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Cerebros… al ataque

La invasión de los cerebros

Osvaldo Aguirre
“Cerebros, cerebros, qué delicia”, canta una criatura extraterrestre de un
solo ojo y largos tentáculos que se alimenta de cerebros en la serie Bill y Mandy.
Lejos de ser una pieza original, la canción remite a una extensa tradición del cine y
la literatura que toma al cerebro humano como tema y objeto de indagación, en
una saga que puede extenderse desde los cortometrajes del cine mudo a
superproducciones recientes y desde clásicos del relato fantástico, como
Frankenstein, de Mary Shelley, hasta alcanzar un género específico al que la
crítica actual llama neuronovelas.
Las representaciones del cerebro en la ficción y el imaginario en torno a los
trasplantes, los recuerdos y la amnesia en el cine y la literatura constituyen uno de
los capítulos de ¿Somos nuestro cerebro? La construcción del sujeto cerebral, un
estudio de los investigadores Fernando Vidal (Buenos Aires, 1957) y Francisco
Ortega (Madrid, 1967). Publicado por Alianza en Madrid, el libro es desde el título
un análisis crítico del neurocentrismo, la idea generalizada a través de la ciencia
respecto de que el ser humano se define en función del cerebro.
En ese marco, el cine y la literatura se revelan como formas que incorporan
la “ideología cerebralista”, según dicen Vidal y Ortega, y al mismo tiempo la
cuestionan. La bibliografía y la filmografía citadas son amplias y diversas: Philip K.
Dick, Michael Crichton, Ian McEwan, William Gibson, entre otros escritores, y la
saga de películas sobre Frankestein, El hombre que trocó su mente (Robert
Stevenson, 1936) y El hombre del cerebro trasplantado (Jacques Doniol-Valcroze,
1971), como algunos de los títulos destacados en el cine. También hay una
remisión a Dormir al sol (1973), novela de Adolfo Bioy Casares que relata el
trasplante de un alma humana a un perro, y las referencias podrían extenderse a
personajes notables de la historieta argentina, como el Mano que controla con su
cerebro a los escarabajos y hombres robot, en El Eternauta, de Héctor Oesterheld
y Francisco Solano López, y el científico que dirige a los “ojos de plomo” en la
entrega inicial de Mort Cinder, de Oesterheld y Alberto Breccia.
Fernando Vidal continúa el análisis en otro libro que la editorial Amsterdam
University Press publicará este año en inglés, Performing Brains on Screen,
dedicado a la puesta en escena del cerebro en el cine. Graduado en el Colegio
Nacional Buenos Aires -“soy de una promoción donde hubo muchos
desaparecidos”-, en 1977 obtuvo una beca para continuar estudios universitarios
en el extranjero. Después de licenciarse en psicología y en historia de las ciencias
en las universidades de Harvard, Ginebra y París, se doctoró en Ginebra y entre
2000 y 2012 fue Investigador del Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia de
Berlín; a partir de ese año se estableció en España, donde es profesor en la
Institución Catalana de Investigación y de Estudios Avanzados, de Barcelona, y en
la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona.
“No era el tipo de cine que en principio me interesaba -cuenta Vidal, por
videollamada, a propósito de su nuevo libro-. Llegué a las películas de serie B a
partir de observar cómo en ellas el cerebro se vuelve una especie de protagonista:
hay cerebros que flotan, que son actores ellos mismos, que vienen de otro
planeta, que en general tienen intenciones malvadas y quieren dominar a la
humanidad. Empecé a fascinarme por el tema”.
La filmografía que consultó para su investigación incluye más de doscientas
películas. “Obviamente no es todo -aclara Vidal-, y entre ellas hay una sola que no
he visto, La verdad sobre el hombre mono, un corto francés de 1906 en el que un
hombre recibe el cerebro de un mono por trasplante y hace monerías. Son los
principios del cine, asociados al teatro de variedades, a la pantomima, al circo.
Busqué en archivos y escribí a la Cinemateca Francesa, pero hasta ahora no la
conseguí y no me consta que sea una película desaparecida. Fue un principio
para el libro: no hablar de películas que no hubiera visto”.
-En el libro con Ortega plantean que cuando la ficción incorpora temas
científicos no puede ser valorada por el rigor con que trata esas cuestiones
sino por sus significados. También dicen que las ambivalencias y
contradicciones de la ficción no son defectos sino una muestra de la
complejidad de los temas y de su carácter abierto. Es una mirada poco
frecuente en la ciencia a propósito de la producción cultural.
-La pregunta suele ser si el cine representa bien a la ciencia, si es exacto.
Muchos comentaristas, especialmente cuando vienen de la filosofía, se olvidan de
que la mayoría de las películas están hechas con objetivos comerciales. Hay un
contexto que determina aspectos, como la duración y los recursos de producción.
El cine no está obligado a tener una intención didáctica y tampoco hay que
pedírsela. Además de la exigencia pedagógica, el comentario filosófico encuentra
a veces significados muy profundos. No digo que no sea un ejercicio interesante,
pero se olvidan de las condiciones de producción, de los objetivos específicos de
las películas y de las condiciones internas de la producción cinematográfica.
-¿Qué películas serían particularmente representativas?
-Por ejemplo las películas de Frankenstein. A partir de los años 40, el tema
original de la creación de la vida es reemplazado por los trasplantes de cerebro.
Uno puede decir que en las culturas donde se producen estas películas cunde la
idea de que somos nuestro cerebro y los trasplantes la ponen en escena, pero al
mismo tiempo la continuidad está dada por razones internas de la producción
cinematográfica como el éxito de público o cuestiones de marcas. Cuando la
producción de Frankenstein pasó de la Universal Pictures a Hammer, en los años
70, Hammer no pudo retomar la figura del monstruo porque estaba protegida por
un copyright. Explotaron entonces otra veta. Hay condiciones que no responden a
una significación demasiada profunda sino a la producción. En otra película
excelente, ¡Huye!, de Jordan Peele (Get Out, 2017), gente blanca rica en EEUU
busca a personas negras jóvenes atractivas y de buena salud para hacer
trasplantar sus cerebros a esos cuerpos. Además del tema tradicional del
trasplante y de la inmortalidad, la película retoma cosas que se encuentran en
películas anteriores, del cine B, a través de homenajes y citas. Lo interesante es la
continuidad del tema a través de un siglo, porque habla de una convicción en
nuestra cultura, reforzada por las neurociencias contemporáneas, de que somos
nuestros cerebros. Peele combina aspectos muy antiguos -la manera de hacer el
trasplante serruchando el cráneo, por ejemplo- con una escenificación moderna,
pero el tema principal de la película no es el sujeto cerebral o el trasplante sino el
racismo. Hay varias películas que ponen en escena trasplantes de cerebros para
mostrar los problemas raciales en EEUU.
-Además de buscar temas, ¿qué hacen el cine y la literatura con las
ideas que toman de las neurociencias?
-Ese es un punto fundamental. La gran belleza, el valor cultural de estas
producciones es que pueden presentarnos posiciones contradictorias sin tener que
resolver la cuestión. El esquema típico es que la película empieza con la idea
evidente de que somos nuestro cerebro, de que la persona está ahí donde está su
cerebro, etcétera, pero los elementos siguientes problematizan esa creencia y la
dejan abierta, como si dijeran que también somos otras cosas, que también somos
nuestras relaciones, nuestras circunstancias en la política. La metáfora del cine o
de los comics como reflejo de una realidad externa me parece empobrecedora
para entender la cuestión, más bien la veo como una totalidad donde los
elementos de la cultura interactúan con los elementos de la ciencia. La primera
película sobre Frankenstein (Frankenstein. The man who made a monster, James
Whale, 1931) es un ejemplo paradigmático. Como dice el doctor Frankenstein, la
ciencia y la antropología de la época aceptan como algo banal que la forma del
cerebro revela las características de las personas. Mirando un cerebro fuera del
cuerpo, simplemente, se podía señalar el lugar de la criminalidad: era una idea
que no sorprendía a nadie, la película incorpora una creencia común. Por otro
lado, el doctor afirma que no se da cuenta de que trasplanta a la criatura el
cerebro de un criminal, pero la película lo contradice, porque muestra que la
violencia del monstruo se produce como reacción a las agresiones de los
humanos. Lo que me parece culturalmente significativo es que los comentarios
posteriores retoman lo que el doctor declara como explicación de lo que pasa en la
película, es decir, que la criatura se vuelve violenta por tener un cerebro criminal, y
esto hasta hoy, prácticamente. En realidad no es así, la película está mucho más
cercana del espíritu original de la novela, donde la criatura sufre por haber sido
maltratada por sus creadores. Frankenstein entra a formar parte de un complejo
más grande de comprensión, de creencias y de representaciones sociales.
-¿Cómo se integra después ese conjunto?
-Hay películas más y menos sutiles. Las películas de un cerebro malvado
que viene de otro planeta para apoderarse de la Tierra no tematizan tanto esta
cuestión. Se pueden leer en clave de los años 50, la guerra fría, la amenaza
comunista y el peligro nuclear. Pero no deja de ser interesante que se represente
la vida de un ser extraterrestre en la forma de un cerebro. Podría ser de otra cosa,
pero es de un cerebro, y viene de antes del cine, de los comics de los años 20.
Los extraterrestres tienen típicamente cabezas muy grandes, como en Marte
ataca, y muchas veces los cerebros expuestos, en vez del cráneo. El cerebro
enorme es un signo que mezcla súper inteligencia y súper fuerza, utilizadas en
general con objetivos destructivos para la humanidad.
-¿Por qué los cerebros le interesan tanto al cine?
-Cuando funciona, un motivo sirve para construir una tradición, para fabricar
variantes alrededor de un tema que la gente reconoce y a medida que las
variantes se acumulan se vuelve un objeto de culto del público. Pero la
continuidad se explica también porque en nuestra cultura seguimos creyendo que
somos esencialmente nuestro cerebro. No de la misma manera que hace
cincuenta años, porque las tecnologías y los conocimientos han cambiado, y con
un espíritu diferente, porque en otra época se lo podía dar como un “hecho”, entre
comillas, al que todavía le faltaba demostración definitiva, mientras hoy los
neurocientíficos lo plantean como algo establecido e incuestionable. Ahora, la
gente va al cine para divertirse, para entretenerse. Ninguno de los comentarios
sobre ¡Huye!, por ejemplo, analiza la película en clave cerebral sino, como dije, en
función de la problemática racial, que es efectivamente la dimensión política del
film. Lo otro, los trasplantes de cerebro, es un cliché que sirve de sostén. Otra
película muy buena, Change of Mind (Robert Stevens, 1969), lo utiliza también
para explorar la lucha por los derechos civiles en EEUU en una época álgida. En
este caso es un abogado blanco cuyo cerebro se trasplanta al cuerpo de un negro;
es una de las pocas películas, además, que toma como núcleo el tema de la
continuidad de una persona en el cuerpo de otra, y además tiene música de Duke
Ellington.
-Otra vertiente temática fuerte proviene de la memoria y los recuerdos,
como en El vengador del futuro (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), sobre
un cuento de Philip K. Dick. En el final de la película se dice que “somos
nuestras acciones, no nuestros recuerdos”. ¿Sería una alternativa a lo que
plantea la neurociencia?
-El cine presupone que somos esencialmente nuestros recuerdos. Por eso
la continuidad del tema de la amnesia, un recurso dramático, de acción. Y además
presupone que para ser nosotros mismos los recuerdos tienen que ser nuestros,
sobre cosas que hicimos. Hay muchas películas que exploran y problematizan el
tema siguiente: ¿qué somos si nos ponen recuerdos de otras personas? ¿somos
nosotros o somos otros?
-Es el caso de Rachel, la replicante de Blade Runner (Ridley Scott,
1982).
-Sí. El personaje sabe que tiene recuerdos falsos pero lo acepta como su
realidad. La pregunta queda abierta, ¿quién es esta persona? Por otra parte, las
películas que combinan el tema cerebral con el de la memoria sitúan a la memoria
en el cerebro, la memoria como proceso cerebral. Aquí hacen falta recursos
creativos potentes, como por ejemplo en Eterno resplandor de una mente sin
recuerdos (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Michel Gondry, 2004). En esa
película una chica se hace borrar los recuerdos de su relación fracasada; cuando
el ex novio se entera quiere hacer lo mismo, va a un lugar donde se hace el
procedimiento, pero en medio del proceso se arrepiente y hay escenas de
recuerdos en diversos lugares que ocurren en esa circunstancia. Lo que vemos es
la representación dramática de un proceso cerebral. La noción de mindscreen, que
podría traducirse como mente-pantalla, designa la representación cinematográfica
de lo que ocurre en la mente de alguien. Pero la película de Michel Gondry
muestra en realidad un cerebro-pantalla: escenifica el fracaso del procedimiento
de borrar los recuerdos, por lo cual cuestiona la idea de que los recuerdos se
reducen a localizaciones cerebrales y muestra que en realidad forman parte de
una red afectiva, psicológica, relacional, mucho más amplia que un grupo de
neuronas. Es un ejemplo de cómo el cine afirma la ideología del sujeto cerebral y
al mismo tiempo la problematiza.
-¿El cine permite así una comprensión mejor de esos fenómenos o
más bien confunde al público?
-El cine contribuye a comprender que la cuestión no tiene una respuesta
sencilla, a hacernos entender que la neurociencia no puede darnos las respuestas.
Puede informarse e incorporar conocimientos científicos, pero no depende de
ellos. Lo esencial es una dimensión que podríamos llamar filosófica o política o
moral, que es cómo pensar a la persona. Para dar una analogía muy simplificada:
si hay gente que puede estar a favor de la pena de muerte porque según algunas
estadísticas disminuye los homicidios, yo puedo decir que desde el punto de vista
filosófico no me parece justo que se mate a una persona por haber cometido un
crimen. La opción no está basada en datos, por más seguros que sean, sino en
valores; es una opción filosófica. El cine, la literatura, el comic, muestran esto,
ponen en escena la complejidad de las situaciones y dejan las preguntas abiertas,
como si dijeran que en cada momento de la historia tendremos que volver a hacer
esas preguntas y a consensuar las respuestas.

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