cláusulas al antecedente para hacerlo es­
trictamente correcto, pero para los propósitos presentes dejémoslo
en esta forma aproximada). Igual que en el caso causal, el condicio­
nal, según es enunciado, hace parecer que se da algún estado men­
tal en Jones que garantiza su realización de adiciones particulares
como la de «68 + 57» —justo lo que niega el argumento escéptico.
La concepción de Wittgenstein de lo que es la situación verdadera
se concentra en el contrapuesto y en las condiciones de justifica­
ción. Si Jones no responde «125» cuando se le pregunta acerca de
«68 + 57», no podemos aseverar que quiere decir adición mediante
«+». En realidad, claro está, esto no es estrictamente verdadero,
porque nuestra formulación del cbndicional es demasiado poco
precisa; deben añadirse otras condiciones al antecedente para ha­
cerlo verdadero. Según se enuncia el condicional, ni siquiera se
toma en consideración la posibilidad del error al calcular, y hay
muchas complicaciones que no son fáciles de explicar en detalle,
Queda el hecho de que si adscribimos a Jones el concepto conven­
cional de adición, no esperamos que exhiba una pauta de conducta
estrafalaria cuasiforme. Mediante tal condicional no queremos de­
cir, según la idea wittgensteiniana, que cualquier estado de Jones
garantice su conducta correcta. Más bien, al aseverar tal condicio­
nal nos comprometemos, si en el futuro Jones se comporta de for­
m a suficientemente estrafalaria (y en suficientes ocasiones), a no
persistir ya más en nuestra aserción de que está siguiendo la regla
convencional dejadición.
El condicional aproximado expresa así una restricción sobre el
juego vigente en la comunidad de atribuir a uno de sus miembros la
captación de un cierto concepto: si el individuo en cuestión ya no
se conforma a lo que la comunidad haría en estas circunstancias, la
comunidad no puede ya seguir atribuyéndole el concepto. Cuando
jugamos a este juego y atribuimos conceptos a individuos hacemos
algo de importancia, aun a pesar de que no describamos ningún
«estado» especial de sus mentes. Los acogemos provisionalmente
en la comunidad, mientras no los excluya una conducta desviada
ulterior. En la práctica, tal conducta desviada raramente ocurre.
Es, entonces, en tal descripción del juego de atribución de con­
ceptos en lo-que consiste la solución escéptica de Wittgenstein. Ella
proporciona tanto condiciones de justificación para la atribución de
conceptos a los demás como una explicación de la utilidad de este
juego en nuestras vidas. En términos de esta explicación, podemos
debatir brevemente tres,de los conceptos claves de Wittgenstein.
Primero, la concordancia. El «juego» entero que hemos descrito
— que la comunidad atribuye un concepto a un individuo mientras
éste exhiba conformidad suficiente, en circunstancias de prueba,
con la conducta de la comunidad— perdería su sentido fuera de una
comunidad que concuerde generalmente en sus prácticas. Si ante la
petición de calcular «68 + 57», una persona respondiese «125»,
otra «5» y otra «13»; si no hubiese concordancia general en las
respuestas d éla comunidad, el juego de atribuir conceptos a indivi­
duos — según lo hemos descrito— no podría existir. De hecho, por
supuesto, hay concordancia considerable, y raramente ocurre una
conducta desviada cuasiforme. Errores y discordancias sí ocurren,
pero eso es otra cuestión. El hecho es que, dejando a mi lado casos
extremos de ineducabilidad o de locura, casi todos nosotros respon­
demos, tras adiestramiento suficiente, con aproximadamente los
mismos procedimientos a problemas concretos de adición. Respon­
demos sin dudar a problemas como «68 + 57», considerando nues­
tro procedimiento como el único comprensible (véanse, por ejem­
plo, §§ 219,231, 238), y concordamos en las respuestas que damos
sin dudar. En la concepción de Wittgenstein, tal concordancia es
esencial para nuestro juego de adscribimos reglas y conceptos unos
a otros (véase § 240).
El conjunto de respuestas en las que concordamos, y el modo
como se entretejen con nuestras actividades, es nuestra forma de
vida. Seres que concordaran en dar consistentemente respuestas es­
trafalarias cuasiformes compartirían otra forma de vida. Por defini­
ción, esta otra forma de vida sería estrafalaria e incomprensible
para nosotros. («Si un león pudiera hablar, no podríamos entender­
le» (p. 223)). No obstante, si podemos imaginar la posibilidad abs­
tracta de otra forma de vida (y ningún argumento a priori parecería
excluirla), los miembros de una comunidad que compartieran tal
forma de vida cuasiforme podrían jugar al juego de atribuirse re­
glas y conceptos unos a otros, como hacemos nosotros. En tal co­
munidad, se diría que alguien sigue una regla mientras concordara
en sus respuestas con las respuestas (cMariformes) dadas por los
miembros de esa comunidad. Wittgenstein resalta la importancia
de la concordancia, y de una forma de vida compartida, para la so­
lución de su problema escéptico en los párrafos donde concluye la
sección central de las Investigaciones filosóficas (§§ 240-242;
véase también el debate de la concordancia en pp. 225-227).
En la concepción de Wittgenstein ,se excluye un cierto tipo de
explicación tradicional (y abrumadoramente natural) de nuestra
forma de vida compartida. No podemos decir que todos responde­
mos como lo hacemos a «68 + 57» porque todos captemos el con­
cepto de adición de la misma manera, que compartimos respuestas
comunes a problemas de adición particulares porque compartamos
un concepto común de adición. (Frege, por ejemplo, habría refren­
dado tal explicación, pero no hace falta ser un filósofo para encon­
trarla obvia y natural). Para Wittgenstein, una «explicación» de este
género ignora su tratamiento de la-paradoja escéptica y la solución
de la misma. No hay hecho objetivo — de que todos queremos decir
adición mediante «+», o ni siquiera de que un individuo dado lo
quiere decir-—■que explique nuestra concordancia en casos particu­
lares. Más bien, nuestra autorización para afirmar los míos de los
otros que queremos decir adición mediante «+» es parte de im «jue­
go de lenguaje» que se sostiene a sí mismo sólo debido al hecho
bruto de que generalmente concordamos. (Nada acerca de la «cap­
tación de conceptos» garantiza que no fallará mañana). Puede o no
que algún día se dé una explicación a nivel neurofisiológico de las
uniformidades aproximadas en nuestra conducta aritmética, pero
dicha explicación no está aquí en cuestión77. Nótese de nuevo la
analogía con el] caso hume ano. Ingenuamente, pudiéramos querer
explicar la concomitancia observada del fuego y el calor mediante
un «poder» causal poseído por el fuego, productor de calor. El hu­
mearlo alega que todo uso semejante de poderes causales para ex­
plicar la regularidad es carente de sentido. Más bien, jugamos a un
juego de lenguaje que nos permite atribuir semejante poder causal
al fuego mientras se mantenga la regularidad. La regularidad debe
tomarse como un hecho bruto. Así también para Wittgenstein
(p. 226): «Lo que tiene que aceptarse, lo dado, son... formas de
vida»78.

77 La lingüística transformacional moderna, en la medida en que explica todas mis


proferencias específicas mediante mi «captación» de reglas sintácticas y semánticas que
generan una cantidad infinita de oraciones con sus correspondientes interpretaciones,
parece dar una explicación del tipo que Wittgenstein no permitiría. Pues la explicación
no es en términos de mi «actuación» real en tanto que mecanismo finito (y falible). No
es una explicación puramente causal (neurofisiológica) en el sentido explicado en el
texto; véase, más arriba, la nota 22. Por otra parte, algunos aspectos de las ideas de
Chomsky congenian muy bien con la concepción de Wittgenstein. En particular, según
Chomsky, constricciones altamente específicas de la especie — una «forma de vida»—
llevan al niño a proyectar, a partir de la exposición a un corpus limitado de oraciones,
una diversidad de oraciones nuevas paya situaciones nuevas. N o hay inevitabilidad a
priori en que el niño continúe del modo como lo hace, a no ser la de que esto es lo que
hace la especie. Según ya se dijo en la nota 22, el asunto merece una discusión más
extensa.
78 ¿Podemos imaginar formas de vida distintas de las nuestras, esto es, podemos
imaginar criaturas que sigan reglas de estrafalarios modos cuasiformes? A mi parecer,
puede que haya aquí una cierta tensión en la filosofía de Wittgenstein. D e un lado, pa­
recería que la paradoja de Wittgenstein arguye que no hay ninguna razón a prio ri por la
que una criaturá no pudiera seguir una regla cuasiforme, y así en este sentido debemos
considerar concebibles a tales criaturas. D e otro lado, se supone que es parte de nuestra
forma misma de vida que encontremos natural y, ciertamente, inevitable nuestro seguir
la regla para la adición del modo particular en que lo hacemos. (Véase § 231: «“¿Pero
sin duda puedes ver...?”. Ésa es justamente la expresión característica de alguien que
está bajo la compulsión de una regla»). Pero entonces parece que debiéramos ser Inca­
paces de entender «desde el interior» (cf. la noción de «verstehen» en diversos autores
Por último, los criterios. La exacta interpretación y exégesis del
concepto de Wittgenstein de criterio ha sido objeto de abundante
debate entre los estudiosos del trabajo posterior de Wittgenstein.
Los criterios desempeñan un papel fundamental en la filosofía de la
mente de Wittgenstein: «Un “proceso interno” está necesitado de
criterios externos» (§ 580). A menudo, la necesidad de criterios
para los conceptos mentales ha sido tomada, tanto por defensores
como por críticos de la filosofía de la mente de Wittgenstein, como
una premisa fundamental de su argumento del lenguaje privado.
Los críticos han argüido algunas veces que constituye una asunción
verificacionista no defendida e indefendible. Algunos defensores
responden que, si es una premisa verificacionista de algún tipo, esa
forma de verificacionismo es claramente correcta.
No me interesa en este momento entrar en las cuestiones de exé­
gesis más sutiles envueltas en la noción de Wittgenstein de crite­
rio79, sino más bien bosquejar el papel que juega la noción en la
concepción que hemos venido desarrollando. La solución escéptica
de Wittgenstein a su problema depende de la concordancia y de la
comprobabilidad — de la habilidad de una persona para hacer la prue­
ba de si otra usa un término igual que ella. En nuestra propia forma
de vida, ¿cómo se produce esta concordancia? Cuando se trata de
alemanes) cómo podría criatura alguna seguir una regla cuasiforme. Podríamos descri­
bir tal conducta extensionalmente y de manera conductista, pero seríamos incapaces de
encontrar inteligible que a la criatura le resulte natural comportarse de este modo. Esta
consecuencia parece realmente desprenderse de la concepción de Wittgenstein sobre el
asunto.
Por supuesto, podemos definir la función cuas, introducir un símbolo para ella, y
seguir la regla apropiada para calcular sus valores. A sí lo he hecho yo en este ensayo.
Lo que parece que puede que sea ininteligible para nosotros es cómo podría una criatu­
ra inteligente recibir el mismo adiestramiento que tenemos nosotros para la función de
adición, y sin embargo captar la función apropiada de un modo cuasiforme. Si tal posi­
bilidad füese de verdad completamente inteligible para nosotros, ¿encontraríamos tan
inevitable aplicar la función más del modo como lo hacemos? Sin embargo, esta inevi-
tabilidad es una parte esencial de la propia solución de Wittgenstein a su problema.
Esto tiene todavía más fuerza con respecto a un término como «verde». ¿Podemos
captar cómo podría ocurrir que alguien, al serle presentada una serie de objetos verdes
y pedírsele que aplique el término, «verde» justamente a «cosas como éstas», aplicara
sin embargo el término aprendido como si significara «verdul»? Parecería que en algún
sentido no podemos, si es que encontramos inevitable nuestro propio modo de conti­
nuar.
79 Un intento detallado de abordar tales cuestiones es el de Rogers Albritton, «On
Wittgenstein’s Use o f theTerm ‘Criterion’», en Pitcher (ed.), Wittgenstein: The Philoso-
ph ical Investigations, pp. 231-250, reimpreso, con un p o st scriptum nuevo, a partir de
The Journal ofPhilosophy, vol. 56 (1959), pp. 845-857.
un término como «mesa», la situación, al menos en casos elemen­
tales, es simple. De un niño que dice «mesa» o «eso es una mesa»
cuando los adultos ven una mesa en la zona (y no lo dice en otro
caso) se afirma que ha adquirido dominio del término «mesa»: el
niño, basado en su observación, dice «eso es una mesa», en concor­
dancia con el uso de los adultos, que se basan en su propia observa­
ción. Esto es, los adultos dicen «eso es una mesa» en circunstancias
parecidas y confirman la corrección de las proferencias del niño.
¿Cómo emerge la concordancia en el caso de un término para
una sensación, ,por ejemplo «dolor»? No es un caso tan simple
como el de «mesa». ¿Cuándo atribuirán los adultos a un niño domi­
nio de la declaración «tengo dolor»?80. El niño, si aprende correcta­
mente la declaración, la proferirá cuando siente dolor y no en otro
caso. Por analogía con el caso de «mesa», parecería que el adulto
debiera refrendar esta proferencia si él, el adulto, siente dolor (¿el
suyo propio?, ¿el del niño?). Naturalmente, sabemos que no ocurre
así. En cambio, el adulto refrendará la declaración del niño si la
conducta de éste (llanto, movimiento agitado, etc.) y, quizá, las cir­
cunstancias externas que rodean al niño, indican que tiene dolor. Si
un niño hace generalmente declaración de dolor en tales circuns­
tancias conductuales y externas apropiadas y generalmente no lo
hace en otro caso, el adulto dirá de él que ha adquirido dominio de
la declaración: «tengo dolor».
Puesto que, en el caso del discurso acerca del dolor y otras sen­
saciones, la confirmación por parte del adulto de si está de acuerdo
con la declaración del niño se basa en la observación de la conduc­
ta y las circunstancias del niño, el hecho de que existan tales con­
ducta y circunstancias características del dolor es aquí esencial para
el funcionamiento de la solución escéptica de Wittgenstein. Esto es,
entonces, lo que significa la observación «Un “proceso interno”
está necesitado de criterios externos». En términos aproximados,
los criterios externos para un proceso interno son circunstancias,
observables en la conducta de un individuo, que, cuando están pre­
sentes, llevarán a los demás a estar de acuerdo con las declaracio­
nes de ese individuo. Si generalmente éste hace sus declaraciones
en tales circunstancias correctas, los demás dirán de él que ha ad­
80 Por seguir el uso filosófico reciente (quizá no del todo atractivo), llamaré «decla­
ración» [«avowal»] a una aserción en primera persona de que el hablante tiene una
cierta sensación (por ejemplo, «tengo dolor»).
quirido dominio de la expresión apropiada («tengo dolor», «siento
picor», etc.). Hemos visto que forma parte de la idea general de
Wittgenstein acerca del funcionamiento de todas nuestras expresio­
nes atribuidoras de conceptos el que los demás puedan confirmar si
las respuestas de un sujeto concuerdan con las suyas propias. Las
consideraciones presentes simplemente especifican en detalle la
forma que adoptan esta confirmación y esta concordancia en el
caso de las declaraciones.
Debiera, por tanto, estar claro que la demanda de «criterios ex­
ternos» no es una premisa verificacionista o conductista que Witt­
genstein tome por descontado en su «argumento del lenguaje priva­
do». Si acaso, es algo que se deduce, en un sentido de deducción
parecido al de Kant81. Se plantea un problema escéptico y se le da
una solución escéptica. La solución depende de la idea de que cada
persona que afirma estar siguiendo una regla puede ser objeto de
81 Véase también, más abajo, elp o st scriptum, nota 5.
Nótese que sería difícil imaginar cómo podría ser posible una explicación neurofi-
siológica causal de las uniformidades en nuestras atribuciones de sensaciones a otros
(del tipo mencionado más arriba, en la p. 109) si no hubiera manifestaciones «externas»
de sensaciones. Pues •— salvo quizá de maneras insignificantes o subliminales— las
sensaciones de una persona están conectadas causalmente con las de los demás sólo por
la mediación de signos externos y conducta. (Asumo que la «percepción extrasenso-
rial» no está aquí en cuestión). Si no existieran los correlatos externos mediadores,
¿cómo podría tener una explicación causal el hecho de que los demás concuerdan en sus
juicios de que un individuo dado tiene una cierta sensación? Causalmente, tendría que
ser una coincidencia. (Y lo mismo vale para las uniformidades en nuestros juicios ma­
temáticos mencionados más abajo, en pp. 116-117).
No obstante, el propio Wittgenstein no parece interesarse particularmente por las ex­
plicaciones neurofisiológicas de tales uniformidades, sino que quiere tomarlas como
«protofenómenos» (§§ 654-655) para los que la búsqueda de una explicación es un error.
Aunque no creo que tales observaciones tengan por objeto descartar las explicaciones
neurofisiológicas causales de las uniformidades, no parece tampoco que, filosóficamente,
Wittgenstein desee depender del concepto de tales explicaciones neurofisiológicas.
Obviamente, sería incompatible con el argumento de Wittgenstein buscar «expli­
car» nuestra concordancia acerca de si un individuo dado tiene dolor en términos de
nuestra «captación» uniforme del concepto de conducta de dolor. El hecho de que con­
cordemos acerca de si un individuo dado está o no gimiendo, por ejemplo, cae bajo el
alcance de lo argumentos escépticos de Wittgenstein tanto como cualquier otro caso de
«seguir una regla». El argumento causal bosquejado arriba es otra cosa. (Aunque he
intentado evitar invocar explícitamente dicho argumento en mi discusión de los «crite­
rios externos» en el texto, ya que •— como dije— •Wittgenstein no parece desear depen­
der de tales consideraciones, a veces he tenido la impresión de que dicho argumento
causal está implícitamente envuelto, si es que se va a argüir que los criterios que real­
mente usamos son esenciales a nuestro «juego de lenguaje» de atribuir sensaciones).
Mi discusión en esta nota y en el texto precedente estuvo influida por una pregunta
de G. E. M. Anscombe.
comprobación por los demás. Otros en la comunidad, pueden com­
probar si el supuesto seguidor de la regla está o no dando respuestas
particulares que ellos refrendan, que concuerdan con las de ellos.
El modo como comprueban esto es, en general, una parte primitiva
del juego de lenguaje82; no tiene por qué operar de igual modo que
en el caso de «mesa». Los «criterios externos» para sensaciones
como el dolor son simplemente el modo en que funciona este requi­
sito general de nuestro juego de atribuir conceptos a los demás en
el caso especial ¡de las sensaciones83.
82 El criterio porel que los demás juzgan si una persona está obedeciendo una regla
en un caso dado no puede ser simplemente la inclinación sincera de ésta a decir que asi
es; de otro modo, no habría distinción entre su creer que está obedeciendo la regla y su
obedecerla realmente (§ 202), y cualquier cosa que crea que es correcta será correcta
(§ 258). Sin embargo, una vez que la comunidad juzga (basada en los criterios origina­
les) que la persona ha adquirido dominio de la regla apropiada, la comunidad puede
(para ciertas reglas) tomar la afirmación sincera del sujeto de que la sigue en este caso
como, en sí misma, un nuevo criterio para la corrección de su afirmación, sin aplicar los
criterios originales. Según Wittgenstein, esto es lo que hacemos en el caso de «tengo
dolor». En el caso de «soñé» la terminología se enseña originalmente a un sujeto que al
despertarse informa de ciertas experiencias. Juzgamos que ha adquirido dominio de la
regla para «soñé» si prefija la palabra a informes de experiencias que dice haber tenido
la noche anterior. Una vez que juzgamos que ha adquirido dominio del lenguaje, toma­
mos «soñé que tal y cual» como, en sí misma, un criterio de corrección. En ambos
casos, el de «tengo dolor» y el de «soñé», la proferencia en primera persona es conduc­
ta nueva que reemplaza a la conducta que constituía el criterio antiguo.
Los informes de post-imágenes o alucinaciones son similares. Juzgamos que al­
guien ha adquirido dominio de «veo algo rojo» si por lo común lo profiere sólo cuando
algo rojo está presente. Ahora bien, una vez que juzguemos que ha adquirido dominio
de esta porción del lenguaje, aceitaremos su proferencia de que ve rojo aun cuando
pensemos que no hay nada rojo presente. Diremos entonces que está sufriendo una
ilusión, una alucinación, una post-imagen, o algo por el estilo.
83 Hay una cuestión delicada en relación con las sensaciones, y acerca de los «cri­
terios», que debe tenerse en cuenta. Parece considerarse a menudo que Wittgenstein
supone que para cualquier tipo de sensación hay una «expresión natural» apropiada de
ese tipo de sensación («conducta de dolor» para el dolor). La «expresión natural» ha do
ser conducta externamente observable que «exprese» la sensación, pero distinta de y
anterior a la declaración verbal por parte del sujeto de que tiene la sensación. Si la teoría
de § 244 de que las declaraciones de sensación en primera persona son substitu tos ver­
bales de una «expresión natural primitiva» de una sensación posee la generalidad quo
aparenta, se seguiría que Wittgenstein mantiene que tal «expresión natural primitiva»
siempre debe existir para que la declaración en primera persona tenga significado. La
impresión viene reforzada por otros pasajes como §§ 256-257. Además, mi presenta­
ción del argumento del lenguaje privado en el presente ensayo arguye que para cada
regla que sigo debe haber un criterio ■ — que no sea simplemente lo que digo— por el
cual los demás juzgarán que estoy siguiendo la regla correctamente. Aplicado a las
sensaciones, esto parece significar que debe haber alguna «expresión natural», o en
cualquier caso algunas circunstancias externas distintas de mi mera inclinación a decir
que ésta es otra vez la misma sensación, por cuya virtud los demás puedan juzgar si está
No pretendo entrar aquí detalladamente en la exégesis del ata­
que de Wittgenstein contra el modelo de «objeto y designación»
para el lenguaje de sensación (§ 293). De hecho, no estoy seguro de
comprenderlo plenamente. Pero parece probable que esté relacio­
nado con un aspecto de nuestras consideraciones presentes. El mo­
delo de cómo opera la concordancia con respecto a una palabra
como «mesa» (quizá un paradigma de «objeto y designación») es
muy simple: el niño dice «¡Mesa!» cuando ve que una mesa está
presente y el adulto está de acuerdo si ve él también que una mesa

presente la sensación, y por tanto si he adquirido dominio del término de sensación


correctamente. Así, la idea sería que para cada enunciado de la forma «tengo la sensa­
ción S» debe haber un «criterio externo» asociado con S, distinto de la mera decla­
ración, por el cual otros detecten la presencia o ausencia de S.
N o sólo seguidores confesos de Wittgenstein, sino también muchos que se creen
oponentes (o, al menos, no seguidores) de Wittgenstein, parecen pensar que algo así es
verdad. Es decir, muchos programas filosóficos parecen suponer que todos los tipos de
sensación están asociados con algunos fenómenos externos característicos (conducta,
causas). En este ensayo he omitido en gran medida mis propias ideas, que no siempre,
desde luego, coinciden con las de Wittgenstein. Sin embargo, me permitiré observar
aquí que cualquier concepción que suponga que, en este sentido, un proceso interno
siempre tiene «criterios externos», me parece que probablemente es empíricamente
falsa. Mi impresión es que tenemos sensaciones o qualia de sensación que podemos
identificar perfectamente bien pero que carecen de manifestaciones externas «natura­
les»; un observador no puede de ninguna manera decir si un individuo las tiene a no ser
que ese individuo declare tenerlas. Quizá una interpretación más liberal del argumento
del lenguaje privado •— que podría ser compatible con lo que Wittgenstein se propu­
so— •permitiría que un hablante pudiera introducir algunos términos de sensación sin
ningún «criterio externo» para las sensaciones asociadas más allá de su propia declara­
ción sincera de tenerlas. [Por tanto, estas declaraciones no «reemplazan» a «expresiones
naturales» de la(s) sensacion(es), pues no hay ninguna]. N o habrá modo alguno de que
ningún otro esté en posición de someter a comprobación a tal hablante, o de concordar
o discordar con él. (Con independencia de lo que muchos wittgensteinianos — o Witt-
genstein—• inferirían aquí, esto no entraña en si mismo que las declaraciones del ha­
blante se consideren infalibles, ni tiene por qué significar en sí mismo que no pudieran
surgir más tarde modos de comprobar sus declaraciones). Sin embargo, el lenguaje del
hablante, incluso su lenguaje de sensaciones, no tendrá la forma objetable de un «len­
guaje privado», uno en el que todo lo que él llama «correcto» es correcto. El hablante
puede demostrar, para muchas sensaciones sí poseedoras de «criterios públicos», que ha
adquirido dominio de la terminología apropiada para identificar estas sensaciones. Si
concordamos con sus respuestas en suficientes casos de sensaciones diversas, decimos
de él que ha adquirido dominio del «lenguaje de sensación». Todo esto, hasta aquí, está
sujeto a corrección externa. Pero es una parte primitiva de nuestro juego de lenguaje de
sensaciones el que, si un individuo ha satisfecho criterios para el dominio del lenguaje
de sensación en general, respetemos entonces su afirmación de haber identificado un
nuevo tipo de sensación, aun si la sensación no se correlaciona con nada públicamente
observable. Entonces, el único «criterio público» para tal declaración será la declara­
ción sincera misma.
está presente. Resulta tentador suponer que este modelo debe ser
general, y que, de no aplicarse al caso de «dolor», debemos con­
cluir que en algún sentido el adulto no puede nunca realmente
confirmar la corrección del uso del niño de «tengo dolor». La su­
gerencia de Wittgenstein es que no puede ni tiene por qué haber tal

¿Cómo la idea aquí bosquejada liberaliza el argumento del lenguaje privado según
es desarrollado en el texto? En el texto argüíamos que, para cada regla particular, los
condicionales de la forma «si Jones sigue la regla, en este caso Jones hará...» deben
contraponerse, si es que han de servir para algo. Si la comunidad encuentra que en este
caso Jones no está haciendo.]., Jones no está siguiendo la regla. Sólo en este modo «in­
verso» tiene sentido la noción de mi conducta en tanto que «guiada» por la regla. Así,
para cada regla debe haber una «comprobación externa» de si estoy siguiéndola en un
caso dado. Quizá haya que interpretar que § 202 afirma esto. Pero esto significa que la
comunidad debe tener un modo de discernir (un «criterio») si la regla está siendo segui­
da en un caso dado, que utiliza para juzgar cuál es el dominio que el hablante tiene de
la regla. Este criterio no puede ser simplemente la propia inclinación sincera del hablan­
te a seguir la regla de un cierto modo — si lo fuese, el condicional carece de contenido.
Esta condición parece satisfacerse incluso en los casos donde la comunidad, una vez
que da por bueno que el hablante ha adquirido dominio del lenguaje, admite que la
proferencia sincera del hablante sea un (o el) criterio para su corrección (véase la nota 82).
En cambio, la versión liberal permite que, una vez que es aceptado en la comunidad un
hablante cuyo dominio de varias reglas ha sido juzgado por aplicación de criterios,
pueda haber algunas reglas cuyo dominio por el hablante no puede comprobarse de
ninguna manera por los demás, pero que se presume que el hablante posee simplemen­
te p o í pertenecer a la comunidad. Es, sencillamente, un rasgo primitivo del juego de
lenguaje. ¿Por qué no debiera permitir Wittgenstein juegos de lenguaje como éste?
Lamento haber discutido este asunto tan brevemente, en una nota. Hubo un momen­
to en que pensé presentar la idea «liberal» aquí bosquejada como la doctrina wittgens-
teiniana «oficial», lo cual habría propiciado una mayor longitud de la exposición en el
texto. Sin duda, es la idea que Wittgenstein debería haber adoptado de acuerdo con el
eslogan «¡No pienses, mira!», y es realmente compatible con su ataque al lenguaje pri­
vado. A l escribir la versión final de este ensayo, sin embargo, me asaltó la preocupación
de que pasajes como § 244 y §§ 256-257 son enormemente engañosos a menos que
Wittgenstein mantenga una postura más fuerte.
(Tras escribir lo que precede, encontré que Malcolm, en su Thought andKnowledge
(Comell University Press, Ithaca y Londres, 1977, pp. 218), escribe (p. 101), «los filó­
sofos a veces leen la insistencia de Wittgenstein en que hay un vínculo entre los enun­
ciados de sensación y las expresiones primitivas naturales de sensación en la conducta
humana como si implicara que hay una contrapartida conductual, no verbal, natural
para todo enunciado de sensación. Wittgenstein no quiso decir esto, y obviamente no es
verdad». Estoy de acuerdo en que no es verdad. Y pienso que no lo es ni siquiera para
declaraciones simples que invocan lo que podríamos llamar «nombres» de sensaciones,
(«tengo la sensación S»). ¿Pero ■ — lo que es una cuestión aparte—• quiso Wittgenstein
decir esto? A mí me parece que incluso algunas de las exposiciones previas del propio
Malcolm acerca de Wittgenstein han dado (¿sin intención?) la impresión de que si lo
quiso decir, al menos para declaraciones simples que invocan «nombres de sensacio­
nes». Yo mismo he dudado sobre esta cuestión. Fuese o no esto lo que Wittgenstein
quiso decir, sí creo que la esencia de sus doctrinas puede ser capturada sin comprome­
terse con una afirmación tan fuerte).
exigencia basada en una generalización a partir del uso de «mesa».
Ningún paradigma a priori de cómo deben aplicarse los conceptos
gobierna todas las formas de vida, ni siquiera nuestra propia forma
de vida. Nuestro juego de atribuir conceptos a los demás depende
de la concordancia. Sucede que, en el caso de adscribir lenguaje de
sensación, esta concordancia opera en parte mediante «criterios ex­
ternos» para declaraciones en primera persona. No se requiere
«justificación» o «explicación» adicional de este procedimiento;
simplemente viene dado como el modo en que alcanzamos concor­
dancia aquí. El importante papel que desempeña en nuestras vidas
la práctica de atribuir conceptos de sensación a los demás es evi­
dente. Si atribuyo a alguien dominio del término «dolor», su profe­
rencia sincera de «tengo dolor», aun en ausencia de otros signos de
dolor, basta para inducirme a sentir pena por él, a intentar ayudarle,
y a cosas por el estilo (o de estilo opuesto, si soy un sádico); y lo
mismo ocurre en otros casos.
Comparemos con el caso de la matemática. Los enunciados ma­
temáticos no son generalmente acerca de entidades palpables: si
realmente ha de considerarse que son acerca de «entidades», estas
«entidades» son generalmente objetos eternos, suprasensibles. Y a
menudo los enunciados matemáticos son acerca del infinito. Aun
una verdad matemática tan elemental como la de que cualesquiera
dos enteros tienen una única suma (implícitamente aceptada, quizá,
por todo el que haya adquirido dominio del concepto de adición, y,
en cualquier caso, explícitamente aceptada como una propiedad bá­
sica de ese concepto por quienes poseen una elemental sofistica­
ción) es una aserción acerca de una cantidad infinita de casos. Esto
mismo es todavía más cierto con respecto a la ley «conmutativa»,
que x + y = y + x, para todo x e y. Ahora bien, ¿cómo opera la con­
cordancia en el caso de la matemática? ¿Cómo juzgamos que al­
guien ha adquirido dominio de diversos conceptos matemáticos?
Nuestro juicio, como es habitual, surge del hecho de que el sujeto
concuerda con nosotros en suficientes casos particulares de juicios
matemáticos (y que, aun si no concuerda, estamos operando con un
procedimiento común). No comparamos su mente con alguna rea­
lidad infinita suprasensible: hemos visto por medio de la paradoja
escéptica que esto no sirve de ayuda cuando nos preguntamos, por
ejemplo, si -ha adquirido dominio del concepto de adición. Más
bien, comprobamos sus respuestas observables a problemas parti­
culares de adición para ver si sus respuestas concuerdan con las
nuestras. En áreas más sofisticadas de la matemática, él y nosotros
aceptamos diversos enunciados matemáticos sobre la base de la
prueba; y entre las condiciones que exigimos para atribuirle el do­
minio de nuestros conceptos matemáticos está su concordancia ge­
neral con nosotros acerca de qué considera como prueba. Aquí las
«pruebas» no son objetos abstractos confinados en un cielo mate­
mático (pongamos, largas pruebas en un sistema formal como el de
los Principia). Son fenómenos concretos visibles (o audibles o pal­
pables) —marcas o diagramas en papel, proferencias inteligibles.
Las pruebas en este] sentido no sólo son objetos finitos; son además
lo bastante cortas f claras como para que yo sea capaz de juzgar
con respecto a la prueba de otra persona si también yo la conside­
raría como prueba. Por esto es por lo que Wittgenstein hace hin­
capié en que la prueba debe ser inspeccionable. Debe ser inspec­
cio n are para poderla usar como base de la concordancia en los
juicios.
Esta comparación ilumina la observación de Wittgenstein de
que «El finitismo y el conductismo son tendencias muy similares.
Ambas dicen: pero, sin duda, todo lo que tenemos aquí es... Ambas
niegan la existencia de algo, ambas con la idea de escapar a una
confusión» (Observaciones sobre los fundamentos de la matemáti­
ca, p. 63 [II, § 61]). ¿De qué modo son «muy similares» las dos
tendencias? El finitista se da cuenta de que, aunque los enunciados
y conceptos matemáticos puede que sean acerca del infinito (por
ejemplo, captar la función «+» es captar una tabla infinita), los cri­
terios para atribuir tales funciones a los demás deben ser «finitos»,
verdaderamente «inspeccionables» ■ —por ejemplo, atribuimos do­
minio del concepto de adición a un niño por su concordancia con
nosotros en un número finito de casos de la tabla de adición—■.De
igual manera, aunque el lenguaje de sensación puede que sea acer­
ca de estados «internos», el conductista afirma correctamente que
la atribución de conceptos de sensación a los demás descansa sobre
criterios públicamente observables (y por tanto conductuales). Ade­
más, el finitista y el conductista tienen razón al negar que la rela­
ción entre el lenguaje matemático del infinito o el psicológico de lo
interno y sus criterios «finitos» o «externos» sea un producto ad­
venticio de la fragilidad humana, del que se podría prescindir si se
contase con una explicación de la «esencia» del lenguaje matemá­
tico o de sensación. Sin embargo, los finitistas matemáticos y los
conductistas psicológicos dan pasos innecesarios paralelos al negar
la legitimidad de hablar de objetos matemáticos infinitos o de esta­
dos internos. Los conductistas o condenan el hablar de estados
mentales por carente de significado o por ilegítimo, o intentan de­
finirlo en términos de conducta. Los finitistas, de forma semejante,
consideran la parte infinitista de la matemática como carente de
significado. Tales opiniones están equivocadas: son intentos de re­
pudiar nuestro juego de lenguaje normal y corriente. En dicho jue­
go se nos permite, para ciertos propósitos, aseverar enunciados
acerca de estados «internos» o de funciones matemáticas en ciertas
circunstancias. Aunque los criterios para juzgar que tales enuncia­
dos son introducidos legítimamente sean realmente conductuales
(o finitos), los enunciados finitos o conductuales no pueden reem­
plazar el papel que aquéllos desempeñan en nuestro lenguaje tal
como lo utilizamos.
Resumamos, entonces, el «argumento del lenguaje privado» se­
gún se presenta en este ensayo. (1) Todos nosotros suponemos que
nuestro lenguaje expresa conceptos — «dolor», «más», «rojo»— de
tal manera que, una vez que yo «capto» el concepto, todas sus apli­
caciones futuras están determinadas (en el sentido de estar unívoca­
mente justificadas por el concepto captado). De hecho, parece que
sea lo que sea lo que esté en mi mente en un momento dado, soy
libre de interpretarlo de diferentes maneras en el futuro —por ejem­
plo, podría seguir al escéptico e interpretar «más» como «cuás». En
particular, este punto se aplica si dirijo mi atención a una sensación
y la nombro; nada de lo que he hecho determina aplicaciones futu­
ras (en el sentido justificativo de arriba). El escepticismo de Witt­
genstein acerca de la determinación del uso futuro por los conteni­
dos pasados de mi mente es análogo al escepticismo de Hume
acerca de la determinación del futuro por el pasado (causal e infe-
rencialmente). (2) La paradoja sólo puede resolverse mediante una
«solución escéptica de estas dudas», en el sentido clásico de Hume.
Esto significa que hay que abandonar el intento de encontrar hecho
alguno acerca de mí en cuya virtud yo quiera decir más en vez de
cuás*, y deba entonces continuar de una cierta manera. En su lugar,
* N. delT.: En el texto original, (los términos del inglés,p lu s y qitus, de los que son
traducción) más y cuás ocurren entrecomillados en esta oración («más» [«plus»] y
«euás» [«quus»]). Pero se trata sin duda de una errata, pues Kripke no está hablando de
hay que considerar cómo usamos realmente: (i) la aserción categó­
rica de que un individuo está siguiendo una regla dada (de que él
quiere decir adición mediante «más»); (ii) la aserción condicional
de que «si un individuo sigue tal y cual regla, debe hacer esto y
aquello en una ocasión dada» (por ejemplo, «si quiere decir adición
mediante “+”, su respuesta a “68 + 57” debe ser “ 125”»). Es decir,
hay que fijarse en las circunstancias en que se introducen estas
aserciones en el discurso, y el papel y la utilidad de las mismas en
nuestras vidas. (3) Mientras consideremos a un solo individuo ais­
ladamente, todo lo que podemos decir es esto: un individuo sí posee
a menudo la experiencia de tener la confianza de que ha «pillado»
una cierta regla (a veces, de que la ha captado «en un fogonazo»).
Es un hecho empírico que, tras esa experiencia, los individuos a
menudo tienen disposición a dar respuestas en casos concretos con
la completa confianza de que proceder de este modo es «lo que se
pretendía». No podemos, sin embargo, sobre esta base, avanzar más
en la explicación del uso de los condicionales tipificados por (ii).
Por supuesto, hablando disposicionalmente, el sujeto está realmen­
te determinado a responder de una cierta manera a, pongamos, un
problema de adición dado. Dicha disposición, junto con el «senti­
miento de confianza» apropiado, podría estar presente, no obstante,
aun si el sujeto no estuviese siguiendo realmente una regla en abso­
luto, o aun si estuviese haciendo la cosa «equivocada». El elemento
justificativo de nuestro uso de condicionales como los tipificados
por (ii) queda inexplicado. (4) Si tenemos en cuenta el hecho de que
el individuo está en una comunidad, el panorama cambia y el papel
de (i) y (ii) se hace patente. Cuando la comunidad acepta un condi­
cional particular de tipo (ii), acepta su forma contrapuesta: el que
un individuo no dé las respuestas particulares que la comunidad
considera correctas lleva a la comunidad a suponer que el individuo
no está siguiendo la regla. Por otro lado, si un individuo pasa sufi­
cientes pruebas, la comunidad (refrendando aserciones de la forma
(i)) le acepta como un seguidor de reglas, capacitándolo así para
participar en ciertos tipos de interacciones con sus miembros que
dependen de la confianza que a éstos merecen sus respuestas. Nó­
tese que esta solución explica cómo se introducen en el lenguaje las

los términos mismos, sino de sus significados, de las funciones de adición y cuadición.
Por eso, he suprimido las comillas.
aserciones de (i) y (ii); no da condiciones para que estos enunciados
sean verdaderos. (5) El éxito de las prácticas de (3) depende del
hecho empírico bruto de que concordamos unos con otros en nues­
tras respuestas. Dado el argumento escéptico de (1), este éxito no se
puede explicar por «el hecho de que todos captamos los mismos
conceptos». (6) Tal como Hume pensaba que había demostrado que
la relación causal entre dos acaecimientos es ininteligible a menos
que sean subsumidos bajo una regularidad, así también Wittgens­
tein pensaba que las consideraciones de (2) y (3) muestran que todo
hablar de un individuo seguidor de reglas hace referencia a él en
tanto que miembro de una comunidad, como en (3). En particular,
para que los condicionales del tipo (ii) tengan sentido, la comuni­
dad debe ser capaz de juzgar si un individuo está verdaderamente
siguiendo una determinada regla en aplicaciones particulares; es
decir, si sus respuestas concuerdan con las de la comunidad. En el
caso de las declaraciones de sensaciones, el modo como la comuni­
dad juzga esto es mediante la observación de la conducta del indi­
viduo y de las circunstancias en derredor.
Unos pocos puntos deben tenerse en cuenta, a modo de conclu­
sión, con respecto al argumento. Primero, siguiendo a § 243, un
«lenguaje privado» se define usualmente como un lenguaje que es
lógicamente imposible que sea entendido por nadie más que por un
individuo. El argumento del lenguaje privado es visto como un ar­
gumento en contra de la posibilidad de un lenguaje privado en este
sentido. Esta concepción no es errónea, pero me da la impresión de
que el énfasis está algo mal colocado. Lo que realmente se niega es
lo que podría llamarse el «modelo privado» de seguir una regla, que
la noción de que una persona sigue yna regla dada haya de ser ana­
lizada simplemente en términos de hechos acerca del seguidor de la
regla y sólo de él, sin referencia a su pertenencia a una comunidad
más amplia. (Del mismo modo, lo que Hume niega es el modelo
privado de causación: que el que un acaecimiento cause otro depen­
da de la relación entre estos dos acaecimientos solos, sin referencia
a su subsunción bajo tipos de acaecimiento más amplios). La impo­
sibilidad de un lenguaje privado en el sentido que se acaba de defi­
nir sí se sigue realmente a partir de la incorrección del modelo pri­
vado para el lenguaje y las reglas, ya que el seguir una regla en un
«lenguaje privado» sólo podría analizarse mediante un modelo pri­
vado, pero la incorrección del modelo privado es más básica, pues­
to que se aplica a toda regla. Considero que todo esto es lo que se
trata de establecer en § 202.
¿Significa esto que de Robinson Crusoe, aislado en una isla, no
se puede decir que siga regla alguna, sea lo que sea lo que haga?8,1
No veo que se siga tal cosa. Lo que sí se sigue es que si pensamos
que Crusoe está siguiendo reglas, le estamos acogiendo en nuestra
comunidad y le estamos aplicando nuestros criterios para el segui­
miento de reglas85. La falsedad del modelo privado no tiene por qué
significar que de un individuo físicamente aislado no se pueda de­
cir que siga regijas; sino, más bien, que de un individuo, aislada­
mente considerado (esté o no aislado físicamente), no se puede de­
cir que las siga. Recordemos que la teoría de Wittgenstem lo es de
condiciones de aseverabilidad. Nuestra comunidad puede aseverar
de cualquier individuo que sigue una regla si pasa las pruebas para
el seguimiento de reglas que se aplican a todo miembro de la comu­
nidad.
Por último, merece resaltarse el punto que acabo de indicar en el
último párrafo, que la teoría de Wittgenstein lo es de condiciones de
aseverabilidad. La teoría de Wittgenstein no debe confundirse con
una teoría según la cual, para cualquier m y n, el valor de la función
que queremos decir mediante «más» es (por definición) el valor que
(casi) toda la comunidad lingüística daría como respuesta. Dicha teo­
ría sería una teoría de las condiciones de verdad de aserciones como
«Mediante “más” queremos decir tal y cual función», o «Mediante
“más” queremos decir una función que, cuando se aplica tomando
como argumentos a 68 y 57, arroja el valor 125». (Una totalidad ex-

84 Véase el bien conocido debate entre A. J. Ayer y Rush Rhees que lleva por título
«Can there be a Prívate Language?» [«¿Puede haber un lenguaje privado?»] (véase la
nota 47). Ambos participantes en el debate asumen que el «argumento del lenguaje
privado» excluye a Crusoe del lenguaje. Ayer considera que este supuesto hecho resulta
fatal para el argumento de Wittgenstein, mientras que Rhees considera que resulta fatal
para el lenguaje de Crusoe. Otros, al señalar que un «lenguaje privado» es uno que los
demás no pueden entender (véase el párrafo precedente del texto principal), no encuen­
tran razón para pensar que el «argumento del lenguaje privado» tenga nada que ver con
Crusoe (siempre que pudiéramos entender su lenguaje). M i propia posición sobre este
asunto, según he explicado muy brevemente en el texto, difiere en alguna medida de
todas estas opiniones.
85 De tener Wittgenstein algún problema con Crusoe, sería quizá el de si poseemos
algún «derecho» a acogerlo así en nuestra comunidad y a atribuirle nuestras reglas.
Véase la discusión de Wittgenstein de una cuestión algo similar en §§ 199-200, y su
conclusión: «¿Nos inclinaríamos todavía a decir que estaban jugando a un juego? ¿Qué
derecho habría a decir tal cosa?»
haustiva infinita de condiciones específicas de la segunda forma de­
terminaría qué función se quería decir, y por tanto determinaría una
condición de la primera forma). La teoría aseveraría que 125 es el
valor de la función significada para los argumentos dados, si y sólo
si «125» es la respuesta que casi todo el mundo daría, dados estos
argumentos. De este modo, la teoría sería una versión social, o de
ámbito comunitario, de la teoría disposicional, y estaría abierta a al
menos algunas de las mismas críticas que la versión original. A mi
entender, Wittgenstein niega que él mantenga idea semejante, por
ejemplo, en Observaciones sobre los fundamentos de la matemática,
X § 33 [VII, § 40]: «¿Significa esto, por ejemplo, que la definición
de lo mismo sería ésta: mismo es lo que todos los seres humanos, o su
mayoría, [...] consideran lo mismo?—Por supuesto que no»86. (Véase
también investigaciones filosóficas, p. 226: «Ciertamente las propo­
siciones “Los seres humanos creen que dos veces dos es cuatro” y
“Dos veces dos es cuatro” no significan lo mismo». Y véanse tam­
bién §§ 240-241). Es preciso tener firmemente en cuenta que Witt­
genstein no tiene una teoría de las condiciones de verdad — condicio­
nes necesarias y suficientes—•para la corrección de una respuesta en
lugar de otra a un problema nuevo de adición. Por el contrario, sim­
plemente señala que cada uno de nosotros calcula automáticamente
problemas nuevos de adición (sin sentir la necesidad de comprobar
con la comunidad si nuestro proceder es apropiado); que la comuni­
dad se siente autorizada a corregir cálculos desviados; que en la prác­
tica tal desviación es rara, y así sucesivamente. Wittgenstein piensa que
estas observaciones acerca de las condiciones suficientes para la aser­
ción justificada bastan para iluminar el papel y la utilidad en nuestras
vidas de la aserción acerca del significado y acerca de la determina­
ción de respuestas nuevas. Lo que se sigue de estas condiciones de
aseverabilidad no es que la respuesta que todo el mundo da a un pro­
blema de adición es, por definición, la correcta; sino más bien, la
trivialidad de que, si todo el mundo concuerda en una cierta respues­
ta, entonces nadie se sentirá justificado para llamarla errónea87.

86 Aunque en el pasaje en cuestión Wittgenstein está hablando de un juego de len­


guaje particular consistente en traer algo distinto y traer lo mismo, es claro, dado el
contexto, que su objetivo es ilustrar el problema general wittgensteiniano acerca de las
reglas. Merece la pena leer el pasaje completo con relación al asunto presente.
87 Si Wittgenstein hubiera estado intentando dar una condición necesaria y sufi­
ciente para mostrar que «125», no «5», es la respuesta «correcta» a «68 + 57», podría
acusársele de circularidad. Pues se le podría interpretar como diciendo que mi respues-
Obviamente, hay innumerables aspectos relevantes de la filoso­
fía de la mente de Wittgenstein que no he tratado88. Sobre algunos

ta es correcta si y sólo si concuerda con la de los demás. Pero incluso si tanto el escép­
tico como yo aceptamos de antemano este criterio, ¿no podría mantener el escéptico
que igual que yo estaba equivocado acerca de lo que significaba «+» en el pasado, tam­
bién estaba equivocado acerca de «concuerda»? En realidad, el intento de reducir la
regla de adición a otra regla — «¡Responde a un problema de adición exactamente como
lo hacen los demás!»— se ve tan obstaculizado por la severa crítica de Wittgenstein a
«una regla para interpretar una regla» como cualquier otro intento de reducción. Tal
regla, como destacaría Wittgenstein, también describe erróneamente lo que hago; no
consulto a los demás cuando sumo. (No nos las apañaríamos muy bien si todo el mundo
tuviese que seguir una regla de la forma propuesta — nadie respondería sin esperar a
que lo hiciesen todos lós demás).
Lo que está haciendo Wittgenstein es describir la utilidad para nuestras vidas de una
cierta práctica. Necesariamente debe dar esta descripción en nuestro propio lenguaje.
Como ocurre con cualquier uso de nuestro lenguaje, un participante en otra forma de
vida podría aplicar varios términos de la descripción (por ejemplo, «concordancia») de
un modo «cuasiforme», no estándar. De hecho, pudiera ser que nosotros juzgáramos
que los de una comunidad dada «concuerdan», mientras que alguien con otra forma de
vida juzgaría que no lo hacen. Esto no puede ser una objeción a la solución de Wittgens­
tein, a menos que se le prohíba absolutamente todo uso del lenguaje. (Hay una objeción
bien conocida al análisis de la causación de Hume — que Hume presupone conexiones
necesarias entre acaecimientos mentales en su teoría— que es análoga en algunos as­
pectos).
Muchas cosas que se pueden decir acerca de un individuo en el modelo «privado»
del lenguaje poseen sus análogas con relación a la comunidad completa dentro del pro­
pio modelo de Wittgenstein. En particular, si toda la comunidad concuerda en una res­
puesta y persiste en su idea, nadie puede corregirla. N o puede haber ningún corrector
en la comunidad, ya que, por hipótesis, toda la comunidad concuerda. Si el corrector
estuviese fuera de la comunidad, según la concepción de Wittgenstein no tiene «dere­
cho» a hacer corrección alguna. ¿Tiene algún sentido dudar de si es «correcta» una
respuesta en la que todos concordamos? Es claro que en algunos casos un individuo
puede dudar de si la comunidad no corregirá, más tarde, una respuesta con la que había
concordado en un momento determinado. ¿Pero podría dudar el individuo de si no será
que la comunidad esté de hecho siempre equivocada, aun cuando nunca corrija su error?
E s difícil formular dicha duda dentro del marco de Wittgenstein, pues es parecida a la
pregunta de si, como cuestión de «hecho», podríamos estar siempre equivocados; y no
hay tal hecho. Por otro lado, dentro del marco de Wittgenstein sigue siendo cierto que,
a mí, no me es preciso que aserción alguna acerca de las respuestas de la comunidad en
todo tiempo establezca el resultado de un problema aritmético; que y o puedo calcular
legítimamente el resultado para mí mismo, aun dada esta información, es parte de nues­
tro «juego de lenguaje».
Tengo la impresión de que puede quedar alguna insatisfacción con relación a estas
cuestiones. Consideraciones de tiempo y espacio, además del hecho de que podría tener
que abandonar mi papel de defensor y expositor para adoptar el de crítico, me han lle­
vado a renunciar a un tratamiento más extenso.
88 Hay una cuestión que va en la dirección opuesta a la nota 87. Siendo así que los
miembros de la comunidad se corrigen unos a otros, ¿podría un individuo dado corre­
girse a sí mismo? Una cuestión como ésta fue prominente en tratamientos anteriores de
versiones verificacionistas del argumento del lenguaje privado. Verdaderamente, en au-
de ellos no tengo una idea clara, y otros han quedado intactos debi­
do a los límites de este ensayo89. En particular, no he tratado nume­
rosos asuntos suscitados por los párrafos siguientes a § 243, a los
que usualmente se llama «el argumento del lenguaje privado»; ni
tampoco he tratado en realidad la consiguiente explicación positiva
de la naturaleza del lenguaje de sensación y de la atribución de es­
tados psicológicos. No obstante, sí creo que el «argumento dellen-
guaje privado» básico precede a estos pasajes, y que sólo una com­
prensión de este argumento nos permite empezar a entender o tomar
en consideración lo que sigue. Esa fue la tarea emprendida en este
ensayo.

sencia de la paradoja escéptica de Wittgenstein, parecería que un individuo recuerda sus


propias «intenciones» y puede usar un recuerdo de estas intenciones para corregir otro
recuerdo equivocado. En presencia de la paradoja, cualquier idea «ingenua» como ésta
carece de sentido. A la postre, puede que un individuo simplemente tenga inclinaciones
brutas en conflicto, mientras que el resultado de la cuestión depende sólo de su volun­
tad. La situación no es análoga al caso de la comunidad, donde individuos distintos
tienen voluntades distintas e independientes, y donde, cuando un individuo es aceptado
en la comunidad, los demás juzgan que pueden confiar en su respuesta (según lo descri­
to más arriba en el texto). Ninguna relación correspondiente entre un individuo y él
mismo posee igual utilidad. Puede que Wittgenstein esté indicando algo parecido a esto
en § 268.
89 Podría mencionar que, además de la analogía humeana resaltada en este ensayo,
se me ha ocurrido que quizá haya una cierta analogía entre el argumento del lenguaje
privado de Wittgenstein y el celebrado argumento de Ludwig von Mises concerniente
al cálculo económico en el socialismo. (Véase, por ejemplo, su Human Action (2.a ed.,
Yale University Press, N ew Haven, 1963, xix + 907-pp.), capítulo 26, pp. 698-715, para
una formulación del mismo). Según Mises, un calculador económico racional (ponga­
mos, el gerente de una planta industrial) que desee escoger los medios más eficientes
para alcanzar fines dados debe comparar cursos de acción alternativos en aras de la
efectividad de coste. Para hacerlo, necesita una selección de precios (por ejemplo, de
materias primas, de maquinaria) establecidos por otros. Si un organismo estableciera
todos \os precios, no podría tener base racional para escoger entre cursos de acción al­
ternativos. (Cualquier cosa que pareciera correcta sería correcta, así que no se puede
hablar de correcto). N o sé si este hecho constituye en modo alguno un mal presagio para
el argumento del lenguaje privado, pero mi impresión es que aunque se reconoce usual­
mente que el argumento de Mises señala una dificultad real para las economías central­
mente planificadas, es rechazado ahora casi universalmente en tanto que proposición
teórica.
WITTGENSTEIN Y LAS OTRAS MENTES

En su bien conocido comentario a las Investigaciones filosófi­


cas1, Norman Malcolm señala que Wittgenstein, además de su ata­
que «interno» contra el lenguaje privado, realiza también un ataque
«externo». «Lo que se ataca es la asunción de que, una vez que sé
desde mi propio caso qué es el dolor, el picor o la conciencia, en­
tonces puedo transferir la idea de estas cosas a objetos exteriores a
mí (§ 283)». La filosofía tradicional de la mente había argüido, en
su «problema de las otras mentes», que dado que sé lo que para mí
significa sentir un picor, puedo plantear la cuestión escéptica de si
otros sienten alguna vez lo mismo que yo, o incluso si hay siquiera
mentes conscientes tras sus cuerpos. El problema es el de la justifi­
cación epistémica de nuestra «creencia» de que existen otras men­
tes «tras los cuerpos» y que sus sensaciones son similares a las
nuestras. En realidad, podríamos igualmente bien preguntamos si
las piedras, las sillas, las mesas y las cosas por el estilo piensan y
sienten; se asume que la hipótesis de que sí piensan y sienten tiene
perfecto sentido. Unos pocos filósofos — solipsistas— dudan o nie­
gan taxativamente que más de un solo cuerpo («mi cuerpo») posea
una mente «tras» él. Algunos otros —panpsiquistas—■adscriben
mentes a todos los objetos materiales. Y aún otros — cartesianos—
creen que hay mentes tras los cuerpos humanos, pero no tras los de
los animales ni, por descontado, tras de los cuerpos inanimados.

1 Norman Malcolm, «Wittgenstein’s Philosophical Investigations», The Philoso-


p h ic a l R eview , vol. 63 (1954), reimpreso, con algunas adiciones y revisiones, en
K n ow ledge and C ertainty (Prentice-Hall, Englew ood C liffs, N ew Jersey, 1963),
pp. 96-129. El artículo está reimpreso también en Pitcher (ed.), Wittgenstein: The Phi­
losophical Investigations. En lo que sigue, las referencias de páginas corresponden a la
versión incluida en Knowledge and Certainty.
Quizá la posición más común sea la que adscribe mentes a cuerpos
tanto humanos como animales, pero no a los cuerpos inanimados.
Todas presuponen sin argumentación que partimos de un concepto
general, entendido de antemano, de aquello en lo que consiste que
un objeto material dado «tenga» o no tenga una mente; el problema
está en qué objetos tienen de hecho mentes y por qué debiera pen­
sarse que las tienen (o que carecen de ellas). Por contraste, Witt­
genstein parece creer que la mera significatividad de la adscripción
de sensaciones a otros es cuestionable si, siguiendo el modelo tra­
dicional, intentamos extrapolarla a partir de nuestro propio caso.
Según el modelo tradicional en cuestión, parece estar diciendo
Wittgenstein, es dudoso que pudiéramos tener «creencia» alguna
en otras mentes, y sus sensaciones, que deba ser justificada.
Malcolm cita § 302: «Si uno tiene que imaginarse el dolor de
otro según el modelo del suyo propio, esto es algo nada fácil de
hacer: pues tengo que imaginar dolor que yo no siento según el
modelo del dolor que yo sí siento. Esto es, lo que tengo que hacer
no es simplemente realizar una transición en la imaginación de un
lugar de dolor a otro. Como del dolor en la mano al dolor en el
brazo. Pues no he de imaginar que siento dolor en alguna región del
cuerpo del otro (lo cual sería también posible)». ¿Cuál es aquí el
argumento? En un primer intento, la exégesis de Malcolm es: «Si
yo aprendiera lo que es el dolor a partir de la percepción de mis
propios dolores, entonces debería necesariamente haber aprendido
que el dolor es algo que existe sólo cuando yo lo siento. Esta pro­
piedad es esencial, no accidental; es un sinsentido suponer que el
dolor que siento podría existir cuando yo no lo sintiera. Por tanto, si
obtengo mi concepción de dolor a partir del dolor que experimento,
entonces formará parte de mi concepción de dolor que yo soy el
único ser que puede experimentarlo. Para mí será una contradic­
ción hablar del dolor de otro»2. Después, Malcolm abandonó este
argumento, negando, influido por el § 253 de Wittgenstein, que
haya ningún sentido interesante según el cual sólo yo puedo sentir
mis propios dolores3. Sea como fuere, es más importante ■ —-¡ahora
hablo por mí mismo !■— darse cuenta de que el principio aquí impli­
cado no parece ser correcto. Si veo algunos patos por primera vez

2 Malcolm, «Wittgenstein’s Philosophical Investigations », pp. 105-106.


3 Véase p. 105, nota 2, del mismo artículo.
en Central Parle, y aprendo mi «concepto» de patos a partir de estos
«paradigmas», puede que sea plausible suponer que es imposible
(un «sinsentido», si se quiere) suponer que estos mismos patos po­
drían haber nacido en el siglo quince. También puede que sea plau­
sible suponer que estos mismos patos no podrían en modo alguno
haber provenido de orígenes biológicos diferentes de aquellos de
los que de hecho surgieron. Asimismo, puede que sea plausible su­
poner que si estos patos particulares son ánades reales, ellos no
podrían no haber sido ánades reales. De ninguna manera se sigue,
sean o no correctas estas afirmaciones esencialistas, que yo no pue­
da formar el concepto de patos que viven en un tiempo diferente, o
que poseen unos orígenes genéticos diferentes, o que pertenecen a
una especie diferente a la de los paradigmas que usé para aprender
el «concepto de pato». Que el tiempo, el origen y la especie de la
muestra original puedan haber sido esenciales a ella es irrelevante.
De nuevo, yo podría aprender la palabra «azul» si alguien apunta a
una franja particular del arco iris. ¡Sin duda es esencial a esta par­
ticular zona de color que tenga que haber sido un fenómeno de la
atmósfera, y no una zona de color en la superficie de un libro par­
ticular! No hay razón alguna para concluir que, por lo tanto, yo
deba ser incapaz de aplicar la terminología de color a los libros. El
pasaje de Wittgenstein citado no hace especial mención de propie-
dadés «esenciales» o «accidentales»; simplemente parece imaginar
una dificultad para imaginar «dolor que yo no siento según el mo­
delo del dolor que yo sí siento». ¿Cuál es la dificultad especial que
hay? ¿Por qué es esto más difícil que imaginar patos no presentes
en Central Park según el modelo de patos presentes en Central
Park, o patos que viven en el siglo quince según el modelo de patos
que viven en el siglo veinte?
De modo similar, las famosas observaciones de Wittgenstein en
§ 350 parecen prestar ayuda limitada: «“Pero si supongo que al­
guien tiene un dolor, entonces estoy simplemente suponiendo que
tiene justamente lo mismo que yo he tenido tan a menudo”. -Esto
nos deja donde estábamos. Es como si yo dijera: Tú sabes, sin duda,
lo que significa “son las 5 en punto aquí”; por tanto sabes también
lo que significa “son las 5 en punto en el sol”. Significa simple­
mente que allí hay la misma hora que la que hay aquí cuando son
las 5 en punto». En efecto, si «5 en punto aquí» se define por refe­
rencia a la posición del sol en el cielo, o a algo relacionado, será
inaplicable a un lugar del sol. Si las presuposiciones de aplicabili-
dad de «son las 5 en punto aquí» se violan en el sol, no podemos
extender inmediatamente el concepto a lugares situados en este
cuerpo celeste del modo como podemos extenderlo a zonas lejanas
de la tierra donde se cumplen estas presuposiciones. ¿Qué funda­
mentos tenemos, sin embargo, para suponer que haya presuposicio­
nes especiales del concepto «dolor» que impiden su extensión de
mí a otros? Después de todo, aplicamos constantemente conceptos
a casos nuevos a los que no habían sido aplicados previamente.
¿Es correcta, desde el punto de vista de Wittgenstein, la oración
que acabo de escribir? ¿No pone en cuestión su paradoja escéptica
que podamos simplemente «extender» a casos nuevos un concepto
como «pato»? Pues el escéptico de Wittgenstein arguye, en contra
de la postura ingenua desde la que yo estaba escribiendo hace un
momento, que hay efectivamente un problema para «extender» un
término como «pato» desde patos vistos en Central Park a patos no
encontrados allí. Ningún conjunto de indicaciones que me dé a mí
mismo, arguye el escéptico, puede imponer lo que yo hago en casos
nuevos. Quizá «pato», según yo lo aprendí, significaba paterro,
donde algo es un paterro si es un pato y ha estado en Central Park
o es un perro y nunca ha estado allí... En § 350, Wittgenstein pre­
tende socavar la respuesta natural de que atribuir dolor a otro es
simplemente suponer «que tiene justamente lo mismo que yo he
tenido tan a menudo». La moraleja final de § 350 es: «La explica­
ción por medio de la identidad no sirve aquí. Pues yo sé de sobra
que se puede llamar “la misma hora” a las 5 en punto aquí y a las 5
en punto allí, pero lo que no sé es en qué casos se ha de decir que
es la misma hora aquí y allí... Exactamente de la misma manera,
tampoco es una explicación decir: la suposición de que él tiene un
dolor es simplemente la suposición de que tiene lo mismo que yo.
Pues esa parte de la gramática me es completamente clara: esto es,
que se dirá que la estufa tiene la misma experiencia que yo, si se
dice: ella tiene dolor y yo tengo dolor». Ahora bien, la respuesta
que se ataca en este pasaje es paralela, de un modo obvio, a una
respuesta a las dudas escépticas de Wittgenstein del tipo «más»/
«cuás» que goza de gran favor — la respuesta de que simplemente
debo continuar del «mismo modo» que antes (véanse §§ 214-217;
y la nota 13, más arriba). Y la réplica de que puedo decir que «con­
tinúo del mismo modo», independientemente de si me considero a
mí mismo como habiendo querido decir más o cuás, es sorprenden­
temente paralela a § 350. De modo que tal vez esa sección sea sólo
una ejemplificación más del problema escéptico de Wittgenstein.
Que imaginar el dolor de los demás según el modelo del mío propio
sea «algo nada fácil de hacer» sería simplemente un caso especial
del punto más general de que aplicar cualquier concepto a un caso
nuevo es «algo nada fácil de hacer». O, quizá, que es algo demasia­
do fácil de hacer:— que puedo aplicar un término viejo a casos nue­
vos según me plazca, sin estar constreñido por intención ni deter­
minación previa álguna.
Dado que el ataque a la mismidad, o identidad, como explica­
ción genuina es un tema tan constante en el argumento escéptico de
Wittgenstein, yo personalmente sospecharía que hay una relación
entre § 350 y otros pasajes que atacan el uso de la «mismidad».
Pero es poco probable que ésta sea toda la historia. Entre otras
cosas, el ejemplo de «las 5 en punto en el sol» parece obviamente
diseñado como un caso donde, sin que intervenga ningún arcano
escepticismo filosófico acerca del seguir reglas, hay realmente una
dificultad en tomo a cómo extender el viejo concepto — faltan cier­
tas presuposiciones de nuestra aplicación de este concepto— . Lo
mismo se supone que es cierto para el ejemplo de «la tierra está
debajo de nosotros» en § 351. Sin duda, puede que una persona
irreflexiva suponga, sin pensar, que «las 5 en punto» tendría sentido
en el sol, pero — según parece decir § 350— , al reflexionar sobre
las presuposiciones que deben satisfacerse para que se aplique
nuestro sistema horario, pronto se convencerá de que cualquier ex­
tensión al sol resulta dudosa. El argumento escéptico de Wittgens­
tein es más radical, pues mantiene que no hay ningún caso en que
yo dé indicaciones para determinar casos futuros, ni siquiera cuan­
do no existe ningún problema ordinario con relación a si las presu­
posiciones de la aplicación de un concepto viejo se satisfacen en los
casos nuevos. En § 302 y § 350, Wittgenstein parece querer decir
que, dejando aparte su problema escéptico básico y general, hay un
problema intuitivo especial, del tipo ordinario ilustrado por el ejem­
plo de «las 5 en punto en el sol», que trae consigo el extender el
concepto de los estados mentales de uno mismo a otros. De hecho,
como explicaré en breve, creo que el interés de Wittgenstein por
este problema especial fue anterior al último periodo de su filoso­
fía, cuando su problema escéptico cobró prominencia.
¿Cuál puede ser el problema? ¿En qué se equivoca la asunción
tradicional de que, dado que yo tengo sensaciones y una mente
(o que mi cuerpo tiene una mente «tras él»), puedo preguntar con
sentido si otros objetos materiales tienen mentes «tras» ellos? Mal-
colm, al reconsiderar su exégesis de Wittgenstein en tomo a las
otras mentes, concluyó que la concepción tradicional asumía que
no teníamos ningún «criterio» para atribuir mentes o sensaciones a
otros; pero sin dicho criterio carecería de sentido la atribución de
mentes o sensaciones4. Malcolm parecía suponer que un «criterio»
para la atribución de mentes o sensaciones a otros era un modo de
establecer con certeza que ellos poseen tales sensaciones. Los críti­
cos se preguntaron si el argumento no descansaba sobre dudosas
suposiciones verificacionistas, y mucha de la discusión subsiguien­
te ha continuado dentro de este marco —un marco que guarda con­
tinuidad con mucha de la discusión del propio argumento del len­
guaje privado. Dada la importancia de la noción de criterio para la
filosofía de la etapa posterior de Wittgenstein, la exégesis que sigue
esta línea puede que tenga mérito considerable5. No obstante, yo
4 V éase M alcolm, «Knowledge o f Other M inds», The Journal o f Philosophy,
vol. 45 (1958), reimpreso en Knowledge and Certainty, pp. 130-140. Véanse especial­
mente pp. 130-132, en la reimpresión. El artículo aparece también en Pitcher (ed.),
Wittgenstein: The Philosophical Investigations. En lo que sigue, las referencias de pági­
nas corresponden a la versión incluida en Knowledge and Certainty.
5 Quedará claro, sin embargo, por mi exposición de más abajo, que en los pasajes
clave que sugieren la dificultad de imaginar las sensaciones de otros según el modelo de
las mías propias encuentro poca relación directa con cualquier argumento que envuelva
una demanda de criterios (como premisa no argumentada). Ningún argumento así se
sugiere en estos pasajes. Quedará también claro por mi exposición de más abajo que los
«criterios externos» — en el sentido explicado antes, pp. 110-118 —-juegan un impor­
tante papel en la solución de la dificultad de que parezco ser incapaz de imaginar las
sensaciones de otros según el modelo de las mías propias. Pienso que el muy fuerte
principio de verificación de Malcolm precisaría de un alto grado de elaboración y de­
fensa para convencer a los lectores típicos de"hoy en día. Quienes son blanco de Mal­
colm — los que arguyen por analogía a favor de las otras mentes— mantienen que yo
infiero, generalizando a partir de la correlación observada en mi propio caso, que quienes
se comportan como yo es muy probable que tengan mentes, pensamientos y sensaciones
como los míos propios. Por tanto no consideran «inverificables» los enunciados acerca de
otras mentes. El principio relevante que Malcolm usa contra ellos parece ser: para que un
enunciado de un tipo dado tenga significado, tiene que haber, ¿ w definición, no de resul­
tas de razonamiento inductivo, un medio de decidir con certeza si los enunciados del tipo
dado son verdaderos (véase «Knowledge o f Other Minds», p. 131). Quienes arguyen por
analogía no respetan la condición impuesta por las frases en cursiva.
En «Knowledge o f Other Minds», Malcolm ni arguye a favor de este principio ni lo
explica en detalle. Sin duda, el principio exige un debate cuidadoso para ver por qué no
descarta, por ejemplo, los enunciados acerca del pasado lejano. Y, lo que es más impor­
personalmente creo que se puede explicar una línea central del ar­
gumento de Wittgenstein en § 302 y en pasajes relacionados sin
recurso especial a la noción de criterio. Esta línea del argumento,
tal como yo la veo, no descansa sobre ninguna premisa verificacio-
nista especial de que para entender el concepto de que otra persona
tiene una sensación debamos poseer un medio de verificar si la
tiene. De hecho, los aspectos principales de las ideas de Wittgens­
tein en tomo a esta cuestión están ya presentes en sus escritos, con­
ferencias y conversaciones del periodo de transición entre el Trac-
tatus y las Investigaciones; de forma algo menos explícita, están
presentes en el propio Tractatus. De hecho, pienso que el debate de
Wittgenstein acerca de las otras mentes en las Investigaciones no
sólo guarda continuidad con su pensamiento más temprano, sino
también con una línea importante del tratamiento tradicional del
problema. Las razones básicas por las que Wittgenstein se teme que
imaginar las sensaciones de los demás según el modelo de las mías
propias es «algo nada fácil de hacer» son a la vez más intuitivas y
más tradicionales que cualesquiera consideraciones que pudieran
surgir desde premisas verificacionistas. Esto es lo que sugieren los
ejemplos de «las 5 en punto en el sol» y «la tierra está debajo de
nosotros» •—ninguno de los dos hace ninguna referencia especial a
la verificación ni a criterios, sino sólo a una dificultad conceptual
para aplicar un concepto a ciertos casos. El § 302 parece sugerir
que hay una dificultad intuitiva comparable si deseo extender el
concepto de sensación a otros a partir de mi propio caso.
Intentaré que el lector se haga una idea de la dificultad y de sus
raíces históricas. Según Descartes, la sola entidad de cuya existen­
cia puedo estar cierto, aun estando inmerso en dudas sobre la exis­
tencia del mundo externo, soy yo mismo. Puedo dudar de la existen­
cia de los cuerpos (incluido el mío), o, aun asumiendo que hay

tante, aun si el principio puede enunciarse de manera que se vea libre de contraejemplos
obvios, la mayoría de los lectores pensarían que no puede asumirse, sino que tiene que
argumentarse.
Más arriba (pp. 110-118) debatimos la cuestión de los «criterios» en la filosofía de
Wittgenstein, y argüimos que en la medida en que se pueda considerar que su filosofía,
envuelve algo parecido a un principio de verificación, el principio tiene que ser deduci­
do, no asumido como premisa no argumentada. Y tampoco es preciso aceptar ningún
principio de verificación tan fuerte como el que Malcolm parece presuponer aquí. Ni
siquiera estoy seguro de que tal principio sea consistente con todo lo que el mismo
Malcolm dice en otros lugares.
cuerpos, dudar de que haya nunca mentes «tras» ellos; pero no pue­
do dudar de la existencia de mi propia mente. La reacción de Hume
a esto es notoria: «Hay algunos filósofos que imaginan que somos
íntimamente conscientes de lo que llamamos nuestro Yo; que sen­
timos su existencia y su continuar existiendo; y estamos ciertos,
más allá de la evidencia de una demostración, de su identidad y
simplicidad perfectas. La más fuerte sensación, la pasión más vio­
lenta, dicen ellos, en vez de distraemos de esta idea, sólo la fijan
con más intensidad todavía, y nos hacen considerar la influencia de
las mismas sobre el yo, bien por ser dolorosas, bien por ser placen­
teras. Intentar una prueba adicional de esto sería debilitar su evi­
dencia, ya que no se puede derivar ninguna prueba a partir de nin­
gún hecho del que seamos tan íntimamente conscientes; ni hay nada
de lo que podamos estar ciertos, si dudamos de esto. Por desgracia,
todas estas aserciones positivas son contrarias a esa misma expe­
riencia que ellos alegan, y carecemos de toda idea de yo en conso­
nancia con el modo en que aquí se explica... Por mi parte, cuando
más íntimamente me adentro en lo que llamo yo mismo, siempre
me topo con una u otra impresión particular, de calor o frío, luz o
sombra, amor u odio, dolor o placer. Nunca puedo sorprenderme a
m í mismo en ningún momento sin una percepción, y nunca puedo
observar nada sino la percepción... Si alguien, tras reflexión seria y
libre de prejuicios, piensa que posee una noción diferente de sí mis­
mo, debo confesar que no puedo seguir razonando con él. Lo más
que puedo concederle es que él esté en lo cierto igual que lo estoy
yo, y que somos esencialmente diferentes en este particular. Puede,
quizá, que él perciba algo simple y continuo, a lo que llama sí mis­
mo; aunque yo estoy cierto de que no hay tal principio en mí»6.
Por tanto, allí donde Descartes habría dicho que estoy cierto de
que «yo tengo un picor», de lo único-de lo que Hume es consciente
es del picor mismo. El yo •— el ego cartesiano—• es una entidad
completamente misteriosa. No somos conscientes de ninguna enti­
dad que sea la que «tenga» el picor, «tenga» el dolor de cabeza, la
percepción visual, y lo demás; sólo somos conscientes del picor, el
dolor de cabeza o la percepción visual misma. Cualesquiera in­
fluencias directas de Hume sobre Wittgenstein son difíciles de sus­

6 Hume, A Treatise o f Human Nature, Libro I, Parte I\f Sección VI («O f Personal
Identity»), La cita está tomada de las pp. 251-252, en la edición de Selby-Bigge.
tanciar; pero los pensamientos huméanos aquí bosquejados tuvieron
continuación a lo largo de mucha de la tradición filosófica, y es muy
fácil encontrar la idea en el Tractatus. En 5.631 de esa obra, Witt­
genstein dice: «No existe algo así como el sujeto que piensa o se re­
presenta ideas. Si yo escribiera un libro titulado El Mundo tal como
lo encontré... sólo él no podría ser mencionado en ese libro». Conti­
nuando en 5.632-5.633, explica: «El sujeto no pertenece al mundo:
más bien, es un límite del mundo. ¿Dónde en el mundo va a encontrar­
se un sujeto metafísico? Dirás que esto es exactamente como el caso
del ojo y el campo visual. Pero en realidad tú no ves el ojo. Y nada en
el campo visual te permite inferir que es visto por un ojo.»
Aquí Wittgenstein está bajo la influencia, ya sea directa o indi­
recta, de ideas característicamente humeanas sobre el yo, así como
en 5.135, 5.136, 5.1361, 5.1362 (y en los parágrafos desde 6.362
hasta 6.372) escribe bajo la influencia del escepticismo de Hume
acerca de la causación y la inducción. En realidad, la negación de
que yo vaya a encontrar nunca un sujeto en el mundo, y la conclu­
sión (5.631) de que tal sujeto no existe, está en completo acuerdo
con Hume. La única señal de desviación de las ideas de Hume en
estos pasajes proviene de la sugerencia en 5.632 de que en algún
sentido puede que, después de todo, sea legítimo hablar de un suje­
to como un «límite» misterioso del mundo, aunque no como una
entidad en él7.
Wittgenstein volvió a este tema en varios de sus escritos, confe­
rencias y debates de finales de los años veinte y principios de los
treinta, durante el período usualmente considerado de transición
entre la filosofía «temprana» del Tractatus y la filosofía «última»
de las Investigaciones. Moore, en su caracterización de las confe­
rencias de Wittgenstein de Cambridge en 1930-19338, informa de

7 Veremos, más abajo, que Lichtenberg, que escribió independientemente de Hume,


ejerce aquí una influencia directa sobre Wittgenstein. Sin duda, Pitcher {Tire Philosophy
o f Wittgenstein, p. 147) y Anscombe (An Introduction to Wittgenstein’s Tractatus, I-Iut-
chinson, Londres, 1959, capítulo 13) tienen razón al ver también aquí una influencia
directa de Schopenhauer (por lo que la influencia de Hume le llega a Wittgenstein me­
diada por los eslabones de Kant y Schopenhauer). Debería haber estudiado a Schopen­
hauer y a Lichtenberg en tomo a estas cuestiones, y esa fue mi intención originalmente,
pero no lo he hecho (o sólo superficialmente). Podría haber servido de ayuda en la exé­
gesis.
8 G. E. Moore, «Wittgenstein’s Lectures in 1930-1933», Mind, vol. 63 (1954), y
vol. 64 (1955), reimpreso en G. E. Moore, Philosophical Papers, pp. 252-324. La cita
procede de la p. 309, en la reimpresión.
que Wittgenstein «dijo que “igual que no hay ningún ojo (físico)
involucrado en el ver, así tampoco hay ningún Ego involucrado en
el pensar o en el tener dolor de cabeza”; y cita, con aparente apro­
bación, el dicho de Lichtenberg: “En vez de ‘yo pienso’ deberíamos
decir ‘se piensa5” (usado aquí “se piensa” en modo impersonal, a la
manera como se usa “es blitzef ’); y al decir esto, lo que quería de­
cir, creo, es algo similar a lo que dijo del “ojo del campo visual”
cuando dijo que no es algo que esté en el campo visual». En las
Observaciones Filosóficas, § 58, Wittgenstein imagina un lenguaje
en el que «tengo un dolor de muelas» es reemplazado por «hay
dolor de muelas», y, siguiendo a Lichtenberg, «estoy pensando» se
convierte en «se está pensando»9.
El problema básico para extender el habla de sensaciones de «mí
mismo» a «otros» debiera resultar manifiesto ahora. Supuestamen­
te, si me concentro en un dolor de muelas o picor particular, noto su
carácter cualitativo y, haciendo abstracción de rasgos particulares
de tiempo y lugar, puedo formar un concepto que determinará cuán­
do surge de nuevo un dolor de muelas o un picor. (El argumento del
lenguaje privado pone en duda que esta suposición tenga realmente
sentido, pero se ha de considerar que no tenemos en cuenta este
argumento aquí). ¿Cómo se supone que he de extender esta noción
a las sensaciones de «otros»? ¿Qué se supone que quiere decir esto?
Si veo patos en Central Park, puedo imaginar cosas que son «como
éstas» — que son patos también— salvo que no están en Central
Park. Puedo, de modo similar, «hacer abstracción» incluso de pro­
piedades esenciales de estos patos particulares para llegar a entida­
des como éstas pero carentes de las propiedades en cuestión —pa­
tos con diferente parentesco y origen biológico, patos nacidos en un
siglo diferente, y así sucesivamente. (Recuérdese que no hemos de
tener en cuenta aquí el argumento escéptico de Wittgenstein, y po­
demos adoptar la terminología «ingenua» de la «abstracción» a
partir del caso paradigmático). ¿Pero qué puede querer decir que
algo sea «justamente como este dolor de muelas, sólo que no soy
9 Véase también F. Waismann, Wittgenstein and the Vienna Circle (Basil Blaekwell,
Oxford, 1979), pp. 49-50 (otra obra que, al igual que las Observacionesfilosóficas, surge
del periodo «de transición» de Wittgenstein). La parte VI entera (§§ 57-66) délas Obser­
vacionesfilosóficas es también relevante (y véase además allí, por ejemplo, § 71). •
Compárese también Moritz Schlick, «Meaning and Verification», en H. Feigl y W.
Sellars (eds.), Reading in Philosophical Analysis (Appleton-Century-Croñs, Nueva
York, 1949, pp. 146-170), especialmente, pp. 161-168.
yo, sino algún otro, quien lo tiene»? ¿De qué modos se supone que
esto es similar al dolor de muelas paradigmático sobre el que con­
centro mi atención, y de qué modos no es similar? Se supone que
hemos de imaginar otra entidad similar a «mí» — otra «alma»,
«mente» o «yo»— que «tiene» un dolor de muelas justamente como
este dolor de muelas, salvo que quien lo «tiene» es ello (¿él?,
- ¿ella?), así como «yo tengo» éste. Todo esto tiene poco sentido,
dada la crítica humeana a la noción del yo que Wittgenstein acepta.
No tengo idea de un «yo» en mi propio caso, y mucho menos un
concepto genérico de un «yo» que incluya a «otros» además de a
«mí». Ni tampoco tengo idea alguna de «tener» como una relación
entre ese «yo» y el dolor de muelas. Supuestamente, al concentrar
mi atención en uno o más dolores de muelas particulares, puedo
formar el concepto de dolor de muelas, quedando capacitado por
ello para reconocer en momentos posteriores cuándo «hay un dolor
de muelas» o «duelen las muelas» (como en «está lloviendo»)
sobre la base de la «cualidad fenomenológica» de los dolores de
muelas. Aunque hemos expresado esto en la terminología lichtenber-
giana que Wittgenstein recomienda, «duelen las muelas» significa lo
que habríamos expresado de manera ingenua mediante «tengo un
dolor de muelas». El concepto se supone que se forma al concen­
trarse en un dolor de muelas particular: cuando algo justamente
como eso vuelve a ocurrir, entonces «duelen las muelas» otra vez.
¿De qué es de lo que se supone que hemos de hacer abstracción en
esta situación para formar el concepto de un acaecimiento que es
como el caso paradigmático dado de «duelen las muelas», salvo
que el dolor de muelas no es «mío» sino de «algún otro»? No tengo
concepto de un «yo» ni de «tener» que me capacite para realizar la
abstracción apropiada a partir del paradigma original. La formula­
ción «duelen las muelas» deja esto completamente claro: considé­
rese la situación total y pregúntese de qué es de lo que he de hacer
abstracción si lo que deseo es eliminarme a «mí mismo».
Creo que es, al menos en parte, debido a este tipo de considera­
ción por lo que Wittgenstein se ocupó tanto del atractivo del solip-
sismo y de la idea conductista de que decir de alguien distinto a mí
que tiene un dolor de muelas es simplemente hacer un enunciado
acerca de su conducta. Cuando Wittgenstein considera la adopción
del lenguaje de sensación sin sujeto de Lichtenberg, las atribucio­
nes de sensaciones a otros dejan paso a expresiones como «el cuer­
po A se está comportando de modo similar a como se comporta X
cuando duele», donde «X» es un nombre de lo que yo llamaría nor­
malmente «mi cuerpo». Esto es un crudo remedo conductista para
imaginar las sensaciones de otros según el modelo de las mías pro­
pias: atribuir una sensación a A no dice de ninguna manera que esté
sucediendo algo que se asemeje a lo que sucede cuando yo tengo
dolor (o, mejor, cuando duele). El atractivo, para Wittgenstein, de
esta combinación de solipsismo y conductismo no estuvo nunca
exento de una cierta insatisfacción. De todas formas, durante la
fase más verificacionista de su período de transición, a Wittgens­
tein le parecía que es difícil evitar la conclusión de que, dado que la
conducta es nuestro único método de verificar las atribuciones de
sensaciones a los demás, la formulación conductista es lo único que
puedo querer decir cuando hago una de esas atribuciones (véase
Observaciones filosóficas, §§ 64-65).
Este punto adquiere nítido relieve cuando consideramos muchas
formulaciones habituales del problema de las otras mentes. ¿Cómo
sé, se dice, que otros cuerpos «tienen» «mentes» como la mía? Se
asume que yo sé a partir de mi propio caso qué es una «mente» y en
qué consiste que un «cuerpo» la «tenga». Pero lo que inmediata­
mente se desprende de la crítica de Hume-Lichtenberg a la noción
del yo es que no tengo ninguna idea así en mi propio caso que pue­
da ser generalizada a otros cuerpos. Sí tengo una idea, a partir de mi
propio caso, de cómo es el «haber dolor», pero no tengo idea de
cómo sería el haber un dolor «justamente como éste, salvo que per­
tenece a una mente distinta de la mía».
Volvamos a § 350. Ese pasaje pone en duda que sepamos lo que
significa decir que «algún otro tiene dolor» a partir de mi propio
caso. Al final, el ejemplo que se da es el de una estufa: ¿sabemos
qué significa decir de una estufa que tiene dolor? Como señalába­
mos más arriba, la concepción tradicional asume, sin suponer la
necesidad de ninguna justificación adicional, que poseemos un
concepto general de un objeto material arbitrario que «tiene» sen­
saciones o, más bien, que «tiene» una «mente» que a su vez es la
«portadora» de las sensaciones. (El objeto físico «tiene» sensacio­
nes en un sentido derivado, si «tiene» una «mente» que «tiene» las
sensaciones). Pero: ¿estamos tan seguros de que entendemos todo
esto? Como hemos recalcado, no tenemos idea de qué es una «men­
te». ¿Y sabemos qué relación ha de darse entre una «mente» y un
objeto físico para que constituya un «tener»? Supongamos que una
silla dada «tiene» una «mente». Entonces hay muchas «mentes» en
el universo, y sólo una es la que una silla dada «tiene». ¿Qué rela­
ción se supone que mantiene esa «mente» con la silla que las demás
mentes no mantengan? ¿Por qué es esta «mente», en vez de otra, la
que la silla «tiene»? (Por supuesto, no quiero decir: ¿cuál es la ex­
plicación (causal) de por qué de hecho la silla «tiene» esta «mente»
en vez de ésa? Lo que quiero decir es: ¿qué relación se supone que
ha de darse entre la silla y una mente, en vez de otra, que constituye
su tener esta mente, en vez de esa otra?) Y bien mirado, ¿por qué es
la silla como un todo, y no justamente su respaldo, o sus patas, lo
que está relacionado con la mente dada? (¿Por qué no otro objeto
físico completamente distinto?). ¿En qué circunstancias sería el
respaldo de la silla, y no la silla entera, el que «tiene» una «mente»
dada y por tanto piensa y siente? (Lo que se pregunta no es cómo
verificaríamos que la relación se da, sino más bien, en qué circuns­
tancias se daría). A menudo los debates en tomo al problema de las
otras mentes, o del panpsiquismo, etc., se limitan a ignorar estas
cuestiones, y suponen, sin más, que la noción de que un cuerpo
dado «tiene» una «mente» dada es autoevidente10. Wittgenstein
simplemente desea plantear si de verdad tenemos una idea tan clara
de lo que esto significa: está haciendo preguntas intuitivas. Véase,
por ejemplo, § 361 (La silla está pensando para sí: ...¿Dónde? ¿En
una de sus partes? ¿O fuera de su cuerpo; en el aire de alrededor?
¿O en ninguna parte en absoluto? Pero entonces, ¿cuál es la dife­
rencia entre el decirse algo a sí misma esta silla y el decirse algo a
sí misma otra silla, contigua a la anterior?...) o § 283 («¿Podemos
decir de la piedra que tiene un alma [o una mente] y que ésta es la
que tiene el dolor? ¿Qué tiene que ver un alma [o mente], o el dolor,
con una piedra?»)n .
10 En Some A^ain Problems o f Philosophy (Macmillan, Nueva York, 1953), p, 6,
Moore dice que^una de nuestras creencias de sentido común es que «los actos de con­
ciencia están sin duda ninguna adheridos, de un modo particular, a algunos objetos
materiales». ¿Cómo «adheridos»? ¿De qué modo lo están a este objeto, y no a aquél?
(Para ser justos con Moore, él, en respuesta a estas cuestiones, dice más de lo que dicen
muchos otros. Pero resulta claro por la discusión presente que Wittgenstein no pensarla
que sus respuestas eran satisfactorias).
11 Véase, más arriba, la nota 31 en el texto principal, para la traducción de «See/e»
por «alma» o «mente». En principio esta palabra puede traducirse de cualquiera de las
dos maneras, pero se traduzca como se traduzca, es importante darse cuenta de que
Wittgenstein está escribiendo acerca del problema que los filósofos que hablan en
Es posible hacer diversos intentos de entender la idea de que un
objeto — incluso uno inanimado— «tenga» una «mente» o una sen­
sación sin invocar las nociones mismas de «mente» y «tener». Yo
podría, por ejemplo, imaginar que el objeto físico que llamo «mi
cuerpo» se vuelve piedra mientras mis pensamientos, o mis dolo­
res, continúan (véase § 283). Esto podría expresarse en la jerga de
Lichtenberg así: hay pensar, o dolor, aun cuando tal-y-cual objeto
se vuelve piedra. Pero: «¿si ha sucedido eso, en qué sentido tendrá
la piedra los pensamientos o los dolores? ¿En qué sentido serán
adscribibles a la piedra?». Supongamos que yo estuviera pensando,
por ejemplo, en la prueba de que % es irracional, y mi cuerpo se
volviese piedra mientras yo estaba todavía pensando en esta prue­
ba. Bien, ¿qué relación tendrían con la piedra mis pensamientos
acerca de esta prueba? ¿En qué sentido es la piedra todavía «mi
cuerpo» y no simplemente «mi cuerpo anteriormente»? ¿Qué dife­
rencia hay entre este caso y el caso donde después de que «mi cuer­
po» se volviese piedra, «mi mente cambiase de cuerpo»— •el nuevo,
quizá, otra piedra? Supongamos por el momento que después de
volverme piedra pienso sólo acerca de la matemática. ¿En general,
qué podría conectar un pensamiento acerca de la matemática con
un objeto físico mejor que con otro? En el caso en que mi cuerpo se
vuelve piedra, la única conexión es que la piedra es aquello en lo
que mi cuerpo se ha convertido. Si se hace abstracción de esa his­
toria anterior, la conexión entre el pensamiento y el objeto físico es
todavía más difícil de especificar; y sin embargo, de haber una co­
nexión, debe ser una que exista ahora, con independencia de una
historia anterior imaginada.
De hecho, en § 283 Wittgenstein se interesa por la conexión de
un dolor, una sensación, con la piedra. Si nos olvidamos por un
momento de que las sensaciones se adscriben a una «mente» que un
objeto físico «tiene», y si pensamos simplemente en la conexión
entre la sensación y el objeto físico sin preocupamos de los eslabo­
nes intermedios, entonces en algunos casos puede que seamos ca­
paces todavía de encontrar sentido a la conexión entre una sensa­
ción dada y un objeto físico dado, incluso uno inerte como la piedra.
Los dolores, por ejemplo, están localizados. Lo están en el sentido

inglés actual llaman «el problema de las otras mentes», y está preguntando qué significa
la pregunta de si los cuerpos de otros «tienen» mentes. Cualquier otra connotación que
el uso de «Seele» pueda poseer es probablemente, como mucho, secundaria.
causal de que el daño o lesión en una cierta área produce el dolor,
En otro sentido causal, la cura aplicada a una cierta área puede que
alivie o elimine el dolor. Están localizados también en el sentido
más primitivo, no causal, de que yo siento un dolor como «en mi
pie», «en mi brazo», etc. Muy a menudo estos sentidos coinciden,
pero no siempre — no hay, ciertamente, ninguna razón conceptual
por la que deban coincidir. Pero, ¿qué ocurre si todos ellos coinci­
den y, con arreglo a las tres pruebas, un cierto dolor está «localiza­
do» en una cierta, posición en una piedra? Según yo entiendo a Witt­
genstein, de esta! cuestión particular se ocupa en § 302, citada más
arriba, donde de io que se debate no es de una piedra, sino del cuer­
po de alguien distinto a mi. Asumiendo que puedo imaginar que un
dolor está «localizado» en otro cuerpo, ¿confiere ello un sentido a
la idea de que «algún otro» podría tener dolor? Recordemos la ter­
minología de Lichtenberg: si «hay dolor», tal vez «hay dolor en la
piedra», o «hay dolor en ese brazo», donde el brazo en cuestión no
es mío. ¿Por qué no es esto precisamente imaginar que yo siento
dolor, sólo que «en» el brazo de otro cuerpo, o incluso en una pie­
dra? Recordemos que «hay dolor» significa «tengo dolor», con el
sujeto misterioso suprimido. De modo que parecería que imaginar
«dolor en ese brazo» es imaginar que yo tengo dolor en el brazo de
otro cuerpo (a la manera en que una persona que ha perdido su bra­
zo puede sentir un dolor en el área donde estuvo su brazo). No hay
aquí ningún concepto de otro «yo» que sienta el dolor en la piedra,
o en el otro cuerpo. Es por esta razón por lo que falla el experimen­
to de ignorar la otra «mente» e intentar imaginar una conexión di­
recta entre la sensación y el cuerpo. Para repetir algo de lo que cité
de § 302: «Si uno tiene que imaginarse el dolor de otro según el
modelo del suyo propio, esto es algo nada fácil de hacer... lo que
tengo que hacer no es simplemente realizar una transición en la
imaginación de un lugar de dolor a otro. Como de... la mano al...
brazo. Pues,no he de imaginar que siento dolor en alguna región
del cuerpo del otro (lo cual sería también posible)». En la jerga de
Lichtenberg, «hay dolor» siempre significa q u e jo siento dolor.
Incluso si ignoramos la terminología de Lichtenberg, el proble­
ma puede reformularse: ¿cuál es la diferencia entre el caso donde
yo tengo un dolor en otro cuerpo, y el caso donde ese dolor en el
otro cuerpo es «el dolor de algún otro» y no el mío? Parecería que
esta diferencia sólo puede expresarse mediante un abordaje directo
de los problemas que hace un momento hemos estado tratando de
eludir: ¿qué es una mente?, ¿en qué consiste que una mente «ten­
ga» una sensación?, ¿en qué consiste que un cuerpo «tenga» una
mente? El intento de ahorrarse estos intermediarios y ocuparse di­
rectamente de la conexión entre la sensación y el objeto físico fra­
casa, precisamente porque no puedo entonces definir qué significa
que «otra mente» tenga la sensación en un objeto físico dado, como
cosa opuesta a que sea «yo» quien la tenga allí. Wittgenstein insiste
en que la posibilidad de que una persona pudiera tener una sensa­
ción en el cuerpo de otra es perfectamente inteligible, a pesar de
que nunca suceda: «La conducta de dolor puede señalar un lugar
dolorido •—pero el sujeto del dolor es la persona que le da expre­
sión» (§ 302).
Dificultades análogas se ciernen sobre otros intentos similares
de establecer vínculos directos entre una piedra y una sensación o
pensamiento sin pasar por el eslabón intermedio de una «mente».
En cada uno de los casos, la terminología de Lichtenberg mencio­
nada arriba dicta que soy yo quien tiene la sensación o pensamien­
to, sólo que «en la piedra». Hasta ahora nos hemos concentrado en
el caso de las sensaciones y los objetos «inanimados» (en realidad,
objetos físicos considerados simplemente como tales, ignorando si
son «animados» o no). Naturalmente, hay una conexión especial
entre mente y cuerpo en el caso de un cuerpo «animado». El dolor
lleva a «conducta de dolor», y en general yo «quiero» mis propias
acciones. Por tanto, si hay (dolor y) conducta de dolor en otro cuer­
po, o si las acciones de otro cuerpo son «queridas», ¿confiere esto
significado —-sin necesidad de ninguna noción de otro «yo» y su
relación con el cuerpo— a la idea de que alguien distinto a mí (en
el otro cuerpo) podría tener dolores o pensamientos, o dar lugar a
acciones? Por supuesto, en último término, las ideas de conducta de
dolor y de otras acciones corporales serán cruciales para la explica­
ción de Wittgenstein de la atribución de conceptos mentales a otros.
Pero en el estadio presente estas ideas parecen prestamos poca ayu­
da. El caso de la conducta de dolor en otro cuerpo es simplemente
un aspecto más de lo que ya se ha señalado arriba: aceptando la
terminología de Lichtenberg, decir que hay dolor ■ — quizá en otro
cuerpo—■y que tal dolor produce conducta de dolor •— quizá en ese
mismo cuerpo— sigue siendo todavía decir q u e jo siento dolor, en
otro cuerpo y produciendo conducta de dolor en ese cuerpo. Sólo la
El caso de las acciones y la voluntad posee rasgos especiales. Si
podemos, por el momento, tratar el caso de la voluntad como si
fuera igual que el caso del dolor, de manera que, siguiendo a Hume,
imaginamos que una «impresión» de querer se correlaciona con un
movimiento en un cuerpo humano distinto del mío, entonces se
aplica la misma conclusión: en la terminología lichtenbergiana de
Wittgenstein, todo lo que podemos imaginar de esta manera es que
mi voluntad debe controlar otro cuerpo. Si, sin embargo, introduci­
mos otras consideraciones bien conocidas de las Investigaciones, la
situación sólo empeora. Estas consideraciones, que son insepara­
bles de la paradoja escéptica de Wittgenstein y especialmente de su
crítica a la idea de que significar es un estado cualitativo especial,
poseen varias facetas que se corresponden con su crítica a esta idea
(véanse, más arriba, pp. 54-66). Así, Wittgenstein señalaría que la
noción humeana de una «impresión» especial de querer similar a la
de un dolor de cabeza es quimérica. Más aun, incluso si hubiera una
impresión de «querer» del tipo descrito, su conexión con la acción
querida parecería ser puramente accidental ■ —nada en el quale de la

lógica en 5.55 y en sus parágrafos subordinados. Según la teoría del Tractatus, ¿cómo
ha de determinarse qué objetos hay, y cómo les es permitido combinarse para formar
proposiciones elementales? La respuesta no puede seguirse sólo de consideraciones
lógicas generales. Éstas se dice que han establecido (véase Tractatus, 5 y su material
subordinado siguiente, previo a 5.55) que todas las proposiciones son funciones de
verdad de proposiciones elementales, pero es claro que consideraciones lógicas abstrac­
tas no pueden establecer por sí solas cuántos objetos hay, qué objetos hay, cómo se
permite que se combinen los objetos, ni (por tanto) cuáles son las proposiciones ele­
mentales (véanse 5.55, 5.551, 5.552). N i tampoco puede la cuestión ser un asunto em­
pírico. Qué objetos hay, y cómo pueden combinarse, constituye la «sustancia» y la
«forma fija» del mundo (2.021, 2.023), la cual es común a todos los mundos posibles
(concebibles), no es simplemente una cuestión del modo como el mundo es realmente,
y por tanto no puede ser una cuestión de hecho empírico, contingente (2.022). Por ello,
según la doctrina del Tractatus, las respuestas a estas preguntas pertenecen al ámbito de
lo que puede «mostrarse» (o hacerse manifiesto) pero no puede, decirse. ¿Cómo se
muestra? Por el hecho de que yo, el usuario del lenguaje, utilizo precisamente uno de
los lenguajes que — en lo que concierne a consideraciones lógicas generales— son
compatibles con el esquema del Tractatus, Éste es el lenguaje, el único lenguaje que yo
entiendo. Cuál es la forma y la sustancia del mundo se muestra por los signos primitivos
que hay, por lo que ellos denotan, y por cómo se combinan en las oraciones elementales.
Así, yo, el usuario del lenguaje, determino los «límites» del mundo. En este sentido el
mundo es mío: yo, al usar un lenguaje con precisamente estos signos y estas posibilida­
des de combinación (los únicos signos y posibilidades que puedo pensar), lo determino.
¿Qué es este «yo», el usuario del lenguaje? No es algo en el mundo; ciertamente no es
una cosa entre otras como ella, sino un «límite» del mundo, según hemos visto más
arriba.
impresión misma haría que ésta fuese un querer de esta acción en
lugar de otra. Este punto podría reforzarse en términos de la para­
doja escéptica de Wittgenstein —una volición dada de realizar una
acción podría interpretarse como una volición de realizar otra, que
estaría relacionada con la original como cuás lo está con más. Todo
esto deja en posición todavía más endeble que antes a cualquier
intento de capturar la noción de que otra mente podría estar «en» un
cuerpo.
En suma, cualquier intento de imaginar una conexión directa
entre una sensación y un objeto físico sin mencionar un «yo» o una
«mente» me lleva simplemente a imaginar que yo tengo una sensa­
ción localizada en otra parte. De este modo, somos compelidos a
contemplar el misterio original: ¿qué es una «mente»?, ¿en qué
consiste que una «mente» «tenga» una sensación?, ¿en qué consis­
te que un cuerpo «tenga» una «mente»? Aquí el argumento de
Hume y Lichtenberg, y las demás consideraciones que hemos men­
cionado, dicen que no poseemos tales nociones. Según pone la
cuestión Wittgenstein en § 283, hablando de la adscripción de sen­
saciones a otros cuerpos: «Uno ha de decirlo de un cuerpo o, si lo
prefieres, de un alma [mente] que algún cuerpo tiene. ¿Y cómo
puede un cuerpo tener un alma [mente]?».
Suficiente: como en el caso de los problemas del texto principal,
Wittgenstein nos ha enfrentado a un problema escéptico —parece
imposible imaginar la vida mental de otros según el modelo de la
nuestra propia. ¿Carece de significado, por tanto, adscribir sensa­
ciones a otros, al menos en el sentido en que nos las adscribimos a
nosotros mismos? ¿Debemos contentamos con un remedo conduc­
tista? Dijimos antes que el mismo Wittgenstein en algún momento
se sintió atraído por estas conclusiones pesimistas y solipsistas. Su
filosofía posterior, sin embargo, sugiere que tales conclusiones ne­
cesitan ser reevaluadas. Abandonemos el intento de preguntar qué
es un «yo» y cosas por el estilo; y miremos, en su lugar, el papel
real que desempeñan en nuestras vidas las adscripciones de estados
mentales a otros. Así puede que obtengamos una «solución escép­
tica» a nuestra nueva paradoja escéptica.
Parte de lo que necesitamos ha sido ya enunciado más arriba en
el texto principal; véase especialmente el debate de cómo funciona
la terminología de «dolor» y de otras sensaciones, más arriba, en
página 110 y siguientes. No obstante, es de desear alguna recapitu­
lación y elaboración. En § 244, Wittgenstein introduce su bien co­
nocida caracterización de cómo, en el caso de las sensaciones, «se
establece la conexión entre el nombre y la cosa» — «Las palabras se
conectan con las expresiones primitivas, naturales, de la sensación
y se aprenden en su lugar. Un niño se ha hecho daño y llora: y los
adultos le hablan y le enseñan exclamaciones y, más tarde, oracio­
nes. Enseñan al niño nueva conducta de dolor [...] la expresión ver­
bal del dolor reemplaza al llorar y no lo describe». Así, Wittgens­
tein piensa que las declaraciones de dolor son nuevas conductas de
dolor, más sofisticadas, que los adultos enseñan al niño en substitu­
ción de la expresión no verbal, primitiva, de dolor. Es un nuevo
modo en que el niño hace evidente su dolor. Al mismo tiempo,
como se recalcó en el texto principal, los adultos estiman que la
enseñanza dada al niño ha tenido éxito precisamente cuando sus
manifestaciones naturales de conducta (y quizá otras pistas) les lle­
varían a juzgar que el niño tiene dolor. Esta tendencia va de la mano
de la idea de que la declaración del niño es un substituto de algunas
de estas manifestaciones naturales; vimos en el texto principal que
esta tendencia es, según la concepción de Wittgenstein, esencial a
la mera idea de que el concepto de dolor haya de adscribirse al niño.
Por lo tanto, no tenemos ya que preocupamos porque cada uno de
nosotros atribuya dolor en dos sentidos no relacionados, uno, el que
se aplica a «mí mismo», y el otro, el que un remedo conductista de
«yo» aplica a «otros». Por el contrario, las declaraciones en prime­
ra persona carecerían de sentido sin el uso en tercera persona.
Recordemos que Wittgenstein no analiza una forma de lenguaje
en términos de sus condiciones de verdad, sino que más bien pre­
gunta por las circunstancias en que esa forma se introduce en el
discurso, y por el papel y la utilidad que tiene la práctica de intro­
ducirla. Las circunstancias en que se introducen «yo tengo dolor» y
«él tiene dolor» acaban de ser descritas. Digo «yo tengo dolor»
cuando siento dolor — como un sustituto de mi inclinación natural
a gemir— . «Él tiene dolor» se dice cuando la conducta de otra perso­
na es apropiada (aunque la atribución puede ser anulada o retirada si
aparece más información desde un contexto más amplio). Notemos
que puesto que «yo tengo dolor» reemplaza al llorar, su proferencia
puede servir de criterio para una atribución de dolor en tercera perso­
na al proferente, justamente igual que sirve llorar. Notemos, además,
que la noción de criterio resulta relevante sólo en el caso de la ter­
cera persona. Una declaración de dolor no se hace sobre la base de
ninguna aplicación de criterios especial, igual que sucede con el
llorar. En el caso más primitivo, se le escapa al hablante.
Estas observaciones proporcionan una caracterización parcial
de nuestras prácticas de hablar de sensaciones. No obstante, quedan
cuestiones pendientes. Primero, parece como si cuando yo digo que
él tiene dolor, debiera querer decir que él está en el mismo estado
en que estoy yo cuando tengo dolor. También parece como si yo no
estuviera realmente diciendo esto — que si es esto lo que yo quisie­
ra decir, yo no podría simplemente seguir una regla que me autoriza
a decir que él tiene dolor cuando se comporta de ciertas maneras.
¿No debo creer que la conducta— de algún modo— es evidencia de
que él siente realmente, en su interior, lo mismo que siento yo? ¿No
amenazan con surgir de nuevo todos los problemas y enredos deba­
tidos hasta ahora? Aquí es importante el escepticismo de Wittgens­
tein acerca de las reglas. No nos corresponde a nosotros decir, sobre
la base de ninguna concepción a priori — y mucho menos aún
sobre la base de la concepción incoherente, debatida más arriba,
acerca del imaginar las sensaciones de otros a partir de las mías
propias— en qué consiste que yo aplique las reglas «del mismo
modo» en casos nuevos. Si efectivamente nuestra práctica es decir
de él «él tiene dolor» en ciertas circunstancias, entonces eso es lo
- que determina qué es lo que cuenta como «una aplicación a él del
predicado “tiene dolor” del mismo modo que a mí». Hemos visto
ya que los dos usos están inextricablemente ligados entre sí en
nuestra práctica normal — el uso en primera persona no podría sos­
tenerse solo. No es legítima la cuestión de si hacemos lo «correcto»
cuando aplicamos «tener dolor» a otros, igual que no lo es la pre­
gunta de si es correcto nuestro modo de proceder con «más». El
escepticismo acerca de las otras mentes no tiene aquí sentido, ni
siquiera el escepticismo acerca del «espectro invertido». Esto es lo
que hacemos; otras criaturas podrían haber actuado de forma dife­
rente. La idea de que no se trata ya de dar una teoría del lenguaje en
términos de condiciones de verdad es importante; y también lo son
los argumentos escépticos acerca de la significatividad de las ads­
cripciones de sensación a otro. No podemos preguntar si — en al­
gún sentido dado por la expresión «imaginar las sensaciones de
otros según el modelo de las mías propias»— él realmente «siente
lo mismo» que yo. Ni debemos tampoco preocupamos de si núes-
tros enunciados acerca de las sensaciones de otros oscurecen la
cuestión de qué «hechos» son los que estamos buscando. Pero la falta
de tales «hechos correspondientes» de ninguna manera resulta fatal
para la concepción que considera que una atribución de sensacio­
nes a otros tiene significado. Para verla dotada de significado no
buscamos «hechos correspondientes», sino las condiciones en las
que introducimos esta terminología y qué papeles desempeña.
Pero esto nos lleva a una cuestión adicional. Hasta ahora hemos
dado una idea en trazos gruesos de las condiciones en las que se
introduce el lenguaje de sensación, pero ¿cuál es la utilidad de esta
forma de lenguaje? En particular, ¿por qué atribuir sensaciones a
otros? Dijimos que atribuyo dolor a otros cuando se comportan de
ciertas maneras. ¿Por qué no debiera aseverar simplemente que se
comportan de estas maneras? ¿Por qué tener — de modo super­
fino— otra forma de lenguaje? No basta con decir que «él tiene
dolor» no es superfluo porque no es lógicamente equivalente a nin­
guna aserción particular acerca de su conducta externa. Es claro
que no hay tal equivalencia, y ni siquiera mis criterios para decir «él
tiene dolor» entrañan que él lo tiene. Por ejemplo, él podría estar
fingiendo. Las circunstancias que rodean su conducta podrían lle­
varme a dudar o negar que él realmente tenga dolor, aun cuando yo
nolo dude en el caso ordinario. No obstante, la cuestión permane­
ce: ¿por qué tener una locución como «él tiene dolor»? ¿Por qué no
nos contentamos siempre con descripciones de conducta especí­
ficas?
Algo más cabe decir antes de dar respuesta a nuestra cuestión.
A menudo, cuando atribuimos estados psicológicos a otros, esta­
mos en una posición mucho mejor para describir a los otros en_
términos de estos estados que para describir la conducta misma en
alguna terminología neutral que no mencione estados internos. Po­
demos decir que alguien parecía enfadado, o molesto, pero ¿sería
fácil describir una expresión de enfado o de estar molesto en una
terminología que no haga mención de estados psicológicos inter­
nos? (por supuesto, éstos son ejemplos de emociones, no de sensa­
ciones). A muchos de nosotros nos resultaría difícil dar una des­
cripción de los gestos faciales sin mencionar el estado psicológico
que expresan. Resultaría todavía más difícil dar la descripción si se
pidiera que se diese en términos puramente geométricos o físicos.
Nos sería muy difícil satisfacer una propuesta de reemplazar atribu­
ciones de estados mentales por descripciones de conducta, aim si
otras criaturas pudieran ser capaces de lograrlo. Estos hechos sin
duda dicen algo acerca del modo como vemos el mundo, y en par­
ticular de cómo vemos a nuestros congéneres humanos. Sencilla­
mente, no los vemos como sistemas físicos sino como seres huma­
nos. Pero ¿qué significa, en términos de nuestras vidas, verlos de
esta forma?
La repuesta de Wittgenstein está encapsulada en su bien conoci­
do aforismo: «Mi actitud hacia él es una actitud hacia un alma. No
soy de la opinión de que él tiene un alma» (p. 178). ¿Cuál es la ac­
titud en cuestión, la actitud hacia un ser humano que no es un autó­
mata? ¿Cómo se revela esta actitud en nuestra adscripción de sen­
saciones a otros? En el caso del dolor, la idea que Wittgenstein
desea bosquejar es muy bien conocida. Cuando vemos a alguien
retorciéndose de dolor, nos compadecemos de él. Nos apresuramos
a ayudarle, intentamos consolarle, y así sucesivamente. Nuestra ac­
titud dista mucho de la que adoptaríamos ante un mecanismo, aun­
que fuese uno valioso, que sufriese alguna dificultad o funcionase
mal. Sin duda, también podríamos intentar reparar dicho mecanis­
mo; pero nuestras razones y actitudes serían esencialmente distin­
tas de las adoptadas hacia un ser humano. ¿Quién va alguna vez en
ayuda de un mecanismo, quién se compadece de él?
Diversas observaciones que hace Wittgenstein podría parecer
que significan que la actitud que yo exhibo hacia quien sufre es
primitiva, una actitud con una génesis completamente independien­
te de mi propia experiencia de dolor y con una creencia concomi­
tante de que él «experimenta lo mismo que yo». En § 310, en contra
de un objetor que piensa que la conducta de alguien hacia quien
sufre tiene que indicar una creencia «en algo tras la expresión ex­
terna de dolor», Wittgenstein sencillamente responde: «su actitud
es prueba de su actitud». Como en el caso de «captar un concepto»
en tanto que explicación de diversos aspectos de mi conducta ver-
bal'(véanse, más arriba, pp. 107-109), Wittgenstein rechazaría cual­
quier intento de «explicar» mi actitud y comportamiento hacia
quien sufre mediante una «creencia» acerca de su «estado interno».
Por el contrario, una vez más se ha de invertir el orden: puede de­
cirse que yo pienso que él tiene una mente, y en particular que sufre
de dolor, en virtud de mi actitud y conducta hacia él, no a la inversa.
En la página 179, Wittgenstein describe a un médico y una enfer­
mera que se apresuran a ayudar a un paciente que gime. ¿Si dicen,
«si gime, debemos suministrarle más analgésico», tiene que pen­
sarse que han suprimido un «término medio» concerniente al esta­
do interno del paciente? «¿no es lo importante el servicio al que
ponen la descripción de la conducta? ».
Creo que en estos pasajes Wittgenstein rechaza cualquier intento
de explicar o justificar nuestra conducta en términos de una creen­
cia acerca del «estado interno» de la otra persona. Semejante «ex­
plicación» generaría todos los problemas acerca de las otras mentes
repasados en el presente post scriptum, y también todos los proble­
mas acerca de las reglas privadas debatidos en el texto principal.
Hemos visto, además, que Wittgenstein consideraría semejante
«explicación» como una inversión del orden de ideas correcto. De
todas formas, me inclino a no aceptar la conclusión que he oído a
veces extraer de que para Wittgenstein mi experiencia interna de
dolor y mi capacidad para imaginar la sensación no desempeñan un
papel real en mi dominio del «juego de lenguaje» de atribuir sensa­
ciones a otros, que alguien que no haya experimentado nunca dolor
ni pueda imaginarlo pero haya aprendido los criterios conductuales
usuales para su atribución utiliza esta terminología tan bien como
yo. El pasaje importante aquí es § 300: «No es —nos gustaría
decir-— meramente la figura (Bild) de la conducta lo que desempe­
ña un papel en el juego de lenguaje con las palabras «él tiene do­
lor», sino también la figura del dolor [...] Es un malentendido [...]
La imagen ( Vorstellung) del dolor no es una figura y esta imagen no
es reemplazable en el juego de lenguaje por algo que llamaríamos
una figura.— La imagetí del dolor entra ciertamente en el juego de
lenguaje en un sentido; sólo que no como una figura».
No entiendo del todo, en realidad, el contraste que Wittgenstein
pretende establecer entre una « Vorstellung» y una «Bild», vertidas
por el traductor como «imagen» [«image»] y «figura» [«picture»].
Menos aún tengo una noción firme de lo que se quiere decir me­
diante el aforismo que sigue en § 301 — «una imagen no es una fi­
gura, pero le puede corresponder una figura». En los pasajes cita­
dos, Wittgenstein no nos da ninguna ayuda en caso de que nos
preguntemos cómo la «imagen» del dolor «entra ciertamente en el
juego de lenguaje en un sentido», ni explica tampoco qué quiere
excluir cuando niega que la imagen entre en ese juego «como una
figura». No obstante, tengo al menos la siguiente noción parcial de
lo que se quiere decir: el uso de Wittgenstein del término «figura»
se relaciona aquí con su uso del mismo en el Tractatus —una figu­
ra ha de compararse con la realidad, se nos dice que el mundo ex­
terno está en un estado correspondiente a la figura. Usar la imagen
del dolor como una figura es intentar imaginar el dolor de otro
según el modelo del mío propio, y asumir que mi enunciado de que
la otra persona tiene dolor es verdadero precisamente porque «se
corresponde» con esta figura. Inmediatamente después de los pasa­
jes que acabo de citar viene la observación citada antes en este post
scriptum: «Si ijmo tiene que imaginarse el dolor de otro según el
modelo del suyb propio, esto es algo nada fácil de hacer: pues tengo
que imaginar dolor que yo no siento según el modelo del dolor que
yo sí siento» (§ 302). Lo que hemos dicho a propósito de este pasa­
je es ya del todo suficiente. Si los problemas que Wittgenstein ve en
el intento de imaginar el dolor de otro según el modelo del mío
propio son reales, excluyen el intento de usar la «imagen» del dolor
como una «figura». Usar la imagen como una figura es suponer
que mediante un uso apropiado de esta imagen puedo dar condicio­
nes de verdad determinadas para el tener dolor de otra persona, y
que sólo se necesita preguntar si estas condiciones de verdad «se
corresponden con la realidad» para determinar si mi enunciado de
que él tiene dolor es verdadero o falso.
Wittgenstein rechaza este paradigma de condiciones de verdad y
figuras en las Investigaciones. No hemos de preguntar por las con­
diciones de verdad, sino por las circunstancias en que atribuimos
sensaciones a otros y el papel que tal atribución desempeña en
nuestras vidas. ¿Cómo, entonces, «la imagen del dolor entra cierta­
mente en el juego de lenguaje en un sentido», si no es «como una
figura»? Mi sugerencia es que la imagen entra en la formación y
cualidad de mi actitud hacia quien sufre. Yo, que he experimentado
dolor y puedo imaginarlo, puedo ponerme con la imaginación en el
lugar de quien sufre; y mi capacidad para hacer esto proporcióna a
mi actitud una cualidad de la que carecería si yo meramente hubie­
ra aprendido un conjunto de reglas que fijan cuándo atribuir dolor
a otros y cómo ayudarlos. En efecto, mi capacidad para hacer esto
entra dentro de mi capacidad para identificar algunas de las expre­
siones de estados psicológicos •—-me ayuda a identificarlas simple­
mente como expresiones de sufrimiento, no a través de una descrip­
ción fisicalista de ellas independiente. Lo que desempeña el papel
apropiado en la formación de mi actitud no es una «creencia» de
que él «siente lo mismo que yo», sino una capacidad de la imagina­
ción para «ponerme en su situación». Si mi conjetura con relación
a las crípticas palabras que usa aquí Wittgenstein es correcta, Witt-
genstein, en las Investigaciones, se encuentra todavía próximo al
pensamiento que expresa en las Observaciones filosóficas cuando
escribe: «Cuando siento pena por alguien porque tiene dolor, natu­
ralmente que imagino el dolor, pero imagino que lo tengo yo» (65).
Los problemas lichtenbergiano-humeanos debatidos más arriba me
impiden intentar imaginar que otro «yo» «tenga» el dolor en vez de
yo, pero puedo, por supuesto, imaginar que «hay dolor», queriendo
decir con ello lo que yo expresaría comúnmente si dijera «yo tengo
dolor». Cuando siento pena por él, «me pongo en su lugar», me
imagino a mí mismo como teniendo dolor y expresando el dolor.
Comparemos la situación con la de un niño al que se haya infor­
mado con detalle acerca de la conducta sexual de los adultos, y
quizá incluso de las reacciones fisiológicas que la acompañan. De­
jando aparte las teorías freudianas acerca de la sexualidad infantil
(y un subsiguiente período de latencia), supongamos que el niño no
tiene idea de las sensaciones eróticas «desde el interior», que el
niño ni se las imagina ni las siente. Ese niño podría en principio
aprender una serie de criterios conductuales por los cuales atribuye
sensaciones eróticas a los adultos, y podría aprender gran cantidad
de cosas acerca de las actitudes y reacciones que los adultos tienen
cuando perciben que otros están expresando sensaciones eróticas.
No obstante, su captación de las expresiones eróticas, y de la con­
ducta concomitante y las actitudes que las acompañan, tenderá a
poseer una cualidad cruda y mecánica que desaparecerá sólo cuan­
do el niño sea capaz de entrar en este mundo como alguien que
tiene, él mismo, sensaciones eróticas. Resulta más difícil imaginar
esta situación en el caso de las sensaciones de dolor, ya que desde
la infancia más temprana pocos miembros de la raza humana (por
no decir ninguno) tienen vedada la entrada a la vida imaginativa
proporcionada por estas sensaciones.
¿Qué debiéramos decir de alguien que comprende perfectamen­
te bien en qué circunstancias ha de atribuirse dolor a otros, que re­
acciona al dolor de otros del modo apropiado, pero que sin embargo
es incapaz de imaginar o sentir dolor él mismo? ¿Quiere decir él lo
mismo que nosotros si dice de alguien distinto de él que tiene
dolor? Probablemente la idea de Wittgenstein es que éste es un caso
donde podemos decir lo que nos plazca, a condición de que conoz­
camos todos los hechos. Él diferiría de nosotros precisamente en el
modo en que nuestra habilidad para imaginar el dolor entra en nues­
tra propia actitud hacia quienes sufren. En conexión con esto, pode­
mos consultar las crípticas observaciones (o, más bien, preguntas)
de Wittgenstein sobre el tema en § 315; compárense también sus co­
mentarios sobre la «ceguera para el aspecto» en las páginas 213-218
de la segunda parte de las Investigaciones14.
El método de wittgenstein en su debate del problema de las otras
mentes es paralelo a su método en el debate de las reglas y el len­
guaje privado del que nos hemos ocupado en el texto principal. Una
vez más, propone una paradoja escéptica. Aquí la paradoja es el
solipsismo: la mera noción de que podría haber mentes distintas de
la mía, con sus propias sensaciones y pensamientos, parece carecer
de sentido. Una vez más, Wittgenstein no refuta al escéptico mos­
trando que sus dudas surgieron a partir de una falacia sutil. Por el
contrario, W ittgenstein está de acuerdo con el escéptico en que
el intento de imaginar las sensaciones de otros según el modelo de
las mías propias es en último término ininteligible. En cambio,
Wittgenstein da una solución escéptica, arguyendo que cuando la
gente usa realmente expresiones que atribuyen sensaciones a otros
no pretende realmente hacer ninguna aserción cuya inteligibilidad
sea socavada por el escéptico (solipsista). Una vez más, somos igual
que «gente primitiva» que pone una interpretación falsa en las ex­
presiones de los hombres civilizados (§ 194). Una vez más, la inter­
pretación correcta de nuestro discurso normal envuelve una cierta
inversión: no nos compadecemos de otros porque les atribuyamos
dolor, atribuimos dolor a otros porque nos compadecemos de ellos.
(Más exactamente, se revela que nuestra actitud es una actitud ha­
cia otras mentes en virtud de nuestra compasión y actitudes relacio­
nadas).
, La orientación escéptica de Wittgenstein puede que sea todavía
niás clara en el caso presente que en el caso de «seguir una regla».
Pues su simpatía hacia el solipsista nunca se pierde por completo.
En § 403, dice: «Si yo reservara la palabra “dolor” únicamente para

14 En relación a «ceguera para el aspecto», véase también la nota 29, más arriba, en
el texto.
lo que hasta hora había llamado “mi dolor”...no haría injusticia a
otras personas con tal de que se proveyera una notación* en la que
de alguna manera se supliese la pérdida de la palabra “dolor” en
otras conexiones. Nos seguiríamos compadeciendo de otras personas,
los médicos las tratarían, y así sucesivamente». No sería, por supuesto,
objeción ninguna a este modo de expresión decir: «¡Pero atiende a
esto, otras personas tienen justo lo mismo que tú!». ¿Pero qué ganaría
yo con este nuevo género de explicación? Nada. ¡Pero después de todo
tampoco quiere el solipsista ninguna ventaja práctica cuando propone
su idea!”. En un sentido, el pasaje va dirigido contra el solipsista: la
forma de explicación del solipsista (esencialmente el lenguaje li-
chtenbergiano que había atraído a Wittgenstein en estadios anterio­
res de su pensamiento) «no gana nada». No afectaría en nada a la
conducta de nuestras vidas, y en este sentido ■ — el criterio primario
de lenguaje con significado en las Investigaciones— no tiene «uso
ninguno». Por otro lado, Wittgenstein mantiene al menos la misma
hostilidad hacia el oponente «de sentido común» del solipsismo, el
«realista». En la sección previa, describe la disputa: «Pues éste es
el aspecto que presenta la disputa entre Idealistas, Solipsistas y
Realistas. Una de las partes en liza ataca la forma normal de expre­
sión como si estuviera atacando un enunciado; las otras la defien­
den como si estuvieran enunciando hechos reconocidos por todo
ser humano razonable». (¿Tiene Wittgenstein en mente la «defensa
del sentido común» de Moore como segunda de las partes en liza?).
Wittgenstein niega que haya ningún hecho •— «reconocido por todo
ser humano razonable»— que el solipsista erróneamente ponga en
duda o niegue (en este caso, el hecho de que «otras personas tienen
justo lo mismo que tú»). Ningún conjunto de «hechos» objetivos
independiente nos fuerza a adoptar una notación que haga que pa­
rezca que otros «tienen lo mismo que yo» o una notación que haga
que parezca que no lo tienen. Más aún, aunque Wittgenstein piensa
que no «ganamos nada» con la forma de expresión solipsista y re­
chaza la imputación de éste de que la forma de expresión normal es
del todo errónea, parece claro que Wittgenstein sigue pensando que

* N. del T.: He corregido una errata del texto original inglés: en el texto inglés la
palabra usada es «situation», en vez de «notation», que se traduce por «situación», no
por «notación». Pero obviamente se trata de una errata, ya que el texto de Wittgenstein
que está citando Kripke utiliza (la palabra alemana equivalente a) «notación», no «si­
tuación».
la terminología del solipsista ilumina una importante verdad filosó­
fica oscurecida por el modo de expresión normal.
El escepticismo de Wittgenstein ■ — la sima que le separa de «la
filosofía del sentido común»— es patente. Pues la respuesta natural
de la filosofía del sentido común es que el solipsista está equivoca­
do, ya que otros sí tienen las mismas sensaciones que él. En la dis­
cusión paralela de este punto en£7 cuaderno azul (p. 48), Wittgens­
tein distingue al «filósofo del sentido común» del «hombre de
sentido común, que está tan lejos del realismo como del idealis­
mo». El filóscjfo del sentido común supone que «de seguro no hay
dificultad en la idea de suponer, pensar, o imaginar que algún otro
tiene lo que yo tengo». Aquí Wittgenstein nos recuerda de nuevo a
Berkeley — ¿realmente se ha de distinguir de esta manera al filóso­
fo del sentido común del hombre de sentido común? La terminolo­
gía del solipsista ilumina la verdad de que yo no puedo imaginar el
dolor de otro según el modelo del mío propio, y que hay algo espe­
cial acerca de mi uso de «yo tengo dolor» —no aplico simplemente
un predicado a un objeto llamado «yo mismo» entre otros objetos
(ni siquiera a un ser humano entre otros seres humanos). «Yo tengo
dolor» se supone que es un substituto sofisticado del gemir; y cuan­
do gimo no me refiero a ninguna entidad, ni atribuyo ningún estado
especial a nada. Aquí merece señalarse que el problema de la «au-
toconciencia» —traído a la palestra de la discusión filosófica re­
ciente por Hector-Neri Castañeda15—■ya aparece en Wittgenstein.
Castañeda recalca que «Jones dijo que él tenía hambre» no signifi­
ca «Jones dijo que Jones tenía hambre», pues Jones no tiene poi­
qué darse cuenta de que él es Jones. Lo mismo vale si «Jones» se
reemplaza sistemáticamente por una descripción definida, como
«el secretario de Smith»: el secretario de Smith no tiene tampoco
por qué darse cuenta de que él es el secretario de Smith. Véase
§ 404: «Ahora bien, al decir esto (yo tengo dolor) no nombro a
ninguna persona. Igual que no nombro a nadie cuando gimo de do-
- lor. Aunque algún otro vea quién tiene dolor por el gemido... ¿Qué

13 Véase H.-N. Castañeda, «“He”: A Study in the Logic o f Self-Consciousness»,


Ratio, vol. 8 (1966), pp. 130-157; «On the Logic o f Attributions o f Self-Knowledge to
Others», The Journal ofPhilosophy, vol. 54 (1968), pp. 439-456. Castañeda ha escrito
extensamente sobre el problema, y hay muchos artículos de otros. Peter Geach y G. E.
M. Anscombe son dos autores que han escrito sobre el problema (presumiblemente)
bajo la influencia específica de Wittgenstein.
significa saber quién tiene dolor? Significa, por ejemplo, saber cuál
de los hombres en esta habitación tiene dolor: por ejemplo, que es
el que está sentado allí, o el que está de pie en el rincón, el alto de
allí con el pelo claro, y así sucesivamente... Ahora, ¿cuál de ellos
determina mi decir que “yo” tengo dolor? Ninguno». Y prosigue en
§ 405: «Pero de todas formas cuando dices, “yo tengo dolor”, quie­
res dirigir la atención de los demás hacia una persona particular».
—La respuesta podría ser: «No, quiero dirigir la atención hacia mí
mismo». Una exégesis al menos parcial de § 405 sería: cuando digo
«yo tengo dolor» no pretendo dirigir la atención de los demás hacia
una persona identificada de ningún modo particular (por ejemplo,
identificada como «el que está de pie en el rincón»), sino que dirijo
la atención hacía mí mismo del mismo modo que si gimo dirijo la
atención hacia mí. Así, los demás, al oír el gemido, dirán «Jones
tiene dolor», «la persona del rincón tiene dolor» y cosas por el esti­
lo, si yo soy Jones o la persona del rincón. Pero yo no me identifico
a mí mismo de este modo; puede que ni siquiera sepa si soy Jones
o la persona del rincón, y aunque lo sepa, mi conocimiento es irre­
levante para mi proferencia. Por tanto, el pronombre de primera
persona, para Wittgenstein, no ha de asimilarse ni a un nombre ni a
una descripción definida que se refiera a ninguna persona particu­
lar o a otra entidad. En el Tractatus, Wittgenstein basa su caracteri­
zación del yo en el experimento mental de Hume-Lichtenberg, lle­
gando a su concepción del sujeto como un «límite del mundo»
bastante misterioso, que «no pertenece al mundo» y «se contrae a
un punto sin extensión» (5.632; 5.64). En las Investigaciones sobre­
vive el carácter especial del yo como algo que no ha de identificar­
se con ninguna entidad escogida de ninguna manera ordinaria, pero
se concibe como derivando de una peculiaridad «gramatical» del
pronombre de primera persona, no de ningún misterio metafísico
especial. Es claro que se necesita decir mucho más aquí. Unas
cuantas observaciones esquemáticas e indirectas sobre la analogía
entre «yo tengo un dolor» y un gemido mal pueden constituir una
teoría completa, o tan siquiera una visión satisfactoria, de nuestro
habla acerca de nosotros mismos. Pero no voy a intentar desarrollar
la cuestión con más amplitud16.
16 Para las ideas de Wittgenstein sobre este asunto, además del material citado más
arriba, véase E l cuaderno azul, pp. 61-65. Las páginas colindantes contienen mucho
material relevante para los problemas de este p o st scriptum.
ÍNDICE ANALÍTICO

actitudes hacia 01x08,162)1, 115-116, tam bién justificación, verdad (con­


146-151. diciones de),
adición, v é a se Función más. autómatas, v éa n se Actitudes hacia
A lb ritto n , R., 26n, 1 lOn. otros, Máquinas.
«alma» (com o traducción de «S e- A yer , A. J., 74-75n, 121n.
e le »), 62n, 137n, 147; véa n se
tam bién otras m entes [problema Benacerraf, P., 89n.
de las], Yo. B erkeley, G., 77-79, 80n, 82-83.
análisis disposicional (de conceptos B ild (comparado con Vorstelhing):
m entales), 20n, 36-51, 61, 6 4 ,7 0 - 148-149.
7 1 ,1 1 9 ,1 2 2 . B ritton, K., 76n.
análisis «temáticamente neutral», 78n. Brouwer, L., 92n.
analogía, v é a se Otras m entes [proble­ Castañeda, H.-N., 153.
m a de las]. causación,
A nscombe, G. E. M ., 16n, 62n, 86n, — «privada», 8 1 ,1 2 0 .
112n, 133n, 153n. — teoría humeana de la, 76-77,
aprendizaje ostensivo, 70, 73n, 95- 79-81 105n, 106, 109, 118-120,
96. 133.
argumento del lenguaje privado, «ceguera para el aspecto», 60-61n,

— en conexión con seguir una regla, 151.
11-12 15-21,. 34, 73-75, 81-82, Chomsky, N ., 44n, 85n, 109n.
9 1 ,9 3 ,9 6 ,9 8 -1 1 5 , 118-124,151. cláusulas c e te ris p a rib u s, 41-42, 44,
— interpretaciones tradicionales de, 50n.
1 5 -2 0 ,7 3 -7 5 ,9 1 ,9 3 ,9 6 ,1 1 0 -1 1 3 , competencia/actuación, 44-45n; v é a ­
120-121. se tam b ién justificación,
-— vinculando las filosofías de la ma- conceptos de color, 34-35, 5 6a, 70,
témática y de la mente, 11,16-21, 95-96, llO n, 113n, 127.
34, 92-93, 116-124 passim. — y el problema de Goodman, v é a se
aseverabilidad, «verdul».
— condiciones de, 85-91, 98-100, concordancia: 67, 99n, 1 0 3 -1 0 4 ,1 0 7 -
102, 104, 119, 121-122; véan se 112, 114-117, 120, 123n.
conducta, véanse conductismo, crite­ de la traducción, memoria, m u n -'
rio, sensaciones, do externo, otras m entes (proble­
conductismo, 28-29, 58, 61, 70-71, m a de las), seguir una regla, «ver-
110, 112, 117-118, 135-136, 143, dul».
147. •— tipos de respuesta a, véanse argu­
conejo-pato, 60n. mento del lenguaje privado, « filo ­
contar, 30-31, 88, 89n, 104-105. sofía del sentido común», inver­
correspondencia, 84-85,91,97-98,146, sión de un condicional, solución
149; véanse también Tractatus Ló- «directa», «solución escéptica»,
gico-Philosophicus, verdad (con­ escepticism o epistem ológico, 35, 51-
diciones de), 53.
criterio, 74, 110-118, 130-131, 144- ■
— y las otras mentes, 125-154 pas­
146, 148, 150. sim.
Crusoe, R. (y lenguaje privado), 121. estados y procesos internos,
Cuaderno azul, El, 61n, 153, 154n. ■— -importancia de la experiencia de,
cubo de N ecker, 60n. 147-151.
•— y «criterios externos», 110-114,
D avidson, D., 84-85n. 117-118, 130-131, 146-151.
declaración (en primera persona) de — y significado, 28, 54-67, 70, 74-
sensaciones, etc., 111, 113,120 75n, 76n, 79, 95-124 passim,
passim, 144-145. 142.
D e sc a r t e s , R., 7 9 ,1 3 1 -1 3 2 . estados y procesos mentales, véanse
•— duda, véase duda cartesiana. análisis disposicional, conductis­
— punto de vista mental cartesiano, m o, criterio, dolor, estados y pro­
57, 125, 131-132. cesos internos, sensaciones,
D ios, 28, 35, 52-54, 63, 80. «espectro invertido» (problema de),
dolor, 62-64, 74-75, 86n, 99n, 111- 145.
116, 125-129, 132, 134-154. estructura de las Investigaciones f ilo ­
duda cartesiana, 79, 92. sóficas, 90-98.
D ummett, M ., 46, 85, 96n, 97n. experiencia, véanse estados y proce-
sos internos, otras m entes (pro­
electrones, 52. blema de las).
em ociones, 105n, 146-147; véanse «expresión natural» (de sensaciones),
también actitudes, análisis dispo- 113-115n, 144-145, 153.
sicional, sensaciones,
empirismo clásico, 55, 76n; véase figura (Bild) y dolor, 148-150.
también Hume. «filosofía del lenguaje ordinario»,
escepticism o, 62, 77n; véase también «filosofía
•— tipos de, véanse B erkeley, causa­ del sentido común».
ción, duda cartesiana, escepticis­ «filosofía del sentido común», 76-84
m o epistem ológico, «espectro in­ passim, 152-153; véase también
vertido», H ume, indeterminación «filosofía del lenguaje ordinario».
finitismo: 40n, 62n, 117-118; v éa se inescrutabilidad de la referencia, 69-
tam bién intuicionismo. 71; v é a se tam bién indetermina­
«forma de vida», 69n, 108-110,116. ción de la traducción,
Frege, G., 23n, 66, 85, 88n, 94-95, «intencionalidad», 39-40n, 63n.
108. intuicionismo: 40n, 87, 92n; v é a se
función más, 21-67, 69-124 passim, tam bién finitismo.
1 28-129,145. inversión de un condicional, 105-107,
«función cuás», v é a se función más. 115n, 119-120.
«funcionalism o», 50n, 53n, 57n. — aplicación al problema de las otras
í m entes, 147-148, 151
Geach, P., 33n, 153n.i
Goodman, N ., 34, 71-73; v é a se tam ­ J am es , W., 105n.
bién «verdul». juego de lenguaje, 83n, 86-91, 98-99,
105, 107-109, 112-115n, 116,
H ume, D., 118, 121-123n, 141n, 148-149.
— escepticismo causal e inductivo, justificación,
66, 76-78, 105-109, passim, 118- ■
— condiciones de, 86-87, 89-90, 101,
120, 133, 141n. 106-107, 122; véa se tam bién ase­
— sobre el yo, 132-135, 136, 141- verabilidad (condiciones de).
143, 150,154. — y naturaleza norm ativa de las re­
— sobre impresiones e ideas, 54n, 57, glas, 2 5 -2 6 , 27, 32, 3 6 -3 8 , 39-
60n, 76n. 54 passim , 7 0 -7 1 , 99 -1 0 0 , 118-
— sobre «soluciones escépticas», 17, 119.
76-78 passim, 79-81, 118-120.
K ant, I.,7 5 n , 1 1 2 ,133n.
identidad, 33n, 72-73n, 99n, 128-129; K aplan, D., 23n.
véan se tam bién otras mentes (pro­
blema de las), seguir una regla, leer, 59-62.
imagen ( Vorstellung) de dolor, 148-150. lenguaje privado, v é a se argumento
imaginación, 141n, 148-150. del lenguaje privado.
impresiones visuales, véa n se concep­ Lichtenberg, G. y el lenguaje «sin
tos de color, empirismo, estados y ■ sujeto», 134-136, 138-140, 142-
procesos internos, sensaciones, 1 4 3 ,1 5 0 , 1 5 2 ,1 5 4 .
«ver com o»,
indeterminación de la traducción, 28, máquina de Turjng, 47, 50n; v é a se
69-72. tam bién máquinas,
inducción, máquinas, 40n, 46-50, 53n.
— «nuevo enigma de la», v é a se «ver­ M alcolm , N ., 90, 115n, 125-126,
dul». ' 130-131.
— -y escepticism o humearlo, 76-80, materialismo, 57, 78n.
118-119,133; v é a se tam bién cau­ matemática (filosofía de W ittgenstein
sación. de la), v é a n se argumento del len-
guaje privado, finitism o, función prueba de inteligencia, 32.
más, intuicionismo. prueba matemática, 87, 92, 117;
memoria, 1 6 ,2 5 , 63n, 74-75n. v é a n se ta m b ién finitism o, intui­
mente, cionismo.
— relación con un objeto físico, 125-
126,130,136-143; véa n se tam bién «quadición», v é a se función más.
conductismo, otras m entes (pro­ Quine, W. Y , 24n, 28-29, 69-72.
blema de las), sensaciones, yo.
Mises, L. von, 124n. realismo, véanse correspondencia, elec­
m ism o, véa n se identidad, otras m en­ trones, «filosofía del sentido co­
tes (problema de las), seguir una mún», «platonismo», verdad (condi­
regla. ciones de),
M ontague, R., 85n. regla,
M oore, G. E., 1 3 3 ,137n, 142. ■
— -interpretación de una, 31, 56, 67,
mundo externo y escepticismo, 77-78, 94, 95, 123n.
92, 131; véan se tam bién Berke- ■
— -matemática, v é a se función más.
ley, otras m entes (problema de — seguimiento de una, v é a n se argu­
las). mento del lenguaje privado, se­
guir una regla,
números com o entidades, 66-67, 87- relaciones lockeanas (y el yo), 141n.
89, 92. Rhees, R., 61n, 74n, 121n.
R usell, B., 39-40n.
o b se rv a c io n e s filo s ó f ic a s , 39-40n, R yle, G., 37, 57.
1 3 4 ,1 3 6 , 141n, 150.
o b se rv a c io n e s so b re lo s fu n d a m en to s Schlick, M ., 134n, 141n.
d e la m a tem á tica , 18, 34, 49n, Schopenhauer, A ., 133n.
65n, 86n, 93, 99n, 117, 122. S ee le, v é a se alma.
otras m entes (problema de las), seguir una regla, v é a se tam bién es­
— formulación de Wittgenstein, 125- cepticismo.
144. ■
— com o fuente de paradoja escéptica,
— -relación con el problema general 21-124, 128-152 passsim.
de seguir una regla, 128-129,142- — e indeterminación de la traducción,
146, 151. 28, 69-72.
•— ■«solución escéptica» a, 143-154. ■
— -y el problema de G o o d m a n , v é a se
«verdul».
panpsiquismo, 125, 137. — y escepticism o humeano, 17-18,
percepción, véa n se conceptos de co­ 54-66 passim, 76-82, 105-123
lor, sensaciones. passim.
Pitcher, G., 76n, 133n. — y lenguaje privado, v é a se argu­
«platonismo», 66-67, 87, 89, 92. mento del lenguaje privado.
propiedades esenciales, 126-127, •— -y otras m entes (problema de las),
134. 128-130, 143-146, 151,152.
sensaciones, 16-18, 34, 60n, 61n, 62- U llian, I , 35n, 72n.
64, 74-75, 86n, 91-93, 96, 99n, utilidad (papel) de una práctica lin­
111-145 passim; véa n se tam bién güística, 86-90, 91, 93n, 98-99,
estados y procesos internos; otras 104, 107-119 passim, 143-146,
mentes (problema de las), 149.
sensaciones eróticas, 150.
sepia, 70, 95-96. vaguedad, 94-95, 96n.
Shoemaker, S., 72n. «ver como», 60-61n; v é a se tam bién
significado, «ceguera para el aspecto»,
— «ceguera para el», 60-6ln. verdad,
— como estado introspectable, v é a se — condiciones de, 84-90, 98-99, 101,
estados y procesos internos, 121-122, 144-149 passim; v éa se
similaridad absoluta, 73n; v é a se ta m ­ tam bién aseverabilidad (condicio­
bién «verdul». nes de).
simplicidad, 20n, 51-53. —teoría de la «redundancia», 98,
solipsismo, 125-154 passim. «verdul», 34, 72, 73n, 75n, 94, 96n
solución «directa» (al escepticismo), llOn.
79, 82, 99; v é a se tam bién «solu­ verificacionismo, 16, 87, 110-112,
ción escéptica». 123n, 130-131, 136.
«solución escéptica», 17, 79-82, 93n, voluntad, 140, 142-143.
96-98, 107, 110-112, 118, 143, Vorstellung , 148-150.
151.
soñar, 113n. W aismann, F., 134n.
Stroud, B., 93n.
yo,
tesis de C hurch, 40n. •—-punto de vista de la «no posesión»,
teoría lingüística, 44~45n, 85n, 109n. v é a se Schlick.
T ractatus L ó g ic o -P h ilo so p h icu s, 40n, —teorías del, 125-154.
84-91, 93, 97-98, 131, 133, 141- —y el problema de la «autoconcien-
142n, 149, 154. cia», 153-154.

También podría gustarte