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Era una calurosa mañana (de 43° C.

), en las selvas ecuatoriales del noreste de


Colombia, región a la que
llaman Motilandia. Las aves graznaban y los micos chillaban cuando subí con 15
indios motilones a la
piragua que nos llevaría a una cooperativa de víveres. Sentí que estaba a punto de
darme otro ataque de
paludismo, y esperaba que la sudación provocada por el sofocante calor me ayudara a
superarlo.
Mientras Kaymiyokba, buen amigo mío y jefe de los motilones, gobernaba la
embarcación, escudriñé las
márgenes del río. Los guerrilleros colombianos consideraban que yo era la persona
clave para lograr que
los indios ”constante espine para los comunistas” se afiliaran a su causa. Como
había resistido todos sus
intentos de reclutarme, varias veces me habían amenazado de muerte. Al acercarnos
al muelle, alcancé a
ver a dos guerrilleros armados. Sin previo aviso, el fuego de una ametralladora
hizo saltar el agua en
torno nuestro.
“¡Salgan de la canoa!” gritó un guerrillero. “¡Tiéndanse de cara al suelo!”
Kaymiyokba y varios otros motilones caminaron, enojados, hacia los guerrilleros,
con la intención de
atacarlos a mano limpia, ante lo cual el guerrillero disparó otra ráfaga y una bala
rozó la frente de
Kaymiyokba; pero él se mantuvo firme.
“¡Bruce Olsson es prisionero de la Unión Camilista del Ejército de Liberación
Nacional!”, gritaron.
Este grupo de guerrilleros procastrista, conocido como el ELN, era la única de las
cuatro principales
organizaciones revolucionarias que no había querido aceptar la tregua con el
Gobierno.
Debía dar a los motilones la oportunidad de escapar; le dije a Kaymiyokba en su
dialecto: – “¡No me
sigan!”
Luego, hablé con los guerrilleros: – “¡Yo soy Bruce Olsson, al que ustedes buscan.
Dejan en paz a los
motilones!”
Empecé a alejarme, cuando alguien gritó: – “¡Alto, o disparamos!”
Aceleré el paso. De pronto, a unos 450 metros de los motilones, dos guerrilleros
saltaron frente a mí, me
derribaron y me asestaron un arma en la cabeza. “Conque así es como moriré”, pensé.
Me ataron con fuerza las manos a la espalda, me pusieron de pie y ordenaron que
caminara. Después de
tres agobiantes días y noches, llegamos por fin al campamento de los guerrilleros.
Cartas de amor
Me vigilaban las 24 horas del día. La mayor parte del tiempo permanecí con las
manos atadas a la
espalda, a pesar de que estaba muy enfermo de paludismo y sufría intensos dolores.
Años antes, al hallarme herido o enfermo en la selva, había aprendido a aislarme de
las molestias físicas.
Cuando se está lejos de toda ayuda, con un brazo dislocado; es preciso seguir
adelante: En estos
momentos me decía a mí mismo: “Este dolor sólo existe en mi cuerpo. Mi mente y mi
espíritu están
por encima de esto, y no participan“.
Apliqué este método entonces, para soportar algunas de las peores circunstancias de
mi cautiverio.
Tal vez parezca extraño, pero no estaba preocupado por mi destino, pues creía que
mi responsabilidad
consistía en dar servicio donde me encontraba y sabía que todo estaba en las manos
de Dios.
– “Es usted nuestro prisionero político”, me informó Manuel Pérez, director
político nacional del ELN.
Años antes Pérez, ex sacerdote jesuita (es sorprendente el número de jefes
guerrilleros que han sido
sacerdotes católicos o ministros protestantes), me había invitado a trabajar con él
en el movimiento
revolucionario.
Le contesté que los cristianos no debían dedicarse a matar.
– “Deseamos que se una a nuestra dirección nacional”- me dijo Pérez en esta
ocasión. – “Queremos que
organice los servicios sociales y de salud, y que funde escuelas … así como lo ha
hecho entre los indios
motilones. Si no se une a nosotros, lo mataremos”-.
A los pocos días observé que algunos guerrilleros tenían fiebre palúdica y que
otros presentaban
síntomas de hepatitis, pues sus pésimos hábitos de higiene estaban contribuyendo a
la propagación del
virus de la hepatitis. Los guerrilleros escupían constantemente, contaminando el
suelo, el agua y los
alimentos. Mencioné este problema a uno de los oficiales del campamento, a los que
llamaban
responsables, y como por arte de magia todos dejaron de escupir.
Los dos meses siguientes viví en un constante vaivén: hoy me trataban amablemente;
mañana, me
maltrataban. Rehuía las discusiones y trataba de ayudar como mejor podía. Enseñé a
los cocineros a
preparar deliciosas salas con gusanos de palmera ahumados; hacía pan para todo el
campamento tres
veces por semana, y escribía floridas cartas de amor que los guerrilleros jóvenes
analfabetos enviaban a
sus novias. Ambos teníamos una estrategia: ellos querían entrar en mi vida y yo en
la suya. Y yo era
quien estaba progresando.
Subestimando al enemigo
En enero ya me habían traslado a un tercer campamento. En un pequeño claro, los
guerrilleros se
construyeron refugios con palmas, pero a mí me obligaron a dormir al descubierto,
sin protección contra
las lluvias torrenciales; así que los insectos tenían festines conmigo de día y de
noche.
Para combatir el tedio, pedí que me permitieron escuchar sus diarias discursos
políticas, lo cual les
agradó. La primera mañana que asistí se esforzaban por entender las diferencias
entre el socialismo, el
comunismo y la democracia. Les di una explicación bastante completa y, después,
varios guerrilleros me
preguntaban si accedería a actuar como presidente de debates. Con pocos estudios, o
de plano sin ellos,
muchos guerrilleros sólo se habían dejado influir por los puntos de vista de sus
dirigentes revolucionarios,
partidarios de Castro. Esta función me dio la oportunidad de exponerles nuevas
ideas.
Al conocernos mejor, los guerrilleros más jóvenes empezaron a llamarme Papá
Bruchko. Los motilones
me habían puesto el apodo de Bruchko, porque así les sonaban mi nombre: Bruce
Olsson. Por broma,
aquellos jóvenes guerrilleros agregaron “Papá”, ya que a los 47 años, era lo
bastante viejo para ser su
padre. Advertí que sus actitudes amistosas eran un esfuerzo para atraerme a su
organización.
Al continuar nuestras discusiones, ofrecí enseñarles a leer y escribir. Los
responsables vieron esto como
una prueba de que me interesaba unirme a ellos, y por eso lo aprobaron. Cierto día,
mientras daba
clases, el principal responsable se quitó el elástico de un calcetín y empezó a
tirarles a las hormigas
gigantes que andaban en el piso. No ha oído ni una palabra de lo que he dicho,
pensé. Sin embargo,
minutos después, hizo un concienzudo comentario que resumió mi plática. Eso me
enseñó a no
subestimar a los guerrilleros, pues era muy poco lo que se les escapaba.
Susurros en la noche
Como a los cinco meses de cautiverio, me permitieron tener una Biblia. Estas líneas
del Salmo 91 fueron
alimento para mí: “Sí, Él te libra de la red del cazador, de la peste mortal; Él te
cubre con sus alas, un
refugio hallarás entre sus plumas”.
En Colombia, nación católica, apostólica y romana, hasta los guerrilleros aceptaban
que el domingo era
un día dedicado a “la iglesia”. Cada semana algunos más se nos unían en el estudio
de la Biblia y el culto;
incluso empezamos a orar juntos.
Al poco tiempo resolví que ya podía compartir con ellos mi fe personal. Pronto,
unos cuantos se hicieron
cristianos. Estoy seguro de que a los responsables les preocupaban las buenas
relaciones que algunos
guerrilleros estaban entablando conmigo. Y con mucha razón, porque su conciencia
trasformada los
inducía a cuestionar la moralidad de los actos terroristas.
Una noche, ya tarde, un joven se acercó a mi hamaca.
– “Papá Bruchko” – susurró – “si me ordenan que lo ejecute, he resuelto negarme”-.
Eso significaba que lo ejecutarían a él por desobedecer una orden, lo cual me
conmovió profundamente.
Belleza en medio del dolor
En febrero, los responsables ya insistían en que me declarara militante de su
organización. Les respondí
que no podía justificar que, para alcanzar objetivos políticos y sociales, se
tuviera que matar, y que por
eso no podía afiliarme a ellos. Mi clasificación cambió de pronto de “prisionero
político” a “prisionero de
guerra”.
Siempre se ejecutaba a los prisioneros de guerra. Los guerrilleros inventaron toda
una lista de
“acusaciones”, y luego me sentenciaron formalmente a muerte.
Entonces, los responsables lo intentaron todo para quebrantarme psicológicamente.
“Los indios lo han
abandonado”, me dijeron. “Hemos hablado con ellos, y ni uno solo se preocupa porque
usted viva o
muera”. No pude creerlo, pues seguramente recordarían los 28 años que habíamos
pasado juntos. Ellos
eran mi familia y sin embargo, conforme los guerrilleros repetían sus
aseveraciones, empecé a dudar.
¿Sería posible?
La tortura física que sufrí durante ese tiempo fue tan terrible, que probablemente
jamás podré hablar de
ella; lo pero de todo fue que me obligaron a presenciar las ejecuciones de otros
rehenes. Lo más común
era ordenar al rehén que se arrodillara en el lodo, apoyar una pistola de gruesa
calibre en el temporal y
volarle la tapa de los sesos. De vez en cuando se empleaban pelotones de
fusilamiento, cuyas balas
esparcían partes del cuerpo entre los árboles y el follaje, como si fueron húmedos
montones de
sangrienta basura. “Esto la pasará a usted si no firma una confesión”, me dijeron.
Pero también hubo momentos de profunda emoción. Una vez, mientras sufría uno de
varios ataques de
diverticulosis, perdí unos dos litros de sangre. Un médico que los guerrilleros
habían llevado a la selva
opinó que una trasfusión de sangre podría salvarme.
Inmediatamente surgió una disputa sobre quién mercería el “honor” de donar su
sangre; el elegido fue un
joven que se había hecho cristiano. Después de las trasfusiones, estuvo sentado un
rato junto a mí.
– “Ahora, mi sangre fluye en tus venas, Papá Bruchko” – me dijo. Había lágrimas en
sus ojos. Y también
en los míos.
El canto de un ángel
Esa misma noche, me despertó un dolor terrible. Esa vez, no pude aislarme de él.
Nunca había sentido tal
angustia.
En eso, sucedió algo asombroso. Un ave a la que conocíamos por el nombre de “mirla”
comenzó a cantar.
Al escucharla, me llamó la atención que aquel canto tuviera un efecto sedativo,
pues la fascinante
melodía en tono menor me resultaba dolorosamente familiar.
Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, el ave seguía cantando. ¿Sería una
alucinación? Más que
nada, porque todo el mundo sabía que esas aves no cantan de noche. Sin embargo,
este canto ”real o
imaginario” estaba ejerciendo un efecto restauradora en mi espíritu y pude sentir
que volvía a la vida.
Entonces comprendí. El ave interpretaba un cántico tonal de los motilones, imitando
los sonidos con una
fidelidad tan pasmosa, que casi pude ver a Kaymiyokba y los demás motilones
cantando las profecías de
la resurrección de Cristo en el estilo inmemorial de su tribu.
En ese momento supe que no me habían abandonado y que estaría nuevamente con los
motilones. Dios
se había valido del canto de un ave para trasfundirme su sangre llena de vida.
A la mañana siguiente, uno de los guerrilleros cristianos se acercó a mi hamaca.
– “¿Y bien?”- dijo suavemente – “¿qué le pareció su concierto personal de anoche?”
Lo interrogué con la mirada.
– “La mirla”- aclaró.
– “Su canto nos mantuvo despiertos toda la noche. ¡Nunca habíamos oído algo igual!
Los muchachos se
preguntaban si sería un ángel especial, enviado a cantar para usted”-.
La “ejecución”. En julio, me llevaron ante un responsable y me indicaron que debía
prepararme a morir.
Puesto que no quería firmar una confesión, iban a ejecutarme.
Tres días después, luego de haber dado clases por última vez, me condujeron a un
pequeño claro, fuera
del campamento. Varios guerrilleros me ataron las manos a la espalda, alrededor de
una pequeña
palmera, mientras mis ejecutores, 18 de ellos armados con metralletas, se
alineaban. Pensé que no
quedaría gran cosa de mí, pero por lo menos sería algo rápido. Procuré concentrarme
en recuerdos de
los motilones, mis amigos.
– “¡Apunten!”, ordenó el responsable al pelotón.
– Varios hombres lloraban en silencio al apuntarme con las armas.
– “¡Fuego!”
Sonaron los disparos, pero yo no sentí nada. Los hombres del pelotón me miraron con
asombro, y luego
examinaron las armas.
– “¡Son balas de salva!”, gritó uno de ellos.
Había sido un último intento para hacerme ceder, pero no les había dado resultado.
A la mañana siguiente se me acercó Federico, un jefe de los guerrilleros, y me
dijo:
-“Bruce Olsson, tengo buenas noticias para usted. ¡Queda en libertad! ¿Está
contento?”-.
Yo me encogí de hombros.
-“Me es indiferente”- repliqué – “me preocupan los motilones. ¿Qué será de
ellos?”-.
-“Sí, sí”- me tranquilizó -“hemos resuelto dejar en paz a los motilones, y usted
puede continuar su labor
entre ellos, como antes. Fue un error haberlo secuestrado y esperamos que halle en
su interior la
grandeza necesaria para perdonarnos. ¿Está contento ahora?”-.
Me dejaron libre el 19 de julio de 1989, y sólo entonces descubrí que el mundo
exterior estaba enterado
de mi cautiverio.
Los motilones y casi todas las demás tribus de Colombia, actuando como un solo
pueblo por primera vez,
se habían unido para apoyar “al hombre que es nuestro hermano”, y amenazaban con
declarar la guerra
total a los guerrilleros si no me ponían en libertad. Los medios de comunicación se
habían sumado a su
causa, y pronto los había seguido todo el pueblo colombiano, denunciando a los
guerrilleros.
El presidente de Colombia, Virgilio Barco Vargas, me dio la bienvenida al volver a
la civilización.
– “Usted es un símbolo nacional”- me dijo.
– “Por primera vez en la historia, los indios han defendido a un hombre blanco. Su
causa ha unido a
nuestro pueblo y le ha dado valor para combatir al terrorismo”.
He seguido con gran pesar las noticias de la guerra contra las drogas en Colombia,
pero también estoy
muy orgulloso. En el pueblo colombiano hay una nueva determinación para oponerse a
los cárteles de las
drogas. ¿Por qué ha resuelto el pueblo combatir?
La repuesta no es fácil, pero recuerdo, a mi regreso, al pueblo que me esperaba en
las calles de Bogotá
para darme la bienvenida. Todos declaraban: “Los motilones nos han inspirado. Ya no
toleraremos más
tiempo a esos criminales por miedo a perder la vida”.
Tal vez el papel de los motilones no sea valorado en toda su grandeza por muchos,
pero yo creo que es
autentico e importante. Y le pido a Dios que así sea siempre.
por Bruce Olson.

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