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Mi trayectoria en relación con la escritura

1. Como mis padres, crecí en la Ciudad de México. Mi familia se componía de mi


madre, padre y sus dos hijos: mi hermano menor (por once meses) y yo, (el
primogénito), un par de años después llegó «el torbellino». En la casa no había
libros; no contábamos con biblioteca. No obstante, mi madre era ávida lectora de
periódicos y de «cuentos» [cómics]; mis tíos y primos –de la edad de madre–
siempre tenían alguno a la mano cuando llegábamos a las reuniones familiares los
domingos; con mis amigos de la infancia compartíamos esos pequeños folletos
que, a la postre, se volvieron objetos de culto y de comercialización en las redes
sociales.

2. Mi escolarización inició en la guardería del mercado cercano a casa. Para la


época, ya reconocía que existían las letras y las palabras –a pesar de que no
podía nombrarlas como tales–. Por ejemplo, en la parte frontal del mercado había
un rótulo que lo identificaba; me daban curiosidad los carteles con letras y
números que los marchantes colocaban al lado de las verduras, frutas o yerbas; al
abordar el autobús sabía a cuál hacerle la parada, no solo por el color de la
unidad, sino por los símbolos mostrados en la parte frontal. El espacio de la
guardería era mínimo, semejante al de la estructura de puestos de unos dos por
tres metros. La guardería, con una estructura física semejante a los puestos del
mercado, de unos tres por dos metros, nos mantenía con actividades simples:
iluminar figuras, ejercicios de rayitas, palitos y círculos enlazados en espiral –¡Sí
pasé esos cursos!–. Tiempo después mi hermano y yo entramos a prescolar; todo
era jugar, escasa actividad planeada por las docentes. Cabe acotar que los niños
de mi generación nos acercamos a las letras a través de dados de madera que en
cada uno de sus bordes tenían una letra diferente.

3 Plena conciencia del tejido con palabras llegó en el primer año de primaria. Ahí
la maestra Guadalupe, con sus brazos regordetes conducía la mano del niño que
con admiración aprendía lo que eran las monosílabas. Se dio el pasaje de líneas o
círculos a palabras. Los niños del grupo asociábamos las letras con sonidos
onomatopéyicos que repetíamos en el momento de reproducir el signo plasmado
en el libro de texto. Más adelante, vino el alfabeto. Percibí complicaciones con las
letras: las individuales, la a siempre era a; otras, las asociadas, se vinculaban en
la pronunciación de las vocales (c, era ce; d, era de, etc.); algunas más requerían
explicación (b, era be grande; v era ve chica o uve; z, era zeta; ll era doble ele; r,
era ere; rr, era doble r; por ejemplo). Para nada era comprensible la distinción que
mis maestras hacía entre c, s y z, y las intercambiables b y v.

4 Después venían las cadenas, palabras cortas, palabras largas, para llegar a
enunciados que copiábamos y repetíamos como «Mi mamá me mima, me mima
mi mamá»; «Ese oso se asea», entre muchas más. La acción coral de la
repetición en conjunto me hacía sentir que pertenecía a un grupo. En coro los de
primer grado, en silencio los de grados más elevados.

5. Simultáneamente, distinguí entre lectura en voz alta y en voz baja (que en


realidad no era en tono bajo, era una voz interior, sin sonido). Sobre esta base, se
apuntalaron normas; la clase de español se las arreglaba con éstas. Mis
profesores no eran muy buenos en asumirlas, nos obligaron a repetir palabras con
errores, una de ellas fue ázucar; pasé factura por este error hasta la secundaria.
Por cuarto o quinto año vino la lección de homónimos, sinónimos y antónimos.
Curiosa mente la de un infante que asoció Antonio con antónimos; el tema de la
clase se me quedó grabado: banca, banca; llegar, arribar; llegar, partir.

6. Las tareas escolares las asocié a colores, siempre el rojo para notas malas y los
errores. En los cuadernos coleccionábamos taches y palomas; mi única relación
con las materias que adornaban cuadernos y ejercicios en libros. Al final de la
primaria la lectura era más precisa y se volvió un asunto de casa; insistía en
repetir, repetir, repetir hasta que la entonación fuese lo más correcta posible. La
música vino en ayuda de la lectura; siempre en voz baja, repetía canciones (de
boleros, para ser precisos) que mi madre cantaba.

7. En la secundaria vinieron cambios. Lejana de casa, abordaba entre semana un


autobús que cruzaba todo el centro de la ciudad. En el trayecto, repetía
mentalmente los anuncios, y con el tiempo se convirtieron en punto de referencia
para orientarme. Descubrí una regla implícita; no llevaban punto final. Era regular
que comprara el periódico vespertino; era raro un niño en autobús con periódico
en mano. Por otro lado, la escritura se diversificó. En un cuaderno especial para
música anotábamos en el pentagrama las notas musicales; historia se escribía en
presente («Entra el Ejército Trigarante a la ciudad de México»), ¿por qué? la
respuesta vendría más adelante, hasta la universidad. Al tiempo, era novedad la
escritura de las materias de física y química: las fórmulas hermanaban a estas
disciplinas, asociadas a conceptos «científicos». Agua pertenecía al lenguaje
común –¡aguas con el camión!–, al poético o al filosófico; H20, es propio de la
química. Escribir en examen la fórmula de permanganato de potasio (KMnO4) me
salvó en el examen final y me brindó un estatus en el grupo.

8. La poesía codeaba con las canciones, tenían un ritmo especial distinto del
lenguaje de la ciencia. Era parte del conocimiento de la mitología, que siempre me
cautivó. Las lecciones del Siglo de Oro español y del barroco mexicano me
atrajeron. La mente del adolescente asoció la sonoridad de mis primeras lecturas
«Ese oso se asea»; con el poético, «Vivo sin vivir en mí / y de tal manera espero /
que muero porque no muero»; y con el musical, «sabia virtud de conocer el tiempo
/ a tiempo amar, y desatarse a tiempo». Fue un tiempo de claridad sobre el ritmo,
las variaciones de significaciones de las palabras y las normas de escritura,
siempre con sus innumerables excepciones.

9. Lo aprendido en la secundaria en relación con la diversidad de la escritura se


acentuó en el bachillerato. En el CCH (Colegio de Ciencias y Humanidades de la
UNAM) fueron relevantes diversos aspectos. La escritura de informes «científicos»
de Biología no se parecía a los textos de Historia; éstos se aproximaban a la
literatura. Empero, los unía la descripción del contexto: en las prácticas de campo
de biología enumeramos los elementos integrantes de un ecosistema; en historia,
mostramos los abecés de los «bloques históricos, momentos cruciales de una
época»; en literatura, pincelamos el paisaje de la aparición de una obra.

10. Para ejercer mejor el oficio de estudiante, nos vendían un libro con
recomendaciones para estudiar: «en su casa elija un lugar sin ruido», algo así se
sugería: nunca lo logré, en mi casa había pocas habitaciones, así que aprendí a
leer con ruido. Había otras, como dar una lectura rápida al texto, subrayar ideas
principales, hacer notas: era un misterio encontrar la idea principal. Para un lego
en la materia ¡todo era importante! En este punto colaboraron los docentes. Los
buenos maestros mostraban, en su interpretación del texto, cuál era la idea
principal; estar atento a lo que explicaban me sirvió, sin saberlo, para colocarme
también como intérprete y argumentar en clase. Insensiblemente, el tesoro
lingüístico se ampliaba. A mi mente viene el título Esbozo de historia universal de
Juan Brom; y el juego lúdico con palabras continuaba ¡estaba bien Brom ese Juan!
Esbozo y baluarte llegaron como tesoro lingüístico para quedarse. Nuevas
palabras para nuevas formas de elaborar trabajos escolares.

11. Algunos profesores revisaban los trabajos, otros no. Algo especial aconteció al
final del bachillerato: la sensación de creación, fue la elaboración del trabajo final
en Ética. Con un compañero elegimos el tema de El albur. Fuimos al mercado de
La merced, entrevistamos a cargadores; llovían dichos, albures, canciones,
piropos, juegos de palabras. Transcribimos lo grabado, organizamos palabras,
hilamos párrafos. Al concluir, dos bachilleres emocionados presentaban algunas
hojas como trabajo final. Luego de una semana, con ansia aguardábamos la
sanción: Magister dixit: «–El trabajo fue copiado, tienen seis». Solicitamos
rectificación, mostramos evidencias –casetes– y accedió a un ocho. La sensación
de presentar un trabajo «propio» no era equiparable a la nota recibida. Para este
momento, participaba de juegos de palabras. Por un lado, hacía «calaveras» a mis
amigo/as y a familiares cercanos; la primera se la hice a mi madre. Por otro lado,
sobre la base musical de canciones reinventaba letras; anotadas en hojas sueltas,
todas cayeron en el olvido. Escribía poemas: melosos, de rompe y rasga, de
despecho, o relacionados a las cosas simples de la vida.
12. Estudié en una facultad donde buena parte de sus docentes eran autores de
libros, capítulos de libros, manuales, notas periodísticas, artículos, ensayos,
programas de curso, etc. Nos enseñaron el valor de la escritura y de su primer
eslabón: el parafraseo en la eficiente organización de las ideas. Nos mostraban,
en la interpretación del material de clase, cómo analizar los textos y llegar a
variados niveles de comprensión. Mis compañeros, todos ellos con mejor
redacción que la mía, me mostraron sus «trucos», encontrar nuevos palabras para
explicar las ideas de los autores. Poco a poco creé un sistema propio de lectura y
subrayado para tener memoria de lo que leía. Aprendí a hacer notas de clases,
charlas, simposios con cuadernos, hojas, colores, y tarjetas (que después fueron
relegadas por la aparición del pósit [post-it]).

13 Dentro del tesoro lingüístico de la época universitaria existía la palabra


tarjetero, ahora en desuso como el verbo discar. Mi generación trabajó con tarjetas
–de aproximadamente la mitad de una hoja carta–, que servían para todo:
transcribíamos las notas de clase, entregábamos trabajos finales, colocábamos las
citas textuales de los textos, entre otros usos. Las había de diferente tipo, algunas
rayadas, otras totalmente en blanco y con algunos colores en el diseño. Lo más
importante, las tarjetas facilitaban el trabajo en equipo; las circulábamos entre
nosotros [«Los diez que son nueve», autonombrados así], nos permitiría ahorrar
tiempo en la lectura de otros textos. El que leía un texto se comprometía a hacer
las tarjetas y circularlas entre los miembros del grupo. Asumimos reglas: anotar en
la parte superior el tema o subtema, la referencia completa y el entrecomillado
literal de la cita, con corchetes nuestras palabras. Con el tiempo nos dimos cuenta
de sus limitaciones: para entender lo extraído en su cabalidad valía contextuar la
parte en el todo. No obstante, su ayuda fue inmensa en la elaboración de trabajos
escolares, muchos de nosotros organizamos de esta manera nuestras tesinas y la
presentación del examen profesional, con apoyo de la máquina de escribir.

14 Otras formas de trabajo y de almacenamiento de la información vinieron con la


aparición de la computadora. Eso será parte de otra historia…

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