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Las metáforas que nos hacen vivir y pensar

Prof. Gabriel Maya [hmaya@itesm.mx]

Nadie duda que las palabras de nuestro idioma posean significados plenos. Debido a esa plenitud
semántica, hay quienes se atreven a medir la eficacia comunicativa de las lenguas en términos de la
estética o de la percepción, como lo expresan frases tales como: “El español es uno de los idiomas más
bellos”, “el francés es el idioma sensual del amor” o “con el inglés te puedes comer al mundo.” Basten
estos ejemplos para reconocer que cada palabra tiene un significado en la superficie de la
comunicación, gracias a este proceso gramatical nos entendemos; sin embargo, hay algo en esa eficacia
del idioma que se nos escapa, por lo menos de manera consciente. ¿Qué hace que las palabras del
español sean hermosas, las del francés sensuales o las del inglés nos ofrezcan el mundo como un
bocado? ¿Pensaríamos igual acerca de los nombres propios? ¿Podríamos decir lo mismo en términos de
las groserías propias de cada lengua? Por ejemplo: los bellos insultos del español, las sensuales injurias
del francés o los dietéticos y globales ultrajes del inglés. De inmediato nos damos cuenta que no hay
manera objetiva o lógica de evaluar la certeza de los enunciados. Cada hablante de una de las tres
lenguas mencionadas tendrá una idea natural de su idioma; incluso, cada uno de nosotros aquí y ahora
tiene su propia noción al respecto. (Por cierto, es un lugar común afirmar que las groserías son lo
primero que se aprende de una lengua extranjera. Habrá que repensarlo, porque tales palabras no son
parte de lo que la Lingüística denomina como vocabulario básico, referido a todo aquello que
necesitamos nombrar en la vida cotidiana más inmediata. Inicialmente, uno necesita, para vivir en otro
país, aprender a decir “comida”, “baño”, “cama”, “yo”, “tú”, sólo por mencionar algunas; así como uno
aprende, primero que nada, a decir mamá, papá o leche. Ya el lector tendrá la oportunidad de ponerlo a
prueba, esperemos que en buena lid.)

Si se inicia una discusión, en nuestro más inmediato español, para determinar si un idioma es
mejor que otro (sin tomar en cuenta la fonética o la gramática de cada uno): alguien atacará con el
argumento de que el español tiene más historia; tal vez el defensor del francés contraatacará afirmando
que este idioma fue el que dio origen a la Ilustración y con ella al gran proyecto enciclopédico del
mundo occidental; el que defiende el inglés, podría dar en el blanco si fundamenta su defensa en las
estadísticas actuales acerca del idioma universal. ¿Quién ganaría? Cada uno aspirará a la victoria
(derrotando a los antagonistas). Para ello tendría que establecer una estrategia de ataque y defensa
verbales. Evocar a Cervantes y su Quijote podría contribuir a ganar territorio, recordar a Moliere
podría debilitarlo, mientras quienes toman como estandarte a Shakespeare pasarían a la vanguardia.
Por otro lado y para hacer un alto al fuego en esta batalla interminable (más bien, bizantina, de acuerdo
con el DRAE: “aplica a la discusión que es demasiado sutil o insignificante, o que no conduce a nada”)
es necesario destacar los dos sistemas de pensamiento que hemos tratado: “una discusión es una
guerra” y “los idiomas son sensaciones”. Dicho de otra manera, hemos hablado de una discusión en
términos de la guerra y de los idiomas en referencia a la percepción sensorial. Esta construcción de
ideas o de significados profundos es causada y producida por la metáfora. En esencia, se habla de una
cosa en términos de otra. Esa otra se queda oculta al oído pero permanece generando otro tipo de
significados.
Cuando asociamos dos conceptos y los ponemos a funcionar prestándose significado se
constituyen “conceptos metafóricos”. Hasta aquí hemos empleado ya varios de ellos: “una discusión es
una guerra”, “significado superficial es consciente”, “significado profundo es inconsciente”, “las
palabras son mecanismos funcionales”, entre otros. Este proceso sí lo comparten todos los idiomas.
Analizar y entender cómo cada idioma construye sus conceptos metafóricos y cómo los transfiere a los
otros es más pertinente para la lingüístico y la cultura, en lugar de batallar sobre la posición jerárquica
de “un idioma sobre otro” (otro concepto metafórico). Como se ve, es imposible librarse de las
metáforas, porque son fundamentos de generación de pensamientos, ideas y emociones.

Conviene por lo tanto enfocarse más objetivamente en los efectos culturales de los conceptos
metafóricos. No sólo la poesía y la literatura, la vida misma, el lenguaje y nuestra forma de pensar y
actuar, tienen bases metafóricas. Donde haya un lenguaje, habrá un mundo de metáforas. Si “éxito es
arriba”, entonces llegamos a la cima; si “la mente es una máquina”, entonces carguémonos de energía.
Y “cargarse de energía” nos hace más activos. Infinidades de metáforas como las anteriores están en
nuestra vida diaria. El que no se pueda siquiera cuantificarlas es una pequeña prueba de que están
actuando en profundidad. “Del inglés se han infiltrado en nuestra gramática del mundo actual, por
ejemplo: “el tiempo es dinero”, a lo que contestamos, “la vida es una fiesta”. Por eso ganamos horas,
prestamos minutos, invertimos años; nos contagiamos de alegría, cargamos la desfachatez y el buen
humor. ¿Será los mismo el tiempo es dinero en la industria que en la agricultura, en el amor que en los
deportes? ¿Entendemos igual las “la libertad es vuelo” en México que en Estados unidos?

El lenguaje de la publicidad día con día da muestras del poder seductor de las metáforas.
Seducción que se traduce en modos de actuar y vivir concretos. Tomemos una palabra del vocabulario
básico: un jabón. Si pensamos que nos proporciona higienes es suficiente en la superficie de la
comunicación; pero, si pasamos de la sugestión de la limpieza hasta el plano más profundo, más
inconsciente del producto como un deseo, podemos entender el poder de frases como estas: este jabón
dejará tu piel suave, tersa y siempre joven. La sugestión es más intensa y enfocada en la idea de que “la
belleza es solo la juventud”. Las diferencias son notables también en fenómenos cotidianos. Dejar a
alguien es muy distinto que “abandonar a la deriva” a alguien. Este último concepto metafórico resulta
más dramático; incluso moralmente más reprobable. La ciencia también ha generado sus conceptos
metafóricos, por ejemplo al hablar de las “fórmulas del desarrollo”, muy distinto de las recetas del
conocimiento. Las recetas para la vida las aceptamos bien (de nuestras abuelas, quizá) pero las
fórmulas son más precisas, nacidas del laboratorio legitiman más: “fórmula patentada”, “fórmula
avanzada”, implican comprobación científica.

No sólo se trata de un simple juego de palabras. Las palabras en su sentido superficial o, por
decirlo de inmediatez comunicativa, son contenedores o recipientes plenos de pensamientos, ideas o
emociones. En la metáfora, tales sentidos se multiplican. Hay un tipo de persuasión y, su opuesto,
disuasión, que se fundamentan en frases y razonamientos objetivos, apelando a la razón; sin embargo,
hay otros argumentos que son generados por la seducción de las palabras, con sus grados de eficacia,
solo que más inconsciente. Ante la reiterada pregunta de “para qué sirve aprender sobre el propio
idioma”, cabe señalar que no es inocente, si consideramos que en su interior conlleva el concepto
metafórico de la “utilidad del conocimiento”. La utilidad es lo que sirve para algo. ¿No será que
también contiene más profundamente el sentido de utilidad como ganancia económica? La utilidad para
la empresa que soy yo mismo. Desde la misma profundidad, podemos responder que: el conocimiento
es poder, es un mecanismo de defensa, es una semilla de crecimiento personal. Las metáforas revelan
pero también encubren. Para finalizar, la capacidad de reflexión acerca del idioma, con el propio
dominio y la educación del idioma, son recursos, son bienes metafóricos que nos hacen actuar y pensar,
tal vez más profundamente.

Bibliografía recomendada:

Lakof, G. y Johnson, M. Metaphors We Live By (2003). Chicago, The University of Chicago Press,
2003. [Versión en español: Las metáforas de la vida cotidiana. Madrid, Cátedra.]

Grijelmo. A. La seducción de las palabras (2003). México, Taurus,

Faye, J. P. Los lenguajes totalitarios (1974). Madrid, Taurus.

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