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autor y serie superventas de “the new york times”

jim
butcher

Amenaza
Fúnebre
una novela de “the dresden files”
Amenaza Fúnebre
una novela de “the dresden files”
Título original: Grave Peril
Autor: Jim Butcher
Traducción: Rocío Tizón
Corrección: Luis Fernández
Maquetación: Sergio M. Vergara
Ilustración de la portada: Chris McGrath
Diseño de la portada: Esther Sanz

Primera edición en español: Junio, 2019


©2001, Jim Butcher
Publicado mediante acuerdo con Donald Maass Literary Agency
e International Editors’ Co.

Todos los derechos reservados


©2019, Nosolorol Ediciones
C/ Ocaña 32, Local. 28047 Madrid

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1

Hay razones por las que odio conducir deprisa. En primer lugar, el Escara-
bajo Azul, el Volkswagen desparejado que llevo, traquetea y gruñe al llegar
a los cien kilómetros por hora. En segundo lugar, porque no me llevo muy
bien con la tecnología. Cualquier aparato fabricado después de la Segunda
Guerra Mundial deja de funcionar cuando me acerco. Como norma gene-
ral, cuando conduzco, lo hago con mucho cuidado y prudencia.
Aquella noche era una excepción.
Al doblar una esquina, los frenos del Escarabajo chirriaron en clara pro-
testa contra la señal que prohibía girar a la izquierda. El viejo coche gruñó
con determinación, como si supiera lo que había en juego, y siguió su carrera
imparable, protestando y chirriando mientras nos precipitábamos calle abajo.
—¿No podemos ir más deprisa? —preguntó Michael arrastrando las síla-
bas. No protestaba. Solo preguntaba con voz calmada.
—Solo si tuviéramos el viento de cola o si estuviéramos cuesta abajo
—respondí—. ¿Cuánto falta para el hospital?
El hombretón se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Tenía ese cabe-
llo entrecano, negro y plateado, que algunos hombres tienen la suerte de he-
redar, aunque su barba todavía era de color castaño oscuro, casi negra. Tenía
arrugas de expresión en la piel curtida de su rostro. Sus manos anchas y ru-
gosas descansaban sobre sus rodillas, que se aplastaban contra el salpicadero.
—No estoy seguro —me contestó—. ¿Unos tres kilómetros?
Al mirar por la ventana del Escarabajo vi que la luz se estaba desvane-
ciendo.
—El sol casi se ha puesto. Espero que no lleguemos tarde.
—Hacemos lo que podemos —me aseguró Michael—. Si Dios quiere,
llegaremos a tiempo. ¿Confías en tu… —Torció la boca en una mueca de
disgusto— «fuente»?
—Bob es irritante, pero rara vez se equivoca —respondí, pisando el freno
y esquivando un camión de basura—. Si dijo que el fantasma estaba allí,
estará allí.
—Que el Señor esté con nosotros —dijo Michael, y se santiguó. Sentí el
eco de la energía apacible y poderosa que lo rodeaba: el poder de la fe—.
Harry, hay algo de lo que quiero hablar contigo.

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—No me vuelvas a pedir que vaya a misa —respondí, incómodo—. Sa-
bes que voy a decirte que no. —Alguien con un Taurus rojo se me cruzó y
tuve que esquivarlo, meterme en el cambio de sentido y luego adelantarle
otra vez. Dos de las ruedas del Escarabajo se levantaron del suelo—. ¡Capu-
llo! —grité por la ventanilla.
—Eso no impide que te lo siga pidiendo —dijo Michael—. Pero no.
Quería saber cuándo vas a casarte con la señorita Rodriguez.
—Campanas infernales, Michael —protesté—. Llevamos dos semanas,
tú y yo, recorriendo el barrio, persiguiendo a cualquier fantasma o espíritu
que le dé por asomar su cara fea por aquí, y aún no sabemos por qué al
mundo espiritual se le ha ido la olla.
—Lo sé, Harry, pero…
—De momento —le interrumpí— vamos a Cook County a por una vie-
jecita asquerosa que puede matarnos si no nos centramos. Y tú me preguntas
por mi vida amorosa.
Michael me miró frunciendo el ceño.
—Os acostáis juntos, ¿no?
—No tanto como me gustaría —gruñí, y cambié de carril, dando un
volantazo para esquivar a un autobús.
El caballero suspiró.
—¿La quieres? —preguntó.
—Michael —dije—. No me agobies. ¿Por qué me vienes con esas pre-
guntas?
—¿La quieres? —insistió.
—Estoy intentando conducir.
—Harry —preguntó, sonriendo—. ¿Quieres a esa chica o no? No es una
pregunta tan difícil.
—Habló el experto —gruñí. Pasé delante de un coche de policía supe-
rando el límite de velocidad en unos treinta kilómetros por hora y vi cómo
el agente que iba al volante parpadeaba y se tiraba el café encima al verme.
Miré por el retrovisor y vi encenderse las luces azules del coche—. Maldita
sea, la hemos cagado. La poli nos persigue.
—No te preocupes por ellos —me aseguró Michael—, solo responde a
la pregunta.
Le eché una mirada rápida a Michael. Me observaba, con su rostro am-
plio y sincero, sus fuertes mandíbulas y sus ojos grises brillantes. Llevaba el
pelo rapado, al estilo marine, pero tenía una barba corta de guerrero que le
enmarcaba el rostro.
—Supongo —dije un instante después—. Sí.

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—¿Y no piensas decírselo?
—¿Decirle qué? —me ahogué.
—Harry —gruñó Michael, agarrándose mientras el coche botaba por un
bache—. No seas crío. Si amas a esa mujer, díselo.
—¿Por qué? —pregunté.
—No se lo has dicho, ¿verdad? Nunca se lo has dicho.
Lo miré.
—¿Y qué si no se lo he dicho? Ella lo sabe. ¿Cuál es el problema?
—Harry Dresden —dijo—. Tú eres quien mejor debería saber el poder
que tienen las palabras.
—Mira, ella lo sabe —dije, dando unos golpecitos en el freno y después
pisando de nuevo el acelerador—. Le regalé una tarjeta.
—¿Una tarjeta? —preguntó Michael.
—Una de felicitación.
Suspiró.
—Quiero oírte decirlo.
—¿Qué?
—Dilo —exigió—. Si amas a esa mujer, ¿por qué no puedes decírselo?
—No quiero ir por ahí diciéndoselo a la gente, Michael. Por las estrellas
del cielo, es que… no puedo, ¿vale?
—No la quieres —dijo Michael—. Ya veo.
—Sabes que no…
—Dilo, Harry.
—Si así me dejas en paz —dije, pisando el acelerador del Escarabajo a
fondo. Podía ver a la policía entre el tráfico, en algún lugar detrás de mí—.
De acuerdo. —Le lancé a Michael una mirada furibunda de mago y dije—:
La quiero. Ya está, ¿ahora qué?
Michael sonrió.
—¿Ves? Es lo único que se interpone entre vosotros. No eres la clase de
persona que dice lo que siente. Eres muy introvertido, Harry. A veces, lo
único que necesitas es mirarte al espejo y ver lo que hay.
—No me gustan los espejos —gruñí.
—En cualquier caso, debes comprender que amas a esa mujer. Creo que
te aislaste mucho después de lo de Elaine y nunca…
Sentí un súbito destello de ira y violencia.
—No hablo de Elaine, Michael. Nunca. Si no puedes soportarlo, sal de
mi maldito coche y déjame trabajar solo.
Michael me miró frunciendo el ceño, más por las palabras que había
elegido que por otra cosa.

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—Hablo de Susan, Harry. Si la quieres, deberías casarte con ella.
—Soy un mago. No tengo tiempo de casarme.
—Yo soy un caballero —replicó Michael—, y sí tengo tiempo. Merece la
pena. Pasas mucho tiempo solo. Se nota.
Le lancé otra mirada.
—¿Qué quieres decir?
—Estás tenso. Gruñón. Y te estás aislando cada vez más. Necesitas tener
contacto humano, Harry. Sería muy fácil que empezases a recorrer un ca-
mino oscuro.
—Michael —le corté—. No necesito un sermón. No quiero que me
eches la charla otra vez. No necesito el discursito de «abandona tus poderes
maléficos antes de que te consuman». Otra vez no. Lo único que necesito es
que me cubras mientras me ocupo de esa cosa.
El Hospital Cook County se alzaba delante de nosotros e hice un giro
ilegal para dirigir el Escarabajo Azul hacia la entrada de emergencias.
Michael se desabrochó el cinturón de seguridad antes de que el coche se
detuviera y estiró el brazo para agarrar la espada enorme de metro y medio
que estaba en el asiento trasero. Salió del coche y se ciñó la espada. Cogió
una capa blanca con una cruz roja sobre el pecho izquierdo, que se puso
sobre los hombros con un movimiento estudiado. Se la abrochó con otra
cruz de plata a la altura del cuello. Desentonaba con su camisa de franela de
obrero, los vaqueros azules y las botas de trabajo con punta de acero.
—¿Podrías quitarte la capa al menos? —protesté. Abrí la puerta y salí del
Escarabajo por el lado del conductor, estirando mis largas piernas, dirigién-
dome al asiento de atrás para coger mi equipo, mi nuevo bastón de mago y
mi varita, recién tallados y todavía un poco verdes por los extremos.
Michael me miró, herido.
—La capa es tan importante como la espada, Harry. Además, no es mu-
cho más ridícula que el guardapolvo que llevas.
Bajé la mirada hacia mi guardapolvo de cuero negro, el que tenía un
cobertor sobre mis hombros y caía de una forma más que satisfactoria al-
rededor de mis piernas. Mis vaqueros negros y mi camisa oscura del Oeste
tenían mucho más estilo que las vestiduras de Michael.
—¿Qué tiene de malo?
—Parece de la película El Dorado —dijo Michael—. ¿Estás listo?
Le lancé una mirada, pero él giró la cara mientras sonreía, y atravesamos
la puerta. Oía las sirenas de policía que se acercaban detrás de nosotros, tal
vez a una manzana o dos de distancia.
—Se están acercando.

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—Entonces será mejor que nos demos prisa. —Se apartó la capa de la
mano derecha y la posó sobre la empuñadura de la gran espada. A conti-
nuación agachó la cabeza, se santiguó y murmuró—: Señor misericordioso,
guíanos y protégenos mientras marchamos a luchar contra la oscuridad.
—De nuevo, el flujo de energía le rodeó, como si fuera la vibración de la
música a través de una pared gruesa.
Sacudí la cabeza y extraje del bolsillo un saco de cuero del tamaño de la
palma de mi mano. Tuve que hacer malabares con el bastón, la vara explo-
siva y el saco y terminé, como siempre, con el bastón en la mano izquierda,
la vara en la derecha y el saco entre los dientes.
—El sol se ha puesto —dije, gruñendo—. Hay que moverse.
Y echamos a correr, caballero y mago, por la puerta de emergencias del
Hospital Cook County. Atrajimos bastantes miradas al entrar con mi guar-
dapolvo arremolinándose detrás mía y la capa blanca de Michael extendida
a su espalda como las alas de su tocayo el ángel vengador. Nos precipitamos
hacia el interior y nos detuvimos en la primera intersección de pasillos fríos,
esterilizados y llenos de movimiento.
Cogí la mano del primer camillero que vi. Parpadeó y me miró boquia-
bierto de arriba abajo, desde la punta de mis botas del Oeste hasta el negro
cabello de mi cabeza. Miró inquieto mi bastón, mi vara y el pentáculo de
plata que se balanceaba sobre mi pecho, y tragó saliva. A continuación miró
a Michael, alto y fuerte, con su expresión serena, que desentonaba con su
capa blanca y su espada en la cadera. El hombre dio un paso hacia atrás.
—¿Pu… puedo ayudarles?
Le lancé una mirada feroz con mis ojos oscuros, sonreí y dije, mientras
sujetaba el saco de cuero con los dientes:
—Hola. ¿Podría decirnos dónde está la planta de maternidad?

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2

Nos dirigimos hacia las escaleras de incendio. Michael sabía lo que le pasa a
la tecnología cuando estoy cerca, y lo último que queríamos era quedarnos
atrapados en un ascensor mientras se perdían vidas inocentes. Michael iba
delante, con una mano en la barandilla, la otra en la empuñadura de la es-
pada y las piernas temblando.
Yo le seguía, resoplando y jadeando. Michael se paró delante de la puerta
y me miró, con la capa blanca enredándose en sus pantorrillas. Me llevó un
par de segundos llegar hasta él mientras intentaba recuperar el aliento.
—¿Preparado? —me preguntó.
—Hrkghngh —respondí mientras asentía, agarrando todavía el saco de
cuero con los dientes y buscando a tientas una vela blanca y la caja de cerillas
en el bolsillo de mi guardapolvo. Tuve que apartar la vara y el bastón para
encender la vela.
El humo hizo que Michael arrugara la nariz mientras abría la puerta. Le
seguí con la vela en una mano, la vara y el bastón en la otra, mirando la vela
y a nuestro alrededor.
Lo único que veía era más hospital. Paredes limpias, salas limpias, mon-
tones de azulejos y luces fluorescentes.
Los largos tubos luminosos parpadearon débilmente a la vez, como si
fueran muy antiguos, y la sala quedó apenas iluminada. Una silla de ruedas
al lado de la puerta arrojaba una larga sombra, que se unía a las de la fila de
sillas de plástico de apariencia incómoda que había en un cruce de pasillos.
La cuarta planta era como un cementerio, estaba en silencio como el
fondo de un pozo.
No sonaba ninguna televisión ni ninguna radio. Los comunicadores no
zumbaban. Ni se escuchaba el aire acondicionado. No se oía nada.
Recorrimos un largo vestíbulo, nuestros pasos se escuchaban con claridad
a pesar de nuestros esfuerzos por andar en silencio. En un cartel de la pared,
decorado con un payaso de plástico brillante, se leía «Maternidad», y seña-
laba hacia otra sala.
Adelanté a Michael y miré en esa dirección. Terminaba en un par de
puertas batientes. También este pasillo estaba en silencio. El puesto de en-
fermeras estaba vacío.

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Las luces no parpadeaban: se habían apagado. Estaba a oscuras. Había
sombras y formas confusas acechando por todas partes. Di un paso hacia
adelante, adelantando a Michael, y mientras lo hacía, la llama de mi vela
descendió hasta convertirse en un pequeño destello de color azul.
Escupí el saco de mi boca y busqué a tientas en mi bolsillo.
—Michael —dije, con la voz ahogada por las prisas—. Está aquí. —Me
giré para que pudiera ver la luz.
Sus ojos miraron la vela y después la oscuridad que teníamos delante.
—Ten fe, Harry.
A continuación bajó la mano hacia su costado derecho y lentamente y en
silencio extrajo a Amoracchius de su vaina. Aquello me animó más que sus
palabras. La gran hoja de acero pulido emitió un brillo centelleante cuando
Michael dio un paso en la oscuridad para ponerse a mi lado y el eco de la fe
de Michael, que resonaba levemente, se amplificó por mil.
—¿Dónde están las enfermeras? —me preguntó con un susurro ronco.
—Quizá se hayan asustado —respondí quedamente—. O a lo mejor es
una especie de encantamiento. En cualquier caso, se han ido.
Miré la espada y el largo y delgado clavo de metal que tenía en la cruz de
la guarda. A lo mejor se trataba solo de mi imaginación, pero creí ver que
tenía manchas rojas. Probablemente óxido, pensé.
De óxido. Claro.
Dejé la vela en el suelo, donde siguió ardiendo con un destello, lo
que indicaba la presencia de espíritus. De uno grande. Bob no mentía
cuando dijo que el espíritu de Agatha Hagglethorn no era una sombra
pequeña.
—Quédate detrás —le dije a Michael—. Dame un minuto.
—Si el espíritu te dijo la verdad, esta criatura es peligrosa —respondió
Michael—. Déjame ir a mí primero. Será más seguro.
Señalé la espada brillante con la cabeza.
—Confía en mí. Un espíritu puede sentir esa espada antes de que entres
por la puerta. Déjame ver qué puedo hacer primero. Si puedo encontrar al
fantasma, esto acabará antes de empezar.
No esperé a que Michael contestara, sino que agarré mi vara explosiva y
mi bastón con la mano izquierda, mientras que con la derecha cogía el saco.
Desaté el nudo que lo cerraba y avancé hacia la oscuridad. Cuando llegué
a las puertas batientes, abrí una de las hojas despacio. Me quedé quieto du-
rante un rato, escuchando.
Se oía una canción. La voz de una mujer. Suave. Amorosa.
—Calla, bebé, no digas nada. Mamá va a comprarte un ruiseñor.

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Me volví para mirar a Michael y después me deslicé por la puerta, hacia
la oscuridad completa. No podía ver nada, pero por algo soy un mago. Me
acordé del pentáculo que llevaba sobre el pecho, sobre el corazón, el amuleto
de plata que heredé de mi madre. Era una joya gastada, llena de marcas y
abollada por hacer cosas para lo que no fue diseñada, pero todavía la llevaba.
La estrella de cinco puntas dentro de un círculo era el símbolo de mi magia,
de todo aquello en lo que creía, y encarnaba a las cinco fuerzas del universo
trabajando en armonía y sometidas al control del hombre.
Me concentré, puse una chispa de mi voluntad en él, y el amuleto comen-
zó a brillar con una suave luz azulada que se extendió ante mí en una ola su-
til, mostrándome los contornos de una silla caída y de un par de enfermeras
desplomadas sobre el mostrador que respiraban profundamente.
La nana suave y tranquila continuó mientras miraba fijamente a las en-
fermeras. Un encantamiento de sueño, nada nuevo. Estaban fuera de juego,
no se iban a marchar a ningún lado y no tenía sentido desperdiciar tiempo
ni energía intentando disipar el hechizo.
La suave canción continuaba de forma monótona. Me di cuenta de que
estaba cogiendo la silla caída con la intención de ponerla recta y tener un
lugar cómodo donde sentarme y descansar.
Me quedé quieto y tuve que recordarme que era una tontería caer bajo
la influencia de esa canción fantasmal, aunque fuera un momento. Era una
magia sutil y fuerte. Aún sabiendo lo que me esperaba, apenas había sentido
su efecto. Rodeé la silla y avancé hasta llegar a una habitación llena de perchas
y una fila de batas de hospital colgando de ellas. La canción fantasmal se es-
cuchaba aquí más alto, aunque flotaba por toda la habitación sin que supiera
cuál era su origen. Una de las paredes era una lámina de plexiglás y detrás de
ella había una sala que parecía estar esterilizada y ser cálida al mismo tiempo.
En la habitación había filas y filas de pequeñas cunas de cristal sobre so-
portes de ruedas. Unos ocupantes diminutos, con las manos cubiertas por
unos pequeños guantes de hospital que parecían de juguete y unos gorritos
sobre sus cabecitas calvas, dormían y soñaban sueños de niños.
Entre ellos caminaba, visible solo por el brillo de mi luz mágica, la fuente
de la canción.
Agatha Hagglethorn había muerto joven. Llevaba una blusa de cuello alto,
apropiada para una dama de su condición en el Chicago del siglo xix, y una falda
larga, oscura y práctica. A través de ella podía ver la pequeña cuna que tenía de-
trás, pero aparte de eso, parecía real. Tenía un rostro cansado y anguloso, aunque
bonito, y con la mano derecha se abrazaba el muñón que era su mano izquierda.
—Si el ruiseñor no canta, mamá te comprará…

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Tenía una voz cautivadora. Literalmente. Entonaba la canción haciendo
girar la energía en el aire, sumiendo a quien la escuchaba en un sueño cada
vez más profundo. Si la dejaba seguir podría sumir a los niños y a las enfer-
meras en un sueño del que no podrían despertar nunca, y las autoridades le
echarían la culpa al monóxido de carbono o a otra cosa más normal que a
un fantasma hostil.
Me acerqué más. Tenía la cantidad de polvo suficiente para echárselo a
Agatha y a una docena más de fantasmas mientras dejaba que Michael se
ocupara de ella rápidamente sin armar mucho jaleo (siempre que yo no
fallara).
Me agaché, con el pequeño saco de polvo desatado en la mano derecha, y
me deslicé atravesando la puerta que daba a la sala llena de bebés dormidos.
El fantasma no parecía haberme visto. Los fantasmas no suelen ser buenos
observadores. Supongo que el estar muerto te da una perspectiva diferente
de la vida.
Entré en la habitación y la voz de Agatha Hagglethorn me cubrió como
una droga, me hizo parpadear y temblar. Tenía que estar atento y concen-
trado en el poder frío de mi magia, que fluía por mi pentáculo y su luz
espectral.
—Si el anillo de diamantes no brilla…
Me chupé los labios y contemplé al fantasma mientras se paraba junto a
una de las cunas con ruedas. Sonrió con ojos llenos de amorosa amabilidad
y le susurró la canción al bebé.
La niña soltó un jadeo diminuto, con los ojos cerrados en sueños, y des-
pués ya no tomó aire.
—Calla, bebé…
Me había quedado sin tiempo. En un mundo perfecto me habría limita-
do a lanzarle el polvo al fantasma, pero este no es un mundo perfecto: los
fantasmas no juegan según las reglas de la realidad, y hasta que no se dan
cuenta de que estáis ahí, es difícil, muy muy difícil, que algo les afecte. La
única forma es enfrentarse a ellos, e incluso entonces, saber quiénes son y
decir su nombre en voz alta son las únicas formas de hacer que te miren. Y,
en el mejor de los casos, la mayoría de espíritus no oyen, por lo que hay que
recurrir a la magia para llamar al Más Allá.
Me levanté de golpe, con el saco en la mano, y grité poniendo toda mi
voluntad en mi voz:
—¡Agatha Hagglethorn!
El espíritu se sobresaltó, como si escuchara una voz distante, y se volvió
hacia mí. Abrió mucho los ojos. La canción terminó de repente.

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—¿Quién eres tú? —dijo—. ¿Qué estás haciendo en el cuarto de mi bebé?
Me esforcé para recordar los detalles que Bob me había contado sobre el
fantasma.
—Este no es el cuarto de tu bebé, Agatha Hagglethorn. Llevas más de
cien años muerta. No eres real. Eres un fantasma y estás muerta.
El espíritu se puso rígido con una especie de altivez fría de la alta sociedad.
—Debería haberlo sabido. Le manda Benson, ¿verdad? Benson siempre hace
esas cosas crueles y ruines y me llama loca. ¡Loca! Quiere llevarse a mi bebé.
—Benson Hagglethorn lleva muerto mucho tiempo, Agatha Haggle-
thorn —respondí, y llevé hacia atrás mi mano derecha en actitud de lan-
zar—. Como tu bebé. Como tú. Estos pequeños no son tuyos. No puedes
cantarles ni llevártelos.
Me preparé para lanzárselo, echando la mano hacia atrás. El espíritu me
miró con una expresión perdida y confusa. Esa era la parte difícil de enfren-
tarse a fantasmas tan sustanciales y peligrosos. Son casi humanos. Parecen
capaces de sentir emociones, de tener cierto grado de consciencia, pero en
realidad no lo están: son una huella en una piedra, un esqueleto fosilizado.
Tienen la forma del original, pero no lo son.
Soy un idiota cuando estoy ante una mujer afligida. Es una debilidad de
mi carácter, un rasgo enorme de caballerosidad. Vi el dolor y la soledad en
el rostro fantasmal de Agatha y sentí cómo me tocaba la fibra sensible. Bajé
el brazo de nuevo. A lo mejor, si tenía suerte, podía hablar con ella. Los
fantasmas son así. Les enfrentas a la realidad de su situación y desaparecen.
—Lo siento, Agatha —dije—, pero no eres quien crees que eres. Eres un
fantasma. Un reflejo. La verdadera Agatha Hagglethorn murió hace más de
un siglo.
—N… no —dijo con voz temblorosa—. Eso no es verdad.
—Es verdad —dije—. Murió la misma noche que su marido y su hija.
—No —gimió el espíritu, cerrando los ojos—. No, no, no, no. No quie-
ro oírlo. —Empezó a cantar otra vez para sí misma, en un tono bajo y
desesperado, sin ningún encantamiento ni ningún acto inconsciente de
destrucción. La niña todavía no había tomado aire y sus labios se estaban
poniendo azules.
—Escúchame, Agatha —dije, dirigiendo mi voluntad hacia mi voz, vin-
culándola con magia para que el fantasma pudiera escucharme—. Te co-
nozco. Has muerto. Lo recuerdas. Tu marido te pegó. Tenías mucho miedo
de que pudiera pegar a tu hija. Y cuando empezó a llorar, le tapaste la boca
con la mano. —Me sentía como un cabrón por sacar a la luz el pasado de la
mujer con tanta frialdad. Fantasma o no, el dolor en su rostro era real.

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—No lo hice —lloriqueó la mujer—. Yo no le hice daño.
—No querías hacerle daño —dije, seleccionando la información que
me había proporcionado Bob—. Pero él estaba borracho y tú estabas ate-
rrorizada, y cuando la miraste de nuevo, se había muerto, ¿verdad? —Me
lamí los labios y miré a la pequeña de nuevo. Si no lo hacía rápido, mori-
ría. Era muy raro lo quieta que estaba, como si fuera una muñeca pequeña
de juguete.
Algo, la chispa de algún recuerdo, brilló en sus ojos de fantasma.
—Lo recuerdo —siseó—. El hacha, el hacha, el hacha. —Las propor-
ciones del rostro del fantasma cambiaron, se estiraron y se hicieron más
afiladas, más delgadas—. Cogí mi hacha, mi hacha, mi hacha, y le di a mi
Benson veinte hachazos. —El espíritu creció, se hizo más grande, y un vien-
to fantasmal que emanaba de él recorrió la habitación, rebosante de olor a
hierro y sangre.
—Oh, mierda —murmuré, y me preparé para coger a la niña.
—Mi ángel se ha ido —chilló el fantasma—. Benson se ha ido. Y después
lo hizo la mano, la mano que los mató a los dos. —Agitó el muñón de su
brazo en el aire—. ¡Se han ido! ¡Se han ido! ¡Se han ido! —Echó la cabeza
hacia atrás y gritó, emitiendo un rugido ensordecedor y bestial que sacudió
las paredes del nido.
Me lancé hacia delante, hacia la niña sin respiración, y mientras lo hacía,
el resto de niños empezaron a llorar aterrorizados. Cogí a la niña y le di un
pequeño azote en las nalgas. Parpadeó, abriendo los ojos con sorpresa, tomó
aliento y se unió al resto del nido en su llanto.
—¡No! —gritó Agatha—. ¡No, no, no! ¡Os va a oír! ¡Os va a oír! —Me
golpeó con el muñón de su mano izquierda y sentí el impacto en mi cuerpo
y en mi alma, como si me hubiera clavado un trozo de hielo en el pecho. El
puñetazo me lanzó de espaldas contra una pared como si fuera un juguete,
con la fuerza suficiente para que mi bastón y mi vara cayeran al suelo con
estrépito. Sostuve el saco de polvo fantasmal de milagro; la cabeza me re-
tumbaba como si fuera una campana golpeada por un martillo y sentí una
rápida sucesión de escalofríos.
—Michael —resollé todo lo alto que pude, pero ya podía escuchar cómo
las puertas se abrían de golpe y las pesadas botas de trabajo se dirigían hacia
mí. Luché para ponerme de pie y sacudí la cabeza para aclararla. El viento se
convirtió en un huracán que hizo que las cunas se movieran con sus peque-
ñas ruedas por la habitación y me cegó de forma que tuve que protegerme
los ojos con la mano. Maldita sea. El polvo no iba a servir con este vendaval.
—Calla, bebé. Calla, bebé. Calla, bebé.

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El fantasma de Agatha se inclinó de nuevo sobre la cuna de la niña y
metió el muñón de la mano izquierda en la boca de la niña, se veía la carne
traslúcida atravesando la piel del bebé. La niña se sacudió y dejó de respirar,
aunque seguía intentando llorar.
Pegué un grito para desafiarla y cargué contra el espíritu. Si no podía
arrojarle el polvo desde el otro lado de la habitación, al menos podía lanzarle
el saco de cuero a su piel fantasmal e inmovilizarla de forma agónica, pero
indudablemente efectiva.
Agatha volvió la cabeza hacia mí mientras yo avanzaba y se separó de la
niña con un gruñido. Se le había soltado el pelo por el vendaval y se exten-
día alrededor de su cara como una melena feroz que encajaba con los gestos
salvajes en los que se había convertido su expresión amable. Echó la mano
izquierda hacia atrás y de repente, flotando sobre el muñón, apareció un
hacha de mano. Aulló y dirigió el hacha hacia mí.
El acero fantasmal sonaba como el hierro de verdad, y la luz de
Amoracchius emitió un brillo blanquecino. Michael colocó sus pies
en posición, rechinando los dientes por el esfuerzo, y evitó que el arma
fantasmal me tocara.
—¡Dresden! —gritó—. ¡El polvo!
Me incliné hacia delante, pero el viento me empujaba el puño hacia el
brazo armado de Agatha, y lancé algo de polvo fantasmal del saco de cuero.
Al entrar en contacto con la carne inmaterial, el polvo fantasmal se con-
virtió en motas brillantes de color rojo. Agatha gritó y retrocedió, pero su
brazo seguía en su sitio con firmeza, como si estuviera atrapado en cemento.
—¡Benson! —chilló Agatha—. ¡Benson! ¡Calla, bebé!
Y a continuación, su brazo simplemente se desprendió a la altura del
hombro, dejando su carne espiritual, y desapareció. El brazo y el hacha ca-
yeron al suelo en un súbito estallido de gelatina semifluida, unos restos de
carne espiritual que quedaron cuando el espíritu se fue, un ectoplasma que
se evaporó rápidamente.
El vendaval cesó, aunque las luces siguieron parpadeando. Mi luz blanco
azulada de mago y el brillo leve de la espada de Michael eran las únicas
fuentes fiables de iluminación en la sala. Los oídos me pitaron por la súbita
falta de sonido, aunque una docena o así de bebés en sus cunas seguían con
su coro de firmes llantos aterrorizados.
—¿Los niños están bien? —preguntó Michael—. ¿Dónde se ha ido?
—Eso creo. El fantasma debe haber cruzado al otro lado —supuse—.
Sabía que lo haría.
Michael se giró lentamente en redondo, con la espada preparada.

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—Entonces, ¿se ha terminado?
Sacudí la cabeza, mirando la habitación.
—No creo —contesté, y me incliné sobre la cuna de la niña que casi se
había asfixiado. En su pulsera ponía Alison Ann Summers. Le acaricié su
pequeña mejilla y ella se giró hacia mi dedo, con sus pequeños labios aga-
rrando la punta, y el llanto cesó.
—No dejes que te chupe el dedo —advirtió Michael—. Está sucio. ¿Qué
va a pasar ahora?
—Vigilaré la habitación —dije—. Y después nos iremos de aquí antes de
que la policía aparezca y arres…
Alison Ann hipó y dejó de respirar. Sus brazos diminutos y sus piernas se
pusieron rígidos. Sentí cómo algo frío pasaba sobre ella, y escuché el tono
distante de la nana enloquecida.
—Calla, bebé.
—Michael —grité—. Está todavía aquí. El fantasma, ha venido desde el
Nuncamás.
—Que Dios nos ampare —exclamó Michael—. Harry, tenemos que ir a por ella.
Se me paró el corazón ante la idea.
—No —dije—. De ninguna manera. Es un fantasma muy poderoso,
Michael. No vamos a ir desarmados a su territorio y hacer que nos mate.
—No tenemos elección —gritó Michael—. Mira.
Miré donde me decía. Los bebés se iban quedando en silencio, uno a uno.
Sus pequeños llantos se ahogaban de golpe cuando cogían aire.
—Calla, bebé.
—Michael, nos va a destrozar. Y aunque no lo haga, mi madrina sí lo
hará.
Michael sacudió la cabeza con el ceño fruncido.
—No, por Dios. No dejaré que eso pase. —Se giró para atravesarme con
la mirada—. Y tú tampoco, Harry Dresden. Eres demasiado bueno para
dejar que esos niños mueran.
Le devolví la mirada inseguro. Cuando lo conocí, Michael había insistido
que le mirara a los ojos. Cuando un mago te mira a los ojos, va en serio.
Puede ver en tu interior, los miedos que se ocultan en el alma y, al mismo
tiempo, tú también puedes ver en su interior. El alma de Michael me hizo
llorar. Deseé que mi alma le pareciera igual que a mí la suya. Pero estoy
completamente seguro de que no fue así, maldita sea.
Se hizo el silencio. Todos los bebés se callaron.
Cerré el saco de polvo fantasmal y me lo guardé en el bolsillo. No me
serviría de nada en el Nuncamás.

20
Me volví hacia mi varita y mi bastón, que estaban en el suelo, extendí la
mano y dije:
—Ventas servitas. —El aire osciló y mi bastón y mi vara volaron hacia mis
manos abiertas, luego el viento cesó de nuevo—. De acuerdo —dije—. Voy
a abrir una grieta que nos dará cinco minutos. Con suerte, a mi madrina no
le dará tiempo a encontrarme. Si nos pasamos, estaremos muertos o regresa-
remos aquí, en cualquier caso.
—Tienes un gran corazón, Harry Dresden —dijo Michael, mostrando
una amplia sonrisa. Se acercó a mí—. Dios estará contento con nuestra
elección.
—Sí. Pídele que no convierta mi apartamento en una especie de Sodoma
y Gomorra y todo irá bien.
Michael me dirigió una mirada de disgusto y yo le miré enfadado. Puso
la mano en mi hombro y se preparó.
Extendí el brazo, tomé contacto con la realidad con la punta de los dedos,
y con un esfuerzo de mi voluntad, susurré:
—Aparturum. —Y abrí una grieta entre este mundo y el siguiente.

21
3

Incluso los días que acaban con una gran batalla contra un fantasma demen-
te y un viaje por la frontera entre este mundo y el reino espiritual suelen
empezar de forma normal. Este, por ejemplo, había empezado con un desa-
yuno y trabajando en mi despacho.
Mi despacho se encuentra en un edificio del centro de Chicago. Es un
edificio antiguo, y no está en las mejores condiciones, sobre todo desde
que el año pasado tuvimos un problema con el ascensor. No importa lo que
digan, no fue culpa mía. Cuando un escorpión gigante del tamaño de un
perro lobo irlandés comienza a abrirse paso por el techo del ascensor, te
entran ganas de adoptar medidas desesperadas.
En cualquier caso, mi despacho es una habitación pequeña que hace es-
quina, con un par de ventanas. El letrero de la puerta dice: «Harry Dresden.
Mago». Nada más entrar hay una mesa llena de panfletos con títulos como
La magia y tú y Por qué los magos no se hunden más rápido que el resto del
mundo: La perspectiva de un mago. He escrito la mayoría de ellos. Creo que
es importante para los practicantes de este Arte mantener una buena imagen
pública. Cualquier cosa para evitar otra Inquisición.
Detrás de la mesa hay una lavabo, un mostrador y una vieja cafetera. Mi
escritorio está frente a la puerta y delante de él hay un par de cómodas sillas.
El aire acondicionado zumba, el ventilador del techo oscila cada vez que se
mueve y el olor del café impregna la alfombra y las paredes.
Entré arrastrando los pies, preparé café y revisé el correo. Una carta de
agradecimiento de los Campbell por echar a un fantasma de su casa. Publi-
cidad. Y, gracias a Dios, un cheque de la ciudad por mi último trabajo para
el Departamento de Policía. Fue un caso desagradable, lo mirara por donde
lo mirara. Invocación de demonios, sacrificios humanos, magia negra y todo
eso.
Me serví un café y decidí llamar a Michael para ofrecerle una parte de lo
que había ganado. Aunque yo había hecho el trabajo de campo, él y Amo-
racchius habían aparecido al final. Yo me había enfrentado al brujo, él se
había enfrentado al demonio, y los buenos ganaron. Salí airoso y a cincuenta
pavos la hora, había conseguido casi dos de los grandes. Michael iba a recha-
zar el dinero (siempre lo hacía), pero se lo iba a ofrecer por educación, sobre

23
todo teniendo en cuenta que últimamente pasábamos mucho tiempo juntos
intentando dar con la fuente de todos los sucesos fantasmales que estaban
ocurriendo en la ciudad.
El teléfono sonó antes de que pudiera descolgarlo para llamar a Michael.
—Harry Dresden —respondí.
—Hola, señor Dresden —dijo una cálida voz femenina—. Me pregunta-
ba si podría robarle unos minutos de su tiempo.
Me recosté en la silla y una sonrisa apareció en mi cara.
—¿Por qué? Señorita Rodriguez, ¿verdad? ¿No es usted esa periodista co-
tilla del Arcano? ¿Esa basura que publica historias sobre brujas, fantasmas y
el Bigfoot?
—Y sobre Elvis también —respondió—. No se olvide del Rey. Y ahora
tengo una columna. Aparece en publicaciones mundiales de dudosa repu-
tación.
Solté una carcajada.
—¿Cómo se encuentra hoy?
Su voz adoptó un deje burlón.
—Bueno, mi novio me dio plantón anoche, pero aparte de eso…
Hice una mueca de dolor.
—Sí, lo sé. Perdón. Mira, Bob encontró una pista que no puede esperar.
—Ajá —dijo con voz educada y profesional—. No lo llamo para hablar
de mi vida privada, señor Dresden. Es una llamada de trabajo.
Volví a sonreír. Susan era única entre un millón, si era capaz de soportar-
me.
—Oh, le pido perdón, señorita Rodriguez. Por favor, continúe.
—Bueno, estaba pensando en los rumores sobre el aumento de actividad
fantasmagórica de anoche en la parte antigua de la ciudad. Pensé que quizás
quisiera compartir algunos detalles con el Arcano.
—Mmm. Eso no sería del todo profesional por mi parte. Mi trabajo es
confidencial.
—Señor Dresden —dijo—. Yo no recurriría tan pronto a las medidas
desesperadas.
—¿Por qué, señorita Rodriguez? —sonreí—. ¿Es usted una mujer deses-
perada?
Casi pude ver cómo alzaba una ceja.
—Señor Dresden. No quiero amenazarle. Pero debe comprender que
tengo muy buena relación con una joven que conoce y que podría hacer
que las cosas entre ustedes se pusieran muy desagradables.
—Ya veo. Pero si comparto la historia con usted…

24
—Deme una exclusiva, señor Dresden.
—Una exclusiva —rectifiqué—. ¿Eso evitaría que usted me causase pro-
blemas?
—Incluso le haría quedar bien con ella —dijo Susan con su voz alegre,
para después bajar a un registro más ronco—. Quién sabe. Puede que tenga
suerte.
Lo pensé por un instante. El fantasma al que Michael y yo eliminamos
la noche anterior era una cosa enorme y bestial que acechaba en el sótano
de la biblioteca de la Universidad de Chicago. No tenía que mencionar los
nombres de todos los implicados, y aunque a la Universidad no le iba a gus-
tar, dudaba que su imagen se viera dañada por aparecer en una revista que
la mayoría de las personas compraba mientras esperaba cola en el supermer-
cado. Además, solo pensar en tocar con mis manos la piel color caramelo de
Susan y su cabello suave y oscuro… Ñam.
—Esa es una oferta que no puedo rechazar —contesté—. ¿Tiene un boli?
Lo tenía, y pasé los siguientes diez minutos contándole los detalles. Los
apuntó mientras hacía otras preguntas certeras y me sacó toda la historia en
menos tiempo del que creía. Era una buena periodista, pensé. Era casi una
vergüenza que perdiera el tiempo haciendo crónicas sobre lo sobrenatural,
cosas que la gente llevaba siglos negándose a creer.
—Muchas gracias, señor Dresden —dijo, después de haberme sacado
hasta la última gota de información—. Espero que esta noche se arreglen las
cosas entre usted y la joven. En su casa. A las nueve.
—A lo mejor a la joven le gustaría analizar las posibilidades conmigo
—dije lentamente.
Ella emitió una carcajada.
—Tal vez —acordó Susan—. Pero esta es una llamada de trabajo.
Me eché a reír.
—Eres terrible, Susan. Nunca te rindes, ¿verdad?
—Nunca jamás —dijo.
—¿De verdad te hubieras enfadado si no hubiera hablado contigo?
—Harry —dijo—. Me dejaste plantada anoche sin decir nada. Normal-
mente no soporto que un hombre me trate así. Y si no hubieras tenido
una buena historia para mí, habría pensado que estabas de juerga con tus
amigotes.
—Sí, con ese tal Michael —reí entre dientes—. El alma de la fiesta.
—Algún día tienes que contarme su historia. ¿Sabes algo más sobre lo que
les está ocurriendo a los fantasmas? ¿Miraste el ángulo del tiempo?
Suspiré mientras cerraba los ojos.

25
—Sí y no. Aún no puedo imaginarme por qué los fantasmas están asus-
tando a todo el mundo y todavía no he podido acercarme tanto a ninguno
de ellos para echar un vistazo. Esta noche probaré una nueva receta y tal
vez lo consiga. Pero Bob está seguro de que no es un problema como el de
Halloween. Quiero decir, que el año pasado no tuvimos ningún fantasma.
—No. Tuvimos hombres lobo.
—Una situación totalmente distinta —dije—. Tengo a Bob vigilando el
mundo espiritual por si hay una mayor actividad. Si aparece algo más, lo
sabremos.
—De acuerdo —dijo. Dudó por un momento y después dijo—: Harry,
yo…
Esperé, pero cuando se calló, pregunté:
—¿Qué?
—Yo, eh… Solo quería estar segura de que vas a estar bien.
Tenía la impresión de que iba a decir algo más, pero no insistí.
—Estoy cansado —dije—. Tengo un par de moratones por resbalarme
sobre el ectoplasma y caerme sobre un fichero, pero estoy bien.
Ella se rió.
—Me lo estoy imaginando. ¿Entonces, esta noche?
—Lo estoy deseando.
Hizo un pequeño sonido de alegría con una pizca de sexualidad y se
despidió.
El día transcurrió con rapidez mientras me ocupaba de los asuntos nor-
males.
Improvisé un hechizo para encontrar un anillo de boda perdido y despa-
ché a un cliente que quería que hiciera una poción de amor para su novia
(mi anuncio en las Páginas Amarillas dice específicamente: «No se hacen
pociones de amor», pero por alguna razón la gente siempre cree que su caso
es especial). Fui al banco, recomendé a un detective privado que conozco y
quedé con un piromante novato para intentar enseñarle y que no quemara
su coche por accidente.
Estaba cerrando el despacho cuando escuché que alguien salía del as-
censor y echaba a andar hacia el pasillo donde me encontraba. Eran pasos
fuertes, como pisadas de bota, y se acercaban.
—¿Señor Dresden? —preguntó la voz de una mujer joven—. ¿Es usted
Harry Dresden?
—Sí —respondí—. Pero ya está cerrado. Tal vez podamos fijar una cita
para mañana.
Los pasos se detuvieron a poca distancia.

26
—Por favor, señor Dresden. Solo usted puede ayudarme.
Suspiré sin mirarla. Había dicho las palabras exactas para lograr echar
abajo mi coraza protectora. Pero todavía podía marcharme. Mucha gente
cree que la magia puede acabar con sus problemas cuando ya no ven otra
salida.
—Me encantaría, señora. Será lo primero que haga mañana por la maña-
na. —Cerré la puerta y me empecé a alejarme.
—Espere —dijo. Sentí cómo se acercaba y me cogía la mano.
Sentí un hormigueo que me subía desde la muñeca hasta el codo. Mi
reacción inmediata fue instintiva. Levanté un escudo mental contra la sen-
sación, aparté la mano de sus dedos y retrocedí varios pasos para alejarme de
la joven. Todavía sentía escalofríos en la mano y en el brazo por el roce con
la energía de su aura. Era una chica delgada que llevaba un vestido negro
de lana, botas militares y el cabello liso y despeinado teñido de color negro
mate. La expresión de su rostro era suave y dulce, y la piel de alrededor de
los ojos era blanca como la tiza, aunque estaba hundida, tenía un color más
oscuro y ojeras, y miraba con la cautela de un gato callejero.
Flexioné los dedos y evité mirar a la chica a los ojos durante más de un
segundo.
—Usted es una aprendiza —dije con tranquilidad.
Se mordió el labio y apartó la mirada, asintiendo.
—Necesito su ayuda. Ellos dijeron que me ayudaría.
—Enseño a la gente que no quiere que su talento incontrolado les haga
daño —dije—. ¿Es eso lo que busca?
—No, señor Dresden —dijo la chica—. No exactamente.
—Entonces, ¿por qué me busca? ¿Qué es lo que quiere?
—Quiero su protección. —Levantó una mano temblorosa y jugueteó con
su cabello oscuro—. Y si no la tengo… no creo que sobreviva a esta noche.

27
4

Regresamos al despacho y encendí la luz. La bombilla se fundió. Ocurre un


montón de veces. Suspiré y cerré la puerta, dejando que entraran los rayos
de la dorada luz otoñal por las persianas y formaran sombras en el suelo y
las paredes.
Aparté una de las sillas del escritorio para que se sentara la joven. Me miró
confundida durante un instante, hasta que dijo:
—Ah —Y se sentó.
Rodeé el escritorio sin quitarme el guardapolvo y me senté.
—Muy bien —dije—. Si quiere que la proteja, primero tengo que saber
algunas cosas.
Ella se apartó el pelo color betún con una mano y me dedicó una mirada
calculadora. A continuación, se cruzó de piernas, de forma que el borde de
su vestido dejó entrever una pierna pálida hasta la mitad del muslo. Un sutil
movimiento de su espalda hizo oscilar sus pechos jóvenes y firmes, de modo
que sus pezones se marcaron ostensiblemente contra la tela.
—Por supuesto, señor Dresden. Estoy segura de que podremos llegar a
un acuerdo.
Me dirigió una mirada directa, sensual y anhelante. Que se le marcaran
los pezones a voluntad, eso sí que es una habilidad. Bueno, era bastante
guapa, supongo. Cualquier adolescente andaría babeando y dando vueltas
a su alrededor, pero yo podía comportarme mejor. Puse los ojos en blanco.
—Eso no es lo que quiero decir.
Su mirada de gatita en celo vaciló.
—¿N… No? —Frunció el ceño mientras me analizaba, reevaluándo-
me—. ¿Es… es usted…?
—No —dije—. No soy gay. Pero no quiero esa clase de tratos con usted.
¿Ni siquiera me ha dicho cómo se llama y ya está dispuesta a abrirse de pier-
nas? No, gracias. Campanas infernales, ¿no ha escuchado hablar del sida?
¿Del herpes?
Se puso blanca y apretó los labios hasta que también se pusieron blancos.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué quiere de mí?
—Respuestas —le dije, señalándola con un dedo—. Y no intente mentir-
me. Eso no le hará ningún bien.

29
Era una verdad a medias. Ser mago no te convierte en un detector de
mentiras andante, y no iba a verle el alma para asegurarme de que era sin-
cera. No merecía la pena. Pero otra de las grandes cosas de ser mago es que
la gente atribuye todo a tus grandes poderes desconocidos. En serio, solo
funciona con aquellos que saben lo suficiente como para creer en los magos,
pero no para entender nuestros límites. El resto del mundo, la gente normal
que cree que la magia es solo una broma, te mira como si fueras alguien que
en cualquier momento se va a meter en un abrigo blanco pequeño.
Se lamió los labios en un gesto nervioso, no sexy.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué quiere saber?
—Para empezar, su nombre.
Emitió una áspera carcajada.
—¿De verdad cree que se lo voy a decir, mago?
Punto a su favor. Los lanzadores de hechizos serios como yo pueden hacer
cosas feas con el nombre de una persona si lo dicen.
—Muy bien. ¿Cómo debo llamarla entonces?
No se molestó en taparse la pierna de nuevo. Una pierna bastante bonita,
de hecho, con un tatuaje que le rodeaba el tobillo. Intenté no mirarlo.
—Lydia —dijo—. Llámeme Lydia.
—De acuerdo, Lydia. Es usted aprendiza del Arte. Hábleme de ello.
—No tiene nada que ver con lo que quiero de usted, señor Dresden
—dijo. Tragó saliva y su ira se desvaneció—. Por favor, necesito su ayuda.
—Muy bien, muy bien —dije—. ¿Qué tipo de ayuda necesita? Si tiene
algún problema relacionado con bandas, le recomiendo que acuda a la poli-
cía. No soy un guardaespaldas.
Tembló y se rodeó con los brazos.
—No, no es nada de eso. No estoy preocupada por mi cuerpo.
Aquello me hizo fruncir el ceño.
Cerró los ojos y suspiró.
—Necesito un talismán —dijo—. Algo que me proteja de un espíritu
hostil.
Aquello hizo que me levantara y prestara atención, metafóricamente ha-
blando. Con la ciudad sumida en el caos espiritual en el que estaba, no me
costaba creer que una chica con un talento mágico debía de estar expe-
rimentando algunos fenómenos desagradables. Los que tienen un talento
para la magia suelen atraer a los espíritus y los fantasmas.
—¿Qué clase de espíritu?
Sus ojos miraron a izquierda y derecha, pero nunca me miraban de forma
directa.

30
—No puedo decírselo, señor Dresden. Es poderoso y quiere hacerme daño.
Me… me dijeron que usted podría hacer algo para que estuviera segura.
Lo cual era verdad hasta cierto punto. En aquel preciso instante llevaba
un talismán alrededor de mi muñeca izquierda fabricado con la mortaja
de un muerto, plata bendecida y otros ingredientes algo más difíciles de
encontrar.
—Tal vez —respondí—. Eso depende de por qué está en peligro y por
qué cree que necesita protección.
—N… No se lo puedo decir —dijo. Su pálido rostro adoptó una expre-
sión de auténtica preocupación, de esa clase que te hace parecer más mayor
y más feo. Se encogió y pareció más pequeña y frágil—. Por favor. Necesito
su ayuda.
Suspiré y me froté una ceja con el pulgar. Mi primer instinto era darle una
taza de chocolate caliente, ponerle una manta por encima de los hombros,
decirle que todo estaba bien y anudar mi talismán alrededor de su muñeca.
Pero intenté reprimirlo. Tranquilo, don Quijote. No tenía ni idea de su si-
tuación o por qué necesitaba protección. Por lo que sabía, estaba intentando
evitar a un ángel vengador que iba a por ella para castigarla por algún acto
tan vil que hizo que los Poderes actuaran de manera inmediata. Incluso los
fantasmas normales regresan a veces para atormentar a alguien por alguna
maldita razón.
—Mire, Lydia. No me gusta involucrarme sin saber qué está pasando.
—Aunque eso no me detuvo otras veces, pensé—. A menos que me cuente
algo más de su situación o me convenza de que de verdad necesita mi ayuda,
no podré ayudarla.
Agachó su cabeza, lo que provocó que su cabello color betún le ocultara
el rostro durante un largo minuto.
Después exhaló un suspiro y preguntó:
—¿Sabe lo que son las Lágrimas de Casandra, señor Dresden?
—Un estado profético —respondí—. La persona en cuestión recibe vi-
siones aleatorias del futuro, pero siempre en condiciones que hacen que sea
imposible explicar sus sueños. A veces, los médicos lo confunden con la
epilepsia infantil y recetan un montón de medicinas para controlarla. Son
profecías muy acertadas, pero nadie se las cree. Algunas personas dicen que
es un don.
—Yo no soy de esas —susurró—. No sabe lo horrible que es. Ver que algo
va a suceder e intentar cambiarlo solo para darte cuenta de que nadie te cree.
La estudié en silencio durante un minuto, escuchando cómo el reloj de la
pared contaba los segundos.

31
—Muy bien —dije—. Dice que tiene ese don. Supongo que querrá que
me crea que una de sus visiones le advirtió de que un espíritu iba a venir a
por usted.
—Una visión no —replicó—, tres. Tres, señor Dresden. Cuando inten-
taron matar al Presidente, solo tuve una visión. Tuve dos cuando el desastre
de la NASA y el terremoto de Laos. Nunca antes había tenido tres. Nunca
antes se me había aparecido algo con tanta claridad…
Cerré los ojos para pensar en ello. Mi instinto me decía de nuevo que
ayudara a la chica, que machacara al fantasma malvado o lo que fuese y que
desapareciera andando hacia la puesta de sol. Si de verdad sufría las Lágri-
mas de Casandra, lo que hiciera no solo podía salvarle la vida. Mi fe podría
cambiarla a mejor.
Por otro lado, ya me habían tomado por tonto antes. Obviamente, la
chica era muy buena actriz. Había representado el papel de una seductora
servicial cuando creía que buscaba sexo. Que hubiera llegado inmediata-
mente a esa conclusión basándose solo en mi actitud neutral decía algo
sobre ella. No era una chica que jugara según las reglas. A menos que la
estuviera juzgando mal, había ofrecido sexo a cambio de bienes y servicios y
era demasiado joven para estar ya de vuelta de todo. Todo eso de las Lágri-
mas de Casandra era un timo perfecto, y en los círculos de quienes sabían
de magia ya había gente que lo había usado antes. No se necesitan pruebas y
el timador no tiene que representar ningún papel. Lo único que se necesita
es un poquito de talento para darle el aura adecuada, puede que la suficiente
cinetomancia para inclinar la partida a su favor. Después podía inventarse
la historia que quisiera sobre sus supuestos dones proféticos, adoptar el pa-
pel de chica indefensa e ir a por el pringado del barrio: Harry Blackstone
Copperfield Dresden.
Abrí los ojos y descubrí que me estaba mirando.
—Por supuesto —dijo—. Puedo estar mintiendo. Las Lágrimas de Ca-
sandra no se pueden analizar ni demostrar. Podría estar usándolo como una
excusa para proporcionar una explicación razonable a por qué debería ayu-
dar a una dama en peligro.
—Eso se parece mucho a lo que estaba pensando, Lydia, sí. Podría ser una
bruja a tiempo parcial que ha invocado al demonio equivocado y que está
buscando cómo arreglarlo.
Extendió sus manos.
—Lo único que puedo decirle, señor Dresden, es que no soy de esa clase.
Sé que va a pasar algo. No sé qué es, no sé por qué ni cómo. Solo sé lo que
he visto.

32
—¿Y qué es?
—Fuego —susurró—. Viento. Veo cosas oscuras luchando en una guerra
oscura. Veo cómo me llega la muerte desde el mundo espiritual. Y le veo a
usted en medio de todo esto. Usted es el principio y el final. Es el único que
puede hacer que el camino vaya en otro sentido.
—¿Esa es su visión? Las he visto peores.
Apartó la mirada.
—Le digo lo que veo.
Era el procedimiento típico. Halagar el ego del sujeto, atraerlo, hacerle sen-
tir bien, embelesarlo y desplumarlo. Mi reputación debe de estar aumentando.
Aun así, no tenía sentido ser maleducado.
—Mire, Lydia. Creo que tal vez esté exagerando. ¿Por qué no quedamos
en un par de días y vemos si aún necesita mi ayuda?
No me respondió. Se encogió de hombros y su rostro se aflojó a causa de
la derrota. Cerró los ojos y sentí una sensación de duda persistente. Tuve la
desagradable impresión de que no estaba actuando.
—Muy bien —dijo con suavidad—. Siento haberle hecho perder el tiem-
po. —Se levantó y echó a andar hacia la puerta de mi despacho.
Me arrepentí, me levanté de la silla y atravesé la habitación. Llegamos a la
puerta al mismo tiempo.
—Espere un momento —dije. Me desaté el talismán del brazo, sintiendo
un chasquido silencioso de energía al quitar el nudo. A continuación le cogí
la muñeca izquierda y la giré para anudarle el talismán.
Tenía cicatrices pálidas en el brazo, de esas verticales que cortan las venas
más grandes. Las que te haces cuando te tomas en serio lo de suicidarte.
Eran antiguas y descoloridas. Debía habérselas hecho… ¿cuándo? ¿A los
diez años? ¿Antes?
Sentí un escalofrío y aseguré la pequeña trenza de tela rancia y plata al-
rededor de su muñeca, dirigiendo la suficiente energía para cerrar el círculo
después de atar el nudo. Cuando terminé, rocé su antebrazo. Sentí el poder
del talismán, un hormigueo que flotaba a escasos milímetros de su piel.
—La magia de la fe es la que mejor funciona contra los espíritus —dije
en voz baja—. Si está preocupada, vaya a una iglesia. Los espíritus son más
fuertes justo después de la puesta de sol, en la hora de las brujas, y de nuevo
antes de que salga el sol. Vaya a Santa María de los Ángeles. Es la iglesia
que está en la esquina de Bloomingale con Wood, justo bajando el parque
Wicker. Es muy grande, no tiene pérdida. Llame a la puerta de servicio.
Hable con el padre Forthill. Dígale que la envía un amigo de Michael y que
necesita quedarse un tiempo en un lugar seguro.

33
Se limitó a mirarme con la boca abierta. Se le llenaron los ojos de lágri-
mas.
—Usted me cree —dijo—. Usted me cree.
Me encogí de hombros, incómodo.
—Puede que sí. Puede que no. Pero la cosa ha empeorado durante las
últimas semanas y preferiría no tener cargo de conciencia. Es mejor que se
dé prisa. El sol va a ponerse pronto. —Le puse unos cuantos billetes en la
mano y dije—: Tome un taxi. Santa María de los Ángeles. Padre Forthill. Le
envía un amigo de Michael.
—Gracias —contestó—. Oh, Dios. Gracias, señor Dresden. —Me cogió
la mano entre las suyas y depositó un beso húmedo por las lágrimas en mis
nudillos. Tenía las manos frías y los labios cálidos. Después desapareció por
la puerta.
La cerré tras ella y sacudí la cabeza.
Harry, eres idiota. Era el único talismán decente que podía protegerte
contra los fantasmas y tú se lo das. Probablemente es una espía. Segura-
mente la hayan enviado para quitarte el talismán y poder acabar contigo la
próxima vez que vayas a estropearles la diversión.
Me miré la mano, donde todavía notaba el calor del beso de Lydia y la
humedad de sus lágrimas. Suspiré y me dirigí al armario donde tenía a mano
cincuenta o sesenta bombillas y sustituí la que se había fundido.
Sonó el teléfono. Me bajé de la silla y contesté un áspero:
—Dresden.
Hubo un silencio y el sonido irritante de la estática al otro lado de la línea.
—Dresden —repetí.
El silencio continuó y también algo que hizo que se me pusieran los pelos
de punta. Tenía un rasgo difícil de describir. Como si hubiera algo a la es-
pera. Regodeándose. La estática aumentó de volumen y creí escuchar voces
entre medias, voces que hablaban en un tono bajo y cruel. Miré a la puerta
por la que se había marchado Lydia.
—¿Quién es?
—Pronto —susurró una voz—. Pronto, Dresden, nos veremos las caras
otra vez.
—¿Quién es? —repetí, sintiéndome algo tonto.
La llamada se cortó.
Miré el teléfono antes de colgarlo y después me pasé la mano por el pelo.
Un escalofrío descendió por mi espalda y se quedó bajo mi estómago.
—Muy bien —dije, y mi voz sonó algo elevada en el despacho—. No ha
sido tan horrible, gracias a Dios.

34
La vieja radio que tenía en la estantería al lado de la cafetera siseó y volvió
a la vida y casi me caigo de espaldas. Me giré para mirarla con furia, con los
puños apretados.
—¿Harry? —dijo una voz por la radio—. Oye, Harry, ¿esta cosa funciona?
Intenté serenar mi corazón antes de que se me saliera del pecho y concen-
tré toda mi voluntad en la radio para que se oyera mi voz.
—Sí, Bob. Soy yo.
—Gracias a las estrellas —dijo Bob—. Dijiste que querías saber si iba a
suceder algo fantasmal.
—Sí, sí. Dime.
La radio siseó y crujió por la estática procedente de las interferencias es-
pirituales, no físicas. La radio ya no podría recibir frecuencias AM/FM. La
voz de Bob sonaba confusa, pero podía entenderle.
—Mi contacto ha ido al hospital County Cook. Esta noche. Alguien ha
invocado a Agatha Hagglethorn. Eso es malo, Harry. Agatha es una vieja
muy mala.
Bob me hizo el resumen de la espeluznante y trágica muerte de Agatha
Hagglethorn y a qué parte del hospital iría con toda seguridad. Miré mi
muñeca izquierda desnuda y de repente me sentí desnudo.
—Muy bien —dije—. Me encargo. Gracias, Bob.
La radio chirrió y se quedó en silencio, y me lancé hacia la puerta. El sol
se pondría en menos de veinte minutos, ya estábamos en hora punta, y si
no llegaba a County Cook cuando oscureciera, podían ocurrir cosas muy
malas.
Salía por la puerta delantera, con el pesado saco de polvo fantasmal en
el bolsillo, cuando choqué con Michael, alto y corpulento, que llevaba una
enorme bolsa de deportes colgada del hombro, la cual sabía que contenía
nada menos que a Amoracchius y su capa blanca.
—¡Michael! —le espeté—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Su rostro sincero mostró una amplia sonrisa.
—Cuando se me necesita, Él se encarga de que esté aquí.
—Vaya —dije—. Debes de estar bromeando.
—No —dijo con voz seria. A continuación se calló—. Por supuesto, he-
mos hablado todas las noches durante las últimas dos semanas. Esta noche,
pensaba ahorrarle la molestia de tener que arreglarlo para que pareciera una
coincidencia, así que vine en cuanto salí de trabajar.
Se puso a mi lado y ambos entramos en el Escarabajo Azul: él por la
puerta roja y yo por la blanca, y miramos por encima del capó gris mientras
arrancaba el viejo Volkswagen.

35
Y así es cómo terminé en una batalla en la unidad de maternidad de Cook
County.
En cualquier caso, ¿veis a lo que me refiero con tener un día mediana-
mente normal antes de que se haga pedazos? Vale, a lo mejor no era tan
normal. Mientras nos metíamos en el tráfico y le pisaba todo lo que podía
al Escarabajo, tuve la desagradable sensación de que mi vida volvería a ser
frenética otra vez.

36
5

Michael y yo atravesamos la grieta que había abierto en la realidad para


entrar al Nuncamás. Me sentí como si pasara de una sauna a un despacho
con aire acondicionado, excepto porque no sentí el cambio en la piel, sino
en mis pensamientos, mis sensaciones y en la base del cráneo. Entré en un
mundo diferente al nuestro. El pequeño saco de polvo fantasmal que llevaba
en el bolsillo del guardapolvo se volvió más pesado de repente, haciéndome
perder el equilibrio y caer al suelo. Solté una maldición. Lo que pasa con
el polvo fantasmal es que era algo tan ajeno a la realidad, pesado e inerte,
que inmovilizaba la materia espiritual cuando entraba en contacto con ella.
Incluso dentro del saco sentía la presión súbita del Nuncamás. Si lo abría
ahora, en el mundo espiritual, haría un agujero en el suelo. Había que tener
cuidado. El esfuerzo me hizo gruñir y me saqué el pequeño saco del bolsillo.
Sentí que pesaba quince o veinte kilos.
Michael frunció el ceño mientras me miraba las manos.
—¿Sabes? Nunca te he preguntado de qué está hecho ese polvo.
—De uranio empobrecido —respondí—. Al menos, ese es el ingrediente
principal. Tuve que echarle muchas otras cosas. Hierro puro, albahaca, ex-
cremento de…
—Da igual —dijo—. No quiero saberlo. —Me dio la espalda, con las
manos aferrando la enorme espada. Cogí mi bastón y mi vara y me situé
delante de él, estudiando el trazado aparente de aquella parte del terreno.
Esa parte del Nuncamás se parecía al Chicago de finales del siglo xix,
aunque en realidad no: era el territorio de Agatha Hagglethorn. Era una
mezcla de los recuerdos que Agatha Hagglethorn tenía de Chicago cuando
murió. Había luces de las de Edison en algunas farolas, mientras que en
otras oscilaban luces de gas. Todas arrojaban esferas de luz brumosas que casi
no iluminaban los alrededores. Los edificios se apiñaban entre sí en ángulos
desiguales y a algunos les faltaba algún pedazo. Todo (las calles, las aceras,
los edificios) estaba hecho de madera.
—Campanas infernales —susurré—. No me extraña que el Chicago de
verdad se incendiara. Este lugar es un polvorín.
Las ratas se movían en la sombras, pero las calles estaban vacías y silencio-
sas. La grieta que llevaba de regreso a nuestro mundo oscilaba y cambiaba.

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La luz fluorescente y el aire esterilizado del hospital se derramaban sobre las
calles del antiguo Chicago. A nuestro alrededor, una docena o así de fuerzas
vibraban en el aire: la fuerza vital de los bebés del hospital, que se veía desde
el Nuncamás.
—¿Dónde está? —preguntó Michael en voz baja—. ¿Dónde está el fan-
tasma?
Describí un círculo lentamente, observando las sombras, y sacudí la ca-
beza.
—No lo sé. Pero es mejor que nos demos prisa en encontrarla. Y tenemos
que echar un vistazo si podemos.
—Para intentar averiguar qué la ha invocado —dijo Michael.
—Exacto. No sé tú, pero yo estoy un poco cansado de buscar por la ciu-
dad todas las noches.
—¿No la has visto todavía?
—No como me gustaría —respondí, haciendo una mueca—. Puede que
tenga alguna clase de hechizo o que haya alguna magia a su alrededor que
me dé una pista de lo que está pasando. Necesito un par de minutos sin
sentirme en peligro mortal para poder examinarla.
—Eso si ella no nos mata antes, ¿verdad? —dijo Michael—. Tenemos
poco tiempo. Y no la veo por ninguna parte. ¿Qué hacemos?
—Odio decir esto —dije—. Pero creo que deberíamos… —Iba a decir
«separarnos», pero no tuve ocasión. Los pesados troncos que formaban la
calle que teníamos debajo explotaron formando una nube mortal de astillas.
Levanté el brazo cubierto por la manga de cuero para protegerme los ojos y
me aparté a un lado. Michael se fue al otro.
—¡Mis pequeños ángeles! ¡Míos, míos, MÍOS! —rugió una voz junto a
mi rostro y mi pecho que hizo que mi guardapolvo ondeara como si fuera
de gasa.
Levanté la cabeza para ver al fantasma, que ahora era bastante real y sólido,
abriéndose camino desde el subsuelo con su único brazo. Agatha tenía su
rostro esbelto y anguloso retorcido en una mueca de rabia y su cabello le caía
descuidadamente, formando una melena enmarañada que desentonaba con
su camisa blanca almidonada. Tenía el brazo cortado a la altura del hombro
y su ropa estaba manchada de un fluido oscuro. Michael se puso de pie con
un alarido. Tenía un corte sangrante en una de sus mejillas y la persiguió con
Amoracchius. El espíritu lo empujó con el brazo que le quedaba como si fuera
un muñeco. Michael gruñó y salió volando, rodando sobre la calle de madera.
Y a continuación, el fantasma se volvió hacia mí gruñendo y babeando,
con los ojos abiertos a causa de una locura frenética.

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Me tambaleé hasta ponerme de pie y crucé el bastón delante del cuerpo,
interponiendo una barrera delgada entre el fantasma que estaba en su terri-
torio y yo.
—Supongo que es demasiado tarde para discutir esto de forma razonable,
Agatha.
—¡Mis bebés! —gritó el espíritu—. ¡Míos, míos, míos!
—Sí, eso pensaba —suspiré. Reuní todas mis fuerzas y empecé a cana-
lizarlas hacia el bastón. La pálida madera comenzó a brillar con una luz
naranja y dorada, que se extendía delante de mí en forma de un cuarto de
círculo.
El fantasma aulló de nuevo y se lanzó hacia mí. Me puse de pie con rapi-
dez y grité con toda la fuerza de mis pulmones:
—¡Reflectum!
El espíritu chocó contra mi escudo con el impulso de un rinoceronte
dopado de esteroides. He parado balas y cosas peores con este escudo antes,
pero eso fue en mi territorio, en el mundo real. Aquí, en el Nuncamás, el
fantasma de Agatha superaba mi escudo, que explotó retumbando y me
envió desmadejado al suelo. De nuevo, recogí mi bastón quemado y gemí
hasta ponerme en pie. Tenía los dedos temblorosos, manchados de sangre,
la piel hinchada por los moratones y vasos sanguíneos rotos.
Agatha se mantuvo a cierta distancia, temblando de rabia o, si había te-
nido suerte, de confusión. Tenía trozos de mi escudo de fuego por encima
de ella y parpadeaba lentamente. Busqué a tientas mi vara, pero tenía los
dedos entumecidos y se me cayó. Me agaché para cogerla, tambaleando, y
me levanté de nuevo, con los ojos llenos de niebla rojiza y chispas brillantes.
Michael rodeó al aturdido espíritu y llegó hasta mí. Su expresión denotaba
más preocupación que miedo.
—Tranquilo, Harry, tranquilo. Dios Santo, amigo. ¿Estás bien?
—Lo estaré —grazné—. Tengo buenas y malas noticias.
El caballero colocó su espada en posición de defensa.
—Siempre he sido partidario de las buenas noticias.
—Creo que ya no le interesan los bebés.
Michael me dirigió una sonrisa rápida.
—Eso son buenas noticias.
Me quité el sudor de los ojos. La mano se me estaba poniendo roja. Debía
de haberme cortado en algún momento.
—La mala noticia es que va a venir a destrozarnos en un par de segundos.
—No es por ser negativo, pero me temo que las noticias van a ser peores
—dijo Michael—. Escucha.

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Lo miré y ladeé la cabeza a un lado. A cierta distancia, pero cada vez más
cerca, se escuchaba un aullido estremecedor, que resultaba fantasmal en el
aire de la medianoche.
—Hostia —susurré—. Perros demoníacos.
—Harry —dijo Michael con voz seria—. Sabes que odio que blasfemes.
—Tienes razón. Lo siento. Hostia —murmuré—. La madrina ha salido a
cazar. ¿Cómo demonios ha podido encontrarnos tan rápido?
Michael me miró haciendo una mueca.
—Debía de estar ya cerca. ¿Cuánto tardará en llegar?
—No mucho. Mi escudo ha hecho un montón de ruido al romperse. La
habrá guiado hasta aquí.
—Si quieres irte, Harry —dijo Michael—, puedes hacerlo. Entretendré
al fantasma hasta que puedas cruzar la grieta.
Era tentador. Pocas cosas logran asustarme más que el Nuncamás y mi
madrina juntos. Pero también estaba enfadado. Odio cuando me descubren.
Además, Michael era un amigo, y no suelo dejar que mis amigos arreglen
mis problemas.
—No —dije—. Vamos a darnos prisa.
Michael me sonrió y avanzamos justo cuando el fantasma de Agatha hizo
desaparecer los últimos restos de la magia que la estaba atormentando. Mi-
chael atacó al fantasma con Amoracchius, pero ella era increíblemente rápi-
da y esquivaba todos los golpes con gracia mientras daba vueltas y se lanzaba
en picado. Levanté mi vara explosiva y me concentré. Me desconecté del
ladrido de los perros demoníacos, que ahora se oía más cerca, y del sonido
de los cascos de las bestias que hacían que mi pulso se acelerara. Obvié todo
lo que me rodeaba, salvo al fantasma, a Michael y al poder canalizado hacia
la vara explosiva. El fantasma debía de sentir que iba a atacarle, porque se
dio la vuelta y se dirigió hacia mí como una bala. Abrió la boca para gritar y
pude ver sus dientes puntiagudos y el fuego blanco de sus ojos vacíos.
—¡Fuego! —grité, y a continuación el espíritu me golpeó con todas sus
fuerzas. Un rayo de fuego blanco salió de la vara explosiva hacia las fachadas
de madera. Explotaron en llamas como si estuvieran empapadas de gasolina.
Caí al suelo, rodando, con el espíritu intentando morderme la garganta
con los dientes. Encajé el extremo de la vara explosiva en su boca y me pre-
paré para disparar otra vez, pero me la quitó de las manos con un movimien-
to preocupantemente parecido al de un perro, y la lanzó lejos. La golpeé con
el bastón, pero sin resultados. Fue de nuevo a por mi garganta.
Le metí mi antebrazo envuelto en cuero en la boca y grité:
—¡Michael!

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El fantasma me atacó con las uñas y me agarró con fuerza el antebrazo. Le
lancé el polvo fantasmal mientras forcejeaba con mi mano libre, intentando
apartarla de mí, pero no pude hacer mucho más que arrugarle la ropa.
Me agarraba la garganta con la mano y sentía que me estaba quedando sin
aire. Me retorcí e intenté escapar, pero el fantasma era mucho más fuerte y
más rápido que yo. Empecé a ver las estrellas.
Michael gritó y atacó al espíritu con Amoracchius. La enorme hoja le
golpeó en la espalda con un sonido como de madera y la hizo doblarse hacia
atrás, gritando de dolor. Fue un golpe mortal. La luz blanca de la espada
entró en contacto con la carne del espíritu y la quemó. Salieron chispas de
los bordes de la herida. Se retorció, gritando de furia, y el movimiento hizo
que Michael soltara la espada. El fantasma ardiente de Agatha Hagglethorn
se preparó para lanzarse a su garganta. Me senté, cogí el saco de polvo fan-
tasmal y se lo lancé a la nuca, gruñendo por el esfuerzo. Se oyó un sonido
afilado cuando el arma improvisada la golpeó, la materia súper pesada sobre
la que yo había lanzado un hechizo la golpeó como un mazo a la porcelana.
El fantasma se detuvo por un instante, con la salvaje boca muy abierta, y a
continuación cayó a un lado.
Observé a Michael, que seguía luchando por recobrar el aliento, mientras
me miraba.
—Harry —dijo—. ¿Has visto eso?
Me llevé la mano hacia la garganta dolorida y miré a mi alrededor. Los
ladridos de los perros y el sonido de los cascos habían desaparecido.
—¿El qué? —pregunté.
—Mira. —Señaló el cadáver del fantasma, que se estaba derritiendo.
Miré. Mientras luchaba contra el fantasma de Agatha, le había desgarrado
la blusa blanca y debía de haberse roto el vestido al chocar contra las paredes,
estrangular magos y cosas así. Me arrastré hacia el cadáver. Seguía ardiendo,
aunque con las llamas más bajas, pero el fuego blanco de Amoracchius
lo estaba consumiendo rápidamente. El fuego no ocultó aquello a lo que
Michael se refería.
Alambre. Hebras de alambre recorrían la carne del fantasma bajo sus ro-
pas desgarradas. Las púas estaban clavadas cruelmente en su piel cada cin-
co centímetros y tenía el cuerpo cubierto de pequeñas heridas horribles.
Hice una mueca, apartando la ropa ardiente con movimientos vacilantes. El
alambre estaba compuesto por una única hebra que nacía de su garganta y
le envolvía el torso, iba por debajo de sus brazos, enrollándose por una de
sus piernas hasta llegar al tobillo. El otro extremo del alambre simplemente
desaparecía dentro de su carne.

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—Sol y estrellas —jadeé—. No me extraña que se volviera loca.
—El alambre —preguntó Michael agachándose a mi lado—. ¿Le hacía
daño al fantasma?
Asentí.
—Eso parece. Le estaba torturando.
—¿Por qué no lo vimos en el hospital?
Sacudí la cabeza.
—Sea lo que sea, no estoy seguro de que pueda verse en el mundo real.
No creo que lo hubiéramos visto si no llegamos a venir aquí.
—Dios está con nosotros —dijo Michael.
Me examiné las heridas y después dirigí la mirada hacia los moratones
que se extendían por el brazo de Michael y por su garganta.
—Sí, lo que tú digas. Mira, Michael. Esta clase de cosas no pasan porque
sí. Alguien le hizo esto al fantasma.
—Lo que implica —dijo Michael— que tenían sus razones para querer
que el fantasma hiciera daño a esos niños.
Su rostro se oscureció y frunció el ceño.
—Fuera ese su objetivo o no, eso significa que hay alguien detrás de toda
esta actividad reciente, que no es una cosa ni un estado. Alguien le está ha-
ciendo esto a propósito a los fantasmas de la zona.
Me puse de pie y me sacudí la ropa, mientras el cadáver seguía ardiendo,
al igual que los edificios que nos rodeaban. El fuego devoraba todo lo que se
alzaba en sentido vertical y empezaba a abrirse paso también hacia las calles
y las aceras. El aire estaba lleno de humo, mientras el territorio del espíritu
en el Nuncamás se derrumbaba junto a sus restos.
—Ay —protesté. Y no me quejé más. Michael cogió su espada por la
empuñadura y la sacó de las llamas, sacudiendo la cabeza.
—La ciudad está ardiendo.
—Gracias, señor Obvio.
Sonrió.
—¿Pueden hacernos daño las llamas?
—Sí —dije con énfasis—. Ha llegado la hora de marcharnos.
Nos dirigimos de regreso a la grieta. Hubo un momento en que Michael
me apartó para que no me cayera una chimenea ardiente, y tuvimos que
esquivar una pila de ladrillos rotos y de madera en llamas.
—Espera —dije de pronto—. Espera. ¿Oyes eso?
Michael me arrastró hacia la grieta.
—¿El qué? No oigo nada.
—Sí —tosí—. No se oyen más aullidos de perros.

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Entre el humo apareció una hermosa mujer alta y esbelta. Su cabello pe-
lirrojo le caía en ondas formando una cascada hasta llegar debajo de sus ca-
deras, a lo que había que añadir una piel perfecta, unos pómulos marcados y
unos labios lujuriosos de color rojo sangre. Su rostro no denotaba su edad, y
sus ojos de color dorado tenían una línea vertical en lugar de pupilas, como
los de un gato. Llevaba un vestido vaporoso de color verde oscuro.
—Hola, hijo mío —ronroneó Lea, sin preocuparse por el humo ni el
fuego.
Tres grandes formas que parecían mastines hechos de sombras y hollín se
acurrucaban a sus pies, vigilándonos con sus ojos negros fijos. Se interpo-
nían entre nosotros y la grieta que nos llevaba de regreso a casa.
Tragué saliva y reprimí el sentimiento súbito de pánico infantil que
empezaba a manifestarse en mi vientre y amenazaba con salir por mi gar-
ganta. Retrocedí un paso, situándome entre el hada y Michael, y dije con
voz ronca:
—Hola, madrina.

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Mi madrina miró el infierno que nos rodeaba y sonrió.


—Me recuerda a tiempos pasados. ¿A ti no, querido?
Bajó la mano y acarició la cabeza de uno de los perros que tenía al lado.
—¿Cómo me has encontrado tan rápido, madrina? —pregunté.
Le dedicó una gran sonrisa al perro.
—Mmmm. Tengo mis secretos, querido. Solo quería saludar a mi ahija-
do, hace mucho tiempo que no te veo.
—Muy bien. Hola, encantado de verte, tenemos que quedar otro día —dije.
Me entró humo en la boca y empecé a toser—. Tenemos un poco de prisa, así
que…
Lea se echó a reír con un sonido parecido al de unas campanas algo de-
safinadas.
—Vosotros, los mortales, siempre con prisas. Pero si hace mucho que no
nos vemos, Harry. —Se acercó y su cuerpo se movía grácilmente de una
manera tan sensual que en otras circunstancias hubiera resultado fascinante.
Los perros se sentaron en silencio detrás de ella—. Deberíamos pasar más
tiempo juntos.
Michael levantó su espada de nuevo y dijo con tranquilidad:
—Señora, apártese de nuestro camino, si no le importa.
—Sí me importa —espetó ella con súbito enfado. Aquellos labios gruesos
retrocedieron, dejando ver unos dientes minúsculos y afilados, y al mismo
tiempo, los tres sombríos perros empezaron a soltar gruñidos nerviosos. Sus
ojos dorados recorrieron a Michael de arriba a abajo y después me miraron
a mí—. Él me pertenece, caballero, por derecho de sangre, por Ley y por no
cumplir su palabra. Hizo un pacto conmigo. Usted no tiene poder sobre eso.
—¿Harry? —Michael me dirigió una rápida mirada—. ¿Es verdad lo que dice?
Me lamí los labios y agarré mi bastón.
—Era muy joven entonces. Y bastante más estúpido.
—Harry, si has hecho un trato con ella voluntariamente, entonces tiene
razón y no puedo hacer nada para detenerla.
Un edificio se desplomó con un rugido. Las llamas se estaban acercando
y hacía calor, mucho calor. La grieta osciló y se hizo más pequeña. No nos
quedaba mucho tiempo.

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—Ven, Harry —ronroneó Lea, casi sin voz, sombría como el humo que
le rodeaba—. Deja que el buen Caballero del Dios Blanco se marche al
otro lado. Y te llevaré a unas aguas que calmarán tus dolores y te curarán las
heridas.
Parecía una buena idea. En realidad, sonaba muy bien. Lo haría con
su propia magia. Sentí cómo mis pies se arrastraban hacia ella pesada-
mente.
—Dresden —dijo Michael bruscamente—. Por Dios, tío. ¿Qué estás ha-
ciendo?
—Vete a casa, Michael —respondí. Mi voz era lenta y torpe, como si hu-
biera bebido. Vi la boca de Lea, su suave y amorosa boca, curvándose hacia
arriba en una sonrisa triunfal. No intenté resistirme al tirón de su magia.
De todas formas, no hubiera podido detener las piernas. Lea me conocía
desde hace años, y por lo que sabía, seguiría siendo así. No podría recuperar
el control más que unos cuantos segundos. El aire se volvió más frío según
me acercaba a ella, y pude oler el aroma de su cuerpo, de su cabello, a flores
salvajes y a tierra almizcleña, embriagadora—. No falta mucho para que se
cierre la grieta. Vete a casa.
—¡Harry! —gritó Michael.
Lea posó una de sus manos esbeltas de largos dedos en mi mejilla. Un
hormigueo de placer me atravesó el cuerpo. Mi cuerpo reaccionaba ante
ella, indefenso y anhelante a la vez, y tuve que esforzarme para dejar de
pensar en su belleza.
—Sí, mi dulce hombrecito —susurró Lea, con el regocijo brillando en
sus ojos—. Corazón, corazón, corazón. Ahora, aparta tu bastón y tu vara.
Contemplé embobado cómo mis dedos los soltaban. Cayeron al suelo
con un golpe. Las llamas estaban cada vez más cerca. La grieta brilló y se
hizo más pequeña hasta casi cerrarse. Entrecerré los ojos reuniendo mi vo-
luntad.
—¿Cumplirás ahora tu parte del trato, dulce niño mortal? —murmuró
Lea deslizando sus manos por mi pecho y acariciando mis hombros.
—Iré contigo —respondí, dejando que mi voz saliese lenta y espesa. Sus
ojos se iluminaron con una alegría maliciosa, echó la cabeza para atrás y rió,
dejando ver algunas partes suaves y deliciosas de su garganta y su pecho—.
Cuando el Infierno se congele —añadí, y saqué por última vez el peque-
ño saco con polvo fantasmal. Se lo eché por el anteriormente mencionado
pecho. No se sabe mucho sobre las hadas y el uranio empobrecido, pero sí
sobre las hadas y el hierro puro. No les gusta, y la fórmula del polvo contenía
bastante.

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La complexión perfecta de Lea se llenó al instante de manchas de un fuer-
te color rojo, la piel se secó y se cuarteó ante mis ojos. La carcajada triunfal
de Lea se convirtió en un grito agónico y me liberó, desgarrando con pánico
la túnica de su pecho, revelando cómo más partes de su hermosa piel sufrían
al contacto con el hierro puro.
—Michael —grité—. ¡Ahora! —Le propiné un fuerte empujón a mi ma-
drina, agarré mi bastón y mi varita y me deslicé por la grieta. Escuché un
gruñido y noté que algo me agarraba una bota, tirándome al suelo. Golpeé
con mi bastón a uno de los perros en los ojos. Rugió con rabia y sus dos
compañeros se lanzaron a por mí. Michael se cruzó en su camino y golpeó
a uno de ellos con la espada. El hierro golpeó a la bestia feérica y de su he-
rida salió sangre y fuego blanco. El segundo saltó sobre Michael y le cogió
el muslo con los colmillos, desgarrándolo y tirando de él. Golpeé a la bestia
con mi bastón, alejándolo de la pierna de Michael, y empecé a arrastrar a mi
amigo hacia la grieta que comenzaba a desaparecer. Aparecieron más perros
demoníacos de entre las ruinas ardientes que nos rodeaban.
—¡Vamos! —grité—. ¡No tenemos tiempo!
—¡Traidor! —me espetó mi madrina. Se levantó del suelo, ennegrecida y
quemada, con el hermoso vestido hecho jirones alrededor de la cintura, el
cuerpo y los miembros estirados, huesuda e inhumana. Apretó los puños a
ambos lados y el fuego de los edificios que nos rodeaban pareció reducirse,
hasta concentrarse en un par de puntos que brillaban con una luz violeta y
verde—. ¡Traidor! ¡Niño venenoso! ¡Eres mío, tal y como me juró tu madre!
¡Como me juraste tú!
—¡No deberías hacer pactos con un menor! —grité en respuesta, y em-
pujé a Michael hacia delante, al interior de la grieta. Se tambaleó por un
momento ante la estrecha abertura y a continuación entró y desapareció
para regresar al mundo real.
—¡Si no me entregas tu vida, pequeña serpiente, me quedaré con tu san-
gre! —Lea dio dos grandes pasos y extendió sus manos. Un rayo de poder
de color verde y violeta salió disparado hacia mi cara.
Me eché hacia atrás, hacia la grieta, y recé para que fuese lo bastante gran-
de para caer por ella. Extendí mi bastón en dirección a mi madrina y lancé
un escudo de protección con mis escasas fuerzas. El fuego feérico golpeó el
escudo, arrojándome de espaldas a la grieta como si fuera una pajita en un
tornado. Pude sentir cómo mi bastón se calentaba y me estallaba en llamas
en las manos mientras la atravesaba.
Aterricé de espaldas en el suelo de la planta de maternidad del Hospital
County Cook, con un velo de humo en el guardapolvo que se convirtió

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rápidamente en una capa asquerosa de residuo ectoplásmico, mientras mi
bastón ardía con llamas verdes y púrpuras. Los bebés que se encontraban en
sus pequeñas cunas gritaron a mi alrededor. Se escuchaban voces confusas
en la habitación de al lado.
A continuación, la grieta se cerró y nos encontramos de vuelta en el mun-
do real, rodeados de bebés llorando. Las luces fluorescentes se encendieron
y escuchamos más voces preocupadas de enfermeras que ya estaban en el
puesto de control. Apagué uno de los fuegos de mi bastón y después me
senté, jadeante y dolorido. Al mundo real no pueden entrar las cosas del
Nuncamás, pero las heridas que me hice allí eran bastante reales.
Michael se levantó y miró en dirección a los bebés, asegurándose de que
todos estuvieran bien. Después se sentó a mi lado, se quitó un pegote de
ectoplasma de la frente y presionó su capa contra la herida supurante de su
pierna, donde los colmillos del perro le habían desgarrado el pantalón. Me
dirigió una mirada pensativa con el ceño fruncido.
—¿Qué? —pregunté.
—Tu madrina. Has huido de ella —dijo.
Me reí débilmente.
—Esta vez sí. ¿Por qué te preocupa?
—Le mentiste.
—Le engañé —concedí—. Es una de las tácticas clásicas para tratar con
hadas.
Parpadeó, y a continuación usó otra parte de su capa para limpiar el ec-
tomoco de Amoracchius.
—Pensaba que eras un hombre sincero, Harry —dijo con gesto heri-
do—. No puedo creer que la engañaras.
Me eché a reír débilmente, demasiado cansado para moverme.
—No puedes creer que le mintiera.
—Bueno, no —dijo a la defensiva— Se supone que esa no es forma de
ganar. Somos los buenos, Harry.
Me reí un poco más y me limpié un hilo de sangre de la cara.
—¡Bueno, es que lo somos!
Empezó a sonar una alarma. Una de las enfermeras entró en la sala de
observación, nos miró y salió corriendo mientras gritaba.
—¿Sabes qué es lo que me preocupa? —pregunté.
—¿El qué?
Aparté mi bastón quemado y mi vara.
—Me pregunto por qué demonios mi madrina estaba justo ahí cuando
entré al Nuncamás. No es que el sitio sea pequeño. No habían pasado ni

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cinco minutos cuando apareció.
Michael envainó cuidadosamente su espada y la depositó a su lado, fuera
del alcance de mi brazo. Después se desabrochó la capa con un gesto de
dolor.
—Sí. Parece una desafortunada coincidencia.
Cuando llegó la policía, los dos pusimos las manos detrás de la cabeza. El
agente llevaba la chaqueta y los pantalones manchados de café y se precipitó
hacia la enfermería empuñando el arma. Nos sentamos con las manos detrás
de la cabeza e intentamos parecer amigables e inofensivos.
—No te preocupes —dijo Michael—. Déjame hablar a mí.

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Michael apoyó su frente en las manos y suspiró.


—No me puedo creer que estemos en prisión.
—Por alterar el orden —resoplé mientras recorría los límites de la cel-
da—. Por allanamiento. ¡Ja! Si no llegamos a aparecer, habrían visto lo que
es alterar el orden. —Me saqué un montón de multas del bolsillo del panta-
lón—. Mira. Por exceso de velocidad, por no obedecer las señales de tráfico,
por conducir imprudentemente un vehículo. Y aquí está la mejor: por apar-
car en un lugar prohibido. ¡Me van a quitar el carnet!
—No puedes culparlos, Harry. No es que podamos explicar lo que ha
pasado en términos que entiendan.
Le di una patada a los barrotes de pura frustración. El dolor me subió
por la pierna y me arrepentí inmediatamente (me habían quitado las botas
al ficharme). Sumado al dolor de mis costillas, a las heridas de la cabeza y a
la rigidez de mis dedos, era ya demasiado. Me senté al lado de Michael con
un suspiro.
—Estoy tan harto de esto —dije—. La gente como tú y como yo aguan-
tan cosas que estos idiotas (hice un gesto abarcándolo todo) no saben ni que
existen. No cobramos y ni siquiera nos dan las gracias.
Michael habló en tono impasible y filosófico:
—Es la naturaleza de la bestia, Harry.
—Me importa un bledo. Odio cuando pasa algo así. —Me puse de pie
otra vez, frustrado, y empecé a caminar por la celda—. Lo que me molesta
de verdad es que aún no sabemos por qué el mundo de los espíritus está tan
revuelto. Esto es gordo, Michael. Si no descubrimos qué lo está provocando…
—Quién lo está provocando.
—Correcto. Quién lo está provocando, quién sabe lo que podría pasar.
Michael esbozó una media sonrisa.
—El Señor nunca pondrá una carga sobre tus hombros que no puedas
soportar, Harry. Lo único que podemos hacer es enfrentarnos a lo que venga
y tener fe.
Le dediqué una mirada áspera.
—Entonces necesito unos hombros más grandes. Alguien en contabili-
dad ha cometido un error.

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Michael soltó una carcajada cálida y sonora y sacudió la cabeza para des-
pués tumbarse en el banco, con los brazos cruzados bajo la cabeza.
—Hicimos lo que había que hacer. ¿No es suficiente?
Pensé en todos aquellos bebés que sollozaban y hacían unos ruiditos mo-
nísimos cuando aparecieron las enfermeras para asegurarse de que estaban
bien y llevárselos a sus mamás. Uno de ellos, gordito, había dejado salir un
enorme eructo y se había dormido sobre el hombro de la enfermera. Casi
una docena de pequeñas vidas con un futuro por delante. Un futuro que
habría terminado abruptamente si no hubiera hecho nada. Sentí que una
sonrisa pequeña y estúpida aparecía en las comisuras de mi boca y un mí-
nimo sentimiento de satisfacción que mi indignación no había conseguido
hacer desaparecer. Me giré para que Michael no pudiera ver mi sonrisa y me
obligué a sonar resignado.
—¿Suficiente? Supongo que tendrá que bastar.
Michael se rio otra vez. Le dediqué una mirada ceñuda que solo le provo-
có más carcajadas alegres, así que me rendí y me apoyé contra los barrotes.
—¿Cuánto crees que tardaremos en salir de aquí?
—Nunca antes he estado en prisión —dijo Michael—. Creo que tienes
más experiencia.
—Oye —protesté—. ¿Qué quieres decir con eso?
La sonrisa de Michael desapareció.
—A Charity no le va a gustar esto —pronosticó.
Me retorcí. La mujer de Michael.
—Bueno, sí. Lo único que podemos hacer es enfrentarnos a lo que venga
y tener fe, ¿verdad?
Michael lanzó un gruñido que sonó irónico.
—Rezaré una oración a San Judas Tadeo.
Apoyé la cabeza contra los barrotes y cerré los ojos. Sentía dolor en sitios
que no sabía que podían doler. Podría quedarme dormido ahí mismo.
—Lo único que quiero —dije— es irme a casa, ducharme y dormir.
Al cabo de una hora o así apareció un agente uniformado que abrió la
puerta, informándonos de que estábamos en libertad bajo fianza. Sentí un
escalofrío en el estómago. Michael y yo arrastramos los pies hasta la zona de
espera que había al lado.
Una mujer con un vestido amplio y una rebeca gruesa nos esperaba, tenía
los brazos cruzados sobre su vientre abultado por los siete u ocho meses de
embarazo. Era alta, con un pelo rubio y hermoso que le caía hasta la cintura
formando una cortina brillante, rasgos adorables y atemporales y ojos oscu-
ros que brillaban con furia contenida.

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—Michael Joseph Patrick Carpenter —gruñó, y se dirigió hacia nosotros.
Bueno, en realidad caminó bamboleándose, pero sus hombros y su expre-
sión decidida mostraban resolución—. Eres un desastre. Esto es lo que pasa
por juntarte con malas compañías.
—Hola, ángel mío —murmuró Michael, y se agachó para darle a la mu-
jer un beso en la mejilla.
Ella lo aceptó con la misma tolerancia amorosa que un dragón de Komodo.
—No me llames ángel. ¿Sabes lo que he tenido que hacer para encontrar
una canguro, llegar hasta aquí, reunir el dinero y recuperar tu espada?
—Hola, Charity —dije alegremente—. Caray, yo también me alegro de
verte. Han pasado… ¿cuánto? ¿Tres o cuatro años desde la última vez que
hablamos?
—Cinco años, señor Dresden —dijo la mujer dirigiéndome una mirada
helada—. Y si Dios quiere, pasarán otros cinco antes de tener que soportar
otra vez su idiotez.
—Pero yo…
Dirigió su estómago hinchado hacia mí como si fuera el ariete de un
barco griego de guerra.
—Cada vez que aparece, mete a Michael en problemas. ¡Y ahora en la
cárcel! ¿Qué van a pensar los niños?
—Mira, Charity, era imp…
—Señora Carpenter —gruñó—. Siempre es importante, señor Dresden.
Bueno, mi marido ha hecho cosas importantes sin lo que yo denomino su
dudosa «ayuda». Pero cuando aparece usted regresa siempre lleno de sangre.
—Eh —protesté—. ¡Que yo también estoy herido!
—Bien —dijo—. Tal vez así tenga más cuidado en el futuro.
Miré a la mujer con el ceño fruncido.
—Tiene que saber…
Me agarró de la camisa y puso mi cara a la altura de la suya. Era sorpren-
dentemente fuerte y podía mirarme sin cruzarse con mis ojos.
—Lo que tiene que saber usted —dijo, con una voz tan fría como el
acero— es que si vuelve a meter a Michael en un problema tan gordo que le
impida volver a casa con su familia, haré que se arrepienta.
Unas lágrimas que no tenían que ver con la debilidad hicieron que sus ojos
brillaran por un instante, y se estremeció de emoción. En aquel preciso mo-
mento tuve que admitir que su amenaza me asustó, a pesar de su embarazo.
Finalmente me soltó y se volvió hacia su marido, quitándole suavemente
una pelusilla oscura del rostro. Michael la rodeó con sus brazos y ella le
devolvió el abrazo sollozando, enterrando su cara en su pecho y llorando

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sin emitir ningún sonido. Michael la abrazó con mucho cuidado, como si
tuviera miedo de romperla, y le acarició el pelo.
Me quedé allí un instante, como si fuera idiota. Michael me miró y me
sostuvo la mirada por un momento. Después se volvió, abrazando a su mu-
jer con un brazo, y se marchó.
Contemplé durante unos instantes cómo iban uno al lado del otro, mien-
tras yo me quedaba allí solo. A continuación me metí las manos en los bolsi-
llos y me di la vuelta. Nunca antes había reparado en lo bien que encajaban
el uno con el otro: Michael con su fuerza tranquila y su confianza inque-
brantable y Charity con su pasión ardiente y su total lealtad a su marido.
El tema del matrimonio. A veces pensaba en ello y me sentía como alguien
sacado de una novela de Dickens, que está afuera, en la noche fría, mirando la
cena de Navidad. Nunca me había ido bien en mis relaciones. Creo que tiene
algo que ver con los demonios, los fantasmas y los sacrificios humanos.
Mientras estaba ahí, divagando, sentí su presencia antes de oler su perfu-
me, una cálida energía que la rodeaba y que reconocía gracias al tiempo que
habíamos pasado juntos. Susan se detuvo a la entrada de la sala de espera,
mirando por encima de su hombro. La examiné. Nunca me cansaba de
ello. Susan tenía la piel oscura, más bronceada aún después de pasar el fin
de semana en la playa, y llevaba el cabello negro a la altura de los hombros.
Era esbelta, pero tenía las suficientes curvas como para atraer la mirada de
admiración del agente que estaba detrás del mostrador mientras ella se limi-
taba a estar ahí parada, con su minifalda y un top que mostraba su vientre
desnudo. Mi llamada de teléfono la había pillado cuando salía para ir a
nuestra cita.
Se volvió hacia mí y sonrió. Sus ojos del color del chocolate mostraban
preocupación, pero eran cálidos. Giró la cabeza hacia la entrada que estaba
detrás de ella, por donde Michael y Charity se habían marchado.
—Son una pareja encantadora, ¿verdad?
Intenté devolverle la sonrisa, pero no me salió muy bien.
—Superaron un comienzo difícil.
Susan estudió mi rostro con su mirada, vio los cortes y sus ojos reflejaron
una mayor preocupación.
—¿Ah, sí?
—Él la rescató de las garras de un dragón que escupía fuego —Caminé
hacia ella.
—Suena muy bien —dijo, y me interceptó antes de que pudiera llegar,
dándome un largo y cálido abrazo que hizo que me dolieran los morato-
nes—. ¿Estás bien?

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—Estaré bien.
—Has estado cazando fantasmas con Michael. ¿Me cuentas algo de él?
—Extraoficialmente. La publicidad podría perjudicarle. Tiene hijos.
Susan frunció el ceño, pero asintió.
—Muy bien —dijo, y añadió un tono melodramático a sus palabras—.
¿Qué es? ¿Una especie de soldado eterno? ¿Tal vez un caballero del rey Ar-
turo que se ha despertado en esta época desesperada para luchar contra las
fuerzas del mal?
—Por lo que sé, es carpintero.
Susan me miró arqueando una ceja.
—Que lucha contra fantasmas. ¿Qué pasa, que tiene un arma mágica o
algo así?
Intenté no sonreír. Los músculos de las comisuras de la boca me dolían.
—No exactamente. Es un hombre honrado.
—A mí me parece muy agradable.
—No, no es un santurrón. Es honrado. Es la verdad. Es honesto, leal, fiel.
Vive según sus ideales. Le dan poder.
Susan frunció el ceño.
—Parece un tío bastante normal. Había esperado… no estoy segura.
Otra cosa. Una actitud diferente.
—Eso es porque también es humilde —dije—. Si le preguntas si es hon-
rado, se echará a reír. Supongo que forma parte de ello. Nunca he conocido
a nadie como él. Es un hombre bueno.
Apretó los labios.
—¿Y la espada?
—Amoracchius —apunté.
—Le ha puesto nombre a la espada. Eso es muy freudiano. Pero su mujer
casi le arranca la garganta a ese empleado para recuperarla.
—Es importante para él —dije—. Cree que es una de las tres armas que
Dios le dio a la humanidad. Tres espadas. Cada una de ellas tiene un clavo
que se supone que procede de la cruz. Solo los virtuosos pueden llevarlas. Se
llaman a sí mismos los Caballeros de la Cruz. Otros los llaman los Caballe-
ros de la Espada.
Susan frunció el ceño.
—¿La Cruz? —dijo—. ¿Con C mayúscula, como Crucifixión?
Me encogí de hombros, incómodo.
—¿Quién sabe? Michael cree en eso. Esa clase de fe tiene un poder propio.
A lo mejor con eso basta. —Suspiré y cambié de tema—. De todas formas,
me han confiscado el coche. Tuve que correr y a la policía no le ha gustado.

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Sus ojos oscuros brillaron.
—¿Alguna historia que merezca la pena?
Me reí cansado.
—¿Te rindes alguna vez?
—Una chica tiene que ganarse la vida —dijo, y se acercó a mí mientras
salíamos, deslizando su mano en la mía.
—¿Mañana, tal vez? Solo quiero irme a casa a dormir.
—Supongo que no hay cita. —Me sonrió, pero su expresión era tensa.
—Lo siento. Yo…
—Lo sé —suspiró.
Caminé algo más despacio y ella alargó sus pasos, aunque ninguno de
nosotros se movía con rapidez.
—Sé que lo que haces es importante, Harry. Solo desearía que a veces…
—Se interrumpió, frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—Nada, de verdad. Es egoísta.
—¿El qué? — repetí. Cogí su mano con mis dedos magullados y apreté
suavemente.
Suspiró y se detuvo en la entrada, volviendo el rostro hacia mí. Me cogió
ambas manos y no me miró cuando dijo:
—También me gustaría ser tan importante para ti.
Una incómoda sensación de angustia me golpeó en medio del pecho.
Auch. Me dolió escuchar eso, literalmente.
—Susan —tartamudeé—. Oye. No pienses nunca que no eres importan-
te para mí.
—Oh —dijo, sin levantar la mirada—, no es eso. Te dije que era egoísmo.
Lo superaré.
—Es solo que no quiero que te sientas… —Fruncí el ceño y tomé aire—.
No quiero que creas que yo… Lo que quiero decir es que…
Te quiero. Debería de ser fácil decirlo. Pero las palabras se me atrancaron en
la garganta. Siempre que se lo había dicho a alguien, la había perdido, y cada
vez que le ordenaba a mi boca que lo dijera, ocurría algo que lo impedía.
Susan levantó la cabeza para mirarme, parpadeando. Extendió un brazo y
tocó el vendaje de mi frente con sus dedos ligeros, suaves y cálidos.
Todo estaba en silencio en la sala. Me quedé ahí de pie, mirándola como
un estúpido. Por fin, me agaché y la besé apasionadamente, como si in-
tentara sacar las palabras de mi boca inútil para dárselas a ella. No sé si lo
entendió, pero se apretó contra mí con una cálida y suave tensión, oliendo a
canela, la dulzura de sus labios suaves y flexibles contra los míos.

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Puse una mano en la zona baja de su espalda, en los músculos suaves y
redondeados que tenía a cada lado de la columna, y la atraje hacia mí con
un poco más de fuerza.
Unos pasos que se acercaban desde otro lado nos hicieron sonreír e in-
terrumpir el beso. Se acercó una agente, con los labios curvados en una
sonrisita de sabelotodo, y noté el calor en mis mejillas.
Susan me quitó la mano de su espalda, frunciendo sus labios para depo-
sitar un suave beso en mis dedos magullados.
—No creas que te vas a librar de mí tan fácilmente, Harry Dresden
—dijo—. Voy a conseguir que hables. —Pero no siguió con el tema y juntos
reclamamos mi bastón y nos marchamos.
Me dormí de camino a mi apartamento, pero me desperté cuando el co-
che entró en el aparcamiento de grava situado al lado de las escaleras que
bajaban a mi casa, en el sótano de una antigua casa de huéspedes. Salimos
del coche y me estiré, contemplando la noche de verano y frunciendo el
ceño.
—¿Qué pasa? —preguntó Susan.
—Míster —dije—. Normalmente viene cuando ve que llego a casa. Esta
mañana me fui muy pronto.
—Es un gato, Harry —contestó Susan sonriendo—. A lo mejor tiene
una cita.
—¿Y si le ha atropellado un coche? ¿O le ha atacado un perro?
Susan soltó una carcajada y se dirigió hacia mí. Mi libido reparó en el
movimiento de sus caderas bajo su minifalda con un interés que hizo que
mis músculos doloridos se encogieran.
—Es tan grande como un caballo, Harry. Lo siento por el perro que lo
intente.
Volví al coche a por mi bastón y mi vara y a continuación la rodeé con
un brazo. El calor de Susan a mi lado, el aroma a canela de su pelo, eran
una forma increíblemente agradable de acabar el día. Pero no me sentía del
todo bien sin que Míster saliera a verme y se restregara contra mis piernas
para saludarme.
Eso debería haber bastado para avisarme. Más tarde alegaría debilidad,
dolor y distracción sexual. Sentí, con un estremecimiento, una ola de ener-
gía fría que se retorcía delante de mi cara y después una forma sombría que
subía los escalones que daban a mi apartamento. Me detuve y retrocedí un
paso, solo para ver otra forma silenciosa que aparecía por detrás de la casa
de huéspedes y echaba a andar en nuestra dirección. Sentí que se me ponía
la piel de gallina.

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Susan lo notó uno o dos segundos después de que mis sentidos de mago
me avisaran.
—Harry —susurró—. ¿Qué es esto? ¿Quiénes son?
—Tranquila. Coge las llaves del coche —dije, y las dos formas se
acercaron a nosotros mientras las olas de energía fría se hacían más gran-
des. La luz de las lejanas farolas se reflejaban en los ojos de la figura que
estaba más cerca, que brillaban grandes y negros—. Vámonos de aquí.
Son vampiros.

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8

Uno de los vampiros soltó una carcajada aterciopelada y salió de las som-
bras. No era muy alto, y se movía con una gracia casual y peligrosa hasta el
punto de no dejar ver sus ojos del color del cristal azul, su pelo rubio y las
zapatillas de deporte blancas que llevaba.
—Bianca nos dijo que estaría nervioso —ronroneó.
La segunda figura se acercó a nosotros desde la esquina de la casa de hués-
pedes. También ella era delgada y fuerte y poseía los mismos ojos azules y el
mismo pelo rubio perfecto que el hombre.
—Pero —susurró mientras se lamía los labios con su lengua de gato— no
nos dijo que iba a oler tan bien.
Susan buscó las llaves a tientas y se apretó contra mí, rígida a causa del
miedo y la tensión.
—¿Harry?
—No les mires a los ojos —dije—. Y no dejes que te chupen.
Susan me dirigió una mirada brusca por debajo de sus cejas oscuras.
—¿Chupar?
—Sí. Su saliva tiene una especie de droga adictiva. —Llegamos al co-
che—. Entra.
El vampiro abrió la boca, mostrando sus colmillos, y se echó a reír.
—Paz, mago. No hemos venido a por su sangre.
—Habla por ti —dijo la vampira. Se lamió los labios de nuevo y esta vez
puede ver que su lengua rosada tenía manchas negras. Argh.
El vampiro sonrió y le puso una mano sobre el hombro, un gesto que era
mezcla de afecto y de contención física.
—Mi hermana no ha cenado aún —explicó—. Está a dieta.
—¿Vampiros a dieta? —murmuró Susan.
—Sí —respondí en voz baja—. Hace que su sangre no tenga calorías.
Susan hizo un ruido que denotaba sorpresa.
Miré al vampiro y levanté la voz.
—Entonces, ¿quiénes sois? ¿Y qué hacéis en mi casa?
Inclinó la cabeza con educación.
—Me llamo Kyle Hamilton. Esta es mi hermana Kelly. Somos amigos de ma-
dame Bianca y estamos aquí para darle un mensaje. En realidad, es una invitación.

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—Podía haberla traído solo uno de vosotros.
Kyle miró a su hermana.
—Íbamos de camino a jugar un partido de dobles.
Resoplé.
—Vale, muy bien —le dije—. Sea lo que sea lo que queráis, la respuesta
es no. Podéis marcharos.
Kyle frunció el ceño.
—Le pido que lo reconsidere, señor Dresden. Usted debería saber que
madame Bianca es el vampiro más influyente de la ciudad de Chicago. Re-
chazar su invitación podría tener graves consecuencias.
—No me gustan las amenazas —espeté. Levanté mi vara explosiva y la
puse a la altura de los ojos azules de Kyle—. Si sigues así, solo quedará de ti
una mancha de grasa.
Los dos me sonrieron como ángeles inocentes con dientes puntiagudos.
— Por favor, señor Dresden —dijo Kyle—. Entienda que solo estoy indi-
cando los peligros de un posible incidente diplomático entre la Corte Vam-
pírica y el Consejo Blanco.
Ups. Eso cambiaba las cosas. Dudé y después bajé la vara explosiva.
—¿Son asuntos de la Corte? ¿Asuntos oficiales?
—La Corte Vampírica —dijo Kyle, dándole a sus palabras una estudiada
cadencia— invita formalmente a Harry Dresden, Mago, como representan-
te local del Consejo Blanco de Magos, para que asista a la recepción que se
celebra por el ascenso de Bianca St. Claire a margrave de la Corte Vampírica,
que tendrá lugar dentro de tres noches, a medianoche. —Kyle se detuvo
para sacar un sobre blanco de aspecto caro y volver a sonreír—. Por supues-
to, la Corte garantiza la seguridad de los invitados.
—Harry —jadeó Susan—. ¿Qué pasa?
—Te lo contaré en un minuto —dije, y me alejé un par de pasos de
Susan—. Entonces, ¿vienes como un heraldo normal de la Corte?
—Sí —dijo Kyle.
Asentí.
—Dame la invitación.
Los dos se acercaron a mí. Levanté mi vara explosiva y susurré una pa-
labra. El poder fluyó de la vara y su extremo empezó a brillar con una luz
incandescente.
—Ella no —dije, señalando con la cabeza a la hermana del mensajero—.
Solo tú.
Kyle siguió sonriendo, pero el color azul de sus ojos se había transforma-
do en una sombra negra de cólera que se extendió hasta anular el blanco.

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—Bueno —dijo, con voz tensa—. No somos unos simples abogados,
señor Dresden.
Le devolví la sonrisa.
—Mira, genio, eres el mensajero. Deberías conocer los acuerdos tan bien
como yo. Puedes entregar mensajes y recibirlos y tu seguridad está garantiza-
da mientras no causes problemas. —Señalé con la punta de la vara a la chica
que estaba detrás de él—. Pero ella no. Y tampoco está obligada a mantener
la paz. Digamos que prefiero que se quede al margen.
Ambos soltaron un sonido siseante que ningún ser humano podría imi-
tar. Kyle empujó con fuerza a Kelly para que se quedara detrás de él, donde
permaneció agarrándose el estómago con las manos y los ojos de color negro
y vacíos de toda humanidad. Kyle avanzó hacia mí y me lanzó el sobre. Me
tragué mis miedos, bajé mi vara explosiva y lo cogí.
—Tu trabajo aquí ha terminado —le dije—. Largo.
—Es mejor que vaya, Dresden —gruñó Kyle, poniéndose al lado de su
hermana—. Mi señora se va a enfadar mucho si no lo hace.
—He dicho que te largues, Kyle. —Levanté la mano, reuniendo toda mi
cólera y mi temor como fuentes de energía, y dije, en voz baja:
—Ventas servitas.
La energía salió de mi cuerpo. El viento rugió como respuesta a mi orden y
salió disparado hacia la pareja de vampiros, levantando una nube de polvo
y suciedad. Ambos se tambalearon y levantaron la mano para protegerse los
ojos de las partículas voladoras. Cuando el viento se calmó, me sentí agota-
do por el esfuerzo de mover tanto aire, y contemplé cómo los vampiros recu-
peraban la compostura y parpadeaban para limpiarse los ojos. Sus zapatillas
de tenis perfectas estaban manchadas, sus hermosas formas echadas a perder
y, lo mejor de todo, sus cabellos impolutos estaban despeinados.
Me miraron siseando y se agacharon, moviendo de forma extraña sus
cuerpos con una ligereza inhumana. Después hubo un borrón de zapatillas
de tenis y desaparecieron.
No estuve seguro de que se hubieran marchado hasta que liberé mis sen-
tidos para que comprobaran si todavía quedaba en el aire la energía fría que
les rodeaba. También había desaparecido. Solo entonces, cuando estuve to-
talmente seguro de que se habían marchado, me relajé. Bueno, noté que me
relajaba, pero normalmente, cuando me relajo, no me tambaleo ni siento la
necesidad de plantar con firmeza mi bastón en el suelo para no caerme. Me
quedé así unos instantes, con la cabeza flotando.
—Guau. —Susan se acercó a mí con rostro preocupado—. Harry, tú sí
que sabes hacer amigos.

61
Me tambaleé un poco, incapaz de mantenerme en pie.
—No necesito amigos como estos.
Se acercó a mí y me sostuvo, calmando mi ego deslizándose por debajo de
mi brazo, como si buscara protección.
—¿Estás bien?
—Cansado. He trabajado mucho esta noche. Estoy en baja forma.
—¿Puedes andar?
Le dediqué una sonrisa que probablemente pareciera cansada y comen-
cé a caminar hacia las escaleras que bajaban a mi apartamento. Míster, mi
gato gris, salió de la oscuridad y se lanzó amablemente contra mis piernas.
Trece kilos de gato es mucha amabilidad, y tuve que apoyarme en Susan
para no caer.
—¿Comiendo niños pequeños otra vez, Míster?
Mi gato maulló, bajó los escalones y arañó la puerta.
—Así que —dijo Susan— los vampiros preparan una fiesta.
Saqué las llaves del bolsillo de mi guardapolvo. Abrí la llave de la vieja
casa y Míster desapareció dentro. Cerré la puerta y miré atentamente mi
salón. El fuego de la chimenea se había apagado y solo quedaban rescoldos
brillantes, pero todavía arrojaba una luz dorada y rojiza. Había decorado mi
apartamento con texturas, no con colores. Me gusta el granulado suave de
la madera antigua, los gruesos tapices sobre las paredes desnudas de piedra.
Las sillas están acolchadas y tienen un aspecto cómodo, y sobre el suelo de
piedra se extienden alfombras de una gran variedad de materiales y diseños,
desde árabes a navajos.
Susan me ayudó mientras yo avanzaba cojeando hasta derrumbarme en
mi sofá lleno de cojines. Me quitó el bastón y la vara explosiva, arrugó la
nariz ante el olor a quemado y las puso en un rincón junto a mi bastón es-
pada. Después regresó a mi lado y se puso de rodillas, enseñando una gran
cantidad de piel de sus bonitas piernas.
Me quitó las botas y gruñí cuando sentí mis pies libres.
—Gracias —dije.
Me quitó el sobre de las manos.
—¿Podrías encender las velas?
Gruñí por toda respuesta y ella dijo:
—Eres un niño grande. Solo quieres verme andar con esta falda.
—Culpable —dije. Me sonrió y se dirigió a la chimenea. Cogió un par
de troncos del cubo del carbón y removió los rescoldos con el atizador hasta
que salió una llama. No tengo luz eléctrica en mi apartamento. Los apa-
ratos se estropean tantas veces que no tiene sentido andar sustituyéndolos

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constantemente. Mi nevera es antigua. De esas que tienen hielo. Tiemblo al
pensar lo que harían las cañerías de gas.
Así que vivo sin calefacción, excepto por la chimenea, y sin agua caliente
ni electricidad. Es la maldición del mago. Ahorro en facturas, tengo que
admitirlo, pero puede tener muchos inconvenientes.
Susan tuvo que agacharse junto al fuego para acercar la punta de la vela a
las llamas pequeñas. La luz naranja iluminaba los esbeltos músculos de sus
piernas de una forma que me pareció fascinante, a pesar de lo cansado que
estaba.
Susan se puso de pie sosteniendo la vela encendida en sus manos y me
sonrió.
—Me estabas mirando, Harry.
—Culpable —dije otra vez.
Encendió varias velas usando la primera y después abrió el sobre blanco,
frunciendo el ceño.
—Vaya —dijo, y sostuvo la invitación frente a la luz. No podía ver las
palabras, pero tenían un brillo blanco y amarillo que solo se ve en el oro
puro—. El portador, el Mago Harry Dresden, y un acompañante de su
elección, están cortésmente invitados a la recepción… Creía que ya no se
hacían invitaciones así.
—Son vampiros. Van con un par de siglos de retraso y no se dan cuenta.
—Harry —dijo Susan. Golpeó un par de veces la palma de su mano con
la invitación—, ¿sabes? Se me está ocurriendo algo.
Mi cerebro intentaba salir de su estado de aturdimiento. Mi instinto notó
algo, advirtiéndome de que Susan estaba llegando a una conclusión.
—Mmm —dije, parpadeando e intentando aclarar mis pensamientos—.
Espero que no estés pensando que para ti sería una gran oportunidad ir a
la fiesta.
Le brillaron los ojos con algo parecido a la lujuria.
—Piénsalo, Harry. Habrá seres que tienen unos trescientos años. En solo
media hora, podría conseguir historias que durarían…
—Déjalo, Cenicienta —dije—. En primer lugar, no voy a ir a esa fiesta.
En segundo, aunque fuera, no vendrías conmigo.
Estiró la espalda y posó uno de sus puños en su cadera.
—¿Y qué se supone que quieres decir con eso?
Hice un gesto de dolor.
—Mira, Susan. Son vampiros. Se comen a la gente. No tienes ni idea de
lo peligroso que es estar allí, tanto para mí como para ti.
—¿Y qué pasa con lo que dijo Kyle? ¿Que garantizan tu seguridad?

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—Hablar no cuesta nada —dije—. Mira, toda esa gente de esos círculos
antiguos está muy versada en las leyes de la cortesía y la hospitalidad. Pero
solo puedes confiar en que se adhieran a la literalidad de la ley. Si me sirven
un plato de setas en mal estado o alguien se vuelve loco y se lía a tiros y soy el
único mortal, dirán: «Oh, querido, qué vergüenza. De verdad, perdónanos,
no volverá a ocurrir».
—Así que estás diciendo que te van a matar.
—Bianca alberga bastante rencor hacia mí —dije—. No es que vaya a
acercarse a mí y a arrancarme la garganta, pero puede hacer que me ocurra
algo indirectamente. Es probable que sea eso lo que tiene en mente.
Susan frunció el ceño.
—Te he visto enfrentarte a cosas mucho peores que a esos dos de ahí
fuera.
Solté un suspiro, cansado.
—Tal vez, claro. Pero ¿para qué correr riesgos?
—¿No ves lo que significa para mí? —dijo—. Harry, ese vídeo que grabé
de los hombres lobo…
—Loup-garou —interrumpí.
—Sí, eso. Fueron diez segundos de vídeo que solo se emitieron tres días
antes de desaparecer y con eso adelanté más que con cinco años de trabajo.
Si pudiera entrevistar a esos vampiros…
—Sshhh, Susan. Has leído muchos bestsellers. En el mundo real, los vam-
piros te comerían antes de que pudieras pulsar el botón de grabar.
—Me he arriesgado antes, como tú.
—No voy buscando problemas —dije.
Sus ojos relampaguearon.
—Maldita sea, Harry. ¿Durante cuánto tiempo vas a dejarme al margen
de las cosas que te ocurren? Como esta noche, que se suponía que iba a pa-
sarla con mi novio y, en lugar de eso, te he sacado de la cárcel.
Eso me dolió. Bajé la mirada.
—Susan, créeme. Si pudiera hacer algo más…
—Esta es una oportunidad fantástica para mí.
Tenía razón. Y me había sacado de problemas tantas veces que le debía
aquella oportunidad, aunque fuera peligrosa. Ella era una mujer hecha y
derecha y podía tomar sus propias decisiones. Pero, maldita sea. No podía
limitarme a asentir con la cabeza, sonreír, y meterla en un peligro de esa
clase. Era mejor intentar apartarla.
—No —dije—. Ya tengo bastantes problemas sin cabrear otra vez al
Consejo Blanco.

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Entrecerró los ojos.
—¿Qué es eso del Consejo Blanco? Kyle habló de él como si fuera una
especie de órgano de gobierno. ¿Es como la Corte Vampírica, solo que para
magos?
«Exacto, así es», pensé. Susan no habría llegado tan lejos si no hubiera
sido lista.
—En realidad, no —dije.
—Mientes muy mal, Harry.
—El Consejo Blanco es un grupo formado por los hombres y mujeres
más poderosos del mundo, Susan. Magos. Intercambian secretos y no les
gusta que la gente sepa de su existencia.
Le brillaron los ojos, como un sabueso al oler carne fresca.
—Y tú eres… ¿una especie de embajador suyo?
Tuve que reírme.
—Oh, por Dios, no. Pero soy uno de sus miembros. Es como ser cintu-
rón negro. Es una demostración de estatus, de respeto. En el Consejo, eso
quiere decir que tengo que votar si hay problemas y que tengo que obedecer
sus reglas.
—¿Y puedes representarles en un acto así?
No me gustaba el cariz que estaba tomando la conversación.
—Mmm. En realidad, en este caso estoy obligado.
—Así que si no vas, tendrás problemas.
Gruñí.
—No tantos problemas como si voy. Lo peor que puede hacerme el Con-
sejo es acusarme de ser un maleducado. Podré vivir con ello.
—¿Y si decides aparecer? Vamos, Harry. ¿Qué es lo peor que podría pasar?
Levanté las manos.
—¡Me podrían matar! O peor, Susan. De verdad, no tienes ni idea de lo
que me estás pidiendo.
Me levanté del sofá y fui hacia ella. Fue una mala idea. La cabeza se me
fue y sentí la visión borrosa. Me hubiera caído al suelo, pero Susan tiró la
invitación y me cogió. Me llevó de vuelta al sofá y dejé que mi brazo la ro-
deara, atrayéndola hacia mí. Era suave y cálida.
Estuvimos así durante un minuto y ella apoyó la mejilla contra mi guar-
dapolvo. El cuero crujió. La escuché suspirar.
—Lo siento, Harry. No debería molestarte con esto ahora.
—Está bien —dije.
—Solo pensaba que se trataba de algo gordo. Si pudiéramos…
Me giré, enredando mis dedos en la oscura suavidad de su pelo, y la besé.

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Abrió mucho los ojos durante un segundo y después los cerró. Sus pa-
labras se convirtieron en un suave gruñido y su boca se relajó bajo la mía,
suave y cada vez más cálida. A pesar de mis moratones y mis dolores, el beso
me sentó bien. Me sentó muy bien. Su boca sabía bien, la suavidad de sus
labios y su ansia bajo los míos. Sentí cómo deslizaba un par de dedos entre
los botones de mi camisa acariciándome la piel y una sensación eléctrica me
recorrió.
Nuestras lenguas se encontraron y la apreté contra mí con más fuerza.
Gimió de nuevo y de repente me echó hacia atrás lo suficiente para rodear-
me las caderas con sus piernas largas y adorables y empezó a besarme como
si quisiera devorarme. Deslicé las manos por sus caderas, insistiendo en la
parte baja de su espalda, y ella las movió, apretándolas contra mí. Moví las
manos hacia sus muslos tersos y las deslicé sobre su piel desnuda y suave,
levantándole la falda y descubriendo sus piernas y sus caderas.
Durante un segundo comprobé con sorpresa que no llevaba ropa interior,
porque habíamos planeado pasar la noche juntos. Un espasmo de necesidad
y ansia se abrió paso entre mi cansancio, la agarré y sentí de nuevo su abrazo,
tan anhelante y hambrienta como yo, con el cuerpo tensándose contra mí,
bajo mis manos.
Empezó a desabrocharme el cinturón, abrazándome, echándome el alien-
to cálido en la cara.
—Harry, eres un capullo. No creas que me vas a distraer con esto.
Poco después, nos aseguramos de que ninguno de los dos podía pensar en
otra cosa y nos dormimos un buen rato después, enredados en una mezcla
de miembros cansados, cabello oscuro y mantas suaves delante del fuego.
Muy bien. Al menos esa parte del día no había sido un infierno.
Pero, como pronto iba a descubrir, el infierno volvería a aparecer por la
mañana.

66
9

Soñé.
La pesadilla me parecía familiar, casi cómoda, aunque habían pasado
años desde la última vez que la viví. Comenzaba en una cueva de paredes de
cristal traslúcido, todo brillaba bajo la luz oscura del fuego que estaba bajo
el caldero. Tenía las muñecas atadas con unas esposas plateadas y estaba de-
masiado mareado para mantener el equilibrio. Miré a ambos lados y vi que
había sangre en las esposas procedente de aquellos lugares en que me habían
agujereado la piel como espinas para después caer en un par de recipientes
situados bajo ellas.
Mi madrina se me acercó, pálida e impresionante a la luz del fuego, con el
cabello extendiéndose a su alrededor como una nube de seda. La señora de las
hadas era hermosa más allá de límites mortales, sus ojos eran fascinantes, su boca
más tentadora que la fruta más deliciosa. Besó mi pecho desnudo. Un escalofrío
de placer me recorrió el cuerpo.
—Pronto —susurró, entre besos—. Solo unas cuantas noches más de luna
oscura, cariño, y serás lo bastante fuerte.
Siguió besándome y sentí que se me nublaba la vista. Fríos placeres, magia
feérica, que sus labios derramaban como una droga, tan dulce que casi era una
agonía en sí misma, y que hacía que el tormento de las ataduras y la pérdida
de sangre casi merecieran la pena. Casi. Luché para recuperar el aliento y miré
hacia el fuego, concentrándome en él, intentando evitar caer de nuevo en la
oscuridad.
El sueño cambió. Soñé con fuego. Alguien a quien una vez había amado
como a un padre estaba en medio de él, gritando de agonía. Hubo gritos
oscuros, gritos horribles, muy agudos, que carecían de orgullo, dignidad y
humanidad. En el sueño, como en mi vida, me obligué a contemplar cómo
la piel se ennegrecía y se desprendía de los músculos candentes y de los huesos
quemados; vi cómo los músculos se contraían en espasmos torturados mien-
tras permanecía junto al fuego y, metafóricamente hablando, soplaba los
carbones.
—Justin —susurré. Al final, no pude seguir mirando. Cerré los ojos y agaché
la cabeza, escuchando cómo mi corazón me retumbaba en los oídos. Latiendo.
Me latía el corazón.

67
Salí del sueño y parpadeé al abrir los ojos. El marco de la puerta vibraba
a causa de una serie de fuertes golpes en ella. Susan se despertó al mismo
tiempo, incorporándose hasta quedar sentada, la manta sobre la que estába-
mos enrollados colgaba de las curvas de sus pechos. Todavía era de noche.
Las velas más grandes no se habían consumido todavía, pero del fuego solo
volvían a quedar los rescoldos.
Me dolía todo el cuerpo, el dolor del día después en mis agotadas articu-
laciones y mis músculos cansados, que pedían tiempo para recuperarse. Me
levanté cuando volvieron los golpes y me dirigí al cajón de la cocina. Había
perdido mi calibre 38 el año pasado, durante la lucha contra la banda de
licántropos medio enloquecidos, y la había sustituido por un cañón medio
del 357. Debía de sentirme inseguro aquel día o algo así. La pistola pesaba
unos mil quinientos kilos. Me aseguré de que estaba cargada y me volví
hacia la puerta. Susan se quitó el pelo de los ojos, parpadeó al ver la pistola
y se echó hacia atrás, asegurándose de quitarse de mi línea de fuego. Una
chica lista, Susan.
—Te deseo suerte si quieres tirar abajo esa puerta —grité. Aún no apun-
taba a la puerta con la pistola. Nunca apuntéis a nada hasta no estar seguros
de que queréis matarlo—. Cambié la original y el marco por otros de acero.
Por los demonios, ya sabes.
Los golpes cesaron.
—Dresden —llamó Michael desde el otro lado de la puerta—. Intenté
llamarte, pero debe de estar descolgado. Tenemos que hablar.
Fruncí el ceño y volví a dejar el arma en el cajón.
—Vale, vale. Michael, ¿sabes qué hora es?
—La hora de ir a trabajar —respondió—. El sol saldrá pronto.
—Lunático —musité.
Susan miró los restos de ropa a nuestro alrededor, esparcida por todas
partes, junto al revoltijo de mantas, almohadas y cojines.
—Creo que esperaré en tu habitación —dijo.
—Vale, de acuerdo. —Abrí el armario de la cocina y saqué una bata grue-
sa, la que normalmente uso para trabajar en el laboratorio, y me deslicé
dentro de ella—. Solo tápate, ¿vale? No quiero que te pongas mala.
Me dedicó una media sonrisa somnolienta y se levantó, toda ella hecha
de largos miembros, gracia e interesantes líneas de bronceado, para después
desaparecer en el interior de mi pequeño dormitorio y cerrar la puerta. Cru-
cé la habitación y abrí la puerta para que entrara Michael.
Se quedó ahí de pie con sus vaqueros, su camisa de franela y una chaque-
ta vaquera de lana. Llevaba colgada del hombro su gran bolsa de gimnasia

68
y Amoracchius emitía una tensión silenciosa que apenas podía sentir en su
interior. Pasé la mirada de la bolsa a su rostro y pregunté:
—¿Problemas?
—Puede ser. ¿Enviaste anoche a alguien a ver al padre Forthill?
Me froté los ojos intentando quitarme el sueño. Café. Necesitaba café. O
una Coca-Cola. Lo que fuera mientras tuviera cafeína.
—Sí. A una chica llamada Lydia. Estaba preocupada porque un fantasma
la perseguía.
—Me ha llamado esta mañana. Algo se pasó la noche intentando entrar
en la iglesia.
Lo miré, parpadeando.
—¿Qué? ¿Logró entrar?
Sacudió la cabeza.
—No tuvo tiempo de contarme mucho más. ¿Puedes venir conmigo a
echar un vistazo?
Asentí y me alejé un paso de la puerta.
—Dame un par de minutos.
Fui a la nevera y saqué una Coca-Cola. Mis dedos consiguieron abrirla,
aunque todavía estaban rígidos. Mi estómago me recordó que estaba igno-
rándolo, y cogí un plato con un poco de fiambre. Bebí un poco de refresco y
me preparé un gran bocadillo. Vi cómo Michael contemplaba la destrucción
que había en el salón. Apartó con el pie uno de los zapatos de Susan y me
miró como disculpándose.
—Lo siento. No sabía que hubiese alguien.
—No pasa nada.
Michael sonrió brevemente y luego asintió.
—Bueno. ¿Tengo que hablarte sobre las relaciones sexuales antes del ma-
trimonio?
Gruñí algo sobre madrugar, las visitas no deseadas y los tipos odiosos.
Michael se limitó a sacudir la cabeza, sonriendo, mientras yo devoraba la
comida.
—¿Se lo has dicho?
—¿Decirle qué?
Levantó una ceja mientras me miraba.
Puse los ojos en blanco.
—Casi.
—Casi se lo has dicho.
—Claro. Me distraje.
Michael empujó con el pie el otro zapato de Susan y tosió delicadamente.

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—Ya veo.
Me terminé el bocadillo y parte de la Coca-Cola. A continuación crucé el
salón y me deslicé hacia el dormitorio. La habitación estaba helada y Susan
se había hecho una bola bajo las pesadas mantas de mi cama. Míster se había
acostado allí, apoyando su espalda en la de ella, y me miró con ojos satisfe-
chos y somnolientos cuando me acerqué.
—Restriégamelo, bola de pelo —le gruñí, y me vestí rápidamente.
Calcetines, vaqueros, camiseta y una gruesa camisa de franela por enci-
ma. El amuleto de mi madre alrededor del cuello y una pequeña pulsera
con media docena de escudos colgando que llevaba en la muñeca para
sustituir la que le di a Lydia. En la mano derecha llevaba un sencillo ani-
llo de plata con unas runas talladas en su interior. Ambas joyas tintinea-
ron por los encantamientos que había depositado en ellas, que todavía
estaban recientes.
Me incliné sobre la cama y besé a Susan en la mejilla. Murmuró un soni-
do somnoliento y se arrebujó aún más bajo las mantas. Pensé en meterme
allí con ella y asegurarme de que estaba ahí caliente antes de irme, pero me
marché cerrando con cuidado la puerta.
Michael y yo salimos, nos montamos en su furgoneta, una Ford blanca
(por supuesto) con ruedas de repuesto y fuerza suficiente para mover mon-
tañas, y nos dirigimos a Santa María de los Ángeles.
Santa María de los Ángeles es una iglesia grande. Con esto quiero decir
que es una iglesia enorme. Llevo más de ocho años pasando por la zona del
parque Wicker y he visto crecer el barrio, desde la zona de casas baratas para
inmigrantes hasta las mansiones de los ricos de Little Bohemia, todo lleno
de yuppies, artistas, historias de éxito y gente con ganas de triunfar. Me dije-
ron que la iglesia es igual que la Basílica de San Pedro en Roma, así que hay
que decir que es enorme y elegante, tal vez un poco excesiva. Ocupa toda
una manzana, por Dios.
Cuando entramos en el aparcamiento, estaba saliendo el sol. Sentí cómo
los rayos dorados se deslizaban por el cielo de la mañana y el súbito y sutil
cambio de fuerzas que estaba teniendo lugar en el mundo. El amanecer es
muy importante desde el punto de vista mágico. Es un momento de nuevos
comienzos. La magia no va solo del bien contra el mal y la luz contra la os-
curidad, sino que existen muchas correlaciones entre los poderes concretos
de la noche y la magia negra.
Llegamos al extremo opuesto del aparcamiento de la iglesia y salimos de
la furgoneta. Michael caminaba delante de mí, llevando su bolsa. Me metí
las manos en los bolsillos del guardapolvo y lo seguí.

70
Me sentía incómodo al aproximarme a la iglesia, pero no por ninguna
extraña razón mística. Era porque nunca me sentía cómodo en las iglesias.
Hubo un tiempo en que Iglesia mató a un montón de magos creyendo
que estaban asociados con Satán. Era extraño acercarse solo por temas de
trabajo. Hola, Dios, soy yo, Harry. Por favor no me conviertas en estatua
de sal.
—Harry —dijo Michael, sacándome de mi ensimismamiento—. Mira.
Se detuvo junto a dos coches muy antiguos que había en la parte trasera
del aparcamiento. Alguien los había dejado muy mal aparcados. Las ven-
tanas estaban rotas y el cristal de seguridad rajado. El capó también estaba
desgarrado. Los faros estaban en el suelo, frente al coche, y las ruedas des-
hinchadas.
Rodeé los coches con el ceño fruncido. Las luces traseras estaban rotas
y esparcidas por el suelo. Habían arrancado las antenas de los coches y no
había ni rastro de ellas. Unos grandes arañazos que formaban tres líneas
paralelas recorrían el lateral de ambos coches.
—¿Y bien? —preguntó Michael.
Lo miré y me encogí de hombros.
—Probablemente fuera algo frustrado por no poder entrar a la iglesia.
Gruñó.
—¿De verdad lo crees? —Se ajustó la bolsa de deporte hasta que la empu-
ñadura de Amoracchius se asomó por la cremallera—. ¿Alguna posibilidad
de que todavía ande por aquí?
Sacudí la cabeza.
—Lo dudo. Al llegar el día, normalmente los fantasmas regresan al Nun-
camás.
—¿Normalmente?
—Normalmente. Casi sin excepción.
Michael me miró y posó su mano sobre la empuñadura de la espada.
Avanzamos hacia la puerta de servicio. Comparada con la grandeza de la
parte delantera de la iglesia, parecía asombrosamente modesta. Alguien se
había tomado la molestia de plantar y cuidar media docena de rosales a am-
bos lados de la doble puerta.
Otro alguien se había tomado la molestia de destrozarlos hasta hacerlos
pedazos. Habían arrancado las plantas de cuajo. Las ramas llenas de espinas
estaban esparcidas a algunos metros de la puerta.
Me agaché junto a algunas de las ramas, las cogí de una en una, exami-
nándolas a la escasa luz del amanecer.
—¿Qué buscas? —preguntó Michael.

71
—Si hay sangre en las espinas —dije—. Las espinas de las rosas hacen
agujeros en casi cualquier cosa, y si alguien las ha arrancado con esta fuerza,
se ha tenido que pinchar.
—¿Algún rastro de sangre?
—No. Ni tampoco huellas en el suelo.
Michael asintió.
—Entonces se trata de un fantasma.
Examiné a Michael.
—Espero que no.
Ladeó la cabeza y me miró frunciendo el ceño.
Lancé una rama y extendí las manos.
—Normalmente, si un fantasma consigue mover algo en el plano físico,
lo hace a golpes, como cuando lanza cacharros y sartenes. Tal vez tire cosas
y haga montones, como una pila de libros o algo parecido. —Hice un gesto
indicando las plantas rotas, y después hacia los coches rotos que teníamos
detrás—. No solo eso, sino que está limitado a un lugar, un tiempo o un
suceso concreto. El fantasma, si es que se trata de uno de ellos, siguió a Lydia
hasta aquí y rodeó el suelo sagrado rompiendo cosas. Vaya, esta cosa es más
fuerte que cualquier otro fantasma del que haya oído hablar.
Michael frunció aún más el ceño.
—¿Qué es lo que estás diciendo, Harry?
—Digo que tal vez esto nos supera. Mira, Michael, sé un montón sobre
fantasmas y otras cosas desagradables. Pero no son mi especialidad ni nada.
Me miró frunciendo el ceño.
—Entonces quizás tengamos que averiguar más cosas.
Me levanté.
—Esa —dije—, es mi especialidad. Vamos a hablar con el padre Forthill.
Michael llamó a la puerta. Se abrió un poco. El padre Forthill, un hombre
de pelo gris, complexión delgada y estatura media, nos miraba parpadeando
con ansiedad detrás de un par de gafas con montura metálica. Sus ojos nor-
malmente tenían un color azul capaz de rivalizar con el de los huevos de un
petirrojo, pero hoy estaban hundidos y tenían ojeras.
—Oh —dijo—. Oh, Michael, gracias a Dios. —Abrió más la puerta y
Michael traspasó el umbral. Los dos se abrazaron. Forthill besó a Michael en
ambas mejillas y dio un paso atrás para mirarme—. Y Harry Dresden, mago
profesional. Nadie me había pedido nunca que bendijera un bidón de veinte
litros de agua, señor Dresden.
Michael me atravesó con la mirada, sorprendido de que el sacerdote y yo
nos conociéramos. Me encogí de hombros, un poco avergonzado, y dije:

72
—Me dijiste que podía contar con él en caso de apuro.
—Y puede —dijo Forthill, y durante un breve instante le brillaron los
ojos tras las gafas—. Espero que no tuviera ninguna queja del agua bendita.
—Ninguna —dije—. Dígaselo a esos demonios necrófagos.
—Harry —me regañó Michael—. Otra vez estás con tus secretos.
—Contrariamente a lo que Charity cree, Michael, no salgo corriendo a
llamarte cada vez que tengo un problemilla. —Palmeé a Michael en el hom-
bro al pasar y le ofrecí la mano al padre Forthill, que estrechó con fuerza.
Para mí no había besos en las mejillas.
Forthill me sonrió.
—Espero que llegue el día en el que dedique su vida a Dios, señor Dres-
den. Él hace buen uso de los hombres con su valor.
Intenté sonreír, pero probablemente me habría salido torcida.
—Mire, Padre. Me gustaría hablar de eso con usted algún día, pero esta-
mos aquí por una razón.
—Ciertamente —dijo Forthill. La chispa de sus ojos se desvaneció y su
gesto se puso totalmente serio. Comenzó a caminar por un pasillo vacío
con pesadas vigas de madera oscura en el techo y pinturas de santos en las
paredes. Lo seguimos.
—La joven llegó ayer, antes del anochecer.
—¿Estaba bien? —pregunté.
Levantó ambas cejas.
—¿Bien? Yo diría que no. Tenía todos los síntomas de haber sufrido maltrato
y estaba al borde de la malnutrición. También tenía algo de fiebre y no parecía
haberse bañado en días. Como si tuviera algún síndrome de abstinencia.
Fruncí el ceño.
—Sí. Parecía no estar en buen estado.
Le resumí brevemente mi conversación con Lydia y mi decisión de ayu-
darla. El padre Forthill sacudió la cabeza.
—Le había dado ropa limpia y comida y le estaba preparando la cama en
la parte de atrás del refectorio. Entonces fue cuando ocurrió aquello.
—¿Qué ocurrió?
—Empezó a temblar —dijo Forthill—. Puso los ojos en blanco. Estaba
aún sentada cenando y derramó la sopa en el suelo. Creí que estaba sufrien-
do una crisis e intenté sujetarla y ponerle algo entre los dientes para evitar
que se mordiera la lengua. —Suspiró, entrelazando las manos detrás de su
espalda mientras caminaba—. Me temo que no le resulté de mucha ayuda
a la pobre. Unos minutos después parecía que el ataque había pasado, pero
todavía temblaba y estaba totalmente pálida.

73
—Las Lágrimas de Casandra —dije.
—O síndrome de abstinencia —dijo Forthill—. En cualquier caso, ne-
cesitaba ayuda. La llevé hasta la cama. Empezó a rogarme que no la dejara
sola, así que me senté a su lado y empecé a leerle el Evangelio de San Mateo.
Parecía algo más calmada, pero tenía esa mirada en la cara… —El anciano
sacerdote suspiró—. Esa mirada que tienen las personas que saben que lo
han perdido todo. La desesperación, y en alguien tan joven.
—¿Cuándo empezó el ataque? —pregunté.
—A los diez minutos o así —dijo el sacerdote—. Empezó con el viento
aullando de la manera más terrible que haya oído. Que Dios me perdone,
pero estaba seguro de que las ventanas se iban a salir de los marcos. Después
comenzamos a escuchar sonidos fuera. —Tragó saliva—. Sonidos terribles.
Algo que caminaba de un lado a otro. Fuertes pisadas. Y entonces comenzó
a llamarla por su nombre. —El sacerdote se cruzó de brazos y se los frotó
con las palmas de las manos.
»Me levanté y me dirigí a ese ser, preguntándole su nombre, pero solo se
reía de mí. Comencé a ordenárselo en el nombre de las Sagradas Escrituras,
y eso lo volvió loco. Podíamos escuchar cómo rompía cosas fuera. No me
importa decirle que fue la experiencia más terrorífica de mi vida.
»La chica intentó marcharse. Ir hacia él. Decía que no quería que me hi-
ciera daño, que solo iba a por ella. Bueno, se lo prohibí, por supuesto, y me
negué a dejarla salir. Seguía ahí fuera, en el exterior, y yo seguía leyéndole la
Palabra de Dios a la chica. Esperaba ahí fuera. Podía… sentirlo, pero no veía
nada por las ventanas. Solo la oscuridad. Y de vez en cuando podíamos es-
cuchar cómo destrozaba algo. Después de varias horas, pareció quedar en si-
lencio. La chica se durmió. Recorrí los pasillos para asegurarme de que todas
las puertas y ventanas seguían cerradas, y cuando regresé, ella se había ido.
—¿Se fue? —pregunté—. ¿Desapareció o simplemente se marchó?
Forthill me dedicó una débil sonrisa.
—La puerta trasera no tenía echada la llave, aunque la cerró después de
salir. —El anciano sacudió la cabeza—. Llamé a Michael, por supuesto.
—Tenemos que encontrar a esa chica —dije.
Forthill sacudió la cabeza con expresión grave.
—Señor Dresden. Estoy seguro de que anoche solo el poder del Todopo-
deroso nos mantuvo a salvo entre estas paredes.
—No voy a discutir con usted, Padre.
—Pero si hubiera podido sentir la rabia de esa criatura, su… cólera, señor
Dresden, no desearía enfrentarse a ese ser fuera de la iglesia sin buscar la
ayuda de Dios.

74
Señalé a Michael con el pulgar.
—Ya he buscado la ayuda de Dios. Diablos, es un Caballero de la Cruz. ¿No
basta con eso? Siempre podemos encender la batseñal para llamar a los otros dos.
Forthill sonrió.
—Eso no es lo que quise decir, y usted lo sabe. Pero haga lo que quiera.
Debe decidir por sí mismo. —Se giró para mirarnos a Michael y a mí—.
Espero, señores, poder contar con su discreción en este asunto. El informe
policial reflejará que unos desconocidos realizaron actos vandálicos.
Resoplé.
—¿Una mentira piadosa, Padre? —Me sentí mal en cuanto lo dije, pero
qué demonios. Estaba cansado de que intentaran convertirme cada vez que
me asomaba a una iglesia.
—El Mal obtiene su poder del miedo, señor Dresden —contestó For-
thill—. Dentro de la Iglesia tenemos organismos que se encargan de estos
asuntos. —Puso su mano sobre el hombro de Michael por un instante—.
Pero si se corre la voz, incluso entre los hermanos, lo único que se consegui-
ría es asustar a mucha gente y que el enemigo sea capaz de hacer más daño.
Asentí con la cabeza ante las palabras del sacerdote.
—Me gusta esa actitud, Padre. Suena casi como un mago.
Levantó las cejas, pero soltó una carcajada leve y tranquila.
—Tened cuidado, los dos, y que Dios esté con vosotros.
Hizo la señal de la cruz sobre nosotros y sentí el eco del poder, como
lo sentía a veces alrededor de Michael. La fe. Michael y Forthill intercam-
biaron algunas palabras sobre la familia de Michael mientras yo esperaba
en el patio. Forthill iba a bautizar al bebé en cuanto Charity diera a luz.
Intercambiaron abrazos de nuevo; Forthill me estrechó la mano, de manera
profesional y amistosa, y nos marchamos.
Fuera, Michael me miró mientras regresábamos a su furgoneta.
—¿Y bien? ¿Qué hacemos ahora?
Fruncí el ceño y me metí las manos en los bolsillos. El sol estaba más alto
y pintaba de azul el cielo y de blanco las nubes.
—Conozco a alguien que conoce muy bien a los fantasmas que hay por
aquí. Ese psíquico de Oldtown.
Michael gruñó y escupió.
—El nigromante.
Gruñí.
—No es un nigromante. Apenas puede invocar a un fantasma para
hablar con él. Finge casi todo el tiempo. —Es más, si fuera un nigromante
auténtico, el Consejo Blanco ya le habría cogido y le habría decapitado.

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Sin lugar a dudas, el hombre en el que yo estaba pensando ya había recibido
al menos una visita de un Guardián para advertirle de las consecuencias de
enredar mucho con las artes oscuras.
—Si es tan inepto, ¿por qué vamos a hablar con él?
—Probablemente conozca mejor el mundo espiritual que cualquier otro.
Aparte de mí, quiero decir. También mandaré a Bob para ver qué puede
averiguar. Tenemos que recurrir a diferentes contactos.
Michael me miró frunciendo el ceño.
—No me gusta ese asunto de comunicarnos con espíritus, Harry. Si el
padre Forthill y los otros supieran de la existencia de ese familiar tuyo…
—Bob no es un familiar —repliqué.
—Pero sirve para lo mismo, ¿no?
Gruñí.
—Los familiares trabajan gratis. A Bob tengo que pagarle.
—¿Pagarle? —preguntó con tono sospechoso—. ¿Pagarle con qué?
—Con novelas románticas, sobre todo. A veces tengo que gastarme el
dinero en una…
Michael pareció disgustado.
—Harry, no quiero saberlo, de verdad. ¿No puedes trabajar de otra forma
o hacer algún hechizo en lugar de confiar en esas cosas blasfemas?
Suspiré y negué con la cabeza.
—Lo siento, Michael. Si se tratara de un demonio, habría dejado huellas
y a lo mejor, algún rastro físico que seguir. Pero estoy seguro de que era un
espíritu. Y uno condenadamente fuerte.
—Harry —dijo Michael con voz severa.
—Lo siento. Me olvidé. Los fantasmas no suelen habitar un constructo,
un cuerpo mágico. Solo son energía. No dejan rastros físicos tras ellos, al
menos ninguno que dure cuatro horas. Si estuviera aquí, probablemente te
podría contar un montón de cosas y hacer magia directamente sobre él. Pero
no está aquí, así que…
Michael suspiró.
—Muy bien. Haré correr la voz para que todos los que conozco busquen
a la chica. ¿Dijiste que se llamaba Lydia?
—Sí. —Se la describí a Michael—. Y tiene una pulsera en la muñeca. La
que llevaba puesta yo las últimas noches.
—¿Servirá para protegerla? —preguntó Michael.
Me encogí de hombros.
—De algo como esa cosa… No lo sé. Tenemos que averiguar quién era
ese fantasma cuando vivía y derrotarlo.

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—Lo cual tampoco nos dirá quién o qué está revolucionando a los espí-
ritus de la ciudad.
Michael abrió la furgoneta y entramos.
—Eso es lo que me gusta de ti, Michael. Siempre piensas en positivo.
Me sonrió.
—Fe, Harry. Dios tiene el modo de poner las cosas en su sitio.
Arrancó, me recosté en mi asiento y cerré los ojos. Primero iríamos a ver
al psíquico. Después enviaría a Bob para ver si podía averiguar algo más
sobre lo que parecía ser el fantasma más peligroso que había visto en mucho
tiempo. Y a continuación, buscar a quien estuviera detrás de todas estas co-
sas raras y golpearle educadamente en la cabeza hasta que lo dejara. Seguro
que era tan fácil como contar «un, dos, tres». Protesté, hundiéndome un
poco más en el asiento, y deseé haberme quedado con todos mis dolores en
la cama.

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10

Mortimer Lindquist había intentado darle a su casa un toque gótico. Unas gár-
golas grises se alzaban en las esquinas de su tejado. En la parte delantera de la
casa había unas puertas de hierro de color negro reluciente y una colección de
estatuas se alineaban hasta llegar a la puerta principal. El césped crecido devora-
ba su patio. Si la casa no hubiera tenido un tejado rojo ni estuco blanco en las
paredes, traído de algún lugar del sur de California, podría haber funcionado.
El resultado se parecía más a la Mansión Encantada de Disneyland que a
la casa ominosa de alguien que hablaba con los muertos. Las puertas de hie-
rro negro estaban rodeadas por una alambrada. Las gárgolas, si las mirabas
de cerca, eran reproducciones de plástico. Las estatuas tenían las formas bas-
tas del plástico en lugar del perfil limpio del mármol. Podía haber plantado
un flamenco rosa en medio del césped crecido y seguro que hubiera combi-
nado con la decoración. Pero, supuse que de noche, con la iluminación y la
actitud adecuadas, algunas personas se lo creían.
Sacudí la cabeza y levanté la mano para golpear la puerta.
Se abrió antes de que la tocara con los nudillos y un par de hombros
fornidos bajo una cabeza calva atravesaron la entrada, gruñendo. Me aparté
a un lado. El hombrecillo arrastraba una maleta enorme por el porche, sin
reparar en mí. Su rostro rubicundo estaba cubierto de sudor.
Avancé furtivamente hacia la entrada mientras él se giraba para quitar la
maleta de la puerta, murmurando para sí mismo. Sacudí la cabeza y entré
en la casa. Era una puerta de servicio, por lo que no sentí ese hormigueo que
noto al cruzar el umbral de una casa a la que no he sido invitado. La habita-
ción principal me recordó al exterior de la casa. Montones de cortinas negras
cubrían las paredes y las puertas. Todo el lugar estaba lleno de velas negras
y rojas. Una sonriente calavera humana miraba maliciosamente desde una
estantería mientras sostenía los tomos de la Enciclopedia Británica con el
título tallado en el lomo. La calavera también era de plástico.
En la sala, Morty tenía una mesa con varias sillas alrededor y una con el
respaldo alto. Tenía una gran cantidad de criaturas monstruosas talladas en
su parte trasera. Me senté en la silla, apoyé las manos en la mesa que tenía
delante y esperé. El hombrecillo regresó, secándose la cara con un pañuelo,
sudando y jadeando.

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—Cierra la puerta —dije—. Tenemos que hablar, Morty.
Gritó y giró sobre sí mismo.
—T… tú —tartamudeó—. Dresden. ¿Qué haces aquí?
Lo miré.
—Vamos, Morty.
Se acercó, pero dejó la puerta abierta. A pesar de ser regordete, se movía
con la misma energía nerviosa que un gato asustado. Su camisa de trabajo
blanca tenía unas manchas que iban desde las axilas hasta la mitad de su
vientre.
—Mira, Dresden. Ya se lo dije a tus chicos antes. Yo cumplo las reglas,
¿vale? No he hecho ninguna de las cosas que decían.
Ajá. El Consejo Blanco había enviado a alguien para que le hiciera una
visita. Morty era un profesional. No iba a sacarle nada sin esfuerzo. Pero a lo
mejor podía aprovechar y ahorrarme un montón de trabajo.
—Dime una cosa, Morty. Cuando llego a un sitio y digo «tenemos que
hablar», y lo primero que me dicen es: «yo no he hecho nada», me hace pen-
sar que esa persona sí ha hecho algo. ¿Sabes a qué me refiero?
Su cara rosada perdió varios tonos de rojo.
—De ninguna manera, tío. Mira, no tengo nada que ver con lo que está
sucediendo. No es culpa mía y tampoco es asunto mío.
—Con lo que está sucediendo —dije. Miré mis manos extendidas por
un instante y luego lo volví a mirar—. ¿Para qué es la maleta, Morty? ¿Has
hecho algo para tener que marcharte de la ciudad durante algún tiempo?
Tragó saliva, lo cual le costó.
—Mira, Dresden. Señor Dresden. Mi hermana se ha puesto enferma. Me
marcho a ayudarla.
—Seguro que sí —dije—. Eso es lo que hacías. Marcharte de la ciudad
para ver a tu hermana enferma.
—Lo juro por Dios —dijo Morty, levantando una mano con rostro serio.
Señalé la silla que tenía enfrente.
—Siéntate, Morty.
—Me gustaría, pero mi taxi está esperando. —Se volvió hacia la puerta.
—Ventas servitas —siseé de forma dramática, y proyecté mi voluntad ha-
cia la puerta. Un repentino viento la cerró en su cara. Se resbaló con un
chirrido y retrocedió varios pasos mientras miraba la puerta y después se
giraba para mirarme a mí.
Usé los restos del mismo hechizo para mover la silla que tenía enfrente.
—Siéntate, Morty. Tengo que hacerte unas preguntas. Si te portas bien,
tendrás tu taxi. Y si no… —Dejé las palabras en suspenso. Cuando se usa la

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intimidación, siempre es mejor que la gente crea que puedes hacerles algo
peor de lo que en realidad eres capaz de hacer y dejar sitio a la imaginación.
Me miró y tragó saliva de nuevo, mientras le temblaban los carrillos. A
continuación avanzó hacia la silla como si estuviera esperando a que salieran
cadenas y lo ataran en cuanto se sentara. Posó todo su peso en el mismo
borde de la silla, se lamió los labios y me miró, probablemente inventando
mentiras para responder a mis preguntas.
—¿Sabes? —dije—. He leído tus libros, Morty. Fantasmas de Chicago, El
Factor Extraño y dos o tres más. Hiciste un buen trabajo.
Su expresión cambió y la sospecha hizo que sus ojos se entrecerraran.
—Gracias.
—Quiero decir, hace veinte años eras un investigador bastante bueno.
Tenías mucha sensibilidad a las energías espirituales y a las apariciones fan-
tasmales. Lo que en el negocio llamamos un ectomante.
—Sí —dijo. Su mirada se suavizó un poco, aunque no su voz. Evitaba
mirarme directamente a la cara. La mayoría hace lo mismo—. Fue hace
mucho tiempo.
Mantuve el mismo tono de voz y la misma expresión.
—Y ahora, ¿qué? Llevas a cabo sesiones de espiritismo para la gente.
¿Cuántas veces logras contactar con un espíritu? ¿Una de cada diez? ¿Una de
cada veinte? Debe de ser algo decepcionante comparado con las auténticas.
Las actuaciones, quiero decir.
Era bueno ocultando sus expresiones, eso lo reconozco. Pero estoy acos-
tumbrado a observar a la gente. Vi rabia en la manera en que colocaba su
cuello y sus hombros.
—Proporciono un servicio legítimo a la gente que lo necesita.
—No. Juegas con el dolor de las personas para sacarles lo que puedas. En
el fondo sabes que no estás haciendo ningún bien, Morty. Puedes intentar
justificarlo de todas las formas posibles, pero no te gusta lo que haces. Si te
gustara, tu poder no se hubiera evaporado como lo ha hecho.
Apretó la mandíbula hasta formar una línea firme y no intentó seguir
ocultando su enfado, la primera reacción sincera que había visto en él desde
que había gritado a causa de la sorpresa.
—Si quieres algo, Dresden, adelante. Tengo que coger un avión.
Extendí los dedos sobre la mesa.
—Los fantasmas han enloquecido estas dos últimas semanas —dije—.
Ya has visto los problemas que han causado. Ese poltergeist en la casa de
los Campbell. La bestia del sótano de la Universidad de Chicago. Agatha
Hagglethorn en Cook County.

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Monty hizo una mueca y se secó de nuevo el sudor de la cara.
—Sí, he oído cosas. Tú y el Caballero de la Cruz os habéis enfrentado a
la mayoría.
—¿Qué más está pasando, Morty? Estoy de mal humor porque no duer-
mo, así que cuéntamelo de una forma breve y sencilla.
—No lo sé —dijo de forma taciturna—. He perdido mis poderes, re-
cuerda.
Entrecerré los ojos.
—Pero tú escuchas cosas, Morty. Todavía tienes fuentes en el Nuncamás.
¿Por qué te marchas de la ciudad?
Soltó una carcajada algo temblorosa.
—¿Dices que has leído mis libros? ¿Has leído Volverán?
—Le he echado un vistazo. Va del fin del mundo y eso. Me figuraba
que habías hablado durante demasiado tiempo con la clase equivocada de
espíritus. De esos que les gusta venderle a la gente la idea del Armagedón.
Muchos son tan farsantes como tú.
Me ignoró.
—Entonces conocerás mi teoría sobre la barrera que hay entre nuestro
mundo y el Nuncamás. Se está desmoronando lentamente.
—¿Y crees que ahora se está cayendo a pedazos? Morty, ese muro lleva ahí
desde el principio de los tiempos. No creo que se esté cayendo justo ahora.
—Un muro —dijo despectivamente—. Es más como el papel de envol-
ver, mago. Como la gelatina. Se dobla, se retuerce y se mueve.
Posó sus manos sobre los muslos, temblando.
—¿Y se está cayendo ahora?
—¡Mira a tu alrededor! —gritó—. Por Dios, mago. Durante las dos úl-
timas semanas la frontera se ha movido de atrás hacia delante, como una
fulana en una reunión de marineros. ¿Por qué demonios crees que están
apareciendo todos esos fantasmas?
No parpadeé, a pesar del súbito volumen de su voz.
—¿Estás diciendo que esta inestabilidad hace que los fantasmas vengan
del Nuncamás más fácilmente?
—Y es más fácil que se creen fantasmas más grandes y fuertes cuando la
gente se muera —dijo—. ¿Crees que ahora tenemos fantasmas cabreados?
Espera a que algún pandillero mate accidentalmente de un disparo a un es-
tudiante recién graduado que salga por el ala sur. Espera a que algún pobre
diablo que haya cogido el sida por una transfusión exhale el último aliento.
—Serán fantasmas más grandes y más malvados —dije—. Superfantas-
mas. De eso estás hablando.

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Se echó a reír con una risa algo desagradable.
—También viene una nueva generación de virus. Todo se va a convertir
en un infierno. Al final, esa frontera se va a hacer tan fina que se podrá escu-
pir a través de ella, y tendrás más problemas por los ataques de los demonios
que por la violencia de los pandilleros.
Sacudí la cabeza.
—Muy bien —dije—. Digamos que me trago eso de que la barrera es
más fluida que el cemento, que hay turbulencias en ella y que cruzar es más
fácil en ambos sentidos. ¿Podría alguien estar causando esa turbulencia?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —gruñó—. No sabes cómo es, Dres-
den. Hablar con cosas que existieron en el pasado y que existirán en el
futuro, además de ahora. Que vayan hacia ti cuando estás comiéndote una
ensalada en un bufé y empiecen a contarte cómo mataron a su esposa mien-
tras dormía. Quiero decir, crees saber un par de cosas, crees que lo entien-
des, pero al final todo se hará pedazos. Engañar es más fácil, Dresden. Das
las órdenes. A la gente le importa una mierda si el tío Jeffrey les perdona
de verdad por no ir a su último cumpleaños. Quieren saber que el mundo
es un sitio donde el tío Jeffrey puede y debe perdonarles. —Tragó saliva y
miró hacia los tomos y la calavera falsa—. Eso es lo que vendo. Pasar página.
Como en la televisión. Quieren saber que al final todo va a salir bien y se
sienten felices de pagar por ello.
Se oyó fuera el claxon de un coche. Morty me miró.
—Hemos terminado.
Asentí.
Trastabilló hasta ponerse de pie, con las mejillas rojas.
—Dios, necesito un trago. Vete de la ciudad, Dresden. Anoche llegó algo
que no se parecía a nada que haya visto.
Pensé en los coches rotos y en los rosales plantados en suelo sagrado.
—¿Sabes qué es?
—Es enorme —dijo Morty—. Y está muy cabreado. Va a empezar a ma-
tar, Dresden. Y no creo que tú ni nadie pueda detenerlo.
—¿Pero es un fantasma?
Me dedicó una sonrisa enseñando los dientes. Resultaba escalofriante en
ese rostro rubicundo con ojos grandes.
—Es una pesadilla. —Comenzó a volverse. Quería dejar que se mar-
chara, pero no podía. El tipo se había convertido en un mentiroso, en un
farsante llorica, pero no siempre había sido así.
Me levanté y lo acompañé a la puerta, asiendo su brazo con mi mano. Se
giró para mirarme, luchando por librarse, mirándome a los ojos desafiante.

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Evité mirarlo directamente. No quería ver el alma de Mortimer Lindquist.
—Morty —dije en voz baja—. Evita hacer sesiones de espiritismo duran-
te algún tiempo. Ve a algún lugar tranquilo. Lee. Relájate. Ahora eres más
mayor y más fuerte. El poder volverá si le das la oportunidad.
Se rió de nuevo, cansado.
—Claro, Dresden. Es así.
—Morty…
Me dio la espalda y cruzó la puerta. Ni siquiera se molestó en mirar el
lugar que dejaba atrás. Le vi entrar en el taxi que esperaba junto al bordillo.
Puso la maleta en el asiento trasero y después entró él también.
Bajó la ventanilla antes de que el taxi arrancara.
—Dresden —me llamó—. Debajo de mi silla hay un cajón con mis no-
tas. Si quieres matarte intentando enfrentarte a esa cosa, puede que debas
saber en qué te estás metiendo.
Subió la ventanilla mientras el taxi arrancaba. Miré cómo se marchaba y
después volví dentro. Encontré el cajón escondido en la parte de abajo de
la silla de madera tallada, y en su interior descubrí diarios encuadernados
en cuero, páginas de vitela cubiertas de una escritura pulcra al principio
para después convertirse en garabatos en las entradas más recientes. Sujeté
los libros con la boca y respiré el olor del cuero, la tinta y el papel, mohoso,
genuino y real.
Morty no tenía por qué darme las notas. Tal vez todavía quedaban vesti-
gios en su interior de la persona que fue y que todavía no había muerto. Tal
vez le había beneficiado mi consejo. Quiero pensar eso.
Exhalé, encontré un teléfono y llamé a mi propio taxi. Necesitaba sacar
a mi Escarabajo de donde lo tenían incautado. A lo mejor Murphy podía
hacerme el favor de arreglarlo.
Reuní los diarios y me dirigí al porche a esperar el taxi, cerrando la puerta
de golpe detrás de mí. Algo grande había llegado a la ciudad. Morty me lo
había dicho.
—Una pesadilla —dije en voz alta.
¿Tenía razón Morty? ¿Estaría derrumbándose la barrera entre el mundo
espiritual y el nuestro? Este pensamiento me hizo estremecerme. Algo había
tomado forma, algo grande y malvado. Y mis tripas me decían que tenía un
propósito. Todo poder, no importa si terrible o benigno, lo sepa su portador
o no, tiene un propósito.
Así que la Pesadilla estaba aquí por alguna razón. Me pregunté qué que-
rría. Me pregunté qué estaría dispuesta a hacer.
Y me preocupé porque iba a averiguarlo muy pronto.

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11

Había un coche sin matrícula aparcado junto a mi casa, con dos tipos nor-
males en su interior.
Me bajé del taxi, pagué y saludé con la cabeza al conductor del coche,
el detective Rudolph. El aspecto cuidado de Rudy no había cambiado en
todo el año que llevaba en Investigaciones Especiales, la respuesta muda de
Chicago al oficialmente desconocido mundo sobrenatural. Pero el paso del
tiempo le había endurecido un poco, haciendo que el blanco de alrededor
de sus ojos se difuminara.
Rudolph me devolvió el saludo sin molestarse en ocultar la furia de su mi-
rada. A lo mejor tenía algo que ver con el arresto de hace unos meses. Rudy
había salido corriendo en lugar de quedarse junto a mí. Antes de eso, me
escapé de la custodia policial mientras se suponía que me estaba vigilando.
Tenía una razón condenadamente buena para escaparme, y no estuvo bien
por su parte que lo esgrimiera en mi contra, pero, oye, no sé qué le pasaba
aquel día.
—Eh, detective —dije—. ¿Qué ocurre?
—Entra en el coche —dijo Rudolph.
Me quedé ahí plantado con las manos en los bolsillos con indiferencia.
—¿Estoy arrestado?
Rudolph entrecerró los ojos y empezó a hablar de nuevo, pero el hombre
que iba en el asiento del pasajero le cortó.
—Eh, Harry —dijo el sargento detective John Stallings, saludándome
con la cabeza.
—¿Qué tal, John? ¿Qué te trae hoy por aquí?
—Murph quiere que te preguntemos si puedes venir a la escena de un
crimen.
Levantó la mano y se rascó la barba de varias días, con su corte de pelo
mal hecho y sus ojos oscuros e inteligentes
—Espero que tengas tiempo. Fuimos a tu despacho, pero no estabas, así
que nos envió aquí a esperarte.
Me cambié de brazo los libros de Mort Lindquist.
—Hoy estoy algo ocupado. ¿Puede esperar?
Rudolph espetó.

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—La teniente dijo que quería verte, así que mueve el culo. Ahora mismo.
Stallings le echó una mirada a Rudolph y después puso los ojos en blanco,
poniéndose a mi lado.
—Mira, Harry, Murphy me dijo que te dijera que esto era personal.
Fruncí el ceño.
—Personal, ¿eh?
Extendió las manos.
—Es lo que dijo. —Frunció el ceño y después añadió—: Se trata de Micky
Malone.
Noté un sentimiento desagradable en el estómago.
—¿Está muerto?
Stallings torció el gesto.
—Es mejor que lo veas por ti mismo.
Cerré los ojos e intenté no sentirme frustrado. No tenía tiempo para
rodeos. Tardaría horas en descifrar las notas de Mort, y el anochecer, el
momento en que los espíritus podían cruzar desde el Nuncamás, llegaría
rápidamente.
Pero Murphy confiaba en mí. Se lo debía. Me había salvado la vida un
par de veces, y yo a ella también. Ella era mi principal fuente de ingresos.
Karrin Murphy estaba al frente de Investigaciones Especiales, un puesto en
el que normalmente se terminaba después de meter la pata durante un par
de meses y salir rápidamente de la policía. Murphy no había metido la pata.
Solo había contratado los servicios del único mago profesional de Chicago
para que la ayudara. Había conseguido tener controlados a los depredadores
sobrenaturales de la zona, al menos a los normales, pero cuando las cosas se
ponían difíciles, recurría a mí.
Técnicamente, yo aparecía en los informes como detective asesor. Su-
pongo que el sistema informático no tiene códigos para azote de demonios,
hechizos de adivinación o exorcismos.
Investigaciones Especiales siempre había ido de la mano con las peores cosas
que se hayan visto, salvo si eres un mago como yo. Hacía solo un año se habían
enfrentado a un loup-garou casi indestructible de media tonelada. Habían sufri-
do serios daños. Hubo seis muertos, incluido el compañero de Murphy. Micky
Malone había sufrido heridas en el tendón de la pierna. Estuvo yendo al psicólo-
go y regresó para hacer un último trabajo cuando Micky y yo acabamos con ese
hechicero invocador de demonios. Después de aquello decidió que su miembro
herido le impedía ser un buen policía y se jubiló por incapacidad.
Me sentía culpable por aquello. De acuerdo, tal vez no tuviera sentido,
pero si hubiese estado un poco más espabilado o hubiera sido más rápido,

86
tal vez hubiera podido salvar las vidas de aquellas personas. Y tal vez podía
haber salvado la salud de Micky. Nadie lo veía de esa forma, pero yo sí.
—Muy bien —dije—. Dame un segundo que deje esto.
El viaje fue tranquilo, excepto por la charla sin sentido de Stallings. Ru-
dolph me ignoró. Cerré los ojos y fui todo el camino dolorido. La radio de
Rudolph chirrió y de repente se quedó en silencio. Podía oler a goma que-
mada o algo parecido y sabía que probablemente fuera culpa mía.
Abrí un ojo y vi a Rudolph vigilándome por el retrovisor. Esbocé una
media sonrisa y cerré los ojos de nuevo. Capullo.
El coche se detuvo en un barrio residencial cerca de West Armitage, en
Bucktown. El distrito se llamaba así por el gran número de hogares para
inmigrantes y por las cabras que la gente tenía en sus patios delanteros. Las
casas eran minúsculas, atestadas de familias demasiado grandes y de niños.
Bucktown había nacido hacía un siglo y había crecido a lo alto. Literal-
mente. Las casas en sus terrenos diminutos no tenían mucho espacio para
expandirse, por lo que habían crecido hacia arriba, dando al barrio un as-
pecto alargado y estilizado. Había viejos robles y sicomoros que decoraban
los diminutos patios con un aire señorial, excepto en aquellos lugares donde
los habían podado para evitar que se dieran con los tejados y las líneas de
alta tensión.
Las sombras caían inclinadas desde los altos árboles y las altas casas, con-
virtiendo las calles y las aceras en caramelos de luz y oscuridad.
Una de las casas, una blanca y reluciente de dos pisos, tenía la acera de
delante atestada y había otra media docena de coches aparcados, además
de la moto de Murphy apoyada en su pata en el patio delantero. Rudolph
aparcó el coche junto al bordillo que había frente a la casa y apagó el motor.
El motor rugió y tosió un instante antes de morir.
Salí del coche y sentí que algo iba mal. Un sentimiento incómodo me
recorrió de arriba a abajo y sentí unas púas que bajaban por mi columna
desde la nuca. Me quedé ahí parado durante un minuto, con el ceño frunci-
do, mientras Rudolph y Stallings salían del coche. Eché un vistazo al barrio,
intentando ver de dónde procedían esas extrañas sensaciones. Las hojas de
los árboles, con toda su variedad otoñal, susurraban por el viento y en oca-
siones caían al suelo. Las hojas secas crujían en la calle. Se escuchaban coches
a lo lejos. Un avión retumbaba sobre nuestras cabezas, un sonido profundo
y distante.
—Dresden —dijo Rudolph de golpe—. Vamos.
Levanté una mano, proyectando mis sentidos, ampliando mi percepción
junto a mi voluntad.

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—Espera un segundo —dije—. Tengo que…
Intenté callarme rápidamente y buscar la fuente de aquella sensación.
¿Qué demonios era eso?
—Maldito fanfarrón —gruñó Rudolph. Escuché cómo se dirigía ha-
cia mí.
—Espera, chaval —dijo Stallings—. Deja trabajar al tipo. Hemos visto
qué puede hacer.
—No he visto ninguna mierda que no tuviera explicación —gruñó Ru-
dolph, pero se detuvo.
Crucé la calle, hacia el patio de la casa en cuestión, y encontré el primer
cuerpo sobre las hojas caídas, a un metro y medio a mi derecha. Un gatito
de color blanco y naranja yacía allí, tan retorcido que sus patas delanteras
miraban en una dirección y las traseras en otra. Algo le había roto el cuello.
Sentí náuseas. La muerte no es hermosa. Es peor con las personas, pero
con los animales que están más cerca del hombre parece ser un poco más
desagradable de lo que sería en el reino salvaje. El gato todavía no era adulto,
debía de ser un cachorro nacido la pasada primavera que deambulaba por
el barrio. No tenía collar. Sentí una especie de perturbación a su alrededor,
la clase de energía psíquica que deja una agonía traumática o un suceso
tortuoso. Pero esa cosita pequeña, la muerte de un animal, no bastaba para
hacerme venir montado en el asiento de atrás de un coche de policía.
Más adelante, a un metro y medio, encontré un pájaro muerto. Sus alas
estaban en otro lugar. A continuación, dos pájaros más, sin cabeza. Después
algo que había sido pequeño y peludo y que ahora también era pequeño,
peludo y blando, tal vez un ratón o una ardilla. Y había más. Muchos más,
tal vez una docena de animales muertos en el patio delantero, una docena
de energías violentas acechando todavía. Mis sentidos de mago no podían
haber notado a ninguna de ellas por separado, pero sí todas ellas juntas.
¿Quién demonios había matado a aquellos animales?
Me froté los brazos con las palmas de las manos, notando un sentimiento
de leve horror rodeándome. Levanté la vista para ver a Rudolph y a Stallings,
que iban detrás de mí. Tenían las caras un poco pálidas.
—Jesucristo —dijo Stallings. Movió el cadáver del gato con la puntera—.
¿Quién ha hecho esto?
Negué con la cabeza y me encogí de hombros.
—Puede que tarde algo de tiempo en averiguarlo. ¿Dónde está Micky?
—Dentro.
—Vale —dije, y me puse de pie sacudiéndome las manos—. Vamos allá.

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12

Me detuve en la entrada. Micky Malone tenía una casa muy bonita. Su mujer
era maestra de primaria. No podían haberse permitido vivir en un lugar así
solo con su sueldo, pero juntos lo consiguieron. Los suelos de madera estaban
tan pulidos que brillaban. Vi un cuadro original, un paisaje marino, colgando
de una de las paredes del salón, junto a la entrada. Tenían muchas plantas,
mucho verde, que junto a la textura de madera del suelo daban al lugar un
brillo orgánico. Era uno de esos sitios que no solo era una casa. Era un hogar.
—Vamos, Dresden —gruñó Rudolph—. La teniente te espera.
—¿Está aquí la señora Malone? —pregunté.
—Sí.
—Ve a buscarla. Necesito que me invite a entrar.
—¿Qué? —dijo Rudolph—. Venga, vamos, ¿quién eres, el conde Drá-
cula?
—Drácula seguía en Europa del Este la última vez que lo comprobé
—respondí—. Pero necesito que ella o Micky me inviten a entrar si queréis
que os ayude.
—¿De qué demonios estás hablando?
Suspiré.
—Mira. Los hogares, los sitios donde la gente vive, se ama y construye
una vida, tienen poder propio. Si un montón de extraños hubieran estado
entrando o saliendo todo el día, no tendría ningún problema con el umbral,
pero no ha sido así. Sois amigos…
Como dijo Murphy, esto era personal.
Stallings frunció el ceño.
—¿Así que no puedes entrar?
—Oh, claro que podría entrar —dije—. Pero casi todo lo que puedo
hacer se quedaría en la puerta. El umbral no me permitiría ejercer ningún
poder en la casa.
—Lo que he dicho —resopló Rudolph—. El conde Drácula.
—Harry —dijo Stallings—. ¿No podemos invitarte a entrar nosotros?
—No. Tiene que ser alguien que viva aquí. Además, es por educación
—dije—. No me gusta ir a sitios donde no soy bienvenido. Me sentiría me-
jor si supiera que a la señora Malone no le importa que esté aquí.

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Rudolph abrió la boca para escupirme su veneno de nuevo, pero Stallings
lo impidió.
—Hazlo, Rudy. Ve a buscar a Sonia y tráela aquí.
Rudolph me fulminó con la mirada, pero hizo lo que le habían ordenado
y entró en la casa.
Stallings sacó un cigarrillo y lo encendió. Le dio una calada, pensativo.
—¿De modo que no puedes hacer magia en una casa a menos que alguien
te invite a entrar?
—En una casa no. En un hogar. Es diferente.
—¿Y en casa de Victor Sells? He oído que te enfrentaste a él, ¿no es así?
Sacudí la cabeza.
—Había roto su umbral. Lo usaba para sus asuntos, utilizando el lugar
para hacer ceremonias oscuras. Ya no era un hogar.
—¿Así que no puedes meterte con algo en su propio territorio?
—No con los mortales. Los monstruos no tienen umbral.
—¿Por qué no?
—¿Cómo demonios voy a saberlo? —dije—. Simplemente no tienen. No
puedo saberlo todo, ¿sabes?
—Supongo que no —dijo Stallings, y después de un minuto, asintió con
la cabeza—. Ya veo lo que quieres decir. ¿Te detiene?
—No del todo, pero me resulta difícil hacer cualquier cosa. Es como lle-
var un traje de plomo. Por eso los vampiros no pueden entrar. Ni las cosas
malvadas. Si se lo pones difícil, apenas pueden seguir con vida, y mucho
menos usar sus poderes extraños.
Stallings sacudió la cabeza.
—Esa mierda de la magia. Nunca me había creído nada antes de llegar
aquí. Todavía me cuesta.
—¿De verdad? Eso es bueno. Quiere decir que no tratas con ella dema-
siado a menudo.
Expulsó dos columnas de humo por los agujeros de su nariz.
—Puede que cambie. Los últimos dos días ha desaparecido mucha gente.
Vagabundos, gente de la calle, tipos que solo conocen los polis y los detectives.
Fruncí el ceño.
—¿En serio?
—Sí. Son sobre todo rumores. La gente así puede desaparecer de un día
para otro, pero desde que empecé a trabajar en Investigaciones Especiales,
las cosas así me ponen nervioso.
Fruncí el ceño, y dudé si contarle a Stallings lo que sabía sobre la fiesta
de Bianca. Sin duda, vendrían un montón de vampiros a la ciudad para la

90
ocasión. A lo mejor ella y sus lacayos andaban por ahí buscando aperitivos.
Pero no tenía pruebas de ello. Por lo que sabía, las desapariciones, si es que
lo eran, podían estar relacionadas con la turbulencia del Nuncamás. De ser
así, los policías no podrían hacer nada. Y si se trataba de algo más, podía ser
el origen de un problema muy desagradable con Bianca. No quería poner a
los policías tras ella sin razón. Estaba seguro de que Bianca tenía sus propios
recursos para devolvérmelos y probablemente podría parecer que yo había
hecho algo para merecerlo.
Además, en los círculos de la comunidad sobrenatural todavía se observa-
ba el código de conducta del Viejo Mundo. Si tienes un problema, lo dejas
en el círculo. No usas a la policía ni a otros mortales como arma. Son los
misiles nucleares del mundo sobrenatural. Si le muestras a la gente una gue-
rra sobrenatural conseguirás asustarlos y ya verás cómo se ponen a quemar
a todo el que vean. A la mayoría de la gente no le importa cuál de los tipos
inquietantes tiene razón. Ambos dan miedo, así que se cargan a los dos y se
van a dormir mejor por la noche.
Así había sido desde el inicio de la Ilustración y del poder creciente de los
mortales. Y me parecía bien que la gente tuviera más poder. Odio a todos
esos matones, vampiros, demonios y antiguas deidades sedientas de sangre
deambulando por ahí como si dominaran el mundo sin tener en cuenta que,
hasta hace unos siglos, ya lo dominaban.
De todas formas, decidí mantener la boca cerrada sobre lo de la reunión
de Bianca hasta saber lo suficiente para estar seguro.
Stallings y yo charlamos un rato hasta que Sonia Malone apareció en la
puerta. Era una mujer de estatura media, con algo de sobrepeso y aspecto
firme. Su rostro debía de haber sido hermoso cuando era joven y todavía
conservaba algo de esa belleza, suavizada tras años de confianza en sí misma
y fiabilidad. Tenía los ojos rojos y no iba maquillada, pero su expresión pa-
recía tranquila. Llevaba un vestido sencillo con adornos florales y la única
joya que llevaba era su anillo de casada en el dedo.
—Señor Dresden —dijo, educadamente—. Micky me contó que el año
pasado le salvó usted la vida.
Tosí y bajé la mirada. Aunque sabía que, técnicamente, era verdad, yo no
lo veía así.
—Todos hicimos lo que pudimos, señora. Su marido fue muy valiente.
—El detective Rudolph me ha dicho que usted necesita que le invite a
entrar.
—No quiero estar donde no soy bienvenido, señora —respondí.
Sonia arrugó la nariz y miró a Stallings.

91
—Apague eso, sargento.
Stallings tiró el cigarrillo y lo aplastó con el pie.
—Muy bien, señor Dresden —dijo.
Se vino abajo por un momento y le temblaron los labios. Cerró los ojos y
tomó aire, lo que suavizó sus gestos. A continuación abrió los ojos de nuevo.
—Si puede ayudar a Micky, entre, por favor. Le invito.
—Gracias —dije. Atravesé la puerta y sentí cómo la tensión silenciosa del
umbral se dividía a mi alrededor, como si fuera una cortina de cuentas llena
de escarcha.
Llegamos al salón, donde estaban sentados varios policías a quienes co-
nocía de Investigaciones Especiales, hablando en voz baja. Me recordó a un
funeral. Me miraron cuando pasé y dejaron de hablar. Los saludé haciendo
un gesto con la cabeza mientras me dirigía a la escalera que llevaba al segun-
do piso.
—Anoche estuvo despierto hasta tarde —me dijo en voz baja—. A veces
no puede dormir y se acuesta tarde. Me levanté pronto, pero no quise des-
pertarlo, así que le dejé dormir. —La señora Malone se detuvo en lo alto de
las escaleras y señaló hacia una puerta cerrada al final del pasillo—. A… allí
—dijo—. Lo siento, no pu… puedo. —Tomó aire otra vez—. Tengo que
preparar la comida. ¿Tiene hambre?
—Oh. Sí, claro.
—Muy bien —dijo, y se retiró escaleras abajo.
Tragué saliva y miré a la puerta que estaba al final del pasillo. A conti-
nuación, me dirigí hacia ella. Mis pasos me retumbaron en los oídos. Llamé
suavemente a la puerta.
La abrió Karrin Murphy. No tenía precisamente aspecto de ser la jefa de
un grupo de polis encargados de resolver todos los delitos extraños que vio-
laban el cumplimiento de la ley. No parecía alguien que se pondría delante
de una manada de loup-garou para dispararles diminutas balas de plata, pero
lo era.
Karrin me miró desde su metro y medio de estatura. Sus ojos azules,
normalmente claros y brillantes, parecían apagados. Llevaba el pelo rubio
recogido bajo una gorra de béisbol y vestía vaqueros y una camiseta blanca.
La cinta del hombro donde llevaba colgada la pistola arrugaba el tejido de
algodón. Tenía arrugas alrededor de su boca y de los ojos, que eran como
grietas en un campo tostado por el sol.
—Hola, Harry —dijo. Su voz era demasiado baja y ronca.
—Hey, Murphy. No tienes bien aspecto.
Intentó sonreír. Tenía un aspecto cadavérico.

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—Yo… No sabía a quién llamar.
Fruncí el ceño, preocupado. En otro momento, Murphy hubiera respon-
dido a mi comentario con otro el doble de insultante. Abrió la puerta un
poco más y me dejó entrar.
Recordaba a Micky Malone como un hombre enérgico de estatura me-
dia, calvo, con una amplia sonrisa y una nariz que se le pelaba por el sol si
salía a por el periódico de la mañana. El bastón y la cojera eran demasiado
recientes como para recordarlos. Micky llevaba trajes antiguos de calidad y
era lo bastante cuidadoso para no mancharse las chaquetas, aparte de que su
esposa no se lo permitiría.
No recordaba a Micky con una sonrisa fija que le hacía enseñar los dien-
tes ni con ojos perdidos en la locura. No le recordaba cubierto de pequeños
arañazos, ni con los dedos llenos de costras de su propia sangre ni con las
muñecas ni los codos atados a la cama de hierro. Jadeaba y sonreía mirando
los pocos adornos de la habitación. Olía a sudor y a orines. No había luz en
la habitación y habían echado las cortinas para tapar las ventanas, dejándola
sumida en una penumbra marrón.
Micky volvió la cabeza para mirarme y abrió mucho los ojos. Tomó alien-
to y echó la cabeza hacia atrás, emitiendo un grito largo en falsete que pare-
cía el aullido de un coyote. Después comenzó a reírse y a moverse hacia atrás
y hacia delante, luchando con las esposas y haciendo que la cama oscilase
con ritmo firme.
—Sonia nos llamó esta mañana —dijo Murphy con voz plana—. Se ha-
bía encerrado en el armario y tenía el móvil. Cuando llegamos, Micky aca-
baba de hacer añicos la puerta del armario.
—¿Ella llamó a la policía?
—No. Me llamó a mí. Decía que no quería que vieran así a Micky. Eso
le destrozaría.
Sacudí la cabeza.
—Es una mujer valiente. Maldita sea. ¿Y lleva así desde entonces?
—Sí. Simplemente… se volvió loco. Gritando, escupiendo y mordiendo.
—¿Ha dicho algo? —pregunté.
—Ni una palabra —dijo Murphy—. Ruidos animales. —Se cruzó de
brazos y me miró a los ojos durante un segundo antes de apartar la mira-
da—. ¿Qué le ha pasado, Harry?
Micky se echó a reír y empezó a subir y bajar las caderas en la cama
mientras se movía, haciendo los mismos sonidos que haría una pareja
de adolescentes copulando. El estómago me dio un vuelco. No me extraña-
ba que la señora Malone no quisiera regresar a la habitación.

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—Me gustaría que me dieras un minuto para averiguarlo —dije.
—¿Podría estar… ya sabes, poseído? ¿Como en las películas?
—Aún no lo sé, Murph.
—¿Puede que esté bajo algún hechizo?
—Murphy, no lo sé.
—Maldita sea, Harry —resopló—. Será mejor que lo descubras.
Apretó los puños y los sacudió con sorprendente energía. Le puse la mano
en el hombro.
—Lo haré. Dame algo de tiempo para estar con él.
—Harry, te juro que si no lo ayudas… —Su voz se le quebró en la gar-
ganta y sus ojos se le llenaron de lágrimas—. Es de los míos, maldita sea.
—Tranquila, Murph —le dije con el tono de voz más suave que pude.
Abrí la puerta para que saliera—. Tómate un café, ¿vale? Veré lo que puedo
hacer.
Me miró y después volvió a mirar a Malone.
—Está bien, Micky —dijo—. Estamos aquí contigo. No estarás solo.
Micky Malone le dedicó esa sonrisa fija y después se lamió los labios antes
de proferir otro coro de risas. Murphy tembló y después salió de la habita-
ción con la cabeza baja.
Y me dejó a solas con el loco.

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13

Puse una silla al lado de la cama y me senté. Micky me miró con los ojos en
blanco. Rebusqué en el bolsillo interior de mi guardapolvo. Llevaba algo de
tiza por si tenía que trazar un círculo. Una vela y cerillas. Un par de recibos
antiguos. No mucho con lo que trabajar, en términos de magia.
—Hola, Micky —dije—. ¿Puedes oírme?
Micky emitió otra serie de risitas. Me aseguré de apartar mi mirada de
la suya. Campanas infernales, no quería verle el alma a Micky Malone en
aquel momento.
—Muy bien, Micky —dije en voz baja y calmada, como la que se usa con
los animales—. Voy a tocarte, ¿de acuerdo? Creo que al hacerlo podré de-
cirte si tienes algo dentro. No voy a hacerte daño, así que no tengas miedo.
Mientras hablaba, extendí una mano hacia su brazo desnudo y la apoyé
suavemente sobre la piel de Micky. La noté caliente, como si tuviera fiebre.
Sentía una especie de fuerza dentro de él, no el hormigueo de energía del
aura de un aprendiz, ni una fe tan profunda como la de Michael, pero ahí
estaba, sin lugar a dudas. Rezumaba una especie de energía fría.
¿Qué demonios?
No era ningún hechizo que hubiera experimentado antes. Y no se trataba
de una posesión. De eso estaba seguro. Al tocarlo habría podido sentir cual-
quier tipo de espíritu que estuviera dentro de él.
Micky me miró durante un segundo y a continuación lanzó la cabeza
hacia mi mano, intentando morderme con los dientes. Retrocedí, aunque
sabía que no podía alcanzarme. El hecho de que alguien te intente morder
te hace reaccionar más que si te dieran un puñetazo. Morder es algo más
primitivo. Es espeluznante.
Micky empezó a reírse de nuevo, moviendo la cama de atrás hacia de-
lante.
—Muy bien —suspiré—. Voy a tener que hacer algo urgente. Si no fueras
un amigo, Micky…
Cerré los ojos un instante, preparándome, y a continuación concentré mi
voluntad en un punto por encima del entrecejo. Sentí cómo la tensión y la
presión se juntaban ahí, y cuando abrí los ojos de nuevo, también abrí mi
Visión de mago.

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La Visión es un don y una maldición. Te permite ver cosas, cosas que
normalmente no se ven. Con mi Visión puedo ver incluso al más etéreo
de los espíritus. Veo las energías de la vida fluyendo y moviéndose como si
fueran la sangre que recorre el mundo, entre la tierra y el cielo, entre el fuego
y el agua.
Los encantamientos aparecen como si fueran cuerdas trenzadas de cables
de fibra óptica, o tal vez como un neón de Las Vegas, dependiendo de lo
complejos o poderosos que sean. A veces puedes ver demonios que caminan
entre nosotros bajo su forma humana. O ángeles. Ves cosas, ves cómo es
realmente su alma y su espíritu, además de su cuerpo. El problema es que
todo lo que ves se queda contigo. Sin importar lo horrible, desagradable,
enloquecedor o terrorífico que sea, se queda contigo. Para siempre. Estará
siempre en tu mente, con todo detalle, sin desaparecer o hacerse más fá-
cil de soportar. A veces ves cosas tan hermosas que quieres guardarlas para
siempre. Pero la mayoría de las veces, en mi trabajo, ves cosas como Micky
Malone.
Llevaba unos calzoncillos y una camiseta interior blanca, con manchas de
sangre, sudor y cosas peores. Pero cuando lo miré con la Visión, contemplé
algo diferente.
Estaba devastado. Hecho pedazos. Había perdido trozos de carne. Al-
guien lo había atacado y le había arrancado secciones de piel a mordiscos.
He visto fotos de personas que han sufrido ataques de tiburones y a quienes
les faltaban trozos de carne. Así estaba Micky. No se veía por fuera, pero
alguien le había destrozado la mente, y tal vez el alma, hasta hacerla pedazos
sangrientos. Sangraba y sangraba sin parar, sin manchar las sábanas.
Y tenía, desde la garganta hasta el tobillo, un hilo de alambre negro con
enormes púas que se le clavaban en la carne y uno de los extremos desapare-
cía en el interior de su piel.
Como Agatha Hagglethorn.
Lo miré horrorizado, con el estómago revuelto y sintiendo arcadas. Tuve
que hacer un gran esfuerzo para no vomitar. Micky me miró y pareció que
algo había cambiado, porque se quedó quieto de repente. Su sonrisa dejó
de parecerme enloquecida. Parecía atormentado, como si el dolor le hiciese
retorcerse y doblarse hasta que los músculos de su cara estuvieran a punto
de romperse.
Movió los labios. Temblaba, y tenía una expresión retorcida de dolor.
—Ay, ay, ay —gimió.
—Está bien, Micky —dije. Junté las manos para evitar que me tembla-
ran—. Estoy aquí.

96
—Duele —dijo al fin con un susurro—. Duele, duele, duele, duele, due-
le, duele…
Siguió repitiéndolo hasta quedarse sin aliento. A continuación, cerró los
ojos con fuerza. Comenzaron a salirle lágrimas mientras caía en otro ataque
de risa enloquecido.
¿Qué demonios podía hacer yo contra eso? El alambre de espino debía
de ser alguna clase de hechizo, pero no se parecía a nada que hubiera visto
antes. La mayoría de magia palpitaba y latía con luz y vida, aunque se usara
para propósitos malvados. La magia procede de la vida, de la energía de
nuestro mundo y de las personas, de sus emociones y de su voluntad. Eso
era lo que se había enseñado siempre.
Pero aquel alambre de espino era de color negro, oscuro y plano. Extendí
la mano para tocarlo y casi me quemo los dedos de lo frío que estaba. Micky,
Dios mío. No podía imaginar por lo que estaba pasando.
Lo más inteligente que podía hacer era marcharme. Pondría a Bob a tra-
bajar sobre esto, a investigarlo, a descubrir cómo podía quitarle el alambre a
Micky sin hacerle daño. Pero llevaba horas sufriendo. Puede que no aguan-
tara mucho más y su cordura iba a pasarlo mal para sobrevivir al ataque
espiritual que lo tenía atrapado.
Añadir otro día más de tortura podría enviarle a algún lugar del que nun-
ca regresaría.
Cerré los ojos y tomé aliento.
—Espero tener razón, Micky —dije—. Voy a intentar que deje de do-
lerte.
Dejó escapar una risita mientras me miraba.
Decidí empezar por su tobillo. Tragué saliva, me armé de valor y extendí
la mano, agarrando con los dedos el alambre de espino, que quemaba de lo
frío que estaba, y su piel. Apreté los dientes, dirigí mi poder y mi voluntad
hacia el contacto, lo suficiente para poder tocar el material del hechizo que
le rodeaba. Después empecé a tirar. Primero lentamente y después con más
fuerza.
Las hebras de metal me quemaban. No se me durmieron los dedos, sino
que empezaron a dolerme cada vez más. El alambre de espino resistía y sus
púas se enganchaban a la piel de Micky. El pobre gritaba desesperado, aun-
que también emitía aquella risa horrible y torturada.
Sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos a causa del dolor que me
provocaban los gritos de Micky, pero seguí tirando. El extremo del alambre
salió de su carne. Seguí tirando. Púa a púa, centímetro a centímetro. Solté
el hechizo de alambre, tirando de él a través de su carne, sacándole a Micky

97
esa energía muerta y fría. Gritó hasta quedarse sin aliento y escuché unos
sollozos procedentes de otro punto de la habitación. Supongo que era yo.
Empecé a usar las dos manos, luchando contra la magia fría.
Por fin, el otro extremo salió del cuello de Micky. Abrió mucho los ojos y
después se derrumbó, emitiendo un gemido bajo y exhausto. Tragué saliva
y me separé trastabillando de la cama, sujetando el alambre con las manos.
De repente, el alambre se retorció y se debatió como una serpiente, y uno
de sus extremos se me clavó en la garganta.
Hielo. Frío. Un interminable frío, amargo y doloroso, me recorrió todo el
cuerpo y grité. Escuché pasos en el pasillo, una voz que llamaba. El alambre
zigzagueó y se sacudió, mientras el otro extremo caía al suelo, y yo lo cogí
con las dos manos, lo retorcí y evité que se me clavara el otro extremo. Las
hebras sueltas que tenía en el cuello empezaron a retorcerse, las púas frías
me atravesaron la ropa, la piel, mientras la energía oscura intentaba pegarse
a mí.
La puerta se abrió de repente. Murphy entró: sus ojos eran llamas azules
vivientes y su cabello era como una corona dorada que la rodeaba. Llevaba
una espada ardiente en la mano y brillaba de una manera tan hermosa y
terrible con toda aquella cólera que era algo difícil de soportar. La Visión,
comprendí. La estaba viendo tal y como era.
—¡Harry! ¿Qué demonios?
Luché contra el alambre, sabiendo que ella no podía verlo ni sentirlo.
—¡La ventana, Murph! ¡Abre la ventana! —jadeé.
Sin dudar ni un segundo, cruzó la habitación y abrió la ventana. Fui tras
ella trastabillando, enrollando el alambre helado en una de mis manos y la
mente gritando por aquella agonía. Pude vencerlo, lo enrollé y mi rostro se
retorció mientras lo hacía. Regresó la cólera, cálida y brillante, y me aferré a
su poder mientras me arrancaba el alambre de la garganta y lo lanzaba por
la ventana todo lo lejos que pude, dando vueltas en el aire.
Gruñí, me enrollé el otro extremo en el dedo, reuní toda la cólera y el
miedo y saqué de mi interior aquel oscuro hechizo.
—¡Fuego!
El fuego acudió a mi llamada, salió disparado de mis dedos y envolvió el
alambre. Se retorció y desapareció en una explosión que hizo retumbar toda
la casa y que me envió al suelo dando tumbos.
Me quedé ahí durante un minuto, aturdido, intentado entender qué es-
taba pasando. Maldita Visión. Empieza difuminando las líneas de lo que es
real y lo que no lo es. Cualquiera puede volverse loco. Rápidamente. Si se
deja siempre activa para que entre todo, se ve cómo son realmente las cosas.

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En realidad, suena bien. Solo disfruta de toda la belleza y el horror mientras
puedas, bébetelo todo y deja que borre todo lo demás, toda esa preocupa-
ción sobre si la gente puede resultar herida o no.
Me encontraba sentado en el suelo, dolorido por ese frío que no tenía
equivalente en la realidad física, riéndome para mis adentros en voz alta,
moviéndome hacia atrás y hacia delante. Tuve que luchar para cerrar mi Vi-
sión de nuevo, y en el momento de hacerlo todo pareció asentarse, hacerse
más claro. Levanté la vista, parpadeando para secarme las lágrimas, jadean-
do. En el exterior, los perros no dejaban de ladrar, y escuché las alarmas de
varios coches, afectadas por la fuerza de la explosión.
Murphy estaba de pie junto a mí, con los ojos muy abiertos, la pistola en
una mano y señalando hacia la puerta.
—Jesucristo —dijo con voz suave—. Harry, ¿qué ha pasado?
Sentía los labios entumecidos y tenía frío por todo el cuerpo, me hacía
temblar.
—Hechizo. A… algo le atacó. L… lanzó un hechizo. Tu… tuve que que-
marlo. El fuego ardió incluso en el mundo espiritual. L… lo siento.
Bajó el arma, mirándome.
—¿Estás bien?
Temblé un poco más.
—¿Có… cómo está Micky?
Murphy atravesó la habitación para posar su mano sobre la frente de
Micky.
—No tiene fiebre —suspiró—. ¿Mick? —llamó con suavidad—. Oye,
Malone, soy Murph. ¿Puedes oírme?
Micky se movió y parpadeó hasta abrir los ojos.
—¿Murph? —preguntó en voz baja—. ¿Qué ha pasado? —Cerró de nue-
vo los ojos, agotado—. ¿Dónde está Sonia? La necesito.
—Iré a por ella —jadeó Murphy—. Espera aquí. Descansa.
—Me duelen las muñecas —murmuró Micky.
Murphy se dio la vuelta para mirarme y yo asentí con la cabeza.
—Ahora parece estar bien.
Le desató las esposas, pero parecía como si el agotamiento le hubiera su-
mido en un sueño profundo.
Murphy le tapó con las mantas y le echó el pelo hacia atrás. Después se
arrodilló en el suelo a mi lado.
—Harry —dijo—. Tienes un aspecto…
—Muy malo —dije—. Sí. Lo sé. Él necesita descansar, Murph. Algo
malo le ha roto por dentro.

99
—¿Qué quieres decir?
Fruncí el ceño.
—Es como… cuando muere alguien cercano a ti. O cuando se rompe la
relación que tenías con alguien. Te desgarra por dentro. Es dolor emocional.
Algo así le ha ocurrido a Micky. Algo se le ha roto.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Murphy. Lo dijo con voz tranquila
y dura como el acero.
—Aún no lo sé —dije. Cerré los ojos, temblando, y apoyé la cabeza con-
tra una pared—. Lo llaman la Pesadilla.
—¿Cómo podemos acabar con ella?
Sacudí la cabeza.
—Estoy en ello. Hasta ahora me lleva un par de pasos de ventaja.
—Maldita sea —dijo Murphy—. Estoy cansada de jugar al escondite.
—Sí. Yo también.
Oímos más pasos procedentes del pasillo y Sonia Malone se precipitó en
la habitación. Miró a Micky, que descansaba tranquilamente, y se dirigió a
él como si temiera moverse demasiado rápido, realizando cada movimiento
con suavidad.
Tocó su rostro, su cabello fino, y él se despertó lo suficiente para coger
su mano. La apretó con fuerza, besando sus dedos, y agachó la cabeza hasta
apoyar la mejilla contra la de él. La escuché llorar.
Murphy y yo nos miramos y nos levantamos a la vez para dejar a Sonia
tranquila. Murphy tuvo que ayudarme. Me dolía todo y me sentía como si
mis huesos fueran de hielo sólido. Me costaba caminar, pero Murphy me
ayudó.
Eché una última mirada a Sonia y a Micky y después cerré la puerta con
cuidado.
—Gracias, Harry —dijo Murphy.
—Siempre que lo necesites. Eres mi amiga, Murph. Y siempre estoy dis-
puesto a ayudar a una dama en peligro.
Me miró con los ojos ardiendo bajo el ala de su gorra de béisbol.
—Eres un cerdo machista, Dresden.
—Un cerdo machista hambriento —dije—. Estoy famélico.
—Deberías comer más a menudo, larguirucho. —Murphy me sentó en el
escalón de más arriba y dijo—: Quédate ahí. Te traeré algo.
—No tardes mucho, Murph. Tengo trabajo que hacer. La cosa que hizo
esto sale al anochecer.
Me apoyé en la pared y cerré los ojos. Pensé en los animales muertos, en los
coches aplastados y en la tortura helada que envolvía el alma de Micky Malone.

100
—No sé qué demonios es esta Pesadilla. Pero voy a averiguarlo. Y voy a
acabar con ella.
—Eso suena bien —dijo Murphy—. Si necesitas ayuda, aquí me tienes.
—Gracias, Murph.
—De nada. Esto… Harry… —Abrí los ojos. Me miraba con expresión
dubitativa—. Cuando llegué, me miraste durante un instante. Me miraste
con una cara muy extraña. ¿Qué viste? —preguntó.
—Si lo dijera, te reirías de mí —dije—. Ve a buscar algo de comer.
Gruñó y se volvió para bajar las escaleras y compartir la noticia con los
agentes de Investigaciones Especiales, que deambulaban nerviosos por el
primer piso. Sonreí, recordando la visión en el ojo de mi mente con claridad
y precisión. Murphy, el ángel guardián, entrando por la puerta envuelta en
una llamarada de cólera. Era una imagen que no me importaba guardar en
mi interior. A veces tienes suerte.
Y a continuación me acordé del alambre de espino, del horrible tormento
que había visto y sentido brevemente. Los fantasmas que habían aparecido
últimamente sufrían el mismo tormento. ¿Pero quién podría haberlo hecho?
¿Y cómo?
Las fuerzas que se habían utilizado en aquel hechizo de tortura no se pa-
recían a nada que hubiera visto antes. Nunca había oído hablar de esa clase
de magia ni que pudiera hacerse sobre un espíritu y un mortal con idénticos
resultados. No creía que fuera posible. ¿Cómo lo habían hecho? O para ser
más precisos, ¿quién lo había hecho? ¿O qué?
Me senté allí solo, tembloroso y dolorido. Empezaba a tomármelo como
algo personal. Malone era un aliado, alguien que se había plantado a mi lado
delante de los malos. Cuanto más pensaba en ello, más me enfadaba y más
seguro estaba. Encontraría a aquella Pesadilla, esa cosa que había venido, y
la destruiría.
Y después encontraría a quien o al que la hubiera creado.
«A menos, Harry», pensé para mis adentros, «que ellos te encuentren
primero».

101
14

—No —dije por teléfono. Arrojé el abrigo sobre una silla y después me
tumbé en el sofá. Mi apartamento estaba cubierto de sombras, la luz del sol
se filtraba por las ventanas bajadas y creaba formas en la pared—. Aún no he
tenido la oportunidad. Perdí un par de horas porque tuve que desviarme y
quitarle un hechizo a Micky Malone, de Investigaciones Especiales. Alguien
le había puesto alambre de espino alrededor de su espíritu.
—Madre de Dios —dijo Michael—. ¿Se encuentra bien?
—Lo estará. Pero he perdido cuatro horas de luz diurna. —Le conté lo
de Mort Lindquist y sus diarios, así como los sucesos en casa del detective
Malone.
—No tenemos mucho tiempo para encontrar a Lydia, Harry —concedió
Michael—. Anochecerá en unas seis horas.
—Estoy en ello. Y después de que envíe a Bob a que busque por ahí fuera,
veré si puedo recorrer las calles yo solo. Me han devuelto el Escarabajo.
Sonó sorprendido.
—¿Ya no está incautado?
—Murphy lo ha arreglado.
—Harry —dijo, decepcionado—, ¿ha incumplido la ley para que te de-
volvieran el coche?
—Pues claro que lo ha hecho —dije—. Me debía un favor. Oye, tío, el
Todopoderoso no me ayuda para llegar a tiempo a todas partes. Necesito
ruedas.
Michael suspiró.
—No tenemos tiempo de discutir eso ahora. Te llamaré si la encuentro,
pero no pinta bien.
—Me lo imagino. ¿Para qué quiere esa cosa a la chica? Tenemos que en-
contrarla y descubrir la conexión.
—¿Puede que Lydia sea la responsable de estos alborotos?
—No creo. Ese hechizo que he visto hoy… No había visto nunca algo
así. Era… —Me estremecí al recordarlo—. Era algo malo, Michael. Era frío.
Era…
—¿Malvado? —sugirió.
—Quizá. Sí.

103
—Entonces esa cosa es malvada. Harry, a pesar de lo que diga la gente,
recuerda que también existe el bien.
Me aclaré la garganta, incómodo.
—Murphy ha informado a los chicos de azul y si alguno de sus amigos ve
a una chica que encaje con la descripción de Lydia, lo sabremos.
—Entendido —dijo Michael—. ¿Lo ves, Harry? Ese rodeo que has dado
para ayudar al detective Malone va a ayudarnos mucho. ¿No es una coinci-
dencia muy positiva?
—Sí, Michael. La Divina fortuna y todo eso, bla, bla, bla. Llámame.
—No le digas «bla, bla, bla» al Señor, Harry. Es una falta de respeto. Dios
está contigo. —Y colgó.
Me quité el abrigo, cogí mi bata de franela gruesa y agradable y me la
puse. A continuación me dirigí hacia la alfombra que estaba junto a la pared
sur. La quité del suelo y descubrí una puerta de bisagras. Después, la abrí.
Llevaba una lámpara de queroseno. La encendí y giré la rueda hasta conse-
guir una llama brillante. Luego me preparé para descender por la escalera de
madera que conducía al sótano.
El teléfono volvió a sonar.
Pensé en ignorarlo. Sonó otra vez, con insistencia. Suspiré, cerré la puerta,
puse la alfombra en su lugar y lo cogí al quinto tono.
—¿Qué? —dije molesto.
—Tengo que reconocerlo, Dresden —dijo Susan—. Sabes cómo tratar a
una chica a la mañana siguiente.
Solté un largo suspiro.
—Lo siento, Susan. He estado trabajando y… no ha ido demasiado bien.
Muchas preguntas sin respuesta.
—Auch —me respondió. Alguien le dijo algo por detrás y ella murmuró
una respuesta—. No quiero añadir más preocupaciones a tu día, pero ¿te
acuerdas del nombre de aquel tipo al tú y los de Investigaciones Especiales
derrotasteis hace unos meses? ¿El asesino ritual?
—Ah, sí. Él… —Cerré los ojos y rebusqué en mi memoria—. Leo, o
algo así. Cravat. Cammer. Conner. Kraven el Cazador. En realidad no me
acuerdo de su nombre. Le seguí la pista gracias al demonio que estaba in-
vocando y le atrapamos. Michael y yo no nos quedamos para el papeleo, de
todas formas.
—¿Kravos? —preguntó Susan—. ¿Leonid Kravos?
—Sí. Creo que era ese.
—Genial —dijo—. Súper. Gracias, Harry. —Su voz sonaba algo tensa
por los nervios.

104
—Eh, ¿te importaría contarme qué pasa? —le pregunté.
—Estoy trabajando en una teoría —dijo—. Mira, ahora mismo solo
tengo rumores. Intentaré contarte algo más en cuanto descubra algo con-
creto.
—Me parece justo. De todas formas, estoy con otra cosa.
—¿Algo con lo que necesites ayuda?
—Dios, espero que no —dije. Me acerqué un poco más el teléfono a la
oreja—. ¿Dormiste bien anoche?
—Tal vez —bromeó—. Es difícil relajarse cuando te quedas así de insatis-
fecha, pero tu apartamento es tan frío que es como hibernar.
—Sí. De acuerdo. La próxima vez me aseguraré de que esté mucho más
frío.
—Ya estoy temblando —ronroneó—. ¿Te llamo esta noche si puedo?
—Puede que no esté.
Suspiró.
—Entiendo. Es lo que hay. Gracias de nuevo, Harry.
—Cuando quieras.
Nos dijimos adiós, colgamos y volví a las escaleras que descendían hacia
el sótano. Descubrí la puerta oculta, la abrí, cogí mi linterna y bajé por la
escalera abatible.
Mi laboratorio siempre está lleno de cosas, por mucho que lo ordene.
Cada vez había más trastos. Hay mostradores y estanterías que cubren tres
de las paredes. Una gran mesa se extiende en el centro de la habitación, de-
jando el espacio suficiente para que quepa una persona de costado. Junto a
la escalera, un calentador de queroseno quitaba lo peor del frío subterráneo.
En el suelo, en el extremo más alejado de la mesa, había un anillo de me-
tal formando un círculo de invocación. Tuve que aprender por las malas a
mantenerlo limpio de restos de basura del laboratorio. Técnicamente, todo
lo que había allí resultaba útil y tenía alguna función. Los antiguos libros
con sus lomos de cuero gastados y su olor a húmedo siempre penetrante,
los contenedores de plástico con tapas herméticas que podían volver a colo-
carse, las botellas, las jarras, las cajas… Todo guardaba algo que necesitaba
o que había necesitado en alguna otra ocasión. Notas, docenas de lápices
y bolígrafos, clips, grapas, toneladas de papel cubiertas con mis incesantes
garabatos, los cuerpos secos de pequeños animales, una calavera humana
rodeada de libros de bolsillo, velas, un hacha de batalla antigua… Todo te-
nía algún significado. Pero en la mayoría de los casos no recordaba cuál era.
Destapé la lámpara y la usé para encender una docena de velas por toda
la habitación, y después el calentador de queroseno.

105
—Bob —dije—. Bob, despierta. Vamos, tenemos cosas que hacer. —La
luz dorada, el olor de las llamas de las velas y de la cera caliente llenaban la
habitación—. En serio, tío, no tenemos mucho tiempo.
Encima de una estantería, la calavera se movió. Dos puntos de color na-
ranja oscilaron en sus cuencas vacías. Las blancas mandíbulas se abrieron en
un bostezo falso, mientras de ellas salía el sonido apropiado.
—Estrellas y piedras, Harry —murmuró la calavera—. Eres inhumano.
Ni siquiera ha anochecido aún.
—Deja de quejarte, Bob. No estoy de humor.
—Humor. Estoy exhausto. No creo que pueda ayudarte más.
—Eso es inaceptable —dije.
—Incluso los espíritus se cansan, Harry. Necesito descansar.
—Ya tendrás tiempo de descansar cuando me muera.
—Muy bien —dijo Bob— Tú quieres trabajar, así que hagamos un trato.
Quiero salir la próxima vez que venga Susan.
Le gruñí.
—Campanas infernales, Bob. ¿No puedes pensar en otra cosa que no sea
el sexo? No, no voy a dejar que entres en mi cabeza mientras esté con Susan.
La calavera soltó un juramento.
—Debería haber un sindicato. Tendríamos que renegociar mi contrato.
Gruñí.
—Siéntete libre de regresar a tu lugar de origen cuando quieras, Bob.
—No, no, no —murmuró la calavera—. Está todo bien.
—A ver, todavía colea aquel malentendido con la Reina del Invierno,
pero…
—He dicho que está bien.
—Probablemente ya no necesites que te proteja. Estoy seguro de que ella
estará deseosa de sentarse a arreglar las cosas y no atormentarte los próximos
cien años…
—¡He dicho que está bien! —Los ojos de Bob llamearon—. Puedes llegar
a ser un cabrón, Dresden. Te lo juro.
—Sí —accedí—. ¿Ya estás despierto?
La calavera se movió hacia un lado con gesto pensativo.
—Ya sabes —dijo— que lo estoy. —Sus cuencas se concentraron en mí
otra vez—. La ira hace que todo salga a la luz. Eso ha sido una puñalada.
Saqué una libreta relativamente nueva y un lápiz. Tardé unos instantes en
hacer hueco en la mesa central.
—Estoy investigando algo nuevo. A lo mejor puedes ayudarme. Y tene-
mos una persona desaparecida. Necesito buscarla.

106
—Vale. Dispara.
Me senté en un taburete de madera y me cerré aún más la bata. Confiad
en mí, los magos no llevan capas por el efecto dramático. Es que pasan frío
en sus laboratorios. Conozco a varios tipos en Europa que todavía trabajan
en torres de piedra. Tiemblo solo de pensarlo.
—Vale —dije—. Dime lo que puedas.
Y le conté brevemente los hechos, empezando por Agatha Hagglethorn,
continuando por Lydia y su desaparición, por mi conversación con Mort
Lindquist y su mención a la Pesadilla hasta llegar al ataque al pobre Micky
Malone.
Bob silbó, lo cual no está mal para alguien que no tiene labios.
—A ver si lo pillo. Esta criatura, esta cosa, lleva un par de semanas
torturando espíritus poderosos con su hechizo del alambre de espinas.
Destrozó un montón de cosas en suelo sagrado. Después atravesó el um-
bral de alguien y ¿destrozó su espíritu echándole un hechizo para tortu-
rarlo?
—Lo has pillado —dije—. Así que ¿a qué clase de fantasma nos enfrenta-
mos y quién puede haberle invocado? ¿Y qué tiene que ver esa chica?
—Harry —dijo Bob con voz seria—. Déjalo.
Lo miré parpadeando.
—¿Qué?
—Tal vez podamos ir de vacaciones a Fort Lauderdale. Celebran ese con-
curso de trajes de baño y podríamos…
Suspiré.
—Bob, no tengo tiempo para…
—Conozco a un tipo que se ha metido dentro de un agente de viajes du-
rante unos días y puede conseguirnos billetes a buen precio. ¿Qué me dices?
Miré a la calavera. Si no la conociera tan bien, diría que parecía… ¿ner-
viosa? ¿Era posible? Bob no era un ser humano. Era un espíritu, una criatura
del Nuncamás. La calavera era su hábitat, su hogar, porque se encontraba
lejos del suyo. Yo le dejaba que se quedara en ella, lo protegía y le traía no-
velas románticas baratas para agradecerle su ayuda, su prodigiosa memoria y
su afinidad hacia las leyes de la magia. Bob era un ordenador y un ayudante
personal, todo en uno, siempre que consiguieras que su mente se centrara
en el asunto. Conocía a miles de seres del Nuncamás, cientos de recetas
de hechizos, montones de fórmulas para hacer pociones, encantamientos y
creaciones mágicas.
Ningún espíritu podía tener aquel conocimiento sin convertirlo en un
considerable poder. De modo que ¿por qué estaba tan asustado?

107
—Bob, no sé por qué estás tan molesto, pero tenemos que dejar de perder
el tiempo. El sol se pondrá en unas cuantas horas y esa cosa podrá venir del
Nuncamás y hacer daño a alguien. Tengo que saber qué es, dónde va y cómo
patearle el culo.
—Vosotros, los humanos —dijo Bob—. Nunca estáis satisfechos. Siem-
pre queréis averiguar qué hay detrás de la siguiente colina, abrir la siguiente
caja. Harry, tenéis que daros cuenta de cuándo empezáis a saber demasiado.
Miré por un instante la calavera y después negué con la cabeza.
—Empezaremos desde el principio e iremos paso a paso.
—Maldita sea, Harry.
—Los fantasmas —dije—. Los fantasmas son seres que viven en el mun-
do espiritual. No son como las personas ni espíritus conscientes como tú.
No cambian, no envejecen y simplemente están ahí, experimentando lo que
sentían cuando murieron. Como la pobre Agatha Hagglethorn. Estaba chi-
flada.
La calavera apartó la mirada de mí y no dijo nada.
—Así que son criaturas espirituales. Normalmente no se las ve, pero
pueden crearse un cuerpo con ectoplasma y manifestarse en el mundo real
cuando deseen, si son lo bastante fuertes. Y, a veces, ni siquiera existen física-
mente, solo son una zona de frío o el susurro del viento o tal vez un sonido,
¿no es así?
—Déjalo, Harry —dijo Bob—. No estoy diciendo nada.
—Pueden hacer cualquier cosa. Pueden lanzar objetos y apilar muebles.
Hay testimonios documentados de fantasmas que ocultan el sol durante un
momento, que provocan leves terremotos y ese tipo de cosas, pero nunca es
al azar. Siempre tienen algún propósito, algo relacionado con la manera en
que murieron.
Bob se movió, a punto de decir algo, pero cerró los dientes con fuerza. Le
sonreí. Era un rompecabezas. Ningún espíritu del intelecto puede resistirse
a un rompecabezas.
—Así que, si alguien deja una huella lo bastante fuerte al marcharse,
tendrás un fantasma poderoso. Quiero decir, un cabrón. Tal vez como esa
Pesadilla.
—Tal vez —admitió Bob a regañadientes, y después giró la calavera para
mirar hacia otro lado—. Aún sigo sin hablar contigo, Harry.
Golpeé con el lápiz el papel en blanco.
—Vale. Sabemos que esa cosa está alterando la barrera que hay entre este
lugar y el Nuncamás. Los espíritus pueden cruzar con mayor facilidad y por
eso últimamente hay tanto alboroto.

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—No necesariamente —gorjeó Bob—. Tal vez lo estés mirando desde la
perspectiva equivocada.
—¿Eh? —pregunté.
Se giró de nuevo para mirarme, con ojos brillantes y voz entusiasta.
—Alguien ha estado agitando a esos espíritus, Harry. Tal vez empezaron a
torturarles para que se lanzaran a la piscina y empezaran a hacer olas.
Era una idea.
—¿Quieres decir agitando a los espíritus poderosos para que provocaran
la turbulencia?
—Exacto —dijo Bob asintiendo. Después se detuvo, con la boca abierta
todavía. Giró la calavera hacia la pared y empezó a golpear la frente huesuda
contra ella—. Soy un idiota.
—Agitando el Nuncamás —dije con voz pensativa—. Pero ¿quién podría
hacer algo así? ¿Y por qué?
—Ahí me has pillado. Es un gran misterio. Nunca lo sabremos. Ha llega-
do el momento de tomar una cerveza.
—Agitar el Nuncamás hace que algo pueda cruzar más fácilmente
—dije—. Así que… quien haya lanzado esos hechizos de tortura debe que-
rer que algo lo atraviese. —Pensé en los animales muertos y en los coches
destrozados—. Algo fuerte. —Pensé en Micky Malone, tembloroso y enlo-
quecido—. Y se está haciendo cada vez más fuerte.
Bob me miró de nuevo y después suspiró.
—De acuerdo —dijo—. Dioses, ¿nunca te rindes, Harry?
—Nunca.
—Entonces debería ayudarte. No sabes a qué te estás enfrentando. Y si te
metes en esto a ciegas, estarás muerto antes de que salga el sol.

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—Muerto antes de que salga el sol —dije—. Estrellas, Bob, ¿por qué no te
dejas de efectos melodramáticos y me dices que voy a dormir con los peces?
—No estoy seguro de que quede tanto de ti —dijo Bob con seriedad—.
Harry, mira esa cosa. Mira lo que ha hecho. Ha atravesado un umbral.
—¿Y qué? —pregunté—. Muchas cosas pueden hacerlo. ¿Recuerdas
aquel sapo demonio? Atravesó mi umbral y me destrozó la casa.
—En primer lugar, Harry —dijo Bob—. Estás soltero. No tienes un um-
bral muy fuerte, para empezar. Pero ese Malone era un hombre con familia.
—¿Y qué?
—Que eso quiere decir que su hogar era mucho más poderoso. Además,
aquel sapo demonio entró y después todo se limitó a una mera interacción
física. Golpeó objetos, escupió saliva ácida, ese tipo de cosas. No intentó
sacarte el alma ni sumirte en un sueño mágico.
—Esto es bastante diferente, Bob.
—Lo es. ¿Tuviste que pedir que te invitaran antes de entrar a casa de
Malone?
—Sí —dije—. Supongo que lo hice. Es por educación, y…
—Y porque te resulta más difícil hacer magia en un hogar al que no has
sido invitado. Si cruzas el umbral sin que te inviten, dejas gran parte de tu
poder en la puerta. No te afecta demasiado porque eres mortal, Harry, pero
en otros sentidos sí que te afecta.
—Y si yo fuera una criatura espiritual… —dije.
Bob asintió.
—Te haría más daño. Si esa Pesadilla es un fantasma, como dijiste, enton-
ces el umbral debería haberlo detenido, e incluso si lo hubiera traspasado,
no podría hacerle tanto daño a un mortal.
Fruncí el ceño, di unos golpecitos más con el lápiz y tomé algunas notas
en el papel, intentando que todo quedara claro.
—Y desde luego, no hubiera podido lanzarle un hechizo tan poderoso a
Malone.
—Eso es.
—¿Y quién podría hacerlo, Bob? ¿A qué nos enfrentamos? —Los ojos de
Bob recorrieron la habitación.

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—Podría ser cualquier cosa del mundo espiritual. ¿Seguro que quieres
saberlo? —Le clavé la mirada—. Vale, vale, de acuerdo. Podría ser algo po-
deroso. Algo tan grande que incluso un pedazo de él podría haber atacado a
Malone y haberle lanzado ese hechizo. Tal vez un dios que alguien ha desen-
terrado. Hécate, Kali o uno de los Antiguos.
—No —dije con voz plana—. Bob, si esa cosa fuera tan fuerte, no iría
por ahí rompiendo los coches de la gente ni matando gatitos. Esa no es la
idea que tengo de una deidad malvada. Es alguien que está cabreado.
—Harry, atravesó un umbral —dijo Bob—. Los fantasmas no hacen eso.
¡No pueden!
Me puse de pie y empecé a recorrer de arriba a abajo el escaso espacio que
quedaba fuera del círculo de invocación.
—No es uno de los Antiguos. Los hechizos de los Guardianes de todo el
mundo se hubieran disparado, avisando al Guardián de la Puerta y al Con-
sejo de algo así. No, es de por aquí.
—Harry, si te equivocas…
Apunté a Bob con un dedo.
—Si tengo razón, entonces hay un monstruo ahí fuera molestando a mi
ciudad y tengo la obligación de hacer algo antes de que haga daño a alguien
más.
Bob suspiró.
—Atravesó un umbral.
—Así que… —dije mientras andaba y daba vueltas—. Tal vez exista al-
gún otro modo de cruzar un umbral. ¿Y si le habían invitado?
—¿Y cómo lo ha conseguido? —dijo Bob—. Ding, dong, entrega a do-
micilio de un Devorador de Almas, ¿puedo pasar?
—Que te den —dije—. ¿Y si se llevó a Lydia? Una vez fuera de la iglesia,
era vulnerable.
—¿Una posesión? —dijo Bob—. Supongo que es posible, pero llevaba
tu talismán.
—Si pudo atravesar un umbral, tal vez haya podido sortearlo también.
Acudió a Malone, con aspecto desvalido, y logró que la invitaran a entrar.
—Tal vez. —Bob hizo el gesto de cerrar los ojos con fuerza—. Pero en-
tonces, ¿por qué estaban todos esos animales tirados en el exterior? Estamos
en una encrucijada. Hay un montón de posibilidades.
Sacudí la cabeza.
—No, no. Tengo un presentimiento sobre esto.
—Ya lo has dicho otras veces. ¿Recuerdas cuando querías fabricar dinami-
ta inteligente para aquella empresa de derribos?

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Gruñí.
—No había dormido mucho aquella semana. Y de todos modos, los irri-
gadores contribuyeron.
Bob se rio alegremente.
—¿O cuando intentaste encantar aquel palo de escoba para poder volar?
¿Te acuerdas? Pensaba que tardarías un año en quitarte todo aquel barro de
las cejas.
—¿Puedes centrarte, por favor? —protesté. Me puse una mano a cada
lado de la cabeza para evitar que las teorías hicieran que me estallase y escogí
aquellas que cuadraban con los hechos—. Solo quedan dos posibilidades: A,
nos enfrentamos a una especie de criatura divina, en cuyo caso lo tenemos
crudo…
—Y el Premio a la Sutileza Absurda es para Harry Dresden.
Lo miré.
—O —dije, levantando un dedo— B, esa cosa es un espíritu, algo que
hemos visto antes, y está jugando con las reglas que conocemos. En cual-
quier caso, creo que Lydia sabe más de lo que parece.
—Caray, una mujer se aprovecha del Capitán Caballeroso. ¿Qué proba-
bilidades hay?
—Bah —dije—. Si puedo encontrarla y averiguar qué es lo que sabe,
podría atraparlo hoy.
—Te olvidas de la tercera posibilidad —dijo Bob amigablemente—. C, se
trata de algo nuevo que ninguno de los dos comprende y te estás metiendo
sin saber nada en la boca del monstruo Caribdis.
—Siempre animando —dije, abrochándome el brazalete, poniéndome el
anillo y sintiendo el poder calmado que emanaban.
Bob consiguió de algún modo levantar las cejas.
—Oye, tú nunca has salido con Caribdis. ¿Cuál es el plan?
—Le di a Lydia mi talismán del Hombre Muerto —dije.
—No me puedo creer que después de lo que nos costó hacerlo, se lo die-
ras a la primera chica que se contoneó delante de ti.
Miré a Bob con el ceño fruncido.
—Si aún lo tiene, podría hacer un hechizo para rastrearlo, como cuando
encuentro los anillos de casados de la gente.
—Genial —dijo Bob—. Haz que lo pasen mal. Que tengas suerte.
—No tan deprisa —dije—. Puede que no lo lleve encima. Si ella es cóm-
plice de la Pesadilla, puede que lo tirara en cuanto la perdí de vista. Ahí es
donde entras tú.
—¿Yo? —gimió Bob.

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—Sí. Vas a salir, darte una vuelta y hablar con todos tus contactos, a ver
si podemos encontrarlas antes de que anochezca. Solo nos quedan un par
de horas.
—Harry —señaló Bob—. El sol aún no se ha puesto. Estoy agotado. No
puedo salir por ahí como un hada en una gota de rocío.
—Coge a Míster —dije—. No le importa que salgas en él. Y así hace
ejercicio. Solo hay que tener cuidado de que no lo maten.
—Jo, tío —dijo Bob—. De nuevo en la brecha, amigos, ¿eh? Harry, no
dejes tu trabajo para hacerte motivador profesional. ¿Me das permiso para
salir?
—Sí —dije—. Solo para cumplir esta misión. Y no pierdas el tiempo otra
vez deambulando por el probador de señoras.
Apagué las velas y el calentador y saqué la escalera abatible. Bob me si-
guió, saliendo de las órbitas de la calavera en forma de llama brillante de
colores, y flotó detrás de mí por las escaleras.
La nube se dirigió hacia donde Míster estaba medio dormido, en la zona
de calor frente al fuego casi apagado, y penetró en el pelaje gris del gato.
Míster se sentó y me miró parpadeando, estiró el lomo y movió el muñón
de su cola a un lado y a otro antes de soltar un maullido lleno de reproche.
Miré con el ceño fruncido a Míster y a Bob, me puse el guardapolvo, cogí
mi vara explosiva y mi bolsa de exorcismos, un antiguo maletín de médico
lleno de material.
—Vamos, chicos —dije—. Estamos sobre la pista. Tenemos ventaja.
¿Qué podría salir mal?

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Encontrar personas es difícil, sobre todo si no quieren que las encuentres.


De hecho, es tan difícil que las personas que desaparecen sin dejar rastro
cada año en Estados Unidos se cuentan con un número de siete cifras.
A la mayoría de esas personas no se las encuentra nunca. No quería que
Lydia pasara a formar parte de una de esas estadísticas, tanto si era una de
los malos y me había tratado como si fuera idiota, como si era una víctima
que necesitaba mi ayuda. Si se trataba de lo primero, prefería verla cara a
cara. Tengo esa costumbre con la gente que me miente e intenta meterme
en problemas. Si era lo segundo, entonces probablemente fuera el único en
todo Chicago que podría ayudarla. Podía estar poseída por un espíritu muy
fuerte y musculoso que necesitara algo de «exorticio» (perdón por el chiste).
Lydia se había marchado a pie cuando se separó del padre Forthill, y no creo
que tuviera mucho dinero. Teniendo en cuenta que no tenía muchos recursos,
probablemente estaría en la zona de Bucktown o el parque Wicker, por lo que
me dirigí hacia allí en el Escarabajo Azul. En realidad, el Escarabajo no es solo
azul. Tuve que sustituir las dos puertas cuando las rompieron y cuando me deja-
ron el capó hecho polvo con un gran agujero. Mi mecánico, Mike, que consigue
que el Escarabajo funcione la mayor parte de los días, no preguntó nada. Solo
sustituyó aquellas partes con piezas de otros Volkswagen, por lo que técnica-
mente el Escarabajo Azul es azul, rojo, blanco y verde. Pero lo sigo llamando así.
Intenté mantener la calma mientras conducía. Mi tendencia mágica a
estropear cualquier clase de tecnología avanzada parece empeorar cuando
estoy enfadado, molesto o tengo miedo. No me preguntéis por qué. Así que
intenté tranquilizarme con todas mis fuerzas hasta llegar a mi destino: la
zona de aparcamiento que hay junto al parque Wicker.
Cuando salí, una leve brisa agitó mi guardapolvo. A un lado de la calle,
las altas casas y un par de edificios de apartamentos brillaban como si el sol
ya hubiera empezado a ponerse por el oeste. Mientras tanto, las sombras
de los árboles del parque Wicker se extendían como dedos negros hacia mi
garganta. Gracias a Dios, mi subconsciente no es simbólico ni nada. Había
bastante gente en el parque, jóvenes y madres con sus hijos, mientras en las
calles comenzaban a aparecer ejecutivos trajeados dirigiéndose a uno de los
restaurantes pijos, bares o cafeterías que atestaban la zona.

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Saqué un trozo de tiza y un diapasón de mi bolsa de exorcismos. Miré
a mi alrededor y a continuación me agaché en la acera y tracé un círculo
rodeándome, concentrando mi voluntad para cerrarlo cuando las marcas de
tiza se encontraron en el cemento. Sentí algo, una tensión que crujía al ce-
rrarse el círculo que atrapaba las energías mágicas de la zona, las comprimía
y las movía. La mayor parte de la magia no se hace así de rápido. La clase de
hechizos que puedes lanzar cuando alguna cosa asquerosa está a punto de
saltarte a la cara se llaman evocaciones. Su eficacia es bastante limitada y son
difíciles de manejar. Yo solo sé hacer bien un par de evocaciones, y la mayo-
ría de las veces necesito la ayuda de focos artificiales, como mi vara explosiva
o mis otros chismes encantados para asegurarme de no perder el control del
hechizo y no salir volando en pedazos junto al monstruo babeante.
La mayoría de la magia implica mucha concentración y trabajo duro. Ahí
es donde soy un taumaturgo bastante bueno. La taumaturgia es la magia
tradicional, la que traza vínculos simbólicos entre los objetos o la gente y
después dirige su energía para lograr el efecto que quieres. Puedes hacer
muchas cosas con taumaturgia siempre que tengas el tiempo suficiente de
planearlas y más tiempo aún para preparar el ritual, los objetos simbólicos y
el círculo mágico. Y todavía no he conocido a ningún monstruo baboso lo
bastante educado para dejarme acabar.
Me quité el brazalete escudo de la muñeca y lo dejé en el centro del cír-
culo, que era mi canal. Había creado el talismán que le había dado a Lydia
de una manera muy parecida, y los dos brazaletes resonaban igual. Cogí el
diapasón y lo puse delante del brazalete, con los dos extremos tocándose y
formando un círculo completo.
Después cerré los ojos y aproveché la energía contenida en el círculo. La
llevé hacia mí, la moldeé, convirtiéndola en el efecto que tenía en mente,
imaginando con fuerza el talismán que le había dado a Lydia. La energía
crecía y crecía y zumbaba en mis oídos, como un hormigueo en la nuca.
Cuando estuve preparado, extendí las manos hacia los dos objetos, abrí
los ojos y dije con firmeza:
—Duo et unum.
Al sentir las palabras, la energía salió de mí tan rápido que me dejó un
poco aturdido. No hubo chispas, ni luces brillantes ni ninguno de esos ca-
ros efectos especiales, solo la sensación de haber terminado mi trabajo y un
murmullo diminuto y casi inaudible.
Cogí el brazalete y me lo puse para después coger el diapasón y borrar el
círculo con el pie, rompiéndolo con mi voluntad. Sentí un pequeño pop al
liberar las energías residuales, me levanté y cogí mi bolsa de exorcismos del

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Escarabajo. A continuación empecé a caminar junto al bordillo, sostenien-
do mi diapasón delante de mí. Después de avanzar varios pasos, comencé a
trazar lentamente un círculo.
El diapasón se quedó en silencio hasta que hube recorrido casi todo el
camino. De repente, empezó a vibrar en mi mano y emitió un sonido crista-
lino cuando me giré levemente hacia el noroeste. Levanté la vista y miré sus
puntas mientras sonaba, y después di una docena de pasos hacia allá hasta
trazar una especie de triángulo. Pude notar un ligero cambio de dirección
cuando sonó la segunda vez, incluso sin tener ninguna clase de instrumento.
Lydia debía de estar bastante cerca.
—Sí —dije, y empecé a caminar, moviendo el diapasón hacia un lado y
hacia el otro, dirigiendo mis pasos hacia la dirección en que sonaba. Seguí
así hasta llegar al extremo más alejado del parque, donde el diapasón apuntó
directamente hacia un edificio que parecía haber sido una especie de fábrica,
quizá, pero que ahora estaba abandonado.
La planta baja tenía un par de puertas de garaje y una puerta principal
con tablones clavados. Las dos plantas de abajo también tenían tapiadas la
mayoría de ventanas. Las ventanas de la tercera planta también estaban ro-
tas; unos vándalos habían lanzado piedras hacia esas ventanas, ya fuera por-
que se aburrían mucho o porque querían, y los bordes de los cristales desta-
caban oscuros y afilados como hielo sucio contra la oscuridad del interior.
Eché otro par de vistazos a cada lado a unos quince metros. Todo apuntaba
directamente al edificio. Sentí cómo me miraba, silencioso e inquietante.
Me eché a temblar.
Lo más inteligente sería llamar a Michael, o incluso a Murphy. Podía
buscar un teléfono e intentar ponerme en contacto con ellos. No tardarían
mucho en llegar.
Pero ya habría caído la noche. La Pesadilla, si estaba dentro de Lydia, sería
libre de abandonarla y de vagar por ahí. Si pudiera encontrarla y hacerle un
exorcismo a la cosa, terminaría con esa juerga destructiva.
Si, si, o si. Tenía un montón de posibilidades. Pero no tenía mucho tiem-
po. El sol desaparecía rápidamente. Busqué en el interior de mi guardapolvo
y saqué mi vara explosiva, pasándome la bolsa de exorcismos a la misma
mano en la que llevaba el diapasón. A continuación crucé la calle, hacia las
puertas de garaje del edificio. Probé con una y, para mi sorpresa, se abrió.
Miré a izquierda y a derecha y después me deslicé hacia la oscuridad, cerran-
do la puerta detrás de mí.
Mis ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse. La habitación solo
estaba iluminada por la luz leve que se deslizaba bajo las tablas de las ventanas

117
y por los bordes de la puerta del garaje. Por lo que parecía, se trataba de un
muelle de carga que ocupaba casi la totalidad del primer piso. Unos pilares
de piedra sostenían el lugar. Se oía el goteo del agua procedente de una
tubería rota en algún sitio y había charcos por todo el suelo.
Aún se podía oír el motor de una furgoneta nueva con puerta lateral apar-
cada en el extremo opuesto del muelle de carga. Un cartel que colgaba de
una bisagra por encima de la furgoneta rezaba: «Textiles Summer’s MFG».
Me acerqué lentamente a la furgoneta, con la vara explosiva en el costado.
Examiné con el diapasón y con los ojos la sala llena de sombras. El diapasón
murmuraba cada vez que lo pasaba por delante de la furgoneta. La furgo-
neta blanca era opaca en la semioscuridad. Tenía las ventanillas tintadas y
no podía ver por ellas, a pesar de acercarme a unos tres metros de distancia.
Algo, una especie de sonido o alguna otra señal que no había captado a
nivel consciente, hizo que se me erizara el pelo de la nuca. Me giré para mi-
rar la oscuridad que tenía detrás, levantando el extremo de la vara explosiva
y agarrándola con mis dedos magullados, dirigiendo toda mi atención a la
zona que me rodeaba.
Oscuridad.
El goteo del agua.
Los crujidos del edificio por encima de mí.
Nada.
Me guardé el diapasón en el bolsillo del guardapolvo. A continuación me
giré de nuevo hacia la furgoneta, cubriendo rápidamente la distancia que me
separaba de ella, y abrí la puerta lateral, dirigiendo mi varita hacia el interior.
Un bulto envuelto en una manta, aproximadamente del tamaño de Ly-
dia, yacía en el suelo de la furgoneta. Una mano pálida salía de ella y en
su delgada muñeca llevaba mi talismán, con aspecto de estar quemado y
manchado de sangre.
El corazón se me subió a la garganta.
—¿Lydia? —pregunté.
Extendí la mano y le toqué la muñeca. Sentí su pulso débil y lento. Dejé
escapar un suspiro de alivio y retiré las mantas de su cara pálida. Tenía los
ojos abiertos, con las pupilas tan dilatadas que apenas tenía ningún color
alrededor de ellas. Agité mi mano delante de sus ojos y dije otra vez:
—¿Lydia?
No respondió. Parecía estar drogada.
¿Qué demonios hacía allí? Tirada en una furgoneta, cubierta de mantas,
drogada y puesta ahí con sumo cuidado. No tenía sentido. A menos que ella
fuera…

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A menos que ella fuera una distracción. El cebo de una trampa.
Me volví, pero antes de poder dar media vuelta, noté la misma energía
fría que había sentido la noche anterior en un lado de mi rostro y en mi gar-
ganta. Algo rubio e increíblemente rápido me golpeó con tanta fuerza como
la embestida de un toro, lanzándome al interior de la furgoneta. Me giré
sobre los codos para ver al vampiro Kyle Hamilton, que venía a por mí, con
los ojos negros y vacíos y el rostro retorcido en una mueca hambrienta. To-
davía llevaba sus zapatillas de tenis blancas. Le di una patada en el pecho, y
a pesar de su fuerza sobrehumana, eso le lanzó al suelo durante un instante,
lo que me permitió recuperar el aliento a medias. Levanté mi mano derecha
mientras el anillo de plata brillaba y grité:
—¡Assantius!
La energía almacenada en el anillo, toda la cinética que se cargaba cada
vez que movía la mano, salió con furia en una oleada hacia la cara del vam-
piro. Le golpeó en los labios, pero no salió sangre de ellos. Se le metió por
los extremos de los ojos y le arrancó la piel, pero aún así no sangró. Le des-
garró la piel de las mejillas, que ahora se veía ennegrecida bajo el tono rosa
anglosajón, y la ola de fuerza agitó las tiras de piel como si fueran banderas
al viento.
El cuerpo del vampiro se movió hacia atrás y hacia arriba. Golpeó con
fuerza el techo y después cayó al suelo con un golpe seco. Luché por salir de
la furgoneta. Sentía un dolor sordo en el pecho. Dejé el maletín de médico,
sacudí el brazalete escudo y extendí mi brazo izquierdo frente a mí.
Kyle se agitó por un instante y después cayó a cuatro patas mientras su
cuerpo temblaba de manera extraña, levantó mucho los hombros y su es-
palda se torció en un ángulo extraño. De su rostro colgaban unos jirones de
carne bajo los cuales se veía una piel negra de aspecto pringoso. La piel que
rodeaba sus enormes ojos negros había desaparecido, como los trozos de una
careta de goma, haciendo que sobresalieran. Tenía las mandíbulas abiertas,
mostrando sus colmillos, de los que caía saliva hasta mojar el suelo húmedo.
—Tú —siseó el vampiro con voz tranquila y normal, lo que resultó des-
concertante.
—Vaya, qué original —murmuré, haciendo acopio de toda mi volun-
tad—. Sí, soy yo. ¿Qué demonios haces aquí? ¿Dónde crees que vas con
Lydia?
Su expresión inhumana vaciló.
—¿Con quién?
Me latía el pecho, con un dolor agudo y caliente, como si tuviera algo
roto. Muy roto. Pero seguí de pie para que no viera mi debilidad.

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—Lydia. La que tiene el pelo mal teñido y los ojos hundidos, la que está
en la furgoneta y lleva mi talismán en la muñeca.
Soltó un sonido húmedo que parecía una carcajada.
—¿Te dijo que se llamaba así? Te ha engañado, Dresden.
Sentí un escalofrío y entorné los ojos. Mi instinto me hizo saltar de re-
pente para apartarme.
La hermana del vampiro, Kelly, tan rubia y hermosa como era él hace
un momento, aterrizó en el lugar donde yo me encontraba. También cayó
de rodillas con un siseo babeante, enseñando los colmillos y con los ojos
saltones. Llevaba un traje blanco que le marcaba las curvas, además de botas
y guantes, también de color blanco, y una capa corta con capucha. Su ropa
estaba salpicada de manchas rojas y tenía el cabello rubio despeinado. Lleva-
ba la boca manchada de sangre, como si se hubiera dado carmín o fuera un
niño con un gran vaso de zumo. Tenía un mostacho sangriento. Campanas
infernales.
Apunté a Kelly con mi vara explosiva, con la mano izquierda extendida
delante de mí.
—Así que vosotros dos queréis llevaros a Lydia, ¿eh? ¿Por qué?
—Deja que lo mate —ronroneó la mujer con sus ojos negros vacíos y
hambrientos—. Kyle, tengo hambre.
En mi defensa diré que me da mucho miedo cuando alguien dice que me
va a comer. Moví la vara explosiva hacia la cara de Kelly y empecé a enviar
poder hacia ella, haciendo que la punta brillara.
—Sí, Kyle —dije—. Deja que lo intente.
Bajo la piel de Kyle se formaron unas ondas y aquello bastó para que se
me revolviera el estómago. Algo así no estaba nada bien, incluso cuando
sabes qué hay debajo.
—No es asunto tuyo, mago.
—La chica está bajo mi protección —dije—. Marchaos ahora y no seré
muy duro con vosotros.
—Eso no va a pasar —dijo Kyle con una voz mortalmente calmada.
—Kyle —gimió de nuevo la mujer. Le cayó más saliva de la boca, empa-
pando el suelo.
Empezó a sacudirse y a temblar, como si estuviera a punto de salir vo-
lando hacia algún sitio. O hacia mí. Se me secó la boca y me preparé para
atacarla.
Por el rabillo del ojo vi que Kyle salía de mi ángulo de visión. Levanté el
brazalete escudo en su dirección, concentrando mi voluntad, pero solo pude
desviar parcialmente el trozo de cemento roto que me lanzó a la cabeza.

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Me golpeó en la sien y me envió al suelo dando vueltas. Kelly era un
borrón que se dirigía a mí, con la capa blanca volando, y levanté la vara
explosiva hacia ella, gritando:
—¡Fuego!
El fuego surgió del extremo de la vara. No alcanzó a Kelly por centí-
metros, pero logró prender el dobladillo de su capa. La llama cambió de
dirección, trazando un arco por el techo, y descendió por la pared mientras
yo empezaba a caer, atravesando la madera, el ladrillo y las piedras como si
fuera una enorme máquina de soldar.
Se lanzó encima de mí, atrapando mis caderas con sus muslos y gimiendo por
la excitación. Le apunté con la vara explosiva, pero la apartó a un lado, riéndose
con un tono histérico y salvaje, mientras se quitaba la capa en llamas con la otra
mano. Se inclinó sobre mi garganta, pero levanté las manos para agarrarla de la
melena. Sabía que era un gesto inútil porque ella era condenadamente fuerte.
No sería capaz de retenerla mucho tiempo, no más de unos segundos. El cora-
zón me latía con fuerza dentro del pecho ardiente y luché por coger aire.
Y entonces unas gotas de su saliva me cayeron en la garganta, en la mejilla
y en el interior de mi boca. Y todo dejó de importarme.
Era una sensación gloriosa que se extendió por todo mi ser: calor, paz y
seguridad. El éxtasis comenzó en mi piel y se extendió por todo mi cuerpo,
eliminando de mis músculos aquella horrible tensión. Acaricié el adorable
cabello de Kelly con mis dedos y ella ronroneó, frotando sus caderas contra
las mías. Bajó su boca en mi dirección, sentí su aliento en mi piel y cómo
sus pechos se aplastaban contra mí a través del fino material de su traje.
Algo, un pensamiento desagradable, me molestó durante un segundo. Tal
vez fuera algo sobre la profundidad perfecta de sus ojos oscuros o la forma
en que sus colmillos rozaban mi garganta, a pesar de lo cual me sentía bien.
Pero entonces sentí sus labios en mi piel, la sentí jadear y temblar por la
anticipación y todo dejó de importarme. Quería más.
Entonces escuché un rugido y percibí tenuemente que el muro del lado
oeste del edificio se derrumbaba en grandes trozos ardientes de madera y
ladrillo. La llama que le había lanzado a Kelly había atravesado el techo, los
muros y las vigas. Debía de haber debilitado la estructura de todo el edificio.
Ups.
La luz del sol se derramó a través de los ladrillos caídos y las nubes de
polvo, sentí la calidez y el tono dorado de los últimos rayos de luz del día
sobre mi rostro, dolorosamente brillantes.
Kelly gritó y las partes de su piel que no estaban cubiertas por la ropa (la
mayoría) estallaron en llamas. La luz la hirió como un golpe, apartándola

121
de mí mientras daba vueltas. Noté un dolor sordo, un incómodo calor en
mi mejilla y mi garganta, las zonas de mi piel donde había caído su saliva.
Durante unos instantes todo fue luz, calor, dolor y alguien que gritaba.
Luché para ponerme de pie un instante después, mirando el interior del
edificio. El fuego se extendía, los suelos crujían por encima de mi cabeza y
escuché sirenas que se acercaban a través del trozo que le faltaba a la pared.
Sobre el suelo de cemento se veían charcos de algo negro y grasiento que se
dirigían hacia la furgoneta blanca. La luz del sol apenas había rozado la ven-
tanilla trasera del vehículo. La puerta lateral seguía abierta y Kyle, aún con
tiras de piel colgándole del rostro, arrastraba algo grotesco: su hermana, que
no podía ocultar su auténtica forma bajo su máscara de piel. La chica vam-
piro soltaba unos sonidos agudos a causa de la agonía mientras su hermano
la llevaba a la parte trasera de la furgoneta. La cerró de un portazo y esbozó
un gruñido con sus labios rotos. Avanzó un paso hacia mí y después apretó
los dientes frustrado, deteniéndose por la luz del sol.
—Mago —siseó—. Lo pagarás. Haré que pagues por esto.
A continuación se giró hacia la furgoneta, con sus ventanas tintadas, y
saltó al interior. Un instante después encendió el motor y la furgoneta salió a
toda velocidad por las puertas del garaje, llevándose una de ellas por delante
y lanzando trozos de madera; botó en la calle y desapareció de mi vista, a
toda velocidad.
Me quedé en el sitio, aturdido, quemado, herido y con el cerebro embo-
tado. Después trastabillé hasta ponerme en pie y me dirigí dando tumbos
hacia el agujero de la pared, hacia la luz del sol que estaba desapareciendo.
Las sirenas se acercaban.
—Maldita sea —murmuré, volviendo la vista hacia el fuego que se estaba
extendiendo—. Los edificios aún me cuestan.
Sacudí la cabeza intentando aclarar mis pensamientos. Oscuridad. Estaba
oscureciendo. Tenía que irme a casa cuando anocheciera. Los vampiros po-
dían salir cuando fuera de noche. A casa, pensé. A casa.
Eché a andar dando tumbos hacia el Escarabajo. Mientras lo hacía, el sol
se ponía detrás de mí por el horizonte, liberando a todas aquellas cosas que
salen por la noche.

122
17

No recuerdo cómo logré llegar a casa. Tengo una vaga imagen en la que los
coches de alrededor iban muy rápido, y después de Míster ronroneando
para recibirme cuando entré en mi apartamento y cerré la puerta.
La saliva narcótica del vampiro había penetrado a través de mi piel en un
par de segundos o tres, extendiéndose por el sistema nervioso. Me sentía
aturdido y débil. La habitación no se movía, pero cuando miraba algo, las
cosas parecían difuminarse un poco y se aclaraban cuando enfocaba.
Todo me palpitaba. Cada vez que me latía el corazón, todo mi cuerpo
latía también con una suave y lenta pulsión de sensaciones placenteras.
Algo en mi interior no podía evitar que me resultara agradable. A pesar de
las veces que me habían pinchado en los hospitales, seguía siendo la mejor
droga que me habían puesto.
Trastabillé hasta llegar a mi estrecha cama y me tiré sobre ella. Míster vino
y merodeó por el lugar donde estaba mi cara, esperando que me levantara y
le diera de comer.
—Vete —me oí murmurar—. Vamos, estúpida bola de pelo.
Posó una de sus patas sobre mi garganta y tocó la zona de piel quemada
donde el sol había alcanzado las gotas de saliva de Kelly Hamilton. El dolor
se extendió por todo mi cuerpo y gruñí, obligándome a ir a la cocina. Tenía
trozos de embutido cortados fuera de la nevera y los lancé al plato de Míster.
Después me tambaleé hacia el baño y encendí la luz.
Me dolió.
Me protegí los ojos y me miré al espejo. Mis pupilas se habían dilatado
y eran enormes. Tenía la piel de la garganta y de la mejilla roja y brillante,
como si me hubiera quedado dormido una tarde de verano: resultaba do-
loroso, pero no entrañaba peligro. No me vi ninguna marca en la garganta,
por lo que supuse que el vampiro no me había mordido. Estaba seguro de
que era algo bueno. El mordisco crea un vínculo con la víctima. Si me hu-
biera mordido, podría meterse dentro de mi cabeza. Es un encantamiento
normal de control mental. Rompe una de las Leyes de la Magia.
Fui hasta mi cama dando traspiés y me hundí en ella, intentando poner en or-
den mis pensamientos. Mi maravilloso y dolorido cuerpo lo hacía difícil. Míster
vino de nuevo a fisgonear, pero lo aparté con una mano y me obligué a ignorarlo.

123
—Céntrate, Harry —murmuré—. Tienes que centrarte.
Había aprendido a bloquear el dolor cuando era necesario. Se había con-
vertido en una necesidad práctica cuando estudiaba con Justin. Mi tutor
no creía que hubiera que escatimar golpes y echar a perder al posible mago.
Aprendías rápidamente a no cometer errores si tenías el incentivo adecuado
para evitarlos.
Bloquear el placer era un ejercicio más difícil, pero de algún modo lo con-
seguí. Lo primero que tuve que hacer fue separarlo de la diversión. Tardé un
poco, pero lentamente empecé a delimitar aquellas partes de mí que disfru-
taban con aquella maravillosa sensación cálida y aquella felicidad, y las aislé.
Encontré el latido de mi corazón y lo disminuí un poco, aunque ya era
bastante lento. Después comencé a detener la percepción de mis miembros,
encerrándolos con todas aquellas partes mías que no me estaban haciendo
ningún bien. A continuación vino un mareo delicioso, que solo dejó una
leve sensación de entumecimiento.
Cerré los ojos, respiré e intenté poner en orden las cosas. Lydia había
abandonado el refugio de la iglesia y la protección del padre Forthill. ¿Por
qué? Eché la vista atrás, repasando todos los detalles que conocía de ella.
Sus ojos hundidos. El hormigueo al entrar en contacto con su aura. ¿Le
temblaban un poco las manos? Ahora creía que sí. Pensé en lo que había
visto de ella en la furgoneta, en el brazalete de su muñeca. En su pulso.
¿Era lento? Eso creía entonces, pero es que el mío estaba acelerado. Me
centré en el momento en que la había tocado. Sesenta, pensé. Debía de
tener unas sesenta pulsaciones por minuto. En aquel momento, mi cora-
zón latía a un sexto de aquella velocidad. A la mitad, antes de que hiciera
callar la canción de la droga en mi sangre (una canción, una canción pre-
ciosa, por qué demonios tenía que callarla, cuando solo tenía que bajar las
defensas, escuchar la música, quedarme ahí feliz y tranquilo y limitarme
a sentir, a ser…).
Tardé un instante en ponerme a la defensiva otra vez. El pulso de Lydia
era el de un ser humano normal, en teoría. Pero estaba tumbada y quieta,
como yo ahora. Kyle y Kelly la habían envenenado, como habían hecho
conmigo. Estaba seguro de ello. Entonces, ¿por qué su corazón latía tan
rápido, en comparación?
Abandonó la iglesia y, tal vez, la Pesadilla la había poseído. Después había
ido a casa de Malone y había conseguido una invitación para entrar. Pero
¿por qué fue a casa de Malone? ¿Qué tenía él que ver con todo aquello?
Malone y Lydia. A ambos les había atacado la Pesadilla. ¿Qué relación
había? ¿Qué tenían en común?

124
Y aún había más preguntas. ¿Qué querían de ella los vampiros? Si Kyle y
su hermana iban tras Lydia, eso significaba que Bianca la quería. ¿Por qué?
¿Estaba aliada con la Pesadilla? Si así era, ¿por qué necesitaba usar a sus
esbirros más poderosos para secuestrar a la chica, si el aliado de Bianca la
había poseído?
¿Y cómo demonios había cruzado la Pesadilla un umbral? Y lo que era
una pregunta aún mejor, ¿cómo había evitado la protección que le ofrecía
a Lydia mi talismán del Hombre Muerto? Ningún fantasma podría haberle
causado daños de forma directa ni entrar en contacto con ella. No tenía
sentido.
¿Y por qué no? ¿Por qué debería tenerlo? Solo siéntate, Harry, apóyate,
siéntete bien y relájate y deja que tu sangre cante, deja que tu corazón lata,
solo sumérgete en esta maravillosa y cálida oscuridad giratoria y deja de
preocuparte, fluye y flota y…
Mis defensas empezaron a derrumbarse.
Luché, pero un súbito temor hizo que mi pulso se acelerase. Luché de
nuevo contra el tirón del veneno en mi sangre, pero aquella lucha solo me
hacía más vulnerable, más susceptible. Ahora no podía fallar. No podía.
Había personas que dependían de mí. Tenía que luchar…
Los muros defensivos cayeron y la sangre aumentó con un rugido.
Me dejé ir.
Y fue agradable.
La deriva se convirtió en sueño. Un sueño suave y oscuro. Y cuando me
dormí, comenzaron los sueños.
En él, me encontraba en el almacén que hay bajando Burnham Harbor.
Era de noche y había luna llena. Llevaba mi guardapolvo, mi camisa negra,
mis vaqueros y mis zapatillas negras, que eran lo mejor para no hacer ruido.
Michael estaba a mi lado, vestido con su capa, su cota de malla y su sobre-
vesta roja, y su aliento formaba nubes en el aire invernal. Llevaba a Amo-
racchius apoyada en la cadera, una fuente de poder calmada y constante.
Murphy y otros miembros de Investigaciones Especiales iban vestidos con
ropa oscura y amplia y chalecos antibalas y todos llevaban un arma en una
mano y en la otra una especie de viales de agua bendita o crucifijos de plata.
Micky Malone levantó la mirada hacia la luna mientras sostenía la esco-
peta con las dos manos: era la única persona que confiaba en los estragos
provocados por las armas de fuego. Oye, al tipo no le faltaba razón.
—Muy bien —dijo—. Entramos ¿y después qué?
—Este es el plan —dijo Murphy—. Harry cree que la droga habrá
dejado a los seguidores del asesino fuera de juego y estarán dormidos. Los

125
rodeamos, los esposamos y nos largamos. —Murphy me sonrió y sus ojos
azules brillaron bajo la luz plateada—. Diles lo que viene a continuación,
Harry.
Mantuve la voz calmada.
—El tipo al que perseguimos es un hechicero. Es como un mago, solo
que usa su energía para la destrucción. No hace nada bien que no sea joder
a la gente.
—Lo que lo convierte en un cabrón, eso es lo que nos importa —gruñó
Malone.
—Exacto —confirmé—. El tipo tiene poder, pero no tiene clase. Voy a
entrar y a bloquear su magia. Creemos que tiene a un demonio comiendo
de su mano. De ahí los asesinatos. Son parte del pago para que el demonio
trabaje para él.
—Un demonio —resopló Rudolph—. Jesucristo, ¿de qué va esta mierda?
—Jesús creía en los demonios —dijo Michael con voz tranquila—. Si la
criatura está ahí, no os acerquéis a ella. No le disparéis. Dejádmela a mí. Si
puede conmigo, lanzadle el agua bendita y salid corriendo mientras grita.
—Ese es más o menos el plan —confirmé—. Mantened a los sirvientes
armados con cuchillos bien lejos de Michael y de mí. Neutralizaré el poder
de Kravos y vosotros lo atraparéis en cuanto nos aseguremos de que el de-
monio no va a devorarnos. Yo me ocuparé de la parte sobrenatural. ¿Alguna
pregunta?
Murphy sacudió la cabeza.
—Vamos.
Se inclinó y levantó el brazo, haciendo una seña al resto del equipo de
Investigaciones Especiales, y nos dirigimos hacia el almacén.
Todo iba según el plan. Delante del almacén, una docena de jóvenes con
aire perdido y solitario yacían dormidos entre un humo que mareaba. Los
restos de lo que parecía haber sido una buena fiesta inundaban el lugar:
latas de cerveza, ropa, colillas de porros, agujas vacías… Había de todo. En
menos de noventa segundos los polis cayeron sobre los chavales formando
un ejército vestido de negro, les esposaron y se los llevaron a la furgoneta.
Michael y yo avanzamos hacia la parte de atrás del almacén, a través de
pilas de cajas y cajones de mercancías. Murphy, Rudy y Malone nos pisaban
los talones. Abrí la puerta del muro trasero y miré a través de ella.
Vi un círculo de velas negras humeantes y una figura, iluminada por una
luz roja y vestida con plumas y sangre, que estaba arrodillada delante, y algo
oscuro y horrible agazapado en el interior del círculo.
—Bingo —susurré. Me volví hacia Michael—. Tiene al demonio con él.

126
El Caballero se limitó a asentir con la cabeza y desabrochó la funda de la
espada.
Saqué un muñeco del bolsillo de mi guardapolvo. Era un muñeco de
Ken, desnudo y no muy correcto desde el punto de vista anatómico, pero
valía. Había pegado con esmero y cinta adhesiva el cabello que los forenses
habían recuperado del escenario del crimen de la última víctima, y había
vestido a Ken dándole el aspecto de alguien que enreda con magia negra:
pentagramas invertidos, plumas y algo de sangre (de un ratón desventurado
que había cazado Míster).
—Murphy —siseé—. ¿Estás totalmente segura de que es su pelo? ¿Que
pertenece a Kravos?
Si no lo era, no le haría nada al hechicero, a menos que consiguiera lan-
zárselo a un ojo.
—Estamos razonablemente seguros —susurró—. Sí.
—Razonablemente seguros. Genial.
Pero me arrodillé, tracé un círculo a mi alrededor, otro alrededor de Ken
y preparé mi hechizo.
El cabello era de Kravos. Se dio cuenta del efecto del hechizo unos segun-
dos antes de que pudiese reunir todo el poder, y en esos escasos segundos,
se levantó y rompió con su voluntad y su mano el círculo que encerraba al
demonio. A continuación, con un grito de rabia, le ordenó que atacara.
El demonio saltó hacia nosotros. Estaba hecho de sombras y de una os-
curidad que se retorcía. Tenía los ojos rojos. Michael se situó en la puerta
y sacó a Amoracchius de su funda; la súbita llama de luz y su magia fueron
como un vendaval en aquella oscuridad.
En la vida real, yo había completado el hechizo y le había quitado a Kra-
vos su poder. Michael había hecho pedazos al demonio. Kravos había inten-
tado correr detrás de él, pero Malone, a una distancia aceptable, había dis-
parado su escopeta a los pies de Kravos de una forma perfecta, barriéndole
las piernas y dejándolo temblando y sangrando, pero vivo. Murphy le había
quitado al hechicero el cuchillo de las manos y los buenos habían ganado.
En mi sueño, no ocurrió así.
Sentí que la tela del hechizo que aprisionaba a Kravos empezaba a rom-
perse. En un minuto, estaba ahí, y al siguiente había desaparecido, mientras
el hechizo fallaba sin nada que lo sustentara.
Michael gritó. Levanté la mirada para ver cómo se elevaba en el aire,
agitando la espada en la oscuridad que tenía delante con una inútil impo-
tencia. Unas manos oscuras, con dedos espeluznantemente largos, cogieron
a Michael de la cabeza mientras le cubrían el rostro. Después lo retorcieron.

127
Hubo un sonido húmedo de desgarro y el cuello del Caballero se rompió
limpiamente. Su cuerpo se estremeció y a continuación quedó inmóvil. La
luz de Amoracchius se desvaneció. El demonio dio un grito agudo y soltó el
cuerpo, que se estrelló contra el suelo.
Murphy rugió y le lanzó al demonio su frasco de agua bendita. El líquido
resplandeció con una luz plateada cuando chocó contra algo en aquella on-
dulante oscuridad. Era el demonio. La forma se movió en nuestra dirección.
Sacó las garras y Murphy retrocedió dando tumbos, con los ojos muy abier-
tos a causa de la sorpresa porque el demonio le había atravesado el chaleco
de kevlar, la camisa y la piel, desgarrándole el vientre. Empezó a salir sangre
y cosas peores y exhaló débilmente, presionando con ambas manos su pro-
pio cuerpo destrozado.
Malone empezó a disparar su escopeta. El demonio-oscuridad avanzó ha-
cia él, una mirada malvada con colmillos rojos que esperó pacientemente
a que vaciara el cargador. Entonces se limitó a reírse, cogió el extremo de
la escopeta y golpeó a Malone lanzándolo contra una pared, empujando la
culata de madera contra su vientre hasta que empezó a gritar, hasta que le
desgarró la carne, hasta que le rompió las costillas y después empujó todavía
más fuerte hasta que pude escuchar con claridad, por encima de las arcadas
de Malone, cómo los huesos de su columna se astillaban y se rompían. Tam-
bién Malone cayó muerto al suelo.
Rudolph gritó, con el rostro blanco y pálido, y echó a correr, dejándome
a solas con el demonio.
Se me encogió el corazón por el miedo y temblé como una hoja ante la
criatura. Yo todavía estaba dentro del círculo. Todavía tenía el círculo que
me protegía. Luché para reunir todo mi poder, para invocar un golpe que
aniquilara a aquella cosa.
Y topé con algo. Con un muro. El mismo hechizo que yo quería hacerle
a Kravos.
El demonio se precipitó sobre mí, como si el círculo no estuviera, ex-
tendió el brazo y me lanzó de un golpe por los aires. Aterricé en el suelo
haciendo un ruido sordo.
—No —tartamudeé, e intenté apartarme de la cosa—. No, esto no está
pasando. ¡Así no ocurrió!
Los ojos rojos del demonio refulgieron. Levanté mi vara explosiva, apunté
hacia él y grité:
—¡Fuego!
No salió ningún chorro caliente. Ni se oyó el chasquido de la energía.
No pasó nada.

128
El demonio se rio otra vez, acercándose a mí, y sentí cómo me levantaban
por los aires.
—¡Es un sueño! —grité. Con ese descubrimiento, empecé a luchar para
salir de él, para cambiarlo, pero no me había preparado antes de dormir y
además sentía pánico y estaba demasiado distraído para concentrarme—.
¡Es un sueño! ¡No ocurrió así!
—Eso fue antes —ronroneó el demonio con su voz de seda—. Esto es
ahora.
A continuación abrió la mandíbula y la cerró sobre mi vientre, escar-
bando con sus horribles colmillos, molestándome, estirando mis entrañas.
Sacudió la cabeza y exploté: unos trozos de carne salieron volando de mi
cuerpo y la sangre salió en un manantial mientras me debatía y luchaba
indefenso, gritando.
Y entonces un gato gris con la cola corta salió de la nada y me puso una
pata encima, arañándome la nariz con unas garras que cortaban como el
fuego.
Grité de nuevo y me di cuenta de que estaba en el rincón más alejado
de la habitación, en mi apartamento, en posición fetal. Había vomitado.
Míster se acercó a mí y después, como si me juzgara, volvió a arañarme la
mejilla. Lloré y me encogí por el golpe.
Algo me tocó la piel. Algo frío, oscuro y nauseabundo. Me senté parpa-
deando para quitarme el sueño, luchando contra los restos del veneno del
vampiro y del sueño para centrarme en su presencia, pero ya se había ido.
Temblaba violentamente. Estaba aterrorizado. No sentía miedo ni apren-
sión, sino que estaba brutalmente aterrorizado. Un terror irracional, de esos
que esquiva todo pensamiento lógico y va directo a tu alma. Me sentía ho-
rriblemente violado, utilizado de algún modo. Indefenso. Débil.
Me arrastré hacia mi laboratorio dando tumbos en la oscuridad. Apenas
me di cuenta de que Míster venía detrás de mí. Estaba oscuro ahí abajo,
hacía frío. Avancé dando tumbos por la habitación, tirando cosas a izquierda
y derecha hasta llegar al círculo de invocación que había construido en el
suelo. Me lancé dentro de él, llorando, palpando el suelo con los dedos hasta
encontrar el círculo. Después lo cerré con mi voluntad. Luchó, se resistió y
puse más empeño, obligándolo hasta que finalmente se cerró a mi alrededor
como un muro invisible.
Me tumbé hacia un lado, con todo el cuerpo dentro del círculo, y me
eché a llorar.
Míster merodeó alrededor del círculo, maullando de forma reconfortan-
te. A continuación oí cómo el gran gato gris saltaba sobre la mesa de trabajo

129
y se subía a una de las estanterías. Su sombra oscura se acurrucó al lado de la
pálida calavera de hueso. De su boca empezó a fluir una luz naranja que se
introdujo en las cuencas de la calavera, hasta que los ojos de Bob parpadea-
ron y se dio la vuelta para mirarme.
—¿Harry? —dijo Bob con una voz tranquila y solemne—. Harry, ¿me
oyes?
Temblando, levanté la vista mientras daba desesperadamente las gracias
por escuchar una voz conocida.
—Harry —dijo Bob suavemente—. La he visto, Harry. Creo que sé qué
es lo que atacó a Malone y a los demás. Creo que sé cómo lo hizo. Intenté
ayudarte, pero no te despertabas.
Mi mente daba vueltas, confusa.
—¿Qué? —pregunté con un gemido—. ¿De qué estás hablando?
—Lo siento, Harry. —La calavera hizo una pausa y, aunque no podía
cambiar su expresión, parecía preocupada—. Creo que sé qué es lo que ha
tratado de devorarte.

130
18

—Devorarme —susurré—. No… No te entiendo.


—Esa cosa a la que has estado persiguiendo. Creo. La Pesadilla. Creo que
estuvo aquí.
—La Pesadilla —dije. Bajé la cabeza y cerré los ojos—. Bob, no puedo…
no puedo pensar con claridad. ¿Qué pasa?
—Bueno, llegaste hace cinco horas o así, drogado hasta arriba por la sali-
va vampírica y murmurando como un loco. Creo que no te diste cuenta de
que estaba dentro de Míster. ¿Recuerdas esa parte?
—Sí. Algo.
—¿Qué ocurrió?
Le conté a Bob mi experiencia con Kyle y Kelly Hamilton. Hablar ayu-
daba a que las cosas dejaran de girar y a que se me asentaran las tripas. Mi
pulso descendió lentamente hasta un nivel algo menor que el de un conejo
aterrorizado.
—Suena raro —dijo Bob—. Debía de tratarse de algo importante para
atreverse a salir a la luz del día. A pesar de tener una furgoneta preparada.
—Ya me he dado cuenta, Bob —dije mientras me pasaba una mano por
la cara.
—¿Te sientes mejor?
—Supongo.
—Creo que has salido bien parado en lo que respecta al espíritu. Fue una
suerte que empezaras a gritar. Vine lo más rápido que pude, pero no querías
despertarte. Supongo que fue por el veneno.
Me senté con las piernas cruzadas mientras permanecía en el círculo.
—Recuerdo que tuve un sueño. Dios, fue terrible. —Sentí que las tripas
se me aflojaban y empecé a temblar de nuevo—. Intenté cambiarlo, pero no
estaba listo, no pude.
—Un sueño —dijo Bob—. Sí, eso parecía.
—¿Parecía? —pregunté.
—Claro —dijo Bob.
Negué con la cabeza, apoyé los codos sobre las rodillas y la cara entre las
manos. No quería hacer aquello. Debería hacerlo algún otro. Debería mar-
charme, abandonar la ciudad.

131
—¿Fue un espíritu quien me atacó?
—Sí.
Sacudí la cabeza.
—Eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo atravesó el umbral?
—Para empezar, tu umbral no es de fuego. Estás soltero, tío.
Reuní el valor suficiente para mirar a Bob mientras fruncía el ceño.
—Las protecciones, entonces. Todas las puertas y las ventanas tienen pro-
tecciones. Y no tengo espejos que haya podido usar.
Si Bob hubiera tenido manos, se las habría frotado.
—Exacto —dijo—. Sí, exacto.
Mi estómago me dio otro vuelco y una nueva oleada de escalofríos hizo
que me protegiera el vientre. Quería tumbarme, llorar, vomitar cualquier
resto de dignidad que me quedara en el estómago y después cavar un agujero
y meterme en él. Tragué saliva.
—Estás diciendo que no… no vino a mí. No tuvo que cruzar esas barreras.
Bob asintió con ojos brillantes.
—Exacto. Lo trajiste tú.
—¿Cuando estaba soñando?
—Sí, sí, sí —gorgoteó Bob—. Ahora tiene sentido, ¿no lo ves?
—En realidad no.
—Los sueños —dijo la calavera—. Cuando los mortales sueñan pueden
ocurrir todo tipo de cosas extrañas. Cuando los magos sueñan, pueden ser
más raras aún. A veces los sueños pueden ser lo bastante intensos para crear
su propio mundo temporal. Una especie de burbuja del Nuncamás. ¿Re-
cuerdas lo que me dijiste, que Agatha Hagglethorn era una fantasma tan
fuerte que tenía su propio territorio en el Nuncamás?
—Sí, era una especie de antiguo Chicago.
—Bueno, la gente a veces puede hacer lo mismo.
—Pero yo no soy un fantasma, Bob.
—No —dijo—. Tú no. Pero tienes todo lo necesario para crear un fantas-
ma en tu interior, solo que las circunstancias no son las adecuadas. Los fantas-
mas son solo imágenes congeladas de personas, Harry, las últimas impresiones
creadas por su personalidad. —Bob se calló reflexivamente—. La gente suele
traerte más problemas que cualquier otra cosa que encuentres al Otro Lado.
—No me había dado cuenta —dije—. Vale. Así que lo que estás diciendo
es que cuando sueño, creo mi propio territorio en el Nuncamás.
—No siempre —dijo Bob—. De hecho, la mayoría de las veces, no. Sos-
pecho que solo cuando tienes sueños muy intensos obtienes la energía nece-
saria. Pero, al estar la frontera tan revuelta y ser tan fácil de cruzar…

132
—Los sueños de la mayoría de la gente están formando burbujas al otro
lado. Eso es lo que le debió pasar al pobre Micky Malone, entonces. Mien-
tras dormía. Su mujer dijo que había tenido insomnio aquella noche. De
modo que esa cosa acechaba fuera de la casa, esperando a que se durmiera y
mientras tanto, mataba animales para pasar el tiempo.
—Puede ser —dijo Bob—. ¿Te acuerdas de tu sueño?
Me eché a temblar.
—Sí… Lo recuerdo.
—La Pesadilla debía de estar ahí dentro contigo.
—¿Mientras mi espíritu estaba en el Nuncamás? —pregunté—. Tendría
que haberme hecho pedazos.
—No necesariamente —sonrió Bob—. Era el territorio de tu espíritu,
¿recuerdas? Aunque sea uno temporal. Significa que juegas en casa. No te
fue de ayuda porque él tenía ventaja, pero estaba ahí.
—Ah.
—¿Recuerdas algo en particular, cualquier figura o persona en el sueño
que no se comportaba como debía?
—Sí —dije. Me agarré el vientre con las manos temblorosas, sintiendo las
marcas de sus dientes—. Campanas infernales, sí. Soñé con la redada que
dimos hace unos meses. Cuando cogimos a Kravos.
—Ese hechicero —musitó Bob—. De acuerdo. Eso podría ser importan-
te. ¿Qué pasó?
Tragué saliva, intentando no vomitar.
—Hum. Todo salió mal. El demonio que invocaba. Era más fuerte que
en la realidad.
—¿El demonio era?
Parpadeé.
—Bob, ¿es posible que un demonio deje un fantasma?
—Oh. Ah —dijo Bob—. No creo, a menos que muera allí. Que muera
para siempre, quiero decir. No que el cuerpo que habitaba desaparezca.
—Michael lo mató usando a Amoracchius —dije.
Bob tembló.
—Oh —dijo—. Amoracchius. Entonces no estoy seguro. No lo sé. Esa
espada puede matar a un demonio, incluso a través de su envoltura física.
Toda esa magia de la fe es muy poderosa.
—Vale, puede que nos enfrentemos al fantasma de un demonio —dije—.
Un demonio que murió mientras estaba enfrascado luchando. Tal vez por
eso sea tan… tan malvado.
—Puede ser —concedió Bob alegremente.

133
Negué con la cabeza.
—Pero eso no explica los hechizos del alambre de espino que hemos en-
contrado en esos fantasmas y en esas personas.
Llegué al meollo del problema, al embrollo, con una especie de deses-
peración silenciosa, como un hombre a punto de ahogarse que no puede
desperdiciar más aliento gritando. Me ayudaba a seguir avanzando.
—A lo mejor los hechizos los ha hecho otra persona —sugirió Bob.
—Bianca —dije súbitamente—. Ella y sus lacayos están metidos en esto.
¿Te acuerdas de que secuestraron a Lydia? ¿Y que me estaban esperando
aquella noche cuando volví de comisaría?
—No pensaba que fuera una profesional —dijo Bob.
Me encogí de hombros.
—No lo era, desgraciadamente. Pero acaba de pasar de curso. A lo mejor
ha estado estudiando. Siempre tuvo algo más aparte de esos trucos raros de
vampiro, y si estaba en el Nuncamás cuando los hizo, debe de haberse con-
vertido en alguien más fuerte.
Bob silbó entre dientes.
—Sí, podría ser. Bianca empieza a revolver las cosas torturando a unos
cuantos espíritus y forma esa turbulencia para poder lanzar esa Pesadilla
contra ti. Después la suelta, se sienta, y disfruta de la diversión. ¿Tiene algún
motivo?
—El rencor —dije, recordando la nota que leí un año antes—. Me culpa
de que Rachel, una de los suyos, muriera. Quiere hacérmelo pagar.
—Qué lista —dijo Bob—. ¿Y puede haber estado en alguno de los sitios
en cuestión?
—Sí —dije—. Sí, podría haber estado.
—Medios. Oportunidad. Motivo.
—Pero se trata de una lógica poco sólida. Nada que yo pueda justificar
ante el Consejo para lograr su apoyo. No tengo pruebas.
—¿Y? —dijo Bob—. Mátala y problema resuelto.
—Bob —dije—. No puedes ir por ahí matando gente.
—Ya lo sé. Por eso deberías hacerlo.
—No, no. Yo tampoco puedo ir por ahí matando.
—¿Por qué no? Ya lo has hecho otras veces. Y tienes una pistola nueva y
todo eso.
—No puedo acabar con la vida de alguien arbitrariamente porque puede
que haya hecho algo.
—Bianca es una vampira —señaló Bob alegremente—. No está viva en el
sentido clásico. Yo cojo a Míster, vamos a por las balas y tú…

134
Suspiré.
—No, Bob. Además, está rodeada de un montón de gente. Probablemen-
te tenga que matar a alguien más para llegar hasta ella.
—Maldita sea. Otra vez uno de esos problemas sobre lo que está bien y
lo que está mal.
—Sí, uno de esos.
—Todavía me siento confuso con todo eso de la moralidad, Harry.
—Bienvenido al club —murmuré. Tomé una inspiración temblorosa y
me incliné hacia delante para poner la mano sobre el círculo y romperlo
con mi voluntad. Casi me dan escalofríos al desaparecer la protección que
me rodeaba, pero me obligué a no sentirlos. Estaba todo lo recuperado que
cabría esperar. Necesitaba concentrarme en el trabajo.
Me levanté y me dirigí hacia mi mesa de trabajo, ahora que mis ojos se
habían acostumbrado a la oscuridad. Cogí la vela que estaba más cerca, pero
no tenía cerillas a mano. Así que apunté con el dedo, fruncí el ceño y musité:
—Flickum bicus.
Mi hechizo, uno pequeño que había usado cientos de veces, salió a trom-
picones, y la energía se retorció en lugar de fluir. La vela humeó, pero no se
encendió.
Fruncí el ceño, cerré los ojos, lo intenté con más ganas y repetí el hechizo.
Esta vez sentí un ligero mareo y la llama se encendió. Me agarré al borde de
la mesa con una mano.
—Bob —dije—. ¿Has visto eso?
—Sí —dijo Bob con voz preocupada.
—¿Qué ha pasado?
—Bueno, la primera vez no le pusiste suficiente magia al hechizo.
—Puse la misma que pongo siempre —protesté—. Vamos, he hecho este
hechizo millones de veces.
—Setecientas cincuenta y seis, que yo haya visto.
Le dediqué una versión descafeinada de mi ceño habitual.
—Sabes a lo que me refiero.
—No le has puesto suficiente poder —dijo Bob—. Te lo digo como lo
siento.
Miré la vela un instante. Después murmuré para mis adentros:
—¿Por qué he tenido que esforzarme para encender esta cosa?
—Probablemente porque la Pesadilla te ha quitado un montón de poder,
Harry.
Me di la vuelta lentamente para mirar a Bob parpadeando.
—¿Que hizo… qué?

135
—Cuando te atacó en tu sueño, ¿fue a por alguna parte concreta de tu
cuerpo?
Me puse la mano en la base del estómago, presionándola, y sentí que
abría mucho los ojos.
Bob hizo un gesto de dolor.
—Uuuuuh, un chakra. Eso no es bueno. Te ha dado en el chi.
—Bob —susurré.
—Menos mal que no iba a por tu magia, ¿eh? Quiero decir, tienes que
mirar el lado bueno de…
—Bob —dije, algo más alto—. ¿Estás diciendo que se comió mi magia?
Bob puso una mirada defensiva en su rostro.
—No toda. Te desperté lo antes que pude. Harry, no te preocupes por
eso. Te curarás. Seguro que sí, aunque puede que tardes un par de meses. O
de, hum, años. Bueno, de décadas, posiblemente, pero es una posibilidad
muy remota.
Le corté con un golpe de la mano.
—Se ha comido parte de mi magia —dije—. ¿Eso quiere decir que la
Pesadilla es más fuerte?
—Bueno, naturalmente, Harry. Eres lo que comes.
—Maldita sea —gruñí, presionando mi frente con una mano—. De
acuerdo, de acuerdo. Tenemos que encontrar a esa cosa ahora. —Comencé
a pasear de un lado para otro—. Si usa mi poder, eso me hace responsable
de lo que haga con él.
Bob se rio.
—Harry, eso es irracional.
Lo miré con furia.
—Eso no hace que sea menos verdad —solté.
—De acuerdo —dijo Bob con resignación—. Acabamos de salir del cru-
ce entre Razón y Cordura. Próxima parada, Pueblo de Chiflados.
—Grrr —dije, sin dejar de andar—. Tenemos que descubrir qué va a
ser lo próximo que esa cosa ataque. Tiene toda la noche por delante para
moverse.
—Seis horas y trece minutos —me corrigió Bob—. No debería ser
difícil. Mientras dormías he estado leyendo esos diarios que te dio el
ectomante. Esa cosa puede aparecerse en las pesadillas, pero hay una
relación entre todos los elementos. Los fantasmas solo tienen la clase de
poder que tiene la Pesadilla mientras actúan dentro de los parámetros de
su jurisdicción.
—¿Su qué?

136
—Míralo de esta forma, Harry. Un fantasma solo puede influir sobre
algo que esté directamente relacionado con su muerte. Agatha Hagglethorn
no podía haber sembrado el terror en un partido de los Cubs. Ahí no tenía
poder. Podía causar problemas con niños, con maridos maltratadores, tal
vez con mujeres que hayan sufrido malos tratos…
—Y con magos entrometidos.
—Te has puesto en la línea de fuego, claro —dijo Bob—. Pero Agatha no
podía ir a algún sitio al azar y armar jaleo.
—La Pesadilla debe de tener algo personal en esto —dije—. ¿Es eso lo
que quieres decir?
—Bueno, tiene que estar relacionado con ella de alguna forma. De modo
que sí, es eso lo que quiero decir. En concreto, es lo que Mort Lindquist
decía en sus diarios.
—Lydia —dije—, Micky Malone y yo. ¿Qué demonios tenemos en co-
mún? No había visto a Lydia en mi vida. —Fruncí el ceño—. No creo
haberla visto, al menos.
—Es una pieza discordante —accedió Bob—. ¿Podemos dejarla fuera de
la ecuación por un instante?
Lo hice, y entonces me resultó tan claro como un rayo de sol.
—Maldita sea —dije.
Me volví y corrí hacia las escaleras con mis torpes piernas, al piso de arriba
y hacia el teléfono.
—¿Qué? —dijo Bob a mis espaldas—. Harry, ¿qué pasa?
—Si esa cosa es el fantasma de un demonio, ya sé lo que quiere. Vengan-
za. Va detrás de la gente que le venció —grité hacia las escaleras—. Tengo
que encontrar a Murphy.

137
19

Hay una clase de matemáticas que va de salvarle la vida a la gente. Te en-


cuentras haciendo números sin darte cuenta, como un médico en un campo
de batalla. Este paciente no tiene posibilidades de sobrevivir. Este sí, pero
solo si un tercero muere.
Para mí, la ecuación se descompuso en elementos bastante más sencillos.
El demonio, sediento de venganza, iba a por aquellos que le habían vencido.
El fantasma solo recordaba a los que estaban allí, aquellos en los que se había
concentrado en los momentos finales. Eso significaba que Murphy y Mi-
chael serían sus objetivos principales. Michael podía protegerse contra esa
cosa demoníaca, y a lo mejor tenía más oportunidades que yo. Murphy no.
Llamé a casa de Murphy. No respondió. Llamé a su despacho y contestó
con un cansado:
—Murphy.
—Murph —dije—. Mira, necesito que esta vez confíes en mí. Estoy yen-
do hacia allá y llegaré en unos veinte minutos. Puede que estés en peligro.
Quédate donde estás y mantente despierta hasta que llegue.
—¿Harry? —preguntó Murphy. Pude escuchar cómo empezaba a gru-
ñir—. ¿Me estás diciendo que vas a llegar tarde?
—¿Tarde? No, maldita sea. Mira, solo haz lo que te digo, ¿vale?
—No entiendo esta mierda, Dresden —gruñó Murphy—. Llevo dos días
sin dormir. Me dijiste que estarías aquí en diez minutos y dije que te espe-
raría.
—Veinte. He dicho veinte minutos, Murph.
Sentí su mirada a través del teléfono.
—No seas idiota, Harry. Eso no es lo que has dicho hace cinco minutos.
Si se trata de una broma, no le veo la gracia.
Parpadeé y sentí frío en las entrañas, en el hueco donde la Pesadilla me
había destrozado. La línea telefónica se interrumpió, chirrió, hizo un peque-
ño ruido de explosión y luchó por regresar.
—Espera, Murphy. ¿Estás diciendo que has hablado conmigo hace cinco
minutos?
—Estoy a dos segundos de matar al próximo que me joda, Harry. Y todo
el que me saca de la cama me jode. No hagas que te añada a la lista.

139
Me colgó.
—¡Maldita sea! —grité. Colgué el teléfono y marqué el número de Mur-
phy otra vez, pero comunicaba.
Alguien había hablado con Murphy y ella estaba convencida de que había
hablado conmigo. La lista de cosas que podían hacerse pasar por alguien era
horriblemente larga, pero las probabilidades eran limitadas: o alguna otra
criatura sobrenatural andaba vagando por ahí o (tragué saliva) la Pesadilla
me había quitado un trozo tan grande de mi ser que podía realizar una imi-
tación razonable.
Los fantasmas pueden adoptar una forma material, después de todo, si
tienen la capacidad de adoptar una nueva forma a partir del material del
Nuncamás, y si conocen esa forma. La Pesadilla había devorado una gran
cantidad de mi magia. Tenía el poder que necesitaba. Y me conocía.
Campanas infernales, se estaba haciendo pasar por mí.
Colgué el teléfono y recorrí la casa frenéticamente, cogiendo las llaves del
coche y juntando un kit improvisado de exorcismo con cosas de mi cocina:
sal, una cuchara de madera, un cuchillo de mesa, un par de velas, cerillas y
una taza de café. Las metí todas en una vieja fiambrera de Scooby-Doo y, a
continuación, como toque final, cogí una bolsa de arena que guardaba en
el armario de la cocina para el arenero de Míster y arrojé un puñado en una
bolsa de plástico. Añadí el bastón quemado y la vara explosiva al montón
que llevaba en las manos. A continuación eché a correr hacia la puerta.
Pero dudé. Después fui hacia el teléfono y marqué el número de Michael,
con los dedos bailando en la rueda. También comunicaba. Dejé salir un
gruñido de pura frustración, colgué de golpe y salí corriendo por la puerta
hacia el Escarabajo Azul.
Era tarde. El tráfico podría ser peor. Llegué allí más o menos en los veinte
minutos que le había prometido a Murphy y aparqué en el aparcamiento
de visitantes.
La comisaria en la que trabajaba Murphy se agazapaba entre otros edi-
ficios más altos que la rodeaban, sólida y cuadrada y un poco estropeada,
como un sargento duro y anciano entre un montón de reclutas jóvenes y
altos. Corrí escaleras arriba, llevando la vara explosiva, con la fiambrera de
Scooby-Doo en la mano derecha. El aturdido y anciano sargento tras el
mostrador parpadeó mientras yo entraba resoplando por la puerta.
—¿Dresden?
—Hola —jadeé—. ¿Por dónde he ido?
Parpadeó.
—¿Qué?

140
—¿Por dónde he ido hace un minuto?
Su mostacho grueso y gris se retorcía por los pequeños movimientos ner-
viosos. Echó un vistazo a su carpeta de pinza.
—Sí. Has venido a ver a la Teniente Murphy hace un minuto.
—Genial —dije—. Tengo que verla otra vez. ¿Puede llamarla?
Me miró, acercándose, y después se inclinó hacia delante para llamar por
el comunicador.
—¿Qué está pasando aquí, señor Dresden?
—Créame —dije—. En cuanto lo averigüe, se lo contaré.
Abrí la puerta y entré, subí las escaleras y me dirigí a Investigaciones Espe-
ciales en el cuarto piso. Atravesé las puertas y aceleré por delante de las filas
de mesas hacia el despacho de Murphy. Stallings y Rudolph se levantaron de
sus sillas, parpadeando al verme pasar.
—¿Qué demonios? —espetó Rudolph, con los ojos muy abiertos.
—¿Dónde está Murphy? —grité.
—En su despacho —tartamudeó Stallings—. Contigo.
El despacho de Murphy estaba en la parte de atrás de la sala, con paredes
baratas y una puerta barata de la que finalmente colgó una placa metálica
con su nombre y su título grabados.
Me eché hacia atrás y le di una patada al pomo. La puerta, de mala cali-
dad, se astilló, pero tuve que darle otra patada para abrirla.
Murphy estaba sentada en su mesa, todavía con la misma ropa que lle-
vaba la última vez que la vi. Se había quitado la gorra y tenía el pelo rubio
aplastado. Tenía unas ojeras casi tan oscuras como moratones. Estaba total-
mente quieta, con una expresión de terror en sus ojos azules.
Yo estaba de pie detrás de ella, vestido de negro, con la misma ropa que
llevaba la noche en que detuvimos a Kravos y a su demonio. La Pesadilla era
como yo. Tenía las manos apoyadas en ambos lados del rostro de Murphy,
con la punta de sus dedos en sus sienes, pero estaban, de alguna forma, pre-
sionando dentro de su cabeza, atravesando su piel y sus huesos y masajeando
su cerebro suavemente. La Pesadilla sonreía, inclinándose ligeramente hacia
ella, con la cabeza ladeada como si estuviera escuchando música. No sabía
que mi rostro podía adoptar una expresión como aquella: serena, malvada
y aterradora.
Los contemplé durante un segundo, horrorizado, fascinado ante aquella
visión extraña. Después espeté:
—¡Quítale las manos de encima!
La Pesadilla levantó la mirada y sus ojos oscuros brillaron con una inteligen-
cia fría y calmada. Separó los labios de los dientes en un repentino gruñido.

141
—Callaos, mago —murmuró, y sus palabras eran como frías cuchillas de
acero—, u os destrozaré como anoche.
Sentí un escalofrío de terror que comenzaba en algún punto de mi vientre
tembloroso, pero no le hice caso. Oí que Rudy y Stallings venían detrás de
mí. Levanté la vara explosiva y apunté a la cabeza de la Pesadilla.
—He dicho que te apartes de ella.
La boca de la Pesadilla se retorció hasta formar una sonrisa. Levantó las
manos y las apartó de Murphy, sus dedos salieron de su piel como si estuvie-
ran en agua. Me enseñó las palmas de sus manos.
—Os habéis olvidado de algo, mago.
—¿Sí? —pregunté—. ¿De qué?
—He cogido una parte de ti. Soy lo que vos sois —susurró la Pesadilla.
Movió las muñecas hacia mí—. Ventas servitas.
El viento rugió con una furia súbita y me levantó dando vueltas en el aire.
Choqué con Rudolph y Stallings, que entraban. Todos caímos al suelo, uno
encima de otro.
Me quedé aturdido por un instante. Escuché cómo la Pesadilla echaba a
andar. Pasó a nuestro lado con pasos tranquilos y serenos y se marchó de la
habitación. Nos incorporamos lentamente y nos sentamos.
—¿Qué demonios? —dijo Rudolph.
Me dolía la parte de atrás de la cabeza. Me habría golpeado con algo. Me
presioné el cráneo con una mano y gruñí.
—Ah, estrellas —murmuré—. Debería de haber hecho algo mejor que
lanzarle un golpe directo.
A Stallings le sangraba la nariz y las gotas bajaban por su bigote gris. Sal-
picaduras de rojo manchaban su camisa blanca.
—Eso… Dios, Dresden. ¿Qué era esa cosa?
Me puse de pie. Todo se movió por un instante. Me temblaba todo el cuer-
po y sentía que iba a derrumbarme y a echarme a llorar como un niño. Había
utilizado mi magia. Me había robado mi cara y mi magia y las había usado
para hacer daño. Quería gritar, destrozar algo con mis manos desnudas.
En lugar de eso, me dirigí al despacho de Murphy.
—Es lo que atacó a Malone —le dije a Stallings—. Es algo complicado.
Murphy todavía estaba sentada en su silla, con los ojos muy abiertos y
horrorizados y las manos sobre el regazo.
—¿Murph? —pregunté—. ¿Karrin? ¿Me oyes?
No se movió. Pero soltó una exhalación, como si intentara hablar. Res-
piraba. Gracias a Dios. Me arrodillé y cogí sus manos entre las mías. Eran
como hielo.

142
—Murph —susurré. Agité mi mano delante de sus ojos y chasqueé los
dedos bruscamente.
Solo pestañeó.
El atractivo rostro de Rudolph estaba pálido.
—Llamaré abajo. Les diré que no le dejen salir.
Escuché cómo se dirigía al teléfono más cercano y empezaba a llamar al
mostrador. No me molesté en decirle que no iba a servir para nada. La Pesa-
dilla podía atravesar paredes en caso de necesidad.
Stallings entró en la habitación y se puso a mi lado. Parecía conmociona-
do y pálido. Miró a Murphy durante un instante y después preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Qué le ocurre?
La miré a los ojos. Los tenía dilatados. Crucé los brazos sobre el pecho
y la miré directamente a los ojos. Cuando un mago os mira a los ojos, no
podéis esconderle nada. Puede ver en lo más profundo de vuestro ser, ver las
partes auténticas de vuestro carácter, los lugares oscuros y la luz. A cambio,
vosotros podéis verle a él. Los ojos son el espejo del alma. Busqué a Murphy
detrás de todo aquel terror y esperé a que comenzara la visión del alma.
No ocurrió nada.
Murphy simplemente estaba ahí sentada, mirando al vacío. Soltó otra
exhalación que no llegó a formar un sonido, pero supe que se estaba esfor-
zando para que lo fuera.
Murphy estaba gritando.
No tenía ni idea de lo que estaba viendo, qué clase de horror le había
puesto delante de los ojos la Pesadilla. Ni qué le había quitado. Le toqué la
garganta con los dedos de forma suave, pero no sentí ese frío que helaba los
huesos como el del hechizo de Malone. Pero había algo. No podía ver su
interior, así que Murphy estaba en otro sitio. Las luces estaban encendidas,
pero no había nadie en casa.
—Está… Esa cosa le ha hecho algo en la cabeza. Creo que le hace ver
cosas. Cosas que no están ahí. No creo que sepa dónde está ni por qué no
puede moverse.
—Que Dios nos guarde —susurró Stallings—. ¿Qué podemos hacer?
—John —dije en voz baja—. Necesito que saques las pruebas del caso
Kravos. Necesito ese libro de cuero grande que encontramos en su aparta-
mento.
Stallings pareció estar a punto de decir algo, pero a continuación me
miró.
—¿Qué dices que necesitas?
Se lo repetí. Cerró los ojos.

143
—Por Dios, Dresden. No sé. No sé si podré conseguirlas. Tenemos mu-
cho trabajo últimamente.
—Necesito ese libro —dije—. La cosa que está haciendo esto es una
especie de demonio. Kravos debe tener el nombre del demonio apuntado
en ese libro de hechizos. Si consigo su nombre, podré atrapar a esa cosa y
detenerla. Puedo hacer que me diga cómo ayudar a Murphy.
—No lo entiendes. No me va a resultar sencillo. Todo se ha complicado
y no puedo ir al almacén y sacarte esa maldita cosa, Dresden. —Estudió a
Murphy con ojos preocupados—. Podría perder mi trabajo.
Puse la fiambrera de Scooby-Doo en el suelo y la abrí.
—Escúchame —dije—. Voy a intentar ayudar a Murphy. Necesito que
alguien se quede con ella hasta que amanezca y que la lleve después a su casa.
O mejor, a casa de Malone.
—¿Por qué? —preguntó Stallings—. ¿Qué vas a hacer?
—Creo que esa cosa le está haciendo vivir algo chungo, algo como una
pesadilla. Estoy bastante seguro de poder detenerla, pero ella todavía es vul-
nerable. Así que voy a poner una protección a su alrededor para que esté
segura hasta que amanezca. —En cuanto llegara el nuevo día, la Pesadilla
quedaría atrapada en cualquier cuerpo mortal que hubiera poseído o tendría
que huir al Nuncamás—. Alguien tiene que vigilarla por si se despierta.
—Rudolph puede hacerlo —dijo Stallings, y se puso de pie—. Hablaré con él.
Levanté la mirada hacia él.
—John, necesito ese libro.
Frunció el ceño, mientras estudiaba el suelo frente a mí.
—¿Vamos a poder atrapar a esa cosa, Dresden? —Con el «vamos» se refe-
ría a la policía. Podía notarlo en su voz. Negué con la cabeza—. Si te consigo
el libro, ¿podrás ayudar a la teniente?
Asentí con un gesto de cabeza.
Cerró los ojos y soltó un suspiro.
—De acuerdo —dijo.
Y se marchó. Le escuché hablar con Rudolph un instante después. Me
giré hacia Murphy, sacando la bolsa de arena de la fiambrera. Cogí un trozo
de tiza y aparté la silla de Murphy del escritorio para poder dibujar un cír-
culo alrededor de ambos y cerrarlo. Me costó más de lo normal, y me sentí
aturdido por un segundo.
Tragué saliva y empecé a reunir energía, concentrándola de forma tan
precisa y cuidadosa como pude. Lo hice lentamente, mientras Murphy
seguía inhalando y exhalando gritos silenciosos. Puse mi mano sobre sus
dedos fríos y pensé en todas las cosas por las que habíamos pasado y en

144
el vínculo de la amistad que había crecido entre nosotros. En los buenos
tiempos y en los malos, el corazón de Murph siempre había estado en el sitio
correcto. No se merecía esa clase de tormento.
Empecé a sentir una gran furia. No un destello de ira vaporoso que se
disipaba con facilidad, sino algo más profundo, más oscuro, más calmado y
más peligroso.
Rabia. Rabia porque le pasara eso a alguien tan entregado y solícito como
Murphy. Rabia porque esa criatura hubiera usado mi poder, mi rostro, que
la hubiera engañado para acercarse a ella y hacerle daño.
Esa rabia me dio el poder que necesitaba. La reuní con cuidado y le di
forma con mis pensamientos hasta convertirla en el hechizo más suave que
pude crear. Con cuidado, envié el hechizo hasta los granos de arena que
tenía sobre la punta del dedo. A continuación levanté el brazo, sosteniendo
el hechizo en precario equilibrio mientras echaba un poco de arena sobre
sus ojos.
—Dormius, dorme —susurré—. Murphy, dormius.
El poder empezó a salir de mi cuerpo, descendiendo por mi brazo como
si fuera agua. Lo sentí caer junto a los granos de arena.
Murphy exhaló un largo aliento tembloroso y sus ojos, que seguían fijos,
comenzaron a cerrarse. Su expresión pasó del horror al sueño profundo y se
derrumbó en la silla.
Dejé escapar un suspiro mientras el hechizo tomaba forma e incliné la
cabeza, temblando. Extendí la mano y le toqué el pelo a Murphy. A conti-
nuación la moví para que estuviera más cómoda.
—Ve donde no hay sueños —le susurré—. Descansa, Murph. Cogeré a
esa cosa por ti.
Difuminé el círculo y con un esfuerzo de mi voluntad, lo rompí. Después
salí de él, lo dibujé, y volví a usar mi voluntad para cerrarlo alrededor de Mur-
phy. Esta vez tuve que esforzarme para no echarme a llorar más incluso que
cuando apenas era un niño. Pero el círculo se cerró a su alrededor, encerrán-
dola dentro. Una pequeña niebla, de apenas uno o dos centímetros de altura,
danzaba alrededor de las líneas de tiza, como si fueran esas olas de calor que
se elevan de la carretera en verano. El círculo impediría que entrara cualquier
cosa del Nuncamás y el encantamiento del sueño duraría hasta que llegara
el amanecer y evitaría que soñase, para no darle a la Pesadilla otra forma de
hacerle daño.
Salí del despacho temblando y me dirigí al teléfono más cercano. Rudolph
me observaba. Stallings no estaba por ahí. Marqué el número de Michael.
Todavía comunicaba.

145
Quería irme a rastras a casa y echarme a mí mismo un hechizo para dor-
mir. Quería esconderme en algún lugar cálido y tranquilo para descansar.
Pero la Pesadilla todavía andaba por ahí fuera. Iba a vengarse de Michael.
Tenía que encontrarla y detenerla. O al menos advertirle. Colgué el teléfono
y empecé a coger mis cosas. Alguien me tocó el hombro. Levanté la vista
hacia Rudolph. Parecía dubitativo y pálido.
—Espero que no nos estés engañando, Dresden —dijo con voz queda—.
No estoy seguro de lo que está pasando, pero como le pase algo a la teniente
por tu culpa, que Dios te ayude…
Estudié su rostro sin mostrar ninguna reacción. Y después asentí.
—Llamaré después a Stallings. Necesito ese libro.
Rudolph tenía una expresión seria y sincera. Aunque de todas formas,
nunca me había caído demasiado bien.
—Quiero decir que si le haces daño a Murphy, te mataré.
—Chaval, si a Murphy le ocurre algo por mi culpa… —suspiré—, creo
que dejaré que lo hagas.

146
20

Nunca me hubiera imaginado que se podría encontrar un barrio tan tran-


quilo en la ciudad de Chicago. Michael lo había encontrado al oeste de Wri-
gley Field. Árboles antiguos se alineaban a ambos lados de la calle, dándole
un esplendor residencial. Casi todas las casas eran de estilo victoriano, res-
tauradas un siglo después de que las fluctuaciones de la economía las convir-
tieran en un lugar peligroso en caso de incendio. La casa de Michael parecía
hecha de pan de jengibre. Cuidadosamente trazada, pintada en un elegante
color blanco y vino y con su inevitable valla blanca rodeando la casa y el pa-
tio delantero. La luz del porche arrojaba un círculo blanco resplandeciente
sobre el césped delantero, llegando casi hasta el límite de la propiedad.
Aparqué el Escarabajo junto al bordillo que había frente a la casa, abrí la
puerta abatible y subí a toda prisa las escaleras hasta golpear la puerta con
el llamador. Me imaginé que Michael tardaría en salir de la cama y bajar
las escaleras, pero en lugar de eso, escuché un golpe, un par de zancadas y
después las cortinas de la ventana junto a la puerta chirriaron. Un segundo
después, la puerta se abrió y Michael apareció ahí, parpadeando para espa-
bilarse. Iba vestido con unos vaqueros y una camiseta en la que ponía «Juan
3:16». Llevaba a una de sus hijas en brazos, una que yo no conocía, de un
año o así de edad, con el cabello rubio y rizado y la cara apoyada en el pecho
de papá mientras dormía.
—Harry —dijo Michael. Abrió mucho los ojos—. Por Dios Misericor-
dioso, ¿qué te ha pasado?
—Ha sido una noche muy larga —dije—. ¿He estado aquí antes?
Michael me atravesó con la mirada.
—No estoy seguro de lo que quieres decir, Harry.
—Bien. Entonces no he estado. Michael, tienes que despertar a tu familia
ahora mismo. Podrían estar en peligro.
Me miró parpadeando.
—Harry, es tarde. ¿Qué narices…?
—Escucha.
Le conté lo sucedido con palabras tensas. Hice hincapié en lo que había
descubierto de la Pesadilla y cómo llegaba a sus víctimas.
Michael me miró durante unos instantes. Después dijo:

147
—A ver si lo entiendo. El fantasma del demonio que maté hace dos meses
está recorriendo Chicago, metiéndose en los sueños de la gente y devorando
sus mentes desde dentro.
—Sí —dije.
—Y ahora te ha quitado una parte tuya y se manifiesta con un cuerpo,
que es como el tuyo, y crees que viene hacia aquí.
—Sí —dije—. Exacto.
Michael apretó los labios unos instantes.
—Entonces, ¿cómo sé que no eres la Pesadilla que está intentando que la
invite a entrar?
Abrí la boca. La cerré de nuevo y a continuación dije:
—De todas formas, es mejor que yo me quede aquí fuera. Probablemente
Charity me saque los ojos si la despierto a esta hora.
Michael asintió con la cabeza.
—Entra, Harry. Déjame acostar al bebé.
Entré a un pequeño recibidor que tenía el suelo de madera pulida. Mi-
chael señaló a la derecha con la cabeza, hacia el salón, y dijo:
—Siéntate. Vuelvo en un segundo.
—Michael —dije—. Deberías despertar a tu familia.
—Dijiste que esa cosa tenía un cuerpo sólido, ¿verdad?
—Eso fue hace un par de minutos.
—Entonces no está en el Nuncamás. Está aquí, en Chicago. No puede
meterse en los sueños de la gente.
—No creo, pero…
—Y va a por la gente que estaba ahí cuando murió. Va a venir a por mí.
Me mordí el labio por un segundo. Después dije:
—También tiene una parte de mí.
Michael me miró, frunciendo el ceño.
—Si viniera a por ti, Michael —dije—. No habría empezado contigo.
Bajó la vista hacia el bebé que llevaba. Su rostro se endureció y dijo en
voz muy baja.
—Harry, siéntate. Bajo en un momento.
—Pero puede…
—Lo pensaré —dijo con el mismo tono de voz suave.
Me dio miedo. Me senté. Se llevó a la niña mientras andaba con suavidad
y desapareció escaleras arriba. Me senté durante un instante en una silla
grande y cómoda, de esas que se mueven adelante y atrás. A mi izquierda, en
la mesa de la lámpara, había una toalla y un biberón medio vacío. Michael
debía de haber mecido a la pequeña hasta que se quedó dormida. Detrás del

148
biberón había una nota. Me incliné hacia delante y la cogí, mientras leía:
«Michael. No quería despertaros a ti ni al bebé. El pequeño quiere pizza y
helado. Volveré en unos minutos, probablemente antes de que te despiertes
y leas esto. Te quiero, Charity».
Me levanté y me dirigí escaleras arriba. Michael apareció en lo alto con
el rostro pálido.
—Charity —dijo—. Se ha ido.
Le tendí la nota.
—Se fue a la tienda a por pizza y helado. Supongo que serán antojos de
embarazada.
Michael bajó las escaleras y pasó a mi lado como una exhalación. Fue ha-
cia el armario de la entrada y sacó una cazadora Levi’s azul y a Amoracchius
en su funda negra.
—¿A qué estás esperando, Harry? Vamos a buscarla.
—Pero los niños…
Michael puso los ojos en blanco, dio un paso hacia la puerta y la abrió sin
mirarme. El padre Forthill estaba al otro lado, con su escaso pelo despeinado
y sus ojos azules mostrando sorpresa tras sus gafas de alambre.
—Ah, Michael. No quería venir tan tarde, pero se me ha estropeado el
coche a una manzana de aquí cuando venía de dejar en su casa a la señora Ha-
mish, y pensé que podría pedirte prestado… —Se detuvo, mirándome a mí,
a Michael y después a mí otra vez—. Necesitas otra vez un canguro, ¿verdad?
Michael se encogió dentro de su cazadora y se colgó la espada del hombro.
—Ya se han dormido. ¿Le importa?
El padre Forthill entró.
—Claro que no. —Hizo la señal de la cruz sobre cada uno de nosotros y
murmuró—: Que el Señor esté con vosotros.
Salimos de la casa y Michael dijo:
—¿Ves, Harry?
Fruncí el ceño.
—Eso es un pago en especies.

***

Conducía Michael. La gran furgoneta blanca recorría las calles hacia la


tienda de la esquina de Byron Street, en la gran calle que lleva al famoso
cementerio de Graceland. Las nubes bajas rugieron y comenzó a caer una
lluvia torrencial sobre la ciudad, lo que hizo que las luces tuvieran halos y
arrojaran unos reflejos fantasmales sobre las calles mojadas.

149
—A estas horas —dijo Michael—. Walsham es el único sitio que está
abierto. Estará ahí.
Resonó un trueno como resaltando su frase. Tamborileé con los dedos
en mi bastón quemado y me aseguré de que la vara explosiva colgaba del
enganche de mi muñeca.
—Ahí está su furgoneta —dijo Michael.
Aparcó la suya en uno de los huecos que había delante de la tienda, al
lado de la camioneta blanca que parecía un transporte de tropas. No se paró
a quitar las llaves, sino que cogió a Amoracchius y desabrochó la vaina de la
gran espada mientras se dirigía a las puertas delanteras de la tienda, con el
ceño fruncido y la mandíbula apretada. Después de unos cuantos pasos, la
lluvia ya le había pegado el pelo a la cabeza y su cazadora Levi’s azul estaba
empapada. Lo seguí con un gesto de dolor por el daño que la lluvia iba a ha-
cerle a mi guardapolvo de cuero y pensando que mi gabardina vieja hubiera
sido mejor con este tiempo.
Michael golpeó la puerta con la mano y esta se abrió con un estruendo de
pequeñas campanillas. Se deslizó al interior de la tienda, recorriendo con la
mirada los expositores y las cajas registradoras, y después gritó:
—¡Charity! ¿Dónde estás?
Un par de cajeros adolescentes parpadearon al verle y una mujer mayor
que examinaba los botes de vitaminas se giró para examinarle a través de sus
gafas. Suspiré y me dirigí a continuación hacia la cajera que tenía más cerca,
una chica muy rubia y demasiado delgada que miraba como si esperara im-
paciente el descanso del cigarrillo.
—Eh, hola —dije—. ¿Me has visto entrar hace un minuto?
—O a una mujer embarazada —dijo Michael—. De esta altura aproxi-
madamente. —Puso la mano a la altura de su oreja.
La cajera intercambió una mirada con su compañero.
—¿Que si le he visto a usted, señor?
Asentí con la cabeza.
—A otro tipo que era como yo. Alto, delgado, con una chaqueta negra
como la mía y con ropa negra debajo.
La chica se lamió los labios y me dedicó una mirada calculadora.
—A lo mejor —dijo—. ¿Qué saco yo de esto?
Michael dio un paso en su dirección, con un gruñido en la garganta. Le
cogí del hombro y tiré de él hacia atrás.
—Eh, eh, Michael —dije—. Cálmate, tío.
—No tengo tiempo de calmarme —musitó Michael—. Tú haz las pre-
guntas. Yo echaré un vistazo.

150
Después de decir eso, se giró y se adentró en la tienda, llevando la espada
en la mano izquierda y cogiendo la empuñadura con la derecha con toda
naturalidad.
—¡Charity!
Murmuré algo sin que me oyera y después me giré hacia la cajera. Rebus-
qué en mis bolsillos hasta encontrar mi billetera y conseguí sacar un trío de
billetes de cinco dólares arrugados. Los levanté y dije:
—De acuerdo. Mi gemelo malvado o esa mujer embarazada. ¿Los has visto?
La chica miró los billetes, después a mí y a continuación puso los ojos en
blanco. Se inclinó por encima del mostrador y me los quitó de las manos.
—Sí —dijo—. Estuvo en el pasillo cinco hará unos minutos, en la
sección de congelados.
—¿Sí? —pregunté—. Y luego, ¿qué?
Sonrió.
—¿Qué? ¿Es tu hermano o algo que se ha fugado con tu mujer? ¿Va a salir
mañana en el programa de Larry Fowler?
Fruncí el ceño.
—Es complicado —dije—. ¿Qué más viste?
Se encogió de hombros.
—Pagó y se marchó hacia la furgoneta que hay ahí fuera. No arrancaba.
Vi que tú o algún tipo que se parecía a ti se le acercaba y comenzaba a hablar
con ella. Parecía muy cabreada, pero se marchó con él. No sé nada más.
El estómago me dio un vuelco.
—¿Se fue? —dije—. ¿Por dónde?
La cajera se encogió de hombros.
—Mire, señor, solo parecía que iban a dar una vuelta. No estaban discu-
tiendo ni nada.
—¡¿Por dónde?! —exploté.
La cajera parpadeó y su frialdad exterior se derrumbó por un instante.
Señaló hacia la calle Graceland.
—¡Michael! —grité—. ¡Vamos!
A continuación eché a correr hacia el exterior, hacia la lluvia y la oscuri-
dad. Me detuve un instante a la altura de la furgoneta de Charity y toqueteé
el capó. Se abrió sin oponer resistencia, revelando un lío de cables retorcidos,
correas enredadas y piezas de metal rotas. Hice un gesto de dolor y me pro-
tegí los ojos de la lluvia, intentando ver la calle que iba hacia el cementerio.
Allí, en la distancia, pude ver con dificultad dos figuras, una de las cuales
tenía el pelo largo y andaba con dificultad. La otra era más alta, delgada y
caminaba en dirección al cementerio cogiéndola con fuerza del pelo.

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Desaparecieron entre las sombras del muro que rodeaba Graceland. Tra-
gué saliva y miré a mi alrededor.
—¡Michael! —grité de nuevo. Miré por el escaparate de la tienda, pero
no pude ver nada.
—Maldita sea —dije dándole una patada al frontal de la furgoneta.
No estaba en buena forma para perseguir a la Pesadilla por mi cuenta.
Rebosaba del poder que me había robado. Contaba con el factor sorpresa. Y
tenía a la mujer de mi amigo y su bebé de rehenes.
Campanas infernales, lo único que tenía yo era dolor de cabeza, un reloj
que se estaba quedando sin arena y un caso de narices. El cementerio más
grande de Chicago en una noche oscura y tormentosa, cuando la frontera
entre el mundo espiritual y el nuestro era como un colador. Estaría lleno de
fantasmas y cosas horribles y yo estaría solo.
—Sí —susurré—. Estupendo.
Eché a correr hacia la oscuridad donde había visto a la Pesadilla desapa-
recer con Charity.

152
21

He hecho cosas más sensatas en mi vida. Una vez, por ejemplo, me tiré de
un coche en marcha para subirme usando una sola mano a una furgoneta
llena de licántropos. Aquello había sido más inteligente. Al menos aquella
vez estaba razonablemente seguro de poder matarlos.
Lo cual me daba más ventaja que la que tenía ahora. Ya había matado a la
Pesadilla, o al menos, había contribuido a matarla. Era algo que no me parecía
justo. Debería haber alguna regla para no tener que matar más que una vez.
La lluvia caía como si fuera una cortina, y no gotas. Me entraba agua en
los ojos. Tenía que pasarme la mano por las cejas y quitármela solo para que
se me nublara la vista otra vez.
Empecé a pensar que aquello era como ahogarse de verdad, solo que en
la acera.
Crucé la calle hacia la tapia del cementerio. Tenía una altura de unos
dos metros y estaba hecha de ladrillo rojo, con una especie de escalones
terminados en pico cada trescientos metros o así, lo que le hacía salvar la
ligera cuesta al sur del perímetro para después girar al oeste. En un punto,
la valla tenía un enorme agujero oscuro en su parte exterior, y me acerqué
lentamente. Habían arrancado los ladrillos como si fueran de papel, y por
todas partes estaban esparcidos los escombros que había dejado el agujero
de unos setenta centímetros. Intenté mirar a través de él, pero solo vi más
lluvia, hierba y la sombra que arrojaban los árboles sobre el césped cuidado-
samente atendido.
Me detuve en el exterior del cementerio. Notaba una energía insaciable y
oscura, como cuando se mezclan el cansancio y la cafeína a las tres y media
de la mañana. Rodó por mi piel y escuché voces susurrantes entre la lluvia:
docenas, cientos de murmullos y susurros fantasmales. Apoyé la mano en la
valla y noté esa tensión. Los cementerios siempre tienen vallas. Siempre, ya
estén hechas de ladrillos o con eslabones de cadenas. Es una de esas cosas no
escritas en las que la gente no suele reparar. Cualquier clase de valla es una
barrera, y no solo en sentido físico. Muchas cosas no son solo lo que parecen
físicamente.
Las vallas evitan que se pueda entrar desde fuera. Las vallas que rodean los
cementerios se aseguran de que no pueda salir nada.

153
Miré hacia atrás, con la esperanza de que Michael me hubiera seguido,
pero no pude verlo con esa lluvia. Todavía me sentía débil y tembloroso. Las
voces susurraban y cuchicheaban alrededor de aquel punto débil de la valla,
por donde la Pesadilla se había abierto camino. Aunque solo un muerto
entre mil sea capaz de crear un fantasma (y son muchos los que pueden),
puede haber docenas de espíritus inquietos que vaguen por la zona, algu-
nos lo bastante fuertes para que incluso los que no practican magia puedan
sentirlos.
Aquella noche, no es que hubiera docenas. Habría sido feliz si solo fueran
docenas. Cerré los ojos y sentí el poder que movían, cómo el aire se ondu-
laba y temblaba con la presencia de miles de espíritus, que cruzaban con
facilidad desde un turbulento Nuncamás.
Hizo que sintiera escalofríos en las rodillas y el vientre a causa de las heri-
das que me había provocado la Pesadilla, además del simple miedo primiti-
vo a la oscuridad, a la lluvia y al lugar donde están los muertos.
Los habitantes de Graceland percibían mi miedo. Se acercaron a la brecha
del muro y comencé a escuchar gemidos.
—Debería esperar aquí —murmuré para mis adentros, temblando bajo la
lluvia—. Debería esperar a Michael. Es lo más inteligente que podría hacer.
En algún lugar, en la oscuridad del cementerio, se escuchó el grito de una
mujer. Charity.
Lo que daría por tener ahora mi talismán del Hombre Muerto. Hijo de puta.
Sostuve con fuerza el bastón hasta que se me pusieron los nudillos blan-
cos y saqué mi vara explosiva. A continuación me introduje por el agujero
de la pared y me dirigí hacia la oscuridad.
Sentí el momento exacto en el que pisé el cementerio, el segundo en que
mis zapatos se posaron en el suelo. Fantasmas, sombras, espíritus. Llamadlos
como queráis. Están tan muertos como el infierno y no van a volver. Eran
espíritus débiles, cosas que apenas me hubieran producido un leve escalofrío
una noche normal, pero no aquella noche.
Sentí frío por todo el cuerpo, tan repentino como la primera brisa del in-
vierno. Avancé un paso y noté cierta resistencia, pero no como si alguien no
quisiera que entrara. Era más como esas películas que había visto en las que
los turistas luchan para atravesar una multitud de mendigos en ciudades de
Oriente Medio. Eso es lo que sentí, de una forma fría y espectral: gente que
se apretujaba contra mí, que intentaba sacar algo de mí, algo que no estaba
seguro de tener y que no creía que les fuera a servir para nada si se lo daba.
Reuní toda mi voluntad y me quité el amuleto de mi madre del cuello. Lo
sostuve en alto en medio de la húmeda oscuridad y le insuflé poder.

154
La luz azul de mago empezó a brillar, a lanzar una luz turbia, no tan
brillante como de costumbre. El pentagrama de plata dentro del círculo
era el símbolo de mi fe, aquello que se quiere invocar con la magia. Era el
concepto del poder controlado, ordenado, utilizado con fines constructivos.
Pensé, durante un minuto, si aquella penumbra era un reflejo de mis heridas
o si quería decirme algo sobre mi fe. Intenté pensar en la cantidad de veces
que había incendiado algo durante los últimos años, en cuántas veces había
tenido que golpear algo. O destrozar un edificio. O provocar destrozos.
Relajé los dedos y me estremecí. Tal vez fuera mejor ser un poco más cuidadoso.
Los espíritus retrocedieron al ver esa luz, salvo unos cuantos que todavía
cuchicheaban, que me susurraban cosas al oído. No les presté atención ni les
escuché porque eso me llevaría a la locura. Avancé, usando más el corazón
que el cuerpo, y empecé a buscar.
—¡Charity! —grité—. ¡Charity! ¿Dónde estás?
Escuché un breve sonido, una llamada, a mi derecha, pero desapareció
rápidamente. Me dirigí hacia él y comencé a avanzar con cuidado, mante-
niendo el pentáculo brillante en lo alto como si fuera la lámpara de Dióge-
nes. Los truenos retumbaron de nuevo. La lluvia había empapado el césped,
convirtiendo la tierra que pisaba en algo suave y blando. Una imagen breve e
inquietante de los muertos abriéndose paso por la tierra blanda me produjo
escalofríos y una docena de espíritus se agruparon a mi alrededor como si
fueran a alimentarse de él. Aparté a un lado el miedo y los dedos invisibles
que me agarraban y seguí avanzando.
Encontré a Charity tumbada sobre una lápida en el interior de una es-
tructura de mármol con el tejado abierto que se parecía mucho a un templo
griego. La mujer de Michael estaba tumbada de espaldas, agarrándose el
vientre con las manos y mostrando los dientes mientras gruñía.
La Pesadilla estaba de pie a su lado, con mi pelo oscuro aplastado contra
la cabeza y mis ojos oscuros reflejando el brillo de mi pentáculo. Sostenía
una mano en el aire sobre el vientre de Charity y la otra sobre su garganta.
Inclinó la cabeza y me miró mientras me aproximaba. Alrededor de mi luz
de mago, las sombras se movían, revoloteaban, y los espíritus se arremolina-
ban a su alrededor como si fueran polillas.
—Mago —dijo la Pesadilla.
—Demonio —respondí. No me apetecía mucho hablar con él.
Sonrió enseñando los dientes.
—Eso es lo que soy —dijo—. Interesante. No estaba seguro. —Levantó
la mano que tenía sobre la garganta de Charity, me señaló con un dedo y
murmuró—: Adiós, mago. ¡Fuego!

155
Sentí el poder antes de que saliera el fuego y llegara hasta mí a través de la
lluvia. Levanté mi bastón con la mano izquierda delante de mí en posición
horizontal y frené el poder con un escudo.
—¡Riflettum!
El fuego y la lluvia chocaron produciendo un siseo furioso y una nube de
humo a unos treinta centímetros de mi bastón extendido.
Creo que la lluvia ayudó. Yo nunca habría sido tan estúpido como para
lanzar una llamarada con ese diluvio. La neutralicé fácilmente.
Charity se movió justo en el instante en que la Pesadilla se distrajo. Giró
sus pies hacia él y con un grito furioso le plantó los dos pies en el pecho y le
dio un buen empujón.
Charity no era precisamente una mujer débil. La cosa gruñó y se echó
hacia atrás, alejándose de ella; al mismo tiempo, el movimiento hizo que
Charity se escurriera de la tumba. Cayó por el otro lado, gritando y curvan-
do el cuerpo para proteger a su hijo.
Eché a correr hacia delante.
—¡Charity! —grité—. ¡Vete! ¡Corre!
Giró la cabeza para mirarme y vi lo furiosa que estaba. Me enseñó los
dientes por un instante, pero su cara parecía confusa.
—¿Dresden? —dijo.
—¡No hay tiempo! —grité.
Al otro lado de la tumba, la Pesadilla se puso otra vez en pie. Sus ojos
oscuros ahora brillaban rojos de furia. No tenía tiempo para pensar en ello,
y corrí hacia delante.
—¡Corre, Charity!
Sabía que era un suicidio luchar con algo que había roto un muro de
ladrillos hacía algunos minutos, pero se me había caído el alma a los pies al
ver que me superaba haciendo magia. Si me lanzaba otro hechizo, no creía
que pudiera detenerlo. Sostuve mi bastón con ambas manos, apoyándolo
en la base de la tumba, y tomé impulso, lanzando los pies hacia el rostro
de la Pesadilla. La velocidad y la sorpresa me daban ventaja. La golpeé con
fuerza y retrocedió tambaleándose. Se me escapó el bastón de las manos y
el borde de la tumba me golpeó dolorosamente en la cadera y me arañó las
costillas mientras seguía avanzando, lanzando a la cosa contra el suelo de
mármol. Perdí la concentración, la luz azul de mago se apagó y me quedé
a oscuras.
Caí al suelo con un jadeo y trastabillé hasta ponerme de pie. Si la Pesadilla
iba a atraparme, sería así. Había llegado al borde de la tumba cuando algo
me cogió de la pierna por debajo de la rodilla, como si me hubiera atrapado

156
un anillo de hierro. Luché para darme la vuelta, pero no pude agarrarme a
nada salvo al mármol empapado por la lluvia.
La Pesadilla se puso de pie y la luz de un relámpago por encima de nues-
tras cabezas me mostró sus ojos oscuros y su cara, que era como la mía.
Sonreía.
—Y así termina todo, mago —dijo—. Al final me libro de vos.
Intenté huir, pero la Pesadilla se limitó a agarrarme de la pierna y a lanzar-
me dando vueltas por el aire. Después salí despedido hacia delante y vi que
una de las columnas venía hacia mí.
Hubo un destello de luz y noté un dolor agudo en medio de la frente.
Sentí después el golpe contra el suelo, y fue relativamente agradable com-
parado con el primero. Caer inconsciente hubiera sido misericordioso. En
lugar de eso, la fría lluvia me mantuvo lo bastante despierto para sentir
cada segundo del dolor agonizante que me taladraba el cráneo. Intenté
mover las extremidades y no pude, y durante un segundo pensé que me
había roto el cuello. A continuación, por el rabillo del ojo, vi mis dedos
retorcidos y pensé con un destello de pena que todavía no había termina-
do la lucha.
Con gran esfuerzo, bajé mi mano al suelo. Con otro esfuerzo todavía
mayor me di impulso para levantarme, lo que hizo que la cabeza me diera
vueltas y el estómago se me revolviese. Me apoyé en la columna, en medio
de la lluvia, intentando recuperar el aire y reunir todas mis fuerzas.
No tardé mucho, porque no me quedaban muchas fuerzas que reunir.
Abrí los ojos, concentrándome. Sentía un sabor fuerte en la boca. Me llevé
la mano a los labios y a la mejilla y vi que mis dedos estaban manchados con
algo cálido y oscuro.
Sangre.
Intenté ponerme de pie y no pude. Simplemente no pude. Todo me daba
vueltas. El agua me caía encima, helándome de frío, formando charcos al pie
de la pequeña colina sobre la que se alzaba el mausoleo con forma de templo
griego, formando arroyos que a su vez bajaban hacia otros riachuelos.
—Demasiada agua —ronroneó una voz femenina a mi lado—. Hay mu-
chas cosas fluyendo. Me pregunto si no se estarán desperdiciando.
Levanté la cabeza lo suficiente para ver a mi madrina, de pie a mi lado con
su vestido verde. La piel de Lea se había recuperado del polvo fantasmal que
le había tirado por encima en el territorio de Agatha Hagglethorn.
Sus ojos felinos y dorados me estudiaron con su antigua y acostumbrada
calidez, el cabello se extendía alrededor de ella en una melena a la que no
parecía afectar la lluvia. No parecía importarle tener el vestido empapado.

157
Se le pegaba a las curvas del cuerpo, mostrando la perfección de sus pechos,
y se le marcaban los pezones con toda claridad a través de la seda cuando se
agachó a mi lado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —murmuré.
Sonrió mientras extendía un dedo y recorría mi frente con él, para des-
pués llevárselo a la boca, deslizarlo entre sus labios y chuparlo con suavidad.
Cerró los ojos y soltó un largo y prolongado suspiro.
—Qué chico tan dulce. Siempre has sido un chico muy dulce.
Intenté ponerme de pie y no pude. Algo en mi cabeza parecía estar roto.
Me miró con la misma sonrisa benigna.
—Te están fallando las fuerzas, mi niño. Aquí, en la casa de los muertos,
puede que te fallen.
—Eso no es el Nuncamás, madrina —espeté—. Aquí no tienes poder.
Apretó los labios en lo que aparentó ser una mueca humana seductora.
Mi sangre los manchaba de color oscuro.
—Cariño mío. Sabes que no es verdad. Solo tengo el poder que me han
dado. El que he conseguido de manera justa.
Le enseñé los dientes.
—Entonces vas a matarme.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
—¿Matarte? Nunca intentaría matarte, cariño, salvo en algunos momentos
de frustración. Nuestro trato se refiere a tu vida, no a tu muerte.
Uno de sus perros salió de la oscuridad y se agachó a su lado, posando sus
ojos oscuros sobre mí. Ella apoyó una de sus manos sobre su enorme cabeza
y el perro tembló de placer.
Cada vez sentía más frío, no dejaba de mirar al perro.
—No me quieres muerto. Me quieres… —No pude acabar la frase.
—Domesticado —sonrió Lea. Rascó al perro detrás de las orejas, suave-
mente—. Pero no así —Torció la boca hasta convertirla en una mueca des-
pectiva—. Así no. Es patético. De verdad, Harry, permitir que te devoren
así. Justin y yo te enseñamos algo mejor.
En algún lugar cercano, Charity gritó de nuevo. Un trueno retumbó en
lo alto. Gruñí y me debatí para ponerme de pie. Lea me observaba con sus
dorados ojos felinos, interesada e insensible. Conseguí ponerme de pie y
apoyé la espalda y casi todo mi peso en la columna.
A través de la lluvia logré ver a Charity de rodillas. La Pesadilla se incli-
naba sobre ella, agarrándola del pelo con una mano. Le puso la otra sobre
la cabeza. Ella se debatió sin éxito, encogiéndose en la lluvia. Le hundió los
dedos en el cráneo y la lucha de Charity cesó de repente.

158
Gruñí y me lancé hacia adelante para acercarme y hacer algo. Todo me
daba vueltas y volví a caerme al suelo.
—Dulce niño —suspiró Lea—. Pobrecito. —Se arrodilló de nuevo a mi
lado y me acarició el pelo. Era agradable, a pesar del dolor y las náuseas.
Aunque creo que el dolor y las náuseas terminaron con ese poder seduc-
tor—. ¿Te gustaría que te ayudara?
Intenté levantar la vista para mirar su rostro adorable.
—¿Ayudarme? —pregunté—. ¿Có… cómo?
Le brillaron los ojos.
—Puedo darte lo que necesitas para salvar a la esposa del Caballero Blanco.
La miré. Todo el dolor, el terror, aquella fría y estúpida lluvia hacían que
sintiera un malestar horrible. Escuché a Charity llorar. Lo había intentado.
Maldita sea. Había hecho todo lo que podía para ayudar a la mujer. Y yo a
ella ni siquiera le caía bien. Si moría no era culpa mía, ¿verdad? Había hecho
todo lo que había podido.
¿No?
Tragué y sentí el sabor enfermizo de la bilis y el ácido, y pregunté:
—¿Qué es lo que quieres, madrina?
Se estremeció y soltó un suspiro.
—Lo que siempre he querido, cariño. Este trato no es diferente del que
hicimos hace años. De hecho, es parte del mismo. Te daré poder. Y a cam-
bio, serás mío. —Sus ojos destellaron—. Quiero tu promesa, mago. Quiero
que me prometas que cuando la mujer esté a salvo vendrás conmigo. Estre-
charás mi mano. Aquí, esta noche.
—Quieres que regrese contigo —susurré—. Pero no me quieres así, ma-
drina. Destrozado. Estoy vacío por dentro.
Sonrió y acarició la cabeza de su perro.
—Sí. Con el tiempo te curarás. Y haré que el tiempo pase rápidamente,
cariño. —Se acercó a mí, con sus ojos dorados y ardientes—. Te enseña-
ré tales placeres. Ningún hombre podría imaginar una muerte más feliz.
—Volvió a levantar la vista por encima de la tumba que me ocultaba a
Charity y a la Pesadilla—. La esposa del Caballero Blanco está viendo cosas,
ahora. Pronto estará atrapada, como la mujer policía.
—¿Cómo sabes lo de Murphy? —pregunté.
—Yo sé muchas cosas. Sé que, si no haces nada, morirás, cielo mío. Mo-
rirás aquí, helado y solo.
—No me importa —dije—. Yo…
Charity soltó un llanto ahogado que sonó muy cerca. Lea sonrió y mur-
muró:

159
—El tiempo vuela, mi niño. No espera a nadie, a ningún hombre, a nin-
gún hada, ni a ningún mago.
Lea me tenía entre la espada y la pared. Si renovaba nuestro pacto y lo
confirmaba, le estaría permitiendo que me atrapara. Pero no podía recha-
zarlo. No podía hacer ninguna maldita cosa para salvar a Charity sin ayuda.
Cerré los ojos y vi al hijo pequeño de Michael. Pensé en que crecería sin
su madre.
Maldita sea.
—Acepto el trato, madrina.
Al decir las palabras, sentí que algo se movía, que se cerraba y se quedaba
sellado.
Lea tragó saliva, cerró los ojos mientras se estremecía de nuevo y después
los abrió para mostrar un brillo salvaje. Se agachó y murmuró.
—La respuesta, querido, está a tu alrededor.
A continuación me besó la frente y se marchó en medio de un revuelo de
sombras.
Volví a pensar con claridad otra vez. Todavía me dolía al moverme (estre-
llas, claro que dolía), pero lo conseguí. Me puse de pie, me apoyé contra la
tumba y levanté la cara para que la lluvia me limpiara la sangre de los ojos.
La respuesta estaba a mi alrededor. ¿Qué clase de consejo idiota era ese?
Miré a mi alrededor, pero no vi más que praderas, árboles y tumbas. Muchas
tumbas. Tumbas planas y lápidas de mármol, tumbas con lagos, tumbas con
luces, tumbas con pequeñas fuentes. Gente muerta.
Eso era lo que tenía a mi alrededor.
Miré a Charity y a la Pesadilla y sentí una cólera fría en mi interior. Me
apoyé en el borde de la tumba, consiguiendo algo más de estabilidad y equi-
librio, y grité:
—¡Eh! ¡Tú! ¡Feo!
La Pesadilla giró la cabeza y me miró parpadeando, sorprendida. Después
sonrió de nuevo y dijo:
—Así que no estáis muerto. Qué interesante. —Soltó a Charity, separan-
do los dedos de ella como había hecho con Murphy, y ella cayó hacia un
lado—. Puedo acabar esto por placer. Pero con vos, mago, terminaré de una
vez por todas.
—Bla, bla, bla —murmuré. Me incliné y cogí el bastón, poniéndome de
nuevo delante de él mientras lo agarraba con ambas manos—. La gente ya
no habla así. Con todos esos «vos» y «os». Campanas infernales, hasta las
hadas usan un lenguaje más actual.
La Pesadilla me miró frunciendo el ceño y empezó a andar hacia mí.

160
—¿Acaso no lo entendéis, necio? Es vuestra muerte, que viene a por vos.
Una bota se plantó sobre la lápida de mármol que tenía al lado. Des-
pués, otra. Amoracchius arrojó una luz brillante sobre mi hombro, y Mi-
chael dijo:
—Creo que no.
Miré a donde estaba Michael.
—Tú —gruñí—. Ya era hora.
Me enseñó los dientes en una expresión de desagrado.
—¿Y mi mujer?
—Está viva —dije—. Pero es mejor que la saquemos de aquí cuanto
antes.
Asintió con la cabeza.
—La mataré otra vez —dijo. Me dio algo frío y duro, un crucifijo—. Ve
donde está ella. Dale esto.
La Pesadilla se detuvo mientras nos miraba frunciendo el ceño.
—Vos —le dijo a Michael—. Sabía que vendríais.
—¡Cállate! —grité, exasperado—. ¡Michael, mata ya a esa cosa!
Michael avanzó y el fuego blanco de su espada iluminó la noche como
una lámpara halógena. La Pesadilla gritó con furia y se apartó a un lado,
esquivando la espada, y fue a por Michael, con los dedos doblados como
garras. Michael los esquivó, hundió el hombro en el vientre de la cosa, em-
pujó, se giró y le clavó la espada. Amoracchius seccionó el vientre de la
Pesadilla y de su herida salió un fuego blanco.
Eché a correr, dejando atrás a Michael y yendo a por Charity. Ya se estaba
moviendo, intentando sentarse.
—Dresden —me susurró—. ¿Y mi marido?
—Está muy ocupado pateando culos —dije, y le puse el crucifijo entre
los dedos—. Cógelo. ¿Puedes andar?
—Vigile su lengua, señor Dresden. —Cogió el crucifijo y agachó la cabe-
za un instante—. No lo sé —dijo—. Que Dios me ayude, creo…
Le tembló todo el cuerpo y dejó escapar un resuello, presionando su vien-
tre con las manos.
—¿Qué? —dije. ¿Había resultado herida? Detrás de mí escuchaba gruñir
a Michael y veía cómo el fuego blanco de Amoracchius hacía que las som-
bras bailaran—. Charity, ¿qué ocurre?
Soltó un gemido.
—El bebé —dijo—. Creo… creo que he roto aguas prematuramente al
caerme. —Contrajo el rostro, que se puso de un color rojo brillante, y gimió
otra vez.

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—Oh —dije—. Oh, oh, no. Esto no está pasando. —Me puse la palma de
la mano en la frente—. ¡Esto no está bien! —Levanté una mirada acusadora al
cielo—. Alguien ahí arriba tiene un sentido del humor muy retorcido.
—Nnnngrrrrhhhh —gruñó Charity—. Oh, que Dios nos ampare, señor
Dresden. No tenemos mucho tiempo.
—No —suspiré—. Claro que no. —Me agaché para cogerla, pero me caí
de bruces. Intenté no caerme encima de ella, pero me tambaleé al ponerme
otra vez de pie. Charity no era una flor delicada. No había forma de llevár-
mela de ahí.
—¡Michael! —grité—. ¡Michael, tenemos un problema!
Michael se asomó por encima de una tumba mientras una piedra salía
silbando de la oscuridad y se hacía añicos contra ella.
—¿Cuál?
—¡Charity! —grité—. El bebé está de camino.
—¡Harry! —gritó Michael—. ¡Cuidado!
Me giré y la Pesadilla apareció de la oscuridad que tenía detrás, movién-
dose con tanta rapidez que no pude verla. Se inclinó hacia delante y arran-
có del suelo una lápida de mármol, sosteniéndola en alto. Me lancé para
ponerme entre ella y Charity, pero mientras lo hacía supe que era un gesto
inútil, que la Pesadilla era lo bastante fuerte como para golpearla mientras
me llevaba por delante. Pero de todos modos, lo hice.
—¡Ahora! —gritó la Pesadilla—. ¡Bajad vuestra espada, Caballero! ¡Ba-
jadla o los aplastaré a los dos!
Michael echó a andar hacia donde estábamos, con el rostro pálido.
—No deis un paso más —gruñó la Pesadilla—. No os acerquéis ni un
milímetro.
Michael se detuvo. Miró a Charity, quien empezó a gemir de nuevo, con
los ojos cerrados con fuerza.
—¿Ha… Harry? —dijo.
Podía apartarme del camino de la cosa. Tal vez podría esquivar su proyec-
til. Pero si me movía, aplastaría a Charity. No tendría ninguna oportunidad.
—La espada —dijo la Pesadilla con voz fría—. Tiradla.
—Oh, Señor —susurró Michael.
—No lo hagas, Michael —dije—. Va a matarnos de todos modos.
—Guardad silencio —dijo la Pesadilla—. Mi lucha es con vos, mago, y
con el caballero. La mujer y su hijo no significan nada para mí, mientras
pueda teneros a ambos.
La lluvia repiqueteaba contra el suelo durante aquel largo instante, impi-
diendo que todo quedara en silencio.

162
A continuación, Michael cerró los ojos.
—Harry —dijo. Bajó su enorme espada. Después la apartó a un lado con
suavidad, dejando que cayera al sueño—. Lo siento. No puedo hacerlo.
Mi mirada se encontró con la de la Pesadilla, de un color rojo brillante, y
sus labios se curvaron en una sonrisa de alegría.
—Mago —dijo en un susurro—. Vuestro amigo debería haberos hecho
caso.
Vi cómo la lápida comenzaba a caer hacia donde estaba yo. El brazo de
Charity levantó bruscamente el crucifijo que le había dado. El símbolo bri-
lló y después se prendió con un fuego blanco que arrojó en el rostro de la
Pesadilla unas sombras que parecían sacadas de una película de miedo. Se
retorció y retrocedió ante esa luz, gritando, y la tumba se estrelló contra el
suelo, rompiendo la tierra blanda y vulnerable.
Todo se volvió más lento y pude verlo bajo una lente cristalina. Vi el suelo
con toda claridad y las sombras de los árboles. Escuché a Charity junto a mí,
gritando algo en un latín áspero, y por el rabillo del ojo vi las incansables
sombras avanzando hacia el cementerio. Sentí la lluvia fría, sentí como caía
sobre mí, cayendo por las suaves cuestas para formar riachuelos y corrientes
que desembocaban en la laguna cercana.
Agua corriente. La respuesta estaba a mi alrededor. Avancé hacia la Pe-
sadilla. Se giró hacia mí agitando el brazo y sentí cómo me agarraba del
hombro mientras caía. A continuación me lancé contra el cuerpo de la Pesa-
dilla, golpeándolo con fuerza. Caímos cuesta abajo dando tumbos, hacia la
corriente que acababa de formarse.
¿Habéis oído hablar de la leyenda de Sleepy Hollow? ¿Recordáis aquella
parte en la que el pobre Ichabod cabalga a toda velocidad hacia la seguridad
del puente cubierto? El agua corriente alberga energía mágica. Ni las cria-
turas del Nuncamás, ni sus cuerpos espirituales, pueden cruzarla sin perder
toda la energía que necesitan para mantener sus cuerpos. Aquella era la res-
puesta.
Rodé colina abajo con la Pesadilla mientras sentía cómo sus manos se afe-
rraban a mí. Bajamos juntos hasta la corriente de agua mientras me agarraba
la garganta con una de sus manos y me dejaba sin respiración.
Y entonces empezó a gritar. Jadeó y se retorció chillando encima de mí
sobre unos diez centímetros de agua corriente. El cuerpo de la cosa em-
pezó a derretirse, como un azucarillo en el agua, empezando por sus pies
y avanzando hacia arriba. La miré, me vi a mí mismo disolviéndome con
una especie de fascinación morbosa. Se retorcía, daba sacudidas y se hacía
pedazos.

163
—Mago —dijo con voz burbujeante—. Esto no se ha acabado. No se ha
acabado. Cuando el sol se ponga de nuevo, mago, ¡regresaré a por vos!
—Ya te habrás derretido —murmuré. Y, segundos después, la Pesadilla
desapareció, dejándome solo una masa pegajosa en el abrigo y la garganta.
Me quedé de pie en el agua, empapado y temblando, y regresé trepando
la pequeña colina.
Michael había ido donde estaba su esposa y se había arrodillado a su lado.
Puso las manos por debajo de ella y la levantó como si fuera el cesto de la
colada. Como ya he dicho, Michael tiene mucha fuerza.
—Harry —dijo—. La espada.
—La tengo —contesté.
Caminé penosamente hasta donde había dejado caer a Amoracchius y
la cogí. La gran espada pesaba menos de lo que había pensado, y su poder
resonó levemente, vibrando entre mis dedos. No tenía funda, así que me la
apoyé sobre el hombro y deseé no caerme y cortarme la cabeza o algo. Tam-
bién recuperé mis cosas y me dirigí hacia Michael.
Entonces llegó Lea, apareciendo delante de mí con tres de sus sabuesos a
su alrededor.
—Cielo mío —dijo—. Ha llegado el momento de que cumplas tu parte
del trato.
Grité y me aparté de ella.
—No —dije—. No, espera. He vencido a esa cosa, pero aún anda suelta.
—Eso no es asunto mío —dijo Lea, encogiéndose de hombros—. Nues-
tro trato era para que salvaras a la mujer con lo que te di.
—No me diste nada —dije—. Solo me quitaste algo de dolor. No es que
inventaras la rueda, madrina.
Se encogió de hombros sonriendo.
—Semántica. Te lo dije, ¿no?
—Lo hubiera averiguado yo mismo —dije.
—Tal vez. Pero tenemos un trato. —Inclinó el rostro de ojos dorados y
peligrosos—. ¿Vas a intentar escaparte otra vez?
Había dado mi palabra. Y las promesas rotas traen problemas. Pero no ha-
bía derrotado a la Pesadilla. Volvería, claro, pero sería mañana por la noche.
—Iré contigo —dije—. Cuando derrote a la Pesadilla.
—Vendrás ahora —sonrió Lea—. Ahora mismo. O pagarás el precio.
Sus tres sabuesos me rodearon enseñando los dientes en un gruñido silencioso.
Solté todo salvo la espada, y la agarré con fuerza. No sabía nada sobre es-
padas, pero pesaba y estaba afilada, incluso sin su gran poder. Estaba seguro
de poder darle con el filo a uno de esos perros.

164
—No puedo —dije—. Todavía no.
—¡Harry! —gritó Michael—. ¡Espera! ¡No se puede usar así!
Uno de los perros saltó hacia mí y levanté la espada. A continuación hubo
un destello de luz y sentí un rayo de dolor que me subía por los brazos y
las manos. La espada se retorció y cayó dando vueltas al suelo. El perro me
gruñó y retrocedí, con las manos dormidas e inútiles.
La risa de Lea ascendió entre las tumbas como si estuviera hecha de cas-
cabeles de plata.
—Sí —canturreó mientras avanzaba. Se agachó y con un movimiento
casual cogió la gran espada—. Sabía que intentarías engañarme de nuevo,
dulce niño. —Me sonrió, enseñando sus delicados dientes—. Debo darte
las gracias, Harry. Nunca hubiera podido tocarla si quien la empuñaba no
hubiera traicionado su propósito.
Sentí un destello de cólera ante mi propia estupidez.
—No —balbuceé—. Espera. ¿No podemos hablarlo, madrina?
—Lo hablaremos, dulce niño. Os veré a ambos muy pronto. —Lea se
echó a reír de nuevo con ojos brillantes.
Y después se volvió, con los perros reuniéndose de nuevo a sus pies, y dio
un paso, desapareciendo en la noche. Se llevó la espada con ella.
Me quedé ahí, bajo la lluvia, sintiéndome cansado, helado y estúpido.
Michael me miró durante un segundo con expresión sorprendida y los
ojos muy abiertos. Charity se apoyaba en él, encogiéndose y gimiendo en
voz baja.
—Harry —susurró Michael. Creo que estaba llorando, pero no pude ver
sus lágrimas con toda aquella lluvia—. Oh, Dios mío. ¿Qué has hecho?

165
22

Todas las salas de emergencia de los hospitales son iguales. Todas están deco-
radas con los mismos tonos apagados y sobrios y tienen los mismos bordes re-
dondeados, que intentan ser cómodos, pero no lo son. Además, todas huelen
igual: a una mezcla de antisépticos, fría indiferencia, ansiedad y miedo puro.
Se llevaron primero a Charity en una silla de ruedas, con Michael a su
lado. El triaje es lo que es, así que me pusieron el primero. Me sentía como
si tuviera que pedirle perdón a aquella niña de cinco años con el brazo roto.
Lo siento, cariño. Los golpes en la cabeza van antes que las extremidades
fracturadas.
La doctora que me atendió llevaba una placa que decía «Simmons». Era
de complexión fuerte y dura, y su cabello gris contrastaba con su piel oscura.
Se sentó en un taburete enfrente de mí y se inclinó, poniendo ambas manos
a cada lado de mi cabeza. Eran grandes, cálidas y fuertes. Cerré los ojos.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó, soltándome tras un instante y co-
giendo algunas vendas de la mesa más próxima.
—Como si un supervillano me hubiera lanzado contra una pared.
Soltó una risita.
—Sea más específico. ¿Siente dolores? ¿Está mareado? ¿Siente náuseas?
—Sí, no, y un poco.
—¿Se ha golpeado la cabeza?
—Sí. —Sentí cómo empezaba a pasarme un trapo frío por la cabeza,
limpiándome el barro y la sangre seca, aunque gracias a la lluvia, tampoco
es que quedara mucho.
—Hum, vale. Tiene sangre aquí. ¿Seguro que es suya?
Abrí mucho los ojos y parpadeé.
—¿Mía? ¿De quién iba a ser si no?
La doctora me miró levantando una ceja, con los ojos brillantes bajo sus
gafas.
—Usted me dijo, señor… —Comprobó su ficha—. Dresden. —Frunció
el ceño y después me miró—. ¿Harry Dresden? ¿El mago?
Parpadeé. No es que sea famoso, a pesar de ser el único mago que aparece
en la guía telefónica. Soy más bien tristemente célebre. La gente no suele
reconocer mi nombre de manera espontánea.

167
—Sí, soy yo.
Frunció el ceño.
—Ya veo. He oído hablar de usted.
—¿Bien?
—En realidad no. —Soltó un suspiro de fastidio—. No tiene ninguna
herida. No me gustan las bromas, señor Dresden. Hay que gente que nece-
sita que la atienda.
Me quedé con la boca abierta.
—¿No hay ningún corte? Pero si tenía uno en algún lado de la cabeza,
salía sangre que me caía en los ojos y en la boca. De hecho, todavía puedo
notar su sabor. ¿Cómo puede haber desaparecido?
Pensé la respuesta y me dieron escalofríos. Mi madrina.
—No tiene ninguna herida —dijo—. Solo algo que pudo ser un corte
hace dos meses.
—Eso es imposible —dije, más para mí que para ella—. Simplemente,
no puede ser.
Me enfocó los ojos con una linterna. Hice un gesto de dolor. Me miró a
los ojos (de forma mecánica y profesional, sin la intimidad que podía haber
provocado que le viera el alma) y negó con la cabeza.
—Si usted tiene conmoción cerebral, yo soy Winona Ryder. Bájese de
la camilla y váyase. Pase por caja antes de salir. —Me puso una toallita en
la mano—. Límpiese esta porquería, señor Dresden. Tengo mucho trabajo
que hacer.
—Pero…
—No debería venir a urgencias a menos que sea absolutamente necesario.
—Pero yo no…
La doctora Simmons no se paró a escucharme. Se dio la vuelta y se mar-
chó a ver a su próximo paciente: la niña pequeña que se había roto el brazo.
Me levanté y caminé con dificultad hacia el baño. Mi cara era una mezcla
de barro y sangre seca. Se me había metido entre las arrugas del rostro, ha-
ciéndome parecer una antigua máscara de sangre. Me estremecí y comencé
a limpiarme, intentando que no me temblaran las manos.
Me sentía aterrorizado. Auténtica y sinceramente aterrorizado. Me hu-
biera sentido mucho más feliz si hubiera necesitado puntos de sutura y cal-
mantes. Me limpié la sangre y me examiné la frente. Había una ligera línea
rosa que empezaba unos milímetros por debajo del nacimiento del pelo y
formaba un ángulo. Era muy leve, y cuando la toqué accidentalmente con la
toalla, me dolió tanto que casi grité. Pero la herida se había cerrado y estaba
curada.

168
Magia. La magia de mi madrina. Aquel beso en la frente me había cerrado
la herida. Si creéis que tendría que estar feliz porque ese corte desagradable
se me había cerrado, probablemente es porque no sabéis lo que implica.
Hacer magia de manera directa sobre un cuerpo humano es algo difícil.
Muy difícil.
Invocar fuerzas, como mi escudo, o manifestaciones elementales como el
viento o el fuego, es una nadería comparado con la complejidad y el poder
que se necesitan para cambiarle a alguien el color del pelo o hacer que las
células de los bordes de una herida se unan para cerrarla.
La herida curada era en realidad un mensaje. Mi madrina ahora también
tenía poder en este mundo, aparte de en el Nuncamás. Había hecho un
trato con una de las Hadas y lo había roto. Eso le daba poder sobre mí, lo
cual demostraba que había llevado a cabo un trabajo tan poderoso y tan
complejo sobre mí que nunca lo habría notado.
Aquella era la parte que más me asustaba. Siempre había sabido que
Lea me superaba, porque era una criatura con mil años o más de ex-
periencia y conocimiento y había nacido para hacer magia del mismo
modo que yo había nacido para respirar. Aunque mientras estuviera en
el mundo real, no tenía ninguna ventaja sobre mí. Ella era una extraña
en nuestro mundo, como yo lo era en el suyo. Tenía la ventaja de jugar
en casa.
Tenía. Esa era la palabra clave. Tenía.
Campanas infernales.
Me rendí y dejé que las manos me temblaran mientras me limpiaba la
cara. Tenía un buen motivo para tener miedo.
Además, tenía la ropa empapada por la lluvia y estaba congelado. Terminé
de limpiarme la sangre y me puse delante del secamanos eléctrico. Tuve que
apretar el botón una docena de veces para que arrancara.
Había dirigido el chorro hacia arriba, para que el aire caliente me diera
en la camisa, cuando entró Stallings, por una vez, sin Rudolph. Parecía
no haber dormido desde la última vez que le había visto. Tenía el traje
arrugado, su cabello gris era aún más gris y su bigote tenía casi el mismo
color que sus ojeras. Fue hacia el lavabo y se mojó la cara con agua fría sin
mirarme.
—Dresden —dijo—. Nos enteramos de que estabas en el hospital.
—Qué hay, John. ¿Cómo está Murphy?
—Está dormida. Acabamos de traerla.
Lo miré mientras parpadeaba.
—Por Dios, ¿ya ha amanecido?

169
—Hace unos veinte minutos. —Se puso en el secamanos que estaba
al lado del mío. Funcionó en cuanto le dio al botón—. Sigue dormida.
Los médicos están discutiendo si está en coma o si se ha tomado alguna
droga.
—¿Les has dicho lo que ha pasado? —pregunté.
Resopló.
—Sí, claro. Les he contado que un mago le ha echado un hechizo y por
eso está dormida. —Me miró—. ¿Cuándo se va a despertar?
Negué con la cabeza.
—Mi hechizo no durará mucho. Tal vez un par de días más. Cada vez que
se pone el sol, se hace más débil.
—¿Qué ocurrirá entonces?
—Empezará a gritar. A menos que yo encuentre a la cosa que la tiene
atrapada y descubra cómo deshacer lo que ha hecho.
—Para eso querías el libro de Kravos —dijo Stallings.
Asentí.
—Sí.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó el libro, un diario pequeño, fino,
pero grueso, encuadernado con piel oscura. Estaba metido en una bolsa de
plástico para pruebas. Extendí la mano, pero Stallings lo apartó.
—Dresden, si lo tocas, si lo abres, vas a dejar tus huellas. Células de la
piel. Esa clase de cosas. A menos que desaparezca.
Fruncí el ceño, mirándole.
—¿Y qué importa? Kravos no va a venir a recuperarlo, ¿verdad? Demo-
nios, lo atrapamos con el arma y con un cuerpo en la escena del crimen.
Nada de lo que haya en este diario va a cambiar eso, ¿verdad?
Sonrió.
—Si se tratara solo de su juicio, no habría ningún problema.
—¿Qué quieres decir?
Negó con la cabeza.
—Mierda interna. No puedo decir nada. Pero si coges este libro, Dres-
den, tiene que desaparecer.
—Vale —dije mientras levantaba la mano—. Ha desaparecido.
Lo apartó de nuevo.
—Hablo en serio —dijo—. Promételo.
Algo en la tranquila intensidad de sus palabras me llegó al alma.
—De acuerdo —dije—. Lo prometo.
Miró el libro durante un segundo y me lo puso en la palma de la mano.
—Al diablo con él —dijo—. Si puedes ayudar a Murphy, hazlo.

170
—John —dije—. Oye, tío. Si no creyera que lo iba a necesitar…. ¿Qué
está pasando?
—Asuntos Internos —dijo Stallings.
—¿Están vigilando a Investigaciones Especiales? ¿Otra vez? ¿No tienen
nada mejor que hacer? ¿Qué buscan ahora?
—Nada —mintió Stallings.
Se dio la vuelta para marcharse.
—John —dije—. ¿Qué es lo que no estás contando?
Se detuvo al llegar a la puerta y sonrió.
—Están interesados en el caso de Kravos. Es todo lo que puedo decir. Lo
sabrás el próximo día. Te enterarás cuando lo oigas.
—Espera —dije—. ¿Le ha pasado algo a Kravos?
—Tengo que irme, Harry. Buena suerte.
—Espera, Stallings…
Salió por la puerta. Lancé una maldición y eché a andar tras él, pero
me despistó. Me quedé en mitad del pasillo, temblando como un cacho-
rrito mojado. Maldita sea. Los policías están unidos, como si fueran una
hermandad. Colaboran contigo, pero si no eres poli, tienen millones de
formas sutiles de no dejar que te enteres de los secretos del departamen-
to. ¿Qué podía haberle pasado a Kravos? Algo grave. Demonios, a lo
mejor la Pesadilla también se había vengado de él si andaba merodeando
por ahí fuera. Aunque si eso hubiera ocurrido, le habría estado bien
empleado.
Permanecí ahí de pie durante un minuto, intentando decidir qué hacer.
No tenía dinero ni coche, ni forma de conseguirlos.
Necesitaba a Michael.
Pregunté y me dirigí hacia Maternidad. Di un largo rodeo, apartándome
de cualquier cosa que pareciera técnica o muy cara. Lo último que quería era
destrozar el pulmón artificial de un abuelo.
Encontré a Michael de pie en un pasillo. Tenía el pelo seco, rizado y aplas-
tado. Parecía algo más gris de lo normal. La barba le daba un aspecto duro
y descuidado. Tenía los ojos hundidos. Las botas y los pantalones estaban
salpicados de barro hasta la altura de las rodillas. La funda negra de Amo-
racchius colgaba de su hombro, vacía.
Michael estaba de pie delante de una gran ventana. Filas de personitas en
cunas de ruedas miraban hacia el cristal, con lámparas de calor encima para
asegurarse de que no pasaban frío. Me quedé en silencio a su lado, mirando
los bebés unos instantes. Una enfermera levantó la mirada, volvió a mirar-
nos y salió corriendo de la habitación.

171
—Ajá —dije—. Esa enfermera nos ha reconocido. No me había dado
cuenta de que estábamos de nuevo en Cook County. No reconozco el lugar
sin el fuego.
—El médico de Charity trabaja aquí.
—Oh, oh —dije—. ¿Cuál de ellos es el nuevo Carpenter?
Michael siguió en silencio.
Tuve un presentimiento desagradable y lo miré de reojo.
—¿Michael?
Habló con voz cansada e insensible.
—El parto se complicó. Ella tenía frío y había enfermado con algo. Rom-
pió aguas sobre la tumba. Supongo que para el bebé fue muy duro.
Me limité a escucharle, sintiéndome cada vez peor.
—Tuvieron que seguir adelante y hacerle una cesárea. Pero… creen que
puede haber daños. Creen que pudo recibir un golpe en el estómago. No
saben si podrá tener más hijos.
—¿Y el bebé?
Silencio.
—¿Michael?
Miró a los niños y dijo:
—El médico dice que pasadas treinta y seis horas puede haber esperan-
za. Pero está débil. Están haciendo todo lo que pueden. —Los ojos se le
llenaron de lágrimas y rodaron por sus mejillas—. Hubo complicaciones.
Complicaciones.
Intenté encontrar algo que decir, pero no pude. Maldita sea. La frustra-
ción me golpeó el ya lastimado vientre. Esto no debería haber ocurrido. Si
hubiera sido más rápido, o más inteligente, o hubiera tomado una decisión
mejor, a lo mejor podría haber evitado que Charity resultara herida. O el
bebé. Puse mi mano sobre el hombro de Michael y apreté. Solo quería que
supiera que estaba ahí. Por todo lo que había hecho.
Suspiró.
—El médico cree que yo la golpeé. Que así se hizo los moratones. No
dirá nada, pero…
—Eso es ridículo —dije por fin—. Piedras y estrellas, Michael, esa es la
cosa más ridícula que he oído.
Le salió una voz amarga. Miró su débil reflejo en el cristal.
—Podía haber sido yo también. Si no hubiera intervenido, ese demonio
no habría ido a por ella. —Escuché cómo sus nudillos crujían mientras
apretaba los puños—. Tenía que haber ido a por mí.
—Tienes razón —dije—. Por todos los demonios, Michael. Tienes razón.

172
Me miró.
—¿De qué estás hablando?
Levanté las manos juntas, intentando aclararme las ideas que me destella-
ban en el cerebro con luces de neón.
—Es un demonio lo que estamos persiguiendo, ¿verdad? Es el fantasma
de un demonio.
Un camillero, que pasaba empujando una bandeja, me dirigió una mira-
da extraña. Le sonreí, sintiéndome como un maníaco. Se marchó apresura-
damente.
—Sí —dijo Michael.
—Los demonios son duros, Michael. Son peligrosos y amenazantes, pero
también tienen muchas debilidades.
—¿Ah, sí?
—No comprenden a las personas. Entienden cosas como la lujuria, la
avaricia y la ambición de poder, pero no entienden cosas como el sacrificio
y el amor. Todo les resulta extraño, no tiene sentido para ellos.
—No entiendo a dónde quieres llegar.
—¿Recuerdas lo que te dije, que la mejor forma de llegar a ti era tu familia?
Frunció todavía más el ceño, pero asintió.
—Lo sé porque soy humano. Porque sé lo que es preocuparse por otra
persona aparte de mí mismo. Los demonios, sobre todo esa cosa, no son la
clase de demonios que hacen pactos con hechiceros de poca monta como
Kravos. Yo creía que la mejor forma de llegar hasta ti era a través de alguien
cercano, pero no creo que un demonio comprenda el contexto de esta in-
formación.
—Así que lo que estás diciendo es que ese demonio no tenía ninguna
razón para ir a por mi esposa y mi hijo.
—Estoy diciendo que no se da cuenta de eso. Si se tratara solo del fantas-
ma de un demonio que persigue a la gente que lo ha matado, se limitaría a
venir a por nosotros hasta que nos matara. No creo que se le ocurriera ir a
por alguien que nos importe, aunque sepa que existe. Aquí pasa algo más.
Los ojos de Michael se abrieron un poco más.
—La Pesadilla es una marioneta —dijo—. Alguien la está utilizando para
ir a por nosotros.
—El que lanzó esos hechizos de alambre de espino —dije—. Y hemos
estado dando vueltas alrededor del instrumento en lugar de ir a por la mano
que lo maneja.
—Por la sangre de Cristo —juró Michael. Debía ser el segundo juramen-
to más fuerte que le había oído—. ¿Quién puede ser?

173
Sacudí la cabeza.
—No lo sé. Alguien que tenemos en común los dos, supongo. ¿Cuántos
enemigos compartimos?
Se secó los ojos con la manga, con expresión decidida.
—No estoy seguro. Tengo enemigos por todo el país.
—Ídem —dije taciturno—. Incluso hay magos que no les importaría ver-
me caer unos cuantos peldaños. Aunque no conocer la identidad de nuestro
atacante me importa menos que otra cosa.
—¿El qué?
—Por qué no ha venido a por nosotros.
—Primero quiere hacernos daño. Vengarse —dijo mientras bajaba la
ceja—. ¿Podría estar tu madrina detrás de esto?
Negué con la cabeza.
—No creo. Es un hada. No suelen ser metódicas ni organizadas. Y ade-
más no son impacientes. Esa cosa está activa todas las noches, como si no
pudiera esperar.
Michael me miró por un instante. Después dijo:
—Harry, sabes que no me gusta juzgar a los demás.
—Ahora es cuando viene el pero.
Asintió.
—Pero ¿cómo te metiste en los asuntos de esa hada? Es mala, Harry. Al-
gunas solo son extrañas, pero esta es… malvada. Disfruta con el dolor.
—Sí —dije—. En realidad yo no la escogí.
—¿Quién fue entonces?
Me encogí de hombros.
—Mi madre, creo. Era la única con poderes. Mi padre no era un mago.
No pertenecía a su mundo.
—No entiendo por qué le haría eso a su hijo.
Algo se rompió en mi interior con un chasquido, y los ojos se me llena-
ron de lágrimas. Fruncí el ceño. Eran las lágrimas de un niño y salían por el
dolor que siente un niño.
—No lo sé —dije—. Sé que se mezcló con gente equivocada. Con criatu-
ras malvadas o algo así. A lo mejor Lea era una de sus aliadas.
—Lea es el diminutivo de Leanandsidhe, ¿verdad?
—Sí. No sé cuál es su nombre verdadero. Les quita sangre a los mortales
y a cambio les da inspiración. Artistas, poetas y gente así. Así es cómo ha
conseguido la mayoría de su poder.
Michael asintió con la cabeza.
—He oído hablar de ella. ¿De qué va ese trato que tienes con ella?

174
Negué con la cabeza.
—No tiene importancia.
Algo cambió dentro de Michael y se volvió más duro y más decidido.
—Para mí es importante, Harry. Cuéntamelo.
Miré a los bebés durante unos instantes antes de decir:
—Era un niño. Las cosas habían ido mal con mi antiguo tutor, Justin.
Mandó un demonio para que me matara y tuve que huir. Hice un trato
con Lea. Me daría el poder suficiente para vencer a Justin a cambio de mis
servicios. Mi lealtad.
—Y rompiste la promesa que le hiciste.
—Más o menos. —Sacudí la cabeza—. Ella nunca lo había esgrimido
hasta ahora, y yo he tenido cuidado de mantenerme alejado de ella. Normal-
mente no interviene en los asuntos de los mortales.
Michael movió su mano hacia la funda vacía de Amoracchius.
—Sin embargo, se ha llevado la espada.
Hice un gesto de dolor.
—Sí. Supongo que ha sido culpa mía. Si no hubiera intentado usarla para
librarme del trato…
—No tenías forma de saberlo —dijo Michael.
—Debería —dije—. No era difícil de imaginar.
Michael se encogió de hombros, aunque su expresión era menos natural
que su gesto.
—Lo hecho, hecho está. Pero no sé si te voy a resultar de ayuda sin la
espada.
—La recuperaremos —dije—. Lea no puede evitarlo, siempre hace tra-
tos. Encontraremos la forma de recuperarla.
—Pero lo haremos a su debido tiempo —dijo Michael. Sacudió la cabeza,
sonriendo—. La espada no se va a quedar para siempre en sus manos. El Se-
ñor no lo permitirá. Pero puede que mi tiempo de empuñarla haya acabado.
—¿De qué estás hablando? —pregunté.
—Tal vez sea una señal. A lo mejor ya no merezco seguir sirviéndole así.
O tengo que pasarle esa carga a otro. —Sonrió, mirando hacia el cristal,
hacia los niños—. Mi familia, Harry. A lo mejor ha llegado el momento de
ser padre a tiempo completo.
Ah, genial. Lo único que necesitaba ahora era una crisis de fe y que al
Puño de Dios le entraran dudas sobre su carrera. Necesitaba a Michael.
Necesitaba que alguien me guardara las espaldas, alguien acostumbrado a
enfrentarse a lo sobrenatural. Con espada o sin ella, tenía la cabeza bien
amueblada, y su fe tenía su propio poder sutil.

175
Él podía representar la diferencia entre derrotar a lo que andaba por ahí
fuera y que me mataran.
Además, tenía coche.
—Vamos. Estamos perdiendo el tiempo.
Frunció el ceño.
—No puedo. Me necesitan aquí.
—Michael, mira. ¿Hay alguien en tu casa que pueda quedarse con tus
hijos?
—Sí. Anoche llamé a la hermana de Charity y vino. El padre Forthill iba
a dormir un poco y luego volvería.
—¿Hay algo más que puedas hacer por Charity estando aquí?
Negó con la cabeza.
—Solo rezar. Ahora está descansando. Y su madre está de camino.
—Entonces, de acuerdo. Tenemos trabajo que hacer.
—¿Esperas que les deje otra vez?
—No, dejarles no. Pero necesitamos encontrar a la persona que está de-
trás de la Pesadilla para poder cuidar de ellos.
—Harry, ¿qué vamos a hacer? ¿Matar a alguien?
—Solo si hay que hacerlo. Campanas infernales, Michael, podrían haber
matado a tu hijo.
Su rostro se endureció y supe que le había convencido, que me seguiría al
Infierno para atrapar a quien hubiera hecho daño a su mujer y a su hijo. Lo
convencí y me odié por ello. Vamos, Harry. Tira de todas esas fibras sensi-
bles como si fuera un maldito titiritero.
Levanté el libro.
—Creo que tengo una pista de cuál es el nombre de la Pesadilla. Me
apuesto lo que quieras a que Kravos lo apuntó en su libro de las sombras. Si
tengo razón, podré usarlo para contactar con la Pesadilla y después seguirle
el rastro hasta llegar a quien la esté manejando. —Michael miró el cristal y
a los niños que había tras él—. Necesito que me lleves a casa. En mi labo-
ratorio podré descubrir qué está pasando antes de que las cosas se salgan de
madre. Después, iremos a por ella.
No dijo nada.
—Michael.
—Vale —dijo en voz baja—. Vamos.

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23

Ya en mi laboratorio, me sentí un poco asustado trabajando a la luz de las


velas. Sabía que en el exterior era de día, pero la última noche había liberado
cierto miedo a la oscuridad, algo inherente al ser humano. Me sentía herido.
Todo, cada sombra y sonido leve, hacía que me sobresaltara y mirara de reojo.
—Tranquilo, Harry —dije para mis adentros—. Ya tendrás tiempo cuan-
do se ponga el sol. Relájate y supéralo.
Era un buen consejo. Michael y yo habíamos conducido durante gran
parte de la mañana buscando lo que necesitaba para el hechizo. Yo leía el
diario de Kravos mientras Michael conducía. Eran cosas enfermizas. Había
tenido cuidado anotando cada uno de los pasos del ritual, además de las no-
tas del éxtasis físico que había experimentado durante los asesinatos (nueve
en total). La mayoría de ellos habían sido mujeres o niños, a los que había
matado cruelmente con su cuchillo curvado. Había atraído a muchos jóve-
nes a su casa con la promesa de drogas o chantajeándolos y después había ce-
lebrado orgías donde cada uno de los participantes canalizaba la energía que
provocaba toda aquella lujuria para que él la convirtiera en magia. Aquel
parecía ser el comportamiento normal de tipos como Kravos. Una situación
en la que todos salían ganando.
Era un hombre concienzudo. Riguroso en sus esfuerzos de matar y co-
rromper vidas para así acumular más poder, concienzudo al documentar sus
placeres enfermizos y enumerar sus esfuerzos para atrapar a un demonio de
nombre Azorthragal.
Había escrito el nombre con mucho cuidado, marcando cada sílaba con
un énfasis especial. La magia tiene mucho que ver con el lenguaje, trata de
vincular cada cosa con otra, una idea con otra. Después de crear esos víncu-
los, les das poder y haces que ocurra algo. En este negocio llamamos a eso
taumaturgia, crear vínculos entre cosas grandes y pequeñas. Después haces
que sucedan cosas a pequeña escala y estas suceden a una escala mayor. Los
muñecos vudú son el mejor ejemplo.
Pero los simulacros, al igual que los muñecos vudú, no son la única forma
de crear vínculos. Un mago puede usar restos de uñas, de cabello, sangre re-
ciente o cualquier otra parte del cuerpo para crear un vínculo con la criatura
de la que proceden.

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O puede usar su nombre. O tal vez debería decir su nombre verdadero.
Los nombres tienen poder. El nombre verdadero de cada persona dice algo
sobre ella, lo sepa o no. Un mago puede utilizar este nombre verdadero para
crear un vínculo con alguien. De todas formas, es difícil hacerlo con las
personas; el concepto que la gente tiene de sí misma está siempre cambian-
do, evolucionando, así que aunque consigáis que alguien os dé su nombre
completo, puede que el vínculo no funcione porque la persona esté de un
humor radicalmente distinto o porque le haya ocurrido un suceso vital que
altere la forma en que se ven a ellos mismos. Un mago solo puede obtener el
nombre de una persona de sus propios labios, pero si no lo usa rápidamente,
ya no le vale.
Sin embargo, los demonios son otro tema. Los demonios no son perso-
nas. No tienen el problema de tener alma y no se preocupan por cosas sin
importancia como el Bien y el Mal, lo que es correcto o lo que es incorrecto.
Los demonios simplemente existen. Si a un demonio le apetece devorarte la
cara, lo hará ahora, en el futuro, y dentro de mil años. Esto, en cierto modo,
resulta cómodo y les hace ser vulnerables.
Una vez sepáis el Nombre de un demonio, podéis acceder a él cuando
queráis. Yo tenía el nombre de Azorthragal. Aunque ahora fuera un fantas-
ma en lugar de un demonio, estaba obligado a responder ante el recuerdo
de su Nombre.
Era el momento de hacerlo.
Cinco velas blancas rodeaban mi círculo de invocación, los puntos de un
pentáculo invisible. Las velas blancas son para proteger. Y porque es el color
más barato en el supermercado. Oye, los magos no hacemos crecer el dinero
de los árboles.
Entre cada una de las velas había un objeto perteneciente a alguien que la
Pesadilla hubiera tocado. Mi brazalete escudo estaba ahí. Michael me había
dado su anillo de boda y el de Charity. Había ido a la comisaría para coger
la placa con el nombre de Murphy grabado a mano; ella se había empeñado
en tenerla colgada en la puerta de su despacho hasta que la publicidad que
obtuvo el año pasado hizo que los políticos del ayuntamiento le dieran una
de verdad. Ahora estaba en el suelo entre las velas.
Con una visita a la casa de un agradecido Malone conseguí el reloj que
le dieron en su jubilación. Con él entre las últimas velas, el círculo estaba
completo.
Suspiré y comprobé mis utensilios. No se necesitan tantas velas, ni cuchi-
llos ni más chismes para hacer magia. Pero ayudan. Hacen que concentrarse
sea más fácil. Necesitaba toda la ayuda posible.

178
De modo que encendí el incienso y deambulé por la parte exterior del
círculo de invocación, dejando el espacio suficiente dentro del círculo de
incienso y fuera del círculo de cobre para poder trabajar. Mientras lo hacía,
puse algo de mi voluntad, la suficiente para cerrar el círculo y sentir que los
niveles de energía aumentaban mientras la magia se fusionaba.
—Harry —llamó Michael desde la habitación de arriba—. ¿Has termi-
nado?
La sorpresa me produjo un destello de irritación.
—Ni siquiera he empezado.
—Faltan cuarenta y cinco minutos para que anochezca —dijo.
No pude evitar que mi voz sonara molesta.
—Por Dios, gracias. No me metas presión, Michael.
—¿Puedes hacerlo o no, Harry? Tengo que volver con Charity.
—Estoy condenadamente seguro de poder hacerlo si no me metes prisa.
Campanas infernales, Michael, quítate de en medio y déjame trabajar.
Gruñó para sí mismo algo sobre la paciencia, poner la otra mejilla o algo
así. Escuché sus pisadas sobre el suelo mientras se retiraba de la puerta que
daba a mi laboratorio.
Michael no había bajado conmigo al laboratorio porque el Todopodero-
so, a pesar de todo a lo que nos habíamos enfrentado, no permitía el uso de
la magia.
Lo toleraba, pero no lo aprobaba.
Regresé al trabajo cerrando los ojos y obligándome a aclarar mis pen-
samientos, a concentrarme en la tarea que tenía entre manos. Comencé a
proyectar mi concentración hacia el círculo de cobre.
El humo del incienso me hacía cosquillas y formaba espirales sobre el pe-
rímetro del círculo exterior sin abandonarlo. La energía aumentaba a medi-
da que crecía mi concentración, y entonces levanté el cuchillo con mi mano
derecha y un cuenco con agua con la izquierda.
Ahora, a por los tres pasos.
—Enemigo, enemigo mío —dije, dándole poder a las palabras—. Te bus-
co. —Pasé el cuchillo por encima del círculo de cobre, con el filo hacia aba-
jo. No podía verlo sin abrir mi Visión, pero podía sentir la tensión silenciosa
mientras hacía una hendidura entre el mundo mortal y el Nuncamás.
—Enemigo, enemigo mío —dije de nuevo—. Te busco. Muéstrame tu
rostro. —Derramé el agua por encima del círculo, donde la energía del he-
chizo la convirtió en una neblina fina que flotaba y que arrojó un arcoíris
cuyas formas y colores cambiaron gracias a la luz de las velas.
Y ahora venía lo difícil.

179
—¡Azorthragal! —grité—. ¡Azorthragal! ¡Azorthragal! ¡Appare!
Usé el cuchillo para cortarme el dedo y esparcí la sangre por el borde del
círculo de cobre.
El poder surgió de mi interior y se dirigió hacia dentro del círculo, a
través de la grieta en el tejido de la realidad y, al hacerlo, se extendió rápida-
mente rodeando el círculo de cobre como si fuera un muro. Sentí un dolor
agudo y atroz en el corte que hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas
mientras brotaba el poder, alimentado por la energía del círculo y dirigida
por los objetos que lo rodeaban.
El hechizo salió buscando el Nuncamás, como si fuera el tentáculo ciego
de un kraken sobre la cubierta de un barco buscando algún alma desvalida.
No debería haber sido así. Debería haber apresado a la Pesadilla como un
lazo y traerla hasta aquí. Extendí la mano y le insuflé más poder al hecho,
visualizando a la cosa con la que había luchado, los resultados de su obra,
intentando guiar al hechizo. Este no se enganchó a nada hasta que reviví
cómo había sentido a la Pesadilla, a falta de un término mejor, el terror
que me había inspirado. Hubo un instante de sorprendente tranquilidad y
a continuación una energía salvaje que me rechazaba, que se resistía y que
hizo que el corazón me diera brincos en el pecho y que el corte del dedo me
ardiera como si alguien le hubiera echado sal.
—¡Appare! —grité, poniendo toda mi voluntad en la voz y dirigiéndola
hacia el hechizo—. ¡Os ordeno que aparezcáis! —Utilicé el término arcaico
en el momento más dramáticamente apropiado. Que me demanden por ello.
La niebla de arcoíris se retorcía y daba vueltas, como si alguna clase de
cosa semisólida estuviera moviendo el aire en el interior del círculo de invo-
cación. Luchaba como un toro enloquecido intentando romper mi hechizo.
—¡Appare!
Sonó el teléfono en el piso de arriba. Escuché a Michael cruzando la habi-
tación mientras yo luchaba en silencio durante varios segundos furiosos con
la Pesadilla que intentaba escapar de la red de mi concentración.
—Hola —dijo Michael. Había dejado la puerta abierta y se le oía con
claridad.
—¡Appare! —grité de nuevo. Sentí que la cosa se deslizaba y se zafaba con
maléfico triunfo. La niebla y las luces se retorcieron y comenzaron a adoptar
una forma vagamente humana.
—Ah. Sí, pero está… algo ocupado —dijo Michael—. Oh, oh, no exac-
tamente. Creo que sí, pero… —Michael suspiró—. Espera un minuto.
—Escuché que sus pisadas se dirigían de nuevo a la puerta—. Harry, Susan
está al teléfono. Dice que tiene que hablar contigo.

180
—Dile que ya la llamaré —conseguir decir casi gritando mientras lucha-
ba por atrapar a la Pesadilla.
—Dice que es importante.
—¡Michael! —medio grité—. ¡Estoy un poco ocupado!
—Harry —dijo Michael con voz grave—. No sé qué estás haciendo ahí, pero
ella parece estar muy enfadada. Dice que lleva tiempo intentando hablar contigo.
La Pesadilla empezó a huir de mí. Apreté los dientes y seguí.
—¡Ahora no!
—Muy bien —dijo Michael. Se apartó de la puerta que llevaba al labora-
torio y le escuché hablar de nuevo por teléfono.
Bloqueé aquel pensamiento. Lo bloqueé todo salvo mi hechizo, el círculo
y la cosa que estaba al otro lado. Estaba cansado, pero él también. Tenía los
instrumentos, el poder y el foco del círculo; era fuerte, pero yo tenía ventaja
y después de otro minuto y medio, grité por última vez:
—¡Appare!
La niebla que había dentro del círculo giró y se sacudió, adoptando una
forma vagamente humana. La figura gritó, emitiendo un sonido leve y bur-
bujeante, todavía intentando escapar.
—¡No puedes escapar! —le grité—. ¿Quién te ha traído de vuelta? ¿Quién
te ha enviado?
—Mago —gritó la cosa—. ¡Libérame!
—Sí, claro. ¿Quién te ha enviado? —Le di a mi voz un tono más peren-
torio y enérgico.
La figura gritó con un sonido distorsionado, como una radio con interfe-
rencias. Se negó a hacerse más clara ni más sólida.
—¡Nadie!
—¿Quién te ha enviado? —dije, golpeando a la Pesadilla con el hechizo,
con mi voluntad—. ¿Quién te ha obligado a hacerle daño a esas personas?
Campanas infernales, ¡vas a contestarme!
—Nadie —gruñó la Pesadilla. Redobló sus esfuerzos, pero la tenía fuer-
temente sujeta.
Y entonces sentí otra presencia que venía desde el otro lado. Sentí ese
poder horrible y frío que estaba detrás de los hechizos que atormentaban a
Micky Malone y al fantasma de Agatha Hagglethorn. La Pesadilla se animó
como si le hubieran echado gasolina, recargándola. Pasó de ser un toro en-
loquecido a un elefante frenético, y noté que comenzaba a liberarse de mi
hechizo, a soltarse.
—¡Mago! —gritó triunfante—. ¡Mago, está anocheciendo! ¡Os arrancaré
el corazón! ¡Iré a por vuestros amigos y a por sus hijos! ¡Los mataré a todos!

181
—Se dice «Te arrancaré el corazón» —murmuré—. Y no, no lo harás.
—Levanté la mano izquierda y la sacudí hacia la niebla que se retorcía es-
parciendo gotas de sangre—. Yo os vinculo —gruñí.
Levanté la mano en dirección a la cosa y encontré aquella parte de mí
que todavía tenía dentro, lo que me produjo una sensación cálida, como la
de volver a casa después de un largo viaje. Apenas podía rozarla, pero me
bastaba para lo que quería hacer.
—No haréis daño a más almas, no derramaréis más sangre. Esta lucha es
conmigo. ¡Yo os vinculo! ¡Os vinculo!
Y al repetir la palabra por tercera vez, sentí que el hechizo se cerraba,
sentí que atrapaba a la Pesadilla como si fuera un rollo de acero. No podía
evitar que huyera. Ni tampoco que viniera al mundo mortal, pero estaba
condenadamente seguro de que la única persona con la que iba a luchar era
conmigo.
—Ahora vamos a ver qué haces en una lucha justa, imbécil.
Gritó, pero no rompió las ataduras de mi hechizo. El sonido retumbó por
la habitación. Levanté el cuchillo con la otra mano y lo usé para cortar el
aire que estaba sobre el círculo, liberando el hechizo de sujeción y dándolo
todo con ese último golpe.
Vi cómo la magia entraba en el círculo y cómo la Pesadilla se desvanecía.
Rompió la niebla de color arcoíris como si fuera el hacha de un leñador
invisible, y la Pesadilla gritó de nuevo.
A continuación la niebla se juntó de nuevo formando un horrible torbe-
llino, una implosión de espacio, y la criatura se marchó. Unas gotas de agua
mojaban el suelo y las velas se habían apagado.
Me derrumbé de bruces, apoyándome en los antebrazos, resollando y
luchando por recuperar el aliento mientras los músculos me temblaban. Le
había hecho daño al bastardo. No era invencible. Le había hecho daño. A lo
mejor no era nada más grave que el corte de mi dedo o una bofetada, pero
no se lo había esperado.
No había podido descubrir a la persona que estaba detrás, pero había
sentido algo, había notado su presencia, como si hubiera dejado un rastro
de perfume (en sentido metafísico). Tal vez pudiera usarlo.
—Chúpate esa, capullo —murmuré. Me quedé así, jadeando varios mi-
nutos, con la cabeza dándome vueltas a causa del esfuerzo del hechizo. Des-
pués retiré las cosas y salí dando tumbos de mi laboratorio hacia la habita-
ción de arriba.
Michael me ayudó a sentarme. Había encendido el fuego y me empapé de
su calor sintiéndome agradecido. Fue a la cocina y me trajo una Coca-Cola

182
y un bocadillo. Me la bebí con ansia. Solo cuando hube terminado el último
sorbo, me preguntó.
—¿Qué ha pasado?
—La invoqué. A la Pesadilla. Alguien la ayudó a huir, pero no antes de
que pudiera vincularla.
Me miró con el ceño fruncido, estudiando mi cara con sus ojos grises.
—¿Qué clase de vínculo?
—Uno que impide que vaya a por ti. O a por Murphy. O a por tu familia.
No pude vencerla, pero pude limitar sus objetivos.
Michael parpadeó durante un instante. A continuación dijo con lentitud:
—Haciendo que vaya a por ti.
Le sonreí, mostrándole los dientes con fiereza, y asentí. Mi voz traslucía orgullo.
—Tuve que hacerlo en el último segundo, sobre la marcha. No lo había pla-
neado, pero funcionó. Mientras yo esté vivo, no puede meterse con nadie más.
—Mientras estés vivo —dijo Michael. Frunció el ceño y apoyó sus grue-
sos antebrazos en sus rodillas, juntando las palmas de las manos—. ¿Harry?
—¿Sí?
—¿Eso no implica que ahora va a intentar matarte? No atormentarte ni
infligirte torturas sádicas, sino la muerte, simple y llanamente.
Asentí tranquilamente.
—Sí.
—Y… si hay una persona que está detrás de la Pesadilla, si la ayudó a
escapar, significa que te has cruzado en su camino. No puede usar su arma
hasta que no se libre ti.
—Sí.
—Así que, aunque antes no quisieran matarte, ahora no van a detenerse
por nada.
Permanecí en silencio unos instantes, pensando en ello.
—Tomé una decisión, tío —dije finalmente—. Pero, demonios, ya estoy
tan metido en esto que no me importa meterme aún más. Deja que la Pesa-
dilla y mi madrina se peleen a puñetazos a ver quién va primero.
Le brillaban los ojos cuando levantó la mirada.
—Ah, Harry. No deberías haberlo hecho.
Lo miré, frunciendo el ceño.
—Oye, es mejor que todo lo que hemos intentado hasta ahora. Tú hubie-
ras hecho lo mismo si hubieses podido.
—Sí —dijo Michael—. Pero mi familia está preparada. —Se detuvo para
añadir a continuación con voz suave—: Y yo estoy seguro de dónde va a ir
mi alma cuando me llegue el momento de partir.

183
—Ya me preocuparé después por el Infierno. Además, creo que tengo un
plan.
Hizo una mueca.
—No te preocupa tu alma, pero tienes un plan.
—No tengo intención de que me maten todavía. Tenemos que atacar,
Michael. Si nos sentamos a esperar, va a destrozarnos.
—Querrás decir destrozarte —dijo. Su expresión parecía cada vez más
preocupada—. Harry, sin Amoracchius… no estoy muy seguro de poder
ayudarte.
—Sabes lo que estás haciendo, Michael. Y no creas que el Todopoderoso
va a quitarte del equipo solo porque se nos haya caído la pelota, ¿verdad?
—Por supuesto que no, Harry. Él siempre es leal.
Me incliné hacia él, le puse una mano en el hombro y lo miré a los ojos.
No suelo hacerlo a menudo. No hay muchas personas a quien hacérselo.
—Michael. Esa cosa es grande y mala y me da muchísimo miedo. Pero
ahora mismo tal vez soy el único que puede detenerla. Te necesito. Necesito
tu ayuda. Demonios, tío, necesito saber que me apoyas, que crees en lo que
estoy haciendo. ¿Estás conmigo o no?
Estudió mi rostro.
—Dijiste que habías perdido una gran cantidad de tu poder. Y ya no
tengo la espada. Nuestros enemigos lo saben. Puede que nos maten a los
dos. O algo peor.
—Si nos quedamos aquí sin hacer nada, nos van a matar de todas formas.
Y puede que también a Murphy, a Charity y a tus hijos.
Agachó la cabeza y asintió.
—Tienes razón. No queda otra alternativa.
Sus grandes manos callosas y fuertes cubrieron las mías durante un ins-
tante y a continuación se puso de pie, con la espalda recta y los hombros
cuadrados.
—Debemos tener fe. El buen Dios nunca nos envía más de lo que pode-
mos soportar.
—Espero que tengas razón —dije.
—Así que, ¿cuál es el plan, Harry? ¿Qué vamos a hacer?
Me levanté y me dirigí a la repisa de la chimenea, pero lo que necesitaba
ya no estaba allí. Fruncí el ceño, buscando por toda la habitación, y lo vi en
la mesita de café. Me agaché y cogí el sobre blanco, sacando la invitación de
letras doradas que me habían entregado Kyle y Kelly Hamilton.
—Nos vamos de fiesta.

184
24

Michael aparcó su furgoneta en la calle que había junto a la mansión de


Bianca. Se guardó las llaves en el bolsillo de su cinturón de cuero y lo cerró
con un botón que tenía forma de cruz plateada. Después se estiró el cuello
de la camisa, que sobresalía de la cota de malla, y cogió del asiento de atrás
un yelmo de acero que deslizó sobre su cabeza.
—Dime otra vez por qué es una buena idea, Harry. ¿Por qué vamos a una
fiesta de disfraces con un montón de monstruos?
—Porque todo apunta hacia aquí —dije.
—¿Cómo?
Tomé una gran inspiración, intentando ser paciente, y le pasé la capa blanca.
—Mira. Sabemos que alguien ha estado agitando el mundo de los espíri-
tus. Sabemos que lo hicieron para crear esta Pesadilla que nos persigue. Sa-
bemos que la chica, Lydia, está relacionada con la Pesadilla de algún modo.
—Sí —dijo Michael—. Muy bien.
—Bianca —dije— envió a sus matones para que se llevaran a Lydia. Y
Bianca está celebrando una fiesta para los tipos más repugnantes de la zona.
Stallings me dijo que había desaparecido gente de la calle misteriosamente.
Probablemente los sirvan de cena en la fiesta o algo así. Aunque Bianca no
esté detrás de esto, y no estoy diciendo que no lo esté, existe la posibilidad
de que ese alguien venga a la fiesta de esta noche.
—¿Y crees que vas a poder dar con él? —preguntó Michael.
—Seguramente —respondí—. Lo único que tengo que hacer es acercar-
me lo suficiente para poder tocarle, sentir su aura. Sentí al que ayudó a la
Pesadilla a escapar de mí. Debería ser capaz de sentirlo otra vez.
—No me gusta —dijo Michael—. ¿Por qué la Pesadilla no fue a por ti en
cuanto se puso el sol?
—Tal vez la asusté. Le hice un poco de daño.
Michael frunció el ceño.
—Sigue sin gustarme. Va a haber docenas de cosas que no tienen dere-
cho a existir en este mundo. Va a ser como entrar a una habitación llena de
lobos.
—Lo único que tienes que hacer —dije— es mantener la boca cerrada y
vigilarme las espaldas. Esta noche los malos tienen que jugar según las reglas.

185
Estamos protegidos por las antiguas leyes de la hospitalidad. Si Bianca no
las respeta, va a arruinar su reputación delante de sus invitados y de la Corte
Vampírica.
—Te protegeré, Harry —dijo Michael—. Al igual que protegeré a cual-
quiera al que esas… cosas amenacen.
—No necesitamos luchar, Michael. No estamos aquí por eso.
Miró por la ventana de la furgoneta con la mandíbula apretada.
—Lo digo en serio, Michael. Es su territorio. Probablemente haya
gente malvada ahí dentro, pero tenemos que olvidarnos de eso y con-
centrarnos.
—Olvidarnos de eso —dijo—. Harry, si hay alguien que necesite mi ayu-
da, lo ayudaré.
—¡Michael! Si rompemos el trato primero, les habremos declarado la
guerra. Vas a hacer que nos maten a los dos.
Volvió la cabeza para mirarme, con ojos duros como el granito.
—Soy lo que soy, Harry.
Levanté las manos en el aire y me las golpeé con el techo de la furgoneta.
—Hay gente que podría morir si liamos las cosas. No solo estamos ha-
blando de nuestras vidas.
—Lo sé —dijo—. Mi familia está entre ellos. Pero eso no cambia nada.
—Michael —dije—. No te estoy pidiendo que sonrías, charles y seas
amable. Solo que estés callado y te quites de en medio. No le claves un cru-
cifijo a nadie en la garganta. Es todo lo que pido.
—No voy a quedarme ahí parado, Harry —dijo—. No puedo. —Frun-
ció el ceño y dijo—: Tampoco creo que tú puedas.
Lo miré.
—Campanas infernales, Michael. No quiero morir aquí.
—Ni yo. Debemos tener fe.
—Genial —dije—. Simplemente genial.
—Harry, ¿puedes rezar conmigo?
Lo miré, parpadeando.
—¿Qué?
—Una oración —dijo Michael—. Me gustaría hablar con Él unos ins-
tantes. —Me dedicó una media sonrisa—. No tienes que decir nada. Solo
estate callado y quítate de en medio.
Inclinó la cabeza.
Miré por la ventanilla de la furgoneta, en silencio. No tenía nada contra
Dios. Todo lo contrario. Pero no Lo entendía. Y no confiaba en ese montón
de gente que declaraba hacer las cosas en Su nombre. Puedo entender a las

186
hadas, a los vampiros y a cosas así. Incluso a los demonios. A veces, hasta a
los Caídos. Entiendo por qué hacen lo que hacen.
Pero no entiendo a Dios. No entiendo cómo puede ver a las personas
tratándose entre sí y no reconocer que la raza humana fue una mala idea.
Supongo que lo entiende mejor que yo.
—Señor —dijo Michael—. Caminamos en la oscuridad. Nuestros ene-
migos nos rodean. Por favor, ayúdanos y haznos fuertes para que podamos
hacer lo necesario. Amén.
Simplemente eso. Sin un lenguaje rebuscado, sin rogarle al Todopoderoso
que nos ayudara. Solo unas palabras sosegadas sobre lo que queríamos hacer
y una petición para que Dios estuviera a nuestro lado. Eran palabras senci-
llas y, aun así, el poder lo rodeó como si fuera neblina, y me hormigueó en
los brazos y la nuca. Fe. Me tranquilicé un poco. Teníamos mucho que hacer
y podíamos hacerlo.
—¿Qué aspecto tengo? —le pregunté.
Sonrió mostrándome sus dientes blancos.
—Vas a hacer que todas las cabezas se vuelvan, eso seguro.
Tuve que devolverle la sonrisa.
—De acuerdo —dije—. Vámonos de fiesta.
Salimos de la furgoneta y echamos a andar hacia las puertas que rodeaban
la mansión de Bianca. Michael se abrochó su capa blanca con la cruz roja
mientras avanzábamos. Llevaba una sobrevesta a juego, botas y guardas de
armadura en los hombros. Un par de guanteletes a juego con sus botas y un
par de cuchillos, uno a cada lado del cinturón. Olía a acero y hacía un ruido
metálico al andar. Sonaba reconfortante, a su manera amistosa y acorazada.
Hubiese sido más elegante haber cruzado las puertas conduciendo y que
la furgoneta se la hubiese quedado el aparcacoches, pero Michael no quería
dejarle su furgoneta a los vampiros. No le culpaba. Yo tampoco me fiaría
de un demonio de las sombras chupasangre que merodea por la noche y
además aparca coches.
Os juro que la puerta tenía una garita con dos guardias. No parecían lle-
var armas, pero tenían un aire arrogante que ni Michael ni yo pasamos por
alto. Les tendí la invitación y nos dejaron pasar.
Caminamos hasta la entrada de la casa. Se acercó una limusina negra y
tuvimos que apartarnos para dejarla pasar. Sus ocupantes estaban saliendo
del coche cuando llegamos a la entrada de la casa.
El conductor fue hasta la puerta trasera de la limusina y la abrió. Al ha-
cerlo, se escuchó una música a todo volumen procedente de su interior. Se
paró y entonces salió un hombre de la limusina.

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Era alto y pálido como una estatua. El cabello negro le caía en rizos albo-
rotados hasta los hombros. Llevaba un par de alas de mariposa traslúcidas
encima de los hombros, las cuales sujetaba con algún misterioso mecanis-
mo. Llevaba unos guantes de cuero blanco con unos intrincados dibujos
plateados que adornaban sus puños, y tenía unos adornos parecidos en las
sandalias, que le subían hasta las pantorrillas.
De uno de sus costados colgaba una espada delicada, con la empuñadura
forjada en cristal. Lo único que llevaba puesto era un taparrabos de tela
blanca y suave. Podía llevarlo con aquel cuerpo. Era musculoso, pero no
demasiado, ancho de hombros y no había ni rastro de vello en su piel pálida.
Campanas infernales, me di cuenta de lo hermoso que era.
El hombre sonrió, mostrando un brillo digno de un anuncio de pasta de
dientes, y bajó una de sus manos hacia el coche. De él salieron un par de
piernas hermosas que llevaban unos tacones altos de color rosa, seguidas de
una chica exquisita apenas vestida con unos pétalos de rosa. Llevaba una
falda estrecha y corta confeccionada con dichos pétalos, y estos le cubrían
también el pecho, como unas manos delicadas. Aparte de la gipsófila que
adornaba su cabello negro, no llevaba nada más. Y le quedaba muy bien.
Medía uno setenta con los tacones y tenía una cara dulce y adorable. Tenía
las mejillas pintadas con un delicado rubor, vibrante y vivo, los labios abier-
tos y una mirada en los ojos que me hizo pensar que tramaba algo.
—Harry —dijo Michael—. Estás babeando.
—No estoy babeando —repliqué.
—Esa chica no debe de tener más de diecinueve años.
—¡No estoy babeando! —gruñí, agarré el bastón con la mano y me dirigí
hacia la entrada de la casa. Y me limpié la boca con la manga. Por si acaso.
El hombre se giró hacia mí y levantó ambas cejas. Miró mi disfraz de
arriba a abajo y soltó una carcajada.
—Oh, Dios mío —dijo—. Usted debe de ser Harry Dresden.
Se me pusieron los pelos de punta. No me gusta cuando alguien me co-
noce y yo a él no.
—Sí —dije—. Soy yo. ¿Quién demonios es usted?
Aunque la hostilidad le molestó, no perdió la sonrisa. La chica que iba
con él se deslizó bajo su brazo izquierdo y se apretó contra él, mirándome
con ojos de estar colocada.
—Ah, por supuesto —dijo—. Se me olvidaba que probablemente usted
no sepa nada de la complejidad de la Corte. Me llamo Thomas, de la Casa
Raith, de la Corte Blanca.
—La Corte Blanca —dije.

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—Hay tres Cortes Vampíricas —apuntó Michael—. La Negra, la Roja y
la Blanca.
—Ya lo sabía.
Michael levantó uno de sus hombros.
—Lo siento.
Thomas sonrió.
—Bueno, a efectos prácticos solo son dos. La Corte Negra ha caído a cau-
sa de las dificultades de los últimos tiempos, pobres. —Su tono de voz su-
gería más alegría que pena—. Señor Dresden, déjeme presentarle a Justine.
Justine, la chica que estaba bajo su brazo, me dedicó una dulce sonrisa.
Parecía que iba a extender la mano para que se la besara, pero no lo hizo. Se
limitó a adaptar su cuerpo al de Thomas de una forma más cómoda.
—Encantado —dije—. Este es Michael.
—Michael —musitó Thomas, y lo estudió de arriba a abajo—. Vestido
de caballero templario.
—Algo así —dijo Michael.
—Qué irónico —dijo Thomas. Volvió a mirarme, sonriendo todavía
más—. Y usted, señor Dresden, su disfraz es… de los que arman revuelo.
—¿Por qué? Gracias.
—¿Entramos?
—Ah, vamos.
Nos agolpamos en las escaleras delanteras, lo que me hizo ver durante un
incómodo instante las piernas de Justine, esbeltas y adorables y hechas para
cosas que no tenían nada que ver con ir de un sitio a otro. Un par de porte-
ros trajeados y con aspecto humano nos abrieron las puertas de la mansión
para que entráramos.
Habían redecorado el recibidor de la mansión de Bianca desde la última
vez que estuve. Habían remodelado lujosamente el estilo antiguo. Ahora era
de mármol en lugar de madera brillante. Todas las puertas tenían gráciles
arcos en lugar de los sólidos rectángulos. Unas hornacinas situadas cada tres
metros aproximadamente albergaban pequeñas estatuas y otras piezas de
arte. Solo estaban iluminadas por las luces de cada hornacina, por lo que
entre ellas se creaban grandes zonas de sombra.
—Qué hortera —resopló Thomas, mientras sus alas de mariposa se estre-
mecían—. ¿Había estado antes en alguna función de la Corte, señor Dres-
den? ¿Conoce el protocolo?
—En realidad, no —dije—. Pero prefiero que no obliguen a beber los
fluidos del cuerpo de nadie, sobre todo los míos.
Thomas se rio con ganas.

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—No, no. Bueno —admitió—, no formalmente, aunque habrá muchas
oportunidades de consentirlo, si lo desea.
Sus dedos acariciaron de nuevo la cintura de la chica, y ella me miró de
una forma desconcertantemente intensa.
—No creo. ¿Qué tengo que saber?
—Bueno, todos nosotros estamos marginados al no pertenecer a la Corte
Roja, y esta es una función Roja. En primer lugar, nos presentarán a la com-
pañía y ellos tendrán ocasión de conocernos.
—Mezclarnos, ¿eh?
—Eso es. Después nos presentarán a la mismísima Bianca y ella, a cam-
bio, nos entregará un regalo.
—¿Un regalo? —pregunté.
—Ella es la anfitriona. Por supuesto que dará regalos —Me sonrió—. Es
un tema de educación.
Lo miré. No estaba acostumbrado a que los vampiros fueran tan habla-
dores.
—¿Por qué estás siendo tan servicial?
Apoyó los dedos sobre el pecho, levantando las cejas en un expresión
perfecta de «¿quién, yo?».
—¿Por qué, señor Dresden? ¿Por qué no tendría que ayudarle?
—Porque es usted un vampiro.
—Eso es —dijo—. Pero me temo que no soy uno excepcionalmente bue-
no. —Me dedicó una sonrisa radiante y dijo—: Por supuesto, también po-
dría estar mintiendo.
Gruñí.
—Así que, señor Dresden, había rumores de que había rechazado la in-
vitación de Bianca.
—Lo hice.
—¿Qué le llevó a cambiar de idea?
—Asuntos de trabajo.
—¿De trabajo? —preguntó Thomas—. ¿Está aquí por trabajo?
Me encogí de hombros.
—Algo así. —Me quité los guantes intentando parecer despreocupado y
extendí la mano—. Gracias otra vez.
Ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. Miró la mano y después se giró con
mirada calculadora, antes de estrechármela.
Tenía un aura ligera y chispeante. La sentí danzar y brillar contra mi piel
como un viento suave y frío. Me pareció extraña, diferente a la energía que
rodeaba a un aprendiz humano, y no tenía que ver con nada procedente

190
del Nuncamás. Thomas no era mi hombre. Debí mostrarme visiblemente
relajado, porque sonrió y dijo:
—He pasado la prueba, ¿verdad?
—No sé de qué me habla.
—Lo que usted diga. Es un tipo extraño, Harry Dresden. Pero me gusta.
Y tras estas palabras, él y su acompañante se dieron la vuelta y se desli-
zaron por el pasillo, hacia unas puertas de las que colgaban unas cortinas.
Contemplé cómo se marchaban.
—¿Ves algo? —preguntó Michael.
—Está limpio —dije—. Relativamente. Debe de ser alguien importante
aquí.
—Suena como si fueras a hacer contactos —dijo Michael.
—Sí. ¿Estás listo?
—Si Dios quiere.
Recorrimos el pasillo, atravesamos la puerta con cortinas y llegamos a la
central de las fiestas de los vampiros.
Nos quedamos en un escalón de cemento que se elevaba tres metros sobre
el gran patio exterior. La música surgía de algún lugar debajo de nosotros.
El patio estaba atestado de gente que formaba un borrón de colores y movi-
miento, conversaciones y disfraces, como si fuera una pintura impresionista.
Por todas partes había globos que brillaban sobre soportes de metal, lo que
le daba al lugar el toque místico de las antorchas. En el lado contrario al
que habíamos entrado había un escenario que se elevaba varios metros, con
una silla que se parecía sospechosamente a un trono. Acababa de empezar a
reparar en los detalles cuando una brillante luz blanca me cegó, y tuve que
levantar la mano para protegerme. La música bajó un poco, y la charla se
acalló algo. Evidentemente, Michael y yo nos convertimos en el centro de
atención.
Un criado se adelantó hacia nosotros y preguntó con voz calmada:
—¿Puedo ver su invitación, señor?
Se la entregué y un instante después escuché que la misma voz decía, por
un sistema de megafonía de andar por casa:
—Señoras y señores de la Corte. Tengo el placer de presentarles a Harry
Dresden, mago del Consejo Blanco, e invitado.
Bajé las manos y las voces guardaron un absoluto silencio. Desde cada
uno de los lados del trono que tenía enfrente, un par de focos me ilumi-
naron.
Me encogí de hombros para colocarme la capa correctamente. El forro
rojo roto brillaba contra el algodón negro exterior. El cuello se elevaba hacia

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cada uno de los lados de mi rostro. El foco iluminó el medallón dorado de
plástico que llevaba colgado al cuello. El traje gastado de color azul podía
proceder de algún baile de graduación de los setenta. Los criados que había
en la fiesta llevaban mejores trajes que yo.
Me aseguré de sonreír para que pudieran ver los colmillos de plástico
barato. Supuse que los focos debían haberle dado a mi rostro un color fan-
tasmagórico, sobre todo con el maquillaje blanco que llevaba. La sangre falsa
que me goteaba de las comisuras de los labios debía destacar sobre él.
Levanté una mano enfundada en un guante blanco y dije, arrastrando las
palabras a causa de los colmillos:
—Hola, ¿cómo estáis?
Mis palabras fueron seguidas de un silencio sepulcral.
—Aún no me creo —dijo Michael en voz baja— que vengas a un baile de
disfraces de vampiros vestido de vampiro.
—No solo como un vampiro —dije—, sino como un vampiro hortera.
¿Crees que lo pillarán?
Intenté mirar a pesar de los focos y vi a Thomas y a Justine al pie de las
escaleras. Thomas miraba hacia el otro lado del patio con una alegría que no
se molestaba en disimular, y a continuación me dedicó una sonrisa y levantó
el dedo pulgar.
—Creo —dijo Michael— que acabas de insultar a todos los que están
aquí.
—He venido buscando un monstruo, no para caerles bien. Además, nun-
ca quise venir a esta estúpida fiesta.
—Me da igual. Creo que les has molestado.
—¿Molestado? Vamos, ¿cómo les ha podido molestar? Molestado, dice.
Desde el patio de más abajo comenzaron a surgir sonidos característicos.
Unos cuantos siseos. El chirrido del acero cuando desenvainaron varios cu-
chillos. O tal vez fueran espadas. El nervioso clic clac de alguien que inten-
taba sacar una semiautomática.
Michael se encogió en su capa, y noté, más que verlo, que ponía la mano
sobre la empuñadura de uno de sus cuchillos.
—Creo que estamos a punto de averiguarlo.

192
25

El patio se quedó en completo silencio. Agarré mi bastón y esperé el primer


disparo, el silbido del lanzamiento del primer cuchillo o el primer alarido
sangriento de furia.
Michael estaba a mi lado, con su olor a acero, callado y mostrando con-
fianza ante la hostilidad.
Campanas infernales, quería tocarles las narices a los vampiros con el
disfraz, pero vaya, no pensaba que iban a reaccionar así.
—Tranquilo, Harry —murmuró Michael—. Son como perros. No ten-
gas miedo ni salgas corriendo. Así solo lograrás enfadarlos más.
—Los perros normales no tienen pistolas —le respondí también con un
murmullo—. Ni cuchillos ni espadas.
Pero me quedé donde estaba con expresión aburrida.
El primer sonido que se escuchó no fue un disparo ni un grito de gue-
rra, sino una gran carcajada musical. Se elevó, masculina, alegre y burlona,
chispeante y despectiva, todo a la vez. Miré hacia abajo a través de las luces
y vi a Thomas, disfrazado como si fuera una encarnación grotesca de Errol
Flynn recién salido de una crisálida. Tenía un pie en uno de los escalones,
una mano en la rodilla y la otra en la empuñadura cristalina de su espada.
Había echado la cabeza hacia atrás y se le marcaban todas las líneas de sus
músculos con una indiferencia casual, tras la que se escondía un esfuerzo
hábil. Los laterales de sus alas de mariposa atrapaban la luz de los focos y la
devolvían en forma de colores chispeantes.
—Siempre había oído —dijo, arrastrando las palabras y proyectando un
tono de voz lo bastante alto para que le escucharan todos—, que la Cor-
te Roja daba a sus huéspedes una cálida bienvenida. Aunque no creía que
ofrecieran una representación tan pintoresca. —Se giró hacia el escenario e
inclinó la cabeza—. Lady Bianca, me aseguraré de hablarle a mi padre de
esta desconcertante muestra de hospitalidad.
Sentí que mi sonrisa se agrandaba y miré hacia el escenario a través de los
focos.
—Querida Bianca. Estás ahí. Se trata de una fiesta de disfraces, ¿verdad?
De una mascarada. Y ¿no se suponía que todos debíamos venir disfrazados
de algo que no somos? Si he leído mal la invitación, pido disculpas.

193
Escuché que la voz de una mujer murmuraba algo y los focos se apa-
garon. Me quedé a oscuras durante un minuto, hasta que mis ojos se
acostumbraron y pude ver a la mujer que tenía enfrente de pie, sobre el
escenario.
Bianca no era alta, pero sí escultural de esa forma que solo se encuentra
en revistas eróticas y en sueños embarazosos. De piel pálida, ojos y cabello
negro, llena de curvas sensuales desde los labios a las caderas, todo poseía
una madurez seductora mezclada con una debilidad que hacía que los ojos
de cualquier hombre la mirasen. Llevaba un vestido de llamas brillantes.
Esto no quiere decir que llevara un vestido rojo, sino del color de las llamas,
que se agolpaban contra su figura formando un vestido de noche, azul en
la parte de abajo y que iba pasando por todos los colores de una vela hasta
llegar al rojo a la altura de su pecho amplio y hermoso.
Tenía más llamas bailando entre los mechones de su cabello oscuro, que
brillaban sobre ella como si fuera una tiara. Llevaba unos tacones altos que
añadían varios centímetros a su altura normal. Sus zapatos le hacían cosas
interesantes a las curvas de sus piernas. La línea de su sonrisa prometía
cosas que probablemente fueran ilegales y malas y que provocarían avisos
por parte de las Autoridades Sanitarias, pero a las que querríais volver una
y otra vez.
No me interesaba. Una vez vi lo que había bajo su apariencia. Aún no
había podido olvidarlo.
—Bueno —ronroneó, con una voz que se elevó por todo el patio—.
Supongo que no tendría que haber esperado más gusto por su parte, señor
Dresden. Aunque, tal vez, más tarde podamos saber algo más sobre sus
gustos.
Se pasó la lengua por los dientes y me dedicó una sonrisa desconcertante.
La miré y miré detrás de ella. Un par de figuras con capas negras, que
eran poco más que formas vagas, estaban de pie junto a ella, en silencio,
preparadas para atacar si movía un solo dedo. Supongo que todas las llamas
arrojan sombras.
—Creo que es mejor que no lo intente.
Bianca se echó a reír de nuevo. Varias risas más se le unieron en el patio,
aunque eran nerviosas.
—Señor Dresden —dijo—. Hay muchas cosas que pueden hacer cam-
biar de idea a un hombre. —Se cruzó de piernas lentamente, enseñando la
piel desnuda de su muslo terso y sedoso—. Tal vez encontremos algo que
haga que cambie la suya. —Agitó su mano de forma perezosa y arrogante—.
Música. Estamos aquí para divertirnos. Y vamos a hacerlo.

194
Comenzó de nuevo la música mientras yo intentaba descubrir el signi-
ficado de lo que había dicho Bianca. Le había dado su permiso tácito a la
gente para que viniera a por mí.
Tal vez no pudieran venir a por mí y morderme, pero tendría que estar
atento. Pensé en los besos narcóticos de Kelly Hamilton en mi garganta, el
brillante calor que me había rodeado y que había entrado en mi interior, y
me eché a temblar. Una parte de mí se preguntaba si pasaría lo mismo si los
vampiros me cogían, y si sería tan malo. Otra pensaba en todo lo que había
visto aquella noche, y sabía que Bianca tramaba algo.
Sacudí la cabeza y me volví para mirar a Michael. Asintió con la cabeza en
mi dirección, con un movimiento leve bajo su gran yelmo, y ambos bajamos
las escaleras. Me temblaban las piernas, por lo que bajé de forma inestable.
Recé para que ningún vampiro se diera cuenta. No quería que vieran mis
debilidades. Aunque estuviera tan nervioso como un pájaro en un mina de
carbón.
—Haz lo que tengas que hacer, Harry —me dijo Michael—. Estaré de-
trás de ti, a tu derecha. Te vigilaré las espaldas.
Las palabras de Michael me tranquilizaron, me calmaron y me sentí pro-
fundamente agradecido.
Al llegar al patio esperaba que los vampiros se abalanzaran sobre mí en
una nube encantadora y peligrosa, pero no lo hicieron. En lugar de eso,
Thomas me estaba esperando con una mano sobre la empuñadura de su
espada, enseñando su cuerpo pálido sin ningún reparo. Justine estaba de pie,
ligeramente detrás de él. Su rostro prácticamente brillaba de alegría.
—Ah, querido. Ha sido maravilloso, Harry. ¿Puedo llamarle Harry?
—No —dije. Aunque me contuve e intenté suavizar la respuesta—. Pero
gracias por lo que ha dicho y por el momento en que lo ha dicho. Las cosas
podían haberse puesto feas.
Los ojos de Thomas danzaron.
—Aún lo son, señor Dresden. Pero no podemos permitir que se convierta
en una pelea general, ¿verdad?
—¿No podemos?
—No, por supuesto que no. Habría muchas menos oportunidades de
seducir, engañar y apuñalar por la espalda.
Gruñí.
—Supongo que tiene razón.
La punta de su lengua tocó sus dientes al sonreír.
—Normalmente la tengo.
—Mmmm, gracias, Thomas.

195
Miró hacia un lado y frunció el ceño. Seguí su mirada. Justine se había
deslizado de su lado y ahora tenía una amplia sonrisa radiante en su cara
pálida mientras hablaba con un hombre alto y sonriente que llevaba un
traje rojo y una máscara de dominó. Mientras miraba, el hombre extendió
el brazo y le acarició el hombro con los dedos. Hizo algún comentario que
hizo que la adorable chica se echara a reír.
—Disculpe —dijo Thomas con disgusto—. No soporto a los cazadores
furtivos. Que disfrute de la fiesta, señor Dresden.
Se dirigió hacia ellos y Michael se situó a mi altura. Volví la cabeza hacia
él para escucharle murmurar:
—Nos están rodeando.
Miré a mi alrededor. El patio estaba lleno de gente. La mayoría eran chi-
cos jóvenes y bellos, vestidos con todos los tonos posibles de negro, niños
salidos de un póster de la subcultura gótica. Cuero, plástico y rejilla parecían
ser los preferidos, junto a las máscaras negras, las capas con capucha y una
gran variedad de pintura para caras.
Hablaban, reían, bebían y bailaban al ritmo de la música. Algunos lleva-
ban una banda roja alrededor del brazo o una bola roja de sado alrededor
de la garganta.
Mientras miraba, vi a un joven demasiado delgado que se inclinaba sobre
una mesa e inhalaba algo por uno de los agujeros de la nariz. Un trío de
chicas que se reían, dos rubias y una morena, vestidas como un equipo de
animadoras de Drácula, que llevaban pompones negros y rojos, contaron
juntas hasta tres y se tragaron unas pastillas con unos vasos de vino oscuro.
Otros jóvenes se apretaban unos contra otros haciendo movimientos sen-
suales, o simplemente se sentaban, se besaban y se tocaban. Unos cuantos
estaban tumbados en el patio, con los ojos cerrados y una sonrisa soñadora.
Recorrí la multitud con los ojos y me di cuenta de que había personas
diferentes. Entre los jóvenes vestidos de negro se veían unas figuras altas
de rojo, tal vez dos o tres docenas. Eran hombres y mujeres, con aspecto y
disfraces diferentes, que compartían la ropa roja, hermosos y confiados, con
una especie de movimientos acechantes que los distinguían como depreda-
dores.
—La Corte Roja —dije.
Me chupé los labios y miré a mi alrededor una vez más. Con toda natu-
ralidad, los vampiros habían formado un círculo a nuestro alrededor. Si nos
quedábamos allí más tiempo, no podríamos salir de patio sin encontrarnos
a poca distancia de uno de ellos.
—¿Qué son esos tipos con las bandas rojas? ¿Aprendices de vampiro?

196
—Diría que es la marca del ganado —dijo Michael en un murmullo.
Había cólera en él. Una cólera tranquila y lenta.
—Tranquilo, Michael. Tenemos que avanzar un poco. Hacer que les re-
sulte más difícil acorralarnos.
—Estoy de acuerdo. —Michael señaló la mesa de las bebidas con la ca-
beza y nos dirigimos hacia allí con pasos rápidos. Los vampiros intentaron
colocarse para seguirnos, pero no lograron que pareciera casual.
Una pareja vestida de rojo avanzó para interceptarnos y llegaron a nuestra
altura antes de que pudiéramos alcanzar la mesa. Kyle Hamilton llevaba un
disfraz de arlequín con las partes oscuras de rojo. Kelly hacía juego con él,
vestida con un bodi rojo que no dejaba nada a la imaginación, pero con una
capa larga que le cubría los hombros y parte del cuello y la capucha subida
alrededor del rostro. Una máscara roja le ocultaba los rasgos, excepto la fren-
te y su exquisita boca. Creí ver un pliegue de piel en una de las comisuras,
tal vez por las quemaduras que había sufrido.
—Harry Dresden —me saludó Kyle con un tono de voz demasiado alto
y una sonrisa demasiado amplia—. Qué placer verle de nuevo.
Le di unos golpecitos exagerados en el hombro, haciéndole perder el
equilibrio.
—Ojalá fuera mutuo.
La sonrisa se le congeló.
—Y se acordará de mi hermana Kelly, por supuesto.
—Claro, claro —dije—. Se quedó demasiado tiempo en esa camilla de
rayos UVA, ¿verdad?
Esperaba que gruñera o siseara o me saltara a la garganta. Pero en lugar de
eso, se volvió hacia la mesa, cogió un cáliz de plata y una copa de vino al ca-
marero y nos lo ofreció con una sonrisa que era calcada a la de su hermano.
—Es un placer verle esta noche, Harry. Siento que no podamos ver a la
adorable señorita Rodriguez esta noche.
Acepté el cáliz.
—Tenía que lavarse el pelo.
Kelly se volvió hacia Michael y le ofreció la copa. Él la aceptó inclinando
la cabeza educadamente.
—Ya veo —ronroneó—. No tenía ni idea de que le gustaran los hombres,
señor Dresden.
—¿Qué puedo decir? Son tan grandes y tan fuertes…
—Por supuesto —dijo Kyle—. Si estuviera rodeado de gente que quisiera
matarme con las mismas ganas que yo a ellos, también querría un guardaes-
paldas.

197
Kelly se situó junto a Michael, con sus pechos prominentes estirando el
tejido transparente de su bodi. Describió lentamente un círculo alrededor
de él mientras Michael se quedaba de pie donde estaba.
—Es muy guapo —ronroneó—. ¿Puedo darle un beso, señor Dresden?
—Harry —dijo Michael.
—Está casado, Kelly. Lo siento.
Se echó a reír, se apretó contra Michael e intentó mirarle a los ojos.
Michael frunció el ceño y se quedó mirando a la nada, mientras la evi-
taba.
—¿No? —preguntó ella—. Bueno, no te preocupes, guapo. Te gustará.
A todos les gusta pasárselo bien como si fuera su última noche en la tierra.
—Le dedicó una sonrisa malvada a Michael—. Ahora tú.
—La joven es demasiado amable —dijo Michael.
—Es recto. Admiro eso en un hombre. —Me dedicó una sonrisa desde
detrás de su máscara—. No debería arrastrar a mortales indefensos a estas
cosas, señor Dresden. —Volvió a mirar a Michael de arriba a abajo—. Esta-
rá delicioso más tarde.
—No muerdas más de lo que puedas masticar —le aconsejé.
Se echó a reír como si estuviera encantada.
—Bueno, señor Dresden. Veo que lleva cruces, pero todos sabemos el
valor que tienen en la mayoría del mundo. —Dirigió su mano hacia el brazo
de Michael, en un ademán posesivo—. Por un momento creí que era un
auténtico caballero templario.
—No —dije diplomáticamente—. No es un caballero templario.
La mano de Kelly rozó el brazo forrado de acero de Michael y salió una
súbita llama blanca, tan breve y violenta como la descarga de un rayo. Ella
gritó con un sonido penetrante y cayó al suelo. Se quedó allí, retorciéndose
indefensa con la mano ennegrecida, luchando para recuperar el aliento y
volver a gritar de nuevo. Kyle salió volando a su lado.
Miré a Michael y parpadeé.
—Guau —dije—. El color me ha impresionado.
Michael parecía estar vagamente avergonzado.
—Me pasa algunas veces —dijo, como pidiendo perdón.
Asentí y me lo tomé con calma. Me volví para mirar a los gemelos vam-
piros.
—Que esto te sirva de lección. Mantened las manos apartadas del Puño
de Dios.
Kyle me dirigió una mirada asesina mientras torcía el gesto. Se me aceleró
el pulso, pero no podía mostrar ningún miedo.

198
—Vamos, Kyle —le reté—. Empieza una pelea. Rompe el trato que ha
establecido tu propia líder. Viola las leyes de la hospitalidad. El Consejo
Blanco quemará este lugar tan rápidamente que la gente lo llamará Pequeña
Pompeya.
Me gruñó y cogió a Kelly.
—Esto no se ha acabado —prometió—. Te mataré, Dresden. De un
modo u otro.
—Uh, uh —dije, sacudiendo la muñeca en su dirección y dirigiendo la
mano hacia su cara—. Largo. Tengo que relacionarme con los demás.
Kyle gruñó. Pero la pareja retrocedió y recorrí el patio con la mirada. To-
dos los que nos rodeaban habían dejado lo que estaban haciendo y la gente,
vestidos de negro y rojo, nos miraba. Algunos vampiros de rojo miraban a
Michael, tragaron saliva, y retrocedieron unos pasos.
Sonreí y dije, en un tono lo más orgulloso y arrogante que pude:
—Un brindis —dije—. Por la hospitalidad.
Se quedaron en silencio por un instante y a continuación se apresuraron
a responder a mi brindis y bebieron de sus vasos. Vacié mi cáliz de un solo
trago, sin apenas reparar en su delicioso sabor, y me volví hacia Michael. Se
llevó la copa a los labios de su yelmo como si fuera a dar un sorbo, pero no
lo hizo.
—Muy bien —dije—. Pude tocar a Kyle. Tampoco es él. Aunque no
esperaba que fuera nuestro hombre. O nuestra mujer. O nuestro monstruo.
Michael miró lentamente a nuestro alrededor mientras los vampiros de
capas rojas seguían retrocediendo.
—Parece que les hemos asustado por ahora.
Asentí, todavía intranquilo. La multitud se apartó hacia un lado y Tho-
mas y Justine se dirigieron hacia nosotros, dos llamas pálidas vestidas de
color entre todo el negro y el rojo.
—Estáis aquí —dijo Thomas. Bajó la mirada hacia mi cáliz y dejó escapar
un suspiro—. Menos mal que os encuentro a tiempo.
—¿A tiempo de qué?
—De avisaros —dijo. Levantó una mano hacia la mesa de las bebidas—.
El vino está envenenado.

199
26

—¿Envenenado? —dije, estúpidamente.


Thomas me miró a la cara y después bajó la mirada hacia mi cáliz. Se
asomó lo suficiente para ver que estaba vacío, y dijo:
—Ah. Ups.
—Harry —Michael se situó a mi lado, y apartó su copa—. Creía que
habías dicho que no intentarían nada tan evidente.
Se me revolvió el estómago. El corazón me latía con más fuerza, aunque
no sabía si era por el veneno o por el miedo que me habían provocado las
palabras de Thomas.
—No pueden hacerlo —dije—. Si caigo muerto aquí mismo, el Consejo
sabrá lo que ha pasado. Le dije a todo el mundo que estaría aquí esta noche.
Michael miró a Thomas con dureza.
—¿Qué tenía el vino?
El hombre pálido se encogió de hombros, deslizando su brazo sobre Jus-
tine de nuevo. La chica se apoyó contra él y cerró los ojos.
—No sé qué le han echado —dijo—. Pero mira a esa gente. —Señaló con
la cabeza hacia unos chicos con capas negras que se habían tumbado en el
suelo con cara de felicidad—. Todos tenían copas de vino.
Me acerqué un poco más y vi que era cierto. Los criados recorrían todo el
patio, quitándoles los vasos de vino a los que estaban en el suelo. Mientras
les miraba, otra pareja joven que bailaba lentamente cayeron al suelo mien-
tras se daban un profundo beso que se convirtió en quietud.
—Campanas infernales —juré—. Eso es lo que están haciendo.
—¿El qué? —preguntó Michael.
—No quieren que me muera —dije—. No a causa de esto.
No tenía mucho tiempo. Busqué detrás de la mesa de las bebidas hasta encon-
trar una maceta de helechos y me incliné sobre ella. Escuché cómo Michael se
situaba detrás de mí, cubriéndome las espaldas. Me metí un dedo en la garganta.
Fue sencillo, rápido y desagradable. El vino se deslizó hacia arriba quemándome
la garganta y las hojas del helecho me hicieron cosquillas en la nuca mientras
vomitaba en la base de la planta. Cuando me levanté, la cabeza me daba vueltas
y todo se volvió borroso durante un instante antes de enfocarse cuando me giré
para mirar a Michael. Un delicioso entumecimiento se extendió por mis dedos.

201
—A todos —murmuré.
—¿Qué? —Michael se arrodilló delante de mí y me agarró el hombro con
una de sus manos—. Harry, ¿estás bien?
—Estoy mareado —dije. Era el veneno del vampiro. Naturalmente. Me
sentía bien al tenerlo de nuevo en mi interior y me pregunté, durante un ins-
tante, por qué tenía que preocuparme. Era agradable—. Es para todos. Han
drogado el vino de todo el mundo. Es veneno de vampiro. De esta forma no
podrán decir que iban a por mí. —Me tambaleé y después me puse de pie—.
Es un veneno para divertirse. Hace que todos tengan ganas de fiesta.
Thomas musitó:
—Supongo que es exagerado, pero efectivo. —Miró a nuestro alrededor,
hacia el número creciente de jóvenes que se unían a los primeros en un estu-
por quieto sobre el suelo. Sus dedos acariciaban de forma ausente el costado
de Justine, y ella se echó a temblar presionando su cuerpo contra el suyo—.
Supongo que serán prejuicios míos, pero prefiero que mis presas estén un
poco más vivas.
—Tenemos que sacarte de aquí —dijo Michael.
Apreté los dientes e intenté dejar a un lado las placenteras sensaciones. El
veneno debía de absorberse rápidamente. Aunque hubiera vomitado el vino,
me sentía un poco colocado.
—No —conseguí decir después de un momento—. Eso es lo que quieren
que haga.
—Harry, apenas puedes mantenerte en pie —objetó Michael.
—Parece estar un poco pachucho —dijo Thomas.
—Bah. Si quieren quitarme de en medio significa que tienen algo que
ocultar.
—O simplemente quieren matarte —dijo Michael—. O drogarte para
que uno o varios puedan alimentarse de ti.
—No —protesté—. Si quieren seducirme, tendrán que intentar otra
cosa. Intentan asustarme. O evitar que descubra algo.
—Odio señalar lo obvio —dijo Thomas—, pero ¿por qué demonios iba
a invitarle Bianca si no quiere que esté aquí?
—Está obligada a invitar a un testigo del Consejo. En esta ciudad, soy yo.
Ella no se esperaba que apareciera, y por eso todo el mundo se ha sorpren-
dido al verme.
—No pensaban que ibas a venir —murmuró Michael.
—Sí, soy un canalla. —Inspiré con fuerza un par de veces y dije—: Creo
que a quien perseguimos está aquí. Tenemos que aguantar un poco más. Ver
si podemos averiguar exactamente quién es.

202
—¿Quién es qué, exactamente? —preguntó Thomas.
—No es asunto tuyo, Thomas —dije.
—¿Alguna vez le han dicho, señor Dresden, que es un hombre increí-
blemente molesto? —Aquello me hizo sonreír, ante lo cual puso los ojos en
blanco—. Bueno —dijo—, no me meteré más en sus asuntos. Dígame si
puedo hacer algo por usted.
Justine y él desparecieron entre la multitud. Contemplé cómo se alejaban
las piernas de Justine mientras me apoyaba en mi bastón para recuperar el
equilibrio.
—Un chico agradable —comenté.
—Para ser un vampiro —dijo Michael—. No te fíes de él, Harry. Tiene
algo que no me gusta.
—Ah, a mí sí —dije—. Pero ten la maldita seguridad de que no voy a
fiarme de él.
—¿Qué hacemos ahora?
—Vigilar. Hasta ahora la comida va de negro, los vampiros de rojo y lue-
go estamos tú, yo y unas cuantas personas con diferentes disfraces.
—Y el centurión romano —dijo Michael.
—Sí, y un tipo con pinta de Hamlet. Vamos a ver quiénes son.
—Harry —preguntó Michael—. ¿Estás bien?
Tragué saliva. Me sentía mareado y un poco enfermo. Luché para acla-
rarme los pensamientos, para salvarles del empuje del veneno. Me sentía
rodeado de cosas que miraban a la gente como nosotros miramos a las vacas
y tuve la seguridad de que me matarían si me quedaba.
Claro que, si no me quedaba, matarían a otras personas. Si no me queda-
ba, la gente que ya había sufrido daños seguiría estando en peligro: Charity,
el bebé de Michael, Murphy. Si no me quedaba, la Pesadilla tendría tiempo
de recuperarse, y después aquel que le daba poder (quien pensaba que se en-
contraba en la fiesta) sería libre de disparar al azar hasta dar en el blanco. La
idea de quedarme en aquel lugar me aterrorizaba. Pero lo que podía pasarme
si me iba me daba más miedo aún.
—Vamos —dije—. Acabemos con esto.
Michael asintió con la cabeza mientras miraba a su alrededor, con sus ojos
grises más duros y oscurecidos.
—Esta gente es una abominación a los ojos de Dios, Harry. No son más
que niños… Mira lo que están haciendo, juntándose con estas cosas.
—Michael, tranquilízate. Estamos aquí para obtener información, no
para tirar la casa abajo por un puñado de cosas desagradables.
—Sansón lo hizo —dijo Michael.

203
—Sí, y mira lo bien que le fueron las cosas. ¿Estás listo?
Murmuró algo y se puso de nuevo detrás de mí. Miré a mi alrededor y
divisé al hombre vestido de centurión romano. Me dirigí hacia él. Se trataba
de un hombre de edad indefinida, que estaba de pie solo y se distanciaba del
resto de la multitud. Tenía los ojos de un extraño color verde, profundo e
intenso. Sostenía un cigarrillo entre los labios. Sus vestiduras, la espada corta
romana y las sandalias parecían auténticas. Aminoré el paso al aproximarme
a él, mientras lo miraba.
—Michael —murmuré por encima del hombro—. Mira su disfraz. Pa-
rece auténtico.
—Es que es auténtico —dijo el hombre con un tono de voz aburrido
mientras me miraba. Exhaló una gran nube de humo y volvió a ponerse el
cigarro entre los labios. Michael había escuchado mi frase a duras penas. El
tipo la había oído con toda claridad. Glup.
—Interesante —dije—. Debe de haberle costado una fortuna juntar to-
das esas cosas.
Me miró. El humo le salía por las comisuras de los labios mientras me
dedicaba una ligera sonrisa de suficiencia sin decir nada.
—Bueno —dije, aclarándome la garganta—. Soy Harry Dresden.
El hombre apretó los labios y dijo, pensativo y con precisión:
—Harry. Dresden.
Cuando alguien dice tu nombre, te afecta. Casi puedes sentir cómo ese
sonido se alza entre la multitud, exigiendo tu atención. Cuando un mago
dice tu nombre verdadero, cuando lo dice en serio, tiene el mismo efecto
pero amplificado un millar de veces. El hombre disfrazado de centurión dijo
una parte de mi nombre verdadero y lo dijo tal y como era exactamente.
Sentía como si alguien hubiera golpeado un diapasón y lo hubiera apretado
contra mis dientes.
Me tambaleé y Michael me sujetó por el hombro, manteniéndome dere-
cho. Dios mío. Solo había utilizado una parte de mi nombre completo, de
mi nombre verdadero, y casi me caigo.
—Campanas infernales —murmuré. Michael me sostuvo. Me apoyé en
el bastón para tener un apoyo adicional y miré al hombre—. ¿Cómo demo-
nios lo ha hecho?
Puso los ojos en blanco, cogió el cigarrillo con los dedos y echó más humo.
—No lo entendería.
—Usted no pertenece al Consejo Blanco —dije.
Me miró como si acabara de afirmar que los objetos se caen al suelo, con
una mirada devastadora y mordaz.

204
—Qué afortunado soy.
—Harry —dijo Michael con voz tensa.
—Espera un instante.
—Harry. Mira su cigarrillo.
Miré a Michael, parpadeando.
—¿Qué?
—Mira su cigarrillo —repitió Michael. Estaba mirando al hombre con
los ojos atentos y muy abiertos, y tenía una de sus manos posada sobre la
empuñadura del cuchillo.
Miré. Me llevó casi un minuto comprender a qué se refería Michael.
El hombre expulsó todavía más humo por la comisura de sus labios y me
sonrió con suficiencia.
El cigarrillo no estaba encendido.
—Es —dije—. Es, oh.
—Es un dragón —dijo Michael.
—¿Un qué?
Los ojos del hombre destellaron con interés por primera vez, y dejó de
mirarme para mirar a Michael.
—Eso es —dijo—. Puede llamarme señor Ferro.
—¿Y por qué no llamarle Ferrovax? —dijo Michael.
El señor Ferro entrecerró los ojos y le dedicó a Michael una mirada falta
de interés.
—Al menos sabes algo del asunto, mortal.
—Un momento —dije—. Se supone que los dragones… que los drago-
nes son grandes. Tienen escamas, garras, alas. Este tipo no es grande.
Ferro puso los ojos en blanco.
—Somos lo que queramos ser, señor Drafton.
—Dresden —gruñí.
Agitó una mano.
—No intente que le enseñe lo que puedo hacer pronunciando su nombre
y con un poco de esfuerzo, mortal. Basta con decir que no comprende la
clase de poder que tengo. Que mi auténtica forma destrozaría esta patética
reunión de casas de monos y la tierra sobre la que estamos. Si me mira con
su Visión de mago, verá algo que le asombrará, le humillará y probable-
mente le destroce la mente. Soy el más antiguo de mi raza y el más fuerte.
Su vida me parece una vela temblorosa y su civilización crece y cae como la
hierba en verano.
—Bueno —dije—. No conozco su auténtica forma, pero el peso de su
ego está a punto de romper la corteza terrestre.

205
Sus ojos verdes llamearon.
—¿Qué ha dicho?
—Que no me gustan los matones —dije—. ¿Cree que me voy a quedar
aquí y le voy a ofrecer a mi primogénito o le voy a sacrificar vírgenes? No
estoy tan impresionado.
—Bueno —dijo Ferro—. Veamos si podemos impresionarle.
Sujeté el bastón y reuní toda mi voluntad, pero de una manera lenta.
Ferro se limitó a agitar de forma vaga la mano hacia mí y algo me aplastó
contra el suelo, como si pesara de repente quinientos kilos más. Sentí cómo
mis pulmones luchaban por coger aire y los ojos se me llenaron de estrellitas
y después se me oscurecieron. Intenté invocar mi magia para quitarme esa
fuerza de encima, pero no podía concentrarme ni tampoco hablar.
Michael me miró de forma desapasionada, y a continuación le dijo a
Ferro:
—Siriothrax debería de haber aprendido ese truco. Eso hubiera evitado
que lo matara.
La mirada fría de Ferro se volvió hacia Michael y noté una minúscula
disminución de la presión, no mucha, pero sí la suficiente para poder bal-
bucear «Riflettum» y concentrar mi voluntad contra él. El hechizo de Ferro
se rompió y comenzó a hacerse añicos. Vi cómo me miraba y noté que era
capaz de renovar el hechizo sin ninguna dificultad. Pero no lo hizo. Me puse
de pie, tragando saliva en silencio.
—Así que —dijo Ferro— eres tú. —Miró a Michael de arriba a abajo—.
Pensaba que serías más alto.
Michael se encogió de hombros.
—No fue nada personal. No me siento orgulloso de lo que hice.
Ferro dio unos golpecitos con los dedos sobre la empuñadura de su espa-
da. A continuación dijo, en voz baja:
—Señor Caballero. Le aconsejo que sea más humilde delante de los que
son superiores a usted. —Me lanzó una mirada desdeñosa—. Y usted debe-
ría ponerse un bozal hasta que aprenda mejores maneras.
Intenté replicarle, pero aún no podía respirar. Me apoyé en mi bastón
y resollé con dificultad. Ferro y Michael intercambiaron un breve mo-
vimiento de cabeza, mirándose fijamente. Después Ferro se volvió y…
Bueno, desapareció sin más. No hubo destellos de luz, ni llamaradas. Sim-
plemente desapareció.
—Harry —me reprendió Michael—. No eres el chico más fuerte del
barrio. Tienes que aprender a ser un poco más educado.
—Buen consejo —jadeé—. La próxima vez te encargarás tú de los dragones.

206
—Lo haré. —Miró a su alrededor y dijo—: La gente se está marchando,
Harry.
Tenía razón. Mientras miraba, una vampira con un vestido rojo ceñido
daba golpecitos en el brazo de un joven vestido de negro. Él la miró a los
ojos. Se quedaron el uno junto al otro unos instantes. La mujer sonreía, la
expresión del hombre se relajó. A continuación, ella murmuró algo y le co-
gió de la mano, llevándole hacia la zona oscura que había entre los globos de
luz. Otros vampiros también se llevaban a jóvenes con ellos.
Cada vez quedaban menos disfraces rojos a nuestro alrededor, y cada vez
más personas en el suelo con cara de felicidad.
—No me gusta el cariz que está tomando esto —dije.
—Ni a mí. —Su voz era dura como la piedra—. Si el Señor quiere, po-
demos detener esto.
—Después. Primero vamos a hablar con el chico vestido de Hamlet. Des-
pués solo nos quedará la mismísima Bianca.
—¿Y los demás vampiros? —preguntó Michael.
—Imposible. Todos son subordinados de Bianca. Si tuvieran tanta fuer-
za, podrían haberla quitado de en medio, a menos que formen parte de su
círculo interno, como Kyle y Kelly. Ella no tiene la fuerza necesaria y él está
descartado. Así que, si no es ninguno de los invitados, probablemente sea
Bianca.
—¿Y si no es ella?
—No pensemos en ello. Ya tenemos bastantes problemas. —Eché un
vistazo a mi alrededor—. ¿Ves por ahí a Hamlet?
Michael miró por todas partes, retrocediendo para mirar detrás de otro
grupo de helechos.
Vi un destello rojo por el rabillo del ojo, una figura con una capa roja que
se dirigía hacia la espalda de Michael rodeando los helechos. Me volví hacia
Michael y me lancé contra su atacante.
—¡Cuidado! —grité.
Michael se giró y en su mano apareció un cuchillo, como si lo hubiera
conjurado. Agarré a la figura de rojo y la giré para enfrentarme a ella.
La capucha cayó del rostro de Susan, revelando sus ojos oscuros. Se había
recogido el pelo en una coleta. Llevaba una blusa blanca corta y una falda
ligeramente plisada, junto a unas medias blancas y unos zapatos de hebilla.
Unos guantes blancos le cubrían las manos. Llevaba una cesta de mimbre
colgando del brazo y unas gafas con cristales de espejo sobre el puente de su
nariz esbelta.
—¿Susan? —balbuceé—. ¿Qué estás haciendo aquí?

207
Soltó un suspiro y soltó su brazo de mi mano.
—Dios, Harry. Me has asustado.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigí.
—Sabes por qué estoy aquí —dijo—. Vine buscando una historia. In-
tenté llamarte y hablar de ello, pero no, estabas siempre ocupado haciendo
cualquier cosa y no perder cinco minutos hablando conmigo.
—No me lo trago —musité—. ¿Cómo has logrado entrar?
Me miró fríamente y abrió su cesta. Metió la mano dentro y sacó una
invitación blanca y pulcra, como la mía.
—Conseguí una invitación.
—¿Que tú hiciste qué?
—Bueno, me la hice, en cualquier caso. No creí que te importara prestar-
me la tuya un rato.
Lo cual explicaba por qué la invitación no estaba en la repisa cuando
regresé a mi apartamento.
—Campanas infernales, Susan. No sabes lo que has hecho. Tienes que
salir de aquí.
Gruñó.
—Y un cuerno.
—Lo digo en serio —dije—. Estás en peligro.
—Relájate, Harry. No voy a dejar que nadie me chupe y no estoy miran-
do a nadie a los ojos. Es como ir a Nueva York. —Se cubrió las gafas con un
dedo enguantado—. Las cosas han ido bien hasta ahora.
—No lo pillas —dije—. No lo entiendes.
—¿Qué es lo que no entiendo? —exigió ella.
—No lo entiendes —ronroneó una voz dulce a mi espalda. Se me heló
la sangre—. Al venir sin ser invitada, has perdido todo el derecho de pro-
tección de las leyes de la hospitalidad. —Se escuchó una risita—. Eso
quiere decir, pequeña Caperucita Roja, que el gran lobo malvado te va a
comer.

208
27

Me giré para ver a Lea mirándome, con las manos en las caderas. Llevaba
un vestido de color azul pálido sin tirantes, que fluía por sus curvas como si
fuera agua, formando un pequeño lazo de espuma en el dobladillo. Llevaba
una capa de un material tan ligero y fino que casi parecía irreal, que flotaba
a su alrededor, atrapando la luz en un brillo que formaba pequeños arcoíris
y los proyectaba sobre su pálida piel. Cuando la gente dice que las modelos
o las estrellas de cine son glamurosas, hacen referencia al antiguo término
glamour, que se refiere a la belleza de las sidhe y la magia feérica. Todas las
supermodelos desearían tener tanto como Lea.
—¿Por qué, madrina? —dije—. Qué ojos tan grandes tienes. ¿Estamos
usando metáforas o qué?
Se acercó a mí.
—No uso metáforas, Harry. Estoy demasiado ocupada siendo una. ¿Estás
disfrutando de la fiesta?
Gruñí.
—Sí, claro. Viendo cómo drogan y envenenan a niños y viendo cómo me
amenazan todas las cosas raras y desagradables de Chicago. —Me giré hacia
Susan y dije—: Tenemos que sacarte de aquí.
Susan me miró frunciendo el ceño y dijo:
—No he venido aquí para que me mandes a casa tan rápido, Harry.
—Esto no es un juego, Susan. Estas cosas son peligrosas. —Miré a Lea.
Seguía acercándose—. No sé si podré protegerte.
—Entonces me protegeré yo sola —dijo Susan. Metió la mano en la cesta
de pícnic—. He venido preparada.
—Michael —dije—. ¿Podrías sacarla de aquí?
Michael se puso a nuestro lado y le dijo a Susan:
—Es peligroso. Deberías dejarme que te llevara a casa.
Susan me miró frunciendo el ceño.
—Si es tan peligroso, no quiero dejar a Harry aquí solo.
—Tiene razón, Harry.
—Maldita sea. Hemos venido para ver quién está detrás de la Pesadilla.
Si me marcho antes de hacerlo, será como si no hubiera venido. Marchaos
y os cogeré.

209
—Sí —dijo Lea—. Id. Yo cuidaré de mi ahijado.
—No —dijo Susan en voz baja—. De ninguna manera. No soy una niña
a la que puedas llevar de un lado a otro ni tomar decisiones por ella, Harry.
La sonrisa de Lea se hizo más amplia y extendió una de sus manos hacia
Susan para tocarle la barbilla.
—Déjame ver esos preciosos ojos, pequeña —ronroneó.
Levanté la mano en dirección a la muñeca de mi madrina, apartándola de
Susan antes de que el hada pudiera tocarla. Su piel era suave como la seda
y fría. Lea me sonrió con expresión de asombro. Literalmente. Mi cabeza
bullía con imágenes de hadas hechiceras que flotaban en mis pensamientos:
aquellos labios dulces como fresas contra mi pecho desnudo, teñidos con
mi sangre, sus pechos de pezones rosados desnudos a la luz del fuego y de la
luna llena, su cabello como una llama de seda contra mi piel.
Después aparecieron más imágenes en un destello, acompañadas por una
intensa emoción: era yo, mirando hacia arriba mientras me postraba a sus
pies. Ella extendía la mano y me tocaba ligeramente la cabeza, con un gesto
sin ninguna emoción.
Me sentí invadido por una abrumadora sensación de bienestar, que me
colmaba como si fuera una brillante luz líquida, que se derramaba sobre mí
y llenaba cualquier vacío de mi interior, calmaba todos mis miedos y alivia-
ba cualquier dolor. Casi me echo a llorar de alivio ante el cese súbito de toda
preocupación y todo dolor. Mi cuerpo entero se estremeció.
Estaba condenadamente cansado. Cansado de sufrir. De tener miedo.
—Será así cuando estés conmigo, pobre pequeño, pobre niño solitario.
—La voz de Lea se derramó sobre mí, tan dulce como la droga que ya estaba
en mi interior. Supe que decía la verdad. Lo sabía de una forma tan sencilla
y profunda que una parte de mí me gritaba por intentar evitarlo.
Tan sencillo. Sería tan sencillo postrarme a los pies de mi señora ahora mismo.
Tan sencillo dejar que se llevara todo lo malo. Ella me cuidaría. Me re-
confortaría. Mi lugar estaba allí, en la calidez de sus pies, contemplando su
belleza.
Como un perro fiel.
Fue difícil decirle no a aquella paz, a aquella comodidad. A lo largo de
la historia, la gente ha entregado su riqueza, sus hijos, sus tierras y sus vidas
para conseguirlo.
Pero la paz no se puede comprar. ¿Verdad, jefe, primer ministro? Aquellos
que la ofrecen siempre quieren algo más. Mienten.
Me libré de aquellos sentimientos, del glamour que mi madrina había
lanzado. Me hubiera dolido menos pasarme un rallador de queso por la piel.

210
Pero mi dolor, mi debilidad, mis preocupaciones y mis miedos eran míos.
Eran sinceros. Los traje de vuelta como si fueran un par de niños manchados
de barro y miré a Lea, endureciendo mi mandíbula y mi corazón.
—No —dije—. No, Lea.
La sorpresa alteró sus facciones delicadas. Alzó sus cejas de color cobre.
—Harry —dijo, con una voz suave y perpleja—, el trato ya está hecho.
Así debe ser. No hay razón para que salgas herido.
—Hay gente que me necesita —dije, perdiendo un poco el equilibrio—.
Todavía tengo trabajo que hacer.
—Los juramentos rotos te debilitan. Se aferran a ti y te atan cada vez que
vas contra lo que has prometido. —Su voz sonaba preocupada y auténtica-
mente compasiva—. Ahijado, te ruego que no te hagas eso a ti mismo.
Dije, luchando por mantener la calma:
—Porque si lo hago, te quedará menos que devorar, ¿verdad? Menos po-
der para llevarte.
—Sería un desperdicio terrible —me aseguró—. Nadie quiere eso.
—Aquí estamos en tregua, madrina. No puedes hacer magia sobre mí sin
violar las leyes de la hospitalidad.
—Pero no lo he hecho —dijo Lea—. No te he lanzado ningún hechizo
esta noche.
—Eso son gilipolleces.
Lanzó una alegre carcajada de plata.
—Ese lenguaje. Y encima delante de tu amante.
Me tambaleé. Michael estuvo ahí una vez más, apoyando mi brazo en su
hombro para soportar mi peso.
—Harry —dijo—. ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
Los latidos de mi corazón se dispararon y las extremidades me temblaron.
La droga que ya tenía en mi interior y esta nueva debilidad casi acaban con-
migo. Comencé a ver negro y solo un esfuerzo de mi voluntad evitó que me
sumergiera en aquella oscuridad o que sucumbiera al enloquecido deseo de
lanzarme a los pies de Lea.
—Estoy bien —balbuceé—. Estoy bien.
Susan se puso al otro lado, la rabia salía de ella como el calor de una au-
topista desierta.
—¿Qué le has hecho? —le espetó a Lea.
—Nada —respondió Lea con voz fría—. Se lo ha hecho a sí mismo, el
pobre. Aquellos que temen las consecuencias no deberían romper sus tratos
con las hadas.
—¿Qué? —dijo Susan.

211
Michael hizo una mueca y dijo:
—Bueno, ella dice la verdad. Harry hizo un pacto anoche, cuando lucha-
mos contra la Pesadilla y la apartó de Charity.
Luché para hablar, para advertirles que no dejaran que Lea les engañara,
pero estaba muy ocupado intentando descubrir dónde tenía la boca y por
qué la lengua no me respondía.
—Eso no le da derecho a echarle un hechizo —espetó Susan.
Michael murmuró:
—No creo que lo haya hecho. Normalmente puedo sentir cuando al-
guien hace algo dañino.
—Por supuesto que no lo he hecho —dijo Lea—. No tengo necesidad de
hacerlo. Ya se lo ha hecho a sí mismo.
«¿Qué?», pensé. «¿De qué está hablando?».
—¿Qué? —dijo Susan—. ¿De qué estás hablando?
La voz de Lea adoptó un tono paciente de falsa compasión.
—Pobre tesoro. Tantos esfuerzos por aprender y todavía no sabes nada.
Harry hizo un trato conmigo hace tiempo y lo rompió entonces, y otro
hace unas cuantas noches. Juró mantenerlo anoche y lo rompió por tercera
vez. Ahora sufre las consecuencias de sus acciones. Sus propios poderes se
vuelven contra él, pobre, para animarle a que cumpla su palabra y mantenga
su promesa.
—Hace un minuto no lo estaban haciendo —dijo Susan—. Solo cuando
has aparecido.
Lea se echó a reír cálidamente.
—Es una fiesta, tesoro. Después de todo, hemos venido a relacionarnos
con los demás. Y yo no he empuñado ningún arma ni hechizo contra él.
Esto es obra suya.
—Vete —dijo Susan—. Déjale en paz.
—Ah, esto no va a dejarle en paz, tesoro. Ahora es algo pequeño, pero
crecerá con el tiempo. Y le destruirá, al pobre niño. No me gustaría que
sucediera eso.
—¡Pues deténlo!
Lea miró a Susan.
—¿Te estás ofreciendo para cancelar su deuda? No sé si puedes permitír-
telo, tesoro… Aunque creo que podríamos llegar a un acuerdo.
Susan me dedicó una rápida mirada y a continuación miró a Michael.
—¿Un acuerdo? ¿Una oferta?
Michael miró a Lea e hizo una mueca.
—Es un hada…

212
Lea dijo con voz irritada.
—Una sidhe.
Michael miró a mi madrina y continuó:
—Un hada, señorita Rodriguez, y les gusta hacer tratos. Y a quedarse con
lo mejor de los mortales cuando lo hacen.
La expresión de Susan se endureció. Se quedó en silencio por un instante
y a continuación dijo:
—¿Cuánto, bruja? ¿Cuál es el precio para que dejes de hacerle daño a
Harry?
Me debatí para decir algo, pero la boca no me respondía. Los objetos se
movían con rapidez en lugar de hacerse más lentos. Me esforcé un poco más
y Michael me sujetó con más fuerza para que no me cayera.
—Por qué, tesoro —ronroneó Lea—. ¿Qué me ofreces?
—No tengo mucho dinero —empezó Susan.
—Dinero. Qué es el dinero. —Lea negó con la cabeza—. No, niña. Esas
cosas no significan nada para mí. Pero déjame ver. —Caminó haciendo un
círculo alrededor de Susan, frunciendo el ceño, mirándola de arriba a aba-
jo—. Esos ojos tan bonitos, aunque sean oscuros. Servirán.
—¿Mis ojos? —balbuceó Susan.
—¿No? —preguntó Lea—. Muy bien. ¿Tu nombre, tal vez? ¿Tu nombre
completo?
—No —dijo entonces Michael.
—Ya lo sé —le respondió Susan. Miró a Lea y dijo—: Lo sé muy bien. Si
te digo mi nombre, podrás hacer lo que quieras.
Lea frunció los labios.
—Sus ojos y su Nombre son demasiado preciosos para dejar que su ama-
do salga de la trampa. Muy bien, entonces. Pidámosle un precio diferente.
Le brillaron los ojos y se inclinó hacia Susan.
—Tu amor —murmuró—. Dame eso.
Susan levantó las cejas por encima de sus gafas.
—Cariño, ¿quieres que te ame? Te llevarías una sorpresa si supieras que
no funciona así.
—No te pido que me ames —dijo Lea con tono ofendido—. Te pido tu
amor. Pero bueno, si eso representa un precio demasiado elevado, tal vez me
sirvan los recuerdos.
—¿Mis recuerdos?
—No todos —dijo Lea. Ladeó la cabeza hacia un lado y ronroneó—.
Algunos, en realidad. Tal vez los de un año que haya merecido la pena. Sí.
Esos bastarán.

213
Susan pareció dudar.
—No sé…
—Entonces deja que sufra. No sobrevivirá a esta noche, lo tiene todo en
contra. Qué gran pérdida. —Lea se dio la vuelta para marcharse.
—Espera —dijo Susan, agarrando el brazo de Lea—. Yo… haré el trato.
Por el bien de Harry. Un año de mis recuerdos y haces que esto pare.
—Recuerdos a cambio de alivio. Hecho. —Lea ronroneó. Se inclinó ha-
cia delante y depositó un suave beso en la frente de Susan, después tembló,
dio una rápida inhalación y sus pezones se le marcaron bajo la seda del ves-
tido—. Oh, oh, tesoro. Eres tan adorable.
A continuación se dio la vuelta y me abofeteó produciendo un sonido
agudo y me derrumbé hacia el suelo a pesar de los esfuerzos de Michael.
Mi cabeza se aclaró de repente. El zumbido del veneno vampírico des-
cendió un poco y comprobé que mis pensamientos volvían a discurrir con
normalidad, lentamente, como un tren cogiendo fuerza.
—Bruja —siseó Michael a Lea—. Si vuelves a hacerles daño a cualquiera
de ellos otra vez…
—Qué vergüenza, señor Caballero —dijo Lea con voz soñadora—. No es
culpa mía que Harry hiciera ese trato, ni es culpa mía que la chica lo ame y
haga cualquier cosa por él. Ni que la espada cayera al suelo delante de mí y
yo la cogiera. —Miró a Michael con esa sonrisa deslumbrante—. Si quiere
hacer un trato para que se la devuelva, solo tiene que pedirlo.
—Yo mismo a cambio de la Espada —dijo Michael—. Hecho.
Lea echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
—Ah, ah, mi querido Caballero, no. Porque en cuanto la espada del Re-
dentor esté de nuevo en sus manos, se dará cuenta de lo fácil que es romper
el pacto. —Sus ojos brillaron de nuevo—. Y usted es, en cualquier caso,
demasiado… rígido para mis gustos. Es fiel a sus ideas. Inflexible.
Michael se puso rígido.
—Sirvo al Señor lo mejor que puedo.
Lea torció el gesto.
—Bah. Solo eso. Lo sagrado. —Puso de nuevo esa sonrisa malicio-
sa—. Pero hay otras personas y puede hacer tratos con sus vidas. Tiene
hijos, ¿verdad? —Se estremeció de nuevo—. Los niños mortales son tan
dulces. Y se les puede formar de muchas maneras. Creo que su hija ma-
yor sería…
Michael no gruñó, no rugió ni emitió ningún sonido. Se limitó a agarrar
la parte delantera del vestido de Lea y a levantarla del suelo. Su voz salió
como un gruñido.

214
—Aléjate de mi familia, hada. O haré que empiecen a moverse fuerzas
contra ti que te destrozarán para siempre.
Lea rio encantada.
—La Venganza es mía, dijo el Señor. Era así la frase, ¿no? —Hubo un
destello líquido en el aire y de nuevo volvió al suelo, mirando a Michael ya
fuera de su alcance—. La rabia debilita su poder, querido. No habrá ningún
trato, pero de todas formas yo ya tenía planes para esa espada. Hasta enton-
ces, buen Caballero, adieu.
Me dedicó una última sonrisa y una carcajada burlona. A continuación se
desvaneció entre las sombras y la oscuridad.
Conseguí ponerme en pie yo solo y murmuré:
—Podía haber ido mejor.
Los ojos de Michael brillaban de rabia bajo su yelmo.
—¿Estás bien, Harry?
—Estoy mejor —dije—. Estrellas y piedras, si eso es alguna clase de he-
chizo autoinfligido… Tendré que hablar con Bob de esto después. —Puse
los ojos en blanco y dije—: ¿Y tú, Michael? ¿Estás bien?
—Estoy bien —dijo Michael—. Pero todavía no tenemos al culpable y se
está haciendo tarde. Tengo el presentimiento de que vamos a meternos en
líos si no nos marchamos pronto de aquí.
—Tengo el presentimiento de que tienes razón —dije—. Susan, ¿estás
bien?
Susan se apartó distraídamente el pelo de la cara con una mano y se giró
para mirarme, frunciendo el ceño ligeramente.
—¿Qué? —pregunté—. Mira, no tenías que hacerlo, pero nos ocupare-
mos de eso más tarde. Vamos a salir de aquí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo. Frunció el ceño aún más mientras me miraba—.
Esto va sonarle raro, pero ¿le conozco de algo?

215
28

Contemplé a Susan con incredulidad.


Ella parecía sentirlo mucho.
—Ah, lo siento. Lo digo en serio. No quería molestarle, señor…
—Dresden —le apunté en un susurro.
—Señor Dresden, entonces. —Frunció el ceño y se pasó una mano para
alisarse la blusa, visiblemente incómoda—. Dresden. ¿No es ese tipo que
trabaja de mago?
Apreté los dientes con rabia.
—Hija de…
—¿Harry? —dijo Michael—. Creo que podríamos marcharnos en lugar
de quedarnos maldiciendo.
Apreté el bastón con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
No era el momento de enfadarse. Ahora no.
Michael tenía razón. Teníamos que marcharnos y rápidamente.
—De acuerdo —dije—. Susan, ¿has venido en coche?
—Oiga —dijo mientras se ponía en guardia—. No le conozco, ¿de acuer-
do? Mi nombre es señorita Rodriguez.
—Mira, Sus…, señorita Rodriguez. Mi hada madrina le ha robado un
año de recuerdos.
—De hecho —apuntó Michael—, los has intercambiado con ella para
quitarle a Harry el hechizo que le dejaba indefenso.
Lo miré fijamente y se tranquilizó.
—Y ahora, no me recuerda ni a mí ni a Michael.
—Ni tampoco a esa hada madrina —dijo Susan, con aspecto de seguir alerta.
Miré a Lea. Ella me devolvió la mirada y sus labios se curvaron hasta formar
una sonrisa burlona antes de regresar a la conversación que mantenía con Thomas.
—Ah, maldita sea. Es una zorra.
Susan puso los ojos en blanco.
—Mirad, chicos. Ha sido agradable charlar con vosotros, pero esa ha sido
la peor excusa para entablar conversación que he oído.
Extendí la mano hacia ella otra vez. La suya desapareció en el interior
de la cesta de pícnic y sacó un cuchillo, un arma de filo brillante de las que
llevaba el ejército el siglo pasado.

217
—Le he dicho —dijo con calma—, que no le conozco. No me toque.
Llevé la mano hacia atrás.
—Mire. Solo quiero asegurarme de que está bien.
Susan respiraba algo deprisa, pero solo para ocultar su tensión.
—Estoy perfectamente —dijo—. No se preocupe por mí.
—Salga de aquí al menos. No está segura. Vino con una invitación que se
había hecho usted misma. ¿Lo recuerda?
Frunció el ceño.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó.
—Porque me lo contó hace un rato —dije mientras suspiraba—. Eso es
lo que trato de decirle. Ha perdido un montón de recuerdos.
—Recuerdo haber venido aquí —dijo Susan—. Recuerdo que falsifiqué
la invitación.
—Lo sé —dije—. La cogió de mi salón. ¿Lo recuerda?
Frunció el ceño.
—La cogí… —Su expresión vaciló y tragó saliva mientras miraba a su
alrededor—. No recuerdo de dónde la cogí.
—Ahí lo tiene —dije—. ¿Lo ve? ¿Recuerda que me sacó de prisión hace
un par de noches?
Había bajado el cuchillo.
—Yo… recuerdo que fui a prisión y pagué una fianza, pero… no puedo
pensar…
—De acuerdo, de acuerdo —dije. Me dolía la cabeza y me agarré el puen-
te de la nariz con el índice y el pulgar—. Parece que le ha quitado directa-
mente los recuerdos en los que aparecía yo. O ella. ¿Qué hay de Michael?
¿Lo recuerda?
Miró a Michael y negó con la cabeza.
Asentí.
—De acuerdo. Entonces tengo que pedirle que confíe en mí, señorita
Rodriguez. Se encuentra afectada por la magia y todavía no sé si podremos
arreglarlo. Pero se encuentra en peligro y debería marcharse.
—No con usted —dijo enseguida—. No tengo ni idea de quién es
usted. Solo que es esa especie de asesor psíquico de Investigaciones Es-
peciales.
—Vale, vale —dije—. Conmigo no. Pero al menos déjenos acompañarla
a la salida para asegurarnos de que se encuentra bien. Aquí no se puede tirar
una piedra sin darle a un vampiro. Así que déjenos acompañarle a su coche
y después podrá ir donde quiera.
—No he conseguido la entrevista —dijo—, pero… me siento rara.

218
Negó con la cabeza y guardó el cuchillo en la cesta de pícnic. Escuché
cómo se apagaba el interruptor de la grabadora.
—De acuerdo —dijo—. Supongo que podemos irnos.
Asentí aliviado.
—Maravilloso. Michael, ¿vamos?
Se mordió el labio.
—A lo mejor debería quedarme, Harry. Si tu madrina está aquí, segura-
mente la espada esté aquí también. Tengo posibilidades de recuperarla.
—Sí, y también tienes posibilidades de que te ataquen por la espalda si
no tienes a nadie que te cubra. Aquí hay mucho follón, tío. Incluso para mí.
Vámonos.
Michael se puso detrás de mí, a la derecha. Susan caminaba a su lado, a
mi izquierda, vigilándonos con una mano dentro de la cesta de pícnic. Me
pregunté qué tipo de cosas llevaría en caso de que el gran lobo malo inten-
tara atacarla al salir de casa de la abuelita.
Llegamos al pie de las escaleras que llevaban a la casa. Algo hizo que se me
pusieran los pelos de punta y me detuve.
—¿Harry? —preguntó Michael—. ¿Qué pasa?
—Hay alguien… —dije, y cerré los ojos.
Abrí la Visión, solo un instante, y sentí una presión en el entrecejo. Miré
de nuevo. La Visión atravesó todos los encantamientos que me rodeaban
como un rayo de luz a través de una nube poco densa. Detrás de mí, Mi-
chael y Susan lanzaron agudos jadeos por la sorpresa.
El doble de Hamlet estaba de pie en el tercer escalón, mostrando una
media sonrisa. Entonces me di cuenta de que se trataba de una mujer y no
de un hombre, el jubón que llevaba ocultaba la esbelta forma de sus caderas
y sus pechos, dándole un aspecto extraño y andrógino.
Tenía la piel blanca, pero no pálida. Blanca. Traslúcida. Casi grisácea.
Llevaba los labios pintados de un ligero color azul, como si estuviera con-
gelada. O muerta. Me estremecí y cerré la Visión antes de que me enseñara
algo que no quería ver.
Su aspecto no cambió prácticamente nada. Llevaba una capa, que oculta-
ba el cabello encrespado que le caía hacia un lado, con una cadera levantada
y una espada ropera colgando de su cinturón. En la otra mano llevaba una
calavera auténtica. Y por las manchas de sangre debía de tener pocas horas.
—Bien hecho, mago —dijo. Tenía la voz áspera, un susurro silbante y cal-
mado como el que sale de una garganta o una boca completamente seca—.
No son muchos los que pueden verme cuando no quiero que me vean.
—Gracias. Y discúlpeme —dije—. Ya nos íbamos.

219
Sus labios azulados se curvaron hasta formar una pequeña sonrisa. Aparte
de eso, no se movió. Ni un centímetro.
—Ah, pero es hora de que nos conozcamos todos y charlemos. Tengo
derecho a presentarme, escuchar su nombre e intercambiar cumplidos.
Me miró a la cara con calma, evidentemente sin miedo a mirarme a los
ojos. Me figuré que, fuera lo que fuese, probablemente me sacara ventaja
en el tema de las miradas devastadoras. Así que miré fijamente la punta de
su nariz e intenté no reparar en que sus ojos no tenían color, sino que eran
de una especie de gris azulado, con una especie de película, como si tuviera
cataratas.
—¿Y si no tenemos tiempo para cumplidos? —dije.
—Ah —susurró ella—. Entonces puedo sentirme ofendida y puede que
incluso tentada de pedir una compensación.
—¿Un duelo? —pregunté incrédulo—. ¿Está de broma?
Sus ojos miraron a mi derecha.
—Por supuesto, si lo prefiere, puede luchar un campeón en su lugar. Yo
aceptaría encantada.
Volví la mirada hacia Michael, quien había entrecerrado los ojos para
centrarse en el jubón de la mujer o tal vez en su cinturón.
—¿Conoces a esta dama?
—No es una dama, es un ser —dijo Michael con voz tranquila y una
mano en el cuchillo—. Harry Dresden, mago del Consejo Blanco, esta es
Mavra, de la Corte Negra de los vampiros.
—Un vampiro de verdad —dijo Susan.
Escuché el ruido que hizo su grabadora al encenderse de nuevo.
—Es un placer —susurró Mavra— conocerle por fin, mago. Sospecho
que tenemos mucho en común.
—No consigo ver qué tenemos en común, señora. ¿Os conocéis vosotros
dos?
—Sí —dijo Michael.
El susurro de Mavra se congeló.
—Aquí, el buen Caballero asesinó a mis hijos y mis nietos hace algún
tiempo.
—Veinte años —dijo Michael—. Murieron treinta y seis personas en el
espacio de un mes. Sí, le puse fin.
Los labios de Mavra se curvaron un poco más y enseñó sus dientes ama-
rillentos.
—Sí. Hace algún tiempo. Todavía no lo he olvidado, Caballero.
—Bueno —dije—. Ha sido una charla agradable, Mavra, pero nos íbamos.

220
—No, no os vais —dijo Mavra tranquilamente. Pero sus labios y sus ojos
no se habían movido. Había una extraña quietud que no era real. Las cosas
reales se mueven y respiran. Mavra no.
—Sí, sí nos vamos.
—No. Dos de vosotros os vais. —Su sonrisa se congeló—. Sé lo que pone
en la invitación, que solo se puede traer a una persona. Por eso, uno de tus
compañeros no está protegido por las antiguas leyes, mago. Si el Caballero
no está protegido, entonces tendremos más que palabras. Es una pena que
no tenga a Amoracchius, señor Caballero. Habría hecho cosas interesantes,
sin duda.
Noté un estremecimiento en el estómago.
—¿Y si no es Michael?
—Entonces tienes compañía no deseada, mago, y estoy descontenta con-
tigo. Te lo demostraré firmemente. —Miró a Susan—. De todos modos,
puedes escoger los dos que se van. Y luego tendré una breve conversación
con el tercero.
—Quieres decir que lo matarás.
Mavra se encogió de hombros, rompiendo su quietud. Me pareció es-
cuchar un leve crujido de los tendones, como si protestaran al moverse de
nuevo.
—Después de todo, una debe comer. Y estos pequeños mortales descon-
certados que han traído los rojos esta noche son demasiado dulces e insípi-
dos para mi gusto.
Retrocedí un paso y me volví hacia Michael para susurrarle:
—Si me llevo a Susan de aquí, ¿crees que podrás encargarte de esta zorra?
—No hace falta que susurres, Harry —dijo Michael—. Te puede oír.
—Sí —dijo Mavra—. Puedo oírte.
Hora de irse, Harry. Granjéate el cariño de los monstruos, por qué no.
—Bueno —le pregunté a Michael—. ¿Puedes?
Michael me miró durante un momento con los labios apretados. Después dijo:
—Coge a Susan y marchaos. Me las arreglaré.
Mavra se echó a reír, con un sonido seco y áspero.
—Tan noble. Tan puro. Tan sacrificado.
Susan me rodeó para formar un triángulo con Michael y conmigo. Al
hacerlo, me di cuenta de que Mavra se apartaba ligeramente de ella.
—Un minuto —dijo Susan—. Soy mayorcita. Conocía los riesgos que
conllevaba venir aquí.
—Lo siento, señorita Rodriguez —dijo Michael con tono de disculpa—.
Pero es lo que hay que hacer.

221
—Que Dios nos proteja de los cerdos machistas —murmuró Susan. Giró
la cabeza en mi dirección—. Disculpe, ¿qué cree que está haciendo?
—Mirando en su cesta de pícnic —respondí mientras abría una de las
tapas. Lancé un silbido—. Ha venido armada, señorita Rodriguez. Agua
bendita. Ajo. Dos crucifijos. ¿Eso es un calibre 38?
Susan resopló.
—Un 45.
—Ajo —musitó Michael.
Sobre las escaleras, Mavra siseó.
La miré.
—Thomas dijo que la Corte Negra había desaparecido, prácticamente.
Me pregunto si es porque tienen demasiada fama. ¿Le importa, señorita
Rodriguez?
Metí la mano en la cesta y saqué una bonita y aromática cabeza de ajo, y
a continuación la lancé por el aire hacia Mavra.
La vampiro no solo se apartó, sino que se convirtió en un borrón y apare-
ció varios escalones más arriba de donde se encontraba momentos antes. La
cabeza de ajo chocó contra el escalón donde estaba y rodó hacia nosotros.
Me agaché y la cogí.
—Diría que es un sí rotundo. —Miré hacia Mavra—. Es esto lo que
pasó, ¿verdad? ¿Stoker publicó El Gran Libro para matar a la Corte Negra de
vampiros?
Aquellos labios azules retrocedieron para mostrar unos dientes amarillos,
pero no los colmillos.
—Me importa poco. Sois criaturas de papel y algodón. Podría destrozar a
una docena de los de tu clase.
—A menos que hayan tomado pizza picante, supongo. Salgamos de aquí,
chicos.
Empecé a bajar las escaleras.
Mavra extendió las manos, una a cada lado, y concentró la oscuridad
entre las palmas. Es la única forma que tengo de explicarlo. Extendió las ma-
nos y la negrura acudió a llenarlas, formando una masa que giraba y cubría
sus manos hasta las muñecas.
—Intenta pasar a mi lado con esa arma, mago, y lo tomaré como un ata-
que a mi persona. Y me defenderé en consecuencia.
Fue como un jarro de agua fría. Proyecté mis sentidos hacia esa oscuridad
con cautela. Y me resultó familiar. La sentí como cadenas heladas y giros
crueles de alambre de espino. Sentí que era oscura y estaba vacía y represen-
taba todo lo que no es la magia.

222
Mavra era nuestra chica.
—Michael —dije con voz estrangulada. Se oyó el chirrido del acero cuan-
do sacó uno de sus cuchillos.
—Esto… —dijo Susan—. ¿Por qué hace eso con las manos? ¿Pueden
hacer eso los vampiros?
—Los magos sí pueden —dije—. Poneos detrás de mí.
Ambos lo hicieron. Levanté la mano mientras fruncía el ceño por la con-
centración. Extendí la mano e intenté invocar mi voluntad, todo mi poder.
Lo noté tembloroso y dubitativo, como una bomba sin impulso. Acudió
a mí poco a poco, temblando como un paleto nervioso. Pero lo concentré
alrededor de mi mano levantada, con un brillo azul cristalino, hermoso y
frágil, que lanzaba sombras afiladas sobre el rostro de Mavra.
Sus ojos de muerta me miraron y tuvo la súbita comprensión de por qué
Michael la había llamado «un ser». Mavra había dejado de ser una mujer.
Fuera lo que fuese, ya no era una persona. No como yo creo que es una
persona, en cualquier caso.
Aquellos ojos se quedaron fijos en los míos, se fijaron en mí con una
especie de horrible fascinación, la misma atracción enfermiza que hace que
queráis mirar debajo de la manta del depósito de cadáveres, que le deis la
vuelta a un animal muerto para ver la podredumbre que hay debajo de él.
Luché y aparté la mirada de la suya.
—Vamos, mago —susurró Mavra con un rostro carente de expresión—.
Vamos a probarnos. Vos y yo.
Le di más fuerza a la energía. No tenía el poder suficiente para dispararle
dos veces. Tenía que librarme de ella a la primera o se acabó. Irradiaba una
energía fría, con pequeñas volutas de vapor que se curvaban mientras el
escalón que pisaba se cubría de esquirlas de hielo.
—Pero no vas a disparar primero, ¿verdad? —No me di cuenta de que lo
había dicho en voz alta hasta hacerlo—. Porque entonces estarías rompien-
do la tregua.
Por fin vi emoción en su rostro. Cólera.
—Ataca, mago. O no lo hagas. Y me llevaré al mortal que elijas. No pue-
des reclamar la protección de la hospitalidad para ambos.
—Quítate de en medio, Mavra. O no te quites. Si intentas impedir que
nos marchemos, si intentas hacerle daño a cualquiera que esté bajo mi pro-
tección, te enfrentarás a un Mago del Consejo Blanco, a un Caballero de
la Espada y a una chica que tiene una cesta llena de ajo y agua bendita. No
me importa lo mala y fea que seas, no quedará nada de ti salvo un charco
grasiento en el suelo.

223
—Atrévete —susurró.
Se hizo un borrón y apareció delante de mí. Tomé aliento, pero me cogió
cuando lo soltaba y no tuve tiempo de lanzar el golpe cristalino que había
preparado.
Michael y Susan avanzaron a la vez, y sus manos se movieron. Ella llevaba
una sencilla cruz de madera oscura, mientras que él cogía la daga por la hoja,
cuya empuñadura había convertido en una cruz, al estilo de los cruzados. La
madera y el metal brillaron con una luz blanca y fría al acercarse Mavra, y
ella se chocó contra esa luz como si fuera un muro sólido mientras las som-
bras de sus manos se hacían pedazos y desaparecían como arena entre sus
dedos. Nos enfrentamos a ella, con mi poder azul y dos cruces brillantes que
ardían con una especie de poder puro y calmado que no había visto antes.
—Sangre del Dragón, de esa Antigua Serpiente —dijo Michael en voz
baja—. Ni Tú ni los tuyos tenéis poder aquí. Tus amenazas están vacías,
tus palabras vacías de la verdad, porque tu corazón está vacío de amor y tu
cuerpo de vida. Detente ahora, antes de que tientes a la cólera del Todopo-
deroso. —Miró hacia mí y añadió, probablemente en beneficio mío—. O
antes de que mi amigo Harry te convierta en un charco de grasa en el suelo.
Mavra subió los escalones despacio mientras sus tendones crujían. Se incli-
nó y cogió la calavera que había tirado al suelo en algún momento de la discu-
sión. Después se volvió hacia nosotros, mirándonos con una sonrisa tranquila.
—No importa —dijo—. Ya ha pasado la hora.
—¿La hora? —me preguntó Susan en un tenso susurro—. ¿De qué hora
habla, Dresden?
—La hora de socializar —respondió Mavra en un murmullo.
Siguió subiendo las escaleras y cerró suavemente las puertas que llevaban
al exterior con un golpe ominoso.
Todas las luces se apagaron. Todas, salvo la nube azul de mi mano y la
gloria brillante de las dos cruces.
—Genial —murmuré.
Susan parecía aterrorizada, con una expresión dura y controlada.
—¿Qué pasa ahora? —susurró mientras escudriñaba la oscuridad.
A nuestro alrededor surgió una risa, suave y burlona, tranquila, siseante
y gruesa, con un tono húmedo y burbujeante. Cuando se trata de risas es-
peluznantes, es difícil superar a los vampiros. Tenéis que creerme. Lo saben
muy bien.
Algo destelló en la oscuridad y Thomas y Justine aparecieron a la luz del
poder que había convocado en mi mano. Thomas levantó ambas manos a
la vez y dijo:

224
—¿Os importaría mucho si me quedo con vosotros?
Miré a Michael, quien frunció el ceño. A continuación a Susan, que mi-
raba a Thomas en todo su esplendor semidesnudo… sin apartar sus ojos. Le
di un golpecito con mi cadera, parpadeó y me miró.
—Ah, no. No me importa, supongo.
Thomas cogió la mano de Justine y los dos se pusieron a mi derecha,
donde Michael los vigilaba atentamente.
—Gracias, mago. Me temo que no soy muy apreciado por aquí.
Lo miré. Tenía una marca en el cuello de color negro y rojo rabioso, como
una señal con la forma de unos labios femeninos y adorables. Se podría
pensar que era carmín, pero sentí un leve olor a carne quemada en el aire.
—¿Qué te ha pasado en el cuello?
Su rostro palideció todavía más.
—Tu madrina me dio un beso.
—Maldita sea —dije.
—Bien dicho. ¿Estás listo?
—¿Listo para qué?
—Para la corte que se va a celebrar. Para que nos den nuestros regalos.
El control tembloroso que tenía sobre el poder me falló y bajé la mano,
liberando suavemente la tensión antes de perder el control. La última luz
parpadeó y se apagó, dejándonos en una oscuridad tal que no creí que fuera
posible.
Y entonces los focos rompieron de nuevo la oscuridad, iluminando el
escenario, el trono que había allí y a Bianca con su vestido llameante. Tenía
la boca, la garganta y la rotunda redondez de sus pechos manchados de
sangre, sus labios teñidos de rojo escarlata sonreían hacia la oscuridad, a las
docenas de ojos brillantes que había en ella, mirando hacia el escenario con
adoración, o terror, o lujuria, o todo a la vez…
—Todos en pie —susurré mientras surgían suaves murmullos y gemidos
de la multitud que nos rodeaba, no todos humanos—. Ha comenzado la
sesión de la Corte Vampírica.

225
29

El miedo tiene muchos sabores y texturas. Hay un miedo agudo y plateado


que corre como un relámpago por los brazos y las piernas, que hace que
entréis en acción porque os da poder y movimiento.
Hay un miedo fuerte y pesado que aparece en forma de lingotes que se
acumulan en el vientre en esas horas vacías que van de la medianoche al
amanecer, cuando todo está oscuro y todos los problemas parecen hacerse
más grandes y las heridas y las enfermedades empeoran.
Y existe un miedo cobrizo, que aprieta como cuerdas de violín, temblan-
do sobre una sola nota que ya no se puede mantener un segundo más, pero
que sigue y sigue, la tensión que precede a un golpe de platillos, al estruendo
de las trompetas, al ruido amenazador de los timbales.
Esa era la clase de miedo que sentía. Una tensión horrible que me aga-
rraba y que me dejaba en la boca un sabor metálico a sangre. El miedo a las
criaturas en la oscuridad que me rodeaba, a mi propia debilidad, al poder
que me había robado la Pesadilla. Y miedo por aquellos que me rodeaban,
por la gente que no tenía el poder que yo tenía. Por Susan. Por Michael. Por
todos los jóvenes que yacían en la oscuridad, drogados, moribundos o ya
muertos, demasiado estúpidos o temerarios para haber evitado ir esta noche.
Sabía lo que esas cosas podían hacerles. Eran depredadores, destructores
malvados. Y me daban muchísimo miedo.
El miedo y la cólera van siempre de la mano. La cólera era mi escondite
ante el miedo, mi escudo y mi espada contra él. Esperé a que la cólera me
ayudara a ser más resolutivo, que convirtiera mi espina dorsal en acero. Es-
peré ese impulso súbito de rabia y fuerza para sentir su poder fusionándose
a mi alrededor como una nube.
No llegó. Solo una sensación hueca y ondeante bajo la hebilla del cintu-
rón. Por un momento volví a sentir los colmillos del demonio de sombra de
mi sueño. Me eché a temblar.
Miré a mi alrededor. El gran patio estaba rodeado de altos setos cor-
tados en forma de almenas, imitando los muros de un castillo. En sus
esquinas crecían unos árboles podados con forma de torres de guardia.
Unas pequeñas aberturas en el seto llevaban a la oscuridad de la casa,
pero estaban cerradas con puertas de hierro reforzadas. La única salida

227
que vi estaba en lo alto de las escaleras, donde Mavra se apoyaba en las
puertas que llevaban a la mansión. Me miró con esos ojos lechosos y ca-
davéricos y sus labios crujieron cuando me dedicó una pequeña sonrisa
helada.
Agarré mi bastón con ambas manos. Era un bastón-espada, por supuesto,
uno fabricado en la alegre Inglaterra de Jack el Destripador, no una imita-
ción de las que aparecen en esas revistas masculinas que venden lámparas de
lava y punteros láser. Era acero auténtico. Agarrarlo no me hizo sentir mejor.
Todavía temblaba.
La razón. La razón era mi siguiente línea de defensa. El miedo se alimenta
de la ignorancia. Así que el conocimiento es un arma contra él, la razón es
una herramienta del conocimiento. Retrocedí mientras Bianca seguía ha-
blando a la multitud, diciendo tonterías para vanagloriarse a las que no
prestaba atención. Razón. Hechos.
Hecho número uno: Alguien había planeado aquel levantamiento de los
muertos, el tormento de las almas inquietas. Lo más probable es que Mavra
fuera la única capaz de realizar aquella magia. La turbulencia espiritual ha-
bía permitido que la Pesadilla, el fantasma de un demonio al que Michael y
yo matamos, cruzara y viniera a por mí.
Hecho número dos: La Pesadilla intentaba cazarnos personalmente a Mi-
chael y a mí, lanzando ataques contra nosotros y nuestros amigos. Mavra
podía haberla dirigido, controlado y usado de peón. Por otra parte, Bianca
podría haber aprendido de Mavra, y haberlo usado ella misma. De cualquier
forma, los resultados hubieran sido los mismos.
Hecho número tres: No había venido a por nosotros al anochecer, tal y
como habíamos esperado.
Hecho número cuatro: Me encontraba rodeado de monstruos, y solo la
fuerza de una tradición con siglos de antigüedad impedía que me destroza-
ran la garganta. Aun así, parecía que daba resultado. Hasta ahora.
A menos…
—Campanas infernales —juré—. Odio cuando no soy capaz de resolver
el misterio hasta que es demasiado tarde.
Docenas de ojos rojos brillantes se volvieron hacia mí. Susan me dio un
codazo en las costillas.
—Cállese, Dresden —siseó—. Está haciendo que nos miren a todos.
—¿Harry? —susurró Michael.
—A eso juegan —dije en voz baja—. Es un montaje.
Michael gruñó:
—¿Qué?

228
—Todo esto —dije. Los hechos comenzaban a ponerse en su lugar,
unas dos horas después—. Ha sido un montaje desde el principio. Los
fantasmas. La Pesadilla demonio. Los ataques a nuestra familia y amigos.
Todo.
—¿Para qué? —susurró Michael—. ¿Para qué sirve el montaje?
—Desde el principio quiso que viniéramos aquí. Ha montado esto para
darnos una lección de historia. Tenemos que salir de aquí.
—¿Una lección de historia? —dijo Michael.
—Sí. ¿Recuerdas lo que hizo Vlad Tepes en su inauguración?
—Ah, Dios —jadeó Michael—. Que Dios nos proteja.
—No lo entiendo —dijo Susan en voz baja—. ¿Qué hizo ese tipo?
—Invitó a todos sus enemigos políticos y personales a una fiesta. Después
los encerró y los quemó vivos. Quería empezar su mandato a lo grande.
—Ya veo —dijo Susan—. ¿Y cree que es lo que está haciendo Bianca?
—Que Dios nos proteja —murmuró Michael de nuevo.
—Creía que Él ayudaba a los que se ayudan a sí mismos —dije—. Tene-
mos que salir de aquí.
La armadura de Michael tintineó cuando él miró a su alrededor.
—Han bloqueado las salidas.
—Lo sé. ¿A cuántos te puedes enfrentar sin la Espada?
—Si solo fuera cuestión de retenerlos…
—Pero no lo es. Puede que tengamos que abrirnos paso entre ellos.
Michael sacudió la cabeza.
—No estoy seguro. A lo mejor dos o tres, si Dios quiere.
Hice una mueca. Solo había un vampiro custodiando cada una de las
salidas, pero había dos o tres docenas en el patio, sin contar a mi madrina y
a los demás huéspedes, como Mavra.
—Iremos por aquella puerta —dijo Michael, señalando con la cabeza a
una de las salidas que había entre los setos.
Negué con la cabeza.
—No lo lograremos.
—Vosotros sí —dijo—. Creo que podré ocuparme de todos.
—Para el carro —dije—. Necesitamos una idea que nos permita a todos
salir vivos de aquí.
—No, Harry. Se supone que tengo que interponerme entre la gente y las
cosas que intentan hacerles daño. Aunque me maten. Es mi trabajo.
—Se supone que tendrías la ayuda de la Espada. Es culpa mía que no la
tengas, así que hasta que podamos recuperarla, deja ese discurso de mártir.
No necesito que nadie más recaiga sobre mi conciencia. —O, pensé, que

229
una vengativa Charity viniera a por mí por hacer que mataran al padre de
sus hijos—. Tiene que haber una forma de salir de esto.
—A ver si lo he entendido —dijo Susan en voz baja mientras Bianca
seguía hablando—. No podemos irnos ahora porque sería un insulto para
los vampiros.
—Y sería la excusa que necesitan para exigir una compensación instan-
tánea.
—Una compensación instantánea —dijo Susan—. ¿Qué es eso?
—Un duelo a muerte. Lo que significa que uno de ellos me arrancaría
los brazos y miraría cómo me desangro hasta morir —dije—. Eso si tengo
suerte.
Susan tragó saliva.
—Ya veo. ¿Y qué pasaría si nos quedáramos?
—Bianca o los demás encontrarían la forma de hacer que nos pasásemos
de la raya y que diéramos el primer golpe. Y después nos matarían.
—¿Y si no damos el primer golpe? —preguntó Susan.
—Supongo que tendrá un plan B para aniquilarnos, por si acaso.
—¿A nosotros? —preguntó Susan.
—Eso me temo —miré a Michael—. Necesitamos una distracción. Algo
que les haga mirar a otro lado. —Asintió con la cabeza y dijo—: Puede que
seas mejor que yo en eso, Harry.
Tomé aire y miré a mi alrededor para ver de qué herramientas disponía.
No teníamos mucho tiempo. El discurso de Bianca estaba acabando.
—Y por eso —dijo Bianca dirigiendo su voz con destreza—, estamos
ante una nueva era para los nuestros, para la primera Corte reconocida
hasta ahora en Estados Unidos. Ya no tenemos la cólera de nuestros
enemigos. Ya no agachamos la cabeza ni ofrecemos nuestras gargantas
a aquellos que quieren tener poder sobre nosotros. —En ese momento,
sus ojos oscuros me miraron directamente a mí—. Por fin, con la fuerza
de toda la Corte respaldándonos, con el apoyo de los Señores de la No-
che, nos enfrentaremos a nuestros enemigos. Y haremos que se pongan
de rodillas.
Su sonrisa, que mostraba sus colmillos curvados manchados de rojo, se
hizo más amplia.
Deslizó la punta de su dedo por su garganta y después se lo llevó a los
labios para lamer la sangre. Se estremeció.
—Mis queridos súbditos. Esta noche tenemos algunos invitados entre
nosotros. Invitados que han venido a contemplar nuestro ascenso al autén-
tico poder. Por favor, amigos, ayudadme a darles la bienvenida.

230
Los focos giraron. Uno de ellos iluminó a nuestro pequeño grupo: Mi-
chael, Susan y yo, con Thomas y Justine algo apartados. Un segundo foco
iluminó a Mavra, en lo alto de las escaleras, en toda su cruda palidez ultra-
terrena. Un tercer foco se posó en mi madrina, quien brilló con toda su be-
lleza, se apartó el pelo de forma natural y lanzó una deslumbrante sonrisa al
patio. Al lado de mi madrina se encontraba el señor Ferro, con su cigarrillo
apagado todavía entre los labios y echando humo por sus fosas nasales, con
aspecto anodino y marcial con su traje de centurión y sin apenas preocupar-
se de lo que estaba pasando.
De la oscuridad que nos rodeaba surgieron unos aplausos lánguidos y
algo siniestros. Debería haber alguna ley. Algo que declarara que aplaudir de
esa manera tan siniestra debería estar prohibido universalmente o algo. O tal
vez fuera que estaba nervioso. Tosí y agité la mano con educación.
—A la Corte Roja le gustaría aprovechar esta oportunidad para entregar-
les sus regalos a nuestros invitados —dijo Bianca—, para que todos puedan
ver lo mucho que apreciamos su buena voluntad. Así que, sin más dilación,
señor Ferro, ¿querría hacerme el honor de dar un paso adelante y aceptar
esta muestra de buena voluntad de mi parte y de la de mi Corte?
El foco siguió a Ferro mientras avanzaba. Llegó al pie del escenario, in-
clinó su cabeza de forma deliberada pero superficial y después subió para
ponerse delante de Bianca. La vampira inclinó la cabeza para corresponderle
e hizo un gesto con la mano. Una de las figuras encapuchadas que había
detrás de ella se adelantó, sujetando un pequeño cofre del tamaño de una
panera. La figura lo abrió y las luces iluminaron algo que lanzaba destellos.
A Ferro le brillaron los ojos e introdujo su mano en el cofre, hundiéndola
hasta la muñeca. Sus labios esbozaron una pequeña sonrisa y retiró la mano
con lenta reticencia.
—Un buen regalo —murmuró—. Sobre todo en esta época de pobreza.
Se lo agradezco.
Él y Bianca intercambiaron sendas inclinaciones de cabeza y la cabeza de
ella se agachó algo más que la de él.
Ferro cerró el cofre y se lo puso bajo el brazo, retrocediendo educadamen-
te un paso antes de darse la vuelta y bajar por las escaleras.
Bianca sonrió y miró de nuevo hacia el patio.
—Thomas, de la Casa Raith, de nuestros hermanos y hermanas de la
Corte Blanca. Por favor, dé un paso adelante y le entregaré una muestra de
nuestra consideración.
Miré hacia Thomas. Tomó aire y después me dijo:
—¿Cuidará de Justine por mí mientras estoy ahí arriba?

231
Miré a la chica. Levantaba la cabeza hacia Thomas, con una mano sobre
su brazo y ojos preocupados, y mordiéndose el pequeño labio. Parecía pe-
queña, joven y asustada.
—Claro —dije.
Extendí un brazo rígido. Las manos de la chica se aferraron a mi an-
tebrazo, mientras Thomas se daba la vuelta con una sonrisa brillante y se
contoneaba bajo los focos mientras subía los escalones. Ella olía muy bien,
como a flores o a frambuesas, con un olor almizcleño por debajo, sensual y
capaz de distraerme.
—Ella lo odia —susurró Justine. Sus dedos apretaban mi brazo a través
de la manga—. Todos lo odian.
Fruncí el ceño y miré a la chica. Aunque estaba preocupada, seguía siendo
hermosa, a pesar de que su proximidad a mí disminuía el impacto que me
causaba su traje. O la falta de traje. Me concentré en su rostro y dije:
—¿Por qué lo odian?
Tragó saliva y después susurró:
—Lord Raith es el señor supremo de la Corte Blanca. Bianca le ha invi-
tado. El Lord ha enviado a Thomas en su lugar. Thomas es su hijo bastardo.
Es el menos considerado dentro de la Corte Blanca. Su presencia aquí es un
insulto hacia Bianca.
Me sorprendió que la chica hubiera dicho tantas palabras juntas.
—¿Existe algún rencor entre ellos?
Justine asintió con la cabeza, mientras en el escenario, Thomas y Bianca
intercambiaban reverencias. Ella le entregó un sobre, hablando en voz baja
para que no la oyera la multitud. Él le respondía con amabilidad. Justine
dijo:
—Es por mí. Es por mi culpa. Bianca quería que fuera suya. Pero Tho-
mas me encontró primero. No le ha perdonado por ello. Le llama cazador
furtivo.
Lo cual tenía cierto sentido. Bianca había llegado donde estaba siendo
la madame más tristemente famosa de Chicago. Su Velvet Room propor-
cionaba, a un precio considerable, los servicios de chicas con las que la
mayoría de hombres solo podían soñar. Tenía los suficientes trapos sucios
y relaciones políticas para protegerse de la persecución legal sin tener que
recurrir a ninguno de sus trucos vampíricos, y siempre tenía de sobra.
Bianca quería a alguien como Justine: de aspecto dulce, guapa y sexy sin
pretenderlo. Probablemente vestida con una falda plisada y una camisa
blanca con…
Para, Harry. Campanas infernales.

232
—¿Por eso estás con él? —le pregunté—. ¿Porque crees que tienes la cul-
pa de que él tenga enemigos?
Levantó la vista hacia mí un instante y luego la apartó, con una expresión
bastante triste.
—No lo entendería.
—Mira, es un vampiro. Sé que pueden influir sobre la gente, pero podrías
estar en peligro…
—No necesito que me rescaten, señor Dresden —dijo. Sus ojos adorables
destellaron con algo firme y decidido—. Pero hay algo que puede hacer por
mí.
Tuve un mal presentimiento y miré a la chica con cautela.
—¿Sí? ¿El qué?
—Llevarnos a Thomas y a mí con usted cuando se vaya.
—¿Aparecéis en una limusina y queréis iros a casa conmigo?
—No sea remilgado, señor Dresden —dijo—. Sé de lo que hablaban
usted y sus amigos.
Sentí que los hombros me crujían por la tensión.
—Nos oíste. Tú tampoco eres humana.
—Soy muy humana, señor Dresden, pero leo los labios. ¿Lo va a ayudar
o no?
—No es asunto mío protegerlo.
Apretó su boca suave hasta formar una línea dura.
—Lo estoy convirtiendo en asunto suyo.
—¿Me estás amenazando?
Su rostro se puso tan rosa como el vestido que casi llevaba, pero siguió
firme.
—Necesitamos amigos, señor Dresden. Si no nos va a ayudar, tendré que
conseguir el favor de Bianca contándole sus planes para escapar y declaran-
do que he oído que la ibais a matar.
—Eso es mentira —siseé.
—Es una exageración —dijo con voz suave. Bajó los ojos—. Pero será su-
ficiente para que haya un duelo. O para obligarle a derramar sangre. Y si eso
ocurre, usted morirá. —Tomó aire—. No quiero ser así. Pero si no hacemos
nada para protegernos, ella lo matará. Y me meterá en su nido de zorras.
—No dejaré que te ocurra eso —dije.
Las palabras me salieron de la boca esquivando la parte racional de mi
cerebro, pero parecían verdaderas. Ah, demonios.
Levantó la vista hacia mí, otra vez dubitativa, mordiendo con los dientes
uno de esos labios adorables.

233
—¿En serio? —susurró—. Lo dice en serio, ¿verdad?
Hice una mueca.
—Sí, sí. Supongo.
—¿Entonces va a ayudarme? ¿Nos ayudará?
Michael, Susan, Justine, Thomas… Iba a necesitar una secretaria para
localizar a todos los que se suponía que tenía que ayudar.
—A ti. Pero Thomas puede arreglárselas solo.
Los ojos de Justine se llenaron de lágrimas.
—Señor Dresden, por favor. Si hay algo que pueda hacer o decir para
convencerle, yo…
—Maldita sea —juré, lo que me valió una mirada de Michael—. Mal-
dita seas, maldita seas, maldita seas, mujer. Todas las mujeres, para el caso.
—Esto me valió una mirada de Susan—. Es un vampiro, Justine. Te está
devorando. ¿Por qué debería importarme lo que le pase?
—También es una persona, señor Dresden —dijo Justine—. Una per-
sona que no le ha hecho ningún daño. ¿Por qué no debería importarme lo
que le pase?
Odio cuando una mujer me pide ayuda y yo decido estúpidamente dár-
sela sin importarme las docenas de razones perfectamente válidas para no
hacerlo. Odio cuando me amenazan para que haga algo estúpido y arriesga-
do. Y odio cuando alguien recurre a la moral y me gana.
Justine había hecho las tres cosas, pero no podía reprochárselo. Era tan
dulce y desvalida.
—De acuerdo —dije en contra de mi buen juicio—. De acuerdo, quéda-
te por aquí cerca. Quieres mi protección, así que haz lo que yo diga, cuando
yo lo diga, y a lo mejor salimos de esto con vida.
Sintió un escalofrío que potenció su atractivo y se pegó a mí.
—Gracias —murmuró, enterrando el rostro en la curva de mi cuello, lo
que me hizo sentir un cosquilleo bajando por la espalda—. Gracias, señor
Dresden.
Tosí, algo incómodo, y rechacé cualquier idea de cobrarme el favor más
tarde, a pesar de lo que me decía mi impulso sexual.
Pensé que probablemente el veneno vampírico potenciaba aquellos pen-
samientos. Claro que sí. Aparté suavemente a Justine y levanté la mirada
para ver que Thomas volvía de su visita al escenario, llevando un sobre en
la mano.
—Bueno —lo felicité cuando volvió—. Parece que ha ido bastante bien.
Me dedicó una leve sonrisa.
—Ese… esa mujer puede resultar muy inquietante cuando quiere, ¿verdad?

234
—Que no te afecte —le aconsejé—. ¿Qué te ha dado?
Thomas acogió a Justine bajo su brazo y ella presionó su cuerpo contra
el suyo, como si quisiera fundirse con él y abandonar su forma angelical.
Levantó su sobre y dijo:
—Un apartamento en Hawái. Y un billete para el último vuelo que sale
esta noche. Me ha sugerido que tal vez quiera marcharme de Chicago. Para
siempre.
—Un billete —dije, y miré a Justine.
—Ajá.
—Qué amable por su parte —comenté—. Mira, Thomas. Los dos que-
remos marcharnos de aquí. Solo quédate a mi lado y haz caso a lo que te
diga. ¿Vale?
Frunció ligeramente el ceño y después le lanzó a Justine una mirada llena
de reproche.
—Justine, te pedí que no…
—Tenía que hacerlo —dijo, con rostro serio y aterrorizado—. Tenía que
hacer algo para ayudarte.
Tosió.
—Le pido disculpas, señor Dresden. No quería involucrar a nadie más
en mis problemas.
Me rasqué la nuca.
—Está bien. Supongo que podemos ayudarnos el uno al otro.
Thomas cerró los ojos un instante. A continuación dijo, de manera sen-
cilla y abierta:
—Gracias.
—Vale —dije.
Levanté la vista hacia Bianca, quien conversaba con una de las sombras
encapuchadas. Dos de ellos desaparecieron por detrás del escenario mientras
Bianca los observaba, y a continuación regresaron cargando algo que a todas
luces pesaba lo suyo. Dejaron en el suelo el gran objeto, oculto bajo una tela
roja junto a Bianca.
—Harry Dresden —ronroneó Bianca—. Antiguo y estimado conocido y
mago del Consejo Blanco. Por favor, ven para que pueda darte lo que llevo
tiempo esperando.
Tragué saliva y me volví para mirar a Michael y a Susan.
—Vigila bien —dije—. Si va a hacer algo, supongo que será ahora, cuan-
do estamos separados.
Él puso su mano en el hombro de ella y dijo:
—Que Dios esté contigo, Harry.

235
La energía me raspó la piel y los vampiros que estaban más cerca se mo-
vieron incómodos, y retrocedieron unos pasos. Michael se dio cuenta de
cómo yo reparaba en ello y me dedicó una pequeña sonrisa avergonzada.
—Tenga cuidado, señor Dresden —dijo Susan.
Los miré frunciendo el ceño, les hice un gesto con la cabeza a Thomas y
a Justine y eché a andar, con el bastón en una mano y la capa hortera on-
deando a mi espalda mientras subía los escalones. Me caía una gota de sudor
por el rabillo del ojo, lo que probablemente me estropearía el maquillaje. Lo
ignoré y miré a Bianca a los ojos mientras me ponía a su lado.
Los vampiros no tienen alma. Ella no tenía miedo de mirarme a los ojos.
Y no era lo bastante buena para arrastrarme a los suyos. O por lo menos, ya
no lo era desde hacía un par de años. Me miró a los ojos con firmeza, con
sus ojos oscuros y adorables y muy, muy profundos.
Me armé de valor y me concentré en la punta de su nariz respingona. Vi
cómo su pecho se elevaba y bajaba por el placer bajo las llamas que la envol-
vían, soltando un pequeño ronroneo de satisfacción.
—Ah, Harry Dresden. Esperaba verle esta noche. Después de todo, es un
hombre muy guapo. Pero tiene una pinta ridícula.
—Gracias —dije. Nadie, salvo la pareja de criados encapuchados que se
encontraba en la parte trasera del escenario, podía escucharnos—. ¿Cómo
planeas matarme?
Se quedó callada y pensativa durante un instante. Después me preguntó,
mientras inclinaba la cabeza con formalidad:
—¿Se acuerda de Paula, señor Dresden?
Le devolví el gesto de forma superficial, solo para rozar el insulto.
—Me acuerdo de ella. Era guapa. Educada. En realidad, no llegué a co-
nocerla mucho.
—No. Murió una hora después de que usted pusiera un pie en mi casa.
—Sabía que iba a acabar así —dije.
—¿Quiere decir que tendría que haberla matado?
—No es culpa mía que perdiera el control y la matara, Bianca.
Sonrió mostrando sus dientes de color blanco brillante.
—Ah, pero sí fue culpa suya, señor Dresden. Vino a mi casa. Me pro-
vocó hasta volverme loca. Me obligó a ir con usted amenazándome con
destruirme. —Se inclinó hacia delante, lo que me permitió ver un poco
lo que había debajo de su vestido de llamas. Iba desnuda—. Ahora le de-
vuelvo el favor. No soy alguien a quien se pueda ignorar o dejar de lado
cuando le apetezca. Ya no. —Se detuvo y dijo—: En cierto modo, le estoy
agradecida, Dresden. Si no hubiera deseado tanto matarle, nunca habría

236
conseguido el poder y los contactos que tengo ahora. Nunca habría ascen-
dido en la Corte.—Hizo un gesto hacia la multitud de vampiros que había
debajo de nosotros, en el patio—. En cierto modo, esto es obra suya.
—Eso es mentira —dije en voz baja—. Yo no he hecho que obligara a
Mavra a trabajar para usted. No hice que ordenara torturar a esos pobres
fantasmas, ni revolver el Nuncamás y traer de regreso a la mascota de Kravos
para lanzarla contra inocentes al intentar ir a por mí.
Su sonrisa se hizo más amplia.
—¿Eso es lo que cree que ha pasado? Oh, Dios mío, señor Dresden. Le
espera una sorpresa poco agradable.
La cólera me hizo levantar la mirada para mirarla a los ojos, me dio la
fuerza para no dejarme arrastrar, para no equivocarme. Se había vuelto más
fuerte estos dos años.
—¿No podemos terminar con esto?
—Todo lo que merece la pena va despacio —murmuró, pero extendió
una mano y agarró la tela de color rojo oscuro, descubriendo el objeto que
había debajo—. Para usted, señor Dresden. Con mi más ferviente sinceri-
dad.
La tela se deslizó descubriendo una lápida de mármol blanca, que tenía
un pentáculo dorado tallado en el centro. Las letras talladas encima del pen-
táculo decían: «Aquí yace Harry Dresden». Las de más abajo, «Murió ha-
ciendo lo correcto». Había un sobre pegado a uno de los lados de la tumba.
—¿Le gusta? —ronroneó Bianca—. Hará juego con las de Graceland,
cerca de la pequeña Inez. Estoy segura de que tendrán mucho de que hablar.
Cuando llegue el momento, claro.
Mis ojos pasaron de la tumba a ella.
—Vamos —dije—. Le toca mover.
Se echó a reír, con un sonido pleno que hizo retroceder a la multitud que
estaba más abajo.
—Ah, señor Dresden —dijo bajando la voz—. ¿De verdad no lo entien-
de? No puedo atacarle abiertamente. No importa todo lo que me ha hecho.
Pero puedo defenderme. Puedo ayudar a que mis invitados se defiendan.
Puedo verle morir. Y si las cosas se ponen confusas y frenéticas y mueren
unos cuantos aparte de usted, bueno. Es difícil que me echen la culpa.
—Thomas —dije.
—Y su pequeña zorra. Y el Caballero y su amiga periodista. Voy a disfru-
tar del resto de la noche, Harry.
—Mis amigos me llaman Harry —dije—. Usted no.
Sonrió y dijo:

237
—La venganza es como el sexo, señor Dresden. Es mejor cuando es lento
y tranquilo, hasta el momento en el que todo parece inexorable.
—Ya sabe lo que dicen sobre la venganza. Espero que tenga otra lápida,
Bianca. Para la otra tumba.
Mis palabras le molestaron y se puso rígida. A continuación llamó a sus
criados para que se llevaran mi tumba con sus manos enguantadas.
—Se la llevan a Graceland, señor Dresden. Tendrá la cama preparada
antes de que salga el sol.
Agitó la muñeca en mi dirección con desprecio.
Agaché la cabeza con un movimiento escueto y frío.
—Ya veremos.
¿Qué os parece la respuesta? Después me giré y bajé las escaleras, las pier-
nas me temblaban un poco y notaba la espalda rígida y dura.
—Harry —dijo Michael cuando me acerqué—. ¿Qué ha pasado?
Levanté la mano y sacudí la cabeza, intentando pensar. La trampa
ya se estaba cerrando a mi alrededor. Lo sentía. Pero si podía imaginar
cuál era el plan de Bianca, tal vez pudiera salir de allí delante de sus
narices. Les dije a Michael y a los demás que vigilaran por si había pro-
blemas mientras pensaba furiosamente, intentando desentrañar la lógica
de Bianca.
Mi madrina deslumbró cuando acudió a la llamada de Bianca, y me de-
tuve un momento para mirar al escenario.
Bianca le obsequió con un pequeño cofre. Lea lo abrió y un temblor le
recorrió el cuerpo, haciendo que su cabello rojo como el fuego reluciera y
brillara. Mi madrina lo cerró de nuevo y dijo:
—Un regalo espléndido. Por suerte, como es costumbre entre mi raza, le
he traído un regalo del mismo valor a cambio.
Lea llamó al criado y este le entregó un gran cofre de color oscuro. Lo
abrió y se lo enseñó durante un instante a Bianca para volverse a continua-
ción y enseñárselo a la Corte reunida.
Era Amoracchius, la espada de Michael. Brillaba dentro de la caja oscura,
reflejando la luz con un brillo puro y argénteo. Michael, que estaba a mi
lado, se puso rígido y sofocó un grito.
Se elevó un murmullo entre los vampiros reunidos y las diversas criaturas.
Ellas también reconocían la espada. Lea disfrutó de ella un instante, hasta
que cerró la caja y se la entregó a Bianca. Ella la puso en su regazo mientras
nos sonreía, a Michael y a mí, pensé.
—Un buen regalo en respuesta al mío —dijo Bianca—. Se lo agradezco,
lady Leanandshide. Que venga Mavra, de la Corte Negra.

238
Mi madrina se marchó. Mavra surgió de la noche y se dirigió hacia el
escenario.
—Mavra, has sido la invitada más gentil y honorable que haya estado en
mi casa —dijo Bianca—. Y confío en que te hayan tratado con justicia y
equidad.
Mavra inclinó la cabeza hacia Bianca en silencio, con los ojos legañosos
brillantes mirando hacia Michael.
—Oh, Jesucristo —susurré—. Hija de puta.
—No lo dice en serio, Señor —dijo Michael—. ¿Harry? ¿Qué quieres
decir?
Apreté los dientes mientras miraba a mi alrededor. Todos me miraban,
todos los vampiros, el señor Ferro, todos. Todos sabían lo que iba a venir a
continuación.
—La lápida. Estaba escrito en mi maldita lápida.
Bianca me contemplaba sonriendo mientras yo empezaba a compren-
derlo.
—Así que, por favor, Mavra, acepta estas pequeñas muestras de mi buena
voluntad y con ellas la esperanza de que tú y los tuyos consigáis venganza y
prosperidad.
Le ofreció el cofre que contenía la espada, la cual aceptó Mavra. A conti-
nuación, le hizo señas a alguien en la parte de atrás y los criados trajeron otro
bulto cubierto. Los criados retiraron la funda del bulto y apareció Lydia. Le
habían hecho un corte elegante a su cabello oscuro y enmarañado y llevaba
un top y pantalones cortos de licra negra que resaltaban sus caderas y la
belleza de sus pálidas extremidades. Miró hacia las luces con ojos vidriosos y
drogados mientras los dos criados la sujetaban.
—Dios mío —dijo Susan—. ¿Qué van a hacer con esa chica?
Mavra se giró hacia Lydia, extendiendo la mano hacia la caja mientras
decía:
—Cariño —dijo ella con voz áspera. Sus ojos volvieron a posarse en Mi-
chael—. Ahora abriré mi regalo. Puede que el acero se manche un poco,
pero estoy segura de que aguantará.
Michael soltó un jadeo repentino.
—¿Qué pasa? —espetó Susan.
—La sangre de los inocentes —gruñó Michael—. La espada es vulnera-
ble. Quiere dejarla sin poder. Harry, no podemos permitirlo.
A mi alrededor, los vampiros soltaron sus copas de vino, se desabrocharon
las chaquetas y descubrieron sus colmillos manchados de sangre en lentas
sonrisas. Bianca se echó a reír, por encima de mí, cuando Mavra abrió el

239
cofre y sacó a Amoracchius. La espada pareció resonar con un ruido de
enfado cuando la vampiro la tocó, pero Mavra se limitó a mirar la hoja con
desdén cuando levantó la espada.
Thomas se acercó a nosotros, poniendo a Justine detrás de él mientras
sacaba su espada.
—Dresden —siseó—. Dresden, no seas tonto. Es solo la vida de una
chica y una espada contra la de todos nosotros. Si haces algo ahora nos
condenarás a todos.
—¿Harry? —preguntó Susan con voz temblorosa.
Michael también se giró para mirarme, con una mueca.
—Ten fe, Dresden. No todo está perdido.
A mí me parecía que todo estaba condenadamente perdido. Pero no tenía
que hacer nada. No tenía que mover un dedo. Lo único que tenía que hacer
para sacarlos a todos de allí con vida era estarme quieto. No hacer nada. Solo
quedarme allí y ver cómo mataban a una chica que había acudido a mí unos
días antes para rogarme que la protegiera. Lo único que tenía que hacer era
ignorar sus gritos mientras Mavra la decapitaba. Todo lo que tenía que hacer
era permitir que los monstruos destruyeran uno de los mayores bastiones
que teníamos contra ellos. Todo lo que tenía que hacer era permitir que
Michael fuera al encuentro de su propia muerte, reclamar la protección de
las leyes de la hospitalidad para Susan y marcharme.
Michael me hizo un gesto con la cabeza, sacó los dos cuchillos y se volvió
hacia el escenario.
Cerré los ojos. Por favor, Dios, perdóname por lo que estoy a punto de
hacer. Agarré el hombro de Michael antes de que echase a andar. Extraje la
espada del interior del bastón mientras lo sostenía con la mano izquierda,
dándole la vuelta mientras concentraba en él mi voluntad y la enviaba en
sentido descendente por el bastón, provocando que una luz de color blanco
azulado iluminara las runas talladas en él.
Michael me dedicó una expresión bélica y tomó posición a mi derecha.
Thomas me lanzó una mirada y susurró:
—Estamos muertos.
Pero se puso a mi izquierda, con la espada cristalina brillando en su mano.
Los vampiros soltaron un alarido, una ola súbita de sonido ensordecedor.
Mavra nos miró, concentrando otra vez la noche en los dedos de su mano
libre. Bianca se puso de pie lentamente, con los ojos oscuros brillando por el
triunfo. En uno de los laterales, Lea apoyó su mano sobre el brazo del señor
Ferro, frunciendo levemente el ceño.
Mavra siseó, blandiendo a Amoracchius en lo alto.

240
—¿Harry? —preguntó Susan. Apoyaba en mi hombro su mano temblo-
rosa—. ¿Qué vamos a hacer?
—Quédate detrás de mí, Susan. —Apreté los dientes—. Creo que voy a
hacer lo correcto.
Aunque me mate, pensé. Y también a todos vosotros.

241
30

En los juegos, en los libros de historia y en las conferencias de ciencia mi-


litar, los profesores, los veteranos y los estudiosos hacen diagramas y crean
modelos con líneas y filas. Os muestran, de una manera metódica, cómo
esta división provoca un hueco en aquella línea o cómo estas tropas se man-
tuvieron firmes mientras otras se dispersaron.
Pero no es más que una ilusión. En una lucha de verdad, donde hay doce-
nas o miles de combatientes, hay siempre algún elemento caótico y fluido al
que resulta difícil seguirle la pista. La ilusión puede mostraros un resultado,
pero no os dará una idea de la presión de los cuerpos, de los gritos, del mie-
do, de las carreras titubeantes hacia uno u otro lado. En plena batalla todo
se reduce a movimientos violentos, sonido y borrones de imágenes que se
mueven rápidamente antes de que tengáis tiempo de registrarlo.
El instinto y los reflejos lo dominan todo, no hay tiempo para pensar,
apenas un segundo o dos, y el único pensamiento que tenéis en la cabeza es
cómo seguir con vida. Sois plenamente consciente de lo que ocurre a vuestro
alrededor. Es una especie de tortura, un infierno temporal e intenso, porque
de un modo u otro, no dura demasiado.
Una marea de vampiros se dirigió hacia nosotros. Vinieron muy rápido,
con una velocidad animal, formando un borrón de rostros retorcidos e hin-
chados y ojos negros fijos. Tenían las mandíbulas muy abiertas, mostraban
los colmillos, siseaban y aullaban. Uno de ellos llevaba una larga lanza y la
dirigió hacia el pálido vientre de Thomas. Justine gritó. Thomas agitó la es-
pada cristalina que llevaba trazando un arco, esquivando la punta de la lanza
y partiendo su empuñadura.
El portador de la lanza avanzó con decisión y clavó sus colmillos en el
antebrazo de Thomas.
Thomas apartó al vampiro, pero le tenía sujeto con firmeza. Thomas cam-
bió de táctica, levantó de golpe al vampiro y dirigió la hoja hacia su vientre,
que se abrió entre borbotones de sangre. El vampiro cayó al suelo mientras
de su garganta salía un sonido burbujeante que era mitad furia, mitad ago-
nía.
—¡Sus vientres! —gritó Thomas—. ¡Sin sangre no tienen fuerzas para
luchar!

243
Michael paró la hoja de un machete con la guarda metálica de su antebra-
zo y deslizó uno de sus cuchillos por el vientre del vampiro, lo que hizo que
cayera entre convulsiones.
—¡Ya lo sé! —espetó Michael, dedicándole a Thomas una mirada irritada.
Y a continuación quedó enterrado bajo un enjambre de cuerpos con ca-
pas rojas.
—¡Michael! —grité.
Intenté llegar hasta él, pero me vi empujado hacia un lado. Le vi debatirse
y caer sobre una rodilla, vi que los vampiros dirigían hacia él sus cuchillos
y le mostraban los dientes, pero no podía ver si alguno salía ardiendo como
antes.
Al otro lado de la pila de cuerpos que tenía Michael encima apareció Kyle
Hamilton. Me enseñó los colmillos y levantó una semiautomática, uno de
los modelos más caros, de oro y plata.
—Adiós, Dresden.
Levanté el bastón, cuyas runas brillaban en un tono blanco plateado, y
gruñí:
—¡Venteferro!
La magia salió de las runas del bastón, en silencio. La magia de tierra no
es mi fuerte, pero me gusta tenerla a mano. Proyecté las runas y el poder con
el que había imbuido al bastón, y estas atraparon el arma con ondas invisi-
bles de magnetismo. Me preocupaba que los hechizos que había puesto en
el bastón se hubieran debilitado, pero todavía estaban ahí. La pistola salió
volando de las manos de Kyle.
La atrapé en el aire, delante de otro vampiro que iba a por Justine. Dis-
paré a algo que pasaba a su lado a la velocidad del sonido y mandé a la cosa
volando a la oscuridad. Justine giró cuando un segundo vampiro se lanzó a
por ella, pero la hoja de Thomas cortó sus piernas literalmente.
—¡Iesu domine! —La voz de Michael resonó por debajo de los vampiros
como la corneta de un ejército y, tras una súbita explosión de presión y fuer-
za invisible, los cuerpos salieron disparados hacia todos lados, dejándole li-
bre mientras se les desprendía la piel, la cual colgaba en tiras sanguinolentas
como ropa, mostrando la carne brillante, negra y grasienta que tenían deba-
jo—. ¡Domine! —gritaba Michael, poniéndose de pie y apartando vampiros
destrozados, como un perro saliendo del agua—. ¡Lava quod est sordium!
—¡Vamos! —grité, y avancé hacia las escaleras que llevaban al escenario.
Michael había dividido aquella marea roja, como si los vampiros se hubieran
tirado al suelo o sus ataques fueran más lentos, acechando a varios metros de
distancia mientras siseaban. Susan y Justine atraparon a uno de ellos cuando

244
se les acercó y evitaron que otros siguieran su ejemplo cuando le arrojaron el
agua bendita que Susan llevaba en la cesta. La cosa aulló y se retiró, arañán-
dose los ojos mientras se arrastraba y daba vueltas como un insecto medio
aplastado.
—¡Bianca! —gritó Thomas—. ¡Nuestra única oportunidad es atrapar a
su líder!
Un cuchillo salió volando de la oscuridad, demasiado rápido para que yo
pudiera verlo. Pero Thomas sí. Extendió el brazo y puso en su trayectoria
la hoja de su espada, golpeándolo con desdén, lo que hizo que se desviara.
Llegamos al pie de las escaleras.
—Thomas, espera aquí. Michael, vamos arriba.
No me quedé a ver si me estaban escuchando: me limité a darme la vuelta
y subir por las escaleras, con el bastón y la espada preparados y el estómago
revuelto. Era imposible llegar a tiempo para salvar a Lydia. Pero ahí está-
bamos. La matanza había llamado evidentemente la atención de Mavra, y
esta contemplaba la sangre con los labios retraídos, mostrando sus dientes
amarillentos. Me miró con una expresión retorcida de maldad.
Se giró hacia Lydia con la espada en alto.
—Michael —gruñí mientras estiraba el bastón—. ¡Venteferro!
Amoracchius ardió con una luz azul y dorada mientras mi poder se en-
rollaba a su alrededor con un destello de chispas que hicieron que Mavra
aullara a causa de la sorpresa y el dolor. La vampira retrocedió, pero siguió
agarrando la espada con sus manos pálidas.
—Haz lo que quieras —murmuré. Apreté los dientes mientras el bastón
echaba humo y me temblaba en la mano—. ¡Vente! ¡Venteferro!
Agité el bastón formando un gran arco y, con un siseo, el vampiro se
elevó mientras agarraba la espada y recorrió el patio como si fuera un balón
de playa. Chocó contra las piedras del patio mientras sonaban pequeños
chasquidos acompañados por otros sonidos más desagradables. La espada
explotó en otra nube de vengativas chispas doradas y se soltó de la mano de
Mavra, mientras su hoja brillaba al tocar el suelo.
Me sentí invadido por oleadas de cansancio y confusión y casi me caigo.
A pesar de usar un foco, el bastón de runas talladas, aquel esfuerzo era más
de lo que podía soportar. Tuve que apretar los dientes y esperar no caerme
de lado. Había tocado fondo en lo que a magia se refiere.
—¡Harry! —gritó Michael—. ¡Cuidado!
Levanté la vista para ver que Mavra se subía otra vez al escenario sin
molestarse en usar las escaleras, aterrizando a unos pocos metros de donde
estaba yo. Michael avanzó, sosteniendo con una mano las dos dagas

245
cruzadas y formando una cruz que extendía hacia Mavra. La vampira agitó
sus manos hacia Michael y la oscuridad empezó a brotar de ellas como si
fuera aceite, salpicando al caballero. Crepitó y se dirigió hacia él mientras
avanzaba soltando humo, y Michael avanzó hacia ella mientras la cruz que
sostenía soltaba fuego blanco. Mavra emitió un grito siseante y se apartó de
él, alejándose también de mí.
—¡Harry! —gritó Thomas mirando la parte superior de las escaleras—.
¡Date prisa! ¡No podemos aguantar mucho más tiempo!
Recorrí el escenario con la mirada, pero no podía ver ningún rastro de
Bianca ni de sus criados entre las sombras que proyectaba el brillo halógeno
de la cruz llameante de Michael. Me dirigí rápidamente hacia Lydia, envai-
nando mi delgada hoja antes de cogerla.
—¿Más tiempo? ¡Me sorprende que aún sigamos vivos!
—¡La luz brilla con más fuerza en la más profunda oscuridad! —gritó
Michael con una alegría feroz en el rostro y los ojos brillantes por una pasión
y venganza que nunca le había visto.
Seguía haciendo retroceder a Mavra ante el fuego paralizador de la cruz
hasta que ella cayó del escenario con un grito.
—¡Dejad que vengan las fuerzas de la noche! ¡Resistiremos!
—Lo que vamos a hacer es sacar el culo de aquí —murmuré, pero dije en
voz más alta—: ¡A las escaleras! ¡Vamos!
Me giré para mirar a Thomas, Susan y Justine, que se deshacían de un
círculo de vampiros al pie de las escaleras que llevaban al escenario, entre el
par de focos. De los vampiros colgaban jirones de piel y de ropa.
Algunos de los de la Corte Roja todavía tenían trozos de caras huma-
nas, pero la mayoría estaban desnudos y se habían liberado de las máscaras
de carne que llevaban. Eran criaturas negras, fofas, retorcidas, con rostros
horribles y vientres prominentes llenos de sangre fresca. Sus ojos negros y
vacíos de todo lo que no fuera ansia brillaban bajo las luces. Sus dedos largos
y delgados terminaban en garras negras, al igual que los dedos de sus pies.
Unas membranas horriblemente babosas se extendían entre sus brazos
y sus costados y sus hermosos cuerpos y formas anteriores dejaban paso al
horror que había debajo.
Un vampiro avanzó hacia Thomas dando trompicones, mientras que otro
extendió el brazo para coger a Susan. Ella le puso la cruz delante de la cara,
pero a diferencia de con Mavra, la madera no destallaba. No siempre la
magia de la fe resulta sencilla, ni siquiera con los vampiros ni con la Corte
Roja, criaturas más vinculadas con la realidad que la mayoría de sus ve-
cinos mágicos de la Corte Negra, y a los que no se repele tan fácilmente.

246
El vampiro aulló, abriendo mucho la boca y salpicando de saliva espumosa
la capucha de Susan.
Ella se retorcía y luchaba, lanzando con la otra mano agua bendita de un
frasco, no al vampiro, sino al foco que tenía detrás. El agua se evaporó con un
siseo al contacto con el calor de la luz, lanzando una repentina nube de vapor
que envolvió por completo al vampiro. Lanzó un grito que salía de la escala
del oído humano, desapareciendo y alejándose de Susan mientras mudaba la
piel, mostrando los huesos y músculos negruzcos que había debajo.
Susan rebuscó en su cesta y sacó su pistola. Disparó al vampiro en el
vientre con una ráfaga propia del pánico y el abdomen del vampiro se rom-
pió; de él salió un chorro de sangre que formó una nube. El vampiro cayó
al suelo y recuerdo haber pensado que ella acababa de matar a aquella cosa,
que había acabado con uno de ellos. Sentí un orgullo feroz y me dispuse a
bajar las escaleras.
Y entonces nuestra racha de suerte se terminó.
Justine dio un paso de más hacia un lado y Bianca apareció de la nada,
agarrando a la chica del pelo y separándola de Thomas. Thomas se giró, pero
era demasiado tarde. Bianca apoyó la espalda de la chica contra su pecho y
sus dedos envolvieron su garganta con una engañosa suavidad. Bianca, to-
davía calmada y con aspecto humano, acariciaba con la otra mano el vientre
de la chica. Justine se debatía, pero Bianca se limitó a ladear la cabeza y pasar
la lengua de forma lenta y sensual por la garganta de Justine.
La chica abrió mucho los ojos por el pánico. Después los puso en blanco,
se estremeció y su cuerpo se relajó sobre el de Bianca, arqueándose lenta-
mente. Ella torció su hermosa boca y murmuró algo en el oído de Justine
que hizo que la chica lloriqueara.
—Basta —dijo Bianca.
Y el patio guardó silencio rápidamente. Michael y yo permanecimos en
las escaleras ligeramente por encima de Thomas y Susan. Los vampiros los
rodeaban, todos fuera del alcance de la espada de Thomas. Yo sostenía a
Lydia, que estaba inmóvil, en mis brazos. Bianca levantó la mirada hacia mí
y dijo:
—El juego ha terminado, mago.
—Aún no nos has vencido —repliqué—. Lo más inteligente es que tú y
tu gente os apartéis de mi camino antes de que me enfade.
Bianca se echó a reír y apartó algunos pétalos del top de Justine, mostran-
do más sus pechos.
—Seguramente no me crees tan estúpida como para engañarme, Dres-
den. Ya has probado tu fuerza. Apenas puedes mantenerte en pie con lo que

247
te queda. Si pudieras abrirte camino a la fuerza, ya lo habrías hecho. —Su
mirada se posó en Michael—. Y tú, señor Caballero, tendrás una muerte
gloriosa y te llevarás a muchas criaturas horribles de la oscuridad por de-
lante. Pero te superan en número, estás solo y no tienes la espada. Morirás.
Miré a Thomas y a Susan y dije:
—Bueno, entonces supongo que es bueno que hayamos traído ayuda.
Ni tú, Bianca, ni toda tu corte podéis vencernos. —Recorrí con la mirada a
los vampiros que había debajo y dije—: Todos tus pequeños esbirros tienen
una eternidad por delante. Es malo perder la eternidad. Y a lo mejor acabas
atrapándonos. Pero el primero de vosotros que quiera perder la eternidad,
por favor, que dé un paso hacia delante.
El patio quedó en silencio por un instante. Dejé que mi corazón albergara
una pizca de esperanza. Chúpate esa, Kenny Rogers. Si este farol funciona-
ba, era mejor jugador de lo que pensaba.
Bianca se limitó a sonreír y le dijo a Thomas:
—Es tan guapa, primo de la Corte Blanca. La quise desde el primer mo-
mento en que la vi. —Bianca se chupó los labios—. ¿Qué quieres a cambio?
Resoplé.
—¿De verdad piensas que vamos a hacer negocios contigo?
Thomas se volvió para mirarme. Increíblemente, estaba limpio, salvo por
un par de salpicaduras rojas en su piel pálida, pero el taparrabos, las alas y el
resto estaban intactos.
—Adelante —dijo—. Te escucho.
—Entréganoslos, Thomas Raith —dijo Bianca—. Entréganos a esos tres
y tendrás a la chica, sin más. Ahora podré tener tantas mascotas como quie-
ra. ¿Qué más da una que otra?
—Thomas —dije—. Sé que nos acabamos de conocer, pero no la escu-
ches. Lo ha preparado para que te maten.
Thomas miró hacia delante y hacia atrás. Me miró a los ojos por un ins-
tante, tan largo que casi pude ver su interior, pero entonces desvió la mirada.
Tenía la impresión de que intentaba decirme algo. No sabía qué. Tal vez
porque su expresión parecía de disculpa.
—Lo sé, señor Dresden —dijo—, pero… me temo que la situación ha
cambiado.
No le dio una patada a Susan, sino que posó su sandalia en ella y la lanzó
hacia la multitud de vampiros. Ella lanzó un grito corto de sorpresa y a con-
tinuación se la llevaron, arrastrándola a la oscuridad.
Thomas bajó su espada y se giró hacia mí, dando la espalda a los vam-
piros. Se acercaban cada vez más a Michael y a mí, mirando lascivamente

248
y siseando, rodeando a Thomas. Uno de ellos se frotó contra sus piernas.
Hizo una mueca de desagrado con la boca y se apartó a un lado.
—Lo siento, señor Dresden. Harry. Me cae muy bien, pero creo que me
caigo mejor yo mismo.
Thomas se retiró mientras los vampiros se agolpaban alrededor de las escaleras
y en la parte de abajo. En algún lugar, en la oscuridad, Susan emitió un grito
breve y aterrorizado. Después empezó a gemir. Y después, quedó en silencio.
Bianca me sonrió con dulzura, por encima de la cabeza de Justine.
—Y así acaba todo, mago. Ambos moriréis. Pero no te preocupes. Nadie
encontrará los cuerpos.
Volvió la mirada hacia donde Thomas había desaparecido, por la parte de
atrás, y dijo:
—Kyle, Mavra. Matad también a ese pequeño bastardo de vientre blanco.
La cabeza de Thomas se asomó para mirar a Bianca mientras gruñía:
—¡Serás zorra!
Abrí la boca y la retorcí, pero no me salían las palabras. ¿Cómo podían?
Las palabras no podían describir la frustración, la rabia ni el miedo que tenía
dentro. Atravesaban mi debilidad, afiladas como púas y alambre de espino.
No era justo. Habíamos hecho todo lo que podíamos. Lo habíamos arries-
gado todo. Bueno, nosotros no. La elección había sido mía.
Lo había arriesgado todo.
Y había perdido.
Michael y yo no podríamos enfrentarnos solos a ellos. Se habían llevado
a Susan. La ayuda que creíamos haber encontrado se había vuelto contra
nosotros.
Tenían a Susan.
Y era culpa mía. No la había escuchado cuando debía. No la había prote-
gido. Y ahora iba a morir por mi culpa.
No sabía cómo se iban a sentir los demás. No sabía si el desprecio, el asco
hacia uno mismo y la furia desvalida podrían romperles como si fuera ce-
mento fragmentado, o si les fundiría como plomo sucio o si les haría añicos
como un vaso barato.
Solo sabía lo que me hacía a mí.
Me quemó.
Tenía fuego en mi corazón, en mis pensamientos, en mis ojos. Me que-
maba, me quemaba las entrañas, me quemaba en sitios en los que no sabía
que podía hacerme daño.
No recuerdo el hechizo ni las palabras que dije. Pero recuerdo haber bus-
cado ese dolor. Recuerdo haberlo buscado y pensar que íbamos a morir; que

249
Dios me ayude, porque aunque débil y desvalido me iba a llevar por delante
a esos asesinos chupasangres hijos de perra. Les iba a enseñar que no se po-
día jugar a la ligera con los poderes de la creación, con la propia vida. Que
no era inteligente meterse con un mago del Consejo Blanco cuando le han
arrebatado a su novia.
Creo que Michael debió de sentir algo y cogió a la chica de mis brazos,
porque lo siguiente que recuerdo es haber levantado las manos hacia el cielo
de la noche mientras gritaba:
—¡Fuego! ¡Pyrofuego! ¡Arded, bastardos grasientos con cara de murciéla-
gos! ¡Arded!
Busqué al fuego y el fuego me respondió.
Los árboles artísticamente podados explotaron en llamaradas de luz y las
paredes de los setos, junto a sus remates de almena, fueron detrás.
El fuego se elevó por el aire hasta una altura de doce o trece metros y su
súbita explosión levantó a todos por los aires y los volvió a lanzar al suelo,
salvo a mí, mientras el viento rugía a nuestro alrededor como un huracán.
Permanecí de pie en medio de todo, con la mente iluminada por el poder
que me recorría de arriba a abajo. Me quemé y una parte de mí gritó de ale-
gría al darse cuenta. Mi capa ondeaba y bailaba en el vendaval, formando una
nube negra y roja a mi alrededor. El súbito estallido cayó sobre la fiesta de los
vampiros, iluminándola con crudeza. Los jóvenes de antes seguían tumbados
en la oscuridad, cerca de los setos, como patéticos bultos. Algunos de ellos se
retorcían. Otros soltaban el aliento. Unos cuantos lloriqueaban e intentaban
huir del calor a gatas, pero la mayoría yacía horriblemente quietos.
Pálidos. Hermosos.
Muertos.
La furia que sentía dentro de mí aumentó. Crecía y quemaba y busqué
el fuego de nuevo. Las llamas salieron, cogieron a uno de los vampiros más
cobardes, que estaba acurrucado en la parte trasera, escarbaron hasta desli-
zar su máscara de carne y se la volvieron a poner sobre su cara aplastada de
murciélago. El fuego le tocó y después se enrolló sobre él, abrasando su piel
hasta volverla negra, para a continuación arrastrarle de vuelta al fuego.
La magia danzaba delante de mis ojos, de mi cabeza y de mi pecho, volan-
do libre y fuera de control. No podía seguir lo que estaba ocurriendo. Más
vampiros se acercaron demasiado a las llamas y empezaron a gritar. Unos
zarcillos de fuego se elevaron del suelo y empezaron a reptar por el patio
como serpientes.
Todo se puso en movimiento mientras unas sombras destacaban contra
el brillo, intentando escapar, gritando. Sentí que mi corazón se tensaba

250
y dejaba de latir. Me tambaleé buscando aire. Michael me cogió. Llevaba
a Lydia colgando del hombro, como si fuera un bombero. Se quitó la capa
y la tiró a un lado, ardiendo. Puso mi brazo por encima de su hombro y
prácticamente me llevó escaleras abajo.
Un humo pesado y asfixiante se cernía sobre nosotros. Tosí y sentí arca-
das. La magia me recorría por dentro, ahora más lentamente, en un hilo,
no porque las compuertas se hubieran cerrado, sino porque ya no quedaba
nada por salir. Me dolía. El fuego se extendía desde mi corazón hasta mis
brazos y piernas, tensándose y retorciéndose. No podía respirar ni pensar y
supe, en medio de todo aquel dolor, que estaba a punto de morir.
—¡Señor! —tosió Michael—. ¡Señor, sé que Harry no siempre ha hecho
lo mismo que Tú habrías hecho! —Dio un paso hacia adelante, llevándo-
nos a la chica y a mí—. ¡Pero es un buen hombre! ¡Ha luchado contra Tus
enemigos! ¡Se merece algo más que morir aquí, Señor! Así que si fueras tan
amable de mostrarme cómo salir de aquí, te estaría muy agradecido.
Y entonces, súbitamente, el humo se abrió y un aire puro y dulce nos
golpeó el rostro como un cubo de agua helada.
Caí al suelo. Michael dejó a la chica a mi lado y me abrió el traje barato.
Me puso la mano sobre el corazón y soltó un breve grito. Después de eso,
no recuerdo mucho más aparte del dolor y de una serie de golpes fuertes y
secos en el pecho.
Y, a continuación, mi corazón se encogió y empezó a latir de nuevo. La
niebla roja de agonía desapareció.
Levanté la vista.
El humo formaba un túnel, como si alguien hubiera puesto un tubo de
cristal con aire fresco que se dirigía hacia nosotros. En el extremo opuesto
del túnel se alzaba una esbelta figura, grácil, alta y femenina.
Por detrás de la figura aparecieron algo parecido a unas alas extendidas,
aunque debía de tratarse de una ilusión, la luz procedía de muchos ángulos
y todo era sombras y color.
—Creía que Él no era tan literal —dije con tono ahogado.
Michael se volvió hacia mí mientras una gran sonrisa aparecía en su rostro
manchado de hollín.
—¿Te estás quejando?
—Demonios, no. ¿Dónde está Susan?
—Volveré a por ella. Vamos.
Estaba demasiado cansado para protestar. Dejé que me pusiera en pie.
Cogió a Lydia y avanzamos tambaleándonos hacia la figura que estaba al
otro lado del túnel.

251
Era Lea, mi hada madrina.
Ambos nos acercamos. Michael buscó su cuchillo, pero había desapare-
cido.
Lea levantó una de sus delicadas cejas en nuestra dirección. Su vestido,
aún de color azul y sin ninguna mancha, flotaba a su alrededor y los fuegos
sangrientos que devoraban el patio hacían juego con su melena de seda.
Tenía buen aspecto y todavía llevaba bajo su brazo esbelto la caja negra que
Bianca le había dado.
—Madrina —dije sorprendido.
—¿Y bien? ¿Qué estás esperando, tonto? Me he tomado la molestia de
enseñarte el camino de salida. Vete.
—¿Nos estás salvando? —tosí.
Suspiró y puso los ojos en blanco.
—Aunque me duela de una forma que no puedo explicar, sí, niño. ¿Cómo
se supone que voy a tenerte si dejo que esa fresca de la Corte Roja te mate?
Por las estrellas del cielo, creí que tenías más sentido común.
—Me has salvado para poder tenerme.
—No es así —dijo Lea tapándose delicadamente la nariz con un trozo de
seda—. Eres solo la cáscara y yo quiero la fruta entera. Descansa, mi niño.
Hablaremos pronto.
Y entonces se retiró y desapareció.
Michael me sacó de la casa. Recuerdo el olor de su vieja furgoneta, a
serrín, sudor y cuero. Notaba cómo su asiento gastado crujía debajo de mí.
—Susan —dije—. ¿Dónde está Susan?
—Lo intentaré.
Entonces me sumí en la oscuridad un rato, casi sin notar el persistente
dolor en el pecho.
Sentía la piel cálida de Lydia contra mi mano. Intenté moverme para ase-
gurarme de que la chica estaba bien, pero era demasiado esfuerzo.
La puerta de la furgoneta se abrió y se cerró de golpe. Después sentí el
rumor del motor.
Y entonces todo se volvió de un misericordioso color negro.

252
31

La oscuridad me engulló y permanecí mucho tiempo en ella. Flotaba a la


deriva en medio del silencio y de la noche interminable. No había nada. Ni
pensamientos, ni sueños, ni nada.
Era demasiado bueno para durar.
Primero noté el dolor de las quemaduras. Las quemaduras son las peores
heridas del mundo. Me había quemado la mano y el hombro derecho y me
palpitaba con una insistencia apagada que me sacó de la paz. El resto de
arañazos y moratones variados regresaron a mí. Sentí una amplia variedad
de cosas que se quejaban y funcionaban mal. Me dolía todo.
Lo primero que volvió fueron los recuerdos. Empecé a recordar lo que
había pasado. La Pesadilla. La fiesta de los vampiros. Los chicos a los que
habían seducido para que fueran allí.
Y el fuego.
Oh, Dios mío. ¿Qué había hecho?
Pensé en el fuego, que ascendía en columnas de sólidas llamas, extendien-
do su brazos hambrientos para arrastrar a los vampiros que gritaban a la pira
que había hecho con los setos y los árboles.
Estrellas y piedras. Aquellos chicos estaban desvalidos en medio de aque-
llo. En medio del fuego y del humo del que para salir había necesitado la
ayuda de una hechicera sidhe. Nunca dejaría de pensar en aquello. Nunca
había pensado en las consecuencias que tendría liberar así mi poder.
Abrí los ojos. Estaba tendido sobre la cama de mi habitación. Me levanté
dando tumbos y me dirigí al baño. Alguien debía de haberme dado una
sopa en algún momento, porque cuando empecé a vomitar, aún tenía algo
que echar.
Los había matado. Había matado a aquellos chicos. Mi magia, la magia
que era la energía de la creación y de la propia vida, había surgido y los había
quemado hasta la muerte.
Vomité hasta que el estómago me dolió por la violencia, por la ira salvaje que
me recorría el cuerpo. Luché, pero no pude sacarme las imágenes de la cabeza.
Chicos ardiendo. Justin ardiendo. La magia define al hombre. Procede de
lo más profundo de uno mismo. No se puede conseguir nada usando una
magia que no está en vuestro interior, en algún lugar.

253
Y yo había quemado vivos a aquellos chicos.
Había sido mi poder, mi elección, mi culpa.
Lloré.
No me recuperé hasta que Michael entró al baño. Para cuando lo hizo,
me había tumbado de lado, en posición fetal, mientras el agua de la ducha
caía sobre mí y el frío me hacía tiritar.
Todo me dolía, por fuera y por dentro. Me dolía el rostro de retorcer-
lo tanto. Se me había cerrado la garganta casi por completo a causa del
llanto.
Michael me cogió, como si no pesara más que cualquiera de sus hijos. Me
secó con una toalla y me envolvió en mi gruesa bata. Llevaba ropa limpia,
una venda en la muñeca y otra en la frente. Sus ojos parecían estar un poco
más hundidos, como si no hubiera dormido mucho. Pero sus manos eran
firmes y su expresión tranquila y confiada.
Me recuperé de nuevo muy lentamente. Cuando hubo terminado, levan-
té la mirada hacia él.
—¿Cuántos? —pregunté—. ¿Cuántos han muerto?
Lo entendió. Vi el dolor en sus ojos.
—Después de sacaros a vosotros dos, llamé a los bomberos y les hice saber
que había gente que tenían que rescatar. Llegaron bastante rápido, pero…
—¿Cuántos, Michael?
Michael soltó el aire lentamente.
—Había once cuerpos.
—¿Y Susan? —Me tembló la voz.
Dudó.
—No sabemos. Encontraron once cuerpos. Están comprobando los ar-
chivos dentales. Dijeron que hacía tanto calor que los cuerpos apenas pare-
cían humanos.
Solté una risa amarga.
—Apenas humanos. Había más chicos que los que han…
—Lo sé. Pero es todo lo que han encontrado. Y han rescatado a una do-
cena más, vivos.
—Es algo, por lo menos. ¿Qué pasa con los que no contaron?
—No están. Han desaparecido. Están… están probablemente muertos.
Cerré los ojos. El fuego había ardido con tanta fuerza que había reducido
los cuerpos a cenizas.
¿Tan poderoso había sido mi hechizo?
¿Habían escondido a los muertos?
—No me lo creo —dije—. No me creo que haya sido tan estúpido.

254
—Harry —dijo Michael. Puso su mano en mi hombro—. No tenemos
forma de saberlo. No podemos. Puede que estuvieran muertos antes de pro-
ducirse el fuego. Los vampiros se habían alimentado de ellos indiscrimina-
damente allí donde no podíamos verlos.
—Lo sé —dije—. Lo sé. Dios, he sido tan arrogante. Tan idiota por me-
terme ahí.
—Harry…
—Y esos pobres chicos estúpidos pagaron el precio. Maldita sea, Michael.
—Muchos de los vampiros tampoco sobrevivieron, Harry.
—No merece la pena. Ni siquiera aunque hubiera borrado a todos los
vampiros de Chicago.
Michael se quedó en silencio. Nos quedamos así un buen rato. Por fin,
le pregunté:
—¿Cuánto tiempo he estado así?
—Más de un día. Dormiste la pasada noche, ayer y la mayor parte de esta
noche. Pronto saldrá el sol.
—Dios —dije. Me froté la cara.
Noté cómo Michael fruncía el ceño.
—Durante un buen rato creí que te había perdido. No te despertabas. Te-
nía miedo de llevarte al hospital. A cualquier sitio donde hubiera un archivo
tuyo. Los vampiros podrían seguirte la pista.
—Tenemos que llamar a Murphy y decirle…
—Murphy sigue durmiendo, Harry. Anoche llamé al sargento Stallings,
cuando avisé a los bomberos. Investigaciones Especiales intentó abrir una
investigación, pero alguien llamó a la policía para que la interrumpieran.
Supongo que Bianca tiene contactos en el Ayuntamiento.
—No pueden detener las investigaciones sobre todas las personas desa-
parecidas que van a empezar a aparecer en cuanto la gente empiece a echar
de menos a esos críos. Pero pueden ponerles un montón de obstáculos.
Mierda.
—Lo sé —dijo Michael—. Después intenté encontrar a Susan, a esa chi-
ca, Justine, y la espada. Nada.
—Casi lo logramos. La espada, los prisioneros y el resto.
—Lo sé.
Sacudí la cabeza.
—¿Cómo está Charity? ¿Y el bebé?
Bajó la mirada.
—El bebé. Todavía no saben nada. No pueden averiguar qué está mal.
No tienen la menor idea de por qué está cada vez más débil.

255
—Lo siento. ¿Está Charity…?
—Tendrá que guardar algo de reposo, pero estará bien. La llamé ayer.
—¿La llamaste? ¿No has ido a verla?
—Me quedé contigo —dijo Michael—. El padre Forthill está con mi
familia. Y hay otros que pueden vigilarlos cuando yo estoy fuera.
Hice un gesto de dolor.
—A ella no le ha gustado, ¿verdad? Que te quedases conmigo.
—No me habla.
—Lo siento.
Asintió con la cabeza.
—Yo también.
—Ayúdame a levantarme. Tengo sed.
Lo hizo, y solo me tambaleé un poco. Fui hasta el salón de mi aparta-
mento.
—¿Qué pasa con Lydia? —pregunté.
Michael se quedó en silencio y mis ojos respondieron a mi pregunta unos
segundos después. Lydia estaba tumbada en el sofá de mi salón, bajo una
tonelada y media de mantas, hecha un ovillo, con los ojos cerrados y la boca
un poco abierta.
—La conozco —dijo Michael.
Fruncí el ceño.
—¿De qué?
—De la guarida de Kravos. Era uno de los chicos que secuestró.
Silbé.
—Ella debía de conocerlo. Saber de algún modo lo que iba a hacer.
—Intenta no despertarla —dijo Michael con voz suave—. No se dormía.
Creía que la habían drogado. Sentía pánico y no paraba de parlotear. Con-
seguí calmarla hace solo media hora.
Fruncí un poco el ceño y me dirigí a mi minúscula cocina. Michael me
siguió. Saqué una Coca-Cola de la caja de hielo, pero lo pensé mejor al
recordar el estado de mi estómago y cogí un vaso de agua. Me lo bebí algo
inseguro.
—Tengo que pagar por muchas cosas, Michael.
Me miró frunciendo el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Que todo regresa a ti, Michael. Lo sabes muy bien. Tira una piedra y
volverá a ti. Siembra vientos y recogerás tempestades.
Michael levantó las cejas.
—No creía que hubieras leído la Biblia.

256
—Para mí, los proverbios siempre han tenido mucho sentido —dije—,
pero con la magia, las cosas siempre están más claras y son más precisas que
con lo demás. He matado a gente. Les he quemado. Va a volver a mí.
Michael frunció el ceño y miró hacia Lydia.
—La Ley de Tres, ¿no?
Me encogí de hombros.
—Pensaba que me habías dicho que no creías en eso.
Bebí otro trago de agua.
—Creo y no creo. Es como la justicia. Creer que lo que haces con magia
regresa a ti por triplicado.
—¿Has cambiado de idea?
—No lo sé. Lo único que sé es que se va a hacer justicia, Michael. Por
esos chicos, por Susan, por lo que le pasó a Charity y a tu hijo. Si nadie lo va
a arreglar, lo haré yo. —Sonreí—. Solo espero que si he hecho mal, pueda
eludir la deuda del karma el tiempo suficiente para acabar esto.
—Harry, la fiesta lo era todo. Era la oportunidad que esperaba Bianca
para derrotarte sin romper los términos de los Acuerdos. Preparó una tram-
pa y perdió. ¿Crees que va seguir intentándolo?
Lo miré.
—Por supuesto. Y tú también. O ayer no habrías hecho de perro guardián.
—Bien visto.
Me pasé los dedos por el pelo y extendí la mano hacia la Coca-Cola, aun-
que me hiciera daño al estómago.
—Tenemos que decidir nuestro próximo movimiento.
Michael sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tengo que estar con Charity. Y con mi hijo. Si está… si está
enfermo, necesita tenerme a su lado.
Abrí la boca para protestar, pero no pude. Michael ya se había jugado el
cuello por mí más de una vez. Me había dado buenos consejos a los que no
había hecho caso. Sobre todo en lo referente a Susan. Si le hubiera prestado
más atención, le hubiera dicho lo que sentía, tal vez…
Corté aquella línea de pensamiento antes de que el llanto histérico que
me subía por la garganta se convirtiese en algo más que las lágrimas que me
emborronaban la vista.
—Muy bien —dije—. Yo… te doy las gracias. Por tu ayuda.
Asintió y bajó la mirada como si se sintiera avergonzado.
—Harry. Lo siento. Hice todo lo que pude. Pero no soy tan joven como
antes. Y… he perdido la espada. Tal vez no soy digno de llevarla más, des-
pués de todo. Tal vez Él me esté diciendo que tengo que quedarme en casa.

257
Estar ahí para mi esposa y mis hijos.
—Lo sé —dije—. Está bien. Haz lo que creas que es mejor.
Se tocó el vendaje de la frente ligeramente.
—Si tuviera la espada, tal vez me sentiría de otra forma.
Se quedó en silencio.
—Vete —dije—. Mira. Estaré bien aquí. Probablemente el Consejo me
ayudará. —Si no se enteraban de que había muerto gente en el incendio,
claro. Si se enteraban de que había roto la Primera Ley de la Magia, me de-
capitarían antes de poder decir «delito capital»—. Vete, Michael. Yo cuidaré
de Lydia.
—Vale —dijo—. Yo…
Se me ocurrió una idea y no esperé a ver qué iba a decir Michael.
—¿Harry? —preguntó—. Harry, ¿estás bien?
—Se me está ocurriendo una idea —dije—. Yo… Hay algo que no enca-
ja, ¿no te parece?
Se limitó a mirarme con el ceño fruncido.
Sacudí la cabeza.
—Pensaré en ello. Tomaré notas. Intentaré aclarar este lío. —Fui dando
tumbos hasta la puerta—. Vamos, te acompaño a la puerta.
Michael me siguió hasta la puerta y ya tenía la mano en el pomo cuando
la puerta resonó a causa de unos cuantos golpes rápidos que indicaban que
alguien estaba llamando. Lo miré por encima del hombro y, sin decir ni una
palabra, se retiró hacia la chimenea y cogió el atizador que estaba apoyado
en unos troncos. La punta brillaba con un destello rojo anaranjado.
Cuando otra nueva ráfaga martilleó la puerta, la abrí de golpe, mientras
me apartaba a un lado.
Una figura esbelta de altura mediana se precipitó hacia el salón. Llevaba
una cazadora de cuero, vaqueros, deportivas y una gorra de los Cubs. Lleva-
ba una funda de rifle de plástico negro y olía a sudor y perfume femenino.
—Tú —gruñí. Lo agarré del hombro antes de que pudiera recuperar el
equilibrio y lo giré, lanzándolo contra la pared. Le di un puñetazo en la boca
con fuerza, sintiendo el golpe en los nudillos. Agarré la parte delantera de
su cazadora con ambas manos y con un gruñido lo lancé desde la pared al
suelo de mi salón.
Michael se adelantó y puso una de sus botas de trabajo sobre el cuello del
intruso, poniendo la punta brillante del atizador delante de sus ojos.
Thomas soltó la funda del rifle y levantó las manos, extendiendo sus de-
dos pálidos y diciendo:
—¡Jesús!

258
Tenía el labio inferior partido y cubierto con algo pálido y rosado, que no se
parecía a la sangre humana. Me miré los nudillos y vi que estaban manchados de la
misma sustancia. Atrapaba la luz del fuego y la reflejaba con un brillo opalescente.
—Dresden —balbuceó Thomas—. No te precipites.
Bajé el brazo y le quité la gorra de la cabeza, lo que hizo que su cabello
saliera disparado a un lado y al otro, formando una melena despeinada.
—¿Precipitarme? ¿Como, por ejemplo, traicionaros a todos de repente y
dejar que un puñado de monstruos se coman a tu novia?
Posó su mirada sobre Michael y a continuación me miró otra vez.
—Por Dios, espera. No fue así. No viste lo que pasó después. Cierra al
menos la puerta y escúchame.
Miré la puerta abierta y después de dudar, la cerré. No tenía sentido que-
darme desprotegido solo por llevarle la contraria.
—No quiero escucharlo, Michael.
—Es un vampiro —dijo Michael—. Y nos ha traicionado. Probablemen-
te haya venido a engañarnos otra vez.
—¿Crees que deberíamos matarlo?
—Antes de que le haga daño a alguien —dijo Michael con voz neutra e
indiferente. De hecho, daba miedo. Me estremecí y me ceñí aún más la bata.
—Mira, Thomas —dije—. He tenido un día muy malo y me he levanta-
do hace media hora. Y ahora vienes tú.
—Todos tenemos un mal día, Dresden —dijo Thomas—. La gente de
Bianca me lleva persiguiendo todo el día y toda la noche. Me ha costado
llegar aquí sin que me hicieran pedazos.
—La noche es joven —dije—. Dame una buena razón para que no te
mate aquí mismo por ser un vampiro asqueroso.
—Porque puedes confiar en mí —dijo—. Quiero ayudarte.
Gruñí.
—¿Por qué demonios iba a confiar en ti?
—No deberías —dijo—. De verdad. Miento muy bien. Soy uno de los
mejores. No te pido que confíes en mí. Confía en las circunstancias. Tene-
mos un interés común.
Resoplé.
—¿Estás de broma?
Negó con la cabeza y me dedicó una sonrisa insegura.
—Ojalá. Pensaba que tendría la oportunidad de ayudarte en cuanto
Bianca dejara de vigilarme, pero me traicionó.
—Bueno, Thomas. No sé si eres nuevo en esto, pero Bianca es, cómo
decirlo, de los malos. Hacen eso. Por eso pueden decir que son malos.

259
—Dios, sálvame de los idealistas —murmuró Thomas. Michael gruñó y
Thomas le dedicó una mirada de cachorrito—. Mirad, los dos. Tienen a la
novia de Dresden.
Avancé un paso con el corazón latiéndome a mil por hora.
—¿Está viva?
—Por ahora —dijo Thomas—. También tienen a Justine. Quiero recu-
perarla. Tú quieres recuperar a Susan. Creo que podemos hacer un trato.
Trabajar juntos. ¿Qué me dices?
Michael negó con la cabeza.
—Es un mentiroso, Harry. Lo noto al estar tan cerca de él.
—Sí, sí, sí —dijo Thomas—. Lo confieso. Pero de momento, no entra en
mis planes mentirle a nadie. Quiero recuperarla.
—¿A Justine?
Thomas asintió con la cabeza.
—Así podrás seguir alimentándote de ella —dijo Michael—. Harry, si no
lo matamos, al menos vamos a quitarlo de en medio.
—Si lo hacéis —dijo Thomas—. Estaréis cometiendo un gran error. Y
os juro, por mi aspecto maravilloso y mi enorme ego, que no os estoy min-
tiendo.
—Vale —le dije a Michael—. Mátalo.
—¡Espera! —gritó Thomas—. Dresden, por favor. ¿Cómo puedo pagar-
te? ¿Qué quieres que haga a cambio? No tengo ningún sitio a donde ir.
Estudié la expresión de Thomas. Bajo su fachada fría tenía un aspecto
agobiado y desesperado. Y por debajo del miedo parecía resignado, decidi-
do.
—De acuerdo —dije—. Está bien, Michael. Deja que se levante.
Michael frunció el ceño.
—¿Estás seguro?
Asentí. Michael se apartó de Thomas, pero siguió agarrando el atizador
con una mano.
Thomas se sentó, pasándose los dedos por la garganta, donde la bota de
Michael le había dejado una marca oscura, y se tocó el labio partido mien-
tras hacia un gesto de dolor.
—Gracias —dijo en voz baja—. Mira la funda.
Miré la funda negra de la escopeta.
—¿Qué hay?
—Un depósito —dijo—. Una entrada para pagar tu ayuda.
Levanté una ceja y me incliné hacia la funda. Pasé suavemente los dedos
por ella. No sentí el zumbido de la energía que precede a una trampa, pero

260
sería difícil darse cuenta. Sin embargo, había algo dentro. Algo que resonaba
de forma calmada, una vibración silenciosa de poder que recorría el plástico
y también mi mano. Una vibración que reconocí. Quité torpemente los
seguros de la funda del rifle por las prisas y la abrí.
Amoracchius brillaba en medio de la espuma gris del interior de la funda,
el infierno de casa de Bianca no le había provocado ningún rasguño.
—Michael —dije en voz baja. Extendí la mano y toqué de nuevo la em-
puñadura de la espada. Todavía zumbaba con ese poder profundo y calma-
do, tranquilizador en aquel momento y capaz de intimidar. Retiré los dedos.
Michael se dirigió a la funda y se inclinó mientras miraba la espada. Le
cambió la cara a algo difícil de analizar. Sus ojos se llenaron de lágrimas y
extendió su mano ancha y llena de cicatrices hacia la empuñadura del arma.
La tocó con la mano y cerró los ojos.
—Está bien —dijo—. No la han estropeado. —Parpadeó y levantó la
mirada—. Te escucho.
Miré hacia el techo y dije:
—Espero que lo digas en sentido figurado. Porque no he escuchado nada.
Michael sonrió y sacudió la cabeza.
—Durante un tiempo, fui débil. Las espadas son una carga. Dan poder,
sí, pero pagas un precio. Pensaba que tal vez perder la espada era Su forma
de decirme que había llegado la hora de jubilarme. —Pasó la otra mano por
el clavo de metal retorcido que tenía el arma en la guarda—. Pero todavía
queda trabajo que hacer.
Levanté la mirada hacia Thomas.
—Dijiste que tenían a Susan y a Justine, ¿verdad? ¿Dónde?
Se mordió el labio.
—En la casa de la ciudad —dijo—. El fuego arruinó la parte trasera, pero
solo el exterior. Por dentro está bien, y los cimientos están intactos.
—Muy bien —dije—. Habla.
Thomas lo hizo, exponiendo los hechos con rapidez y en orden. Después
de los estragos que causó el fuego, Bianca y la Corte se retiraron a la man-
sión. Bianca ordenó a los demás vampiros que trajeran a cada uno de los
mortales indefensos. Uno había traído a Susan. Cuando llegaron la policía
y los bomberos, la diversión se había acabado y el jefe de bomberos buscó
a los muertos bajo la espuma. Entró a hablar con Bianca y salió tranquilo y
sereno, ordenando a todo el mundo que recogiera y se marchase, que había
sido un terrible accidente y que ya habían terminado.
Después de aquello, los vampiros habían podido relajarse y disfrutar de
sus «invitados».

261
—Creo que están intercambiando a algunos —dijo Thomas—. Ahora
Bianca tiene la autoridad y lo permite. Y perdieron a muchos en la lucha y
en el incendio. Sé que Mavra cogió a un par de ellos y se los llevó cuando
se marchó.
—¿Se marchó? —pregunté.
Thomas asintió.
—Se fue de la ciudad después de la puesta de sol. Tenía nuevas bocas que
alimentar, ¿sabes?
—¿Y cómo sabes todo esto, Thomas? Lo último que escuché es que la
gente de Bianca intentaba matarte.
Se encogió de hombros.
—Un buen mentiroso es más de lo que parece, Dresden. Puede observar
un buen rato.
—Vale —dije—. Así que tienen a nuestra gente en la mansión. Tenemos
que entrar otra vez y sacarles.
Thomas negó con la cabeza.
—Necesitamos algo más. Ha contratado a mortales para que se ocupen
de la seguridad. Guardias con ametralladoras. Sería una matanza.
—Esa es la actitud—dije, sonriendo—. ¿En qué lugar de la casa tienen a
los prisioneros?
Thomas me miró perplejo por un momento. Después negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Hasta ahora lo sabías todo —dijo Michael—. ¿Por qué te callas ahora?
Thomas miró con cautela al caballero.
—Hablo en serio. No he visto más de la casa que vosotros dos.
Michael frunció el ceño.
—Aunque lo logremos, no podemos ir abriendo a patadas todos los ar-
marios de las escobas. Necesitamos conocer el interior de la casa.
Thomas se encogió de hombros.
—Lo siento mucho. No puedo deciros más.
Agité una mano.
—No te preocupes. Tenemos que hablar con alguien que haya visto el
interior de la casa.
—¿Capturar a un prisionero? —preguntó Michael—. No sé si tendremos
suerte con eso.
Sacudí la cabeza y miré hacia la figura durmiente de Lydia, no se había
movido en todo este tiempo.
—Tenemos que hablar con ella. Estuvo dentro. Puede que tenga algo que
nos sirva de inspiración, en cualquier caso. Tiene un don para eso.

262
—¿Un don?
—Las Lágrimas de Casandra. Puede ver escenas del futuro.
Me vestí y le di a Lydia otra hora más. Thomas entró al baño a ducharse
mientras yo me sentaba en el salón con Michael.
—Lo que no me puedo imaginar —dije—, es cómo vamos a salir de ahí
tan fácilmente.
—¿Fácilmente, dices?
Sonreí.
—Tal vez. Yo esperaba que vinieran a por nosotros. O que hubiera man-
dado a la Pesadilla para atraparnos.
Michael frunció el ceño, girando el pomo de la espada entre sus manos,
como si estuviera en un club de golf.
—Ya veo lo que quieres decir. —Se quedó en silencio durante un minuto
y luego dijo—: ¿De verdad piensas que la chica va a ser de ayuda?
—Eso espero.
En aquel momento, Lydia empezó a toser. Me puse a su lado y le ayudé
a beber agua.
Parecía estar atontada, aunque empezó a moverse.
—Pobre chica —le comenté a Michael.
—Al menos ha podido dormir algo. Creo que llevaba días sin dormir.
Las palabras de Michael me dejaron inmóvil.
Empecé a apartarme de Lydia, pero extendió los dedos y agarró el jersey
que llevaba. Me debatí, pero me aferraba fácilmente, sin moverse del todo.
La pálida chica abrió sus ojos hundidos y vi que los tenía llenos de sangre y
la parte blanca enrojecida. Sonrió de una forma lenta y maliciosa. Empezó
a hablar con un sonido áspero y bajo, totalmente distinto a su tono natural,
extraño y malvado.
—Deberías haber evitado que se durmiera. O haberla matado antes de
que se despertara.
Michael se puso de pie. Lydia se levantó y con una mano me elevó del
suelo, mientras sus ojos sangrientos me contemplaban con malvada alegría.
—He esperado esto durante mucho tiempo. —La voz extraña de la Pesa-
dilla ronroneaba—. Adiós, mago.
Y la esbelta chica me lanzó como si fuera una pelota de baloncesto contra
las piedras de la chimenea.
Algunos días es mejor no salir de la cama.

263
32

Agité los brazos y las piernas mientras la chimenea se acercaba para rom-
perme la cabeza. En el último segundo vi un borrón blanco y rosa y a con-
tinuación me choqué con Thomas, lanzándole a él contra las piedras de la
chimenea. Solté un gruñido mientras rebotaba contra él y caía al suelo, que-
dándome sin aliento durante unos instantes. Me apoyé en mis manos y rodi-
llas y lo miré. Llevaba una toalla rosa de baño alrededor de las caderas, pero
la velocidad de su movimiento y el impacto la había apartado a un lado. Las
costillas le sobresalían de uno de los costados, extrañamente deformadas.
Thomas levantó la mirada hacia mí, retorciendo su rostro en una mueca.
—Estaré bien —dijo—. Cuidado.
Levanté la vista para encontrarme con Lydia, que se dirigía hacia mí.
—Idiota —le espetó a Thomas—. ¿Qué pensabas conseguir? Tú mismo.
Ya estás en la lista.
Michael se deslizó entre la chica poseída y yo, con la espada brillando a la
escasa luz de la habitación.
—Ya es suficiente —dijo—. Atrás.
Me puse en pie con esfuerzo, y grité:
—¡Michael, ten cuidado!
Lydia soltó otra risa retorcida y se inclinó hacia delante, presionando su
esternón contra la punta de Amoracchius.
—Ah, sí, Señor Caballero. ¿Atrás o qué? ¿Matarás a esta pobre chica? No
creo. Creo recordar que esta espada no podía derramar sangre inocente,
¿verdad?
Michael parpadeó y se volvió para mirarme.
—¿Qué?
Me puse en pie.
—Es Lydia en realidad. No un constructo mágico como el que vimos
antes. Está poseída por la Pesadilla. Cualquier cosa que le hagamos al cuerpo
de Lydia, se le quedará marcado.
La chica se pasó una mano por el pecho, por debajo de la licra ajustada,
chupándose los labios y mirando a Michael con sus ojos inyectados en sangre.
—Sí. Soy solo un cordero dulce e inocente y descarriado. No querrás
hacerme daño, ¿verdad, Caballero?

265
—Harry —dijo Michael—. ¿Qué hacemos?
—Tú mueres —ronroneó Lydia. Se dirigió hacia Michael con la mano
extendida para apartar la hoja de la espada.
Cuando se abalanzó sobre mí, me cogió sin más. Pero Michael había en-
trenado y tenía más experiencia. Soltó la espada y rodó con la misma rapidez
que Lydia. Le agarró los antebrazos cuando ella se lanzó a por su garganta,
dándole la vuelta mientras la enviaba de vuelta al sofá dando tumbos y des-
patarrada.
—¡Entretenla! —le grité—. ¡Puedo hacer que salga de ella!
Regresé corriendo al dormitorio y busqué los ingredientes para hacer un
exorcismo. Mi habitación estaba hecha un desastre. Mientras rebuscaba, Ly-
dia gritó en el salón de nuevo. Se oyó otro golpe, este contra la pared de al
lado del dormitorio, y después ruidos de lucha.
—¡Date prisa, Harry! —jadeó Michael—. ¡Es fuerte!
—Lo sé, lo sé.
Me peleé con la puerta del armario y, más que coger cosas de los estantes,
empecé a tirarlas. Detrás de los botes de repuesto de crema de afeitar encon-
tré cinco velas de cumpleaños trucadas, de esas que no se pueden apagar, y
un saco con dos kilos de sal.
—¡Vale! —dije—. ¡Ya voy!
Michael y Lydia estaban tirados en el suelo, con las piernas de él enro-
lladas en las de ella y tirando de su pelo hacia atrás en una especie de llave
Nelson modificada.
—¡Aguántala ahí! —grité.
Tracé un círculo a su alrededor, quité una silla y un reposapiés, aparté las
alfombras a un lado y por último quité la que estaba debajo de Michael.
Lydia luchaba, retorciéndose como una anguila y gritando con todo el aire
de sus pulmones.
Rompí el saco de sal y corrí alrededor de ellos mientras la amontonaba
hasta formar un círculo. Me aparté de nuevo, cogí las velas y amontoné la sal
suficiente a su alrededor para evitar que las tiraran. Lydia vio lo que estaba
haciendo y volvió a gritar, redoblando sus esfuerzos.
—¡Flickum bicus! —grité, reuniendo toda mi voluntad para llevar a cabo
el pequeño hechizo. El esfuerzo hizo que me mareara unos instantes, pero
las velas se encendieron y el poder empezó a reunirse en el círculo que for-
maban la sal y las velas.
Me levanté, extendí la mano derecha y le di más energía al hechizo, colo-
cándolo para que girase sobre los tres seres del interior: Lydia, Michael y la
Pesadilla. La energía se juntó en el círculo mientras los torbellinos de magia

266
descendían hasta la tierra, dispersándola. Casi podía ver cómo la Pesadilla se
agarraba a Lydia con más fuerza, sujetándola. Lo único que necesitaba era
hacer el movimiento adecuado para sujetar a la Pesadilla durante un segun-
do y poder lanzar el exorcismo.
—¡Azorthragal! —grité, vociferando el nombre del demonio—. ¡Azor-
thragal! ¡Azorthragal! —Extendí de nuevo la mano derecha, mientras me
concentraba—. ¡Vete!
La energía salió de mi cuerpo al completar el hechizo, dirigiéndose hacia
la Pesadilla que estaba dentro de Lydia como una ola levantando a una foca
que duerme sobre una roca sin apenas tocarla.
Lydia empezó a reírse de forma salvaje mientras intentaba atrapar una
de las manos de Michael entre las suyas. Se dio la vuelta y sus huesos se
quejaron crujiendo. Michael soltó un grito agónico, se retorció y se debatió.
Rompió el círculo de sal y Lydia escapó de él, levantándose para encararse
conmigo.
—¡Qué idiota eres, mago! —dijo.
No le contesté. Ni siquiera me puse de pie, sorprendido porque mi hechi-
zo había fallado miserablemente. Levanté una mano y le di un puñetazo lo
más fuerte que pude, esperando aturdir lo suficiente al cuerpo que habitaba
el demonio para evitar que reaccionara.
La poseída Lydia se apartó de la trayectoria de mi puño, me agarró la mu-
ñeca y me la puso en la espalda. Empecé a levantarme, pero se puso a horca-
jadas encima de mí, golpeándome un par de veces la cabeza contra el suelo.
Vi las estrellas.
Lydia se estiró sobre mí, ronroneando y apretando sus caderas contra las
mías. Intenté escapar durante aquel momento de distracción, pero los bra-
zos y las piernas no me respondían. Se inclinó, cogiendo mi garganta con las
dos manos de una forma casi delicada, y murmuró.
—Qué vergüenza. Después de tanto tiempo y ni siquiera sabes quién te
estaba persiguiendo. Ni siquiera sabías quién quería vengarse.
—Supongo que a veces lo averiguas por las malas —mascullé.
—A veces —concedió Lydia, sonriendo.
Y entonces sus manos se cerraron sobre mi garganta y dejó de entrar el aire.
Algunas veces, cuando te enfrentas a la muerte, todo parece ir más lento.
Todo aparece con todo detalle, casi congelado. Podéis verlo todo, sentirlo
todo, como si vuestro cerebro hubiera decidido, desafiante, aferrarse a esos
últimos momentos de vida y exprimir lo poco que queda.
Mi cerebro lo hizo, pero en lugar de enseñarme mi apartamento hecho
polvo y que el techo necesitaba una mano de pintura, empezó a unir las

267
piezas frenéticamente. Lydia. El demonio de sombra. Mavra. Los hechizos
de tormento. Bianca.
Tenía algo en la mente, una pieza que no encajaba en ningún sitio. Susan
se había marchado uno o dos días a un sitio donde no podía hablar con ella.
Dijo que estaba trabajando en algo. Que pasaba algo. Encajó, de algún modo,
en algún sitio.
Comencé a ver estrellitas y el fuego empezó a extenderse por mis pul-
mones. Luché por apartar sus manos, pero no podía. Estaba poseída y era
demasiado fuerte para luchar con ella.
Susan me había preguntado algo, algo insignificante en la conversación tele-
fónica que tuvimos entre insinuaciones sexuales. ¿Qué era?
Me escuché hacer un sonido muy leve, algo como «gaghk, aghk». Intenté
levantar el peso de Lydia y apartarlo de mí, pero ella se limitaba a rodar
conmigo, poniendo mi peso encima de ella y siguiendo el movimiento, gol-
peándome de nuevo contra el suelo. Se me empezó a nublar la vista. Abrí
mucho los ojos. Mirar los ojos de Lydia inyectados en sangre era como con-
templar un túnel oscuro.
Vi cómo Michael luchaba para ponerse de rodillas, con el rostro tan blan-
co como la nieve. Avanzó hacia Lydia, pero ella ladeó ligeramente la cabeza
y le dio una patada en uno de sus tobillos. Escuché que algo sonaba cuando
tiró a Michael de espaldas.
Murphy también andaba distraída con algo. Algo que de repente le había
hecho cambiar de objetivo. Su intuición había trazado una línea entre ellos. Y
después había dibujado un signo de igual.
Y entonces lo tuve: la última pieza del puzle. Supe qué había ocurrido,
de dónde venía la Pesadilla, por qué trataba de atraparme a mí en concreto.
Supe cómo detenerla, supe dónde estaban sus límites, cómo Bianca había
logrado reclutarla y por qué mis hechizos apenas le habían afectado.
En realidad, era una pena. Puse las cosas en su lugar justo cuando iba a
morir.
La vista se me nubló.
Y un momento más tarde, desapareció el dolor de mi garganta.
Pero en lugar de ir a lo que hubiera más allá, tomé una bocanada de aire
con ahogo. La vista se me puso roja por un momento y la sangre regresó a
mi cabeza; después todo empezó a aclararse.
Lydia todavía estaba agachada sobre mí, sentada de rodillas, pero me ha-
bía soltado la garganta. En lugar de eso, levantó las manos y las echó hacia
atrás, por encima de su cabeza, para acariciar los hombros desnudos de Tho-
mas.

268
El vampiro se apretaba contra la espalda de Lydia. Su boca le acariciaba
la garganta, dándole suaves besos y golpes con la lengua que hacían que la
chica se estremeciera. Sus manos le recorrían lentamente el cuerpo, tocándo-
le la piel, metiéndose bajo la fina licra para acariciarle el pecho. Lydia tragó
saliva y sus ojos inyectados en sangre miraron de forma ausente mientras su
cuerpo respondía con una gracia lenta y sensual.
Thomas levantó la vista para mirarme entre la oscura cortina de su ca-
bello. Sus ojos ya no eran de color gris verdoso. Ahora estaban vacíos, eran
blancos y no tenían color. Sentí el frío que salía de él, algo que noté en la
piel, un frío horrible y seductor.
Siguió trazando una línea de besos sobre el cuello de Lydia, hacia su oreja,
haciendo que gimiera y se estremeciera.
Tragué saliva y me di la vuelta apoyándome en los codos, alejando mis
caderas y mis piernas de debajo de ellos.
Thomas murmuró, con una voz tan suave que apenas pude oírle:
—No sé cuánto tiempo más podré distraerla, Dresden. Deja de mirar y
haz algo. Te pondré luego una película si quieres verlo.
A continuación, su boca cubrió la de la chica y ella se puso rígida, abrien-
do mucho los ojos antes de cerrarlos lánguidamente, besándolo más pro-
fundamente.
Me levanté al escuchar las palabras de Thomas, que hicieron que mi cabe-
za me latiera de dolor. Recorrí el suelo y recuperé las velas, todavía encendi-
das, y el saco de sal. Formé un círculo con la sal alrededor de Lydia y Thomas
mientras Lydia se bajaba los pantalones y extendía la mano agarrando a
Thomas para que se pegara a ella.
Thomas soltó un gruñido de angustia y dijo:
—Dresden, date prisa.
Coloqué las velas, reuní todo el poder que había quedado dentro del
círculo y comencé a formar de nuevo el remolino. Si estaba en lo cierto, li-
beraría a Lydia, tal vez de forma permanente. Si no tenía razón, este sería mi
último hálito de energía y lo habría usado para nada. Con toda seguridad,
la Pesadilla nos mataría y no creía que ninguno de nosotros estuviera en
condiciones de hacer nada.
La energía se unió en el círculo, elevándose en un remolino cada vez
mayor de poder invisible que se estremecía. Extendí la mano y le di más
energía, sintiéndome mareado.
Por fin, la Pesadilla pareció darse cuenta de lo que estaba pasando a su
alrededor. Lydia se estremeció y se separó algo de Thomas, rompiendo el
contacto entre ellos. Sus ojos inyectados en sangre se abrieron mucho y se

269
concentraron en mí. Lydia empezó a ponerse de pie, pero Thomas la sujetó
con fuerza. El poder ascendió de nuevo, formando un segundo remolino de
energía alrededor de ellos y concentrando todas las energías espirituales de
su interior. Lydia gritó.
—¡Leonid Kravos! —grité. Repetí el nombre y vi que Lydia abría mucho los
ojos por la sorpresa—. ¡Vete, Kravos! ¡Invocador de fuego de pacotilla! ¡Vete!
Y con estas últimas palabras, liberé el poder del exorcismo hacia el suelo.
Lydia gritaba mientras su cuerpo se arqueaba y abría mucho la boca. En
el interior del remolino, unas motas brillantes de color dorado y plateado
se unieron para formar un embudo que se dirigía a la boca de Lydia. De su
boca salió una energía de color rojo y durante unos instantes se escucharon
dos gritos solapados: uno alto, joven, femenino y aterrorizado, y el otro in-
humano y ajeno a este mundo. De los ojos de Lydia salió más luz roja que
el torbellino atraía.
Y a continuación, con un estallido de aire y una explosión, el torbellino se
convirtió en una línea infinita para después desaparecer, atravesando el suelo
y dirigiéndose a las profundidades de la tierra.
Lydia soltó un grito exhausto y lento y se cayó al suelo. Thomas, que to-
davía la sujetaba, la siguió. La habitación se quedó en silencio, salvo por los
sonidos que hacíamos los cuatro para recuperar el aliento.
Logré sentarme por fin.
—Michael —llamé con voz ronca—. Michael, ¿estás bien?
—¿La paraste? —preguntó—¿Está bien la chica?
—Eso creo.
—Gracias a Dios —dijo—. Me ha dado una patada y me ha roto una
costilla. No creo que pueda levantarme.
—No lo hagas —dije, y me aparté el sudor de la frente—. Las costillas ro-
tas duelen mucho. ¿Thomas? ¿Estás…? ¡Oye! ¿Qué crees que estás haciendo?
Thomas rodeaba a Lydia con sus brazos y presionaba su cuerpo pálido y
desnudo contra el de ella mientras le acariciaba la oreja con los labios. Lydia
tenía abiertos los ojos, que ya habían recuperado su color natural, y miraban
a la nada. No parecía estar consciente, pero hacía pequeños movimientos
con el cuerpo y las caderas acercándose a él. Thomas me miró frunciendo el
ceño cuando le hablé, con los ojos aún vacíos y blancos.
—¿Qué? —preguntó—. No ha dicho que no. Probablemente me esté
agradecida por mi ayuda.
—Apártate de ella —espeté.
—Tengo hambre —dijo—. Esto no la va a matar, Dresden. No la prime-
ra vez. Estarías muerto de no ser por mí. Solo déjame…

270
—No —dije.
—Pero…
—No. Apártate de ella o vamos a tener más que palabras.
Su gruñido llenó el aire que había entre nosotros. Sus labios dejaron los dien-
tes al descubierto. Tenían aspecto humano, no eran colmillos de vampiro. Más
blancos y perfectos que los dientes humanos, pero aparte de eso, normales.
Le devolví la mirada con frialdad.
Thomas fue el primero en desviar la mirada. Cerró los ojos un momento y
cuando volvió a abrirlos tenían de nuevo anillos de color y se iban oscurecien-
do poco a poco. Soltó a Lydia y rodó hasta apartarse de ella. Sus costillas toda-
vía sobresalían, pero menos que antes. Se puso de pie y se envolvió de nuevo
la cadera con la toalla, después se dirigió al baño sin pronunciar palabra.
Le tomé el pulso a Lydia, que había recuperado el color, y le subí los pan-
talones. Coloqué el sofá y la tumbé en él bajo las mantas. Después de eso,
me dirigí hacia Michael.

***

—¿De qué iba todo eso? —preguntó.


Le conté lo que había ocurrido, con términos adecuados para todos los
públicos.
Frunció el ceño y miró hacia el cuarto de baño.
—Son así. Los de la Corte Blanca. Son seductores. Se alimentan de la
lujuria, del miedo, del odio. De las emociones. Pero siempre usan la lujuria
para seducir a sus víctimas. Pueden hacer que las sientan, que consientan el
sexo. Así se alimentan.
—Son vampiros sexuales, lo sé —murmuré—. Aún así, es interesante.
—¿Interesante? —dijo Michael con tono escéptico—. Harry, yo no diría
que es interesante.
—¿Por qué no? —dije, mirando a Thomas mientras pensaba—. Lo que
usó funcionó con la Pesadilla. La atrapó. Eso quiere decir que tienen una es-
pecie de ambiente mágico. Tal vez fue el frío que noté, que influye en lo que
les rodea, o es algo más químico, como el veneno de la Corte Roja. Algo
que entró en el cuerpo de Lydia y esquivó el control que la Pesadilla tenía
sobre su mente. Feromonas, quizá.
—Harry —dijo Michael—. No quiero menospreciar tus logros eruditos,
pero ¿te importaría ayudarme con estas costillas rotas?
Hicimos recuento. Yo tenía moratones en la zona de la garganta, pero
nada más. La costilla de Michael estaba rota, y puede que tuviera fisuras en

271
alguna más por lo sueltas que estaban. Le vendé bien. Thomas salió de mi
habitación vestido con algunas de mis prendas deportivas que le quedaban
anchas.
Le colgaban, y tuvo que remangarse las mangas y las perneras de los pan-
talones. Se despatarró sobre una silla, mirando la forma de Lydia mientras
dormía con una intensidad desconcertante.
—Ahora todo encaja —les dije—. Sé lo que está pasando, así que por fin
podré hacer algo. Voy a ir a la casa de la ciudad y sacar a todo el mundo.
Michael me miró frunciendo el ceño.
—¿Qué es lo que encaja?
—No fue el demonio quien cruzó, Michael. Nunca nos enfrentamos al
demonio. Era el propio Kravos. Kravos es la Pesadilla.
Michael parpadeó.
—Pero no matamos a Kravos. Todavía está vivo.
—Me juego lo que quieras a que no. Me imagino que llevó a cabo un
ritual la noche antes de que comenzaran los ataques de la Pesadilla y murió.
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Para regresar como un fantasma. Para vengarse. Piénsalo, es lo que ha
estado haciendo la Pesadilla. Ha ido vagando por ahí vengando a Kravos.
—¿Puede hacer eso? —preguntó Michael.
Me encogí de hombros.
—No veo por qué no, si ha acumulado todo ese poder y si se ha centrado
en vengarse y convertirse en un fantasma. Sobre todo…
—… con la frontera del Nuncamás tan revuelta —terminó Michael.
—Exacto. Lo que significa que Mavra y Bianca lo ayudaron. Demonios,
probablemente hicieron el ritual que después él usó. Y si alguien que cumple
condena en Chicago se suicida en su celda, provocará un gran revuelo en la
policía local y aparecerá en todos los medios. Lo que explica por qué Mur-
phy se lo había callado y Susan estaba tan distraída. Estaba trabajando en esa
historia, averiguando lo que sucedía. Tal vez siguiendo un rumor.
Thomas frunció el ceño.
—A ver si me aclaro. Esa Pesadilla es el fantasma de Kravos el hechicero.
El asesino de la secta que salió en las noticias hace algunos meses.
—Sí. La turbulencia en el Nuncamás le permitió regresar convertido en
un fantasma cabrón.
—¿Turbulencia? —dijo Thomas.
Asentí con la cabeza.
—Alguien empezó a hacer hechizos para atormentar a los fantasmas de
la zona. Se volvieron violentos y comenzaron a debilitar la frontera entre el

272
mundo real y el Nuncamás. Me imagino que fue Mavra, que colaboró con
Bianca. Esa misma turbulencia le permitió a Kravos hacer daño en sueños
a todos los que podía. Así vino a por mí, y así fue a por el pobre Malone, y
así acaba de ir a por Lydia. Lydia sabía lo que él estaba haciendo. Por eso no
quería dormir. Cuando me atacó en sueños no lo vi venir. No estaba prepa-
rado para luchar y me pateó el culo.
—¿Pero ahora puedes derrotarlo? —preguntó Michael.
—Ahora estoy preparado. Vencí a ese gamberro cuando estaba vivo. Aho-
ra que sé a lo que me enfrento, puedo derrotar también a su sombra. Iré a la
casa, venceré a la Pesadilla y a Bianca si tengo que hacerlo y liberaré a todo
el mundo.
—¿Te has dado un golpe en la cabeza cuando no miraba? —preguntó
Thomas—. Dresden, te dije que había guardias. ametralladoras. Mencioné
las ametralladoras, ¿no?
Agité la mano.
—Ya he dejado atrás ese punto en el que un hombre normal tendría
miedo. Guardias, ametralladoras, lo que sea. Mira, Bianca tiene a Susan, a
Justine y tal vez a veinte o treinta chicos prisioneros o recién convertidos en
vampiros. La policía tiene las manos atadas. Alguien tiene que hacer algo, y
yo soy el único que está en posición de…
—De que te acribillen a balazos —intervino Thomas con tono seco—.
Dios, eso nos va a ser muy útil para conseguir nuestros objetivos.
—Hombre de poca fe —dijo Michael desde su sitio en mi butaca. Giró la
cabeza hacia mí—. Adelante, Harry. ¿Qué estabas pensando?
Asentí.
—Muy bien. Me imagino que Bianca tendrá guardias de seguridad den-
tro y fuera de la casa. Habrá previsto cualquier aproximación, van a registrar
todos los coches que entren, etcétera.
—Exacto —dijo Thomas—. Dresden, creí que tal vez podríamos juntar
nuestros recursos. Averiguar algo a través de contactos y espías. Tal vez dis-
frazarnos de camareros y entrar. —Se detuvo—. Bueno, tú podrías pasar
por un camarero, en cualquier caso. Pero si nos limitamos a asaltar su casa,
nos van a matar.
—Si entramos por donde puedan vernos.
Thomas frunció el ceño.
—¿Tienes algo en mente? Dudo que podamos ocultarnos usando magia.
En su terreno, va a ser difícil engañarla con ese tipo de glamour.
Miré al vampiro mientras levantaba una ceja.
—Tienes razón. Tengo algo en mente.

273
***

Me introduje en la grieta que separaba el mundo mortal del Nuncamás.


Llevaba mi bastón y mi varita, mi guardapolvo, mi brazalete escudo y un
anillo de cobre en la mano izquierda a juego con el de la derecha.
Cerca de mi apartamento, el Nuncamás se parecía a… mi apartamento.
Solo que un poco más limpio y brillante. ¿Se trataba de alguna afirmación
filosófica profunda sobre la espiritualidad de mi pequeño sótano? Tal vez.
Unas formas se movían entre las sombras, deslizándose como ratas o reptan-
do por el suelo como serpientes, criaturas espirituales que se alimentaban de
los restos de energía que salían de mi casa en el mundo espiritual.
Michael llevaba a Amoracchius en la mano y su hoja destellaba con un
brillo blanquecino. Su rostro había recuperado su color en cuanto cogió la
espada y avanzaba como si no sintiese ningún dolor, pese a tener las costillas
vendadas. Llevaba unos vaqueros, una camisa de franela y sus botas de tra-
bajo con punta de acero.
Thomas, que iba vestido con mi ropa vieja y llevaba un bate de aluminio
que había cogido de mi armario, recorría el lugar con la mirada, con su pelo
negro rizado y húmedo cayéndole sobre los hombros.
Llevaba a Bob colgando de una bolsa de red, y sus ojos anaranjados bri-
llaban débilmente como si fueran velas.
—Harry —preguntó Bob—. ¿Estás seguro de esto? En serio, no quiero
que me vean en el Nuncamás si puedo evitarlo. Por un malentendido de
hace tiempo, ¿sabes?
—No estás más preocupado que yo. Si mi madrina ve que estoy aquí,
estoy listo. Tómatelo con calma, Bob —dije—. Llévanos a casa de Bianca
por el camino más corto. Después haré un agujero para regresar a nuestro
mundo, a su sótano, sacaremos a todo el mundo y les llevaremos a casa.
—No hay un camino más corto, Harry —dijo Bob—. Es el mundo espi-
ritual. Las cosas están unidas por conceptos e ideas, y no responden necesa-
riamente a la distancia física como…
—Conozco la teoría. Bob —le dije—. Pero la cuestión es que sabes mejor
que yo cuál es el camino. Llévanos allí.
Bob suspiró.
—Muy bien. Pero no puedo garantizar que vayamos a entrar y a sa-
lir antes de que se ponga el sol. Puede que ni siquiera puedas hacer un
agujero para entrar si el sol no se ha puesto. Las energías mágicas suelen
difuminarse…

274
—Bob, deja las lecciones para después. Déjame a mí el trabajo mágico.
La calavera se giró para mirar a Michael y a Thomas.
—Disculpen, ¿alguno de ustedes le ha dicho a Harry que su plan no tiene
sentido?
Thomas levantó la mano.
—Yo lo hice. No ha servido de nada.
Bob puso los ojos en blanco.
—Nunca sirve de nada. Así que ayúdame, Dresden, si te mueres me voy
a enfadar mucho. Probablemente me lances debajo de una roca en el últi-
mo minuto y me quedaré ahí atrapado diez mil años hasta que alguien me
encuentre.
—No me tientes. Menos hablar y más guiarnos.
—Sí, bwana —dijo Bob muy serio. Thomas se rio con disimulo. Las luces
que eran los ojos de Bob se giraron hacia las escaleras que salían de la versión
del Nuncamás de mi apartamento.
—Por ahí —dijo.
Salimos del apartamento hacia una especie de representación vaga de
Chicago, que parecía tener los edificios planos de un escenario sin nada
detrás, con una luz difusa que podía proceder del sol, las estrellas o de
las farolas, y una niebla marrón grisácea. Desde aquí, Bob nos guió calle
abajo para después girar hacia un callejón y abrir la puerta de un garaje,
que conducía a una escalera excavada en la piedra que se hundía en la
tierra.
Seguimos su rumbo hacia la oscuridad. A veces la única luz que teníamos
era el brillo naranja de los ojos de la calavera. Bob giró la cabeza hacia donde
debíamos ir y atravesamos una zona subterránea oscura y de techos bajos
para subir finalmente una cuesta que daba a un círculo de dólmenes sobre
la cima de una colina. Las estrellas brillaban encima de nosotros con una luz
fiera y unas luces danzaban en el bosque que había al pie de la colina, yendo
de un lugar para otro como libélulas frenéticas.
Me puse rígido.
—Bob —dije—. Bob, has metido la pata, tío. Este es el país de las hadas.
—Claro que sí —dijo Bob—. Es el lugar más grande del Nuncamás. No
puedes ir a ningún sitio sin atravesar el país de las hadas por algún sitio.
—Bueno, date prisa y sácanos —dije—. No podemos quedarnos aquí.
—Créeme. Yo tampoco quiero estar aquí. O salimos a la versión Disney
del país de las hadas, con elfos y hadas como Campanilla, y quién sabe
cuántas cosas adorables más, o salimos a la versión de la bruja malvada, que
es más entretenida pero menos saludable.

275
—Ni siquiera la Corte del Verano es todo dulzura y luz. Bob, cállate. ¿Por
dónde?
La calavera se giró en silencio hacia lo que parecía ser el extremo más
occidental de la colina, y descendimos por ella.
—Es como un parque —comentó Thomas—. Lo digo en serio, la hierba
debería llegarnos a las rodillas. O no, quizá como un campo de golf bueno.
—Harry —dijo Michael en voz baja—. Tengo un mal presentimiento.
Se me erizó el vello de la nuca y me giré hacia Michael, asintiendo.
—Bob, ¿por dónde?
Bob movió la cabeza hacia delante mientras rodeábamos unos árboles.
Un antiguo puente cubierto de estilo colonial se alzaba sobre un abismo de
una profundidad ridícula.
—Por aquí —dijo Bob—. Esta es la frontera. El lugar al que quieres ir no
está lejos de aquí.
Escuché las notas de un cuerno de caza en la distancia, oscuras y nítidas,
y los ladridos de los perros.
—Corred hacia el puente —espeté.
A mi lado, Thomas aceleró sin apenas esfuerzo. Miré hacia Michael,
quien había dado la vuelta a la empuñadura de la espada y la sostenía con el
pomo de frente, llevando el filo contra su antebrazo mientras corría. Torció
el rostro por el esfuerzo y el dolor, pero siguió adelante.
—Harry —comentó Bob—. ¿Podrías correr más rápido, si no te impor-
ta? Viene la Cacería.
Los cuernos sonaron de nuevo, amplificados por los dólmenes, y los gri-
tos de la manada llegaron altos y claros. Thomas se giró para mirar, retroce-
diendo unos pasos, antes de darse otra vez la vuelta.
—Juraría que hace un momento estaban a kilómetros de distancia.
—Es el Nuncamás —jadeé—. La distancia, el tiempo. Aquí todo está jodido.
—Vaya —comentó Bob—. No me imaginaba que los perros de caza po-
dían ser así de grandes. ¡Harry, es tu madrina! ¡Hola, Lea!
Si Bob tuviera cuerpo, estaría saltando de aquí para allá y agitando las
manos en su dirección.
—No te entusiasmes tanto, Bob. Si me atrapa, me uniré a su jauría.
Los ojos de Bob se giraron hacia mí y tragó saliva.
—Oh —dijo—. Entonces os habéis peleado. U os habéis peleado todavía
más, ya que nunca os habéis llevado bien, para empezar.
—Algo así —resoplé.
—Entonces, corre —dijo Bob—. Corre más rápido. De verdad, tienes
que correr más rápido, Harry.

276
Mis pies volaron sobre la hierba.
Thomas llegó al puente primero, haciendo ruido con los pies. Michael llegó
después. A pesar de tener una costilla rota y de sacarme veinte años,
llegó antes que yo al maldito puente. Tengo que ponerme en forma.
—¡Lo conseguí! —grité mientras daba una zancada hacia el puente.
El lazo me atrapó a la altura del cuello antes de poder poner los pies en
él, y me tiró de espaldas volando por el aire con un chasquido. Me quedé
tumbado en el suelo, sorprendido, mientras me ahogaba por segunda vez
en dos horas.
—Oh, oh —dijo Bob—. Harry, hagas lo que hagas, no dejes que me
caiga. Sobre todo bajo una roca.
—Muchas gracias —jadeé, mientras extendía la mano para soltar la cuer-
da de mi garganta.
Unos cascos fuertes golpeaban el suelo a ambos lados de mi cabeza. Tragué
saliva y miré hacia un corcel de color oscuro que llevaba adornos de color
negro y plateado. En los cascos llevaba unas herraduras de metal plateado.
No era hierro ni acero. Tenía sangre en los cascos, con si el caballo hubiera
pisado a algún desgraciado hasta la muerte. O lo hubiera destrozado.
Levanté la vista hacia el jinete. Lea montaba el caballo como si fuera una
amazona, completamente relajada y confiada, y llevaba un vestido de color
negro y azul oscuro y con el cabello de color fuego en una trenza. Le brilla-
ban los ojos a la luz de las estrellas, y tenía el otro extremo del lazo agarrado
con su mano adorable. Los perros se reunieron alrededor de su corcel, como
leales servidores. Diréis que era por la impresión del momento, pero me
parecía que tenían hambre.
—Ya estamos mejor, ¿verdad? —preguntó Lea con una sonrisa—. Eso es
estupendo. Así por fin podremos terminar nuestro trato.

277
33

Solo se necesitan un par de episodios difíciles en la vida para enseñarle a


un hombre a ser cínico. Después de que un mago espabilado o tres hayan
intentado acabar con tu vida, o que algunos hexenwolves furiosos se hayan
esforzado para destrozarte la garganta, empiezas a esperar lo peor. De hecho,
si no ocurre lo peor, te sientes decepcionado.
Así que, en realidad, estaba bien que mi madrina me hubiera atrapado, a
pesar de todos mis esfuerzos por evitarla. Odiaría descubrir que el universo
no está conspirando contra mí. Acabaría con mi manía persecutoria.
Por eso, teniendo en cuenta la hipótesis de que un sádico poder superior
estaba complicándome todo lo posible la noche, había trazado un plan.
Tiré del lazo, quitándomelo de la garganta, y dije:
—Thomas, Michael. Ahora.
Ambos sacaron unas cajas de cartón pequeñas de sus bolsillos, del tamaño
de la palma de la mano y casi cuadradas. Agitando la mano, Michael lanzó
el contenido de la primera caja, girando la segunda de izquierda a derecha,
como un hombre que esparce semillas. Thomas siguió su ejemplo hacia el
otro lado, de forma que los objetos empezaron a caer sobre mí y en el lugar
donde estaba.
Los perros del hada soltaron unos ladridos y saltaron a un lado. El caballo
de mi madrina emitió un grito y retrocedió varios pasos, poniendo distancia
entre nosotros.
Me protegí la cara e hice lo que pude para evitar que me entraran clavos
en los ojos. Cayeron sobre mí como una lluvia afilada, tintineando mien-
tras caían a mi alrededor. Mi madrina tuvo que soltar la cuerda que había
enganchado en mi garganta cuando su caballo retrocedió, gracias a lo cual
quedó más floja.
—Hierro —siseó mi madrina. Su rostro adorable se había vuelto lívido y
furioso—. ¡Te atreves a mancillar el suelo de Awnsidhe con hierro! ¡La Reina
te arrancará los ojos del cráneo!
—No —dijo Thomas—. Son de aluminio. No contienen hierro. Qué
caballo tan bonito. ¿Cómo se llama?
Lea miró a Thomas con ojos brillantes y los clavos que había en el suelo.
Mientras lo hacía, deslicé una de mis manos en el bolsillo, cogí mi plan de

279
contingencia y me lo metí en la boca. Mastiqué dos o tres veces, tragué saliva
y ya estaba hecho.
Intenté que no se me notara la oleada de terror que sentía.
—¿No es acero? —dijo Lea. Miró bruscamente el suelo y uno de los cla-
vos saltó a su mano. Lo cogió con el ceño fruncido y expresión de cautela—.
¿Qué significa esto?
—Significa que se trata de una distracción, madrina —dije. Tosí y me di
una palmada en el pecho—. Tenía que comer algo.
Lea puso una mano en el cuello del caballo y la bestia salvaje se calmó.
Uno de sus perros sombríos olisqueó uno de los clavos y le dio un pequeño
empujón con el hocico. Lea dio un leve tirón a la cuerda, apretándola de
nuevo, y dijo:
—No te hará ningún bien, mago. No puedes librarte de esta cuerda. Está
unida a ti. No puedes escapar de mi poder. Ni aquí en el país de las hadas.
Soy demasiado fuerte para ti.
—Es verdad —concedí mientras me ponía de pie—. Así que adelante.
Conviérteme en perro y dime en qué árboles puedo hacer pis.
Lea me miró como si me hubiera vuelto loco, con expresión de cautela.
Cogí la cuerda y la sacudí con impaciencia.
—Vamos, madrina. Haz tu magia ya. ¿Puedo elegir el color que tendré?
Creo que no quiero ser de ese gris carbón. A lo mejor podría tener el pelo
castaño. O, ah, ya sé, de color blanco nevado. Con los ojos azules. Siempre
he querido tener los ojos azules, y…
—¡Cállate! —gritó Lea mientras tiraba de la cuerda. Noté una sensación
punzante, como un aguijón, y la lengua se me pegó literalmente al paladar.
Intenté seguir hablando, pero sentía la garganta como si tuviera avispas en-
fadadas que me picaban. Permanecí en silencio.
—Bueno —dijo Thomas—. Me gustaría verlo. Nunca antes había visto
una transformación externa. Adelante, señora. —Agitó la mano con impa-
ciencia—. ¡Conviértale ya en perro!
—Es un truco —siseó Lea—. No te servirá de nada, mago. No me im-
portan los poderes ocultos que tus amigos quieran lanzarme…
—No tenemos ninguno —apuntó Michael—. Se lo juro por la sangre
de Cristo.
Lea soltó un jadeo, como si las palabras le hubieran provocado un súbito
escalofrío. Dirigió al caballo hacia mí para que el animal estuviera junto a mi
hombro. Enrolló el cuero trenzado de la cuerda hasta que esta no tuvo más
que unos quince centímetros de longitud, tirando fuerte de mi garganta y
arrastrándome casi hasta hacerme caer. Se inclinó hacia mí y susurró:

280
—Dime, mago. ¿Qué me estás ocultando?
Se me soltó la lengua otra vez y me aclaré la garganta.
—Ah, nada. Solo quería comer algo antes de irnos.
—Algo —murmuró Lea.
Entonces tiró de mí hacia ella y se inclinó, olisqueando con su diminuta
nariz. Inhaló lentamente, y la masa sedosa de su cabello rozó mi mejilla, casi
tocando mi boca con la suya.
Vi cómo su rostro, su expresión, cambiaba lentamente por la sorpresa. Le
dije en voz baja:
—Reconoces el olor, ¿verdad?
Vi la parte blanca de sus ojos esmeralda cuando los abrió aún más.
—Ángel Destructor —susurró—. Te has comido la muerte, Harry Dres-
den.
—Sí —concedí—. Una seta venenosa. Amanita virosa, o lo que sea. La
toxina de la amanita aparecerá en mi sangre en unos dos minutos. Des-
pués de eso, empezará a destrozarme los riñones y el hígado. Un par de
horas después me desmayaré y, si no muero entonces, en un par de días
parecerá que me he recuperado, aunque me destrozará las tripas y al final
moriré. —Sonreí—. No hay un antídoto específico. Y dudo incluso que
puedas usar la magia para hacer que me recupere. No tiene nada que ver
cerrar una herida con una transformación interna. Así que ¿empezamos?
—Eché a andar en la dirección por la que había venido Lea—. Disfrutarás
atormentándome un par de horas antes de que empiece a vomitar sangre
y me muera.
Apretó el lazo y me detuvo.
—Es un truco —siseó—. Me estás mintiendo.
La miré con una sonrisa retorcida.
—Venga, madrina —dije—. Sabes que miento muy mal. ¿Creías que
podía mentirte de verdad? ¿No lo notas?
Me miró y su rostro se retorció lentamente hasta adoptar una expresión
de horror.
—Vientos misericordiosos —jadeó—. Te has vuelto loco.
—Loco no —aseguré—. Sé muy bien lo que hago. —Me giré para mirar
hacia el puente—. Adiós, Michael. Adiós, Thomas.
—Harry —dijo Michael—. ¿Seguro que no…?
—Shhh —dije, mirándolo—. Para el carro.
La mirada de Lea pasaba de uno a otro.
—¿Qué? —exigió—. ¿Qué es eso?
Puse los ojos en blanco y le hice un gesto a Michael.

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—Bueno —dijo Michael—. Para que lo sepas, tengo algo aquí que po-
dría serte de ayuda.
—¿Algo? —preguntó Lea—. ¿El qué?
Michael rebuscó en el bolsillo de su cazadora y sacó un pequeño frasco
con una tapa en el extremo.
—Es extracto de cardo mariano —dijo—. Lo usan en muchos hospitales
de Europa para la intoxicación por setas. En teoría ayuda a que la víctima
sobreviva. Siempre que se lo tome a tiempo, por supuesto.
Lea entrecerró los ojos.
—Dámelo. Ahora.
Chasqueé la lengua.
—Madrina. Como tu mascota fiel y compañero, debo advertirte lo peli-
groso que resulta aceptar regalos para ti o para cualquier sidhe. Estarías en
deuda con quien te lo da si no le entregas nada a cambio.
El rostro de Lea se fue poniendo rojo poco a poco, desde la piel suave
de sus clavículas y su garganta hasta su pelo, pasando por su frente y sus
mejillas.
—De modo —dijo— que quieres hacer un trato conmigo. Te has toma-
do esa seta venenosa para obligarme a que te suelte.
Levanté las cejas y asentí con una sonrisa.
—Básicamente sí. Verás, me imagino que es así. Tú me quieres vivo. No
te sirvo muerto. Y no puedes deshacer los efectos del veneno con tu magia.
—Me perteneces —gruñó—. Ahora eres mío.
—Siento discrepar —dije—. Seré tuyo durante los dos próximos días.
Después de eso, estaré muerto, y ya no seré de nadie.
—No —dijo—. No te cambiaré por esa poción. Yo también puedo en-
contrar el cardo.
—Puede que sí —admití—. Tal vez incluso puedas encontrarlo a tiem-
po. O tal vez no. En cualquier caso, aún con el extracto, no tengo muchas
probabilidades de sobrevivir si no voy al hospital. Y no tendré ninguna si
no voy pronto.
—¡No te cambiaré! ¡Te entregaste a mí!
Michael levantó un hombro.
—Creo que hiciste un trato con un joven idiota llevado por el calor del
momento. Pero tampoco te estamos pidiendo que lo deshagas.
Lea frunció el ceño.
—¿No?
—Claro que no —dijo Thomas—. El extracto permitirá que Harry tenga
posibilidades de seguir con vida. Eso es todo lo que te pedimos. Que dejes

282
que se marche y te comprometas a no hacerle daño ni a él ni a quebrantar su
libertad durante un año y un día mientras esté en el mundo de los mortales.
—Ese es el trato —dije—. Como mascota fiel, debo puntualizar algo. Si
muero, no me tendrás nunca, madrina. Si dejas que me vaya ahora, siempre
podrás intentarlo otra noche. No es que vayas a tener un número limitado
de intentos. Puedes permitirte ser paciente.
Lea permaneció en silencio. La noche también estaba en silencio. Todos
esperamos sin decir nada. El pánico que sentí tras comerme la seta me bai-
laba en el estómago haciendo que se retorciera y se contrajera.
—¿Por qué? —dijo por fin con voz calmada, en un tono que solo yo po-
día oír—. ¿Por qué te haces esto a ti mismo, Harry? No lo entiendo.
—No creo que pudieras —dije—. Hay personas que me necesitan. Gente
que está en peligro por mi culpa. Tengo que ayudarla.
—No puedes ayudarla si estás muerto.
—Ni si me llevas contigo.
—¿Darías tu propia vida por la de ellos? —preguntó con voz incrédula.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque nadie más puede hacerlo. Me necesitan. Se lo debo.
—Deberles tu vida —musitó Lea—. Estás loco, Harry Dresden. Quizá
sea por tu madre.
Fruncí el ceño.
—¿Qué se supone que significa eso?
Lea se encogió de hombros.
—Hablaba como tú. Casi al final. —Levantó la vista hacia Michael y se
alzó sobre el caballo—. Has jugado a un juego peligroso esta noche, mago.
Un juego audaz. Has roto las tradiciones de mi pueblo. Acepto tu trato.
Y a continuación, con un destello casual, me quitó el lazo. Retrocedí tam-
baleándome mientras me alejaba de ella, cogí mi bastón caído y mi vara y a
Bob en su bolsa de red y me dirigí al puente. Una vez allí, Michael me dio
el frasco. Le quité el tapón y me lo bebí. Tenía un sabor áspero y un poco
amargo. Cerré los ojos y tomé aliento después de tragármelo.
—Harry —dijo Michael mientras miraba a Lea—. ¿Seguro que vas a
estar bien?
—Si voy pronto al hospital —dije—. Tengo entre seis y ocho horas. Tal
vez un poco más. Me bebí aquella cosa rosa antes de irnos para protegerme el
estómago. Eso hace que digiera la seta más lentamente, permitiendo que
el extracto entre en mis tripas.
—Esto no me gusta —murmuró Michael.

283
—Oye, soy yo el que se ha tomado el veneno, tío. Y no estoy preocupado.
Thomas me miró parpadeando.
—¿Quieres decir que le estabas diciendo la verdad?
Lo miré, asintiendo.
—Sí. Mira. Imagino que como mucho tardaremos una hora en entrar
y salir. Si tardamos más, estamos muertos. En cualquier caso, los primeros
síntomas tardarán mucho en aparecer.
Thomas me miró un instante.
—Creía que estabas mintiendo —dijo—. Tirándote un farol.
—No me tiro faroles si puedo evitarlo. No miento demasiado bien.
—Así que podrías morir de verdad. Tu madrina tiene razón, ¿sabes? Estás
loco de atar. Estás chalado.
—Como una cabra —dije—. Muy bien, Bob, despierta.
Sacudí a la calavera y sus cuencas vacías brillaron con unas luces naranjas
que parecían estar muy dentro de ella.
—¿Harry? —dijo Bob, sorprendido—. Estás vivo.
—Durante un tiempo —dije.
Le expliqué cómo nos habíamos librado de mi madrina.
—Vaya —dijo Bob—. Te estás muriendo. Qué plan tan bueno.
Sonreí.
—Se ocuparán de eso en el hospital.
—Claro, claro. En algunos sitios, el índice de supervivencia al veneno de
la amanita es del cincuenta por ciento.
—He tomado extracto de cardo mariano —dije a la defensiva.
Bob tosió de forma delicada.
—Espero que hayas tomado la dosis exacta o te hará más mal que bien.
Ahora, si no te importa empezar con…
—Harry —dijo Michael abruptamente—. Mira.
Me giré para mirar a mi madrina, que se había alejado un poco y seguía
montada sobre su corcel negro. Llevaba en la mano algo oscuro y brillante,
tal vez un cuchillo. Lo movió hacia los cuatro puntos cardinales: norte, oes-
te, sur y este. Dijo algo en una lengua retorcida y sibilante, y los árboles co-
menzaron a gemir cuando se levantó el viento. El poder salía de la hechicera
sidhe, del cuchillo oscuro que llevaba en la mano, y el vello de los brazos y
de la nuca se me puso de punta.
—¡Mago! —me gritó—. Esta noche has hecho un trato conmigo. No iré
a por ti. Pero no hagas un trato así con otros.
Echó la cabeza hacia atrás y dejó salir una larga carcajada, que era de algún
modo hermosa y terrorífica a la vez. Resonó en los alrededores y encontró

284
respuesta. Más sonidos le respondieron, agudos aullidos, alaridos y unos
rugidos profundos.
—Aquí hay muchos que están en deuda conmigo —dijo Lea con des-
dén—. No voy a engañarte. Tienes la poción. No deberías arriesgar tu vida
sin tener una cura a mano. No levantaré una mano contra ti, pero te traerán
a mí. De una forma u otra, Harry Dresden, esta noche serás mío.
El viento siguió soplando y unas nubes repentinas comenzaron a ocultar
las estrellas. El viento hizo que los aullidos y los gritos se oyeran más cerca.
—Mierda —dije—. Bob, tenemos que salir de aquí. Ahora.
—Todavía hay un buen paseo hasta el punto que me enseñaste en el
mapa —dijo Bob—. Un kilómetro y medio o dos, en términos subjetivos.
—Tres kilómetros —apuntó Michael, objetivamente—. No puedo correr
esa distancia. No con las costillas así.
—Y no podemos llevarte —dijo Thomas—. Soy asombrosamente fuerte,
pero tengo un límite. Vamos, Harry. Solo quedamos tú y yo.
Mi mente iba a toda velocidad y luché para trazar un plan. Michael no
podía seguir. Había intentado correr antes, pero ahora su rostro estaba algo
grisáceo y al andar hacía gestos de dolor. Confiaba en Michael. Tenerle a mi
lado y vigilándome la espalda me daba confianza. Esperaba que fuera capaz
de cuidarse él solo.
Pero ¿qué podía hacer él solo contra una banda de hadas encolerizadas?
No estaba seguro. Aún teniendo la espada, seguía siendo un hombre. Podía
perder la vida incluso. Y no quería otra vida sobre mi conciencia.
Miré a Thomas. El atractivo vampiro conseguía que mi ropa vieja pare-
ciera una declaración de moda. Algo nuevo. Me devolvió la mirada con una
sonrisa perfecta y brillante y pensé en lo que él había dicho, que era un buen
mentiroso. Thomas se había puesto de mi parte. Casi siempre. Había sido
muy amigable. Parecía tener sus razones para querer ayudarme y colaborar
conmigo para recuperar a Justine.
A menos que me estuviera mintiendo. A menos que no se la hubiesen
llevado. No podía fiarme de él.
—Quedaos aquí los dos —dije—. Controlad el puente. No será mucho
tiempo. Solo entretenedlos. Intentad que den la vuelta.
—Ohhh —dijo Bob—. Qué buen plan. Eso va a hacerles mucho daño,
Harry. Quiero decir, hasta que maten a Michael y a Thomas y vayan a por
ti. ¡Pero tardarán varios minutos! ¡Horas incluso!
Miré a la calavera y después a Michael. Este le dirigió a Thomas una mi-
rada y después me miró, asintiendo.
—Si hay problemas, necesitarás que te proteja —protestó Thomas.

285
—Puedo cuidar de mí mismo —le dije—. Mira, todo el plan se basa en la
sorpresa, en la rapidez y en el silencio. Haré menos ruido solo. Y si se origina
una pelea, que seamos una o dos personas no marcará ninguna diferencia. Si
tenemos que luchar, se acabó.
Thomas sonrió.
—Así que quieres que nos quedemos aquí y muramos por ti, ¿no?
Lo miré.
—Controlad el puente hasta que yo pueda salir del Nuncamás. Después
no hay ninguna razón para que os persigan.
El viento aullaba y unas sombras empezaron a coronar la cima de la coli-
na junto a los dólmenes, cosas oscuras que se movían pegadas al suelo con
rapidez.
—Vete, Harry —dijo Michael. Cogió a Amoracchius con las dos ma-
nos—. No te preocupes. Te cubriremos las espaldas.
—¿Seguro que no quieres que vaya contigo? —preguntó Thomas mien-
tras daba un paso hacia mí.
El acero brillante de la espada de Michael se interpuso de repente delante
de Thomas, mientras su filo afilado le presionaba el estómago.
—Te aseguro que prefiero no dejarle a solas contigo, vampiro —dijo Mi-
chael con tono educado—. ¿Me he expresado con claridad?
—Claro como el agua —dijo Thomas con desagrado. Me miró y dijo—:
Más te vale que no la dejes ahí, Dresden. O te mataré.
—No lo haré —dijo—. Sobre todo por la segunda parte.
Y entonces la primera cosa monstruosa, como un león hecho de sombra,
pasó al lado de Lea, y sus garras oscuras destellaron en mi dirección. Tho-
mas me apartó de su trayectoria, gritando mientras la cosa le desgarraba el
brazo. Michael gritó en latín y su espada resplandeció con una luz dorada,
partiendo a la bestia que parecía un gato en dos mitades que se retorcieron
y se debatieron sobre el suelo del puente.
—¡Vamos! —rugió Michael—. ¡Que el Señor esté contigo!
Eché a correr.
Los sonidos de lucha desaparecieron detrás de mí hasta que solo pude
escuchar mi respiración entrecortada. El Nuncamás cambió, pasando de la
vegetación esculpida de un cuento de hadas a un bosque oscuro y cerrado
con telarañas que colgaban por encima de un estrecho camino amenazante
entre los árboles. Entre las sombras brillaban unos ojos, cosas que no podía
ver con claridad, y avancé a trompicones.
—¡Vamos! —dijo Bob. Sus ojos brillantes se giraron para mirar el tronco
de un árbol seco y hueco—. ¡Abre aquí un camino y entraremos!

286
Gruñí y me detuve, jadeando.
—¿Estás seguro?
—¡Sí, sí! —dijo Bob—. ¡Date prisa! ¡Los awnsidhe llegarán en cualquier
momento!
Lancé una mirada aprensiva detrás de mí y a continuación comencé a re-
unir mi voluntad. Me dolía. Me sentía muy débil. La poción que tenía en el
estómago no había empezado aún a destrozarme el cuerpo, pero casi podía
sentir cómo se movía y avanzaba, relamiéndose y mirando mis órganos con
una alegría perversa. Aparté aquellos pensamientos y me obligué a respirar
con fuerza para reunir todas mis energías y extender la mano para separar la
cortina entre ambos mundos.
—Ah, Harry —dijo Bob de repente—. Espera un minuto.
Algo rompió una rama detrás de mí. Se escuchó el sonido de algo que se
dirigía rápidamente hacia donde yo estaba. Lo ignoré y extendí la mano,
anclando mis dedos en la frágil sustancia que formaba la frontera con el
Nuncamás.
—¡Harry! —dijo Bob—. ¡De verdad, tienes que escuchar esto!
—Ahora no —murmuré.
El ruido se escuchó más cerca, el golpeteo de la maleza cuando algo más
grande la aparta a un lado. Detrás de mí, un bramido hizo retumbar el suelo.
Borgotaba. Los viscoleantes toves, Batman.
—¡Aparturum! —grité, proyectando mi voluntad y abriendo un camino.
La rendija de la realidad brillaba con una luz tenue.
Me lancé a su interior, cerrando el camino detrás de mí con mi voluntad.
Algo me agarró de uno de los extremos de mi guardapolvos, pero conseguí
soltarlo dando un tirón y crucé.
Caí dando tumbos al suelo, sintiendo a mi alrededor el aroma del aire
otoñal y la piedra húmeda. El corazón me latía dolorosamente por el es-
fuerzo que me habían producido la carrera y el hechizo. Levanté la cabeza
buscando mis pertenencias.
Bob tenía razón. Me había llevado por el Nuncamás directamente a la
mansión de Bianca. Me encontraba en lo alto de unas escaleras que bajaban,
lejos de las puertas delanteras y del pasillo principal.
También estaba rodeado por un círculo de vampiros, todos ellos con for-
mas inhumanas y sin sus máscaras de piel. Había una docena de ellos, con
los ojos oscuros y brillantes y la nariz goteando, con la saliva cayéndoles de
sus colmillos y salpicando el suelo y sus garras arañando el aire o desplazán-
dose con sus cuerpos fofos y negros. Algunos tenían quemaduras en su piel
gomosa, trozos de tejido arrugado como cicatrices.

287
No me moví. Sentía que cualquiera cosa que hiciera les haría enfadar.
Cualquier movimiento, cualquier intento de huida o de lucha hubiera he-
cho que se pusieran frenéticos.
Mientras los contemplaba en silencio, Bianca subió las escaleras vestida
con un salto de cama de seda blanca que sonaba al rozar sus curvas. Llevaba
una vela que la bañaba con su suave luz. Me sonrió muy lentamente, con
mucha dulzura, lo que hizo que se me revolviera el estómago.
—Bueno —ronroneó—. Harry Dresden. Su visita es una grata sorpresa.
—Intenté decírtelo —dijo Bob con voz de pena—. La cortina es más
débil aquí, como si alguien acabara de pasar por ella. Como si estuvieran
vigilando este lado.
—Por supuesto —murmuró Bianca—. Un guardia en cada puerta. ¿Cree
que soy idiota, señor Dresden?
La miré con desdén. No tenía nada que decir. Contuve el aliento y empe-
cé a reunir mi voluntad para lanzarle todo lo que me quedaba y borrar esa
sonrisa petulante de su rostro, hermoso y falso.
—Queridos —ronroneó mientras me miraba—. A por él.
Me atraparon de una forma tan rápida que ni les vi moverse. Simplemen-
te se convirtieron en una fuerza espantosa que atacó de repente. Recuerdo
haber pasado de las garras de uno a las de otro y verme lanzado por los aires
como si fuera un juguete. Tenían supurantes hocicos aplastados, ojos negros
que miraban fijamente y unas risas terribles y sibilantes.
Me lanzaron a un lado y al otro, me zarandearon y me quitaron todo lo
que tenía. Bob desapareció sin hacer un sonido. Me apretaron por todas
partes mientras luchaba y gritaba, sintiéndome inútil, con la mente tan llena
de terror que no podía concentrarme para defenderme.
Y ahí, en la oscuridad, me arrancaron la ropa. Sentí cómo Bianca presio-
naba su carne desnuda contra la mía, un cuerpo cálido, sinuoso y de ensue-
ño que se convirtió en una pesadilla. Sentí cómo su piel se abría y aparecía
su forma auténtica. La dulzura de su perfume se convirtió en olor a fruta
podrida. Su voz ronroneante se convirtió en un gimoteo sibilante.
Y sus lenguas. Suaves, intimidantes, cálidas y húmedas. El placer me gol-
peaba como un martillo mientras intentaba protestar. Un placer químico,
una sensación animal, despiadada y fría, a quien no le importaba mi horror,
mi repugnancia ni mi desesperación.
La oscuridad. Una oscuridad horrible, espesa y sensual.
Después, el dolor.
Y luego, nada.

288
34

Tengo pocos recuerdos de mi padre. Yo tenía unos seis años cuando él murió.
Lo único que recuerdo es a un hombre agobiado, con los hombros algo car-
gados, ojos amables y manos fuertes. Era prestidigitador, no mago, un presti-
digitador de los que actúan en el escenario. Era bueno. Aunque no hizo nada
fuera de lo común. Pasaba demasiado tiempo actuando en hospitales infanti-
les y orfanatos como para ganar mucho dinero. Él, su pequeño espectáculo y
yo recorríamos todo el país. Los recuerdos de mis primeros siete años de vida
son de la cama que tenía en la parte trasera de la furgoneta y de irme a dormir
con el murmullo del asfalto bajo las ruedas, sintiéndome a salvo sabiendo que
mi padre estaba despierto, que conducía el coche y cuidaba de mí.
Las pesadillas no empezaron hasta un poco antes de que él muriera. No
las recuerdo muy bien, pero recuerdo despertarme mientras chillaba a causa
del terror con mi tono agudo de niño. Soñaba en la oscuridad, luchando por
esconderme. Mi padre venía, me buscaba, me encontraba y me ponía sobre
su regazo. Me abrazaba y me daba calor y volvía a dormirme enseguida,
seguro y a salvo.
—Aquí los monstruos no pueden atraparte, Harry —solía decir—. No
pueden cogerte.
Tenía razón.
Hasta ahora. Hasta esta noche.
Los monstruos me habían atrapado.
No sabía dónde terminaba la vida real y dónde empezaban las pesadillas,
pero me desperté destrozado, gritando con un aullido hueco que sonaba
más bajo que un gemido. Grité hasta quedarme sin aliento y después lo
único que pude hacer fue llorar.
Me quedé ahí tumbado, desnudo, abandonado. Nadie había venido a
abrazarme. Nadie había acudido para hacerme sentir mejor. En realidad, no
había venido nadie desde que murió mi padre.
Entonces empecé a respirar. Me obligué a controlarlo, a detener los sollo-
zos rotos y a convertirlos en una respiración lenta y regular. Después vino el
terror. El dolor.
La humillación. Lo único que quería era excavar un agujero y meterme
en él. No quería existir.

289
Pero no fue así. Me dolía mucho. Sentía el dolor con mucha intensidad,
estaba muy vivo.
Lo que más me dolía era la quemadura, pero las náuseas llegaron rápida-
mente. Las manos me decían que estaba tumbado en el suelo, pero el resto
de mi ser me decía que estaba atado a un giroscopio gigantesco. Me dolía.
Sentía la garganta seca y me quemaba, como si algún líquido caliente o quí-
mico me la hubiera escaldado. No quería pensar mucho en ello.
Me examiné las extremidades y comprobé que estaban todas y que fun-
cionaban. El estómago me rugía y se agitaba, y por un instante se me cerró,
haciendo que me pusiera en posición fetal.
El sudor que sentía en mi cuerpo desnudo se congeló. La seta. El veneno.
De seis a ocho horas.
Tal vez un poco más.
Me sentía pesado, con la boca seca, confuso por los mismos efectos secun-
darios del veneno del vampiro que ya había experimentado.
Dejé de luchar durante algunos instantes. Me limité a estar ahí tumbado,
débil, sediento, dolorido, enfermo y hecho un ovillo. Habría empezado a
llorar otra vez si me hubiera quedado algún sentimiento. Me hubiera echado
a llorar y habría esperado la muerte.
Pero en lugar de eso, una voz firme e inmisericorde en mi cabeza me hizo
abrir los ojos. El miedo me hacía dudar.
No quería abrir los ojos y no ver nada. No quería encontrarme en esa
misma oscuridad. Aquella oscuridad con cosas siseantes que me rodeaban.
Tal vez todavía estaban allí, esperando a que me despertara para…
El pánico me inundó por un momento, y me dio la suficiente fuerza para
echarme a temblar y sentarme. Tomé una bocanada de aire y abrí los ojos.
Podía ver. La luz me hizo daño en los ojos, una línea delgada que rodeaba
un rectángulo, una puerta. Bizqueé por un momento, porque mis ojos se
habían acostumbrado a la oscuridad.
Miré por toda la habitación, con cautela. No era grande. Tal vez de
tres por tres metros o algo más. Yo estaba en un rincón. Olía mucho a
podrido. Parecía que mis carceleros no habían tenido ningún problema
a la hora de dejarme ahí con mi porquería. Parte de ella había formado
una costra encima mío, sobre mis piernas y brazos. Supuse que era vó-
mito. Había sangre en él. Uno de los primeros síntomas del envenena-
miento por setas.
Había otras formas en la oscuridad. Un montón de ropa en un rincón,
como si fuera una pila para la lavadora. También había varias cestas para la
colada. Había una lavadora y una secadora en la pared opuesta a la puerta.

290
Y también estaba Justine, tan poco vestida como yo, hecha un ovillo y
sentada con la espalda apoyada en la pared mientras rodeaba las rodillas con
sus brazos y me observaba con unos ojos oscuros y febriles.
—Estás despierto —dijo Justine—. Creía que no te ibas a despertar nunca.
La chica fascinante que había visto en la fiesta había desaparecido. El pelo
le colgaba lacio y grasiento. Su cuerpo pálido parecía plano y cadavérico y
sus extremidades, por lo que podía ver de ellas, estaban sucias y manchadas,
al igual que su rostro.
Sus ojos me asustaron. Había algo salvaje en ellos, algo perturbador. No
la miré durante demasiado tiempo. A pesar de lo mal que estaba, tuve la
suficiente fortaleza mental como para no querer mirarla a los ojos.
—No estoy loca —dijo, con voz aguda y chillona—. Sé lo que estás pen-
sando.
Tuve que toser antes de poder hablar y el dolor me recorrió el vientre otra
vez.
—No es eso en lo que estaba pensando.
—Por supuesto que sí —gruñó la chica. Se levantó, toda gracia esbelta y
tensión, y avanzó hacia mí—. Sé lo que estás pensando. Que estás aquí por
culpa de esta pequeña zorra estúpida.
—No —dije—. Yo… eso no es lo…
Bufó como un gato y me pasó las uñas por la cara, dejándome en la me-
jilla tres arañazos que me ardían.
Grité y retrocedí, golpeándome contra la pared.
—Siempre sé cuándo voy a estar así —dijo Justine.
Me dedicó una mirada indiferente, giró sobre sus talones y se alejó dando
algunos pasos antes de estirarse y ponerse a cuatro patas, mirándome de
forma ausente y carente de interés.
La contemplé unos instantes, sintiendo el calor de la sangre en los ara-
ñazos. Me los toqué con un dedo y cuando lo retiré estaba rojo de sangre.
Levanté la mirada hacia la chica y sacudí la cabeza.
—Lo siento —dije—. Dios, ¿qué te han hecho?
—Esto —dijo sin interés, extendiendo una mano. Alrededor de la mu-
ñeca tenía moratones—. Y esto. —Extendió la otra mano, mostrando más
marcas—. Y esto. —Extendió el muslo a un lado del cuerpo, en paralelo al
suelo, para enseñar más marcas—. Todos querían probar un poco. Así que
lo hicieron.
—No entiendo —dije.
Me sonrió enseñando mucho los dientes, lo que me hizo sentir incó-
modo.

291
—No me hicieron nada. Yo soy así. Así soy siempre.
—Vaya —dije—. Anoche no eras así.
—Anoche —gruñó—. Hace dos noches. Por lo menos. Era porque él
estaba allí.
—¿Thomas?
El labio inferior le tembló de repente y parecía que iba a echarse a llorar.
—Sí, sí. Thomas. Hace que me calme. Tengo muchas cosas dentro que
intentan salir, como en el hospital. Contrólate, dijeron. No tengo el mismo
control que tienen el resto de personas. Son las hormonas, pero las medicinas
solo hacen que me sienta enferma. Sin embargo, él no. Solo un poco cansada.
—Pero…
Su rostro se ensombreció de nuevo.
—Cállate —gruñó—. Pero, pero, pero. Eres un idiota que hace pregun-
tas idiotas. Un imbécil que no me quiso cuando estaba dispuesta a entre-
garme. Ninguno hace eso. Ninguno de ellos, porque todo lo que quieren es
poseerte, poseerte, poseerte.
Asentí con la cabeza y no dije nada, mientras ella se alteraba cada vez
más. Puede que fuera políticamente incorrecto por mi parte, pero la palabra
«Tarada» apareció en un cartel gigante de neón sobre la cabeza de Justine.
—Muy bien —dije—. Solo… vamos a tomárnoslo con calma, ¿vale?
Me miró y guardó silencio. A continuación se escabulló en el espacio
que había entre la pared y la lavadora. Empezó a juguetear con su pelo, al
parecer sin darse cuenta de que yo estaba allí. Me levanté con esfuerzo. Todo
me daba vueltas. Encontré una toalla polvorienta en el suelo. La usé para
quitarme algo de porquería de la piel.
Me dirigí hacia la puerta e intenté abrirla. Estaba bien cerrada. Me apoyé
con todo mi peso contra ella, pero el esfuerzo provocó que una súbita lla-
marada roja me recorriera el vientre y me caí al suelo, temblando otra vez.
Vomité ahí en medio y sentí el sabor de la sangre en la boca.
Después me quedé tumbado de puro agotamiento y debí quedarme dor-
mido otra vez. Levanté la mirada para encontrarme a Justine, que sostenía
la toalla y la pasaba de vez en cuando por mi piel, limpiándome el vómito
reciente.
—¿Cuánto tiempo? —conseguí preguntarle—. ¿Cuánto tiempo llevo
aquí?
Se encogió de hombros sin levantar la vista.
—Te tenían desde hace un tiempo, al otro lado de la puerta. Oí que te
traían. Jugaron contigo, quizá un par de horas. Y después te trajeron aquí.
Me dormí. Me desperté. Quizá otras diez horas. O menos. O más. No lo sé.

292
Me pasé el brazo por delante del estómago, hice una mueca y asentí.
—Muy bien —dije—. Tenemos que salir de aquí.
Soltó una fuerte carcajada.
—No hay nada fuera de aquí. Esta es la despensa. El pavo de Navidad no
se levanta y se marcha.
Sacudí la cabeza.
—Yo… me he envenenado. Si no voy al hospital, me voy a morir.
Sonrió de nuevo y jugueteó con el pelo, dejando caer la toalla.
—Casi todo el mundo muere en un hospital. Tú estás en un sitio diferen-
te. ¿No es mejor?
—Es una de esas cosas sin las que podría vivir —dije.
La expresión de Justine se relajó, miró al vacío y se quedó en silencio.
La miré, pasándole la mano por delante de los ojos. Chasqueé los dedos.
No reaccionó.
Suspiré y me puse de pie. Intenté abrir la puerta otra vez. Estaba bien
cerrada desde el otro lado. No podía moverla.
—Estupendo —suspiré—. Es genial. No voy a salir de aquí nunca.
Alguien susurró detrás de mí. Me giré, dándole la espalda a la puerta,
mientras buscaba la fuente del sonido.
Una niebla baja salió reptando de la pared, un masa de humo que se des-
lizaba y giraba sobre el suelo como un lazo etéreo. La niebla rozó la sangre
que había dejado en el suelo al caer y empezó a retorcerse y a adoptar una
forma ligeramente humana.
—Genial —murmuré—. Más fantasmas. Si salgo de aquí con vida, voy
a buscarme otro trabajo.
El fantasma adoptó lentamente una forma traslúcida delante mío. Re-
sultó ser una mujer joven, atractiva, vestida como una secretaria eficiente.
Llevaba el pelo recogido en un moño, salvo por algunos mechones que caían
enmarcando sus mejillas. La muñeca del fantasma estaba manchada de san-
gre congelada, que se extendía desde unas marcas de colmillos.
De repente, la reconocí, era la chica de la que Bianca se había alimentado
hasta la muerte.
—Rachel —susurré—. Rachel, ¿eres tú?
Cuando dije su nombre se volvió hacia mí mientras sus ojos me miraban,
como si me contemplara a través de un velo de niebla. Le cambió la expre-
sión y se volvió fúnebre. Hizo un gesto con la cabeza en mi dirección.
—Campanas infernales —susurré—. No me extraña que Bianca esté
atrapada en una espiral de venganza. Estaba obsesionada literalmente con
tu muerte.

293
Su rostro se retorció a causa de la angustia. No dijo nada, pero escuché un
leve sonido apagado acompañado del movimiento de sus labios.
—No te entiendo —dije—. Rachel, no te oigo.
Parecía que iba a echarse a llorar. Se llevó la mano al pecho fantasmal y
me miró haciendo una mueca.
—¿Te duele? —pregunté—. ¿Te duele?
Negó con la cabeza. A continuación se tocó las sienes y deslizó suavemen-
te los dedos hasta tocarse los ojos mientras los cerraba.
—Ah —dije—. Estás cansada.
Asintió. Hizo un gesto de súplica, juntando las manos como si pidiera
ayuda.
—No sé qué puedo hacer por ti. No sé si puedo ayudarte a descansar o
no.
Sacudió la cabeza de nuevo. A continuación hizo un gesto en dirección
a la puerta, representando con las manos algo parecido a las curvas de una
botella.
—¿Bianca? —pregunté. Cuando asintió, continué—: Crees que Bianca
puede hacer que descanses. —Asintió con la cabeza—. ¿Te está reteniendo
aquí?
Rachel asintió y su bello rostro fantasmal mostró angustia.
—Tiene sentido —murmuré—. Bianca se obsesionó contigo cuando mo-
riste en trágicas circunstancias. Tu fantasma está atrapado aquí. El fantasma
se le aparece y eso hace que ella quiera vengarse y me echa la culpa de todo.
El fantasma de Rachel asintió con la cabeza.
—Yo no te maté —dije—. Lo sabes. —Asintió de nuevo—. Pero lo sien-
to. Siento que haber estado en el sitio equivocado en el momento erróneo te
haya producido la muerte.
Me dedicó una sonrisa amable que se transformó de repente en una ex-
presión de terror. Miró más allá de donde estaba yo, hacia Justine, y a conti-
nuación su imagen empezó a desaparecer, a fundirse con la pared.
—¡Oye! —dije—. ¡Oye, espera un minuto!
La niebla desapareció y Justine comenzó a moverse. Se puso de pie con
indiferencia y se estiró. A continuación bajó la mirada y se pasó las manos
por el pecho y el estómago.
—Muy bonito —dijo, con la voz ligeramente cambiada, diferente—.
Mejor que Lydia, en muchos sentidos, ¿verdad, señor Dresden?
Me puse rígido.
—Kravos —susurré.
El blanco de los ojos de Justine se llenó de sangre.

294
—Oh, sí —dijo ella—. Efectivamente.
—Tío, tenías que arrebatar una vida de la peor forma posible. Así eres tú,
¿verdad? El teléfono sonó una noche y Agatha Hagglethorn se volvió loca.
—Fue mi última llamada —dijo Kravos a través de Justine, mientras
asentía—. Quería disfrutar de lo que iba a pasar. Como ahora. Bianca ha
ordenado que no recibas visitas, pero no me he podido resistir a venir a
echar un vistazo.
—¿Querías verme? —pregunté. Me di unos golpecitos en la cabeza—.
Ven aquí. Tengo unas cuantas cosas que me gustaría enseñarte.
Justine sonrió y sacudió la cabeza.
—Es un esfuerzo muy grande para tan poca recompensa. Incluso sin la
protección de un umbral, se necesita un esfuerzo considerable para poseer
una mente tan débil como la de un niño. Un esfuerzo —añadió— que
sería posible gracias a una donación de la Fundación del Alma de Harry
Dresden.
Le enseñé los dientes.
—Deja en paz a la chica.
—Ah, pero si ella está bien —dijo Kravos a través de los labios de Justi-
ne—. Está más feliz así. No puede hacerle daño a nadie, ¿ves? Ni a sí mis-
ma. Las emociones que siente no la obligan a actuar. Por eso los blancos la
quieren tanto. Se alimentan de las emociones, y a esta pequeña eso la vuelve
loca. —El cuerpo de Justine se arqueó de forma sensual—. De hecho, la
locura es muy excitante.
—No quiero saberlo —dije—. Mira, si vamos a luchar, luchemos. Si no,
lárgate. Tengo cosas que hacer.
—Ya lo sé —dijo Justine—. Estás muy ocupado muriéndote por el vene-
no. Los vampiros intentaron beber de ti, pero hiciste que se pusieran muy
enfermos, así que te dejaron más o menos intacto. Bianca estaba muy mos-
queada. Quería que fueras su comida y la de sus nuevos hijos.
—Qué vergüenza.
—Vamos, Dresden. Tú y yo somos sabios. Ambos sabemos que no quie-
res morir a manos de un ser inferior.
—Puede que yo sea sabio —dije—. Pero, tú, Kravos, no eres más que un
alborotador de tres al cuarto. Eres el matón estúpido de la tierra de los ma-
gos, y que consiguieras vivir tanto tiempo sin matarte tú solo es un milagro
en sí mismo.
Justine gruñó y se abalanzó hacia mí. Me sujetó contra la puerta con una
de sus manos y con tal fuerza sobrenatural que supe que podía haberme
atravesado con ella fácilmente.

295
—Eres tan creído —gruñó—. Siempre estás seguro de tener razón. Que
lo controlas todo. Que tienes el poder y las respuestas.
Hice una mueca. El dolor se extendió de nuevo por mi estómago y de
repente lo único que podía hacer era intentar no gritar.
—Bueno, Dresden. Estás muerto. Está escrito que vas a morir. Desapare-
cerás en las próximas horas. Y si no es así, si sobrevives a lo que han planea-
do, el veneno te matará lentamente. Y antes de eso te quedarás dormido. Y
esta vez Bianca no podrá detenerme. Te dormirás y yo estaré ahí. Entraré en
tus sueños y haré que tus últimos momentos en la tierra sean una pesadilla
que dure años.
Se inclinó hacia delante, poniéndose de puntillas, y me escupió en la cara.
Después la sangre desapareció de los ojos de Justine y su cabeza cayó hacia
delante, como si fuera un caballo que lucha contra sus riendas para descu-
brir que se ha quedado sin fuerzas. Justine soltó un gemido y se derrumbó
sobre mí. Hice lo que pude para sujetarla. Caímos juntos al suelo, ninguno
de los dos se encontraba en condiciones de moverse. Justine lloraba. Lloraba
con mucha pena, como un niño pequeño, en silencio.
—Lo siento —dijo—. Lo siento. Quiero ayudar, pero hay muchas cosas
por medio. No puedo pensar…
—Shhhh —dije. Intenté acariciarle el pelo, consolarla antes de que se
pusiera otra vez nerviosa—. Todo va a salir bien.
—Vamos a morir —susurró—. No voy a volver a verlo nunca.
Lloró un rato mientras aumentaban el dolor y las náuseas que sentía en
mi vientre. La luz que había detrás de la puerta no cambiaba. No sabía si en
el exterior era de día o de noche. O si Thomas y Michael estaba vivos y si
podrían rescatarme. Si habían muerto, era culpa mía. En cualquier caso, no
iba a poder vivir con eso.
Decidí que debía ser de noche. Debía ser noche cerrada. Ningún otro
momento del día encajaba con lo mal que lo estaba pasando.
Apoyé la cabeza sobre el hombro de Justine, después de que se queda-
ra en silencio y relajada, como si se hubiera quedado dormida después de
llorar. Cerré los ojos y me esforcé por trazar un plan. Pero no conseguí
nada.
Nada. Todo se había acabado.
Algo se movió en las sombras donde se apilaba la colada. Los dos levanta-
mos la vista. Empecé a empujar a Justine, pero dijo:
—No. No te muevas de aquí.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Porque no te va a gustar.

296
Miré a la chica. Y a continuación me puse de pie, tambaleándome, y me
dirigí al montón de ropa. Cogí una toalla, a falta de otra arma.
Alguien estaba tumbado sobre el montón de ropa. Alguien con una cami-
sa blanca, una falda negra y una capa roja.
—Por las estrellas del cielo —juré—. Susan.
Gimió levemente, como si estuviera profundamente dormida o drogada.
Me agaché y quité la ropa que tenía encima.
—Campanas infernales, Susan. No intentes sentarte. No te muevas. Dé-
jame ver si estás bien, ¿vale?
Recorrí su cuerpo con la mirada en la oscuridad. Parecía estar bien, no
sangraba, pero la piel le ardía por la fiebre.
—Estoy mareada. Tengo sed —dijo.
—Tienes fiebre. ¿Puedes venir hacia mí?
—La luz. Me hace daño a los ojos.
—A mí también cuando me desperté. Se te pasará.
—No —susurró Justine. Se sentó sobre los talones y se balanceó lenta-
mente hacia delante y hacia atrás—. No te va a gustar. No te va a gustar.
Me giré para mirar a Justine mientras Susan se giraba hacia mí y a conti-
nuación bajé la mirada hacia mi novia.
Me devolvió la mirada con gesto cansado y confuso.
Miró hacia la luz, parpadeando, y levantó una mano esbelta y morena
para protegerse el rostro.
Le cogí la mano y la miré.
Tenía los ojos negros. Completamente negros. Negros y fijos, brillantes,
más oscuros que pozos, sin blanco que les hiciera ser humanos. El corazón
se me subió a la garganta y todo me empezó a dar vueltas.
—No te va a gustar —dijo Justine—. La han cambiado. La Corte Roja la
ha cambiado. Bianca la ha cambiado.
—¿Dresden? —susurró Susan.
«Dios mío», pensé. «Esto no puede estar pasando».
—¿Señor Dresden? Tengo mucha sed.

297
35

Susan soltó un gemido y gruñó, moviéndose de manera titubeante. Por ca-


sualidad, su boca rozó mi antebrazo, que todavía estaba manchado de sangre
seca. Se detuvo por completo mientras todo su cuerpo se estremecía. Me
miró con aquellos enormes ojos oscuros y el rostro crispado por la necesi-
dad. Avanzó de nuevo hacia mi brazo y lo aparté de su boca.
—Susan —dije—. Espera.
—¿Qué era eso? —susurró—. Estaba bueno.
Se estremeció de nuevo y rodó hasta quedarse a cuatro patas, mientras sus
ojos lentamente se enfocaban en mí.
Miré a Justine, pero solo pude verle los pies mientras ella retrocedía, des-
lizándose en el diminuto espacio que había entre la lavadora y la pared. Me
volví hacia Susan, que avanzaba en mi dirección a cuatro patas, mirándome
como si estuviera ciega.
Me aparté de ella tambaleándome y busqué en mi costado con una mano.
Encontré la toalla manchada de sangre que había utilizado antes y se la
arrojé. Se detuvo un momento mirando fijamente, bajó su rostro con un
gruñido y empezó a lamer la toalla.
Retrocedí a cuatro patas, apartándome de ella, todavía mareado.
—Justine —siseé—. ¿Qué hacemos?
—No podemos hacer nada —susurró Justine—. No podemos salir. Ella
no es la misma. Una vez que ha matado, desaparece.
La miré por encima del hombro.
—¿Una vez que ha matado? ¿Qué quieres decir?
Justine me contempló con ojos solemnes.
—Una vez que haya matado, será diferente. Pero no será como ellos hasta ese
momento. Hasta que mate a alguien y se alimente de él. Así funcionan los rojos.
—¿Así que todavía es Susan?
Justine se encogió de hombros otra vez, con expresión de desinterés.
—Más o menos.
—Pero podría hablar con ella. Intentar acceder a ella. A lo mejor podría-
mos sacarla.
—Nunca he oído hablar de algo así —dijo Justine. Se estremeció—. Ellos
son así. Cada vez se ponen peor. Al final pierden el control y matan. Y se acabó.

299
Me mordí el labio.
—Tiene que haber algo que pueda hacer.
—Matarla. Todavía está débil. Tal vez podamos hacerlo juntos. Si espe-
ramos más, el hambre le dará más fuerza y vendrá a por los dos. Por eso
estamos aquí.
—No —dije—. No puedo hacerle daño.
Algo cambió en la cara de Justine cuando hablé, aunque no podría decir
si era un gesto cálido o de enfado. Cerró los ojos y dijo:
—Entonces, cuando se alimente de ti tal vez muera a causa del veneno.
—Maldita sea. Tiene que haber algo. Algo más que puedas decirme.
Justine se encogió de hombros y sacudió la cabeza con cautela.
—Podemos darnos por muertos, señor Dresden.
Apreté los dientes y me giré hacia Susan. Seguía chupando la toalla mien-
tras daba gemidos frustrados. Levantó su rostro y me miró. Podía jurar que
los huesos de sus mejillas y su mandíbula se marcaban todavía más contra su
piel. Sus ojos se habían hecho más profundos y tiraban de mí, llamándome
para que mirara en aquella oscuridad giratoria y febril.
Aparté la mirada de la suya antes de que sus ojos me atraparan, el corazón
se me salía del pecho, todo había empezado ya a derrumbarse. Susan frunció
el ceño confusa durante un instante, parpadeando y haciendo desaparecer el
poder oscuro que los había poseído, haciendo que se movieran de forma vaci-
lante. Pero aunque aquella mirada no me había atrapado ni había conseguido
hipnotizarme, se me había ocurrido algo: los recuerdos de la visión del alma
de Susan no habían desaparecido. Mi madrina no podía haberlos alterado.
Había sido idiota. Cuando un mortal mira algo con la Visión, ve como lo
haría un mago, los recuerdos de esas imágenes se le quedan grabados de forma
indeleble. Y cuando un mago mira a una persona a los ojos, usa la Visión de
otra forma. Funciona en ambos sentidos, porque la persona a la que miras
también mira en tu interior. Susan y yo habíamos compartido una visión del
alma hacía más de dos años. Me engañó para que lo hiciera. Fue después de
que ella empezara a perseguirme con más ímpetu para conseguir noticias.
Lea no podía haberle quitado los recuerdos de la visión del alma. Pero
podía haberlos ocultado de algún modo, difuminándolos. Para una persona
normal, no hay ninguna diferencia.
Pero demonios, soy un mago. Y no soy normal.
Susan y yo habíamos estado siempre muy unidos, desde que empezamos a salir.
Intimamos mucho. Compartíamos palabras, ideas, tiempo, cuerpos. Y esa clase
de intimidad crea un vínculo. Un vínculo que tal vez podría usar para recuperar
aquellos recuerdos confusos. Para ayudar a que Susan volviera a ser ella misma.

300
—Susan —dije, obligándome a usar una voz firme y clara—. Susan Ro-
driguez.
Se estremeció al oírme usar su Nombre, al menos una parte de él.
Me chupé los labios y avancé hacia ella.
—Susan. Quiero ayudarte, ¿de acuerdo? Quiero ayudarte si puedo hacerlo.
Susan emitió otro gemido.
—Pero tengo mucha sed. No puedo.
Extendí la mano mientras me aproximaba a ella y le arranqué un pelo de
la cabeza. No reaccionó, aunque se acercó más a mí, inhalando por la nariz
y dejando salir un gemido leve al exhalar. Podía oler mi sangre. No estaba
claro si todavía había toxinas en mi torrente sanguíneo, pero no quería ha-
cerle daño. No hay tiempo que perder, Harry.
Cogí el pelo y me lo enrollé alrededor de la mano derecha. Le di dos
vueltas. Cerré el puño sobre él y después sonreí, extendiendo mi mano
para coger la mano izquierda de Susan. Me escupí en los dedos y los pasé
por su palma para después apretar su mano dentro de mi puño. El víncu-
lo, que ya era débil, volvió a cobrar vida retumbando como la cuerda de
un contrabajo, amplificado por mi saliva, por el cabello que tenía en las
manos, la unión de nuestros cuerpos cuando la piel de uno presionaba la
del otro.
Cerré los ojos. Intentar representarlo con magia me dolía. Mi cuerpo
debilitado se estremeció. Intenté reunir mi voluntad hecha pedazos. Pensé
en todas las veces que había estado con Susan, en todas las cosas que nunca
había tenido el valor de decirle. Pensé en su risa, en su sonrisa, en su boca
sobre la mía, en el olor de su champú en la ducha, en cómo se apretaba
contra mi espalda mientras dormíamos. Reuní todos los recuerdos que tenía
de los dos juntos e intenté ponerlos en el vínculo que había entre nosotros.
Los recuerdos descendieron por mi brazo hacia su mano y se detuvieron,
haciendo fuerza contra una especie de barrera difusa y elástica. El hechizo
de mi madrina. Empujé con más fuerza, pero cuanto más lo hacía, más se
resistía.
Susan gimió con un sonido perdido, confuso, hambriento. Se puso de
rodillas y se pegó a mí. Deslizó su boca por el hueco de mi garganta. Sentía
cómo su lengua me tocaba la piel, haciendo que descargas de lujuria me re-
corrieran el cuerpo. Incluso en presencia de la muerte, las hormonas seguían
funcionando.
Seguí luchando contra el hechizo de mi madrina, pero seguía en su sitio,
poderoso y sutil. Me sentía como un niño que empuja una gruesa puerta de
cristal sin éxito.

301
Susan se estremeció y siguió lamiéndome la garganta.
Tenía la piel de gallina por la sensación placentera y comencé a no sentir
nada. El dolor desapareció. Después sentí sus dientes afilados en mi gargan-
ta cuando me mordió.
Solté un grito por el susto. No fue un mordisco fuerte. Me había mordido
otras veces con más fuerza solo para divertirse. Pero entonces no tenía esos
ojos. Ni sus besos narcóticos me habían dormido la piel. Entonces no estaba
a medio camino de convertirse en miembro de un Club Vampírico.
Empujé el hechizo con más fuerza, pero mis esfuerzos cada vez eran más
débiles. Susan mordía con más fuerza y sentí que su cuerpo se tensaba y se
volvía más fuerte. Ya no se apoyaba en mí. Sentí una de sus manos en la
nuca. No era un gesto de afecto. Era para evitar que me moviera. Dio una
profunda inspiración.
—Aquí —dijo—. Aquí está. Está bueno.
—Susan —dije mientras empujaba débilmente el hechizo de mi madri-
na—. Susan, por favor, no te vayas. Te necesito aquí. Podrías hacerte daño.
Por favor.
Sentí que sus mandíbulas se cerraban. Sus dientes no eran colmillos, pero
los dientes humanos también pueden abrir muy bien la piel. Estaba desa-
pareciendo. Sentía que el vínculo que había entre nosotros se desvanecía,
volviéndose cada vez más débil.
—Lo siento mucho. No quería fallarte —dije.
Me apoyé en ella. No tenía mucho sentido seguir luchando. Pero lo hice.
Por ella, más que por mí. Me aferré a aquel vínculo, a la presión que había
ejercido contra el hechizo, a los recuerdos de Susan y yo juntos.
—Te quiero.
No sé por qué funcionó entonces, por qué la red del hechizo de mi ma-
drina desapareció como si las palabras fueran una llama. No lo sé. Nunca
encontré ninguna explicación. En realidad, no fueron palabras mágicas. Las
palabras solo albergan magia. Le dan forma, la hacen ser útil, describen las
imágenes que hay en su interior.
Aunque también os diré que algunas palabras tienen un poder que no
tiene nada que ver con fuerzas sobrenaturales. Resuenan en el corazón y en
la mente, viven después de que su sonido haya desaparecido, resuenan en el
corazón y en el alma. Tienen poder y el poder es auténtico.
Aquellas dos palabras eran buenas.
Fluí hacia ella, a través del vínculo, hacia la oscuridad y la confusión que
la rodeaban, y vi, a pesar de sus pensamientos, que mi llegada había sido
una llama en la interminable oscuridad, un faro que se alzaba contra aquella

302
noche. Se hizo la luz, nuestros recuerdos, su calidez, ella y yo, derrumbaron
los muros de su interior, rompiendo el hechizo de Lea, quitándole aquellos
recuerdos a mi madrina, allá donde estuviera, y trayéndolos de vuelta a casa.
La oí llorar ante el súbito torrente de recuerdos, mientras recuperaba la cons-
ciencia. Cambió ahí mismo, ante mis ojos, aquella extraña tensión se transformó.
No desapareció, pero cambió. Se convirtió en la tensión de Susan, en la confusión
de Susan, en el dolor de Susan, atenta, despierta y de nuevo ella misma.
El poder del hechizo desapareció, dejando solo una impresión borrosa, como
un rayo que desgarra la noche, dejando unos colores borrosos en la oscuridad.
Me encontré de rodillas junto a ella, sosteniéndole la mano. Todavía me su-
jetaba la cabeza. Sus dientes todavía presionaban mi garganta, afilados y duros.
Extendí la otra mano, temblando, y le acaricié el pelo.
—Susan —dije suavemente—. Susan. Quédate conmigo.
La presión disminuyó. Sentí cómo unas lágrimas cálidas caían sobre mi
hombro.
—Harry —susurró—. Oh, Dios. Tengo tanta sed. Lo deseo tanto.
Cerré los ojos.
—Lo sé —dije—. Lo siento.
—Podría tomarte a ti. Podría —susurró.
—Sí.
—No podrías detenerme. Estás débil, enfermo.
—No podría detenerte —accedí.
—Dilo otra vez.
Fruncí el ceño.
—¿Qué?
—Dilo otra vez. Me ayuda. Por favor. Es tan difícil no…
Tragué saliva.
—Te quiero —dije.
Se retorció, como si la hubiera golpeado en la boca del estómago.
—Te quiero —dije otra vez—. Susan.
Apartó sus labios de mi piel y me miró a los ojos. Eran sus ojos otra vez:
de un marrón cálido, enrojecidos y llenos de lágrimas.
—Los vampiros —dijo—. Ellos…
—Lo sé.
Cerró los ojos mientras caían más lágrimas de ellos.
—In… intenté detenerlos. Lo intenté.
El dolor me golpeó de nuevo, un dolor que no tenía nada que ver con el
veneno ni las heridas. Me golpeó con fuerza justo debajo del corazón, como
si alguien me hubiera clavado un témpano de hielo.

303
—Sé que lo hiciste —dije—. Sé que lo hiciste.
Se apoyó en mí, llorando. La abracé.
Después de un rato, susurró:
—Todavía está ahí. No se va a marchar.
—Lo sé.
—¿Qué voy a hacer?
—Nos ocuparemos de eso —dije—. Te lo prometo. Ahora mismo tene-
mos otros problemas.
Le conté lo que había pasado, abrazándola en la oscuridad.
—¿Va a venir alguien a por nosotros? —preguntó.
—No… no creo. Aunque Thomas y Michael hayan escapado, no pueden
entrar aquí. Si han logrado salir del Nuncamás, Michael podría acudir a
Murphy, pero ella no podrá entrar sin una orden. Y los contactos de Bianca
probablemente hagan que se retrase algún tiempo.
—Tenemos que salir de aquí —dijo—. Tienes que ir al hospital.
—Esa es la teoría. Ahora tenemos que ocuparnos de los detalles.
Se lamió los labios.
—Yo… ¿Puedes andar?
—No lo sé. Ese último hechizo. Si me quedaban algunas fuerzas, las ha
consumido.
—¿Y si duermes? —preguntó.
—Kravos aprovecharía la oportunidad para torturarme.
Me detuve y miré a la pared del extremo opuesto.
—Dios —susurró Susan. Me abrazó suavemente—. Te quiero, Harry.
Tenías que oírlo. —Se detuvo y me miró—. ¿Qué?
—Eso es —dije—. Eso es lo que necesitamos que ocurra.
—¿Qué necesitamos que ocurra? No lo entiendo.
Cuanto más pensaba en ello, más loco parecía. Pero podría funcionar. Si
tuviera tiempo…
Bajé la mirada, posando mis manos sobre los hombros de Susan y mirán-
dola a los ojos.
—¿Puedes aguantar? ¿Puedes aguantar al menos unas cuantas horas?
Se estremeció.
—Creo que sí. Lo intentaré.
—Bien —dije mientras tomaba aliento—. Porque necesito dormirme
para empezar a soñar.
—Pero Kravos —dijo Susan—. Kravos entrará en ti. Te matará.
—Sí —dije dando una lenta bocanada de aire—. Cuento con ello.

304
36

Mis pesadillas empezaron rápidamente, una nube opaca de confusión pro-


ducida por el veneno convirtió mis sentidos en un borrón, distorsionando
mis percepciones.
En un instante estaba colgado de una muñeca sobre un infierno de fuego,
humo y horribles criaturas, el acero de las esposas que me sostenían se me
clavaba en la carne, haciéndome sangre. El humo me ahogaba y me hacía
toser, y mi vista se nubló cuando empecé a desmayarme.
Y entonces estaba en otro lugar nuevo. En la oscuridad. La piedra sobre
la que estaba tumbado me hacía helarme de frío. Todo lo que había a mi
alrededor eran los susurros de las cosas que se movían entre las sombras.
Chirridos ásperos. Siseos suaves y hambrientos, acompañados del brillo de
ojos maléficos. El corazón se me subía a la garganta.
—Estás ahí —susurró una de las voces—. Vi cómo te atrapaban, ¿sabes?
Me senté, temblando violentamente.
—Sí, bueno. Por eso les llaman monstruos. Es lo que hacen.
—Disfrutaron —siguió susurrando la voz—. Ojalá hubiera podido gra-
barlo para que lo vieras.
—La televisión te pudrirá el cerebro, Kravos —dije.
Un borrón salió de la oscuridad y me golpeó en la cara. El golpe me hizo
caer de espaldas. Empecé a verlo todo de color rojo y percibí con nitidez un
estallido de dolor, pero no caí inconsciente. Como norma general, no suele
ocurrir en los sueños.
—Las bromas —siseó la voz—. Las bromas no te van a salvar ahora.
—Campanas infernales, Kravos —murmuré, sentándome de nuevo—.
¿Hay un Libro de clichés para villanos o algo así? Ve a por todas. Dime que,
como vas a matarme, me vas a revelar tu plan secreto.
La oscuridad formó de nuevo un borrón a mi alrededor. No me molesté
en defenderme. Me tiró al suelo y se sentó sobre mi pecho.
Levanté la vista para mirar a Kravos. Unas formas colgaban de él como
si fueran ropas místicas. Pude ver la figura del demonio de sombra a su
alrededor. Podía ver mi propio rostro flotando entre las capas. Vi ahí a
Justine y a Lydia. Y en el centro de aquella masa flotante y distorsionada,
vi a Kravos.

305
No estaba muy distinto. Tenía un rostro esquelético y delgado y el cabello
marrón y gris. Llevaba una barba sin recortar, que solo hacía que su cabeza
pareciera deforme. Tenía los hombros anchos y fuertes, y en el pecho unos
símbolos pintados con sangre, cosas rituales cuyo significado solo podía
imaginar vagamente. Levantó las manos y me dio dos golpes más en la cara,
que me provocaron explosiones de dolor.
—¿Dónde están tus burlas ahora, mago? —gruñó Kravos—. ¿Dónde es-
tán tus bromas? Eres un idiota débil, insignificante y creído. Vamos a pasar
juntos un buen rato, hasta que venga Bianca a rematarte.
—¿Eso crees? —pregunté—. No estoy seguro. Es nuestra primera cita. A
lo mejor deberíamos ir poco a poco.
Kravos me golpeó de nuevo, en el puente de la nariz, y la vista se me
nubló por las lágrimas.
—¡No tiene gracia! —gritó—. ¡Vas a morir! ¡No puedes tomártelo a bro-
ma!
—¿Por qué no? —le espeté—. Kravos, te atrapé con un trozo de tiza y
un muñeco de Ken. Eres el lanzador de hechizos más cómico que haya visto
nunca. Aunque no me esperaba poder atraparte así, a lo mejor ese muñeco
funcionó tan bien porque era anatómicamente…
No pude terminar la frase. Kravos gritó y agarró a mi yo del sueño por
la garganta. Parecía real. Parecía que me había atrapado de verdad, su peso
inmovilizaba mi cuerpo debilitado y sus dedos me aplastaban la tráquea.
Me latía la cabeza. Luché contra él con movimientos inútiles y reflejos, pero
no conseguí nada. Seguía ahogándome mientras la presión aumentaba. La
oscuridad cubrió la visión de mi sueño y supe que seguiría apretando hasta
asegurarse de que estaba muerto.
Las personas que tienen experiencias cercanas a la muerte suelen decir que
avanzan hacia la luz que hay al final del túnel. O que ascienden hacia la luz, o
que vuelan, flotan o caen. A mí no me pasó. No estoy seguro de eso que dicen
sobre el estado de mi alma. No había luz ni voces amables que me llamaban,
ni un lago de fuego al que caer. Solo había un silencio profundo e infinito,
donde ni siquiera podía escuchar el latido de mi corazón. Sentía una extraña
presión en la piel, en la cara, como si me hubieran envuelto en plástico.
Sentí un golpe en la parte alta del pecho y un súbito alivio de la presión
que tenía en los pulmones. Después, otro golpe. Más liberación en los pul-
mones. A continuación noté más golpes en el pecho.
Mi corazón se puso en movimiento otra vez con un sonido de trueno
dubitativo y sentí cómo tomaba aliento. La sensación de estar envuelto en
plástico me abrazó por un momento y después desapareció.

306
Me estremecí y luché por abrir los ojos de nuevo. Cuando lo hice, Kravos,
sujetándome aún la garganta, parpadeó por la sorpresa.
—¡No! —gruñó—. ¡Estás muerto! ¡Estás muerto!
—Susan le está aplicando reanimación cardiopulmonar a su cuerpo
—dijo alguien a su espalda.
Kravos volvió la cabeza para mirarle, justo a tiempo de evitar un golpe en
la barbilla. Gritó sobresaltado y se apartó de mí.
Tomé otra bocanada de aire con esfuerzo y me senté.
—Campanas infernales —balbuceé—. Ha funcionado.
Kravos luchó por ponerse en pie y retrocedió, mirando una y otra vez con
los ojos muy abiertos a mi salvador y a mí.
Mi salvador también era yo. Mejor dicho, algo que se parecía mucho a
mí. Tenía mi forma y mi color y moratones y rozaduras, mezclados con unas
cuantas quemaduras por todas partes. Tenía el pelo enredado y unas ojeras
oscuras que destacaban en su pálido rostro.
Mi doble me miró y dijo:
—Ya sabes. Tenemos un aspecto del demonio.
—¿Qué es esto? —siseó Kravos—. ¿Qué truco es este?
Me ofrecí una mano y la cogí. Tardé un momento en recuperar el equili-
brio, pero dije:
—Demonios, Kravos. Con lo débiles que son las fronteras entre este
mundo y el espiritual, suponía que ya te lo habrías imaginado.
Kravos nos miró a los dos, enseñando los dientes.
—Tu fantasma —dijo.
—En teoría —dijo mi fantasma—. En realidad, Harry estuvo muerto du-
rante un minuto. ¿No te acuerdas de cómo se forman los fantasmas? Normal-
mente no queda la suficiente energía residual para crear una impresión como
yo, pero como él es un mago, un auténtico mago, no uno falso e insignificante
como tú, y con la frontera del Nuncamás en ese estado, fue inevitable.
—Muy bien dicho —le dije a mi fantasma.
—Solo estoy contento de que tu teoría haya funcionado. Yo solo no ha-
bría sido capaz de conseguirlo.
—Bueno, dale las gracias a Kravos, aquí presente. Fueron él, Bianca y Mavra
quienes provocaron la agitación necesaria para que esto funcionara. —Ambos
miramos a Kravos—. No ibas a atacarme por la espalda mientras estaba incons-
ciente y drogado, tío. No iba a ser como la última vez. ¿Alguna pregunta?
Kravos se giró hacia mí furioso. Me superaba y me derribó, era demasiado
fuerte para vencerlo de forma directa. Le metí un dedo en el ojo. Gritó y me
mordió la mano.

307
Entonces apareció mi fantasma. Rodeó el cuello de Kravos con las manos
y lo inclinó hacia atrás con esfuerzo, haciendo que su cuerpo se arqueara.
Kravos luchaba y se debatía, sacudiendo las manos con tanta fuerza como
una bestia enloquecida.
Mi fantasma era algo más fuerte que yo, pero no podría sujetar a Kravos
mucho tiempo.
—¡Harry! —gritó mi fantasma—. ¡Ahora!
Agarré a Kravos de la garganta, dejando salir toda la frustración y la furia
de mi interior. Levanté la mano izquierda y las uñas de mi yo del sueño se
convirtieron en garras brillantes. Kravos me miraba sorprendido.
—¿Crees que eres el único que puede jugar en sueños, Kravos? Si me hubie-
ra preparado la última vez, nunca hubieras podido hacerme lo que me hiciste.
—Mi rostro se retorció y mi boca se alargó hasta formar un hocico—. Esta vez
estoy preparado. Ahora estás en mi sueño. Y estoy recuperando lo que es mío.
Hurgué en sus entrañas. Las desgarré con mis garras y escarbé en sus
órganos vitales, como él me había hecho a mí. Salieron volando trozos de
su cuerpo, la sangre del sueño salpicaba y los órganos vitales del sueño hu-
meaban.
Lo desgarré, lo ataqué y devoré su carne sanguinolenta. Gritó y luchó,
pero no pudo escapar. Le hice pedazos y lo devoré, sintiendo el torrente
dulce de su sangre en mi lengua y su carne fantasmal, que era cálida y buena
y borraba el dolor del vacío que tenía dentro de mí.
Lo devoré entero.
Mientras lo hacía sentí cómo el poder regresaba a mí con seguridad y
confianza. La magia que me había robado regresó a mí, llenándome con un
brillo plateado, como un torrente que brillaba de forma casi dolorosa mien-
tras recuperaba lo que era mío.
Pero no me detuve ahí. Mi fantasma desapareció mientras yo seguía des-
garrando a Kravos y devorando los trozos. Conseguí su poder cuando me
comí su corazón rojo, un poder lívido, vital, primitivo y peligroso. La magia
de Kravos no había servido para nada, salvo para hacer daño.
La cogí. Tenía que empezar a hacer mucho daño.
Para cuando terminé de hacerle trizas, los pedazos estaban desaparecien-
do, como los restos de cualquier sueño horrible. Me agaché sobre el suelo
del sueño mientras lo hacían, estremeciéndome con el torrente de energía
que sentía en mi interior.
Sentí una mano sobre mi hombro y levanté la vista.
Debía de tener pinta de salvaje. Mi fantasma retrocedió un paso y levantó
las dos manos.

308
—Tranquilo, tranquilo —dijo—. Creo que ya lo tienes.
—Lo tengo —dije en voz baja.
—Era un fantasma —dijo mi fantasma—. No era una persona de verdad.
Y era una manzana podrida incluso entre los fantasmas. No tienes nada de
lo que arrepentirte.
—Para ti es fácil decirlo —dije—. No tienes que vivir conmigo.
—Es cierto —respondió mi fantasma. Se miró a sí mismo. Sus extre-
midades magulladas se iban volviendo traslúcidas lentamente y empezó a
desaparecer—. Es lo único malo de ser un fantasma. Una vez que se logra el
objetivo por el que fuiste creado, se terminó. Kravos, el auténtico Kravos, ya
se ha ido. Solo ha dejado una cáscara. Y esto también le hubiera pasado a él
si te hubiera matado.
—Házselo a los demás antes de que te lo hagan a ti —dije—. Gracias.
—Era tu plan —dijo mi fantasma—. De todas formas, me siento fatal.
—Lo sé.
—Supongo que sí. Intenta que no te maten otra vez, ¿de acuerdo?
—Lo intentaré.
Levantó la mano y desapareció.
Parpadeé con exageración. Susan estaba arrodillada a mi lado, golpeándome
el rostro con la mano. Me sentía fatal, pero eso no era todo. Mi cuerpo casi
zumbaba con la energía que albergaba y sentía un hormigueo en la piel como si
llevara semanas sin usar ni una pizca de magia. Me golpeó dos veces más hasta
que solté un gemido de sorpresa y levanté la mano para interceptar la suya.
—¿Harry? —preguntó—. ¿Harry, estás despierto?
Parpadeé.
—Sí —dije—. Sí. Estoy despierto.
—¿Y Kravos? —siseó.
—Pulsé las teclas correctas y perdió el control. Me atrapó —dije—. Des-
pués lo atrapé yo. Lo has hecho muy bien.
Susan se sentó sobre sus talones, temblando.
—Oh, Dios. Cuando dejaste de respirar, casi grito. Si no me hubieras
contado lo que iba a pasar, no hubiera sabido qué hacer.
—Lo hiciste muy bien —dije.
Rodé y me puse de pie, aunque mi cuerpo protestó. Sentía como si el
dolor fuera algo que estuviera muy lejos, ocurriéndole a otro. No era impor-
tante para mí. Lo importante era la energía que me recorría el cuerpo. Tenía
que soltar un poco o iba a explotar.
Susan me ayudó y después se sentó mientras me miraba.
—¿Harry? ¿Qué ha pasado?

309
—He recuperado una cosa —dije—. Era importante. Todavía me duele,
pero no tiene importancia.
Me pasé los brazos por la cabeza. Después empecé a rebuscar en el mon-
tón de ropa sucia y encontré un par de calzoncillos más o menos de mi talla.
Miré a Susan con timidez y me los puse.
—Busca algo para Justine y salgamos de aquí.
—Ya lo he intentado. No quiere salir de detrás de la lavadora.
Apreté la mandíbula, molesto, y chasqueé los dedos mientras decía:
—Ventas servitas.
Se produjo una repentina ráfaga de viento y Justine salió tambaleándose
de detrás de la lavadora con un grito. Se quedó ahí tumbada unos instantes,
desnuda y confusa, mirándome con sus grandes ojos oscuros.
—Justine —dije—. Nos vamos. No importa lo loca que estés. Te vienes
conmigo.
—¿Irnos? —balbuceó Justine. Susan la ayudó a sentarse y le puso la capa roja
por encima de los hombros, que le llegaba a la mitad del muslo. Justine se levan-
tó temblando como un cervatillo delante de unos faros—. Pero vamos a morir.
—Íbamos —dije—. En pasado. —Me giré hacia la puerta y recurrí a esa ener-
gía que me recorría el cuerpo, señalando con el dedo, y grité—: ¡Ventas servitas!
La puerta explotó hacia el exterior con otra ráfaga de viento, hacia una
gran habitación que estaba vacía, mientras por todas partes volaban astillas
y hacían añicos una de las dos bombillas que iluminaban la habitación. Con
la voz algo ronca por la tensión y la furia, dije:
—Poneos detrás de mí. Las dos. No os pongáis delante de mí a menos
que queráis que os haga daño.
Di un paso hacia la entrada.
Por el borde de la puerta apareció una mano, tras la cual salió rápida-
mente Kyle Hamilton con su traje de fiesta y la máscara de carne en su sitio.
Me cogió por la garganta, me dio la vuelta formando un semicírculo y me
golpeó contra la pared.
—¡Harry! —gritó Susan.
—Te tengo —ronroneó Kyle, inmovilizándome con su fuerza sobrenatural.
Detrás de él iba Kelly, con su hermoso rostro retorciéndose y sobresa-
liendo debajo de su máscara de carne, como si casi no pudiera contener a la
criatura que había debajo. Tenía el rostro retorcido y deformado, como si lo
de debajo estuviera tan machacado que ni siquiera sus poderes vampíricos
podían ocultar aquel horror.
—Ven, hermana —dijo Kyle—. Envenenado o no, vamos a desgarrarle el
corazón y ver a qué sabe la sangre de mago.

310
37

Sentí la furia en mi interior antes que el miedo o la ansiedad, una furia tan
roja y brillante que apenas podía creer que fuera mía. A lo mejor no lo era.
Después de todo, eres lo que comes, aunque seas un mago.
—Déjalo, Kyle —dije molesto—. Tienes la oportunidad de sobrevivir.
Vete ahora mismo.
Kyle se echó a reír, enseñando sus grandes colmillos.
—Déjate de faroles, mago —ronroneó—. No más mentiras. Cógelo, her-
mana.
Kelly llegó bruscamente hasta donde me encontraba, pero ya la estaba
esperando. Levanté la mano derecha y grité:
—¡Ventas servitas!
Una columna furiosa de aire la golpeó como si fuera un saco de arena,
atrapándola en su interior para lanzarla dando vueltas por la habitación
contra la pared.
Kyle gritó de furia, quitándome la mano de la garganta y lanzándola con-
tra mí. Esquivé el primer golpe ladeando la cabeza y oí cómo su puño aplas-
taba la pared. Al esquivarlo perdí el equilibro y me lanzó la mano de nuevo
en dirección a mi cuello mientras me tambaleaba. Solo pude verla venir.
Y entonces Susan se interpuso entre los dos. No la vi moverse, pero sí pa-
rar el golpe con ambas manos. Se dio la vuelta, girando las caderas, el cuerpo
y los hombros, mientras soltaba un grito furioso.
Lanzó a Kyle al otro lado de la habitación, dando vueltas en el aire y sin
una trayectoria clara. Chocó contra su hermana, golpeando una vez más la
pared. Escuché a Kelly lanzar un grito incoherente y bestial. La cosa negra y
viscosa con forma de murciélago que tenía bajo la máscara de carne apareció
de repente, desgarrando la piel con sus garras mientras se volvía contra Kyle.
Los dos lucharon, gritando algo que se convirtió en el aullido de la criatura
cuando salió del interior de él. Los dos comenzaron a arañarse con frenesí
mientras sus colmillos, sus lenguas y sus garras brillaban.
Gruñí y giré la muñeca, dirigiendo mi mano hacia ellos con un gesto que
me resultaba desconocido. Las palabras salieron de mis labios mientras sus
sílabas retumbaban.
—¡Satharak, na-kadum!

311
Aquel poder rojo y furioso que le había robado a Kravos brilló sobre mí,
siguiendo el gesto de mi mano derecha, y liberó una llamarada de luz roja
que giró alrededor de los vampiros enloquecidos. La llamarada roja daba
vueltas a su alrededor con tanta furia que apenas podía verla, un lazo de lla-
mas que los envolvió a ambos, brillando y quemando cada vez más mientras
el hechizo los rodeaba con su fuego.
Gritaron mientras morían, con un sonido parecido al de una lámina de
metal que se desgarra, pero también al de un niño aterrorizado. El calor se
extendió hacia nosotros, chamuscándome casi el vello de las piernas y el
pecho.
Un humo negro, grasiento y apestoso, se extendió por el suelo.
Miré cómo ardían, aunque no se veía nada bajo el capullo de llamas ar-
dientes. Una parte de mí quería bailar de alegría, levantar las manos al aire,
despreciar a mis enemigos mientras morían y envolverme con sus cenizas
cuando estuvieran frías.
Aunque otra parte se estaba poniendo enferma. Miraba el hechizo que
había lanzado y no podía creer que eso hubiera salido de mí (con el poder
recuperado o no, o con un conocimiento primitivo del espíritu de Kravos
que había devorado, la magia había salido de mí). Los había matado de una
forma rápida y eficaz y con tan poco esfuerzo como si hubiera aplastado a
una hormiga.
«Eran vampiros», dijo una parte de mí. «Se lo merecían. Eran monstruos».
Giré la cabeza para mirar a Susan, que seguía ahí de pie, con manchas
marrones de sangre en su camisa blanca. Miraba el fuego con sus ojos
grandes y oscuros, que habían perdido el blanco. Vi cómo se estremecía
y cerraba los ojos. Cuando los abrió de nuevo, eran normales y estaban
llenos de lágrimas.
En el interior del hechizo, los gritos cesaron. Ahora solo se oían crujidos.
Pequeñas explosiones. El sonido que hacía el tuétano al hervir, al explotar
en los huesos.
Me giré hacia la puerta y dije:
—Vamos.
Susan y Justine me siguieron.
Las guié por el sótano. Era grande, oscuro y estaba sin terminar. La ha-
bitación que había en el exterior de la lavandería tenía un gran desagüe en
medio del suelo. Había cadáveres allí. Chicos de la fiesta. Otros vestidos con
ropas viejas hechas jirones. La gente de la calle que había desaparecido.
Me detuve el tiempo suficiente para intentar sentirlos, pero no les escu-
ché respirar ni tampoco tenían pulso. Los cuerpos no mostraban lividez.

312
El suelo bajo nuestros pies estaba húmedo y a un lado todavía salía un cho-
rro de agua de una manguera.
La cena ya estaba servida.
—Los odio —dije. Mi voz sonó demasiado alto en aquella habitación—.
Los odio, Susan. —Ella no respondió nada—. No voy a permitir que sigan.
Ya he intentado mantenerme al margen antes. Ahora no puedo. No después
de lo que he visto.
—No puedes luchar contra ellos —susurró Justine—. Son demasiado
fuertes. Son demasiados.
Levanté la mano y Justine se calló. Giré la cabeza hacia un lado y escuché
un leve ruido en el umbral de mi percepción mágica. Busqué por toda la
habitación, entre los cuerpos, hasta dar con una hornacina de la pared. En
el hueco habían instalado una estantería barata y en uno de sus estantes
estaban mi brazalete escudo, mi vara explosiva y la calavera de Bob, todavía
en la bolsa de red. Cuando me aproximé, los ojos de la calavera brillaron y
regresaron a la vida.
—Harry —dijo Bob—. ¡Por las estrellas del cielo! ¡Estás bien! —Dudó
un segundo y a continuación dijo—: Y tienes un aspecto horrible, a pesar
de llevar unos calzoncillos con patitos.
Bajé la mirada e intenté imaginarme a un vampiro con unos calzoncillos
de patitos. O a un mago con calzoncillos de patitos, para el caso.
—Bob —dije.
Bob soltó un silbido.
—Guau. Tu aura es diferente. Te pareces a…
—Cállate, Bob —dije en voz baja.
Lo hizo.
Me puse el brazalete y cogí la vara. Miré por los alrededores y encontré mi
bastón en un rincón, así que también lo cogí.
—Bob —pregunté—. ¿Qué hacen aquí mis cosas?
—Ah —dijo Bob—. Eso. Bueno, Bianca sacó de alguna parte la idea de
que tus cosas podrían explotar si alguien enredaba con ellas.
Escuché la ironía en mi voz, aunque no la sentí.
—¿De verdad?
—No puedo imaginarme de dónde lo sacó.
—Doblo tu apuesta. —Cogí la calavera de Bob y se la tendí a Justine—.
Cógela. Que no se te caiga.
Bob silbó.
—Oye, monada. Qué capa tan bonita llevas. ¿Me dejas verla por dentro?
Le di un golpe de pasada, lo que hizo que Bob gritara encolerizado.

313
—¡Ay!
—Deja de hacer el tonto. Todavía estamos en casa de Bianca, y tenemos
que salir de aquí. —Fruncí el ceño y miré a Justine, para después girarme
con rapidez mirando a derecha e izquierda—. ¿Dónde está Susan?
Justine parpadeó.
—Estaba justo detrás…
Se volvió para mirar.
El agua goteaba.
Todo estaba en silencio.
Justine empezó a temblar con una hoja.
—Aquí —susurró—. Están aquí. No podemos verlos.
—¿Qué quieres decir con que no podemos, pequeño saltamontes?
—murmuró Bob. La calavera se giró en su bolsa de red—. No veo ningún
velo, Harry.
Miré a izquierda y derecha, agarrando mi vara explosiva.
—¿La habéis visto marcharse? ¿O alguien se la ha llevado?
Bob tosió.
—Bueno, para ser sinceros, estaba mirando a la pequeña y exquisita Jus-
tine…
—Lo pillo, Bob.
—Perdón.
Sacudí la cabeza molesto.
—Están aquí escondidos. Bajo un velo, tal vez. Cogieron a Susan y se
marcharon. ¿Por qué demonios no se quedaron? ¿Ni me clavaron un cuchi-
llo en la espalda? ¿Por qué no se llevaron también a Justine?
—Son buenas preguntas —dijo Bob.
—Te diré por qué. Porque no estuvieron aquí. No se han podido llevar a
Susan tan fácilmente. Ahora no.
—¿Por qué? —preguntó Bob.
—Confía en mí. Ella sería un problema. No podrían hacerlo sin montar
un escándalo, y nos habríamos dado cuenta.
—Suponiendo que tengas razón —dijo Bob—. ¿Por qué iba a marcharse
ella?
Justine se giró para mirarme mientras se lamía los labios.
—Bianca puede dominarla. La he visto hacerlo. Hizo que Susan volviera
a la lavandería por sí misma.
Gruñí.
—Parece que Bianca ha estado leyendo, Bob.
—Una maga vampiro —dijo—. Magia negra. Podría ser muy poderosa.

314
—Y yo también. Justine, quédate detrás de mí. Mantén los ojos abiertos.
—Sí, señor —dijo en voz baja.
Me puse delante de ella y nos dirigimos a las escaleras. Parte de la energía
que sentía había desaparecido. El dolor y la debilidad aumentaban y los
sentía con más fuerza. Hice lo posible por apartarlos de mi mente. El pánico
que sentía en la garganta amenazaba con hacerme gritar. También lo aparté.
Me limité a caminar hacia la base de las escaleras y miré hacia arriba.
Las puertas estaban hechas de madera elegante y estaban abiertas. La sua-
ve brisa y el aroma de la noche descendían por las escaleras. Era una noche
en la que ya se empezaba a notar el amanecer. Me di la vuelta para mirar a
Justine y ella se encogió de miedo.
—Quédate aquí abajo —le dije—. Bob, algunas cosas van a salir volando.
Ayúdala todo lo que puedas.
—Muy bien, Harry —dijo Bob—. Sabes que te han abierto la puerta.
Esperaban que llegaras hasta aquí.
—Sí —dije—. No voy a conseguir reunir más fuerzas. Puede que lo haga
ahora.
—Podrías esperar al amanecer. Ellos entonces…
Lo corté.
—Entonces se verán obligados a bajar para escapar de la luz del sol. Y
entonces tendría que luchar. —Miré a Justine y dije—: Te sacaré de aquí si
puedo.
Me miró a la cara y luego bajó la vista.
—Gracias por intentarlo, señor Dresden.
—No es nada, niña.
Doblé mi mano izquierda, sintiendo el frío plateado del brazalete escudo.
Agarré el bastón con más fuerza. Rodeé la vara explosiva con mis dedos,
sintiendo las runas talladas en la madera, la fórmula del poder, del fuego,
de la fuerza.
Puse un pie en los escalones. Mis pies descalzos apenas hacían ruido, pero
la madera crujía bajo mi peso. Cuadré los hombros y subí al siguiente esca-
lón, y luego al otro. Supongo que con decisión, pero también aterrorizado.
Lleno de poder y de cólera, dispuesto a perder otra vez el control.
Intenté aclararme la mente, dominar la cólera y superar el miedo. No tuve
mucho éxito, pero subí las escaleras.
Bianca estaba de pie en uno de los extremos del gran vestíbulo, bajo las
puertas abiertas. Llevaba el salto de noche blanco que le había visto antes.
El suave tejido formaba pliegues y se tensaba formando curvas seductoras,
creando sombras sobre ella con la convicción de un artista. Susan estaba

315
arrodillada a su lado con la cabeza agachada. Bianca tenía una de sus manos
posada sobre su cabello.
Alrededor de Bianca y detrás de ella había una docena de vampiros de
miembros delgados, cuerpos negros gomosos y colmillos que goteaban, con
una capa de piel entre sus brazos, los costados y los muslos, que se extendía
por todas partes como si fueran alas. Algunos vampiros habían trepado por
las paredes y estaban colgados como grandes arañas negras. Todos ellos, in-
cluso Susan, tenían unos ojos enormes y oscuros. Todos ellos me miraban.
Delante de Bianca había media docena de hombres arrodillados con tra-
jes normales que se abultaban en lugares extraños. Tenían pistolas en las
manos. Pistolas enormes. Una especie de armas de asalto, creo.
Sus ojos parecían distantes, como si solo les permitieran ver parte de lo
que ocurría en la habitación.
Les devolví la mirada y me apoyé en el bastón. Y me eché a reír. Me salió
un graznido que resonó por el enorme vestíbulo y que provocó que los vam-
piros se agitaran inquietos.
Los labios de Bianca se curvaron en una lenta sonrisa.
—¿Qué es lo que encuentras tan divertido, mascota mía?
Le devolví la sonrisa. No había ningún signo de amabilidad en ella.
—Todo esto. Por un tipo con dos palos y un par de calzoncillos de pati-
tos. Debes creer que soy un hombre muy peligroso.
—Lo creo de verdad —dijo Bianca—. Si fuera tú, me lo tomaría como
un cumplido.
—¿De verdad? —pregunté.
La sonrisa de Bianca se hizo más amplia.
—Ah, claro que sí. Caballeros —dijo a los hombres con pistolas—. Fuego.

316
38

Levanté la mano izquierda delante de mí, enviando energía hacia el braza-


lete escudo, y grité:
—¡Riflettum!
Las pistolas rugieron expulsando fuego y truenos. Salieron chispas de la
barrera que estaba a menos de quince centímetros de mi mano. El brazalete
se iba calentando cada vez más a medida que los hombres de seguridad me
disparaban una lluvia de balas. Se paró tal y como había empezado y las ba-
las cayeron a ambos lados, astillando el costoso suelo de madera y rebotando
por toda la habitación. Uno de los vampiros soltó un aullido y se estrelló
contra el suelo como si fuera un bicho gordo. Una de las armas de los guar-
das saltó y se retorció de repente y él gritó de dolor, mientras retrocedía y la
sangre le manaba de sus manos y de los restos de su cara.
La tecnología no suele funcionar bien cuando hay magia cerca. Eso inclu-
ye a los cargadores de las armas automáticas.
Dos pistolas se encasquillaron antes de soltar el cargador y el resto perma-
neció en silencio al quedarse sin balas. Yo todavía estaba de pie, con la mano
extendida. El suelo estaba lleno de balas, que parecían orugas deformes de
plomo. Los hombres encargados de la seguridad me miraron y se alejaron
de mí dando tumbos, por detrás de Bianca y de los vampiros, y salieron por
la puerta. No los culpo. Si solo tuviera una pistola y hubiera resultado así de
inútil, también hubiese corrido.
Avancé un paso, apartando las balas con los pies descalzos.
—Quitaos de en medio —dije—. Dejad que nos marchemos y nadie
saldrá herido.
—Kyle —dijo Bianca agarrando el pelo de Susan—. Kelly. Ella estaba
bastante loca en cualquier caso. No todos llevan bien el cambio.
Bajó la mirada hacia Susan.
Sonreí todavía más.
—Última oportunidad, Bianca. Deja que nos marchemos en paz y segui-
rás viva.
—¿Y si digo que no? —preguntó con voz suave.
Gruñí, estaba perdiendo los nervios. Levanté la vara explosiva, la giré
alrededor de mi cabeza mientras concentraba mi voluntad y grité:

317
—¡Fuego!
El poder salió disparado de la varita y lanzó una columna roja seguida por
unos destellos de energía hacia la cabeza de la vampira.
Bianca seguía sonriendo. Levantó la mano izquierda, murmuró algo y vi
cómo una fría oscuridad se concentraba delante de ella, un disco cóncavo
que interceptó mi energía y la absorbió haciéndola pedazos mientras lanza-
ba chispas que se precipitaban hacia el suelo, formando pequeños charcos
ardientes.
La miré unos instantes. Sabía que conocía algunos trucos, tal vez hacer
uno o dos velos, algún glamour, tal vez improvisar un encantamiento. Pero
desviar así la energía no era algo que pudiese hacer cualquiera. Algunos del
Consejo Blanco no podrían haber detenido ese golpe sin ayuda.
Bianca me sonrió y bajó la mano. Los vampiros se echaron a reír con unas
carcajadas sibilantes e inhumanas. Los pelos de la nuca se me pusieron de
punta y sentí un estremecimiento frío que me recorría la espalda de arriba
a abajo.
—Bueno, señor Dresden —ronroneó—. Parece que Mavra me ha ense-
ñado muy bien y he aprendido mucho. Se ve que estamos en tablas. Pero
todavía me queda algo por sacar.
Dio una palmada e hizo un gesto.
Uno de los vampiros abrió la puerta. Detrás de él, apoyándose en un
bastón con las dos manos, se alzaba un hombre de estatura media, cabello
oscuro, con el pecho y los hombros musculosos. Llevaba un traje entallado
de color gris oscuro y un corte inmaculado. Me recordó a un nativo suda-
mericano, con aquella mandíbula ancha y fuertes rasgos.
—Bonito traje —dije.
Me miró de arriba a abajo.
—Bonitos… patos.
—Está bien —dije—, mi turno. ¿Quién es este?
—Me llamo —dijo el hombre— Ortega. Don Paolo Ortega, de la Corte
Roja.
—Hola, don —dije—. Me gustaría poner una queja.
Sonrió mostrando sus dientes grandes y blancos.
—Estoy seguro de ello, señor Dresden. Pero me han informado de la si-
tuación. Y la baronesa —Hizo un gesto señalando a Bianca con la cabeza—
no ha incumplido ningún Acuerdo. Ni tampoco ha violado las leyes de la
hospitalidad ni ha faltado a su palabra.
—Oh, vamos —dije—. ¡Ha roto la esencia de todos ellos!
Ortega chasqueó la lengua.

318
—¡Qué pena! Los Acuerdos dicen que entre nuestras razas no impera
el espíritu de la ley. Son solo palabras. Y la baronesa Bianca se ha adheri-
do a la literalidad. Usted instigó varios combates en su casa, asesinó a su
lacayo más fiel e infligió daños a su propiedad y a su reputación. Y ahora
está ahí de pie, listo para agraviarla de nuevo, de una forma ilegal y poco
caballerosa. Creo que a lo que usted hace se le llama a veces «justicia del
oeste».
—Si quiere llegar a alguna parte —dije—, hágalo.
Los ojos de Ortega destellaron.
—Estoy aquí como testigo del Rey Rojo y de las demás Cortes Vampíri-
cas. Eso es todo. Soy solo un testigo.
Bianca se giró para mirarme.
—Un testigo que informará a las Cortes de su ataque traicionero y de su
intrusión —dijo—. Eso supondrá una guerra entre los nuestros y el Consejo
Blanco.
Una guerra.
Entre los vampiros y el Consejo Blanco.
Hija de perra. Era impensable. No había tenido lugar un conflicto de
esa clase en milenios. Ningún mago lo recordaba, y algunos viven una vida
condenadamente larga.
Tragué saliva y oculté que acababa de atragantarme.
—Bueno. Como aún no se ha chivado, puedo dar por sentado que va a
ofrecerme un trato.
—Nunca creí que tardaría tanto en entenderlo, señor Dresden —dijo
Bianca—. ¿Va a aceptar mi oferta?
Me dolía más cada instante que pasaba. El cuerpo comenzaba a fallarme.
Había recuperado mi magia, pero había gastado mucho poder. Regresaría,
pero me estaba quedando sin pilas y cuanto más cosas hacía, más patente se
hacían mi debilidad y mi cansancio.
Desde el punto de vista legal, los vampiros me tenían entre la espada y la
pared. Necesitaba un plan. Necesitaba un plan justo el peor día. Necesitaba
tiempo.
—Claro —dije—. La escucho.
Bianca enrolló sus dedos en el cabello de Susan.
—En primer lugar, perdonaré el… mal gusto excesivo que ha mostrado
los últimos días. Señor Dresden, lo perdono por las dos muertes, ninguna de
las cuales tiene importancia, ya que hubieran muerto pronto, en cualquier
caso.
—Eso es muy amable.

319
—Y es aún mejor. Puede llevarse sus cosas, su calavera y la zorra del bas-
tardo blanco cuando se marche. Sin sufrir daños ni ahora ni en el futuro.
Estaremos en paz.
Intenté mostrar un tono seco.
—No es posible decir que no.
Sonrió.
—Usted mató a alguien muy querido para mí, señor Dresden. Es cierto
que no directamente, pero sus acciones desencadenaron su muerte. Tam-
bién lo perdono por eso.
Fruncí el ceño.
Bianca pasó las manos por el cabello de Susan.
—Ella se quedará conmigo. Me robó a alguien muy querido, señor Dresden. Y
voy a quitarle a alguien a quien quiere mucho. Después de eso, estaremos en paz.
Le dedicó una pequeña sonrisa a Ortega y después me miró y preguntó:
—¿Y bien? ¿Qué dice? Si prefiere quedarse con ella, hay sitio para usted
también. Después de asegurarme su lealtad, por supuesto.
Me quedé callado durante un momento, sorprendido.
—¿Y bien, mago? —gruñó con aspereza—. ¿Qué me contesta? Acepte mi
trato. Mi compromiso. O habrá guerra. Y usted será la primera baja.
Miré a Susan. Tenía la mirada ausente y la boca un poco abierta, como
si estuviera en alguna clase de trance. Probablemente podría sacarla de él, si
no hubiera un montón de vampiros que me arrancarían los miembros si lo
intentaba. Miré a Bianca. A Ortega. A los súbditos vampiros que silbaban y
babeaban sobre el suelo pulido.
Me dolía todo y estaba condenadamente cansado.
—La quiero —dije. No lo dije en voz muy alta.
—¿Qué? —Bianca me miró—. ¿Qué ha dicho?
—Dije que la quiero.
—Ya es casi mía.
—¿Y qué? Todavía la quiero.
—Ya ni siquiera es humana, Dresden. No falta mucho para que se con-
vierta en una hermana para mí.
—A lo mejor sí o a lo mejor no —dije—. Quítale las manos de encima
a mi novia.
Bianca abrió mucho los ojos.
—Estás loco —dijo—. Coquetearías con el caos, la destrucción y la gue-
rra. ¿Por el bien de este alma herida?
Golpeé el suelo con mi bastón mientras buscaba más poder. Más profun-
damente de lo que nunca había buscado.

320
En el exterior, mientras amanecía, un trueno resonó en el aire.
Bianca e incluso Ortega parecían de repente inseguros, mirando hacia
todas partes antes de mirarme de nuevo.
—Por el bien de un alma. Por una a la que amo. Por una vida. —Canalicé
el poder hacia mi vara explosiva y la punta se volvió blanca—. Tal y como lo
veo, no hay nada por lo que merezca más la pena luchar.
El rostro de Bianca se retorció de rabia. Perdió el control. Su carne se
desgarró como la de una especie de oruga gruesa, la bestia se abrió camino
destrozando su máscara de piel mientras respiraba con dificultad y sus ojos
negros ardían con una furia salvaje.
—¡Matadlo! —gritó—. ¡Matadlo! ¡Matadlo!
Los vampiros vinieron a por mí, por el suelo, por las paredes, escabullén-
dose como cucarachas o como arañas, demasiado veloces para ser verdad.
Bianca convocó una sombra entre sus manos y me la lanzó.
Retrocedí un paso, paré el ataque de Bianca con mi bastón y lo desvié
hacia uno de sus lacayos.
La oscuridad engulló al vampiro y este gritó desde su interior. Cuando
la sombra que lo rodeaba desapareció, no había quedado nada de él, solo
polvo.
Respondí descargando fuego con la varita, haciéndola girar como si fuera
una guadaña sobre los vampiros que venían, prendiéndoles fuego. Giraban y
gritaban. Las babas venían a por mí desde arriba y desde los lados, y apenas
podía esquivarlas a tiempo. El vampiro que colgaba del techo vino detrás de
su veneno, pero le clavé el extremo de mi bastón en el estómago mientras el
otro seguía plantado con fuerza en el suelo. El vampiro rebotó lanzando un
eructo y cayó al suelo. Levanté el bastón y golpeé la cabeza de la cosa mien-
tras en el exterior resonaban los truenos. El poder descendió por el bastón y
rompió el cráneo del vampiro como si fuera un huevo. Cayó polvo del techo
y las garras del vampiro arañaron el suelo frenéticamente al morir.
Durante unos instantes lo conseguí: los vampiros que estaban más cerca
de mí retrocedieron mientras me enseñaban los dientes. Pero venían más.
Bianca me lanzó otro ataque, y aunque puse delante el bastón y la vara, el
frío oscuro hizo que los dedos se me entumecieran.
Me estaba quedando sin fuerzas, jadeaba y cedía a la debilidad y al can-
sancio. Me sacudí el mareo lo suficiente para enviarle otro destello de fuego
a un vampiro que se acercaba, pero resbaló a un lado y lo único que conseguí
fue abrir un surco ardiente en las tablas del suelo.
Retrocedieron durante unos instantes, separados de mí por la extensión
de llamas, y luché por recuperar el aliento.

321
Venían. Los vampiros venían a por mí. Mi cerebro seguía parloteando
con pánico de manera frenética. Venían. Justine, Susan y yo también esta-
ríamos muertos. Muertos como los otros.
Muertos como todas las víctimas.
Me apoyé contra la pared de al lado de las escaleras, jadeando, intentando
pensar con claridad.
Muertos. Víctimas. Víctimas bajo mis pies. Los muertos.
Solté la vara explosiva y caí de rodillas.
Dibujé un círculo a mi alrededor con el bastón, en el polvo. Era suficien-
te. Cerré el círculo mientras la energía retumbaba. Había magia en aquella
casa, el mar de la energía sobrenatural se agitó hasta formar espuma.
No tenía ninguna guía para esa clase de hechizo. No tenía foco, ningún
blanco, aquella no era la clase de magia con la que yo trabajaba. Proyecté
mis sentidos hacia la tierra, como si tendiera la mano. Dejé la mente en
blanco en medio del vestíbulo ardiente, de mis enemigos, de los aullidos de
Bianca. Me olvidé del fuego, del humo, del dolor, de las náuseas.
Y los encontré. Encontré a los muertos, a las víctimas, a aquellos a quie-
nes les habían arrebatado la vida. No solo a los que habían amontonado de-
bajo como si fueran basura. Encontré otros. Docenas. Montones. Cientos.
Huesos ocultos, que no se sabía que estaban ahí, que no se recordaban.
Sombras inquietas atrapadas en la tierra demasiado débiles para hacer nada,
para buscar venganza, para buscar la paz. Tal vez otra noche o en otro lugar
no lo hubiera conseguido. Pero Bianca y su gente me habían abierto el ca-
mino. Creían que podían debilitar la barrera entre la vida y la muerte para
usar a los muertos como armas contra mí.
Pero era un arma de doble filo.
Encontré aquellos espíritus, extendí la mano y los toqué, uno a uno.
—Memorium —susurré—. Memoratum. Memortius.
Una corriente de energía salió de mí. La cogí tan rápido como pude y se
la entregué. A los perdidos. A los seducidos, a los traicionados, a los sin te-
cho, a los indefensos. A todas las personas de las que los vampiros se habían
alimentado durante años, a todos los muertos que pude alcanzar. Extendí
la mano hacia la confusión que Bianca y sus aliados habían creado y les di
poder a todas esas sombras.
La casa comenzó a estremecerse.
Los cimientos empezaron a retumbar. Comenzó como un gemido. Cre-
ció hasta convertirse en un lamento. Y después se convirtió en una multitud
que gritaba, en un rugido que hizo que mis sentidos se estremecieran y cuya
fuerza me sacudió el corazón y el estómago.

322
Los muertos llegaron. Salieron del suelo, adoptando formas de humo, de
llamas y de cenizas.
Los vi mientras me derrumbaba, débil, agotado por el esfuerzo del hechi-
zo. Vi sus rostros. Vi vendedores de periódicos de los ruidosos años veinte
y gamberros de los cincuenta. Vi que se levantaban con furia mortal repar-
tidores, personas sin hogar, niños perdidos. Los fantasmas extendieron sus
manos ardientes para quemar y abrasar, metieron sus cuerpos humeantes en
las narices y en las gargantas de la gente. Aullaron sus nombres y los nom-
bres de sus asesinos, los nombres de sus seres queridos y su venganza sacudió
la antigua casa como un terremoto.
El techo comenzó a derrumbarse. Vi cómo los vampiros eran arrastrados a
las llamas y caían al sótano mientras se abrían partes del suelo. Algunos inten-
taban escapar, pero los espíritus de los muertos tuvieron la misma piedad que
ellos. Golpeaban a los vampiros, arrastrándolos con las manos; sus cuerpos
fantasmales eran tangibles gracias al poder que había canalizado hacia ellos.
Los vampiros morían. Los fantasmas se agolpaban por todas partes y gri-
taban, terribles y hermosos, tan conmovedores y ridículos como la propia
humanidad. El ruido hacía que me resultara imposible hablar y me retum-
baba en la piel como cualquier golpe físico.
Estaba más asustado que en toda mi vida. Luché por mantenerme en pie
y bajé las escaleras. Justine subió dando tumbos mientras los ojos de Bob
despedían brillos naranja, como un faro entre el humo. La agarré por la
muñeca e intenté salir de la casa que temblaba, del agujero en el suelo que
llevaba hacia el infierno.
Vi que un espíritu se abalanzaba hacia Bianca con las manos ardientes ex-
tendidas y que Bianca lo atacaba con una ráfaga de su aire oscuro y helado.
Agarró la muñeca de Susan y empezó a arrastrarla hacia la puerta delantera.
Se arremolinaron más espíritus a su alrededor, el asesino más antiguo de la
casa era fuego, humo y astillas, incluso había uno que se había creado un
cuerpo con las balas que había en el suelo.
Luchó contra ellos. Se abrió camino entre ellos usando las garras y su
magia y se dirigió a la puerta principal. Susan empezó a espabilarse, a mirar
a su alrededor con expresión aterrorizada.
—¡Susan! —grité—. ¡Susan!
Comenzó a luchar contra Bianca, quien siseó mientras se daba la vuelta
hacia Susan. Intentó acercar a mi novia hacia la puerta principal, pero uno
de los fantasmas arañó la pierna de la vampiro, prendiéndole fuego.
Bianca gritó con furia, fuera de control. Levantó una mano mientras sus
garras oscuras destellaban y la dirigió hacia la garganta de Susan.

323
Envié un hechizo con el nombre de Susan con las últimas fuerzas que me
quedaban en el cuerpo y en la mente.
Vi cómo se ponía de pie. Era el espíritu de Rachel. Apareció, sencilla,
transparente y hermosa, y se interpuso entre las garras de Bianca y la gar-
ganta de Susan. El fantasma empezó a echar sangre, roja y horrible. Susan
se apartó hacia un lado dando tumbos. Bianca empezó a gritar con la fuerza
suficiente para romper un cristal mientras el fantasma sangriento se pegaba
a ella, rodeando con los brazos la monstruosa forma negra.
Mi hechizo siguió de cerca al fantasma de Rachel y golpeó a Bianca en la
cara, una columna de viento casi sólida que la atrapó, le hizo dar vueltas y la
lanzó hacia el suelo. Las maltrechas tablas del suelo crujieron debajo de ella y
se abrieron y las llamas rugieron en mi dirección soltando oleadas de humo
negro. Perdí el equilibrio e intenté salir, pero me caí al suelo.
Los espíritus flotaron hacia Bianca y el fuego y el humo siguieron a la
hechicera vampira mientras caía al agujero.
La propia casa gritó con un sonido de madera torturada y vapor que se
retorcía y empezó a derrumbarse.
No podía recuperar el equilibro. Sentí unas manos pequeñas y fuertes
bajo uno de mis brazos. Y luego a Susan debajo del otro, poderosa y asusta-
da. Me levantó en volandas. Justine se quedó al otro lado y juntos salimos
tambaleándonos de la vieja casa.
No habíamos recorrido ni una docena de pasos cuando se derrumbó con
un rugido. Nos dimos la vuelta y vimos cómo la casa se encogía sobre sí
misma mientras la tierra la engullía en medio de un infierno de llamas. Los
bomberos dirían más tarde que fue una especie de explosión invertida, pero
yo sé lo que vi. Vi cómo los fantasmas de los muertos arreglaban cuentas.
—Te quiero —dije, o intenté decirle a Susan—. Te quiero.
Presionó sus labios contra los míos. Creo que estaba llorando.
—Calla —dijo—. Calla, Harry. Yo también te quiero.
Ya estaba hecho.
No había ninguna razón para que nos quedáramos esperando.

324
39

El hecho de que la unidad de quemados estuviera llena me pareció una burla


sádica del poder que estaba convirtiendo mi vida en un infierno viviente,
porque tuve que compartir habitación con Charity Carpenter. Se había re-
cuperado de ánimos, pero no físicamente, y empezó a ir a por mí desde el
momento que desperté. Esa mujer tenía la lengua más afilada que una es-
pada. Incluso que Amoracchius. Yo le sonreía casi todo el tiempo. Michael
estaría orgulloso.
Me enteré de que el bebé había experimentado una súbita mejoría las
horas anteriores al amanecer en el que la casa de Bianca se había quemado.
Pensé que Kravos le había arrebatado algo al pequeño y yo se lo había de-
vuelto. Michael pensaba que Dios había decretado que aquella mañana iba
a ser un buen día. Fuera lo que fuera, lo que cuenta es el resultado.
—Hemos decidido —dijo Michael mientras rodeaba a Charity con su
enorme brazo— llamarlo Harry.
Charity me miró, pero permaneció en silencio.
—¿Harry? —pregunté—. ¿Harry Carpenter? Michael, ¿qué te ha hecho
ese pobre niño?
Pero me sentía bien. Y siguieron adelante con lo del nombre. Michael o el
padre Forthill se quedaban a mi lado mientras estuve ingresado. Nadie decía
nada, pero Michael tenía la espada a su lado y Forthill tenía un crucifijo
preparado. Por si acaso yo tenía visitas desagradables.
Una noche que no podía dormir le dije a Michael que me preocupaban
las repercusiones que podían haber tenido mis actos, la magia nociva que
había liberado. Tenía miedo de que regresara a por mí.
—No soy un filósofo, Harry —dijo—, pero al menos tienes algo en lo
que pensar: todo lo que das, regresa a ti. A veces, tienes lo que das. —Se de-
tuvo un instante, frunciendo el ceño levemente y chupándose los labios—.
Y otras, eres lo que das. ¿Ves lo que quiero decir?
Lo veía. Pude volver a dormir.
Michael me contó que él y Thomas escaparon momentos antes de que
comenzara la lucha del puente. Pero el tiempo se dilataba de forma extraña
entre el Nuncamás y Chicago y no salieron hasta las dos de la tarde del día
siguiente.

325
—Thomas nos sacó por aquel mercado de carne —dijo Michael.
—No soy un mago —apuntó Thomas—. Solo puedo entrar y salir del
Nuncamás por lugares afines a mí.
—¡Una casa de pecado! —dijo Michael con expresión seria.
—Un club de caballeros —protestó Thomas—. Y uno de los sitios más
bonitos de la ciudad.
Seguí con la boca cerrada. ¿Quién dijo que no podía volverme más sabio?
Murphy salió un par de días después de su hechizo de sueño. Tuve que
ir en silla de ruedas, pero la acompañé al funeral de Kravos. Me llevó hasta
la tumba bajo la incesante llovizna. Había un funcionario que firmó unos
papeles y se fue. Después solo quedamos nosotros y los sepultureros. Solo se
escuchaban las paladas en la tierra.
Murphy observó la tarea en completo silencio, con los ojos hundidos y de
un color azul tan desvaído que parecían grises. No insistí, y no habló hasta
que cerraron el hoyo.
—No pude detenerlo —dijo—. Lo intenté.
—Pero lo vencimos. Por eso estamos aquí y él está ahí.
—Lo venciste —dijo Murphy—. Yo no fui de mucha ayuda.
—Ese capullo te hizo daño. Aunque si fueras un mago, se habría alimen-
tado de ti como hizo conmigo. —Me estremecí, recordando aquella agonía
que hizo que los músculos del estómago se me pusieran rígidos—. Karrin,
no puedes culparte por eso.
—Lo sé —dijo, pero no sonó muy convencida.
Se quedó en silencio mucho rato y me figuré que no hablaba porque no-
taría las lágrimas en su voz, aquellas que la lluvia ocultaba. Pero no agachó
la cabeza y no apartó la vista de la tumba.
Extendí la mano y cogí la suya. Se la apreté. Ella me devolvió el apretón,
callado y firme.
Nos quedamos allí, bajo la lluvia, hasta que la última palada de tierra
cubrió el ataúd de Kravos.
Al salir, Murphy detuvo la silla de ruedas mientras miraba una tumba
vacía con el ceño fruncido.
—Murió haciendo lo correcto —leyó.
Me miró.
Me encogí de hombros y sentí que la boca se me curvaba.
—Aún no. Hoy no.
Michael y Forthill cuidaron de Lydia por mí. Su nombre auténtico era
Barbara. Consiguieron que hiciera las maletas y se marchara de la ciudad.
Parece que la Iglesia tiene una especie de programa equivalente al de

326
Protección de Testigos para esconder a la gente de los matones sobrenaturales.
Forthill me contó que la chica se marchó de la iglesia porque le daba tanto
miedo quedarse dormida que se fue a buscar anfetaminas. Los vampiros la
atraparon mientras estaba fuera, y por eso la encontré en aquel viejo edificio.
Me mandó una nota escueta que decía: «Lo siento. Gracias por todo».
Cuando salí del hospital, Thomas me envió una carta de agradecimiento
por haber salvado a Justine. Era una tarjeta pequeña pegada a un lazo, lo
único que Justine llevaba puesto. Imaginaos dónde llevaba el lazo. Cogí la
nota, pero no a la chica. Compartir chica con un vampiro sexual era algo
desagradable. Justine era bastante guapa y dulce cuando no rozaba la ines-
tabilidad emocional, pero no podía reprocharle nada. Mucha gente necesita
tomar medicación para mantenerse estable. Litio, vampiros sexuales super-
modelos, cualquier cosa que funcione. Supongo.
Yo ya tenía mis propios problemas.
Susan me envió flores al hospital y me llamó todos los días. Pero no
hablaba mucho rato conmigo. Y no vino a verme. Cuando salí, fui a su
apartamento. Ya no vivía ahí. Intenté llamarla al trabajo, pero no lo cogía.
Al final tuve que recurrir a la magia. Usé algunos cabellos de un cepillo que
se dejó en mi apartamento y conseguí dar con ella en una playa junto al lago
Michigan en uno de los días más cálidos del año.
La encontré tumbada, tomando el sol con un bikini blanco que dejaba
casi toda la piel al aire. Me senté a su lado y sus gestos cambiaron sutilmen-
te, una tensión callada que no se me escapó, aunque no podía verle los ojos
detrás de las gafas de sol.
—El sol me ayuda —dijo—. A veces, casi desaparece unos instantes.
—He intentado verte —dije—. Quería hablar contigo.
—Lo sé —dijo—. Harry. Las cosas son diferentes para mí. Por el día no
es malo. Pero por la noche… —Se estremeció—. Tengo que encerrarme. No
me fío de mí cuando estoy rodeada de gente, Harry.
—Lo sé —dije—. ¿Sabes lo que te está ocurriendo?
—Hablé con Thomas —dijo—. Y con Justine. Fueron bastante amables.
Supongo. Me explicaron cosas.
Sonreí.
—Mira —dije—. Voy a ayudarte. Encontraré la manera de sacarte de
esto. Podemos encontrar una cura. —Extendí la mano para tocar la suya—.
Campanas infernales, Susan. No soy bueno en esto. —Me limité a ponerle
el anillo, torpemente—. No quiero que estés lejos. Cásate conmigo.
Se sentó, se miró la mano, el modesto anillo que me había podido permi-
tir. Después se inclinó hacia mí y me dio un beso lento y cálido mientras su

327
boca se derretía. Nuestras lenguas se tocaron. La mía se me quedó dormida.
Me sentí algo mareado a medida que un lento latido de placer me recorría el
cuerpo, había tenido ansias de aquella droga sin darme cuenta.
Se apartó de mí y las gafas de sol ocultaron su reacción. Dijo:
—No puedo. Todavía me haces sentir dolor, Harry. No podría controlar-
me si estás a mi lado. No podría vencer el ansia. —Me apretó el anillo en la
mano y se levantó, cogiendo la toalla y la bolsa—. No vueltas a buscarme
otra vez. Te llamaré.
Y se marchó.

***

Al final pude demostrarle a Kravos que me había entrenado de joven para


poder vencer a las pesadillas. Y era verdad, hasta cierto punto. Podía luchar
bien si no pensaba en nada durante el combate. Pero ahora tenía mis propias
pesadillas. Eran una parte de mí. Y siempre eran las mismas: estaba a oscu-
ras, encerrado, rodeado de vampiros que se reían con carcajadas sibilantes.
Me despertaba gritando y llorando. Míster, que se hacía una bola apoyado
en mis piernas, levantaba la cabeza y emitía un sonido ronco. Pero no se
marchaba. Se limitaba a tumbarse de nuevo, ronroneando como si fuera el
motor de una moto de nieve. Me resultaba reconfortante. Y volvía a dormir-
me con la luz encendida.
—Harry —me dijo Bob una noche—. No trabajas. Apenas sales de tu
apartamento. Tenías que haber pagado el alquiler la semana pasada. Y la
investigación sobre vampiros no va a ninguna parte.
—Cállate, Bob —le dije—. Esa pomada no estaba bien. Si encontrára-
mos la forma de convertirla en líquido, tal vez podamos hacer una especie
de complemento alimenticio…
—Harry —dijo Bob.
Miré a la calavera.
—Harry, el Consejo te ha mandado una carta. —Me puse de pie lenta-
mente—. Los vampiros. El Consejo está en guerra. Creo que París y Berlín
llevan una semana sumidos en el caos. El Consejo ha convocado una reu-
nión. Aquí.
—El Consejo Blanco viene a Chicago —murmuré.
—Sí. Quieren saber qué demonios ha pasado.
Me encogí de hombros.
—Ya les mandé el informe. Cumplí con mi deber —dije—. O al menos
hice lo que pude. No podía dejar que la atraparan, Bob. No podía.

328
—No sé si eso les servirá, Harry.
—Tiene que servir —dije.
Entonces llamaron a la puerta. Subí desde el laboratorio. Murphy y Mi-
chael aparecieron en mi puerta con un paquete que tenía sopa, carbón y
queroseno, porque el tiempo se estaba volviendo más frío.
También había comida y fruta. Michael había incluido, con mucha ra-
zón, una cuchilla.
—¿Cómo estás, Dresden? —me preguntó Murphy con sus ojos azules
serios.
La miré durante unos instantes. Después a Michael.
—Podría estar peor —dije—. Adelante.
Amigos. Hacen que las cosas sean más fáciles.
Así que los vampiros iban a por mí y también a por el resto de magos del
barrio. Todos los aprendices de mago de la ciudad, aquellos que tenían no-
ciones de magia, hacían bien en no salir al caer la noche. Ya no pido pizza.
No desde que el primer tipo casi me mata con una bomba.
El Consejo está muy enfadado conmigo, pero eso tampoco es ninguna
novedad.
Susan no llama. No viene a verme. Pero me envió una postal por mi cum-
pleaños, en Halloween. Solo escribió dos palabras.
Supongo que sabréis cuáles son.

329
Biografía del autor

Jim Butcher es el autor de las sagas The Dresden Files, Codex Alera y una
nueva serie steampunk, The Cinder Spires. Su currículum incluye una larga
lista de habilidades que hace un siglo eran útiles, y además toca la guitarra
bastante mal. Es un consumidor ávido de juegos de mesa con diferentes
sistemas y de una gran variedad de videojuegos, así como de rol en vivo
cuando consigue sacar tiempo para ello. En la actualidad reside principal-
mente dentro de su cabeza, pero por lo general esta se puede encontrar en
su ciudad natal, Independence, Missouri.
Puedes visitar su página web para más información: www.jim-butcher.com.

331
Libros de la colección

1. Tormenta Fatídica
2. Luna Roja
3. Amenaza Fúnebre

11. Renegado
12. Cambios

332
the dresden files
Amenaza Fúnebre

Harry Dresden se ha enfrentado a enemigos muy poderosos a lo largo


de su vida. Escorpiones gigantes, vampiros obsesionados con el sexo,
hombres lobo psicópatas… Es el día a día cuando eres el único mago
profesional que aparece en el listín telefónico de Chicago.

Pero Harry nunca se había encontrado con algo así en todos sus años
de investigación paranormal: el mundo espiritual se había vuelto loco.
Los fantasmas estaban causando problemas en todo Chicago (y no solo
asustando o dando portazos), estaban atormentados y eran violentos y
letales. Alguien, o algo, estaba metiendo cizaña para sembrar el caos
sobrenatural.

Pero ¿por qué? ¿Y por qué algunas de las víctimas tenían alguna relación
con Harry? Si no lo averigua pronto, tal vez Harry termine convertido en
un fantasma…

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