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Agustín de Hipona

Es el más importante de los Padres de la Iglesia antigua y el mejor conocido, gracias a una


completa variedad de fuentes. Fue uno de los más fértiles escritores de aquel periodo y la
multiplicación de sus manuscritos ha permitido que sus obras hayan llegado casi todas ellas
a nosotros. Entre ellas las Confesiones y las Retractaciones tienen un valor único para la
historia de la vida de la Iglesia antigua, mientras que otras están llenas de detalles
biográficos.

Tuvo un hijo, Adeodato. Tuvo una profunda impresión la lectura del Hortensio de Cicerón.
Cayó bajo la influencia de los maniqueos que eran muy activos en África, a pesar de los
edictos imperiales contra sus reuniones. Viajó a Milán y el cambio de residencia también
produjo una separación completa de los maniqueos. En Milán escucharía la predicación de
Ambrosio y por medio de ella se pondría en contacto con la interpretación alegórica de las
Escrituras y la debilidad de la crítica bíblica maniquea.

Su especial y directa oposición al maniqueísmo no se prolongó demasiado tras su


consagración episcopal. Hacia el año 397 escribió un tratado Contra epistolam [Manichæi]
quam vocant fundamenti; también hacia el mismo tiempo escribió De agone christiano y en
las Confesiones abundan numerosas expresiones anti-maniqueas. Algunos de sus escritos
anti-pelagianos son los siguientes: De peccatorum meritis et remissione (412);  De natura
et gratia contra Pelagium (415);  De gestis Pelagii (417); De gratia Christi et de peccato
originali (418);  De anima et ejus origine (419), De gratia et libero arbitrio (426 o 427); 

De los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos. Basado en la lectura bíblica:
2 Co 1, 18-22.
Comentario
San Agustín dice que fiel es Dios, que se constituyó en nuestro deudor; no porque haya
recibido algo de nosotros, sino porque nos prometió tan grandes bienes. También manifestó
en qué orden se cumplirían sus promesas y profecías hasta alcanzar ese último fin.
Prometió la divinidad a los hombres. Por su Hijo único nos mostró el camino que nos
conduciría hacia el fin prometido: quiso que Él mismo fuera el camino, para que, bajo
su dirección, tú caminaras por él. Por tanto, el Hijo único de Dios tenía que venir a los
hombres, tenía que hacerse hombre y, en su condición de hombre, tenía que morir,
resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir todas sus promesas en
favor de las naciones. Y, después del cumplimiento de estas promesas, cumplirá
también la promesa de venir otra vez para pedir cuentas de sus dones, para separar a los
que se hicieron merecedores de su ira de quienes se hicieron merecedores de su
misericordia.

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