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OBRA.

La llorona
En los primeros años del siglo XVII existió en la ciudad de Durango una hermosa mujer de nombre
doña Susana de Leyva y Borja cuya extraordinaria belleza tenía deslumbrados a todos los jóvenes
de la ciudad que la cortejaban insistentemente y deseaban correspondencia a su amor.
La dama, que pisaba los veinte abriles, era consciente de su singular hermosura y con desdén poco
usado descorazonaba a sus admiradores.

Por esos años llegó a estos lugares proveniente de la capital de la Nueva España, don Gilberto
Hernández y Rubio de Martínez y Nevares, joven apuesto y elegante, de rancio abolengo y noble
linaje, caballero de la Orden de Santiago, quien cabalgando un corcel negro de pura sangre, se
encontró con dona Susana Precisamente en la Plaza Mayor frente a la catedral, lo que ahora es la
Plaza de Armas. Al contemplar el caballo, extendió su capa sobre el piso para que pisara sobre ella
la mujer del relato.

El hecho y los decires del noble origen de don Gilberto, impresionaron a la dama que correspondió
con femenil sonrisa a la gallarda acción del joven pretendiente.
El noviazgo se formalizó y al advertirlo don Pedro de Leyva y Quirino padre de la muchacha, la
reprendió severamente prohibiéndole terminantemente toda pretensión de matrimonio con
hombre español de sangre pura. Aunque la reprendida exigió las razones de tal prohibición, don
Pedro se concretó a contestar:

--No tengo por qué darte explicaciones ni se las daré a nadie, simplemente es una orden que debes
cumplir.
Doña Susana se encontraba perdidamente enamorada de don Gilberto, razón por la que optó por
huir en brazos de su amado una noche oscura y lluviosa.
En las afueras de la ciudad el enamorado improvisó una casa de campo, situada más o menos en lo
que ahora es crucero de las calles Negrete y Regato aproximadamente, donde estableció el nido de
amor de él con la encantadora dama.
El tiempo pasó y pronto la pareja en amasiato procrearon tres hijos que eran el encanto de la madre,
quien frecuentemente le pedía al varón, legalizar la unión marital para poder dar nombre sin afrenta
a la trinidad de vástagos. Don Gilberto como única respuesta, solamente le daba un beso a la amada
y le ponía en sus manos algunas monedas de oro.
Un domingo, cuando la mujer asistía a misa al templo mayor de la ciudad, después del evangelio
escuchó correr las amonestaciones, donde el cura con voz serena anuncio:
Tercer amonestación:

La noble señorita doña Marcela Jiménez de Alanís y Ballesteros se propone contraer matrimonio
con don Gilberto Hernández y Rubio de Martínez y Nevares, Caballero de la Orden de Santiago y
Oidor del santo Oficio... etc...

Doña Susana no creía lo que escuchaba, al mismo tiempo que todas las miradas de la concurrencia
se concentraron en su persona y los cuchicheos en coro la señalaban burlonamente.
Al salir del templo, tomó un coche y ordenó al cochero conducirla a casa de don Gilberto, situada
en ese tiempo más o menos en lo que ahora es la calle de Hidalgo entre entre Pino Suárez y Cinco
de Febrero.

No le reclamó la traición, solamente le pidió que no la abandonara a ella por sus hijos, que siquiera
sosteniendo a quienes eran sangre de su sangre.

El hombre iracundo le dice:

--No vuelvas a cruzarte en mi camino, eres indigna de mi linaje... tú eres una mestiza... hija de una
india indeseable.

--Tu padre hizo mal en darte el nombre que no mereces.

Le dio un golpe con la pesada bota, cuando la mujer postrada de rodillas lo abrazaba de las piernas
implorandole su protección.

La mujer rodó por el suelo, humillada y herida en lo más profundo de la dignidad humana.

Dos domingos después, cuando los esponsales se realizaban con toda elegancia y solemnidad, en el
preciso momento en que el sacerdote pedía a los contrayentes que manifestaron su voluntad para
la unión; una dama elegante, se acercó discretamente a la pareja y simulando que pretendía colocar
el lazo de mancuerna, sepultó en repetidas ocasiones un afilado puñal sobre el pecho y espalda del
novio, que cayó pesadamente sobre el suelo bañado en sangre.

La mujer se escurrió entre la multitud confundida, salió del templo y enloquecida corrió por la calle
hasta llegar a su casa. tanto por el rencor del despecho, como porque sabía lo que le esperaba ante
el tribunal del Santo Oficio, doña Susana llegó a su casa, se cargó con sus tres hijos y antes de ser
aprehendida por el alguacil y su gente, corrió rumbo al poniente tratando de ocultarse de la justicia.

No avanzó mucho, cuando llegó al arroyo entonces caudaloso, lo que ahora es la Acequia Grande,
los perseguidores casi le dan alcance y en supremo intento de protesta contra las absurdas
costumbres de la sociedad de la época, la mujer enloquecida degolló a sus hijos, los arrojó al arroyo
y sepultándose la daga en el corazón puso fin a la quíntuple tragedia.

La ciudad entera, enmudeció por lo ocurrido y al anochecer de esa tarde de mayo en plenilunio,
escuchó asombrada el aterrador ¡Aaaayyy! ¡Aaaayyy! ¡Aaaaayyyy! que recorrió toda la calle que
ahora es Negrete Y desde ese tiempo por más de dos siglos se llamó Calle de La Llorona.

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