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JUNIO 2022
Nadie puede tener la menor duda de que todos los seres semejantes a nosotros -quienes esto
lean y quien esto ha escrito- somos humanos: aunque no de la misma estatura ni del mismo color
ni procedencias ni esperanzas. No estoy esencialmente convencido de que, si todos
coincidiéramos en todo, la historia común habría sido mejor que la que hemos vivido y hoy
vivimos. La libertad es una hermosa posesión; sin embargo, no depende el resultado de su
posesión tanto como de su uso: estamos rodeados de pruebas indiscutibles. O quizá ni siquiera la
discusión se produzca: sea quien sea el que utilice su libertad, siempre creerá -incluso con toda
su alma- que el empleo que él le da es el mejor que puede dársele. Precisamente ahí reside la
verdadera diferencia (y podría usarse en un indefinido plural tal conjunción de adjetivo y
sustantivo) que separa a los seres humanos. Nunca habrá unanimidad, sea cual sea el problema
que se plantee, la dirección que se proponga, el idioma que se hable, el continente o la isla que
se habite. La Humanidad es una cosa -por así decir-; la humanidad es una virtud que reviste muy
diversos aspectos y persigue muy distintos fines: opuestos con frecuencia... Para entenderse, los
humanos tendrían que ponerse de acuerdo en eliminar demasiadas contradicciones. Ese supongo
que sería el primer paso. No creo que se dé, de verdad, nunca.
El Mundo (9/1/2015)
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Julio Llamazares. 17 de abril de 2022
Redes sociales
Lo primero que habría que poner en duda de las redes sociales es su nombre ¿Son
verdaderamente redes? Y, sobre todo, ¿son sociales?
Una red es algo que recoge y hasta ahí podría ser acertado el nombre de las denominadas redes
sociales, puesto que recogen las opiniones de quienes participan en ellas y las arrastran por el
mundo etéreo poniéndolas a disposición de otros. ¿Pero son sociales realmente? Quiero decir:
¿socializan la opinión de quien la emite o simplemente la enfrentan a otras? Y, sobre todo, ¿se
puede socializar la opinión cuando esta destila odio o está al servicio de intereses, incluso
programada basándose en algoritmos, como desgraciadamente ocurre cada vez más?
Esta semana ha sido la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, la que ha anunciado que deja una red
social harta de recibir insultos, amenazas y descalificaciones en vez de comentarios divergentes y
opiniones distintas a la suya, que es lo que se espera del intercambio de ideas, pero antes han
sido otros muchos, escritores, políticos, periodistas, los que han dejado las redes hartos de lo
mismo que aquella. Alguno ha vuelto a caer en la tentación y ha vuelto a abandonar en seguida al
comprobar que lo que le esperaba era lo mismo que a las adúlteras en tiempos de Jesucristo: la
lapidación pública y despiadada de quienes se creen con derecho a destrozar a quien no piensa
como ellos, o ni siquiera eso: porque no les gusta su cara o simplemente por existir. Desde el
anonimato de sus domicilios y desde la impunidad que otorga al que insulta el seudónimo, muchos
se imaginan dioses mientras se manifiestan como indeseables. Siempre ocurrió (en las gradas de
los estadios o desde el burladero de metal del coche), pero no tanto como en estos tiempos en los
que para insultar al prójimo sólo se necesita un ordenador o un móvil y ganas de hacerlo. Y, por
supuesto, la catadura moral precisa para que a ti mismo no te repugne tu comportamiento.
A menudo, me han mirado como a un extravagante, cuando no como a un antiguo o un friki, como
se denomina ahora al que no hace lo mismo que la mayoría y además no lo oculta, por no tener
redes sociales y, por tanto, no intercambiar opiniones con mis lectores tanto de mi literatura como
de mis artículos de prensa. Primero, no es verdad del todo, porque con mis lectores sí hablo e
intercambio opiniones, pero de igual a igual y a cara descubierta cuando me los encuentro, ya sea
en un acto público, ya sea por la calle o en un bar, y, segundo, tampoco me enorgullezco ni hago
bandera de una misantropía virtual que no sufro, al revés: lo virtual forma parte importante de mi
vida, pero entiendo que alguien no lo comprenda. Aunque la explicación es sencilla: mi paz y mi
intimidad son algo que valoro demasiado como para ponerlo al alcance de cualquiera y menos de
esos que disfrutan destrozando al prójimo, del mismo modo en que por la calle no hablo con
cualquiera, sólo con quien se dirige a mí con educación. Visto lo que estamos viendo, creo que el
Papa se precipitó al sentenciar que el infierno no existe (el infierno son los otros, dijo Sartre, y yo
añadiría que en el anonimato más), y, como escribió Fernando Pessoa, para mí, escribir es mi
forma de estar solo.
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Martín Caparrós. 6 de febrero de 2021
La palabra protocolo
Nunca la habíamos oído tanto: es el momento de la palabra protocolo. Ahora, cuando cada
movimiento puede ser mortal, abundan las reglas y normas que no queremos no cumplir, que
reclamamos a diestra y siniestra. Si para algo sirve la pandemia es para convencernos de que
obedecer es lo mejor que podemos hacer: que es por nuestro bien. Y para que sepamos qué
obedecer, las órdenes se ordenan en los protocolos.
Todavía recuerdo a ese chico que decía que cuando oía protocolo pensaba en Patroclo —el amigo
de Aquiles—: ¿se les ocurre algo remotamente más pedante para uno de seis años? Por suerte
ese chico, como todos, creció y la vida se encargó de abofetearlo suficiente; ya no dice esas
cosas. Pero la palabra protocolo sigue siendo fácil de confundir: explosión de sentidos.
Empezó, como tantas, en algún valle griego; la difundieron los latinos para denominar las formas
que debían seguir los actos públicos o no tan públicos. Si un rey entraba antes que su perro, si las
mujeres caminaban a la izquierda o la derecha, si se podía sorber con estrépito de placer la salsita
del plato. Protocolo era todo eso que no servía para nada más que para comunicar que alguien
conocía las costumbres —que era uno de ellos— y que las aceptaba —que quería seguir
siéndolo. Era una palabra perdidamente boba hasta que vino a ponerle cierto picante una fake
news extraordinaria.
Ahora hablamos de fake news como si fueran un invento reciente. Lo hacemos en países como la
Argentina, donde la revista más leída titulaba “Seguimos ganando” —la guerra de las Malvinas—
dos semanas antes de la rendición. O los Estados Unidos, donde el diario más vendido informó
que Irak tenía armas de destrucción masiva que justificaron su invasión. O la España, donde los
grandes medios comunicaron que ETA era la responsable del atentado de Atocha.
Pero pocas fake news han tenido tanta circulación, tanta repercusión como aquel protocolo. Los
protocolos de los sabios de Sionfue un dizque libro recauchutado por la policía secreta zarista a
partir de varios panfletos y novelas antisemitas francesas. Se lo presentaba como el plan de los
judíos para dominar el mundo y a principios de los veinte ya había vendido varios millones de
ejemplares en varias lenguas europeas, justificado asesinatos, pogromos y demás atenciones.
Después un tal Hitler lo tomó como estandarte y en su libro Mein Kampf lo reivindicó con sabiduría
conspirativa: no había mejor prueba de que el texto era verdadero, dijo, que tantos poderosos
insistiendo en que era falso.
Los Protocolos siguen circulando: siempre hay idiotas. Pero ahora, en medio de la peste, la
palabra cobró una vida nueva. Se la dio la medicina: ya hace tiempo que los médicos “aplican
protocolos”. Es decir: confirman que la medicina actual es una rama de la estadística. Un médico
sabe que el 63,2% de las personas con dolor de meñique empalado y tos concomitante se curan
si se les aplica un tratamiento tal —sintetizado en el protocolo correspondiente— y entonces se lo
aplican. Y si ese no funciona —si el paciente forma parte del 36,8%—, le buscan otro protocolo, y
así de seguido. El sistema es suicida: si eso es todo lo que hacen, muy pronto ordenadores
poderosos lo van a hacer mucho mejor. No será complicado alimentarlos con síntomas y estudios
y pedirles el protocolo que mejor funcione a partir de las masas de información que pueden
manejar.
Pero en estos días en que la medicina es nuestro dios, los protocolos son sus escrituras: nos
imponen todo lo que debemos hacer y no hacer si mantenemos la peregrina intención de
sobrevivir. Así que ahora todos tenemos la palabra protocolo en la cabeza: el conjunto de normas
que los que saben mandan. Una muestra más de cómo la pandemia nos lleva a hacer lo que
nunca esperamos: obedecer órdenes inverosímiles. No ha habido, en todo caso, en las últimas
décadas, mejor entrenamiento para el desastre —que, como siempre, está por llegar.
4.
David Trueba. 2 de febrero de 2021