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3 Plena conciencia del tejido con palabras llegó en el primer año de primaria. Ahí
la maestra Guadalupe, con sus brazos regordetes conducía la mano del niño que
con admiración aprendía lo que eran las monosílabas. Se dio el pasaje de líneas o
círculos a palabras. Los niños del grupo asociábamos las letras con sonidos
onomatopéyicos que repetíamos en el momento de reproducir el signo plasmado
en el libro de texto. Más adelante, vino el alfabeto. Percibí complicaciones con las
letras: las individuales, la a siempre era a; otras, las asociadas, se vinculaban en
la pronunciación de las vocales (c, era ce; d, era de, etc.); algunas más requerían
explicación (b, era be grande; v era ve chica o uve; z, era zeta; ll era doble ele; r,
era ere; rr, era doble r; por ejemplo). Para nada era comprensible la distinción que
mis maestras hacía entre c, s y z, y las intercambiables b y v.
4 Después venían las cadenas, palabras cortas, palabras largas, para llegar a
enunciados que copiábamos y repetíamos como «Mi mamá me mima, me mima
mi mamá»; «Ese oso se asea», entre muchas más. La acción coral de la
repetición en conjunto me hacía sentir que pertenecía a un grupo. En coro los de
primer grado, en silencio los de grados más elevados.
6. Las tareas escolares las asocié a colores, siempre el rojo para notas malas y los
errores. En los cuadernos coleccionábamos taches y palomas; mi única relación
con las materias que adornaban cuadernos y ejercicios en libros. Al final de la
primaria la lectura era más precisa y se volvió un asunto de casa; insistía en
repetir, repetir, repetir hasta que la entonación fuese lo más correcta posible. La
música vino en ayuda de la lectura; siempre en voz baja, repetía canciones (de
boleros, para ser precisos) que mi madre cantaba.
8. La poesía codeaba con las canciones, tenían un ritmo especial distinto del
lenguaje de la ciencia. Era parte del conocimiento de la mitología, que siempre me
cautivó. Las lecciones del Siglo de Oro español y del barroco mexicano me
atrajeron. La mente del adolescente asoció la sonoridad de mis primeras lecturas
«Ese oso se asea»; con el poético, «Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero /
que muero porque no muero»; y con el musical, «sabia virtud de conocer el tiempo
/ a tiempo amar, y desatarse a tiempo». Fue un tiempo de claridad sobre el ritmo,
las variaciones de significaciones de las palabras y las normas de escritura,
siempre con sus innumerables excepciones.
10. Para ejercer mejor el oficio de estudiante, nos vendían un libro con
recomendaciones para estudiar: «en su casa elija un lugar sin ruido», algo así se
sugería: nunca lo logré, en mi casa había pocas habitaciones, así que aprendí a
leer con ruido. Había otras, como dar una lectura rápida al texto, subrayar ideas
principales, hacer notas: era un misterio encontrar la idea principal. Para un lego
en la materia ¡todo era importante! En este punto colaboraron los docentes. Los
buenos maestros mostraban, en su interpretación del texto, cuál era la idea
principal; estar atento a lo que explicaban me sirvió, sin saberlo, para colocarme
también como intérprete y argumentar en clase. Insensiblemente, el tesoro
lingüístico se ampliaba. A mi mente viene el título Esbozo de historia universal de
Juan Brom; y el juego lúdico con palabras continuaba ¡estaba bien Brom ese Juan!
Esbozo y baluarte llegaron como tesoro lingüístico para quedarse. Nuevas
palabras para nuevas formas de elaborar trabajos escolares.
11. Algunos profesores revisaban los trabajos, otros no. Algo especial aconteció al
final del bachillerato: la sensación de creación, fue la elaboración del trabajo final
en Ética. Con un compañero elegimos el tema de El albur. Fuimos al mercado de
La merced, entrevistamos a cargadores; llovían dichos, albures, canciones,
piropos, juegos de palabras. Transcribimos lo grabado, organizamos palabras,
hilamos párrafos. Al concluir, dos bachilleres emocionados presentaban algunas
hojas como trabajo final. Luego de una semana, con ansia aguardábamos la
sanción: Magister dixit: «–El trabajo fue copiado, tienen seis». Solicitamos
rectificación, mostramos evidencias –casetes– y accedió a un ocho. La sensación
de presentar un trabajo «propio» no era equiparable a la nota recibida. Para este
momento, participaba de juegos de palabras. Por un lado, hacía «calaveras» a mis
amigo/as y a familiares cercanos; la primera se la hice a mi madre. Por otro lado,
sobre la base musical de canciones reinventaba letras; anotadas en hojas sueltas,
todas cayeron en el olvido. Escribía poemas: melosos, de rompe y rasga, de
despecho, o relacionados a las cosas simples de la vida.
12. Estudié en una facultad donde buena parte de sus docentes eran autores de
libros, capítulos de libros, manuales, notas periodísticas, artículos, ensayos,
programas de curso, etc. Nos enseñaron el valor de la escritura y de su primer
eslabón: el parafraseo en la eficiente organización de las ideas. Nos mostraban,
en la interpretación del material de clase, cómo analizar los textos y llegar a
variados niveles de comprensión. Mis compañeros, todos ellos con mejor
redacción que la mía, me mostraron sus «trucos», encontrar nuevos palabras para
explicar las ideas de los autores. Poco a poco creé un sistema propio de lectura y
subrayado para tener memoria de lo que leía. Aprendí a hacer notas de clases,
charlas, simposios con cuadernos, hojas, colores, y tarjetas (que después fueron
relegadas por la aparición del pósit [post-it]).