Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
CHINA , 6 a . m.
MANUEL ZAPATA OLIVELLA
Relatos (1954)
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia
Título: China, 6. a. m.
Autor: Manuel Zapata Olivella
ISBN edición digital (pdf): 978-958-5599-92-5
ISBN edición impresa: 978-958-5599-91-8
©Herederos de Manuel Zapata Olivella
©Universidad del Valle, por esta edición.
Presentación | 13
Manuel Zapata Olivella vida y obra a disposición del mundo
Darío Henao Restrepo
Prólogo | 17
Luis Cantillo
China, 6 a. m.| 33
Besos y flores de bienvenida | 35
El triste destino de las rickshaws | 39
La fiesta de las palomas | 43
El pueblo ante el espejo | 46
La canción de los pueblos | 47
Una aldea en campaña | 50
Los estudiantes edifican su universidad | 54
Parto sin dolor | 60
«Preguntádselo a mi hijo» | 63
El cantor de Fus-Hung | 66
Las patas de Go-Kai | 72
Mensaje a mi pueblo | 76
Abrazo de dos soldados de la paz | 80
Los ancianos preguntan | 81
Los nuevos hombres | 83
La heroína de los ferrocarriles| 86
Los niños chinos | 88
Cómo se ha domado al río Huai | 89
Una mañana en la nueva China | 95
El joven de los crisantemos | 98
Los soldados retornan al campo | 99
Demoliendo la montaña | 101
Ballet para el descanso | 106
Retorno del soldado a Shanghái | 108
Huéspedes de una nueva vida| 113
El mártir de la sonrisa | 116
La liberación alumbra para todos | 119
El escritor de Hang Chow | 125
Los soldados del idioma| 129
UN TESTIMONIO TRANSPARENTE:
MANUEL ZAPATA OLIVELLA EN CHINA
EN 1952
Luis Cantillo1
Prólogo
17
La nueva vida del pueblo ante nuestros ojos era el gran escenario
de China que renacía, como en la leyenda de la fabulosa ave
fénix, de las cenizas de su propio pasado2.
MZO
Luis Cantillo
18
Olivella. La colección de relatos reunidos en China, 6 a. m. (1954)
es el mejor testimonio que tenemos de un colombiano en el cual
nos narra con infinidad de detalles reales cómo era esa sociedad al
despertar de la nueva China, una nación milenaria que, tras un largo
siglo de padecer humillaciones por parte de potencias imperialistas
y sobrellevar la carga de dinastías parásitas, de mandarines viciosos y
señores de la guerra que nunca marcaron una ruta de progreso 5, ahora
le apostaba a una nueva utopía.
Prólogo
19
Al igual que Picasso9, Dalton Trumbo, Frida Kahlo y muchos otros,
Manuel Zapata era simpatizante del Partido Comunista. El motivo que lo
traía a China era participar en la Conferencia de la Paz de las Regiones
Asia y Pacífico (2 - 12 de octubre), quizás el primer y más grande evento
de poder blando que China organizaba para contribuir a la paz mundial
en medio del naciente clima de la Guerra Fría que polarizaba al mundo
y dividía los pueblos, entre ellos a Colombia. Más de cuatrocientos
delegados que representaban a los pueblos de 37 países se habían reunido
en la capital de China.
Entre los intelectuales colombianos que también participaban en la
Conferencia fuera de nuestro autor, se encontraban: el abogado Diego
Montaña Cuéllar; los escritores Jorge Zalamea y Jorge Gaitán Durán y el
pintor Alipio Jaramillo, entre otros. Con los tres primeros había vivido la
experiencia de los sucesos del nueve de abril en la sede de la Radio Nacional
apoyando a la revolución10. Por otro lado, todos ellos transitaban entre las
artes, las letras, el activismo social y la política11 como escribe el profesor
George Palacios en su ensayo “De rebeldías y revoluciones: perspectivas
críticas desde abajo y desde Oriente en el pensamiento de Manuel Zapata
Olivella” (2018), que es un excelente texto para quienes quieran profundizar
y comprender mejor acerca de la influencia y el contexto sociopolítico del
nueve de abril, lo que significó su viaje a China, y, por otro lado, [entender]
la fuerza en el contenido de la creatividad estética dada por el compromiso
político12 que encontramos en su producción literaria.
Luis Cantillo
20
Los participantes en la conferencia de Pekín no eran necesariamente
diplomáticos, sino personas de toda condición y opinión ideológica, tan
solo una quinta parte eran miembros de partidos comunistas y la gran
mayoría eran representantes del mundo cultural13. Esta heterogeneidad
de acuerdo a Zalamea le daba un carácter especial: Pues no se trata
aquí de una reunión de gobiernos representados por sus diplomáticos, sus
políticos y los llamados “técnicos” en materia internacional, sino de una
congregación de delegatarios de pueblos14.
Prólogo
21
la nueva Universidad Técnica de Tianjin utilizaban un motor de avión
[norteamericano] que hacía de bomba de succión16. Allí mismo se
sorprendió al ver que tanto profesores como estudiantes vestidos como
obreros construían juntos su propia universidad. Ese espíritu colaborativo
y de hermandad también lo encontró en la construcción de la represa de
Fusi-ling, donde soldados y campesinos, hombres y mujeres, ayudaban
de igual manera a remover toda una montaña, como si estuvieran
haciendo real esa fábula china llamada Yugong Yishan (El viejo tonto que
quería remover una montaña). Una historia que por un lado habla sobre
la determinación del pueblo chino y por otro acerca de la integración
multigeneracional, si la voluntad del viejo no se cumplía en vida, sus
hijos y sus descendientes continuarían el trabajo hasta remover cada roca
de la montaña.
Zapata nos dibuja una ventana para que veamos cómo en esa
sociedad con tan solo tres años de fundada aún había lagunas de cómo
se implementaría el nuevo sistema socialista. Por ejemplo, en el capítulo
titulado «Preguntádselo a mi hijo» nos narra la visita a una fábrica
de textiles, donde primero conocen a un trabajador ingenioso que ha
inventado una nueva hiladora que logra cuadruplicar la productividad;
luego los delegados tienen la oportunidad de entrevistar al dueño y un
norteamericano le hace la siguiente pregunta: —¿Y qué será de sus fábricas
cuando el comunismo socialice la industria privada? ¿Ha pensado usted
en eso?17, a lo que el señor contesta —Preguntádselo a mi hijo, pues para
entonces será él quien afrontará ese problema18. El hijo resultó ser uno de los
intérpretes que acompañaban a los delegados de la paz y este respondió: —
Soy comunista y sé que mi Partido sabrá encontrar la mejor solución no solo
para mí, sino para la patria, como lo ha hecho hasta ahora19.
Luis Cantillo
22
3
Prólogo
23
Entre las fotografías de este viaje que nos quedan de Manuel Zapata
en China, en el archivo de Jorge Zalamea hay una donde aparece Manuel
sonriente estrechando las manos con los brazos entrelazados con un grupo
de delegados asiáticos y latinoamericanos y a juzgar por el vestido de las
mujeres da la impresión de que algunos son coreanos. Seis años después
Zapata volvería a la China en compañía de su hermana Delia Zapata y su
grupo folklórico como embajadores de la cultura colombiana, inaugurando
una tradición que veinticinco años más tarde continuarían el Teatro Libre y
El Son del Pueblo, haciendo bailar al pueblo chino ritmos colombianos.
Luis Cantillo
24
importaba que no tuviera intérprete, con su inglés o simplemente con gestos
lograba comunicarse. Gracias a él podemos hacernos una idea de lo que
hacían y opinaban profesores, estudiantes, campesinos, militares, personas
en reformatorios, etc. Para él, que siempre tenía presentes a las personas
oprimidas, darle voz a un campesino era tan valioso como a un dirigente.
Sobre el recorrido que traza Zapata a lo largo del libro, da la impresión
de que es cronológico, cabe señalar que los nombres en chino corresponden
a una romanización anterior al sistema Pinyin que se utiliza hoy. El trayecto
podría resumirse en una primera parte por el norte del país: Pekín (Beijing),
Tien-Tsin (Tianjing) y Mukden (Shenyang), en esta región visitan aldeas, una
mina de carbón, una represa en construcción, los sorprende la primera nevada
del año, fuera de usar tren también viajan en autobús por caminos de tierra en
los que se varan o sufren retrasos que brindan aventuras por fuera de la agenda
oficial. Entre los delegados que lo acompañan nombra al periodista chileno
Juan Araya, la española Aurora Fernández que trabajaba en Radio Praga, su
amigo Payín de Nicaragua y una institutriz inglesa que anotaba en su libreta
como si toda su vida hubiera sido una estudiante23. La segunda parte del trayecto
es el sur, al cruzar el rio Yangtsé Kiang (Yangzi Jiang) escribe una descripción
de postal de la imagen del tren cruzando el río sobre un bote.
La llegada a Shanghái parece un plano largo de película, describe
las interminables barriadas populares de la periferia que contrastan luego
con los altos edificios del centro de estilo occidental. Estando allá visitan
una exposición de fotografías y reliquias en homenaje a los mártires de
la revolución y los llevarán a visitar un centro de rehabilitación para
prostitutas y otro para delincuentes; ejemplos de cómo la nueva China está
acabando con los viejos vicios y formando una nueva sociedad.
El penúltimo capítulo se lo dedica a Hang Chow (Hangzhou), «...el lugar
más bello del mundo», oí exclamar muchas veces a varios delegados de diferentes
países24 escribe Zapata, y precisamente esa fue la ciudad donde estudié cerca
del Lago del Oeste, donde parece que la naturaleza y el genio chino hubieran
puesto en este jardín sus más bellas obras, no son palabras exageradas. Pero
realmente este capítulo se lo dedica a Lu Hsun (Lu Xun), el célebre escritor
Prólogo
25
chino que ayudó a modernizar la literatura con su trabajo como editor,
ensayista, traductor y autor de obras clásicas como Diario de un loco (1918)
y La verídica historia de A Q (1921). En Hangzhou, la revelación para Zapata
fue escuchar de parte de un escritor mayor la biografía de Lu Xun, quien al
igual que Zapata comenzó a estudiar medicina para luego dedicarse mejor a
la literatura: Yo había también decidido proscribir el ejercicio médico, y en la
realidad lo he hecho, para encauzar todas mis fuerzas en la lucha del escritor
contra las condiciones sociales que agobian a los hombres, seguro que con ello
les sirvo más que con el análisis minucioso de sus úlceras25.
25 Ibíd.
26 Ver capítulo: “Los estudiantes edifican su universidad”.
27 García Márquez, Gabriel (circa 2002). Manuscrito de Vivir para contarla. Harry Ransom Cen-
ter, The University of Texas at Austin. Manuscript Collection MS-5353. Box 25, Folders 1-3
Luis Cantillo
26
en el campo colombiano. Esta obra la donó al Museo de Historia de China,
pero lastimosamente no se sabe de su paradero actual, por lo pronto queda su
recuerdo en una fotografía con algunos delegatarios chinos y latinoamericanos
en frente de la monumental obra, y aunque Zapata no aparece, me gusta
imaginar que él es la figura que baila en el centro del cuadro.
En el mundo polarizado de la Guerra Fría de aquel entonces, el
desplazamiento entre fronteras era un asunto espinoso. Jorge Zalamea
anotó lo siguiente acerca de la dificultad del trayecto de los delegatorios:
Para venir a Pekín, algunos de ellos han salido de sus países clandestinamente
y casi todos disimulando su destino final28. En una entrevista, Manuel Zapata
le contó al profesor William Mina acerca de su experiencia al regresar
al país: a nuestro regreso a Colombia fuimos considerados traidores a la
patria. Como consecuencia de dicho hecho fui tratado como un comunista,
subversivo y en esa circunstancia me capturaron, me detuvieron tres días y
posteriormente fui puesto en libertad29.
Hoy en día, casi setenta años después de la Conferencia, parece que
en el mundo se estuviera cocinando una nueva guerra fría entre Estados
Unidos y China en medio de una pandemia y una ola mundial de protestas
contra el racismo. Precisamente deberíamos repasar la historia y conocer
mejor a China, por su enorme riqueza, por sus increíbles contradicciones30
dice la escritora Dominique Rodríguez. Aunque los tiempos han cambiado,
todavía existen muchos prejuicios e ignorancia con este país y su cultura.
Este libro nos ayuda a comprender una época romántica casi utópica de la
historia contemporánea china y no hay mejor guía ni compañía que Manuel
Zapata Olivella, de quien se dice era encantador y un gran conversador.
Creo que ya sonó el zumbido del despertador y más bien ustedes entren
directamente al mundo de China, 6 a. m.
2020.06.09
Prólogo
27
Manuel Zapata con los delegados colombianos en la Conferencia de Paz de los Pueblos del Asia y del
Pacífico, Beijing, 1952. En la primera fila, de derecha a izquierda, entre otros, Diego Montaña Cuéllar
y Jorge Zalamea Borda. En la segunda fila, al centro, Manuel Zapata Olivella.
Cortesía del Archivo Jorge Zalamea Borda.
Luis Cantillo
28
Delegados internacionales estrechan manos. En la foto se encuentran Sr. Carrasquilla, José Do-
mingo Vélez, Manuel Zapata Olivella, Alipio Jaramillo, Jorge Zalamea, en Beijing, 1952.
Cortesía del Archivo Jorge Zalamea Borda.
Prólogo
29
De izquierda a derecha, Jiang Feng, Yu Feng, Jorge Zalamea, Olga Poblete, Alipio Jaramillo,
entre otros. Al fondo la obra Convite (1952) del maestro Alipio Jaramillo.
Tomado de un catálogo del maestro Alipio Jaramillo.
Luis Cantillo
30
Paloma de la paz (1950). Pablo Picasso. Fue el emblema de la Conferencia de Paz de los Pueblos
de Asia y del Pacífico.
Prólogo
31
Paloma de la paz, tinta china, (1952). Qi Baishi.
Luis Cantillo
32
China, 6 a. m.
China, 6 a.m.
33
Nosotros queremos paz. Li Pingfan (1922-2011)
Xilografía a color, 1959, 60.5x50cm
Colección del Museo Nacional de Arte de China
China, 6 a.m.
35
Grandes bancos de algas daban matices variados al cristal de su superficie.
Después volvimos a volar sobre los bosques, pero ya se veía que las lenguas
de tierra del desierto Gobi rodeaban los árboles. Nos aproximábamos a los
morenos llanos de Mongolia. De cuando en vez, algunas aldeas dibujaban
sus ojos blancos en la gran faz del desierto. En el inmenso mapa de este,
una locomotora con un largo convoy de carros seguía las paralelas del
Ferrocarril Transiberiano como el mejor símbolo de la conquista del
hombre sobre la geografía.
Tres horas más de vuelo nos llevaron a las inmediaciones de Ulan
Bator, la hermosa capital de la República Popular de Mongolia, que se hizo
anunciar por los grandes rebaños de camellos y dromedarios. Algunas carpas
mongolas, redondas y achaparradas, se defendían con fuertes amarras de
los rudos vientos. Montados en caballos pequeños, pero ágiles y briosos,
los pastores se distinguían fácilmente desde la altura con sus ropajes de
vivos colores hinchados por la brisa. Detrás de una colina aparecieron las
torres de una iglesia que señalaba la hermosa capital en medio del desierto.
El avión fue a descender muy lejos de ella y cuando volaba a ras de tierra,
los camellos movieron sus pequeñas orejas y, extendiendo el cuello, a pasos
desgarbados gaspalearon a sus anchas por la inmensa llanura.
Ninguno de los delegados sospechó la acogida que nos tributarían
al descender del avión en el aislado aeropuerto. Verdes banderas, con
la paloma que dibujara Picasso, ondeaban en las brisas del desierto. Un
comité de recepción de partidarios de la paz, compuesto por muchachas
y jóvenes, con sus hermosos vestidos típicos, salió a recibirnos y después
de expresarnos su regocijo por un feliz viaje, dejaron en nuestros pechos
insignias simbólicas de su movimiento.
La oscuridad se fue extendiendo sobre la vasta extensión de la tierra
china. No dejé de incomodarme por haber llegado de noche al país con el
cual había soñado desde mi infancia. Ahora estaba allí; bajo mis pies, su
presencia milenaria que comenzó a maravillarme con las aventuras de Marco
Polo. Cuando más tarde fui apto para comprender la honda significación
de la cultura universal, supe que el genio chino había fertilizado ese proceso
con la invención del papel, la imprenta y la brújula. En la Nochebuena,
cuando en los juegos de niño cantábamos bajo la lluvia de luces de bengala,
admiré a los artífices chinos que supieron crear la pólvora para maravillar a
China, 6 a.m.
37
—¿Dígame cómo son y cómo viven los niños de su país?
Tuve vergüenza frente a aquella pequeña que sonreía feliz. ¿Debía yo
amargar su sonrisa contándole la miseria de los niños campesinos de mi
patria? ¿Cómo explicarle sin lastimar su alegría de que esos niños no tenían
canciones, ni flores, ni juegos? Me quedé mirando sus ojos más brillantes
con la expectativa de mi respuesta. El joven intérprete esperaba también
mis palabras. Entonces tomé las manos de la nena entre las mías y le conté:
—Los niños de mi patria sufren tanto, tiene tal amargura su risa, que
al mirar tu carita alegre y sin pena, me parece que nunca antes había visto
sonreír a un niño.
La pequeña dejó de mirarme para fijar sus ojos en los labios del
intérprete. Esperaba ver en su cara el cambio doloroso que mis palabras
le producirían, pero su rostro no se enturbió y mirándome, respondió aún
más sonriente:
—Nosotros también hemos sufrido mucho con la guerra, pero ahora
somos felices. Cuando usted regrese a su país, dígales a los niños que
estamos luchando por la paz para que ellos también lo sean.
Sus palabras eran las mismas de los jóvenes y de los venerables ancianos
que nos daban la bienvenida, era el nuevo espíritu de China.
—Perdóneme usted que me exprese con dificultad en español —me
había dicho el joven estudiante de lenguas que me servía de intérprete—
apenas tenemos dos semanas de haber comenzado a estudiarlo para servir
a la causa de la paz.
La humildad con que el joven pronunció sus palabras exaltaba ese sentido
con que el pueblo chino entendía la lucha por la fraternidad de los pueblos.
La hospitalidad con que se nos recibía indicaba que nuestra condición
de delegados de la Paz nos alzaba frente a ellos como los más honrosos
representantes de nuestros pueblos. Nos movíamos en una atmósfera
delicada de atenciones que nos decía de su cultura enraizada en más de 5.000
años de civilización. Por todos los medios se esforzaban en testimoniarnos
que eran ellos los honrados con nuestra presencia, cuando en verdad éramos
nosotros quienes recibíamos el homenaje de su calurosa bienvenida.
China, 6 a.m.
39
—No, muchas gracias, no podría soportarla un solo momento
—le respondí con marcada repugnancia. Creo que entonces fue cuando
el estudiante de español que me acompañaba comprendió del todo la
tremenda impresión que me causaban aquellos cochecitos tirados por
seres humanos. Era cierto que no se trataba precisamente de las viejas
rickshaws, arrastradas por hombres a pie, pues en estas la parte posterior
servía de cómodo asiento para el pasajero en tanto que la anterior
estaba reservada, al conductor que constituía la fuerza propulsora con
los pedales. Había una gran diferencia entre este nuevo conductor y el
miserable coolie de antaño que, con los pies descalzos y jadeante, recorría
las calles de la ciudad arrastrando como bestia el cochecito ocupado
por un gran señor. Pero a pesar de su cambio, yo no podía esconder la
animosidad que me despertaban.
—Yo creí que estos vehículos habían sido eliminados con el primer
soplo de la Revolución —le manifesté al estudiante.
—El problema de la rickshaw —me respondió vivamente impresionado
por mi confesión— está muy ligado a la solución de los grandes problemas
de la patria. No hay que olvidar que China es una nación de 600 millones
de habitantes y que a pesar de que la Revolución ha hecho desaparecer a
las castas feudales, burocráticas y extranjeras, aún persisten los problemas
inherentes a su estructura capitalista. No se puede negar que tres años
después de la liberación y de instaurado el Gobierno popular todavía hay
gran número de desocupados —prosiguió el joven siempre con el ceño
adusto— esto se debe a que aún no se ha terminado de repartir toda la
tierra cultivable, ni se utilizan las montañas. Pero para ello es necesario un
mayor desarrollo de la industria, la que a su vez está supeditada a los éxitos
que logremos en la reforma agraria.
—Pero, ¿qué tiene que ver cuanto me cuenta con las rickshaws? —le
pregunté sin advertir la conexión entre aquellas bicicletas y los problemas
de economía que me planteaba. Con la misma paciencia con que había
comenzado a informarme desde el comienzo, el joven prosiguió:
—Mucho, mucho, porque no es posible decir a sus dueños que
abandonen sus vehículos, en tanto que no se les pueda ofrecer un medio
mejor y más digno de ganarse el sustento.
China, 6 a.m.
41
y que también se prohibía la utilización de aquellas que fueran tiradas
por hombres a pie. El comando aseguró trabajo a los que no disponían de
triciclos. La revolución en ese momento no pudo haber hecho más.
Sentí vergüenza por la manera brusca como había expresado mi
sorpresa por la subsistencia de las rickshaws, que se hizo aún más honda
cuando el joven recalcó:
—Ya suman millones las que han sido puestas fuera de uso y no tardará
mucho tiempo para que no quede ninguno en China.
Después me enteré de que los dueños de rickshaws no esperaban
pasivamente el triste fin que ya amenazaba a sus coches. Preocupados
por el resucitar industrial que sacudía la vieja estructura de su país, se
preparaban al advenimiento de una nueva vida. Frente al hotel en donde
nos hospedábamos quedaban las oficinas de su sindicato y constantemente
veía a cientos de ellos entrar y salir de su recinto. Hondamente preocupado
por su suerte, un día me introduje de curioso al local. Algunos de ellos se
acercaron a mí con muestras de simpatías, haciendo toda clase de esfuerzo
y mímicas por demostrarme su alegría por mi inesperada visita. Pero no
se hacía necesario ningún intérprete para comprender sus palabras y lo
que mis propios ojos observaban. En un amplio salón, sentados en bancas,
una gran multitud de hombres con sus vestidos amarrados a los tobillos y
con sandalias, la vieja indumentaria de los chinos pobres, se agrupaban en
torno a varios maestros. Aprendían a leer y escribir con el nuevo método de
enseñanza que les permitía en cuarenta horas dar el salto del analfabetismo
a la luz de los ideogramas chinos.
Más tarde, en la calle, pude observar como muchos de ellos se daban a
la lectura de periódicos, libros o revistas mientras esperaban al transeúnte
ocasional que los utilizara. El joven intérprete que con paciencia supo
ilustrarme sobre su suerte, me informó que muchos de ellos se preparaban
para ingresar a las nuevas fábricas de bicicletas y automóviles que el
Gobierno Popular construía en Shanghái.
Cuando a mi paso se me acercaba algún dueño de rickshaws invitándome
a que utilizara sus servicios, me invadía una honda pesadumbre: habría
querido ocuparlo para ayudarle, pero para mí continuaba siendo una
orden justa la emitida por el Ejército Popular prohibiendo a sus soldados el
China, 6 a.m.
43
Pacífico. Levantadas las frentes y armoniosos los gestos, no solo eran los
liberadores de la China, ayer oprimida, sino los guardianes de la paz en
el oriente. Sus armas no se habían manchado con el ataque a los pueblos
vecinos, sino a la defensiva con la sangre de quienes intentaban oprimirlos.
Las brigadas de mujeres paracaidistas arrancaron un estruendoso
aplauso; tras de ellas desfiló la caballería de potros mongoles con sus
cuerpos menudos, esquivos con el retumbar de los carros blindados y
la batería antiaérea. Los cientos de tambores y clarinetes que marcaban
sus pasos recogían el eco de los millares de corazones que aclamaban al
imponente ejército que varios años antes había conquistado la victoria
sobre los traidores y extranjeros con las armas arrebatadas a los invasores
japoneses.
Los trabajadores íntimamente ligados a su vanguardia armada,
formando un solo ejército, aparecieron en apretadas filas de treinta pechos
por frente. Un solo grito se elevó de aquella compacta muchedumbre: era
el nombre de Mao Tse Tung que los aunaba, que había logrado fundirlos en
la inquebrantable voluntad de convertir a su pueblo en una patria socialista
de paz. Y con ese nombre en los labios cientos de miles de muchachos
soltaron una nutrida bandada de palomas que opacaron por un instante el
sol mientras batían sus alas sobre nuestras cabezas.
En los detalles más sencillos como en las demostraciones más ostentosas,
los manifestantes expresaban su amor al trabajo, a la paz y a la libertad
de los pueblos. El orden de aquel río humano, a pesar de su convulsiva
agitación, maravillaba al no desbordarse un solo paso más allá de los límites
trazados con franjas blancas en el suelo. No se hacían necesarios cordones
de policías para ordenar a este pueblo consciente de sus pasos. Llevaban
sobre los hombros los retratos de Marx y Engels, de Lenin y Stalin, de Mao
Tse Tung y Chu Teh, como de todos aquellos destacados luchadores del
internacionalismo proletario: Dolores Ibárruri, y Pablo Neruda, Ho Chi
Minh y Joliot Curie, el heroísmo, la poesía, el trabajo y la ciencia.
Detrás de una monumental alegoría del mundo protegido por la
paloma de la paz, siguieron los frutos del trabajo pacífico: gigantescos
microscopios, inmensas sandías, libros enormes y estatuas de bronce,
expresiones todas del pueblo que supo liberarse del opio y la corrupción.
China, 6 a.m.
45
EL PUEBLO ANTE EL ESPEJO
China, 6 a.m.
47
delgados cuerpos hechos para resistir la violencia de las pasiones, parecían
presidir aquel acto de legionarios de la paz. La India con sus milenarias
filosofías de amor e iluminación espiritual no solo nos había enviado a
los apóstoles de la desobediencia pacífica, sino la mirra y el sándalo en las
bellas manos de sus mujeres, las mismas manos que habían colocado el
algodón en las úlceras de los miserables parias de su pueblo, las mismas
que habían combatido el hambre y la peste y que eran ahora portadoras del
mensaje de paz de doscientos millones de hindúes.
Allí las amarillas vestiduras de los lamas del Tíbet bordadas con hilos
de oro, junto a las faldas estampadas en mil colores de las indonesias, tan
ceñidas a sus tobillos que apenas podían dar saltitos con sus zapatillas de
madera. Los rostros morenos como cerámicas de los silenciosos, pero
heroicos hijos de Pathet y Khmer cuyas banderas ensangrentadas en las
luchas por su independencia frente al invasor francés eran el mejor tributo
al altar de la paz. También los rasgos mestizos de los pueblos de América
que por vez primera tornaban al viejo continente de origen trayendo la
ofrenda de la amistad. Y los blancos turbantes de los poetas de Turquía y la
voz de los predicadores mahometanos del Irán repartiendo sus bendiciones
y a la vez el grito aguerrido: Defended vuestra soberanía nacional que con
ello defendéis la causa de Alá.
Las delegaciones de quince, cuarenta o sesenta miembros llevaban entre
sus manos regalos de toda índole, tradicionales símbolos de amistad entre
los pueblos asiáticos. Y tan hondo significado de amor brilló como nunca
en aquella esplendorosa mañana del 2 de octubre en Pekín, cuando desde
los pueblos más remotos habían llegado 429 delegados en representación
de 1.600 millones de seres humanos que habían puesto en sus corazones
el más bello regalo que hubieran concebido jamás los hombres: ¡la firme
esperanza de paz de los pueblos!
Inesperadamente irrumpieron en el salón millares de niños chinos
conduciendo entre sus brazos guirnaldas y ramilletes de flores y la
Conferencia se convirtió en un verdadero campo de prisioneros en
donde aquellos pequeños cruzados de la paz se habían tomado por asalto
todos nuestros corazones. La radiante luz de los reflectores destacaba
sus cabecitas con los cabellos alborotados; llenos de cientos de palomitas
blancas de papel que eran como sus propios corazones clamando
1 N. del Ed. Se trata del líder musulmán indio-pakistaní y dirigente de la lucha por la
libertad de Pakistán, Amin-ul-Hassanat (1922 - 1960) conocido como el Pir de Man-
ki Sharif.
China, 6 a.m.
49
El alcalde de Pekín, señor Peng Zhen, al iniciarse la Conferencia había
dicho que las deliberaciones serían como una canción de paz donde las
voces de los pueblos unirían sus tonos, unos más suaves, otros más altos,
pero que era necesario que esa canción al sincronizar todas las voces tuviera
un coro de armoniosa unanimidad y su profecía se cumplió al finalizar las
deliberaciones.
Alas de palomas, risas de niños, llantos emocionados, aplausos
interminables, emoción en los pechos y decisión de lucha hasta el sacrificio,
constituyeron los acordes del majestuoso coro de los pueblos.
China, 6 a.m.
51
cifras que brotaban de sus labios. No solo se habían exterminado las moscas
y ratones, sino que aún los habían contabilizado escrupulosamente.
En la misma forma nos contaban los éxitos logrados en la producción,
mencionando las cifras alcanzadas en la última cosecha. Al contemplar
la radiante alegría en el rostro del aldeano, una delegada guatemalteca,
vivamente intrigada, preguntó:
—¿Ha cambiado en mucho su antigua vida con la reforma agraria?
El campesino humedeció con la lengua sus dientes manchados antes
de contestar al intérprete:
—Sí señora, nuestra nueva vida es un sueño en comparación con el
pasado. En mis 70 años antes de la reforma fueron contados los días en que
probé arroz y durante ellos tan solo tuve un solo vestido. Ahora toda mi
familia come arroz diariamente y cada uno de nosotros puede comprarse
tres vestidos al año.
Yo contemplaba las paredes blancas de la casita, su piso de madera vieja,
pero raspada y limpia y en todo aquello adivinaba la luz que iluminaba la
nueva vida de los campesinos. En los tres años después de la liberación no
podía hablarse de que la miseria acumulada en siglos de opresión había
desaparecido del todo, pero esas palabras sencillas del aldeano al manifestar
su satisfacción porque su familia ahora comía arroz diariamente y tenía
vestidos para las diferentes estaciones del año, debió haber sido en verdad
por largo tiempo, un sueño para los millones de campesinos bajo las castas
despóticas.
—Esta casa pertenecía a un terrateniente que ahora ocupa con su
mujer solo dos piezas. No necesitan de más y son mucho más felices que
antes —nos dijo el encargado de las labores sanitarias de la aldea, un joven
de cara ancha y abotargada. Tuvimos interés por conocer a aquella pareja
de antiguos propietarios de latifundios y le solicitamos que nos condujera
a sus alcobas.
—Para ellos será un placer conversar con vosotros —dijo el sanitario—
pues son un buen ejemplo de cómo el trabajo transforma al hombre.
Cuando se efectuó el reparto, reclamaron tierra porque querían trabajarla
y recibieron una parcela igual que los otros. Antes de que se incorporaran
China, 6 a.m.
53
Fue la única muestra de orgullo que pude apreciar en aquella pareja
que había sabido adaptarse con sencillez a nueva vida laboriosa.
China, 6 a.m.
55
—Sí, esta es una universidad y todos nosotros somos sus alumnos y
profesores.
—¡Pero ustedes están en traje de trabajo, nunca he visto estudiantes
con tales fachas!
Mi interlocutor cambió palabras con el grupo y todos sonrieron. Una
muchacha que tenía en las manos unos platos de aluminio me los mostró,
diciéndome algo en su idioma. Pedí al joven que me tradujera sus palabras
y este me dijo:
—Dice que ha llegado a buena hora pues pronto van a servir el desayuno.
A lo lejos sonó una campana y cientos de los estudiantes diseminados
en medio de las obras comenzaron a agitarse. De grandes edificios, todavía
en construcción, brotó una multitud de muchachas todas con uniforme de
trabajo. Una alegría loca removió los grupos y unos corrían en una dirección
y otros tomaban otra. El grupo al cual me había acercado se disolvió y
junto a mí quedaron la niña, el muchacho delgado que me había dado la
bienvenida con un viva a la paz y el joven que hablaba inglés. Este me invitó
a que los acompañara al comedor. Frente a nosotros se levantaban varios
edificios, que al igual que la mayoría de las construcciones revelaban que
no habían sido concluidos. Aun cuando nos quedaban muy cerca en línea
recta, hicimos un rodeo en torno a unos estanques disecados para tomar
la avenida que conducía al comedor. Comprendí que tenían deferencia
para conmigo, pues los estudiantes cruzaban por entre tablas y puentes
improvisados. Aproveché aquella breve excursión para interrogar sobre lo
que para mí comenzaba a ser un verdadero enigma.
—¿Qué clase de universidad es esta en donde los estudiantes y
profesores parecen ser simples obreros?
—Esta es la nueva Universidad Técnica de Tien-Tsin. No se equivoca
usted al considerarnos simples obreros, en realidad lo somos: profesores y
alumnos estamos construyendo nuestra propia universidad.
—Pero, ¿cómo es posible que estudien y trabajen a la vez?
El muchacho cambió palabras con la amiga, en tanto que el otro
acompañante, después de oírlo, dibujó junto con ella una sonrisa de orgullo
y regocijo. De nuevo el joven me habló:
China, 6 a.m.
57
—La universidad tendrá capacidad para más de dos mil alumnos y
en el programa de estudio actualmente en desarrollo se dictan cerca de
ochenta cursos generales y unos diez especiales.
—¿Qué clase de estudios constituyen el pénsum?
La profesora después de oír mi pregunta se dirigió a un señor que
parecía uno de los más jóvenes, pero que, al reparar en los cabellos que
se insinuaban por debajo de su gorra, comprendí que era una persona de
mucha más edad que la que representaba. Deduje que era el jefe del grupo
de profesores o tal vez el rector de la Universidad, es muy difícil identificar
a simple vista la jerarquía de un alto empleado chino, pues su modestia los
hace confundir con el común de la gente. Después que habló corto y casi
sin mover los labios, la profesora me respondió:
—Hay cursos de todas las ramas de la técnica moderna: química,
arquitectura, moldeado, mecánica, etc. y además se hacen estudios sobre el
sentido de nuestra nueva vida y la significación de la paz para los pueblos.
Las posteriores respuestas de la profesora fueron precedidas del
mismo diálogo entre ella y el adulto de cara juvenil. Así me informó
que cada estudiante tenía una tarea de acuerdo con el plan general de
construcción de la Universidad o con los pedidos que hacían a ella de
diferentes partes del país donde se adelantaban trabajos técnicos. En
esta forma los estudiantes no solo edificaban su propia universidad,
sino que impulsaban las tareas generales de la nación en su esfuerzo
por construir una industria que satisficiera las demandas de la nueva
economía y sorteara las consecuencias del bloqueo económico impuesto
por el mundo imperialista. Los cursos generales duraban cuatro años,
los que se podían prolongar por dos años más para obtener títulos de
especialización. El alojamiento, la enseñanza y la comida eran gratuitos y
el Estado Popular también proporcionaba los textos y útiles de enseñanza
y trabajo. Además, ayudaba a los familiares ancianos de los estudiantes
que no podían sostenerse por sí mismos.
Después de la comida, tuvimos que dispersarnos, pues los profesores
acudieron a cumplir las tareas del día. Al salir al salón general no quedaba
en él ni un solo estudiante. Afuera, una brisa fría, pues ya se aproximaba el
invierno, hacía hundir la cabeza entre los hombros. El joven profesor que se
2 N. del Ed. ‘Vivaraces’ (Col.) por vivarachos. (Vivaracho: vivo y alegre, DLE).
China, 6 a.m.
59
oficio de succión. Le habían dejado su antiguo nombre de guerra como una
ironía a su nuevo destino de paz.
Al llegar a los laboratorios de física, tuve la grata impresión de
encontrar al resto de delegados que esa mañana habían ido a visitar la
misma universidad que yo descubrí por azar. Entonces pude comprobar el
asombro de los cientos de delegados venidos de diferentes países del Asia
y del Pacífico, como de Europa, frente a aquella universidad que mucho
antes de haber sido terminada ya ofrecía tan sabias y eficientes enseñanzas
a sus alumnos y, lo que era más asombroso aún, que aquellos edificios,
laboratorios, máquinas y jardines fueran el producto de sus propios
fundadores, de la inteligencia y el trabajo de la nueva China que no se había
resignado a esperar el mañana sino que confiada, se adelantaba a él.
China, 6 a.m.
61
picarones. Una enfermera conversaba con la parturienta y de una rápida
ojeada comprendimos que habíamos llegado en el momento preciso del
parto. La madre demostraba tener un poco de inquietud, pero era fácil
observar que se debía a nuestra inesperada presencia. Nos retiramos de su
lado y el médico comenzó a conversar con los parientes que sonreían a sus
preguntas, indudablemente matizadas de buen humor.
Al rato oímos el chillido del niño que había asomado sus pulmones
a la vida. El padre se precipitó al lado de la mujer y ella, con una sonrisa
en los labios, recibió un beso en la frente. Una jovencita, tal vez hija de
la parturienta, aún no habría cumplido los trece años, se acercó junto
con nosotros, en tanto que los demás conversaban en sus puestos no sin
evidenciar cierta curiosidad por acercarse a la criatura acabada de nacer.
La enfermera continuó con sus atenciones al recién nacido y luego, tras
de pedir al padre y a la hija que se retiraran un momento, se dispuso a
atender la expulsión de la placenta. El parto había terminado.
Mientras recorríamos el hospital, la conversación volvió a recaer
sobre el parto sin dolor y solicité al colega algunas explicaciones más
sobre su práctica. Para ello se hacía necesaria una previa educación por
parte del médico y de las agrupaciones sindicales donde trabajaba la
madre sobre los principios fisiológicos en que se fundaba. Con algunos
ejercicios que permiten relajar los músculos abdominales y cuando la
mente de la parturista3 ha sido librada de los prejuicios ancestrales que
la aterran con toda clase de afirmaciones erróneas, la madre queda en
condiciones de realizar un parto feliz, sin dolor ni drogas.
—El tratamiento es efectivo en el noventa por ciento de los casos —me
informó el colega.
No pude menos que manifestarle los inconvenientes para el éxito que
tendría dicho método al aplicarse a un medio social como el que vivimos
en la América Latina, particularmente si el parto se presentara en una
pequeña aldea como en la que yo ejercía. La inquebrantable afirmación de
la abuela, asesorada con la dolorosa experiencia de sus numerosos partos,
diría a la parturienta: «¡Parirás con dolor!» Esto lo repetiría la madre, el tío,
la hermana y hasta el cura. Y contra esta barrera de prejuicios e ignorancia,
«PREGUNTÁDSELO A MI HIJO»
China, 6 a.m.
63
—Visitemos primero una nueva hiladora inventada por uno de los
trabajadores que cuadruplica la producción de las primitivas.
En una dependencia de la planta inferior, bajo los cuatro pisos del
edificio moderno, comenzaba a hilar sus primeros telares una de las nuevas
máquinas que se estaban incorporando a la fábrica.
—¡He aquí el héroe! —expresó el intérprete, mostrándonos un hombre
de edad, curvado por el pesado oficio de doblarse frente a la máquina tal vez
desde su infancia, pero el cual no se había dejado dominar por el artefacto
mecánico y ahora se posaba frente a él, lo más erguido que podía, como
un domador frente a la fiera que había cedido a su dominio. Una sonrisa,
cohibida por la modestia, revelaba el orgullo de aquel héroe del trabajo,
según lo testimoniaba la medalla que pendía de su chaqueta. En la nueva
China aquella condecoración lucía en los pechos de muchos humildes
trabajadores que, gracias al nuevo régimen, habían podido realizar las
ideas que la promiscuidad del trabajo les había hecho concebir en muchos
años de continua observación.
El guía explicó que la nueva bobina inventada por el obrero alcanzaba a
hilvanar en igual tiempo cuatro veces más que la primitiva. El inventor hizo
mover una palanca y los husos como pequeños cohetes de retropropulsión
pusiéronse a trazar de un extremo a otro su fino hilo de lana. Nos
despedimos de aquel obrero humilde, pero orgulloso de que el modelo de
su máquina, centuplicado en miles de fábricas, estaba realizando el milagro
de dar a su patria el poderío económico que la elevaría al plano de las
grandes naciones.
Seguimos el curso de la elaboración de la lana desde los depósitos en
donde se recibía en bruto hasta la sala donde se exhibían los tejidos. Nos
fuimos dando cuenta de que el éxito de la producción lo constituían las
condiciones de trabajo de los obreros y obreras, muchos de los cuales tenían
allí mismo cómodos dormitorios, guardería para lactantes y niños de poca
edad, biblioteca, servicios de peluquería, campos de deportes, enfermería y
clínica. Fuimos estrechando muchas manos duras, eran las de los antiguos
trabajadores ahora convertidos en unidades del consejo de directores de
la fábrica, formado por cuarenta miembros, de los cuales treinta y cinco
eran obreros y el resto propietarios del establecimiento. La cantidad y la
China, 6 a.m.
65
asegura la compra de toda nuestra producción a precios halagadores. Los
obreros se sienten como en su propia casa, alegres y satisfechos. Se respira
un ambiente de familia...
—¿Y qué será de sus fábricas cuando el comunismo socialice la
industria privada? ¿Ha pensado usted en eso?
La pregunta la formuló un muchacho norteamericano, obrero
de la industria pesada que había llegado a la Conferencia de Paz en
representación de su sindicato. El patrón se limitó a señalar al intérprete
que había acompañado a nuestro grupo, mientras decía:
—Preguntádselo a mi hijo, pues para entonces será él quien afrontará
ese problema.
Hasta entonces ninguno de nosotros pensó que aquel cicerone que
vestía al igual que cualquiera de los otros intérpretes, pudiera ser el hijo
del propietario de aquella inmensa fábrica. Todos posamos con sorpresa
nuestros ojos en su cabeza rapada y en sus ojos saltones. No perdió su
aplomo y con el mismo buen humor con que nos acompañara durante toda
la visita, se limitó a responder:
—Soy comunista y sé que mi Partido sabrá encontrar la mejor solución
no solo para mí, sino para la patria, como lo ha hecho hasta ahora.
EL CANTOR DE FUS-HUNG
China, 6 a.m.
67
De inmediato me contagió su alegría y fuimos los primeros en
sentarnos en los puestos que daban a las ventanillas del bus para no dejar
de mirar un solo momento los prados bajo la nieve. El vehículo se deslizó
por la carretera y las pequeñas colinas mostraban cubiertas de nieve las
laderas que miraban contra el viento. En la ruta encontrábamos algunas
carretas tiradas por caballos que, emocionados por el paisaje, detenían
perezosamente la marcha para observar su belleza a uno y otro lado del
camino. Las casas de pequeñas aldeas chinas con sus techos bajos parecían
agazaparse para mejor resistir la nieve que caía sobre ellas. Había arreciado
la nevada y ya no eran diminutas partículas sino verdaderos copos de
algodones los que caían interminablemente unos sobre otros en la llanura.
Desde mucho antes de llegar a la ciudad de Fus-Hung descubrimos su
presencia por la densa humareda que se levantaba de las refinerías de los
bituminosos. La blancura de la nieve parecía mancharse con la atmósfera
impregnada de humo. Paulatinamente notamos que en el paisaje prevalecía
el color negro de la pujante elaboración del hombre sobre el blanco de
la nieve y al llegar al pie de los altos hornos donde el petróleo hervía y
regurgitaba por las enormes cañerías, ya solo tuvimos ojos para mirar
la gran industria. Gigantescas chimeneas como no las había visto nunca
expulsaban en lo alto su abundante y nutrida evaporación. Los trabajadores
chinos parecían tener vivo interés en que la producción no se detuviera un
solo instante. Apenas levantaban sus caras, nos sonreían y se enfrentaban
de nuevo a sus labores como atletas interesados en romper algún récord.
Tenían conciencia de que eran ellos los responsables de que el petróleo
chino abasteciera día y noche la industria del país que estaba resistiendo
el boicot de los despechados imperialistas que se habían visto privados de
explotar aquellos yacimientos riquísimos.
—Después de la expulsión de los japoneses y de las tropas del
Kuomintang, tuvimos que enfrentamos a la peor de las batallas, salvar la
maquinaria destruida por el enemigo —decía la intérprete a los delegados
reunidos en su derredor, en tanto que otros desaparecían por entre las
instalaciones o bien, desde los altos de alguna torre, simulaban banderas al
viento con sus vestidos de variados colores.
—Los japoneses lo destruyeron todo —prosiguió contándonos la
muchacha—. Inundaron las minas, rompieron los hornos, asesinaron a los
China, 6 a.m.
69
todos afirmamos haber visto lo que mostraba, nuestra intérprete, apretando
los labios, nos explicó:
—Los japoneses urgidos de petróleo no se daban tiempo de realizar
una explotación metódica y obligaban a nuestros hombres a perforar esos
socavones en los lugares donde se encontraba el carbón. En esta forma
han arruinado grandes yacimientos. Cuando se vieron en la necesidad
de abandonar las minas por el acoso de nuestras fuerzas liberadoras, se
precipitaron a inundarlas y para ello ni siquiera avisaron a los obreros que
trabajaban en el fondo. A diario nos encontramos con los cadáveres de
nuestros compatriotas sacrificados tan innoblemente.
Un frío que paralizaba la respiración pareció recorrer los ámbitos de
la gran mina y todos callamos mirando los negros socavones que ahora,
al realizarse una explotación racional por capas, iban descubriendo sus
vientres manchados de sangre. A pesar de ser domingo se adelantaban
los trabajos de explotación, aun cuando al decir de nuestra guía, la mayor
parte del personal descansaba. Enormes vagones se deslizaban por rieles a
lo hondo de la mina en donde recibían el mineral que de diferentes partes
acumulaban allí pequeñas locomotoras. Se podía observar que la mayor
parte de la maquinaria era antigua, reparada y puesta de nuevo en servicio.
Mucho distaba todavía de una explotación moderna, pero en los afanes por
abastecer la industria, los chinos lograban realizar lo mejor posible y con
las herramientas a su alcance aquella tarea.
En tanto que tomábamos un descanso en torno a mesas improvisadas al
aire libre, rodeados por cientos de obreros que lucían con orgullo sus rostros
tiznados, pudimos oír el canto monótono de un anciano, pero sostenido
como un himno interminable. Su cara mostraba una esplendorosa alegría
a pesar de tener su cuerpo curvado por los años y el esfuerzo; era como
una estatua de carbón que llevara en sus músculos estampados todos los
sufrimientos de los obreros chinos bajo la explotación minera del invasor.
Por un momento callaron los cantos en coro para dejar oír esa voz dulce
que brotaba de sus labios arrugados de tanto probar la hiel Los obreros lo
miraban y oían en silencio como los hijos mayores saben escuchar el canto
de la abuela cuando esta se pone a recordar las canciones de cuna con que
supo dormirlos.
China, 6 a.m.
71
LAS PATAS DE GO-KAI
China, 6 a.m.
73
—¿Por qué a pesar de las conveniencias de la producción en cooperativas
esas familias prefieren el trabajo individual?
—Porque en todas partes hay tontos y en nuestra villa no faltan, pero
creo que muy pronto se acabarán. En un comienzo todos pertenecíamos
al bando de la producción por separado, pero desde principios del año
1951 comprendimos lo que querían decirnos los camaradas enviados por
el Gobierno Popular cuando nos hablaban de las conveniencias de las
cooperativas. Entonces fuimos entendiendo y unos, primero y luego casi
todos en masa dejamos de ser tontos y nos pusimos a cosechar en común.
—¿Entonces usted cree que muy pronto todos entren en las cooperativas?
—No tardarán, pues las conveniencias son muy claras. Por ejemplo, al
eliminar las cercas que separaban nuestras tierras hemos ahorrado 27 mues
(aproximadamente dos hectáreas).
Mientras el campesino se debatía con el periodista, yo había observado
que nuestro intérprete aguijoneaba al caballo haciéndolo alterar su paso
habitual. Así, pues, muy pronto nos reunimos a los que nos habían
aventajado y que nos esperaban con impaciencia, pues el frío de la tarde
no los dejaba estar quietos un solo momento. La cara del intérprete se
había hecho más entusiasta con la cercanía de su aldea. Era un joven de
baja estatura, de cabeza irregular y muchas cicatrices de viruela en la cara.
Había aprendido a hablar el inglés en un hotel al servicio de extranjeros en
Tien-Tsin y ahora estaba vinculado a la propaganda de la reforma agraria
entre los campesinos.
Debió sentirse orgulloso al oír la conversación sostenida por el
campesino a quien posiblemente había instruido en la eficiencia de las
cooperativas.
La villa que sorprendíamos llevaba el nombre de Go-Kai y ya casi
toda la población había acudido a recibirnos desde que descubrieron a
los primeros delegados. El alcalde, la maestra de escuela, los jefes de las
cooperativas, la directora de la guardería, el presidente de la asamblea y el
encargado de sanidad, decenas de niños y aldeanos de todas las edades y
sexos. Ya habían improvisado alojamiento en varias casas y con gran regocijo
nos invitaban a que entráramos al interior de sus habitaciones. Cacahuetes,
huevos hervidos, patatas, té, arroz y todo cuanto tenían preparado para la
China, 6 a.m.
75
En coro respondían los adultos y en torno a nosotros las manos se
extendían generosas con los presentes o con tan solo el apretón franco y
caluroso. Todavía en el interior del bus penetró un campesino llevando un
par de patatas cocidas. Inmediatamente reconocimos al carretero, pero no
su intención. Buscó con sus ojitos vivarachos hasta descubrir sin mucha
dificultad al gigantesco amigo italiano. Se le acercó con las patatas y le dijo:
—¿Cuál de estas dos patatas ha sido cultivada en cooperativa y cuál no?
Vimos titubear al hombre que durante toda la jornada en carreta había
puesto en jaque la inteligencia del campesino. No sabía por cuál de las dos
patatas decidirse. La una era grande en tanto que la otra era ostensiblemente
raquítica. En medio de nuestras bromas, el periodista se decidió por la más
grande y el campesino rio de muy buen humor. Antes de bajar hizo que le
tradujeran su comentario:
—Se ha equivocado usted, ambas son de la cooperativa y en eso estriba
precisamente la ventaja de producir en colectivo, lo grande compensa lo
pequeño.
MENSAJE A MI PUEBLO
China, 6 a.m.
77
que desde la puerta de su casa miraban su extremada confianza. Así era
la mayoría de los niños chinos. No pude resistir el deseo de levantarla
entre mis brazos y con ella me acerqué a sus familiares. Dos niños más me
miraban sin decidirse a imitar a su hermanita.
—Entre usted, siga con nosotros y tome un poco de té —creí que me
decían con sus voces alegres.
No tardó en aparecer un amigo intérprete quien al traducirnos sus
frases me confirmó que no había errado en mi intuición.
Subí por la estrecha escalera al piso superior. En las habitaciones bajas otros
delegados chilenos habían iniciado una charla amena como lo demostraban
las risas de los chinos. Tres alcobas formaban sus habitaciones y yo me senté
en una cama que daba a la ventana, después de rechazar los asientos que me
ofrecieron. La chica con sus trencitas sujetas por moñitos rojos no se cansaba
de jugar con mis manos a las que remiraba como extrañada de su color oscuro.
Luego me observaba la cara y reía una y otra vez. Logré que el más pequeño,
que aún no debía tener cuatro años, se apoyara entre mis piernas, pero tuve
que sujetarlo para que no corriera de nuevo hacia el padre. Este era un hombre
de estatura mediana, ojos negros y cabellos profusamente alborotados. Tenía
una complexión fuerte y solía fruncir las cejas muy abundantes. No sé si le
intimidaba el saber que yo no comprendía el chino o si prefería que su mujer
hablara, cosa que parecía ser muy habitual en ella.
—Mis padres murieron bajo la ocupación —me decía ella—. Un día
un vecino me informó que mi papá había muerto en la mina. Quise ir a
verlo, pero mis amigos no me dejaron siquiera que gritara mi pena. Yo lo
comprendí todo y entonces comencé a tragarme las lágrimas. Mi madre
murió aquí en la aldea, en el rancho en donde vivíamos apilonadas cerca de
cuatro familias. Creo que después de muerta aún movía los labios pidiendo
algo que comer. Yo le hubiera dado de mamar de mis propios senos si
hubiera tenido leche en ellos, pero lo cierto era que mis dos muchachitas,
que ya correteaban, inútilmente se prendían de mis pezones vacíos. Los
únicos que comían en la aldea eran los japoneses y aquellos que de noche
lograban recoger sus desperdicios.
La mujer que así hablaba no tenía lamentaciones en sus palabras.
Cuanto brotaba de sus labios traía el fuego del odio y no del llanto. Era
China, 6 a.m.
79
ABRAZO DE DOS SOLDADOS DE LA PAZ
China, 6 a.m.
81
cabeza rapada y brillante, hundida entre los hombros y con un voluminoso
vientre: parecía la estampa de un viejo Buda, ensimismado y plácido en
la senectud de la vida. Algunos fumaban largas pipas; otros sostenían
los cigarrillos con sus uñas largas y no faltaba uno u otro que cabeceara
indiferente a la reunión de delegados charlando e importunando sus
recuerdos con preguntas que debían traer a su memoria los amargos días
de dolor o los luminosos instantes de un amor perdido.
Yo me fui a sentar al lado de un anciano que conversaba con una
norteamericana. Esta era una muchacha de rostro alegre, iluminado por
la luz de sus ojos verdes. Muy amorosamente había apoyado sus mejillas
en el rostro del anciano, el cual, como un niño que se dejara acariciar,
no levantaba la vista de sus babuchas de hilo. Una larga bata le daba el
aspecto de un monje que oyera las confidencias de una joven apasionada.
Cuando me hice a su lado, me miró con sus ojos blancuzcos y se sonrió,
haciéndome una leve reverencia con la cabeza. Le tomé la mano izquierda.
Aún era firme y fuertes callos endurecían su concavidad. Volvió a tomar
el hilo de su narración, mientras los ojos vivos de la intérprete parecían
querer arrancarle las palabras mucho antes de que sus labios cansados
las profirieran. Luego nos traducía; arrugando su rostro, como si cuanto
contara estuviera ligado a su propia vida:
—Me he casado cuatro veces, pero solo mi última mujer me dio a luz
dos hijos. La hembra es ya una mujer, trabaja en una fábrica y ayer estuvo
aquí. De vez en cuando salgo con ella a visitar a los nietos, pues es casada
y tiene tres hijos, todos varones. Mi hijo está ahora peleando en Corea. Al
despedirse me dijo: «Papá tengo que ir a defender tu tranquilidad que está
amenazada». Me ha escrito dos veces y me cuenta que no permitirá que el
extranjero vuelva a perturbar mis últimos días. ¿Usted cree que debe un
joven sacrificarse por un viejo moribundo como yo? A mí me parece una
insensatez. Pero a veces pienso en los hijos de mi hija, son tan pequeños
y hermosos que no deseo verlos sufrir tanto como yo. ¿Por qué nos hacen
la guerra? ¿Acaso los padres y las madres de esos países no aman su
tranquilidad y la vida de sus hijos? ¿Por qué venir a destruir como bestias a
un pueblo pacífico como nosotros?
Mientras la intérprete nos formulaba con su voz excitada aquellas
preguntas, el anciano parecía esperar pacientemente a que nosotros se
China, 6 a.m.
83
—Pero nosotros no hubiéramos logrado introducir estas inmejorables
ventajas sino dispusiéramos de una administración democrática en donde
la iniciativa del trabajador es acogida y llevada a la práctica sin pérdida
de tiempo —nos dijo Huang Wen-Shan con absoluto conocimiento del
problema político que planteaba la nueva producción.
—El principal motor de los éxitos alcanzados —agregó— se debe a
la emulación patriótica de todas las brigadas en el trabajo. Todos somos
conscientes de los peligros de la patria y de la necesidad de vencerlos.
En la producción nosotros debemos neutralizar a los enemigos abiertos
o solapados. Es necesario estar vigilante para impedir el despilfarro en
cualquiera de sus formas, en el tiempo, en los materiales, en la organización.
Todos estamos unidos por levantar a niveles cada vez más altos el poder
industrial de la patria para hacer frente a las cada vez más crecientes
necesidades y para ello debemos estar también vigilantes contra el soborno,
la adulación o el engreimiento con los cuales los enemigos tratan de influir
a los obreros dirigentes de la producción. Contra todos estos peligros
nosotros tenemos que revelarnos como hombres de un nuevo temple,
de una nueva patria, de una nueva sociedad de la cual nosotros mismos
somos sus forjadores. He aquí —nos decía el héroe de las dos medallas—,
por qué un compañero de trabajo ha marcado un nuevo récord patriótico
disminuyendo el tiempo fijado para su tarea de un año a solo seis meses. Ese
solo héroe logró realizar en un solo día el trabajo que le habían designado
realizar en diecisiete. Poco tiempo después una brigada aplicaba con éxito
su nuevo método y en conjunto redujeron los diecisiete días fijados a solo
una semana de trabajo.
Hubo una ola de aplausos y un joven de veinticinco años se levantó
ligeramente de su asiento y saludó repetidas veces con sonrisa en los labios.
También de su pecho pendía otra medalla de reconocido triunfo.
—Los éxitos, sin embargo, no comenzaron en nuestra fábrica. Ellos
tuvieron principio desde mucho antes. La batalla fue iniciada por las
victorias del Ejército de Liberación contra los invasores japoneses y el
régimen opresor del Kuomintang. Cuando el ejército liberó a Mukden ya
no quedábamos de los trabajadores sino los jóvenes aprendices. El enemigo
había tomado buen cuidado de eliminar a todos los obreros calificados.
Se dieron prisa en destruir nuestra fábrica, pero las rápidas maniobras de
China, 6 a.m.
85
LA HEROÍNA DE LOS FERROCARRILES
China, 6 a.m.
87
LOS NIÑOS CHINOS
Los niños chinos tienen una sonrisa a flor de labios que adornan
con el brillo de sus ojos pequeños. Se plantaban frente a nosotros y
tras de llevarse la mano a las sienes en un gesto de saludo, se arrojaban
a nuestros brazos con alegría. Acechaban las palabras y como no
lograban comprender nuestro idioma, dibujaban unos hoyuelos en
sus mejillas y sacudían sus cabecitas. Entonces brotaban sus frases a
saltitos, diciéndonos quién sabe qué diabluras que nosotros apenas
sospechábamos por la picardía de sus ojos bailando en el plano
inclinado de sus párpados. El idioma que entendíamos de los pioneros
chinos no era el de sus sonrisas, ni el de sus ojos ni el de sus palabras
saltarinas, sino el de sus manos diminutas que se agarraban a las
nuestras con tanto calor que al instante sentíamos el apasionamiento
de sus corazones. A pesar de sus pocos años comprendían que solo el
calor de las manos podía identificarnos y no bien nos entregaban sus
ramilletes de crisantemos, dalias y clavellinas, buscaban la mano que
nos quedaba libre y se ceñían a ella con tanto ahínco, que ni la tierra
apretó nunca tan amorosamente las raíces de un árbol.
¿Cuándo aprendieron estos niños la sabiduría de la prudencia?
Siempre me preguntaba esto cuando los veía caer sobre nosotros como
un torrente de alas que revolotearan en nuestro derredor y, sin embargo,
jamás exageraban sus movimientos, ni siquiera cuando algún delegado,
ebrio de sonrisas y canciones, los cargaba sobre los hombros.
En esas circunstancias agitaban sus manecitas sin dejar de gritar sus
inagotables vivas a la paz.
Recuerdo que una delegada costarricense se despojó de una hermosa
pañoleta y la amarró del cuello de una pequeña de diez años y entonces vi lo
inesperado. Un puñado de niños comenzaron a quitarse a su vez los pañuelos
rojos de pioneros y los ataron a nuestros cuellos y cuando la costarricense a
mi lado reparó en sus hombros, vio que allí, muy delicadamente, la chiquilla
China, 6 a.m.
89
El río Amarillo con sus grandes crecientes cada diez años, reforzadas
con una pequeña cada lustro, acrecentaban las inundaciones del Huai. En el
1921 anegaron tres millones y medio de hectáreas. En 1931 el Kuomintang,
impotente para contener la invasión japonesa, recurrió a la cruel estrategia
de romper los diques de Hua-Yuan-Kou, en el río Amarillo, y sus aguas
al confluir las del Huai inundaron cerca de un millón de hectáreas, y
elevó a medio millón los muertos; debido a este mismo hecho, durante las
inundaciones de 1931 y 1938; debieron evacuar a más de cinco millones de
personas.
En aquellas áreas del valle del Huai fueron libertados por el Ejército
de Liberación, pero no por ello pudieron ser eliminadas de inmediato las
circunstancias que las asolaban desde hacía siglos. Su grave situación no
se podía atribuir solo a las condiciones hidrográficas, sino en su mayor
parte al mismo hombre que hizo de un río tranquilo un rebelde nómade
de terribles desastres. Contribuyó a ello la política anárquica de las castas
gobernantes frente a la desforestación del norte de China que aumentaba la
erosión y el sedimento del río; la incuria por construir represas y diques y
por último la destrucción de estos mismos sin considerar las muertes y los
daños que ocasionaban a los pobres moradores del valle.
El nuevo Gobierno Popular tuvo que afrontar esta desastrosa
herencia del pasado con plena conciencia de que mientras el río no fuera
científicamente controlado y domado pronto, constituiría el peor obstáculo
para el desarrollo de la nación. En 1951 un insólito sobreflujo de las aguas
vino a agravar la situación y el pueblo chino juró que aquella sería la última
cuando el presidente Mao proclamó que «el río Huai debía ser domado».
En la íntima compenetración entre el pueblo y su presidente Mao
reside la esencia de las transformaciones de la nueva China y solo esa
identificación pudo lograr su más grande hazaña después de vencer a los
opresores extranjeros y a sus serviles mandarines: controlar el río Huai.
Toda la nación respondió al llamado del presidente. Las mujeres, los
jóvenes y los adultos se movilizaron con el mismo entusiasmo y heroísmo
con que defendieron a la patria. Todos los caminos del amplio mapa de
China se llenaron de caravanas de cientos de miles de personas que acudían
a ponerse a órdenes de los ingenieros. Llevaban en sus pechos la decisión
China, 6 a.m.
91
constituían graves peligros que la nueva China debía atajar sin vacilaciones
y sin tardanzas. El consejo administrativo del Gobierno Central del
Pueblo promulgó un decreto en apoyo al llamado del presidente Mao y
cientos de ingenieros y brigadas transmontaron cumbres, midieron ríos,
perforaron rocas y comenzaron la demolición de montañas. El Comité de
Encauzamiento del río Huai, dependiente del Ministerio de Conservación
de Aguas, elaboró el plan general para detener las aguas en las regiones
altas, medianas y bajas de la cuenca del río.
La estrategia fundamental para el éxito de un plan de tan grandes
proporciones descansó en la movilización del Partido Comunista. Ante
todo se debía adelantar un gran trabajo político de explicación, educación
y organización de las masas de obreros y campesinos haciendo ver que en
su espíritu de colaboración y heroísmo descansaba la posibilidad de que un
país como China, recién salido de las trabas de una economía semifeudal,
arruinado por un largo historial de sangrientas guerras, explotado por
todos los imperialismos, frente a la amenaza de la más grande invasión de
su territorio y soportando un bloqueo económico que le impedía no solo
aprovechar el comercio internacional, sino que perturbaba la utilización
de sus propias riquezas, iniciara la realización de un plan de tal magnitud,
que hasta entonces no se conoció nada semejante en la historia de los más
avanzados países capitalistas.
No existía una gran industria pesada, no se disponía de la gran cantidad
de modernas maquinarias requeridas, no se tenía una experiencia anterior
que no fuera la ayuda fraternal prestada por los especialistas soviéticos,
nunca el pueblo se había trazado ante sí un plan que pusiera a prueba
su gran capacidad industriosa. Todo el éxito, pues, recaía tan solo en la
inaudita decisión de heroísmo que el pueblo chino sacara de sus propias
fuerzas. La realización de los proyectos de contención y aprovechamiento
del río Huai implicaba no solo una etapa decisiva en la construcción de
la economía y bienestar de la patria, sino que a su vez ponía a prueba la
propia capacidad del Gobierno Popular, el destino de la nación, la vida o
la muerte de la nueva China que se levantaba orgullosa sobre la base de
un régimen popular en que participaban todas las clases, todos los hijos,
todos los partidos, todas las ramas de la economía en una sola voluntad de
triunfo.
China, 6 a.m.
93
una gigantesca y compleja obra que puso a prueba la iniciativa y el poder
creador del pueblo. Toda la nación estuvo pendiente del desarrollo de los
trabajos venciendo a la naturaleza que parecía oponer a cada paso nuevos
obstáculos a la tarea de dominio del hombre. De los campesinos y obreros
surgían nuevos trabajadores modelos que realzaban exitosamente el
entusiasmo y las labores.
El Ejército de Liberación también se fundió con los trabajadores
convirtiendo sus nuevas tareas en campo de batalla. Después de recibir tres
meses de estudios especiales, los soldados iniciaron por sí solos sus tareas
combinando la estrategia y la bravura demostrada en la guerra en su nuevo
frente de lucha. Su lema era: «Las jornadas de trabajo son como las batallas
que solo se suspenden cuando se terminan». Durante la época de intensas
lluvias de junio a julio, los trabajos corrieron el riesgo de ser paralizados y
lo que era más grave, comenzaron a peligrar las obras realizadas. Se activó
el trabajo colectivo y día y noche, bajo la inclemencia de las lluvias, la
voluntad de hierro de los trabajadores estuvo enfrentada a los elementos.
En los momentos más críticos, el comando de los trabajos lanzó el 1.° de
julio una consigna de emulación socialista para la feliz realización de las
tareas como un homenaje al 30.° aniversario de la fundación del Partido
Comunista de China. El entusiasmo y el heroísmo popular se elevaron
a nuevos y sostenidos niveles de sobretrabajo, pero también las aguas
comenzaron a helarse por el invierno, amenazando de suspender las
obras de dragado. Entonces fue cuando una muchacha remangándose las
faldas, con las piernas desnudas, se introdujo en el río helado y con su
pico continuó su tarea venciendo las dolencias del frío. Pronto la brigada
de zapadoras que le acompañaban imitó el gesto heroico de la camarada
y los trabajos continuaron ininterrumpidamente pese a que el río estaba
prácticamente helado. Aquella muchacha fue señalada como heroína del
trabajo, se llamaba Ku-Tso-Lang y su ejemplo pronto sirvió de inspiración
a los poetas y pintores.
Al finalizar el tercer año de labor, cinco millones de trabajadores, de
los cuales la mayoría eran voluntarios, habían realizado más del 40% del
proyecto general. Más de 3.500 kilómetros de río se habían hecho navegables.
Solo en la ciudad de Shanghái se habían concentrado 120 fábricas cuya
producción de láminas de acero se destinaba para la construcción de una
China, 6 a.m.
95
de aquellos ojos cariñosos mostrando sus nalguitas rosadas a través de la
abertura de sus vestidos que les dejaban en plena libertad de satisfacer sus
necesidades.
En la noche anterior, también bajo la lluvia, fuimos recibidos por la
población de Hofei. Multitud de jóvenes con sus trajes de seda, redoblando
sus timbales y platillos, danzaban y cantaban al son de sus propias
canciones. Rojos faroles en forma de estrellas vibraban sobre sus cabezas,
entremezclados con cientos de palomitas blancas de papel. Esos niños y
esa juventud nos sacaron casi en hombros de los vagones del ferrocarril y
a través de las calles, en ambos lados de las aceras, toda la población nos
abrió sitio de honor acompañándonos con sus aplausos y sus interminables
salutaciones a la paz. El tren se había retardado cerca de dos horas y aquella
gente que desde por la mañana se había dispuesto a recibirnos, no había
vuelto a sus casas todavía en la madrugada cuando arribamos a Hofei.
El mismo delirio volvió a resucitar espontáneamente en los campesinos
cuando observaron nuestra partida hacia las obras de Fusi-Ling, sobre el
río Pi, uno de los afluentes del Huai. Apenas si reconocíamos en aquel
pueblecito tranquilo con sus casas de paja y callejuelas estrechas la misma
población que inundada de faroles y cadenetas mostró la noche anterior la
efervescencia de una gran ciudad. Los grandes buses se movilizaron con
dificultad por entre las calles estrechas, reducidas aún más por la afluencia
de los grupos de personas que habían acudido a despedirnos con sus
ramilletes de flores y sus palabras cordiales.
La lluvia había mojado las calles y las llantas patinaban en el barro.
Al fin logramos tomar las afueras de la ciudad y el poblado quedó a la
distancia mostrándonos sus tejados azules.
El mosaico de las pequeñas parcelas de los campos de China se abrió
a nuestra vista. Ligeras colinas se levantaban a lo largo de la ruta y sobre
sus costados en rectángulos superpuestos, siguiendo el declive de la
pendiente, los cultivos de arroz se escalonaban desde nuestros pies hasta
lo hondo del horizonte. Cuidadoso empeño ponían los campesinos en
levantar pequeños muros de barro en torno a sus parcelas, logrando así
que el agua derivada de los sistemas de irrigación del Huai se empozara
en ellas permitiendo la humedad necesaria a los cultivos de arroz. Con
China, 6 a.m.
97
EL JOVEN DE LOS CRISANTEMOS
A medida que nos acercábamos a las márgenes del río Pi, la topografía
de la llanura con ligeras colinas se fue transformando en las empinadas
estribaciones de una sierra. La vegetación era abundante y salvaje. Los
China, 6 a.m.
99
trabajos se realizaban en el pleno corazón de la montaña, muy lejos de
los sitios que se beneficiarían con el gran receptáculo de agua que se
construía. Nos tocó cruzar el vado de un río, posiblemente el Pi, y desde el
bus contemplé el paso lento de una gigantesca balsa excesivamente cargada
que subía la corriente. En el extremo de una cuerda de muchos metros
de largo una hilera de campesinos semidesnudos doblegaban sus espaldas
tirando de la balsa. En su gran esfuerzo curvábanse casi a ras del agua, que
apenas llegaba a sus rodillas. Detrás de la balsa otros hombres sumaban
sus brazos y parsimoniosamente la pesada carga ascendía el curso del río.
Era el tributo de fe y heroísmo de los campesinos que con solo sus fuerzas
físicas construían la gran hazaña del río Huai.
La lluvia había arreciado y los campesinos en medio de la carretera
conducían sus productos hacia el mismo destino de nuestros buses. Se
protegían del agua con sombrillas de papel de hermosos colores o bien
con sombreros de palmas en torno al cuello como los que acostumbran los
indios mexicanos, hecho que recordaba el común origen de estos pueblos.
Algunos soldados conducían grandes rebaños de ocas que al mirar los
extraños buses levantaban conjuntamente sus largos cuellos como espigas
blancas. Solo suspendían sus graznidos cuando dejados atrás oían las
voces conocidas de los soldados apaciguándolos. Nos sorprendieron estas
unidades del Ejército de Liberación, victoriosas en tantas hazañas heroicas,
convertidas entonces en simples criadoras de gansos. No adivinábamos que
ese Ejército de Liberación fundamentaba el éxito de sus triunfos y estrategia
precisamente porque estaba constituido por obreros y campesinos que solo
la necesidad de la lucha armada logró arrancarlos de sus menesteres de
pacíficos productores. Pero el campamento de trabajo de Fusi-Ling, allí
cercano, nos daría nuevas sorpresas de la calidad de estos nuevos soldados
en la construcción pacífica.
Bajo la lluvia copiosa, los obreros, campesinos y soldados nos esperaban
en medio de las calles, con sus danzas y canciones. El primer bus despertó
una aclamación cuando los obreros en lo más alto de las construcciones, a
más de cien metros sobre la montaña, lograron descubrirlo. Desde entonces
sonaron las sirenas, los martillos sobre los yunques, las palas contra las
piedras y los redobles sobre los timbales hasta mucho después que todos
los buses, cerca de siete, recorrieron los espacios reservados por entre las
DEMOLIENDO LA MONTAÑA
China, 6 a.m.
101
Volví a poner atención a las voces y comprendí que un coro ensayaba.
Ya algunos grupos de trabajadores platicaban frente a las puertas de sus
respectivos dormitorios o cargaban depósitos de agua de un lugar a
otro. Una columna de humo se desprendía de un alar y la lumbre muy
viva lograba reflejar sus destellos dentro de la habitación vecina. Como
la lluvia de los días anteriores y el paso continuo de los soldados había
formado lodo sobre el piso, caminé bastante ceñido contra la pared
de las habitaciones. Al cruzar una callejuela cayeron sobre mi cabeza
descubierta, algunas gotas de agua y sentí su frialdad sobre mi rostro y
hombros como un gesto amigo de la naturaleza.
Me introduje, por una puerta que encontré abierta, al interior de la
barraca de donde salían las voces. Descubrí un grupo de seis jóvenes, dos
de ellos mujeres, sentados en cuclillas sobre bancos y cajones.
Una de las muchachas mostraba con un pedazo de tiza las notas
musicales escritas sobre una pizarra y a cada señal suya el grupo de
compañeros entonaba la melodía de la canción. Pude repararlos por
algún tiempo sin que advirtieran mi presencia. Fue uno de los varones,
pequeño y vivaraz, quien logró divisarme de primero en el marco de la
puerta. Se sonrió como para darme un saludo y sin interrumpir prosiguió
el canto sostenido por los demás. Cuando hicieron una pausa, antes de
que la muchacha que dirigía volviera dar la orden de continuar, me saludó
con voz timbrada. Al instante todas sus miradas convergieron sobre mí.
El joven que me había saludado tomó una taza y llenándola de té caliente
me la extendió en señal de acogimiento. Ninguno de ellos hablaba un
idioma que yo entendiera y nuestra comunicación se hizo a través de
los gestos. Solicité que continuaran el canto y sin hacerse de rogar lo
reiniciaron. Se trataba de una canción popular, llena de dulzura, pero que
a la vez tenía, como la mayoría de las canciones chinas que había oído, un
aliento marcial y optimista. Esa misma exaltación caracterizaba todas las
manifestaciones artísticas de la nueva China.
Cuando dieron por terminada la canción, siempre manifestándome
su alegría por mi presencia con sus miradas o estrechándome las manos
comenzaron a dar lectura a un folleto. Primero leyó por varios minutos el
joven pequeño y luego ordenó a un camarada que hiciera otro tanto. Era
este muy alto y se llevaba hasta muy cerca de los ojos el folleto, sujetándolo
China, 6 a.m.
103
El intérprete tuvo que solicitar al obrero que pusiera de vez en cuando
pausa en su discurso para traducirme los apuntes que tomaba con gran
dificultad por la forma rápida en que aquel se expresaba. No obstante, el
calor de sus frases no lograba perderse en los cambios de la traducción.
Me habría gustado entender directamente el idioma de aquel hombre para
gozar de la palabra emocionada con que entusiasmaba a sus compañeros
oyentes.
—Ahora no somos simples unidades de obediencia ciega —proseguía
traduciéndome el intérprete al inglés—, sino que discutimos los aspectos
fundamentales de nuestro trabajo con los responsables del mismo.
Mientras estamos metidos aquí en la montaña sabemos que nuestros hijos
y familiares son bien atendidos en la ciudad. Con frecuencia recibimos
sus cartas y sus visitas. A propósito de cualquier rasguño tenemos los
cuidados de nuestros camaradas los médicos y todos los días, a medida que
realizamos las tareas con éxito, sentimos un gran orgullo de cuanto vemos
levantarse ante nuestros propios ojos.
Sonó una sirena y los obreros me manifestaron que partirían a tomar
el desayuno. Grandes grupos de trabajadores brotaban de todas partes
inundando los contornos. Era difícil distinguir entre los soldados del
Ejército de Liberación y el resto de campesinos y obreros, pues todos estaban
uniformados, aun cuando los colores de sus vestidos eran diferentes. A
lo lejos ya se oía el rechinar de las máquinas que no dejaron de martillar
durante toda la noche. Un altoparlante entonaba canciones populares
inspiradas por las hazañas del pueblo chino en las obras del río Huai en
los años anteriores o la de los voluntarios populares chinos en el frente
de Corea. Las mujeres cruzaban frente a mí; llevando en sus hombros los
aparatos de perforación a presión con sus gorras y gruesos pantalones de
dril. Una gran camaradería las unía a sus compañeros y a lo largo de la ruta
hacia el trabajo, se alzaban juntas sus voces entonando canciones o corrían
con juvenil entusiasmo. Muchos de ellos se habían casado allí mismo o las
esposas habían venido a unirse a sus maridos en las faenas. Gran parte de
los trabajadores eran campesinos voluntarios que se agregaban a prestar sus
servicios después de que el cupo básico de obreros había sido copado. En
estas formas demostraban que entendían claramente que la construcción
de la represa de Fusi-Ling concernía en primer lugar a ellos que eran los
China, 6 a.m.
105
que hacían al concentrarse en el sitio de faena. Las tiendas de campaña para
dormir, la cocina, el estudio y el regocijo se compartían colectivamente. Esa
misma cuerda que sujetaba la cadena de cuerpos en las laderas empinadas
también unía espiritualmente a todos los ánimos:
—Sabemos que si logramos subir una carga más desde el abismo a la
cúspide con ello logramos que la patria ascienda un nuevo escalón, —nos
manifestó una mujer que llevaba sobre sus hombros un balancín con sus
canastas vacías y como para demostramos la verdad de cuanto nos decía,
pronto se despidió con una sonrisa, incorporándose de nuevo a la hilera de
acarreadores que también unían sus canciones en un solo canto. Después
no la pudimos distinguir más entre los miles de obreros atareados en
remover aquella montaña con las manos.
China, 6 a.m.
107
RETORNO DEL SOLDADO A SHANGHÁI
China, 6 a.m.
109
se enredaba en cada uno de estos detalles, se hundía hasta el horizonte
identificando alguna colina o simplemente se perdía en la extensión
comunicando a su rostro una honda emoción que no le era dado disimular.
La locomotora había penetrado en las primeras barriadas de la
populosa Shanghái. La vida palpitante del pueblo se congestionaba en
torno a los cientos de millares de pequeñas habitaciones, sumadas unas a
otras sin plan ni organización. Habían surgido aquí y allá, urgidas por la
superpoblación y por las callejuelas que se retorcían, cientos de personas
caminaban sin prisa, pero atareadas en múltiples ocupaciones que daban a
las barriadas aspecto de mercados. Mezcladas a las gentes que marchaban
con sus bultos a las espaldas, las rickshaws conducidas por hombres a pie y
las carretas sobrecargadas de las cuales tiraban los caballos incurvándose
sobre la tierra decían de los grandes problemas de acarreos que soportaba
la ciudad. Por mucho tiempo estuvimos recorriendo estos interminables
barrios que, como avanzada de la gran metrópoli salían al paso del tren.
Alegres canciones comenzaron a resonar en el espacio, cadenetas de
variados colores, palomas de papel, música y aplausos rodearon los vagones
del tren cuando penetramos a la gigantesca estación de Shanghái. Hileras
de niños nos saludaban levantando sus ramos de flores con alborozados
gritos a la paz. No bien se detuvo la locomotora, en ordenada carrera
penetraron al interior de los vagones y se trenzaron a nuestros cuellos con
sus ojos brillantes y las sonrisas abiertas. Rodeados de sus cabecitas y con
sus manos ardorosamente unidas a las nuestras, caminamos por entre la
multitud que había acudido a presenciar la llegada de nuestro grupo, el
último de los cientos de delegados que visitaba a Shanghái. Desde el interior
de los automóviles pudimos apreciar a otra ciudad que nada recordaba las
populosas barriadas vistas en sus inmediaciones. Elevados rascacielos,
calles rectas y abarrotadas de almacenes se extendían a uno y otro lado con
sus hermosísimos ideogramas dándonos la bienvenida o anunciando sus
mercaderías. Si no hubiera sido precisamente por esos ideogramas chinos,
Shanghái me habría parecido una ciudad norteamericana como Detroit o
Chicago. Era fácil adivinar que estábamos en el corazón de lo que había
sido el más grande centro de inversión de los imperialistas en China.
En las primeras horas de la mañana nos fuimos compañía del camarada
Tsui a recorrer la ciudad. Una densa bruma cubría el puerto sobre el río
China, 6 a.m.
111
repetían parsimoniosamente aquellos movimientos y todo el jardín parecía
una casa de orates interesados en las mímicas más absurdas. Detrás de un
hermoso huerto oímos algunas voces cantando y muy pronto descubrimos
a varios estudiantes ensayando con un maestro. Nos llamó la atención que
varias mujeres gordas se afanaban igualmente en practicar la gimnasia y
entonces el camarada que había permanecido silencioso comenzó a darnos
algunas explicaciones sobre lo que veíamos:
—Antiguamente solo venían aquí los adinerados a practicar la gimnasia
china. Pero ahora veo que se ha convertido en un parque popular y hasta
me han dado ganas de iniciar un curso de gimnasia ahora mismo.
Las palabras brotaban emocionadas de su pecho y comprendimos
que él se hallaba mucho más extrañado por cuanto veíamos que nosotros
mismos. Pero fue al siguiente día, un domingo, cuando vimos al camarada
Tsui tan conmovido que saltaron temblorosas lágrimas a sus ojos de militar
aguerrido, curtido en mirar de cerca los horrores de la guerra. Habíamos
estado visitando un teatro con capacidad para más de 15.000 personas y no
bien salimos de él cuando nos dijo:
—Antiguamente este fue un stádium para carreras de galgos.
Mientras continuaba explicándonos la transformación del viejo stádium
en un teatro de recreación popular, llegamos a un hermoso parque en donde
fuimos objeto de una inusitada aclamación por el público. Madres y padres
paseaban a sus chicuelos por las avenidas, rodeadas de flores y estanques.
En el centro millares de niños jugaban en columpios, deslizadores, tiovivos
y demás juegos infantiles. La chiquillada subía y bajaba en una ola de risas
y gritos. Los mayorcitos al advertir la presencia de los delegados se botaron
a nuestro encuentro y ya apretándonos las manos, ora solicitándonos
autógrafos o preguntándonos lo incomprensible en su idioma cantarino,
prácticamente nos impedían dar un paso. Una y mil veces repetían en coro
sus vivas a la paz y en medio de aquel júbilo hubimos de confundirnos con
su alegría avasalladora. Entonces fue cuando reparamos que el camarada
Tsui se había apartado un poco y disimuladamente se borraba unas lágrimas
del rostro. Junto con una amiga española me acerqué a él para compartir la
honda felicidad que lo embargaba y cogiéndonos las manos, tras de hacer
un gran esfuerzo por serenarse, nos confesó:
—Antes no había futuro para mí, pero ahora lo tengo y viene pronto
—fueron las palabras con que aquella mujer trigueña, de ojos negros y
mirada inteligente, terminó el trágico relato de su prostitución.
La historia se remontaba a los diez años, ahora tenía 22, cuando sus
padres la llevaron del campo a Shanghái para entregarla a una familia
acomodada, pues ellos no tenían cómo alimentarla. Tres años después era
violada por el “honorable” padre de familia que se había hecho cargo de
su crianza en calidad de sirvienta. Como no lograra hacerla ceder a sus
pretensiones durante los dos años que siguieron a su violación, optó por
venderla a un prostíbulo donde, a pesar de todos los esfuerzos que hizo por
comprar su libertad, debió venderse durante cinco años y posiblemente
hasta el resto de su vida, si la revolución no hubiera triunfado sobre los
feudales que mantenían a China bajo la opresión.
Cuando terminó su relato con gran altivez, segura de que si su cuerpo
se había manchado no había sido por su culpa, los directores del instituto
para reformar a las antiguas prostitutas permitieron que aquella mujer nos
China, 6 a.m.
113
acompañara en la visita al establecimiento. En primer lugar, llegamos a la
guardería de los hijos de las madres allí recluidas. Una veintena de chiquitines
jugaban en sus mesitas, rodeados de juguetes y de los cuidados de las
tutoras, antiguas rameras que ahora velaban por la salud de los niños de sus
compañeras como si fueran sus propios hijos. Al penetrar a su guardería los
pequeños se mostraron asombrados de nuestra visita y con sus ojos inocentes
nos miraban sin comprender la presencia de tantos rostros extraños.
Un año después de tomar el poder, en 1950, el Gobierno Popular pidió
a las prostitutas que abandonaran su modo de vida y la mayoría acudió al
instituto que se había establecido para su readaptación. Entonces comenzó
una lucha contra la propaganda que los dueños de prostíbulos diseminaban
calumniosamente, diciendo que aquellas eran remitidas a trabajos forzados
al norte.
Nosotras nos llenamos de miedo —nos confesó nuestra guía—, pues
presentíamos que ya fuera aquí en el reformatorio o en los trabajos forzados
de que nos hablaban nuestros explotadores, iríamos a tener vida peor que
la que llevábamos en los prostíbulos. Como ustedes ven, nuestro miedo era
injustificado, pero nosotras que no sabíamos entonces leer, nos ateníamos
a los comentarios de los amos.
Como muchas de ellas persistieran por su voluntad o bien obligadas
por sus dueños en continuar su género de vida, el Gobierno Popular
prohibió en 1951 la prostitución en todo el país, clausurando los últimos
78 lenocinios que existían en Shanghái y recluyendo a la fuerza cerca de
quinientas mujeres. En esta forma se oyó el clamor de los representantes
populares municipales que solicitaban tal medida para terminar con el
mayor foco de prostitución que existía en China, pues Shanghái en 1949,
centro de operaciones del comercio internacional, tenía 4.000 prostitutas y
800 prostíbulos.
El reformatorio que visitamos en Shanghái, uno de los muchos que
existen en China, constaba de dos grandes pabellones, separados por un
largo patio. Nuestra guía, que se había convertido durante los dos años
de permanencia en él, de analfabeta en maestra de sus compañeras, nos
presentó el grupo al cual pertenecía. Las mujeres nos recibieron con
muestra de alegría, invitándonos a que visitáramos sus alojamientos y
China, 6 a.m.
115
Entonces la muchacha contó como el “protector” que había abusado
de ella y luego vendido a un prostíbulo, también había sido llevado a otro
reformatorio en donde eran reeducados en igual forma los antiguos dueños
de lenocinios.
Después de visitar las salas de estudio pasamos a ver una fábrica
de medias anexa al instituto y reservada exclusivamente a las antiguas
prostitutas. Un inmenso telar de ruecas a manos y de tejido mecánico muy
primitivo, daba trabajo a la mayor parte de las recluidas. Nos vieron llegar
con ojos vivarachos, pero ponían todo su interés en demostrar que no nos
observaban. Por debajo de sus párpados podíamos ver que nos reparaban
de pies a cabeza. Cuando nos retiramos, sus gritos acallaron el ruido de los
telares para lanzar repetidos vivas a los delegados de la Conferencia de Paz.
La institutriz inglesa dejó su habitual circunspección y tres veces lanzó en
chino, coreada por nosotros, otras tantas salutaciones a la paz. Todavía al
despedirnos, nuestra guía, todo fervor y devoción por su nueva labor en
beneficio de sus hermanas y de la patria, nos decía satisfecha:
—El trabajo no solo nos permite solucionar nuestros problemas
personales, sino que es un medio de educación. Nos damos cuenta de que
para vivir en la nueva sociedad debemos ser útiles a ella.
EL MÁRTIR DE LA SONRISA
«Querido padre:
Gracias por haberme criado. Hoy cumplo el deseo más querido:
sacrificar mi vida por la causa de la revolución. A mi mujer, Yin, cuídala que
ha sufrido mucho por mí. Que no me olvide, pero que se case de nuevo para
que sea feliz. Yo jamás la olvidaré aunque esté muerto. A mi hijo que aún no
ha nacido, decidle cómo murió su padre. Mi muerte es un acontecimiento
China, 6 a.m.
117
de sus victimarios, feliz y altivo sin mostrar siquiera una sombra de odio o
de rencor! ¡Y luego la muerte y su sonrisa imborrable! ¡Supo traspasar de la
vida a la gloria sin dejar de sonreír!
Su ejecución tuvo lugar en Shanghái. Yo creo que si Wan Shao Ho
hubiera muerto en otra ciudad, tal vez habría demostrado la misma entereza
frente a la muerte, la misma fe en el triunfo de la revolución, pero quizá no
habría sabido morir sonriendo. Shanghái es la ciudad de los mártires. Otras
ciudades chinas pueden vanagloriarse de sus palacios, de su cultura, de su
bravura, de su heroísmo, pero solo Shanghái supo dar mártires con sonrisa
en los labios. Yo no conozco la historia, ni los nombres, ni las fechas, ni
los lugares donde fueron asesinados estos héroes. Yo solo he visitado en
el Palacio de los Trabajadores de Shanghái la exposición de fotografías y
prendas personales que llevaban en el momento de ser sacrificados estos
mártires de la revolución. Me ha bastado mirar esas caras de los profesores,
de los líderes obreros, de los periodistas, de las mujeres dirigentes, de los
niños, de los anónimos, de las madres, de los estudiantes, en fotografías
desteñidas, tomadas con disimulo, en las cuales el fotógrafo exponía su
propia vida, reproducidas en los periódicos, carcomidas por el fuego,
manchadas por la sangre de las víctimas. Me ha bastado, repito, con mirar
estas fotos, como las que reproducen los últimos momentos de Wang Shao
Ho, para comprender y sentir que el pueblo de Shanghái, que su clase
trabajadora y sus dirigentes han sabido fundirse en el heroísmo de sus
hombres en la lucha abierta, soterrada y valiente contra los reaccionarios
de la patria y contra los opresores extranjeros.
He visto la foto de Chen lwen, la dirigente sindical que escribió una
carta a sus amigos anunciando que sabía que moriría asesinada de un
momento a otro, pero que la muerte no la intimidaba y que la lucha de
la clase obrera debía proseguir hasta la victoria. He visto un facsímil de
esta carta y también una foto de su cuerpo asesinado cuando era velado
por sus compañeras de trabajo. Se había cumplido su trágica profecía. He
visto los rincones en donde se reunían los comunistas que dirigían la lucha
de la clase obrera. Allí la foto de un niño torturado por los japoneses y
enterrado vivo. Da indignación mirar las fotografías de los marinos ingleses
masacrando al pueblo de Shanghái. Los estudiantes víctimas de la furia
policíaca y también he visto a los comunistas vendados los ojos, las manos
China, 6 a.m.
119
comenzado una obra dramática representada por los mismos reformados en
el teatro de la institución y llegábamos un poco tarde.
Se trataba, como lo supimos más tarde, de la vida de uno de los
recluidos que de analfabeta se había convertido en un trabajador modelo.
En el primer acto el personaje central era un tahúr cobarde que, amparado
por los comerciantes con influencias en el gobierno reaccionario, dirigía
una banda de maleantes encargados de robar en los garitos a los favorecidos
por la suerte en los juegos de azar.
Como él no sabía exactamente a quienes asaltaba, ni a quienes servía
en la intrincada red de pícaros auspiciada por el Gobierno, nunca estuvo
seguro ni de lo que hacía ni de su propia vida. Tenía conciencia de que
se hallaba entre la espada y la pared, que con la misma facilidad con que
asesinaba de un momento a otro podría convertirse en víctima. Esto lo
tornaba frío y calculador, indeciso y pusilánime.
En el segundo acto, huyendo de sus propios cómplices que lo perseguían,
intempestivamente fue a esconderse en una buhardilla donde sorprendió
a un grupo de revolucionarios. Entonces se desarrolló el momento
culminante del drama. Los revolucionarios lo tomaron por detective, pues
lo habían visto en compañía de gentes del Gobierno y él a su vez imaginaba
que había caído en la trampa por sus perseguidores.
—Yo sé que ustedes pretenden asesinarme —les confesó, sacando una
puñaleta y poniéndose a la defensiva.
Los revolucionarios se miraron extrañados de su actitud y el jefe le
respondió:
—Nosotros sabemos que eres un policía. Dinos cuántos gendarmes
rodean la casa.
El perseguido no supo qué responder y en tono balbuciente trató de
intimidarlos:
—Más de media docena.
Sin hacer caso al puñal con que los amenazaba, el jefe de los
revolucionarios se asomó a la ventana y confirmó que en realidad algunos
hombres rodeaban la casa.
China, 6 a.m.
121
—¡La revolución te salvará! Ahorra tu vida para la revolución.
En el tercer acto, la escena tomó lugar en el interior del reformatorio
donde se presentaba la obra. El ladrón se había convertido en un reformado
ejemplar. Había comprendido el objeto de su permanencia allí y encauzaba
a los antiguos vagos a recibir las enseñanzas de sus educadores. La obra
terminó con la aclamación a sus palabras:
—Antes éramos hijos del hampa, pero hoy pertenecemos a la nueva
China. Ahora hay que comprender que el ocioso no tiene cabida y es mal
mirado por todos.
Al caer el telón y encenderse las luces nos encontramos frente a miles
de reclusos que nos aclamaban con delirio. Grupos de mujeres y hombres
se botaron en torno nuestro manifestando sus reconocimientos por nuestra
participación en la Conferencia de Paz. El amplio teatro estaba inundado
de palomitas, cadenetas y banderas de papel. Aquellos adornos no habían
sido confeccionados para nuestra llegada, sino que, como nos manifestó
el director del Instituto, hicieron parte de los actos celebrados antes y en
honor de la Conferencia. Un grupo de reformados nos fue presentado: eran
los directores de la campaña por la paz. En sus caras se reflejaba el orgullo
de haber contribuido en alguna forma al éxito de nuestras deliberaciones.
Al regresar por los corredores tuvimos todo el tiempo que quisimos para
conversar con muchos reeducados que nos asaltaron a nuestro paso. Otros
proseguían sus juegos o bien permanecían en las salas de estudio. Nos
asomamos a una sala y presenciamos a cientos de ellos sentados en cuclillas
en el suelo, siguiendo con atención las indicaciones del método rápido de
lectura. Por un momento pusieron más interés a nuestra presencia que a
los libros. Bastó con que uno de nosotros gritara en chino un viva a la paz
para que aquellos hombres, como niños a quienes se les diera licencia para
el juego, prorrumpieran en una escandalosa aclamación.
El director nos informó que solo residían allí 2.166 hombres y 3.057
mujeres de los 31.600 que habían pasado por la institución.
—¿Y qué ha sido de los otros? —preguntó alguien.
—Después de transformados han llegado a ser magníficos trabajadores
y algunos hasta cuadros dirigentes —nos manifestó el director agregando—:
los que procedían del campo y se convirtieron en la ciudad en vagos por
China, 6 a.m.
123
ser traídos aquí se comportaban exactamente como en las viejas cárceles, es
decir, como resentidos. Pero pronto la preocupación que aquí se tiene por
ellos les hacía comprender rápidamente que no estaban en una institución
de represión, sino en una escuela. Los más adelantados se convierten
en una fuerza viva que sirve de estímulo a los más atrasados o rebeldes,
obligándolos a superarse gradualmente. El cincuenta por ciento de los que
han pasado por aquí eran analfabetas y a todos se les enseñó a leer y a
escribir; así mismo más del sesenta por ciento sufría de enfermedades y
se les curó: estas son las razones para que no escapen y tengan interés en
reeducarse.
—Y, ¿son muchos los casos que vienen ahora acusados de haber robado
por primera vez?
—Puedo asegurarles —dijo el director con gran complacencia— que el
robo ha desaparecido en la nueva China.
De un distante jardín nos llegaba el canto y las risas de un grupo de
mujeres que agarradas de las manos jugaban en círculo.
Una de ellas pretendía penetrar al interior del ruedo, pero siempre
que lo intentaba las compañeras le cerraban el paso uniendo sus cuerpos.
Como reparara que algunas eran de avanzada edad, solicité sobre su
conducta anterior. El director nos invitó a que nos acercáramos al jardín
donde jugaban.
—Son antiguas propietarias de prostíbulos que se reeducan por el
trabajo —nos explicó mientras nos sentábamos en una banca a muy pocos
pasos de las mujeres.
—¿Pero no son muy ancianas para aprender algún oficio? —argumenté
un poco extrañado, pero el director después de reparar por un instante en
su juego me respondió:
—Ellas mismas lo han solicitado y eso demuestra que la liberación
alumbra para todos.
«Hang Chow es el lugar más bello del mundo», oí exclamar muchas veces
a varios delegados de diferentes países. En realidad, parece que la naturaleza
y el genio chino hubieran puesto en este jardín sus más bellas obras. Sin
embargo, cuando yo recuerdo a Hang Chow, más que sus hermosos lagos,
viene a mi memoria la robusta y a la vez delicada sensibilidad del escritor Lu-
Hsun. Repetidas veces me he preguntado, ¿cómo los maravillosos paisajes
de Hang Chow en cuyos jardines los horticultores chinos han logrado
obtener 4.000 especies diferentes de crisantemos; cómo los estanques en
donde millares de peces de variados tintes obedecen a sus cuidadores como
rebaños de ovejas; cómo las orillas de sus lagos concéntricos, bordeados
de casas de pescadores y de antiguos palacios de princesas, pudieron
engendrar el alma rebelde de Lu-Hsun que vivió en tremenda lucha para
encontrar su propia vocación de artista? Es evidente que la belleza de las
islas y grutas donde parece que se quedó dormida la serenidad, debieron
gestar en el alma del niño el amor entrañable por la bondad de las cosas
y que al no hallar el bien en medio de la sociedad feudal en que le tocó
actuar, Lu-Hsun se convirtió en un batallador capaz de arrancar a los labios
de Mao Tse Tung aquellas palabras emocionadas: «Sus huesos fueron muy
fuertes y nunca se quebraron».
Por eso viene a mi memoria en primer lugar su nombre cuando
evoco mi corta visita a la villa de Hang Chow, el lugar de China donde
al despedirme brotaron mis lágrimas, porque tuve la terrible impresión
de que nunca más mis ojos irían a contemplar su belleza. Recuerdo la
memorable noche en que oí de labios de un escritor también de Hang
Chow, la historia de Lu-Hsun. Al hermoso hotel donde habían hospedado
a los delegados vinieron a visitarnos todos los jóvenes actores chinos que
filmaban allí una película de ambiente soviético. Era curioso admirar a las
muchachas chinas con sus cabellos pintados de rojo, sus botas de cosaco y
vestidas de falda y chaqueta. Ellas y sus compañeros nos sacaron a bailar
y danzaron nuestros bailes con gran desenvoltura como si hubieran vivido
toda su vida en nuestros países. En aquella juventud podíamos admirar
China, 6 a.m.
125
a la nueva generación de China que resueltamente se lanza al asalto de la
cultura occidental, plenamente segura de su propia civilización milenaria.
Cuando todavía nosotros los delegados no salíamos de la sorpresa que nos
produjeran los rojos cabellos de las muchachas y muchachos chinos, con
su aspecto de jóvenes soviéticos, el viejo escritor a mi lado, a instancia mía,
inició el relato sobre la vida de Lu-Hsun:
—El deseo de salvar a su padre, a quien los médicos empíricos no
lograron restablecer de una larga enfermedad, lo hizo iniciar estudios
científicos de medicina. Su aspiración no era solamente la de curar a su
padre, sino la de servir lo mejor posible a su pueblo, al que amó desde
pequeño. A pesar de que sus padres eran letrados y acomodados, muy
pronto el joven comenzó a mirar las dificultades en el hogar acosado cada
vez más por el ruinoso sistema de los señores que lo asfixiaban todo. Así
debió observar la miseria de las gentes que lo rodeaban y su amor por el
pueblo se acentuó en su corazón. No le fue difícil comprender que, como
médico, él podría remediar sus enfermedades, no entendiendo en esa época
que aquellos no eran males curables en sí mismos, mientras las condiciones
de la sociedad fueran sus causas determinantes…
Por mi condición de médico yo podía comprender la exactitud de
aquella verdad que mi narrador, ya entrado en años, afirmaba con la certeza
que da la reflexión honda de los problemas humanos. No era la primera
vez que yo sentía la dureza de aquella verdad, puesto que el ejercicio de la
medicina me había dado confirmaciones muy dolorosas de su acierto, pero
al oírlas repetir en un lugar tan alejado de mi patria, tuve la impresión de
que la realidad de los hechos se agigantaba cruelmente. El escritor continuó
hablando:
—El padre de Lu-Hsun hizo cuanto estuvo a su alcance para que su hijo,
según era su deseo, estudiara medicina en el Japón en donde los estudios
científicos habían evolucionado notablemente, influidos por la medicina
occidental. Las condiciones del estudiante eran muy precarias, a lo que se
sumó el estallido de la guerra ruso-japonesa que agravó no solo su situación
económica, sino su condición de chino. En este período aconteció un hecho
de poca importancia, pero que tuvo honda repercusión en su vida. El joven
se había ido a ver una película japonesa en la que se fusilaba a un ciudadano
chino por espía. Su argumento hizo tambalear las convicciones que hasta
China, 6 a.m.
127
devorarlo. En su siguiente obra, La verdadera historia de A Q, aprovecha
el asesinato de un campesino, a quien consideraban revolucionario sin
serlo, para describir la vida de los verdaderos luchadores enfrentados
a sus enemigos. Esta novela como sus artículos políticos oponiéndose
al gobierno reaccionario del Kuomintang, despertaron contra él la
persecución sin que ella hubiera podido silenciar su robusta voz de escritor.
Para escribir en las revistas en donde se rechazaban sus colaboraciones se
valió de muchos seudónimos, llegando a utilizar más de cien. No solo debía
luchar contra sus enemigos políticos, sino que, por ironía de la vida, fue
atacado implacablemente por las dolencias físicas a las que menospreciara
al abandonar sus estudios médicos, pero ni los unos ni las otras pudieron
doblegar su espíritu de combate hasta el momento de su muerte. Por su
vida de constante lucha y sacrificio por la revolución, el presidente Mao lo
ha considerado, a pesar de no haber sido nunca un comunista, como un
verdadero ejemplo del bolchevique.
Cuando el escritor terminó su relato, observé con más emoción al
grupo de jóvenes actores que, gracias a la lucha sostenida por escritores
como Lu-Hsun, entonces podían disfrutar de todos los bienes que la
sociedad ponía al servicio de sus vocaciones de artistas. Lo que mis ojos
veían era el comienzo de los frutos con que había soñado y combatido el
novelista. Y cuando tuvimos que despedirnos de su compañía tan llena de
fervorosa plenitud y las lágrimas saltaron a mis ojos al dar la espalda a Hang
Chow, donde los antiguos palacios de los emperadores a orillas de los lagos
se habían convertido en jardines de reposo para los mejores trabajadores
de China, yo al igual que los delegados exclamaba que aquel rincón era
el más bello del mundo, pero no pensaba tanto en los encantos que la
naturaleza caprichosa supo reunir allí, sino en el escritor que, renunciando
a la holgura de una vida regalada y de un paisaje que debieron asombrar
sus ojos prefirió hacer de sí mismo un ejemplo de renuncias y heroísmo,
hiciera aún más hermoso el recuerdo de Hang Chow.
China, 6 a.m.
129
en conocer sus actuaciones en la vieja sociedad semifeudal, respondían
a nuestras preguntas muy lacónicamente, —sin que mediara ninguna
prohibición expresa puesto que era ostensible que el Gobierno Popular
estaba interesado en que nosotros conociéramos la abyección del pasado
para que la confrontáramos con la esplendorosa realidad presente—,
sino porque su modestia innata, heredada en tantos milenios de sabia
humildad, les llevaba a considerar que su vida era poco importante para
hacer recaer sobre ellos nuestra atención de delegados: «¡Allí están las
grandes obras realizadas, por el pueblo!», parecían decirnos con sus
corteses evasivas y, con su modesta actitud, centuplicaban en nosotros la
admiración hacia ellos y a su pueblo.
Al día siguiente de llegar a Pekín todos comentábamos asombrados
la gran hazaña de los intérpretes que solo dos semanas antes, cuando se
dieron cuenta de la gran cantidad de delegados de habla española que
no conocían otra lengua y que iban a llegar a su país, habían empezado a
estudiar nuestro idioma y ya hablaban el suficiente castellano para satisfacer
nuestras demandas.
—Es nuestra mejor ofrenda al éxito de la conferencia —nos expresaban
cuando queríamos hacerles ver que admirábamos su proeza.
Mas no era cierto que ello constituyera su mejor ofrenda a la causa
de la paz. Más que esa increíble hazaña para quien no conozca de cerca
la capacidad del pueblo chino para vencer cualquier obstáculo, constituyó
un verdadero aporte de superación la devoción con que en todo momento
de nuestra permanencia en China esos amigos supieron estar presentes
en cada una de las necesidades de los delegados en su trabajo por muy
minúsculas que fueran. Desde la hoja de papel que accidentalmente caía al
suelo hasta la tos ocasional tuvieron presente un intérprete que al instante
tomara cuenta de ello. Podría decirse que exageraban sus desvelos, si no
hubieran sido tan sabios en mantenerse en los límites exactos de la cortesía.
Cuando un delegado momentos después de descender del avión, tal vez
deseoso de presumir mucho interés por el grave problema de la guerra
coreana, preguntara sobre los últimos acontecimientos en el frente de
batalla, uno de nuestros intérpretes le respondió:
—¡Le rogamos tomar un justo descanso!
China, 6 a.m.
131
era recogida por aquellos amigos en vigilia como centinelas en un puesto
de avanzada. El mismo día que fueron señalados los dos intérpretes para
acompañar a los enfermos, dos nuevas caras sonrientes se incorporaron a
nuestro equipo. Por ningún motivo debía empeorar sus servicios. «¿Cómo
podremos mejorar nuestro trabajo?», era la pregunta cotidiana de aquellos
soldados que no querían dejar resquicios por donde flaqueara la causa de
la paz.
Al despedirnos en el aeropuerto no nos atrevíamos a mirar sus caras.
Sabíamos que las sonrisas estaban allí en sus labios porque el chino parece
que no sabe ser solemne a pesar de su excesiva seriedad, pero ¿cómo
podíamos nosotros dejar de llorar cuando solo nos restaban pocos minutos
para separarnos de quienes se habían convertido en algo más íntimo que
nuestros propios corazones?
China, 6 a.m.
133
Manuel Zapata Olivella
134
DE LA OBRA
Y
DEL AUTOR
Manuel Zapata Olivella: génesis, aventura,
literatura
José Luis Garcés González
China, 6 a.m.
135
Manuel Zapata Olivella
136
MANUEL ZAPATA OLIVELLA:
GÉNESIS, AVENTURA, LITERATURA