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La Jornada, 11 de septiembre de 2011.

10 años del 11/S


¿Qué hay que conmemorar un 11 de septiembre?
Marcos Roitman Rosenmann

Los recordatorios incitan a reflexionar. Son actos de unidad en torno a un sentimiento, las
más de las veces ligado a un hecho desgarrador cuyos efectos pasan a formar parte de una
memoria histórica, de un imaginario social. Batallas, asesinatos, golpes de Estado,
independencia política, atentados o catástrofes naturales son parte de una larga lista de
circunstancias capaces de cohesionar a un colectivo en torno a una idea de nación, valores e
identidad colectiva. Cada celebración es un devenir con pista de ida y vuelta. Está sometido
a interpretaciones contradictorias. Unas lo justifican, otras lo rechazan.

Cuando hablamos del 11 de septiembre, seguramente los nacidos en los años noventa del
siglo pasado visualizarán el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono en
2001. Ingenuamente, podríamos preguntarnos, ¿acaso existe otro?; y si lo hubiese: ¿tiene el
mismo calado mundial?

La existencia de otros 11 de septiembre ocurridos en el siglo pasado tal vez no supere las
barreras de una historia provinciana, regional o tal vez impactante, pero de corto recorrido.
Pocos y cada vez menos, tendrán en sus mentes, al hablar de un 11 de septiembre, el golpe
de Estado que derrocase, en 1973, al gobierno constitucional de Salvador Allende en Chile.
Pero ambos acontecimientos se entrecruzan y tienen explicaciones complementarias. Para
los estadunidenses, con honrosas excepciones, Chile, la Unidad Popular y Salvador Allende
no signifiquen nada. Aunque para los chilenos, el 11 de septiembre de 2001 supone un
punto de inflexión en su propia historia. Tal vez un ajuste de cuentas donde es necesario
guardar luto y expiar culpas.

Los chilenos no pueden olvidar su 11 de septiembre. Hoy padecen sus consecuencias. Las
fuerzas armadas lo consideraron la segunda independencia, la liberación del comunismo.
Banderas en los balcones le dieron la bienvenida. Brindis con champan y vítores al ejército
simbolizaban, ese martes sangriento, el reconocimiento de la burguesía, los terratenientes y
la oligarquía a los alzados. Nunca dejaron de pensar que eran los legítimos dueños de Chile.
Después de tres años de gobierno popular volvían a recuperar su poder.

Sin embargo, para la mayoría del pueblo chileno, el bombardeo al palacio presidencial
inauguró una era de asesinatos, torturas, exilio, desaparecidos y violación de los derechos
humanos. Significó la pérdida de la democracia, de la libertad política conseguida con
mucho esfuerzo. Ya nada sería igual, instaurándose un régimen de oprobio, muerte,
corrupción y desigualdad.

El Chile actual parece olvidar esta circunstancia. Al menos su clase política. Sin memoria,
sin dignidad ni ética, prefiere mirar hacia otro lado. No quieren recordar el origen espurio
que les ata al golpe de Estado, al mantener vigente la Constitución elaborada por el
pinochetismo en 1980. De nada sirve ocultarlo con reformas de segundo orden, como las
realizada durante la administración de Ricardo Lagos. Los partidos de la concertación y la
derecha no han roto el cordón umbilical con el útero materno, la tiranía. Sus miembros se
sienten cómodos matando al pueblo mapuche y reprimiendo al movimiento estudiantil con
las mismas armas de la tiranía, la ley antiterrorista de 1984.

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