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RAIN MAN

(EL HOMBRE DE LA LLUVIA)

LEONOR FLEISCHER
Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Capítulo uno

Todo perfecto. Era imposible que algo saliera mal. Charlie Babbitt había hecho el negocio
de su vida, y lo había hecho logrando aquello a lo que siempre había aspirado. Era un asunto
rápido y de primera, con una venta asegurada y un beneficio considerable sin haber invertido
nada; pero, sobre todo, era un asunto legal. Ya sabía que no iba a hacerse millonario, pero lo
importante era que fuese legal. Además, no existían riesgos de ningún tipo; por lo menos eso
era lo que Charlie Babbitt no dejaba de repetirse, que no había ningún riesgo.
Claro que no todo había sido coser y cantar; había hecho falta algo de ingenio y mucho
regateo, pero eso era lo que a Charlie le gustaba más. Si había alguien que dominara ambas
cosas, ése era él. Llevaba semanas enteras tratando de sacar adelante aquel asunto, pero
estaba convencido de que valía la pena.
Lo peor había sido conseguir el dinero. Doscientos mil dólares, doscientos de los grandes,
de los muy grandes. Ahí estaba el truco, en el inversor, en el que ponía la pasta. Bert Wyatt se
había mostrado muy cauteloso por si había gato encerrado, pero la verdad es que no había
ningún gato que encerrar. La garantía se encontraba allí, reluciendo en el muelle: seis
espléndidos Lamborghini recién llegados de la madre patria, de la tierra del mamma mia,
sabiendo, además, que cada uno valía casi ochenta de los grandes. Eran suyos, todo suyos, al
menos por ahora. Podía contemplarlos, tocarlos, acariciar aquellas superficies lisas y brillantes,
abrir los capós para maravillarse ante la perfección de los motores; podía oler los neumáticos
nuevos y el cuero recién engrasado. Aquello olía mejor que cualquier mujer.
Aquí tengo los papeles anunció con orgullo Charlie Babbitt al inspector de aduanas
mientras extraía las declaraciones de un maletín de piel de avestruz auténtica—. Seis
Lamborghini último modelo, uno metalizado, dos negros, uno blanco y dos rojos con tapicería
roja.
El inspector no hizo el menor caso del entusiasmo de Charlie, cogió los papeles y los
examinó cuidadosamente antes de firmarlos y estampar el sello. Sólo entonces se dignó mirar
a Charlie.
—¿Y en qué festival meterá esa chatarra? —preguntó con una sonrisa sarcástica.
—Son para el desfile de Miss América —replicó Charlie con ironía. Estaba tan satisfecho
de sí mismo que podía reventar en cualquier momento.
Camino de la oficina volvió a pensar una y otra vez en el negocio, trató de encontrar
algún error, pero todo parecía perfecto. Era toda una obra maestra, la culminación de casi diez
años de tratos, sudores y empujones por unos miserables dólares. Aquello le sacaría del
mundo de los vendedores de coches de segunda mano; ahora podría codearse con los
grandes, los que disponen de buenas concesiones de venta y espléndidos salones de
exposición. Había llegado el momento. ¡Adiós San Pedro! ¡Hola Bel Air!
Bien, de acuerdo. Se suponía que iba a ser así. Los doscientos mil de Wyatt en un pagaré
a corto plazo y en cuatro semanas al diecisiete por ciento de interés mensual (¡maldito
codicioso!) teniendo los Lamborghini como garantía. Había que contar los doscientos mil más
las importantes fianzas que los seis clientes conseguidos por Lenny Barish habían pagado por
los coches. A todo ello se sumaban los muchísimos gastos de Charlie Babbitt. Charlie estaba
dispuesto a todo.
Después de una dura lucha para llegar a un acuerdo con el proveedor del extranjero,
había conseguido hacerse con seis deportivos clásicos, todos distintos, y sin estrenar, a
cuarenta mil dólares cada uno. Charlie habría pagado menos tres años atrás, pero la batalla
entre la lira y el dólar podía acabar con cualquiera. A pesar de todo, había tenido suerte de
conseguirlos por aquel precio. Iba a venderlos a setenta y cinco mil dólares cada uno, menos
un descuento del diez por ciento para endulzar un poco el trato y hacer felices a los
compradores. Pasada la aduana, los coches se habían quedado allí, esperando en el muelle de
San Pedro. Charlie quiso ir en persona para verlos salir del carguero italiano y para asegurarse
de que aquellas maravillas no iban a sufrir el menor rasguño. Metió celosamente los títulos de
propiedad en el maletín.

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Lo único que faltaba por hacer era apoderarse de los deportivos y esconderlos donde sólo
él pudiera encontrarlos; luego había que conseguir los derechos de matrícula para California,
recoger el dinero de los compradores —a 67 500 dólares cada coche, aquello era una auténtica
ganga—, pagar el préstamo y saborear la bonita suma de seis cifras de beneficio, y todo sin
ensuciarse las manos, sin arrugarse su traje de Giorgio Armani. Y sin poner un solo centavo de
su bolsillo.
Y todos felices. Seis abogados de un gabinete de divorcios andarían por Beverly Hilis con
aquellos deportivos de lujo a un precio de ganga, y el inversor tendría su dinero más el
diecisiete por ciento de interés. Charlie Babbitt iría a Palm Springs a disfrutar de las ganancias.
Sentía un poco tener que vender todos los Lamborghini; si hubiera sido más previsor, ahora el
blanco sería suyo. Durante un instante, Charlie pensó en la posibilidad de hacerse con aquel
coche; al fin y al cabo ya iba a ganar lo suficiente con los otros cinco. Aquella preciosidad
podía ser suya y sólo suya para mimarla y conducirla. Pero no había de qué preocuparse.
Quedaban muchos en Italia, y alguno acabaría llevando su nombre.
El trato debía cerrarse casi de la noche a la mañana, pero Charlie había pensado disponer
de un buen margen de tiempo —cuatro semanas enteras— para matricular los coches y
apañarse con los de Medio Ambiente, que andaban asomando las narices con sus malditos
controles de emisión de humos.
Era el negocio del siglo; sin haber arriesgado un solo centavo de su bolsillo y con todas
las ganancias para él solo, bueno, para él y para Lenny. Le había prometido veinticinco de los
grandes si conseguía los compradores. Pero no iba a partes iguales con Lenny; ni hablar, y
menos cuando todo lo había ideado Charlie Babbitt.
Pero si tan bueno era aquel negocio, ¿por qué se obsesionaba pensando que todo iba
mal, que aquello se estaba viniendo abajo?
La idea era acabar con la transacción cuanto antes; después de todo, doscientos mil
dólares al diecisiete por ciento de interés en cuatro semanas suponía olvidarse de treinta y
cuatro mil dólares; demasiados pavos para echarlos por el wáter. Cuanto antes se librara del
pago del crédito, más dinero tendría para él solo. Lo malo era que ya habían pasado seis
semanas y aún no se había librado de él. Los intereses del préstamo eran imparables y el
endeudamiento era cada vez mayor. De pronto, todo parecía indicar que en lugar de Palm
Springs, Charlie Babbitt iría a parar a la Ciudad de los Pleitos Insolubles.
¡Al infierno con los de Medio Ambiente! ¿Por qué no se van a salvar ballenas o a molestar
a las centrales nucleares en lugar de hacer la puñeta a un hombre de negocios con leyes
estatales y emisiones de humos? ¿Es que los de Medio Ambiente no tienen ni idea de lo difícil
que es echarle el guante a seis inyectores de control de humos que puedan adaptarse a unos
clásicos Lamborghini? ¿Qué pasa con los Chevrolet? Nada. ¿Y con los Jeep Cherokees? Nada,
claro. Pero ¿y los Lamborghini? Las semanas iban pasando y el mecánico de Charlie seguía con
las manos vacías. Había llegado incluso a pagar los adaptadores a dos mil quinientos pavos la
pieza, un auténtico atraco, pero nada importante.
No llegan los adaptadores. No existen adaptadores para unos clásicos Lamborghini. A
esos italianos les importa un rábano el aire que respiran. El mecánico de Charlie, un tipo muy
grueso llamado Eldorf, fue muy tajante.
Sin los adaptadores, los de Medio Ambiente se habían negado en redondo en tres
ocasiones distintas a permitirla reventa de los coches en tres inspecciones distintas. Sin el sello
de la Agencia para la Protección del Medio Ambiente en los papeles de las matrículas, los
coches no se podían vender en el estado de California. Punto y final. Siempre podía llevárselos
a Oregón y matricularlos allí, pero ya era demasiado tarde para eso. ¿Dónde iba él a encontrar
un medio de carga adecuado al precio adecuado y a última hora?
Charlie estaba con el agua al cuello. Ya se había ventilado lo que aquellos abogados le
habían dado al contado; formaba parte de los beneficios a los que tenía derecho y se lo había
gastado todo por adelantado. Un hombre de su posición debía tener buen aspecto. Hoy en día
el buen aspecto y la buena vida no andan muy baratos que digamos, cuando un corte de pelo
decente cuesta doscientos cincuenta pavos y unas gafas de sol de marca cuestan cuatrocientos
dólares, o sea, un ojo de la cara. Tampoco hay que olvidar que el dólar americano estaba
cayendo de narices por ahí fuera. Un traje italiano que hacía dos años podía costar mil
trescientos pavos había subido a dos mil. Aquel negocio que debía solucionarse de la noche a

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la mañana y sin riesgos se estaba alargando tanto que todas las partes implicadas empezaban
a ponerse muy nerviosas.
Y, gracias a las innumerables reclamaciones que recibía por teléfono, estaban
contagiando aquel nerviosismo a Charlie Babbitt y a él no le hacía ninguna gracia todo aquello.

Susanna Palmieri estacionó su Volvo al lado del lustroso Ferrari plateado de Charlie
Babbitt. Eran las once y media de un viernes por la mañana cuando salió del coche y miró a su
alrededor detenidamente; hacía tres semanas que estaba trabajando en aquel lugar. En la
placa podía leerse: COLECCIONABLES BABBITT, pero no había nada que valiera la pena
coleccionar en aquella barraca oxidada si no era porquería. La barraca se encontraba al final de
una larga calle llena de chatarrerías y almacenes. La pintura de aquel tejado ondulado se
estaba cayendo a tiras. Se trataba de una casa construida en 1946 de un modo provisional;
aquel cobertizo había albergado una larga sucesión de negocios provisionales, de todos los
cuales, Coleccionables Babbitt no sólo iba a ser el último, sino el más provisional de todos.
¿Y cómo era posible que una chica guapa e inteligente, educada en la moral intachable
de un hogar italiano y católico y antigua alumna de un colegio de monjas se relacionara con un
hombre que hacía negocios en una barraca diminuta y en un rincón perdido del mundo?
¿Por qué Susanna Palmieri, que estaba destinada a esperar algo mejor en la vida como
casarse con un tipo con unos ingresos fijos y un trabajo como Dios manda, un tipo que pudiera
decirle cada dos por tres que la amaba iba a liarse tanto con alguien corno Charlie Babbitt
como para irse a Palm Springs el fin de semana con el propietario de Coleccionables Babbitt?
Sacudió la cabeza mientras recogía su bolsa; abrió la puerta del cobertizo y entró en aquella
oficinilla que conocía tan bien. Volvió a preguntarse qué estaba haciendo allí.
«¡Ah, ahora me acuerdo!», pensó al fijar la mirada en el propietario de Coleccionables
Babbitt, que estaba al teléfono gritando furiosamente. Charlie. Charlie Babbitt. Esa era la
razón.
Susanna se quedó mirándole durante unos instantes. Estaba claro; era el hombre más
guapo que había visto en su vida. Era alto y musculoso, con un cuerpo delgado y ágil, propio
de sus veintiséis años, Charlie tenía el cabello negro y espeso, que siempre amenazaba con
rizarse por mucho que se lo cepillara. Tenía los ojos grandes, de un castaño brillante, y
estaban sombreados por unas largas pestañas. Sus labios eran carnosos y parecían los de una
chica, excepto cuando sonreía. Cuando Charlie Babbitt sonreía... ¡Ah!, ¿quién no sucumbía
ante aquella sonrisa, ante aquellos treinta y dos dientes blancos y relucientes, ante aquel
irresistible hoyuelo de la barbilla?
Pero Susanna no era de esas que se contentan con el buen físico de un hombre, aunque
el de Charlie Babbitt fuera arrebatador. La belleza está muy bien para disfrutar una noche en
la cama y para despertarse con ella por la mañana. Pero si se ha de pasar el día entero con
ella, la belleza acaba por aburrir, a no ser que detrás haya algo más sólido.
Con Charlie, ese algo sólido se traducía en una inteligencia fuerte y tormentosa. Detrás
de aquel físico tan imponente había un temperamento explosivo y peligroso, pero también
había una buena cabeza que sabía llegar al fondo de cualquier problema para salir del paso
con una solución rápida y eficaz. Si supiera aprovechar esa inteligencia para hacer algo útil e
importante en lugar de andarse por las nubes, Charlie Babbitt podría convertirse en alguien
imprescindible para el mundo, sobre todo siendo tan joven.
Charlie dio una profunda calada al lucky strike que tenía en los labios y saludó a Susanna
con una mano, indicándole que se pusiera a trabajar, pero lo que absorbía su atención era
aquella violenta llamada telefónica. Susanna se dirigió hacia su escritorio y descolgó el
teléfono. Pulsó los dígitos a toda velocidad con sus pequeños dedos para hacer una llamada al
extranjero; acercó el auricular a la oreja y exclamó:
—Pronto? Qui Coleccionables Babbitt.
A pesar de la grandiosidad de aquel nombre, Coleccionables Babbitt era un asunto del
todo patético. El lugar apestaba a colillas y por todas partes había ceniceros llenos hasta los
topes. Había tres escritorios metálicos que se habían adquirido de quinta mano en un saldo;
tres sillas de madera y un fichero. Uno de los escritorios era el de Charlie; otro pertenecía a la

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secretaria que en realidad no tenían, que nunca habían tenido y que probablemente nunca
tendrían.
Este escritorio se lo había apropiado Susanna Palmieri poco después de que Charlie la
conociera y sucumbiera a los encantos de aquella monada, apreciando la esbeltez de su
cuerpo, el temperamento apasionado de aquella romana y su encantador acento italiano.
Cuando se enteró de que Susanna hablaba perfectamente el italiano —lingua toscana in bocea
romana—, hizo todo lo posible para que se quedara. Se convirtieron en amantes la misma
semana en que ella empezó a trabajar para Coleccionables Babbitt, y había resultado
imprescindible para cerrar el trato con los de Lamborghini.
En el tercer escritorio se sentaba el socio de Charlie, aunque en realidad era su
empleado. Lenny Barish tenía veinte años, pero se había pasado los tres últimos de su vida
vendiendo por teléfono. Se encontraba al teléfono, pero no estaba gritando, sólo gimoteaba.
En la pared del fondo había unos mapas muy toscos de Alemania Occidental y de Italia sujetos
con chinchetas. A pesar de que llevaba trajes italianos y zapatos ingleses, a pesar de que hacia
alardes de tener clase, Charlie Babbitt no era más que un vendedor de coches usados que
trabajaba con dinero prestado.
Charlie dejó de gritar por un momento para escuchar la voz que había al otro lado del
teléfono. Pero había fruncido el entrecejo y daba la impresión de que volvería a estallar en
cualquier momento. Dio un resoplido echando el humo del cigarrillo.
—No, señor. — Lenny lloriqueaba, ya he hablado con el señor Babbitt sobre este asunto
esta misma mañana... Lanzó una mirada suplicante a Charlie para que le ayudara, al tiempo
que agitaba una mano como implorando algo, pero Charlie Babbitt ya tenía bastante de que
preocuparse, y estaba sumido en una actividad frenética.
—¡Sí, bueno, ya son cinco semanas y media! gritó por el teléfono. ¡Semanas! ¡Es la
tercera vez que te pasa lo mismo con los de Medio Ambiente!
Lenny levantó la mirada con expresión sorprendida y triste y se apartó del teléfono
mientras se oía la voz de uno de los nerviosos compradores de los Lamborghini, el del
plateado. No conocía la tercera negativa de los de Medio Ambiente y aquello no le gustó nada.
—¿Eh? Sí, señor —exclamó en un tono abatido. Por fin se arregla lo de Medio Ambiente.
Sólo uno o... dos días más...
—¡Arréglalo de una vez! —gruñó Charlie.— ¡Seis coches y tres veces cada uno! Eso hace
dieciocho revisiones; todo un récord, ¿no te parece? ¿Pero tú qué eres, un mecánico o un
ingeniero de la NASA? Hay que salir adelante con esos malditos coches. ¡Esto no es un museo
de cacharros! ¡Estoy perdido! ¡Ayúdame, maldita sea!
Lenny había empezado a sudar mientras el comprador que tenía al otro lado del teléfono
le presionaba cada vez más.
—Bueno, señor, —creo que eso no... no será necesario tartamudeó suplicando a Charlie
con la mano para que le ayudara de una vez.
Pero Charlie no le prestaba la menor atención.
—¡Claro! ¿Y qué le digo a mi prestamista? Le debo doscientos mil, ¿sabes? ¡Mil! ¡Tres
ceros! gritó mientras apagaba el cigarrillo en un cenicero lleno para encender inmediatamente
otro.
—Ciao grazie —Susanna termino su llamada y colgó. Consultó el reloj de su delgada
muñeca y frunció el entrecejo. Extendió el brazo hacía Charlie y dio unos golpecitos en el reloj
para indicarle la hora. Era casi la hora de irse; iban a dar las once en punto y tardarían una
eternidad en salir de la ciudad con los atascos del viernes. Palm Springs estaba muy lejos y a
Susanna no le hacía ninguna gracia cruzar el desierto de noche. Charlie le había prometido un
fin de semana de celebraciones. Claro que eso había sido la semana pasada, cuando aún había
algo que celebrar.
Charlie lanzó una rápida mirada a Susanna y una ligera inclinación de cabeza como
diciendo: «Sólo un segundo. Ahora tengo un problema. Espera sólo un ratito más». Y en
seguida volvió a atender la llamada que tanto le estaba enfureciendo.
—¡Por el amor de Dios! ¡Hace once días que podría haberse llevado los coches! ¡Son una
garantía! ¡Le tengo alejado con un látigo y una silla! Susanna veía cómo empezaba a crecer la
angustia en los ojos de Charlie.

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Sonó el teléfono, era el tercer teléfono de la mesa de Susanna. Charlie clavó la mirada en
Susanna instándola a que contestara. Susanna se quitó el pendiente, descolgó el teléfono y
exclamó con tono alegre: «Coleccionables Babbitt». Una voz enfurecida empezó a gritarle.
—Sí, señor —balbuceaba Lenny al teléfono Ya sé que acordamos cuatro semanas...
Agitaba desesperadamente las manos para llamar la atención de Charlie, pero Charlie seguía
sin hacerle el menor caso; él se estaba defendiendo en su propia trinchera.
—¿Has probado al contado? Charlie preguntó por teléfono. Pero ¡por el amor de Dios!
¿Cuánto gana a la semana un tipo en Medio Ambiente...? Se detuvo al ver que Susanna le
estaba haciendo señales con mucha impaciencia. Susanna pulsó el botón que congelaba la
llamada y Charlie vio por su expresión que se trataba de algo urgente.
—¡Es Wyatt! —Le avisó ella llamando su atención. Se trata del crédito. Miró a Charlie con
un aire burlón.
Charlie no contestó, pero de repente puso una cara pálida y estática.
Dice que si no tiene su dinero a las cinco y media continuó Susanna, va a embargar por
fin decía «embargar» todos los...
Te llamaré después exclamó Charlie por su teléfono colgando antes de que el mecánico
pudiera contestar.
...coches terminó Susanna.
Una mueca infantil desencajó los rasgos atractivos de Charlie Babbitt. Era infantil y al
mismo tiempo viril; era una sonrisa convincente y triunfadora. Susanna se dio cuenta en
seguida, retrocedió un paso y sacudió la cabeza negando con vehemencia. Fuese lo que fuese,
no quería saber nada. Su alma inmortal ya estaba en peligro de condenarse sólo con respirar
el mismo aire que Charlie.
Charlie rodeó la cintura de la chica con la mano derecha. Hablaba en un tono bajo y
sosegado, como si no sucediera nada, como si todo aquello fuera el pan nuestro de cada día.
—Dile... que no sabes de qué te está hablando. El jueves firmé el cheque. Tú misma viste
cómo lo firmaba. Se lo entregaste personalmente al cartero.
Susanna siguió sacudiendo la cabeza con firmeza. No estaba muy segura de qué iba todo
aquello, pero podía distinguir una mentira descarada cuando la oía. Llevaba tres semanas
oyendo algo del lío en el que Charlie Babbitt se había metido ¿cómo podía evitarlo si las tres
mesas estaban tan juntas y Charlie gritaba tanto cuando hablaba por teléfono?, pero no quería
saber nada de aquello, no quería enterarse nunca de lo que allí pasaba. La habían contratado
para hablar con Italia porque ella era italiana y porque hablaba muy bien esa lengua; pero, en
lo que a Susanna Palmieri se refería, su trabajo acababa allí. Sin embargo, sabía
perfectamente que aquello no era del todo verdad; sabía que ella y Charlie Babbitt habían
llegado a trabar una amistad muy íntima. Ahora era su novia y él tenía algún derecho sobre
ella, un derecho que pocas veces dudaba en ejercer.
Charlie acarició con calma el cabello negro, espeso y rizado de Susanna, y empezó a
hablar con voz aún más baja.
—Por favor. Necesito que me ayudes —le dijo con suavidad.
Susanna era capaz de derretirse siempre que Charlie llegaba a aquel punto. Se detestó a
si misma por ceder, y aunque se enfadó con Charlie, volvió al teléfono y lo descolgó. Volvió a
pulsar el botón que daba paso a la comunicación.
—Me temo que no lo entiendo, señor repitió ella. El señor Babbitt firmó ese cheque el
jueves. Yo misma ví cómo lo firmaba. Y fui yo quien entregó personalmente cheque al cartero.
A su espalda, Susanna pudo oír el suspiro de alivio de Charlie. Un segundo, por favor, me
llaman por la otra linea. Volvió a pulsar el botón de espera. A las cinco y media dijo
repitiendo las palabras de Wyatt. No hay más plazos.
Charlie Babbitt empezó a caminar arriba y abajo a grandes zancadas; su cerebro corría a
la velocidad del rayo y parecía que su cuerpo quería moverse con la misma rapidez.
Dile que vuelva a hablar con el contable; que busque en los registros, pídeselo como un
favor personal para ti. Dile que si hay alguna mierda... bueno, di problema, es cosa tuya.
Susanna puso ceño pero volvió a ponerse al teléfono.

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¿Por qué no habla con el contable, por favor? Que busque en los registros. Hágalo como
un favor personal para mi. Me temo que si hay algún problema será cosa...
Un estallido le interrumpió antes de que pudiera terminar la frase. Ella y Charlie se
volvieron para ver a Lenny tratando de llamar la atención de Charlie desesperadamente y
dando porrazos en su mesa de metal. Lanzó una mirada suplicante y angustiada mientras el
sudor le caía por las mejillas y por el cuello. Lenny tenia la voz ronca y casi sollozaba mientras
hablaba.
—Sí, señor; en cuanto el señor Babbitt vuelva de la reunión...
Charlie se dio cuenta por fin de la absoluta desesperación de Lenny y se acercó hasta su
mesa para ayudarle. Susanna volvió a llamarle en seguida; aquello también era urgente.
Charlie se quedó a mitad de camino entre los dos, paralizado y sin saber a quién acudir.
—Charlie. Mira mis labios. Cinco y media le informó de un modo telegráfico.
Charlie Babbitt permaneció de pie, sin mover un músculo, y cerró los ojos por un
instante. Respiró hondo mientras su cabeza trabajaba a toda prisa, como una rata de
laboratorio que corría desesperadamente por un laberinto tratando de encontrar la salida. En
un momento dio con la salida, pero era tan estrecha que sólo cabía una rata de laboratorio.
Muy bien exclamó con impaciencia; escuchad. Ahora mismo estoy en un avión camino de
Atlanta. Decid que los cheques ya están sobre mi mesa y que los firmaré el lunes por la
mañana. Es lo mejor que podéis hacer.
Susanna se molestó, no sólo por lo que le dictaba su conciencia, sino por el nerviosismo
que Charlie mostraba hacia ella. A veces le ponía enferma aquella manera tan poco galante de
tratarla. A pesar de todo, volvió a coger el teléfono.
La atención de Charlie se centró en Lenny, que se estaba defendiendo de aquel cliente
con uñas y dientes.
—Bueno, yo de usted no lo haría, señor exclamó con un gruñido de desesperación. Será
mejor que hable personalmente con el señor Babbitt... ¿Eh? ¿Quiere su número? Pues...,
Lenny fijó los ojos en Charlie; éste sacudió la cabeza negando. No, señor, ahora mismo está
en un avión...
—¡Charlie! llamó Susanna.
Se volvió hacia ella con el semblante sombrío y una mirada fría como el hielo.
—No te pongas nerviosa, ¿quieres? gruñó. Inténtalo.
Susanna se encogió como si la hubiesen abofeteado, pero se mordió los labios con fuerza
y pensó en la presión que Charlie estaba sufriendo.
—Dice que le llames cuando aterrices.
—¡Charlie! —gritó Lenny Barish desgañitándose.
Charlie Babbitt llevaba tanto tiempo en la olla a presión, que la válvula por fin se había
roto, haciendo que todo saltara por los aires. Allí estaba él, tratando de sujetarlo todo con una
sola mano, viviendo precariamente con dinero prestado y tiempo prestado. El sonido de su
propio nombre pronunciado en forma de quejido por el pobre Lenny fue la gota que colmó el
vaso. Se dio la vuelta y con un movimiento del brazo barrió el escritorio de Lenny echando por
tierra listines de teléfonos, archivos y notas, ante la mirada atónita del muchacho.
—¿Tienes.... algún... problema? preguntó Charlie con los dientes apretados y un tono
amenazador.
La nuez de Lenny se movió arriba y abajo para tragar saliva.
—El señor Bateman ya no quiere el coche, y el señor Webb tampoco. Quieren... eh... que
se les devuelva el dinero dijo pronunciando casi con un susurro la última parte de la frase,
consciente de que aquellos anticipos ya eran historia, un vestigio del pasado que nunca iba a
resucitar.
Charlie cerró los ojos y se quedó en silencio.
—Han encontrado los coches que quieren en Valle Motors —prosiguió Lenny—. Prefieren
hacerlo así.
—Charlie, por favor —insistió Susanna.
Se volvió hacia ella con parsimonia; ya había descargado casi toda su ira con Lenny.

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—Wyatt quiere saber dónde están los coches. Charlie inclinó la cabeza.
—Claro. Dile la verdad. Dile que no lo sabes.
En realidad, sólo lo sabía. Charlie; los coches eran lo único que le quedaba; eran su
última baza. Se volvió hacia Lenny y empezó a darle instrucciones en un tono más sosegado.
—Dile a Bateman que te acabo de hablar la otra línea. Dile que todo está arreglado con
los de Medio Ambiente. Y... vaciló un momento pensando en lo que iba a decir, y por fin lo
soltó con un suspiro. Diles que les descontaré cinco mil dólares del contrato, y que les
agradezco su paciencia.
Lenny asintió agradecido y volvió a ocuparse de la llamada, Susanna colgó el teléfono y
miró fijamente a Charlie.
—El lunes —dijo— Wyatt está dispuesto a esperar hasta el lunes.
El lunes. Y sólo estaban a viernes. Tenia todo el fin de semana para dar con la solución.
Charlie suspiró de alivio y se le relajaron los músculos hasta sentir un pinchazo de dolor en el
cuello los hombros.
Fijó la mirada en Susanna; daba la impresión de que la veía por primera vez en todo el
día. Ella se había quedado a su lado cuando él más la necesitaba, y estaba muy agradecido. Ya
tendría tiempo de recompensada ese fin de semana. Era una preciosidad; Charlie recorrió
aquel cuerpo con los ojos. Era un encanto; una italianita muy temperamental con una espesa
mata de pelo negro y rizado, unos ojos de reluciente azabache y una fragilidad que le llegaba
al corazón. Extendió los brazos, la cogió por los hombros y la acercó hacia el besando aquellos
labios tan tentadores.
—Bueno, ¿nos vamos a Palm Springs?
—Susanna abrió los ojos, sorprendida.
Pero ¿es que vamos a ir?
Charlie asintió con la cabeza. ¿Por qué no?
—Todo esto no tiene la menor importancia. No pasa nada.
—¿Que no pasa nada? —exclamó Susanna—. ¿Y este lío tremendo? ¿Y esas llamadas
desesperadas? Todos estos gritos, esta agitación, estas mentiras... ¿No tienen importancia?
Charlie se encogió de hombros.
—Eldorf conseguirá esos seis inyectores –respondió con toda la confianza del mundo–.
Luego pasaremos la revisión de los de Medio Ambiente, entregaremos los coches,
devolveremos el préstamo... y... –hizo una pausa para dar más efecto–, a pesar de todo,
ganaremos ciento veinte de los grandes. –Le regaló una de sus mejores sonrisas, la del
hombre engreído–. No está mal... para un par de llamadas telefónicas.

El sol se estaba poniendo por detrás de las montañas mientras el Ferrari plateado
devoraba la distancia del desierto a ciento treinta kilómetros por hora. El cielo era una bóveda
que se oscurecía por momentos, con la luz de los últimos rayos del sol retenida en las nubes
como un rescoldo que poco a poco se apagaba. Las estrellas empezaron a llenar el cielo de la
noche que llegaba.
Susanna Palmieri sintió un ligero estremecimiento; la extensión casi infinita del cielo
sobre el desierto siempre le encogía el corazón, haciendo que se sintiera pequeña e
insignificante. Susanna casi había abandonado la esperanza de que Charlie tuviera algún
detalle con ella. El era peor que un acertijo, un enigma y un rompecabezas, las tres cosas
juntas. Susanna no estaba segura de qué sentimientos despertaba en Charlie. El nunca
hablaba de eso, nunca discutía sobre los sentimientos de nadie. ¿La quería de verdad? ¿Quería
a alguien o se quería más a sí mismo?
Cuando se encontraban solos haciendo el amor, Susanna tenía la certeza de que la
quería de verdad. Charlie era apasionado y hasta tierno; él la sujetaba contra su cuerpo,
besándola con mucho ardor y sentimiento. Susanna sabía muy bien que era hermosa; podía
leerlo en sus ojos y en su sonrisa mientras él la devoraba con los ojos.
Pero con los pantalones puestos Charlie Babbitt era otra persona; era un Charlie Babbitt
en busca de la oportunidad que le fortalece a él y debilita a su adversario. Cuando otros
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soñaban, Charlie estaba pensando con la cabeza. Susanna le amaba, pero no estaba segura de
que aquello fuera para siempre.
Susanna se había quedado en silencio en los últimos quince kilómetros; había mirado
fijamente a Charlie pero no había sido capaz de comprender su expresión. Charlie mantenía las
manos al volante y la vista fija en la carretera; estaba pensando en sus cosas sin querer
compartirlas; nunca quería compartirlas. Sin embargo, Susanna sabía muy bien que la
seguridad y la confianza que había mostrado en aquel negocio eran algo fingido. Había una
cosa que preocupaba mucho a Charlie; desde que eran amantes, ella había aprendido a leer en
sus ojos.
—No quisiera pedirte mucho, pero ¿crees que podrías decirme alguna palabra? Con diez o
doce bastarán —ironizó finalmente Susanna—. Si puede ser, que sea antes de llegar al hotel.
Charlie miró por un momento a Susanna; sus miradas se encontraron y ella arqueó una
ceja.
—Sólo para entretenernos —le dijo ella con sequedad.
Charlie mostró una sonrisa de complacencia. Aquello era una chica, no parecía mostrar el
menor temor por él ni por nada.
–Me alegra que hayamos decidido marcharnos el viernes –contestó con un tono
desenfadado–. Eso te da tres días para quejarte de mí todo lo que quieras.
–Mira –exclamó Susanna con pragmatismo–, si estás tan preocupado, llama por teléfono
y ordena lo que tengas que ordenar. Ya sé que este asunto no tiene ninguna importancia,
pero...
–¿Tan segura estás de que estoy pensando en eso? –preguntó Charlie con una risa, pero
detrás de aquella risa y de aquellos ojos estaba disimulando gran tensión.
–Bueno, espero que no será otra mujer. –Susanna entornó los ojos de un modo burlón.
–A lo mejor son tres mujeres –bromeó Charlie.
—Bueno, a lo mejor te han llamado. —Susanna descolgó el teléfono del coche y se lo
pasó a Charlie.
–Tres, cero, uno, nueve –soltó la voz de la operadora.
Babbitt Charlie se identificó en tono brusco, Susanna le miró con impaciencia; estaba
preocupada por él,
—Hay dos llamadas de un tal señor Bateman. ¿Quiere su teléfono?
—No respondió Charlie sin mirar a Susanna.
—De acuerdo dijo la operadora. También hay... ¡Oh! la operadora se calló por un
instante. ¡Oh, mierda! murmuró en voz baja.
Charlie y Susanna se miraron extrañados. ¿Qué demonios pasaba?
—Aquí hay un tal... eh... señor John Mooney. Ha dejado un mensaje diciendo que es el
abogado de su padre. En Cincinnati. Y... señor, su padre ha muerto. Susanna dio un grito
sofocado y miró a Charlie. Este seguía con la misma cara y sin decir una sola palabra. El eh...,
el entierro es el domingo siguió diciendo la operadora, algo nerviosa. Le ha costado mucho
trabajo encontrarle. Si quiere, tengo su... teléfono...
Pero Charlie había cortado la comunicación. Se le había pegado el pie al acelerador.
Seguían a ciento treinta, Charlie seguía con la mirada fija en la carretera, pero Susanna podía
sentir la tensión que guardaba dentro, sintió una mezcla de compasión y dolor. Los ojos de
Susanna se llenaron de lágrimas. Era el padre de él.
—Oh, Charlie —murmuró. ¿Te encuentras bien?
No contestó, pero levantó el pie del acelerador y el coche empezó a perder velocidad.
Frenó echándose hacia atrás y el Ferrari se detuvo. Siguió sentado con la mirada fija en la
carretera, encerrado en un silencio lo mismo que una mosca atrapada en un trozo de ámbar.
Susanna posó la mano en el hombro de Charlie; quería recordarle que estaba allí porque
le quería.
Él se volvió hacia la muchacha.
—Nena, siento estropearte el fin de semana.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¿Qué dices? Aquella salida de Charlie estaba tan fuera de lugar que Susanna no podía
dar crédito a lo que había oído. Charlie... le giró la cara con los dedos para encontrarse con su
mirada.
Pero Charlie se escapó de aquellos ojos.
—Mira murmuró sin atreverse a mirarla, la verdad... es que nos odiábamos... A muerte.
Pero Susanna no vio ningún odio en aquel tono de voz; sólo dolor. Sentía pena por él;
acarició la cabeza de él con ternura, como una madre acaricia a su hijo.
—Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Sólo quedamos... mi padre y yo.
Susanna se mordió el labio.
—¿Te pegaba?
Charlie dudó un momento.
—Por dentro dijo al fin, sacando aquellas dos palabras desde el Fondo del corazón. Todo
lo que yo hacia estaba mal. Cuando le enseñaba mis malas notas se olvidaba siempre de las
buenas. Le brindó a Susanna una sonrisa triste y amarga.
Los dos se quedaron en silencio, cada cual encerrados con sus pensamientos.
—Me voy contigo —dijo Susanna de repente.
Charlie sacudió la cabeza.
—Es todo un detalle —dijo con una sonrisa. Pero no es necesario que lo hagas.
Quiero hacerlo —contestó Susanna con terquedad—. No me digas que no.
Pero Charlie seguía sacudiendo la cabeza; era tan testarudo como ella.
—Déjalo dijo con brusquedad.
Susanna se sintió herida, se echó hacia atrás y quitó la mano de la cabeza de Charlie.
Charlie volvía a hacer de ella una extraña, otra vez volvia a alejarla. Sin embargo, lo único que
los había mantenido unidos en aquellos instantes habia sido el contacto de su mano. Ahora,
Charlie se sentía vulnerable y solo, y quiso abrazar a Susanna.
A veces olvido con quién estoy hablando susurró con una sonrisa amarga.
Susanna llevo la cabeza de Charlie a su regazo y posó la mejilla sobre el cabello de
Charlie... A pesar de las circunstancias, Susanna no pudo evitar sentir cierta alegría desde el
fondo de su corazón. Si, Charlie la necesitaba.

Capítulo dos

Durante todo el viaje de regreso, Charlie se mostró nervioso y malhumorado, pero


Susanna lo aceptó como una reacción lógica ante la repentina noticia de la muerte de su
padre. En el trayecto, Charlie le contó lo que pensaba hacer utilizando frases cortas y
telegráficas. Primero irían al apartamento de Susanna; ella se quedaría allí mientras él cogía
su Volvo para ir a su casa y hacerse con un traje para el entierro. Con todos aquellos
acreedores pisándole los talones, a Charlie no le hacía ninguna gracia circular por la ciudad con
su Ferrari, ni siquiera quería pasarse por su apartamento. En cuanto volviera harían todos los
preparativos para el viaje. Pasarían la noche del viernes en casa de Susanna, irían al
aeropuerto muy temprano por la mañana y llegarían a Cincinnati a tiempo para cenar y pasar
la noche en un hotel, asistir al entierro y volver inmediatamente a casa. En cuanto al fin de
semana en Palm Springs, Charlie prefirió dejarlo para otra ocasión, pero le prometió a Susanna
que no se le olvidaría.
Susanna ya estaba lista cuando Charlie apareció; fue directo al teléfono con la tarjeta de
crédito en la mano. Reservó dos asientos de primera clase y luego llamó al Broadham de
Cincinnati para pedir una habitación doble.
—No; sólo para mañana por la noche. Nos vamos el domingo por la mañana.
Tan pronto como el avión hubo despegado, Charlie se tragó dos Chivas como si nada,
reclinó el asiento, apoyó la cabeza en la ventanilla y se quedó dormido. Sola, Susanna iba
comiendo galletas con caviar acompañándose con un poco de champán. Se sentía sin fuerzas;

10
Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

no tenía ánimos para nada; una vez más, Charlie Babbitt se encerraba en sí mismo para
dejarla al margen.
Charlie no se despertó cuando pasó la azafata con el carrito de la cena, y Susanna no
quiso despertarle. Pensó que estaría agotado con toda aquella tensión que estaba soportando.
Susanna se resignó a su soledad, comió un poco de ensalada de langosta y dejó el resto de la
cena intacto.
Charlie abrió los ojos cuando el avión estaba a punto de aterrizar; estaba hambriento. La
azafata pelirroja tuvo que explicarle que la cocina había cerrado y que toda la comida estaba
ya guardada; Charlie le brindó su sonrisa número uno, la del seductor, y exclamó en un tono
irresistible:
–Siento causarle tantas molestias, pero no he comido en todo el día y me muero de
hambre...
Al cabo de cinco minutos la azafata volvía con una bandeja con pescado frío, un buen
filete con champiñones («a mí no me han dado filete», exclamó Susanna echando humo),
patatas, una ensalada, panecillos calientes, chocolate deshecho, café y una copa de coñac.
–¿Tendrá suficiente? –preguntó la azafata como si tal cosa.
Esta vez, Charlie dibujó su sonrisa seductora muy despacio.
–Me ha salvado la vida –murmuró en voz baja–. No sé cómo agradecérselo.
«Me lo imagino», pensó Susanna en italiano mientras Charlie devoraba la comida. «Creo
que me lo imagino.»

Susanna se sorprendió al ver el hotel. El Broadham era grande y seguramente había sido
muy elegante en otro tiempo, pero ya era viejo. Aún quedaba una sombra de dignidad en
aquel vestíbulo de mármol agrietado y polvoriento; aquellas grandes arañas de cristal medio
rotas eran más apropiadas para el siglo pasado que para el presente. Charlie Babbitt siempre
acostumbraba buscar lo nuevo, lo deslumbrante, lo impecable, lo práctico y moderno. Pero
aquello era muy distinto.
Después de registrarse y de entrar en la vieja habitación que habían reservado, Susanna
se sintió muerta de cansancio. Sólo quería dormir; el día siguiente empezaría con el entierro y
sería un día muy pesado; aquél tampoco había sido un día muy ligero. No estaba muy segura
de lo que veía: techos altos y agrietados, relieves dorados y rotos, y colgaduras de terciopelo
hechas jirones; lo único que la seducía era la vieja bañera y la cama doble. Después de un
largo baño cayó dormida casi inmediatamente.
A su lado, Charlie permaneció despierto horas enteras, fumando un cigarrillo tras otro
con la mirada fija en la oscuridad.
El domingo por la mañana aún guardaba más sorpresas. Susanna salió del vestidor de
aquella suite vestida con un sencillo traje negro y unas medias oscuras; al salir, se encontró a
Charlie arreglándose una sobria corbata delante del espejo. Parecía otro. Susanna trató de
averiguar por qué parecía distinto.
Charlie llevaba un traje que ella nunca le había visto, y había algo en él –tal vez el corte
a la antigua, o aquel tejido oscuro y a rayas– que convertía a aquel joven presumido que
llevaba trajes importados en un hombre de negocios de una integridad y una sobriedad
intachables. No había en todo Hollywood un solo vendedor de coches de segunda mano que
tuviera aquel aspecto. Sólo cuando Charlie se puso sus inseparables gafas de sol, Susanna
reconoció algo del antiguo Charlie Babbitt.
Pero lo más extraño de todo era que aquella inesperada dignidad no parecía ser fingida,
como si fuera otra de las muchas facetas de su personalidad. A Susanna todo aquello le
parecía muy real.
El coche que habían alquilado los estaba esperando delante de la puerta giratoria del
hotel. Era un Lincoln negro muy elegante y muy adecuado para la ocasión; aquello era otra
sorpresa, aunque después de pensarlo un poco, Susanna comprendió que Charlie no se iba a
presentar en el cementerio en un Cadillac descapotable de color rojo.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Se sentaron sin decirse nada y el coche empezó a deslizarse en silencio por el centro de
Cincinnati primero y luego por las afueras. El cemento y el acero pronto dejaron paso a la
hierba y a los árboles, a unas filas enteras de casitas completamente iguales y, más a lo lejos,
unas casas más grandes separadas unas de otras por unas verjas; por fin, el Lincoln giró al
encontrarse con los muros del cementerio. El Memorial Park, levantado en 1835, era un lugar
con muchas pendientes y mucha hierba, como si se tratara de un cuadro; tenía cipreses y
sauces y estaba poblado por unas almas prósperas que esperaban pacientemente en sus
criptas de mármol o bajo unas grandes losas de granito el día del Juicio Final.
En lo alto de un montículo, en uno de los lugares más privilegiados del parque, se estaba
congregando una comitiva funeraria. Había alrededor de una docena de caras muy serias;
hombres de pelo canoso y mujeres enlutadas rodeaban una tumba abierta. Aparte del vivo
azul del cielo, la única pincelada de color en aquella escena la ponían las vestiduras del pastor
y el rojo vivo de una corona de rosas en la que también podía leerse en letras doradas:
SANFORD BABBITT.
El coche se detuvo, Charlie salió y se alisó las arrugas del traje. Todas las miradas se
volvieron hacia él.
—Creo que te esperaban –dijo Susanna con calma.
Charlie se puso derecho y caminó despacio montículo arriba totalmente ensimismado.
Susanna le seguía a unos pocos pasos. Se quedaron un poco separados mientras empezaban
las honras fúnebres y ni siquiera participaron en los responsos ni en los cánticos, aunque
Susanna no pudo evitar santiguarse cuando el pastor pronunció las palabras. «Yo soy la
Resurrección y la Vida.»
Fueron unas honras muy sencillas y todo terminó muy pronto. Charlie arrojó un puñado
de tierra sobre el costoso ataúd de bronce, sin pestañear y sin derramar una sola lágrima. A
una señal suya, Susanna empezó a caminar hacia el coche, pero Charlie se acercó a uno de los
que allí se encontraban y se estrecharon la mano. Tenía que ser John Mooney, el abogado del
viejo señor Babbitt. Susanna no pudo escuchar lo que se decían, pero vio cómo Mooney sacaba
un llavero, quitaba un par de llaves y se las entregaba a Charlie, que en seguida se las guardó
en el bolsillo.
Charlie bajó del montículo sin mirar atrás. Al entrar en el coche y sentarse junto a
Susanna se limitó a decir: –Hay cambio de planes. Nos quedamos en Cincinnati otra noche. He
de arreglar un asunto antes de irnos.
—¿Y adónde vamos ahora? —preguntó Susanna mientras Charlie ponía el motor en
marcha.—Ya lo verás cuando lleguemos.
—¿Cuando lleguemos? ¿A dónde? –insistió.
—A East Walnut Hills.
Walnut Hills es una parte de Cincinnati en donde pueden verse muy pocos visitantes y
casi ningún tráfico. Las casas son majestuosas, casi mansiones. Cada una cuenta con un
terreno de diez acres; no es de esos lugares donde los vecinos charlan de un lado a otro de la
valla o van y vienen de una cocina a otra. Es uno de esos lugares en los que la palabra dinero
se susurra, porque es algo indigno de uno irlo anunciando a los cuatro vientos.
—Aquí es. Hogar, dulce hogar –dijo Charlie con algo de sarcasmo.
Susanna estaba impresionada, salió del coche y se detuvo ante la enorme mansión de los
Sanford Babbitt, la casa donde Charlie había crecido hasta que, por algún misterio, se escapó
de ella siendo niño.
Charlie salió del Lincoln y subió con las maletas por la escalinata de la fachada.
—No sabía... que tú... hubieras nacido entre todo esto –exclamó Susanna. Aún no había
salido de su estupor, y estaba intentando que todo aquello encajara en su cabeza con un
Charlie Babbitt que no conocía.
—Gracias –contestó Charlie con brevedad.
—No lo decía en ese sentido.
Pero Charlie ya no le estaba escuchando. Se había deshecho de las maletas y empezó a
caminar hacia los dos coches que había estacionados bajo el portecochére que conducía al
garaje. Uno de los coches era un RollsRoyce de color marrón y plata, pero los ojos de Charlie
estaban fijos en el otro coche.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Era un Buick Roadmaster descapotable de 1949, el último año antes de que se dejaran
de construir. Era de un color crema con una superficie perfectamente encerada y lustrada.
Todo en él era perfecto, desde las desenfadadas y brillantes piezas de cromo hasta el cuero
rojo de la tapicería, desde aquellos irresistibles parachoques hasta la espléndida rejilla del
motor, desde las portillas del capó hasta la inclinación del parabrisas trasero. Era algo
especial; era una preciosidad, y el rostro de Charlie reflejaba su predilección por aquel coche.
Al ver el Rolls, Susanna se quedó de piedra.
—¿Era corredor de bolsa?
—Era banquero —contestó Charlie sin quitar los ojos del Buick descapotable—. Ganan
mucho. —Acarició el capó del coche con cuidado.
Susanna dejó de mirar el Rolls que tanto le había impresionado y se fijó en el Buick.
—Vaya coche —exclamó.
—Conozco este coche desde pequeño —dijo Charlie en voz baja—. Sólo lo he conducido
una vez —añadió.
Susanna se quedó algo molesta por aquel tono de voz, pero sus ojos no se encontraron y
ella prefirió no decir nada.
Allí mismo se encontraban unos espléndidos rosales cercados por unas piedras. Susanna,
que amaba las rosas, reconoció en seguida la rareza de algunas variedades. Pero casi todas
estaban marchitas, con las hojas polvorientas y los pétalos apuntando el color marrón en las
puntas.
—Alguien debería regarlas. Se están muriendo.
Charlie lanzó una mirada de satisfacción hacia las rosas; era una mirada llena de
desprecio que bastaba para convertir esos rosales en polvo.
—Déjalas —exclamó. Aquello era otra sorpresa. ¿Qué tenía en contra de aquellos
rosales?
Susanna siguió a Charlie por la escalinata de la puerta principal y esperó a que
encontrara las llaves que Mooney le había entregado. Al entrar, Susanna se quedó sin aliento
ante aquel esplendor. El vestíbulo, que conducía a una gran escalinata al fondo de la sala,
tenía dos enormes espejos de dos metros con unos marcos de moldura barroca, uno enfrente
del otro, reflejando a Charlie y a Susanna hasta el infinito, como el espejo de un cuadro
renacentista. La casa estaba desierta; era domingo, y el poco servicio que había en aquella
mansión tenía el día libre.
Charlie abrió la puerta que daba a la sala de estar. Sintieron un fuerte olor como de
algún producto para limpiar muebles; olía, además, a cerrado y podía verse polvo en todas
partes. La habitación era enorme, con unas alfombras orientales muy grandes y unos muebles
antiguos de caoba.
En las paredes había unos óleos con marcos dorados; no tenían ningún mérito y estaban
pintados por esos academicistas sin imaginación ni originalidad. En conjunto, la sala daba una
impresión de poder y opulencia, de dinero antiguo y de un silencio profundo y negro. Era
imposible imaginarse una risa en un lugar como aquél, ni tampoco voces de enfado, ni
palabras de amor. Era una habitación para las ocasiones, no para las emociones. Pero él sabía
que allí había habido muchas emociones, y de las fuertes.
Charlie Babbitt permaneció en el umbral de la puerta un buen rato, estudiando aquella
habitación palmo a palmo. Su expresión era extraña.
—Bueno, ¿y qué? —preguntó al fin Susanna.
Charlie ni siquiera la miró, y empezó a hablar para sí mismo más que para Susanna.
—Cuando le dije que me iba... yo estaba allí. Él estaba sentado... en aquella silla. —
Sacudió la cabeza como queriendo aclarar las imágenes de aquella escena; luego tomó de la
mano a Susanna y la condujo por toda la casa para enseñárselo todo: las enormes cocinas, el
comedor con los candelabros de la pared y una araña colgando sobre una mesa muy larga en
la que podían sentarse hasta veinte personas; la fabulosa biblioteca con estanterías muy altas
y libros forrados en piel; la serie interminable de dormitorios del segundo piso, todos con
chimeneas de mármol y cuartos de baño también de mármol.

13
Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Para Susanna, la mejor habitación de todas era una del tercer piso, la que Charlie había
tenido de niño. Había una cama, banderines de béisbol, aviones de juguete Migs y F14, todas
las cosas propias de un niño. Nada se había tocado desde que Charlie dejó aquella casa, ni
siquiera la ropa sucia de su armario.
A Susanna le costaba mucho trabajo relacionar al Charlie Babbitt que conocía, rápido, frío
y audaz, con aquellas camas y aquellas estanterías con clásicos como La isla del tesoro y Robin
Hood. Era difícil, pero también era enternecedor. Tenía ante ella un aspecto de Charlie Babbitt
que sólo conocía ella.
Empezó a revolver el armario de Charlie; sacó unas viejas cajas de cartón llenas de cosas
y se sentó en el suelo para examinarlas despacio. Había fotografías, álbumes de autógrafos, un
póster de Kiss y muchos discos viejos.
Aquello era divertido, era como asomarse al pasado de la persona que amaba. Levantó la
cabeza y vio a Charlie haciendo carantoñas.
—Esa cara tiene gracia.
—De un chiflado para otra chiflada —señaló él.
—No estoy chiflada, sólo tengo curiosidad. Eras hijo único. Cuando tú naciste él debía de
tener... ¿Cuánto? ¿Cuarenta y cinco o algo parecido? Tal vez pensaba que a esa edad ya no iba
a tener ningún hijo. —Susanna se mordió el labio, vaciló un momento y luego continuó—:
Estoy segura de que te quería de verdad...
Charlie se agachó y empezó a acariciarle las orejas.
—¿Por qué has dicho que te odiaba? —pregunto Susanna con decisión.
—Tienes las orejas rojas... y son un poco puntiagudas... mira, mira aquí. —Un ligero
mordisco siguió al paso de sus dedos y Susanna sabía lo que Charlie quería decir con aquello.
No quería hablar sobre su padre ni tampoco sobre aquella relación atormentada. Sólo quería
quitarse aquellas ropas de luto. Quería hacer el amor con ella, allí, en el cuarto de su infancia,
en su antigua cama, para que el fantasma de aquel niño pudiera ver que ya era todo un
hombre.
Un rato después, Susanna se puso una antigua camiseta de Charlie y un par de
vaqueros. A Charlie ya no le iba bien toda aquella ropa, y decidió ir sin camisa, llevando sólo
los pantalones del traje. Recorrieron juntos toda la casa hasta asaltar la cocina para ver qué
había de comer. Encontraron unas latas de ostras en escabeche, galletas saladas y un helado
de vainilla. Eran como dos niños correteando por la casita de muñecas más grande y más cara
del mundo.
Cuando acabaron de explorar toda la casa, se fueron a la parte más alta que aún no
habían visto. El desván era un lugar polvoriento y lleno de cosas pero bien iluminado. Allí
estaba guardada toda la historia de los Babbitt en unos baúles de hierro y madera muy
antiguos. También estaba allí la vida de Charlie. Había una de esas sillas altas en las que
comen los niños muy pequeños, pero era extraño, porque no recordaba haberse sentado
nunca en ella; también había cajas llenas de juguetes, documentos y toda clase de bártulos.
Se sentaron en el suelo del desván y empezaron a hojear unas revistas muy antiguas;
estaban cansados pero nunca se habían sentido tan cerca el uno del otro. Entonces, Charlie
bajó de las nubes bruscamente.
—¿Te acuerdas del descapotable? —preguntó.
Susanna asintió con la cabeza y tuvo la impresión de que le iba a decir algo muy
importante.
—Era la niña de sus ojos. Eso y las malditas rosas. —Hablaba en un tono amargo y seco
—. Me había prohibido acercarme al coche. Siempre me decía que era un coche clásico, que
había que respetarlo y que no era para niños. —Ahora el tono de la voz era autoritario y
Susanna oyó en ella el eco de la voz de Sanford Babbitt—. Estaba acabando el bachillerato.
Tenía dieciséis años, y por primera vez en mi vida llevé a casa unas notas sensacionales.
Susanna le miró impresionada.
—No pongas esa cara de sorpresa.
—¿Y qué cara quieres que ponga?

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Otra. —Susanna hizo una mueca e intercambiaron unas carantoñas. Charlie siguió
hablando—. Le pregunté a mi padre si podía dejarme el Buick para salir con unos amigos. Me
dijo que no, pero yo le robé las llaves y me lo llevé.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué no esperaste? —Susanna fijó la mirada en el rostro de Charlie.
—¡Porque me lo merecía! —La voz de él se elevó casi en un grito—. Había hecho algo
excepcional y merecía un premio. Volvió a su tono normal—. Mi padre nunca supo
comprenderme.
Susanna no dijo nada, sólo escuchaba atentamente. Pensó que Charlie tenía un vacío
muy grande en su corazón.
—Nos fuimos al Columbia Parkway. Allí estábamos los cuatro amigos, hasta que nos
detuvieron. Mi padre denunció a la policía que le habían robado el coche. No dijo que su hijo se
lo había llevado sin permiso. Dijo que era un robo. —El rostro de Charlie se puso tenso al
recordar aquello—. Nos llevaron a la comisaría. Al cabo de una hora todos estaban fuera
excepto yo. Mi padre me dejó encerrado allí dos días.
Dios mío murmuró Susanna, conmovida.
Aquello estaba lleno de borrachos vomitando. Se estremeció al recordar aquellas terribles
cuarenta y ocho horas. Es la única vez en toda mi vida que he tenido miedo de verdad. No
pude aguantarlo... y me marché de casa para no volver nunca más.
Y ésa era toda la historia, la historia de un adolescente que había huido de un padre
dominante y cruel que no creía en su hijo, un adolescente que quería demostrarle todo lo
contrario; ahora ya era demasiado tarde. Su padre nunca conocería sus éxitos, pero tampoco
juzgaría sus fracasos. Su padre nunca llegaría a sentirse orgulloso de él.
Charlie esbozó una sonrisa, como quitándole importancia a todo aquello, pero el dolor era
tan evidente que no soportaba la idea de que Susanna le mirara a la cara. Le hacía demasiado
vulnerable. Se levantó y volvió a recorrer con la mirada todo lo que había sido suyo.
Mira esta caja. Hay trenes, sombreros de vaqueros y... Sacudió la cabeza en una mezcla
de desenfado y disgusto. Vuelvo a tener hambre. Vaciemos la nevera. Le dio la mano a
Susanna y la ayudó a levantarse del suelo.
Al salir de la habitación Charlie se fijó en algo y se detuvo en seco; clavó la mirada en un
objeto que sobresalía de una caja. Se quedó de piedra mientras algo le pinchaba en algún
oscuro rincón de la memoria...
Dios mío murmuró. Entre el laberinto de sus recuerdos infantiles empezó a oír una
melodía... los Beatles... hasta que se evaporó.
Charlie se agachó y cogió aquel trozo del pasado. Era una manta muy vieja, una manta
raída y descolorida, una manta de niño pequeño. La sostuvo entre sus manos sin quitarle el
ojo de encima.
—¿Era tuya? preguntó Susanna, sabiendo perfectamente que lo era.
Pero Charlie no contestó; se limitó a examinar la manta como si fuera el mapa de un
tesoro de su pasado. Acarició aquel tejido desgastado, se lo llevó a la nariz y lo olió,
ensimismado.
—Charlie —dijo Susanna con dulzura.
Pero el encanto se rompió.
—Es como si hubiera vuelto a recordar algo. Ya sabes que los críos siempre se inventan
algún... amigo imaginario.
Susanna asintió. Su «amiga» había sido la Virgen María; aún le seguía contando sus
cosas, dirigiéndose a ella como si María nunca la dejara sola.
Bueno, pues el mío se llamaba... ¿cómo demonios se llamaba? Charlie rebuscó entre sus
recuerdos. El hombre de la lluvia. Eso es. El hombre de la lluvia. Cuando tenía miedo de algo
me envolvía en esta manta y el hombre de la lluvia me cantaba. Esbozó una sonrisa. Ahora
que lo pienso, debía de estar muy asustado. Pero hace ya tanto tiempo de eso...
—¿Y qué hiciste con él? —preguntó Susanna conmovida—. Con tu amigo.
Charlie sacudió la cabeza.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—No lo sé —confesó—. Supongo que me hice mayor. Retuvo aquella manta entre sus
manos un rato más, luego la devolvió a su caja y la cerró, como alejándose de un recuerdo de
la infancia. Vamos a comer algo.

Aquella tarde, mientras Susanna se encontraba sentada en el dormitorio de Charlie


repasando enternecida las fotografias de la infancia y adolescencia de Babbitt, éste y John
Mooney, el abogado de su padre, se encontraban en el comedor del piso de abajo, con un
montón de papeles derramados sobre la impecable mesa de caoba. El testamento; se trataba
de la última voluntad de Sanford Babbitt. Charlie era al parecer el único heredero de una
fortuna considerable y estaba muy interesado en lo que iba a pasar; escuchó atentamente a
Mooney, pero de momento lo que oía no le hacía ninguna gracia.
Mooney sólo tenía que decir: «Todo es tuyo, muchacho». Pero aún no había dicho nada
parecido a eso.
Charlie seguía impasible; en el póquer de la vida uno no enseña sus cartas hasta que el
otro no apuesta para verlas.
—En seguida procederemos a la lectura del testamento, pero antes voy a leerle algo que
su padre me pidió que le comunicara. ¿Hay alguna objeción? —John Mooney miró a Charlie por
encima de las gafas.
—¿Y por qué iba a haberla? —contestó Charlie encogiéndose de hombros. Por lo menos
se trataba de una carta y no de una de esas detestables cintas de vídeo de ultratumba. Gracias
a Dios no tendría que mirar a su padre. Sólo tenía que escuchar. Pero, a pesar de todo se
sentía molesto e incómodo.
Mooney asintió con la cabeza, cogió un sobre sellado y lo abrió con habilidad. Extrajo un
par de hojas de papel caro y las desdobló con cuidado. Charlie reconoció el membrete de su
padre.
—A mi hijo Charles Babbitt. Querido Charles —empezó a leer el abogado en un tono seco
—. Hoy he cumplido setenta años. Ya soy viejo pero no tanto como para olvidar el día en que
te trajimos del hospital tu difunta madre y yo. Eras el niño perfecto, estabas lleno de
vitalidad... y de promesas.
Charlie se estremeció por dentro. Otra vez aquella maldita palabra: promesas. Eran las
tres sílabas favoritas de su padre.
—También recuerdo —siguió leyendo Mooney— el día en que te fuiste de casa, lleno de
amargura y de ambición. Tan lleno de orgullo...
El abogado interrumpió la lectura y levantó los ojos para ver cómo reaccionaba Charlie.
Pero Charlie seguía impasible.
—Comprendo que rechazaras la vida que yo te ofrecía, y te perdono: la universidad y
otras ventajas que los de tu clase aceptan con entusiasmo...
—Lo ha escrito mi padre —señaló Charlie con una sonrisa—. Es como si escuchara su
voz.
—Y habiéndote criado sin una madre —Mooney prosiguió sin levantar los ojos de la carta
—, es comprensible que tengas un corazón tan duro. Tu negativa a fingir por lo menos que me
querías o que me respetabas. Todo eso te lo perdono. Pero no me has escrito, no me has
telefoneado, no has querido volver a entrar en mi vida y eso es lo mismo que no tener ningún
hijo. Ojalá consigas lo que siempre he querido para ti. Te deseo lo mejor.
John Mooney dejó de leer, dobló la carta con el mismo cuidado con que la había abierto y
la volvió a meter en el sobre. Se hizo evidente que aquel anciano abogado estaba emocionado
por lo que había leído. Disimuló con un carraspeo, pero Charlie no movió un solo músculo. Se
quedó esperando en silencio a que todo se aclarara de una vez.
Luego, el abogado tomó el testamento y, sin apenas mirar a Charlie, empezó a leerlo.
—Lego a Charles Sanford Babbitt el Buick descapotable que entró en mi vida, como mi
hijo, en 1962. Me ha servido todos estos años con fidelidad. Espero que eso le traiga buenos
recuerdos de mí. También dejo en sus manos mis valiosísimos rosales. Espero que eso le
recuerde el valor de la excelencia y la posibilidad de la perfección.

16
Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

El incomodo de Charlie empezaba a ser alarmante. Estaba preparado para todo.


—En cuanto a la casa y al resto de las propiedades, se lo dejo todo en fideicomiso según
los términos de cierta disposición que adjunto.
Mooney levantó la cabeza; había terminado de leer el testamento y empezó a guardarlo.
¿Fideicomiso? ¿Cierta disposición? ¿Qué disposición? ¿Qué demonios significaba todo
aquello?
—Eh... ¿Qué quiere decir eso? preguntó Charlie con calma—. No entiendo la última parte.
—Se refiere a todas las propiedades, por un valor de tres millones de dólares después de
pagar los gastos y los impuestos; todo eso queda en fideicomiso para un beneficiario anónimo.
—¿Quién? —Mantuvo un tono sereno a pesar de que la tensión estaba empezando a
llegarle a los hombros y al cuello. No tenía ningún sentido encararse con el abogado cuando
aún no le había dicho lo que quería saber.
John Mooney devolvió todos los papeles a su maletín.
Anónimo quiere decir que no puedo revelar su nombre respondió con una lógica
aplastante. En lo que a él le atañía, la lectura del testamento había terminado y ya no tenía
nada más que hacer allí.
¿Quién... eh... controla todo este dinero? ¿Usted? Mooney sacudió la cabeza.
Antes de morir nombró un fideicomisario. No puedo revelar su nombre. Se levantó de la
silla y cogió su sombrero.
—Bueno... ¿Y ahora qué? —insistió Charlie. Tenía la sensación de que las últimas
palabras del abogado eran como una puerta que se le cerraba en las narices y que le dejaba a
él, a Charlie Babbitt, a la intemperie.
—Lo siento. —Mooney sacudió la cabeza de un modo terminante—. No puedo decirle
nada más. —Caminó en dirección a la puerta mientras Charlie no le quitaba los ojos de
encima. Antes de salir, el abogado se volvió para decirle algo—. Lo siento, hijo. Ya sé que esto
te ha decepcionado, pero...
—¿Decepcionado? —Charlie saltó de la silla como una fiera salvaje—. ¿Por qué iba a
decepcionarme? Tengo un coche usado, ¿no? ¿Y los rosales? ¡Mierda, no nos olvidemos de
esos malditos rosales!
Al ver la furia de aquel joven, el anciano abogado se acobardó un poco. Pero Charlie
estaba demasiado excitado para darse cuenta de ello.
—Y ese... ¿Cómo ha dicho? ¿«Benefactor»?
—Beneficiario —respondió Mooney sin perder la calma.
—¡Pues ese maldito beneficiario se lleva tres millones de dólares! ¿También ha heredado
los rosales? ¡No, claro! ¡Los rosales son para el hijo único de papá! ¡Supongo que el otro
estará llorando de pena!
—Charlie...
—¡Sí, mierda! —Charlie estaba demasiado indignado para escuchar—¿Sabe dónde puede
meterse los rosales?
—No es necesario que...
—¡Mierda! —vociferó Charlie—. ¿Me oye? ¡Mierda! ¡Mierda! —Estaba jadeando y casi no
podía respirar—. ¿Sabe qué le digo, señor Mooney? Que mi padre me está mirando ahora
desde el infierno, y se está riendo de mí a carcajadas. —Empezó a sacudir la cabeza con
violencia mientras Mooney le miraba muy nervioso—. Sanford Babbitt. ¿A usted le gustaría
estar en mi lugar sólo cinco minutos? —preguntó—. ¿Ha oído bien esa jodida carta? ¿La ha
escuchado bien? —Charlie se detuvo; era incapaz de seguir. Tenía las manos crispadas y
seguía jadeando.
—Sí, he oído bien —respondió John Mooney mirando fijamente a Charlie—. ¿Y tú?

Cuando el abogado se marcho, Charlie anduvo por todo el comedor a grandes zancadas
durante dos minutos como un animal enjaulado, luego salió a respirar un poco de aire. ¡Aire!
¡Necesitaba aire fresco! Estaba sofocado y notaba cómo la bilis le subía por la garganta. Estaba
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

herido, indignado, frustrado y tenía la terrible sensación de estar perdido y solo; intentó
controlarse. Sentía como si le hubiesen apaleado de un modo cruel y despiadado, y después le
hubieran dado por muerto.
¡Malditos rosales! Charlie advirtió la ironía del legado de su padre. Aquellos rosales
habían significado mucho más para él que su único hijo. Charlie recordaba los largos fines de
semana en los que su padre, en lugar de llevarle de paseo, a algún partido, a algún circo o a
dar una vuelta en el descapotable, se pasaba horas enteras mimando aquellas malditas rosas,
podándolas, quitando los hierbajos, regándolas, abonándolas y enderezándolas. Cualquier
afecto que pudiera esconder aquel banquero en su corazón frío y despiadado, lo reservaba
para las flores, no para la gente; ni siquiera para los que eran de su propia sangre. Aquellos
rosales le habían proporcionado muchas alegrías y muchos premios, mientras su hijo Charlie
nunca ganaba ninguno.
No era extraño que Charlie detestara aquellos rosales. Tenía la sensación de que aquellas
espinas le estaban pinchando, recordándole que ellas eran perfectas y él, en cambio, un
fracasado. Bueno pues ¡que se mueran!
Beneficiario anónimo. Aquellas palabras rebotaban en su cabeza impidiendo toda
deducción sensata. Beneficiario anónimo. Pero ¿quién? ¿Quién demonios le estaba robando
tres millones de dólares que le correspondían a él? ¿Quién se estaba riendo de él? ¿Quién se
burlaba sólo porque era un vendedor de coches de segunda mano y nada más? No, esto no iba
a quedar así. Tenía que hacer algo en seguida. Pensar; ¡tenía que pensar!
En alguna parte había un hombre, o tal vez una mujer o un niño que iba a heredar una
fortuna, la fortuna de Charlie. Tenía que encontrar a esa persona para presentar batalla. Pero
ni siquiera Charlie podía luchar contra alguien que no conocía. Tenía que hallarlo, ahora. Antes
de que pasara demasiado tiempo, antes de que abogados, testamentarías y fideicomisarios
acabaran por enfangarlo todo. Pero ¿cómo iba a localizarle? ¿Por dónde empezar?

Capítulo tres

Cuando Susanna dio por fin con él, Charlie se encontraba junto a la piscina vacía,
fumando un lucky y con la suficiente tranquilidad como para estar ideando un plan. —Te he
estado buscando por todas partes —dijo ella en tono preocupado—. ¿Cómo ha ido todo?
Charlie le brindó una sonrisa que expresaba seguridad y confianza.
—Tengo lo que ya esperaba —dijo, y se calló. Charlie durmió muy mal aquella noche,
revolviéndose en la estrechez de su cama y sufriendo pesadillas que parecían muy reales. A
veces había algo que le perseguía; otras, era él quien perseguía algo. Pero nunca llegaba a
saber qué era ese algo, o si se trataba de algo bueno o algo malo, ni qué podía hacer si
aquello le cazaba o él conseguía cazarlo.
Por fin abrió los ojos, hacia las seis y media de la mañana; en Los Angeles serían dos
horas menos. Aún no había conseguido librarse de aquella sensación de acoso que había
soñado. Tenía sed y estaba desorientado; por un instante no supo decir con seguridad dónde
se encontraba, hasta que por fin se acordó. Estaba en casa, en su antigua habitación y en la
casa de su padre de Cincinnati. Y su padre había muerto.
Repasó en su cabeza los sucesos del día anterior. El funeral de su padre. El testamento.
Los malditos rosales. La carcajada fantasmal de Sanford Babbitt desde el infierno. ¡Mierda! Se
sentó en el extremo de la cama tosiendo mucho por culpa de todos aquellos lucky strikes.
Seguía tosiendo y encendió el primer cigarrillo del día. Susanna se agitó a su lado y él la tocó
con dulzura para que se volviera a dormir. Necesitaba estar solo para pensar. Probablemente
era aquél el día más importante de su vida.
Charlie se deslizó hasta llegar a la cocina llevando sólo los calzoncillos puestos; encendió
el fuego y puso a calentar un cazo de agua para el café. Abrió la nevera y encontró un cartón
medio lleno de zumo de naranja y se lo bebió de un trago sin necesidad de ningún vaso.
Encendió otro cigarrillo y se sentó a la mesa de la cocina para meditar su plan.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

El primer paso, aquél sin el cual los demás pasos serían imposibles, era encontrar al
fideicomisario y averi guar quién demonios podía ser aquel anónimo beneficiario. Después ya
vería. Seguramente le ocurriría algo; siempre ocurre algo.
Era lunes, lunes por la mañana. Eran las siete y los bancos abrían a las nueve; el servicio
llegaría con toda seguridad a las ocho. Tenía que ponerse en marcha. Después de ducharse,
Charlie se afeitó con mucho cuidado, frotándose después las mejillas con una loción que había
encontrado en un armario del cuarto de baño. Era la loción de Sanford Babbitt. Exceptuando
sus puros, ahora Charlie olía igual que su padre. Hizo todo lo que pudo para eliminar las
arrugas de su traje de luto colgándolo en la bañera para que el vapor del agua caliente lo
alisara. Una vez vestido fue a despertar a Susanna con una taza de café caliente endulzado
con azúcar.
—Hay que irse, corazón. Tengo que ir a pescar unos cuantos peces. Venga, en marcha.
Cuando el descapotable azul se detuvo delante del Midwest America-Republic Bank de
Cincinnati, Susanna no entendía nada.
—¿Qué se nos ha perdido aquí?
—Tengo que averiguar algo —respondió Charlie con dulzura—. Vuelvo en seguida. Tú
quédate aquí.
Tardó cuarenta segundos en presentarse en el banco en busca de su pichón. Llamó la
atención de una mujer que se encontraba sentada en el tercer escritorio que había detrás del
mostrador, en la fila de los ejecutivos de categoría inferior, autorizados para llevar las
transacciones que los cajeros no eran capaces de hacer. No era muy joven ni tampoco muy
guapa, y llevaba tanto maquillaje y un peinado rubio tan complicado que daba la impresión de
haberse pasado horas enteras en manos de un peluquero. Para abreviar, era una mujer
presumida y vulnerable. Bastaban cinco minutos de sonrisa seductora y de algo plausible para
decir, y todo arreglado.
Al cabo de cinco minutos, Charlie Babbitt salió del Midwest America-Republic Bank con el
nombre del fideicomisario de su padre en el bolsillo. Se trataba de un tal doctor Walter Bruner.
La dirección correspondía a algún lugar del campo. También tenía a su disposición todas las
maneras posibles de llegar hasta allí. A pesar de estar conduciendo un Buick con la capota
abierta y con Susanna a su lado al pleno sol de julio, lo último en lo que estaba pensando era
en el coche, en la chica y en el tiempo. Todos sus pensamientos se concentraban en Bruner,
quienquiera que fuese. ¿Qué demonios iba a decirle para que le devolviera esos tres millones
de dólares? Siguió imaginando qué podía pasar, como si estuviera escribiendo y rehaciendo un
mismo guión.
Hacía mucho que habían dejado atrás los suburbios y ahora se encontraban recorriendo
una carretera rodeada por las verdes colinas de Ohio. A Charlie le importaba muy poco el
paisaje; Susanna, en cambio, murmuró impresionada:
—Esto es precioso. ¿Solías venir por aquí?
—Pues no.
Susanna no disimuló su desconcierto.
—¿Y qué hacemos...?
Antes de que pudiera terminar la frase, se vio empujada con fuerza hacia adelante hasta
dar casi con la nariz en el parabrisas. Charlie había pisado el freno con brusquedad.
—Me lo he pasado —refunfuñó Charlie mientras volvía al desvío, que era muy fácil de
pasar de largo. Medio escondido por la frondosidad de los árboles, pudieron distinguir un
camino estrecho y un cartel: CAMINO PARTICULAR.
Tomaron aquel camino en el que los castaños que había a ambos lados formaban un
túnel de ramas entrelazadas.
Charlie Babbitt miró a Susanna como queriendo pedir disculpas.
—He de arreglar algo sobre la herencia de mi padre —le dijo como si tal cosa—. No
tardaré nada. —Tenía los ojos escondidos detrás de sus gafas de sol, por lo que Susanna fue
incapaz de traducir aquellas palabras.
El Buick continuó marchando despacio por aquel pedregoso camino, que más se parecía a
un sendero. Al cabo de medio kilómetro se ensanchaba, subía por una pendiente y seguía por

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una curva muy amplia. Terminaba en la cumbre de una colina presidida por una enorme casa
blanca. Tenía todo el aspecto de ser un antiguo hotel o un lugar de reposo, aunque
probablemente se trataba de la mansión de algún ricachón; era acogedora y estaba rodeada
de un césped tan bien cuidado que parecía terciopelo verde.
—«¿Dónde estamos?», se preguntó Susanna.
Pasaron junto a un estanque muy pequeño lleno de patos y flores silvestres que crecían
en las márgenes cubiertas de musgo. A un lado del camino había un hombre con una bata
pintando frente a un caballete, de cara al estanque y dando la espalda al coche. Charlie detuvo
el Buick.
–Perdone. Esa casa de ahí... ¿es Wallbrook?
Pero el hombre siguió dándoles la espalda, sin hacer el menor caso del coche y de sus
pasajeros.
–Perdone –dijo Charlie elevando el tono de voz.
El hombre se volvió de repente sin decir nada y Susanna sofocó un grito. También
Charlie perdió durante un minuto su acostumbrada frialdad. El hombre tenía las manos y la
cara manchadas de pintura de todos los colores, y toda la bata era una mancha de pintura
fresca. En el caballete no había ningún paisaje con el estanque y los patos, ni siquiera con
aquella casa tan bonita; era un revoltijo de manchas, unos pintarrajos hechos con los dedos. El
hombre esbozó una sonrisa distraída, como la de un niño inconsciente. Charlie se quedó
helado frente al artista y su obra durante unos instantes, luego puso el coche en marcha y
siguió por aquel camino hasta detenerse delante de la casa.
Junto a la entrada había una reluciente placa de bronce con las siguientes palabras:
HOGAR WALLBROOK PARA DEFICIENTES MENTALES.
Salieron del coche, se dirigieron a la puerta de entrada y Charlie llamó con fuerza usando
la aldaba. Les abrió la puerta una mujer de mediana edad, atractiva, eficiente y muy bien
vestida.
–Quisiera hablar con el doctor Bruner, por favor.
La mujer asintió y los condujo a una gran sala con sofás, sillas cubiertas de zaraza, una
chimenea protegida con una pantalla de latón y una mesa repleta de revistas caras. Era la sala
de espera. Estaba amueblada con antigüedades de gran valor, todas elegidas con muy buen
gusto, pero seguía siendo la sala de un hospital. La mujer los acompañó hasta un par de sillas
y esperó a que se sentaran.
–En estos momentos el doctor Bruner está muy ocupado. Si son tan amables de esperar
un momento.
Charlie asintió regalándole su tercera mejor sonrisa, la del joven amable y educado; la
mujer le devolvió la sonrisa y se marchó. Charlie se levantó inmediatamente de la silla para ir
hasta la puerta y asomarse al pasillo. Miró a ambos lados y salió de aquella sala de espera.
–Charlie –exclamó Susanna, algo nerviosa–, no está bien que andemos fisgando por ahí.
–Entonces quédate sentada –le dijo por encima del hombro, y empezó a caminar por el
pasillo. Susanna se apresuró a alcanzarle. No quería quedarse allí dentro totalmente sola.
Unos metros más adelante, el lugar empezaba a tener un aspecto muy distinto. Las
antigüedades y las paredes pintadas con flores daban paso a unos muebles más prácticos y
vulgares y a una simple decoración de pintura verde. Aquello ya se parecía más a un hospital.
Charlie miró a su alrededor mientras Susanna seguía agarrándose a su brazo.
Sí; estaba claro que Wallbrook era un hospital para enfermos, pero para enfermos
mentales. No parecían violentos, por lo menos eso fue lo que pensaron al verlos en unas salas
dispuestas para su entretenimiento; todas estaban cerradas con llave, aislando al enfermo en
su mundo imaginario. Muchos de ellos veían la televisión sin prestar atención o sin comprender
lo que pasaba en la pantalla. Otros estaban sentados en unas mesas revolviendo grandes
piezas de madera de un rompecabezas infantil; otros se divertían en el suelo con varios
juguetes. Una anciana de pelo gris abrazaba con fuerza una muñeca rota mientras canturreaba
algo. Todos estaban solos; no se comunicaban, no compartían nada.
También había quien estaba comiendo alimentos propios de un niño pequeño, como
papillas y compotas de manzana. Unos cuantos enfermeros con uniforme cuidaban de sus

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

necesidades más elementales, como lavarles las manchas de chocolate, quitarles la baba y
acompañarlos al cuarto de baño.
Todo estaba muy tranquilo; sin gritos, ni alucinaciones, ni ataques de rabia, ni siquiera
miedo. Para eso estaban los calmantes. Unas cuantas pastillitas cuando lo prescribía el médico,
y Atila, el jefe de los hunos, se convertía en el Pato Donald. Hay que dar las gracias a la
química.
Las habitaciones de los pacientes, aquellas en las que vivían y dormían cuando no
andaban por ahí fuera, eran mucho más turbadoras. Susanna y Charlie sólo se asomaron a un
par de ellas. Casi todas estaban vacías, ya que los enfermos permanecían ocupados en un sin
fin de actividades. Pero algunos permanecían en sus cuartos, incapaces de traspasar la barrera
de la locura que los tenía prisioneros.
En uno de aquellos cuartitos vieron a un hombre sentado en el extremo de la cama y con
las manos colgando a cada lado. Cuando Charlie y Susanna pasaron por delante, el hombre se
fijó en ellos y empezó a golpearse las sienes con los puños. Tenía los ojos desorbitados y
gimoteaba como un niño, sin decir palabras.
—Basta ya, Charlie, por favor —rogó Susanna—. Volvamos a la sala de espera.
Pero Charlie no tenía la menor intención de dar la vuelta. Quería verlo todo, quería ver
bien el lugar donde Sanford Babbitt había invertido todos sus millones. Y ese lugar era el
Hogar Wallbrook. La academia del ridículo. El hotel de la risa. El jardín de infancia para
chiflados. El lugar de reposo para lunáticos. ¡Mierda! Aquello iba a ser más duro de lo que
pensaba. Iba a ponerse en contra de toda una institución, la cual se armaría hasta los dientes
antes de dejar escapar un botín de varios millones de dólares en la persona de aquel anónimo
beneficiario, que a lo mejor era uno de aquellos locos. Le iba a hacer falta mucha fuerza para
conseguir su dinero. De momento ya había visto bastante; Charlie tomó de la mano a una
Susanna con expresión de alivio y regresaron a la sala de espera.
Cuando el doctor Bruner pudo verlos, Charlie enderezó los hombros y se puso las gafas
de sol. Siempre escondía los ojos cuando hacía algún trato para que nadie pudiera leer en su
mirada. «Calma», se dijo a sí mismo. «Mucha calma, Charlie. No te precipites y fíjate en lo que
dices. Estos tipos no son tus amigos.»
El despacho del psiquiatra rondaba la opulencia. Había unos grandes ventanales que iban
del techo hasta el suelo y que daban a una extensión de césped. Las paredes estaban llenas de
estanterías con muchos libros sobre temas médicos y psiquiátricos. El doctor se encontraba
sentado en una butaca de piel tras una enorme mesa de roble. Se levantó para estrechar la
mano de Charlie y le invitó a que se sentara en la silla del lado opuesto de la mesa.
Charlie quería abordarle con cuidado. El doctor Bruner debía de tener unos sesenta y seis
años, con una melena de pelo canoso y rostro sereno y agradable. Pero detrás de aquellas
gafas de concha Charlie advirtió una mirada aguda e inteligente. Seguro que sabía por qué se
encontraba allí, pero dejó que aquel joven hablara primero.
Charlie Babbitt quería saber el nombre de aquel beneficiario anónimo. Se lo pidió con
amabilidad.
—Lo siento. No puedo decírselo —respondió el otro, como ya había hecho Mooney.
«¿Y entonces quién demonios va a hacerlo?» Charlie estuvo a punto de soltar aquella
airada pregunta, pero se contuvo. Tenía que ser amable y respetuoso, ésa era su fachada, al
menos por ahora.
—No sé por qué ha de ser un secreto, señor.
Charlie se levantó de la silla y se puso junto a la ventana. «Si ese paciente fuera... una
vieja amiga de mi padre... o algo parecido...»
Desde allí podía ver el descapotable con Susanna sentada en el asiento trasero
esperándole y disfrutando del sol. Mientras Charlie estaba observando, vio que un hombrecillo
con una mochila, uno de los pacientes, se dirigía hacia el coche arrastrando los pies. Charlie no
le prestó ninguna atención; allí los chiflados servían de decoración.
—Señor Babbitt, conocía a su padre desde que usted tenía dos años —dijo con suavidad
el doctor Bruner. Charlie se volvió.
—Cuando murió mi madre —se apresuró a decir. Bruner asintió con la cabeza.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Ahora soy el fideicomisario de esos fondos, pero ni este hospital ni yo tenemos


ganancia alguna.
«Sí, claro», pensó Charlie. Elevó el tono de la voz y dijo:
–No sé si es justo. Tal vez podamos... hablar de eso...
–Aquellas palabras revelaron algo que los podía poner en la misma situación. Podían
llegar a un trato con algún que otro dinero de por medio.
Pero el doctor Bruner no mordió el anzuelo.
—Hago esto por lealtad hacia su padre —replicó con firmeza–. Soy incapaz de romper
una cosa así.
Algo parecido a la ira empezó a bullir en las venas de Charlie. «Calma», tuvo que
recordarse mientras volvía a la ventana para disimular su impaciencia. El paciente de la
mochila se había colocado junto al coche y no le quitaba el ojo de encima.
–Y usted cree que yo debería tener... un mínimo de esa... lealtad –dijo Charlie con
alguna dificultad.
–Creo que usted se ha sentido frustrado toda su vida –contestó Bruner en tono sereno–,
tal vez por culpa de un hombre que no sabía demostrar su amor.
Había dado en la diana. Aquello era tan cierto que Charlie no supo cómo reaccionar.
Sintió un repentino dolor, como los pinchazos de un millar de rosales. «Esto no será fácil.»
Afuera, aquel paciente había sacado un cuadernillo de notas de su mochila y estaba
escribiendo en él a toda prisa. Escribía y escribía, y luego se quedaba mirando el coche un
buen rato para continuar escribiendo y escribiendo, como si estuviera tomando notas.
—Me parece –continuó el doctor Bruner– que si yo estuviera en su lugar me sentiría
como usted.
«¿Estaba cediendo?» Charlie se volvió de cara al doctor y se quitó las gafas para mirarle
directamente a los ojos. Era la hora de mostrarse sincero.
—Tenía la esperanza de que pudiéramos hablar, que usted... podía explicarme... por qué
lo hizo mi padre. Esperaba que usted me ayudara a comprender lo que hizo. Porque de lo
contrario tendría que arreglarlo todo por mi cuenta. —Charlie se detuvo un momento para dar
más efecto a lo que decía, para realzar lo que iba a decir a continuación–. Aunque eso
signifique la guerra.
El doctor Bruner se reclinó en su butaca y entrelazó los dedos. Esbozó algo que parecía
una sonrisa. Ya estaba. Había abierto fuego. La intimidación. La amenaza de un pleito. Lo
estaba esperando, hacía rato que lo esperaba, contemplaba a aquel joven y atractivo Charlie
Babbitt que ocultaba su ira detrás de unas gafas oscuras y bajo una pretendida amabilidad. Y,
sin embargo, algo le atraía en aquel joven, tal vez su inteligencia, o un instinto de super-
vivencia muy desarrollado en un mundo brutal. Podía ser peligroso, pero aun así era
agradable; era un oponente digno de respeto.
–Bien, supongo que es usted un luchador nato, señor Babbitt –dijo el doctor Bruner con
humildad–. Ya sabrá que siendo el director de esta institución he sufrido muchas embestidas. –
El psiquiatra clavó sus ojos en los de Charlie–. Sin embargo, de un modo o de otro, nadie me
ha sacado de aquí.
Aquellas palabras ponían fin a la conversación. Charlie salía con las manos vacías. Si
había pensado poner en un aprieto a Bruner había fracasado. El beneficiario anónimo seguía
tan anónimo como siempre. Pero Charlie aún no se daba por vencido. Aquél había sido sólo el
primer asalto y la pelea no había terminado. Le llevaría más tiempo del que había pensado,
pero Charlie Babbitt no andaba falto de ingenio y hasta podía ser paciente cuando la situación
lo requería.
El doctor Bruner le acompañó hasta la puerta principal. El día era cada vez más caluroso,
pero seguía siendo espléndido, lleno de esplendor veraniego y del agradable canto de los
pájaros.
El paciente de la mochila seguía junto al Buick escribiendo a toda prisa en su cuaderno
de notas, como si estuviera apuntando la crónica de algún suceso. Seguía llevando los ojos del
coche al cuaderno y del cuaderno al coche sin mirar a Susanna, que le estaba contemplando
llena de curiosidad.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

–Raymond –exclamó el doctor Bruner en un tono imperativo–. No deberías estar aquí.


Vuelve adentro.
El paciente no le prestó la menor atención. Su lápiz seguía recorriendo las páginas del
cuaderno a toda velocidad.
Charlie pasó a su lado sin fijarse mucho en él y extendió el brazo para abrir la portezuela
del coche. –Qué lástima –dijo Raymond.
Charlie levantó la mirada algo extrañado. No sabía si se estaba dirigiendo a él.
Pero Raymond ni siquiera estaba mirando en la dirección de Charlie Babbitt. Toda su
atención estaba en aquel cuaderno de notas; estaba hablando con las páginas.
—Claro, estos asientos no son de piel... Es una lástima... No... son de piel de verdad...
piel marrón, son de color rojo.
Charlie miró a Raymond por primera vez. Vio a un hombrecillo de edad indefinida pero
que probablemente andaría por los cuarenta. Parecía totalmente inofensivo. Como todos
aquellos pacientes, iba vestido con sencillez, aunque iba limpio y aseado, con una camisa de
manga corta de algodón y unos pantalones también de algodón sujetos con un cinturón casi a
la altura de las axilas. En el bolsillo de la camisa tenía uno de esos estuches de plástico con
lápices y bolígrafos. Raymond llevaba un corte de pelo normal, de punta en algunos lados y
alisado con agua en otros. Tenía el aspecto de estar bien cuidado.
Sus rasgos no tenían nada de especial, con ojos negros muy pequeños y muy juntos por
encima de una nariz algo aguileña y carnosa. Lo que más llamaba la atención del rostro de
Raymond era que no tenía ninguna expresión. No había ningún brillo en aquellos ojos, ninguna
arruga de esas que se forman cuando uno se ríe. Parecía la cara de un niño, pero de un niño
sin vida, de un niño triste.
Charlie sonrió y sacudió un poco la cabeza.
—¿Sabes? —le dijo a Susanna, divertido por aquel lunático—, cuando yo era pequeño los
asientos de este coche no eran de color rojo; eran marrones.
—Y... y... —siguió diciéndose Raymond a sí mismo a toda velocidad—, usa usted el
cenicero, porque... porque para... para... eso está. Eso sí es piel de verdad, y... y ha costado
un ojo de la cara.
La sonrisa desapareció del rostro de Charlie y abrió los ojos con estupor.
—Dios mío —murmuró—. Mi padre acostumbraba decir eso: «un ojo de la cara» y
«cenicero»...
Charlie clavó la mirada en aquel paciente que a su vez no apartaba los ojos del cuaderno.
De repente, Raymond levantó los ojos durante un segundo y tropezó con la mirada de Charlie;
la de Raymond carecía de expresión; Charlie tenía la suya escondida detrás de las gafas
oscuras. Pero sólo duró un segundo porque Raymond volvió en seguida a las páginas de su
cuaderno.
—Ven conmigo, Raymond —le apremió el doctor Bruner—. Estos señores tienen que irse.
A Charlie se le erizó el cabello de la nuca; tenía algo dentro que pugnaba por salir, una
corazonada...
—¿Conoce este coche? —le preguntó a Raymond con aspereza.
Raymond juntó las manos al momento y empezó a retorcerlas. Puso cara de miedo y
miró angustiado al doctor Bruner en busca de ayuda. Pero el psiquiatra le respondió con una
mirada tan desdeñosa que Raymond tuvo que mirar al suelo.
—¡Usted! —exclamó Charlie con más vehemencia—. ¿Cómo es que conoce este coche? —
Se quitó las gafas de sol para que Raymond pudiera verle bien.
Raymond empezó a agitarse espasmódicamente, como si una corriente eléctrica
estuviera pasando por su médula. Movía los ojos de un lado a otro evitando los de Charlie.
—No... lo... sé —dijo entre dientes con un tono casi inaudible.
—¡Mierda! ¿Cómo que no? —exclamó Charlie—. ¿Cómo es que conoce este coche? —Se
adelantó un paso hacia Raymond, que retrocedió aterrorizado.
—Basta, señor Babbitt —intervino el doctor Bruner—. Le está desconcertando. Le está...
—Charlie, por favor —intercedió Susanna.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond miró primero a Susanna, luego al doctor Bruner y finalmente a Charlie. Separó
las manos y empezó a escribir otra vez en su cuaderno a toda prisa, repitiendo entre dientes lo
que iba escribiendo.
—Babbitt Charlie. Charlie... Babbitt. Charlie Babbitt, uno-cero-nueve-seis-uno.
Beechcrest Avenue.
Charlie se quedó de piedra.
—¿Cómo conoce esa dirección? —preguntó confundido.
Raymond bajó la cabeza y habló en un tono tan bajo que apenas se le entendía.
—Sé por qué. Por eso lo sé.
No, no era bastante. Charlie se hacía cada vez más agresivo mientras acechaba a aquella
presa atemorizada.
—¿Por eso sabe... el qué? —interrogó.
Raymond levantó la cabeza con una sacudida como si Charlie hubiera tirado de alguna
cuerda, y fijó sus ojos en él. La expresión de Raymond revelaba desconcierto, no
reconocimiento ni correspondencia. No había nada entre ellos.
—Porque es su hermano —dijo el doctor Bruner en un tono resignado y franco.
Susanna sofocó un grito; luego se hizo el silencio. Raymond dejó de murmurar entre
dientes y Charlie sacudió la cabeza en señal de incredulidad. Entonces soltó una pequeña
carcajada.
—¿Qué quiere decir eso?
—Los hermanos tienen... el mismo papá, y la misma mamá —informó Raymond. A
continuación empezó a hablar como un niño al que han enseñado bien la lección—. Sanford
Babbitt. Vive en el uno-cero-nueve-seis-uno de Beechcrest Avenue. Cincinnati. Ohio. Estados
Unidos de América.
Charlie dejó caer la mandíbula y arqueó las cejas al máximo.
—Mamá se llama Eleanor Babbitt —siguió diciendo Raymond en tono monótono—. Ahora
está en el cielo con los ángeles.
—Dios mío, Charlie —murmuró Susanna entre la comprensión y la lástima. Era verdad.
Aquel enfermo era el hermano de Charlie.
Pero aún era demasiado pronto para que Charlie pudiera aceptarlo. Empezó a dar vueltas
a grandes pasos, como si alejándose de Raymond pudiera borrar toda supuesta relación de
sangre. Dejó de caminar y volvió a donde estaban todos con una expresión entre la ira y el
estupor. Estaba acongojado.
—Es impo... ¿Cómo es posible? —preguntó al doctor Bruner—. ¡No tengo ningún
hermano! ¡Nunca he tenido ningún hermano!
Raymond, confundido, miró a Bruner, pero el psiquiatra no apartaba la mirada de
Charlie. Raymond fijó entonces la suya en su reloj de muñeca y empezó a hablarle tropezando
con las palabras.
—Claro, faltan trece minutos para Wapner... y éstos son... no son actores... y estas
cosas pasan en... el... el... tribunal municipal. En el tribunal de California.
Raymond Babbitt se volvió y sin mirar a Charlie, a Susanna, al doctor Bruner o al Buick
empezó a caminar arrastrando los pies de un modo apresurado en dirección a la casa. Sólo
pensaba en una cosa: Wapner.
—Claro, ahora faltan doce minutos...

Capítulo cuatro

Ya estaba. El beneficiario anónimo ya tenía un nombre: Raymond. Charlie Babbitt había


salido en busca de un beneficiario y lo que había encontrado era un hermano. Raymond
Babbitt podía estar encerrado en un hospital privado para deficientes mentales, pero no se
trataba de un chiflado normal y corriente. No; Raymond Babbitt era un chiflado con tres

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

millones de dólares. ¿Y por qué no? ¿Por qué no iba a tenerlos? ¿No se trataba al fin y al cabo
del hijo mayor de Sanford Babbitt, banquero, jardinero de rosas y padre cariñoso? ¿No es el
hijo mayor quien debe heredarlo todo? ¿Aunque sea un deficiente mental, un lunático? Sí,
aquello tenía sentido. Puede que lo tuviera para Sanford Babbitt, pero no para Charlie Babbitt.
Claro que Raymond Babbitt no iba a poder disfrutar mucho de aquellos tres millones.
¿Cuánto podían costar unos lápices y unos cuantos cuadernos de notas? ¿Qué más podía
necesitar? Probablemente no iría a gastárselo en coches caros y en mujeres aún más caras, en
trajes italianos de exclusiva o en una casita junto al mar. Raymond tampoco iría a Aspen a
esquiar ni al carnaval de Río. Seguro que no iba a disfrutar de la buena vida. Ni el sanatorio
más caro del mundo con los médicos de mayor prestigio, con las técnicas más avanzadas y los
mejores cuidados, costaría lo que iba a ganar con el interés anual de tres millones de dólares.
—Tenemos que hablar —dijo Charlie con firmeza al doctor Walter Bruner.
El doctor asintió.
—Entremos y comamos algo; más tarde le diré lo que usted quiere saber.
Ese algo de comida consistió en unos sandwiches, una ensalada y una gran cantidad de
café en el despacho del psiquiatra. Charlie comió de prisa sin decir ni una sola palabra;
Susanna y el doctor tuvieron una amable conversación, casi toda sobre los grandes jardines de
Wallbrook. Igual que Sanford Babbitt, el doctor Bruner era un entusiasta de las flores.
Los últimos rayos del atardecer empezaban a deslizarse sobre la pendiente de césped
cuando volvieron a salir de la casa. Ya había terminado el programa de televisión Tribunal del
pueblo; Raymond ya tenía en su cuaderno de notas los últimos veredictos del juez Wapner, y
había salido también de la casa para dar un paseo con su acostumbrado paso arrastrado y con
la mochila firmemente sujeta en la espalda.
Susanna fue a acompañarle y se sentaron juntos en un banco de piedra. Raymond no
prestaba la menor atención a la chica y seguía escribiendo en su cuaderno. Charlie y el doctor
Bruner paseaban por el jardín hablando de sus cosas pero sin perder de vista a Raymond.
—¿Qué puedo decirle? —preguntó el psiquiatra. ¿Por dónde empezar?
—¿Qué escribe?
—Listas, casi siempre son listas. Tiene... eh... una que llama «lista de sucesos malos».
Necrológicas. Pronósticos de mal tiempo. Trata de controlar todo aquello que es peligroso
encerrándolo en un libro.
Charlie meditó sobre aquello.
—Eso lo hacemos todos, ¿verdad? Hay algo de magia en ello...
El doctor Bruner asintió con una mirada de elogio en señal de respeto por la agudeza que
mostraba aquel joven.
—Sí. Se trata de un ritual de comportamiento apotropaico para mantener alejados los
demonios personales. Raymond cree que hay peligro en todas partes. Esos rituales son todo lo
que tiene para protegerse.
—¿Rituales? —repitió Charlie pidiendo una explicación. ¿Y apotropaico? ¿Qué demonios
significaba aquello? No quería saber nada de eso.
—Es la manera que tiene de comer, de vestir, de dormir, de ir al cuarto de baño, de
caminar, de hablar... de todo. Todo lo que rompa esa rutina se convierte en algo terrible,
pero... —El doctor se detuvo con una expresión de duda. ¿Podía entender Charlie una
enfermedad como la de Raymond?—... pero su hermano es una persona; es una persona muy
amable y, según como se mire, muy inteligente.
—¿Inteligente? —Charlie arqueó las cejas. Miró hacia donde Raymond estaba escribiendo.
El doctor Bruner asintió.
—Es un sabio. Tiene algunas deficiencias y es incapaz de hacer según qué cosas. Pero
también tiene muchas habilidades, y algunas muy sorprendentes.
¿Raymond? Aquello era demasiado para que Charlie pudiera digerirlo. Volvió a mirar a
Raymond.
—Pero si es un retrasado —protestó.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—No, no lo es. Es autista. En realidad, todo funciona a la perfección dentro de él, sólo
tiene alguna tara debido probablemente a que sufrió algún daño en el cerebelo o en el lóbulo
frontal durante el estado fetal. Es importante que comprenda que Raymond no vive en
comunicación con el mundo o con el resto de la gente. Usted y yo somos normales porque
cada minuto de nuestra vida lo asociamos al mundo exterior. Estamos recogiendo
constantemente pedazos de información que luego montamos en una especie de película sobre
la vida. Siempre que recibimos nueva información, añadimos ese nuevo conocimiento a lo que
ya sabemos; analizamos para ver si es lo bastante importante como para aprovecharlo. Y,
sobre todo, relacionamos lo que nos pasa, y luego reaccionamos. Tenemos a nuestra
disposición una amplia gama de emociones, como tristeza, felicidad, amor, odio, aversión,
lástima, pasión, entrega, satisfacción, simpatía, deseo, alegría...; cada día que pasa
experimentamos muchas emociones. Raymond, en cambio, es incapaz de eso. Acumula
información en su cerebro y en sus cuadernos. Pero sólo registra hechos aislados que carecen
de contexto y de un mínimo de referencia. Es incapaz de valorar todo lo que anota. El
pronóstico del tiempo de hoy es tan importante para él como la mejor idea del mejor
pensador. No percibe ninguna conexión entre los hechos, de la misma forma que no ve
ninguna conexión entre sí mismo y cualquier otra persona. Eso es lo que hay que saber cuando
se habla de un autista. No puede relacionarse de ninguna manera con usted o conmigo. Es
imposible. Carece de los mecanismos necesarios. Ha nacido con una pieza de menos. Lo más
importante es que Raymond no puede sentir. Sólo tiene dos emociones, la del miedo y la de
algo que yo llamaría «no miedo». No se trata de una sensación de seguridad, simplemente una
ausencia temporal del miedo. Hay algo en su cabeza que le hace replegarse en sí mismo, algo
que le hace desentenderse del mundo.
El doctor Bruner se detuvo y miró a Charlie para ver si comprendía y para ver cómo
reaccionaba. Charlie se estaba mordiendo el labio inferior y entornaba los ojos mientras los
fijaba en su hermano. Mantuvo la boca cerrada sin decir lo que pensaba.
—Lo que hoy ha hecho con usted... se ha mostrado muy extrovertido —dijo el doctor
Bruner con suavidad—. Tenga en cuenta que usted es un extraño. Creo que eso le puede ir
muy bien.
Charlie sacudió la cabeza, maravillado.
—Sí, la vida es misteriosa. Tiene tres millones de dólares y sólo lleva una mochila a la
espalda. —Miró al psiquiatra—. ¿En qué demonios va a gastarse todo ese dinero?

Susanna y Raymond se habían ido del jardín. Cuando Charlie Babbitt fue a buscarlos, los
encontró en el cuartito de Raymond levantando un castillo de naipes. Susanna era la que
construía el castillo sentada en el suelo, mientras Raymond se sentaba al pie de la cama
contemplándola con atención. Junto a la cama también se encontraba Vernon, un negro muy
alto con el uniforme verde del hospital. Vernon era el enfermero de Raymond.
Sólo había tres muebles en el cuarto, pero estaba atiborrado de infinidad de objetos,
sobre todo de libros. Había libros por todas partes, llenando una estantería muy pequeña y
amontonados en el suelo. Había libros sobre el escritorio y hasta en la pantalla de la lámpara
del techo. También había todo tipo de objetos relacionados con el béisbol: banderines,
fotografías de jugadores y de equipos, y pósters que anunciaban partidos. Las cartas que
estaba utilizando Susanna también eran de béisbol, cada una con un jugador distinto.
—Bien, ahora aguanta la respiración —dijo Susanna mientras Charlie aparecía por la
puerta. Estaba a punto de terminar uno de los pisos del castillo de naipes.
Raymond respiró hondo mientras la carta era colocada con mucho cuidado; aquellas
paredes de papel temblaron un poco, pero el castillo aguantó. Lo había conseguido.
—Ya puedes respirar. —Raymond soltó el aire con mucho ruido.
Charlie se quedó moviendo la cabeza ante las cartas.
—¿Tienes a Fernando Valenzuela?
—Son todos muy antiguos —contestó Susanna—. Nunca había oído hablar de ellos.
—Reds. Cincinnati. Mil novecientos cincuenta y cinco —apuntó Raymond.
—Como quieras —dijo Susanna con una sonrisa—, tú mandas. —Cogió una carta y
preguntó—: ¿Esta?

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Al ver la carta que Susanna tenía en la mano, Raymond empezó a agitarse negando con
la cabeza. No, aquélla no. Aquella carta estaba mal.
—Ted Kluszewski es el primera base. Le toca ahora al primera base... al primera base...
—Estaba apretando los dientes con fuerza. Al ver que iba a ponerse una carta equivocada se
había puesto muy nervioso.
Susanna alargó el brazo y tocó el de Raymond con suavidad. Este se puso rígido y ella se
echó atrás.
—Primera base —dijo ella con dulzura—. Es ésta, ¿ves? Ted Kluszewski.
—El gran Klu —dijo Raymond, más tranquilo. Todo volvía a la normalidad. Se encontraba
bien... por ahora.
Charlie sintió un impulso de curiosidad malévola.
—¿Tú qué crees, Ray? ¿No sería divertido derrumbar el castillo? —preguntó haciendo
ademán de hacer lo que decía.
Raymond le miró con rabia, igual que si estuviera pensando en asesinarle, y los dos
hermanos se quedaron mirándose a los ojos. Charlie se dio cuenta de que Raymond estaba
aterrorizado y prefirió cambiar de táctica.
—Ya veo que tienes muchos libros. Te gusta leer, ¿eh?
—Lee y recuerda todo lo que cae en sus manos —intervino Vernon.
Charlie se acercó a la estantería y pasó la mano por los lomos de los libros mientras leía
los títulos. Raymond se levantó de un salto y empezó a agitarse nerviosamente como ya había
hecho antes. Era como un pájaro tratando de posarse sobre un cable eléctrico, levantando
primero un pie y luego el otro sin moverse del sitio.
-No te gusta que toquen los libros, ¿eh? -le preguntó Vernon.
-No lo sé -respondió Raymond retrocediendo hasta la puerta. No lo sabía. Era la primera
vez que le pasaba aquello; no lo tenía escrito en ninguno de sus cuadernos, por eso no podía
saberlo.
Vernon sonrió a su paciente para tranquilizarle.
—No tengas miedo, no los estropeará —le dijo en un tono desenfadado.
Pero Raymond estaba absorto buscando en su memoria algún precedente que le
protegiera.
—Claro, ésta es una visita inesperada —gruñó-. ¡No la esperaba! -Estaba a punto de salir
del cuarto cuando vio con horror que Charlie Babbitt acababa de extraer un libro muy gordo de
la estantería-. Vern... Vern... -suplicó Raymond temblando de miedo.
—Está asustado —dijo el enfermero mirando a Charlie.
—Charlie, deja ese libro —protestó Susanna.
Pero eso era lo último que pensaba hacer. Aquel niño travieso volvía a hacer de las
suyas. Quería averiguar hasta dónde podía aguantar Raymond y cuál era su punto débil. Pero,
sobre todo, quería saber qué había querido decir el doctor Bruner con que Raymond Babbitt
era un autista muy sabio.
Charlie leyó el título del libro que tenía en las manos.
—Obras completas de William Shakespeare. ¿Te has leído todo esto?
—Sí —contestó Raymond casi lloriqueando.
—¿Todo entero?
—Sí.
Charlie abrió la cubierta encuadernada en piel. Había una dedicatoria en la primera
página: Feliz cumpleaños, Raymond. Con un fuerte abrazo de tu padre. Era la letra de Sanford
Babbitt. Charlie sintió un dolor extraño, como si le hubieran dado una patada en el estómago.
Empezó a hojear el libro hasta detenerse en el comienzo de una de las obras.
—¿Te acuerdas de... Duodécima noche?
Raymond empezó a recitar de memoria las palabras con las que el duque empieza la
obra. Hablaba en un tono monótono, sin ninguna gracia, sin énfasis, saltándose la puntuación
y olvidándose de que aquello era un texto poético.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Si la música es el alimento del amor seguid tocando dádmelo hasta el exceso para que
hartándome enferme el apetito y muera otra vez esa melodía tenía una cadencia como
muriendo...
Charlie cerró el libro de golpe e inmediatamente Raymond dejó de recitar, como si no
pudiera seguir viendo el libro cerrado.
«No está mal», pensó Charlie. «Es un inepto, pero no está mal.»
—¡Oye, está muy bien! —exclamó Vernon con una risa tonta.
—Ha sido muy bonito, Raymond —dijo Susanna en tono alentador.
Pero Raymond seguía sin apartar la vista de Charlie. Se miraron fijamente el uno al otro;
eran dos mundos completamente distintos.
—¿Qué más sabes hacer, Ray?, -preguntó Charlie. Raymond no tenía ninguna respuesta
para eso porque no dependía de aprenderse algo de memoria o de recitar algo sólo con
ordenárselo. Volvió a agitarse igual que un pajarito.
—Claro, ¿qué más sabes hacer? Yo también.
Así no iban a llegar a ninguna parte.
—¿Yo también... el qué? —preguntó Charlie.
—Yo también el qué —repitió Raymond—. ¡Ja! —añadió. Charlie no supo qué contestar ni
tampoco qué cara poner. Aquello pareció proporcionar a Raymond una sensación de triunfo,
aunque todos sabían muy bien que era incapaz de sentir algo así.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
—Raymond... —Susanna le tendió la mano.
Pero Raymond la ignoró. Estaba demasiado ocupado burlándose de Charlie y nada podía
pararle.
—¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
—Raymond... ¿Qué carta viene ahora? —La buena intuición de Susanna logró centrar la
atención de Raymond. Sostuvo una carta en alto para que pudiera verla bien-. ¿Johnny
Temple?
Raymond cerró la boca en seguida y se fijó en la carta. Ya no se acordaba de Charlie
Babbitt. Buscó aquel nombre en su memoria. Johnny Temple. Segunda base.
Se acercó hasta Susanna arrastrando los pies, se sentó a su lado, en el suelo, y cogió la
carta con suavidad. Luego la colocó con muchísimo cuidado en el castillo de cartas. Temblaron
un poco, pero no se cayeron.
—Ya puedes respirar tranquila —le dijo Raymond a Susanna.
Ella se rió; Raymond, en cambio, ni siquiera esbozó una sonrisa.
—Usted le gusta —dijo Vernon—. Se lo aseguro.
Susanna se volvió con impaciencia hacia Raymond, pero ya había desaparecido toda
correspondencia, si es que había habido alguna. Raymond estaba mirando otra carta; parecía
examinarla como por un microscopio. No hizo el menor caso de Susanna.
Ella bajó la cabeza, decepcionada.
—Antes le he tocado y se ha apartado —dijo con tristeza a Vernon.
—No se preocupe, no es por usted —contestó con amabilidad el hombre de color—.
Supongo que yo soy quien está más cerca de él durante todo el día. Y nunca me ha abrazado;
nunca me ha tocado. No lo hace con nadie.
—Vernon sonrió—. Si mañana me fuera sin despedirme de él, estoy convencido de que ni
siquiera se daría cuenta.
Raymond seguía totalmente absorto en la carta de béisbol, mirándola de todas las
maneras, estudiándola sin perder detalle.
—¿Puede... oírnos cuando se encuentra en ese estado? —preguntó Charlie al enfermero.
—¡Oye! —exclamó Vernon dirigiéndose a Raymond—. ¿Por qué no le enseñas los patos a
tu hermano? —Raymond ni siquiera levantó los ojos—. No lo sé —contestó Vernon—; le hablo
del estanque que han visto al entrar. Se pasa el día entero allí.
Charlie se dirigió a Susanna.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Será mejor que te vayas —le dijo directamente—. Quiero quedarme a solas con Ray.
Podemos llegar a conocernos mejor. Vuelve por la noche a recogerme. ¿Qué te parece? ¿Lo
harás por mí? —le rogó con una sonrisa.
Susanna se sintió molesta y decepcionada. La estaba utilizando otra vez, no sabía cómo,
pero podía intuirlo. Charlie volvía a hacer de las suyas.
—Bueno —contestó a regañadientes—, si quieres... Charlie hizo aún más grande aquella
sonrisa.
—Vamos, Ray —dijo en un tono alegre a su hermano—.
Acompañémosla hasta el coche.
Hizo ademán de levantarse, pero Raymond le detuvo en seguida con un gesto crispado
de la mano. El cuerpo de Raymond estaba tenso y ni siquiera miraba a Charlie. Éste tardó
varios segundos en seguir la mirada de su hermano y darse cuenta de que Raymond estaba
intentando proteger el castillo de cartas. Charlie sacudió la cabeza y alcanzó la puerta con
cuidado de no derrumbar las cartas. Al fin y al cabo era la obra de Raymond y Susanna; sí, su
hermano podía ser un autista, pero no era tan difícil de comprender.
Esperaron a que Raymond se pusiera la mochila ajustando las correas muy despacio, de
un modo metódico y exacto. Nunca salía sin llevar la mochila puesta.
Las sombras de la tarde habían crecido considerablemente cuando los tres salieron a los
jardines de Wallbrook, Charlie con Susanna, y Raymond siguiéndolos a unos pasos de
distancia. Al acercarse al Buick descapotable, Charlie se volvió hacia su hermano.
—Ray, déjanos solos un momento, quiero despedirme de Susanna; en seguida estoy
contigo, ¿de acuerdo?
Raymond asintió con la cabeza, pero bastó que Charlie reanudara el paso hacia el coche
para que Raymond le siguiera igual que un perro faldero. Charlie se detuvo con expresión de
enfado, pero trató de mostrarse paciente.
—No; solos quiere decir sin ti. Quédate donde estás, ¿eh? Susanna, despídete de él.
Susanna frunció el entrecejo; no le gustaba que Charlie hablara en aquel tono a su
hermano, dándole órdenes como si se tratara de un animal. A pesar de ello, obedeció.
—Adiós, Raymond. Hasta pronto. —Sonrió y le dijo adiós con la mano.
Raymond no le devolvió la sonrisa, pero levantó la mano y la movió imitando el gesto de
Susanna. Charlie avanzó un paso y Raymond hizo lo mismo a su espalda. El brazo de Charlie
se disparó señalando a su hermano.
—¡Quieto! —le ordenó haciendo que Raymond se detuviera en seco. Esta vez, Raymond
no se movió. Charlie tomó a Susanna de la mano y se la llevó hasta el coche asegurándose de
que Raymond no podría escucharlos. Tenía los labios crispados en una expresión que Susanna
no le había visto nunca.
—Escucha, hay cambio de planes —le dijo en voz baja pero apremiante—. Esto es lo que
quiero que hagas...
Susanna escuchaba confundida. ¿Qué pretendía Charlie? Y, sobre todo, ¿por qué no
podía contárselo todo con franqueza?
—Antes dime qué pasa —protestó—. Primero me dices que haga una cosa y ahora...
—Hazlo, por favor —replicó Charlie, algo nervioso—. Será muy poco tiempo. Lo hago por
Ray. —Charlie conocía los puntos débiles de Susanna, y uno de ellos era el pobre Raymond.
Susanna miró hacia donde se encontraba Raymond; los estaba contemplando con
ansiedad. Andaba de un lado para otro sin dejar de mirarles, alargando la cabeza para tratar
de escuchar lo que decían. Susanna sintió compasión de él al verle tan nervioso.
—Está bien —dijo con un suspiro—. Anda, ve; te está esperando. —Charlie la rodeó con
sus brazos y la besó en los labios en señal de gratitud. Luego, Susanna montó en el Buick y se
marchó.
Charlie le hizo señas a Raymond para que se acercara, y éste se acercó trotando,
obedeciendo al instante. Iba a enseñarle los patos a Charlie.
Se sentaron juntos al borde del estanque y se quedaron mirando los patos que se
deslizaban tranquilamente por el agua repleta de mosquitos. Es decir, era Charlie quien miraba

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

los patos; Raymond estaba escribiendo en un cuaderno, esta vez de color verde. De vez en
cuando levantaba los ojos para ver qué pasaba con los patos, pero siempre sin mirar a Charlie.
—¿Qué escribes? —preguntó Charlie.
—No lo sé. —Raymond seguía sin apartar la vista del cuaderno.
—Parece una lista de sucesos malos —comentó Charlie.
—Claro, ha habido veinte centímetros cúbicos de lluvia, treinta y tres centímetros por
debajo de lo normal en Cincinnati —explicó Raymond en un tono monótono—. Ha sido el
septiembre más seco desde mil novecientos sesenta. Ha llovido muy poco. —Aquello parecía
inquietarle, y se revolvió un poco mientras seguía llevando la mirada del cuaderno a los patos
y de los patos al cuaderno.
—Así que se trata de una lista de sucesos malos.
—No —dijo Raymond.
—Raymond —dijo Charlie con calma—. Raymond, mírame. Quiero decirte una cosa. —
Raymond tembló, pero siguió sin querer mirar a Charlie—. Escucha. Papá eh... papá ha
muerto, Ray. Murió la semana pasada. ¿Lo sabias?
Raymond no contestó, pero la rigidez de su cuerpo revelaba una gran ansiedad.
—¿Sabes lo que significa... «muerto»? —preguntó Charlie con suavidad.
Raymond asintió después de dudar por un instante. Charlie estaba seguro de que su
hermano no sabía lo que era la muerte.
—Quiere decir que papá se ha marchado.
—¿Podré verle? —preguntó Raymond.
Charlie se mordió el labio.
—Quiero verle —dijo Raymond en un tono de voz sorprendentemente elevado.
Charlie se quedó pensativo.
—Claro, Ray, podrás verle. Iremos a verle los dos juntos ahora mismo.
—Ahora mismo —repitió Raymond, para quien «ahora mismo» quería decir levantarse
muy despacio, meter el cuaderno verde en el lugar exacto dentro de la mochila y guardar el
lápiz en el estuche para dejarlo en la misma posición que lo había sacado. «Ahora mismo»
quería decir pasar un brazo por la correa de la derecha y hacer lo mismo con la de la izquierda
para luego ajustárselas como era debido. Sólo entonces estuvo listo. Charlie contempló
aquellos rituales con impaciencia mal contenida.
Charlie hizo una señal para que le siguiera, y le condujo por el camino que partía del
hospital. Wallbrook acabó desapareciendo a sus espaldas cuando tomaron una curva. Unos
metros más adelante, y casi escondido entre los castaños, se encontraba el Buick con Susanna
sentada al volante.
—Déjame conducir -dijo Charlie abriendo la portezuela del lado del conductor. Susanna
abrió unos ojos como platos al ver que venía con Raymond y dirigió a Charlie una mirada
interrogante. Pero éste no dijo nada; se limitó a hacer una seña a Raymond para que se
sentara al lado de Susanna mientras él cogía el volante.
—Este es el coche de papá —dijo Raymond—. Los asientos son una pena. Es azul por
fuera. En la matrícula había un «tres mil veintiuno» en rojo.
—¡Charlie, un momento! -protestó Susanna-. ¿Adónde nos lo llevamos?
—A un paseo por el campo —respondió sin más; puso el motor en marcha y arrancó con
un chirrido de ruedas. Raymond miró en dirección a Wallbrook mientras se alejaban. Su
expresión no indicaba nada, pero los movimientos de su cuerpo revelaban un gran
nerviosismo.
—No te preocupes, en seguida volvemos —le dijo Susanna en tono tranquilizador.
Charlie seguía sin decir nada.

—Me has dicho que podría verle -dijo Raymond. Eran palabras de reproche, pero las
había pronunciado sin énfasis, sin el menor rastro de emoción.

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—Está enterrado —contestó Charlie.


Raymond alargó el brazo como queriendo tocar la fría lápida de mármol, pero en seguida
lo retiró. Volvió a leer la inscripción.

SANFORD BABBITT. 1918 — 1988


Querido esposo y padre.

Enterrado. Estaba enterrado. Raymond miró a sus pies; se encontraba sentado con las
piernas cruzadas sobre la tumba de Sanford Babbitt. Pero no veía nada, sólo hierba. No veía a
su padre. Volvió a alargar el brazo y vaciló antes de arrancar un poco de hierba, luego miró a
Charlie, que estaba tendido en el suelo muy cerca de la tumba.
—Puedes hablarle si quieres —Charlie le dijo a Raymond—. Él no puede hablarte, pero a
lo mejor puede escucharte.
Hubo una pausa; Raymond trataba de pensar en lo que acababa de oír. Luego, lanzó un
grito con tanta fuerza que Charlie se puso de pie de un salto.
—¡Papá, soy Raymond!
Pero no hubo respuesta. Raymond se agachó con torpeza y puso la oreja en el suelo para
escuchar.
—Ya te he dicho que no puede contestarte. Pero no vuelvas a gritar, ¿eh? Te oirá mejor
si le hablas en voz baja.
Raymond miró a Charlie con desconfianza. ¿En voz baja? ¿Seguro? Pero Charlie asintió
con la cabeza; se lo decía en serio. Raymond volvió a agacharse, acercó los labios a la tumba y
susurró en voz ronca:
—Papá. Estoy aquí con mi hermano, Charlie Babbitt.
Volvió a mirar a Charlie en busca de confirmación. Estaba preguntándole con los ojos:
¿Me ha oído? Charlie contestó que sí con la mirada.
—Ray, estaba pensando... ¿Te gustaría ir a ver un partido? ¿Uno de verdad?
Pero la pregunta de Charlie se perdió en el vacío. Las palabras «gustar» y «disgustar» no
existían en el registro mental de Raymond.
—Nos sentaremos junto a la primera base. Iremos al Dodger Stadium. Podremos ver a
Fernando, el gran lanzador. Te invitaré a una cerveza.
Raymond reaccionó ante aquello, pero no del modo que esperaba Charlie; empezó a
revolverse.
—Claro, tengo que ir. Tengo que ir solo. Hasta California... solo, pero no me dejan...
—No irás solo —dijo Charlie—. Irás conmigo —añadió en un tono despreocupado y sin
querer incitarle a nada más.
Ve. Ve con Charlie Babbitt. Ve a California con Charlie Babbitt para ver un partido de
béisbol y tomar una cerveza. Aquellos conceptos eran tan nuevos para Raymond que se quedó
paralizado con la mirada fija en Charlie. Estaba tratando de asimilar las palabras, de componer
algo aprovechable y memorizable para poder escribirlo después, pero todo aquello le
desconcertaba.
Pero había algo extraño; no tenía miedo.

Capítulo cinco

Sobrepasaban los cien kilómetros por hora en el Buick descapotable de regreso a


Cincinnati. Raymond se sentaba ahora en el asiento trasero con los cinco sentidos puestos en
todo lo que veía, tratando de memorizar árboles, carteles y postes indicadores. Movía la
cabeza de un lado para otro mientras registraba caóticamente todas aquellas cosas en la
cabeza. Pero ¿quién podía saber de lo que era capaz aquel cerebro dañado?

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

No regresaron al 10 961 de Beechcrest Avenue. Tampoco volvieron al hotel Broadham.


Prefirieron ir a un motel del centro de la ciudad y reservar una habitación doble para Charlie y
Susanna y una individual para Raymond. Las dos habitaciones se comunicaban por una puerta.
—Bueno, muchacho —dijo Charlie en un tono desenfadado mientras abría la puerta de su
cuarto y dejaba las maletas encima de la cama doble—. Esta es la suite presidencial.
Naturalmente, Raymond no entendió una sola palabra de todo aquello, pero se había
quedado inmóvil ante Charlie ocupando el centro exacto de una alfombra descolorida. Charlie
le hizo una seña; iban a ver el cuarto de Raymond. Pero éste seguía encerrado en su silencio,
con aquella mirada vaga y algo desconfiada. Charlie volvió a gesticular, pero esta vez lo hizo
con vehemencia, hasta conseguir que Raymond diera por fin un paso. Avanzó con torpeza y
tropezó con una de las mesillas de noche, que se vino abajo con lámpara y todo. Raymond se
quedó aterrorizado. Tenía que escribir aquello en su lista de sucesos malos. Había sido un
verdadero desastre.
Sin embargo, reaccionó de un modo inesperado. Raymond se agachó y recogió la
lámpara. Afortunadamente no se había roto. La agarró con fuerza y en seguida se la entregó a
Susanna. Era un regalo.
Susanna vaciló un momento sorprendida. Sus ojos se encontraron, y ella tendió la mano
para aceptar la lámpara. Era consciente del esfuerzo que Raymond estaba haciendo y le sonrió
con dulzura.
—Gracias, Raymond.
El se la quedó mirando con una cara muy seria, incapaz de devolverle la sonrisa. Aún no
había aprendido a sonreír.
Charlie se estaba impacientando. No podía reducir la velocidad de sus pasos ni de sus
ideas para acomodarse a la lentitud de Raymond.
—¡Vamos! —exclamó mientras abría la puerta que comunicaba las dos habitaciones y
hacía un gesto a Raymond para que entrara. Este cruzó la puerta arrastrando los pies—. Este
es tu cuarto, Ray —le dijo Charlie sonriendo. Pero no; se equivocaba.
Casi inmediatamente, el miedo se apoderó de Raymond. Tenía los ojos abiertos como
platos y miraba a un lado y a otro aterrorizado.
—Éste no... no es mi cuarto. Seguro que éste no... no es mi cuarto —dijo
tartamudeando.
—Sólo por esta noche —aseguró Charlie para tranquilizarle.
—Hasta que te llevemos a casa —añadió Susanna.
Pero Raymond no estaba para explicaciones; estaba como ausente, con todos sus
complicados mecanismos de defensa funcionando a toda velocidad. Ahora hablaba muy de
prisa, de un modo casi ininteligible.
—Claro, voy a quedarme aquí mucho tiempo. Mucho tiempo. Será... muchísimo tiempo, y
yo...
—¡No, Raymond, no! —exclamó Susanna tratando de controlar aquel arrebato de
confusión y miedo.
—Me he ido. Me he ido para siempre. Me he ido de casa para siempre.
—No, Raymond. Sólo por esta noche. Te lo prometo, Raymond. —El tono de Susanna era
tan enérgico y autoritario que Raymond dejó de balbucear inmediatamente. Por primera vez
parecía que la escuchaba, y se tranquilizó un poco, aunque no del todo.
—Claro, han cambiado la cama de sitio.
—Sí, es verdad —exclamó Charlie—. La quieres junto a la ventana, ¿eh? No te preocupes,
Ray. —Charlie empezó a empujar la cama hasta la ventana mientras Raymond le miraba con
impaciencia. Al ver la cama en su nueva posición, Raymond se sintió un poco mejor, menos
desorientado, aunque no por mucho tiempo.
—Los libros... se han llevado los libros. Todos los libros —exclamó Raymond muy
nervioso.
—No, Ray; todos no. —Charlie abrió uno de los cajones del armario y sacó la biblia que la
Sociedad Gideon pone siempre en todas las habitaciones de los hoteles americanos para el
consuelo espiritual del viajero solitario—. Aquí. Mira.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond tendió las dos manos para coger el libro, pero lo sostuvo torpemente con los
brazos extendidos mientras seguía recorriendo el cuarto con aquellos ojos negros. Cada vez
veía más problemas.
—Se han llevado los estantes.
—Porque no los necesitas —dijo Charlie con un poco de impaciencia—. Por eso guardan el
libro en el cajón.
Era imposible utilizar la lógica con Raymond, a menos que fuera la suya propia. Había
fijado la mirada en la lámpara del techo; y lámpara quería decir espacio para guardar libros.
En Wallbrook tenía libros guardados en la lámpara del techo; luego, allí era donde tenía que
guardarlo. No se le ocurrió pensar —¿cómo podía hacerlo?—que aquella lámpara y la de
Wallbrook eran de tamaño y forma distintos; la del hotel era más pequeña y más plana. Pero
servía para guardar libros; o por lo menos eso era en lo único que pensaba Raymond. Se puso
de puntillas y metió el libro en la lámpara. Se mantuvo en equilibrio durante un minuto, hasta
que se tambaleó y fue a parar al suelo. Otro desastre; tenía que anotarlo en uno de sus
cuadernos.
Se quedó abrumado ante aquella catástrofe. No comprendía cómo había podido suceder
aquello. Raymond se quedó mirando la biblia paralizado por el miedo, retorciéndose mientras
hablaba con el suelo, jadeando. Hablaba, hablaba, hablabahablabahablaba... Charlie y
Susanna fueron incapaces de comprender una sola palabra.
—¿Qué estás diciendo, Ray? —preguntó Charlie—. No entiendo nada.
Pero Raymond estaba fuera de su alcance, encerrado en su propio mundo.
Hablabahablabahablabahablaba. Se retorcía y se retorcía nerviosamente. Susanna sintió un
escalofrío. Estaba muy preocupada. Raymond parecía totalmente ido. Se había temido algo
parecido. Aquello era demasiado para Raymond, demasiado nuevo y amenazador. Habían
hecho mal en llevarle con ellos, y todo por culpa de Charlie. Este se acercó hasta su hermano
de modo que sólo les separaban unos cuantos centímetros. Aquella proximidad hizo que
Raymond se viera obligado a mirarle y a escucharle.
—¿Cómo quieres que te ayude si no sé lo que dices? -dijo Charlie con severidad-. ¿Qué...
demonios... estás... diciendo?
Raymond levantó la mirada del libro y poco a poco la fijó en Charlie. Pero seguía
revolviéndose como una marioneta con los hilos enredados. Empezó a retroceder sin apartar
los ojos de Charlie, frotándose las manos con un gesto crispado y sacudiendo la cabeza de lado
a lado.
—Charlie, llevémoslo a casa —suplicó Susanna con el corazón roto ante aquel
espectáculo; y se arrodilló para recoger la biblia del suelo.
—No te preocupes, se encuentra bien —replicó Charlie negando con la cabeza—. ¿Te
gusta la pizza, Ray?
—Te gusta la pizza, Charlie Babbitt —respondió Raymond con una mirada sin expresión.
Pero aquello pareció tranquilizarle un poco. Había comprendido la palabra «pizza».
Seguramente la había oído en Wallbrook.
Susanna se dirigió hacia Charlie.
—Creo que quiere decir...
—Ya sé lo que quiere decir. Somos hermanos. Le gusta la pizza. A mí me gusta la pizza.
A los dos nos gusta la pizza. Nos gusta con cebolla y pimientos, ¿verdad, Ray?
¿Gustar? ¿Pimientos? ¿Gustar? Raymond fue incapaz de dar una respuesta.
Charlie volvió a su dormitorio para llamar por teléfono.
—Encargaré una grande. ¿Quieres cerveza, Ray? —preguntó en voz alta por encima del
hombro-. ¿O prefieres leche?
Raymond y Susanna se habían quedado solos, pero era como si ella no existiera. Toda la
atención de Raymond estaba en la cama. Algo... no iba bien... Algo... fallaba.
Algo fallaba, de verdad. Movió la cama unos cuantos centímetros hacia la derecha y se la
quedó mirando. La movió otro par de centímetros. Seguía estando mal. Raymond empezó a
ponerse nervioso.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¡Vern... Vern...! —empezó a decir angustiado. Empujó la cama un palmo hacia la


izquierda y se la quedó mirando fijamente. Mal. Seguía estando mal. La angustia crecía
amenazando con apoderarse de él.
—¡Vern..., ayúdame! -gritó Raymond-. ¡Ayúdame, Vern! -Pero Vern no estaba para
volver a poner las cosas en su sitio. Allí sólo había dos extraños.
—Charlie, está muy asustado —dijo Susanna sofocada—. Sería mejor...
De repente, Raymond dejó de gritar. Por fin había conseguido poner bien la cama, había
logrado colocarla en su sitio, como tenía que estar, y se le fue la angustia con la misma
rapidez con que había llegado. Charlie llegó de la otra habitación y vio la nueva posición de la
cama.
—Muy bien, Ray —aprobó—. Cuando acabes ven a mi cuarto y arregla la mía.
¿Arreglar?
—Bien, ¿qué dan en televisión? —preguntó Charlie afablemente—. ¿El tribunal del
pueblo? ¿El juez Wapner? Venga, ¿sabes la hora que es?
Raymond consultó su reloj.
—La suerte loca —dijo hablando con la esfera del reloj—. Hoy... hoy los concursantes...
ganarán... ganarán muchos premios...
—Estupendo. Siéntate. Pondremos la televisión.
Raymond obedeció y se sentó al borde de la cama en una postura incómoda y sin darse
cuenta de que había una silla. Charlie sonrió, encendió la televisión y buscó el canal. Sí,
Raymond tenía razón. Daban La suerte loca.
—Es increíble —exclamó riendo Charlie—. Vas a ahorrarme un montón de dinero en guías
de televisión.
Raymond se quedó sentado viendo el programa con tranquilidad; aquello era más real
para él que todo lo que no se viera en la pantalla. Charlie miró a Susanna con una sonrisa de
triunfo. ¿Te das cuenta? Tenía razón. Sabía manejar perfectamente a Raymond. Era lo más
fácil del mundo. Tomó la biblia de las manos de Susanna, se arrodilló delante de Raymond y
dejó el libro en su regazo.
—Tienes tu programa. Tienes tu libro. La pizza viene en seguida. Qué bien vivimos, ¿eh?
Raymond y Charlie se miraron a los ojos, el primero con aquella mirada fija y perdida.
—¿Tú sabes sonreír? —preguntó Charlie.
—Yo sabes sonreír —contestó Raymond sin pestañear.
—A ver, demuéstramelo —le desafió Charlie. Decidió sonreír a su hermano enseñándole
todos los dientes, mostrándole una de sus mejores sonrisas. Raymond se lo quedó mirando un
momento y esbozó una sonrisa. Pero era lo menos parecido a una sonrisa; sólo estaba
imitándole como había hecho al despedirse de Susanna. Parecía la sonrisa de un maniquí, pero
por lo menos lo había intentado. Era la primera sonrisa de Raymond Babbitt—. Este chico vale
—dijo riendo Charlie.

Sentado al borde de la cama, Raymond vio La suerte loca, El precio justo, Doble o nada,
El tribunal del pueblo y Estrellas de Hollywood. Por fin llegó la pizza y Raymond se comió tres
trozos enteros. Pero fue muy original en la manera de comérselos, muy lejos de las maneras
tradicionales; podía haber empezado por la parte más ancha, o por el centro, o doblando los
bordes para mantener el queso dentro, pero no quiso empezar hasta que Charlie se la cortó
toda en cubitos pequeños, todos del mismo tamaño y atravesados por un palillo. Luego
empezó a comérselos despacio, como siguiendo un orden determinado, librándose de los
palillos uno por uno. No parecía darse cuenta de que la pizza estaba casi congelada, con el
tomate frío, el queso casi petrificado y las rodajas de pimiento con los bordes secos.
Cuando acabó con la pizza, Raymond empezó a picar de una bolsa de snacks de queso;
se los iba comiendo de uno en uno y a la misma velocidad, llevando la mano de la bolsa a la
boca igual que un robot. Empezaba a hacerse tarde; hacía rato que Charlie y Susanna se
habían ido a su cuarto para comer la pizza, ver la televisión y hacer el amor apasionadamente,
pero Raymond seguía sin apartar los ojos de la pantalla y sin dejar las bolas de queso.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Estaban dando un programa que Raymond no conocía, pero quiso verlo a pesar de todo.
Tenía la sensación de que se trataba de algo importante. En la pantalla se veía a un niño
pequeño mirando dibujos animados en un televisor. Su madre acababa de entrar en el cuarto.
—¡Johnny Peters! —exclamó la madre regañándole—. ¡Le has dicho a tu padre que
estabas haciendo los deberes! ¡Apaga eso ahora mismo!
Al oír aquella orden, Raymond se levantó y se dirigió obedientemente hasta el televisor
para apagarlo. La habitación quedó a oscuras. Regresó a la cama y se sentó exactamente en el
mismo sitio en el que se había pasado horas enteras sin moverse. Fijó la mirada en la pantalla
del televisor, pero no había nada que ver.
Lo único que podía hacer era leer; Raymond estuvo leyendo durante un rato hasta que
por fin cerró el libro. Necesitaba ver la televisión.
Del otro cuarto llegaban ruidos amortiguados, como de jadeos, gritos sofocados y algún
que otro gemido. Pero Raymond no les prestaba ninguna atención porque no comprendía
aquellos sonidos eróticos; lo único que le preocupaba era el otro sonido que llegaba del cuarto
de Charlie, el de un televisor que habían conectado y que se habían olvidado de apagar.
Charlie tenía un televisor. Raymond, en cambio, no tenía ninguno. Cogió la bolsa de los snacks
de queso y abrió la puerta que comunicaba las dos habitaciones.
Abrazados bajo las sábanas de la cama doble, Charlie y Susanna seguían luchando
encarnizadamente con los labios y los cuerpos bien unidos. Estaban tan concentrados que no
se dieron cuenta de que Raymond acababa de entrar. Raymond ni siquiera miró en aquella
dirección porque lo único que le preocupaba era aquella pantalla que le hipnotizaba y en la que
David Letterman estaba hablando con un invitado. David Letterman, un programa que no
podía perderse.
Raymond se sentó al borde de la cama y dejó la bolsa de los snacks de queso encima de
aquellas sábanas que tanto se agitaban.
La bolsa empezó a dar saltos, pero Raymond estaba demasiado absorto viendo a
Letterman como para darse cuenta. Extendió la mano para coger la bolsa y empezó a picar los
snacks de queso uno detrás de otro y sin apartar los ojos de la pantalla del televisor. Ni
siquiera se dio cuenta de los otros sonidos que los amantes producían al llegar al clímax.
Raymond volvió a extender la mano sin mirar, en busca de otro bocado, y sin darse
cuenta se vio con una pierna en la mano. Era la pierna de Susanna.
Hubo un grito y Susanna se quedó de piedra. Poco a poco levantó la mirada por encima
del hombro y vio a Raymond sentado en la cama, con expresión vacía y masticando algo en la
boca.
—Eh... ¡Hola! —dijo Susanna, muy nerviosa, mientras le sonreía para que no pensara
que estaba enfadada y no le volviera el ataque. Raymond contestó con lo que acababa de
aprender, con aquella falsa sonrisa. La gente te enseña los dientes para que tú enseñes los
tuyos.
Debajo de las sábanas se oyó la voz amortiguada de Charlie.
—¿Ray, estás aquí?
—Estoy aquí —contestó Raymond.
Charlie suspiró tratando de no perder la calma. —Bueno, pues vete.
Raymond se puso de pie y cogió la bolsa de snacks. Su mirada se encontró con la de
Susanna, pero no dijo nada y salió del cuarto de Charlie arrastrando los pies. La puerta se
cerró a su espalda.
—Deberías ir con él —dijo Susanna en un tono severo.
—¿Para qué?
Susanna alargó el brazo y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Charlie lanzó un
aullido de protesta y se llevó las manos a los ojos para protegerlos de la luz.
—He dicho que deberías ir allí, Charlie. —El tono de su voz era apremiante y le brillaban
los ojos de la intensidad con que le miraba—. Está asustado. Nunca ha salido de su casa.
Además, le has hecho daño.
Mierda. Charlie sabía que decía la verdad; tenía que ceder, pero aquello no le hacía
ninguna gracia. La interrupción del acto había sido un desastre. Un poco más y... casi. Saltó de
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

la cama entre gruñidos, se puso los vaqueros y abrió la puerta que daba al cuarto de Raymond
con un gesto airado. Susanna se levantó también de la cama y se fue al lavabo para tomar un
baño de agua caliente.
—Te he dicho que veas la televisión —dijo Charlie a su hermano en tono brusco.
—La mía no funciona; quiero ver la tuya —contesta Raymond.
—Bueno, pues no puede ser. Ahora estoy muy ocupado. —Buscó con la mirada por toda
la habitación hasta que encontró la biblia. Toma, aquí tienes tu libro.
—Ya lo he leído —dijo Raymond.
Charlie lanzó un profundo suspiro y volvió a mirar por la habitación hasta dar con una
estantería con literatura de motel.
—¿Ya has leído todo esto?
Raymond asintió. A Charlie se le estaba acabando la paciencia. No podía creerse que
Raymond se lo hubiera leído todo; supuso que su hermano los había hojeado, leyendo sólo
algunos fragmentos. Charlie no estaba dispuesto a cuidar de un hombre de cuarenta años
como si fuera un niño, y menos cuando Susanna esperaba en la habitación de al lado
tentadoramente desnuda. Empezaba a cansarse y agarró el listín telefónico de Cincinnati.
—¿Y esto? —Pasó el listín por delante de las narices de Raymond.
—No —dijo Raymond con tranquilidad.
—Bien —dijo Charlie mientras soltaba el listín en el regazo de Raymond—. Haz lo que
quieras, pero no te muevas. ¿Lo has entendido?
No hubo respuesta. Raymond miró a su regazo, a la pared, al suelo, a todos lados menos
a Charlie.
—¡Bueno, no te quedes ahí callado como un tonto! —exclamó Charlie—. ¡Contéstame!
¿Has comprendido o no?
Raymond contestó en un tono apenas audible.
—He comprendido o no.
—De acuerdo. —Un poco más tranquilo, Charlie abrió la puerta que comunicaba las dos
habitaciones, la dejó entornada y volvió a su dormitorio en busca de Susanna. La encontró en
la bañera, con el cabello recogido con horquillas y con los hombros y el cuello de un color
rosado debido al vapor del agua. Pero la expresión de su rostro indicaba que no estaba para
bromas.
—Vuelve con él, Charlie —le ordenó con los ojos echando fuego—, ¡y discúlpate!
Charlie dio un grito de asombro.
—¿Y qué quieres que haga? —gritó indignado—. ¿Que le cante una nana? ¡Por el amor de
Dios, no soy su madre!
—¡No!—replicó Susanna—. Pero eres su hermano, aunque más crío, por cierto.
—¿Qué quieres decirme con eso?
—¡Que podrías mostrarle más respeto!
¿Respeto? ¿Con un idiota como Raymond? ¿En serio? ¡Una italiana con ideas de
bombero! Charlie la miró fijamente. No había ninguna duda, Susanna tenía debilidad por
Raymond.
—Charlie, él no tiene la culpa de lo que le pasa. No puedo decir lo mismo de otros.
Charlie trató de contenerse. Sabía que Susanna se estaba refiriendo a él, y aquello le
sacó de quicio. No estaba acostumbrado a verse acorralado por una mujer.
¿Te has dado cuenta de la mente que tiene, Charlie? —Susanna continuó hablando con
mucha seriedad—. Quiero decir cuando la utiliza. Pudo haber sido muy brillante; pudo haber
sido una persona extraordinaria. —Bajó el tono de voz conmovida por la pena—. Podría haber
sido tu hermano mayor, alguien a quien respetar, alguien que te hubiera enseñado muchas
cosas...
Charlie levantó las manos para cortarla. Luego dijo en tono conciliador:
—Tómatelo con calma, nena. Estás haciendo una montaña de un granito de arena.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Nada. ¿No le había estado escuchando él? Susanna sacó a relucir la vehemencia de su
temperamento latino.
—¿Quién demonios te has creído que eres para llamar idiota a tu hermano? —exclamó
ella echando fuego por los ojos—. Si le has traído sólo para insultarle, será mejor que te lo
lleves ahora mismo.
Charlie lanzó un profundo suspiro mientras todo hervía en su cabeza. Hacía rato que
estaba esperando aquello, pero ahora no sabía qué hacer. Por fin se decidió a jugárselo todo.
—¿Y qué pasaría si no quisiera devolverlo al sanatorio?
—¿Qué demonios quieres decir con eso? —gritó Susanna abriendo bien los ojos.
—Quiero decir... —la miró directamente a los ojos—; quiero decir que yo le he traído
hasta aquí y aquí se queda.
Aquella repentina afirmación de Charlie pronunciada como si tal cosa dejó helada a
Susanna. Estaba perpleja.
—¿Puedo saber por qué? —preguntó.
—No lo sé —confesó Charlie—. Estaba... harto de él.
—¿De Raymond?
—De mi padre.
Aquello acabó de confundir a Susanna. Lo que decía Charlie no tenía ningún sentido.
—¿Odiabas a tu padre y por eso te quedas con Raymond? Charlie se mordió el labio y
apartó los ojos de ella.
—Sólo hasta que consiga lo que es... —dudó, y luego acabó la frase en voz baja—, lo que
es mío.
Susanna le miraba con los ojos muy abiertos, hasta que fue entornándolos a medida que
sospechaba lo que pretendía Charlie.
—¿Lo que es tuyo? —pregunté—. ¿Y qué hay que sea tuyo?
—Bueno, mi padre le ha dejado a Ray... le ha dejado algún dinero.
¡Ah, dinero! Ahora empezaba a comprender. Ahora lo comprendía todo y estaba furiosa.
—¿De verdad? ¿Cuánto? —le preguntó Susanna en un tono seco. Charlie se hizo el
distraído y no respondió nada.
—Charlie, ¿cuánto dinero... ha... dejado... tu... padre? —exigió Susanna muy despacio y
con mucha claridad. Charlie respiró hondo y se enfrentó a ella.
—Todo. Tres millones. Hasta el último centavo.
Susanna saltó de la bañera hecha un basilisco. Caía agua de todas partes, goteaba del
techo y bajaba en cascadas por las paredes. Charlie estaba empapado. Susanna se puso la
camisa a pesar de estar totalmente mojada y se abrochó los botones con alguna dificultad.
—¡Mierda! —gritó Charlie—. ¡Qué te has creído...!
Pero Susanna le empujó entrando a toda velocidad en el dormitorio, agarrando su ropa y
vistiéndose completamente mojada. Se calzó los zapatos a toda velocidad. Charlie se sacudió
el agua como un perro mojado y la siguió hasta el dormitorio.
—Oye, mira. Esto es ridícu... Pero ¿qué demonios estás haciendo? —exclamó
desconcertado.
Susanna estaba haciendo las maletas. Había cogido la suya del armario y estaba echando
su ropa dentro sin pararse a ordenarla.
—¿Qué? ¿Vas a marcharte en mitad de la noche? —se rió esperando que ella también se
riera, que se diera cuenta de que todo aquello era absurdo. ¿Y a ella qué demonios le
importaba si él retenía un par de días al retrasado mental de su hermano? Bien, pues podía
irse al infierno. Además, cuando tuviera el dinero, los dos se lo podrían pasar muy bien.
Charlie Babbitt no era ningún tacaño. El sabía muy bien lo que una chica necesitaba. Todo lo
que Charlie tenía que hacer era tranquilizar a Susanna para que ésta le escuchara, entonces
seguro que se pondrían de acuerdo, seguro que se uniría a él.
Pero Susanna no tenía la menor intención de tranquilizarse ni de ponerse a escuchar,
tampoco estaba dispuesta a seguir el plan que Charlie Babbitt había preparado para Raymond.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Siguió haciendo las maletas hecha una furia, tirando la bolsa de maquillaje encima de toda la
ropa y cerrando bruscamente la maleta hasta oír el chasquido de las cerraduras, chasquido
que indicaba el fin de todo aquello.
—¡Oye... venga! —protestó Charlie—. ¡Te necesito! Susanna se volvió hacia él con los
ojos totalmente encendidos.
—¿Para qué? —gritó ella—. ¿Para hacer de niñera, cara-dura? ¡Yo no tengo tres millones
de pavos, Charlie! ¡Lo que buscas está ahí dentro! —exclamó señalando la puerta de la
habitación de Raymond; éste podía verlos por la puerta entreabierta, y estaba sentado en la
cama escribiendo, lleno de espanto, en uno de sus cuadernos y mirando de vez en cuando a la
pareja con ojos asustados.
Al verle, Susanna sintió compasión de él. Pero, aunque aquello la detuvo un poco, no
estaba dispuesta a dejarse vencer. Tomó la maleta y extendió el brazo para coger el bolso,
pero Charlie se le adelantó. Charlie sostenía el bolso fuera del alcance de Susanna y los dos
forcejearon.
—Pero ¿qué te he hecho? —quiso saber Charlie—. Espera un momento...
—¡Dame... ese... bolso! —dijo Susanna apretando los dientes.
—¿Qué he hecho? ¿Cuál es mi crimen?
Charlie ya no agarraba con tanta fuerza el bolso y Susanna aprovechó el momento para
quitárselo de los dedos.
—¡Estás utilizando a Raymond! —gritó—. ¡Me estás utilizando a mí! ¡Utilizas a todo el
mundo!
Fue un golpe duro; le dio a Charlie donde más le dolía.
—¿Te estoy utilizando? —le preguntó a Raymond.
—Sí —contestó Raymond.
—¡Cállate! —le gritó Charlie con violencia. Se volvió hacia Susanna.
—¡Está contestando a lo que le he preguntado hace media hora! —Se abalanzó sobre la
puerta intermedia y la abrió de golpe. Ahora le tocaba a él mostrar el genio. Podía ser terrible
y había tratado de contenerse, pero ya no podía más.
—¡Mírale! —le gritó a Susanna mientras Raymond se llevaba las manos a la cabeza para
taparse los oídos y empezaba a murmurar angustiado—. ¿Para qué quiere tres millones de
dólares? ¡Si no se los va a gastar! ¡Ni siquiera sabe qué significa eso!
Susanna dejó la maleta en el suelo y quiso llegar hasta Raymond para consolarle, pero
Charlie se interpuso echando fuego por los ojos y maldiciendo a voz en grito.
—¡Ese dinero puede pudrirse con ese maldito doctor hasta que Ray se muera!
Aquello hizo que Susanna se quedara helada. Miró a Charlie con un odio feroz.
—Y eso no es robar, ¿verdad? —preguntó en un tono sereno y frío.
Había dado en el blanco. Charlie cerró la boca sin saber qué decir. Aquella acusación
tenía algo de verdad; la verdad dolía. Susanna le apartó y entró en el cuarto de Raymond con
Charlie pisándole los talones.
—¿Y qué pasará con Raymond cuando acabes? —preguntó de nuevo Susanna en el
mismo tono.
Charlie bajó la mirada.
—Bueno... supongo que... volverá a Wallbrook, o a algún lugar mejor que ése. Supongo
que... seguirá como siempre. —Aquellas palabras sonaron demasiado débiles y poco
convincentes incluso para él mismo.
Susanna arqueó las cejas.
—El problema es que tú te quedarás con su dinero.
—¿Qué quieres decir con su dinero? —estalló Charlie. Había dejado a un lado su sangre
fría y su discreción. Perdió los nervios por completo—. ¿Qué quieres decir con su jodido
dinero? Aquel cabrón también era mi padre.
¿Me ha dejado la mitad? ¿Eh? ¿Me ha dejado la mitad? ¿Dónde está la jodida mitad que
me corresponde?

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—Raymond, tú te vienes conmigo —dijo Susanna con decisión acercándose hacia él.
Pero Charlie agarró el brazo de Raymond y tiró de él con fuerza alejándole de Susanna.
Al mismo tiempo, Charlie levantaba el puño izquierdo mostrándoselo a Susanna en señal de
amenaza.
Susanna se quedó helada. Miró a los ojos de Charlie y luego a su puño, para volver a
mirarle otra vez. Ya sabía todo lo que tenía que saber. Era suficiente; no podía aguantar allí ni
un minuto más, ni siquiera para tratar de rescatar a Raymond de las garras de su hermano.
Susanna se dio la vuelta, agarró la maleta y se encaminó hacia la puerta sin decir una sola
palabra. Charlie dejó el brazo de Raymond y corrió tras ella.
—¡Maldita sea! ¡Tengo derecho a ese dinero! ¡Es mío! —vociferó.
Ya en la puerta, Susanna se volvió hacia Charlie.
—¡Estás loco! —le acusó—. ¡Has raptado a este hombre! ¿Entiendes eso?
Charlie se detuvo, confundido.
—¿Cómo voy a raptarle? ¡Es mi hermano! ¿Crees que Bruner va a venir a buscarlo?
Pero a Charlie le importaba muy poco lo que dijera o pensara el doctor Bruner. Sólo
quería justificarse ante Susanna para no perderla. Quería tenerla a su lado. Trató de atacar a
Susanna por su punto débil, la compasión.
—¡Mi padre me hizo siempre la vida imposible! ¿Qué quieres que haga ahora?
Susanna abrió la puerta.
—Me voy —dijo ella, y se marchó sin decir nada más.
Charlie se quedó mirando la puerta un instante, sin poder creerse lo que acababa de
suceder allí. Luego, lleno de rabia y frustración, abrió la puerta de golpe y la volvió a cerrar
dando un portazo haciendo temblar el marco de la puerta. Estaba temblando y jadeaba.
¡Maldita fulana! Aquello no iba bien; no iba nada bien. Tenía que animarse. Se dirigió a la
mesilla de noche y cogió su paquete de Lucky Strike sin filtro. Extrajo un cigarrillo con
dificultad, lo encendió con dedos temblorosos, tragó el humo y dejó que llegara al fondo de los
pulmones esperando el efecto sedante del tabaco. Al cabo de unos segundos Charlie se sentía
mejor.
Bien. Así iban las cosas. Susanna se había ido. Muy bien. Sólo quedaban él y Raymond;
estaba solo. Trató de mentirse pensando que iba a ser mejor así, pero ya estaba echando de
menos a Susanna, la quería a su lado. No obstante, sacó fuerzas de flaqueza y trató de
serenarse hasta poder respirar con normalidad.
Raymond. Tenía que encontrar a Raymond y ver si estaba bien o si estaba sufriendo
alguno de sus extraños ataques. Debía de estar traumatizado. Aquello había roto por completo
la rutina. Charlie volvió al dormitorio de Raymond sonriendo, dispuesto a ser cariñoso con su
hermano. Charlie se detuvo en seco al ver lo que pasaba.
En el centro de la habitación Raymond Babbitt estaba de pie sobre un montículo
imaginario de lanzador de béisbol; estaba a punto de lanzar una pelota a un bateador también
imaginario. Se había olvidado completamente de la realidad buscando una fantasía que le
protegiera. No era un recurso muy distinto al del cigarrillo de Charlie, pero para Raymond era
cuestión de vida o muerte. Tenía que escapar de la realidad para poder sobrevivir. Ahora se
encontraba en un mundo en el que era un gran lanzador de béisbol. Tenía una expresión
severa, con los ojos concentrados, pequeños y entornados.
—El molino —dijo Raymond entre dientes. Agitaba los brazos tal como decía, pero la
coordinación de los gestos era torpe y sus movimientos lentos y desmañados. Apretó los labios
con fuerza en señal de concentración mientras lanzaba la imaginaria pelota. Al oír el golpe del
supuesto bateador, Raymond se precipitó hacia adelante, pero regresó en seguida.
—He fallado.
Charlie le miraba, consciente de que se encontraba en un lugar imaginario al que él no
podía acceder.
—Raptado, ¿eh? —se dijo en voz baja, sabiendo que Raymond no le escucharía ni aunque
hablara gritando—. Todo sería mucho más fácil, Ray, si me firmaras un cheque.
Raymond se quedó mirando las bases. Era una situación comprometida para un gran
lanzador como él, con un jugador en la primera base y otro en la tercera. Dos golpes buenos y
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tres fallos. Todo dependía de él, de Raymond Babbitt, el mejor lanzador de los Reds de
Cincinnati de 1955. Tenía que conseguirlo... que conseguirlo...
—Allá voy —murmuró Raymond, aterrado.

Capítulo seis

Charlie se quedó sin saber a qué hora había ganado (o perdido) Raymond su gran
partido; casi una hora después de la tormentosa marcha de Susanna, había caído vencido por
el agotamiento hasta quedar totalmente dormido. No se oía nada en el cuarto de Raymond;
Charlie supuso que estaría durmiendo. Si no, seguramente andaría por el lanzamiento número
treinta.
Cuando Charlie entró a verle muy de mañana, Raymond seguía sentado al borde de la
cama como si estuviera esperando algo. Estaba completamente vestido, con el pelo mojado y
saliendo de punta por todas partes. Parecía tranquilo, aunque tenía la cabeza inclinada con
rigidez en un ángulo muy incómodo. Charlie pensó que a su hermano no le iría mal una camisa
limpia, alguna muda, un peine y un cepillo de dientes. Pero ¿para qué? Pronto iba a volver a
Wallbrook, tal vez aquel mismo día si todo iba como lo había planeado. Charlie esperó a que
abrieran la centralita de Wallbrook y a que el psiquiatra estuviera sentado en su despacho para
enfrentarse abiertamente con él.
No esperaba quedarse en Cincinnati más de un día o dos, el tiempo suficiente para
ponerse de acuerdo con el doctor Bruner, despedirse de Raymond y volver derecho a Los
Ángeles, que es donde tenía que estar. Tenía demasiadas cosas que hacer en casa como para
estar perdiendo el tiempo allí. Estaba seguro de que sus acreedores anda-rían buscándole por
ahí con un pelotón de fusilamiento.
Pero había que empezar por el principio, y lo primero era desayunar. A un par de
manzanas del hotel había un modesto restaurante en el que servían desayunos y almuerzos.
Raymond entró con Charlie con su acostumbrado paso arrastrado y se sentaron en una mesa
que había junto a la ventana. Aún era temprano y el lugar estaba casi desierto. En la barra
había un par de camioneros mojando unos donuts en el café.
—Buenos días —les dijo una guapa camarera rubia que se había acercado con servilletas
y cubiertos. Tenía unos ojos grandes y azules que en seguida se fijaron en el atractivo Charlie
Babbitt.
Charlie levantó la mirada. Era muy guapa, joven y rolliza.
Le brindó su sonrisa número cuatro, la juvenil.
—Pues sí, hace un día espléndido —dijo con una sonrisa y arqueando una ceja con toda
la intención del mundo.
La camarera casi ronroneaba de satisfacción dejando que Charlie examinara su busto
mientras le entregaba los menús.
Raymond también examinaba aquel busto entornando los ojos para ver mejor. La rubia
estaba tan ocupada pensando en Charlie que ni siquiera se fijó.
Charlie tomó el menú con una sonrisa aún más grande.
—Gracias. —Pronunció aquellas dos palabras como queriendo decir algo inconfesable—.
Sí, eh, ¿qué nos recomienda?
—A mí, por ejemplo —contestó la chica sofocando una risa tonta y echando chispas por
los ojos.
—Vaya, vaya. —Charlie recorrió el cuerpo de la chica con la mirada, y preguntó con una
sonrisa perversa—: En realidad nos estábamos preguntando cómo puede divertirse uno por
aquí cuando llega la noche.
—Sally Dibbs —dijo Raymond de repente. Estaba leyendo el nombre de la camarera en
una chapa sujeta con un alfiler en el bolsillo de la camisa—. Cuatro-seis-uno-cero-uno-nueve-
dos.
La chica abrió los ojos sorprendida y se fijó en Raymond sin acabar de creérselo.
—¿Cómo... cómo sabe mi número de teléfono? —tartamudeó.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Charlie miró a Raymond con estupor. ¿Qué demonios? Raymond se dio cuenta de que
Charlie le miraba y se puso tenso; estaba convencido de que había hecho algo malo y agachó
la cabeza.
—El listín de teléfonos —le dijo a Charlie—. Me dijiste que lo leyera.
La camarera iba dirigiendo sus miradas de Charlie a Raymond y de Raymond a Charlie
sin saber qué pensar. Charlie soltó una carcajada.
—Se... eh... se acuerda mucho de las cosas.
—En seguida vuelvo —les dijo la camarera nerviosa, mientras se iba a toda prisa dando
una sacudida con el delantal. Aquel hombrecillo era un tipo muy raro.
Charlie Babbitt empezó a acordarse de muchas cosas. El doctor Bruner le había dicho que
Raymond tenía unas habilidades notables y que era un autista muy sabio. Se acordó del
momento en que Raymond demostró tener una memoria fuera de lo normal recitando un
pasaje de la Duodécima noche de Shakespeare y que Charlie había considerado simplemente
curioso. Era increíble, sí, pero inútil; y sin embargo, se trataba de Shakespeare.
Pero aquello era diferente. Se trataba de unos números. Acordarse de unos números
podía ser muy útil, muy útil. Charlie encendió un lucky y se tragó el humo hasta el fondo
mientras contemplaba a Raymond con otros ojos.
—¿Cómo lo has hecho?
—Lo hago —respondió Raymond en voz baja. Aún tenía miedo; seguía pensando que su
hermano estaba enfadado con él por haber hecho algo malo. Era incapaz de mirar a Charlie, y
sus ojos iban del salero a los cubiertos, evitando la cara de Charlie.
Charlie en seguida se dio cuenta de aquello. Por primera vez podía adivinar en qué
estaba pensando Raymond Babbitt. Empezó a hablar en un tono cordial y desenfadado.
—Ha estado muy bien. Me ha gustado. ¿Te aprendiste de memoria todo el listín
telefónico?
—No —contestó Raymond; Charlie ya sabía que aquélla era la manera que Raymond
tenía para decir que sí. Charlie empezaba a comprenderle mejor. Trató de que su hermano
sonriera, pero Raymond seguía poniendo la mueca que le había enseñado la noche anterior. Tú
me sonríes y yo te sonrío. Ya no tenía miedo. Le había perdonado.
—¿Tienes hambre? —preguntó Charlie abriendo el menú. Raymond asintió con la cabeza.
—¿Qué quieres comer?
¿Quieres? «Querer» era como «gustar» o «disgustar». Implicaba un acto de elección, de
preferencia. La preferencia es algo que para un autista no tiene ningún sentido. Raymond no
sabía cómo se querían las cosas; no tenía los recursos necesarios para hacerlo. Las únicas
cosas que quería estaban directamente relacionadas con su inmediata supervivencia, como
ladrillos con los que se construía los muros de defensa; entre esas cosas estaban los
programas de televisión o la posición exacta de la cama, pero era incapaz de expresar o de
concebir estas cosas como frutos de un «querer». Lo único que podía hacer era quedarse
callado sin poder responder.
—Ray —dijo Charlie con paciencia—. ¿Qué quieres comer? —Aún tenía que aprender
muchas cosas.
—Hoy es jueves —dijo Raymond recordando la rutina de Wallbrook—. Desayunamos
tortas... con jarabe de arce.
—¡Genial! —dijo Charlie riendo.
A Raymond le gustó aquello.
—Genial —repitió. De repente tuvo miedo, empezó a fijarse en la mesa con los rasgos
algo desencajados—. Se han llevado... se han llevado los palillos —dijo en un tono angustiado.
—Mira, eso fue ayer en el motel, con la pizza; pero en un restaurante se come con el
tenedor.
La lección de Charlie sobre el comportamiento en la mesa pasó totalmente inadvertida.
—Se han llevado los palillos —volvió a decir Raymond, haciéndose cada vez más evidente
la posibilidad de un nuevo ataque.
Charlie reaccionó en seguida para evitarlo.

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—No necesitas palillos para las tortas —insistió—. No podrías comértelas.


Pero a Raymond no se le distraía tan fácilmente. Cambió la idea.
—No tengo mi jarabe de arce —anunció en su tono monótono.
—Tranquilízate —contestó Charlie—. Aún no te han servido las tortas, ¿verdad?
No había aprendido todavía que el peor camino para acercarse a Raymond era el de la
lógica, que Raymond tenía la suya propia.
—No tengo... el jarabe de arce que... que... —empezó a tartamudear Raymond en uno
de sus extraños monólogos.
Charlie empezaba a perder la calma.
—Si aún no hemos pedido nada —exclamó—. Has espantado a la camarera.
—Claro, estaremos aquí toda la mañana, sin jarabe de arce y sin...
Charlie sintió un agudo pinchazo. Ahí estaba el genial Charlie Babbitt a punto de que le
humillaran en un puñetero desayuno, ¡por el amor de Dios! Estaba atrapado en Cincinnati con
aquel chiflado que no entendía, y no había tiempo que perder. Susanna le había abandonado;
no tenía un solo centavo; la vida que había llevado en Los Ángeles estaba a punto de irse a la
porra, y el doctor Bruner no parecía echar de menos a Raymond.
De repente sintió odio hacia su hermano, un odio verdadero; le amargaba pensar en las
cosas que le iban mal y lo comparaba con el refugio que se había construido Raymond, donde
todo el mundo era responsable de él y donde él no era responsable de nada. Pero le odiaba
sobre todo porque su padre le había dejado tres millones de dólares y a él no le había dejado
nada. Su padre le había dicho que no, siempre le había dicho que no, pero en el último
momento había dado su brazo a torcer en beneficio de un lunático. Le había dado todo su
dinero a un idiota que ni siquiera sabía qué quería decir la palabra dinero, y Charlie sabía que
lo había hecho para que él no pudiera disponer de un solo centavo.
Charlie extendió los brazos y agarró a Raymond con dureza, hablándole al oído en un
tono bajo pero severo.
—La gente nos está mirando, ¿sabes? Te miran como si fueras un retrasado. ¡Y ahora...
cierra... esa... boca... de una vez!
Raymond dejó de hablar al instante. Charlie soltó el brazo de su hermano con aire
satisfecho y Raymond empezó a frotárselo con fuerza mientras miraba a Charlie con rabia.
Raymond metió la mano en su mochila y sacó un cuaderno de color rojo que Charlie no había
visto nunca y empezó a escribir, a escribir, a escribir, mirando de vez en cuando a Charlie.
—Que no te sirvan el jarabe de arce no es un suceso malo —dijo Charlie sarcásticamente.
Raymond no tenía ni idea de lo que era un sarcasmo.
—No, ésta es... la lista de sucesos graves. 15 de julio de 1988. Charlie Babbitt. Me ha
agarrado y me ha hecho daño en el brazo...
Aquello hizo que Charlie se sintiera culpable y aún se enfadó más; trató de contenerse y
le pidió a Raymond el cuaderno.
—A ver, déjamelo.
Antes tendría que pasar por encima del cadáver de Raymond. Dio un tirón y se llevó el
cuaderno al otro lado de la mesa, protegiendo aquel tesoro de la mirada codiciosa y de las
garras de su hermano.
—¡Está bien, olvídalo! ¡Ja! —exclamó Charlie utilizando uno de los recursos de Raymond
—. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —exclamó en tono desafiador.
Pero Raymond no hizo el menor gesto. Ya se había encerrado en su mundo a solas con la
lista de sucesos graves. Mantenía la cabeza agachada con la nariz casi tocando el cuaderno y
no dejaba de escribir; rodeaba el cuaderno con el brazo para que Charlie Babbitt no pudiera
leer las palabras mágicas que allí se escribían.
—Claro, tú haces el número dieciocho. Lista de sucesos graves. En 1988.

Eran las nueve y media pasadas, casi las diez de la mañana. Charlie supuso que el doctor
Bruner ya estaría en su despacho y se dirigió al teléfono que había en el restaurante cargado
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

de monedas. Detrás de él, Raymond seguía sentado comiendo las tortas en pequeños cubitos
atravesados por palillos. Era imposible. Después de todo, Charlie tenía razón. Era imposible
comer tortas con palillos.
Mantuvo los ojos fijos en Raymond mientras marcaba el número de teléfono del hospital.
Sentía un nerviosismo extraño. Tenía la boca seca y las manos le sudaban un poco. Desde que
dejó su casa a los dieciséis años, Charlie Babbitt se las había apañado muy bien sin nadie.
Tampoco le había ido tan mal. Claro, tal vez había hecho algunas cosas que no le gustaban,
pero en aquel juego lo importante era sobrevivir, y había sobrevivido. Había conseguido algo
más que sobrevivir.
Pero Charlie Babbitt nunca había hecho algo parecido. Las palabras de Susanna le
rondaban la cabeza como un enjambre de peligrosas abejas. «Rapto.» «Respeto.» «Usar a
todo el mundo.» Se sentía muy incómodo. El rapto era un delito federal que se castigaba con
cadena perpetua. ¿Cómo puede alguien raptar a su hermano?
Tuvo que esperar un rato antes de que contestaran al teléfono. Era la voz de una mujer y
Charlie en seguida preguntó por el doctor Bruner. Oyó su voz al cabo de unos segundos.
—Soy el doctor Bruner.
—Doctor Bruner, soy Charlie Babbitt.
Hubo una pausa y luego la voz preguntó en un tono sereno:
—¿Dónde está, hijo?
—Eso no importa —contestó Charlie bruscamente—. Lo importante es con quién estoy.
Volvió a mirar a Raymond. Su hermano acababa de tirar un palillo al suelo, que en
seguida rodó metiéndose debajo de la mesa. Raymond se agachó en su busca.
—Tiene que devolvérmelo, señor Babbitt —dijo el psiquiatra.
—Claro, no se preocupe —respondió Charlie—, se lo llevaré cuando consiga lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quiere?
Raymond seguía decidido a cazar el palillo. Se puso de rodillas para poder buscarlo
mejor.
—Quiero un millón y medio de dólares, señor. No soy codicioso. Sólo quiero la parte que
me corresponde. Ray podría coleccionar palillos de oro con ese dinero.
—No puedo hacer eso, señor Babbitt. Sabe que no puedo.
Raymond emergió de las profundidades con su presa en la mano, un palillo cubierto de
jarabe, mantequilla y una mezcla indescriptible de porquería del suelo. Parecía feliz.
—¡Tira eso, Ray! —gritó Charlie desde el teléfono—. ¡Está sucio!
—Devuélvamelo, señor Babbitt. —El doctor Bruner cambió el tono cordial y paciente por
el autoritario—. Devuélvalo ahora mismo. —Aquello iba a ser más duro de lo que Charlie se
había imaginado.
—Mire, esto no es ningún secuestro —dijo Charlie conteniendo la respiración.
Raymond miraba a su hermano con cara de ansiedad; tenía el palillo en la mano y lo
necesitaba para no morirse de hambre, pero buscaba la aprobación de Charlie. Charlie sacudió
la cabeza. Ni hablar.
—Ya lo sé —respondió el doctor Bruner—. Siempre ha sido un paciente que ha estado
aquí por voluntad propia. —Charlie se sintió aliviado como si la amenaza de la prisión se
hubiera esfumado—. Pero eso es lo de menos —continuó el psiquiatra—. El problema está en
que aquí le cuidaremos mejor. Nosotros sabemos cómo cuidarle; usted no.
Aquello no iba nada bien. Charlie perdió la paciencia y elevó la voz en un tono airado.
—Bueno, basta. Quiero mi parte —dijo fríamente al psiquiatra—. Si no quiere que
lleguemos a un acuerdo me llevaré a Raymond a Los Angeles. Le internaré en algún sanatorio
de allí y empezaremos la batalla sobre la custodia.
Raymond dejó caer al fin el palillo sucio de sus dedos. Charlie le había prohibido
guardarlo. Pero si lo tiraba se iba a morir de hambre. Empezó a deambular por el restaurante
en busca de más palillos, llegando a asomarse detrás de la barra. Sostenía el palillo entre los
dedos con la esperanza de que le dieran otro sin tener que pedirlo, pero nadie le hizo el menor
caso y empezó a buscarlo por su cuenta.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Soy el único familiar que tiene. —Charlie seguía hablando en un tono crispado sin
quitar el ojo de Raymond, el cual estaba a punto de ponerle en evidencia en público—. ¿Quiere
que nos veamos las caras en los tribunales o solucionamos este asunto de una vez?
En el restaurante todo el mundo tenía los ojos fijos en Raymond, pero nadie se atrevía a
abordarle. Sally, la camarera, se tapaba la boca con una mano para ahogar sus risas tontas. Al
darse cuenta, Charlie enfureció. ¿Quién demonios se creía ella para reírse de Raymond
Babbitt?
—No es su dinero, señor Babbitt —dijo el doctor Bruner, pero Charlie estaba distraído
viendo el espectáculo que se estaba organizando en el restaurante—. ¡Palillos! —gritó—.
¡Necesita más palillos!
—No puedo hacer eso, señor Babbitt. —El psiquiatra seguía sin dar su brazo a torcer—.
No puedo hacer eso.
Sally por fin le entregó a Raymond una caja llena de palillos. Raymond agarró la caja con
fuerza y volvió a la mesa con su paso arrastrado para terminarse las tortas.
—¡Entonces nos veremos en el tribunal! —gruñó Charlie, y colgó el teléfono. Regresó a la
mesa murmurando entre dientes y vio a Raymond clavando palillos en unos trocitos de torta.
—Venga, vámonos —le ordenó indicándole que se levantara. El tono de voz indicaba que
era mejor obedecer.
Raymond se levantó torpemente tirando la caja de palillos al suelo. La caja se abrió y
todo el lugar se llenó de palillos.
—¡Mierda! —gritó Charlie.
Pero Raymond se había quedado mirando los palillos del suelo.
—Ochenta y dos —dijo con toda la tranquilidad del mundo—. Ochenta y dos, ochenta y
dos, ochenta y dos.
—¿Ochenta y dos qué? —exigió Charlie.
—Palillos —contestó Raymond.
Charlie sacudió la cabeza con impaciencia.
—Ray, ahí hay más de ochenta y dos palillos. Raymond seguía sin inmutarse.
—Ochenta y dos, ochenta y dos, ochenta y dos. Claro, eso hace un total de doscientos
cuarenta y seis. Palillos. Charlie se quedó mirando el suelo. Doscientos cuarenta y seis palillos.
Se volvió hacia Sally Dibbs.
—¿Cuántos palillos hay en una caja?
La chica recogió la caja de palillos y leyó la cifra.
—Doscientos cincuenta.
Charlie sonrió a Raymond.
—Por un poco. Venga, vámonos. Tenemos que hacer muchas cosas.
Al salir por la puerta, Sally Dibbs les llamó.
—¡Un momento! ¡Quedan cuatro palillos en la caja!

Camino del aeropuerto de Cincinnati, Raymond se sentó junto a Charlie en el Buick del
49; contemplaba el paisaje mientras iba murmurando en voz baja. Estaban escuchando la
radio. Raymond repetía una y otra vez todo lo que oía, como tratando de protegerse de algo.
Charlie estaba demasiado abatido para interrumpirle. Dejó que aquel autista tan sabio —y si
no lo era le importaba un rábano— murmurara en voz baja todo lo que quisiera. Charlie
Babbitt ya tenía bastantes problemas.
En Los Angeles, el asunto de los Lamborghini estaba al rojo vivo. Charlie había perdido
un tiempo precioso y sólo Dios sabía lo que habría pasado en su ausencia. Al dejar el
descapotable en el aeropuerto, Charlie decidió aparcar también a Raymond. Después de echar
unas monedas en una máquina, Charlie se hizo con bolsas de patatas fritas, cortezas de maíz y
bolas de queso. Sentó a Raymond en una silla de una sala de espera, una de ésas con un
televisor en miniatura colocado en los brazos de la silla, y le dejó allí sentado, comiendo y
viendo la televisión, mientras él iba a llamar por teléfono a Coleccionables Babbitt.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Charlie utilizó su tarjeta de crédito telefónico y se puso en contacto con Lenny Barish
para enterarse de lo que había pasado durante aquellos dos días. Se esperaba lo peor. Al oír la
voz de Charlie, Lenny casi se echó a llorar de alegría. Había resistido el asedio él solo, y los
apaches no debían de andar muy lejos. Justo después de oír el saludo de Charlie Babbitt,
Lenny le empezó a contar las últimas desgracias y calamidades.
—Bien, los mecánicos no trabajan los domingos —dijo Charlie en tono irónico—. Dile que
encuentre esos inyectores. Hoy mismo, o le volaré la tapa de los sesos.
Siguió escuchando los lamentos de Lenny durante quince segundos más mientras
buscaba con la mirada el lugar donde se encontraba Raymond. Allí estaba, sentado en la silla,
viendo la televisión y devorando aquellas porquerías.
—Lenny, el tipo del crédito no me preocupa. Wyatt es incapaz de encontrar los coches.
Cuando tengamos esos inyectores, todos se tranquilizarán, y también... —Lenny volvía a
lloriquear porque los compradores andaban detrás de él y no tenían piedad—. Lenny, no
puedes ceder —le dijo Charlie—. Si lo haces, ¿cómo quieres que pague a Wyatt? ¿Cómo
quieres que pague a esos tipos? ¿Eh? Ese dinero está en Milán, Len.
Lenny Barish seguía quejándose y Charlie apoyó la frente contra la superficie metálica de
la cabina de teléfonos para enfriar sus ideas. Hizo ademán de golpear la cabina con el puño.
¡Dios mío! ¿Es que ya nadie sabía pensar? ¿Nadie era capaz de usar la cabeza?
—Tienes que vender, tienes que hacerlo —gritó por teléfono— ¡Crees! ¡Hablas! ¡Suplicas!
—Un repentino dolor de cabeza pasó de la base del cráneo a los ojos de Charlie, y tuvo que
pestañear ante el dolor mientras pensaba en una solución—. Diles que les daremos el diez por
ciento —dijo por fin—. Es la mitad de nuestros beneficios. Diles que esa cifra es todo lo que
nosotros ganamos, ¿comprendido? —Charlie consultó su reloj. Faltaba poco para coger el avión
—. Escucha, estaré ahí dentro de tres horas. Yo los llamaré. Sí, desde el aeropuerto, te lo
prometo. De acuerdo. De acuerdo. Aguanta, chico. Tranquilo.
Colgó el teléfono y volvió a consultar su Rolex. Faltaban diez minutos para tomar el
avión. Y Raymond caminaba muy despacio; si se le daba prisa, se paraba en seco y dejaba de
andar. Se acercó hasta donde estaba su hermano con los ojos pegados a la pantalla del
televisor y le preguntó:
—¿Qué tal Wapner? ¿Quién ha ganado?
Raymond seguía mirando la televisión.
—El demandante. Ha conseguido una indemnización de trescientos noventa y siete
dólares. Y los gastos de juicio.
—Estupendo —dijo Charlie fingiendo alegría—. Me gustaba la cara de ese hombre.
Raymond levantó los ojos con cara de extrañeza. —Ese hombre era una chica. Se
llamaba Ramona Quiggly.
—Sólo tenemos seis minutos —dijo Charlie en un tono enérgico—. Hay que darse prisa.
Agarró su bolsa y empezó a caminar hacia las puertas de salida mientras su hermano
trotaba a su espalda. Raymond retorcía las manos como si fueran pezuñas y corría con la
cabeza inclinada igual que un perro. Charlie empezaba a darse cuenta de que aquella posición
de la cabeza revelaba el estado que el doctor Bruner había denomina-do de «no miedo».
Quería decir que de momento todo iba bien con Raymond, aunque en cualquier momento
podía estallar por culpa de algún accidente que amenazara su seguridad.
Y, efectivamente, estalló.
La zona de embarque tenía unos grandes ventanales que daban a la pista de aterrizaje,
de modo que los pasajeros podían contemplar las salidas y las llegadas de los Jumbo y de los
DC—10. Charlie señaló con el dedo un avión y le dijo a Raymond por encima del hombro.
—Ese avión de ahí es el nuestro. Bonito, ¿eh? ¿Nunca has subido a un...?
Charlie tuvo un presentimiento y se dio la vuelta. Raymond se había parado en seco con
la mirada fija en el avión. Estaba murmurando entre dientes con el mismo tono monótono de
siempre y que Charlie reconoció como un síntoma de mucho miedo.
—Estrellado —murmuró Raymond—. Claro, ese... ese... avión... se estrelló en agosto. El
dieciséis de agosto de mil novecientos ochenta y siete. Hubo ciento cincuenta y seis... Todos
ellos...

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—Ese fue otro avión, Ray —se apresuró a decir Charlie—. Este avión es muy bonito, y
muy seguro.
—Estrellado y quemado —dijo Raymond en un tono casi inaudible.
¡Por el amor de Dios! Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué a mí? Charlie volvió a mirar el reloj.
Si tenían suerte aún podían llegar a tiempo para tomar aquel avión.
—Hay que irse a casa, Ray. —Hablaba muy de prisa con la esperanza de que su hermano
le entendiera—. Es importante. ¿Por qué crees que estamos aquí? Mira, esto es un aeropuerto.
Aquí es donde se guardan los aviones.
Pero Raymond seguía sin mover un solo músculo mirando a través de la ventana. Daba
la impresión de que estaba paralizado, de que era incapaz de dar un paso. Charlie tenía que
pensar en algo.
—Ese accidente... ¿era un avión de la misma compañía? ¿Tenía el mismo nombre?
—Sí, el mismo —contestó Raymond.
—Nunca me han gustado —aprobó Charlie. Miró el monitor que indicaba las salidas y las
llegadas para ver si había otro vuelo para Los Angeles—. ¿Y qué te parece... el de American
que sale a las seis cincuenta y...
—Accidente —contestó Raymond con voz temblorosa. Quiso abrir la mochila para sacar el
cuaderno de sucesos malos, pero Charlie le detuvo inmediatamente.
—No hace falta que me lo demuestres. Te creo. —Charlie volvió a buscar otro vuelo en el
monitor—. ¿Y qué te parece... un Continental?
—Acci...
—Sí, claro. Mira, Ray, todas las compañías han tenido algún accidente. Pero estos
aviones están en perfecto estado. —Charlie se calló, dándose cuenta de que aquello era inútil,
casi tanto como tratar de explicar un teorema de física cuántica a un perro perdiguero. Decidió
cambiar de táctica.
—Pues tú me dirás qué compañía no ha tenido nunca ningún accidente.
—Qantas —dijo Raymond inmediatamente.
Charlie soltó una carcajada seca que más se parecía a un ladrido.
—Estupendo, pero dime para qué queremos ir a Australia.
Basta. Ya no podía más. Sentía que no había tiempo que perder, y ahí estaba tratando
inútilmente de razonar con un lunático. ¡Bueno! Raymond iba a subir al avión aunque tuviera
que arrastrarle, aunque empezara a dar gritos y patadas. Le subiría a hombros y su hermano
no tendría elección. Con unos auriculares, una película y alguna que otra chuchería, Raymond
tal vez resistiría tres horas de vuelo hasta llegar a Los Angeles.
—¡Bueno! ¡Vas a subir a ese avión! —Charlie agarró a Raymond por el brazo y empezó a
tirar de él. Raymond se puso rígido, como si estuviera muerto. Sacudía la cabeza
violentamente de un lado a otro, desorbitando los ojos como si se hubieran disparado todos los
sistemas de alarma de su paranoia. Era su propia vida lo que estaba en peligro. Estrellado y
quemado, estrellado y quemado...
Charlie se asustó al ver cómo reaccionaba y dio un paso atrás. Sabía que su hermano ya
se había encerrado en su propio mundo, totalmente inaccesible para él. Los mimos y las bolsas
de snaks ya no servían para nada. Iban pasando los segundos en el reloj de Charlie, y con
ellos los minutos. Luego serían horas. Volvió a agarrarle del brazo. Aquello pedía una solución
desesperada, aunque fuera violenta.
—Ray, me tienes harto —le susurró Charlie con aspereza apretando los dientes—. Estoy
desquiciado. ¡Vas a subir ahora mismo a ese avión!
Raymond seguía negando violentamente con la cabeza. No. No. No, no,
nononononononono. Estaba rígido como una piedra y no pensaba moverse; era como si
hubiera echado raíces. Había empezado a murmurar de un modo frenético; estaba angustiado.
Charlie estaba desesperado, agarró a su hermano con los dos brazos y trató de arrancarle de
aquel sitio. Era un hombre pequeño y delgado, y sin embargo pesaba como un muerto.
Raymond se retorció y pudo sacar una mano del abrazo de su hermano. Se la llevó a la
boca y empezó a mordérsela. Se la mordía con todas sus fuerzas, como si se tratara de la
mano de su enemigo mortal.
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—¡Basta, maldita sea! —gritó Charlie—. ¡Basta! —Se ponía enfermo sólo con verle.
Nunca había visto a nadie reaccionar de aquella manera.
Pero Raymond no le escuchaba. Seguía mordiéndose la mano con todas sus fuerzas,
mientras lanzaba miradas de odio a Charlie, como si le estuviera mordiendo la mano a él. Era
un espectáculo lamentable. Charlie empezaba a perder el control, a dejarse llevar por la
violencia, y al final perdió la cabeza. Levantó un puño y golpeó a Raymond. Pero éste seguía
en su sitio, mordiéndose la mano y lanzando miradas de odio. Era desesperante.
Charlíe bajó el puño lanzando un profundo suspiro. Hundió los hombros, derrotado, y se
sintió sin fuerzas. Había perdido.
—Está bien, está bien —le dijo con calma—. Iremos en coche, ¿eh? Iremos en el Buick.
¿De acuerdo?
Raymond no contestó, pero Charlie notó cierto relajamiento en el cuerpo de su hermano.
Raymond seguía con la mano en la boca pero había dejado de morderla.
Charlie respiró hondo.
—He dicho que de acuerdo —le dijo a su hermano en voz baja—. No iremos en avión.
Lo... lo... —dudó—, lo siento. ¿Estás bien, Raymond? ¿Estás bien?
Raymond apartó la mano de la boca muy despacio y ya no tenía la mirada feroz de
antes. Los dos hermanos se quedaron mirándose un buen rato, luego Charlie se dio la vuelta y
empezó a caminar en dirección contraria a las puertas de embarque. Un segundo después
Raymond le seguía, trotando a su espalda, con la cabeza inclinada igual que un perrito.

Capítulo siete

—¿Me dejas conducir, Charlie Babbitt? —El Buick descapotable iba devorando kilómetros
por la autopista camino de la costa oeste. Charlie conducía con tranquilidad, con una mano al
volante, apoyando el codo en la puerta con el viento agitando su espesa mata de cabello
negro, con la radio puesta y sin sentirse demasiado mal después de todo. El motor funcionaba
a la perfección, iban bien de tiempo y Raymond se estaba portando bastante bien. Si Charlie
no le conociera tan bien habría pensado que su hermano estaba disfrutando. Tal vez aquel
coche le traía recuerdos de su padre, suscitando en él una reacción de «no miedo».
—Pero ¿sabes conducir? —preguntó Charlie mirando a Raymond con una sonrisa.
—No. ¿Me dejas conducir? --Al ver que Charlie no contestaba, Raymond alargó los dedos
poco a poco hasta tocar el volante.
Charlie se enderezó y miró a su hermano con el entrecejo fruncido.
—¡Nunca, nunca toques el volante! —ordenó—. Ni tampoco el cambio de marchas, esto
de aquí —y se lo señaló a su hermano.
Se temió que Raymond empezara a agitarse y a murmurar, pero Raymond se quedó
quieto en su asiento con su acostumbrada cara inexpresiva.
Camino de Los Angeles con Raymond, Charlie tenía mucho tiempo para pensar, para
idear un plan. Ahora ya sabía que no podían acusarle de rapto y podía dar el siguiente paso.
Llamaría a su abogado para plantearle la cuestión.
La noticia era buena, mucho mejor de lo que había esperado. El abogado de Charlie le
explicó que Raymond Babbitt no estaba en condiciones —ni lo iba a estar nunca— de tomar
posesión de tres millones de dólares. Sería muy fácil declarar oficialmente su incapacidad
mental, sobre todo con el historial clínico. El siguiente paso era conseguir la custodia de
Raymond; tener la custodia significaba tener el dinero. ¿Y quién mejor que su desinteresado
hermano Charles Babbitt, para tener esa custodia?
Éste era el plan de Charlie: conseguir el control legal de Raymond Babbitt. Sólo
necesitaba un tribunal de custodia en el que un prestigioso psiquiatra testificaría a favor de
Charlie; alguien para certificar que la mejor custodia posible era la de Charlie. Eso sería más
difícil, pero Charlie tenía una fe sin límites cuando se trataba de su capacidad.

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A unos pocos kilómetros de Tulsa, en Oklahoma, Charlie se detuvo en una gasolinera


para conseguir las monedas suficientes y llamar por teléfono. No quiso dejar a Raymond en el
Buick; se lo llevó a la cabina y cerró la puerta a sus espaldas.
El espacio de la cabina era muy reducido y se estaban apretujando el uno al otro;
Raymond se asustó en seguida, pero Charlie estaba demasiado ocupado consultando la guía de
teléfonos como para darse cuenta.
—Aquí no cabemos —dijo Raymond, muy nervioso.
¡Maldita sea! No había páginas amarillas. Por el rabillo del ojo Charlie vio cómo Raymond
sacaba la mano por la puerta y trataba de abrirla, pero volvió a cerrarse de golpe.
—Aquí no cabemos —volvió a decir Raymond, temblando.
—Espera un segundo, Ray —dijo Charlie, distraído. Marcó el 555-1212 para pedir
información—. Buenos días, ¿información de Tulsa? ¿Tiene alguna lista de psiquiatras de esta
zona?
Raymond se revolvía tratando de quitarse la mochila de encima. La cabina era tan
estrecha que tenía algunos problemas para hacerlo; aquello era una experiencia nueva y
terrible.
Se suponía que una mochila se podía quitar y poner, quitar y poner.
—No, pero es urgente —dijo Charlie con impaciencia—. Necesito encontrar al mejor
psiquiatra de Tulsa.
Raymond había conseguido por fin quitarse la mochila, pero empezó a revolver en su
interior desesperadamente, sujetándola con el cuerpo para que no se cayera al suelo. Se le
empezaron a caer un montón de cosas de la mochila mientras abría los ojos aterrorizado. No.
Lo estaba haciendo mal. Lo estaba haciendo mal.
—Pruebe mirando en la guía de calles —sugirió Charlie a la operadora sin darse cuenta
de la angustia de su hermano—. ¿Por qué no mira en el callejero a ver si encuentra algo en el
mejor distrito de la ciudad? —Haciendo acopio de toda la sinceridad que era capaz de
expresar, exclamó por teléfono—: No quisiera asustarla, señorita, pero aquí hay alguien que se
lo agradecerá de verdad; puede estar salvándole la vida. Claro, muchas gracias...
Raymond consiguió encontrar por fin lo que había estado buscando con tanta
desesperación; el cuaderno azul. Sin pensarlo dos veces, empezó a escribir en él.
—¡Schilling! —gritó eufórico Charlie—. Buen nombre. Propio de un médico. Un momento,
ahora mismo cojo un lápiz.
Se dio cuenta de que Raymond disponía de los objetos que él necesitaba: lápiz y papel.
Charlie arrancó ambas cosas de las manos del atónito Raymond y anotó en el cuaderno el
teléfono del psiquiatra. Raymond empezó a gritar tratando de recuperar el tesoro. Pero su
hermano se dio la vuelta y empezó a escribir.
—Cuatro-uno-nueve-tres, ¿verdad? Ya lo tengo. Un millón de gracias.
Colgó el teléfono y arrancó el trozo de papel con aquel número de teléfono, ante la
mirada horrorizada de Raymond, y se lo guardó en el bolsillo; luego devolvió el cuaderno
mutilado a su hermano como si no hubiera pasado nada. Raymond puso cara de incredulidad,
como si le estuvieran arrancando trozos de carne, pero Charlie ni siquiera se dio cuenta.
Con el tesoro en sus manos, Raymond empezó a escribir en él inmediatamente lanzando
miradas de odio a Charlie. Escribía, miraba, escribía, miraba.
Charlie sacudió la cabeza.
—Pero, hombre, quitarte el cuaderno no es ningún suceso grave.
—Para eso está el rojo y éste es azul.
—Perdóname. He perdido mi bola mágica —dijo Charlie riendo. Con aquel número de
teléfono en el bolsillo, Charlie tenía ganas de bromear.
—Claro, tú ya haces el número... -empezó a decir Raymond con una mirada triste.
—Dieciocho. Sí, ya lo sé.
—En mil novecientos ochenta y ocho —terminó Raymond.
Charlie se dio la vuelta de cara al teléfono, extrajo aquel trozo de papel de su bolsillo y
echó unas cuantas monedas.
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—Aquí no cabemos —protestó Raymond.


—Estamos muy bien -contestó Charlie con aire desenfadado, sin darse cuenta de que
había una nota de inquietud en la voz de su hermano—. Podrías hacerte daño ahí fuera. Y
además, no quieres perderte la fiesta... —Miró a Raymond, y éste tenía los ojos fijos en él
como si sospechara algo.
—Sí, es verdad, va a haber una fiestecita en tu honor. Haremos que se reúna un
pequeño tribunal de custodia. Nuestro abogado lo está preparando todo. —Se puso el auricular
en el oído. Bien, no estaba comunicando—. ¿Sabes por qué es en tu honor esta fiesta?
Raymond negó con la cabeza.
—Porque vales tres millones de dólares. Y eso... -Alguien había descolgado el teléfono y
Charlie puso inmediatamente sus cinco sentidos en aquella llamada-. Sí. ¿Puede ponerse el
doctor Schilling, por favor? Le hablo desde Bummer, en Missouri. Es urgente. —Pudo oír a su
espalda la voz angustiada de Raymond.
—¡Oh! ¡Faltan... faltan...!
Charlie se volvió. Raymond estaba mirando su reloj con los ojos casi fuera de las órbitas.
Estaba tan angustiado que era incapaz de hablar, pronunciando sólo unos gritos sofocados que
no querían decir nada. Pero al otro lado del teléfono una voz reclamó la atención de Charlie.
Fuera lo que fuese Raymond tendría que aguantarse.
—Señora, llegaremos a la ciudad al anochecer -dijo Charlie hablando muy de prisa-.
Necesito una consulta. Es muy urgente.
El mundo empezaba a hundirse para Raymond. Se encontraba apretujado en una cabina
de teléfono con un hermano que no quería escucharle.
—¡Faltan... sólo faltan once! -exclamó al fin-. Faltan once minutos para El tribunal
popular del juez Wapner.
Raymond no acababa de creérselo. Sabía por su reloj que eran las once y no veía ningún
televisor por allí. Sólo veía unas cuantas bombas de gasolina, una máquina de bebidas y
aperitivos, y aquella cabina monstruosa en la que Charlie le había encerrado.
Empezó a golpear el cristal, lleno de desesperación. Se movía en pequeños círculos, lo
mismo que un animalito tratando de escapar de una trampa. Estaba rodeado de auténticos
muros de cristal. Era capaz de morderse la pierna si hacía falta, igual que un zorro o una
comadreja.
¡Por el amor de Dios! El puñetero de Raymond estaba perdiendo la cabeza y Charlie ni
siquiera había podido hablar con aquel puñetero psiquiatra. Seguía hablando con la puñetera
secretaria, que tenía en sus puñeteras manos la posibilidad de arreglar todo aquello.
—Bueno, ¿y no podría quedarse hasta más tarde para una consulta urgente? Sólo por
hoy. —Echó todas las monedas que tenía en aquella tragaperras.
Raymond estaba balbuciendo con los ojos aterrorizados y obsesionado en una sola cosa:
Wapner. Necesitaba su ración de Wapner. Si no, el mundo se vendría abajo y él estaría
perdido. Wapner era uno de los ejes del complicado armazón protector que con tanto cuidado
se había construido hacía muchos años. Wapner significaba «no miedo».
—Faltan once minutos para Wapner y no tenemos televisión y será... será... -Ni siquiera
se atrevía a decir «demasiado tarde». Esas dos palabras podían matarle.
—Lo sé. Lo comprendo... -Charlie casi sollozaba al teléfono mientras veía cómo Raymond
se iba descomponiendo-. ¡Pero es un médico! No sabe lo urgente que...
—Estamos encerrados en esta caja. Encerrados para siempre. Sin televisión... y faltan...
faltan... faltan... -Raymond tenía los ojos desorbitados, y Charlie se estaba temiendo lo peor.
Raymond era como un pájaro dándose golpes contra los barrotes de su jaula, arriesgándose a
hacer saltar su corazón dentro de su diminuto cuerpo emplumado.
—Se lo pido por favor -imploró Charlie-. Se lo estoy pidiendo por favor.
—Aaaay... aaay... —empezó a gritar Raymond.
—Está bien —decidió Charlie, desesperado—. Hable usted con el paciente. —Acercó el
teléfono a la cara de su hermano.
—¡Aaay! —gritó Raymond—. ¡Será...! ¡Será...! ¡Aaay! Charlie se volvió a poner al
teléfono.
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—¿Oiga? Sí; espero... Buen trabajo, Raymond.


—Y... no son actores. Son litigantes de... de... verdad... con pleitos archivados en...
—Sí, a las seis. No llegaremos tarde. No, se lo prometo, no nos retrasaremos. Ni un
minuto. Que Dios la bendiga —dijo Charlie, y colgó el teléfono temblando de alivio. Ahora
podía fijarse bien en su hermano. Raymond estaba pegado a los cristales totalmente
trastornado y ausente. No podía respirar.
—Ray —dijo Charlie con mucha tranquilidad—. ¿Vamos a buscar un televisor? ¿Qué
dices?
Raymond respiró hondo. Sólo asentía con la cabeza. Charlie abrió de golpe la puerta de
la cabina, agarró a Raymond por el brazo y le sacó de allí echando a correr hacia el
descapotable.
—Claro, ahora faltan diez minutos para Wapner.

Aquello era un auténtico desierto en un rincón perdido del mundo. Estaban en mitad del
campo, con muy pocas casas a la vista y todas separadas por unos inmensos campos de
cultivo. A ambos lados de la carretera el viento agitaba unos campos de alfalfa muy crecida. Ni
una casa, ni un motel, ni un solo bar. Charlie mantenía los ojos bien abiertos buscando tejados
con antenas de televisión; pero, por no haber, no había ni tejados.
Raymond había empezado a ponerse muy nervioso, con los ojos pegados al reloj y
leyendo los minutos en voz alta a medida que iban pasando. Faltaban nueve minutos para
Wapner. Ocho minutos para Wapner. Aquella ansiedad era contagiosa; Charlie también
empezaba a ponerse nervioso mientras buscaba una casa a ambos lados de la carretera.
Por fin encontraron una granja. Era una casa de verdad, con las luces encendidas, gente
y todo lo que acostumbra a haber en una casa. Mejor todavía, a un lado de la casa había una
antena parabólica, lo cual quería decir que allí se podían ver muchos canales.
Estaban salvados... o casi salvados. Charlie cruzó la puerta de la valla y pisó los frenos.
Estaban justo delante de la puerta de entrada. Pero ¿cómo iban a entrar? Raymond parecía a
punto de autodestruirse. Charlie podía imaginárselo echando humo frenéticamente sólo por
haberse perdido un episodio de El tribunal popular.
Charlie condujo a Raymond hasta la puerta mientras trataba de pensar en algo todo lo de
prisa que podía.
—Claro, ahora faltan cuatro minutos —anunció Raymond, angustiado.
Charlie agarró a su hermano por los hombros para obligarle a que le mirara directamente
a los ojos.
—¿Quieres que entremos a ver el programa? —preguntó.
Era una pregunta retórica, y Raymond estaba demasiado espantado para dar una
respuesta. Sólo fue capaz de asentir con la cabeza; el resto del cuerpo parecía una bomba de
relojería a punto de estallar.
—Entonces escúchame —le dijo Charlie en un tono apremiante—. Es la única casa que
hay por aquí, ¿de acuerdo? Sólo tienes esta oportunidad. Como sigas portándote así, no
entramos, ¿me oyes?
Raymond estaba escuchando. Había entendido lo bastante como para angustiarse
todavía más. «No entramos» y «única oportunidad» eran palabras muy peligrosas.
—Quédate aquí —ordenó Charlie— y haz el favor de parecer normal. ¿Sabes lo que
quiere decir normal?
Charlie echó una rápida ojeada a Raymond, le desabrochó el cinturón y le puso bien los
pantalones, en la cintura como la gente normal, y no en el pecho. Luego le volvió a abrochar el
cinturón.
—¡No vuelvas a ponerte así los pantalones! —exclamó—. ¡Vas a espantar a todo el
mundo! ¡No te muevas! ¡y cierra la boca!
Charlie abrió la boca y la cerró de golpe para hacer una demostración. Raymond supo
imitarle perfectamente. Abrir. Cerrar. Vale.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

No era ninguna maravilla, pero por lo menos era algo. Charlie Babbitt respiró hondo,
puso a punto su sonrisa número cinco (la cordial y sincera) y llamó a la puerta. A su espalda
podía oír a Raymond dando saltos como un niño con ganas de ir al lavabo; Charlie le hizo un
gesto airado para que se estuviera quieto.
Le abrió una mujer joven que sostenía a un niño muy pequeño apoyado en su cadera y
con otras dos criaturas agarradas a sus piernas. Lo primero que vio la mujer fue a un joven
increíblemente guapo que mostraba una sonrisa muy cordial; detrás vio a un hombre vulgar y
corriente, de unos cuarenta años, que vestía con decoro y que llevaba los pantalones como
Dios manda.
—Buenas tardes —dijo Charlie con toda la amabilidad del mundo—. Me llamo Donald
Clemens, señora, y soy de la Compañía A. C. Nielsen. ¿Conoce nuestro trabajo?
—Nielsen —repitió la joven—. ¿Se refiere a lo del índice de audiencia televisiva?
—Efectivamente —asintió Charlie—. Ha sido usted elegida precandidata a nuestra
próxima Familia Nielsen para estos tres condados.
La mujer abrió los ojos sorprendida, pero en seguida bajó la cabeza.
—Bueno, mi marido no está en casa —empezó a decir en un tono vacilante.
Pero Charlie estaba decidido.
—Si al final resulta elegida —siguió diciendo a toda velocidad—, compartirá usted la
responsabilidad de contribuir a la programación televisiva que ve todo el país. A cambio, su
familia recibiría un cheque por valor de doscientos ochenta y seis dólares al mes.
¿Doscientos ochenta y seis dólares? Charlie se daba cuenta de que la mujer estaba
indecisa. Pero no había tiempo que perder. ¿Cuánto tiempo aguantaría Raymond viendo que
faltaba muy poco para que empezara Wapner?
—Cuando vuelva mi marido, quizá...
Charlie sacudió la cabeza interrumpiéndola.
—Sólo pasaremos esta vez por la zona, señora —le dijo en un tono resuelto—. Si no
puede atendernos iremos a buscar otro candidato.
La mujer se mordió el labio. Doscientos ochenta y seis dólares era una suma muy
tentadora, sobre todo cuando las cosechas iban tan mal por culpa de la sequía. Pero cuando
volviera Dwayne se pondría furioso al saber que ella había dejado entrar en su casa a unos
extraños.
—Lo único que necesitamos —dijo Charlie enérgicamente—, es examinar su televisor y
ver un programa determinado durante un breve espacio de tiempo.
—¿Cómo de breve?
Charlie empezaba a oír unos ruidos a su espalda que no le gustaban nada, y supuso que
era Raymond. —Breve —contestó rápidamente.
—¿Pero cómo de breve? —volvió a preguntar. Aquellos ruidos eran cada vez más
audibles.
—Treinta minutos. Es lo que... —La mujer se asomó por encima del hombro de Charlie
tratando de ver qué es lo que pasaba detrás. Charlie se puso delante en seguida para que ella
no pudiera ver nada. No sabía qué demonios estaba pasando a su espalda, pero estaba seguro
de que no era nada normal.
—¿Quién es ése? —quiso saber la mujer.
Charlie no se dio la vuelta porque no se atrevía. Empezaba a sentirse sofocado.
—Ah, es mi compañero, el señor Bainbridge. Él es quien examina los televisores.
La cara de aquella mujer era una mezcla de curiosidad e inquietud, como informándole a
Charlie de que detrás de él estaba pasando algo muy gordo.
—Eso lo hace siempre que... eh... —se detuvo en seco, consciente de que ya no había
nada que hacer. La mujer estaba mirando a Raymond sin acabar de creerse lo que estaba
viendo. Charlie lanzó un suspiro y se dio la vuelta temiéndose lo peor.
El genial lanzador de béisbol Raymond Babbitt volvía a hacer de las suyas en alguna
parte de su mundo imaginario, para protegerse de la catástrofe: faltaban noventa segundos

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

para Wapner y seguían sin televisión. Se agitaba con su acostumbrada torpeza mientras sus
ojos iban de una base a otra viendo correr a los jugadores.
—Buena carrera —exclamó Raymond.
Charlie estaba desesperado viendo a su hermano agitar el brazo y lanzar la bola con un
saltito. ¡Mierda! Charlie se dio la vuelta para darse cuenta de que le habían cerrado la puerta
delante de sus narices. Al fin y al cabo no se podía culpar a aquella mujer. Él hubiera hecho lo
mismo teniendo delante a un lunático como Raymond Babbitt jugando a béisbol en la puerta
de su casa. Se sintió desanimado y también impaciente, sobre todo por lo que eso suponía
para Raymond. Aquella sensación era muy extraña y muy incómoda, y eso hizo que se sintiera
peor.
—¡Basta! ¡Se acabó! —le gritó a Raymond, furioso—. Te has quedado sin tu programa.
Raymond empezó a desorbitar los ojos mientras daba saltos. No podía creer lo que
Charlie le estaba diciendo. ¿No hay Wapner? ¡Era el fin del mundo! No, imposible. Señaló su
reloj de muñeca.
—Claro, falta... falta...
—Un minuto para Wapner —dijo Charlie—. Pero ha sido culpa tuya. ¡Tú lo has querido!
Ya te tenía dentro. Ya estabas casi dentro. Estabas ya casi sentado en una alfombra comiendo
palomitas con tus defensores y tus demandantes. Ahí dentro están viendo el programa y tú te
has quedado sin verlo. Te has quedado con las ganas porque...
Pero Raymond no podía escucharle. Sólo sabía que no estaba viendo a Wapner y que no
iba a verlo, y perdió totalmente la cabeza, como un animal aterrorizado escabulléndose en su
escondite lejos de todo peligro. Seguía balbuceando, pero las palabras no tenían sentido, ni si-
quiera para el propio Raymond.
-Será... se... rá... tar...
Raymond tenía los brazos rígidos y daba palmadas con las manos mientras tartamudeaba
sin parar, incapaz de expresar la angustia que sentía, sin poder decirle a Charlie que el mundo
se venía abajo, y él también. Aplaudía una y mil veces como una foca enloquecida. Aplaudía y
aplaudía sin poderse detener.
Charlie sabía que tenía que hacer algo, que tenía que actuar con rapidez. Su hermano se
estaba descomponiendo delante de sus narices presa del pánico. Se dio la vuelta y llamó a la
puerta. Se abrió inmediatamente; la mujer había estado escuchando al otro lado de la puerta y
había visto a Raymond mirando por la ventana.
—He mentido, señora —se apresuró a decir Charlie—. Lo siento mucho. Ese hombre...
ese hombre es mi hermano.
La mujer se fijó en aquella foca enloquecida y luego miró al atractivo joven que tenía
delante.
—Su hermano —repitió como si no se lo creyera. Charlie asintió.
—Y si dentro de treinta segundos no está viendo El tribunal popular, va a darle... bueno,
un ataque. Y lo hará aquí mismo. Puede hacer dos cosas, puede ayudarme o dejar que eso
ocurra.
La mujer se lo pensó dos veces.
—Nosotros preferimos La rueda de la fortuna —dijo por fin—. ¿Usted cree que se
tranquilizará con eso?
Al cabo de quince segundos Raymond Babbitt estaba sentado sobre una alfombra delante
del televisor, con el juez Wapner dispensando justicia a unos litigantes de verdad. El mundo
volvía a estar en orden. Y al demonio con La rueda de la fortuna...
Charlie lanzó un profundo suspiro de alivio; se había evitado el desastre y él había
aprendido una lección valiosísima. Nunca, nunca, nunca debía alejarse de una televisión quince
minutos antes de que empezara El tribunal popular. A no ser que Charlie quisiera ver estallar a
su hermano igual que una bomba de hidrógeno.
Mientras Raymond Babbitt seguía tan a gusto viendo la televisión, comiendo unos pretzel
(en aquella casa no había palomitas) y sin perderse un detalle de Wapner —y mientras la
madre, que resultó llamarse Eva, y los tres niños ocupaban un sofá y unas sillas y miraban a

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond con tanta atención como éste miraba a Wapner y escribía en su cuaderno de color
verde—, Charlie Babbitt fue a la cocina para ocuparse de sus negocios.
En Los Ángeles habían esperado su llamada tres horas después de haberlo hecho por
última vez, pero eso ya pertenecía al pasado y aún seguía en Oklahoma. De haber ido solo,
Charlie habría ido más de prisa, pero Raymond necesitaba pararse constantemente para tener
sus raciones de snacks, comidas, visitas al lavabo y programas de televisión, igual que un niño
de tres años. Charlie había perdido contacto con Los Ángeles. Lo más importante era hablar
con Eldorf, su mecánico. Los acreedores podían esperar. Sólo bastaba con que Lenny Barish
los entretuviera un poco más. En cuanto a lo de Susanna... bueno, aquello seguía doliéndole.
Charlie prefirió olvidarse de ella y esperar a que pudieran entenderse mejor.
Charlie marcó el teléfono de Eldorf desde la cocina de aquella casa mientras se mordía el
pulgar esperando una respuesta. Eldorf descolgó el teléfono. Malas noticias. No había
adaptadores para los Lamborghini; aún no los habían encontrado.
—¡Pero si sólo se trata de un maldito inyector! —gritó Charlie recorriendo la cocina arriba
y abajo—. ¡Son mil dólares de comisión! ¡Tengo más dinero del que nunca has visto...!
Eldorf empezó a dar excusas por teléfono.
Charlie lanzó un suspiro. Así no iba a llegar a ninguna parte. Consultó la hora en su
Rolex. Sólo tenían treinta minutos para llegar a tiempo a la consulta del doctor Schilling, y
había media hora de camino hasta Tulsa. Si llegaban tarde probablemente el psiquiatra no les
esperaría, y era muy importante que Charlie hablara con aquel médico, porque su abogado
estaba iniciando el papeleo para llegar a un tribunal de custodia para Raymond Babbitt.
—Pues entérate, ¿de acuerdo? Pregunta a todos los mecánicos de Estados Unidos y
Canadá si hace falta. Ofréceles lo que quieran. Alguien querrá tener su parte. ¡Mierda!
Tendría que haber llevado los coches a Oregón hacía semanas para su matriculación,
cuando aún había tiempo. Ahora estaba atrapado.
Pero aún iba a estarlo más si llegaba tarde a la consulta del doctor Schilling. Charlie oía
desde la sala de estar al juez Wapner dictando sentencia sobre los últimos tres casos del día.
-... y, por tanto, fallo a favor del demandante la cantidad reclamada, cuatrocientos
cincuenta y nueve dólares. —El sonido de la maza del juez fue como música celestial para
Charlie.
Por fin. Aquel maldito programa había terminado a la hora exacta. Ahora podían
marcharse. Charlie lanzó una última amenaza por teléfono.
—Consíguelo o te haré pedazos. —Colgó el teléfono a toda prisa y corrió hacia la sala de
estar.
—He utilizado mi tarjeta —le mintió a Eva. Cuando le llegara la factura de teléfono,
Charlie Babbitt estaría muy lejos de allí disfrutando de los millones de papá.
—Buena sentencia —le dijo a Raymond con una sonrisa—. Gracias, Eva. Gracias, niños.
Vamos, Ray. Pongámonos en...
—Claro —interrumpió Raymond—, después de unos consejos muy útiles, hablaremos con
los litigantes de hoy.
Charlie sacudió la cabeza. Ni hablar.
—Se acabó, Ray. Ha ganado ella. Se murieron sus conejos. Ese tipo era un canalla. Es
justo que pague por lo que hizo. Se acabó.
Raymond lanzó una mirada fría a Charlie, pero éste ya se la conocía de memoria. Era una
mirada llena de significados siniestros.
—Ray, llegaremos tarde a Tulsa —dijo Charlie en tono apremiante—. El médico no nos
esperará. Y es muy import...
—Vamos... vamos a preguntar algo a... los... litigantes...
Charlie oyó perfectamente el rugido de un volcán, y cerró los ojos al recordar el desastre
de la lava saliendo por todas partes.
—Ray —le rogó con voz desesperada—. Te he traído aquí. Has visto el programa. Sólo te
pido un pequeño favor. Anda, vamos...

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—... sobre los... casos de hoy -terminó de decir Raymond mirando de soslayo con sus
ojos pequeños. Charlie podía oír cómo crecían aquellos rugidos volcánicos. Tenía la sensación
de que aquello podía estallar en cualquier momento.
—Por supuesto —dijo fríamente, odiando a Raymond con toda su alma. Se sentía
impotente y sabía que no podía hacer nada. Justo entonces Charlie tuvo la sensación de que
Raymond también lo sabía— Tómate el tiempo que quieras.
Raymond se volvió a sentar para escuchar con atención los anuncios publicitarios. Se
metió un pretzel en la boca y se lo comió masticando con toda la satisfacción del mundo.

Charlie tuvo que apretar el acelerador a fondo para recorrer aquellos cincuenta
kilómetros; afortunadamente aquella noche la policía estaba Dios sabía dónde, porque de lo
contrario el Buick la habría tenido pisándole los talones hasta llegar a Tulsa. Al pasar por el
complejo médico en el que el doctor Schilling tenía su consulta, Charlie pisó el freno y salió del
coche. Fue a abrir la portezuela del asiento en el que se encontraba Raymond, tiró de ella y
sacó a su hermano.
—Ahí está el médico. ¡Andando!
Raymond ya empezaba a caminar arrastrando los pies, cuando Charlie le detuvo. —Un
momento, Ray. Ven aquí. —Charlie se acercó hasta su hermano, le desabrochó el cinturón, le
subió los pantalones hasta las axilas y le volvió a abrochar el cinturón; quiso que Raymond los
llevara como siempre.
—Así está mejor. Y ahora, en marcha.

Capítulo ocho

El doctor Schilling los estaba esperando; llegaron a las seis y tres minutos, pero no era
como para decir que habían llegado tarde. Charlie y el médico se presentaron y se dieron la
mano; entre tanto, Raymond empezó a pasearse por el despacho sin perder detalle de lo que
allí había con su acostumbrada expresión de vaguedad. Sabe Dios en qué estaba pensando,
qué estaría archivando en el abismo insondable de aquella cabeza. Ravmond se acercó a una
enorme pecera de peces siameses y se detuvo, extrajo un cuaderno de su mochila —esta vez
de color negro— y se sentó al lado de la pecera para observar los movimientos de los peces.
—Es mi hermano -dijo Charlie-. Es autista. -Estuvo a punto de decir que era un autista
muy sabio, pero hubo algo, no sabía exactamente el qué, que le hizo omitir esa palabra antes
de pronunciarla. No sabía mucho sobre aquel aspecto de su hermano, sobre sus habilidades,
aparte de lo que ya había podido comprobar acerca de su memoria, pero tenía la sensación de
que el doctor Schilling se interesaría por la sabiduría de su hermano de un modo que el quería
evitar. Sólo quería que le respondiera a un par de preguntas; luego se largarían de allí. Charlie
no podía perder el tiempo en Tulsa mientras sometían a Raymond a alguna de esas pruebas
científicas con un montón de electrodos en la cabeza.
Le contó al psiquiatra todo lo que sabía de Raymond: sus ataques, sus ficticios partidos
de béisbol, lo que anotaba en varios cuadernos, el modo que tenía de comer con los alimentos
a trocitos y con palillos, su rigidez, sus murmuraciones angustiadas y la necesidad que tenía de
no perderse un solo programa de El tribunal popular.
El doctor Schilling tenía un aire distinguido y muy profesional; iba bien vestido y llevaba
la barba recortada.
Pero Charlie advirtió algo en sus ojos que no le gustó en absoluto; tampoco le gustó el
tono uniforme de su voz.
—Raymond, ¿te gustan los peces? —preguntó el doctor.
—Son una pena —dijo Raymond mientras escribía. –Ray...
Pero el psiquiatra interrumpió a Charlie con un gesto rápido.
Quería que Raymond dijera lo que quisiera. Lo primero que le viniera a la cabeza. ¿Para
qué, si no, estaban los psiquiatras?

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¿Y qué puedo hacer por usted? —El doctor Schilling hablaba con Charlie, pero no
dejaba de mirar a Raymond.
Charlie entornó los ojos como meditando la respuesta. ¿Cuánto tendría que contarle a
aquel hombre? Más de lo necesario, acabó decidiendo.
—Mis abogados dicen que el asunto de la custodia... bueno, todo depende de lo que un
psiquiatra... aconseje al tribunal. —Charlie hizo todo lo posible para mostrarse como un
corderito inocente e inofensivo.
Schilling asintió. Lo entendía perfectamente. No se trataba de un caso de amor fraternal.
Aquí había dinero, y seguramente una buena cantidad.
—¿Y bien? —preguntó el médico.
—Le pagaré. Por la consulta.
—Por la consulta... —repitió el psiquiatra con una mirada deliberadamente distraída.
—Sí —asintió Charlie decidido a ver hasta dónde podía llegar—. Sólo quiero que me diga
qué le preguntará el psiquiatra del tribunal.
El doctor Schilling sonrió y se encogió de hombros.
—¿Y cómo demonios quiere que lo sepa?
—Bueno, ¿usted qué le preguntaría? —insistió Charlie.
—¿Le gustan los peces a su hermano?
—¿Y qué averiguaría con eso? —preguntó Charlie.
—Que son una pena. Mire, aquí no hay respuestas, señor Babbitt. ¿Qué quiere que le
diga?
Charlie respiró hondo y decidió ir a por todas. Puso sus cartas sobre la mesa.
—Quiero que me diga cómo puedo ganar.
—Usted lo que quiere es un milagro —dijo el psiquiatra con suavidad. Charlie Babbitt
esperaba oír cualquier cosa menos eso.
—Mire, esta consulta es muy cara. No quiero perder el tiempo.
El doctor Schilling asintió y sonrió, pero no era una sonrisa cordial, ni siquiera amistosa.
—Bueno, su hermano tiene... reacciones de ansiedad; exactamente igual a lo que usted
hace con sus uñas.
Charlie retiró inmediatamente el dedo pulgar de la boca; se estaba mordiendo las uñas
otra vez. Se sintió como un estúpido al verse sorprendido. Había roto la imagen de frialdad
que siempre quería aparentar.
—Si escribe, si juega al béisbol y realiza todos esos rituales, es porque todas estas cosas
le protegen de sus miedos.
—Eso ya lo sé —dijo Charlie con impaciencia—. Pero ¿qué opina?
—Si el psiquiatra viera que podía prescindir de algunas de estas cosas, tal vez le juzgaría
más extrovertido, y probablemente decidiría que...
—Yo ejerzo una influencia buena en mi hermano —le interrumpió Charlie entornando los
ojos y pensando en la opinión del doctor Schilling.
Schilling volvió a asentir con la cabeza.
—Le gustaría poder demostrar que fuera del sanatorio su hermano es más feliz y vive
mejor, siempre que esté con usted, claro.
—Efectivamente; lo que quiero es que usted le quite algunas de esas manías. —Charlie lo
veía todo muy fácil. El psiquiatra lanzó una sonrisa irónica.
—Si usted es capaz de hacer eso, aunque sólo sea con una de las manías de su hermano,
y lo hace en un par de días, le juro que le propondré para el premio Nobel.
Charlie se puso tenso pero decidió no hacer caso de aquella ironía; no tenía tiempo.
—Bueno, puedo intentarlo.
—Sí, puede empezar por afilar su lápiz —dijo el doctor Schilling con tranquilidad.
Aquella metáfora sexual pilló a Charlie Babbitt por sorpresa. ¿Que Raymond se acueste
con alguien? ¿Raymond? Dirigió una mirada a Raymond totalmente sorprendido. Su hermano
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

seguía poniendo los cinco sentidos en aquella pecera y no paraba de escribir. Pero no estaba
escribiendo nada. Había gastado la mina del lápiz.
—No se imagina lo que me ha parecido entenderle dijo al psiquiatra con una sonrisa.
Pero el doctor Schilling lo sabía perfectamente.
—¿Se refiere al sexo? —preguntó con una sonrisita.
—Sería una buena solución.

Durante el trayecto desde Tulsa al motel de Texas en e que finalmente se detuvieron —


por la carretera 44 hasta la ciudad de Oklahoma y luego por la 40 hasta Amarillo, Charlie puso
a prueba su astucia para encontrar una solución al problema. Misión: lograr cambiar un
comportamiento profundamente arraigado en Raymond. Parecía muy fácil, pero ¿cómo iba a
cambiar algo que ni siquiera comprendía? Aunque ya empezaba a conocer las reacciones de su
hermano ante determinadas situaciones y ya reconocía qué situaciones ponían en peligro la
estabilidad psicológica de Raymond, Charlie no tenía la menor idea de por qué se comportaba
de aquella manera.
Recordó lo que el doctor Bruner le había dicho en Wallbrook. No se relacionaba con el
mundo exterior. No se podía conectar con Raymond porque estaba fuera de alcance. Raymond
Babbitt carecía de los mecanismos necesarios para establecer esas conexiones. Charlie
empezaba a comprender las palabras del doctor. ¿Cómo demonios iba a cambiar a su hermano
si ni siquiera podía conectar con él?
Había sido un día muy duro, también para Raymond, que echó alguna siestecita durante
el viaje; él, que parecía no cansarse nunca. Sorprendentemente, Raymond quiso apagar la
televisión antes de que terminara la película de la noche para poder irse a acostar. Se
encontraba cepillándose los dientes en el cuarto de baño del motel cuando Charlie se presentó
dispuesto a tomar su baño en la enorme bañera de metal, ya que el lugar era demasiado
barato para pedir una ducha.
Raymond había vaciado casi la mitad del tubo de la pasta de dientes y echaba espuma
por la boca como un perro rabioso. Se cepillaba los dientes una vez y otra vez y otra vez
poniéndolo todo perdido de pasta. Tenía manchas de pasta en la cara, en las orejas y hasta en
las cejas y lo mismo ocurría con el cepillo, el lavabo y el espacio desuelo que ocupaba; había
espuma blanca por todas partes. Raymond se miraba al espejo con cara de felicidad.
—!Ray! —protestó Charlie con el estómago revuelto.
Pero Raymond no le hizo el menor caso. Echó más pasta en el cepillo y empezó a
utilizarlo con más vigor que antes, y también con más espuma.
—No sé por qué, pero me parece que te gusta cepillarte los clientes —dijo Charlie
sacudiendo la cabeza.
Nada. No hubo respuesta. Raymond seguía cepillándose los dientes de un modo casi
obsesivo. Aquello enervó a Charlie; era más de lo que podía soportar después de un día tan
difícil. Tenía la hamburguesa de la cena a punto de salir despedida; aquel espectáculo le
estaba poniendo enfermo.
—Déjalo ya, ¿quieres? —exclamó a un paso de perder los nervios—. Parece que te falte
un tornillo. Si el tribunal de California te viera, seguro que te encerraba y tiraba la llave al mar.
Raymond seguía cepillándose los dientes con renovado furor.
—!He dicho basta! —gritó Charlie indignado—. ¡Basta!
Raymond no se dio por enterado, pero murmuró algo en medio de toda aquella espuma y
Charlie le entendió.
—Te gusta, Charlie Babbitt.
—Pero ¿estás sordo?
—Tú di: «Mira a Rain Man. Mira qué dientes.» Charlie se quedó de piedra. ¿Qué había
dicho? «Mira a Rain Man... mira que dientes.» ¿Rain Man?
—¿Qué has dicho? —preguntó Charlie con la mirada fija en su hermano.
—Mira —balbuceó Raymond echando espuma por la boca.
—Si, ¿mira qué más?

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—Mira qué dientes.


—No —exclamó Charlie con firmeza—. Antes que eso. ¿Qué has dicho?
Pero Raymond sólo estaba pensando en sus propios dientes; se estaba mirando en el
espejo, cepillándose y sacando espuma, sacando espuma y cepillándose. Charlie se acercó y
agarró uno de los vasos de plástico que suele haber en los moteles. Lo llenó de agua y se lo
dio a Raymond.
—Toma.
Raymond se lo quedó mirando como si no hubiera visto un vaso de agua en toda su vida.
—¡Enjuágate! —le ordenó Charlie—. Y escupe. —Puso el vaso en la mano de Raymond y
le quitó aquel maldito cepillo de dientes. Raymond se quedó con aquella cosa en la mano como
si esperara a que se desvaneciera.
—¡Hazlo! —gritó Charlie.
Raymond tomó inmediatamente un sorbo de agua y se la tragó toda; luego miró a
Charlie esperando su aprobación. Charlie no sabía si reír o llorar y se encogió de hombros.
Pero algo es algo. Raymond tomó otro sorbo y volvió a tragárselo todo. Ya casi no tenía pasta
de dientes en la boca, pero no se podía decir lo mismo de su cara.
Charlie le quitó el vaso y lo dejó en el lavabo. Estaba tenso pero no quería atosigar a
Raymond por el momento.
—Me gusta... cuando te cepillas los dientes —dijo-. Yo digo..
Pero Raymond hizo caso omiso de aquella indicación. No dijo nada.
—«Mira a Raymond» -dijo Charlie en un susurro sin dejar de mirar a su hermano.
—No digas Raymond —le dijo su hermano como si tal cosa-. No puedes. Eres un niño
pequeño. Tú di Rain Man. «Mira a Rain Man».
Charlie sintió el fogonazo de un vago recuerdo y el corazón le dio un vuelco; no era el
recuerdo de ningún suceso, sino de una emoción, de una emoción perdida hacía ya mucho
tiempo. Era una sensación de cariño y ternura que no había vuelto a tener desde hacía más de
veinte años. Se quedó allí de pie, desconcertado en medio de aquel cuarto de baño. Era como
si le hubieran desnucado.
-¿Tú... eres Rain Man? -pudo decir al fin. Charlie ya no sabía qué pensar. Rain Man no
existía. Era aquel amigo imaginario que Charlie Babbitt se había inventado de pequeño.
Raymond se llevó la mano al bolsillo y sacó su cartera. Era una de esas carteras hechas a
mano después de muchas horas de ocupación terapéutica. Se componía de dos piezas de
plástico, la exterior estaba estampada en relieve para imitar la textura de la piel, y ambas
piezas tenían unos agujeritos por los que se habían cosido, fruto del esfuerzo de unas manos
torpes. Raymond extrajo de aquella cartera su gran tesoro con mucho cuidado y se lo dio a
Charlie como si se tratara de una reliquia. Charlie tomó la fotografía y se quedó mirándola.
Tenía unos extremos arrugados y gastados, como si alguien la hubiera manoseado durante
años enteros. Y así era. La fotografía mostraba a un joven de unos dieciocho años, con la cara
seria, ojos oscuros y el pelo recién peinado. Estaba de cara a la cámara y parecía una estatua.
Charlie le reconoció en seguida.
En el regazo de aquel joven había un niño muy pequeño agarrado a una manta. Aquella
criatura se arrimaba cariñosamente al joven. No había ninguna duda. El niño era Charlie
Babbitt; el joven era Raymond Babbitt. Los dos hermanos.
—Papá nos hizo la foto. Él solo —dijo Raymond con orgullo. Charlie no podía dejar de
mirar aquella fotografia; estaba maravillado. Eran él y Raymond. Charlie y Raymond, Charlie y
Rain Man.
—Entonces, ¿tú... vivías con nosotros?
—Entonces tú vivías con nosotros —dijo Raymond. Charlie no sabía si estaba repitiendo
como un loro o si sabía de verdad que él era el hermano mayor. Charlie se sentó al borde de la
bañera y siguió contemplando la fotografía en un esfuerzo de ordenar sus ideas.
—¿Cuándo... cuándo te fuiste? -le preguntó por fin en voz baja.
—Era jueves —respondió Raymond rápidamente. ¿Jueves? Charlie se lo quedó mirando
con expectación.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Estaba nevando. Tenía natillas para desayunar. Tú no querías comer las tuyas.
Entonces, María te dio plátanos y leche. Ella se quedó contigo cuando papá me llevó a mi casa.
Veintiuno de enero. Mil novecientos sesenta y cinco. Era jueves.
—Dios mío —dijo Charlie en voz baja—. Fue cuando murió mamá. Poco después de Año
Nuevo.
—... Tú tenías tu manta. Me decías adiós desde la ventana. Adiós, Rain Man. Adiós, Rain
Man. Adiós, Rain Man. Y así. Jueves.
Charlie pudo escuchar el eco de aquellas palabras en algún rincón oscuro de su memoria.
Veía... sí, recordaba... la nieve. Y el olor necesario y consolador de la vieja manta raída. Y
cómo la agitaba para decir adiós. Y cómo lloraba. Lloraba por Rain Man. Quería estar con Rain
Man, pero Rain Man no venía. Nunca regresó, de modo que Charlie acabó haciendo de él un
amigo imaginario.
Ahora Charlie miraba a Raymond como si nunca le hubiera visto, como si aquélla fuera la
primera vez que le veía; y así era. Vió en el rostro de su hermano el fantasma de una cara de
dieciocho años que había querido de verdad y que ahora le miraba inexpresiva rebosando
pasta de dientes.
—Tú me arropabas —murmuré Charlie recordando—. En aquella manta. Y me cantabas.
Por un momento Raymond miró a Charlie como si no supiera de qué le estaba hablando
su hermano. Luego, empezó a cantar en voz muy baja y desafinando.

Sólo tenía diecisiete años. Ya sabes a qué me refiero.


No se podía comparar a nadie...

—«¿Cómo iba a bailar con otra...?» —cantó Charlie. —«O000h»— siguió cantando
Raymond con una voz trémula tratando de imitar a John Lennon.
—«... cuando vi que ella estaba allí» —terminaron cantando los dos casi al mismo
tiempo.
La canción se había terminado. Charlie se calló sin poder salir de su asombro. Miró a su
hermano, a aquel hermano autista que llevaba un destierro de veinticuatro años, el hermano a
quien había querido y necesitado de pequeño para olvidarle después y convertirle en algo
imaginario.
—¿Sabes? Me gustaba mucho que me cantaras —le dijo a Raymond con toda la
sinceridad del mundo.
Raymond le miró y por un instante Charlie creyó que había logrado romper su escudo
protector, que de un momento a otro habría un verdadero contacto entre los dos, pero
Raymond se dio la vuelta otra vez, recogió su cepillo de dientes rebosante de espuma y le
echó un poco más de dentífrico. Si habían llegado a conectar en algún momento, ahora ya no
había nada que hacer.
Charlie dejó la fotografía en un extremo de la bañera con mucho cuidado y abrió los
grifos. Puso el tapón en el agujero del desagüe y la bañera empezó a llenarse.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! —Raymond empezó a gritar horrorizado, presa de un miedo
inexplicable. Charlie le miró inmediatamente. Raymond contemplaba cómo iba subiendo el
agua en la bañera; estaba aterrorizado—. ¡No! ¡No! —siguió gritando.
—Tranquilo, Ray —le ordenó Charlie—. ¿Por qué no?
—No porque. —Raymond retorcía las manos y sacudía el cuerpo; Charlie reconoció en
seguida los síntomas de angustia. Tenía que tranquilizarle antes de que estallara.
—¿Porque qué? —preguntó Charlie—. Ray, dímelo, ¿porque qué?
—Porque... porque... porque... —balbuceó Raymond. Luego, dijo gritando con aspereza
—: ¿Qué quieres?
Y Raymond soltó un chillido de angustia y se precipitó torpemente sobre la bañera para
tratar de detener la caída del agua con las manos, sin acordarse de que podía utilizar los
grifos. El agua empezó a mojarlo todo, salpicando paredes y techo, salpicando a Charlie y
empapando a Raymond.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Por un momento Charlie se quedó paralizado, hasta que agarró a Raymond y trató de
arrancarle de la bañera.
Pero Raymond era demasiado fuerte. Se revolvió y agarró a Charlie por la camisa
sujetándole con fuerza. Tenía una mirada frenética que Charlie no había visto nunca. Raymond
empezó a hablar a toda prisa en un tono de voz que Charlie no le había oído nunca.
—¡No! ¡No! ¡Está quemando! ¡Se va a quemar!
Raymond agarraba a Charlie con tanta fuerza que la camisa de éste empezaba a
desgarrarse. Sacudió a Charlie una y otra vez hasta hacerle mover la cabeza hacia delante y
hacia atrás. Raymond seguía gritando en aquel tono extraño lleno de odio.
—¡Te dije que no lo hicieras! ¡Te dije que no lo hicieras! ¿Qué quieres? ¿Matar a tu
hermano? ¡Te lo dije! Te lo dije. Te lo dije... Te lo dije...
De repente se detuvo y dejó de sacudir a su hermano. Raymond clavó la mirada en
Charlie y le soltó poco a poco. Estaba temblando y ya no le quedaba el menor rastro de rabia;
era como un niño indefenso y asustado.
Durante un minuto, Raymond había sido su padre. Era la voz de Sanford Babbitt la que
gritaba con una rabia acusadora. Y Charlie había sido Raymond, el Raymond de hacía
veinticuatro años, cuando tuvo lugar aquel suceso. Y en la bañera, invisible pero muy real,
había un niño muy pequeño; era Charlie cuando sólo tenía dos años. Y el agua estaba caliente,
demasiado caliente.
Al fin, Charlie se acordó. Recordaba todo lo sucedido. Un adolescente de dieciocho años
quería bañar a su hermanito pero no sabía cómo se regulaban los grifos. Un adolescente que
era incapaz de ver cómo estaba el agua. Un autista que no quería hacer daño, que sólo quería
imitar a su madre Eleanor que acababa de marcharse para vivir con los ángeles. Eleanor metía
al pequeño Charlie en la bañera. Abría los grifos. Pero el agua estaba caliente, demasiado
caliente, no para quemar al pequeño pero sí lo bastante como para hacerle llorar.
Y el padre se había precipitado hacia él dando gritos de ira. El padre que acababa de
perder a su esposa, cuyo primer hijo era un autista que vivía en otro mundo, y cuyo otro hijo
era sólo un bebé, un bebé que lloraba porque Rain Man había dejado el agua demasiado
caliente para la delicada piel del pequeño.
Y Raymond, incapaz de olvidar una sola sílaba de aquellas terribles palabras que su
padre le había gritado, las había guardado en algún rincón de su pobre cabeza durante
veinticuatro años, para pronunciarlas con la misma voz de Sanford Babbitt al ver a Charlie
Babbitt junto a una bañera llenándose de agua.
Y Charlie, que nunca había sentido compasión por los que sufrían, se dio cuenta de todo
y vio cómo se le rompía el corazón por su hermano. Tendió los brazos hacia Raymond y
empezó a mover la cabeza de su hermano para consolarle.
—Bueno, bueno —le dijo en voz baja—. No pasa nada. No me quemé. Estoy bien.
Raymond se puso rígido al sentir el tacto de Charlie. No había que tocarle. No había que
tocarle. Charlie en seguida retiró las manos.
—Te quemaste —dijo Raymond con un hilo de voz temblorosa—. Eras... un niño muy
pequeño. Te quemaste. Y yo tengo que... tengo que irme a mi casa. —Mantenía su rostro
apartado del de Charlie y miraba por encima del hombro de su hermano.
—No, Ray —dijo Charlie con gravedad buscando los ojos de Raymond y tratando de
establecer algún contacto—. No me quemé. El estaba equivocado. Mírame. Mírame. Por favor.
Eso fue cuando murió mamá. Por eso te echó de casa, el muy canalla.
Pero Raymond seguía sin mirarle y parecía abatido. Charlie se dio la vuelta y vio que los
grifos seguían abiertos; el agua seguía llenando la bañera. Se abalanzó sobre los grifos y los
cerró.
Al volverse, Charlie vio que Raymond estaba arrodillado sobre el suelo mojado del cuarto
de baño. Estaba helado de frío, con las manos apretadas junto al pecho y la mirada fija en los
grifos, ahora cerrados.
—¿Ray? ¡Ray! Están cerrados. Ya ha pasado.
Pero Raymond no estaba para escuchar palabras de consuelo. El trauma de revivir la
pesadilla de sus veinticuatro años había sido demasiado para él, y se había cerrado, lo mismo

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

que los grifos, para retirarse a un lugar de hielo y frío. Estaba temblando, tiritaba de frío y se
mecía a sí mismo como si tratara de mantenerse en calor; seguía sin apartar la mirada de los
grifos.
—¡Dios mío! —exclamó Charlie, alarmado—. ¿Tienes frío, Ray? Espera un segundo. —
Corrió hasta el dormitorio en busca de algo para abrigarle; agarró una manta de la cama y la
llevó al cuarto de baño. Charlie se arrodilló junto a su hermano y le arropó con cariño.
Al sentir el tacto áspero pero cálido de la manta Raymond se relajó un poco y dejó de
temblar. Al cabo de un rato también dejó de moverse, pero seguía sin quitar los ojos de los
grifos de la bañera como si tuvieran algún poder maléfico y le hipnotizaran. En unos segundos
ya estaba murmurando en voz baja. Hablaba. Hablaba. Hablaba. Hablabahablabahablaba.
—¿Qué sucede, Ray? —preguntó Charlie en voz baja—. ¿En qué piensas? —Se acercó a
su hermano para escucharle mejor.
—C-h-a-r...l-i-e... —empezó a decir Raymond—. C-h-a-r...-l-i-e... C-h-a-r...l-i-e... —
siguió diciendo una y otra vez, como si se tratara de un nombre mágico y protector.
Charlie se sentó sobre los talones sin saber qué hacer mientras el dolor se extendía por
todo su cuerpo. Tenía ganas de abrazar a su hermano para consolarle, pero sabía que
Raymond no soportaría un gesto como aquél. No había que tocarle. No había que tocarle. Pero
tenía que hacer algo, tenía que devolverle a este mundo como fuera, y Charlie empezó a
cantar.

Sólo tenía diecisiete años. Ya sabes a qué me refiero.


No se podía comparar a nadie...

Raymond se calló y apartó la mirada de los grifos.


—«O0000h, cuando vi que ella esta...ba allí» —terminó cantando Charlie. Miró a su
hermano y pareció que ya estaba totalmente relajado, aunque seguía encerrado en su mundo,
lejos del alcance de Charlie.
«Dios mío», pensó Charlie en seguida, «¡qué ironía! ¿Quién es ahora Rain Man? ¿Quién
canta para consolar y quién es el niño de la manta? Rain Man, Rain Man, te quiero». Pero
Raymond era incapaz de amar. Nunca podría querer a nadie. La letra no encajaba.

Era tarde, muy tarde. Raymond estaba durmiendo profundamente en una de las dos
camas del dormitorio, pero Charlie se encontraba en la otra sin poder dormir, fumando y
pensando. No, no estaba tratando de pensar; trataba de no pensar en nada. Nunca se había
sentido tan cansado. Estaba molido y le dolía todo el cuerpo. Parecía que le hubieran dado una
paliza y que todos sus órganos estuvieran contusionados por culpa de unos puñetazos. Aquella
había sido la peor noche de su vida, mucho peor que las que había pasado justo después de
marcharse de casa, cuando era sólo un niño asustado que no tenía hogar ni padres.
Estaba herido; se sentía solo y necesitaba algún consuelo. Charlie Babbitt, que nunca
había pedido nada a nadie, que buscaba amistades sólo por interés, que manipulaba a todo el
que se relacionara con él, que exigía y reclamaba sin piedad, ese mismo Charlie Babbitt
reconocía ahora que necesitaba a alguien a quien amar, alguien que le amara. Necesitaba a
Susanna.
Era tarde, sí, pero era una hora más temprano en Santa Mónica. Charlie cogió el teléfono
y marcó el número de Susanna.
Charlie esperó con el corazón en un puño a que su chica descolgara el teléfono.
—¿Diga?
—Hola, soy yo —dijo con suavidad.
No hubo ninguna respuesta. Nada.
—Bueno, no has colgado. ¿Quiere eso decir que ya no estás enfadada?
Susanna no picó el anzuelo.
—¿Cómo está tu hermano? —preguntó al fin.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Bueno, ya conoces a Ray. De fiesta todos los días. Susanna no quiso responder. Si él
era incapaz de hablar en serio...
—Sólo... sólo quería oírte decir que... no hemos terminado —dijo Charlie. Si pudieran
verse cara a cara en lugar de tener que depender de unos malditos hilos telefónicos; si pudiera
abrazarla, podría convencerla para que volviera con él. Al ver que Susanna no decía nada,
añadió—: Tengo miedo, tengo miedo de que hayamos terminado. —Charlie contuvo la
respiración y pegó la oreja al teléfono para no perderse un solo ruido.
Susanna suspiró.
—No me lo preguntes hoy, Charlie. No te gustará la respuesta. Dejémoslo.
Charlie esbozó una sonrisa amarga.
—Soy incapaz de dejar las cosas así.
—Hay muchas cosas que eres incapaz de hacer —contestó Susanna con la misma
amargura. Charlie le había hecho daño, mucho daño, y ella no estaba dispuesta a volver a
saltar al ring para librar otro asalto con el campeón. Y menos cuando las heridas aún no habían
cicatrizado.
—Ya, bien... —contestó Charlie con dificultad—. Le pediré a Raymond uno de sus
cuadernos y empezaré a escribir una lista. —Esperó la reacción de Susanna ante aquel chiste,
quería que dijera algo, y al ver que no lo hacía, Charlie reveló sus intenciones.
—Voy a... conseguir de un tribunal la custodia de Ray. Empezará con un interrogatorio
tan pronto como vuelva. ¿Se había vuelto loco?
—Charlie, no podrás ganar. Es imposible.
—Ganaré. Tengo que ganar.
—El doctor Bruner lleva más de veinte años cuidando de tu hermano. Tú sólo hace cuatro
días que le conoces. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —Susanna se calló, no sabía si
sentir más compasión por Raymond o por Charlie. Pero su orgullo pudo más que todo aquello
—. ¿Te das cuenta, cielo? —añadió con aspereza.
Ella no entendía nada. Nadie entendía nada.
—Mira, te llamaré cuando vuelva, ¿eh?
Susanna no dijo que sí, pero tampoco dijo que no. Charlie aprovechó aquella indecisión.
—Bueno, te veré pronto —murmuró Charlie, y al ver que Susanna seguía sin contestar,
colgó el teléfono y lo devolvió a la mesilla de noche. Charlie cogió un cenicero y lo dejó sobre
su pecho. Fumaba con tranquilidad, clavando los ojos en la oscuridad.
En el cuarto de baño del motel había una fotografía flotando en el agua de la bañera.
Estaba gastada y un poco descolorida, pero mostraba con toda claridad a un joven de
dieciocho años con una cara muy seria y a un niño muy pequeño envuelto en una manta. Los
dos hermanos.

Capítulo nueve

Ya era hora de comprar a Raymond algo de ropa. Tenía la camisa y los pantalones
totalmente sucios, y su ropa interior empezaba a tomar un color grisáceo nada agradable. El
problema era el dinero.
Charlie disponía de muy poco en efectivo; el Buick tragaba gasolina con una sed
espantosa, como todos los coches de 1949, antes de que se inventaran los motores modernos.
Las facturas del motel no eran nada baratas, sobre todo por las comidas y por la voracidad de
Raymond con todas las chucherías. Raymond era feliz, o así lo parecía, cuando abría una bolsa
de «fritos» o bolas de queso. La cuenta bancaria de Charlie también estaba muy baja, y la
última vez que había utilizado su tarjeta en un cajero automático, la máquina se había negado
a darle un solo centavo. Si volvía a utilizarla, la máquina se la tragaría con toda seguridad,
para luego escupírsela y hacer que detuvieran a Charlie.
Seguían adelante gracias a la tarjeta de crédito dorada de American Express, pero
Charlie llevaba dos meses sin pagar las facturas y podían cortarle el crédito en cualquier

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

momento. Se preguntó qué harían si eso sucedía. Naturalmente Charlie no decía nada de esto
a su hermano; aunque Raymond no le entendiera, que era lo más probable, se arriesgaba a
que le diera un ataque.
En las afueras de Albuquerque, Charlie entró en unas galerías comerciales para vestir a
Raymond de la cabeza a los pies por cortesía de American Express. Le compró ropa interior y
calcetines, y unos pantalones y una camisa de esport. Parecía que la ropa nueva le hacía
cosquillas; por fin, cuando se lo probó todo se quedó tranquilo y no hizo ninguna escena.
Para recompensarle por aquello y también para no tener que pasar por el espectáculo
sufrido en la granja,
Charlie le compró un televisor en miniatura con una correa de piel para la muñeca, de
modo que Raymond podía llevarlo siempre encima. De aquella manera, le dijo Charlie, siempre
tendría a Wapner al alcance de la mano. Aunque Raymond no comprendió aquel chiste, recibió
aquel televisor en miniatura con una expresión que se parecía mucho al entusiasmo y que
Charlie no había visto nunca en su hermano; Charlie se sintió contento de poder dar a
Raymond un pequeño placer.
Raymond salió de la tienda vistiendo la ropa nueva. Charlie se fue a una lavandería que
había cerca y metió en la máquina la ropa sucia de Raymond y algunas cosas suyas, y dejó a
su hermano sentado en un banco delante de las lavadoras con una bolsita de patatas fritas
mientras él iba a llenar el depósito del descapotable. Cuando Charlie regresó a la lavandería,
Raymond no se había movido ni un centímetro y miraba la ropa girar y girar en la secadora.
Girar y girar. Girar y girar.
Charlie se acercó para sentarse junto a su hermano. Raymond ni siquiera le miró; estaba
pendiente de la máquina. Girar y girar.
—Mira, esto es lo que tienes que evitar cuando estés en el tribunal —le regañó Charlie—.
No te quedes con esa cara de pasmado. Si el psiquiatra te ve con esa cara seguro que te
encierra en el zoo.
Pero Raymond no le estaba escuchando; pensaba en sus cosas.
—¿Has visto la roja? —dijo en un tono monótono—. Siempre cae de la misma manera.
Charlie miró el tambor que daba vueltas y vio su camisa roja, pero fue incapaz de ver
qué era lo que Raymond estudiaba con tanta atención. Para Charlie la ropa lavada era
simplemente ropa lavada. Ni más ni menos. Sacudió la cabeza al ver el pequeño televisor al
lado de Raymond, sobre el banco. Estaba puesta, pero no se oía nada. Charlie la cogió y la
apagó.
—Deberías apagarla cuando no quieras verla —le regañó a Raymond—. Si se gastan las
pilas, ¿qué haremos cuando salga Wapner?
Raymond seguía sin prestar atención.
—Mamá me lavaba la ropa. Tú y yo la mirábamos. Como ahora. —Hablaba en un tono
suave recordando aquello. Era un recuerdo de «no miedo».
—No me acuerdo de mamá —dijo Charlie tranquilamente—. Lo intento. Y a veces casi
recuerdo... pero creo que es por las fotografías.
—Yo leía para ella. En voz alta. Muchos cuentos —dijo Raymond. Seguía con los ojos fijos
en el tambor de la lavadora, viendo cómo caía la camisa roja.
—Y seguro que también le cantabas, ¿verdad?
—No. Ella me cantaba. Yo te cantaba. —La ropa seguía dando vueltas sin que Raymond
perdiera un solo detalle.
—«¡O0000h!» —cantó Charlie imitando a los Beatles con la intención de que Raymond
dejara de mirar la ropa y animándole a que cantara con él. Si no conseguía quitarle alguna de
esas extrañas manías, el tribunal de custodia no tendría piedad con él.
Pero a Raymond le importaba muy poco la canción. Sólo le preocupaba la camisa roja,
que siempre caía en el mismo lugar en el tambor de la lavadora.
Charlie acercó su cara a la de Raymond.
—Sonríe. Pon una sonrisa radiante —le ordenó mientras él mismo sonreía.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond dudó por un momento, y luego imitó aquella sonrisa enseñando un montón de
dientes.
—¡Bien! —aprobó Charlie—. Ahora ríe. Ríe lo mejor que puedas.
Esta vez se entretuvo más, pero al final Raymond soltó algo parecido a una risa.
—Je, Je, Je.
—Bien, Ray. Sigue así, chico. —Charlie sonreía a su hermano. Raymond parecía estar
haciendo progresos y Charlie estaba muy satisfecho. «Sigue, Ray; sigue así.»
—Papá decía: tú vales, Charlie Babbitt —dijo Raymond.
La sonrisa de Charlie se apagó al recordar a su padre, al padre autoritario y duro. Tú
vales. Charlie odiaba esas dos palabras cuando su padre las pronunciaba con aquella voz de
suficiencia.
—Sí —contestó con sequedad—. Una cosa, Ray. Llámame Charlie, ¿eh? Olvídate del
Babbitt.
Raymond no dijo nada. Seguía ensimismado delante de la lavadora.
—La roja, ¿eh? —Charlie apoyó la cabeza en su mano izquierda y se quedó mirando la
ropa que daba vueltas. Raymond se llevó la mano izquierda hasta la cabeza con el mismo
gesto, y durante unos pacíficos minutos se quedaron sentados uno al lado del otro,
contemplando la camisa roja que daba vueltas y daba vueltas y daba vueltas para caer
siempre en el mismo sitio.
Pero Charlie no podía perder el tiempo como hacía Raymond; tenía negocios de que
ocuparse. Dejó a Raymond a solas con su dichosa camisa para buscar un teléfono y ponerse en
contacto con Coleccionables Babbitt.
—Lenny, soy yo.
—Llevo tres horas esperando que me llames —exclamó Lenny en un tono acusador.
—Ya, lo siento. Estoy... muy ocupado. —¿Qué demonios le iba a contar a Lenny sobre
Raymond?—. He tenido que comprar... algo de ropa y esas cosas.
—Charlie, se acabó —dijo Lenny—. Se acabó.
—Bueno, tranquilo. Estoy en Albuquerque. Llegaré dentro de...
—Wyatt ha encontrado los coches. Los tiene. Los tiene. Se acabó todo.
Charlie abrió la boca y la volvió a cerrar en silencio. ¿Qué iba a decir del final del mundo?
Sintió cómo se le helaban las venas mientras su corazón se convertía en un enorme trozo de
hielo que le pesaba en el pecho. Como Lenny había dicho, aquello se había acabado. Cerró los
ojos sin poder pensar en nada. Había pasado lo peor que podía pasar, y Charlie Babbitt se
estaba quedando con la mente en blanco.
—Bateman quiere que le devolvamos su dinero. Todos quieren lo mismo. —Lenny
empezó a contarle los detalles del desastre del día—. Son noventa de los grandes, Charlie.
Como si necesitara que alguien se lo recordase. Quince mil veces seis eran noventa mil.
Noventa mil dólares. Con el dinero que tenía, tanto le daba que fueran noventa mil que
noventa millones, o noventa billones. ¡Qué más le daba! Si ni siquiera tenía noventa centavos.
Estaba arruinado, acabado, enterrado. Charlie era un hombre muerto.
—Dice que va a acabar contigo —siguió diciendo Lenny con algo de satisfacción. Charlie le
había jugado una mala pasada marchándose de la ciudad sin ponerse en contacto con él y
dejándole solo ante el peligro. Charlie se merecía aquello y Lenny era incapaz de decir que lo
sentía—. Ha dicho antes del viernes. ¿Qué le digo?
Fue como si Charlie estuviera oyendo en su cabeza el estruendo de una carcajada
burlona. ¿Qué demonios importaba lo que Lenny pudiera decirle a Wyatt? Wyatt le había tirado
al río y Charlie iba corriente abajo sin poder evitarlo.
—Dile que el cheque ya se ha enviado por correo —dijo, y colgó el teléfono. Se imaginó
el futuro que le esperaba, y no le hizo ninguna gracia.

Charlie se quedó ensimismado sin quitar el ojo de la comida congelada que tenía delante.
Removió un poco el plato con el tenedor, pero no tenía ningunas ganas de comer. No tenía
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

hambre; nunca más volvería a tener hambre. Los muertos no comen. Apagó el cigarrillo en el
filete del plato y volvió a suspirar.
A diferencia de Charlie, Raymond había comido con mucho apetito. Se había zampado
una hamburguesa en trocitos, uno a uno, en un abrir y cerrar de ojos. Raymond se lo había
pasado bien. Tenía ropa nueva y un televisor de bolsillo para ver a Wapner. Había viajado en el
coche de papá por el desierto, desde Albuquerque hasta Joseph City, en Arizona. Y ahora se
encontraban en aquella acogedora estación de servicio con un comedor muy grande y muy
moderno; se había comido una hamburguesa muy hecha con patatas fritas. Charlie le había
cortado la comida y le había puesto salsa de tomate. A Raymond le en-cantaba la salsa de
tomate, sobre todo con las patatas fritas.
Justo al lado de donde se sentaban había un tocadiscos automático con un montón de
canciones. Ciento cuarenta. Las canciones estaban ordenadas en cuarenta tarjetas de plástico,
de modo que si uno encontraba la que quería escuchar, sólo tenía que echar una moneda y
pulsar la letra y el número correspondientes. Raymond estaba fascinado y repasó aquellas
tarjetas de plástico en un segundo, igual que una cámara fotográfica: click, click, click, click.
Alguien había echado una moneda, porque Raymond estaba oyendo la voz de una mujer
que cantaba. Era Patsy Cline y sus «dulces sueños».
—E-Diecinueve –dijo Raymond.
Charlie miró a su hermano con indiferencia. Patsy Cline. ¿Y qué? Se le ocurrió
preguntarle algo.
—Ese número, B-Diecinueve.
—E-Diecinueve –corrigió Raymond.
¿Cómo era posible? Raymond había visto la lista de canciones demasiado de prisa como
para acordarse de todas, pero probablemente se había aprendido de memoria una o dos
canciones. Nadie era capaz de eso.
—¿Esa es la canción que estamos escuchando?
—Ésa es la canción. Que estamos escuchando.
Mordiéndose el pulgar, Charlie clavó los ojos en su hermano, mientras se le ocurría una
idea y su corazón latía más de prisa con una secreta esperanza.
—Tápate los ojos. –Le enseñó cómo se hacía.
Raymond, que era capaz de imitar cualquier cosa, se tapó los ojos con las manos. Charlie
empezó a leer títulos de canciones desordenadamente.
—El jugador, de Kenny Rogers —dijo al azar.
—J-Doce –contestó Raymond sin dudarlo y dando en el clavo.
—Corazón tramposo, de Hank Williams.
—Tu corazón tramposo —corrigió Raymond sin pestañear–. Y es de Hank Williams junior.
—Está bien, vale. Pero ¿qué número?
—L-Cuatro.
«¡Será puñetero!», pensó Charlie sin acabar de creérselo y sintiendo cómo se evaporaba
su mal humor igual que un cubito de hielo metido en un horno. Se le iluminó la cara con una
sonrisa.
—Luna azul de Kentucky, de Bill Monroe.
—Y los Bluegrass Boys. P-Once —contestó Raymond sin dudar.
¡El muy canallal ¡Y con los ojos cerrados! ¡Era un genio! ¡Raymond Babbitt era un
puñetero genio! «Habilidades muy notables», había dicho el doctor Bruner. Un «autista muy
sabio». «¡No hace falta que me lo juren!», pensó Charlie con regocijo. ¡Aquellas habilidades
tan notables podían salvar el pellejo de Charlie Babbitt!
—Ray, nos vamos a divertir un poco —le prometió a su hermano–. ¿Sabes jugar a
cartas?
Charlie compró tres barajas de cartas para jugar al póquer y separó los comodines. Se
sirvió de la capota del Buick como mesa de juego, puso las cartas encima y se las enseñó para
que se familiarizara con el orden, desde el as hasta el rey. Luego juntó las tres barajas y

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

empezó a hacer montoncitos de doce en doce cartas —doce ases, doce doses, doce treses,
etc.– mientras Raymond le miraba con una cara muy seria y ensimismada.
—¿Me estás oyendo? —le preguntó.
Raymond asintió. Le estaba oyendo.
—¿Estás listo?
—Sí. Raymond estaba listo.
Charlie agarró aquel montón de cartas y empezó a echarlas a toda velocidad mostrando
el anverso sobre la capota del coche. Raymond sólo disponía de un segundo para ver cada
carta antes de que fuera inmediatamente tapada por la siguiente. Flip, flip, flip, flip. El montón
iba creciendo. Cuando ya había echado más de la mitad de aquella enorme baraja, Charlie
miró a Raymond y dejó lo que quedaba de la baraja sobre la capota del coche.
–Bien. Dime qué ha quedado por echar.
Raymond no se lo pensó dos veces.
–Nueve ases, siete reyes, diez reinas, ocho jotas, siete dieces...
Charlie levantó la mano y aquella catarata de números se detuvo. Era un jugador nato. El
terror de las mesas de blackjack. Los casinos estaban a sus pies. Los dueños de los casinos
temblarían si supieran de lo que era capaz Raymond Babbitt. Todos temblarían y no dejarían
que jugara en ninguna parte, con su fotografía bien visible en todos los casinos del país:
«¿Conoce a este hombre?» Charlie Babbitt acababa de descubrir un filón.
—Tú vales —murmuró Charlie, muy feliz mientras pensaba qué podían hacer–. Vales
mucho. ¿Vamos a jugar? —le preguntó a Raymond.
—Vamos. A jugar.
—¡Pues venga! Sube al coche.
Charlie esperó a que Raymond se acomodara en el Buick para pisar a fondo el acelerador
y salir volando. Las cartas que había en la capota del coche saltaron por los aires dejando una
estela de corazones, tréboles, picas y, lo mejor de todo, diamantes.
Iban a Los Angeles, pero primero irían a visitar Las Vegas, la capital del juego de Estados
Unidos, para que Raymond demostrara que después de la palabra «autista», había que añadir
la palabra «sabio».

Joseph City, en Arizona, estaba a unos ciento sesenta kilómetros de Las Vegas, a menos
de dos horas en coche por el desierto. El descapotable dejó la carretera 40 para tomar la 93,
directa a Las Vegas. Camino de su destino, Charlie le enseñó a Raymond las reglas básicas del
juego, sabiendo que bastaba con explicarlas una vez, que Raymond era incapaz de olvidarse
de algo que escuchara o que leyera.
—El veintiuno: no lo olvides. Así se llama el juego. Se sacan las cartas de una caja que
llaman «zapato», pero aunque lleve ese nombre no vayas a pensar que es un zapato de
verdad; no tiene nada que ver con lo que llevas en los pies. Lo más importante que debes
recordar es que la banca tiene que plantarse al llegar a diecisiete. Si ha llegado a diecisiete ya
no puede sacar más cartas; si entonces tú tienes más de diecisiete pero menos de veintiuno,
has ganado. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Si sacas una carta demasiado alta y te pasas de veintiuno, pierdes. Pierdes el dinero.
¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Si sacas un diez de cualquier palo (diez, jota, reina, rey) además de un as, entonces te
lo llevas todo. Blackjack. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Si quieres que la banca te dé otra carta, tienes que rascar la mesa, así, y si no quieres
rascar la mesa, has de decir «otra», pero si no quieres ninguna carta, entonces dices que no
con la cabeza o dices «me planto». Si tienes dieciocho, te plantas. Nunca pidas carta cuando
tengas dieciocho. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Si eres capaz de contar las cartas que ya se han jugado y sabes qué cartas quedan en
el «zapato», y sabes que el «zapato» está lleno de dieces o de cartas bajas, entonces ya sabes
si tienes que seguir o si tienes que plantarte. Pero es mejor seguir y tener cartas altas que
plantarse con cartas bajas, por eso lo mejor es que haya muchos dieces en el «zapato». ¿De
acuerdo?
—De acuerdo.
—Seguramente habrá tres barajas en el «zapato», quizá más. Quizá cuatro o incluso
cinco barajas. Tienes que contarlas, pero no importa cuántas haya. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. ¿Me dejas conducir, Charlie Babbitt?
—No. Ahora escúchame. Cuando queden un montón de dieces, las que lleven el número
diez o las que lleven dibujito, entonces habrá buen juego. Para nosotros, claro.
Como Charlie no le preguntó «¿de acuerdo?», Raymond no contestó nada.
—¡Vamos, repítelo! -exclamó Charlie con impaciencia.
—Los dieces son buenos, los dieces son buenos, dieces buenos, dieces buenos. -
Raymond parecía encantado, quizá porque veía que Charlie estaba igualmente encantado con
él.
—Bien. Tendrás que apostar...
—Uno, si es malo; dos, si es bueno.
—Y... -exclamó Charlie, esperando escuchar de Raymond la lección más importante de
todas, la que llevaba explicándole durante los últimos dieciséis kilómetros.
—Que cierre la boca. -Raymond abrió la boca y la cerró mirando a Charlie para ver si lo
aprobaba.
Charlie asintió.
—Los casinos tienen sus reglas. La primera es que no les gusta perder. Por eso, no se te
ocurra contar nunca, nunca, en voz alta.
Raymond se volvió hacia su hermano y dijo:
—Estoy contando, estoy contando, estoy contando, estoy contando. ¡Ja!
—Si se te ocurre decir eso en voz alta donde todo el mundo pueda oírte, entonces no sé
si volveré a verte. Nunca más.
Raymond se tranquilizó en su asiento pensando en aquello. Rebosaba alegría, como si
fuera el aire de un globo saliendo a toda presión. Parecía tan avergonzado que Charlie quiso
animarle con una sonrisa, y Raymond le devolvió una mueca de imitación.
–C-h-a-r...l-i-e –exclamó satisfecho–. C-h-a-r...l-i-e. —Aquello no se parecía en nada a
sus acostumbradas murmuraciones de maníaco.

Allí se podía jugar al «keno» o a las máquinas tragaperras. Uno podía vestirse con
harapos y ponerse plumas en la cabeza; uno podía estar más loco que una cabra y que un
cencerro, las dos cosas juntas, y seguir teniendo derecho a jugar al «keno» o a las máquinas
tragaperras. Pero si uno entraba en el casino y se sentaba a una mesa de blackjack, o de
baccará, o de cualquier otro juego digno de un caballero, entonces había que ir muy bien
vestido, con el aspecto de un ganador que se puede permitir el lujo de no ganar. Porque el
casino no te quita el ojo de encima y no se tolera lo estrafalario, ni siquiera entre los grandes
jugadores. En cuanto a Raymond, el problema era que además de comportarse como si
estuviera mal de la azotea, iba vestido como correspondía a alguien que estaba mal de la
azotea.
Bien, el hábito hace al monje, y mientras la tarjeta de crédito de Charlie sirviera para
algo, iba a adecentar un poco el aspecto de Raymond. Para empezar, le llevaría a que le
cortaran el pelo y le hicieran la manicura. Un traje nuevo, en lugar de las prendas deportivas,
y unos zapatos lustrosos; y Raymond podía transformarse de patito feo en un cisne magnífico.
Pero aquel cisne, por mucho que se vistiera, tenía la misma cabeza que el patito, y el
futuro era una incógnita de lo más preocupante. Lo de la ropa tenía arreglo, pero ¿y si
empezaba a desorbitar los ojos? ¿Entonces qué? ¿Y si Raymond enloquecía en una mesa de
blackjack? Cualquiera sabía lo que iba a hacer Ray. Era imposible aburrirse estando con él.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Pero Charlie tenía que arriesgarse. Un par de buenas jugadas y saldrían de allí. Raymond
tenía que ganar lo suficiente como para pagar el préstamo de Wyatt y devolver a los clientes
todo su dinero. De lo contrario, no podría volver a hacer ningún negocio en Los Angeles.
Quizás aún estaba a tiempo de salvar lo de los coches.
Quizá volvería a Los Angeles con una fortuna en los bolsillos. ¿Por qué no? Otros
jugadores lo conseguían. Todo dependía de Raymond.
Llegaron a Las Vegas cuando empezaba a anochecer y la ciudad empezaba a iluminarse
con cientos y cientos de luces de neón en forma de dados, ruletas y flamencos, con carteles
luminosos para anunciar el MGM Grand, el Sahara, el Desert Inn. Era la primera vez que
Raymond veía algo parecido, y se fijaba en todo lo que veía moviendo la cabeza a un lado y a
otro de aquella algarabía.
Pasarían la noche en un motel barato. A la mañana siguiente daría los últimos toques a
Raymond para que pudiera entrar en un gran casino sin llamar la atención. Y a la noche
siguiente... Esa iba a ser la gran noche. Entrarían en el casino del Caesar Palace para que Ray
cumpliera con lo que tenía que hacer.
Charlie suspiró y sacudió la cabeza. Lamentó no conocer ninguna oración, porque aquella
ocasión la pedía a gritos.

Capítulo diez

Pero los milagros existen. Fue un verdadero milagro que aceptaran la tarjeta de crédito
de Charlie en la sastrería a la mañana siguiente. Charlie y Raymond se vistieron con lo último
de la moda italiana, con unos trajes perfectamente ajustados, muy abiertos, con solapas
estrechas y el mejor tejido de lana inglesa. Horrorosamente caros, por supuesto, pero ¡quién
iba a reparar en gastos!
Además de los trajes se compraron un par de camisas de lino de color crema y un par de
corbatas de color verde, una para cada uno. Lo que más le gustó a Raymond fueron las
corbatas, sobre todo le gustó el hecho de que la suya fuera exactamente igual que la de su
hermano. Mientras Raymond se esforzaba en ponerse los pantalones a la altura del pecho,
Charlie consiguió que el sastre les prometiera tener listos los trajes a las cinco, ni un minuto
más tarde.
Cuando Charlie introdujo su tarjeta de crédito en la maquinita que todo lo juzga, se sintió
como si le estuvieran dando patadas en el estómago; había dejado una cantidad en efectivo
para jugar aquella noche. Si la máquina rechazaba la tarjeta o, peor aún, no la devolvía,
Charlie Babbitt podía empezar a olvidarse de sus sueños.
Pero los milagros existen y la tarjeta de crédito aún valía. ¡Muy bien! La siguiente parada
fue en un salón de belleza para hombres con el fin de dar los últimos retoques a Raymond. Allí
le cortaron el pelo, le afeitaron, le hicieron la manicura y lo dejaron impecable. Raymond se
sentaba fascinado contemplando en silencio todo aquel proceso, sin perder detalle de lo que
pasaba y sin angustiarse. Lo único que le inquietó fue la toalla caliente. Cuando la vio llegar,
Raymond se puso rígido en su silla, y sabe Dios lo que hubiera pasado si Charlie no hubiera
intervenido a tiempo.
—Sin toalla caliente.
—Pero, señor, para abrir los poros es necesario...
—¿No me ha oído? Sin toalla caliente.
Raymond volvió a tranquilizarse mientras el peluquero iba dando tijeretazos, la manicura
le limpiaba las uñas y otro le dejaba los zapatos impecables.
El resultado de todo aquello llegó a sorprender al propio Charlie, que era quien lo había
planeado todo. Raymond parecía... normal. Mucho más que normal, casi espléndido. Si
conseguía que siguiera así, sobre todo con aquel traje italiano, no habría casino capaz de
echarle.
Le sobraba mucho tiempo, de modo que Charlie fue con Raymond a dar una vuelta por
Las Vegas. De día, la ciudad tenía un aspecto falso, como el de una prostituta que se ha ido a

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

acostar sin quitarse el maquillaje. Los edificios, iluminados por luces de neón y con muchos
miles de watios de electricidad, eran demasiado llamativos bajo el fuerte sol del desierto de
Nevada. Pero a Raymond no parecía importarle aquello. Se quedaba embobado ante todo:
ante aquellos enormes hoteles con motivos de la antigua Roma o del mundo árabe, y con
grandes carteles anunciando las actuaciones principales; y ante las capillitas económicas para
celebrar matrimonios, o ante los moteles con máquinas tragaperras hasta en los lavabos.
Hacía años Las Vegas era una parada obligada para los que iban a California, un lugar
para llenar el depósito y comer algo antes de atravesar el desierto del oeste. Alguien tuvo la
idea de legalizar el juego en Nevada. De la noche a la mañana aquella ciudad se convirtió en
un lugar casi exclusivamente dedicado a una cosa: el juego. El fin de todo aquello era dejarte
sin dinero. En cualquier parte de Las Vegas uno podía perder unos cuantos pavos... o más.
Se detuvieron en un bar muy pequeño y sucio para comer algo; el motivo decorativo de
aquel lugar lo constituían un par de dados dibujados en la pared, en las servilletas y en unos
menús llenos de manchas de aceite. Había una fila entera de máquinas tragaperras en una de
las paredes, y en cada mesa había cartas de «keno». Cuando la camarera se acercaba a la
mesa para anotar los platos solicitados, podía recoger una de las cartas con la apuesta
correspondiente. Los números ganadores del «keno» se iban anunciando en unos altavoces
sobre un fondo de música country procedente de un tocadiscos automático.
Raymond estaba fascinado. Podía haberse pasado el día entero contemplando las bolitas
del bombo de la suerte que decidían los números ganadores. Era como estar contando y estar
mirando la ropa de la lavadora al mismo tiempo. Al verle, Charlie pensó que si había alguien
capaz de aprender a ganar al «keno», ése era Raymond. Estaba seguro de que su hermano ya
había dado con el modelo repetitivo de los números ganadores y de que ya estaba calculando
las probabilidades. Pero el «keno» era un juego más propio de las señoras maduras que se
pasan el día sentadas para jugar a un par de cartas, a dos pavos la apuesta. Una
insignificancia.
Charlie prefería lo grande, las grandes apuestas de los grandes casinos. Como el
blackjack en el Caesar Palace. Ganar una fortuna requería un milagro algo mayor que el que
había necesitado para conseguir un par de trajes muy caros. Pero Charlie confiaba en ese
milagro, aunque no podía evitar ciertos arrebatos de inquietud. Todo dependía de un puñado
de cartas y de la habilidad de Raymond para adivinarlas sin que nadie le sorprendiera
contando.
El Buick se detuvo en el semáforo de un cruce. Raymond estaba contemplando lleno de
fascinación la fachada de uno de aquellos grandes hoteles con los anuncios luminosos llenos de
bombillas.
—Hay muchas bombillas, ¿eh? —dijo Charlie sonriendo.
—Hay muchas bombillas, eh —contestó Raymond.
–¿Cuántas, Ray?
–Doscientas setenta y ocho.
–Rain Man ha hablado –dijo Charlie soltando una carcajada.
Podían conseguirlo.

Otro milagro. Según lo acordado, los trajes estaban listos a la hora exacta y
perfectamente arreglados. Bueno, a Charlie le sentaba muy bien; a Raymond también le
hubiera sentado de maravilla si no se hubiera subido los pantalones casi hasta la barbilla. Pero
tenían un aspecto impecable. Parecían dos ricachones del este que iban al majestuoso Caesar
Palace: sólo les faltaba dar las llaves del coche a un criado y entrar en el hotel.
Raymond no había visto nunca tanto esplendor. Seguía a Charlie a unos pasos de
distancia, volviendo la cabeza para ver los chorros de colores de una fuente de mármol, las
enormes estatuas de los emperadores romanos y una galería de boutiques a un lado del
vestíbulo. Había máquinas tragaperras y también se podía jugar al «keno»; estaba como
encantado. Charlie casi llegó a perderle de vista por un momento cuando Raymond se acercó a
una de las máquinas tragaperras para ver lo que pasaba. Pero no pasó nada porque se había
olvidado de la norma fundamental: echar una moneda. Empezó a tirar de la palanca sin éxito
cuando Charlie le encontró y echó la moneda.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Las figuras empezaron a girar. Raymond imitó aquel movimiento con la cabeza y por fin
conocieron el resultado. Dos barras y un limón; habían perdido. A pesar de todo, Raymond se
resistía a marcharse de allí, hipnotizado por el «keno» y las máquinas tragaperras, y Charlie
tuvo que intervenir.
—Cuanto antes juguemos a las cartas, antes volveremos a jugar aquí.
Al cruzar el vestíbulo del hotel para entrar en el casino oyeron un ruido tremendo a sus
espaldas. Se volvieron para ver qué pasaba. Una de las máquinas tragaperras estaba dando el
premio gordo; la máquina estaba haciendo todo tipo de ruidos mientras echaba monedas en
una cesta. La ganadora era una mujer algo rechoncha y madura que se llamaba Mitzi y que
estaba dando saltos de alegría. Todo el mundo se acercó para felicitarla y contagiarse un poco
de aquella buena suerte.
—¿Lo ves? ¡Ganar es estupendo! —exclamó Charlie para animar a su hermano—. Ha
ganado, y está feliz, y todo el mundo la felicita. —Raymond se fijó en aquella escena y luego
miró a Charlie. Demasiado tarde. Charlie recordó en seguida que su hermano no soportaba
que le tocaran. Raymond se puso rígido sólo de pensar que alguien podía tocarle.
—Cuando se gana a las cartas, nadie te abraza ni te felicita.
Pero Raymond se sentía atraído por aquella explosión de alegría y empezó a caminar
hacia las máquinas traga-perras. Quería volver a ver cómo giraba el bombo, cómo se movían
las figuras y cómo sonaban los timbres para indicar que había ganado. Charlie tuvo que
detenerle en seguida.
—Si no jugamos a las cartas y no ganamos dinero te meterán en un avión —le dijo a su
hermano en voz baja—. Y ya sabes qué pasará, ¿verdad?
Raymond no contestó pero siguió mirando fijamente a Charlie esperando la respuesta.
Charlie puso los brazos en cruz y empezó a imitar a un avión. Imitaba el ruido de los motores
mientras fingía que iba volando.
— Rrrrrrrrrrrrrrrrrrr.
Era una crueldad, pero estaba muy claro y Raymond lo entendió en seguida. Empezó a
caminar alejándose de las máquinas tragaperras y siguiendo los pasos de Charlie en dirección
al casino. Los hermanos Babbitt entraron en aquel enorme salón circular con un aspecto
impecable y con el paso erguido. Se daban unos aires —en realidad sólo Charlie se los daba,
porque Raymond se limitaba a imitar a su hermano— como si dijeran: «Han llegado los
jugadores. Que empiece el juego. Dejen sitio para el tipo que hizo saltar la banca en
Montecarlo y que va con su hermano.»
En un casino no existen los días ni las noches. La actividad es constante, ocupa las
veinticuatro horas del día de todos los días del año. Los casinos tienen poca iluminación pero
cada mesa de juego tiene una lámpara propia, de modo que se parece a una isla, separada de
las demás como un mundo autosuficiente. Así los jugadores no se distraen tanto y los
propietarios del casino pueden vigilar mejor qué es lo que pasa.
Casi toda la actividad de aquel vasto oceáno lleno de islas radica en las bellas camareras
que andan arriba y abajo llevando bebidas. Los jugadores sedientos no necesitan levantarse de
las mesas.
Charlie había ideado un plan para realizar sus apuestas. Raymond apostaría una ficha si
creía que las cartas no eran buenas, y apostaría dos si en el «zapato» había muchos dieces y
él estaba seguro de que iban a ganar. Charlie sería quien iba a apostar de verdad: apostaría
pequeñas cantidades cuando Raymond jugara una ficha, y apostaría mucho cuando Raymond
jugara dos.
Charlie tenía suficiente dinero para comprar un puñado de fichas, no las rojas de cinco
dólares, ni las negras de cien dólares, pero sí un buen puñado de fichas verdes, las que valían
veinticinco dólares cada una. Con un poco de suerte convertirían las fichas verdes en fichas
negras y luego en blancas, a quinientos dólares la ficha blanca. Con un poco más de suerte
convertirían las blancas en amarillas, y con el colmo de la suerte llegarían a las de color
morado, a cinco mil dólares cada una.
El casino estaba lleno de gente. Charlie condujo a Raymond junto a las mesas de dados y
junto a la ruleta, hasta llegar a las mesas de blackjack que había al fondo.
–¿A qué vamos a jugar? –le preguntó a Raymond para probarle.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—A las cartas. Al veintiuno.


–Muy bien, Ray.
Las mesas de blackjack estaban tan llenas que aún tardaron un rato en encontrar dos
sillas libres. Charlie puso un montoncito de fichas verdes delante de él y otro montoncito
delante de Raymond. Luego cerró los ojos, respiró hondo y cruzó los dedos.
Una hora después aún seguían sentados a la mesa, y los dos montoncitos de fichas
habían crecido considerablemente, y no todas eran verdes. Había fichas negras e incluso un
par de fichas amarillas. Raymond estaba arrasando, y Charlie veía cómo se estaban
cumpliendo sus sueños ante sus narices.
Pero Charlie se había olvidado de algo, y era el límite de capacidad de concentración al
que alguien como Raymond podía llegar. En los últimos días Charlie sólo había visto un
aspecto de la capacidad de concentración de Raymond. Wapner era un ejemplo. Ni un
terremoto habría distraído a Raymond diez minutos antes de ver El tribunal popular. Era
imposible distraer su atención cuando algo se le metía en la cabeza, por muy trivial que fuera,
a veces tan trivial como una bolsa de «fritos».
Formaba parte de la personalidad y del carácter autista de Raymond el hecho de que
todo tuviera el mismo valor. La vida y la muerte no eran más importantes para Raymond
Babbitt que una bolsa de «fritos» y un programa de Wapner. Charlie había interpretado eso
como simple testarudez y había llegado a ponerle muy nervioso, pero como ahora estaba
ganando mucho dinero gracias a la concentración de Raymond, estaba la mar de encantado.
Además, Raymond estaba demasiado concentrado para hacer cosas raras. No era
consciente de lo que pasaba a su alrededor, y por tanto no veía nada que amenazara su
supervivencia. Sólo pensaba en las tres barajas del «zapato». No paraba de contar
mentalmente y empezaba a salirle humo de la cabeza.
Pero no todo iba tan bien.
Raymond tenía dieciocho. Charlie sacó un seis y un cuatro. Perfecto. El no podía perder si
pedía otra carta, pero tenía que ser un diez para poder sumar veinte.
Raymond rascó la mesa para pedir otra carta. Charlie abrió la boca para protestar. Has
de plantarte cuando llegas a dieciocho. Esa era la primera regla. ¿Es que no se lo había dicho a
Raymond? Al llegar a dieciocho había que plantarse.
–¿Quiere una carta? –preguntó, sorprendido, el croupier.
–No, no quiere ninguna carta. Ray, estás en dieciocho –se apresuró a decir Charlie.
–Quiero una carta –insistió Raymond.
El croupier se encogió de hombros y sacó otra carta del «zapato». Era un diez de
tréboles. Raymond había perdido, y lo que era peor, Charlie habría ganado con aquel diez.
Raymond tenía que haberse plantado y Charlie habría conseguido sus veinte; casi como para
ganar a la banca, que estaba en los quince. Los dos habrían ganado, pero algo había fallado en
Raymond y habían perdido la partida.
–Mira, esa carta era mía –exclamó Charlie frunciendo el entrecejo y sin poder disimular
su enfado.
Error. Raymond se tomó aquellas palabras al pie de la letra y cogió el diez de tréboles
para dárselo a Charlie.
–No puedes darme una de tus cartas –dijo Charlie devolviéndole el diez de tréboles–. El
diez ha de ser mío.
Error número dos.
–Hay muchos –dijo Raymond en tono de confianza.
El croupier empezaba a pestañear, y Charlie se dio
cuenta de que empezaba a preocuparse. A pesar de todo Charlie separó su seis y su cuatro y
dobló la apuesta. El croupier le miró y esperó a sacar la carta.
—Pero si hay muchos —dijo Raymond.
El croupier volvió a sacar cartas. Una reina para el tipo que había en el extremo de la
mesa, un diez para la mujer que se sentaba a su lado. Charlie tenía una jota. El croupier le
entregó además una reina. La banca perdía y Charlie se hizo con un montón de fichas.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

-Pero si hay muchos -volvió a decir Raymond. El croupier volvió a pestañear, esta vez
más extrañado. Había muchos dieces. ¿Estaría contando aquel tipo? Sería mejor añadir otra
baraja.
La siguiente carta era un comodín; no valía. Le tocaba a Raymond devolver la carta para
volver a sacar otra, y el croupier se la puso delante sin decir nada.
Raymond estaba desconcertado. Charlie no le había dicho nada. Charlie se volvió hacia
su hermano mientras el croupier le miraba con atención.
—Devuélvela, Ray.
—¿Dónde la pongo?
—Donde quiera, señor —dijo el croupier.
Raymond cogió la carta hecho un mar de dudas y miró a Charlie buscando apoyo moral.
Charlie le sonrió para animarle, pero Raymond seguía sin saber qué hacer con aquella carta. La
miraba con atención y luego fijaba la mirada en el «zapato» alternativamente, mientras todo el
mundo le contemplaba preguntándose qué demonios estaba haciendo aquel tipo. Charlie volvió
a asentir con la cabeza, esta vez de un modo más apremiante. Tenía miedo de que
descubrieran a Raymond, de que se dieran cuenta de su extravío.
—Es para hoy —dijo Charlie.
Raymond le miró sin comprender qué decía.
—Digo que es para hoy —le repitió Charlie con impaciencia.
—Jueves —dijo Raymond volviendo a concentrarse en aquel enigma de solución
imposible: el de la carta y el «zapato». Tan pronto estaba a punto de ponerla como la retiraba,
la ponía y la retiraba, la ponía y la retiraba...
—¿Vas a ponerla o no? -exclamó Charlie perdiendo los nervios y dando una palmada a
Raymond en el hombro.
Raymond se acobardó. Al fin movió las manos y puso la carta entre las demás. Había
resuelto el crucigrama, pero todo el mundo le estaba mirando fijamente, y tal vez se
preguntaban si había gato encerrado.
—¿Vas a incluirme en una de tus listas por esto? -preguntó Charlie como si nada, pero
sin bromear del todo. Estaba arrepentido de haber tocado a Raymond, aunque sólo se tratara
de una palmada en el hombro.
Raymond se quedó meditabundo.
—No ha sido un suceso grave —decidió—. Claro, tú eres el número dieciocho...
—De mil novecientos ochenta y ocho, ya lo sé —dijo Charlie con una sonrisa—. Pero
dime, ¿hay alguna manera de que me borres de esa lista? —preguntó mirando a su hermano
con severidad.
—La gente está en la lista. La gente no se borra —dijo Raymond con bastante
convencimiento.
Charlie asintió un poco apesadumbrado y se sorprendió de que aquella respuesta le
incomodara. En el fondo, deseaba con toda su alma no estar en aquella lista de su hermano.
—Qué, ¿apuestan? —intervino el croupier.
Charlie le miró, desconcertado. Durante un minuto casi se había olvidado de dónde se
encontraba y por qué se encontraba allí. Durante un minuto sólo se había preocupado de su
hermano; él y Raymond se habían mantenido al margen de los demás. Había cuatro pares de
ojos —el del croupier y el de los otros jugadores— que estaban clavados en él sin saber qué
pensar.
Raymond puso una ficha en el tapete de apuestas, indicando a Charlie que había muy
pocas probabilidades de ganar aquella partida. De modo que Charlie sólo jugó una ficha.
—¡Un momento! —exclamó Raymond de repente. Se había equivocado, y apostó otra
ficha. Charlie apostó apresuradamente un montón de fichas.
-¿Qué, puedo ya? —preguntó el croupier irónicamente. Sacó las cartas. Raymond tenía
diecinueve, y Charlie...

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-Blakcjack -exclamó el croupier-. La banca paga el doble. -Los demás jugadores habían
perdido, pero el croupier añadió un cinco de corazones al dieciséis que tenía Charlie—.
Veintiuno —anunció cogiendo todas las fichas menos las de Charlie.
Charlie sonreía de excitación mientras recogía sus ganancias. El jugador que se sentaba
junto a Raymond, un ejecutivo algo maduro y con un traje muy caro, se volvió hacia él y le
habló.
—Me gusta su corbata.
—Es verde.
—Ya me he dado cuenta.
—En casa —empezó a decir Raymond—, si uno no... no lleva algo verde el día de San
Patricio, entonces... entonces te pellizcan, te pellizcan mucho, y te dan una bofetada.
El hombre abrió los ojos, sorprendido.
—Sí, claro, pero faltan ocho meses para el día de San Patricio.
El juego se detuvo. Calloway, el jefe de la sala, se acercó a la mesa acompañado por un
vigilante uniformado. Era hora de retirar la caja llena de dinero, de llevarla a la caja fuerte del
casino y de contar las fichas que tenía el croupier para asegurarse de que las cuentas
cuadraban. El jefe de sala llevaba una tabla con un sujetador que aguantaba un cuaderno
amarillo. Raymond abrió los ojos al verlo. A él le sería de mucha utilidad.
—¡Animo! —dijo el jugador del traje caro mirando con envidia el montón de fichas de
Charlie—. El día de San Patricio podrán llevar todos los billetes verdes que quieran. ¿Por qué
no nos dice el secreto? ¿Se puede saber cómo lo hacen?
—Hacemos trampa —contestó Charlie irónicamente.
El jefe de sala estaba anotando las cantidades en su cuaderno amarillo. Raymond no le
quitaba los ojos de encima y estaba haciendo las mismas cuentas pero para él solo. El croupier
le sonrió.
—Está contando las fichas que hay aquí —le dijo a Raymond.
Raymond seguía sin cambiar de expresión.
—Hay ciento ochenta y dos fichas blancas, ciento cincuenta y nueve fichas verdes,
noventa y cuatro rojas, y setenta y tres negras —dijo Raymond de un tirón.
Calloway levantó los ojos, atónito. Terminó de hacer sus cuentas y las comparó con las
de Raymond, y aún puso una cara mucho más incrédula que antes.
—Sí..., gracias —dijo mirando fijamente a Raymond, que le devolvió la mirada con la
expresión vaga de costumbre.
El croupier arqueó la ceja sin acabar de creérselo.
—¿Cómo? ¿Ha estado contando?
Raymond se alarmó. Charlie le había prevenido ante aquella pregunta; si hablaba,
Charlie no volvería a verle. ¡Nunca, nunca, nunca! Abrió la boca y la volvió a cerrar de golpe.
Había que mantenerla cerrada.
—Se refiere a las fichas, Ray —se apresuró a decir Charlie antes de que Raymond
metiera la pata—. Sí —le dijo al croupier—. Le gusta hacer eso. —Charlie empezaba a sentirse
incómodo. Empezaba a hablarse demasiado sobre Raymond; estaba llamando demasiado la
atención.
El jefe de sala se marchó con la caja llena de dinero, y la mesa volvía a ponerse en
marcha. Raymond apostó dos fichas indicando que había un montón de dieces en el «zapato».
Charlie siguió su indicación y apostó a lo grande. Mil dólares, su mayor apuesta.
El bueno de Raymond. Había conseguido veinte. Charlie tenía un buen once. Cualquier
diez les daba la victoria. Iban a ganar con toda seguridad. Charlie dobló su apuesta. Había dos
mil dólares en juego, y todo dependía de una carta.
Raymond asintió con la cabeza al croupier. Quería otra carta. Toda la mesa estaba
pendiente de él. Ya había pedido otra carta teniendo dieciocho sin hacer caso de las
instrucciones de Charlie. ¡Pero ahora tenía un veinte! Si pedía otra carta iba a perder con toda
seguridad, sobre todo cuando quedaban muchos dieces en el «zapato». Además, un veinte era
la victoria segura. El croupier sólo tenía dieciséis.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—No pidas carta, Ray —dijo Charlie con firmeza—. Tienes veinte.
Pero Raymond seguía asintiendo con la cabeza al croupier. Quería otra carta.
—No es una buena idea, Ray —le dijo el jugador que tenía al lado.
—Ray, he doblado mi apuesta sobre un once —gruñó Charlie entre dientes—. ¡Son dos
mil dólares! —Raymond ni siquiera le miraba. Charlie se acercó hasta su hermano. Estaba
angustiado—. ¡Ray, si me robas el diez, te... te subiré los pantalones hasta las orejas!
—Quiero una carta -repitió Raymond al croupier con su cara inexpresiva.
El croupier miró a todos los jugadores y se encogió de hombros. ¿Y a él qué más le daba
si un jugador estaba chiflado? Puso el «zapato» delante de Raymond y sacó una carta.
Era un as. ¡Un as! Raymond había hecho veintiuno. Le tocaba a Charlie. Era su turno.
Una reina. Charlie tenía veintiuno.
Charlie no podía creerse lo que estaba viendo. Tragó saliva. Le sudaban las manos.
Raymond se limitó a decir:
—Veintiuno; ganamos.

Un casino acaba enterándose de todo. Siempre hay un ojo que todo lo ve, una especie de
habitación contigua desde donde se vigila todo gracias a unos cristales que parecen espejos. Si
se ve algo sospechoso o fuera de lo normal, se vigila bien y se decide lo que se ha de hacer.
Aquel casino también disponía de esas habitaciones, y alguien llevaba una hora entera
sin perder detalle de Charlie y de Raymond Babbitt. Donahue, un vigilante que disponía de
unos prismáticos, llevaba un buen rato viendo cómo crecían las fichas de Charlie. El jefe de
turno, un tipo corpulento llamado Rosielli, se acercó hasta su compañero y miró por encima de
su hombro.
—¿Son los mismos? -preguntó.
—Sí. Han arrasado con todo -contestó Donahue.
—¿Se ve algo?
El vigilante miró atentamente por los prismáticos.
—Bueno, no ha añadido ni ha quitado ninguna carta. Hemos cambiado constantemente
las barajas. No puede estar marcando las cartas.
—Entonces está contando. —Rosielli entornó los ojos—. Tiene que estar contando.
Cambiad el «zapato» por otro más grande.
Donahue se encogió de hombros.
—Ya lo hemos hecho. Ahí hay seis barajas. No hay nadie capaz de contar las cartas de
seis barajas. —Entonces es que tiene suerte.
Pero Rosielli no estaba muy convencido de lo que acababa de decir. Tenía que ser algo,
algún truco que no conseguían ver.
Donahue buscó las mesas de blackjack con los prismáticos.
—Esta racha está durando demasiado; es una máquina de ganar.
Rosielli se quedó pensando por un momento. Frunció el entrecejo y endureció la
expresión de su cara. —Que le filmen con un vídeo -decidió.
—Kelso ya ha pedido uno —dijo Donahue.

Capítulo once

Charlie estaba totalmente agotado cuando por fin se levantaron de la mesa de blackjack.
Tenía la cabeza como una olla de grillos; Raymond, en cambio, no daba la impresión de estar
muy cansado. Seguía con el motor en marcha y listo para seguir un par de horas más como si
tal cosa. Aquel juego de contar cartas le había animado, y hasta había llegado a sentir un poco

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de la emoción del ganador. Raymond era consciente de que lo había hecho bien y sabía que
Charlie Babbitt estaba contento con él.
Aún era temprano; ni siquiera eran las ocho de la tarde. Pero algo le decía a Charlie que
debían marcharse en seguida. Habían ganado una fortuna, una fortuna de verdad. Mañana
sería otro día. Otro día en Las Vegas y saldrían de allí como un par de auténticos emperadores
llevados a hombros de unos esclavos. Charlie se había empezado a sentir incómodo en aquella
mesa. Habían llamado demasiado la atención del croupier y del resto de jugadores. Aquel
jugador del traje caro estaba totalmente fascinado con él.
Mañana jugarían en otra mesa, con otro croupier y otro grupo de jugadores. Mejor dicho,
jugaría Raymond. Charlie sólo seguía a su hermano, o eso le parecía.
Charlie también tendría que ocuparse de algunos asuntos relacionados con Raymond de
los que ya se había olvidado por completo, como, por ejemplo, el hecho de que Raymond le
hubiera desobedecido. Pero mañana por la noche Ray estaría como nuevo, y al día siguiente,
finalizado el rodeo por Las Vegas, volverían a Los Angeles con los laureles del triunfo.
Ante todo, Charlie necesitaba un baño caliente y una cuantas horas de sueño... y volver
a hablar con Susanna. Charlie había sentido un vacío en su corazón desde que había hablado
con ella en Cincinnati. La echaba mucho de menos, aunque se resistiera a reconocerlo ante la
propia Susanna o ante sí mismo. La echaba de menos por su temperamento, también por el
sexo, pero sobre todo por su espíritu, por su sentido común y por su sensatez.
Después de pasar unos cuantos días de viaje en compañía de un autista, uno casi
empieza a tener las mismas alucinaciones. Unos pocos días más, y Charlie también acabaría
dependiendo en cuerpo y alma de Wapner. Tampoco podía olvidarse del tribunal de custodia
que se le venía encima. Necesitaba el apoyo de Susanna; necesitaba saber que Susanna
estaba de su lado cuando llegara el momento de batallar con algún psiquiatra. Además, Charlie
quería demostrar a Susanna, y también al psiquiatra, que su influencia había sido beneficiosa
para su hermano. Para Charlie aquello era un desafío y una cuestión de orgullo. Tal vez más
que eso. Tal vez sólo quería demostrarse algo a sí mismo.
Los dos hermanos se dirigieron al bar del casino y se sentaron con un ginger ale y una
montaña de patatas fritas delante; Charlie fue en seguida a llamar a Susanna por teléfono. En
lugar de su picante acento italiano, se oyó el tono suave e indiferente del contestador
automático, y colgó. Charlie se sintió frustrado y quiso satisfacer un capricho.
Se acercó a la mesa de recepción dándoselas de importante y reservó una suite doble
para él y para Raymond. Se lo habían ganado, sobre todo Raymond; los ganadores merecen lo
mejor y no reparan en gastos. Los que pierden se van a un motel; los que ganan prefieren las
suites dobles del Caesar Palace. Charlie volvió al bar con la llave de la habitación en la mano;
se sentó junto a Raymond y pidió un whisky doble con hielo.
Raymond tenía los ojos abiertos como platos y no dejaba de mirar a su alrededor. Todo
aquello era nuevo, maravilloso y memorable. Estaba tan excitado que se revolvía
nerviosamente en la silla, incapaz de quedarse quieto por un momento.
—¿Quieres ir al lavabo? —preguntó Charlie interpretando mal la agitación de su hermano.
Raymond contestó con una mirada silenciosa que Charlie ya había aprendido a traducir por un
«no». Cuando Raymond decía que no, entonces estaba diciendo que sí. Cuando no decía nada,
probablemente era que no.
—Pues yo sí —dijo Charlie, algo aburrido—. Vamos.
Pero Raymond se había quedado ensimismado mirando algo por encima del hombro de
Charlie. Éste se dio la vuelta y siguió la mirada de su hermano. Sentada en la barra había una
chica de unos veinte años la mar de estupenda. Bonita cara, bonito pelo, bonito cuerpo.
Evidentemente se trataba de una prostituta. Las furcias de Las Vegas tienen fama de ser las
mujeres más guapas del mundo, por lo menos las que trabajan en los hoteles de categoría.
Veían a la chica de perfil y ella no se daba cuenta de que Raymond no le quitaba los ojos de
encima.
Raymond miraba a la chica, y Charlie, algo conmovido por aquello, miraba a Raymond
sin importarle la chica.
—Vuelvo en seguida —dijo sonriendo—. No te muevas de aquí, ¿de acuerdo?

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond asintió sin apartar la mirada de la chica. Charlie se acercó a su hermano, dio
una palmadita en la cabeza de Raymond y retiró la mano antes de que se pusiera tenso.
—Pórtate bien.
Mientras Charlie desaparecía por la puerta del lavabo, la chica se dio la vuelta y vio que
Raymond le estaba mirando. Inmediatamente le brindó una sonrisa seductora y muy
profesional. Pero no era una sonrisa amarga, quizá porque era demasiado joven, demasiado
guapa y tenía demasiado éxito y aún no había sido derrotada por la vida.
Raymond la imitó y respondió con una de las mejores sonrisas de Charlie, la seductora.
Visto de lejos, y con aquella sonrisa en la cara, Raymond tenía el aspecto de un hombre bien
vestido y con ganas de divertirse un poco. La chica cogió su vaso, caminó hasta llegar a la
mesa de Raymond y se sentó a su lado sin dejar de mirarle.
—...nas noches —dijo ella en tono suave.
Raymond se quedó dudando mientras buscaba en su memoria algo conveniente para
decir. Sólo se acordó de la conversación que Charlie había mantenido con aquella joven
camarera del bar de Cincinnati. La que le había dado una caja entera de palillos.
—Sí, hace un día espléndido —contestó imitando perfectamente el tono despreocupado
de Charlie—. ¿Qué me recomienda?
La respuesta más lógica era: «Bueno, cielo, supongo... que a mí»; la chica se quedó
mirando a Raymond extrañada. Aquel tipo parecía normal. Iba limpio, y el traje que llevaba
era muy caro, pero le pasaba algo; algo fallaba. La sonrisa, por ejemplo. Era bonita y
seductora, pero siempre era la misma. Parecía que se la hubieran pegado en la cara. Y
además, sus palabras...
—En realidad —siguió diciendo Raymond repitiendo la conversación de Charlie—, nos
estábamos preguntando...
—¿Nos? —La chica enarcó las cejas y empezó a mirar a su alrededor para ver si había
alguien más.
—... cómo se divierte uno por aquí de noche.
—Bueno, cielo, supongo que conmigo —contestó la chica coqueteando con Raymond y
acercándose a él.
Pero Raymond era como un juguete al que se le acaban las pilas, y se quedó en silencio.
No tenía nada más que decir porque Charlie no le había dicho nada más a aquella camarera.
No recordaba nada más, y era incapaz de decir algo por su cuenta. Pero veía algo en ella que
le atraía mucho, no sabía el qué pero le daba una sensación de «no miedo». Aunque no era
muy consciente de ello, en seguida relacionó aquella chica con Wanna White, la presentadora
de La rueda de la fortuna. Siempre se sentía a gusto viendo a Wanna en la televisión. Aquella
chica incluso iba vestida casi como Wanna, con los hombros desnudos y absolutamente
deslumbrante.
La chica estaba muy cerca de Raymond y le miraba de un modo seductor. Naturalmente,
ella esperaba que Raymond siguiera hablando, pero él ya no sonreía y puso una cara de ligero
desconcierto. Al final, después de un enorme esfuerzo, Raymond dijo poco a poco:
—Me llamo Raymond. Estás muy bien.
Vaya por Dios. La chica, que llevaba un buen rato tratando de acercarse a Raymond, se
irguió y le miró fijamente. ¿Pero qué le pasaba a aquel tipo? ¿Estaba chiflado, o qué? Era
imposible que ella comprendiera cómo era Raymond, y toda su experiencia no le servía de
nada tratándose de él. Pero algo le decía que estaba delante de alguien diferente, alguien que
estaba perdido, igual que un náufrago tratando de llegar a una isla. A la chica se le rompió el
corazón, como si Raymond fuera un perrito o un gatito. Además, aquello le interesaba; nunca
había estado tan cerca de alguien tan raro como Raymond, y quería ver qué pasaba. Pero ella
estaba en horas de trabajo, y no podía dormirse.
—Gracias, Raymond —le dijo en voz baja—. Yo me llamo Iris. —Raymond sonrió con
timidez y la chica continuó—. Raymond, ¿te gusto? —Esta vez la sonrisa ya no era tan tímida
—. ¿Por qué dices todas esas cosas? —preguntó ella con curiosidad—. Lo de cómo se divierte
uno por aquí y todo eso.
—Es lo que se le dice a una chica guapa —contestó Raymond muy serio—. Como Sally
Dibbs. Sé su número de teléfono. Es el cuatro-seis-uno-cero-uno-nueve-dos.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Iris extendió el brazo y tocó la mano de Raymond con mucha suavidad. Inmediatamente
se puso tenso, no tanto como siempre, pero sí lo bastante como para que ella retirara la mano.
No estaba enfadada, sólo tenía más curiosidad. La chica seguía preguntándose muchas cosas.
¿Era aquel tipo tan inofensivo como parecía? ¿Era un retrasado? Y si era un retrasado, ¿qué
demonios hacía en el bar del Caesar Palace con un traje tan caro? Para Iris había una cuestión
fundamental: ¿tendría dinero para ella?
—No tiene dinero —dijo un hombre a su espalda, como si le hubiera adivinado el
pensamiento. Iris se dio la vuelta. Tenía delante a un joven muy atractivo con una mueca de
enfado y el entrecejo fruncido.
—Está bien, cielo —contestó Iris con la más profesional de sus sonrisas—. Sólo
estábamos hablando.
Charlie se inclinó sobre la mesa.
—Es hora de acostarse. Di buenas noches —le dijo a su hermano secamente.
Raymond sacudió la cabeza de lado a lado con testarudez. No quería irse. Además, era
demasiado temprano para acostarse.
—Ray, vámonos —ordenó Charlie.
—Vete a dormir. Sólo estamos hablando. —Raymond pronunció aquellas palabras en un
tono casi desafiante.
—¿Cuál es su habitación? —preguntó Iris—. Yo le subiré.
Charlie se lo pensó. Por un lado, no le gustaba la idea de dejar a su hermano a solas con
aquel elemento. ¡Quién sabe lo que podía sonsacarle! Además, un movimiento en falso y
Raymond podía ser víctima de uno de sus ataques. Por otro lado, sabía que la testarudez de
Raymond podía ser mucho más peligrosa en el bar. En cualquier momento Raymond podía
decidir dejarse dominar por la ansiedad; ya lo había hecho antes con algo mucho menos
provocativo. Raymond quería a aquella prostituta de la misma manera que quería cosas tan
extrañas como el juez Wapner.
Además, ¿no había dicho el doctor Schilling que para Raymond el sexo era algo
imposible? ¿Y no estaba a punto él de tener que demostrar ante un tribunal que su influencia
beneficiaba a Raymond Babbitt? ¿Qué podía pasar si Raymond y aquella chica se liaban?
Aunque no llegaran a nada importante, bastaría que se liara un poco para demostrar que, bajo
el cuidado de su hermano, Raymond había aprendido a comunicarse con otra persona.
Además, ¿no tenía derecho Raymond a una pequeña recompensa por lo que había hecho
en la mesa de juego?
Charlie decidió.
—De acuerdo —le dijo a Iris—. Esperaré allí. -Miró a la chica con cara de pocos amigos y
se fue a la barra para no quitarles el ojo de encima. Se sentía un poco celoso, aunque le
costaba reconocerlo.
Iris se volvió hacia Raymond.
—Creo que no le gusto. —No hacía falta consultar con un fisico atómico para llegar a
aquella conclusión.
—Es mi hermano. Vivo en su habitación.
—Parece joven para ser tu hermano. ¿Qué edad tienes, Raymond?
Era una pregunta para la que Raymond no tenía ninguna respuesta, y empezó a hacer
muecas con la cara, como hacía siempre que se sentía acorralado.
—¿Qué pasa? -preguntó Iris, desconcertada.
—¿Qué edad tengo, Iris?
La chica sonrió y le puso la mano en la cabeza para acariciarle el pelo. Raymond se puso
tenso al sentir su tacto. Pero había algo en la suavidad de aquella mano femenina que le trajo
el recuerdo de su madre, y volvió a tranquilizarse.
—Tienes cuarenta años, cielo —murmuró Iris, equivocándose en un par de años—. Y...
eres muy atractivo.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond, estoy haciendo... una especie de trabajo, y he de irme. Pero me ha gustado


mucho conocerte. —Se levantó pero vio algo en la cara de Raymond, una especie de silencio
suplicante que pudo más que ella, y volvió a sentarse.
Evidentemente, Raymond no era... normal. No tenía experiencia con las mujeres; era
obvio. No tenía dinero; Iris estaba segura de ello. Después de todo, el trabajo era el trabajo.
Una chica tenía que aprovechar sus encantos mientras pudiera conservarlos. En Las Vegas la
vida profesional de una prostituta no iba más allá de siete años, durante los cuales los
directores de los mejores hoteles la dejaban entrar a una para mezclarse con los clientes.
Pero, a veces, una no llegaba a los treinta y ya se veía trabajando en los bares y hoteles más
baratos de la ciudad. Iris estaba en sus primeros años y aún no tenía ninguna arruga y
conservaba un buen cuerpo. Pero el tiempo pasaba, y el tiempo es oro.
Y, sin embargo, había algo en la expresión desvalida de aquel hombrecillo que vivía con
aquel hermano menor que no les quitaba el ojo de encima. Parecía que le gustaba de verdad.
Por unos instantes, Iris no supo qué hacer, y por fin se decidió.
—¿Te gustaría tener una cita conmigo?
Raymond asintió con una cara muy seria.
—¿Y eso qué es?
—Bueno... podremos hablar un poco. Y quizá bailemos. Sólo un ratito. ¿Te gustaría?
Le bastó mirar la cara de Raymond para saber que sí quería.
—Bueno, pues esta noche. Aquí mismo. A las diez. Antes de que empiece a trabajar. —
Iris se levantó y sonrió a Raymond—. Díselo a tu hermano. A las diez. Aquí mismo.
Iris se alejó despidiéndose de Raymond con la mano, y Raymond respondió imitando el
gesto. Cuando Charlie volvió a la mesa, se dio cuenta de que Raymond ponía una cara que no
le había visto desde que le había regalado el televisor de bolsillo. Era la versión limitada que
tenía Raymond Babbitt para expresar su satisfacción.
La suite doble de Charlie podía ser lujosa o exageradamente recargada, según como se lo
tomara uno. No habían reparado en gastos para dar a aquellos dos ricachones toda clase de
lujos. El suelo estaba enmoquetado, y toda la decoración —las lámparas, los muebles y las
enormes camas— estaba pensada para impresionar.
Raymond estaba con la boca abierta. Lo miraba todo para registrarlo en su memoria. El
lugar contaba con todas las comodidades modernas. Recordó las palabras de los anuncios
televisivos. Ahora comprendía su significado.
—¿Te gusta este cuarto? —preguntó Charlie arrugando el entrecejo—A mí no. No hay
nada aquí que... le haga sentirse bien a uno. —Cerró la puerta con llave de un modo
despreocupado y se dirigió al bar a echar un trago. Charlie Babbitt empezaba a sentirse muy
bajo de moral. Allí estaba el gran ganador, con todo aquel dinero en los bolsillos, y sin
embargo, estaba deprimido—. Ganar. Ganar sienta bien, pero todo ha sido gracias a ti —dijo
Charlie bajando el tono de voz—. Yo sólo miro.
Mirar. Raymond hizo un esfuerzo para entender aquello.
—¿Cómo... la ropa de la lavadora, Charlie Babbitt? Charlie sacudió la cabeza.
—No; mirar la ropa sucia no me hace sentir un perdedor. —Levantó la mirada hacia su
hermano, que había subido la escalera que daba a su dormitorio (el de Charlie estaba en el
piso inferior) y que estaba viendo la televisión en un receptor de 36 pulgadas.
—Supongo que no me acaba de gustar que seas tú quien me saque las castañas del
fuego. —Siguió a Raymond al piso de arriba. De repente, juzgó muy importante que su
hermano comprendiera aquello.
Raymond estaba sentado al borde de su enorme cama haciendo pruebas con el mando a
distancia. Charlie se echó en el otro lado de la cama y suspiró.
—Esta noche hemos ganado mucho dinero, Ray. Lo bastante como para pagar a casi todo
el mundo y para ordenar un poco mi vida.
Charlie empezó a hablar consigo mismo, hablabahablabahablaba, lo mismo que Raymond
cuando estaba asustado. Raymond no podía escuchar lo que estaba diciendo, y se arrastró
sobre la cama para acercar el oído a los labios de Charlie.
—Y eso es lo malo —murmuraba Charlie.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond nunca había visto a Charlie deprimido. Le había visto enfadado, riéndose a
carcajadas, haciendo bromas, poniendo mala cara, cambiando de idea y haciendo negocios, sí,
pero nunca le había visto abatido. No podía comprender la depresión; para él no existía esa
palabra. Raymond nunca estaba deprimido. O tenía miedo, o tenía «no miedo», o un estado
intermedio entre ambas cosas. Miró a su hermano sin decir nada y se alarmó un poco. Charlie
Babbitt había tomado el lugar de Vernon como la persona de la que Raymond dependía para
sus necesidades. La tristeza de Charlie hizo que Raymond se pusiera nervioso. Le gustaba que
Charlie le sonriera, porque le quitaba el miedo. Pero Charlie no estaba sonriendo.
—Cosas mías —murmuró Charlie echándose en la cama. Aparte de Raymond no tenía a
nadie en quien confiar, y nunca sabía muy bien si Raymond comprendía las cosas o no. Al ver
la expresión de la cara de su hermano, Charlie esbozó una pobre sonrisa—. Volveré a mi vida
de antes, Ray. Y yo no la quiero. Y no sé... —La sonrisa desapareció de su rostro y sus ojos se
llenaron de una expresión extraña—. Y no sé cómo he podido vivir así —terminó diciendo en
voz baja.
Charlie se sintió agotado y tuvo la sensación de que se estaba rompiendo. Bostezó hasta
que asomaron unas lágrimas en sus ojos. Aún era temprano, pero había que irse a la cama;
había sido una tarde agotadora y les esperaba otro gran día. Sintió tentaciones de cerrar los
ojos y de dormirse tal y como estaba, enroscado en la cama, completamente vestido y con los
zapatos todavía puestos. Pero era absurdo. Se despertaría al cabo de unas horas con el traje
nuevo hecho una pena, con dolor de cabeza y la boca seca. Había que hacerlo bien.
Charlie saltó de la cama y se fue hasta el cuarto de baño para cepillarse los dientes. Se
fue deshaciendo de la ropa camino del lavabo; primero la chaqueta, luego la camisa y la
corbata, dejando a su espalda un rastro de ropa arrugada.
¡Mierda! Si quería llevar esa misma ropa al día siguien te, era mejor guardarla como Dios
manda. Charlie retrocedió suspirando y empezó a recoger las prendas de ropa para dejarlas
sobre unos colgadores para que el servicio las lavara y las planchara.
Raymond siguió a Charlie al interior del cuarto de baño y seguía sin comprender lo que le
había dicho su hermano. Había comprendido la expresión de los ojos de Charlie y el tono de
voz distinto del acostumbrado, pero no sabía qué querían decir.
Charlie cogió el cepillo de dientes y abrió el tubo de la pasta dentífrica. Después de poner
la pasta en el cepillo se quedó un buen rato mirándose al espejo como si aquélla fuera la
primera vez que se veía a sí mismo.
Durante diez años Charlie Babbitt había estado solo, cuidando de sí mismo con una
ferocidad que le aseguraba la supervivencia. Pero en ese tiempo había perdido muchas cosas,
no sólo un hogar y lo que quedaba de su familia, también había perdido sus años de
adolescencia. Se había visto obligado a convertirse en un hombre casi de la noche a la
mañana. Había madurado demasiado de prisa. Y ahora tenía veintiséis años y se sentía viejo.
Peor aún, se sentía solo. Mierda; estaba solo. Charlie Babbitt era prisionero de su propia
cárcel. Al querer salvar su propio pellejo se había olvidado de los demás. Había construido sus
defensas, pero al precio de pisotear a otros; se había creado enemigos por culpa de su
ambición; se había alejado de todo el mundo y se había convertido en un paranoico.
Solamente Susanna se atrevía a acercarse a él. Y tal vez había perdido a Susanna. Había
estado telefoneándola, pero ella no estaba, sólo su maldito contestador automático.
En muchos aspectos Charlie y Raymond eran exactamente iguales. Raymond también
tenía que luchar para sobrevivir. Raymond también se había construido un complicado sistema
de defensas que le protegía de los demás. Charlie, lo mismo que Raymond, también tenía
miedo de que le tocaran. Charlie y Raymond se habían creado cada uno un mundo en el que
sólo ellos podían vivir; tanto Raymond como Charlie constituían el único centro de su
existencia, y sólo se interesaban en lo que afectaba a su comodidad o a su seguridad.
La diferencia era que Raymond había nacido con una deficiencia, mientras Charlie la
había adquirido con trabajo, esfuerzo y perseverancia. Raymond no podía conectar con otro
ser humano porque le fallaba alguna pieza fundamental de su cerebro, la pieza que logra la
comunicación. Charlie no podía conectar con nadie porque había querido olvidarse de cómo se
hacía. Por primera vez Charlíe Babbitt se daba cuenta de lo que se había estado haciendo a sí
mismo durante todos aquellos años, cómo se había endurecido y cómo había evitado las
incómodas emociones humanas. También se dio cuenta de algo más, de algo mucho más

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

importante. Raymond nunca había estado cerca de otro ser humano simplemente porque no
podía; Charlie nunca había estado cerca de otro ser humano simplemente porque no quería.
Charlie Babbitt era astuto como una comadreja; podía manipular con sangre fría
cualquier persona o cosa que estuviera al alcance de la mano. Raymond Babbitt no podía
comer con tenedor, pero en su corazón, allí donde está lo que más importa, Raymond era
mucho mejor que él porque nunca había hecho daño a nadie.
¡Mierda! Charlie Babbitt había emprendido aquel absurdo maratón para pedir rescate por
su hermano autista, para enseñarle cosas nuevas, aunque fueran falsas, aunque no sirvieran
para nada, y todo por hacerse con un buen puñado de billetes. Era un plan genial, y hasta
parecía que iba a la perfección.
Y ahora todo aquel dinero le importaba muy poco. Charlie había sacado a Raymond del
entorno protector en el que había sobrevivido durante veinte años, y nunca le había
preguntado a su hermano qué pensaba. ¿Por qué iba él, el gran Charlie Babbitt, el Señor
Guapo, el Señor Listo, a pensar en los derechos o en la comodidad de un enfermo mental?
Charlie sintió un escalofrío al recordar lo inconsciente y cruel que había sido con él durante
aquellos últimos días. Quería decirle a su hermano que estaba arrepentido. Pero sabía que
Raymond no iba a comprenderle. Aun así, Charlie sintió que debía mucho a Raymond, más que
todo el dinero que había ganado con el blackjack.
Los ojos de Raymond se encontraron con los de Charlie en el espejo. Charlie le sonrió
con afecto y confianza.
—Bueno, ¿qué me dices de tu ligue? Es guapa, ¿eh?
—¿Ligue?
—La chica. La chica del bar.
—Iris —dijo Raymond—. Tenemos una cita. Más tarde. Esta noche. A las diez. Aquí
mismo. Díselo a tu hermano.
—¿Una cita? La sonrisa de Charlie se hizo más grande mientras seguía con el cepillo en la
boca.
—Tengo que... bailar. En mi cita —dijo Raymond un poco asustado.
Charlie se sacó el cepillo de la boca.
—Oye, que bailar es muy fácil —le aseguró a su hermano—. Luego te enseño cómo se
hace. Dame una hora para descansar.
Pero Raymond estaba muy inseguro.
—Ahora —insistió—. Ahora es cuando... no sé bailar.
Aquello significaba mucho para él, y el nuevo Charlie, el de los buenos propósitos, asintió
con la cabeza. Se enjuagó la boca, dejó el cepillo de dientes y le indicó a Raymond que le
siguiera. Los dos regresaron al dormitorio; allí Charlie puso la radio y sintonizó el dial hasta
encontrar una música tranquila y fácil de escuchar, una melodía romántica para bailar
agarrados.
—Bien, ahora acércate a mí. Extiende los brazos. No, no los bajes. Quieres aprender a
bailar, ¿verdad? Pues esto es bailar. Tienes que coger a tu compañera. No, no te quedes
mirando los pies —le ordenó Charlie—. Déjate llevar. Trata de seguir la música.
Empezaron a arrastrar los pies con torpeza, bailando muy despacio mientras Charlie
dirigía y Raymond se dejaba llevar. Aunque Raymond era torpe y no sabía coordinar muy bien
los movimientos, no lo hizo mal del todo. Se mantenía rígido y con los brazos muy tensos,
pero llegaba a seguir un poco el compás con los pies.
—Lo haces muy bien —dijo Charlie al cabo de un rato—. Muy pronto podrás llevarme tú.
Al cabo de un rato Charlie quiso probar. Raymond tropezó un poco pero se enderezó en
seguida. Probaron otra vez, y a Raymond le salió bastante bien. Cambiaron posiciones. Ahora
guiaba Raymond y lo estaba haciendo sorprendentemente bien. Ponía cara seria y apretaba los
labios mientras se esforzaba en recordar que no debía mirarse los pies.
—¡Será posible! —se maravilló Charlie—. Puedes hacerlo, ¿verdad? —Raymond no
contestó y siguió llevando a Charlie.
—Ya está, Ray. ¡Ya podrás bailar con cualquier chica! —exclamó Charlie soltando una
carcajada y sintiéndose orgulloso de su hermano y de sí mismo—. ¡Vamos, dilo!
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¡Bailar... con... cualquier chica! —repitió Raymond.


Charlie se vio desbordado por un cariño que no esperaba y por un momento se olvidó de
sí mismo. Durante unos instantes, Charlie olvidó quién era y qué era Raymond, pensando sólo
que se trataba de su hermano. Su hermano Rain Man. Charlie agarró a su hermano y lo abrazó
con todas sus fuerzas.
Raymond se puso rígido de terror. Nunca nadie le había tocado de aquella manera; nadie
le había abrazado de aquel modo como si le estuviera arrebatando la vida. Sentía que no podía
respirar y se le dispararon todos los dispositivos de alarma.
Charlie en seguida recordó. Aquél era Raymond, y Raymond se volvía loco si alguien le
tocaba. Soltó a su hermano y retrocedió. Pero la angustia de Raymond no disminuyó. Empezó
a respirar con dificultad, y casi jadeaba mientras desorbitaba los ojos.
—¡Vamos, vamos! —exclamó Charlie dando saltos alrededor de su hermano para que se
sintiera mejor—. ¡Todos los hermanos hacen esas cosas! No pasa nada. ¡Somos hermanos!
¿Eres mi hermano?
Pero ya era demasiado tarde. Raymond ya se había retirado a su propio mundo mientras
se retorcía las manos y enredaba los dedos.
Charlie empezó a enfadarse sin saber muy bien por qué. Estaba demasiado cansado para
pensar con claridad. También se sentía herido, aunque no se atreviera a reconocerlo, como
tampoco quería reconocer que necesitaba comunicarse con Raymond, hacer que su hermano
reconociera el parentesco de sangre que los unía. ¿No se trataba de Rain Man, el que
acostumbraba cantarle cuando él era un niño pequeño envuelto en una manta? Charlie se
resistía a creer que en la cabeza de Raymond no había algún sentimiento de este estilo, como
si esperara a que Charlie le diera vía libre. Aunque fuera por la fuerza, si hacía falta.
—¿Eres o no mi maldito hermano? —le preguntó acalorado.
Raymond no comprendía por qué Charlie se había enfadado tan de repente, pero sí
entendía la pregunta. Hermanos. El era hermano. Hermano de Charlie Babbitt. Asintió con
miedo clavando los ojos en su hermano Charlie Babbitt. Conocía la palabra; lo que no
comprendía era la relación.
—¡Entonces dame un maldito abrazo!
Charlie se abalanzó sobre Raymond y le volvió a abrazar con todas sus fuerzas.
Raymond, presa del pánico, trató de separarle, y durante unos minutos se quedaron agarrados
en silencio, tropezando por toda la habitación en un abrazo incómodo.
Pero Charlie no pensaba dejarle. Se le había metido en la cabeza la idea de que si le
abrazaba bastante rato y con todas sus fuerzas, Raymond no tendría más remedio que
contestarle. El cariño que sentía hacia él y la necesidad urgente de comunicarse con Rain Man
podían disipar las brumas de Raymond, su Ray, su hermano, para recuperar así a la persona
perdida, a la persona que era real y normal y que estaba escondida en su interior.
Raymond hizo acopio de fuerzas hasta un punto insospechado, fruto de su angustia,
empujó a Charlie con violencia y se libró de él. Estaba completamente aterrorizado, se retiró a
su mundo interior con los rituales de siempre: las murmuraciones frenéticas, las manos
retorcidas, los miembros rígidos, la mirada fija y extática.
Pero Charlie no pensaba rendirse. Estaba decidido a no dejar de luchar, a no permitir que
Rain Man se le escapara. Los médicos estaban equivocados; tenían que estar equivocados. Los
médicos eran una mierda; ¿y ellos qué sabían? ¿Eran acaso hermanos de Ray? Raymond era
toda la familia que le quedaba en el mundo, y no iba a permitir que acabara sus días
encerrado en su prisión de autista. El, Charlie Babbitt, le salvaría; él lograría lo que no habían
conseguido todos los psiquiatras.
—Mierda, Ray —exclamó respirando hondo y bailando alrededor de su hermano—. ¡Has
herido mis sentimientos! Eso es lo único que no se debe herir.
Raymond seguía murmurando frenéticamente mientras Charlie le seguía y le
arrinconaba. Podía probar con una impresión fuerte; Charlie estaba convencido de que si
asustaba mucho a su hermano podía devolverle a la normalidad.
—Voy a empezar una lista de daños graves —amenazó Charlie—. Y tú, Ray, serás el
número uno. El número uno. En mil novecientos ochenta y ocho. —Volvió a abalanzarse sobre
su hermano para abrazarle con fuerza, de modo que Raymond no podía liberarse.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¡Venga, abrázame! —exclamó—. Abrázame. Abrázame, Ray. Sólo una vez. Una vez.
¡Venga! ¡Para que veas que uno se siente bien! —De los ojos de Charlie empezaron a caer
lágrimas que le escocían los párpados; nunca había deseado algo con tanta fuerza en su vida
como que Rain Man le devolviera el abrazo. No había vuelto a sentir una emoción tan fuerte
desde hacía veinticuatro años, cuando Rain Man se fue para no volver. Y entonces lloró como
lloraba ahora. Quería que Rain Man regresara.
Raymond se metió la mano en la boca y empezó a mordérsela con todas sus fuerzas de
tanto miedo que tenía, de tanta rabia por verse tan desgraciado. Era la demostración más
extrema de su carácter autista: la autodestrucción.
Aquello convenció a Charlie de que estaba equivocado, y volvió a la realidad. Comprendió
en seguida, de una vez para siempre, que Rain Man ni existía ni había existido nunca,
únicamente en el recuerdo de su infancia. En el cuerpo de aquel hombrecillo no había una
persona normal. Raymond Babbitt era un autista muy capacitado. Punto. Fin de la cita. Tal vez
era capaz de disfrutar un poco de algún placer sin importancia. Era verdad que tenía algunas
habilidades admirables. Con un poco de cariño y de cuidado, podía llegar a dar la impresión de
que hacía progresos. Pero Raymond Babbitt nunca sería normal. Nunca. Sería. Normal.
Era como si le hubieran arrojado a Charlie un cubo de agua fría. Inmediatamente soltó a
Raymond y retrocedió haciendo unos gestos con las manos para que se calmara.
—Bueno, mira, ¡ya está! Ray, por favor, ¡para!
Pero Raymond estaba cruzando algún páramo desierto de su cerebro en busca de un
escondite y tratando de seguir con vida pero incapaz de dejar de morderse la mano. No sentía
dolor, y si lo sentía, lo asociaba a la misteriosa magia protectora que practicaba para
sobrevivir. Charlie le agarró el brazo y le sacó la mano de entre los dientes abriéndole la
mandíbula con fuerza.
Raymond tenía la mano llena de las marcas de sus dientes; aquello hizo que Charlie se
sintiera culpable y casi se echara a llorar.
—Olvídalo, olvídalo —le rogó—. No volveré a hacerlo. Te lo prometo. Nunca, nunca más.
Raymond empezó a tranquilizarse poco a poco. Volvía a respirar con normalidad, pero
seguía con miedo en los ojos y en la rigidez de su cuerpecillo.
—He sido un estúpido, ¿de acuerdo? —dijo Charlie en voz baja y con una tristeza infinita
—. Los hermanos se abrazan. Nosotros no somos hermanos.

Como una tormenta de verano con relámpagos y truenos y un auténtico diluvio


inundando las calles, aquella lucha había sido muy violenta pero duró poco y —por lo menos
en cuanto a Raymond— ya parecía olvidada.
Mientras Charlie se duchaba y volvía a ponerse su ropa arrugada para acompañar a
Raymond al bar por lo de la cita, Raymond se sentó en la cama y contempló algunos
programas de televisión esperando con calma a que llegara la hora de bailar con Iris.
Charlie acababa de salir de su dormitorio y ya se estaba haciendo el nudo de la corbata
cuando alguien llamó a la puerta. Antes de que pudiera contestar, la puerta ya se había
abierto. En el umbral se encontraba Susanna con las mejillas rojas y el cabello enmarañado,
como si hubiera hecho todo aquel viaje a la velocidad del rayo. Y así había sido. Estaba
estupenda.
Charlie corrió a abrazarla y se echó a reír mientras la tenía entre sus brazos.
—Oye, estás estupenda —dijo él escondiendo la cara entre su cabello negro y rizado—.
¡Ray, Susanna está aquí!
Raymond se dio la vuelta y se la quedó mirando con una cara muy seria. Susanna le
saludó con la mano y él imitó aquel gesto.
—¿Cómo sabías que estábamos en el Caesar? —preguntó Charlie con una mirada
soprendida pero feliz.
—He hablado con Lenny. —Susanna bajó los ojos y luego miró con sinceridad a los de
Charlie—. Siento lo de los coches —le dijo con suavidad.
Charlie se encogió de hombros.
—Oh, no te preocupes. Han pasado muchas cosas. Ray, dile qué hemos estado haciendo.
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—Hemos jugado a las cartas. Hemos jugado al blackjack y yo he contado las cartas —dijo
Raymond.
—¿Qué? —exclamó Susanna.
—Es una historia muy larga —se apresuró a decir Charlie, ansioso de estar a solas con
ella—. Ya hablaremos de todo eso después de una siesta. —La agarró del brazo y la condujo al
dormitorio.
—¿Cómo estás, Ray? —preguntó ella por encima del hombro.
—No lo sé.

Hacía mucho tiempo que Charlie y Susanna no disfrutaban tanto haciendo el amor. Tal
vez se debiera a que Charlie estaba demasiado cansado y sólo podía mostrarse manso y
cariñoso, o tal vez a que llevaban unos días sin verse, o a que él trataba de expresar un nuevo
sentimiento. ¿Qué más daba? De todas formas, después de la pasión se quedaron juntos y
desnudos sobre las sábanas arrugadas sintiéndose muy cerca y muy tranquilos.
Susanna acarició con el dedo el hombro desnudo de Charlie y luego el brazo.
—¿De verdad estás contento de verme? —preguntó ella en voz baja.
Charlie se reclinó para besar sus pechos, pequeños y perfectos.
—Claro. ¿Tú qué crees? ¿Es que no me has visto contento?
—Bueno, te lo pregunto porque nunca me dices esas cosas. Aún no me has dicho si me
has echado de menos o no. No me refiero a esto —dijo indicando con un gesto el sexo del que
habían disfrutado—, sino a mí. Susanna.
—Ya sabes que sí... —empezó a decir Charlie, pero Susanna le interrumpió.
—¿Entonces por qué no me lo dices? —preguntó con un brillo en los ojos—. «Susanna, te
echo de menos. Quiero verte.» Ya conoces esas palabras. Las hay a millones. Sería bonito si...
En aquel momento alguien llamó a la puerta del dormitorio y Charlie saltó de la cama.
—Te ha salvado la campana —murmuró Susanna.
—Entra —exclamó Charlie envolviéndose con una toalla y abriendo la puerta. Raymond
estaba de pie con el televisor en la mano.
—Faltan seis minutos para mi cita.
—¿Qué cita? ¿Tiene una cita? —preguntó Susanna, sorprendida.
Charlie daba saltos sobre una pierna tratando de ponerse los pantalones.
—Bueno, sí, algo parecido. Vamos, Susanna, vístete. Hay que estar abajo dentro de seis
minutos.
—Cinco —dijo Raymond.

Los tres llegaron al bar cuando faltaba un minuto para la hora. Raymond seguía
pendiente de su minitelevisor sin apartar los ojos de la pantallita. En el bolsillo de la chaqueta
escondía algo que Charlie Babbitt le había dado para que se lo regalara a Iris.
—Ray, no hace falta que te lleves el televisor. No lo necesitas para la cita.
—Están bailando —dijo Raymond. Le enseñó el televisor. En aquella pantalla de tres
pulgadas, Fred Astaire y Ginger Rogers estaban haciendo piruetas en el aire; Ginger con un
vestido largo que flotaba como una nube mientras Fred movía los pies a una velocidad
vertiginosa.
—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Susanna a Charlie.
Raymond oyó la pregunta.
—Se parece a la comida de una cafetería —contestó—. Tiene la piel de la comida de
cafetería.
Charlie inclinó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.
—Es la primera vez que oigo algo parecido.
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—¿Es bueno eso? —preguntó Susanna arqueando las cejas.


Mientras buscaban a Iris se les acercó un empleado del casino.
—¿Señor Charlie?—¿Sí? —contestó Charlie.
—El señor Kelso quiere hablar con usted.
Vaya. Charlie sintió un pinchazo de inquietud. Aquello no le hacía ninguna gracia. Había
ganado demasiado dinero y aquella gente no estaba muy contenta. Ante todo, calma. Era muy
improbable que el casino le llamara para felicitarle; por otro lado, tampoco era muy probable
que fueran a pegarle un tiro. «Tranquilidad», se iba repitiendo. «Ante todo, calma. No pueden
acusarte de nada. Estás limpio.» A pesar de todo, estaba algo inquieto.
—Susanna, ¿quieres cuidar de él unos minutos?
Raymond ni siquiera levantó los ojos de su televisor cuando se marchó Charlie; la única
vez que lo hizo fue para consultar el reloj.
—No está aquí. Son las diez y un minuto. No está aquí —anunció Raymond. Susanna le
miraba muy nerviosa. Pero Raymond no parecía muy alterado; seguía completamente absorto
en la película de Fred y Ginger.
Charlie siguió al empleado del casino hasta una puerta con la indicación de PRIVADO:
ENTRADA PROHIBIDA, y que daba a un largo pasillo en el que se podían ver muchas puertas.
Cada puerta daba a una oficina o a un conjunto de oficinas para el personal del casino. Al final
del pasillo había una puerta con un cartel que rezaba: J. EUGENE KELSO y, en letras más
pequeñas: Director de seguridad. El empleado del casino abrió la puerta y le hizo una seña
para que entrara.
Se encontraban en una oficina con salidas al exterior, bien amueblada, decorada con
cuadros de pintura moderna y con un escritorio de ébano en el que se sentaba una guapa
secretaria con aspecto de modelo. La secretaria asintió y el empleado condujo a Charlie hasta
una puerta muy ancha de roble que daba a la parte interior de la oficina; llamó a la puerta una
sola vez y la abrió para Charlie, le hizo pasar y se marchó cerrando la puerta con suavidad a
su espalda.
El despacho del director de seguridad era enorme y estaba lujosamente amueblado;
Charlie podía leer la palabra dinero en cada centímetro de aquel lugar. Sentado detrás de un
antiguo escritorio se encontraba un hombre distinguido, con rasgos atractivos y el cabello gris.
Charlie se sorprendió al verle. Aquel hombre que se había sentado junto a Raymond en la
mesa de blackjack y que le había preguntado tantas cosas era uno de los altos empleados del
casino: El señor J. Eugene Kelso, director de seguridad. Sólo que ahora no estaba sonriendo.
Charlie sintió que le temblaban las piernas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para
mantener la sangre fría cuando tomó una silla y se sentó. Los dos se quedaron en silencio
durante un largo minuto mirándose mutuamente; entonces, el señor Kelso empezó a hablar
con tranquilidad.
—Felicidades, señor Babbitt. Ha ganado... veamos —dijo consultando unos comprobantes
de pago—. Ochenta y seis mil trescientos dólares. Eso es mucho dinero.
—No tanto —dijo Charlie aparentando frialdad mientras el corazón estaba a punto de
estallarle—. No es tanto cuando se piensa en los jugadores de verdad.
—Bueno, lo importante no es la cantidad. Se trata de la capacidad... de saltárselo todo. –
Kelso se reclinó en su sillón de piel y unió las puntas de los dedos de ambas manos—. Contar
las cartas en un «zapato» de seis barajas es casi un prodigio. Es algo que merece atención, y
en especial la mía. Yo no juego a cartas, señor Babbitt. No me gustan.
Charlie puso una cara de absoluta inocencia.
—Me temo que no sé de qué me está hab...
—Tenemos cintas de vídeo —le interrumpió Kelso en un tono frío–. Las estudiamos y las
compartimos con los demás casinos. Por lo que hemos visto en esas cintas, señor Babbitt, le
aconsejo que coja su dinero y se vaya del estado.
Charlie abrió la boca para hablar, pero el director de seguridad le detuvo.
—Lo único que tiene que hacer es cerrar la boca y volver a casa. Yo no me lo pensaría
dos veces —dijo mirando fijamente a Charlie—. Créame.

83
Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Kelso le estaba amenazando con sutilidad, pero le estaba amenazando, como una daga
con una funda de terciopelo. Charlie Babbitt sintió de repente la necesidad inaplazable de
volver a ver Los Ángeles. Quería irse a casa.

Iris no se presentó a la cita. Hacia las diez y diez, Raymond ya quería irse. Como no
esperaba nada de ella, no sufrió ningún desánimo, y parecía lo bastante contento como para
seguir el consejo de Susanna de volver a la habitación y ver allí la televisión. En realidad,
estaba tan concentrado viendo la película de Rogers-Astaire que ni siquiera se acordaba de
Iris.
Se dirigieron los dos hacia el ascensor y Raymond seguía sin apartar la mirada de aquella
pequeña pantalla. Susanna miró por encima del hombro de Raymond y pudo ver a Fred y a
Ginger bailando como por encanto al son de la canción They Can't Take That Away From Me.
—Seguro que Iris baila así –dijo Susanna en un tono alegre—. No ha estado bien lo que
te ha hecho. Pero tendrás más oportunidades. Hay muchas chicas guapas que estarían...
encantadas... de bailar contigo, Raymond.
Raymond no reaccionó; tenía los cinco sentidos puestos en Ginger.
—Iris es muy guapa, ¿verdad?
—No lo sé.
El ascensor llegó y las puertas se abrieron en silencio. Susanna entró y esperó a
Raymond. Este entró despacio, con su paso arrastrado y sin dejar de ver la televisión. Estaban
solos en el ascensor.
—¿Es la chica más guapa que has visto nunca? –insistió ella.
—No lo sé –volvió a decir.
La música de la escena de baile llenaba todo el ascensor. Era dulce, romántica e
irresistible. Susanna pulsó de repente el botón de parada del tablón de control. El ascensor dio
una pequeña sacudida y luego se detuvo. Sorprendido, Raymond apartó la mirada del
televisor.
—Me gusta esta música –le dijo ella con dulzura–. ¿Crees que podrías enseñarme?
¿Cómo bailarías con Iris?
Aquello le cogió totalmente desprevenido, y puso una mirada vacía. Pero Susanna le
trataba con tanto tacto y confianza que no tuvo miedo. La chica le quitó el televisor y lo dejó
en el suelo del ascensor. Ahora la música venía del suelo, envolviéndolos con su magia.
Susanna se acercó a Raymond y puso los brazos en posición de baile.
—¿Es así? —preguntó.
Raymond se quedó mirándola con una expresión vaga y con su acostumbrada inclinación
de cabeza.
Susanna le sonrió para darle ánimos y le levantó los brazos suavemente para ponerlos
alrededor de su cuello. Susanna empezó a bailar muy despacio y... después de unos cuantos
compases, Raymond empezó a bailar con ella. Tenían los cuerpos muy juntos y daban vueltas
en aquel reducido espacio siguiendo la música mientras Raymond recordaba lo que Charlie le
había enseñado, consiguiendo un cierto estilo, el estilo de Raymond.
La canción terminó y los dos se separaron.
—Iris se ha perdido un baile muy bonito —dijo Susanna con tranquilidad.
—Y un beso.
¿Un beso? Susanna retrocedió sin saber qué hacer. —Lo ha dicho Charlie Babbitt. Si una
chica te trata bien. Dale. Un besito.
Susanna se lo pensó un segundo o dos y luego asintió. Se acercó a Raymond y le dijo
suavemente:
—Enséñame cómo.
Raymond puso los labios como un niño pequeño al que se le obliga a besar a una tía.
Susanna sacudió la cabeza y le dijo sonriendo:
—Abre la boca. Y besa... como si estuvieras comiendo algo muy blando. Algo que te
gusta mucho. —Susanna separó sus labios rojos para enseñarle a Raymond cómo se hacía.
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond abrió la boca imitando a Susanna y recibió su primer beso. Susanna le besó
con ternura. El beso duró unos segundos; al fin, Susanna se separó.
—¿A qué sabe? —preguntó ella.
—Sabe a mojado —contestó Raymond.
—Entonces lo hemos hecho bien —dijo riendo la chica.
Raymond metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para sacar el regalo secreto que
guardaba para Iris y se lo dio a Susanna. Susanna se quedó estupefacta; miró la cara de
Raymond, para quedarse luego contemplando los doscientos dólares que le ofrecía, y después
volver a mirarle.
—Lo ha dicho Charlie Babbitt —dijo Raymond.

Capítulo doce

Volvieron a Los Ángeles muy de prisa. El aire que azotaba el descapotable era seco y
muy caliente, pero no era desagradable. Susanna se sentó junto a Charlie en el asiento
delantero; Raymond se sentó detrás, mirando alternativamente el paisaje desértico y una
película de indios en su pequeño televisor. Susanna le había vendado la mano que se había
mordido con tanta rabia. De vez en cuando, Raymond se inclinaba hacia el asiento delantero
para recordarle a Charlie lo que le había prometido: llevarle a un partido de los Dodgers. En
Los Angeles. ¿No era para eso que iban a Los Angeles? ¿No era para ir a ver a los Dodgers?
Charlie Babbitt lo había dicho. Pero Charlie casi se había olvidado de aquella promesa, hecha
hacía ya una semana; le aseguró a Raymond que por nada del mundo dejarían de ir al Dodger
Stadium.
El cuerpo de Charlie pedía a gritos un poco de descanso. Llevaba mucho tiempo sin
dormir porque la noche anterior se la había pasado haciendo el amor con Susanna. Al fin y al
cabo, ¿cuándo volverían a tener la oportunidad de dormir en la suite de un gran hotel? Pero a
pesar de todo Charlie se sentía bien. Tenía su dinero en el bolsillo, su chica volvía a estar a su
lado y su hermano ahí detrás; en el casino no le habían echado a los tiburones por estafador.
Pensándolo bien, este mundo no era tan cruel.
Llegó a permitir que Raymond condujera un rato el Buick descapotable. Sólo cinco
minutos. No había ningún coche en la carretera y el Buick no iba a más de treinta kilómetros
por hora. Era Charlie quien pisaba el acelerador, pero el volante estaba en manos de
Raymond; Susanna estaba en el asiento de atrás con un ataque de risa.
—Oye, que estás conduciendo. Mira la carretera —le advirtió Charlie.
–Soy un... conductor... muy bueno –dijo Raymond.
Al llegar a Santa Mónica dejaron a Susanna en su apartamento y se dirigieron al de
Charlie. Charlie vivía en un modesto apartamento, en uno de los infinitos complejos de
viviendas de estilo español que hay esparcidos por todo Los Angeles. Todos parecen iguales.
Con un aguacate muy alto dejando caer sobre el tejado unos frutos absolutamente incomibles.
Con un patio central y una piscina rodeada de hojas de agapanthus con sus flores azules. A
veces, en lugar de un agapanthus azul hay una clivia de flores anaranjadas; no falla.
Los apartamentos de la planta baja dan al patio. Los del segundo y tercer piso tienen una
galería que preside la piscina. No hay un cuarto piso. Estos apartamentos están inspirados en
las misiones españolas, con paredes de estuco, chimeneas de ladrillo y unas minúsculas
cocinas. Lo único que los diferencia es el alquiler, que depende del barrio; lo que se paga es la
categoría del vecindario. El apartamento de Charlie estaba en el límite de Brentwood, lo
bastante cerca de este barrio como para tener el mismo distrito postal, de modo que el alquiler
era astronómico.
Charlie abrió la puerta haciendo que Raymond entrara; llevaba las maletas y tuvo algún
que otro tropiezo con la mochila de Raymond. Raymond miraba a su alrededor desde el umbral
de la puerta.
—¿Vivimos aquí? —preguntó al fin—. Claro, han quitado la cama.
—Ray, aquí vivo yo –contestó Charlie con paciencia.

85
Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¿Y dónde vivo yo?


—Tu cuarto está allí –dijo Charlie señalando un cuartito que a veces utilizaba para los
invitados y a veces como una especie de oficina. Tenía un escritorio, unos cuantos archivos y
una o dos sillas, pero la cama era en realidad un sofá cama. Raymond arrastró los pies hasta
el cuarto para ver cómo era. Hubo un instante de inquietud.
—Claro, me han robado la cama. Mi cuarto... no... tiene ninguna... ninguna... aquí no
hay ninguna cama. Me quedaré... sin cama... en...
—En mil novecientos ochenta y ocho —terminó diciendo Charlie con una sonrisa, y
aquello pareció tranquilizar a Raymond—. Este es el cuarto mágico. Ya verás cómo el sofá se
convierte en una cama. Luego la pondremos bajo la ventana. Te gusta bajo la ventana. Un
poco... a la derecha.
Raymond pensó un poco en aquello y acabó por aceptarlo. Pero había otro problema.
—Claro, mis libros...
—Está bien —asintió Charlie—. Tendrás tus libros. Anda, entra y haz una lista de todo lo
que nos hace falta.
Fue una buena idea. Raymond entró en su cuarto con impaciencia, se quitó la mochila y
empezó a buscar el cuaderno adecuado. Disfrutaba haciendo listas; a excepción de la lista de
sucesos malos y de la lista de daños graves, siempre se tranquilizaba cuando hacía una lista.
Charlie fue directo hacia su contestador automático para comprobar si había grabado
alguna llamada. El indicador digital marcaba tres llamadas. Rebobinó la cinta y se dispuso a
escuchar.
—Llamo para confirmar la entrevista del señor Raymond Babbitt con el doctor Marston —
dijo una voz con acento británico, sin duda alguna una secretaria de categoría—. Mañana por
la mañana a las diez. En el cuatro-cientos cincuenta de Roxbury Drive. Le esperamos. —Clic.
Bien. Esperaba esta llamada.
—Hola, soy yo —dijo Susanna con su dulce acento—. Llamo... quería saber si habíais
llegado bien a casa. Bueno. Espero que estéis bien. —Clic. Charlie se sintió bien al oír aquella
voz.
—¿Me dejas ver la tele? —decía Raymond desde el otro cuarto.
—Señor Babbitt, soy Walter Bruner. —La última llamada le cogió totalmente por sorpresa
—. Estoy en el Bonaventure. Tenemos que hablar. —Clic.
¡Mierda! ¡Bruner! Charlie no quería ver a Bruner. Se sintió mal sólo de pensar en él. No
esperaba que el psiquiatra le hubiera seguido hasta allí. Pero, ahora que lo pensaba bien, ¿por
qué no iba a seguirle? Había en juego tres millones de dólares.
Por ese dinero Charlie estaría dispuesto a andar a la pata coja hasta Nueva Zelanda
llevando un tutú de bailarina.
Wallbrook parecía muy lejos, como si formara parte de un pasado remoto. Charlie ya no
relacionaba a Raymond con Wallbrook. Ahora eran hermanos.

Después de hablar con el doctor Bruner, llamándole por teléfono a su hotel y acordando
una cita, Charlie sólo tenía tiempo para ducharse, afeitarse a toda velocidad y ponerse unos
vaqueros y una camisa deportiva. Raymond se encontraba en su cuarto sentado en su sofá-
cama con la cara más feliz del mundo, viendo la repetición de unos programas concurso
picoteando patatas fritas.
Cuando el doctor Bruner llamó a la puerta, Charlie le dejó pasar de mala gana, mirándole
por encima del hombro para asegurarse de que no iba acompañado de ningún guardia de
seguridad para llevarse a Raymond por la fuerza. Pero el doctor estaba solo y ni siquiera
parecía enfadado. Entró en el apartamento con una sonrisa amable y una pregunta.
—¿Y Raymond?
—Ahí dentro.
El doctor Bruner abrió la puerta del cuarto de Raymond y miró al interior. Raymond
parecía que estaba bien, no estaba herido, no estaba enfermo y estaba como siempre. Bruner
se dio cuenta de que Raymond llevaba una mano vendada, pero no dijo nada.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—¿Podemos hablar a solas? -preguntó el psiquiatra. —Vamos afuera.


Los dos salieron al patio dejando la puerta entornada de modo que Charlie podía oír a
Raymond por si su hermano necesitaba algo.
—Iré directamente al grano —dijo el psiquiatra, algo tenso—. Mi abogado está hablando
con el suyo, señor Babbitt. Le está explicando... cómo están las cosas.
—Cómo están las cosas —repitió Charlie con el mismo tono de voz.
Bruner asintió y metió la mano en el bolsillo. Sacó un documento que parecía oficial y se
lo mostró a Charlie, que se lo quedó mirando sin tocarlo.
—Es una sentencia disuasoria que le previene de sacar a Raymond de la ciudad bajo
pena criminal. Hasta que termine la vista.
El doctor miró fijamente al joven, pero la expresión de Charlie Babbitt no había
cambiado. Podía irse al infierno si pensaba que Charlie iba a dejarse pisar por un psiquiatra.
—Escuche, Charlie -continuó el doctor Bruner—,cuando termine la vista, Raymond
volverá a Wallbrook. Tendrá que ser encerrado por primera vez en su vida. Y todo eso será
gracias a usted.
Charlie levantó la barbilla de un modo desafiante. —Eso tiene que decidirlo el juez, ¿no?
—El juez escuchará al psiquiatra, se trata del doctor Marston. Mañana tendrá ocasión de
conocerle.
—Estupendo. A lo mejor ese tipo tiene una mente más abierta. —Pero Charlie volvía a
sentirse deprimido; aquellos malditos psiquiatras le estaban acorralando.
—Le he entregado una montaña de documentos referentes a Raymond. -Dijo el doctor
Bruner con un amago de sonrisa—. Toda una montaña. No he venido a verlos. Esto es sólo una
formalidad. Su hermano es una persona muy... deficiente. ¿Es que no se ha dado cuenta?
—Bueno, tendría que verle ahora —le gritó Charlie—. Lo que ha aprendido a hacer. ¡Ya...
sonríe, por el amor de Dios!
—Ya lo sé -contestó Bruner-. Me lo ha dicho Susanna. ¿Susanna? ¿Qué demonios pasaba
allí?
—Hoy he hablado con ella —explicó el psiquiatra—. Ella cree que Raymond ha hecho
progresos. —Sonrió—. También dice que usted ha hecho progresos. Espero que sea verdad.
Me refiero a lo de usted. En cuanto a su hermano, bueno, comprendo que es muy fácil dejarse
llevar por el entusiasmo. Un cambio de ambiente y unas nuevas aventuras y parece que se
avanza en algo. Es temporal, se lo aseguro.
Charlie empezó a sentir rabia. ¿Qué sabía aquel tipo de los días que había pasado con
Raymond? ¡Nada! ¡Ni siquiera había estado con ellos! ¡No había visto nada!
—Los autistas como él empiezan subiendo —continuó el doctor— y luego dan el bajón. El
autismo no se cura en unas vacaciones, Charlie. —Sacudió la cabeza.
—Bueno —replicó Charlie—, no cante victoria. El doctor esbozó una sonrisa y dibujó una
expresión severa en su cara.
—Es inútil, Charlie. Su padre me dio plenos poderes. Eso quiere decir que,
independientemente de que consiga o no la custodia de Raymond, no pienso darle un solo
centavo.
Aquello era un golpe duro y la cara de Charlie indicó que le había cogido por sorpresa y le
había atizado fuerte. Pero Charlie no dijo nada: estaba decidido a mantenerse imperturbable a
toda costa.
—Pero tengo algo más que va a sorprenderle —siguió diciendo el doctor Bruner—. He
traído un talonario de cheques. Pertenece a Raymond. Estoy dispuesto a extenderle un cheque
con una cifra muy grande.
—¿Y por qué?
—Creo que está perdido, Charlie. Pero quisiera evitar llegar hasta el final. Estamos
jugando con la vida y con la felicidad de su hermano. Le aseguro que esas cosas son muy
importantes para mí. No quiero jugar con eso, aunque sepa que al final ganaré de todas
maneras.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Me está sobornando —dijo Charlie con una mueca de cinismo. «Está asustado y he de
aprovecharme de eso», pensó.
—Soy responsable de gastar el dinero que haga falta para el bien de Raymond. Nunca se
lo gastará mejor.
—¿Cuánto?
—Doscientos cincuenta mil dólares. Sin condiciones. Sólo le pido que... se aleje de él. —
El doctor Bruner sacó el talonario de cheques y una pluma Mont Blanc con la plumilla de oro,
escribió la cifra en el cheque y se lo dio amablemente a Charlie.
Charlie aceptó el cheque con cara seria y lo leyó atentamente. Estaba cuidadosamente
escrito; la letra del doctor Bruner era casi perfecta. Páguese por este cheque a Charlie Babbitt
—decía— la cantidad de doscientos cincuenta mil dólares. Maravilloso. Era tentador. Por un
instante Charlie imaginó todo lo que podría comprar con un cuarto de millón de dólares. Pero
hubiera sido una vergüenza cobrar aquello. Rompió el cheque en cuatro trozos con mucho
cuidado sin decir una sola palabra y se lo devolvió al doctor Bruner.
La entrevista había terminado.

Raymond tenía el absoluto convencimiento de que aquel mismo día iban a ir al Dodger
Stadium para ver un partido de béisbol. Cuando Charlie tuvo que decirle que sólo tardarían un
poco más en ir a ver el partido de béisbol, Raymond se sintió tan desconcertado que volvió a
encerrarse en sí mismo y empezó a jugar uno de sus grandes partidos de béisbol imaginarios.
Había elegido el peor momento. En un par de horas tenía que presentarse en el despacho
del doctor Marston para demostrar que Raymond Babbitt estaba mucho mejor con su hermano
Charlie Babbitt, que Charlie Babbitt había hecho maravillas —casi milagros— con su hermano
autista. Y ahora tenía a su hermano prisionero de una de sus absurdas fantasías.
—Frank Robinson, ¡tercer golpe! —exclamó Raymond desde su montículo de lanzador.
Estaba muy enfadado con Charlie Babbitt. Charlie Babbitt le había prometido una cosa—.
¡Harmon Killebrew, tercer golpe!
—Escucha —trató de explicarle Charlie por sexta vez—, no podemos ir hoy al partido.
Tenemos encima la vista en el tribunal, ¡la gran vista!
—¡Henry Aaron, tercer golpe! —Raymond estaba ganando a todo el mundo; nadie podía
con él. Sus lanzamientos eran demoledores y el efecto que daba a la pelota era el terror de los
bateadores.
—¡Ray, basta, por favor! —le rogó Charlie.
Raymond se detuvo con un pie en el aire y con la bola imaginaria fuertemente sujeta en
su guante imaginario.
—Siento lo del partido. Cuando uno dice que lo siente, el otro tiene que decir...
—¡Pete Rose, tercer golpe!
—Pues vaya —dijo Charlie encogiéndose de hombros con tristeza—. ¿Sabes qué te digo?
—¡Babe Ruth, tercer golpe!
—Muy bien —gruñó Charlie a punto de perder los nervios—. ¡Basta ya!
Pero Raymond seguía lanzando con más fuerza y con más rapidez que nunca.
—¡Mickey Mantle, tercer golpe! —Estaba acabando con las estrellas del béisbol; los
bateadores más famosos de la historia eran pan comido.
—¡Ray, he dicho basta! —Charlie se adelantó un par de pasos hacia Raymond, tratando
desesperadamente de devolverle a la realidad.
—Charlie Babbitt, tercer gol...
—¡Fallo! —gritó Charlie, y Raymond se detuvo en seco. ¿Qué había fallado? ¿No había
eliminado al bateador? Los dos hermanos se quedaron mirándose durante un buen rato, y
luego Raymond levantó un pie y se dispuso a hacer uno de sus grandes lanzamientos.
—¿Quieres ganarme? —preguntó Charlie—. Pues hagámoslo de verdad.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Charlie sacó a Raymond de la casa, doblaron la esquina y llegaron a los campos de


deporte que había junto a un parque. Sólo se detuvieron una vez antes de llegar hasta allí, y
fue para comprar una caja de seis cervezas para Charlie.
Era un día muy caluroso de julio, de esos que hacen que los perros empiecen a jadear
con la lengua fuera y que los gatos se echen a la sombra para dormir horas enteras. Allí iban
los niños a jugar, pero el entusiasmo se les pasaba en seguida con aquel calor, y se echaban
en la hierba con sus latas de refresco, hablando de béisbol en lugar de jugar.
Había un par de niños de unos diez u once años tendidos así en la hierba. Habían ido al
parque para jugar un rato pero habían caído vencidos por el calor. Estaban echados en la
hierba bebiendo Coca-cola y viendo cómo jugaban al baloncesto unos niños que había al lado.
A su lado había un bate de béisbol y una pelota.
—Hola, chicos —dijo Charlie—. ¿Me dejáis el bate y la bola sólo por un minuto? Os doy
diez pavos.
¿Diez pavos? ¿Iba en serio? ¡Claro, señor! El más bajo de los dos niños recogió la pelota
y se la lanzó a Raymond. Este la cogió torpemente con las dos manos, a pesar de que le
estorbaba el vendaje, y sostuvo aquel precioso objeto a la altura del pecho. Había jugado
infinidad de partidos de béisbol en su cabeza, pero era la primera vez que veía una pelota de
verdad. La examinó con un temor reverencial.
Charlie cogió el bate y señaló un punto de aquel campo.
—Estaremos allí, chicos.
Corrió hasta allí con el bate y las seis cervezas mientras Raymond le seguía trotando a su
espalda con los ojos maravillados.
Charlie se arrodilló para limpiar el espacio reservado al bateador. Raymond seguía
corriendo sin saber adónde ir.
—¿Adónde vas, estrella? ¡Tu montículo está allí! Eres el lanzador, ¿te acuerdas?
¿Lanzador? ¿Raymond Babbitt lanzador? La realidad le desconcertaba, y se quedó sin
moverse, completamente aturdido.
—¡Date prisa! El árbitro no va a esperarnos todo el día. —Charlie se puso a un lado del
círculo del bateador y se puso de cuclillas para hacer de catcher del equipo de Raymond. Este
se acercó tímidamente al montículo. Charlie iba dando palmadas como si llevara su guante y
empezó a gritar lo que un lanzador espera oír siempre de su catcher.
—No te la quedes mirando como si fuera una bomba. Ya sabes qué hacer con ella.
¡Lánzala!
Raymond miró fijamente el círculo del bateador sin ver a ningún bateador, y no sabía qué
hacer. Y si lo hubiera sabido, no tenía la menor idea de cómo se hacía.
—Por fin ha llegado el momento —empezó a decir Charlie imitando el tono de voz de un
comentarista deportivo—. Hay un empate a tres, y los Cincinnati Reds están a un paso de
acabar con cuarenta años de humillación.
Raymond miró fijamente a Charlie.
—Y aquí tienen ustedes a la gran estrella del béisbol —anunció Charlie—. El hombre que
ha llevado a su equipo hasta este momento. Raymond Babbitt. El legendario Rain Main. Tiene
que conseguirlo una vez más.
Charlie contestó a la mirada de su hermano asintiendo con la cabeza. «Tú puedes, Ray.
Puedes hacerlo, Rain Man.»
—Se prepara para lanzar. Va a lanzar...
Raymond tenía las manos a la altura de la cintura, con la pierna levantada en un gesto
gracioso como hacía siempre que lanzaba. Levantó el brazo y lanzó la pelota con fuerza. Ésta
pasó dos metros por encima de la cabeza de Charlie, dio contra la valla del campo y cayó al
suelo.
—¡Muy bien! —gritó Charlie—. ¡Ha sido un lanzamiento perfecto!
Raymond esbozó una sonrisa inexpresiva. La situación era muy dificil. El marcador sin
moverse y con uno en la tercera base y otros dos en la segunda y en la primera.
¿Podría conseguirlo? ¿Conseguiría Rain Man superar al gran bateador Charlie Babbitt?

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Charlie, haciendo de catcher de Raymond, recogió la pelota y caminó hacia el montículo


con la cara muy seria. Los Reds lo tenían muy dificil. Lo único que los separaba de la victoria
por la que tanto habían luchado era aquel último bateador de los Yankees.
Todo el mundo contenía el aliento mientras veían cómo se reunían el lanzador y el
catcher del equipo para planear la jugada.
—Hay que buscar una forma —murmuró Charlie como si todo el mundo tratara de
escuchar lo que decían—. Ahora, en el próximo lanzamiento, no te arriesgues.
—¿No? —preguntó Raymond, sorprendido.
—Las bases están llenas —le recordó Charlie.
Raymond asintió con la cabeza mientras contemplaba las bases. Charlie le cogió del
brazo, le hizo bajar del montículo y empezó a caminar con él hasta quedarse a mitad de
camino de donde estaba el bateador.
—Ahora tienes que hacerlo.., desde.., aquí. —Charlie empezó a juntar tierra con el pie
formando un nuevo montículo. Raymond no sabía qué estaba haciendo y miró por encima de
su hombro al verdadero montículo del lanzador.
Charlie le explicó el plan.
—De esta manera no tendrás que lanzar con tanta fuerza. El catcher no puede contigo,
¿lo ves? Nadie puede.
Raymond asintió. Tenía sentido. Charlie volvió a su posición de catcher y se puso en
cuclillas.
—Muy bien —exclamó—. Animo, lanza con calma. Y recuerda, no te arriesgues.
Raymond lanzó muy alto y la pelota aterrizó junto al bateador. Charlie le hizo una seña.
«Los tienes aterrorizados, Ray. No pueden contigo. Los Yankees los tienen de corbata.»
—¡Tranquilo! —le gritó—. Son tuyos.
Charlie lanzó la pelota para devolvérsela a Raymond, luego recogió el bate, lo sopesó y
empezó a practicar blandiéndolo en el aire. Ahora hacía los dos papeles; era comentador
deportivo y bateador. Se dirigió con firmeza al área del bateador.
—Los Yankees cambian de bateador. Y parece que va a ser... ¡Sí! ¡El Martillo! Charlie
Babbitt. El Martillo tiene en sus manos la posibilidad de acabar con el contrario. El público está
enardecido. —Charlie imitó los ruidos de una multitud enardecida y empezó a corear—: ¡Mar-
ti-llo! ¡Marti-llo!
El lanzador observaba desde su montículo a los corredores, asegurándose de que no iban
a llegar muy lejos de sus bases. Se enfrentó al bateador mirándole con decisión.
Era su última oportunidad.
—Ésta es la situación. Dos titanes enfrentados. Los hermanos Babbitt, ¿qué más se
puede pedir? Se dispone a lanzar...
Raymond alargó el brazo y lanzó la bola a un metro del bateador. Pero el Martillo se
volvió con fuerza y... falló.
—¡Primer golpe!
Raymond dio unos saltitos de excitación mientras Charlie iba a buscar la pelota.
—No hay quien pueda con Rain Man —exclamaba Charlie imitando el tono exaltado de un
comentarista—. Hoy tiene el día. Charlie tendrá que hacer lo posible para...
Charlie volvió al área del bateador y se dispuso a batear de nuevo. Otra vez levantaba el
brazo para lanzar. Y disparó la pelota. El Martillo volvió a batear; falló por mucho y la pelota
cayó a poca distancia del área del bateador.
—¡Segundo golpe!
Raymond estaba vibrando de excitación. Al ver que Charlie fallaba por segunda vez dio
un gran salto. Aquello era lo mejor que le había pasado en toda su vida, mucho mejor que la
escena de baile con Susanna en el ascensor. Mucho mejor que la partida de blackjack. Era un
partido de los grandes, con Rain Man eliminando a las grandes estrellas.
—El Martillo no tiene nada que hacer. Raymond Babbitt es quien manda esta tarde. —
Charlie devolvió la pelota a Raymond—. Sólo le queda una oportunidad al bateador...

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Raymond cogió la pelota pero no se movió. Empezó a sacudir la cabeza.


—¿Qué pasa? —le preguntó su catcher acercándose para hablar con él.
—¿Puedo tirarla con todas mis fuerzas? —preguntó Raymond. El catcher se lo pensó y al
final se encogió de hombros.
—¡Qué demonios! ¿Y por qué no?
Charlie volvió a su puesto para volver a batear. Era el golpe final. Los Reds estaban a un
paso de ganar. Todo dependía de Rain Man.
Rain Man empezó a girar el brazo para lanzar con todas sus fuerzas.
La pelota fue a parar muy lejos de donde se encontraba Charlie; pero, a pesar de todo,
éste se lanzó al suelo tratando de tocarla.
Raymond había fallado.
—Bueno, hermano contra hermano —anunció Charlie mientras recuperaba la pelota—.
Pero nada importa cuando el título mundial está en juego. Dos a uno para el lanzador.
Devolvió la pelota a Raymond y recogió el bate. Llamó a Raymond desde su área, pero
esta vez sin fingir. Ya no eran Rain Man y el Martillo. Volvían a ser Charlie y Raymond Babbitt.
—Escucha, Ray. Ahora va en serio. ¡Voy a darle tan fuerte que llegará a Kansas!
Al oír que Charlie hablaba en aquel tono, Raymond se quedó sin saber qué hacer. Miró a
su hermano y vio cómo blandía el bate con fuerza. Empezó a tener miedo, y bajó del
montículo.
—¡Maldita sea! ¡No seas cobarde! ¡Lanza con fuerza, Ray! ¡Vamos!
Raymond volvió a subir al montículo con muchos nervios y empezó a girar los brazos.
Lanzó la pelota poniendo todo el valor y todas las fuerzas que tenía.
Milagrosamente, la pelota fue a parar justo en el área del bateador como si estuviera
flotando; hasta un ciego podía darle con el bate. Pero lo más extraño de todo fue que Charlie
se volvió con todas sus fuerzas para batear y no consiguió tocarla. Había fallado
estrepitosamente. ¡Había fallado! Se pudo oír cómo cortaba el aire con el bate y... nada.
Charlie había tomado tanto impulso que tropezó y cayó al suelo. El Martillo, el orgullo de los
Yankees,había fallado. Charlie no podía creérselo. Era imposible. ¡Había fallado!
Fin del partido. Fin del campeonato. Raymond Babbitt, Rain Man Babbitt, había triunfado,
había ganado el campeonato para los Reds. ¡Rain Man había derrotado al Martillo! Raymond
empezó a dar saltos dando gritos de alegría. El era el ganador.
Pero al ver a Charlie sentado en el suelo, poniendo cara de tristeza como si hubiera
perdido a su mejor amigo, Raymond se quedó quieto. Se acercó hasta su hermano muy
despacio con una mirada interrogativa. Charlie levantó los ojos y vio con sorpresa que
Raymond estaba junto a él. Luego, Raymond se sentó a su lado. Los dos hermanos estaban
juntos, cada cual en su propio mundo...
De repente, Charlie sintió el tacto de una mano en su cara. Era Raymond. Raymond
extendía el brazo y le acariciaba la cara mientras decía en voz baja:
—C-h-a-r-l-i-eeeee. —Al cabo de un segundo ya había retirado la mano. ¿Estaba viendo
visiones? El corazón empezó a latirle con fuerza.
—¿Quieres una cerveza? —dijo Charlie sonriendo; cogió la caja de cervezas, sacó dos
latas bien frías, las abrió y le dio una a su hermano.
Raymond se quedó mirando la lata.
—Claro, han perdido los vasos.
—Sí, bueno —dijo Charlie sonriéndole con afecto—. Pero los vasos son para las chicas,
Ray. Los hombres beben la cerveza así. —Charlie inclinó la cabeza hacia atrás y tomó un sorbo
de la lata. Raymond le miró con atención y siguió su ejemplo. Cuando bajó la lata tenía una
expresión de disgusto en la cara.
—Ray, he querido darle a la pelota de verdad —dijo Charlie con tristeza—, pero...
—He lanzado muy bien —dijo Raymond.
Unas lágrimas empezaron a asomar por los ojos de Charlie.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Ha sido imparable —afirmó Charlie. Tomó otro sorbo de cerveza y se limpió la boca con
una manga—. Qué pena que él no estuviera aquí —le dijo a Raymond en voz baja—; qué pena
que no te haya visto ganarme.
Los dos intercambiaron una mirada, pero estaba claro que Raymond no le comprendía.
—Hablo de papá, Ray.
Raymond se quedó meditando un instante.
—Papá te abrazó. Te besó.
—¿Que me besó? ¡Bah! Pero... ¿de verdad?
—De verdad —confirmó Raymond.
—Ya, bueno... cuando era pequeño, tal vez. Entonces no sabía que me iba a convertir en
un... triunfador. Qué pena que no estuviera hoy aquí. Se lo habría demostrado —dijo Charlie
en un tono amargo.
—Papá ya lo sabía. Lo de demostrar.
Ahora era Charlie quien no entendía nada, y Raymond se dio cuenta.
—Yo dije: ¿dónde está mi hermano Charlie Babbitt? Y papá me dijo: está en California. Y
algún día... —Raymond se detuvo para llevarse la lata de cerveza a los labios y tomar un trago
—. Algún día demostrará lo que vale.
El cielo se oscureció, y se volvió a iluminar, otra vez hubo oscuridad y luego luz, y el
mundo se había vuelto del revés. Todo el rencor que llevaba diez años guardando en su
corazón cayó por los suelos, como la cerveza que había vertido con sus dedos temblorosos. Su
padre le había querido.
Demostrará lo que vale. Sanford Babbitt había dicho eso. A pesar de todo había querido
a su hijo, y Charlie nunca lo supo, y ahora ya era demasiado tarde. Demasiado tarde. Por
primera vez en su vida Charlie no pensó en el dolor que su padre le había causado, sino en el
dolor que él le había causado a su padre. Tanto dolor y tantos años. Primero por Raymond,
luego por la muerte de su esposa, y luego por Charlie, en quien había puesto todas sus
esperanzas y toda su ilusión. Y todo para nada. Porque padre e hijo no habían llegado a
conocerse nunca.
Los labios de Charlie temblaban y desvió la mirada. Cuando volvió a mirar a Raymond,
éste le estaba mirando con unos ojos muy preocupados. Raymond. Su hermano. Su Rain Man.
Charlie acercó su cara a la de Raymond y le miró a los ojos.
Su frente casi tocaba la de su hermano.
Y Raymond inclinó la cabeza hacia Charlie de modo que ambas frentes se apoyaron la
una en la otra. Era la segunda vez que Raymond le tocaba. Los dos hermanos se miraron a los
ojos. Y, a pesar de lo que los médicos habían dicho o iban a seguir diciendo, los dos hermanos
conectaron, conectaron de verdad.
—Como un abrazo en secreto —murmuró Charlie.
—Sí, la verdad es que soy un conductor muy bueno -dijo Raymond.

Capítulo trece

Charlie Babbitt estaba listo para el ataque; iba a defenderse con todas las tretas y
astucias que había aprendido en sus diez años de lucha solitaria. El y Rain Man iban a salir
airosos de aquello, es decir, siempre que Raymond se hubiera aprendido de memoria su papel
y supiera cómo desempeñarlo. Aquellos malditos psiquiatras se darían cuenta por fin de que
los hermanos Babbitt eran dos huesos muy duros de roer. Después de todo, ¿quién tenía más
derecho sobre Raymond, un sanatorio cualquiera de deficientes mentales o su propio
hermano?
Aun así, mientras llamaba al ascensor desde el garaje subterráneo del Roxbury Drive
Building, Charlie tuvo que darse ánimos una vez más. ¿Quién puede más? Nosotros podemos
más. Los hermanos del infierno.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

Se habían puesto los trajes italianos con las corbatas a juego que habían utilizado en Las
Vegas. Tenían un aspecto imponente, como si fueran dos peces gordos. Charlie puso una
sonrisa forzada en su cara y sopesó su maletín mientras llegaba el ascensor.
La puerta del despacho tenía una sencilla placa de bronce en la que se podía leer: PHILIP
MARSTON, M.D. Charlie empujó la puerta para abrirla y dejó entrar a Raymond primero. Como
siempre, Raymond se detuvo en el umbral, bloqueando el tráfico. Estorbado por Raymond,
Charlie no podía avanzar y tuvo que conformarse con asomar la cabeza por encima del hombro
de su hermano.
—Ah, ¿señor Babbitt? —exclamó aquella voz con acento británico que Charlie había oído
en su contestador automático. Era la secretaria de Marston, una chica guapa y esbelta que
tenía la palabra «eficacia» escrita en la frente. Haciendo juego con ella, aquella oficina también
tenía un aire de lujo sosegado y de categoría. La zaraza de las sillas estaba gastada, pero en
las paredes había cuadros muy importantes; y una pecera con peces tropicales, como era de
esperar. Charlie se preguntó si habría algún psiquiatra en América que no tuviera una pecera
en su despacho.
Raymond asintió con la cabeza. Él era el señor Babbitt.
—¿Un café? –preguntó la joven en un tono amable. Llevaba una bandeja en la mano con
dos tazas, una cafetera y un poco de leche y azúcar. Raymond sacudió la cabeza. No, no
quería café.
—Por favor, tome asiento. En seguida le atendemos. —Y diciendo esto desapareció por la
puerta del despacho de Philip Marston. Charlie siguió a Raymond y los dos se sentaron. Charlie
quiso aprovechar la oportunidad para atar los cabos sueltos con su hermano.
–Bien. ¿Te acuerdas de todo?
—Claro que sí.
–No, no digas «claro». Prohibido decir «claro».
–Claro.
–En fin... Estáte quieto. No muevas las manos. No levantes la voz. No empieces a mirar a
tu alrededor. —Y aquí Charlie imitó las nerviosas inclinaciones de cabeza de su hermano–. No
escribas. No hables de prisa. Y, sobre todo, no... ¿qué?
–No murmures –dijo Raymond–. No tartamudees. No lances pelotas de béisbol. Prohibido
batear pelotas de béisbol.
Charlie asintió con la cabeza en señal de aprobación. —¿Y qué dirás si te preguntan por
la mano? –le preguntó mirando su mano vendada.
Raymond hizo como que conducía un volante imaginario y empezó a fingir que estaba
conduciendo un coche. Perfecto. Todo estaba preparado. Charlie, sonriendo, se inclinó sobre su
hermano para alisarle las solapas del traje y para ponerle bien la corbata.
—Lo conseguirás —le dijo a su hermano en voz baja—. Harás que me sienta orgulloso de
ti.
Charlie desabrochó el cinturón de Raymond para ponerle los pantalones en la cintura, y
no en el pecho, que era donde los llevaba. Luego volvió a abrocharle el cinturón, sacó un peine
y peinó perfectamente el cabello de Raymond. ¡Vaya! Estaba impecable.
Raymond le quitó el peine a su hermano y empezó a peinar a Charlie, logrando
despeinarle del todo. Luego desabrochó el cinturón de Charlie y le subió los pantalones lo más
alto que pudo. ¡Vaya! Ahora sí estaba impecable.
—Tú vales —dijo Raymond.
Charlie sonrió y abrió su maletín. Dentro había todas las cosas de Raymond, todo lo que
llevaba siempre en su mochila.
—Bueno, recuerda que todo está aquí dentro. Si empiezas a echar de menos algo, o
empiezas a pensar en cualquier cosa de éstas, recuerda que has de mirar mi maletín. Entonces
recordarás que no te falta nada. ¿Lo ves? Los calcetines, el televisor de bolsillo, todos tus
cuadernos. –Metió la mano y sacó el rojo para enseñárselo a Raymond–. Mira, aquí tienes la
lista de daños graves.
Charlie empezó a pasar las páginas hasta que pudo leer su nombre: Charlie Babbitt es el
número dieciocho. En 1988. Junto al nombre de Charlie, Raymond había dibujado una
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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

estrellita, un asterisco que quería decir: Ver nota. Charlie miró al final de la página. Allí vio
otra vez otra estrellita, y al lado unas palabras: Charlie Babbitt está perdonado. 18 de julio de
1988.
Perdonado. Charlie se quedó mirando las palabras hasta que se le hicieron borrosas.
Perdonado. ¡Dios mío, aquello significaba mucho! Quiso compartir aquel momento con su
hermano. Pero cuando Charlie levantó los ojos Raymond estaba concentrándose en la pecera.
—Qué pena —murmuró Raymond con satisfacción—. Pobres peces.
–¿Puedes... escucharme? –preguntó Charlie con suavidad.
Pero Raymond estaba demasiado ocupado con los peces para contestar.
—Ray, mírame.
Raymond debió comprender el tono inquieto de su hermano, porque en seguida dejó de
mirar los peces para mirar a Charlie. Las palabras de Charlie salieron muy despacio y con
mucha dificultad, y eran muy distintas de las que siempre decía con aquel tono confiado e
impetuoso.
—Si necesitara... hablar con alguien. Sobre algo importante... sólo por hoy... —Miró
fijamente a su hermano. Se preguntó si entendería lo que estaba tratando de decirle—.
¿Puedes escucharme? ¿Harás un esfuerzo para... escucharme de verdad? Aunque sólo sea por
esta vez.
Raymond inclinó la cabeza y meditó sobre aquello. Luego empezó a asentir con la
cabeza, y estuvo asintiendo durante casi un minuto mientras Charlie esperaba pacientemente
a que se detuviera. Cuando al final lo hizo, Charlie habló con mucha suavidad, pero no pudo
disimular su angustia. Aquello era muy importante para él.
—Ray, no sé lo que quiero. Supongo que es algo de familia, ¿no?
Raymond no captó aquella broma un poco amarga, pero Charlie no esperaba otra cosa.
—No hay nada en el mundo que yo quiera —continuó Charlie mientras la voz le temblaba
un poco. Se sentía confundido, perdido y desesperado. Cosas con las que nunca había
aprendido a convivir. Charlie Babbitt siempre había sabido lo que quería y siempre lo había
conseguido. Pero todo aquel sistema de valores estaba ahora en ruinas y a sus pies.
—Ray... ¿adónde voy? —preguntó a Raymond.
Había preguntas para las que Raymond Babbitt tenía la respuesta apropiada. ¿Cuántos
palillos hay en el suelo? ¿A qué hora empieza Wapner en el este? ¿Y en la otra costa? ¿Cuánto
dinero ha ganado determinado concursante en La rueda de la fortuna, y cuándo, y diciendo
qué? Pero no tenía ninguna respuesta para la pregunta de Charlie Babbitt.
Y Charlie Babbitt lo sabía. Aun así, se agarró desesperadamente a lo que había
conseguido de Raymond y que era sólo suyo. El perdón. De todos los que estaban en la lista
de daños graves sólo había borrado a Charlie Babbitt. Tenía que ser por algo. Allí estaba,
escrito en negro sobre blanco en el cuaderno rojo. Charlie volvió a leer aquella bendita
palabra.
La secretaria del doctor Marston volvió a hacer acto de presencia. Vio a los dos hermanos
sentados uno al lado del otro. El mayor tenía un aspecto impecable, con el pelo perfectamente
peinado y una mirada inteligente. Pero el más joven, ese que era autista, estaba despeinado y
vestía un traje como el del señor Babbitt pero de un modo ridículo, y no dejaba de mirar un
pequeño cuaderno rojo. Probrecillo.
—Cuando quiera, señor Babbitt; el doctor verá en seguida a su hermano —dijo en un
tono seco. Pero a Raymond.
Raymond asintió y se levantó poniéndose bien la chaqueta como había visto hacer a
Charlie muy a menudo. Se volvió hacia su hermano y le hizo un gesto apremiante con la
cabeza.
La secretaria se dirigió a Charlie en un tono maternal y protector.
—¿Quieres tomar algo? ¿Zumo de manzana? ¿Seven-up?
Charlie se la quedó mirando por un instante mientras sintió unas ganas irresistibles de
soltar una carcajada, pero hizo todo lo posible por contenerse, y no dijo nada. Se levantó, se
alisó un poco el cabello, se puso los pantalones como Dios manda y cogió su maletín.

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

—Un bourbon con soda —le dijo a la sorprendida secretaria mientras pasaba por delante
de ella para entrar en el despacho particular del doctor Marston. Pero en su interior sintió un
arrebato de triunfo que se mezclaba con las ganas de reír. Lo había conseguido; él solo había
conseguido llevar a Raymond hasta un punto en que pudiera engañar a una sofisticada
secretaria británica. ¡Tres hurras por Charlie Babbitt! Aquello le animó; estaba preparado para
todo.
El doctor Bruner también se encontraba en el despacho del doctor Marston. Los dos
expertos los estaban esperando.
—Buenos días, Raymond —dijo el doctor Bruner—. Vas muy elegante. Ese traje te sienta
muy bien.
Raymond contestó con el silencio a aquel cumplido, pero empezó a recorrer con la
mirada el despacho de Marston, fijándose en el Degas que había en la pared y unas grandes
estanterías atiborradas de libros. Cientos y cientos de libros.
—Raymond, te presento al doctor Marston. —En contraste con aquella decoración tan
elegante, Marston parecía un tipo de lo más vulgar. Llevaba una camisa deportiva y unos
vaqueros en lugar de un traje; no llevaba corbata, ni americana y tenía la camisa
arremangada. Era más joven que el doctor Bruner y también inspiraba más confianza.
–¿Son todos... son todos suyos? –preguntó Raymond.
—Se refiere a los libros —intervino Charlie—. Está admirando su biblioteca.
—Te gustan los libros, ¿verdad? —dijo Marston en un tono amable.
—A Raymond le encanta la lectura —dijo el doctor Bruner—. Se acuerda hasta de la
última palabra. Es un fenómeno.
Raymond no dijo nada y Charlie creyó que era mejor mantener la boca cerrada.
—¿Qué te ha pasado en la mano, Raymond? —dijo el doctor Bruner. A Charlie le dio un
vuelco el corazón. Empezaba la batalla—. ¿Cómo te has herido?
Hubo una pausa durante la cual Charlie contuvo el aliento. Si Raymond no le contaba la
excusa tal como habían ensayado...
—En el coche de papá —dijo Raymond tal como lo habían preparado—. La puerta se
cerró. Aquí. —Y señaló el reverso de la mano.
—Ya veo —dijo Marston reclinándose en su asiento y mirando a los dos hermanos con
atención. Luego se dirigió a Charlie—. Señor Babbitt, ya sabrá que esto no es ningún
procedimiento legal. Aquí no hay abogados, ni juez, sólo estamos los que... nos
preocupamos... de Raymond.
Cuidado. Había algo en el tono del doctor Marston que puso a Charlie en guardia.
—Es muy difícil tener que decirle algo así, señor Babbitt —siguió diciendo el doctor—,
pero...
—Ya está todo decidido, ¿no? —le interrumpió Charlie con un tono airado. Apretaba los
dientes y sus ojos echaban fuego. Miró a Marston y luego a Bruner; se habían puesto de
acuerdo como ya esperaba. Ellos pensaban que Charlie no tenía nada que hacer. ¡Bueno, pues
iban apañados! No iba a dejarse intimidar por nadie.
El doctor Marston sacudió la cabeza, pero aun así Charlie podía leer con toda claridad lo
que decía la expresión de aquella cara: «Tú pierdes, pedazo de burro.» No iban a darle
ninguna oportunidad. No les interesaba saber si Raymond había hecho progresos o si ya podía
apañárselas consigo mismo y con el mundo. «Tú pierdes.» Bien, pero no pensaba rendirse sin
dar batalla. Aún quedaban unos cuantos asaltos antes de que Charlie Babbitt cayera por k.o.
—No soy ningún juez, ni tampoco ningún jurado —dijo Marston con suavidad—. Sólo soy
un médico que ha de recomendar algo a un tribunal. Wallbrook es la mejor solución —siguió
diciendo Marston—. El doctor Bruner goza de mucho prestigio, se lo advierto, de mucho
prestigio. Su hermano no puede curarse. Su caso está minuciosamente documentado.
Charlie se levantó con una expresión de escepticismo y un tono de voz muy frío.
–Bien. Vámonos, Ray, no perdamos más el tiempo con estos tipos. Vamos a jugar un
rato al béisbol. Bien, señores, nos veremos en el tribunal.
—Un momento, hijo —dijo Bruner—. El doctor trata de que entiendas algo. No somos tus
enemigos.
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—Claro, muy bien —dijo Charlie desdeñosamente—. Nadie quiere encerrarme para el
resto de mis días. —Ahora empezaba a hablar en un tono indignado—. ¡Pero aunque lo
consiguieran, hay una sola persona en esta habitación y en este mundo que me defenderá
hasta el final y es ese hombre!
Todos se volvieron hacia Raymond, que había cogido el televisor de bolsillo del maletín
de Charlie y estaba cambiando los canales, ausente de lo que pasaba a su alrededor.
Parecía cualquier cosa menos un héroe.
—¡Y si creen que van a poder separarnos, pueden prepararse!
—Basta, Charlie —dijo el doctor Bruner con calma pero con autoridad—. Ya sabes que tu
padre, a pesar de todos sus defectos, nunca dejó que su egoísmo se impusiera a la verdad. Me
refiero a tu hermano.
—Egoísmo, ¿eh? —gruñó Charlie—. Seamos sinceros. Ray ha hecho más progresos
estando conmigo seis días que los que ha conseguido con usted durante veinte años. ¡Y usted
no puede soportarlo! ¡Esa es la verdad!
Marston y Bruner intercambiaron una mirada significativa. Entonces, el doctor Marston se
volvió hacia Raymond.
—Ray, vaya viajecito que has hecho con tu hermano. ¿Qué ha pasado?
Sin dejar de mirar la pantallita, Raymond contestó:
—He visto la tumba de papá. Y he jugado a cartas. Y he ganado a Charlie Babbitt. Y he
conducido el coche...
—¡Vaya! —exclamó el doctor Marston con una carcajada—. Un viaje muy agitado. —Y le
preguntó a Charlie—: ¿Ha conducido un coche?
Raymond intervino antes de que Charlie pudiera explicárselo. Raymond estaba ansioso
de contar lo que le había pasado durante aquellos días tan emocionantes.
—¡Sí, muy rápido! Y he conocido a una prostituta, y...
—Háblame de eso —dijo el doctor Marston arqueando las cejas.
—Se llama Iris. Es guapa.
Charlie empezaba a sentirse incómodo. Nada de lo que estaba diciendo Raymond
formaba parte de las excusas que habían ensayado con tanto cuidado. El juego, los coches y
las mujeres de vida sospechosa no eran precisamente buenos ejemplos del amor fraterno y del
cuidado que ha de recibir un autista. ¡Todo estaba saliendo mal! ¡No tenía que salir así! Pero
no se atrevió a interrumpir a Raymond, sólo Dios sabía lo que aquello podía desencadenar.
—¿Dónde has conocido a Iris, Raymond? —preguntó el doctor Bruner.
—Donde se beben bebidas.
—En un bar —dijo Bruner, y Raymond asintió. En un bar—. ¿Y cómo sabías que era una
prostituta, Raymond?
—Me lo dijo Charlie Babbitt. Dijo que una prostituta trata bien a un hombre por dinero.
Dijo que la gente se porta bien con dinero. Me dio dinero para dárselo a ella...
Charlie tuvo que intervenir.
—Sólo iba a bailar con él. ¡Era totalmente inocente! —¿Ya sabía lo que Raymond iba a
hacer si una chica guapa le abrazaba? —preguntó Bruner.
—¡Bailaría con ella! —gritó Charlie.
Marston y Bruner sonrieron, pero Raymond dijo tranquilamente:
—He bailado con Susanna.
Es difícil decir quién se sorprendió más, los médicos o Charlie. ¿Con Susanna? ¿Por qué
no se lo había dicho ella?
—Pero no como Charlie Babbitt —añadió Raymond. Todas las cabezas se volvieron hacia
Raymond, y el doctor Marston preguntó:
—¿A qué te refieres, Raymond?
Era una pregunta comprometida. Raymond entrelazó los dedos de ambas manos y
empezó a retorcerlos, señal de que estaba inquieto y empezaba a angustiarse. Hablaba muy

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Rain man. El hombre de la lluvia Leonore Fleischer

de prisa, en un chorro de palabras que iban tropezando unas con otras, con pausas de terror
entre ellas.
—Charlie Babbitt... me agarró mal. Siguió agarrándome... vamos, los hermanos... hacen
esto, y... no pasa... nada... —Raymond se agitaba cada vez más a medida que hablaba, y
aquel cuerpecillo empezó a temblar—. Daños graves... daños graves, y que yo... yo sería
número uno de daños graves en... en... mil novecientos ochenta y ocho... y... —Raymond se
volvió y miró directamente a Charlie—. Y que... no... éramos... no éramos... hermanos.
«¡Dios mío! ¡He hecho lo que he podido! ¡Lo he hecho todo mal! ¡Todo!», pensó Charlie
dándose cuenta de todo. Por primera vez veía la otra cara de la moneda, el mal efecto que
había causado en Raymond. Charlie exclamó profundamente arrepentido:
—Creía... que me habías perdonado.
—A veces —dijo Raymond.
A veces. Charlie suspiró desde el fondo de su corazón y se volvió hacia el doctor Bruner
para tratar de explicarse.
—Me equivoqué. Quise que me abrazara. Creía que yo... era... el único que conseguiría
acceder a él... haciendo que abrazara a su hermano... y que besara a una chica.
—¡He besado a una chica! —exclamó Raymond en un tono triunfante.
Todos los de la sala se quedaron de piedra.
—¿Besaste a Iris? —le preguntó Charlie sin acabar de creérselo.
Raymond sacudió la cabeza.
—No, Susanna. En el ascensor. Después de bailar.
Un silencio cayó sobre aquellos tres hombres que contemplaban aquel milagro. Entonces,
el doctor Marston dijo en un tono suave:
—Así que has besado a una chica. Dime, Raymond, ¿qué te ha parecido?
—Mojado.
Era sensacional. Charlie se permitió una sonrisita de triunfo, que Marston advirtió y
comprendió perfectamente.
—La condición de Raymond es seductora —le dijo el doctor a Charlie—. Para todos
nosotros. A todos nos gustaría ser los únicos. Eso forma parte de tu encanto, Raymond.
Raymond asintió mostrando su total acuerdo.
—Te ha gustado salir de casa unos días, ¿verdad? ¿Te has divertido?
Raymond volvió a decir que sí con la cabeza.
—Pero ahora es hora de volver —dijo Marston con suavidad pero con firmeza.
¡Ni hablar! ¡Tendrían que pasar por encima del cadáver de Charlie Babbitt!
—¡Escuchen! —gruñó Charlie levantándose—. No queremos dinero del doctor ni tampoco
su consejo paternal. ¡Abran los ojos! Ray y yo estamos muy bien juntos.
El doctor Bruner llevaba varios minutos sin decir nada, pero ahora se sentó en el borde
de la silla y clavó los ojos en Raymond.
Era hora de averiguar si era verdad que estaban tan bien juntos.
—Dime, Raymond. ¿Qué te has hecho en la mano? Dime la verdad.
Raymond apartó los ojos de la mirada del doctor.
—Claro, la puerta del coche de papá se... y entonces... —dijo balbuceando.
—Cuando dice «claro» es que está angustiado —dijo Bruner a Marston—. Es como si
estuviera...
—Como si estuviera mintiendo —le interrumpió Charlie—. Lo hace por mí. Fue un error
mío. Ocurrió cuando le estaba abrazando. Le abrazaba con fuerza y no le dejaba ir. Creía que
si le tenía... en mis brazos... íbamos a conectar. Que él... tal vez... comprendería que yo le
quería. Pero se volvió loco. Empezó a morderse la mano. —Charlie se volvió hacia el doctor
Marston con una mirada suplicante—. Me equivoqué. Me equivoqué. Pero aprendí la lección. Se
lo prometo...

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Pero el doctor Bruner se levantó sacudiendo la cabeza con tristeza, y Charlie supo
entonces que había perdido. Todo estaba a punto de acabar.
—Lo has intentado, Charlie, pero esto ha sido la gota que ha colmado el vaso.
Bruner tenía razón. Sólo unos psiquiatras profesionales podían comprender y tratar a
alguien como Raymond. Charlie ignoraba muchas cosas aunque tuviera la mejor intención del
mundo.
Pero no dejaba de ser irónico. Lo que más había impresionado de lo que había hecho
Raymond en aquella habitación no tenía nada que ver con bailar, o conducir un coche, o jugar
a las cartas, o besar a una chica. No, lo más extraño era que había mentido. Había mentido
para proteger a su hermano, a Charlie Babbitt. Pero los autistas no mienten. La mentira
implica un propósito, una intención, un fin que debe conseguirse; la mentira implica una razón
por la cual se miente. Los autistas como Raymond, por muy desarrollados que estén, no tienen
nada de eso. No tienen propósitos; no dicen mentiras.
Aunque Charlie no lo sabía, tanto Bruner como Marston se dieron cuenta en seguida de
aquello. Los dos médicos supieron al instante que entre los hermanos Babbitt existía una
verdadera conexión, que Raymond había logrado relacionarse con otro ser humano. Era un
milagro.
Sí, tal vez era un milagro, pero sólo un milagro pasajero. Como la rana del pozo del
clásico problema de álgebra, un autista puede subir un poco hacia la salida del pozo, pero está
condenado a caer de nuevo. En el problema, al final la rana consigue salir del pozo, pero en la
vida real, el autista nunca lo hace. El pozo es demasiado profundo y la rana demasiado débil.
Ya era hora de que el doctor Bruner se lo demostrara a Charlie. El psiquiatra se acercó
hasta donde Raymond se sentaba agarrando nerviosamente el pequeño televisor que Charlie le
había comprado.
—Raymond, ¿qué quieres?
La reacción no se hizo esperar y era del todo predecible. Raymond en seguida se sintió
más confuso. Se retorcía las manos sin piedad, mientras sacudía su cuerpo en la silla. Empezó
a desorbitar los ojos.
Si lo que Bruner quería era dejar bien claro que tenía delante a un deficiente, ya lo había
conseguido. Pero quería más. Quería aclarar el asunto de una vez para siempre, no sólo a su
colega Marston sino también a Charlie Babbitt. Raymond no podía curarse. Pensar o esperar
otra cosa era un ejercicio ocioso y destructivo que a la postre perjudicaba a Raymond Babbitt.
—Dime, Raymond. ¿Qué quieres? —preguntó aumentando el tono de voz.
Raymond se retorcía en su agonía, incapaz de pensar o de hablar. Trató de mirar a
Charlie, pero Bruner se interpuso para evitar que viera a su hermano.
Raymond emitía pequeños quejidos y empezaba a respirar con dificultad. Se estaba
descomponiendo a toda velocidad, retirándose hacia ese mundo escondido de rituales
protectores que con tanto empeño Charlie había intentado quitarle.
—¡Mírame! —le gritó el doctor Bruner—. ¿Qué quieres?
—¡Basta! —gritó Charlie, desesperado—. ¡Eso le vuelve loco! ¡Y él lo sabe! —Charlie pidió
ayuda al doctor Marston después de lanzar una mirada de odio a Bruner.
Pero Marston observaba a Raymond con curiosidad científica.
—¿Qué pasa? ¿Por qué hace eso?
—Porque no le gusta que le pregunten así —contestó Charlie.
El doctor Bruner insistía tratando de llevar su demostración al límite, para probar que las
deficiencias de Raymond Babbitt no tenían remedio y para dejarlo bien claro.
—Tienes que decírmelo, Raymond —insistió mientras Raymond empezaba a murmurar
frenéticamente en voz baja—. Tienes que decírmelo ahora. ¿Qué quieres?
Raymond estaba ausente, tan lejos de la realidad y tan encerrado en sí mismo que nada
ni nadie podía rescatarle. Se cayó de la silla sin dejar de murmurar, se puso de rodillas y
empezó a balancearse hacia adelante y hacia atrás, incapaz de ver nada con los ojos. Los
dientes le castañeteaban y empezó a temblar como si desde las profundidades de la tierra le
llegara un frío terrible que penetraba por su carne hasta atenazar los huesos del pobre
Raymond.
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—La razón no está en que no le gusta —explicó el doctor Bruner a su colega—. La razón
es que se asusta y se queda paralizado porque no sabe qué decir.
Raymond seguía murmurando angustiado, pero había elevado un poco el tono de la voz,
lo suficiente para que se le oyera perfectamente:
—C-h-a-r-l-i-e... C-h-a-r-l-i-e... C-h-a-r-l-i-e... —repetía Raymond. Eran como palabras
mágicas que pronunciaba para protegerse.
—Sí sabe qué decir —dijo Charlie abalanzándose sobre Bruner para acercarse a su
hermano. Charlie se arrodilló junto a él en el suelo y quiso tocarle con suavidad. Pero antes de
llegar a rozar la cara de Raymond, Charlie se acordó y la retiró en seguida.
—Ray. Mírame. Por favor —le rogó.
Raymond levantó los ojos para mirar a su hermano en medio de los temblores de su
cabeza y con una lentitud angustiada. Sólo le separaban unos cuantos centímetros.
—Dime, Ray —dijo Charlie casi en un susurro—. Dímelo porque quiero saberlo de verdad.
¿Qué es lo que quieres? Sus miradas se encontraron.
—¿Qué quieres, Charlie Babbitt?
Charlie sonrió a su hermano y sacudió la cabeza.
—No. ¿Qué quieres, Charlie?
Raymond dudó por un momento y luego dijo:
—No. ¿Qué quieres, Charlie?
—Te quiero... a ti.
—Charlie se levantó y miró a los dos médicos. Sí —confesó esbozando una sonrisa—.
Necesito a mi hermano. —Era la primera vez que admitía necesitar algo en toda su vida. Y
sabía que aquello le iba a ser negado.
—C-h-a-r-l-i-eeeee —dijo Raymond sabiendo que aquello siempre hacía sonreír a Charlie
—. C-h-a-r-l-i-eeee.
Charlie volvió a caer de rodillas junto a Raymond. Se sentía lleno de amor y aquello le
daba fuerzas y le acobardaba al mismo tiempo. La batalla había terminado definitivamente.
Pero Charlie no era el perdedor; Raymond era el ganador. En la batalla que allí había tenido
lugar, el doctor Bruner les había mostrado la peor parte de Raymond, de la misma manera que
Charlie había mostrado la mejor. Y Raymond era las dos cosas: la mejor y la peor. Raymond
volvería a Wallbrook, donde le cuidarían y le atenderían. Pero volvería recordando cosas que
antes no tenía, cosas para volver a recordar y vivirlas de nuevo. El partido de béisbol, donde
Rain Man había machacado al Martillo. El baile en el ascensor. El beso. El gran triunfo con las
cartas en Las Vegas. Recuerdos de un hermano, de Charlie Babbitt. No, de Charlie.
—Mira —le dijo Charlie muy despacio—, a lo mejor te separan de mí.
Todos se dieron cuenta de que Raymond estaba pensando en aquello. Entonces se metió
la mano en su bolsillo, sacó la cartera y extrajo aquella fotografía tan desgastada y que ahora
también tenía manchas de agua después de aquel naufragio en la bañera. Era una fotografía
conmovedora, con un Raymond de dieciocho años y un Charlie de dos. Rain Man y Charlie.
Hermanos. Le dio la foto a Charlie y le cerró los dedos con la mano. Había tocado a Charlie.
Raymond cogía la mano de Charlie. Los segundos iban pasando en el más absoluto
silencio, y Charlie se echó a llorar con lágrimas de pena y de cariño. Lágrimas porque le
separaban de su hermano, aunque sabía que volverían a estar juntos, que Charlie iría a
visitarle, y entonces... ¡se lo pasarían en grande! ¡Los hermanos Babbitt, sí, los terribles, los
invencibles hermanos, volverían a las andadas!
El doctor Bruner sonrió al ver juntas las manos de ambos hermanos y al ver que se
apoyaban el uno al otro con la frente. Habían estado juntos sólo una semana, pero en tan poco
tiempo era evidente que Raymond le había hecho mucho bien a Charlie.

FIN

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