Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Kripke Saul - Wittgenstein A Proposito de Reglas Y Lenguaje Privado
Kripke Saul - Wittgenstein A Proposito de Reglas Y Lenguaje Privado
KRIPKE
WITTGENSTEIN
A PROPÓSITO DE REGLAS
Y LENGUAJE PRIVADO
UNA EXPOSICIÓN ELEMENTAL
Traducción de
JO R G E R O D R ÍG U E Z M A R Q U E Z E
tecnos
Título original:
Wittgenstein on Rules and Prívate Language
publicada la primera edición originalmente (1982) en inglés por
Blackwell Publishing Ltd., Oxford
P r e f a c i o .......................................................................................................................P ág. 11
1. INTRODUCCIÓN................................................................................................... 15
2. LA PARADOJA WITTGENSTEINIANA........................................................... 21
3. LA SOLUCIÓN Y EL ARGUMENTO DEL «LENGUAJE PRIVADO».... 69
PO ST SCRIPTUM: WITTGENSTEIN Y LAS OTRAS M ENTES....................... 125
Í n d i c e a n a l í t i c o ................................................................................................................ 155
PREFACIO
presente trabajo, utilicé la primera edición. Donde las referencias difieren, se da entre
corchetes la referencia equivalente de la tercera edición.
4 Personalmente, sin embargo, estimo que no puede negarse aquí el papel de las
consideraciones estilísticas. Es claro que las consideraciones puramente estilísticas y
literarias significaron mucho para Wittgenstein. Su propia preferencia estilística contri
buye obviamente a la dificultad de su obra, tanto como a su belleza.
5 Véase el debate de este punto, más abajo, en las páginas 82-83.
6 Véase de nuevo el mismo debate en las páginas 82-83.
piensa que estas secciones son el «argumento del lenguaje priva
do», puede que les parezca a algunos que semejante proceder es
una presentación de Hamlet sin el príncipe. Aun si es así, hay mu
chos otros caracteres interesantes en la obra7.
* N. delT.: Utilizo sistemáticamente «querer decir» como traducción del verbo «to
mean». «Querer decir» debe entenderse, por tanto, obviamente, en el sentido de signifi
car; es decir, como expresión sinónima con el verbo «significar». N o ha de entenderse
en el sentido de tener el deseo o el plan de decir; esto es, no ha de entenderse como si
nónima de «tener deseo de decir» o «tener el plan de decir» («planear decir») o cosas
por el estilo. Simplificaría la tarea de traducción el contar en castellano (como sucede
en inglés) con un uso legítimo, no forzado, del verbo «significar» para indicar que al
guien utiliza o utilizó, etc., una palabra o expresión con un cierto significado. Simplifi
caría las cosas porque haría formalmente transparente la relación entre la acción de
significar y su objeto, el significado. D el mismo modo que deseamos deseos y pensa
mos pensamientos, sería útil poder decir que significamos significados. Pero lo cierto es
que la acción de utilizar las palabras de un lenguaje con un cierto significado o atribu
yéndolas un cierto significado no se expresa en castellano recurriendo al verbo «signi
ficar», sino al «verbo» querer decir. N o decimos que yo signifiqué tal y cual con mis
palabras, o que lo significaste tú, ni tampoco preguntamos qué significó ella con sus
palabras. Lo que decimos es que yo quise decir tal y cual con mis palabras o que lo
quisiste decir tú, y lo que preguntamos es qué quiso decir ella con sus palabras.
Por otra parte, el lector encontrará en el texto usos un tanto forzados de «querer
decir» con el sentido de «denotar» o «referirse a»; pero ellos no son responsabilidad del
traductor, sino del propio Kripke en su uso del verbo «to mean», tal y como él advierte
en su nota inicial de este capítulo, la nota 8, a la que remito.
8 Quizá deba hacer una observación con relación a expresiones tales como «Me
diante ‘m ás’ quise decir cuás (o más)», «Mediante ‘verde’ quise decir verde», etc. No
conozco ninguna convención satisfactoria aceptada para indicar el objeto del verbo
«querer decir» («mean»). Hay dos problemas. Primero, si se dice «Mediante ‘la mujer
que descubrió el radio’ quise decir la mujer que descubrió el radio», el objeto puede
interpretarse de dos maneras. Puede estar por una mujer (Marie Curie), en cuyo caso la
aserción es verdadera sólo si «quise decir» se utiliza queriendo decirm e referí a (que es
un uso legítimo); o puede utilizarse para denotar el significado de la expresión entreco
millada, que no es una mujer, en cuyo caso la aserción es verdadera cuando «quise de
cir» se usa en su sentido normal y corriente. Segundo, según queda ilustrado por «me
referí a», «verde», «cuás», etc., que nos han aparecido más arriba como objetos de
«quise decir», es necesario utilizar de un modo forzado diversas expresiones en posi
ción de objeto, en contra de la gramática normal. (Las dificultades de Frege concernien
tes a la insaturación están relacionadas con esto). Ante ambos problemas, uno se ve
tentado a poner el objeto entre comillas, igual que el sujeto. Pero tal proceder entra en
conflicto con la convención de la lógica filosófica según la cual un entrecomillado de
nota la expresión entrecomillada. Hay algunas «marcas de significado», como las pro
puestas por ejemplo por David Kaplan, que podrían resultar de utilidad aquí. Si no se
tiene reparo en ignorar la primera dificultad y se usa siempre «quiere decir» queriendo
decir denota (para la mayoría de los propósitos del presente escrito, semejante lectura
de un arrebato de locura, o de una dosis de LSD, he acabado por
malinterpretar mi propio uso previo.
Por ridicula y fantástica que sea, la hipótesis del escéptico no es
lógicamente imposible. Para comprobarlo, afumamos la hipótesis
de sentido común de que mediante «+» realm'énte quise decir adi
ción. Entonces seria posible, aunque sorprendente, que bajo el in
flujo de un «colocón» momentáneo, malinterpretara todos mis usos
pasados del signo más como si simbolizaran la función cuás, y que,
en contra de mis intenciones lingüísticas previas, procediese a ha
cer el cálculo de que 68 más 57 son 5. (Habría cometido un error,
no en matemáticas, sino en la suposición de que había actuado en
concordancia con mis intenciones lingüísticas previas). Lo que el
escéptico está proponiendo es que he cometido un error de'este tipo
precisamente, sólo que con el más y el cuás invertidos.
Ahora bien, si el escéptico propone su hipótesis sinceramente,
es que está loco. Una hipótesis tan extravagante como la de propo
ner que siempre quise decir cuás es absolutamente descabellada.
De que es descabellada, no hay duda y, sin duda, es falsa. Pero si es
falsa, debe haber algún hecho acerca de mi uso pasado que pueda
citarse para refutarla. Pues, aunque la hipótesis sea descabellada,
no parece que sea apriori imposible.
Naturalmente, esta extravagante hipótesis, y las referencias al
LSD o a un arrebato de locura, son en cierto sentido meramente un
serviría al menos tan bien como lo liaría una lectura intensional; a menudo, hablo como
si lo que se quiere decir mediante «más» fuese una función numérica), entonces el se
gundo problema podría llevamos a nominalizar los objetos («más» denota la función
más, «verde» denota el verdor, etc). Barajé la posibilidad de utilizar cursivas («‘más’
quiere decir más»; « ‘quiere decir’ puede que quiera decir denota»), pero decidí que
normalmente (excepto cuando las cursivas sean apropiadas por otra razón, en especial
cuando se introduce por vez primera un neologismo como «cuás») escribiré el objeto de
«querer decir» al modo de un objeto normal y comente. La convención que he adopta
do resulta forzada en el lenguaje escrito, pero suena de modo bastante razonable en el
lenguaje hablado. ,
Dado que las distinciones de uso y mención son importantes para el argumento se
gún yo lo formulo, procuro acordarme de utilizar comillas cuando se está mencionando
una expresión. Sin embargo, también las utilizo para otros cometidos, cuando el espa
ñol escrito normal, no filosófico, permite recurrir a ellas (por ejemplo, en el caso de
« ‘marcas de significado’», del párrafo precedente; o de « ‘cuasi-entrecomillado’», en la
oración que sigue a ésta). Los lectores a quienes resulte familiar el «cuasi-entrecomilla
do» de Quine se darán cuenta de que en algunos casos utilizo el entrecomillado ordina
rio cuando la puridad lógica requeriría usar el cuasi-entrecomillado o algún dispositivo
similar. No me he preocupado de ser cuidadoso acerca de esta cuestión, porque confío
en que, en la práctica, los lectores no se confundirán.
recurso dramático. El punto básico es éste: de ordinario, supongo
que, al calcular «68 + 57» del modo como lo hago, no estoy simple
mente dando un salto injustificado al vacío. Sigo indicaciones que
me di a mí mismo anteriormente y que determinan unívocamente
que en este nuevo caso debo decir «125». ¿Cuáles son estas indica
ciones? Por hipótesis, nunca me dije a mí mismo explícitamente
que debo decir «125» en este preciso caso. Tampoco puedo alegar
que simplemente debo «hacer lo mismo que siempre hice», si lo
que esto significa es «calcular de acuerdo con la regla que se exhibe
en mis ejemplos previos». Esa regla podría muy bien haber sido la
regla de cuadición (la función cuás) tanto como la de adición. La
idea de que, de hecho, lo que quise decir es cuadición, que en un
súbito arrebato cambié mi uso previo, sirve para dramatizar el pro
blema/
En la discusión que sigue, el reto lanzado por el escéptico adop
ta dos formas. En primer lugar, el escéptico pone en duda que haya
hecho alguno que consista en que yo quise decir más, en vez de
cuás, que dé respuesta a su reto escéptico. En segundo lugar, pone
en duda que yo posea razón alguna para tener tanta confianza en
que ahora debo responder «125», en vez de «5». Las dos formas del
reto están relacionadas. Tengo confianza en que debo responder
«125» porque tengo confianza en que 'esta respuesta concuerda
también con lo que quise decir. No se disputan ni la exactitud de mi
cálculo ni la de mi memoria. Por tanto, debe admitirse que si quise
decir más, entonces, a menos que desee cambiar mi uso, estoy jus
tificado (en realidad, compelido) al responder «125», pero no «5».
La respuesta al escéptico debe satisfacer dos condiciones. Primera,
debe explicar cuál es el hecho (acerca de mi estado mental) que
constituye mi querer decir más, y no cuás. Pero, además, hay una
condición que cualquier supuesto candidato a ser ese hecho debe
satisfacer. Debe, en algún sentido, mostrar cómo es que estoy justi
ficado al dar la respuesta «125» a «68 + 57». Las «indicaciones»
mencionadas en el párrafo anterior, que determinan lo que debo
hacer en cada caso, deben de alguna manera estar «contenidas» en
cualquier candidato a ser el hecho constitutivo de lo que quise de
cir. De no ser así, queda sin contestar la afirmación del escéptico de
que mi presente respuesta es arbitraria. Cómo opera exactamente
esta condición es algo que resultará mucho más claro luego, des
pués de discutir la paradoja de Wittgenstein en un nivel intuitivo,
cuando consideremos diversas teorías filosóficas que tratan de ave
riguar en qué podría consistir el hecho de que quise decir más. Ha
brá muchas objeciones específicas a estas teorías. Pero lo que es
común a todas ellas es que son incapaces de proporcionar un candi
dato a hecho constitutivo de lo que quise decir que muestre que sólo
«125», y no «5», es la respuesta que «debo» dar.
Es preciso dejar claras las reglas básicas de nuestra formulación
del problema. Para que el escéptico pueda siquiera conversar con
migo, hemos de tener un lenguaje común. Por tanto, estoy supo
niendo que el escéptico, provisionalmente, no está poniendo en
duda mi uso presente de la palabra «más». Él admite que, de acuer
do con mi uso presente, «68 + 57» denota 125. No sólo está de
acuerdo conmigo en esto, además, el lenguaje en el que mantiene
todo su debate conmigo es el mío, según lo uso en el momento pre
sente. Él se limita a poner en duda que mi uso presente concuerde
con mi uso pasado, que yo esté en el momento presente actuando
conforme a mis intenciones lingüísticas previas. El problema no es
«¿Cómo sé que 68 más 57 es 125?», a esto se debe responder dando
un cálculo aritmético, sino «¿Cómo sé que ‘68 más 57’, según el
significado que di a “más” en el pasado, debe denotar 125?». Si la
palabra «más», según la utilicé en el pasado, denotaba la función
cuás, no la función más («cuadición» en vez de adición), entonces
mi intención pasada era tal que, al preguntárseme cuál es el valor
de «68 más 57», debiera haber respondido «5».
Planteo el problema de este modo para evitar cuestiones que lle
van a confusión acerca de si la discusión está teniendo lugar a la
vez «dentro y fuera del lenguaje» en algún sentido ilegítimo9.
¿Cómo podemos usar la palabra «más» (y variantes suyas, como
«cuás») mientras nos estamos preguntando por su significado? Por
tanto, supongo que el escéptico asume que él y yo concordamos en
nuestros usos presentes de la palabra «más»: ambos la usamos para
denotar adición. Él no duda ni niega (inicialmente, al menos) que la
adición sea una función genuina, definida para todos los pares de
números enteros, y no niega tampoco que podamos hablar de ella.
Lo que él se pregunta es por qué creo ahora que mediante «más» en
el pasado quise decir adición en vez de cuadición. Si quise decir lo
5 Creo que tomé la frase «a la vez dentro y fuera del lenguaje» de una conversación
con Rogers Albritton,
primero, entonces para concordar con mi uso previo debo respon
der «125» cuando se me pide que dé el resultado de calcular «68
más 57». Si quise decir lo segundo, debo responder «5».
La exposición presente tiende a diferir de las formulaciones ori
ginales de Wittgenstein debido a que en ella se pone un poco más
de cuidado en hacer explícita una distinción entre uso y mención, y
entre cuestiones acerca del uso pasado y presente. Con respecto al
ejemplo que ahora nos ocupa, Wittgenstein podría simplemente
preguntar: «¿Cómo sé que debo responder ‘125’ a la pregunta por
‘68 + 57’?» o «¿Cómo sé que ‘68 + 57’ da como resultado 125?».
He comprobado que, cuando el problema se formula así, algunos
oyentes lo toman como si fuese un problema escéptico acerca de la
aritmética'. «¿Cómo sé que 68 + 57 es 125?». (¿Por qué no respon
der a esta pregunta con una prueba matemática?). No debe suponer
se, en este estadio al menos, que se está planteando el escepticismo
acerca de la aritmética. Podemos asumir, si se quiere, que 68 + 57
es 125. Incluso si la pregunta se refórmala «metalmgüísticamente»
así: «¿Cómo sé que ‘más’, según yo uso la palabra, denota una fun
ción que, cuando se aplica a 68 y 57, arroja el valor 125?», es posi
ble responder: «Sin duda sé que ‘más’ denota la función más y, por
consiguiente, que ‘68 más 57’ denota 68 más 57. Ahora bien, sí sé
aritmética, sé que 68 más 57 es 125. ¡Por tanto sé que ‘68 + 57’
denota 125!». Y, con toda seguridad, ¡el mero hecho de usar el len
guaje me impide poner en duda coherentemente que «más», según
yo lo uso ahora, denota más! Tal vez no pueda (en este estadio, al
menos) poner esto en duda acerca de mi uso presente. Pero puedo
dudar de que mi uso pasado de «más» denotase más. Las conside
raciones anteriores (acerca de un arrebato de locura y del LSD)
deberían dejar esto absolutamente claro.
Repitamos el problema. El escéptico duda de que haya instruc
ción alguna que yo me diera a mí mismo en el pasado que me com
pela a (o que justifique) responder «125» en lugar de «5». Plantea
el reto en términos de una hipótesis escéptica acerca de un cambio
en mi uso. Quizá cuando usé el término «más» en el pasado siem
pre quise decir cuás: por hipótesis, nunca me di a mí mismo indica
ción explícita alguna que sea incompatible con dicha suposición.
Por supuesto, en último término, si el escéptico está en lo cierto,
carecerían de sentido los conceptos de querer decir una de las fun
ciones en lugar de la otra y de tener intención de aplicar una en lu
gar de la otra. Pues el escéptico mantiene que ningún hecho acerca
de mi historia pasada (nada que estuviera alguna vez en mi mente o
en mi conducta externa) establece que quise decir más en vez de
cuás (ni, claro está, ¡tampoco ningún hecho establece que quise
decir cuás!). Pero si esto es correcto, es patente que no puede haber
hecho alguno con respecto a cuál es la función que quise decir; y si
no puede haber hecho alguno con respecto a cuál es la función par
ticular que quise decir en el pasado, tampoco puede haberlo en el
presente. Ahora bien, antes de segar la hierba bajo nuestros propios
pies, empezamos hablando como si la noción de que en el momen
to presente queremos decir una cierta función mediante «más» no
estuviera cuestionada y fuese incuestionable. Sólo cuestionaremos
los usos pasados. En otro caso, seremos incapaces de formular
nuestro problema.
Otra regla de juego importante es que no hay ninguna limitación
(en particular, no hay ninguna limitación conductista) con respecto a
los hechos que es posible citar para responder al escéptico. La evi
dencia no tiene por qué quedar confinada a la que esté disponible
para un observador externo, capaz de observar mi conducta mani
fiesta pero no mi estado mental interno. Sería interesante si ocurriese
que nada propio de mi conducta externa pudiera mostrar que quise
decir más o cuás, pero sí pudiera mostrarlo algo propio de mi estado
interno. Aunque el problema aquí es más radical. A menudo se ha
considerado que la filosofía de la mente de Wittgenstein es conduc
tista, pero en la medida en que Wittgenstein pueda (o no) ser hostil a
lo «interno», dicha hostilidad no ha de asumirse como una premisa,
sino que se ha de obtener como conclusión de un argumento. Por eso,
sea lo que sea aquello en lo que consiste «mirar dentro de mi mente»,
el escéptico asevera que aun si fuese Dios quien mirara, ni siquiera Él
podría determinar que quise decir adición mediante «más,».
Este rasgo de Wittgenstein contrasta, por ejemplo, con el debate
de Quine en tomo a la «indeterminación de la traducción»10. Hay
10 Véase W. Y. Quine, Word and Object (MIT, The Technology Press, Cambridge, Mas-
sachusetts, 1960, xi+294 pp.) [Palabra y objeto, Labor, Barcelona, 1968; y Herder, 2001],
especialmente el capítulo 2, «Translation and Meaning» (pp. 26-79). Véase también Onto-
logical Relativity and Other Essays (Columbia Universily Press, Nueva York y Londres,
1969, viii+165 pp.) [La relatividad ontológicay otros ensayos, Madrid, Tecnos, 1974], es
pecialmente los primeros tres capítulos (pp. 1-90); y véase también «Onthe Reasons forthe
Indeternúnacy o f Translation», The Journal ofPhilosophy, vol. 67 (1970), pp. 178-83.
Retomo la discusión de las ideas de Quine más adelante; véanse pp. 69-71.
muchos puntos de contacto entre las discusiones de Quine y de
Wittgenstein. Sin embargo, Quine asume con mucho gusto que sólo
la evidencia conductual va a admitirse en su discusión. Wittgens
tein, por el contrario, emprende una extensa investigación intros
pectiva11, y los resultados de la investigación, como veremos, cons
tituyen un rasgo crucial de su argumento. Además, en él, el modo
de presentarse la duda escéptica no es conductista. Se presenta des
de «dentro». Quine presenta el problema del significado en térmi
nos de un lingüista quej trata de adivinar lo que otra persona quiere
decir con sus palabras á partir de su conducta. En cambio, el reto de
Wittgenstein puede serme presentado como una cuestión acerca de
m í mismo: ¿Hubo algún hecho pasado acerca de mí (lo que quise
decir mediante «más»)* que imponga lo que debo hacer ahora?
Pero volvamos con el escéptico. Éste arguye que, cuando res
pondí «125» al problema de «68 + 57», mi respuesta fue un injusti
ficado salto al vacío; mi historia mental pasada es igualmente com
patible con la hipótesis de que quise decir cuás y, por tanto, debería
haber respondido «5». Podemos poner el problema del modo si
guiente: cuando se me preguntó por «68 + 57» contesté «125» sin
dudar y automáticamente; pero parecería que, si nunca antes realicé
explícitamente este cálculo, podría igualmente haber contestado
«5». No hay nada que justifique una inclinación bruta a responder
de un modo en lugar del otro.
Muchos lectores, debo suponer, llevarán ya bastante tiempo im
pacientes por protestar que nuestro problema surge sólo debido a
que el modelo de la instrucción que me di a mí mismo con respecto
a la «adición» es un modelo ridículo. Es claro que lo que hice no
fue meramente darme a mí mismo algún número finito de ejemplos
a partir de los cuales se suponga que he de extrapolar la tabla com
pleta («Sea “+” la función instanciada por los ejemplos siguien
13 Supongo que, a estas alturas, pocos lectores tendrán la tentación de apelar a una
determinación de «continuar del mismo modo» que antes. En realidad, si lo menciono
en este momento es primariamente para eliminar una manera posible de malentender el
argumento escéptico, no para rebatir una posible réplica al mismo. Algunos seguidores
de Wittgenstein — quizá, ocasionalmente, el propio Wittgenstein— han pensado que su
idea envuelve un rechazo de la «identidad absoluta» (como opuesta a algún tipo de
identidad «relativa»). No veo que esto sea así, con independencia de si son o no correc
tas por otras razones las doctrinas de la identidad «relativa». Ya puede ser la identidad
tan «absoluta» como nos plazca, que sólo se da entre cada cosa y dicha cosa misma. Así
pues, la función más es idéntica consigo misma, y la función cuás es idéntica consigo
misma. Nada de esto me dirá si en el pasado me referí a la función más o a la función
cuás, y por consiguiente tampoco me dirá cuál de ellas usar a fin de aplicar la misma
función ahora.
Wittgenstein insiste (§§ 215-216) en que la ley de identidad («todo es idéntico con
sigo mismo») no proporciona una salida a su problema. Debe estar suficientemente
claro que esto es así (con independencia de si la máxima deba o no rechazarse por
«inútil»), Wittgenstein escribe a veces (§§ 225-227) como si el modo en que responde
mos en un caso nuevo determinara lo que llamamos lo «mismo», como si el significado
de «mismo» variase de un caso a otro. Sea cual sea la impresión que esto produzca, no
tiene por qué estar relacionado con doctrinas de identidad relativa y absoluta. La idea
(que sólo puede comprenderse por completo después de la sección tercera del presente
trabajo) puede ponerse así: si alguien que calculase «+» como lo hacemos nosotros para
el caso de argumentos pequeños diera respuestas extravagantes, del estilo de «cuás»,
para el caso de argumentos mayores e insistiera en que estaba «continuando del mismo
modo que antes», no aceptaríamos su afirmación de que estaba «continuando del m is
mo modo» que en el caso de los argumentos pequeños. Lo que llamamos la respuesta
«correcta» determina lo que llamamos «continuar del mismo modo». Nada de esto en
sí mismo implica que la identidad sea «relativa» en los sentidos en que se ha usado
«identidad relativa» en otros trabajos publicados sobre el tema.
Para ser justo con Peter Geach, el defensor más destacado de la «relatividad» de la
identidad, debo mencionar (no vaya a ser que el lector asuma que estaba pensando en
él) que él no está entre aquellos a quienes he oído exponer la doctrina de Wittgenstein
como si fuese dependiente de una negación de la identidad «absoluta».
aquello que sea una mesa no encontrada en la base de la Torre
Eiffel, o una silla encontrada allí? ¿Pensé explícitamente en la
Torre Eiffel cuando por vez primera «capté el concepto de» una
mesa, cuando me di a mí mismo indicaciones con respecto a qué es
lo que quería decir con «mesa»? Y aun si efectivamente pensé en la
Torre, ¿acaso no es posible reinterpretar de un modo compatible
con la hipótesis del escéptico cualesquiera indicaciones dadas por
mí a mí mismo que la mencionen? Lo más importante para el argu
mento del «lenguaje privado» es que este punto se aplica también,
por supuesto, a predicados de sensaciones, de impresiones visuales,
y de cosas por el estilo: «¿Cómo sé que al ir desarrollando la serie
+2 debo escribir “20.004, 20.006” y no “20.004, 20.008”? ». (La
pregunta: «¿Cómo sé que este color es ‘rojo’? » es similar). ('Obser
vaciones sobre losfundamentos de la matemática, I, § 3). Este pasa
je ilustra de forma asombrosa una tesis central del presente ensayo:
que Wittgenstein considera que los problemas fundamentales de la
filosofía de la matemática y del «argumento del lenguaje privado»
— el problema del lenguaje de sensación— son idénticos en la raíz,
y provienen de su paradoja. El § 3 es, en su totalidad, una enuncia
ción sucinta y hermosa de la paradoja de Wittgenstein. En realidad,
toda la sección inicial de la parte I de Observaciones sobre los fu n
damentos de la matemática es un desarrollo del problema con espe
cial referencia a la matemática y a la inferencia lógica. Se ha su
puesto que todo lo que me es preciso hacer para determinar mi uso
de la palabra «verde» es tener una imagen, una muestra de verde
que traigo a mi mente siempre que aplico la palabra en el futuro.
Cuando utilizo esto para justificar mi aplicación de «verde» a un
nuevo objeto, ¿no debería resultar obvio el problema escéptico para
cualquier lector de Goodman?14 Tal vez con «verde» en el pasado
quise decir verdul15, y la imagen de color, que realmente fue verdul,
tuvo como propósito llevarme a aplicar la palabra «verde» siempre
a objetos verdules. Si el objeto azul que tengo ahora ante mí es
14 Véase Nelson Goodman, Fact, Fiction, andForecast (3.a ed., Bobbs-Merrill, In-
dianapolis, 1973, xiv + 131 pp.) [Hecho, ficción y pronóstico, Síntesis, Madrid, 2004],
especialmente cap. III, § 4, pp. 72-81.
15 La definición exacta de «verdul» no es importante. Lo mejor es suponer que los
objetos pasados eran verdules si y sólo si eran (entonces) verdes, mientras que los obje
tos presentes son verdules si y sólo si son (ahora) azules. Estrictamente hablando, ésta
no es la idea original de Goodman, pero probablemente es la más conveniente para los
propósitos presentes. A veces también Goodman escribe de esta manera.
verdul, entonces cae bajo la extensión de «verde», según lo que
quise decir con este término en el pasado. De nada sirve suponer
que en el pasado estipulé que «verde» se iba a aplicar a todas y so
las aquellas cosas que fuesen «del mismo color que» la muestra. El
escéptico puede reinterpretar «mismo color» como mismo esmo
lor16, donde las cosas tienen el mismo esmolor si....
Volvamos al ejemplo de «más» y «cuás». Acabamos de resumir
lo en términos de la base que tengo para mi respuesta particular
presente: ¿qué es lo que me indica que debo decir «125» y no «5»?
Por supuesto, el problema puede plantearse de modo equivalente en
términos de la indagación escéptica con respecto a mi propósito
presente: no hay nada en mi historia mental que establezca si quise
decir más o cuás. Así formulado, puede parecer que el problema es
epistemológico —-¿cómo puede nadie saber cuál de estas dos cosas
quise decir? Sin embargo, dado que todo en mi historia mental es
compatible tanto con la conclusión de que quise decir más como
con la de que quise decir cuás, es claro que el reto escéptico no es
realmente de tipo epistemológico. Su fin es mostrar que nada en mi
historia mental de mi conducta pasada —ni siquiera lo que de ella
conocería un Dios omnisciente— podría establecer si quise decir
más o cuás. Pero entonces parece seguirse que no hubo ningún he
cho acerca de mí que constituyese mi haber querido decir más en
lugar de cuás. ¿Cómo podría haberlo, si nada en mi historia mental
interna o en mi conducta externa servirá de respuesta al escéptico
que suponga que de hecho quise decir cuás? Si no hubo tal cosa
como mi querer decir más en lugar de cuás en el pasado, tampoco
puede haberla en el presente. Cuando inicialmente presentamos la
paradoja, no tuvimos más remedio que utilizar el lenguaje, y dimos
por descontado los significados presentes. Ahora vemos, tal como
esperábamos, que esta concesión provisional era en realidad ficti
cia. No puede haber hecho alguno respecto a lo que quiero decir
con «más», o con cualquier otra palabra, en ningún momento. Al
final, hay que dar un puntapié a la escalera.
Ésta es, por tanto, la paradoja escéptica. Cuando respondo de
una forma en vez de otra a un problema como el de «68 + 57», no
puedo tener justificación a favor de una respuesta en vez de otra.
16 «Esmolor» aparece, con una grafía ligeramente distinta, en Joseph Ullian, «More
on “Grue” and Grae», The PhilosophicalReview, vol. 70 (1961), pp. 386-389.
Puesto que el escéptico que supone que quise decir cuás no puede
ser contestado, no hay ningún hecho acerca de mí que distinga entre
mi querer decir más y mi querer decir cuás. En realidad, no hay
ningún hecho acerca de mí que distinga entre mi querer decir con
«más» una función definida (que determina mis respuestas en ca
sos nuevos) y mi no querer decir nada en absoluto.
A veces, al meditar sobre la situación, he tenido algo así como
una sensación inquietante. Aún ahora, mientras escribo, tengo la
confianza de que hay algo en mi mente •— el significado que asocio
con el signo «más»— que me instruye sobre lo que debo hacer en
todos los casos futuros. Yo no predigo lo que haré —véase la discu
sión que sigue inmediatamente—•, sino que me instruyo a mí mis
mo sobre lo que debo hacer para estar conforme con el significado.
(Si fuese a hacer ahora una predicción sobre mi conducta futura,
ésta tendría contenido sustantivo sólo porque preguntar si mi con
ducta estará o no conforme con mis intenciones tiene ya sentido en
términos de las instrucciones que me doy a mí mismo). Pero cuan
do me concentro en lo que está ahora en mi mente, ¿qué instruccio
nes pueden encontrarse allí? ¿Cómo se puede decir que yo esté ac
tuando sobre la base de estas instrucciones cuando actúe en el
futuro? La cantidad infinita de casos de la mesa no están en mi
mente prestos a ser consultados por mi yo futuro. Afirmar que hay
una regla general en mi mente que me dice cómo sumar en el futu
ro es sólo desplazar el problema a otras reglas que también parecen
darse sólo en términos de una cantidad finita de casos. ¿Qué puede
haber en mi mente que sea aquello de lo que yo haga uso cuando
actúe en el futuro? Parece que la idea entera de significado se des
vanece en el aire.
¿Podemos escapar a estas increíbles conclusiones? Permítaseme
discutir, primero, una respuesta que más de una vez he oído al con
versar sobre este tema. Según dicha respuesta, la falacia que aqueja
al argumento de que no hay ningún hécho acerca de mí que consti
tuya mi querer decir más reside en la asunción de que tal hecho
debe consistir en un. estado mental ocurrente. En efecto, el argu
mento escéptico muestra que la totalidad de mi historia mental pa
sada ocurrente podría haber sido la misma con independencia de si
quise decir más o cuás; pero todo lo que esto revela es que el hecho
de que quise decir más (en vez de cuás) ha de analizarse disposicio-
nalmente, en lugar de en términos de estados mentales ocurrentes.
Los análisis disposicionales han gozado de influencia desde la apa
rición de El concepto de lo mental de Ryle. El propio trabajo de
Wittgenstein en su etapa posterior es, naturalmente, una de las
fuentes de inspiración de tales análisis, y puede que haya quien
piense que Wittgenstein mismo desea sugerir una solución disposi-
cional a su paradoja.
El análisis disposicional que he oído proponer es simple: querer
decir adición con «más» es tener la disposición a responder, ante la
pregunta por cualquier suma <a + y», indicando la suma de x e y (en
particular, a responder «125» cuando se es interrogado sobre
«68 + 57»). Y quérer decir cuás es tener la disposición a responder,
ante la pregunta acerca de cualesquiera argumentos, indicando la
cuuma de los dos (en particular, a responder «5» cuando se es inte
rrogado sobre «68 + 57»). Es verdad que mis pensamientos y res
puestas reales del pasado no sirven para distinguir entre la hipótesis
del más y la del cuás. Pero, incluso en el pasado, había hechos dis
posicionales acerca de mí que sí sirvieron para establecer dicha dis
tinción. Afirmar que de hecho quise decir más en el pasado es afir
mar — ¡de acuerdo con lo que, sin duda, ocurrió!— que si se me
hubiese preguntado por «68 + 57», habría respondido «125». Por
hipótesis, no fui de hecho preguntado, pero a pesar de ello la dispo
sición estaba presente.
En buena medida, esta réplica debe inmediatamente parecer que
está mal dirigida, que yerra el blanco. Pues el escéptico creó un
halo de perplejidad en tomo a mi justificación para responder
«125» en vez de «5» al problema de adición que se me propuso. Él
piensa que mi respuesta no es mejor que un palo de ciego. ¿Propor
ciona algún avance la réplica sugerida? ¿Cómo justifica ella mi
elección de «125»? Lo que dice es esto: «“ 125” es la respuesta que
tú tienes disposición a dar, y (quizá añada la réplica) ésa habría sido
también tu respuesta en el pasado». Muy bien, yo sé que «125» es
la respuesta que tengo disposición a dar (¡estoy efectivamente dán
dola!), y quizá sirve de ayuda que se me diga — como una cuestión
de hecho bruto—-que habría dado la misma respuesta en el pasado.
¿De qué modo indica nada de esto que — ahora o en el pasado—
«125» fue una respuesta justificada en términos de instrucciones
que me di a mí mismo, en vez de una mera respuesta injustificada
y arbitraria, cual salida de una caja de sorpresas? ¿Se supone que
debo justificar mi creencia presente de que quise decir adición, no
cuadición, y que por tanto debo responder «125», en términos de
una hipótesis acerca de mis disposiciones pasadas? (¿Investigo y
llevo registro de la fisiología pasada de mi cerebro?) ¿Por qué estoy
tan seguro de que es correcta una hipótesis particular de este tipo,
cuando todos mis pensamientos pasados pueden construirse bien
de modo que lo que quise decir fue más, bien de modo que lo que
quise decir fue cuás? O si no, ¿hay que entender que la hipótesis se
refiere sólo a mis disposiciones presentes, en cuyo caso daría así la
respuesta correcta por definición?
Nada hay más contrario a nuestra idea ordinaria ■ — o a la de Witt
genstein— que la suposición de que «cualquier cosa que vaya a
parecerme correcta es correcta» (§ 258). Por el contrario, «eso sólo
significa que aquí no podemos hablar de correcto» (ibid.). Todo
candidato a ser lo que constituye el estado de mi querer decir una
función en lugar de otra mediante un signo de función debe ser tal
que, sea lo que sea lo que yo de hecho haga (o tenga disposición a
hacer), haya una única cos;a que yo debiera hacer. ¿Acaso no es la
concepción disposicional'simplemente una igualación de la actua
ción con la corrección? Si se asume el determinismo, aun cuando
yo no me proponga denotar ninguna función número-teórica en
particular mediante el signo «*», resulta que es verdad para «*» lo
mismo que es verdad para «+», o lo es en la misma medida, a saber,
que para cualesquiera dos argumentos, m y n, hay una respuesta p
unívocamente determinada que yo daría17. (Yo escojo una al azar,
como diríamos normalmente, pero, causalmente, la respuesta está
determinada). La diferencia entre el caso de «*» y el caso de la
función «+» es que en este último, pero no en aquél, a mi respuesta
unívocamente determinada cabe propiamente llamarla «correcta» o
«equivocada»18.
da» en términos del significado que asigné a «*», algo que sí diré para «+», puesto que
no hay tal significado. .
19 Russell, en The Analysis ofM in d (George Alien and Unwin, Londres, en Muir-
head Library o f Philosophy, 310 pp.) [Análisis del espíritu, Paidós, Buenos Aires,
1949], realiza ya un análisis disposicional de ciertos conceptos mentales: véase, espe
cialmente, la Conferencia III, «Desire and Feeling», pp. 58-76. (El objeto de un deseo,
por ejemplo, es más o menos definido como aquello que, cuando se obtiene, causará el
cese de la actividad del sujeto suscitada por el deseo). El libro está explícitamente in
fluido por el conductismo watsoniano (véanse el prefacio y el primer capítulo). Me in
clino a conjeturar que el desarrollo filosófico de Wittgenstein estuvo considerablemente
influido por este trabajo, tanto en los aspectos en que el autor simpatiza con las ideas
conductistas y disposicionales como en los que se opone a ellas. A mi entender, en § 21
ss. de Philosophicál Remarks (Basil Blackwell, Oxford, 1975, 357 pp., traducido por
R. Hargreaves y R. White) [Observaciones filosóficas, UNAM, México, 1997], Witt
genstein expresa su rechazo de la teoría de Russell del deseo, según esta es enunciada
en la Conferencia III de The Analysis ofM ind. La discusión de la teoría de Russell jugó,
me parece, un papel importante en el desarrollo de Wittgenstein: el problema de la re
lación de un deseo, o de una expectativa, etc., con su objeto (la «intencionalidad») es
una de las formas importantes que adopta el problema de Wittgenstein acerca del signi
ficado y de las reglas en las Investigaciones. Es claro que el escéptico, al proponer sus
interpretaciones extravagantes acerca de lo que quise decir previamente, puede obtener
resultados extravagantes con respecto a lo que (en el presente) satisface, o no satisface,
mis deseos o expectativas pasadas, o lo que constituye obediencia a una orden que di.
La teoría de Russell es paralela a la teoría disposicional del significado que presento en
el texto debido a que da una explicación disposicional causal del deseo. A sí como la
teoría disposicional mantiene que el valor que yo me propuse que tuviera «+» para dos
argumentos particulares, m y n, es, por definición, la respuesta que yo daría si se me
preguntara por «m + n», así también caracteriza Russell lo que yo deseé como aquello
En primer lugar, debemos enunciar el análisis disposicional sim
ple. Él suministra un criterio que me dirá cuál es la función número
teórica (p que quiero decir mediante un símbolo de función binaria
«/», a saber: el referente (p de « /» es aquella única función binaria
(p tal que yo tengo la disposición a responder «p» si se me pregunta
acerca de «f(m, «)», donde «p» es un numeral que denota a (p (m, ri)
y «m» y «n» son numerales que denotan a números particulares
m y n. Lo que se pretende con el criterio es que podamos, a partir
de mi disposición, «leer» cuál es la función que quiero decir me
diante un cierto símbolo de función. Los casos de adición y cuadi-
ción tratados antes serían simplemente casos especiales de dicho
esquema de definición20.
La teoría disposicional trata de evitar el problema de la finitud
de mi actuación pasada real por apelación a una disposición. Pero,
en su apelación, pasa por alto un hecho obvio: no solones finita mi
actuación real, sino que también lo es la totalidad de mis disposi-
* N. del. T.: Kripke utiliza aquí los términos «imagen» («image») y «figura» («p ie-
ture») de modo puramente intercambiable, como sinónimos a todos los efectos, a pesar
de ser términos «técnicos» en principio no sinónimos dentro de la filosofía de Wittgens
tein. En el p o st scriptum Kripke declara explícitamente que no entiende del todo el
contraste que Wittgenstein pretende establecer entre imagen ( Vorstellung) y figura
(Bild) (véase, más abajo, p. 148). De ahí que Kripke, en este párrafo en el que está ha
blando de imágenes, al citar pasajes de las Investigaciones que ilustran su tesis, recurra
a textos en los que Wittgenstein habla específicamente de figuras, no de imágenes. En
el contexto presente, repito, debe entenderse que, desde el punto de vista de la exposi
ción de Kripke, imagen y figura son lo mismo.
27 En las observaciones de más arriba, p. 34, sobre el uso de una imagen de verde,
o incluso de una muestra física de verde, se mantiene esto mismo.
podría desempeñar la tarea. (Es obvio que no tengo en mi mente
una imagen de la tabla infinita de la función «más». Alguna imagen
como ésa sería la única candidata con plausibilidad siquiera super
ficial para ser el mecanismo que me dice cómo aplicar «más»).
Puede que resulte menos obvio en otros casos, como el de «cubo»,
pero de hecho es igualmente verdadero también en tales casos.
Por tanto: si hubiera una experiencia especial de «querer decir»
adición mediante «más», análoga a un dolor de cabeza, no tendría las
propiedades que un estado de querer decir adición mediante «más»
debería tener —no me diría qué es lo que tengo que hacer en casos
nuevos. De hecho; no obstante, Wittgenstein se extiende en argüir,
además, que la supuesta experiencia especial única de querer decir
(adición mediante ‘más’, etc.) no existe. Su investigación, aquí, es
introspectiva, diseñada para mostrar que la supuesta experiencia úni
ca es una quimera. De todas las réplicas al escéptico que Wittgenstein
combate, la concepción de que querer decir es una experiencia in-
trospectable es probablemente la más natural y fundamental. Pero,
pensando en la audiencia del momento presente, no me he ocupado
de ella ni en primer lugar ni con gran detenimiento, pues, aunque la
concepción humeana de que hay una «impresión» irreducible en co
rrespondencia con cada estado o acaecimiento psicológico ha tenta
do a muchos en el pasado, tienta hoy relativamente a pocos. De he
cho, si en el pasado se asumía de una manera demasiado fácil y
simplista, en el momento actual su fuerza probablemente se percibe
en grado demasiado escaso, al menos ésa es mi opinión personal.
Hay diversas razones por lo que esto es así. Una es que, en este caso,
la crítica de Wittgenstein a las concepciones alternativas a la suya ha
sido relativamente bien recibida y absorbida. Y autores que guardan
relación con él •— como Ryle— han reforzado la crítica contra las
concepciones cartesiana y humeana. Otra razón ■ — que no resulta
atractiva a quien esto escribe— ha sido la popularidad de las concep
ciones materialistas-conductistas, que ignoran por completo el pro
blema de las cualidades sentidas de los estados mentales; o al menos,
que intentan analizar, y así eliminar, todos esos estados en términos
que, en líneas generales, son conductistas28.
28 Aunque hay sentidos clásicos claros de conductismo según los cuales filosofías
de la mente actuales tales como el «funcionalismo» no son conductistas, de todas ma
neras, personalmente encuentro que gran parte del «funcionalismo» contemporáneo
(especialmente aquellas versiones que tratan de dar análisis «funcionales» de términos
Es importante repetir en este momento lo que he dicho más arri
ba: Wittgenstein no basa sus consideraciones en ninguna premisa
conductista que descarte lo «interno». Por el contrario, gran parte
de su argumentación consiste en hacer consideraciones introspecti
vas detalladas. La consideración cuidadosa de nuestras vidas inte
riores, arguye, mostrará que no hay ninguna experiencia interna
especial de «querer decir» del tipo supuesto por su oponente. Este
caso contrasta específicamente con el de sentir un dolor, ver el rojo,
y similares.
Se necesita relativamente poca agudeza introspectiva para darse
cuenta de lo dudoso que resulta atribuir un carácter cualitativo es
pecial a la «experiencia» de querer decir adición mediante «más».
Atendamos a lo que sucedió cuando aprendí a sumar por primera
vez. Primero, puede que haya habido o no un momento especifica-
ble, probablemente durante mi niñez, en el que de repente sentí
(¡EurekaÁ) que había captado la regla para la adición. Si no lo hubo,
resulta muy difícil ver en qué consistió la supuesta experiencia es
pecial de mi aprender a sumar. Aun si hubo un momento particular
en el que pude haber gritado «\Eureka\» — sin duda, el caso excep
cional— ¿en qué consistió la experiencia concomitante? Probable
mente, en la consideración de unos pocos casos particulares y en un
pensamiento — «¡Ahora ya lo tengo! »— o algo por el estilo. ¿Po
dría ser justamente esto el contenido de una experiencia de «querer
decir adición»? ¿Qué es lo que habría sido diferente si yo hubiese
querido decir cuás? Supongamos que realizo ahora una adición par
ticular, pongamos «5 + 7». ¿Hay alguna cualidad especial en esa
experiencia? ¿Habría sido diferente si, habiéndoseme instruido en
la cuadición, realizara la cuadicón correspondiente? ¿En qué dife
riría realmente la experiencia, si lo que hubiese realizado fuese la
multiplicación correspondiente («5 x 7»), a no ser en que habría
dado de forma automática una respuesta diferente? (Pruebe a hacer
el experimento usted mismo).
Wittgenstein vuelve repetidamente a ocuparse de cuestiones
como éstas a lo largo de las Investigaciones Filosóficas. En las sec
ciones donde discute su paradoja escéptica (§§ 137-242), tras una
consideración general del supuesto proceso introspectable de la
mentales) es excesivamente conductista para mi gusto. Sería precisa una extensa digre
sión para adentrarse aquí más profundamente en la cuestión.
comprensión, trata del asunto en conexión con el caso especial de
leer (§§ 156-178). Mediante «leer», Wittgenstein se refiere a leer
en alto lo que está escrito o impreso y actividades similares: no se
ocupa de la comprensión de lo escrito. Yo mismo, como muchos de
los que profesan mi religión, aprendí primero a «leer» hebreo en
este sentido, antes de que pudiese comprender más que unas pocas
palabras del lenguaje. Leer en este sentido es un caso simple de
«seguir una regla». Wittgenstein señala que un principiante, que lee
deletreando con esfuerzo las palabras, puede que tenga una expe- ■
riencia introspectable cuando lee realmente, en oposición a lo que
sucede si finge «leer» un pasaje que, en realidad, haya memorizado
de antemano. Pero un lector experimentado se limita a invocar las
palabras y no se da cuenta de ninguna experiencia consciente espe
cial de «derivar» las palabras desde la página. El lector experimen
tado puede que no «sienta» nada diferente, cuando lee, de lo que
siente el principiante, o de lo que éste no siente cuando está fin
giendo. Y supongamos que un maestro esté enseñando a leer a un
grupo de principiantes. Algunos fingen, otros de vez en cuando
aciertan por accidente, otros han aprendido ya a leer. ¿Cuándo su
cede que alguno ha pasado a pertenecer a la última categoría? En
general, no habrá un momento identificable en el que esto haya
sucedido: el maestro juzgará que un alumno dado ha «aprendido a
leer» si pasa las pruebas de lectura con la frecuencia suficiente.
Puede haber o no un momento identificable en que el alumno por
primera vez sintió «¡Ahora estoy leyendo!», pero la presencia de tal
experiencia no es una condición necesaria ni suficiente para que el
maestro juzgue que el alumno está leyendo.
De nuevo (§160), alguien a quien, baj o la influencia de una droga,
o en un sueño, se le apareciese un «alfabeto» ficticio podría proferir
ciertas palabras y tener, al hacerlo, toda la «sensación» característica,
en la medida en que tal «sensación» exista siquiera. Si, al pasarse el
efecto de la droga (o al despertar), el sujeto mismo piensa que estuvo
profiriendo palabras aleatoriamente sin ninguna conexión real con el
texto, ¿deberíamos de verdad decir que estuvo leyendo? O, por otro
lado, ¿qué ocurre si la droga le lleva a leer con fluidez a partir de un
texto genuino, pero con la «sensación» de recitar algo aprendido de
memoria? ¿No era, a pesar de todo, leer lo que hacía?
Es de ejemplos como éstos ■ — las Investigaciones filosóficas
contienen una riqueza de ejemplos y experimentos mentales que
excede a lo aquí resumido— de los que Wittgenstein se sirve para
argüir que las supuestas «experiencias» especiales asociadas con el
seguimiento de reglas son quiméricas29. Como he dicho, mi propio
29 N o se debe exagerar al afirmar este punto. Aunque Wittgenstein niega que haya
ninguna experiencia «cualitativa» particular similar a un dolor de cabeza que esté pre
sente cuando y sólo cuando usamos una palabra con un cierto significado (o cuando
leemos, o comprendemos, etc.), sí reconoce que hay una cierta «sensación» aparejada a
nuestro uso con significado de una palabra que puede perderse en determinadas circuns
tancias. Mucha gente ha tenido una experiencia bastante común: al repetir una palabra
o una frase una y otra vez, es posible dejarla desprovista de su «vida» normal, de modo
que viene a sonar extraña o foránea, aun cuando sea posible todavía proferirla en las
circunstancias apropiadas. Estamos aquí ante una sensación especial de foraneidad en
un caso particular. ¿Podría haber alguien que siempre usase las palabras como un me
canismo, sin tener ninguna «sensación» de una distinción entre este tipo mecanicista de
uso y el caso normal? Wittgenstein se ocupa de estos asuntos en la segunda parte de las
Investigaciones, al hilo de su discusión de «ver como» (sección XI, pp. 193-229).
Considérense especialmente sus observaciones sobre la «ceguera para el aspecto»,
pp. 213-214, y la relación de «ver un aspecto» con «experimentar el significado de una
palabra», p. 214. (Véanse sus ejemplos de la p. 214: «¿Qué es lo que te faltaría [...] si
no tuvieses la sensación de que una palabra pierde su significado y se convierte en un
mero sonido en caso de ser repetida diez veces seguidas? [...] Supongamos que yo hu
biera acordado un código con alguien; “torre” significa banco. Le digo a esta persona
“Ahora ve a la torre” — m e comprende y actúa en consecuencia, pero tiene la sensación
de que la palabra “torre” resulta extraña con este uso, que todavía no “ha asumido” el
significado». Wittgenstein da muchos ejemplos en las pp. 213-218).
Compárese (como hace Wittgenstein) la sensación de usar una palabra como signi
ficando tal y cual (piénsese en «basta» ya como forma personal de verbo, ya como ad
jetivo, etc.) [N. del T,: Este ejemplo es una adaptación al castellano del original
inglés. En el texto inglés se utiliza «till», que puede ser un verbo o un sustantivo]
con la idea de los aspectos visuales que se discuten en profundidad en la sección XI
de la segunda parte de las Investigaciones. Podemos ver el conejo-pato (p. 194), ya
como un conejo, ya como un pato; podemos ver el cubo de Necker, ya con una cara
delante, ya con otra; podemos ver un dibujo de un cubo (p. 1^3) como una caja, como
una estructura de alambre, etc. ¿Cómo cambia, en caso de que lo haga, nuestra expe
riencia visual? La experiencia es mucho más esquiva que cualquier cosa que se parezca
a la sensación de un dolor de cabeza, la audición de un sonido, la experiencia visual de
una mancha azul. Los correspondientes «aspectos» de significar parecería que son in
trospectivamente más esquivos todavía.
D e forma similar, aunque algunos de los pasajes en §§ 156-78 parecen poner
del todo en solfa la idea de una especial experiencia consciente de «ser guiado» (al
leer), parece erróneo pensar que quede totalmente descartada. Por ejemplo, en
§ 160, W ittgenstein habla tanto de la «sensación de decir algo aprendido de m em o
ria» como de la «sensación de leer», aunque el objetivo del párrafo es defender que
la presencia o ausencia de tales sensaciones no es lo que constituye la distinción
entre leer, decir algo de memoria y aun alguna otra cosa. En alguna medida, creo
que la discusión de W ittgenstein puede que tenga una cierta ambivalencia. D e todas
maneras, algunas afirmaciones relevantes que en ella se hacen son éstas: (i) sea lo
que sea lo que una «experiencia de ser guiado» (al leer) pueda ser, no es algo que
tenga un carácter cualitativo grueso e introspectable, como un dolor de cabeza (en
debate puede ser breve porque esta particular lección wittgenstei-
niana ha sido relativamente bien aprendida, quizá demasiado bien.
Pero deben señalarse algunos puntos. Primero, y para repetir, el
método de la investigación y de los experimentos mentales es pro
fundamente introspectivo: se trata exactamente del tipo de investi
gación que un psicólogo conductista estricto prohibiría20. Segundo,
aunque Wittgenstein concluye que la conducta, y las disposiciones
a la conducta, nos llevan a decir de una persona que está leyendo, o
sumando, o lo que sea, esto no debe, en mi opinión, malinterpretar-
________ . I
contra de Hume), (ii) En óasos de lectura particulares, puede que sintamos experiencias
definidas e introspectables, pero éstas son experiencias diferentes y nítidas, peculiares a
cada caso individual, no una experiencia única presente en todos los casos. (Del mismo
modo, Wittgenstein habla de varios «procesos mentales» introspectables que, en cir
cunstancias particulares, ocurren cuando profiero una palabra — -véanse §§ 151-155,
pero ninguno de éstos es el «proceso» de comprender; en realidad, comprender no es un
«proceso mental» — véanse, más abajo, pp. 62-64. El debate de la lectura, que sigue
inmediatamente a §§ 151-155, tiene por objeto ilustrar estos puntos), (iii) Lo que es
quizá más importante, sea lo que sea lo que la esquiva sensación de ser guiado pueda
ser, su presencia o ausencia no es constitutiva de si estoy o no leyendo. Véanse, por
ejemplo, los casos, mencionados más arriba en el texto, del alumno que está aprendien
do a leer y de la persona que está bajo la influencia de una droga.
Rush Rhees, en su prefacio a The Blue and Brown Books (Basil Blackwell, Oxford
y Harper & Brothers, Nueva York, 1958, xiv + 1 8 5 pp.) [Los cuadernos azul y ma
rrón, Tecnos, Madrid, 1968], hace hincapié (véanse pp. xii-xiv) en el problema que la
«ceguera para el significado» crea a Wittgenstein, y subraya que el debate de «ver
algo como algo», en la sección XI de la segunda parte de las Investigaciones filosófi
cas, viene motivado por un intento de dar cuenta de esta escurridiza cuestión. En lu
gares anteriores de las Investigaciones se repudian ideas tradicionales de estados cua
litativos internos de significar y comprender. Pero más tarde, como dice Rhees,
Wittgenstein parece tener la preocupación de que puede correr el peligro de reempla
zar la idea clásica por otra excesivamente mecanicista; aunque ciertamente continúa
repudiando toda idea de que haya una cierta experiencia cualitativa que es lo que
constituye mi usar las palabras con un cierto significado. ¿Podría haber una persona
«ciega para el significado» que operase con las palabras justamente del modo como
nosotros lo hacemos? D e ser así, ¿diríamos que esta persona es tan competente en el
lenguaje como lo somos nosotros? La respuesta «oficial» a la segunda pregunta, tal y
como se da en nuestro texto principal, es «sí»; pero quizá la respuesta debiera ser, «Di
lo que gustes, con tal de que conozcas los hechos». N o está claro que el problema esté
enteramente resuelto. N ótese que también aquí el debate es introspectivo, basado en
una investigación de nuestra propia experiencia fenoménica. N o es el tipo de investi
gación que emprendería un conductista. Sin duda, la cuestión merece un tratamiento
cuidadoso y por extenso.
30 § 314 dice: «Doy muestra de un malentendido fundamental, si me inclino a estu
diar el dolor de cabeza que tengo ahora para ponerme en claro acerca del problema fi
losófico fundamental de la sensación». Para que esta observación sea consistente con la
práctica frecuente de Wittgenstein, según se ha bosquejado más arriba en el texto y en
la nota 29, no puede leerse como una condena en general del uso filosófico de las re
flexiones introspectivas sobre la fenomenología de nuestra experiencia.
se como un refrendo de la teoría disposicional: el autor no dice que
leer o sumar sea una cierta disposición a la conducta31.
La convicción de Wittgenstein del contraste entre los estados de
comprender, leer, y similares, y los estados o procesos mentales intros-
pectables «genuinos» es tan fuerte que le lleva — a él, que es a menudo
considerado como un (o el) padre de «la filosofía del lenguaje ordina
rio», y que subraya la. importancia del respeto por el modo en que se
usa realmente el lenguaje—■a hacer observaciones curiosas acerca del
uso ordinario. Considérese § 154: «En el sentido en el que hay proce
sos (incluyendo procesos mentales) que son característicos del com
prender, comprender no es un proceso mental. (El aumento y disminu
ción de un dolor; la audición de una melodía o de una oración: éstos
son procesos mentales)». O de nuevo, al final de lap. 59, «“Compren
der una palabra”: un estado. Pero ¿un estado mental!■ —A la depresión,
al entusiasmo, al dolor, se les llama estados mentales. Llevemos a cabo
una investigación gramatical...». Los términos «estado mental» y «pro
ceso mental» poseen un sabor algo teórico, y no estoy seguro de cuán
firmemente puede hablarse de su uso «ordinario». No obstante, mis
propias intuiciones lingüisticas no concuerdan del todo con las obser
te— llegan a decir que encuentran una incoherencia conceptual en la suposición de que
alguien pensó en una cantidad infinita de tales casos. No nos es preciso discutir aquí los
méritos de esta concepción fuerte con tal de que reconozcamos la afirmación más débil
de que, como una cuestión de'hecho, cada uno de nosotros piensa sólo en una cantidad
finita de casos). Merece la pena señalar, empero, que aunque es útil, siguiendo al propio
Wittgenstein, empezar la presentación del rompecabezas con la observación de que yo
he pensado sólo en una cantidad finita de casos, parece que en principio puede darse un
puntapié a esta escalera particular. Supóngase que yo hubiera pensado explícitamente
en todos los casos de la tabla de adición. ¿Cómo puede ayudarme esto a responder a la
pregunta por «68 + 57»? Bueno, si echo una mirada retrospectiva a mi propio historial
mental, encuentro que me di a mí mismo indicaciones explícitas: «¡Si alguna vez se te
pregunta por “68 + 57”, replica “ 125”! » ¿No puede el escéptico decir que también estas
indicaciones han de interpretarse de un modo no estándar? (Véase Obsei-vaciones sobre
los fundamentos de la matemática, I, § 3: «Si lo sé de antemano, ¿de qué me sirve este
conocimiento más. tarde? Lo que quiero decir es: ¿cómo sé qué hacer con este conoci
miento anterior cuando efectivamente se realiza el paso?»). Parecería que, si la ímitud
es relevante, incide más crucialmente en el hecho de que «las justificaciones deben te
ner un final en alguna parte» que en el hecho de que yo piense sólo en una cantidad fi
nita de casos de la tabla de adición, aun cuando Wittgenstein haga hincapié en ambos
hechos. Cualquiera de los dos puede usarse para desarrollar la paradoja escéptica; am
bos son importantes.
entonces, cuando se me pregunte por “68 + 57”, responderé “ 125”».
De estar Hume en lo cierto, por supuesto, ningún estado pasado de
mi mente puede entrañar que yo vaya a dar ninguna respuesta par
ticular en el futuro. Pero que quise decir 125 en el pasado, por sí
mismo, no entraña esto; debo recordar lo que quise decir, y debe
darse todo lo demás. No obstante, sigue siendo un misterio cómo
exactamente la existencia de cualquier estado pasado finito de mi
mente podría entrañar que, si deseo concordar con él, y recuerdo
dicho estado, y no me equivoco al calcular, debo dar una respuesta
determinada a un problema de adición arbitrariamente grande35.
Los realistas acerca de la matemática, o «platonistas», han recal
cado la naturaleza no mental de las entidades matemáticas. La fun
ción de adición no está en ninguna mente particular, ni es propiedad
común de todas las mentes. Posee una existencia «objetiva», inde
pendiente. No hay, por tanto, ningún problema —hasta donde al
canzan las presentes consideraciones— con respecto a cómo la fun
ción de adición (considerada, digamos, como un conjunto de
triplos)36 contiene dentro de sí a todos sus casos, entre ellos el triplo
(68, 57, 125). Es algo que simplemente está en la naturaleza del
objeto matemático en cuestión, que es bien posible que sea un ob
jeto infinito. La prueba de que la función de adición contiene al
triplo (68, 57, 125) pertenece a la matemática y no tiene nada que
ver con el significado ni la intención.
El análisis de Frege del uso del signo más por un individuo pos
tula los cuatro elementos siguientes: (a) la función de adición, una
entidad matemática «objetiva»; (b) el signo de adición «+», una
entidad lingüística; (c) el «sentido» de este signo, una entidad abs
tracta «objetiva», como la función; (d) una idea en la mente del indi
viduo asociada con el signo. La idea es una entidad mental «subjeti
va», privada para cada individuo y diferente para mentes diferentes.
35 Véase p. 218: «El querer decir no es un proceso que acompañe a una palabra.
Pues ningún proceso podría tener las consecuencias del querer decir». Este aforismo
afirma la tesis general bosquejada en el texto. Ningún proceso puede entrañar lo que el
querer decir entraña. En particular, ningún proceso podría entrañar el condicional
aproximado que se enuncia en el texto. Véase la discusión de más abajo, pp. 105-106,
en tomo a la concepción que tiene Wittgenstein de estos condicionales.
36 Por supuesto, Frege no aceptaría la identificación de una función con un conjun
to de triplos. Tal identificación viola su concepción de las funciones como «insatura-
das». Aunque esta complicación es muy importante para la filosofía de Frege, se puede
ignorar a efectos de la exposición presente.
El «sentido», por el contrario, es el mismo para todos los indivi
duos que usen «+» del modo estándar. Cada uno de tales individuos
capta este sentido por virtud de tener una idea apropiada en su men
te. El «sentido», a su vez, determina la función de adición como el
referente del signo «+».
De nuevo, no hay especial problema para esta posición con res
pecto a la relación entre el sentido y el referente que determina.
Determinar un referente es simplemente algo que está en la natura
leza de un sentido. Pero al final no se puede soslayar el problema
escéptico, y surge precisamente con la cuestión de cómo la existen
cia en mi mente de una entidad mental o idea puede constituir el
«captar» un sentido particular en lugar de otro. La idea en mi men
te es un objeto finito: ¿acaso no se puede interpretar que determina
una función cuás, en lugar de una función más? Por supuesto, pue
de que haya otra idea én mi mente, que se suponga que constituye
su acto de asignar una interpretación particular a la primera idea;
pero entonces, obviamente, el problema surge de nuevo a este nivel.
(Una regla para interpretar una regla otra vez). Y así sucesivamente.
Para Wittgenstein, el platonismo es en gran medida una inútil eva
sión del problema de cómo nuestras mentes finitas pueden dar re
glas que se supone que se aplican a una infinidad de casos. Los
objetos platónicos puede que sean autointerpretativos, o mejor,
puede que no necesiten interpretación; pero al final debe haber en
vuelta alguna entidad mental que hace surgir el problema escéptico.
(Esta breve discusión del platonismo va dirigida a aquellos que se
interesan por el tema. Si de puro breve la encuentran oscura, ignó
renla).
LA SOLUpiÓN Y EL ARGUMENTO
d e l «Le n g u a je p r iv a d o »
39 Este ejemplo se discute más abajo. Véanse pp. 94-95 y la nota 72.
40 Quine, Ontological Relativiíy and Other Essays, p. 31.
su marco. Para Quine, como cualquier hecho acerca de si quiero
decir más o cuás se mostrará en mi conducta, no cabe duda alguna,
dada mi disposición, de qué es lo que quiero decir.
Ya se ha argüido más arriba que semejante formulación de las cues
tiones parece inadecuada. Mis disposiciones reales no son infalibles, y
no abarcan toda la cantidad infinita de casos de la tabla de adición. Sin
embargo, puesto que Quine concibe las cuestiones en términos de dis
posiciones, está interesado en mostrar que aun si las disposiciones se
concibieran idealmente como infalibles y abarcadoras de todos los
casos, hay todavía asuntos de interpretación que quedan indetermina
dos. Primero, arguye (aproximadamente) que la interpretación de pro-
ferencias suficientemente «teóricas», no la de informes de observación
directa, está indeterminada aun si se toman en cuenta todas mis dispo
siciones ideales. Además, persigue mostrar, mediante ejemplos como el
de «conejo» y «estadio de conejo», que, incluso dada una interpretación
fija de nuestras oraciones como totalidades y dadas, naturalmente, todas
nuestras disposiciones ideales a la conducta, la interpretación (la refe
rencia) de diversos elementos léxicos queda todavía sin fijar41. Estas son
afirmaciones interesantes, distintas de las de Wittgenstein. Para quienes
no estamos tan fuertemente inclinados al conductismo como lo está
Quine, el problema de Wittgenstein puede llevamos a ver las tesis
de Quine de una forma nueva. Dada la formulación que el propio Quine
hace de sus tesis, parece quedar abierta al no conductista la opción de
considerar los argumentos de Quine, si los acepta, como demostracio
nes de que cualquier concepción conductista del significado debe ser
inadecuada —no puede siquiera distinguir entre una palabra que signi
fique conejo y una que signifique estadio de conejo. Pero si tiene razón
Wittgenstein, y el acceso a mi mente, por muy amplio que sea, no puede
revelar si quiero decir más o cuás, ¿no ocurrirá lo mismo con conejo y
estadio de conejo? Así, tal vez, el problema de Quine surge incluso para
los no conductistas. No es éste el lugar para explorar la cuestión.
El debate de Nelson Goodman sobre el «nuevo enigma de la
inducción» merece también comparación con el trabajo de Witt
genstein42. En realidad, aunque Quine, a diferencia de Goodman en
Pitcher (ed.), Wittgenstein: The Philosophical Investigations, pp. 251-285, véase espe
cialmente p. 256), resume el argumento: «su alegación de que reconoce el objeto (la
sensación), su creencia de que es realmente el mismo, no ha de aceptarse a menos que
pueda respaldarse con evidencia ulterior. Aparentemente, también, esta evidencia debe
ser pública [...] N o bastaría meramente con comprobar una sensación privada mediante
otra. Pues si no se puede confiar en que se reconocerá una de ellas, tampoco se puede
confiar en que se reconocerá la otra». El argumento concluye que puedo hacer una ve
rificación genuina de la corrección de mi identificación sólo si salgo del círculo de
«comprobaciones privadas» y acudo a alguna evidencia públicamente accesible. Pero si
yo fuera tan escéptico como para dudar de todas mis identificaciones de estados inter
nos, ¿cómo podría nada público serme de ayuda? ¿No depende mi reconocimiento de
cualquier cosa pública del reconocimiento de mis estados internos? Como lo expresa Ayer
(en continuación inmediata de la cita anterior): «Pero a menos que haya algo que a uno se
le permita reconocer, ninguna prueba puede completarse nunca [...] Compruebo mi re
cuerdo de la hora en que el tren tiene prevista su salida visualizando una página de la guía
de horarios; y se me exige comprobar esto, a su vez, mirando a la página [Ayer está alu
diendo a § 265]. Pero a menos que pueda confiar en mi vista llegado este punto, a menos
que pueda reconocer los números que veo escritos, no habré mejorado mi situación [...]
Sea el objeto al que esté intentando referirme tan público como usted guste [...] mi segu
ridad de que estoy usando la palabra correctamente [...] debe al final descansar en el testi
monio de los sentidos. Oír lo que otras personas dicen, o ver lo que escriben, u observar
sus movimientos, es lo que me capacita para concluir que su uso de las palabras concuer
da con el mío. Pero si puedo reconocer tales ruidos o formas o movimientos sin más
preámbulo, ¿por qué no puedo también reconocer una sensación privada?».
Si se concede que el argumento del lenguaje privado se presenta simplemente en
esta forma, la objeción parece contundente. Y es cierto que hubo un tiempo en que me
pareció, por una razón como ésta, que el argumento contra el lenguaje privado no podía
ser correcto. Las concepciones tradicionales, que son muy plausibles a no ser que se las
rebata de forma decisiva, mantienen que todas las identificaciones descansan sobre la
identificación de sensaciones. La interpretación escéptica del argumento en este ensayo,
que no permite que la noción de una identificación sea tomada por descontado, hace que
la cuestión sea muy diferente. Véase el debate, más abajo en pp. 80-81, en torno a una
objeción análoga contra el análisis de la causación de Hume.
48 Puesto así, el problema tiene un obvio sabor kantiano.
49 Véanse especialmente los anteriores debates de «verde» y «verdul», que podrían
transferirse perfectamente al dolor (¡apliqúese «dolcor» a dolores antes de t y a picores
a partir de entonces!), Pero a estas alturas está ya suficientemente claro que el problema
es completamente general.
Es importante e iluminador comparar la nueva forma de escep
ticismo de Wittgenstein con el escepticismo clásico de Hume. Hay
importantes analogías entre los dos. Ambos desarrollan una para
doja escéptica, que se basa en la puesta en cuestión de un cierto
nexo del pasado con el futuro. Wittgenstein pone en cuestión el
nexo entre las «intenciones» o los «significados» pasados y la prác
tica presente: por ejemplo, entre mis «intenciones» pasadas con re
lación a «más» y mi cálculo presente «68 + 57 = 125». Hume pone
en cuestión otros dos nexos relacionados entre sí: el nexo causal
por cuya virtud un acaecimiento pasado hace necesario otro futuro,
y el nexo inferencial inductivo del pasado al futuro.
La analogía es obvia. Ha sido oscurecida por varias razones. Pri
mera, el problema de Hume y el de Wittgenstein son por supuesto
distintos e independientes, aunque análogos. Wittgenstein muestra
poco interés o simpatía por Hume. Se le ha citado diciendo que no
podía leer a Hume porque lo encontraba «una tortura»50. Además,
Hume es la fuente principal de algunas ideas acerca de la naturaleza
de los estados mentales que más interés tiene Wittgenstein en ata
car51. Por último (y probablemente lo más importante), Wittgens
tein nunca admite, ni casi con toda seguridad admitiría, la etiqueta
de «escéptico», que explícitamente admitió Hume. En realidad,
Wittgenstein ha parecido a menudo ser un filósofo «del sentido
común», ávido por defender nuestras concepciones ordinarias y di
solver las dudas filosóficas tradicionales. ¿No es Wittgenstein
quien mantuvo que la filosofía sólo enuncia lo que todo el mundo
admite?
Con todo, ni siquiera aquí debe exagerarse- la diferencia entre
Wittgenstein y Hume. Incluso Hume posee una veta importante,
dominante a veces según del humor en que esté, de que el filósofo
50 Karl Britton, «Portrait o f a Philosopher», The Listener, LIU, n.° 1372 (16 de ju
nio, 1955),p. 1072, citado por George Pitcher, The Philosophy o f Wittgenstein (Prentice
Hall, Englewood Cliffs, NJ, 1964, viii + 340 pp.), p. 325.
51 Gran parte del argumento de Wittgenstein puede considerarse como un ataque
contraías ideas característicamente humeanas (o empiristas clásicas). Hume postula un
estado cualitativo introspectable para cada uno de nuestros estados psicológicos (una
«impresión»). Además, piensa que una «impresión» o «imagen» apropiada puede cons
tituir una «idea», sin reparar en que una imagen no puede de ningún modo decimos
cómo ha de aplicarse. (Véase, más arriba, el debate sobre el determinar el significado
de «verde» con una imagen, p. 34, y el debate correspondiente del cubo, pp. 55-57). Por
supuesto, la paradoja de Wittgenstein es, entre otras cosas, una fuerte protesta contra
tales suposiciones.
nunca cuestiona las creencias ordinarias. Cuando se le pregunta si
él «es realmente uno de esos escépticos que mantienen que todo es
incierto», Hume replica «que esta cuestión es enteramente super
fina, y que ni yo ni ninguna otra persona fue nunca sincera y cons
tantemente de esa opinión»52. De modo aun más elocuente, al dis
cutir el problema del mundo externo: «Podemos muy bien preguntar,
¿Qué causas nos inducen a creer en la existencia del cuerpo? Pero
es vano preguntar si hay cuerpo o no. Ése es un punto que debemos
dar por descontado en todos nuestros razonamientos»53. Sin embar
go, este juramento de vasallaje al sentido común da inicio a una
sección que, por lo demás, tiene el aspecto de un argumento de que
¡la concepción común de los objetos materiales es irreparablemen
te incoherente!
Cuando Hume se encuentra de humor para respetar su profesada
determinación de no negar o dudar nunca de nuestras creencias co
munes, ¿en qué consiste su «escepticismo»? Primero, en una expli
cación escéptica de las causas de estas creencias; y segundo, en
análisis escépticos de nuestras nociones comunes. Én algunos as
pectos, puede que Berkeley, que no consideraba que sus propias
ideas fuesen escépticas, ofrezca una analogía con Wittgenstein aún
mejor. A primera vista, Berkeley, con su negación de la materia y de
cualesquiera objetos «fuera de la mente», da la impresión de estar
negando nuestras creencias comunes; y para muchos de nosotros
esa impresión persiste a lo largo de vistas posteriores. Pero no para
Berkeley. Para él, la impresión de que el hombre común está com
prometido con la materia y con los objetos de fuera de la mente
deriva de una interpretación metafísica errónea del habla común.
52 David Hume, A Treatise o f Human Nature (ed. L. A. Selby-Bigge, Clarendon
Press, Oxford, 1888) [Tratado de la naturaleza humana, Editora Nacional, Madrid,
1981], Libro I, Parte IV; Sección I (p. 183 en la edición de Selby-Bigge).
53 Hume, ibid., Libro I, Parte IX Sección II (p. 187 en la edición de Selby-Bigge).
Las afinidades ocasionales de Hume con la filosofía «del lenguaje ordinario» no deben
pasarse por alto. Considérese lo siguiente: «Los filósofos que han dividido la razón
humana en conocimiento y probabilidad, y han definido al primero como la evidencia
que surge de la comparación de las ideas, están obligados a subsumir todos nuestros
argumentos a partir de las causas o los efectos bajo el término general de probabilidad,
Pero aunque todo el mundo es libre de usar sus términos en el sentido que le plazca [,,,]
es sin embargo cierto que en el discurso común afirmamos sin problemas que muchos
argumentos a partir de la causación sobrepasan la probabilidad, y pueden ser acogidos
como un género superior de evidencia. Caería en el ridículo quien dijese que es sólo
probable que el sol saldrá mañana, o que todos los hombres deben morir,..» (ibid., Li
bro I, Parte III, Sección XI, p. 124 en la edición de Selby-Bigge).
Cuando el hombre común habla de un «objeto material externo» no
se refiere realmente (como podríamos decir sotto voce) a un objeto
material externo sino que se refiere más bien a algo así como a
«una idea producida en mí independientemente de mi voluntad»54.
La postura de Berkeley no es inusual en la filosofía. Berkeley
defiende una concepción que en apariencia está en patente contradic
ción con el sentido común. Más que repudiar el sentido común, ase
vera que el conflicto procede de una malinterpretación filosófica del
lenguaje común — a veces añade que la malinterpretación resulta fo
mentada por la «forma superficial» del habla ordinario. Ofrece su
propio análisis de las aserciones comunes relevantes, que muestra
que esas aserciones no dicen realmente lo que parecen decir. Para
Berkeley, esta estrategia filosófica resulta crucial en su trabajo. En la
medida en que Hume afirma que él meramente analiza el sentido
común y no se opone a él, invoca también la misma estrategia. Mal
puede decirse que esta práctica haya cesado en nuestros días55.
Personalmente, pienso que tales afirmaciones filosóficas son
casi invariablemente sospechosas. Lo que quien las afirma llama
una «malinterpretación filosófica engañosa» del enunciado ordina
rio es probablemente la forma natural y correcta de entenderlo. La
malinterpretación real llega cuando el afirmante continúa: «Todo
lo que el hombre común realmente quiere decir es...» y pasa a dar
un sofisticado análisis compatible con su propia filosofía. Sea como
fuere, el punto importante para los propósitos presentes es que
Wittgenstein hace una afirmación berkeleyana de este género. Pues
— como veremos—■su solución a su propio problema escéptico co
mienza dando la razón a los escépticos en que no hay ningún «he
cho superlativo» (§ 192) acerca de mi mente que constituya mi que
rer decir adición mediante «más» y determine de antemano lo que
debo hacer para concordar con este significado. Pero, afirma el
54 George Berkeley, The Principies o f Human Knowledge [Tratado sobre los prin
cipios del conocimiento humano, Editorial Gredos, Madrid, 1990], §§ 29-34. Por su
puesto, esta caracterización puede que peque de simplificación excesiva, pero basta
para los propósitos presentes. 1
55 Es casi «analítico» que no puedo dar un ejemplo contemporáneo común que no
encontrara una vigorosa oposición. Quienes mantuvieran la concepción mencionada
argüirían que, en este caso, sus análisis del uso ordinario son realmente correctos. No
deseo entrar aquí en una controversia irrelevante, pero, en mi opinión, muchos de los
análisis «temáticamente neutrales» del discurso acerca de la mente propuestos por los
materialistas contemporáneos son simplemente la otra cara de la moneda berkeleyana.
autor (en §§ 183- 193), la apariencia de que nuestro concepto ordi
nario de significado exige ese hecho se basa en una (natural) mal-
interpretación filosófica de expresiones ordinarias tales como «él
quiso decir tal y cual», «los pasos están determinados por la fórmu
la», y otras por el estilo. Enseguida veremos cómo interpreta Witt
genstein estas expresiones. De momento, señalemos sólo que Witt
genstein piensa que cualquier interpretación que busque algo en mi
estado mental presente para distinguir entre mi querer decir adición
o cuadición , o que muestre, consecuentemente, que en el futuro
debo responder «jl25» al preguntárseme por «68 + 57», es una ma-
linterpretación y atribuye al hombre común una noción de signifi
cado que es refutada por el argumento escéptico. «Somos», dice en
§ 194 (¡nótese que Berkeley podría haber dicho exactamente lo
mismo!), «como salvajes, gentes primitivas, que oyen las expresio
nes de los hombres civilizados, ponen en ellas una interpretación
falsa, y extraen luego de ésta las conclusiones más estrafalarias».
Quizá sea así. Personalmente, sólo puedo informar de que, a pesar
de lo que asegura Wittgenstein, la interpretación «primitiva» a mí
me suena con frecuencia bastante bien...
En su Enquiry, tras haber desarrollado sus «Dudas escépticas
concernientes a las operaciones del entendimiento», Hume da su
«Solución escéptica a estas dudas». ¿Qué es una solución «escépti
ca»? Llamemos solución directa a una solución propuesta para un
problema filosófico escéptico en caso de que muestre que, exami
nado éste más de cerca, el escepticismo resulta injustificado; un
argumento esquivo o complejo prueba la tesis de la que dudaba el
escéptico. Descartes dio una solución «directa» en este sentido a
sus propias dudas filosóficas. Una justificación a priori del razona
miento inductivo, y un análisis de la relación causal como una co
nexión o nexo necesario genuino entre pares de acaecimientos,
serían soluciones directas de los problemas de Hume de la induc
ción y de la causación, respectivamente. Una solución escéptica de
un problema filosófico escéptico comienza, por el contrario, con
cediendo que las aserciones negativas del escéptico son irrebati
bles. No obstante, nuestra práctica o creencia ordinaria s e justifica
porque — a pesar de las apariencias en contra— no tiene por qué
requerir, la justificación que el escéptico ha mostrado insostenible,
Y gran parte del valor del argumento escéptico consiste precisa
mente en el hecho de que ha mostrado que, aun en caso de que una
práctica ordinaria necesite ser defendida, no es posible defenderla
de una cierta manera. Una solución escéptica puede que también
conlleve — en la forma sugerida más arriba— un análisis o explica
ción escéptica de creencias ordinarias para rebatir la aparente refe
rencia de éstas a un absurdo metafísico.
Las líneas maestras aproximadas de la solución escéptica de
Hume a su problema son bien conocidas56. La costumbre, y no un
argumento a prior i, es la fuente de nuestras inferencias inductivas.
Si A y B son dos tipos de acaecimientos que hemos visto constante
mente en conjunción, entonces estamos condicionados —Hume es
un abuelo de esta noción psicológica moderna— para esperar un
acaecimiento de tipo B cuando se nos presenta uno del tipo A. Decir
de un acaecimiento particular a que causó otro acaecimiento b es
situar estos dos acaecimientos bajo dos tipos, A y B, que esperamos
que estén constantemente en conjunción en el futuro como lo estu
vieron en el pasado. La idea de conexión necesaria procede del
«sentimiento de acostumbrada transición» entre nuestras ideas de
estos tipos de acaecimientos.
No nos interesan ahora los méritos filosóficos de la solución
humeana. Nuestro propósito es usar la analogía con la solución hu-
meana para iluminar la solución de Wittgenstein a su propio proble
ma. A efectos de comparación, es preciso indicar una consecuencia
adicional de la solución escéptica de Hume. Ingenuamente, se po
dría suponer que el que un acaecimiento particular a cause otro
acaecimiento particular b es un asunto que únicamente envuelve a
los solos acaecimientos a y b (y a sus relaciones), y no envuelve
a ningún acaecimiento más. Si Hume está en lo cierto, esto no es
así. Ni siquiera Dios, si mirara los acaecimientos, discerniría más
relación entre ellos que la de que uno sucede al otro. Sólo cuando
se concibe a los acaecimientos particulares a y b como subsumidos
bajo dos tipos respectivos de acaecimientos, A. y B, que están relacio
nados mediante una generalización de que todos los acaecimientos
de tipo A son seguidos por acaecimientos de tipo B, puede decirse
56 A l escribir esta oración, encuentro que soy presa de un apropiado temor a que
(algunos) expertos en Hume y Berkeley no den su visto bueno a alguna cosa particular
que acerca de estos filósofos digo aquí. No he hecho un estudio cuidadoso de ellos con
vistas a este ensayo. Más bien, utilizo una caracterización cruda y bastante convencio
nal de las «líneas maestras» de sus ideas con el fin de efectuar la comparación con
Wittgenstein.
que a «causa» a b. Cuando se considera sólo a los acaecimientos a
y b por sí mismos, no es aplicable noción causal alguna. Esta con
clusión humeana podría llamarse: la imposibilidad de la causación
privada.
Se puede razonablemente protestar: ¡sin duda, no hay nada que
el acaecimiento a pueda hacer con la ayuda de otros acaecimientos
del mismo tipo que no pueda hacer por sí mismo! ¡En realidad, de
cir que'a, por sí mismo, es una causa suficiente de b no es sino decir
que, aun de haberse eliminado el resto del universo, a habría igual
mente producido b\ Intuitivamente, es bien posible que sea así, pero
la objeción intuitiva ignora el argumento escéptico de Hume. Lo
importante del argumento escéptico es que la noción común de que
un acaecimiento «produce» otro, en que se basa la objeción, está
en peligro. Parece que no hay ninguna relación de «producción» en
absoluto, que la relación causal es ficticia. Tras haber visto que el
argumento escéptico es irrebatible en sus propios términos, se ofre
ce una solución escéptica que contiene todo lo que nos es posible
salvar de la noción de causación. Es rasgo constitutivo de este aná
lisis que la causación carece de sentido cuando se aplica a dos acae
cimientos aislados, dejando aparte el resto del universo. Sólo en la
medida en que estos acaecimientos sean concebidos como instan
cias de tipos de acaecimientos relacionados por una regularidad
puede concebírselos como causalmente conectados. Si dos acaeci
mientos particulares fueran, de alguna manera, tan sui generis que
se excluyera lógicamente que estén situados bajo tipos (plausible
mente naturales) de acaecimiento, las nociones causales no les se
rían aplicables.
Por supuesto, estoy sugiriendo que el argumento de Wittgenstein
contra el lenguaje privado posee una estructura similar a la del ar
gumento de Hume contra la causación privada. También Wittgens
tein enuncia una paradoja escéptica. Igual que Hume, acepta su
propio argumento escéptico y ofrece una «solución escéptica» para
superar la apariencia de paradoja. Su solución conlleva una inter
pretación escéptica de lo que está envuelto en aserciones ordinarias
como «Jones quiere decir adición mediante “+”». La imposibilidad
del lenguaje privado emerge como un corolario de la solución es
céptica a.su propia paradoja, igual que la imposibilidad de la «cau
sación privada» en Hume. Resulta que la solución escéptica 110 nos
permite hablar de que un único individuo, considerado por sí mis
mo y aisladamente, quiera decir nunca nada con sus palabras. De
nuevo, una objeción basada en un sentimiento intuitivo de que
nadie más que yo puede tener algo que ver en lo que yo quiero decir
mediante un cierto símbolo ignora el argumento escéptico que so
cava a cualquier intuición ingenua acerca del significado.
He dicho que la solución de Wittgenstein a su problema es es
céptica. No da una solución «directa», indicando al escéptico tonto
un hecho oculto que pasó por alto, una condición en el mundo que
constituye mi querer decir adición mediante «más». En realidad,
está de acuerdo con su propio escéptico hipotético en que no hay tal
hecho, tal condición, ni en el mundo «interno» ni en el «externo».
He de admitir que estoy expresando la concepción de Wittgenstein
en forma más sencilla de lo que él mismo normalmente se permiti
ría. Pues al negar que haya ningún hecho tal, ¿no pudiera ser que
estemos expresando una tesis filosófica que duda o niega algo que
todo el mundo admite? No deseamos dudar o negar que cuando la
gente habla de sí misma y de los demás como de quien quiere decir
algo mediante sus palabras, como de quien sigue reglas, lo hace con
perfecto derecho. Ni siquiera deseamos negar la propiedad de un
uso ordinario de la frase «el hecho de que Jones quiso decir adición
mediante tal y cual símbolo», y es verdad que tales expresiones
poseen usos perfectamente ordinarios. Deseamos negar meramente
la existencia del «hecho superlativo» que los filósofos engañosa
mente adjuntan a esas construcciones ordinarias de palabras, no la
propiedad de las construcciones mismas.
Es por esta razón por lo que conjeturé más arriba (p. 19) que la
declarada incapacidad de Wittgenstein para escribir una obra con
argumentos y conclusiones organizados de modo convencional
procede, al menos en parte, no de proclividadeís "personales y esti
lísticas, sino de la propia naturaleza de su obra. De haber enunciado
Wittgenstein •— en contra de su famosa y críptica máxima § 128-—■
los resultados de sus conclusiones en forma de tesis definidas, ha
bría sido muy difícil evitar formular sus doctrinas de una manera
que no consistiera en aparentes negaciones escépticas de nuestras
aserciones ordinarias. Berkeley se encuentra con dificultades simi
lares. Las evita, en parte, al enunciar su tesis como la negación de
la existencia de «materia», y afirmando que «materia» es un ele
mento de la jerga filosófica pero no expresa nuestra idea de sentido
común. Con todo, Berkeley se ve forzado en un cierto momento a
decir — aparentemente en contra de su doctrina oficial usual— que
niega una doctrina «que prevalece extrañamente entre los hom
bres»57. Si, por otro lado, no enunciamos nuestras conclusiones en
forma de tesis filosóficas generales, es más fácil evitar el peligro de
la negación de alguna creencia ordinaria, aun aunque nuestro inter
locutor imaginario nos acuse de incurrir en ella (por ejemplo, § 189;
véase también § 195)58. Siempre que nuestro oponente insista en la
perfecta propiedad de una forma ordinaria de expresión (por ejem
plo, que «los pasos están determinados por la fórmula», que «la
aplicación futuraj está ya presente»), podemos insistir en que, si
estas expresiones^ se entienden apropiadamente, estamos de acuer
do. El peligro llega cuando intentamos dar una formulación precisa
de qué es exactamente lo que estamos negando— qué «interpreta
ción errónea» está adscribiendo nuestro oponente a medios de ex
presión ordinarios. Puede que sea difícil hacer esto sin producir
otro nuevo enunciado que, hemos de admitir, es otra vez «perfecta
mente correcto» si se entiende apropiadamente59.
Así, bien podría ser que Wittgenstein, cautelosamente quizá,
desaprobara la formulación sencilla que doy aquí. A pesar de ello,
opto por tener el atrevimiento suficiente de decir: Wittgenstein
mantiene, con el escéptico, que no hay ningún hecho constitutivo
de si quise decir más o cuás. Pero si hay que conceder esto al escép
tico, ¿acaso no es éste el final del asunto? ¿Qué puede decirse en
favor de nuestras atribuciones ordinarias de lenguaje significativo a
nosotros mismos y a los demás? ¿No hemos alcanzado ya la increí
62 Véase, por ejemplo, § 304, donde Wittgenstein está tratando del lenguaje de sensa
ción: «La paradoja desaparece sólo si rompemos radicalmente con la idea de que el len
guaje [...] siempre sirve para el mismo propósito: transmitir pensamientos — que pueden
ser acerca de casas, dolores, el bien y el mal, o cualquier otra cosa que te plazca».
63 Hablar de «condiciones de justificación», en vez de «condiciones de aseverabili-
dad», no sugiere tanto la primacía del modo indicativo, pero tiene sus propias desven
tajas. Para Wittgenstein, hay una clase importante de casos donde un uso del lenguaje
no tiene propiamente otra justificación independiente que no sea la inclinación del ha
blante a hablar asi en esa ocasión (por ejemplo, decir que se tiene dolor). En tales casos,
dice Wittgenstein (§ 289), «Usar una palabra sin una justificación (Rechtfertigung) no
significa usarla zu Unrecht.». La traducción de Anscombe de «zu Unrecht.» no es consis
tente. En su traducción de las Investigaciones jilosóficas, § 289, lo traduce por «sin de
recho» [«without right»\. Sin embargo, en su traducción de las Observaciones sobre los
fundamentos de la matemática, y § 33 (VH, § 40), donde ocurre casi exactamente la
misma oración alemana, lo traduce por «ilegítimamente» [«wrongfitlly»]. El dicciona
rio del alemán al inglés que tengo a mano (Wildhagen-Heraucourt, Brandstetter Verlag,
nos permite hacer una aserción dada? Concepciones de este género,
en realidad teorías explícitas, mal puede decirse que fuesen desco
nocidas antes de Wittgenstein, y probablemente le influyeron. La
teoría del significado verificacionista positivista es de este género.
Como también lo es, en un contexto más especial, la concepción
intuicionista de los enunciados matemáticos. (El énfasis del mate
mático clásico en las condiciones de verdad es reemplazado por un
énfasis en las condiciones de demostrabilidad). Pero, claro está, la
concepción de trazo grueso de Wittgenstein no debe identificarse
con ninguna de éstas. Su segundo componente es distinto: aceptado
que nuestro juego de lenguaje permita un cierto ‘movimiento’ (una
aserción) en ciertas condiciones especificables, ¿cuál es el papel de
dicho permiso en nuestras vidas? Ese papel debe existir para que
este aspecto del juego de lenguaje no sea ocioso.
La concepción del lenguaje alternativa de Wittgenstein está ya
claramente sugerida en la misma sección primera de las Investiga
cionesfilosóficas. Muchos filósofos de la matemática-—en concor
dancia con la concepción agustiniana de «objeto y nombre»— ha
cen preguntas como: «¿Qué entidades (“números”) son denotadas
por los numerales? ¿Qué relaciones entre estas entidades (“he
chos”) se corresponden con los enunciados numéricos?» (filósofos
de inclinación nominalista replicarían, escépticamente, «¿Podemos
realmente creer que haya tales entidades?»). En contra de semejan
te concepción «platonista» del problema, Wittgenstein pide que
Wiesbaden, y Alien andUnwin, Londres, 6.a ed., 1962), traduce «zu Unrecht» por «in
justamente, deslealmente» [m njustly, unfairly»)-, « Unrecht», en general, es una «injus
ticia» [«injustice»] o un «mal» [«wrong»]. Todo esto es razonablemente consistente con
«ilegítimamente», pero presta poco apoyo a «sin derecho», aun cuando la idea de que
tenemos «derecho» a usar una palabra en ciertas circunstancias sin «justificación»
[«Rechtfertigung»] esté obviamente en armonía con lo que Wittgenstein está tratando
de señalar. Sin embargo, mediante «zu Unrecht» Wittgenstein parece querer decir que
el uso de una palabra sin justificación independiente no tiene por qué ser un uso «ilegi
timo» de la palabra •— carente de apoyo epistémico o lingüístico apropiado. Por el con
trario, es esencial al funcionamiento de nuestro lenguaje que, en algunos casos, dicho
uso del lenguaje sea perfectamente correcto. Cuando utilizamos la terminología de
«condiciones de justificación», hemos de construirlas de modo que incluyan tales casos
(donde Wittgenstein diría que no hay ninguna «justificación»). (Podría ser que «erró
neamente» [«wrongly»] fuese una traducción más idiomática que «ilegítimamente»
[«wrongfutly»]. «Sin derecho» a mí me suena como si se estuviese introduciendo un
nuevo término técnico difícil. La cuestión es que «zu Unrecht», al ser una expresión
bastante corriente del alemán, no debería ser vertida al inglés de modo que parezca que
es una expresión técnica inusual de esta lengua).
descartemos cualesquiera concepciones a priori y miremos («¡No
pienses, mira!») las circunstancias en las que se profieren realmen
te las aserciones numéricas, y los papeles que tales aserciones ju e
gan en nuestras vidas64. Supongamos que me dirijo al tendero lle
vando un trozo de papel con la inscripción «cinco manzanas rojas»,
y él me entrega manzanas, recitando de memoria los numerales
hasta cinco y entregándome una manzana cada vez que pronuncia
un numeral. Es en circunstancias como éstas cuando estamos auto
rizados a hacer proferencias en las que se usan numerales; el papel
y la utilidad de tal autorización son obvios. En §§ 8-10, Wittgens
tein imagina las letras del alfabeto, recitadas en orden alfabético,
usadas en un juego de lenguaje en miniatura, igual a como se usan
los numerales* en nuestro ejemplo. Nos sentimos poco inclinados
a preguntamos acerca de la naturaleza de las entidades «denotadas»
por las letras del alfabeto. No obstante, si se usan del modo descri
to, puede decirse de ellas con propiedad que «están por números».
En realidad, decir de unas palabras que están por números (natura
les) es decir que se usan como numerales, esto es, que se usan del
modo descrito. De todos modos, la legitimidad, a su manera, de la
expresión «están por números» no debe llevamos a pensar que los
numerales sean similares a expresiones como «losa», «pilar» y
otras por el estilo, excepto en que las entidades «denotadas» no son
espacio-temporales. Si el uso de la expresión «está por números»
lleva a confusión de este modo, lo mejor sería recurrir a otra termi
nología, por ejemplo, que una expresión «juega el papel de un nu
meral». Este papel, según lo describe Wittgenstein, está palmaria
mente en fuerte contraste con el papel de expresiones como «losa»,
64 De varias maneras, se puede suponer que. Frege es aquí el blanco. Él es quien
insiste en considerar los números como objetos, y en preguntarse acerca de la naturale
za de estos objetos (insistiendo incluso en que podemos preguntamos si Julio César es
un número o no). Por otro lado, el famoso principio contextual de los Gnmdlagen der
Arithmetik (se debe preguntar por la significación de un signo sólo en el contexto de una
oración) y el énfasis que Frege pone particularmente en preguntarse cómo se aplican
realmente las expresiones numéricas están ambos presentes en el espíritu del debate de
Wittgenstein. Quizá la mejor manera de concebir la relación de Wittgenstein con Frege
aquí sea decir que Wittgenstein consideraría acertado el espíritu del principio contex
tual de Frege pero criticaría a Frege por utilizar «nombre de un objeto» como etiqueta
englobalotodo parausos del lenguaje que son «absolutamente diferentes» (§ 10).
* N. del. T. :En el texto original aparece aquí la palabra «numbers», no «numeráis»,
cuya traducción es «números», en vez de «numerales». Sin duda se trata de una errata
de la edición inglesa, pues es claro que Kripke está aquí hablando de numerales y no de
números.
«pilar», «bloque», en los juegos de lenguaje que describe en sus
secciones primeras (véase § 10).
Este caso constituye un buen ejemplo de varios aspectos de la
técnica de Wittgenstein en las Investigaciones. Una idea importante
en la filosofía de la matemática es brevemente sugerida, casi en
passant, casi escondida en una discusión general de la naturaleza
del lenguaje y de los «juegos de lenguaje»65. En el estilo discutido
arriba, Wittgenstein sugiere que una expresión como «está por un
número» es apropiada, pero es peligrosa si se toma para hacer una
cierta sugerencia metafísica. Es de sospechar que Wittgenstein está
negando que los numerales estén por entidades llamadas «núme
ros», en el sentido propuesto por los «platonistas». Lo más impor
tante para el propósito presente es que el caso ejemplifica las cues
tiones centrales que Wittgenstein quiere preguntar acerca del uso
del lenguaje. No busques «entidades» y «hechos» que se corres
pondan con aserciones numéricas; mira, en cambio, las circunstan
cias en que se hacen las proferencias que envuelven numerales, y la
utilidad de hacerlas en estas circunstancias.
El reemplazo de condiciones de verdad por condiciones de justi
ficación cumple un doble papel en las Investigaciones. Primero, ofre
ce una nueva aproximación a los problemas de cómo el lenguaje
posee significado, en contraste con la del Tractatus. Pero, segundo,
puede aplicarse para dar una explicación de las propias aserciones
acerca del significado, consideradas como aserciones dentro de nues
tro lenguaje. Recuérdese la conclusión escéptica de Wittgenstein:
ningún hecho, ninguna condición de verdad, se corresponde con
enunciados como «Jones quiere decir adición mediante “+”». (Las
65 Paul Benacerraf, en «What Numbers could not be», The Philosophicai Review,
vol. 74 (1963), pp. 47-73, véanse especialmente pp. 71-72, concluye con sugerencias
sorprendentemente similares a las de Wittgenstein, aunque mucha de su argumentación
precedente no encuentra paralelo directo en Wittgenstein. Es posible que una de las ra
zones por las que pasó desapercibido el parecido de las ideas de Benacerraf con una
porción bastante bien conocida de las Investigaciones sea la forma en passant en que
Wittgenstein introduce el asunto en la filosofía de la matemática dentro del contexto de
una discusión más general. (Aunque en este ensayo no asumo la labor de criticar a
Wittgenstein, me parece que se necesita una gran cantidad de trabajo adicional si se
desea defender la postura que aquí adopta, ya que la matemática, en su aparente trata
miento de los números como entidades, conlleva mucho más de lo que puede abarcarse
mediante el simple caso de contar. Quizá puede interpretarse que algunos autores pos
teriores tratan de llevar a cabo tal proyecto, pero no es mi cometido discutir aquí estos
asuntos).
presentes observaciones acerca del significado y el uso no proporcio
nan en sí mismas tales condiciones de verdad. De acuerdo con ellas,
Jones quiere decir ahora adición mediante «+» si en este momento
tiene intención de usar el signo «+» de una cierta manera, y quiere
decir cuadición, si tiene intención de usarlo de otra. Pero nada se
afirma que ilumine la cuestión de la naturaleza de dicha intención).
Ahora bien, si suponemos que los hechos, o las condiciones de
verdad, son parte esencial de la aserción significativa, se seguirá de
la conclusión escéptica que las aserciones de que alguien alguna
vez quiere decir algo con sus palabras carecen de significado. En
cambio, si aplicamos a estas aserciones las pruebas sugeridas en las
Investigaciones filosóficas, esta conclusión no se sigue. Todo lo
que se necesita para legitimar las aserciones de que alguien quiere
decir algo con sus palabras es que haya circunstancias aproximada
mente especificables en que esas aserciones sean legítimamente
aseverables, y que el juego de aseverarlas en tales condiciones des
empeñe un papel en nuestras vidas. No es precisa suposición algu
na de que «los hechos se corresponden» con esas aserciones.
Yo atribuiría, por tanto, la siguiente estructura aproximada a las
Investigaciones filosóficas (aunque las divisiones entre las partes
no son tajantes y son hasta cierto punto arbitrarias). Los §§ 1-137
ofrecen la refutación preliminar de la teoría del lenguaje del Trac
tatus y sugieren la concepción de trazo grueso con que Wittgens
tein se propone reemplazarla. Estas secciones aparecen en primer
lugar por más de una razón. Primera, el propio Wittgenstein había
encontrado antes natural e inevitable la teoría del Tractatus —Mal
colm dice que incluso en su etapa posterior la considera como la
única alternativa a su trabajo ulterior66— y a veces escribe como si
el lector fuera a inclinarse naturalmente hacia la teoría del Tracta
tus a menos que intervenga él personalmente para impedirlo. Así,
las secciones iniciales contienen una refutación, no sólo de las más
básicas y más aparentemente inevitables teorías del Tractatus (como
la de que significar es enunciar hechos), sino también de muchas de
sus doctrinas más especiales (como la de un ámbito especial de
«simples»)67. El contraste que traza Wittgenstein en estas secciones
relacionadas de otros autores (el modelo del lenguaje de «objeto y nombre», la concep
ción de las oraciones «como en correspondencia con hechos», etc.), aun cuando éstos
puedan tener ideas que difieren en los detalles de las del Tractatus. Desea poner en re
lación el debate, no sólo con sus propias ideas específicas, sino también con asuntos
más amplios.
tica acerca de las reglas, y el rechazo consiguiente de reglas priva
das, resulta suficientemente difícil de tragar en general, pero parece
especialmente antinatural en dos áreas. La primera es la matemáti
ca, objeto del grueso del debate precedente en este ensayo (y de
gran parte del de Wittgenstein en §§ 138-242). ¿Acaso no capto yo,
en matemática elemental, reglas como la de la adición que determi
nan todas sus aplicaciones futuras? ¿Es que no es inherente a la
naturaleza misma de tales reglas que, una vez que he captado una,
no tengo elección futura en cuanto a su aplicación? ¿No constituye
cualquier puesta en cuestión de estas aserciones una puesta en cues
tión de la demostración matemática misma? ¿Y no es la captación
de una regla matemática el logro en solitario de cada matemático
sin dependencia de interacción ninguna con una comunidad más
amplia? Cierto, puede que otros me hayan enseñado el concepto de
adición, pero actuaron sólo a modo de ayudas heurísticas para mi
consecución de un logro —la «captación del concepto» de adi
ción— que me pone en una relación especial con la función de
adición. Los platonistas han comparado la captación de un concep
to a un sentido especial, análogo a nuestro aparato sensorial ordina
rio, sólo que perceptor de entidades superiores. Pero la idea no re
quiere una teoría platónica especial de los objetos matemáticos. Se
basa en la observación — aparentemente obvia en cualquier con
cepción— de que al captar una regla matemática he logrado algo
que depende sólo de mi propio estado interno, y que es inmune a la
duda cartesiana acerca del entero mundo material externo68.
Otro caso que parece ser un contraejemplo obvio a la conclusión
de Wittgenstein es el de una sensación, o de una imagen mental.
¡No cabe duda de que puedo identificar a éstas después de haberlas
sentido, y que es irrelevante cualquier participación en una comu
nidad! Debido a que estos dos casos, la matemática y la experiencia
interna, parecen contraejemplos tan obvios a la idea de Wittgens-
68 Aunque las ideas de Wittgenstein sobre la matemática estuvieron sin duda influi
das por Brouwer, merece la pena señalar aquí que la filosofía de la matemática intuicio-
nista de Brouwer es, si acaso, más solipsista todavía que s\i rival «platonista» tradicio
nal. D e acuerdo con esta concepción, se puede idealizar la matemática como la actividad
aislada de un único matemático («sujeto creador») cuyos teoremas son aserciones acer
ca de sus propios estados mentales. El hecho de que los matemáticos formen una comu
nidad es irrelevante para los propósitos teóricos. (En realidad, se dice que Brouwer
mismo mantuvo misteriosas ideas «solipsistas» de que la comunicación es imposible.
Lo que he señalado se mantendría aun si dejásemos éstas últimas a un lado).
tein acerca de las reglas, Wittgenstein trata ambos en detalle. El
segundo caso se trata en las secciones siguientes a § 243. El prime
ro se trata en observaciones que Wittgenstein dejó sin preparar para
su publicación, pero de las que aparecen pasajes seleccionados en
las Observaciones sobre losfundamentos de la matemática y en otros
lugares. Wittgenstein cree que sólo si superamos nuestra fuerte in
clinación a ignorar sus conclusiones generales acerca de las reglas
podemos tener una visión adecuada de estas dos áreas. Por esta ra
zón, las conclusiones acerca de las reglas son de importancia cru
cial tanto para la filosofía de la matemática como para la filosofía
de la mente. Aunque en su estudio de las sensaciones, en § 243 y
siguientes, no se limite a citar simplemente sus conclusiones gene
rales sino que argumenta de nuevas este caso especial (lo mismo
hace para la matemática en otro lugar), si llamamos a § 243 y si
guientes «el argumento del lenguaje privado» y lo estudiamos de
modo aislado, separándolo del material precedente, sólo aumenta
remos nuestras dificultades para comprender un argumento ya de
por sí difícil. Wittgenstein tenía un plan de organización definido
cuando situó esta discusión en el lugar donde está.
Por supuesto, la división no es tajante. Las secciones iniciales
«anti-Tractatus» contienen varias anticipaciones de la «paradoja» de
§§ 138-24269, e incluso de su solución. Ejemplos de ello son las sec
ciones 28-36 y las 84-88. Incluso la misma sección primera de las
Investigaciones puede leerse, retrospectivamente, como anticipando
el problema70. De todos modos, estas anticipaciones, al ser alusiones
crípticas al problema en el contexto del debate de problemas anterio
res, no desarrollan por completo la paradoja y a menudo eliden el
punto principal en la presentación de otros puntos subsidiarios.
Consideremos primero la anticipación presente en las seccio
nes 84-88, especialmente en la 86, donde Wittgenstein introduce
69 Barry Stroud me recalcó este hecho, aunque soy yo el responsable de los ejem
plos y de la exposición en los párrafos que siguen.
70 Véase: «¿Pero cómo sabe dónde y cómo ha de buscar la palabra “rojo” y qué ha
de hacer con la palabra “cinco”? — Bueno, asumo que actúa del modo que he descrito,
Las explicaciones tienen un final en alguna parte» (§1). Retrospectivamente, esto es un
enunciado del punto básico de que yo sigo reglas «a ciegas», sin justificación alguna
para la elección que hago. Lo sugerido en esta sección, que no hay nada malo en esta
situación siempre que mi uso de «cinco», «rojo», etc., encaje dentro de un sistema
apropiado de actividades en la comunidad, anticipa la solución escéptica de Wittgens
tein, según expongo más abajo.
la ambigüedad de las reglas y la posibilidad de un regreso al infi
nito de «reglas para interpretar reglas». Conociendo el problema
central de las Investigaciones filosóficas, es fácil ver que en estas
secciones Wittgenstein se interesa por sacar dicho problema a la
luz, e incluso por aludir a parte de su acercamiento a una solución
(final de § 87: «El poste indicador está en orden si, en circunstan
cias normales, cumple su propósito»). En el contexto, sin embar
go, Wittgenstein hace que su paradoja profunda se difumine en
una cuestión mucho más sencilla — que, típicamente, los usos del
lenguaje no proporcionan una determinación precisa de su aplica
ción en todos los casos. (Véase el debate de los nombres en § 79,
«Uso el nombre [...] sin un significado fijo»; de la «silla» (?) en
§ 80; de «Estáte aproximadamente aquí» en § 88). Es verdad,
como dice Wittgenstein, que su paradoja muestra, entre otras co
sas, que toda explicación de una regla podría concebiblemente ser
malentendida, y que el uso del lenguaje aparentemente más preci
so no difiere, en este respecto, de usos «aproximados» o «inexac
tos» o «de textura abierta». De todas maneras, no hay duda de que
la verdadera cuestión de ,1a paradoja de Wittgenstein no es que la
regla de adición sea en cierto modo vaga o que deje indetermina
dos algunos casos de su aplicación. Al contrario, la palabra «más»
denota una función cuya determinación es completamente precisa
en esto no se asemeja a las nociones vagas expresadas por
«grande», «verde», y similares. La cuestión es el problema escép
tico, bosquejado arriba, de que lo que hay en mi cabeza deja sin
determinar qué función denota «más» según uso yo la palabra
(bien más, bien cuás), qué denota «verde» (bien verde, bien ver-
dul), y así sucesivamente. La observación usual, desligada de
cualquier escepticismo acerca del significado de «verde», de que
la propiedad del verdor está en sí misma sólo vagamente definida
para algunos casos, guarda, si acaso, relación lejana. En mi opi
nión, los argumentos escépticos de Wittgenstein no muestran, en
este sentido, de ninguna manera, que la función de adición esté
sólo vagamente definida. La función de adición — como destaca
ría Frege arroja un valor preciso para cada par de argumentos
numéricos. Esto no es más que un teorema de la aritmética. El
problema escéptico no indica vaguedad en el concepto de adición
(del modo como hay vaguedad en el concepto de verdor), ni va
guedad en la palabra «más», dando por descontado su significado
usual (del modo como es vaga la palabra «verde»). La cuestión
escéptica es otra cosa71.
En las secciones objeto de discusión, Wittgenstein está arguyen
do que cualquier explicación puede fracasar en su propósito: si de
hecho no fracasa, puede servir perfectamente, aun cuando los con
ceptos envueltos violen el requisito fregeano de «límites tajantes»
(§ 71). Véase § 88: «Si digo a alguien “Estáte aproximadamente
aquí”, ¿no puede esta explicación servir perfectamente? ¿Y no pue
de cualquier otra fracasar también?». Al menos dos asuntos están
aquí envueltos: lo ¡apropiado de la vaguedad, de las violaciones del
requisito fregeano<(en realidad Wittgenstein pone en duda que tal
requisito, en un sentido absoluto, esté bien definido); y una insi
nuación de la paradoja escéptica de la segunda porción (§§ 138-
242) de las Investigaciones. En el contexto donde se sitúa, la para
doja, presagiada brevemente, no se distingue con claridad de las
otras consideraciones acerca de la vaguedad y los límites tajantes.
El verdadero desarrollo del problema está todavía por venir.
Observaciones similares se aplican al debate de la definición os
tensiva en §§ 28-36, que forma parte de una discusión más amplia
acerca del nombrar, uno de los temas importantes de la primera por
ción (§ § 1-137) de las Investigaciones. Wittgenstein hace hincapié en
que las definiciones ostensivas son siempre en principio capaces de
ser malentendidas, incluso la definición ostensiva de una palabra de
color como «sepia». Cómo entiende la palabra una persona se revela
en el modo en que esa persona continúa, en «el uso que hace de la
palabra definida». Es posible continuar del modo correcto dada una
explicación mínima, mientras que, por otro lado, es posible continuar
de modo diferente por muchas aclaraciones que se añadan, ya que
éstas pueden ser también malentendidas (de nuevo una regla para
interpretar una regla; véanse especialmente §§ 28-29).
Gran parte del argumento de Wittgenstein va dirigido en contra
de la idea de una experiencia cualitativamente única, especial, que
73 Las críticas a las ideas anteriores acerca del «isomorfismo» son por tanto críticas
a un supuesto modo especial de obtener una única interpretación de una representación
mental. Para Wittgenstein, dadas sus ideas anteriores, las críticas a la noción de isomor
fismo son así, obviamente, de especial importancia para una puesta en escena de su
paradoja. Son relativamente menos importantes, como tal puesta en escena, para al
guien que'no esté tratando de dejar atrás este entorno especial.
74 Michael Dummett me recalcó este punto, aunque soy yo el responsable de su
formulación presente.
La solución escéptica de Wittgenstein concede al escéptico que
no existen «condiciones de verdad» ni «hechos correspondientes»
en el mundo que hagan verdadero a un enunciado como «Jones,
igual que muchos de nosotros, quiere decir adición mediante
“más”». Debemos, más bien, mirar cómo se usan tales aserciones.
¿Puede esto ser adecuado? ¿Acaso no llamamos «verdaderas» o
«falsas» a aserciones como la que acabamos de citar? ¿Es que no
podemos con propiedad anteponer a tales aserciones la expresión
«Es un hecho que» o «No es un hecho que»? Wittgenstein despacha
estas objeciones de modo escueto. Como muchos otros, Wittgens
tein acepta la teoría de la «redundancia» de la verdad: afirmar que
un enunciado es verdadero (o, presumiblemente, anteponerle «Es
un hecho que...») es simplemente afirmar el enunciado mismo, y
decir que no es verdadero es negarlo: (‘p ’ es verdadero = p). Sin
embargo, se podría objetar: (a) que sólo se llama «verdaderas» o
«falsas» a proferencias de ciertas formas — a las preguntas, por
ejemplo, no— y a éstas se les llama así precisamente porque pre
tenden enunciar hechos; (b) que precisamente las oraciones que
«enuncian hechos» pueden ocurrir como componentes de com
puestos veritativo-funcionales y su significado en tales compuestos
es difícil de explicar en términos sólo de condiciones de aseverabi-
lidad. También despacha esto Wittgenstein de modo escueto. Lla
mamos a algo una proposición, y por tanto verdadero o falso, cuan
do le aplicamos en nuestro lenguaje el cálculo de las funciones de
verdad. Es decir, es simplemente una parte primitiva de nuestro
juego de lenguaje, no susceptible de explicación más profunda, que
las funciones de verdad se aplican a ciertas oraciones. Para el propó
sito de la exposición presente, merece la pena señalar que las secciones
en las que Wittgenstein discute el concepto de verdad (§§ 134-137)
clausuran las secciones preliminares sobre el Tractatus y preceden
inmediatamente al debate de la paradoja escéptica. Ellas proporcio
nan el trabajo preparatorio final necesario para ese debate.
Por fin, nos podemos dirigir a la solución escéptica de Wittgens
tein y al argumento consiguiente contra las reglas «privadas». Tene
mos que ver en qué circunstancias se hacen las atribuciones de sig
nificado y qué papel juegan estas atribuciones en nuestras vidas.
Siguiendo la exhortación de Wittgenstein a mirar en lugar de pen
sar, no razonaremos a priori acerca del papel que tales enunciados
deben jugar; en cambio, averiguaremos qué circunstancias autori
zan realmente a hacer tales aserciones y qué papel cumple realmen
te esta autorización. Es importante darse cuenta de que no estamos
buscando condiciones necesarias y suficientes (condiciones de ver
dad) para seguir una regla, ni un análisis de en qué consiste tal segui
miento de una regla. En realidad, tales condiciones constituirían una
solución «directa» al problema escéptico, y han sido rechazadas.
En primer lugar, consideremos lo que es verdad acerca de una
persona tomada aisladamente. El hecho más obvio es uno que po
dría habérsenos escapado tras larga contemplación de la paradoja
escéptica. No inlfunde ésta terror ninguno en nuestras vidas cotidia
nas; ¡nadie duda realmente cuando se le pide una respuesta a un
problema de adición! Casi todos nosotros damos sin dudar la res
puesta «125» cuando se nos pregunta por la suma de 68 y 57, ¡sin
que se nos pase por la cabeza la posibilidad teórica de que podría
haber sido apropiada una regla cuasiforme! Y actuamos así sin jus
tificación. Naturalmente, si se nos pregunta por qué dijimos «125»,
la mayoría de nosotros aducirá que sumó 8 y 7 para obtener 15, que
anotó 5 y se llevó 1, y así sucesivamente. Pero entonces, ¿qué dire
mos si se nos pregunta por qué nos «llevamos» del modo como lo
hicimos? ¿No podríamos haber tenido en el pasado la intención de
que «llevarse» significase cuevai-se; donde «cuevarse» es...? La
idea toda del argumento escéptico es que al final alcanzamos un
nivel donde actuamos sin ninguna razón por cuya virtud podamos
justificar nuestra acción. Actuamos sin dudar, pero a ciegas.
Éste es, entonces, un caso importante de lo que Wittgenstein
llama hablar sin «justificación» («Rechtfertigung»), pero no «ilegí
timamente» («zu Unrecht»)15. Es parte de nuestro juego de lenguaje
de hablar de reglas el que un hablante pueda, sin dar al final justifi
cación alguna, seguir su propia segura inclinación de que este modo
(digamos, responder «125») es el modo correcto de responder, y no
algún otro (por ejemplo, responder «5»), Esto es, las «condiciones
75 Véase la nota 63. Nótese que en las Observaciones sobre los fundamentos ele la
matemática, V, § 33 [VE, § 40], Wittgenstein desarrolla este punto con respecto a su
problema general acerca de las reglas, la concordancia y la identidad, mientras que en
el pasaje paralelo de la Investigaciones filosóficas, § 289, se interesa por las declaracio
nes de dolor. Esto ilustra de nuevo la conexión de las ideas de Wittgenstein acerca del
lenguaje de sensación con el punto general acerca de las reglas. Nótese también que el
pasaje de las Ofin se encuentra subsumido en un contexto de filosofía de la matemática.
La conexión de los debates de Wittgenstein en tomo a la matemática con sus debates en
tomo a las sensaciones es otro de los temas del presente ensayo.
de aseverabilidad» que autorizan a un individuo a decir que, en una
ocasión dada, debe seguir su regla de este modo y no de aquél son,
al final, que él hace lo que está inclinado a hacer.
Lo importante acerca de este caso es que, si confinamos nuestra
atención a una sola persona, a sus estados psicológicos y su con
ducta extema, esto es lo más lejos que podemos llegar. Podemos
decir que actúa con confianza en cada aplicación de una regla; que
dice — sin justificación adicional— que el modo en que actúa, a
diferencia de algún modo cuasiforme alternativo, es el modo en que
ha de responderse. No hay circunstancias en las que podamos decir
que, aun si esa persona se inclina a decir «125», debería haber di
cho «5», o viceversa. Por definición, ella está autorizada a dar, sin
justificación adicional, la respuesta que tan natural e inevitable le
parece. ¿En qué circunstancias puede estar equivocada por, ponga
mos, seguir la regla equivocada? Ningún otro puede, con sólo es
crutar la mente y la conducta de esa persona, decir algo así como
«Ella se equivoca si no concuerda con sus propias intenciones pa
sadas». La idea toda del argumento escéptico era que no puede ha
ber hechos acerca de esa persona en cuya virtud concuerde o no con
sus intenciones. Todo lo que podemos decir, si consideramos una
sola persona aisladamente, es que nuestra práctica ordinaria le au
toriza a aplicar la regla del modo que le parece.
Pero, por supuesto, éste no es nuestro concepto usual de seguir
una regla. No ocurre de ninguna manera que, meramente porque
alguien piense que está siguiendo una regla, no quepa lugar para
juzgar que no la está siguiendo realmente. Alguien —un niño, un
individuo confundido por efecto de una droga— puede que piense
que está siguiendo una regla aun cuando esté en realidad actuando
al azar, sin concordar con regla alguna. Alternativamente, puede
que, bajo el influjo de una droga, actúe de repente en concordancia
con una regla cuasiforme, alejándose de sus intenciones primeras.
Si no pudiera nadie tener justificación alguna para decir de una
persona del primer tipo que su confianza en que está siguiendo al
guna regla está fuera de lugar, o de una persona del segundo tipo
que ya no concuerda con la regla que previamente había seguido,
poco contenido tendría nuestra idea de que una regla, o intención
pasada, obliga a elecciones futuras. Nos inclinamos a aceptar con
dicionales de un tipo tan crudo como «Si alguien quiere decir adi
ción mediante “+” entonces, si recuerda su intención pasada y de
sea conformarse a ella, cuando se le pregunte acerca de “68 + 57”,
responderá “ 125”». La cuestión es qué contenido sustantivo pueden
poseer tales condicionales.
Si nuestras consideraciones hasta la fecha son correctas, la res
puesta es que, si se considera una persona aisladamente, la noción
de una regla que guía a la persona que la adopta no puede poseer
ningún contenido sustantivo. No hay, hemos visto, ninguna condi
ción de verdad ni ningún hecho en cuya virtud pueda ocurrir que la
persona concuerde o no con sus intenciones pasadas. Mientras pen
semos que ella está siguiendo una regla «privadamente», y preste
mos por tanto atención sólo a sus condiciones de justificación, todo
lo que podemos decir es que está autorizada a seguir la regla como
le parezca. Por esto es por lo que Wittgenstein dice: «Creer que se
está obedeciendo una regla no es obedecerla. De ahí que no sea
posible obedecer una regla “privadamente”; en caso contrario, creer
que se estaba obedeciendo una regla sería lo mismo que obedecer
la» (§ 202).
La situación se hace muy diferente si nos permitimos ensanchar
nuestro horizonte y dejamos de contemplar al seguidor de reglas en
solitario para contemplarlo en interacción con una comunidad más
amplia. Habrá entonces otros que tendrán condiciones de justifica
ción para la atribución al sujeto de un seguimiento de regla correc
to o incorrecto, y éstas no consistirán simplemente en que ha de
aceptarse incondicionalmente la propia autoridad del sujeto. Consi
deremos el ejemplo de un niño pequeño que está aprendiendo a
sumar. Es obvio que su maestro no aceptará meramente cualquier
respuesta suya. Por el contrario, el niño debe satisfacer varias con
diciones para que el maestro le adscriba dominio del concepto de
adición. Primero, para números que sean lo bastante pequeños, el
niño debe dar, casi todo el tiempo, la respuesta «correcta». Si un niño
insiste en responder «7» a la pregunta «2 + 3», y «3» a «2 + 2»,
y comete varios otros errores elementales, el maestro le dirá: «No
estás sumando. O estás calculando otra función» — ¡supongo que,
en realidad, no le hablaría exactamente así a un niño!— «o, más
probablemente, no estás todavía siguiendo ninguna regla, sino sólo
dando cualquier respuesta aleatoria que te viene a la cabeza». Su
pongamos, empero, que el niño resuelve correctamente casi todos
los problemas de adición «pequeños». Con cálculos mayores, el
niño puede cometer más errores que con los problemas «pequeños»,
pero debe resolver correctamente un cierto número y, cuando se
equivoca, debe ser reconocible que está «intentando seguir» el pro
cedimiento apropiado, y no un procedimiento cuasiforme, a pesar
de que cometa errores. (Recordemos, el maestro no está juzgando
cuán fiable o diestro es el niño como sumador, sino si se puede
decir de él que esté siguiendo la regla de adición). Ahora bien, ¿qué
quiero decir cuando digo que el maestro juzga que, para ciertos
casos, el alumno debe dar la respuesta «correcta»? Lo que quiero
decir es que el maestro juzga que el niño ha dado la misma respues
ta que él mismo daría. De modo similar, cuando, dado un problema
con números mayores, digo que el maestro, para juzgar que el niño
está sumando, debe juzgar que está aplicando el procedimiento
«correcto» a pesar de que cometa errores, lo que quiero decir es que
el maestro juzga que el niño está aplicando el procedimiento que él
mismo se inclina a aplicar.
Algo parecido es verdad para los adultos. Si alguien que estimo
que ha estado calculando una función de adición normal (esto es,
alguien que estimo que cuando suma da la misma respuesta que yo
daría), de repente ofrece respuestas en concordancia con procedi
mientos que difieren de los míos de modo estrafalario, entonces
estimaré que algo tiene que haberle sucedido, y que ya no está si
guiendo la regla que seguía previamente. Si esto le sucede de forma
general, y sus respuestas me parecen prácticamente desprovistas de
pauta discemible alguna, estimaré que probablemente se ha vuelto
loco.
De aquí podemos discernir condiciones de aseverabildad aproxi
madas para una oración como «Jones quiere decir adición mediante
“más”». Jones está autorizado, sujeto a corrección de los demás, a
decir provisionalmente «Yo quiero decir adición mediante “más”»
siempre que posea el sentimiento de confianza — «¡ahora puedo
continuar!»— de que puede dar respuestas «correctas» en casos
nuevos. Y él está autorizado, de nuevo provisionalmente y sujeto a
corrección de los demás, a juzgar que una respuesta nueva es «co
rrecta» simplemente porque es la respuesta que se inclina a dar.
Estas inclinaciones (tanto la inclinación general de Jones de que
«ya lo tiene» como su inclinación particular a dar respuestas parti
culares a problemas de adición particulares) han de considerarse
como primitivas. No han de justificarse en términos de la habilidad
de Jones para interpretar sus propias intenciones ni en términos de
ninguna otra cosa. Pero Smith no tiene por qué aceptar la autoridad
de Jones sobre estas cuestiones: Smith estimará que Jones quiere
decir adición mediante «más» sólo si estima que las respuestas de
éste a problemas de adición particulares concuerdan con las que él,
Smith, se inclina a dar, o si, en caso de que esporádicamente no
concuerden, puede interpretar que Jones está por lo menos siguien
do el procedimiento correcto. (Si, ante problemas muy pequeños,
Jones da respuestas que no concuerdan con las que Smith se inclina
a dar, a éste le resultará difícil o imposible interpretar que Jones
está siguiendo el procedimiento apropiado. Y lo mismo sucederá en
caso de que las respuestas de Jones a problemas mayores sean de
masiado estrafalarias para ser errores de adición en el sentido nor
mal: por ejemplo, en caso de que responda «5» a «68 + 57»), Si
Jones da de modo consistente respuestas que no concuerdan (en
este sentido amplio) con las de Smith, éste estimará que aquél no
quiere decir adición mediante «más». Incluso si Jones sí quiso decir
eso en el pasado, la desviación presente justificará que Smith esti
me que ha dejado de hacerlo.
A veces, Smith, por recurso a alguna interpretación sustitutiva
alternativa de la palabra «más» de Jones, será capaz de ajustar las
respuestas de Jones a las suyas. Pero más a menudo, no lo será y se
inclinará a estimar que realmente Jones no está siguiendo regla al
guna en absoluto. En todo esto, se considera que las inclinaciones
de Smith son exactamente tan primitivas como las de Jones. De
ninguna manera somete Smith a prueba directamente la cuestión de
si Jones pudiera tener en su cabeza alguna regla que concuerde con
la que Smith tiene en la suya. Más bien, la idea es que, si en sufi
cientes casos concretos las inclinaciones de Jones concuerdan con
las de Smith, éste estimará que aquél está siguiendo verdaderamen
te la regla de adición.
Desde luego, si estuviésemos constreñidos a un parloteo de dis
cordancias, con Smith y Jones aseverando mutuamente el uno del
otro que están siguiendo la regla erróneamente, mientras los demás
discuerdan con los dos y todos entre sí, escaso interés tendría la
práctica que se acaba de describir. De hecho, nuestra comunidad
real es (aproximadamente) uniforme en sus prácticas con respecto
a la adición. La comunidad juzgará que un individuo que afirma
haber adquirido el concepto de adición lo ha adquirido efectiva
mente si sus repuestas particulares concuerdan con las de la comu
nidad en casos suficientes, especialmente en los simples (y si sus
respuestas «equivocadas» no son a menudo equivocadas de modo
estrafalario, como la de «5» ante «68 + 57», sino que parecen con
cordar con las nuestras en procedimiento, aun cuando cometa un
«error de cálculo»). A un individuo que pasa con éxito tales prue
bas se le admite en la comunidad como un sumador; a un individuo
que pasa con éxito tales pruebas en un número suficiente de casos
diversos se le admite como un hablante normal del lenguaje y un
miembro de la comunidad. A quienes se desvían se les corrige y se
les dice (usualmente de niños) que no han captado el concepto de
adición. Quien se desvía de forma incorregible en suficientes as
pectos simplemente no puede participar en la vida de la comunidad
ni en la comunicación.
Ahora bien, lo que la concepción general del lenguaje de Witt
genstein, según se bosquejó arriba, exige a una caracterización de
un tipo de proferencia es, no meramente que digamos en qué con
diciones puede hacerse una proferencia de ese tipo, sino además
que señalemos qué papel y qué utilidad en nuestras vidas pueden
adscribirse a la práctica de hacer este tipo de proferencia en tales
condiciones. De alguien distinto de nosotros decimos que sigue una
cierta regla cuando sus respuestas concuerdan con las nuestras y,
cuando no, lo negamos. ¿Pero cuál es la utilidad de esta práctica?
Su utilidad es evidente y puede sacarse a la luz si consideramos de
nuevo a un hombre que compre algo en la tienda. El cliente, cuando
trata con el tendero y pide cinco manzanas, espera que el tendero
cuente del mismo modo que él lo hace, no en concordancia con al
guna regla no-estándar estrafalaria. Y por eso, si sus negocios con
el tendero conllevan un cálculo, tal como el de «68 + 57», el cliente
espera que la respuesta del tendero concuerde con la suya. De
hecho, puede que encomiende el cálculo al tendero. Por supuesto,
puede que éste cometa errores al sumar; puede incluso que haga
cálculos fraudulentos. Pero mientras el cliente le atribuya la capta
ción del concepto de adición, esperará, al menos, que el tendero no
se comporte de modo estrafalario, que es lo que haría si siguiera
una regla cuasiforme. Y es posible esperar incluso que, en muchos
casos, el tendero ofrecerá la misma respuesta que habría dado el
propio cliente. Cuando dictaminardos que un niño ha adquirido la
regla de adición queremos decir que podemos confiar en que reac
cionará como lo hacemos nosotros en interacciones como la que se
acaba de mencionar entre tendero y cliente. Nuestras vidas enteras
dependen de incontables interacciones como ésas, y también del
«juego» de atribuir a los demás el dominio de ciertos conceptos o
reglas, mostrando así que esperamos que ellos se comporten como
lo hacemos nosotros.
Esta expectativa no se cumple infaliblemente. Impone una res
tricción substantiva sobre la conducta de cada individuo, y no es
compatible con toda y cualquier conducta que éste pueda escoger.
(Contrástese esto con el caso en que considerábamos una sola per
sona). La comunidad no juzgará que está siguiendo sus reglas un
individuo que se desvíe cuyas respuestas no concuerdan en casos
suficientes con las que ella misma proporciona. La comunidad pue
de incluso que juzgue que el individuo está loco y no sigue regla
coherente alguna. Cuando la comunidad niega de alguien que esté
siguiendo ciertas reglas, lo excluye de diversas transacciones como
la que tiene lugar entre el tendero y el cliente. La comunidad indica
que no puede fiarse de la conducta de este individuo en tales tran
sacciones.
Podemos reformular esto en términos de un mecanismo que ha
sido común en filosofía, la inversión de un condicional76. Por ejem
plo, es importante para nuestro concepto de causación que acepte
mos algún condicional como: «Si los acaecimientos de tipo A cau
san acaecimientos de tipo B, y si ocurre un acaecimiento e de tipo A,
entonces debe seguir un acaecimiento e’ de tipo B». Puesto así,
76 Como veremos inmediatamente, la inversión en este sentido es un mecanismo
para invertir prioridades. William James resumió su famosa teoría de las emociones
{The Principies o f Psychology, Henry Holt & Co., Nueva York, 1913, en 2 volúmenes
[Principios de Psicología, F.C.É., México, 1989]; capítulo 25 (vol. 2, 442-485), «The
Emotions») mediante la aserción: «[...] el [...] enunciado racional es que nos sentimos
apenados porque lloramos [...] no que lloramos [...] porque estamos apenados...»
(p. 450). Muchas filosofías pueden compendiarse crudamente (sin duda, de forma que
no es realmente exacta) mediante eslóganes de tipo similar: «No condenamos ciertos
actos porque sean inmorales; son inmorales porque los condenamos». «No aceptamos
la ley de contradicción porque sea una verdad necesaria; es una verdad necesaria porque
la aceptamos (por convención)». «El fuego y el calor no están constantemente unidos
porque el fuego cause calor; el fuego causa calor porque los dos están constantemente
unidos» (Hume). «No decimos todos 12 + 7 = 19 y cosas parecidas porque captemos el
concepto de adición; decimos que todos captamos el concepto de adición porque todos
decimos 12 + 7 = 19 y cosas parecidas» (Wittgenstein).
El mecanismo de inversión de un condicional a que se alude en el texto consigue el
efecto de invertir prioridades de un modo que congenia con tales eslóganes. Por lo que
a mí respecta, me parecen sospechosas las posturas filosóficas de los tipos ilustrados por
los eslóganes, sean o no formuladas de manera tan cruda.
parece que la aceptación del condicional nos compromete con una
creencia en un nexo tal que, en el supuesto de que se dé la conexión
causal entre tipos de acaecimiento, la ocurrencia del primer acaeci
miento e hace necesario (por el cumplimiento del antecedente del
condicional) que deba darse un acaecimiento e ’ de tipo B. Los hu
méanos, naturalmente, niegan la existencia de dicho nexo. ¿Cómo
leen ellos el condicional? Esencialmente, se concentran en las con
diciones de aseverabilidad que tiene una forma contrapuesta del
condicional. No es que ciertas condiciones antecedentes hagan ne
cesario que tenga que tener lugar algún acaecimiento e ’; más bien,
el condicional nos compromete, siempre que sepamos que ocurre
un acaecimiento e de tipo A y no es seguido por un acaecimiento de
tipo B, a negar que haya una conexión causal entre los dos tipos
de acaecimiento. Si hicimos tal afirmación, debemos ahora retirar
la. Aunque un condicional es equivalente a su contrapuesto, con
centrarse en el contrapuesto es invertir nuestras prioridades. En vez
de ver las conexiones causales como primarias, de las que «fluyen»
regularidades observadas, el humeano, por el contrario, ve la regu
laridad como primaria, y ■ —mirando la cuestión contrapuestamen
te—■observa que retiramos una hipótesis causal cuando la regulari
dad correspondiente posee un contraejemplo seguro.
Una inversión similar se utiliza en el caso presente. Es esencial
para nuestro concepto de una regla que mantengamos algún condi
cional como «Si Jones quiere decir adición mediante “+”, entonces
si se le pregunta por “68 + 57”, replicará “ 125”». (En realidad, de
berían añadirse muchas cláusulas al antecedente para hacerlo es
trictamente correcto, pero para los propósitos presentes dejémoslo
en esta forma aproximada). Igual que en el caso causal, el condicio
nal, según es enunciado, hace parecer que se da algún estado men
tal en Jones que garantiza su realización de adiciones particulares
como la de «68 + 57» —justo lo que niega el argumento escéptico.
La concepción de Wittgenstein de lo que es la situación verdadera
se concentra en el contrapuesto y en las condiciones de justifica
ción. Si Jones no responde «125» cuando se le pregunta acerca de
«68 + 57», no podemos aseverar que quiere decir adición mediante
«+». En realidad, claro está, esto no es estrictamente verdadero,
porque nuestra formulación del cbndicional es demasiado poco
precisa; deben añadirse otras condiciones al antecedente para ha
cerlo verdadero. Según se enuncia el condicional, ni siquiera se
toma en consideración la posibilidad del error al calcular, y hay
muchas complicaciones que no son fáciles de explicar en detalle,
Queda el hecho de que si adscribimos a Jones el concepto conven
cional de adición, no esperamos que exhiba una pauta de conducta
estrafalaria cuasiforme. Mediante tal condicional no queremos de
cir, según la idea wittgensteiniana, que cualquier estado de Jones
garantice su conducta correcta. Más bien, al aseverar tal condicio
nal nos comprometemos, si en el futuro Jones se comporta de for
m a suficientemente estrafalaria (y en suficientes ocasiones), a no
persistir ya más en nuestra aserción de que está siguiendo la regla
convencional dejadición.
El condicional aproximado expresa así una restricción sobre el
juego vigente en la comunidad de atribuir a uno de sus miembros la
captación de un cierto concepto: si el individuo en cuestión ya no
se conforma a lo que la comunidad haría en estas circunstancias, la
comunidad no puede ya seguir atribuyéndole el concepto. Cuando
jugamos a este juego y atribuimos conceptos a individuos hacemos
algo de importancia, aun a pesar de que no describamos ningún
«estado» especial de sus mentes. Los acogemos provisionalmente
en la comunidad, mientras no los excluya una conducta desviada
ulterior. En la práctica, tal conducta desviada raramente ocurre.
Es, entonces, en tal descripción del juego de atribución de con
ceptos en lo-que consiste la solución escéptica de Wittgenstein. Ella
proporciona tanto condiciones de justificación para la atribución de
conceptos a los demás como una explicación de la utilidad de este
juego en nuestras vidas. En términos de esta explicación, podemos
debatir brevemente tres,de los conceptos claves de Wittgenstein.
Primero, la concordancia. El «juego» entero que hemos descrito
— que la comunidad atribuye un concepto a un individuo mientras
éste exhiba conformidad suficiente, en circunstancias de prueba,
con la conducta de la comunidad— perdería su sentido fuera de una
comunidad que concuerde generalmente en sus prácticas. Si ante la
petición de calcular «68 + 57», una persona respondiese «125»,
otra «5» y otra «13»; si no hubiese concordancia general en las
respuestas d éla comunidad, el juego de atribuir conceptos a indivi
duos — según lo hemos descrito— no podría existir. De hecho, por
supuesto, hay concordancia considerable, y raramente ocurre una
conducta desviada cuasiforme. Errores y discordancias sí ocurren,
pero eso es otra cuestión. El hecho es que, dejando a mi lado casos
extremos de ineducabilidad o de locura, casi todos nosotros respon
demos, tras adiestramiento suficiente, con aproximadamente los
mismos procedimientos a problemas concretos de adición. Respon
demos sin dudar a problemas como «68 + 57», considerando nues
tro procedimiento como el único comprensible (véanse, por ejem
plo, §§ 219,231, 238), y concordamos en las respuestas que damos
sin dudar. En la concepción de Wittgenstein, tal concordancia es
esencial para nuestro juego de adscribimos reglas y conceptos unos
a otros (véase § 240).
El conjunto de respuestas en las que concordamos, y el modo
como se entretejen con nuestras actividades, es nuestra forma de
vida. Seres que concordaran en dar consistentemente respuestas es
trafalarias cuasiformes compartirían otra forma de vida. Por defini
ción, esta otra forma de vida sería estrafalaria e incomprensible
para nosotros. («Si un león pudiera hablar, no podríamos entender
le» (p. 223)). No obstante, si podemos imaginar la posibilidad abs
tracta de otra forma de vida (y ningún argumento a priori parecería
excluirla), los miembros de una comunidad que compartieran tal
forma de vida cuasiforme podrían jugar al juego de atribuirse re
glas y conceptos unos a otros, como hacemos nosotros. En tal co
munidad, se diría que alguien sigue una regla mientras concordara
en sus respuestas con las respuestas (cMariformes) dadas por los
miembros de esa comunidad. Wittgenstein resalta la importancia
de la concordancia, y de una forma de vida compartida, para la so
lución de su problema escéptico en los párrafos donde concluye la
sección central de las Investigaciones filosóficas (§§ 240-242;
véase también el debate de la concordancia en pp. 225-227).
En la concepción de Wittgenstein ,se excluye un cierto tipo de
explicación tradicional (y abrumadoramente natural) de nuestra
forma de vida compartida. No podemos decir que todos responde
mos como lo hacemos a «68 + 57» porque todos captemos el con
cepto de adición de la misma manera, que compartimos respuestas
comunes a problemas de adición particulares porque compartamos
un concepto común de adición. (Frege, por ejemplo, habría refren
dado tal explicación, pero no hace falta ser un filósofo para encon
trarla obvia y natural). Para Wittgenstein, una «explicación» de este
género ignora su tratamiento de la-paradoja escéptica y la solución
de la misma. No hay hecho objetivo — de que todos queremos decir
adición mediante «+», o ni siquiera de que un individuo dado lo
quiere decir-—■que explique nuestra concordancia en casos particu
lares. Más bien, nuestra autorización para afirmar los míos de los
otros que queremos decir adición mediante «+» es parte de im «jue
go de lenguaje» que se sostiene a sí mismo sólo debido al hecho
bruto de que generalmente concordamos. (Nada acerca de la «cap
tación de conceptos» garantiza que no fallará mañana). Puede o no
que algún día se dé una explicación a nivel neurofisiológico de las
uniformidades aproximadas en nuestra conducta aritmética, pero
dicha explicación no está aquí en cuestión77. Nótese de nuevo la
analogía con el] caso hume ano. Ingenuamente, pudiéramos querer
explicar la concomitancia observada del fuego y el calor mediante
un «poder» causal poseído por el fuego, productor de calor. El hu
mearlo alega que todo uso semejante de poderes causales para ex
plicar la regularidad es carente de sentido. Más bien, jugamos a un
juego de lenguaje que nos permite atribuir semejante poder causal
al fuego mientras se mantenga la regularidad. La regularidad debe
tomarse como un hecho bruto. Así también para Wittgenstein
(p. 226): «Lo que tiene que aceptarse, lo dado, son... formas de
vida»78.
¿Cómo la idea aquí bosquejada liberaliza el argumento del lenguaje privado según
es desarrollado en el texto? En el texto argüíamos que, para cada regla particular, los
condicionales de la forma «si Jones sigue la regla, en este caso Jones hará...» deben
contraponerse, si es que han de servir para algo. Si la comunidad encuentra que en este
caso Jones no está haciendo.]., Jones no está siguiendo la regla. Sólo en este modo «in
verso» tiene sentido la noción de mi conducta en tanto que «guiada» por la regla. Así,
para cada regla debe haber una «comprobación externa» de si estoy siguiéndola en un
caso dado. Quizá haya que interpretar que § 202 afirma esto. Pero esto significa que la
comunidad debe tener un modo de discernir (un «criterio») si la regla está siendo segui
da en un caso dado, que utiliza para juzgar cuál es el dominio que el hablante tiene de
la regla. Este criterio no puede ser simplemente la propia inclinación sincera del hablan
te a seguir la regla de un cierto modo — si lo fuese, el condicional carece de contenido.
Esta condición parece satisfacerse incluso en los casos donde la comunidad, una vez
que da por bueno que el hablante ha adquirido dominio del lenguaje, admite que la
proferencia sincera del hablante sea un (o el) criterio para su corrección (véase la nota 82).
En cambio, la versión liberal permite que, una vez que es aceptado en la comunidad un
hablante cuyo dominio de varias reglas ha sido juzgado por aplicación de criterios,
pueda haber algunas reglas cuyo dominio por el hablante no puede comprobarse de
ninguna manera por los demás, pero que se presume que el hablante posee simplemen
te p o í pertenecer a la comunidad. Es, sencillamente, un rasgo primitivo del juego de
lenguaje. ¿Por qué no debiera permitir Wittgenstein juegos de lenguaje como éste?
Lamento haber discutido este asunto tan brevemente, en una nota. Hubo un momen
to en que pensé presentar la idea «liberal» aquí bosquejada como la doctrina wittgens-
teiniana «oficial», lo cual habría propiciado una mayor longitud de la exposición en el
texto. Sin duda, es la idea que Wittgenstein debería haber adoptado de acuerdo con el
eslogan «¡No pienses, mira!», y es realmente compatible con su ataque al lenguaje pri
vado. A l escribir la versión final de este ensayo, sin embargo, me asaltó la preocupación
de que pasajes como § 244 y §§ 256-257 son enormemente engañosos a menos que
Wittgenstein mantenga una postura más fuerte.
(Tras escribir lo que precede, encontré que Malcolm, en su Thought andKnowledge
(Comell University Press, Ithaca y Londres, 1977, pp. 218), escribe (p. 101), «los filó
sofos a veces leen la insistencia de Wittgenstein en que hay un vínculo entre los enun
ciados de sensación y las expresiones primitivas naturales de sensación en la conducta
humana como si implicara que hay una contrapartida conductual, no verbal, natural
para todo enunciado de sensación. Wittgenstein no quiso decir esto, y obviamente no es
verdad». Estoy de acuerdo en que no es verdad. Y pienso que no lo es ni siquiera para
declaraciones simples que invocan lo que podríamos llamar «nombres» de sensaciones,
(«tengo la sensación S»). ¿Pero ■ — lo que es una cuestión aparte—• quiso Wittgenstein
decir esto? A mí me parece que incluso algunas de las exposiciones previas del propio
Malcolm acerca de Wittgenstein han dado (¿sin intención?) la impresión de que si lo
quiso decir, al menos para declaraciones simples que invocan «nombres de sensacio
nes». Yo mismo he dudado sobre esta cuestión. Fuese o no esto lo que Wittgenstein
quiso decir, sí creo que la esencia de sus doctrinas puede ser capturada sin comprome
terse con una afirmación tan fuerte).
exigencia basada en una generalización a partir del uso de «mesa».
Ningún paradigma a priori de cómo deben aplicarse los conceptos
gobierna todas las formas de vida, ni siquiera nuestra propia forma
de vida. Nuestro juego de atribuir conceptos a los demás depende
de la concordancia. Sucede que, en el caso de adscribir lenguaje de
sensación, esta concordancia opera en parte mediante «criterios ex
ternos» para declaraciones en primera persona. No se requiere
«justificación» o «explicación» adicional de este procedimiento;
simplemente viene dado como el modo en que alcanzamos concor
dancia aquí. El importante papel que desempeña en nuestras vidas
la práctica de atribuir conceptos de sensación a los demás es evi
dente. Si atribuyo a alguien dominio del término «dolor», su profe
rencia sincera de «tengo dolor», aun en ausencia de otros signos de
dolor, basta para inducirme a sentir pena por él, a intentar ayudarle,
y a cosas por el estilo (o de estilo opuesto, si soy un sádico); y lo
mismo ocurre en otros casos.
Comparemos con el caso de la matemática. Los enunciados ma
temáticos no son generalmente acerca de entidades palpables: si
realmente ha de considerarse que son acerca de «entidades», estas
«entidades» son generalmente objetos eternos, suprasensibles. Y a
menudo los enunciados matemáticos son acerca del infinito. Aun
una verdad matemática tan elemental como la de que cualesquiera
dos enteros tienen una única suma (implícitamente aceptada, quizá,
por todo el que haya adquirido dominio del concepto de adición, y,
en cualquier caso, explícitamente aceptada como una propiedad bá
sica de ese concepto por quienes poseen una elemental sofistica
ción) es una aserción acerca de una cantidad infinita de casos. Esto
mismo es todavía más cierto con respecto a la ley «conmutativa»,
que x + y = y + x, para todo x e y. Ahora bien, ¿cómo opera la con
cordancia en el caso de la matemática? ¿Cómo juzgamos que al
guien ha adquirido dominio de diversos conceptos matemáticos?
Nuestro juicio, como es habitual, surge del hecho de que el sujeto
concuerda con nosotros en suficientes casos particulares de juicios
matemáticos (y que, aun si no concuerda, estamos operando con un
procedimiento común). No comparamos su mente con alguna rea
lidad infinita suprasensible: hemos visto por medio de la paradoja
escéptica que esto no sirve de ayuda cuando nos preguntamos, por
ejemplo, si -ha adquirido dominio del concepto de adición. Más
bien, comprobamos sus respuestas observables a problemas parti
culares de adición para ver si sus respuestas concuerdan con las
nuestras. En áreas más sofisticadas de la matemática, él y nosotros
aceptamos diversos enunciados matemáticos sobre la base de la
prueba; y entre las condiciones que exigimos para atribuirle el do
minio de nuestros conceptos matemáticos está su concordancia ge
neral con nosotros acerca de qué considera como prueba. Aquí las
«pruebas» no son objetos abstractos confinados en un cielo mate
mático (pongamos, largas pruebas en un sistema formal como el de
los Principia). Son fenómenos concretos visibles (o audibles o pal
pables) —marcas o diagramas en papel, proferencias inteligibles.
Las pruebas en este] sentido no sólo son objetos finitos; son además
lo bastante cortas f claras como para que yo sea capaz de juzgar
con respecto a la prueba de otra persona si también yo la conside
raría como prueba. Por esto es por lo que Wittgenstein hace hin
capié en que la prueba debe ser inspeccionable. Debe ser inspec
cio n are para poderla usar como base de la concordancia en los
juicios.
Esta comparación ilumina la observación de Wittgenstein de
que «El finitismo y el conductismo son tendencias muy similares.
Ambas dicen: pero, sin duda, todo lo que tenemos aquí es... Ambas
niegan la existencia de algo, ambas con la idea de escapar a una
confusión» (Observaciones sobre los fundamentos de la matemáti
ca, p. 63 [II, § 61]). ¿De qué modo son «muy similares» las dos
tendencias? El finitista se da cuenta de que, aunque los enunciados
y conceptos matemáticos puede que sean acerca del infinito (por
ejemplo, captar la función «+» es captar una tabla infinita), los cri
terios para atribuir tales funciones a los demás deben ser «finitos»,
verdaderamente «inspeccionables» ■ —por ejemplo, atribuimos do
minio del concepto de adición a un niño por su concordancia con
nosotros en un número finito de casos de la tabla de adición—■.De
igual manera, aunque el lenguaje de sensación puede que sea acer
ca de estados «internos», el conductista afirma correctamente que
la atribución de conceptos de sensación a los demás descansa sobre
criterios públicamente observables (y por tanto conductuales). Ade
más, el finitista y el conductista tienen razón al negar que la rela
ción entre el lenguaje matemático del infinito o el psicológico de lo
interno y sus criterios «finitos» o «externos» sea un producto ad
venticio de la fragilidad humana, del que se podría prescindir si se
contase con una explicación de la «esencia» del lenguaje matemá
tico o de sensación. Sin embargo, los finitistas matemáticos y los
conductistas psicológicos dan pasos innecesarios paralelos al negar
la legitimidad de hablar de objetos matemáticos infinitos o de esta
dos internos. Los conductistas o condenan el hablar de estados
mentales por carente de significado o por ilegítimo, o intentan de
finirlo en términos de conducta. Los finitistas, de forma semejante,
consideran la parte infinitista de la matemática como carente de
significado. Tales opiniones están equivocadas: son intentos de re
pudiar nuestro juego de lenguaje normal y corriente. En dicho jue
go se nos permite, para ciertos propósitos, aseverar enunciados
acerca de estados «internos» o de funciones matemáticas en ciertas
circunstancias. Aunque los criterios para juzgar que tales enuncia
dos son introducidos legítimamente sean realmente conductuales
(o finitos), los enunciados finitos o conductuales no pueden reem
plazar el papel que aquéllos desempeñan en nuestro lenguaje tal
como lo utilizamos.
Resumamos, entonces, el «argumento del lenguaje privado» se
gún se presenta en este ensayo. (1) Todos nosotros suponemos que
nuestro lenguaje expresa conceptos — «dolor», «más», «rojo»— de
tal manera que, una vez que yo «capto» el concepto, todas sus apli
caciones futuras están determinadas (en el sentido de estar unívoca
mente justificadas por el concepto captado). De hecho, parece que
sea lo que sea lo que esté en mi mente en un momento dado, soy
libre de interpretarlo de diferentes maneras en el futuro —por ejem
plo, podría seguir al escéptico e interpretar «más» como «cuás». En
particular, este punto se aplica si dirijo mi atención a una sensación
y la nombro; nada de lo que he hecho determina aplicaciones futu
ras (en el sentido justificativo de arriba). El escepticismo de Witt
genstein acerca de la determinación del uso futuro por los conteni
dos pasados de mi mente es análogo al escepticismo de Hume
acerca de la determinación del futuro por el pasado (causal e infe-
rencialmente). (2) La paradoja sólo puede resolverse mediante una
«solución escéptica de estas dudas», en el sentido clásico de Hume.
Esto significa que hay que abandonar el intento de encontrar hecho
alguno acerca de mí en cuya virtud yo quiera decir más en vez de
cuás*, y deba entonces continuar de una cierta manera. En su lugar,
* N. delT.: En el texto original, (los términos del inglés,p lu s y qitus, de los que son
traducción) más y cuás ocurren entrecomillados en esta oración («más» [«plus»] y
«euás» [«quus»]). Pero se trata sin duda de una errata, pues Kripke no está hablando de
hay que considerar cómo usamos realmente: (i) la aserción categó
rica de que un individuo está siguiendo una regla dada (de que él
quiere decir adición mediante «más»); (ii) la aserción condicional
de que «si un individuo sigue tal y cual regla, debe hacer esto y
aquello en una ocasión dada» (por ejemplo, «si quiere decir adición
mediante “+”, su respuesta a “68 + 57” debe ser “ 125”»). Es decir,
hay que fijarse en las circunstancias en que se introducen estas
aserciones en el discurso, y el papel y la utilidad de las mismas en
nuestras vidas. (3) Mientras consideremos a un solo individuo ais
ladamente, todo lo que podemos decir es esto: un individuo sí posee
a menudo la experiencia de tener la confianza de que ha «pillado»
una cierta regla (a veces, de que la ha captado «en un fogonazo»).
Es un hecho empírico que, tras esa experiencia, los individuos a
menudo tienen disposición a dar respuestas en casos concretos con
la completa confianza de que proceder de este modo es «lo que se
pretendía». No podemos, sin embargo, sobre esta base, avanzar más
en la explicación del uso de los condicionales tipificados por (ii).
Por supuesto, hablando disposicionalmente, el sujeto está realmen
te determinado a responder de una cierta manera a, pongamos, un
problema de adición dado. Dicha disposición, junto con el «senti
miento de confianza» apropiado, podría estar presente, no obstante,
aun si el sujeto no estuviese siguiendo realmente una regla en abso
luto, o aun si estuviese haciendo la cosa «equivocada». El elemento
justificativo de nuestro uso de condicionales como los tipificados
por (ii) queda inexplicado. (4) Si tenemos en cuenta el hecho de que
el individuo está en una comunidad, el panorama cambia y el papel
de (i) y (ii) se hace patente. Cuando la comunidad acepta un condi
cional particular de tipo (ii), acepta su forma contrapuesta: el que
un individuo no dé las respuestas particulares que la comunidad
considera correctas lleva a la comunidad a suponer que el individuo
no está siguiendo la regla. Por otro lado, si un individuo pasa sufi
cientes pruebas, la comunidad (refrendando aserciones de la forma
(i)) le acepta como un seguidor de reglas, capacitándolo así para
participar en ciertos tipos de interacciones con sus miembros que
dependen de la confianza que a éstos merecen sus respuestas. Nó
tese que esta solución explica cómo se introducen en el lenguaje las
los términos mismos, sino de sus significados, de las funciones de adición y cuadición.
Por eso, he suprimido las comillas.
aserciones de (i) y (ii); no da condiciones para que estos enunciados
sean verdaderos. (5) El éxito de las prácticas de (3) depende del
hecho empírico bruto de que concordamos unos con otros en nues
tras respuestas. Dado el argumento escéptico de (1), este éxito no se
puede explicar por «el hecho de que todos captamos los mismos
conceptos». (6) Tal como Hume pensaba que había demostrado que
la relación causal entre dos acaecimientos es ininteligible a menos
que sean subsumidos bajo una regularidad, así también Wittgens
tein pensaba que las consideraciones de (2) y (3) muestran que todo
hablar de un individuo seguidor de reglas hace referencia a él en
tanto que miembro de una comunidad, como en (3). En particular,
para que los condicionales del tipo (ii) tengan sentido, la comuni
dad debe ser capaz de juzgar si un individuo está verdaderamente
siguiendo una determinada regla en aplicaciones particulares; es
decir, si sus respuestas concuerdan con las de la comunidad. En el
caso de las declaraciones de sensaciones, el modo como la comuni
dad juzga esto es mediante la observación de la conducta del indi
viduo y de las circunstancias en derredor.
Unos pocos puntos deben tenerse en cuenta, a modo de conclu
sión, con respecto al argumento. Primero, siguiendo a § 243, un
«lenguaje privado» se define usualmente como un lenguaje que es
lógicamente imposible que sea entendido por nadie más que por un
individuo. El argumento del lenguaje privado es visto como un ar
gumento en contra de la posibilidad de un lenguaje privado en este
sentido. Esta concepción no es errónea, pero me da la impresión de
que el énfasis está algo mal colocado. Lo que realmente se niega es
lo que podría llamarse el «modelo privado» de seguir una regla, que
la noción de que una persona sigue yna regla dada haya de ser ana
lizada simplemente en términos de hechos acerca del seguidor de la
regla y sólo de él, sin referencia a su pertenencia a una comunidad
más amplia. (Del mismo modo, lo que Hume niega es el modelo
privado de causación: que el que un acaecimiento cause otro depen
da de la relación entre estos dos acaecimientos solos, sin referencia
a su subsunción bajo tipos de acaecimiento más amplios). La impo
sibilidad de un lenguaje privado en el sentido que se acaba de defi
nir sí se sigue realmente a partir de la incorrección del modelo pri
vado para el lenguaje y las reglas, ya que el seguir una regla en un
«lenguaje privado» sólo podría analizarse mediante un modelo pri
vado, pero la incorrección del modelo privado es más básica, pues
to que se aplica a toda regla. Considero que todo esto es lo que se
trata de establecer en § 202.
¿Significa esto que de Robinson Crusoe, aislado en una isla, no
se puede decir que siga regla alguna, sea lo que sea lo que haga?8,1
No veo que se siga tal cosa. Lo que sí se sigue es que si pensamos
que Crusoe está siguiendo reglas, le estamos acogiendo en nuestra
comunidad y le estamos aplicando nuestros criterios para el segui
miento de reglas85. La falsedad del modelo privado no tiene por qué
significar que de un individuo físicamente aislado no se pueda de
cir que siga regijas; sino, más bien, que de un individuo, aislada
mente considerado (esté o no aislado físicamente), no se puede de
cir que las siga. Recordemos que la teoría de Wittgenstem lo es de
condiciones de aseverabilidad. Nuestra comunidad puede aseverar
de cualquier individuo que sigue una regla si pasa las pruebas para
el seguimiento de reglas que se aplican a todo miembro de la comu
nidad.
Por último, merece resaltarse el punto que acabo de indicar en el
último párrafo, que la teoría de Wittgenstein lo es de condiciones de
aseverabilidad. La teoría de Wittgenstein no debe confundirse con
una teoría según la cual, para cualquier m y n, el valor de la función
que queremos decir mediante «más» es (por definición) el valor que
(casi) toda la comunidad lingüística daría como respuesta. Dicha teo
ría sería una teoría de las condiciones de verdad de aserciones como
«Mediante “más” queremos decir tal y cual función», o «Mediante
“más” queremos decir una función que, cuando se aplica tomando
como argumentos a 68 y 57, arroja el valor 125». (Una totalidad ex-
84 Véase el bien conocido debate entre A. J. Ayer y Rush Rhees que lleva por título
«Can there be a Prívate Language?» [«¿Puede haber un lenguaje privado?»] (véase la
nota 47). Ambos participantes en el debate asumen que el «argumento del lenguaje
privado» excluye a Crusoe del lenguaje. Ayer considera que este supuesto hecho resulta
fatal para el argumento de Wittgenstein, mientras que Rhees considera que resulta fatal
para el lenguaje de Crusoe. Otros, al señalar que un «lenguaje privado» es uno que los
demás no pueden entender (véase el párrafo precedente del texto principal), no encuen
tran razón para pensar que el «argumento del lenguaje privado» tenga nada que ver con
Crusoe (siempre que pudiéramos entender su lenguaje). M i propia posición sobre este
asunto, según he explicado muy brevemente en el texto, difiere en alguna medida de
todas estas opiniones.
85 De tener Wittgenstein algún problema con Crusoe, sería quizá el de si poseemos
algún «derecho» a acogerlo así en nuestra comunidad y a atribuirle nuestras reglas.
Véase la discusión de Wittgenstein de una cuestión algo similar en §§ 199-200, y su
conclusión: «¿Nos inclinaríamos todavía a decir que estaban jugando a un juego? ¿Qué
derecho habría a decir tal cosa?»
haustiva infinita de condiciones específicas de la segunda forma de
terminaría qué función se quería decir, y por tanto determinaría una
condición de la primera forma). La teoría aseveraría que 125 es el
valor de la función significada para los argumentos dados, si y sólo
si «125» es la respuesta que casi todo el mundo daría, dados estos
argumentos. De este modo, la teoría sería una versión social, o de
ámbito comunitario, de la teoría disposicional, y estaría abierta a al
menos algunas de las mismas críticas que la versión original. A mi
entender, Wittgenstein niega que él mantenga idea semejante, por
ejemplo, en Observaciones sobre los fundamentos de la matemática,
X § 33 [VII, § 40]: «¿Significa esto, por ejemplo, que la definición
de lo mismo sería ésta: mismo es lo que todos los seres humanos, o su
mayoría, [...] consideran lo mismo?—Por supuesto que no»86. (Véase
también investigaciones filosóficas, p. 226: «Ciertamente las propo
siciones “Los seres humanos creen que dos veces dos es cuatro” y
“Dos veces dos es cuatro” no significan lo mismo». Y véanse tam
bién §§ 240-241). Es preciso tener firmemente en cuenta que Witt
genstein no tiene una teoría de las condiciones de verdad — condicio
nes necesarias y suficientes—•para la corrección de una respuesta en
lugar de otra a un problema nuevo de adición. Por el contrario, sim
plemente señala que cada uno de nosotros calcula automáticamente
problemas nuevos de adición (sin sentir la necesidad de comprobar
con la comunidad si nuestro proceder es apropiado); que la comuni
dad se siente autorizada a corregir cálculos desviados; que en la prác
tica tal desviación es rara, y así sucesivamente. Wittgenstein piensa que
estas observaciones acerca de las condiciones suficientes para la aser
ción justificada bastan para iluminar el papel y la utilidad en nuestras
vidas de la aserción acerca del significado y acerca de la determina
ción de respuestas nuevas. Lo que se sigue de estas condiciones de
aseverabilidad no es que la respuesta que todo el mundo da a un pro
blema de adición es, por definición, la correcta; sino más bien, la
trivialidad de que, si todo el mundo concuerda en una cierta respues
ta, entonces nadie se sentirá justificado para llamarla errónea87.
ta es correcta si y sólo si concuerda con la de los demás. Pero incluso si tanto el escép
tico como yo aceptamos de antemano este criterio, ¿no podría mantener el escéptico
que igual que yo estaba equivocado acerca de lo que significaba «+» en el pasado, tam
bién estaba equivocado acerca de «concuerda»? En realidad, el intento de reducir la
regla de adición a otra regla — «¡Responde a un problema de adición exactamente como
lo hacen los demás!»— se ve tan obstaculizado por la severa crítica de Wittgenstein a
«una regla para interpretar una regla» como cualquier otro intento de reducción. Tal
regla, como destacaría Wittgenstein, también describe erróneamente lo que hago; no
consulto a los demás cuando sumo. (No nos las apañaríamos muy bien si todo el mundo
tuviese que seguir una regla de la forma propuesta — nadie respondería sin esperar a
que lo hiciesen todos lós demás).
Lo que está haciendo Wittgenstein es describir la utilidad para nuestras vidas de una
cierta práctica. Necesariamente debe dar esta descripción en nuestro propio lenguaje.
Como ocurre con cualquier uso de nuestro lenguaje, un participante en otra forma de
vida podría aplicar varios términos de la descripción (por ejemplo, «concordancia») de
un modo «cuasiforme», no estándar. De hecho, pudiera ser que nosotros juzgáramos
que los de una comunidad dada «concuerdan», mientras que alguien con otra forma de
vida juzgaría que no lo hacen. Esto no puede ser una objeción a la solución de Wittgens
tein, a menos que se le prohíba absolutamente todo uso del lenguaje. (Hay una objeción
bien conocida al análisis de la causación de Hume — que Hume presupone conexiones
necesarias entre acaecimientos mentales en su teoría— que es análoga en algunos as
pectos).
Muchas cosas que se pueden decir acerca de un individuo en el modelo «privado»
del lenguaje poseen sus análogas con relación a la comunidad completa dentro del pro
pio modelo de Wittgenstein. En particular, si toda la comunidad concuerda en una res
puesta y persiste en su idea, nadie puede corregirla. N o puede haber ningún corrector
en la comunidad, ya que, por hipótesis, toda la comunidad concuerda. Si el corrector
estuviese fuera de la comunidad, según la concepción de Wittgenstein no tiene «dere
cho» a hacer corrección alguna. ¿Tiene algún sentido dudar de si es «correcta» una
respuesta en la que todos concordamos? Es claro que en algunos casos un individuo
puede dudar de si la comunidad no corregirá, más tarde, una respuesta con la que había
concordado en un momento determinado. ¿Pero podría dudar el individuo de si no será
que la comunidad esté de hecho siempre equivocada, aun cuando nunca corrija su error?
E s difícil formular dicha duda dentro del marco de Wittgenstein, pues es parecida a la
pregunta de si, como cuestión de «hecho», podríamos estar siempre equivocados; y no
hay tal hecho. Por otro lado, dentro del marco de Wittgenstein sigue siendo cierto que,
a mí, no me es preciso que aserción alguna acerca de las respuestas de la comunidad en
todo tiempo establezca el resultado de un problema aritmético; que y o puedo calcular
legítimamente el resultado para mí mismo, aun dada esta información, es parte de nues
tro «juego de lenguaje».
Tengo la impresión de que puede quedar alguna insatisfacción con relación a estas
cuestiones. Consideraciones de tiempo y espacio, además del hecho de que podría tener
que abandonar mi papel de defensor y expositor para adoptar el de crítico, me han lle
vado a renunciar a un tratamiento más extenso.
88 Hay una cuestión que va en la dirección opuesta a la nota 87. Siendo así que los
miembros de la comunidad se corrigen unos a otros, ¿podría un individuo dado corre
girse a sí mismo? Una cuestión como ésta fue prominente en tratamientos anteriores de
versiones verificacionistas del argumento del lenguaje privado. Verdaderamente, en au-
de ellos no tengo una idea clara, y otros han quedado intactos debi
do a los límites de este ensayo89. En particular, no he tratado nume
rosos asuntos suscitados por los párrafos siguientes a § 243, a los
que usualmente se llama «el argumento del lenguaje privado»; ni
tampoco he tratado en realidad la consiguiente explicación positiva
de la naturaleza del lenguaje de sensación y de la atribución de es
tados psicológicos. No obstante, sí creo que el «argumento dellen-
guaje privado» básico precede a estos pasajes, y que sólo una com
prensión de este argumento nos permite empezar a entender o tomar
en consideración lo que sigue. Esa fue la tarea emprendida en este
ensayo.
tante, aun si el principio puede enunciarse de manera que se vea libre de contraejemplos
obvios, la mayoría de los lectores pensarían que no puede asumirse, sino que tiene que
argumentarse.
Más arriba (pp. 110-118) debatimos la cuestión de los «criterios» en la filosofía de
Wittgenstein, y argüimos que en la medida en que se pueda considerar que su filosofía,
envuelve algo parecido a un principio de verificación, el principio tiene que ser deduci
do, no asumido como premisa no argumentada. Y tampoco es preciso aceptar ningún
principio de verificación tan fuerte como el que Malcolm parece presuponer aquí. Ni
siquiera estoy seguro de que tal principio sea consistente con todo lo que el mismo
Malcolm dice en otros lugares.
cuerpos, dudar de que haya nunca mentes «tras» ellos; pero no pue
do dudar de la existencia de mi propia mente. La reacción de Hume
a esto es notoria: «Hay algunos filósofos que imaginan que somos
íntimamente conscientes de lo que llamamos nuestro Yo; que sen
timos su existencia y su continuar existiendo; y estamos ciertos,
más allá de la evidencia de una demostración, de su identidad y
simplicidad perfectas. La más fuerte sensación, la pasión más vio
lenta, dicen ellos, en vez de distraemos de esta idea, sólo la fijan
con más intensidad todavía, y nos hacen considerar la influencia de
las mismas sobre el yo, bien por ser dolorosas, bien por ser placen
teras. Intentar una prueba adicional de esto sería debilitar su evi
dencia, ya que no se puede derivar ninguna prueba a partir de nin
gún hecho del que seamos tan íntimamente conscientes; ni hay nada
de lo que podamos estar ciertos, si dudamos de esto. Por desgracia,
todas estas aserciones positivas son contrarias a esa misma expe
riencia que ellos alegan, y carecemos de toda idea de yo en conso
nancia con el modo en que aquí se explica... Por mi parte, cuando
más íntimamente me adentro en lo que llamo yo mismo, siempre
me topo con una u otra impresión particular, de calor o frío, luz o
sombra, amor u odio, dolor o placer. Nunca puedo sorprenderme a
m í mismo en ningún momento sin una percepción, y nunca puedo
observar nada sino la percepción... Si alguien, tras reflexión seria y
libre de prejuicios, piensa que posee una noción diferente de sí mis
mo, debo confesar que no puedo seguir razonando con él. Lo más
que puedo concederle es que él esté en lo cierto igual que lo estoy
yo, y que somos esencialmente diferentes en este particular. Puede,
quizá, que él perciba algo simple y continuo, a lo que llama sí mis
mo; aunque yo estoy cierto de que no hay tal principio en mí»6.
Por tanto, allí donde Descartes habría dicho que estoy cierto de
que «yo tengo un picor», de lo único-de lo que Hume es consciente
es del picor mismo. El yo •— el ego cartesiano—• es una entidad
completamente misteriosa. No somos conscientes de ninguna enti
dad que sea la que «tenga» el picor, «tenga» el dolor de cabeza, la
percepción visual, y lo demás; sólo somos conscientes del picor, el
dolor de cabeza o la percepción visual misma. Cualesquiera in
fluencias directas de Hume sobre Wittgenstein son difíciles de sus
6 Hume, A Treatise o f Human Nature, Libro I, Parte I\f Sección VI («O f Personal
Identity»), La cita está tomada de las pp. 251-252, en la edición de Selby-Bigge.
tanciar; pero los pensamientos huméanos aquí bosquejados tuvieron
continuación a lo largo de mucha de la tradición filosófica, y es muy
fácil encontrar la idea en el Tractatus. En 5.631 de esa obra, Witt
genstein dice: «No existe algo así como el sujeto que piensa o se re
presenta ideas. Si yo escribiera un libro titulado El Mundo tal como
lo encontré... sólo él no podría ser mencionado en ese libro». Conti
nuando en 5.632-5.633, explica: «El sujeto no pertenece al mundo:
más bien, es un límite del mundo. ¿Dónde en el mundo va a encontrar
se un sujeto metafísico? Dirás que esto es exactamente como el caso
del ojo y el campo visual. Pero en realidad tú no ves el ojo. Y nada en
el campo visual te permite inferir que es visto por un ojo.»
Aquí Wittgenstein está bajo la influencia, ya sea directa o indi
recta, de ideas característicamente humeanas sobre el yo, así como
en 5.135, 5.136, 5.1361, 5.1362 (y en los parágrafos desde 6.362
hasta 6.372) escribe bajo la influencia del escepticismo de Hume
acerca de la causación y la inducción. En realidad, la negación de
que yo vaya a encontrar nunca un sujeto en el mundo, y la conclu
sión (5.631) de que tal sujeto no existe, está en completo acuerdo
con Hume. La única señal de desviación de las ideas de Hume en
estos pasajes proviene de la sugerencia en 5.632 de que en algún
sentido puede que, después de todo, sea legítimo hablar de un suje
to como un «límite» misterioso del mundo, aunque no como una
entidad en él7.
Wittgenstein volvió a este tema en varios de sus escritos, confe
rencias y debates de finales de los años veinte y principios de los
treinta, durante el período usualmente considerado de transición
entre la filosofía «temprana» del Tractatus y la filosofía «última»
de las Investigaciones. Moore, en su caracterización de las confe
rencias de Wittgenstein de Cambridge en 1930-19338, informa de
inglés actual llaman «el problema de las otras mentes», y está preguntando qué significa
la pregunta de si los cuerpos de otros «tienen» mentes. Cualquier otra connotación que
el uso de «Seele» pueda poseer es probablemente, como mucho, secundaria.
causal de que el daño o lesión en una cierta área produce el dolor,
En otro sentido causal, la cura aplicada a una cierta área puede que
alivie o elimine el dolor. Están localizados también en el sentido
más primitivo, no causal, de que yo siento un dolor como «en mi
pie», «en mi brazo», etc. Muy a menudo estos sentidos coinciden,
pero no siempre — no hay, ciertamente, ninguna razón conceptual
por la que deban coincidir. Pero, ¿qué ocurre si todos ellos coinci
den y, con arreglo a las tres pruebas, un cierto dolor está «localiza
do» en una cierta, posición en una piedra? Según yo entiendo a Witt
genstein, de esta! cuestión particular se ocupa en § 302, citada más
arriba, donde de io que se debate no es de una piedra, sino del cuer
po de alguien distinto a mi. Asumiendo que puedo imaginar que un
dolor está «localizado» en otro cuerpo, ¿confiere ello un sentido a
la idea de que «algún otro» podría tener dolor? Recordemos la ter
minología de Lichtenberg: si «hay dolor», tal vez «hay dolor en la
piedra», o «hay dolor en ese brazo», donde el brazo en cuestión no
es mío. ¿Por qué no es esto precisamente imaginar que yo siento
dolor, sólo que «en» el brazo de otro cuerpo, o incluso en una pie
dra? Recordemos que «hay dolor» significa «tengo dolor», con el
sujeto misterioso suprimido. De modo que parecería que imaginar
«dolor en ese brazo» es imaginar que yo tengo dolor en el brazo de
otro cuerpo (a la manera en que una persona que ha perdido su bra
zo puede sentir un dolor en el área donde estuvo su brazo). No hay
aquí ningún concepto de otro «yo» que sienta el dolor en la piedra,
o en el otro cuerpo. Es por esta razón por lo que falla el experimen
to de ignorar la otra «mente» e intentar imaginar una conexión di
recta entre la sensación y el cuerpo. Para repetir algo de lo que cité
de § 302: «Si uno tiene que imaginarse el dolor de otro según el
modelo del suyo propio, esto es algo nada fácil de hacer... lo que
tengo que hacer no es simplemente realizar una transición en la
imaginación de un lugar de dolor a otro. Como de... la mano al...
brazo. Pues,no he de imaginar que siento dolor en alguna región
del cuerpo del otro (lo cual sería también posible)». En la jerga de
Lichtenberg, «hay dolor» siempre significa q u e jo siento dolor.
Incluso si ignoramos la terminología de Lichtenberg, el proble
ma puede reformularse: ¿cuál es la diferencia entre el caso donde
yo tengo un dolor en otro cuerpo, y el caso donde ese dolor en el
otro cuerpo es «el dolor de algún otro» y no el mío? Parecería que
esta diferencia sólo puede expresarse mediante un abordaje directo
de los problemas que hace un momento hemos estado tratando de
eludir: ¿qué es una mente?, ¿en qué consiste que una mente «ten
ga» una sensación?, ¿en qué consiste que un cuerpo «tenga» una
mente? El intento de ahorrarse estos intermediarios y ocuparse di
rectamente de la conexión entre la sensación y el objeto físico fra
casa, precisamente porque no puedo entonces definir qué significa
que «otra mente» tenga la sensación en un objeto físico dado, como
cosa opuesta a que sea «yo» quien la tenga allí. Wittgenstein insiste
en que la posibilidad de que una persona pudiera tener una sensa
ción en el cuerpo de otra es perfectamente inteligible, a pesar de
que nunca suceda: «La conducta de dolor puede señalar un lugar
dolorido •—pero el sujeto del dolor es la persona que le da expre
sión» (§ 302).
Dificultades análogas se ciernen sobre otros intentos similares
de establecer vínculos directos entre una piedra y una sensación o
pensamiento sin pasar por el eslabón intermedio de una «mente».
En cada uno de los casos, la terminología de Lichtenberg mencio
nada arriba dicta que soy yo quien tiene la sensación o pensamien
to, sólo que «en la piedra». Hasta ahora nos hemos concentrado en
el caso de las sensaciones y los objetos «inanimados» (en realidad,
objetos físicos considerados simplemente como tales, ignorando si
son «animados» o no). Naturalmente, hay una conexión especial
entre mente y cuerpo en el caso de un cuerpo «animado». El dolor
lleva a «conducta de dolor», y en general yo «quiero» mis propias
acciones. Por tanto, si hay (dolor y) conducta de dolor en otro cuer
po, o si las acciones de otro cuerpo son «queridas», ¿confiere esto
significado —-sin necesidad de ninguna noción de otro «yo» y su
relación con el cuerpo— a la idea de que alguien distinto a mí (en
el otro cuerpo) podría tener dolores o pensamientos, o dar lugar a
acciones? Por supuesto, en último término, las ideas de conducta de
dolor y de otras acciones corporales serán cruciales para la explica
ción de Wittgenstein de la atribución de conceptos mentales a otros.
Pero en el estadio presente estas ideas parecen prestamos poca ayu
da. El caso de la conducta de dolor en otro cuerpo es simplemente
un aspecto más de lo que ya se ha señalado arriba: aceptando la
terminología de Lichtenberg, decir que hay dolor ■ — quizá en otro
cuerpo—■y que tal dolor produce conducta de dolor •— quizá en ese
mismo cuerpo— sigue siendo todavía decir q u e jo siento dolor, en
otro cuerpo y produciendo conducta de dolor en ese cuerpo. Sólo la
El caso de las acciones y la voluntad posee rasgos especiales. Si
podemos, por el momento, tratar el caso de la voluntad como si
fuera igual que el caso del dolor, de manera que, siguiendo a Hume,
imaginamos que una «impresión» de querer se correlaciona con un
movimiento en un cuerpo humano distinto del mío, entonces se
aplica la misma conclusión: en la terminología lichtenbergiana de
Wittgenstein, todo lo que podemos imaginar de esta manera es que
mi voluntad debe controlar otro cuerpo. Si, sin embargo, introduci
mos otras consideraciones bien conocidas de las Investigaciones, la
situación sólo empeora. Estas consideraciones, que son insepara
bles de la paradoja escéptica de Wittgenstein y especialmente de su
crítica a la idea de que significar es un estado cualitativo especial,
poseen varias facetas que se corresponden con su crítica a esta idea
(véanse, más arriba, pp. 54-66). Así, Wittgenstein señalaría que la
noción humeana de una «impresión» especial de querer similar a la
de un dolor de cabeza es quimérica. Más aun, incluso si hubiera una
impresión de «querer» del tipo descrito, su conexión con la acción
querida parecería ser puramente accidental ■ —nada en el quale de la
lógica en 5.55 y en sus parágrafos subordinados. Según la teoría del Tractatus, ¿cómo
ha de determinarse qué objetos hay, y cómo les es permitido combinarse para formar
proposiciones elementales? La respuesta no puede seguirse sólo de consideraciones
lógicas generales. Éstas se dice que han establecido (véase Tractatus, 5 y su material
subordinado siguiente, previo a 5.55) que todas las proposiciones son funciones de
verdad de proposiciones elementales, pero es claro que consideraciones lógicas abstrac
tas no pueden establecer por sí solas cuántos objetos hay, qué objetos hay, cómo se
permite que se combinen los objetos, ni (por tanto) cuáles son las proposiciones ele
mentales (véanse 5.55, 5.551, 5.552). N i tampoco puede la cuestión ser un asunto em
pírico. Qué objetos hay, y cómo pueden combinarse, constituye la «sustancia» y la
«forma fija» del mundo (2.021, 2.023), la cual es común a todos los mundos posibles
(concebibles), no es simplemente una cuestión del modo como el mundo es realmente,
y por tanto no puede ser una cuestión de hecho empírico, contingente (2.022). Por ello,
según la doctrina del Tractatus, las respuestas a estas preguntas pertenecen al ámbito de
lo que puede «mostrarse» (o hacerse manifiesto) pero no puede, decirse. ¿Cómo se
muestra? Por el hecho de que yo, el usuario del lenguaje, utilizo precisamente uno de
los lenguajes que — en lo que concierne a consideraciones lógicas generales— son
compatibles con el esquema del Tractatus, Éste es el lenguaje, el único lenguaje que yo
entiendo. Cuál es la forma y la sustancia del mundo se muestra por los signos primitivos
que hay, por lo que ellos denotan, y por cómo se combinan en las oraciones elementales.
Así, yo, el usuario del lenguaje, determino los «límites» del mundo. En este sentido el
mundo es mío: yo, al usar un lenguaje con precisamente estos signos y estas posibilida
des de combinación (los únicos signos y posibilidades que puedo pensar), lo determino.
¿Qué es este «yo», el usuario del lenguaje? No es algo en el mundo; ciertamente no es
una cosa entre otras como ella, sino un «límite» del mundo, según hemos visto más
arriba.
impresión misma haría que ésta fuese un querer de esta acción en
lugar de otra. Este punto podría reforzarse en términos de la para
doja escéptica de Wittgenstein —una volición dada de realizar una
acción podría interpretarse como una volición de realizar otra, que
estaría relacionada con la original como cuás lo está con más. Todo
esto deja en posición todavía más endeble que antes a cualquier
intento de capturar la noción de que otra mente podría estar «en» un
cuerpo.
En suma, cualquier intento de imaginar una conexión directa
entre una sensación y un objeto físico sin mencionar un «yo» o una
«mente» me lleva simplemente a imaginar que yo tengo una sensa
ción localizada en otra parte. De este modo, somos compelidos a
contemplar el misterio original: ¿qué es una «mente»?, ¿en qué
consiste que una «mente» «tenga» una sensación?, ¿en qué consis
te que un cuerpo «tenga» una «mente»? Aquí el argumento de
Hume y Lichtenberg, y las demás consideraciones que hemos men
cionado, dicen que no poseemos tales nociones. Según pone la
cuestión Wittgenstein en § 283, hablando de la adscripción de sen
saciones a otros cuerpos: «Uno ha de decirlo de un cuerpo o, si lo
prefieres, de un alma [mente] que algún cuerpo tiene. ¿Y cómo
puede un cuerpo tener un alma [mente]?».
Suficiente: como en el caso de los problemas del texto principal,
Wittgenstein nos ha enfrentado a un problema escéptico —parece
imposible imaginar la vida mental de otros según el modelo de la
nuestra propia. ¿Carece de significado, por tanto, adscribir sensa
ciones a otros, al menos en el sentido en que nos las adscribimos a
nosotros mismos? ¿Debemos contentamos con un remedo conduc
tista? Dijimos antes que el mismo Wittgenstein en algún momento
se sintió atraído por estas conclusiones pesimistas y solipsistas. Su
filosofía posterior, sin embargo, sugiere que tales conclusiones ne
cesitan ser reevaluadas. Abandonemos el intento de preguntar qué
es un «yo» y cosas por el estilo; y miremos, en su lugar, el papel
real que desempeñan en nuestras vidas las adscripciones de estados
mentales a otros. Así puede que obtengamos una «solución escép
tica» a nuestra nueva paradoja escéptica.
Parte de lo que necesitamos ha sido ya enunciado más arriba en
el texto principal; véase especialmente el debate de cómo funciona
la terminología de «dolor» y de otras sensaciones, más arriba, en
página 110 y siguientes. No obstante, es de desear alguna recapitu
lación y elaboración. En § 244, Wittgenstein introduce su bien co
nocida caracterización de cómo, en el caso de las sensaciones, «se
establece la conexión entre el nombre y la cosa» — «Las palabras se
conectan con las expresiones primitivas, naturales, de la sensación
y se aprenden en su lugar. Un niño se ha hecho daño y llora: y los
adultos le hablan y le enseñan exclamaciones y, más tarde, oracio
nes. Enseñan al niño nueva conducta de dolor [...] la expresión ver
bal del dolor reemplaza al llorar y no lo describe». Así, Wittgens
tein piensa que las declaraciones de dolor son nuevas conductas de
dolor, más sofisticadas, que los adultos enseñan al niño en substitu
ción de la expresión no verbal, primitiva, de dolor. Es un nuevo
modo en que el niño hace evidente su dolor. Al mismo tiempo,
como se recalcó en el texto principal, los adultos estiman que la
enseñanza dada al niño ha tenido éxito precisamente cuando sus
manifestaciones naturales de conducta (y quizá otras pistas) les lle
varían a juzgar que el niño tiene dolor. Esta tendencia va de la mano
de la idea de que la declaración del niño es un substituto de algunas
de estas manifestaciones naturales; vimos en el texto principal que
esta tendencia es, según la concepción de Wittgenstein, esencial a
la mera idea de que el concepto de dolor haya de adscribirse al niño.
Por lo tanto, no tenemos ya que preocupamos porque cada uno de
nosotros atribuya dolor en dos sentidos no relacionados, uno, el que
se aplica a «mí mismo», y el otro, el que un remedo conductista de
«yo» aplica a «otros». Por el contrario, las declaraciones en prime
ra persona carecerían de sentido sin el uso en tercera persona.
Recordemos que Wittgenstein no analiza una forma de lenguaje
en términos de sus condiciones de verdad, sino que más bien pre
gunta por las circunstancias en que esa forma se introduce en el
discurso, y por el papel y la utilidad que tiene la práctica de intro
ducirla. Las circunstancias en que se introducen «yo tengo dolor» y
«él tiene dolor» acaban de ser descritas. Digo «yo tengo dolor»
cuando siento dolor — como un sustituto de mi inclinación natural
a gemir— . «Él tiene dolor» se dice cuando la conducta de otra perso
na es apropiada (aunque la atribución puede ser anulada o retirada si
aparece más información desde un contexto más amplio). Notemos
que puesto que «yo tengo dolor» reemplaza al llorar, su proferencia
puede servir de criterio para una atribución de dolor en tercera perso
na al proferente, justamente igual que sirve llorar. Notemos, además,
que la noción de criterio resulta relevante sólo en el caso de la ter
cera persona. Una declaración de dolor no se hace sobre la base de
ninguna aplicación de criterios especial, igual que sucede con el
llorar. En el caso más primitivo, se le escapa al hablante.
Estas observaciones proporcionan una caracterización parcial
de nuestras prácticas de hablar de sensaciones. No obstante, quedan
cuestiones pendientes. Primero, parece como si cuando yo digo que
él tiene dolor, debiera querer decir que él está en el mismo estado
en que estoy yo cuando tengo dolor. También parece como si yo no
estuviera realmente diciendo esto — que si es esto lo que yo quisie
ra decir, yo no podría simplemente seguir una regla que me autoriza
a decir que él tiene dolor cuando se comporta de ciertas maneras.
¿No debo creer que la conducta— de algún modo— es evidencia de
que él siente realmente, en su interior, lo mismo que siento yo? ¿No
amenazan con surgir de nuevo todos los problemas y enredos deba
tidos hasta ahora? Aquí es importante el escepticismo de Wittgens
tein acerca de las reglas. No nos corresponde a nosotros decir, sobre
la base de ninguna concepción a priori — y mucho menos aún
sobre la base de la concepción incoherente, debatida más arriba,
acerca del imaginar las sensaciones de otros a partir de las mías
propias— en qué consiste que yo aplique las reglas «del mismo
modo» en casos nuevos. Si efectivamente nuestra práctica es decir
de él «él tiene dolor» en ciertas circunstancias, entonces eso es lo
- que determina qué es lo que cuenta como «una aplicación a él del
predicado “tiene dolor” del mismo modo que a mí». Hemos visto
ya que los dos usos están inextricablemente ligados entre sí en
nuestra práctica normal — el uso en primera persona no podría sos
tenerse solo. No es legítima la cuestión de si hacemos lo «correcto»
cuando aplicamos «tener dolor» a otros, igual que no lo es la pre
gunta de si es correcto nuestro modo de proceder con «más». El
escepticismo acerca de las otras mentes no tiene aquí sentido, ni
siquiera el escepticismo acerca del «espectro invertido». Esto es lo
que hacemos; otras criaturas podrían haber actuado de forma dife
rente. La idea de que no se trata ya de dar una teoría del lenguaje en
términos de condiciones de verdad es importante; y también lo son
los argumentos escépticos acerca de la significatividad de las ads
cripciones de sensación a otro. No podemos preguntar si — en al
gún sentido dado por la expresión «imaginar las sensaciones de
otros según el modelo de las mías propias»— él realmente «siente
lo mismo» que yo. Ni debemos tampoco preocupamos de si núes-
tros enunciados acerca de las sensaciones de otros oscurecen la
cuestión de qué «hechos» son los que estamos buscando. Pero la falta
de tales «hechos correspondientes» de ninguna manera resulta fatal
para la concepción que considera que una atribución de sensacio
nes a otros tiene significado. Para verla dotada de significado no
buscamos «hechos correspondientes», sino las condiciones en las
que introducimos esta terminología y qué papeles desempeña.
Pero esto nos lleva a una cuestión adicional. Hasta ahora hemos
dado una idea en trazos gruesos de las condiciones en las que se
introduce el lenguaje de sensación, pero ¿cuál es la utilidad de esta
forma de lenguaje? En particular, ¿por qué atribuir sensaciones a
otros? Dijimos que atribuyo dolor a otros cuando se comportan de
ciertas maneras. ¿Por qué no debiera aseverar simplemente que se
comportan de estas maneras? ¿Por qué tener — de modo super
fino— otra forma de lenguaje? No basta con decir que «él tiene
dolor» no es superfluo porque no es lógicamente equivalente a nin
guna aserción particular acerca de su conducta externa. Es claro
que no hay tal equivalencia, y ni siquiera mis criterios para decir «él
tiene dolor» entrañan que él lo tiene. Por ejemplo, él podría estar
fingiendo. Las circunstancias que rodean su conducta podrían lle
varme a dudar o negar que él realmente tenga dolor, aun cuando yo
nolo dude en el caso ordinario. No obstante, la cuestión permane
ce: ¿por qué tener una locución como «él tiene dolor»? ¿Por qué no
nos contentamos siempre con descripciones de conducta especí
ficas?
Algo más cabe decir antes de dar respuesta a nuestra cuestión.
A menudo, cuando atribuimos estados psicológicos a otros, esta
mos en una posición mucho mejor para describir a los otros en_
términos de estos estados que para describir la conducta misma en
alguna terminología neutral que no mencione estados internos. Po
demos decir que alguien parecía enfadado, o molesto, pero ¿sería
fácil describir una expresión de enfado o de estar molesto en una
terminología que no haga mención de estados psicológicos inter
nos? (por supuesto, éstos son ejemplos de emociones, no de sensa
ciones). A muchos de nosotros nos resultaría difícil dar una des
cripción de los gestos faciales sin mencionar el estado psicológico
que expresan. Resultaría todavía más difícil dar la descripción si se
pidiera que se diese en términos puramente geométricos o físicos.
Nos sería muy difícil satisfacer una propuesta de reemplazar atribu
ciones de estados mentales por descripciones de conducta, aim si
otras criaturas pudieran ser capaces de lograrlo. Estos hechos sin
duda dicen algo acerca del modo como vemos el mundo, y en par
ticular de cómo vemos a nuestros congéneres humanos. Sencilla
mente, no los vemos como sistemas físicos sino como seres huma
nos. Pero ¿qué significa, en términos de nuestras vidas, verlos de
esta forma?
La repuesta de Wittgenstein está encapsulada en su bien conoci
do aforismo: «Mi actitud hacia él es una actitud hacia un alma. No
soy de la opinión de que él tiene un alma» (p. 178). ¿Cuál es la ac
titud en cuestión, la actitud hacia un ser humano que no es un autó
mata? ¿Cómo se revela esta actitud en nuestra adscripción de sen
saciones a otros? En el caso del dolor, la idea que Wittgenstein
desea bosquejar es muy bien conocida. Cuando vemos a alguien
retorciéndose de dolor, nos compadecemos de él. Nos apresuramos
a ayudarle, intentamos consolarle, y así sucesivamente. Nuestra ac
titud dista mucho de la que adoptaríamos ante un mecanismo, aun
que fuese uno valioso, que sufriese alguna dificultad o funcionase
mal. Sin duda, también podríamos intentar reparar dicho mecanis
mo; pero nuestras razones y actitudes serían esencialmente distin
tas de las adoptadas hacia un ser humano. ¿Quién va alguna vez en
ayuda de un mecanismo, quién se compadece de él?
Diversas observaciones que hace Wittgenstein podría parecer
que significan que la actitud que yo exhibo hacia quien sufre es
primitiva, una actitud con una génesis completamente independien
te de mi propia experiencia de dolor y con una creencia concomi
tante de que él «experimenta lo mismo que yo». En § 310, en contra
de un objetor que piensa que la conducta de alguien hacia quien
sufre tiene que indicar una creencia «en algo tras la expresión ex
terna de dolor», Wittgenstein sencillamente responde: «su actitud
es prueba de su actitud». Como en el caso de «captar un concepto»
en tanto que explicación de diversos aspectos de mi conducta ver-
bal'(véanse, más arriba, pp. 107-109), Wittgenstein rechazaría cual
quier intento de «explicar» mi actitud y comportamiento hacia
quien sufre mediante una «creencia» acerca de su «estado interno».
Por el contrario, una vez más se ha de invertir el orden: puede de
cirse que yo pienso que él tiene una mente, y en particular que sufre
de dolor, en virtud de mi actitud y conducta hacia él, no a la inversa.
En la página 179, Wittgenstein describe a un médico y una enfer
mera que se apresuran a ayudar a un paciente que gime. ¿Si dicen,
«si gime, debemos suministrarle más analgésico», tiene que pen
sarse que han suprimido un «término medio» concerniente al esta
do interno del paciente? «¿no es lo importante el servicio al que
ponen la descripción de la conducta? ».
Creo que en estos pasajes Wittgenstein rechaza cualquier intento
de explicar o justificar nuestra conducta en términos de una creen
cia acerca del «estado interno» de la otra persona. Semejante «ex
plicación» generaría todos los problemas acerca de las otras mentes
repasados en el presente post scriptum, y también todos los proble
mas acerca de las reglas privadas debatidos en el texto principal.
Hemos visto, además, que Wittgenstein consideraría semejante
«explicación» como una inversión del orden de ideas correcto. De
todas formas, me inclino a no aceptar la conclusión que he oído a
veces extraer de que para Wittgenstein mi experiencia interna de
dolor y mi capacidad para imaginar la sensación no desempeñan un
papel real en mi dominio del «juego de lenguaje» de atribuir sensa
ciones a otros, que alguien que no haya experimentado nunca dolor
ni pueda imaginarlo pero haya aprendido los criterios conductuales
usuales para su atribución utiliza esta terminología tan bien como
yo. El pasaje importante aquí es § 300: «No es —nos gustaría
decir-— meramente la figura (Bild) de la conducta lo que desempe
ña un papel en el juego de lenguaje con las palabras «él tiene do
lor», sino también la figura del dolor [...] Es un malentendido [...]
La imagen ( Vorstellung) del dolor no es una figura y esta imagen no
es reemplazable en el juego de lenguaje por algo que llamaríamos
una figura.— La imagetí del dolor entra ciertamente en el juego de
lenguaje en un sentido; sólo que no como una figura».
No entiendo del todo, en realidad, el contraste que Wittgenstein
pretende establecer entre una « Vorstellung» y una «Bild», vertidas
por el traductor como «imagen» [«image»] y «figura» [«picture»].
Menos aún tengo una noción firme de lo que se quiere decir me
diante el aforismo que sigue en § 301 — «una imagen no es una fi
gura, pero le puede corresponder una figura». En los pasajes cita
dos, Wittgenstein no nos da ninguna ayuda en caso de que nos
preguntemos cómo la «imagen» del dolor «entra ciertamente en el
juego de lenguaje en un sentido», ni explica tampoco qué quiere
excluir cuando niega que la imagen entre en ese juego «como una
figura». No obstante, tengo al menos la siguiente noción parcial de
lo que se quiere decir: el uso de Wittgenstein del término «figura»
se relaciona aquí con su uso del mismo en el Tractatus —una figu
ra ha de compararse con la realidad, se nos dice que el mundo ex
terno está en un estado correspondiente a la figura. Usar la imagen
del dolor como una figura es intentar imaginar el dolor de otro
según el modelo del mío propio, y asumir que mi enunciado de que
la otra persona tiene dolor es verdadero precisamente porque «se
corresponde» con esta figura. Inmediatamente después de los pasa
jes que acabo de citar viene la observación citada antes en este post
scriptum: «Si ijmo tiene que imaginarse el dolor de otro según el
modelo del suyb propio, esto es algo nada fácil de hacer: pues tengo
que imaginar dolor que yo no siento según el modelo del dolor que
yo sí siento» (§ 302). Lo que hemos dicho a propósito de este pasa
je es ya del todo suficiente. Si los problemas que Wittgenstein ve en
el intento de imaginar el dolor de otro según el modelo del mío
propio son reales, excluyen el intento de usar la «imagen» del dolor
como una «figura». Usar la imagen como una figura es suponer
que mediante un uso apropiado de esta imagen puedo dar condicio
nes de verdad determinadas para el tener dolor de otra persona, y
que sólo se necesita preguntar si estas condiciones de verdad «se
corresponden con la realidad» para determinar si mi enunciado de
que él tiene dolor es verdadero o falso.
Wittgenstein rechaza este paradigma de condiciones de verdad y
figuras en las Investigaciones. No hemos de preguntar por las con
diciones de verdad, sino por las circunstancias en que atribuimos
sensaciones a otros y el papel que tal atribución desempeña en
nuestras vidas. ¿Cómo, entonces, «la imagen del dolor entra cierta
mente en el juego de lenguaje en un sentido», si no es «como una
figura»? Mi sugerencia es que la imagen entra en la formación y
cualidad de mi actitud hacia quien sufre. Yo, que he experimentado
dolor y puedo imaginarlo, puedo ponerme con la imaginación en el
lugar de quien sufre; y mi capacidad para hacer esto proporcióna a
mi actitud una cualidad de la que carecería si yo meramente hubie
ra aprendido un conjunto de reglas que fijan cuándo atribuir dolor
a otros y cómo ayudarlos. En efecto, mi capacidad para hacer esto
entra dentro de mi capacidad para identificar algunas de las expre
siones de estados psicológicos •—-me ayuda a identificarlas simple
mente como expresiones de sufrimiento, no a través de una descrip
ción fisicalista de ellas independiente. Lo que desempeña el papel
apropiado en la formación de mi actitud no es una «creencia» de
que él «siente lo mismo que yo», sino una capacidad de la imagina
ción para «ponerme en su situación». Si mi conjetura con relación
a las crípticas palabras que usa aquí Wittgenstein es correcta, Witt-
genstein, en las Investigaciones, se encuentra todavía próximo al
pensamiento que expresa en las Observaciones filosóficas cuando
escribe: «Cuando siento pena por alguien porque tiene dolor, natu
ralmente que imagino el dolor, pero imagino que lo tengo yo» (65).
Los problemas lichtenbergiano-humeanos debatidos más arriba me
impiden intentar imaginar que otro «yo» «tenga» el dolor en vez de
yo, pero puedo, por supuesto, imaginar que «hay dolor», queriendo
decir con ello lo que yo expresaría comúnmente si dijera «yo tengo
dolor». Cuando siento pena por él, «me pongo en su lugar», me
imagino a mí mismo como teniendo dolor y expresando el dolor.
Comparemos la situación con la de un niño al que se haya infor
mado con detalle acerca de la conducta sexual de los adultos, y
quizá incluso de las reacciones fisiológicas que la acompañan. De
jando aparte las teorías freudianas acerca de la sexualidad infantil
(y un subsiguiente período de latencia), supongamos que el niño no
tiene idea de las sensaciones eróticas «desde el interior», que el
niño ni se las imagina ni las siente. Ese niño podría en principio
aprender una serie de criterios conductuales por los cuales atribuye
sensaciones eróticas a los adultos, y podría aprender gran cantidad
de cosas acerca de las actitudes y reacciones que los adultos tienen
cuando perciben que otros están expresando sensaciones eróticas.
No obstante, su captación de las expresiones eróticas, y de la con
ducta concomitante y las actitudes que las acompañan, tenderá a
poseer una cualidad cruda y mecánica que desaparecerá sólo cuan
do el niño sea capaz de entrar en este mundo como alguien que
tiene, él mismo, sensaciones eróticas. Resulta más difícil imaginar
esta situación en el caso de las sensaciones de dolor, ya que desde
la infancia más temprana pocos miembros de la raza humana (por
no decir ninguno) tienen vedada la entrada a la vida imaginativa
proporcionada por estas sensaciones.
¿Qué debiéramos decir de alguien que comprende perfectamen
te bien en qué circunstancias ha de atribuirse dolor a otros, que re
acciona al dolor de otros del modo apropiado, pero que sin embargo
es incapaz de imaginar o sentir dolor él mismo? ¿Quiere decir él lo
mismo que nosotros si dice de alguien distinto de él que tiene
dolor? Probablemente la idea de Wittgenstein es que éste es un caso
donde podemos decir lo que nos plazca, a condición de que conoz
camos todos los hechos. Él diferiría de nosotros precisamente en el
modo en que nuestra habilidad para imaginar el dolor entra en nues
tra propia actitud hacia quienes sufren. En conexión con esto, pode
mos consultar las crípticas observaciones (o, más bien, preguntas)
de Wittgenstein sobre el tema en § 315; compárense también sus co
mentarios sobre la «ceguera para el aspecto» en las páginas 213-218
de la segunda parte de las Investigaciones14.
El método de wittgenstein en su debate del problema de las otras
mentes es paralelo a su método en el debate de las reglas y el len
guaje privado del que nos hemos ocupado en el texto principal. Una
vez más, propone una paradoja escéptica. Aquí la paradoja es el
solipsismo: la mera noción de que podría haber mentes distintas de
la mía, con sus propias sensaciones y pensamientos, parece carecer
de sentido. Una vez más, Wittgenstein no refuta al escéptico mos
trando que sus dudas surgieron a partir de una falacia sutil. Por el
contrario, W ittgenstein está de acuerdo con el escéptico en que
el intento de imaginar las sensaciones de otros según el modelo de
las mías propias es en último término ininteligible. En cambio,
Wittgenstein da una solución escéptica, arguyendo que cuando la
gente usa realmente expresiones que atribuyen sensaciones a otros
no pretende realmente hacer ninguna aserción cuya inteligibilidad
sea socavada por el escéptico (solipsista). Una vez más, somos igual
que «gente primitiva» que pone una interpretación falsa en las ex
presiones de los hombres civilizados (§ 194). Una vez más, la inter
pretación correcta de nuestro discurso normal envuelve una cierta
inversión: no nos compadecemos de otros porque les atribuyamos
dolor, atribuimos dolor a otros porque nos compadecemos de ellos.
(Más exactamente, se revela que nuestra actitud es una actitud ha
cia otras mentes en virtud de nuestra compasión y actitudes relacio
nadas).
, La orientación escéptica de Wittgenstein puede que sea todavía
niás clara en el caso presente que en el caso de «seguir una regla».
Pues su simpatía hacia el solipsista nunca se pierde por completo.
En § 403, dice: «Si yo reservara la palabra “dolor” únicamente para
14 En relación a «ceguera para el aspecto», véase también la nota 29, más arriba, en
el texto.
lo que hasta hora había llamado “mi dolor”...no haría injusticia a
otras personas con tal de que se proveyera una notación* en la que
de alguna manera se supliese la pérdida de la palabra “dolor” en
otras conexiones. Nos seguiríamos compadeciendo de otras personas,
los médicos las tratarían, y así sucesivamente». No sería, por supuesto,
objeción ninguna a este modo de expresión decir: «¡Pero atiende a
esto, otras personas tienen justo lo mismo que tú!». ¿Pero qué ganaría
yo con este nuevo género de explicación? Nada. ¡Pero después de todo
tampoco quiere el solipsista ninguna ventaja práctica cuando propone
su idea!”. En un sentido, el pasaje va dirigido contra el solipsista: la
forma de explicación del solipsista (esencialmente el lenguaje li-
chtenbergiano que había atraído a Wittgenstein en estadios anterio
res de su pensamiento) «no gana nada». No afectaría en nada a la
conducta de nuestras vidas, y en este sentido ■ — el criterio primario
de lenguaje con significado en las Investigaciones— no tiene «uso
ninguno». Por otro lado, Wittgenstein mantiene al menos la misma
hostilidad hacia el oponente «de sentido común» del solipsismo, el
«realista». En la sección previa, describe la disputa: «Pues éste es
el aspecto que presenta la disputa entre Idealistas, Solipsistas y
Realistas. Una de las partes en liza ataca la forma normal de expre
sión como si estuviera atacando un enunciado; las otras la defien
den como si estuvieran enunciando hechos reconocidos por todo
ser humano razonable». (¿Tiene Wittgenstein en mente la «defensa
del sentido común» de Moore como segunda de las partes en liza?).
Wittgenstein niega que haya ningún hecho •— «reconocido por todo
ser humano razonable»— que el solipsista erróneamente ponga en
duda o niegue (en este caso, el hecho de que «otras personas tienen
justo lo mismo que tú»). Ningún conjunto de «hechos» objetivos
independiente nos fuerza a adoptar una notación que haga que pa
rezca que otros «tienen lo mismo que yo» o una notación que haga
que parezca que no lo tienen. Más aún, aunque Wittgenstein piensa
que no «ganamos nada» con la forma de expresión solipsista y re
chaza la imputación de éste de que la forma de expresión normal es
del todo errónea, parece claro que Wittgenstein sigue pensando que
* N. del T.: He corregido una errata del texto original inglés: en el texto inglés la
palabra usada es «situation», en vez de «notation», que se traduce por «situación», no
por «notación». Pero obviamente se trata de una errata, ya que el texto de Wittgenstein
que está citando Kripke utiliza (la palabra alemana equivalente a) «notación», no «si
tuación».
la terminología del solipsista ilumina una importante verdad filosó
fica oscurecida por el modo de expresión normal.
El escepticismo de Wittgenstein ■ — la sima que le separa de «la
filosofía del sentido común»— es patente. Pues la respuesta natural
de la filosofía del sentido común es que el solipsista está equivoca
do, ya que otros sí tienen las mismas sensaciones que él. En la dis
cusión paralela de este punto en£7 cuaderno azul (p. 48), Wittgens
tein distingue al «filósofo del sentido común» del «hombre de
sentido común, que está tan lejos del realismo como del idealis
mo». El filóscjfo del sentido común supone que «de seguro no hay
dificultad en la idea de suponer, pensar, o imaginar que algún otro
tiene lo que yo tengo». Aquí Wittgenstein nos recuerda de nuevo a
Berkeley — ¿realmente se ha de distinguir de esta manera al filóso
fo del sentido común del hombre de sentido común? La terminolo
gía del solipsista ilumina la verdad de que yo no puedo imaginar el
dolor de otro según el modelo del mío propio, y que hay algo espe
cial acerca de mi uso de «yo tengo dolor» —no aplico simplemente
un predicado a un objeto llamado «yo mismo» entre otros objetos
(ni siquiera a un ser humano entre otros seres humanos). «Yo tengo
dolor» se supone que es un substituto sofisticado del gemir; y cuan
do gimo no me refiero a ninguna entidad, ni atribuyo ningún estado
especial a nada. Aquí merece señalarse que el problema de la «au-
toconciencia» —traído a la palestra de la discusión filosófica re
ciente por Hector-Neri Castañeda15—■ya aparece en Wittgenstein.
Castañeda recalca que «Jones dijo que él tenía hambre» no signifi
ca «Jones dijo que Jones tenía hambre», pues Jones no tiene poi
qué darse cuenta de que él es Jones. Lo mismo vale si «Jones» se
reemplaza sistemáticamente por una descripción definida, como
«el secretario de Smith»: el secretario de Smith no tiene tampoco
por qué darse cuenta de que él es el secretario de Smith. Véase
§ 404: «Ahora bien, al decir esto (yo tengo dolor) no nombro a
ninguna persona. Igual que no nombro a nadie cuando gimo de do-
- lor. Aunque algún otro vea quién tiene dolor por el gemido... ¿Qué