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CHINA , 6 a . m.

CHINA , 6 a . m.
MANUEL ZAPATA OLIVELLA

Relatos (1954)
Catalogación en la publicación – Biblioteca Nacional de Colombia

Zapata Olivella, Manuel, 1920-2004


China, 6 a.m. : relatos (1954) / Manuel Zapata Olivella. -- 2a. ed. -- Cali : Universidad del
Valle, 2020.
156 p. ; 24 cm. -- (Año Manuel Zapata Olivella / Ministerio de Cultura)
Incluye glosario. -- Contiene datos biográficos del autor.
ISBN 978-958-5599-92-5 (edición digital en pdf)
978-958-5599-91-8 (edición impresa)
1. Zapata Olivella, Manuel, 1920-2004 - Crítica e interpretación
2. Cuentos colombianos - Siglo XX
3. Literatura colombiana - Siglo XX
4. China - Vida social y costumbres I. Título II Serie
CDD: Co863.44 ed. 23 CO-BoBN–

Segunda edición 2020

Título: China, 6. a. m.
Autor: Manuel Zapata Olivella
ISBN edición digital (pdf): 978-958-5599-92-5
ISBN edición impresa: 978-958-5599-91-8
©Herederos de Manuel Zapata Olivella
©Universidad del Valle, por esta edición.

Esta edición está bajo una licencia Creative Commons


Atribución / No comercial / No derivar/
4.0 Internacional.

Primera edición: Ediciones S. L. B. (Samuel Lisman Baum), Bogotá, 1954.

Equipo editorial Universidad del Valle:


Coordinación editorial: Pacífico Abella Millán
Concepto gráfico y diseño: Ana María Estrada Angola
Apoyo editorial y digitalización: Alejandra Bedoya Bermúdez
Geraldine Grisales Parra
Administrador web Zapata Olivella: Richard Rodríguez Rivera
Apoyo logístico Centro Virtual Isaacs: Magdalena Castro

Universidad del Valle - Facultad de Humanidades - Cali - Colombia.


Correo electrónico: cvisaacs@correounivalle.edu.co

Concepto editorial: Instituto Caro y Cuervo

Santiago de Cali, junio de 2020


Contenido

Presentación | 13
Manuel Zapata Olivella vida y obra a disposición del mundo
Darío Henao Restrepo

Prólogo | 17
Luis Cantillo

China, 6 a. m.| 33
Besos y flores de bienvenida | 35
El triste destino de las rickshaws | 39
La fiesta de las palomas | 43
El pueblo ante el espejo | 46
La canción de los pueblos | 47
Una aldea en campaña | 50
Los estudiantes edifican su universidad | 54
Parto sin dolor | 60
«Preguntádselo a mi hijo» | 63
El cantor de Fus-Hung | 66
Las patas de Go-Kai | 72
Mensaje a mi pueblo | 76
Abrazo de dos soldados de la paz | 80
Los ancianos preguntan | 81
Los nuevos hombres | 83
La heroína de los ferrocarriles| 86
Los niños chinos | 88
Cómo se ha domado al río Huai | 89
Una mañana en la nueva China | 95
El joven de los crisantemos | 98
Los soldados retornan al campo | 99
Demoliendo la montaña | 101
Ballet para el descanso | 106
Retorno del soldado a Shanghái | 108
Huéspedes de una nueva vida| 113
El mártir de la sonrisa | 116
La liberación alumbra para todos | 119
El escritor de Hang Chow | 125
Los soldados del idioma| 129

De la obra y del autor | 135

Manuel Zapata Olivella: génesis, aventura, literatura | 137


José Luis Garcés González
PRESENTACIÓN

MANUEL ZAPATA OLIVELLA


VIDA Y OBRA A DISPOSICIÓN DEL
MUNDO

Bajo el liderazgo de la Universidad del Valle, con el apoyo del Ministerio


de Cultura de Colombia, la Universidad de Cartagena, la Universidad de
Córdoba y la Universidad Tecnológica de Pereira, entidades aportantes a
la presente edición, le presentamos a Colombia y al mundo el legado de
Manuel Zapata Olivella —médico, antropólogo, folclorista, novelista,
cuentista, dramaturgo, ensayista e investigador— nacido en 1920 en Santa
Cruz de Lorica, Córdoba.
El Ministerio de Cultura de Colombia declaró el 2020 como el Año
Manuel Zapata Olivella, en homenaje al centenario de su nacimiento. La
señora ministra Carmen Vásquez Camacho, en el acto de lanzamiento en
Cali, octubre de 2019, a través del canal Telepacífico, destacó el aporte de

Manuel Zapata Olivella vida y obra a disposición del mundo


11
las obras e investigaciones de Zapata Olivella porque siempre tuvieron
como protagonista la gran diversidad étnica y cultural de Colombia, y en
especial, por el rescate y valoración del aporte africano a Colombia y a las
naciones americanas como está poéticamente recreado en su saga dedicada
a la diáspora africana, Changó, el gran putas.
El Año Manuel Zapata Olivella 2020 se propone divulgar y
promocionar las obras en universidades, colegios, escuelas, bibliotecas,
casas de la cultura, medios de comunicación, ferias del libro y redes
sociales, como la mejor manera de honrar a uno de los intelectuales
más destacados de nuestra historia, cada día más leído y estudiado en
varios continentes. En Colombia, el concurso de las universidades, del
Instituto Caro y Cuervo, de la Biblioteca Nacional, de la Biblioteca Luis
Ángel Arango, la Red de Bibliotecas Públicas, las Ferias del Libro, los
canales públicos de televisión, las secretarías de Cultura y Educación de
departamentos y municipios, la Dirección de Poblaciones y la Dirección
de Artes y Literatura del Ministerio de Cultura, ayudará a tornar realidad
tan necesario y justo emprendimiento.
Las 27 obras ofrecidas, junto con un amplio material crítico,
fotográfico, videos y documentales, estarán a disposición gratuita en la
web Zapata Olivella, sitio que estará alojado en el Centro Virtual Isaacs
(CVI) de Universidad del valle, enlazado con el Ministerio de Cultura, la
Universidad de Vanderbilt y otras entidades nacionales y extranjeras.
Esta labor ha sido posible gracias al apoyo de la Universidad del
Valle, en cabeza del rector Edgar Varela Barrios, con recursos financieros
y técnicos para el trabajo del Centro Virtual Isaacs y el grupo de
investigación Narrativa Colombiana de la Escuela de Estudios Literarios.
Con perspectiva interdisciplinaria, las investigaciones realizadas sobre la
obra de Zapata Olivella en el doctorado de Estudios Afrolatinoamericanos,
así como los aportes de varios de sus seminarios, han sido fundamentales
para este proyecto. Durante tres años se trabajó en la preparación editorial
de cada libro y en la recopilación del acervo bibliográfico que estará a
disposición en la web Zapata. Para apoyar a la divulgación de las obras
y la vida del autor, se realizó la investigación para el documental Zapata
el gran putas, una coproducción del Canal Telepacífico, el Ministerio de
Cultura y la Universidad del Valle. Así mismo, la realización de la ópera

Darío Henao Restrepo


12
Maafa, una adaptación de Changó, el gran putas, composición de Alberto
Guzmán Naranjo y guion de Darío Henao Restrepo.
Jugaron un papel decisivo en esta empresa los colegas del Comité
editorial: Alfonso Múnera Cavadía (Universidad de Cartagena), Luis Carlos
Castillo Gómez (Universidad del Valle), Mauricio Burgos Altamirano
(Universidad de Córdoba) y César Valencia Solanilla (Universidad
Tecnológica de Pereira); así como la directora del Instituto Caro y Cuervo,
Carmen Millán de Benavides, Diana Patricia Restrepo, directora de la
Biblioteca Nacional de Colombia y el director de la revista Afro-Hispanic
Review, William Luis. Esta empresa no hubiera llegado a feliz término sin
los prologuistas, fotógrafos, articulistas y ensayistas que aportaron sus luces
o sus escritos para el conjunto de este gran proyecto editorial.
Merecen infinito agradecimiento los herederos de Manuel: Harlem, su
hija; Karib y Manuela, nietos, hijos de Edelma, ya fallecida, y Gustavo Gómez,
su esposo, que con generosidad cedieron los derechos a la Universidad del
Valle para la publicación de las obras que con gran satisfacción entregamos
a los lectores de hoy y del mañana.

Santiago de Cali, junio 30 de 2020

Darío Henao Restrepo


Decano Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Director Editorial

Manuel Zapata Olivella vida y obra a disposición del mundo


13
Darío Henao Restrepo
14
PRÓLOGO

UN TESTIMONIO TRANSPARENTE:
MANUEL ZAPATA OLIVELLA EN CHINA
EN 1952

Luis Cantillo1

1 Profesor de la Universidad de Sichuan en Chengdu (China) y de la Facultad de


Ciencias Sociales y Humanas en la Universidad Externado de Colombia en Bogotá.
Ha divulgado la cultura colombiana en China y viceversa. Asistió al historiador de arte
Hong Zaixin en Buscando a Macondo (2015), primer libro sobre cultura colombiana
publicado en China. Recientemente en plataformas educativas chinas estrenó el curso:
Los colores de Colombia (2020). Entre sus textos están: Literatura y colonia china en
Colombia (2019), Café y Té sobre la mesa: encuentro entre dos mundos (2016).

Prólogo
17
La nueva vida del pueblo ante nuestros ojos era el gran escenario
de China que renacía, como en la leyenda de la fabulosa ave
fénix, de las cenizas de su propio pasado2.
MZO

Durante años en el Museo Militar de Beijing en la sección dedicada


a la Guerra de Corea (1950–1953) se exhibió una bandera colombiana
como vestigio de ese primer conflicto internacional de la Guerra Fría,
donde el único país de Latino América que participó y además apoyó al
ejército de los Estados Unidos fue Colombia, y esa decisión del presidente
Laureano Gómez hizo que por décadas la primera impresión que tuviera
el pueblo chino acerca de nuestro país era que fuimos parte de ese ejercito
agresor del pueblo coreano. Enrique Posada Cano, amigo cercano de
Manuel Zapata Olivella, quien vivió en Pekín a partir de la década del
sesenta escribió:
Esta aventura inútil nos dejó, de parte de Corea del Sur, un duradero senti-
miento de gratitud y, de parte de China, la presencia en el Museo Militar de
ese país de una bandera colombiana agujereada por las balas de los volunta-
rios chinos que combatieron junto a los norcoreanos. Me sonrojó ver eso3.
Enrique Posada no sería el único colombiano en sonrojarse, años
después a comienzos de la década de los noventa, el embajador José
María Gómez para mejorar la imagen de nuestro país inició una
campaña publicitaria utilizando los buses públicos de la capital para
promocionar la marca Café de Colombia, esto es nueve años antes de
que Starbucks abriera su primer café en Beijing4. Lo que poco se conoce,
es que, durante el transcurso de la Guerra de Corea, mientras unos y
otros se agredían en la región del paralelo 38 que terminó dividiendo a
Corea en dos, hubo un grupo de intelectuales colombianos que viajaron
expresamente a Pekín a contribuir a la paz, entre ellos Manuel Zapata

2 Ver capítulo: “El pueblo ante el espejo”.


3 Posada, Enrique. (2010). “Vivir en China es aprender a vivir otra vez”. Colombia
y China: treinta años de amistad y cooperación, Bogotá: Ministerio de Relaciones
Exteriores, página 62.
4 El nombre Beijing que reemplaza a Pekín corresponde a una nueva romanización del
chino adoptada desde 1958, pero se hace obligatoria desde 1979.

Luis Cantillo
18
Olivella. La colección de relatos reunidos en China, 6 a. m. (1954)
es el mejor testimonio que tenemos de un colombiano en el cual
nos narra con infinidad de detalles reales cómo era esa sociedad al
despertar de la nueva China, una nación milenaria que, tras un largo
siglo de padecer humillaciones por parte de potencias imperialistas
y sobrellevar la carga de dinastías parásitas, de mandarines viciosos y
señores de la guerra que nunca marcaron una ruta de progreso 5, ahora
le apostaba a una nueva utopía.

Verdes banderas, con la paloma que dibujara Picasso, ondeaban


en las brisas del desierto [en el aislado aeropuerto de Ulán
Bator]6.
MZO

A finales de septiembre del otoño de 1952, Manuel Zapata tomó


un avión a China desde Irkutsk en la Unión Soviética, hizo escala en la
capital de Mongolia y allí observó las banderas con la paloma de la paz
que anticipaban su misión de viaje, horas más tarde aterrizó en Pekín
de noche. A lo lejos divisamos el brillo de las luces profusas de Pekín y su
nombre se repitió entusiásticamente por todas las bocas en el interior de
la cabina del avión7. Manuel Zapata tenía 32 años, era médico, escritor
y ya había hecho la quijotesca hazaña de caminar de Colombia a Centro
América hasta los Estados Unidos. Esta vez, había llegado hasta el otro
lado del mundo: Ahora estaba allí; bajo mis pies, su presencia milenaria
que comenzó a maravillarme con las aventuras de Marco Polo8.

5 Ver capítulo: “Cómo se ha domado al río Huai”.


6 Ver capítulo: “Besos y flores de bienvenida”.
7 Ibíd.
8 Ibíd.

Prólogo
19
Al igual que Picasso9, Dalton Trumbo, Frida Kahlo y muchos otros,
Manuel Zapata era simpatizante del Partido Comunista. El motivo que lo
traía a China era participar en la Conferencia de la Paz de las Regiones
Asia y Pacífico (2 - 12 de octubre), quizás el primer y más grande evento
de poder blando que China organizaba para contribuir a la paz mundial
en medio del naciente clima de la Guerra Fría que polarizaba al mundo
y dividía los pueblos, entre ellos a Colombia. Más de cuatrocientos
delegados que representaban a los pueblos de 37 países se habían reunido
en la capital de China.
Entre los intelectuales colombianos que también participaban en la
Conferencia fuera de nuestro autor, se encontraban: el abogado Diego
Montaña Cuéllar; los escritores Jorge Zalamea y Jorge Gaitán Durán y el
pintor Alipio Jaramillo, entre otros. Con los tres primeros había vivido la
experiencia de los sucesos del nueve de abril en la sede de la Radio Nacional
apoyando a la revolución10. Por otro lado, todos ellos transitaban entre las
artes, las letras, el activismo social y la política11 como escribe el profesor
George Palacios en su ensayo “De rebeldías y revoluciones: perspectivas
críticas desde abajo y desde Oriente en el pensamiento de Manuel Zapata
Olivella” (2018), que es un excelente texto para quienes quieran profundizar
y comprender mejor acerca de la influencia y el contexto sociopolítico del
nueve de abril, lo que significó su viaje a China, y, por otro lado, [entender]
la fuerza en el contenido de la creatividad estética dada por el compromiso
político12 que encontramos en su producción literaria.

9 Su Paloma de la paz fue emblema de la Conferencia. Y como lo precisa Xu Xi, doc-


toranda en teoría del arte de la Academia China de Arte: “Por motivo de la Guerra
de Corea y la Conferencia de Paz de los Pueblos de Asia y del Pacífico, la paloma
como símbolo de paz fue utilizada como motivo e inspiración para crear obras de
arte como la pintura del maestro Qi Baishi. Estas obras a su vez fueron utilizadas en
materiales impresos de promoción”.

10 Vallejo, V. (2016). El Bogotazo, Radio Nacional de Colombia.


https://www.radionacional.co/linea-tiempo-paz/bogotazo [Ultima vez visitado:
2020.5.29]
11 Palacios, G. (2018). De rebeldías y revoluciones: perspectivas críticas desde abajo y
desde Oriente en el pensamiento de Manuel Zapata Olivella. Estudios de Literatura
Colombiana 42, pp. 120.
12 Ibíd.

Luis Cantillo
20
Los participantes en la conferencia de Pekín no eran necesariamente
diplomáticos, sino personas de toda condición y opinión ideológica, tan
solo una quinta parte eran miembros de partidos comunistas y la gran
mayoría eran representantes del mundo cultural13. Esta heterogeneidad
de acuerdo a Zalamea le daba un carácter especial: Pues no se trata
aquí de una reunión de gobiernos representados por sus diplomáticos, sus
políticos y los llamados “técnicos” en materia internacional, sino de una
congregación de delegatarios de pueblos14.

Estábamos frente a una nación nueva. Veíamos la juventud del


pueblo más viejo del mundo. Ese rejuvenecimiento de China lo
engendraba el sentido solidario del trabajo al servicio de una
vida de paz para todos15.
MZO

Cabe recordar que en aquel entonces era imposible viajar a China


sin invitación previa, a partir de 1978 es que el gobierno decide abrir
sus puertas al mundo. China estaba rehaciendo su tejido social tras
años de sufrir por la invasión japonesa y de los estragos de su propia
guerra civil entre el Kuomintang y el victorioso Partido Comunista
Chino. El país que Zapata nos muestra es una nación agrícola con una
población de 600 millones de habitantes, la mayoría viste trajes de dril
azul y montan bicicletas.
A pesar del bloqueo económico que prohibía la inversión extranjera,
el comercio o la compra de tecnología, sin embargo, esto no detenía el
ingenio local, por ejemplo, Zapata observó como en la construcción de

13 Zalamea, Jorge (1952). Reunión en Pekín. Pekín, página 2.


14 Ibíd., página 3.
15 Ver capítulo: “El pueblo ante el espejo”.

Prólogo
21
la nueva Universidad Técnica de Tianjin utilizaban un motor de avión
[norteamericano] que hacía de bomba de succión16. Allí mismo se
sorprendió al ver que tanto profesores como estudiantes vestidos como
obreros construían juntos su propia universidad. Ese espíritu colaborativo
y de hermandad también lo encontró en la construcción de la represa de
Fusi-ling, donde soldados y campesinos, hombres y mujeres, ayudaban
de igual manera a remover toda una montaña, como si estuvieran
haciendo real esa fábula china llamada Yugong Yishan (El viejo tonto que
quería remover una montaña). Una historia que por un lado habla sobre
la determinación del pueblo chino y por otro acerca de la integración
multigeneracional, si la voluntad del viejo no se cumplía en vida, sus
hijos y sus descendientes continuarían el trabajo hasta remover cada roca
de la montaña.
Zapata nos dibuja una ventana para que veamos cómo en esa
sociedad con tan solo tres años de fundada aún había lagunas de cómo
se implementaría el nuevo sistema socialista. Por ejemplo, en el capítulo
titulado «Preguntádselo a mi hijo» nos narra la visita a una fábrica
de textiles, donde primero conocen a un trabajador ingenioso que ha
inventado una nueva hiladora que logra cuadruplicar la productividad;
luego los delegados tienen la oportunidad de entrevistar al dueño y un
norteamericano le hace la siguiente pregunta: —¿Y qué será de sus fábricas
cuando el comunismo socialice la industria privada? ¿Ha pensado usted
en eso?17, a lo que el señor contesta —Preguntádselo a mi hijo, pues para
entonces será él quien afrontará ese problema18. El hijo resultó ser uno de los
intérpretes que acompañaban a los delegados de la paz y este respondió: —
Soy comunista y sé que mi Partido sabrá encontrar la mejor solución no solo
para mí, sino para la patria, como lo ha hecho hasta ahora19.

16 Ver capítulo: “Los estudiantes edifican su universidad”.


17 Ver capítulo: «Preguntádselo a mi hijo».
18 Ibíd.
19 Ibíd.

Luis Cantillo
22
3

Al calor de sus canciones y de sus danzas fuimos trenzando


nuestros propios bailes. Después las muchachas nos enseñaron sus
ritmos y, siguiendo sus movimientos y canciones, pudimos ligarnos
a los bailes que expresaban el sentimiento del pueblo liberado.
MZO

El primero de octubre, un día antes de iniciarse la Conferencia, para


hablar de la paz; de los problemas de la paz; de las soluciones de la paz20
como escribió Jorge Zalamea, los delegados fueron invitados a presenciar el
desfile de celebración del tercer aniversario de la fundación de la República
Popular China. En la noche, cuando la fiesta todavía seguía en la Plaza de
Tiananmen (Puerta de la Paz Celestial), los delegados terminaron bailando
junto con los locales:
Los delegados a la Conferencia de Paz no pudimos contemplar a la distancia
aquel espectáculo y entrelazados en una cadena que cantaba canciones en
muchos idiomas, nos introdujimos en el corazón de la multitud. Con el
regocijo de siempre, los jóvenes chinos batieron sus manos y se arrojaron
a nuestros brazos21.
A lo largo del libro, Manuel Zapata siempre nombra el baile y las danzas
folclóricas como si fuera una expresión artística que no podía faltar en las
celebraciones o ceremonias de bienvenida a los delegatarios, esto me hace
pensar que este arte del movimiento que logra vencer la barrera del idioma
fue una de las expresiones culturales que más lo impresionaron, disfrutó y
seguramente inspiró para que tiempo después junto con su hermana Delia
Zapata creara un grupo y promovieran la danza y el folklor colombiano
internacionalmente.

20 Zalamea, Jorge (1952). Reunión en Pekín. Pekín, página 1.


21 Ver capítulo: “La fiesta de las palomas”.

Prólogo
23
Entre las fotografías de este viaje que nos quedan de Manuel Zapata
en China, en el archivo de Jorge Zalamea hay una donde aparece Manuel
sonriente estrechando las manos con los brazos entrelazados con un grupo
de delegados asiáticos y latinoamericanos y a juzgar por el vestido de las
mujeres da la impresión de que algunos son coreanos. Seis años después
Zapata volvería a la China en compañía de su hermana Delia Zapata y su
grupo folklórico como embajadores de la cultura colombiana, inaugurando
una tradición que veinticinco años más tarde continuarían el Teatro Libre y
El Son del Pueblo, haciendo bailar al pueblo chino ritmos colombianos.

Si por sí sola era de admirar la impetuosidad de la corriente,


vigorosa y cargada de oleaje como un mar embravecido, más fue
para nosotros descubrir que cruzábamos en el mismo vagón del
tren, sobre un barco, la gran extensión del río cuyas riberas se
perdían en la bruma del horizonte22.
MZO

El gobierno anfitrión aprovechó la ocasión para invitar a los delegados


a realizar un tour para que conocieran el país y fueran testigos del progreso
que adelantaba la nueva China; y así saltar la censura a la que era sometida
como resultado del bloqueo económico impuesto por los países capitalistas
que dificultaba saber lo que realmente acontecía en la nueva nación.
Esta excursión sería la oportunidad perfecta para conocer la China
profunda. Como era de imaginar, les tenían agendado un cronograma
de visitas oficiales para mostrarles lo que al gobierno le interesaba dar a
conocer. Afortunadamente Manuel Zapata era curioso y además muy bueno
para madrugar, por sí solo se ponía a explorar los lugares que visitaban, no

22 Ver capítulo: “Retorno del soldado a Shanghái”.

Luis Cantillo
24
importaba que no tuviera intérprete, con su inglés o simplemente con gestos
lograba comunicarse. Gracias a él podemos hacernos una idea de lo que
hacían y opinaban profesores, estudiantes, campesinos, militares, personas
en reformatorios, etc. Para él, que siempre tenía presentes a las personas
oprimidas, darle voz a un campesino era tan valioso como a un dirigente.
Sobre el recorrido que traza Zapata a lo largo del libro, da la impresión
de que es cronológico, cabe señalar que los nombres en chino corresponden
a una romanización anterior al sistema Pinyin que se utiliza hoy. El trayecto
podría resumirse en una primera parte por el norte del país: Pekín (Beijing),
Tien-Tsin (Tianjing) y Mukden (Shenyang), en esta región visitan aldeas, una
mina de carbón, una represa en construcción, los sorprende la primera nevada
del año, fuera de usar tren también viajan en autobús por caminos de tierra en
los que se varan o sufren retrasos que brindan aventuras por fuera de la agenda
oficial. Entre los delegados que lo acompañan nombra al periodista chileno
Juan Araya, la española Aurora Fernández que trabajaba en Radio Praga, su
amigo Payín de Nicaragua y una institutriz inglesa que anotaba en su libreta
como si toda su vida hubiera sido una estudiante23. La segunda parte del trayecto
es el sur, al cruzar el rio Yangtsé Kiang (Yangzi Jiang) escribe una descripción
de postal de la imagen del tren cruzando el río sobre un bote.
La llegada a Shanghái parece un plano largo de película, describe
las interminables barriadas populares de la periferia que contrastan luego
con los altos edificios del centro de estilo occidental. Estando allá visitan
una exposición de fotografías y reliquias en homenaje a los mártires de
la revolución y los llevarán a visitar un centro de rehabilitación para
prostitutas y otro para delincuentes; ejemplos de cómo la nueva China está
acabando con los viejos vicios y formando una nueva sociedad.
El penúltimo capítulo se lo dedica a Hang Chow (Hangzhou), «...el lugar
más bello del mundo», oí exclamar muchas veces a varios delegados de diferentes
países24 escribe Zapata, y precisamente esa fue la ciudad donde estudié cerca
del Lago del Oeste, donde parece que la naturaleza y el genio chino hubieran
puesto en este jardín sus más bellas obras, no son palabras exageradas. Pero
realmente este capítulo se lo dedica a Lu Hsun (Lu Xun), el célebre escritor

23 Ver capítulo: “Huéspedes de una nueva vida”.


24 Ver capítulo: “El escritor de Hang Chow”.

Prólogo
25
chino que ayudó a modernizar la literatura con su trabajo como editor,
ensayista, traductor y autor de obras clásicas como Diario de un loco (1918)
y La verídica historia de A Q (1921). En Hangzhou, la revelación para Zapata
fue escuchar de parte de un escritor mayor la biografía de Lu Xun, quien al
igual que Zapata comenzó a estudiar medicina para luego dedicarse mejor a
la literatura: Yo había también decidido proscribir el ejercicio médico, y en la
realidad lo he hecho, para encauzar todas mis fuerzas en la lucha del escritor
contra las condiciones sociales que agobian a los hombres, seguro que con ello
les sirvo más que con el análisis minucioso de sus úlceras25.

Hermosa mañana la de China en donde un «viva la paz» era el


saludo de los hombres26.
MZO
En esta generación de intelectuales colombianos en Pekín, tenían todos un
sentido de misión y fueron diligentes en dejar testimonio de su visita a China:
estando allá Jorge Zalamea escribió Reunión en Pekín (1952), un ensayo que
traza un completo panorama de los problemas de la geopolítica de la época;
Diego Montaña escribió Por los caminos de la paz, de Pekín a Viena (1953),
tanto Montaña como Zalamea fueron miembros del Consejo Mundial de
la Paz; al año siguiente Manuel Zapata publicó China, 6 a. m. (1954) en la
editorial de Samuel Lisman Baum, de quien Gabriel García Márquez en Vivir
para contarla (2002) escribe que fue el agregado cultural de la Embajada de
Israel en Bogotá y con él publicó La hojarasca (1955)27; Jorge Gaitán Durán
publicó en su revista Mito (abril, 1956) apartes de su diario de viaje a la Unión
Soviética y China y, finalmente, Alipio Jaramillo en Beijing realizó una pintura
mural titulada Convite (1952), que es una escena de celebración por la paz

25 Ibíd.
26 Ver capítulo: “Los estudiantes edifican su universidad”.
27 García Márquez, Gabriel (circa 2002). Manuscrito de Vivir para contarla. Harry Ransom Cen-
ter, The University of Texas at Austin. Manuscript Collection MS-5353. Box 25, Folders 1-3

Luis Cantillo
26
en el campo colombiano. Esta obra la donó al Museo de Historia de China,
pero lastimosamente no se sabe de su paradero actual, por lo pronto queda su
recuerdo en una fotografía con algunos delegatarios chinos y latinoamericanos
en frente de la monumental obra, y aunque Zapata no aparece, me gusta
imaginar que él es la figura que baila en el centro del cuadro.
En el mundo polarizado de la Guerra Fría de aquel entonces, el
desplazamiento entre fronteras era un asunto espinoso. Jorge Zalamea
anotó lo siguiente acerca de la dificultad del trayecto de los delegatorios:
Para venir a Pekín, algunos de ellos han salido de sus países clandestinamente
y casi todos disimulando su destino final28. En una entrevista, Manuel Zapata
le contó al profesor William Mina acerca de su experiencia al regresar
al país: a nuestro regreso a Colombia fuimos considerados traidores a la
patria. Como consecuencia de dicho hecho fui tratado como un comunista,
subversivo y en esa circunstancia me capturaron, me detuvieron tres días y
posteriormente fui puesto en libertad29.
Hoy en día, casi setenta años después de la Conferencia, parece que
en el mundo se estuviera cocinando una nueva guerra fría entre Estados
Unidos y China en medio de una pandemia y una ola mundial de protestas
contra el racismo. Precisamente deberíamos repasar la historia y conocer
mejor a China, por su enorme riqueza, por sus increíbles contradicciones30
dice la escritora Dominique Rodríguez. Aunque los tiempos han cambiado,
todavía existen muchos prejuicios e ignorancia con este país y su cultura.
Este libro nos ayuda a comprender una época romántica casi utópica de la
historia contemporánea china y no hay mejor guía ni compañía que Manuel
Zapata Olivella, de quien se dice era encantador y un gran conversador.
Creo que ya sonó el zumbido del despertador y más bien ustedes entren
directamente al mundo de China, 6 a. m.
2020.06.09

28 Zalamea, Jorge (1952). Reunión en Pekín. Pekín, página 7.


29 Mina Aragón, W. (2006). Manuel Zapata Olivella: pensador humanista. Cali: Artes
Gráficas del Valle. Citado por Palacios, G. (2018). De rebeldías y revoluciones:
perspectivas críticas desde abajo y desde Oriente en el pensamiento de Manuel
Zapata Olivella. Estudios de Literatura Colombiana 42, pp. 131.
30 Rodríguez Dalvard, Dominique (2019). Un viaje inesperado. Mareas Pacífico N.° 1.
http://mareaspacifico.univalle.edu.co/un-viaje-inesperado/

Prólogo
27
Manuel Zapata con los delegados colombianos en la Conferencia de Paz de los Pueblos del Asia y del
Pacífico, Beijing, 1952. En la primera fila, de derecha a izquierda, entre otros, Diego Montaña Cuéllar
y Jorge Zalamea Borda. En la segunda fila, al centro, Manuel Zapata Olivella.
Cortesía del Archivo Jorge Zalamea Borda.

Luis Cantillo
28
Delegados internacionales estrechan manos. En la foto se encuentran Sr. Carrasquilla, José Do-
mingo Vélez, Manuel Zapata Olivella, Alipio Jaramillo, Jorge Zalamea, en Beijing, 1952.
Cortesía del Archivo Jorge Zalamea Borda.

Prólogo
29
De izquierda a derecha, Jiang Feng, Yu Feng, Jorge Zalamea, Olga Poblete, Alipio Jaramillo,
entre otros. Al fondo la obra Convite (1952) del maestro Alipio Jaramillo.
Tomado de un catálogo del maestro Alipio Jaramillo.

Luis Cantillo
30
Paloma de la paz (1950). Pablo Picasso. Fue el emblema de la Conferencia de Paz de los Pueblos
de Asia y del Pacífico.

Prólogo
31
Paloma de la paz, tinta china, (1952). Qi Baishi.

Luis Cantillo
32
China, 6 a. m.

China, 6 a.m.
33
Nosotros queremos paz. Li Pingfan (1922-2011)
Xilografía a color, 1959, 60.5x50cm
Colección del Museo Nacional de Arte de China

Manuel Zapata Olivella


34
BESOS Y FLORES DE BIENVENIDA

La emoción de los delegados a la Conferencia de Paz, ante la inmediata


proximidad de China, era visible en todos, aquella mañana.
Inconscientemente extendíamos las miradas hacia el sur sobre las
pequeñas colinas cubiertas por álamos que ya amarilleaban con la cercanía
del invierno. La gran cantidad de delegados venidos de las diferentes
regiones del Asia y del Pacífico que invadían el hotel del aeropuerto, en
Irkust, Unión Soviética, hizo de aquella ciudad un verdadero centro
ecuménico, donde se oían los idiomas y dialectos de los más extraños
países.
En una lengua extraña corrió entre los delegados un rumor que parecía
electrizarlos. No tardé en explicarme su inquietud cuando alguien me
tradujo al castellano las palabras que producían tal fenómeno: se había
anunciado que partiríamos inmediatamente. Varios aviones con caracteres
chinos y estrella roja en su fuselaje nos esperaban. Una muchacha china,
vestida de un uniforme azul, nos extendió la mano al entrar al aparato. No
tardaron en girar las hélices y rápidamente volábamos sobre los inmensos
bosques. Todavía no nos habíamos acomodado en nuestros puestos.
cuando apareció a la vista el hermoso lago Baikal de aguas transparentes.

China, 6 a.m.
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Grandes bancos de algas daban matices variados al cristal de su superficie.
Después volvimos a volar sobre los bosques, pero ya se veía que las lenguas
de tierra del desierto Gobi rodeaban los árboles. Nos aproximábamos a los
morenos llanos de Mongolia. De cuando en vez, algunas aldeas dibujaban
sus ojos blancos en la gran faz del desierto. En el inmenso mapa de este,
una locomotora con un largo convoy de carros seguía las paralelas del
Ferrocarril Transiberiano como el mejor símbolo de la conquista del
hombre sobre la geografía.
Tres horas más de vuelo nos llevaron a las inmediaciones de Ulan
Bator, la hermosa capital de la República Popular de Mongolia, que se hizo
anunciar por los grandes rebaños de camellos y dromedarios. Algunas carpas
mongolas, redondas y achaparradas, se defendían con fuertes amarras de
los rudos vientos. Montados en caballos pequeños, pero ágiles y briosos,
los pastores se distinguían fácilmente desde la altura con sus ropajes de
vivos colores hinchados por la brisa. Detrás de una colina aparecieron las
torres de una iglesia que señalaba la hermosa capital en medio del desierto.
El avión fue a descender muy lejos de ella y cuando volaba a ras de tierra,
los camellos movieron sus pequeñas orejas y, extendiendo el cuello, a pasos
desgarbados gaspalearon a sus anchas por la inmensa llanura.
Ninguno de los delegados sospechó la acogida que nos tributarían
al descender del avión en el aislado aeropuerto. Verdes banderas, con
la paloma que dibujara Picasso, ondeaban en las brisas del desierto. Un
comité de recepción de partidarios de la paz, compuesto por muchachas
y jóvenes, con sus hermosos vestidos típicos, salió a recibirnos y después
de expresarnos su regocijo por un feliz viaje, dejaron en nuestros pechos
insignias simbólicas de su movimiento.
La oscuridad se fue extendiendo sobre la vasta extensión de la tierra
china. No dejé de incomodarme por haber llegado de noche al país con el
cual había soñado desde mi infancia. Ahora estaba allí; bajo mis pies, su
presencia milenaria que comenzó a maravillarme con las aventuras de Marco
Polo. Cuando más tarde fui apto para comprender la honda significación
de la cultura universal, supe que el genio chino había fertilizado ese proceso
con la invención del papel, la imprenta y la brújula. En la Nochebuena,
cuando en los juegos de niño cantábamos bajo la lluvia de luces de bengala,
admiré a los artífices chinos que supieron crear la pólvora para maravillar a

Manuel Zapata Olivella


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la inocencia, pero que los hombres de guerra convirtieron en instrumento
para cegar las ilusiones y las vidas de millares de niños. Las lucecitas que
parpadeaban en la oscuridad desde las aldeas chinas, y que a mí se me
antojaban farolitos de papel, revivían en mis pensamientos una y mil veces
el destino de tan útiles inventos.
A lo lejos divisamos el brillo de las luces profusas de Pekín y su nombre
se repitió entusiásticamente por todas las bocas en el interior de la cabina
del avión. La nave se deslizó directamente hacia el aeródromo como si
no hubiera querido despertar con el rugido de sus motores el sueño de
la ciudad. Pero no, Pekín no dormía. Centenares de banderas verdes con
palomas ondeaban iluminadas por los reflectores. Una muchedumbre nos
esperaba con canciones de fraternidad. Por vez primera miramos el rostro
y escuchamos las canciones del pueblo chino que desde aquel instante no
dejaría de acompañarnos con su eterna presencia de sonrisas y flores.
Al salir del avión ocurrió lo que jamás podré olvidar: una niña de diez
años escasos se desprendió de la cadena de sus amiguitas y se abalanzó hacia
mí con una sonrisa en los labios y un ramillete de crisantemos en los brazos;
se prendió de mi cuello y su emoción brotó en un beso sobre mi mejilla.
Cargado con su cuerpo, con flores, con aplausos, con canciones y con música,
me adelanté hacia la sala de recibo donde otros compañeros de viaje recibían
iguales muestras de bienvenida. En aquel momento percibimos que la causa
de la paz tenía sus más hondas raíces en el pueblo chino y sus mejores flores
en la sonrisa de aquella infancia que con sus pocos años ya sentía la pasión por
los más dignos sentimientos del hombre. Estos sentimientos no eran simples
manifestaciones de palabras hipócritas que no saben mencionar los niños,
sino fuerza ardorosa que se nos comunicaba en el apretado nudo con que
nos sujetaban aquellas manos infantiles. La pequeña que tomaba mi mano,
con un calor que nunca antes había sentido, no hallaba cómo expresarme
la satisfacción de haber sido escogida para recibir a un delegado de Paz de
Colombia. Sus ojos seguían todos mis movimientos, deseosa de comprender
en ellos lo que mi idioma le escondía. Sus labios ovalados y morenos como
castañas no lograban cubrir sus dientes blancos.
Cuando un joven intérprete chino se acercó hasta nosotros para realizar
el milagro de la comprensión, la niña me preguntó lo que dolorosamente
quedó grabado en mi corazón:

China, 6 a.m.
37
—¿Dígame cómo son y cómo viven los niños de su país?
Tuve vergüenza frente a aquella pequeña que sonreía feliz. ¿Debía yo
amargar su sonrisa contándole la miseria de los niños campesinos de mi
patria? ¿Cómo explicarle sin lastimar su alegría de que esos niños no tenían
canciones, ni flores, ni juegos? Me quedé mirando sus ojos más brillantes
con la expectativa de mi respuesta. El joven intérprete esperaba también
mis palabras. Entonces tomé las manos de la nena entre las mías y le conté:
—Los niños de mi patria sufren tanto, tiene tal amargura su risa, que
al mirar tu carita alegre y sin pena, me parece que nunca antes había visto
sonreír a un niño.
La pequeña dejó de mirarme para fijar sus ojos en los labios del
intérprete. Esperaba ver en su cara el cambio doloroso que mis palabras
le producirían, pero su rostro no se enturbió y mirándome, respondió aún
más sonriente:
—Nosotros también hemos sufrido mucho con la guerra, pero ahora
somos felices. Cuando usted regrese a su país, dígales a los niños que
estamos luchando por la paz para que ellos también lo sean.
Sus palabras eran las mismas de los jóvenes y de los venerables ancianos
que nos daban la bienvenida, era el nuevo espíritu de China.
—Perdóneme usted que me exprese con dificultad en español —me
había dicho el joven estudiante de lenguas que me servía de intérprete—
apenas tenemos dos semanas de haber comenzado a estudiarlo para servir
a la causa de la paz.
La humildad con que el joven pronunció sus palabras exaltaba ese sentido
con que el pueblo chino entendía la lucha por la fraternidad de los pueblos.
La hospitalidad con que se nos recibía indicaba que nuestra condición
de delegados de la Paz nos alzaba frente a ellos como los más honrosos
representantes de nuestros pueblos. Nos movíamos en una atmósfera
delicada de atenciones que nos decía de su cultura enraizada en más de 5.000
años de civilización. Por todos los medios se esforzaban en testimoniarnos
que eran ellos los honrados con nuestra presencia, cuando en verdad éramos
nosotros quienes recibíamos el homenaje de su calurosa bienvenida.

Manuel Zapata Olivella


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EL TRISTE DESTINO DE LAS RICKSHAWS

Nada que hiciera recordar tanto al viejo Pekín de la opresión feudal


como el desfile interminable de rickshaws. La literatura de exportación
confeccionada para agradar al extranjero nos pintaba las hermosísimas
princesas de pies pequeños, arrebujadas en sedas y colores, mostrando sus
ojitos seductores al europeo, mientras algún miserable tiraba de la rickshaw
por las estrechas callejuelas. En mi exaltada imaginación por los cambios
operados en la capital de China no creí encontrar a estos cochecitos a los
que imaginaba abolidos por la ola de la liberación. Pero ningún ejemplo
más claro del mesurado criterio revolucionario de los chinos que la actitud
asumida frente a las repulsivas rickshaws.
Los delegados de la Paz que habíamos llegado a Pekín de noche, admiramos
en una brillante mañana las calles de la antiquísima ciudad inundada de miles
de hombres que nos ofrecían a cada instante los servidos de sus vehículos. Se
acercaban a nosotros y con un golpe monótono de sus voces nos mostraban sus
triciclos invitándonos a montar en ellos. Algunos de los delegados no vacilaron
en ocupar el puesto trasero de los cochecitos y se perdían en la marejada de los
cientos de miles de bicicletas que recorrían las calles. Confieso que su presencia
me produjo tan dolorosa impresión que no pude dejar de exclamar:
—¡Todavía no han desaparecido las rickshaws!
El joven estudiante chino que me servía de intérprete comprendió
mi asombro, pero se limitó a mirarme de soslayo mientras en sus labios
se dibujó una sonrisa. En aquel momento nada significaban para mí los
hermosos palacios del viejo Pekín, ni los avisos en escritura china que más
parecían adornos con la hermosa geometría de sus ideogramas; toda mi
atención se concentraba en aquellos hombres que nos invitaban a montar
en sus triciclos. Fue tanta mi curiosidad que mi intérprete imaginó que tal
vez no me faltaban deseos de montar en ellos.
—Si usted desea dar un paseíto en rickshaw por la ciudad, bien podemos
tomar una.

China, 6 a.m.
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—No, muchas gracias, no podría soportarla un solo momento
—le respondí con marcada repugnancia. Creo que entonces fue cuando
el estudiante de español que me acompañaba comprendió del todo la
tremenda impresión que me causaban aquellos cochecitos tirados por
seres humanos. Era cierto que no se trataba precisamente de las viejas
rickshaws, arrastradas por hombres a pie, pues en estas la parte posterior
servía de cómodo asiento para el pasajero en tanto que la anterior
estaba reservada, al conductor que constituía la fuerza propulsora con
los pedales. Había una gran diferencia entre este nuevo conductor y el
miserable coolie de antaño que, con los pies descalzos y jadeante, recorría
las calles de la ciudad arrastrando como bestia el cochecito ocupado
por un gran señor. Pero a pesar de su cambio, yo no podía esconder la
animosidad que me despertaban.
—Yo creí que estos vehículos habían sido eliminados con el primer
soplo de la Revolución —le manifesté al estudiante.
—El problema de la rickshaw —me respondió vivamente impresionado
por mi confesión— está muy ligado a la solución de los grandes problemas
de la patria. No hay que olvidar que China es una nación de 600 millones
de habitantes y que a pesar de que la Revolución ha hecho desaparecer a
las castas feudales, burocráticas y extranjeras, aún persisten los problemas
inherentes a su estructura capitalista. No se puede negar que tres años
después de la liberación y de instaurado el Gobierno popular todavía hay
gran número de desocupados —prosiguió el joven siempre con el ceño
adusto— esto se debe a que aún no se ha terminado de repartir toda la
tierra cultivable, ni se utilizan las montañas. Pero para ello es necesario un
mayor desarrollo de la industria, la que a su vez está supeditada a los éxitos
que logremos en la reforma agraria.
—Pero, ¿qué tiene que ver cuanto me cuenta con las rickshaws? —le
pregunté sin advertir la conexión entre aquellas bicicletas y los problemas
de economía que me planteaba. Con la misma paciencia con que había
comenzado a informarme desde el comienzo, el joven prosiguió:
—Mucho, mucho, porque no es posible decir a sus dueños que
abandonen sus vehículos, en tanto que no se les pueda ofrecer un medio
mejor y más digno de ganarse el sustento.

Manuel Zapata Olivella


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Tal vez porque sabía que iría a contarme una larga historia, o por ese
refinado sentido de la cortesía china para con el extraño, el estudiante
me invitó a que tomáramos un taxi y como yo accediera gustoso, pronto
recorríamos las calles. El chofer pitaba una y mil veces, debiendo detener
la marcha a cada momento por los innumerables triciclos que cruzaban a
nuestro lado y que impedían el paso.
Mientras tanto yo escuchaba de mi intérprete la extraordinaria historia
de aquellas rickshaws:
—Cuando Pekín fue ocupado por las fuerzas liberadoras sin hacer un
solo disparo, pues se había dado orden al Ejército Popular de no destruir un
solo ladrillo de la ciudad histórica, una de las prohibiciones que recibieron
los soldados fue la de utilizar las rickshaws como vehículos de transporte.
En ninguna forma se quería dar la impresión de que el Ejército Popular
había llegado a la ciudad en son de conquistador y nada hubiera sido tan
deprimente como la estampa de un militar victorioso arrastrado por un
hombre. Como todas las órdenes emanadas del comando, aquella fue
cumplida inexorablemente: Entonces sucedió lo inesperado. La población
civil, que no veía a ningún miembro del ejército en rickshaw, imaginó que
su uso había sido proscrito y también dejó de utilizarlas.
Lo que me contaba atrajo totalmente mi atención y, frente a mis
ojos fijos en sus labios, el estudiante sintió la incomodidad de no poder
expresarse prolijamente en español. Preocupado por la claridad de su
relato, suspendió por un instante su narración para preguntarme:
—¿Me hago entender, señor?
La frase me sacó del ensimismamiento en que me había sumido
por el relato y con gran alegría le respondí afirmativamente. Ya un poco
tranquilizado volvió a hablarme, en su simpático castellano:
—Dos días después de la ocupación de la ciudad, los millares de
conductores que vivían del empleo de las rickshaws, urgidos por la necesidad
de ganar el sustento de sí mismos y de sus familiares, se presentaron en masa
ante el comando de ocupación a demandar que se eliminara la prohibición
que, según se imaginaban, existía para que la población civil los ocupara. Fue
necesario que el comando hiciera una declaración a la ciudadanía de que el
uso de las rickshaws solo estaba prohibido para los miembros del ejército

China, 6 a.m.
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y que también se prohibía la utilización de aquellas que fueran tiradas
por hombres a pie. El comando aseguró trabajo a los que no disponían de
triciclos. La revolución en ese momento no pudo haber hecho más.
Sentí vergüenza por la manera brusca como había expresado mi
sorpresa por la subsistencia de las rickshaws, que se hizo aún más honda
cuando el joven recalcó:
—Ya suman millones las que han sido puestas fuera de uso y no tardará
mucho tiempo para que no quede ninguno en China.
Después me enteré de que los dueños de rickshaws no esperaban
pasivamente el triste fin que ya amenazaba a sus coches. Preocupados
por el resucitar industrial que sacudía la vieja estructura de su país, se
preparaban al advenimiento de una nueva vida. Frente al hotel en donde
nos hospedábamos quedaban las oficinas de su sindicato y constantemente
veía a cientos de ellos entrar y salir de su recinto. Hondamente preocupado
por su suerte, un día me introduje de curioso al local. Algunos de ellos se
acercaron a mí con muestras de simpatías, haciendo toda clase de esfuerzo
y mímicas por demostrarme su alegría por mi inesperada visita. Pero no
se hacía necesario ningún intérprete para comprender sus palabras y lo
que mis propios ojos observaban. En un amplio salón, sentados en bancas,
una gran multitud de hombres con sus vestidos amarrados a los tobillos y
con sandalias, la vieja indumentaria de los chinos pobres, se agrupaban en
torno a varios maestros. Aprendían a leer y escribir con el nuevo método de
enseñanza que les permitía en cuarenta horas dar el salto del analfabetismo
a la luz de los ideogramas chinos.
Más tarde, en la calle, pude observar como muchos de ellos se daban a
la lectura de periódicos, libros o revistas mientras esperaban al transeúnte
ocasional que los utilizara. El joven intérprete que con paciencia supo
ilustrarme sobre su suerte, me informó que muchos de ellos se preparaban
para ingresar a las nuevas fábricas de bicicletas y automóviles que el
Gobierno Popular construía en Shanghái.
Cuando a mi paso se me acercaba algún dueño de rickshaws invitándome
a que utilizara sus servicios, me invadía una honda pesadumbre: habría
querido ocuparlo para ayudarle, pero para mí continuaba siendo una
orden justa la emitida por el Ejército Popular prohibiendo a sus soldados el

Manuel Zapata Olivella


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ocupar sus servicios. De aquella pena me sacudían alegremente los triunfos
que a diario se apuntaba la reforma agraria y con fruición pensaba en el
triste destino que esperaba a las viejas rickshaws.

LA FIESTA DE LAS PALOMAS

Desde la media noche, grandes masas de obreros y estudiantes


marchaban por las calles elevando sus coros como si toda la población se
movilizara para un combate. Las canciones ascendían a lo alto, brotaban
de todas partes, se arremolinaban en las plazas y bullían en las calles. Eran
himnos de alegría entonados con ese dulce acento de la lengua china y cuyo
ritmo monótono parecía marcarlo el palpitar de sus corazones. Me asomé
a la ventana del hotel y por mucho tiempo estuve contemplando el paso del
pueblo a la luz de la luna. El tránsito se prolongó todo el resto de la noche.
De vez en cuando se silenciaban los cantos y entonces el rumor de los pasos
se elevaba como otro himno de firmeza y aliento de la nueva China.
El sol brilló en la mañana de aquel 1.° de octubre de 1952, en que el
pueblo chino celebraba el tercer aniversario de la fundación de la República
Popular. Las gradas del palacio de la Puerta de la Paz Celestial, en la plaza
Roja, estaban colmadas por los delegados a la Conferencia y cientos de
funcionarios públicos. Gigantescos faroles de papel rojo y cadenetas de
variados colores adornaban la vieja arquitectura del palacio de los antiguos
emperadores y frente a él, como un bosque nutrido, millares de banderas
ornamentales flameaban como un incendio. Cuando el presidente Mao Tse
Tung y su gabinete aparecieron en el Presídium, el clamor de los niños
estremeció la clara mañana. Con este júbilo comenzaron a moverse las
legiones del Ejército de Liberación, embanderadas con los pabellones
verdes que constituían el emblema de la Conferencia de Paz del Asia y del

China, 6 a.m.
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Pacífico. Levantadas las frentes y armoniosos los gestos, no solo eran los
liberadores de la China, ayer oprimida, sino los guardianes de la paz en
el oriente. Sus armas no se habían manchado con el ataque a los pueblos
vecinos, sino a la defensiva con la sangre de quienes intentaban oprimirlos.
Las brigadas de mujeres paracaidistas arrancaron un estruendoso
aplauso; tras de ellas desfiló la caballería de potros mongoles con sus
cuerpos menudos, esquivos con el retumbar de los carros blindados y
la batería antiaérea. Los cientos de tambores y clarinetes que marcaban
sus pasos recogían el eco de los millares de corazones que aclamaban al
imponente ejército que varios años antes había conquistado la victoria
sobre los traidores y extranjeros con las armas arrebatadas a los invasores
japoneses.
Los trabajadores íntimamente ligados a su vanguardia armada,
formando un solo ejército, aparecieron en apretadas filas de treinta pechos
por frente. Un solo grito se elevó de aquella compacta muchedumbre: era
el nombre de Mao Tse Tung que los aunaba, que había logrado fundirlos en
la inquebrantable voluntad de convertir a su pueblo en una patria socialista
de paz. Y con ese nombre en los labios cientos de miles de muchachos
soltaron una nutrida bandada de palomas que opacaron por un instante el
sol mientras batían sus alas sobre nuestras cabezas.
En los detalles más sencillos como en las demostraciones más ostentosas,
los manifestantes expresaban su amor al trabajo, a la paz y a la libertad
de los pueblos. El orden de aquel río humano, a pesar de su convulsiva
agitación, maravillaba al no desbordarse un solo paso más allá de los límites
trazados con franjas blancas en el suelo. No se hacían necesarios cordones
de policías para ordenar a este pueblo consciente de sus pasos. Llevaban
sobre los hombros los retratos de Marx y Engels, de Lenin y Stalin, de Mao
Tse Tung y Chu Teh, como de todos aquellos destacados luchadores del
internacionalismo proletario: Dolores Ibárruri, y Pablo Neruda, Ho Chi
Minh y Joliot Curie, el heroísmo, la poesía, el trabajo y la ciencia.
Detrás de una monumental alegoría del mundo protegido por la
paloma de la paz, siguieron los frutos del trabajo pacífico: gigantescos
microscopios, inmensas sandías, libros enormes y estatuas de bronce,
expresiones todas del pueblo que supo liberarse del opio y la corrupción.

Manuel Zapata Olivella


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La impresión tremenda de la muchedumbre había sobrepasado todo
concepto del número y la emoción. Cinco horas del tumultuoso desfilar
de 800.000 manifestantes nos dieron el cuadro más nutrido que pudiera
imaginarse de una concentración de seres humanos. No bien cruzaron
las últimas masas delirantes bajo el propio eco de sus canciones, cuando
millares de niños irrumpieron con indescriptible júbilo en la ancha plaza
congregándose frente al Presídium y por unos minutos con sus manos y
sonrisas corearon como una canción de primavera el nombre de Mao Tse
Tung.
En la noche de ese día nuevamente cientos de miles de personas
invadieron la amplia plaza Roja. Desde más allá de donde alcanzaba la
vista, el pueblo, entrelazadas manos y almas, danzaba a los acordes de sus
músicas populares. Toda la variada gama de danzas folklóricas desde los
pueblos nórdicos de China hasta los bailes tibetanos. Y sobre ellos, como
un sol protector de la antigua civilización nacida allí, el fuego maravilloso
de la pólvora estallaba en guirnaldas en el hondo y claro cielo.
Los delegados a la Conferencia de Paz no pudimos contemplar a la
distancia aquel espectáculo y entrelazados en una cadena que cantaba
canciones en muchos idiomas, nos introdujimos en el corazón de la
multitud. Con el regocijo de siempre, los jóvenes chinos batieron sus manos
y se arrojaron a nuestros brazos.
Al calor de sus canciones y de sus danzas fuimos trenzando nuestros
propios bailes. Después las muchachas nos enseñaron sus ritmos y,
siguiendo sus movimientos y canciones, pudimos ligarnos a los bailes que
expresaban el sentimiento del pueblo liberado.
Nosotros sabíamos que los jóvenes jubilosos en esa noche memorable
estaban tan asombrados como nosotros mismos de su propia felicidad que
no habían conocido bajo el gobierno de los mandarines y terratenientes,
porque con la miseria y la incertidumbre del mañana les habían sido
imposibles entonces la risa y el baile.

China, 6 a.m.
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EL PUEBLO ANTE EL ESPEJO

En el corazón de Pekín nos veíamos rodeados permanentemente por


la presencia sencilla del pueblo. Inútilmente algunos delegados buscaban
los tipos chinos que habían visto en las películas y literatura occidental.
Por ninguna parte encontraban a las mujeres con sus trajes de seda bajo
sombrillas de papel; ni las turbas de mendigos acosando al extranjero tan
propio de la China de Chiang Kai-shek; ni hallaban, como era la obsesión
de alguien, cantinas o prostíbulos. Estábamos frente a una nación nueva.
Veíamos la juventud del pueblo más viejo del mundo. Ese rejuvenecimiento
de China lo engendraba el sentido solidario del trabajo al servicio de una vida
de paz para todos. Casi la totalidad de la población vestía un traje azul de dril
que no solo mostraba la sencillez del ciudadano chino, sino su solidaridad
con los esfuerzos que hacía toda la nación de emplear el mínimum de gasto
superfluo para destinar el máximum de la industria a la lucha contra el
bloqueo económico a que recurrían los imperialistas expulsados del país.
Ese vestido lo tenían los altos dirigentes de la industria, los médicos
e ingenieros, los intérpretes y las muchachas estudiantes, los obreros
y artistas. El pueblo chino había dejado de tejer las sedas que le habían
hecho producir por muchos siglos sus opresores, para construir fábricas,
universidades y su nuevo arte. Las colegialas caminaban por las calles con
sus libros bajo el brazo, vestidas a igual que los varones. A los niños se les
veía jugar en los jardines o se sentaban despreocupadamente en el suelo en
las librerías para hojear los libros que se disponían a comprar.
La nueva vida del pueblo ante nuestros ojos era el gran escenario de
China que renacía, como en la leyenda de la fabulosa ave fénix, de las cenizas
de su propio pasado. Cuando asistimos a la ópera, nos sorprendió cómo los
actores en escena apenas si se distinguían del hombre de la calle que nos
rodeaba. Después de estas representaciones nos parecía ver al guerrillero
Wang Kuei, principal protagonista de la ópera Wang Kuei y Li Hsiang-
hsiang, apostado en una esquina o dirigiendo el tránsito con un uniforme
blanco. Como él, que supo enfrentarse al señor feudal, resistiendo los

Manuel Zapata Olivella


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peores suplicios sin doblegar su firme voluntad de lucha, era el muchacho
traductor que nos acompañaba o el médico que nos atendía. Lo mismo
sucedía con la anciana Liu Erk Ma, personaje de la misma ópera, que no
perdió la fe en ver liberada su aldea y a su hija de la opresión soldadesca del
Kuomintang, a quien nos parecía ver en muchas ancianas con sus nietos en
los brazos; sentadas a las puertas de sus casas.
Aun cuando no podíamos apreciar el valor de las palabras, nos bastaba
ver la representación de aquella ópera popular con efectos escénicos de
tal realismo que poco nos importaban las dificultades idiomáticas para
compenetrarnos con su espíritu. El público congregado en el teatro:
obreros, estudiantes, intelectuales y campesinos miraban su propia hazaña,
se aplaudían con entusiasmo, aprendían de su propia obra. Aquel género
artístico que tenía como objeto estético señalar la vida del pueblo en sus
tareas cotidianas se convertía en el mejor medio de educación cultural. El
teatro estaba íntimamente ligado con la vida de los espectadores no solo
por reflejar sus inquietudes, sino porque los actores eran a su vez elementos
surgidos de su misma vida. Cuando la obra exaltaba el éxito de los
guerrilleros populares abatiendo la estructura feudal de los terratenientes,
los himnos que cantaban los artistas y que eran seguidos por los coros de la
orquesta también los entonaban los espectadores que los habían aprendido
en las jornadas heroicas del Octavo Ejército de Ruta o en los cultivos
cooperativizados.

LA CANCIÓN DE LOS PUEBLOS

Bajo la potente luz de una docena de reflectores, los delegados de todos


los pueblos del Asia y del Pacífico desfilaron para ocupar sus respectivos
asientos. Las túnicas blancas de los discípulos de Gandhi, envolviendo sus

China, 6 a.m.
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delgados cuerpos hechos para resistir la violencia de las pasiones, parecían
presidir aquel acto de legionarios de la paz. La India con sus milenarias
filosofías de amor e iluminación espiritual no solo nos había enviado a
los apóstoles de la desobediencia pacífica, sino la mirra y el sándalo en las
bellas manos de sus mujeres, las mismas manos que habían colocado el
algodón en las úlceras de los miserables parias de su pueblo, las mismas
que habían combatido el hambre y la peste y que eran ahora portadoras del
mensaje de paz de doscientos millones de hindúes.
Allí las amarillas vestiduras de los lamas del Tíbet bordadas con hilos
de oro, junto a las faldas estampadas en mil colores de las indonesias, tan
ceñidas a sus tobillos que apenas podían dar saltitos con sus zapatillas de
madera. Los rostros morenos como cerámicas de los silenciosos, pero
heroicos hijos de Pathet y Khmer cuyas banderas ensangrentadas en las
luchas por su independencia frente al invasor francés eran el mejor tributo
al altar de la paz. También los rasgos mestizos de los pueblos de América
que por vez primera tornaban al viejo continente de origen trayendo la
ofrenda de la amistad. Y los blancos turbantes de los poetas de Turquía y la
voz de los predicadores mahometanos del Irán repartiendo sus bendiciones
y a la vez el grito aguerrido: Defended vuestra soberanía nacional que con
ello defendéis la causa de Alá.
Las delegaciones de quince, cuarenta o sesenta miembros llevaban entre
sus manos regalos de toda índole, tradicionales símbolos de amistad entre
los pueblos asiáticos. Y tan hondo significado de amor brilló como nunca
en aquella esplendorosa mañana del 2 de octubre en Pekín, cuando desde
los pueblos más remotos habían llegado 429 delegados en representación
de 1.600 millones de seres humanos que habían puesto en sus corazones
el más bello regalo que hubieran concebido jamás los hombres: ¡la firme
esperanza de paz de los pueblos!
Inesperadamente irrumpieron en el salón millares de niños chinos
conduciendo entre sus brazos guirnaldas y ramilletes de flores y la
Conferencia se convirtió en un verdadero campo de prisioneros en
donde aquellos pequeños cruzados de la paz se habían tomado por asalto
todos nuestros corazones. La radiante luz de los reflectores destacaba
sus cabecitas con los cabellos alborotados; llenos de cientos de palomitas
blancas de papel que eran como sus propios corazones clamando

Manuel Zapata Olivella


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protección contra los males de la guerra. Luego, con las mismas sonrisas
del asalto, fueron desapareciendo por las puertas laterales y del fondo
como huestes victoriosas que habían obtenido su mejor victoria al elevar
con su presencia el temple de nuestros ánimos en las trascendentales
deliberaciones que habíamos iniciado.
Ese memorable momento coronado con el júbilo infantil de la vida y
las guirnaldas, cuyos perfumes aromatizaban la Conferencia, solo pudo ser
revivido y tal vez ahondado en emoción ese otro inolvidable día en que las
madres y mujeres de la India abrazaron y besaron a las madres y mujeres
de Corea. Los delegados de pie batían sus palmas con delirio mientras las
lágrimas derramadas por las mujeres en el congestionado abrazo parecían
caer en nuestros corazones como el dolor y la amargura de todas las madres
a quienes la guerra arrebató sus hijos.
Sonaban los acordes de una pieza marcial cuando los delegados
hindúes precedidos por el doctor Saifuddin Kitchlew, severo con sus canas
gloriosas y su levita india, se acercaron al Presídium conduciendo una
guirnalda de laurel, en tanto que sus conciudadanos, con sándalo, mirra
y flores, con banderas, cofres y libros, regalos todos que simbolizaban
fraternidad y amor, marchaban al lado de los representantes del Pakistán, a
su vez precedidos por el líder Pir of Manki Sharif 1, solemne con sus barbas
de apóstol y su fez negro.
Bullían el entusiasmo y el júbilo cuando el presidente de la Conferencia
dio lectura a la declaración conjunta donde manifestaban “su firme
convicción de que todos los problemas pendientes entre la India y el
Pakistán, sin ninguna excepción, podían y debían ser resueltos por acuerdos
pacíficos”. Este instante de comprensión entre aquellos dos pueblos frente
al torbellino entusiasta de los delegados de la paz del Asia y el Pacífico
redujo a sus ridículas proporciones las hogueras que querían atizar los
guerreristas entre esas dos naciones hermanas para resolver con las armas
diferencias, como la de Cachemira, que el sándalo de la paz y el amor de los
pueblos solucionaban en una fiesta de flores y banderas.

1 N. del Ed. Se trata del líder musulmán indio-pakistaní y dirigente de la lucha por la
libertad de Pakistán, Amin-ul-Hassanat (1922 - 1960) conocido como el Pir de Man-
ki Sharif.

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El alcalde de Pekín, señor Peng Zhen, al iniciarse la Conferencia había
dicho que las deliberaciones serían como una canción de paz donde las
voces de los pueblos unirían sus tonos, unos más suaves, otros más altos,
pero que era necesario que esa canción al sincronizar todas las voces tuviera
un coro de armoniosa unanimidad y su profecía se cumplió al finalizar las
deliberaciones.
Alas de palomas, risas de niños, llantos emocionados, aplausos
interminables, emoción en los pechos y decisión de lucha hasta el sacrificio,
constituyeron los acordes del majestuoso coro de los pueblos.

UNA ALDEA EN CAMPAÑA

Los pequeños alumnos frente a su escuelita, a la entrada de la aldea,


nos recibieron alborozados. La maestra agrupó a los más pequeños e hizo
que nos cantaran una hermosa canción infantil. Al terminar corrieron hacia
nosotros con sus caritas sonrientes. Todo denotaba que la aldea nos esperaba.
Efectivamente, cuando entramos al interior de la escuelita, un niño nos
regaló una palomita de papel que había confeccionado esa misma mañana.
—Desde las cuatro de la madrugada se despertó —nos dijo la
maestra— para hacer su pajarita. En sus afanes levantó a todo mundo en
casa solicitando goma y papel.
El personal dirigente de la aldea, por intermedio del director de la
escuela primaria de varones, nos manifestó:
—Solo ayer tarde recibimos la noticia de que vosotros nos honraríais
con vuestra visita. No hemos tenido tiempo para recibiros dignamente.
Sin embargo, las callejuelas estaban extremadamente limpias y todo
el pueblo se asomaba a las puertas de sus casas para darnos la bienvenida

Manuel Zapata Olivella


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con sus saludos y rostros risueños. La aldea era pequeña y recibía el bello
nombre de Dien-Tsun. La casita en donde fuimos recibidos pertenecía a la
cooperativa. Supimos que allí se reunían a deliberar sobre los problemas
de interés común. En las paredes se destacaban algunos afiches alusivos
a la campaña contra las ratas y las moscas desatadas en toda la nación
desde que se comprobaron los bombardeos bacteriológicos de las fuerzas
norteamericanas en el nordeste de China y en Corea. Nos hicieron sentar
en torno a varias mesas, unas a continuación de otras, llenas de cacahuetes,
uvas, manzanas y té rojo, productos todos de la misma aldea.
Como el alcalde se excusó, debido a una enfermedad, el presidente de
la asamblea local fue designado para darnos las palabras de acogida. En
el extremo de la mesa se levantó un hombre que revelaba haber cruzado
hacía mucho tiempo los cincuenta años de vida. Tenía la cabeza rapada,
las facciones fileñas y los dientes muy manchados por el tabaco. Una ligera
incurvación de los hombros denotaba que su vida de labrador había sido
muy dura. El vestido limpio, pero de labores, traslucía que se le había
tomado de sorpresa para el acto de bienvenida. Sin la menor timidez
aquel campesino se dirigió a nosotros como si estuviera rodeado de sus
compañeros de asamblea.
—Esta aldea ha participado en una campaña de emulación por seis
meses para lograr los mejores éxitos de la Conferencia de la Paz. En vista
de los esfuerzos realizados merecimos el honor de haber sido escogidos
para recibir vuestra visita. En nombre de todos los 1.542 habitantes de
Dien-Tsun os doy la más cordial bienvenida y os pido perdón por lo
improvisado del recibimiento. Comienzo por deciros que en esta campaña
de emulación nuestra aldea ha logrado ayudar a los voluntarios populares
chinos con la suma de 18 millones de yenes; han firmado el llamamiento
por un pacto de paz entre las cinco grandes potencias, Estados Unidos,
la Unión Soviética, Inglaterra, China y Francia. 1.200 personas, o sea la
totalidad de los adultos; hemos dado muerte a 2.158 ratones y a 3.550.057
moscas; en otras palabras, los hemos exterminado todos. Ahora estamos
empeñados en otra nueva campaña hacia el cooperativismo en la
producción...
Los delegados no sabíamos qué admirar más, si la desenvoltura y
ademanes llanos del humilde presidente de la asamblea de la aldea o esas

China, 6 a.m.
51
cifras que brotaban de sus labios. No solo se habían exterminado las moscas
y ratones, sino que aún los habían contabilizado escrupulosamente.
En la misma forma nos contaban los éxitos logrados en la producción,
mencionando las cifras alcanzadas en la última cosecha. Al contemplar
la radiante alegría en el rostro del aldeano, una delegada guatemalteca,
vivamente intrigada, preguntó:
—¿Ha cambiado en mucho su antigua vida con la reforma agraria?
El campesino humedeció con la lengua sus dientes manchados antes
de contestar al intérprete:
—Sí señora, nuestra nueva vida es un sueño en comparación con el
pasado. En mis 70 años antes de la reforma fueron contados los días en que
probé arroz y durante ellos tan solo tuve un solo vestido. Ahora toda mi
familia come arroz diariamente y cada uno de nosotros puede comprarse
tres vestidos al año.
Yo contemplaba las paredes blancas de la casita, su piso de madera vieja,
pero raspada y limpia y en todo aquello adivinaba la luz que iluminaba la
nueva vida de los campesinos. En los tres años después de la liberación no
podía hablarse de que la miseria acumulada en siglos de opresión había
desaparecido del todo, pero esas palabras sencillas del aldeano al manifestar
su satisfacción porque su familia ahora comía arroz diariamente y tenía
vestidos para las diferentes estaciones del año, debió haber sido en verdad
por largo tiempo, un sueño para los millones de campesinos bajo las castas
despóticas.
—Esta casa pertenecía a un terrateniente que ahora ocupa con su
mujer solo dos piezas. No necesitan de más y son mucho más felices que
antes —nos dijo el encargado de las labores sanitarias de la aldea, un joven
de cara ancha y abotargada. Tuvimos interés por conocer a aquella pareja
de antiguos propietarios de latifundios y le solicitamos que nos condujera
a sus alcobas.
—Para ellos será un placer conversar con vosotros —dijo el sanitario—
pues son un buen ejemplo de cómo el trabajo transforma al hombre.
Cuando se efectuó el reparto, reclamaron tierra porque querían trabajarla
y recibieron una parcela igual que los otros. Antes de que se incorporaran

Manuel Zapata Olivella


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a la cooperativa, su producción fue de las más elevadas y el marido es hoy
uno de los mejores cooperados.
Al llegar a sus habitaciones, encontramos al exterrateniente y su mujer,
dándose prisa en arreglarlas. El marido salió a recibirnos todavía con la
escoba en la mano y muy ceremonioso nos invitó a que entráramos, a la
vez que nos decía:
—Hasta hace poco estuve arreglando algunos asuntos en la cooperativa
y no he tenido tiempo de ir a recibiros. ¿Cómo podré subsanar esta
descortesía para con vosotros?
El campesino revelaba ser un anciano, pero se conservaba fuerte y
joven. Todo reflejaba en él que había vivido una vida tranquila, al margen
de los trabajos rudos del campo. Sin embargo, mostraba haber tenido más
preocupaciones que su mujer, quien parecía de más edad. La buena señora,
con sus cabellos encanecidos, nos ofreció cacahuates en una hermosa
porcelana. Un rebosante regocijo se insinuaba en sus ojos cada vez que
metíamos la mano en su bandeja y nos incitaba a que tomáramos mucho más
de lo que podíamos abarcar con un puñado. En su rostro parecía decirnos:
«No temáis en tomar muchos que la cosecha ha sido abundante». Reparé en la
habitación de aquella pareja de ancianos y tuve la impresión de encontrarme
en un sencillo hogar donde la bondad y la felicidad se asomaban hasta en
los detalles más insignificantes. Una cama matrimonial ocupaba la totalidad
de una alcoba: era de madera maravillosamente labrada, como solo le es
dado a los artistas de la artesanía china. No tenía ningún barniz, pero con
cuidado había sido raspada y lijada, tal vez por las manos temblorosas de la
anciana. De todos los objetos que contemplé en las habitaciones era el único
que recordaba el antiguo lujo que debieron poseer en otros tiempo, pues era
notorio que aquella pareja se esforzara en vivir lo más sencillamente posible.
La delegada guatemalteca interrogó a la pareja:
—¿Y ustedes no han tenido hijos?
El campesino afirmó repetidas veces con la cabeza antes de responder
lo que el intérprete nos tradujo.
—Sí, sí, tenemos un hijo, es sargento y se encuentra combatiendo en
Corea en el Ejército de Voluntarios Populares Chinos.

China, 6 a.m.
53
Fue la única muestra de orgullo que pude apreciar en aquella pareja
que había sabido adaptarse con sencillez a nueva vida laboriosa.

LOS ESTUDIANTES EDIFICAN SU UNIVERSIDAD

Durante toda la noche la ventisca golpeó los cristales de mi ventana.


Yo percibía a través del vidrio que era una brisa húmeda cargada con ese
aliento de las aguas de los ríos. Había llegado de noche a Tien-Tsin y el
paisaje que iría a revelárseme esa mañana tenía todo el hechizo de las cosas
gratas que se adivinan, pero cuyas formas y colores aún no se conocen. No
pude dormir tranquilo pensando que aquella ventana se abría al cielo de
oriente. ¡Y tuve una hermosa mañana como solo podría dármela el mundo
maravilloso que florecía en la China liberada!
El sol se levantó muy temprano con un brillo tropical. Frente al
marco de la ventana comenzó a dibujarse la proa de un junco y poco a
poco desde mi lecho fui descubriendo la geometría cuadrangular de sus
velas. El viento, ya con menos fuerza que durante la noche, empujaba
suavemente la nave contra la corriente. Entonces fue cuando reparé
que casi a mis pies corría mansamente un río. Después supe que tenía
el bello nombre de río del Mar. Rápidamente me vestí y a pesar de que
los delegados aún dormían, no pude resistir el impulso de salir en busca
de su orilla. Cientos de mástiles se entretejían en ambas orillas. Barcos
grandes y pequeños —todos de velas y remos— se mezclaban en hermoso
paisaje de arboladuras y cuerdas. La presencia de gaviotas me hizo pensar
que el mar no estaría muy lejano. Pero yo no podía ambientarme como
en otras ocasiones lo hiciera frente a cualquier puerto. A ello sin duda
contribuía mucho la extraña forma de los barcos. La popa mucho más
alta que la proa, como una garita, dejaba ver al piloto que con una mano

Manuel Zapata Olivella


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hacía oscilar un largo y triangular timón, cuando no era el mismo remo
que servía de paleta de impulso.
De vez en cuando reparaba la arquitectura de la ciudad que, pese a las
líneas propias del arte chino, recordaba mucho las formas europeas. Tien-
Tsin, uno de los centros industriales de la vieja China, tenía una notoria
influencia occidental. Tal vez por ello mis miradas preferían converger sobre
el río donde todo respiraba aire terrígeno. Y fue precisamente siguiendo un
caño disecado lo que me condujo al maravilloso espectáculo que me tenía
deparado la mañana. Poco a poco quedaron atrás el centro y las calles de
la ciudad y muchas casitas pobres se fueron disgregando a mi paso. A lo
lejos veía bullir gentes, altos edificios, ruidos de motores y la inquietud de
un gran mercado. Comprobé que no estaba en una feria como me lo había
imaginado, sino en un campamento de trabajo.
Miles de muchachos y muchachas reían y conversaban en grupos en
torno a hermosos edificios que se construían en aquella zona invadida
por máquinas, herramientas y tiendas de campaña. Como vi que me
observaban curiosos, pero con la sonrisa en los labios, comprendí que había
sido identificado como delegado de la Paz. Efectivamente, un muchacho
delgado, apenas si podía creerse que tuviera músculos, lanzó un potente
viva a la paz. Aquel grito era el único que podía distinguir claramente
en el idioma chino y era, además, el único que necesitábamos para
comprendernos. Hermosa mañana la de China en donde un «viva la paz»
era el saludo de los hombres. Tuve la impresión de que muy pronto en todo
el mundo ese mismo saludo alegraría la nueva mañana de la humanidad.
Pregunté en inglés y entonces alguien del grupo se me acercó hablando
en el más límpido acento la lengua de Shakespeare. Tuve vergüenza de
hablar en aquel idioma que apenas balbuceo, pero me era del todo imposible
sustituirlo por otro. Nos saludamos y cambiamos nuestros nombres.
La emoción dejó sin importancia nuestros apelativos y comenzamos
a tutearnos como dos viejos amigos. Era un joven de unos treinta años,
o posiblemente tenía más edad, pues el chino conserva el rostro juvenil
detrás de una larga vida. Mi primera pregunta fue objeto de la respuesta
que desde ese instante me sumió en una realidad que se me hacía del todo
una fantasía.

China, 6 a.m.
55
—Sí, esta es una universidad y todos nosotros somos sus alumnos y
profesores.
—¡Pero ustedes están en traje de trabajo, nunca he visto estudiantes
con tales fachas!
Mi interlocutor cambió palabras con el grupo y todos sonrieron. Una
muchacha que tenía en las manos unos platos de aluminio me los mostró,
diciéndome algo en su idioma. Pedí al joven que me tradujera sus palabras
y este me dijo:
—Dice que ha llegado a buena hora pues pronto van a servir el desayuno.
A lo lejos sonó una campana y cientos de los estudiantes diseminados
en medio de las obras comenzaron a agitarse. De grandes edificios, todavía
en construcción, brotó una multitud de muchachas todas con uniforme de
trabajo. Una alegría loca removió los grupos y unos corrían en una dirección
y otros tomaban otra. El grupo al cual me había acercado se disolvió y
junto a mí quedaron la niña, el muchacho delgado que me había dado la
bienvenida con un viva a la paz y el joven que hablaba inglés. Este me invitó
a que los acompañara al comedor. Frente a nosotros se levantaban varios
edificios, que al igual que la mayoría de las construcciones revelaban que
no habían sido concluidos. Aun cuando nos quedaban muy cerca en línea
recta, hicimos un rodeo en torno a unos estanques disecados para tomar
la avenida que conducía al comedor. Comprendí que tenían deferencia
para conmigo, pues los estudiantes cruzaban por entre tablas y puentes
improvisados. Aproveché aquella breve excursión para interrogar sobre lo
que para mí comenzaba a ser un verdadero enigma.
—¿Qué clase de universidad es esta en donde los estudiantes y
profesores parecen ser simples obreros?
—Esta es la nueva Universidad Técnica de Tien-Tsin. No se equivoca
usted al considerarnos simples obreros, en realidad lo somos: profesores y
alumnos estamos construyendo nuestra propia universidad.
—Pero, ¿cómo es posible que estudien y trabajen a la vez?
El muchacho cambió palabras con la amiga, en tanto que el otro
acompañante, después de oírlo, dibujó junto con ella una sonrisa de orgullo
y regocijo. De nuevo el joven me habló:

Manuel Zapata Olivella


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—No me es extraño que se sorprenda de lo que oye, pues aquí
estudiábamos hasta hace muy poco en condiciones diferentes. Las
universidades y colegios eran sitio al que solo concurrían los jóvenes con
posibilidades económicas y en ellos solo recibían una educación teórica.
Pero ahora nosotros estamos siguiendo las normas trazadas por el presidente
Mao: ligamos la teoría a la práctica. Esta universidad que construimos
nosotros mismos nos sirve no solo para conocer la teoría, sino que, en la
confección de los edificios, en la elaboración de las maquinarias, en los
análisis químicos, en los cálculos y en cada una de nuestras actividades,
realizamos la aplicación técnica de nuestros estudios teóricos.
A nuestro paso se reunían los grupos de estudiantes y nos saludaban
con sus herramientas, sus libros o simplemente con sus gorras azules. Todos
vestían trajes azules de trabajo. Un hombre con un delantal blanco cruzó
tocando una matraca. Seguramente llamaba a algún grupo de estudiantes
para el desayuno. Penetramos a un amplio salón donde cientos de
estudiantes desayunaban sentados en largas mesas. Por un altoparlante se
tocaban canciones populares y en algunas mesas los estudiantes las seguían
coreándolas con animación. Un grupo de parejas danzaba y hasta nosotros
se acercaron varias muchachas con flores en los cabellos. Cambiaron
algunas palabras con el intérprete y comenzaron a gritar entusiásticamente
varios vivas a la paz. Sus voces se sumaron a otras que surgieron aquí y
allá como respuestas al mismo eco. Entonces me hice objeto de aclamación
y prolongados aplausos nutrieron la alegría general. No pude impedirlo
y fui conducido a un pequeño salón en donde una mesa sencilla estaba
dispuesta para el desayuno, adornada con flores. Me vi rodeado de una
serie de jóvenes. Una mujer que reflejaba más edad que los otros, corta de
estatura y con lentes ovalados, se dirigió a mí, en inglés:
—El grupo de profesores de química se siente honrado con su
imprevista visita y lo invitan a que tome con nosotros algo de comer.
Varias bandejas de manzanas y uvas fueron colocadas en la mesa y los
platos de comida china aromatizaron la sala. Mientras mis amigos comían el
pan harinado y absorbían el té, me limité a comer algunas frutas. Entonces
comprendí que el joven que me había acompañado hasta entonces era uno
de los profesores de aquella universidad en construcción. A una pregunta
mía me respondió la profesora:

China, 6 a.m.
57
—La universidad tendrá capacidad para más de dos mil alumnos y
en el programa de estudio actualmente en desarrollo se dictan cerca de
ochenta cursos generales y unos diez especiales.
—¿Qué clase de estudios constituyen el pénsum?
La profesora después de oír mi pregunta se dirigió a un señor que
parecía uno de los más jóvenes, pero que, al reparar en los cabellos que
se insinuaban por debajo de su gorra, comprendí que era una persona de
mucha más edad que la que representaba. Deduje que era el jefe del grupo
de profesores o tal vez el rector de la Universidad, es muy difícil identificar
a simple vista la jerarquía de un alto empleado chino, pues su modestia los
hace confundir con el común de la gente. Después que habló corto y casi
sin mover los labios, la profesora me respondió:
—Hay cursos de todas las ramas de la técnica moderna: química,
arquitectura, moldeado, mecánica, etc. y además se hacen estudios sobre el
sentido de nuestra nueva vida y la significación de la paz para los pueblos.
Las posteriores respuestas de la profesora fueron precedidas del
mismo diálogo entre ella y el adulto de cara juvenil. Así me informó
que cada estudiante tenía una tarea de acuerdo con el plan general de
construcción de la Universidad o con los pedidos que hacían a ella de
diferentes partes del país donde se adelantaban trabajos técnicos. En
esta forma los estudiantes no solo edificaban su propia universidad,
sino que impulsaban las tareas generales de la nación en su esfuerzo
por construir una industria que satisficiera las demandas de la nueva
economía y sorteara las consecuencias del bloqueo económico impuesto
por el mundo imperialista. Los cursos generales duraban cuatro años,
los que se podían prolongar por dos años más para obtener títulos de
especialización. El alojamiento, la enseñanza y la comida eran gratuitos y
el Estado Popular también proporcionaba los textos y útiles de enseñanza
y trabajo. Además, ayudaba a los familiares ancianos de los estudiantes
que no podían sostenerse por sí mismos.
Después de la comida, tuvimos que dispersarnos, pues los profesores
acudieron a cumplir las tareas del día. Al salir al salón general no quedaba
en él ni un solo estudiante. Afuera, una brisa fría, pues ya se aproximaba el
invierno, hacía hundir la cabeza entre los hombros. El joven profesor que se

Manuel Zapata Olivella


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me uniera desde el principio me manifestó que me acompañaría para que
visitara algunas dependencias de la Universidad. Recorrimos un primer
taller de máquinas cortadoras de acero. Cerca de veinte de ellas trabajaban
simultáneamente y los alumnos realizaban las tareas encomendadas dentro
del plan general. Silenciosos se consagraban a su obra, haciendo caso omiso
de mi presencia. En voz baja el profesor me insinuaba algunas cosas, aun
cuando debía preguntar a los alumnos las particularidades que desconocía
de aquella sección, pues él era profesor de química. Así supe que una
muchacha que ahora comenzaba a dominar el taladro de una enorme
máquina había sido evacuada del frente de batalla coreano en donde había
ido como voluntaria. El profesor me tradujo lo que la muchacha pequeña,
de ojos vivaraces2, debió decirle:
—Muchos camaradas son evacuados del frente porque ahora el país
necesita de técnicos.
Como había oído las dificultades de obtener maquinaria pesada debido
al bloqueo imperialista, pregunté al profesor de donde habían obtenido
aquellas, al parecer de reciente fabricación.
—En un comienzo vinieron de los Estados Unidos, burlando el
bloqueo; otras fueron tomadas a los japoneses o adquiridas en la Unión
Soviética y en las democracias populares, pero hoy las fabricamos aquí.
Uno de los alumnos debió enterarse de nuestra charla y entonces nos
llevó frente a un motor de avión que hacía de bomba de succión. En un
lado del motor, con letras rojas se leía el nombre de ‘Jack’. El alumno nos
explicó:
—Este motor pertenecía a un avión norteamericano derribado en
combate.
Después nos mostró otra máquina que había sido desmontada de un
navío japonés capturado durante la guerra de liberación contra el invasor. La
urgencia por crear su propia economía obligaba a los chinos a convertir las
máquinas de guerra del enemigo al servicio del estudio y de la construcción
pacífica. Y en verdad que aquel motor al que su antiguo dueño apodara
‘Jack’, trabajaba más a gusto en aquel rincón de la universidad en su nuevo

2 N. del Ed. ‘Vivaraces’ (Col.) por vivarachos. (Vivaracho: vivo y alegre, DLE).

China, 6 a.m.
59
oficio de succión. Le habían dejado su antiguo nombre de guerra como una
ironía a su nuevo destino de paz.
Al llegar a los laboratorios de física, tuve la grata impresión de
encontrar al resto de delegados que esa mañana habían ido a visitar la
misma universidad que yo descubrí por azar. Entonces pude comprobar el
asombro de los cientos de delegados venidos de diferentes países del Asia
y del Pacífico, como de Europa, frente a aquella universidad que mucho
antes de haber sido terminada ya ofrecía tan sabias y eficientes enseñanzas
a sus alumnos y, lo que era más asombroso aún, que aquellos edificios,
laboratorios, máquinas y jardines fueran el producto de sus propios
fundadores, de la inteligencia y el trabajo de la nueva China que no se había
resignado a esperar el mañana sino que confiada, se adelantaba a él.

PARTO SIN DOLOR

El alcalde de la ciudad de Tien-Tsin había ofrecido un homenaje


a los delegados de la Conferencia de Paz. En un hermoso edificio que
hacía parte de la urbanización dedicada a los estudios secundarios, nos
reunimos en un amplio salón en cuyo decorado se adivinaba el fervor que
los estudiantes ponían en rodearnos de una atmósfera juvenil salpicada
con la alegría de las flores y las banderas. Observé que los amigos chinos
nos sentaban en puestos que de antemano nos habían reservado y tuvimos
una grata sorpresa al saludar a nuestros anfitriones: cada uno de nosotros
tenía a su lado un colega de profesión, que conocía el inglés, el español
o el francés. Así resultó que nuestra amiga española Aurora Fernández,
que a la sazón trabajaba en Radio Praga, tuvo por compañero al director
de la radio emisora de Tien-Tsin. El compañero Juan Araya, de Chile,
periodista, resultó al habla con el director de un periódico de la localidad

Manuel Zapata Olivella


60
y a mi diestra, mesurado, pero jovial, estaba el director del Hospital de los
Trabajadores Textiles de aquella ciudad. Gracias al arte de la hospitalidad
china tuvimos una animada conversación desde el primer instante. En
tanto que se alternaban los platos, cada vez más exquisitos, varios números
de canto y danza eran ejecutados por los alumnos del Instituto de Bellas
Artes en cuyo edificio nos encontrábamos.
Así fue como esa noche quedé invitado por mi colega a visitar el hospital
del cual era director. No pude negarme a su cortesía, pero en verdad sentía
muchos más deseos de perderme por la ciudad o frecuentar otros sitios
adonde habían sido invitados algunos amigos que irme a poner en contacto
con una sala hospitalaria. Esta manera de razonar que me había privado de
observar cosas importantísimas no dejaba de operar en mí. Me olvidaba
que, en China, aun cuando muchas cosas tuvieran la apariencia de lo que
estaba acostumbrado a ver en los países de Occidente, poseían el novedoso
sello de la nueva sociedad que surgía. Así fue como aquella mañana me
resultó más sorprendente la visita al hospital que cualquiera otra de las
maravillas que yo presumía se encontraban detrás de otras invitaciones o
nombres.
Nada nuevo pude apreciar en la arquitectura y en los instrumentos
de aquella sala hospitalaria, a no ser que las comodidades dadas a los
pacientes, trabajadores de la industria textil, solo se reservan en nuestros
países a gente de muchos recursos económicos. Pero la suerte quiso que me
tocara presenciar un parto sin dolor, según el método que con tanto éxito
se practica en la URSS. Yo había oído hablar de la sorprendente experiencia
lograda con las parturientas a base de la persuasión científica de que el
parto, siendo un acto fisiológico, no tenía porqué estar acompañado de los
tremendos dolores con que se presentaba.
Ocasionalmente visitamos una sala donde había varios familiares de
visita. En las paredes pendían algunas láminas alegóricas a la niñez; de
madres con sus recién nacidos en los brazos; de grupos de niños jugando a
la orilla del mar o en jardines. El colega me invitó a que entrara y con gran
sorpresa mía, tras de un biombo, encontré una madre que estaba dando
a luz en tanto que platicaba con los familiares sentados del otro lado del
cancel. Un pequeño jugueteaba en torno a los parientes y de vez en cuando
me miraba, por encima del biombo que no era muy alto, con sus ojos

China, 6 a.m.
61
picarones. Una enfermera conversaba con la parturienta y de una rápida
ojeada comprendimos que habíamos llegado en el momento preciso del
parto. La madre demostraba tener un poco de inquietud, pero era fácil
observar que se debía a nuestra inesperada presencia. Nos retiramos de su
lado y el médico comenzó a conversar con los parientes que sonreían a sus
preguntas, indudablemente matizadas de buen humor.
Al rato oímos el chillido del niño que había asomado sus pulmones
a la vida. El padre se precipitó al lado de la mujer y ella, con una sonrisa
en los labios, recibió un beso en la frente. Una jovencita, tal vez hija de
la parturienta, aún no habría cumplido los trece años, se acercó junto
con nosotros, en tanto que los demás conversaban en sus puestos no sin
evidenciar cierta curiosidad por acercarse a la criatura acabada de nacer.
La enfermera continuó con sus atenciones al recién nacido y luego, tras
de pedir al padre y a la hija que se retiraran un momento, se dispuso a
atender la expulsión de la placenta. El parto había terminado.
Mientras recorríamos el hospital, la conversación volvió a recaer
sobre el parto sin dolor y solicité al colega algunas explicaciones más
sobre su práctica. Para ello se hacía necesaria una previa educación por
parte del médico y de las agrupaciones sindicales donde trabajaba la
madre sobre los principios fisiológicos en que se fundaba. Con algunos
ejercicios que permiten relajar los músculos abdominales y cuando la
mente de la parturista3 ha sido librada de los prejuicios ancestrales que
la aterran con toda clase de afirmaciones erróneas, la madre queda en
condiciones de realizar un parto feliz, sin dolor ni drogas.
—El tratamiento es efectivo en el noventa por ciento de los casos —me
informó el colega.
No pude menos que manifestarle los inconvenientes para el éxito que
tendría dicho método al aplicarse a un medio social como el que vivimos
en la América Latina, particularmente si el parto se presentara en una
pequeña aldea como en la que yo ejercía. La inquebrantable afirmación de
la abuela, asesorada con la dolorosa experiencia de sus numerosos partos,
diría a la parturienta: «¡Parirás con dolor!» Esto lo repetiría la madre, el tío,
la hermana y hasta el cura. Y contra esta barrera de prejuicios e ignorancia,

3 N. del Ed. ‘Parturista’ por parturienta.

Manuel Zapata Olivella


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la voz del médico, impotente ante la superstición que lo rodea, sería incapaz
de librar la mente de la madre de su temor por los horrores del parto.
—Nosotros tuvimos aquí esa lucha en un principio, pero como usted
señala, las condiciones sociales que tenemos hoy son la principal garantía
para el éxito del método.
Entonces comprendí que la medicina en China, como en la Unión
Soviética y en aquellos países donde una nueva sociedad aúna a los
hombres, comienza a recorrer los caminos que alejan definitivamente a la
humanidad de las tinieblas de la prehistoria.

«PREGUNTÁDSELO A MI HIJO»

Seis grandes buses condujeron a los delegados hasta una


fábrica particular de textiles. Unos llevaban el interés de presenciar la
confección de los tejidos de lana, tan famosos como la sedería china;
otros deseaban conocer la organización de una fábrica privada, dentro
del régimen dirigido por el Partido Comunista y, no pocos, la simple
curiosidad de ver, tocar y oír los dínamos de la industria textil china
que ya había sobrepasado en tres años los índices de producción de
antes de la liberación. Los ciento y tantos delegados fuimos divididos
en varios grupos y nosotros tuvimos por guía a un joven intérprete que
hablaba inglés. Era delgado, de cabeza grande, con ojos abultados y
circunspecto en sus juicios como todos los chinos. De aspecto vivaraz4,
tal vez entrado en los veinte años, solía poner buen humor a sus
informaciones, pero siempre dentro de la seriedad requerida a nuestra
condición de delegados. Al iniciar el recorrido nos dijo:

4 N. del Ed. Vivaraz por vivaracho.

China, 6 a.m.
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—Visitemos primero una nueva hiladora inventada por uno de los
trabajadores que cuadruplica la producción de las primitivas.
En una dependencia de la planta inferior, bajo los cuatro pisos del
edificio moderno, comenzaba a hilar sus primeros telares una de las nuevas
máquinas que se estaban incorporando a la fábrica.
—¡He aquí el héroe! —expresó el intérprete, mostrándonos un hombre
de edad, curvado por el pesado oficio de doblarse frente a la máquina tal vez
desde su infancia, pero el cual no se había dejado dominar por el artefacto
mecánico y ahora se posaba frente a él, lo más erguido que podía, como
un domador frente a la fiera que había cedido a su dominio. Una sonrisa,
cohibida por la modestia, revelaba el orgullo de aquel héroe del trabajo,
según lo testimoniaba la medalla que pendía de su chaqueta. En la nueva
China aquella condecoración lucía en los pechos de muchos humildes
trabajadores que, gracias al nuevo régimen, habían podido realizar las
ideas que la promiscuidad del trabajo les había hecho concebir en muchos
años de continua observación.
El guía explicó que la nueva bobina inventada por el obrero alcanzaba a
hilvanar en igual tiempo cuatro veces más que la primitiva. El inventor hizo
mover una palanca y los husos como pequeños cohetes de retropropulsión
pusiéronse a trazar de un extremo a otro su fino hilo de lana. Nos
despedimos de aquel obrero humilde, pero orgulloso de que el modelo de
su máquina, centuplicado en miles de fábricas, estaba realizando el milagro
de dar a su patria el poderío económico que la elevaría al plano de las
grandes naciones.
Seguimos el curso de la elaboración de la lana desde los depósitos en
donde se recibía en bruto hasta la sala donde se exhibían los tejidos. Nos
fuimos dando cuenta de que el éxito de la producción lo constituían las
condiciones de trabajo de los obreros y obreras, muchos de los cuales tenían
allí mismo cómodos dormitorios, guardería para lactantes y niños de poca
edad, biblioteca, servicios de peluquería, campos de deportes, enfermería y
clínica. Fuimos estrechando muchas manos duras, eran las de los antiguos
trabajadores ahora convertidos en unidades del consejo de directores de
la fábrica, formado por cuarenta miembros, de los cuales treinta y cinco
eran obreros y el resto propietarios del establecimiento. La cantidad y la

Manuel Zapata Olivella


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calidad de la producción recaía sobre la responsabilidad de los mismos
obreros, cuyos salarios aumentaban o disminuían según los índices de la
producción total. El joven intérprete nos explicó:
—Los patrones tienen derechos de propiedad, de conceder trabajo y
dirigir la empresa, pero en realidad son los trabajadores los que cuidan
de ella, se esmeran en elevar la producción y que el artículo sea digno de
competir con el mejor de cualquiera otra fábrica textil.
Después de nuestra visita fuimos recibidos en uno de los comedores de
la fábrica. Las mesas nos esperaban con una vendimia de uvas, manzanas,
naranjas y confites. El té humeaba y a pesar de que el ruido de los telares
se oía muy cerca, nos parecía estar muy distantes de ellos, en la sala de un
lujoso hotel. Un intérprete nos anunció que mientras descansábamos, uno de
los propietarios de la fábrica iría a responder las preguntas que deseáramos
hacer. Una a una le fueron formuladas y un secretario las apuntó para facilitar
la tarea de responderlas. Maravillaba cómo la mente de los delegados estaba
pendiente hasta de los detalles más nimios de la producción.
—¿Qué pensaba usted antes de la Liberación del destino que tendría su
fábrica en manos de los comunistas?
Una sonrisa picaresca se reflejó en el rostro del capitalista, mientras
respondía:
—Abrigaba muchos temores. Hubo un momento en que sinceramente
creí que sería despojado de mi fábrica. Después tuve confianza en las
promesas de quienes estaban dirigiendo la lucha contra los imperialistas
que frenaban el desarrollo de la industria textil nacional, pero a mi vez
tenía recelos de que, con los planes esbozados por el Gobierno Popular, la
industria también fuera a encajonarse.
Aquel hombre hablaba con gran sinceridad y aun cuando sus frases
nos llegaban traducidas al inglés, notábamos que daba en su idioma mucha
firmeza a sus palabras.
—Pero ahora —agregó— como ustedes ven, todo marcha a las
maravillas. Hemos logrado aumentar la producción: han desaparecido los
problemas obrero-patronales que nos obligaban a cerrar la fábrica; no hay
temor a las oscilaciones de los precios ni a las crisis, pues el Gobierno Popular

China, 6 a.m.
65
asegura la compra de toda nuestra producción a precios halagadores. Los
obreros se sienten como en su propia casa, alegres y satisfechos. Se respira
un ambiente de familia...
—¿Y qué será de sus fábricas cuando el comunismo socialice la
industria privada? ¿Ha pensado usted en eso?
La pregunta la formuló un muchacho norteamericano, obrero
de la industria pesada que había llegado a la Conferencia de Paz en
representación de su sindicato. El patrón se limitó a señalar al intérprete
que había acompañado a nuestro grupo, mientras decía:
—Preguntádselo a mi hijo, pues para entonces será él quien afrontará
ese problema.
Hasta entonces ninguno de nosotros pensó que aquel cicerone que
vestía al igual que cualquiera de los otros intérpretes, pudiera ser el hijo
del propietario de aquella inmensa fábrica. Todos posamos con sorpresa
nuestros ojos en su cabeza rapada y en sus ojos saltones. No perdió su
aplomo y con el mismo buen humor con que nos acompañara durante toda
la visita, se limitó a responder:
—Soy comunista y sé que mi Partido sabrá encontrar la mejor solución
no solo para mí, sino para la patria, como lo ha hecho hasta ahora.

EL CANTOR DE FUS-HUNG

Aquella mañana no era la más propicia para visitar una mina de


carbón. Mi amigo Payín, de Nicaragua, al abrir la ventana había observado
que pequeñas partículas blancas como motitas de cenizas bajaban de lo alto
del edificio.

Manuel Zapata Olivella


66
—Parece que está nevando —dijo en voz baja como para sí mismo.
Sin embargo, aquella frase tuvo el impulso poderoso para hacerme
saltar de la cama. Desde hacía días todos los delegados latinoamericanos
que residíamos en los trópicos estábamos esperando la nieve con gran
impaciencia. Corrí a la ventana y reparé lo que observaba mi amigo. Un
blanco intenso cubría las calles y los tejados como si toda la ciudad hubiera
sido adornada con copos de algodón.
—Parece que anoche nevó —dije al contemplar a las personas
arrebujadas en sus abrigos y caminando despaciosamente entre la nieve.
—Y ahora nieva de nuevo, ¿te fijas cómo cae del cielo? —expresó Payín
mostrándome pequeñas partículas que descendían de lo alto y que la brisa
impulsaba contra la ventana. Sin embargo, el cielo estaba despejado y más
allá de unos pocos metros nuestros ojos ya no las veían.
—Creo que debe ser ceniza de la chimenea del edificio —le manifesté
y como un par de niños que descubrieran por vez primera los fenómenos
de la naturaleza, nos pusimos a mirar aquellas finas partículas que el viento
arremolinaba. Después de varios minutos de perplejidad decidimos abrir
los cristales para cerciorarnos si estábamos o no ante una nevada. Tomamos
en la palma de la mano unas cuantas motitas y comprobamos con gran
alegría que al contacto de la piel acalorada se diluían entre nuestros dedos.
—¡Es realmente nieve! —gritamos casi en coro a la vez que cerrábamos
las ventanas, pues un frío intenso nos hizo saber que el sol de los trópicos
no frecuentaba aquellos paralelos nórdicos. Desde entonces no pensamos
sino en ponernos nuestros abrigos, los calzoncillos de lana, los guantes y
los gorros de pieles que habíamos adquirido para el invierno en aquellas
latitudes. Ya nos sentíamos andando por entre la nieve como unos
expedicionarios polares, cuando recibimos la noticia de que aquella
mañana, precisamente aquella mañana, iríamos a visitar una mina de
carbón. Como los delegados éramos libres de escoger entre visitar la ciudad
o marchar a la excursión a la mina, estuve vacilando entre cuál de las dos
cosas elegir. Bastó para decidirme que Payín, que como yo era un gran
amante de la naturaleza y que se había comprado un pequeño microscopio
para mirar insectos y células vegetales, me dijera alborozado:
—¡Es una mina de carbón abierta y una de las grandes del mundo!

China, 6 a.m.
67
De inmediato me contagió su alegría y fuimos los primeros en
sentarnos en los puestos que daban a las ventanillas del bus para no dejar
de mirar un solo momento los prados bajo la nieve. El vehículo se deslizó
por la carretera y las pequeñas colinas mostraban cubiertas de nieve las
laderas que miraban contra el viento. En la ruta encontrábamos algunas
carretas tiradas por caballos que, emocionados por el paisaje, detenían
perezosamente la marcha para observar su belleza a uno y otro lado del
camino. Las casas de pequeñas aldeas chinas con sus techos bajos parecían
agazaparse para mejor resistir la nieve que caía sobre ellas. Había arreciado
la nevada y ya no eran diminutas partículas sino verdaderos copos de
algodones los que caían interminablemente unos sobre otros en la llanura.
Desde mucho antes de llegar a la ciudad de Fus-Hung descubrimos su
presencia por la densa humareda que se levantaba de las refinerías de los
bituminosos. La blancura de la nieve parecía mancharse con la atmósfera
impregnada de humo. Paulatinamente notamos que en el paisaje prevalecía
el color negro de la pujante elaboración del hombre sobre el blanco de
la nieve y al llegar al pie de los altos hornos donde el petróleo hervía y
regurgitaba por las enormes cañerías, ya solo tuvimos ojos para mirar
la gran industria. Gigantescas chimeneas como no las había visto nunca
expulsaban en lo alto su abundante y nutrida evaporación. Los trabajadores
chinos parecían tener vivo interés en que la producción no se detuviera un
solo instante. Apenas levantaban sus caras, nos sonreían y se enfrentaban
de nuevo a sus labores como atletas interesados en romper algún récord.
Tenían conciencia de que eran ellos los responsables de que el petróleo
chino abasteciera día y noche la industria del país que estaba resistiendo
el boicot de los despechados imperialistas que se habían visto privados de
explotar aquellos yacimientos riquísimos.
—Después de la expulsión de los japoneses y de las tropas del
Kuomintang, tuvimos que enfrentamos a la peor de las batallas, salvar la
maquinaria destruida por el enemigo —decía la intérprete a los delegados
reunidos en su derredor, en tanto que otros desaparecían por entre las
instalaciones o bien, desde los altos de alguna torre, simulaban banderas al
viento con sus vestidos de variados colores.
—Los japoneses lo destruyeron todo —prosiguió contándonos la
muchacha—. Inundaron las minas, rompieron los hornos, asesinaron a los

Manuel Zapata Olivella


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trabajadores calificados, incendiaron los pozos y se llevaron cuanto estuvo a
su alcance. Lo primero que tuvo que hacer el Ejército de Liberación fue dar
de comer a los trabajadores, pues además de los que habían muerto, eran
muchos los que estaban al borde de expirar por inanición y, sin embargo,
era también urgente reparar la refinería, desinundar las minas y producir
petróleo para las áreas liberadas. Para nosotros la guerra no ha terminado
con la derrota del enemigo y como ustedes pueden verlo, todavía estamos
en pleno combate.
Por primera vez reparé con atención en la pequeña muchacha de
movimientos ágiles que nos servía de guía aquella mañana. Ese “para
nosotros” dicho con tanta firmeza me dejó ver que no hablaba en plural por
generalizar la lucha del pueblo chino contra el invasor, sino que expresaba
su propia opinión de combatiente, tal vez ligada a las brigadas que liberaron
aquella mina. «Como ustedes pueden verlo, todavía estamos en pleno
combate». En realidad, a todos nos sorprendía esa hazaña del pueblo chino
enfrentado a la batalla de la producción con igual o más heroísmo que en
los frentes de batalla. La lucha por mantener la soberanía patria y la paz
dentro y fuera de las fronteras no les permitía un momento de descanso y
nosotros lo apreciábamos muy claramente en esos obreros que apenas nos
saludaban por un instante con sus puños cerrados para de nuevo impulsar
el ritmo cada vez más potente de sus máquinas.
Después de visitar los depósitos en donde se acumulaban
momentáneamente las grandes cantidades de los cientos de diferentes
productos derivados de la destilación de los esquistos bituminosos, fuimos
conducidos a los famosos yacimientos. Desde una explanada donde los
obreros de la mina nos recibieran con sus canciones al trabajo y a la paz,
pudimos presenciar la enorme excavación de la tierra. A todo lo largo
y ancho de lo que alcanzaba la vista se extendían los yacimientos que
mostraban las capas superpuestas de la corteza terrestre. Las corrientes de
agua subterráneas al ser sorprendidas saltaban en pequeñas cataratas hacia
los fosos.
—Ustedes pueden apreciar aquellos socavones a todo lo largo de la mina.
A lo lejos, como verdaderas heridas, las laderas exhibían gigantescos
huecos que creí provocados por la explosión de algunas bombas. Cuando

China, 6 a.m.
69
todos afirmamos haber visto lo que mostraba, nuestra intérprete, apretando
los labios, nos explicó:
—Los japoneses urgidos de petróleo no se daban tiempo de realizar
una explotación metódica y obligaban a nuestros hombres a perforar esos
socavones en los lugares donde se encontraba el carbón. En esta forma
han arruinado grandes yacimientos. Cuando se vieron en la necesidad
de abandonar las minas por el acoso de nuestras fuerzas liberadoras, se
precipitaron a inundarlas y para ello ni siquiera avisaron a los obreros que
trabajaban en el fondo. A diario nos encontramos con los cadáveres de
nuestros compatriotas sacrificados tan innoblemente.
Un frío que paralizaba la respiración pareció recorrer los ámbitos de
la gran mina y todos callamos mirando los negros socavones que ahora,
al realizarse una explotación racional por capas, iban descubriendo sus
vientres manchados de sangre. A pesar de ser domingo se adelantaban
los trabajos de explotación, aun cuando al decir de nuestra guía, la mayor
parte del personal descansaba. Enormes vagones se deslizaban por rieles a
lo hondo de la mina en donde recibían el mineral que de diferentes partes
acumulaban allí pequeñas locomotoras. Se podía observar que la mayor
parte de la maquinaria era antigua, reparada y puesta de nuevo en servicio.
Mucho distaba todavía de una explotación moderna, pero en los afanes por
abastecer la industria, los chinos lograban realizar lo mejor posible y con
las herramientas a su alcance aquella tarea.
En tanto que tomábamos un descanso en torno a mesas improvisadas al
aire libre, rodeados por cientos de obreros que lucían con orgullo sus rostros
tiznados, pudimos oír el canto monótono de un anciano, pero sostenido
como un himno interminable. Su cara mostraba una esplendorosa alegría
a pesar de tener su cuerpo curvado por los años y el esfuerzo; era como
una estatua de carbón que llevara en sus músculos estampados todos los
sufrimientos de los obreros chinos bajo la explotación minera del invasor.
Por un momento callaron los cantos en coro para dejar oír esa voz dulce
que brotaba de sus labios arrugados de tanto probar la hiel Los obreros lo
miraban y oían en silencio como los hijos mayores saben escuchar el canto
de la abuela cuando esta se pone a recordar las canciones de cuna con que
supo dormirlos.

Manuel Zapata Olivella


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—Antes de la liberación Lin-Tin-Lía era un viejo triste —dijo la
guía mientras escuchaba al abuelo con la misma devoción de los otros
trabajadores—. Caminaba encorvado y parecía que sus ojos no deseaban
mirar el sol sino la dura y negra tierra de los socavones. Tal vez añoraba
que lo enterraran cuanto antes en ella. Pero al siguiente día de la liberación
comenzó a andar lo más erguido que pudo y con la frente alta. Nadie
lo había oído cantar hasta entonces, pero desde aquella mañana no ha
dejado de entonar sus propias canciones y sus propios versos. Era un
cantador y un poeta sin que nadie lo supiera, tal vez ni él mismo se había
dado cuenta de ello.
No pudimos resistir la tentación de comprender el significado de
aquella canción que mantenía silenciosos y a la vez firmes y altivos a los
obreros que momentos antes lanzaban vivas a la paz y sus canciones al
viento. La guía se puso a escuchar su canto y luego nos tradujo:
Antes el cielo estaba siempre oscurecido,
y en la tierra había gran tristeza y desolación
y bebíamos tal amargura que cerraba nuestras bocas
y nos dejaba mudos sin hablar a nadie.
Pero hace cuatro años un fuerte viento sopló del Nordeste
y barrió todas las nubes y la oscuridad.

Y ahora tenemos qué yantar


y hasta las viejas ancianitas cantan.
¿Si no fuera por nuestro presidente Mao
cómo podríamos ser tan ricos?
¿Si no fuera por el Partido,
¡cómo podríamos ser tan felices!?
Al regresar de nuevo a los dominios de la nieve, todos llevábamos aún
encendido en el corazón el canto de aquel carbonero que había conocido la
oscuridad, pero que hoy, después de brotar de los socavones donde pudo
perecer ahogado, lo deslumbraba la blancura del nuevo día.

China, 6 a.m.
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LAS PATAS DE GO-KAI

—Mientras se repara la avería, podemos caminar hasta la villa de


Go-Kai, a solo un kilómetro de distancia. Me gustaría que la visitaran
porque allí he nacido y conocerían a mis padres.
El muchacho intérprete que nos hacía aquella invitación se quedó en
suspenso esperando el efecto de su proposición. De inmediato acogimos
con gran alegría su sugerencia porque ya estábamos impacientes dentro
del bus sin atrevernos a desafiar el frío. Nuestro vehículo era el último
de los tres en que viajábamos hacia Mukden y no esperábamos recibir
ayuda de ningún otro. El chofer se esforzaba en remediar la avería con su
ayudante y aun cuando desde el principio optó por callar, sin enterarnos
de la situación, sospechábamos que la reparación demoraría algunas
horas más.
—¡Convenido! —afirmó un periodista italiano que sobresalía del resto
de los delegados por su estatura que casi sobrepasaba los dos metros y por
el hermoso gorro mongol que cubría su elevada cabeza.
Detrás de aquel gigante nos agregamos todos cubriéndonos lo mejor
posible para resistir el frío. La carretera se dibujaba clara sobre la pradera,
pero ya en la distancia las primeras sombras de la noche se insinuaban en lo
avanzado de la tarde. Una carreta campesina que conducía el pienso de los
animales de una cooperativa acertó a pasar y a solicitud del intérprete que
conocía a su conductor, obtuvimos el permiso para subirnos en lo más alto
de la carga. Otros prefirieron seguir a pie, lanzándonos de vez en cuando
algunos puñados de la nieve que bordeaba el camino. Las voces extrañas
tejían un parloteo de risas y gritos de pujante vida. La tierra fraccionada
mostraba sus surcos recién labrados y uno que otro carabao, arrastrando
el arado, ponía en el paisaje su mansedumbre resignada de agrimensor
interminable. Ya nuestro bus se había quedado escondido en una de las
curvas del camino cuando los que se habían adelantado al paso lento del
caballo nos gritaban a la entrada de la aldea.

Manuel Zapata Olivella


72
El intérprete seguía al lado del caballo, urgiéndolo de vez en cuando,
pero más atento a la plática que sosteníamos con el carretero, pues debía
servirnos de traductor.
—Nuestra aldea está formada escasamente de 165 familias y la mayor
parte de ellas están cooperadas.
—¿A qué clase de cooperativa? —preguntó al rompe el periodista
italiano, acostumbrado a interrogar a cuánta persona extraña se ponía
frente a sus ojos grandes y nariz corva.
El campesino parecía contar los pasos de su caballo mientras respondía
sin apuros y muy a su gusto. Revelaba en su semblante que estaba muy
contento con nuestra inesperada compañía y más aún de que pusiéramos
interés en conocer las peculiaridades de su aldea.
—En la villa tenemos muchas cooperativas, catorce de instrumentos de
labranza, aperos y animales y dos de producción.
—¿Y todas las 165 familias pertenecen a ellas?
—No, solo 120 familias.
Nosotros reparábamos en las preguntas y respuestas entre el periodista
interesado en conocer los pormenores con detalles de números y el campesino,
malicioso y bien enterado de lo que sucedía en su villa. Por momentos aquel
interrogatorio parecía un duelo entre el hombre de la ciudad y el campo. Por
más está decir que todos estábamos del lado del campesino que nos había
ganado con su mesura y precisión exacta al responder.
—¿Qué ventajas tiene la producción por cooperativa sobre la individual?
—Las mismas que tendría de vencer un ejército bien armado contra un
hombre indefenso.
Nos echamos a reír en coro, pero el italiano no se daba por vencido y
volvió al ataque:
—¿Hay en la aldea quienes prefieran el trabajo individual al colectivo?
—Ya le he dicho que solo 120 familias pertenecen a las cooperativas
—respondió el campesino, dando a entender que se daba exacta cuenta de
lo que decía y que no era fácil agarrarlo en una contradicción.

China, 6 a.m.
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—¿Por qué a pesar de las conveniencias de la producción en cooperativas
esas familias prefieren el trabajo individual?
—Porque en todas partes hay tontos y en nuestra villa no faltan, pero
creo que muy pronto se acabarán. En un comienzo todos pertenecíamos
al bando de la producción por separado, pero desde principios del año
1951 comprendimos lo que querían decirnos los camaradas enviados por
el Gobierno Popular cuando nos hablaban de las conveniencias de las
cooperativas. Entonces fuimos entendiendo y unos, primero y luego casi
todos en masa dejamos de ser tontos y nos pusimos a cosechar en común.
—¿Entonces usted cree que muy pronto todos entren en las cooperativas?
—No tardarán, pues las conveniencias son muy claras. Por ejemplo, al
eliminar las cercas que separaban nuestras tierras hemos ahorrado 27 mues
(aproximadamente dos hectáreas).
Mientras el campesino se debatía con el periodista, yo había observado
que nuestro intérprete aguijoneaba al caballo haciéndolo alterar su paso
habitual. Así, pues, muy pronto nos reunimos a los que nos habían
aventajado y que nos esperaban con impaciencia, pues el frío de la tarde
no los dejaba estar quietos un solo momento. La cara del intérprete se
había hecho más entusiasta con la cercanía de su aldea. Era un joven de
baja estatura, de cabeza irregular y muchas cicatrices de viruela en la cara.
Había aprendido a hablar el inglés en un hotel al servicio de extranjeros en
Tien-Tsin y ahora estaba vinculado a la propaganda de la reforma agraria
entre los campesinos.
Debió sentirse orgulloso al oír la conversación sostenida por el
campesino a quien posiblemente había instruido en la eficiencia de las
cooperativas.
La villa que sorprendíamos llevaba el nombre de Go-Kai y ya casi
toda la población había acudido a recibirnos desde que descubrieron a
los primeros delegados. El alcalde, la maestra de escuela, los jefes de las
cooperativas, la directora de la guardería, el presidente de la asamblea y el
encargado de sanidad, decenas de niños y aldeanos de todas las edades y
sexos. Ya habían improvisado alojamiento en varias casas y con gran regocijo
nos invitaban a que entráramos al interior de sus habitaciones. Cacahuetes,
huevos hervidos, patatas, té, arroz y todo cuanto tenían preparado para la

Manuel Zapata Olivella


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comida de esa tarde, salía de las cocinas en bandejas y nos lo ofrecían sobre
las mesas sin manteles, pero muy limpias.
Estuvimos visitando la escuela y una multitud de pequeñuelos
intentaron cantar sin ponerse de acuerdo en el coro. La mayoría de
ellos rompían fila y se acercaban a tomarnos de las manos, cosa que
inquietaba visiblemente a la maestra, pero al fin y al cabo vencieron los
rebeldes y pronto los levantábamos en nuestros brazos. Todavía a los
últimos destellos de la tarde logramos ver una trilladora de la cooperativa
desgranando el maíz y los animales de labranza que regresaban de sus
faenas. Cuando los libraban de sus aperos se iban a la fuente de agua y
tras de beber se echaban patas arriba restregándose los lomos contra el
suelo. Después buscaban el pesebre donde a la vez que rumiaban nos
miraban con unos ojos agradecidos como si nosotros les hubiéramos
llevado el alimento.
Visitamos a los padres de nuestro intérprete. La casita que habitaban
constaba de dos piezas. Una cama muy grande abarcaba casi toda la alcoba,
junto con unos muebles que debieron ser muy lujosos cuando nuevos,
pero que los años habían desmejorado hasta solo prestar humildemente
sus servicios. La madre era muy joven y costaba dificultad adivinar que
pudiera tener un hijo ya hecho un hombre. El padre representaba mucha
más edad y después supimos que aquella era su segunda esposa. Los dos
estaban contentos de que su hijo pudiera hablar a los delegados en su
propio idioma y que todos los vecinos de la aldea tuvieran que utilizar sus
conocimientos para poder charlar con nosotros.
En las paredes de las calles observamos, a la luz de algunas lámparas de
gas, las inscripciones con que habían hecho propaganda a la Conferencia
de la Paz y, desde luego, hasta los niños sabían quienes éramos los
inesperados visitantes. Dos horas después de haber llegado a la aldea, el
bus entró resonando con su bocina y los niños y perros festejaron su arribo.
Una alegría general se había prendido en todos los campesinos. Se oían
conversaciones en voz alta, gritos y carcajadas. De vez en cuando algún
niño se empinaba para gritar:
—¡Vivan los delegados de la paz!
—¡Viva la amistad de los pueblos!

China, 6 a.m.
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En coro respondían los adultos y en torno a nosotros las manos se
extendían generosas con los presentes o con tan solo el apretón franco y
caluroso. Todavía en el interior del bus penetró un campesino llevando un
par de patatas cocidas. Inmediatamente reconocimos al carretero, pero no
su intención. Buscó con sus ojitos vivarachos hasta descubrir sin mucha
dificultad al gigantesco amigo italiano. Se le acercó con las patatas y le dijo:
—¿Cuál de estas dos patatas ha sido cultivada en cooperativa y cuál no?
Vimos titubear al hombre que durante toda la jornada en carreta había
puesto en jaque la inteligencia del campesino. No sabía por cuál de las dos
patatas decidirse. La una era grande en tanto que la otra era ostensiblemente
raquítica. En medio de nuestras bromas, el periodista se decidió por la más
grande y el campesino rio de muy buen humor. Antes de bajar hizo que le
tradujeran su comentario:
—Se ha equivocado usted, ambas son de la cooperativa y en eso estriba
precisamente la ventaja de producir en colectivo, lo grande compensa lo
pequeño.

MENSAJE A MI PUEBLO

Los delegados irrumpimos en una pequeña aldea de trabajadores del


carbón en los alrededores de Mukden. En la plazoleta y calles cubiertas
de nieve, los niños jugueteaban protegidos por sus gruesos abrigos. Muy
pronto los grupos de delegados se dispersaban por todos los rincones
compenetrándose con las mujeres de los trabajadores y en casa. La sencilla
y bulliciosa alegría del pueblo chino con muchos de ellos que ese domingo
habían permanecido se reflejaba en aquellas mujeres que orgullosamente
cargaban a sus pequeños y se rodeaban de los mayorcitos para recibirnos

Manuel Zapata Olivella


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con muestras de entusiasmo. El idioma extraño no las intimidaba para
acercarse y hablar de sus vidas humildes y de cuanto significaba para ellos
que la temida guerra no volviera a perturbar la tranquila suma de sus días
felices.
—Estas casas que habitamos ahora pertenecían antes a los oficiales y
soldados japoneses —nos decía una vieja en cuyos pómulos salientes la piel
arrugada se adhería como una telaraña— y nosotros los chinos debíamos
resignarnos a vivir en pocilgas de tablas y trapos que no nos protegían en
el invierno. Nuestros niños morían de frío o de hambre cuando no eran los
mismos japoneses quienes les disparaban por cualquier enojo. A pesar de
ser muy pequeñitos ya habían aprendido a temerles más que a la noche...
Y así nos iba refiriendo la abuela los días de la ocupación. Las casas que
habían pertenecido a los japoneses y que ahora ocupaban los trabajadores
eran pequeñas, aun cuando unidas entre sí llegaban a formar largos
edificios sin mayores preocupaciones arquitectónicas. Sin embargo, daban
el albergue necesario y ahora las familias obreras disfrutaban de ellas como
verdaderos palacios al lado de los escombros en que vivían anteriormente.
Muchos de esos ranchos abandonados se veían diseminados en el campo
o al lado de la carretera y tan solo con mirarlos, pese al encaje blanco que
la nieve había colgado en sus techos rotos, dejaban un frío rencor en el
alma. Frente a las viejas casas de los japoneses se levantaban los nuevos
edificios construidos por el Gobierno Popular, pequeñas quintas de dos
pisos, donde se acomodaban dos familias, una en la planta baja y otra en
el piso superior. Se agrupaban en manzanas de seis y pintadas de blanco
con ventanales azules, alegraban la aldea a pesar del intenso esplendor de
la nieve.
Aquella tarde se oían idiomas foráneos por todos los rincones. En
las ventanas se asomaban los ojos verdes de las canadienses o los negros
norteamericanos formaban sus corrillos con los vecinos a la entrada de
las puertas y en mitad de la calle. Algunos latinos trataban inútilmente de
jugar foot-ball con las pelotas de nieve de los chicuelos o eran víctimas de
los puñados que las muchachas chinas arrojaban a sus camisas coloreadas.
Una niña de seis años, moviéndose con dificultad entre la nieve con
sus boticas altas, vino a tomarme de la mano; entonces reparé en sus padres

China, 6 a.m.
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que desde la puerta de su casa miraban su extremada confianza. Así era
la mayoría de los niños chinos. No pude resistir el deseo de levantarla
entre mis brazos y con ella me acerqué a sus familiares. Dos niños más me
miraban sin decidirse a imitar a su hermanita.
—Entre usted, siga con nosotros y tome un poco de té —creí que me
decían con sus voces alegres.
No tardó en aparecer un amigo intérprete quien al traducirnos sus
frases me confirmó que no había errado en mi intuición.
Subí por la estrecha escalera al piso superior. En las habitaciones bajas otros
delegados chilenos habían iniciado una charla amena como lo demostraban
las risas de los chinos. Tres alcobas formaban sus habitaciones y yo me senté
en una cama que daba a la ventana, después de rechazar los asientos que me
ofrecieron. La chica con sus trencitas sujetas por moñitos rojos no se cansaba
de jugar con mis manos a las que remiraba como extrañada de su color oscuro.
Luego me observaba la cara y reía una y otra vez. Logré que el más pequeño,
que aún no debía tener cuatro años, se apoyara entre mis piernas, pero tuve
que sujetarlo para que no corriera de nuevo hacia el padre. Este era un hombre
de estatura mediana, ojos negros y cabellos profusamente alborotados. Tenía
una complexión fuerte y solía fruncir las cejas muy abundantes. No sé si le
intimidaba el saber que yo no comprendía el chino o si prefería que su mujer
hablara, cosa que parecía ser muy habitual en ella.
—Mis padres murieron bajo la ocupación —me decía ella—. Un día
un vecino me informó que mi papá había muerto en la mina. Quise ir a
verlo, pero mis amigos no me dejaron siquiera que gritara mi pena. Yo lo
comprendí todo y entonces comencé a tragarme las lágrimas. Mi madre
murió aquí en la aldea, en el rancho en donde vivíamos apilonadas cerca de
cuatro familias. Creo que después de muerta aún movía los labios pidiendo
algo que comer. Yo le hubiera dado de mamar de mis propios senos si
hubiera tenido leche en ellos, pero lo cierto era que mis dos muchachitas,
que ya correteaban, inútilmente se prendían de mis pezones vacíos. Los
únicos que comían en la aldea eran los japoneses y aquellos que de noche
lograban recoger sus desperdicios.
La mujer que así hablaba no tenía lamentaciones en sus palabras.
Cuanto brotaba de sus labios traía el fuego del odio y no del llanto. Era

Manuel Zapata Olivella


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mucho más baja que su marido, estaba de pie y yo calculé que me daría por
los hombros. Mientras el intérprete me traducía sus palabras, se cruzaba
de brazos y empuñaba las manos. A veces cambiaba opiniones con el
muchacho intérprete y reía, para luego, al reiniciar su relato, volver a dar
dureza a sus palabras. En un solo momento el marido le interrumpió para
hablarme, poniéndome la mano sobre la rodilla como un hermano que
contara a otro las penas pasadas en su ausencia.
—Una noche decidimos suicidarnos —me dijo—. Yo había logrado
un poco de alimento envenenado que los japoneses habían puesto para
las ratas. Las niñas dormían y en el seno de mi mujer este hijo se movía
inquieto, tal vez también hambriento. Sabíamos que cuando despertaran
las niñas irían a pedirnos qué comer. Yo trabajaba en las minas, pero
los japoneses me daban muy poco alimento y me obligaban a comerlo
en su presencia, pues solo querían dejarme vivir para que les rindiera
mi trabajo. Mi mujer me miraba y luego ambos contemplábamos a las
niñas y no nos decidíamos. No teníamos ningún derecho a privarles de
la vida. Así estábamos esa noche cuando oímos rugir los cañones del
Ejército de Liberación. Tres días después sus tropas penetraron a la aldea
trayéndonos alimento...
Yo fui uno de los últimos delegados en regresar al bus. Los amigos
chinos me acompañaron con sus hijitos hasta embarcarme. Todo en su
rostro reflejaba alegría, ni una sola sombra de cuanto me habían relatado
enturbiaba sus vidas. En el momento de alejarnos, cuando el chofer había
prendido la máquina, la mujer volvió a decirme algo. Ya el vehículo había
partido cuando el intérprete me tradujo sus últimas palabras:
—Diga a su pueblo que el pueblo chino desea ardientemente la paz.

China, 6 a.m.
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ABRAZO DE DOS SOLDADOS DE LA PAZ

Después de que el bus subió por las estribaciones de una ligera


pendiente, llegamos a lo alto de una colina donde se levantaba un moderno
sanatorio para los trabajadores modelos de la industria del carbón. Como de
costumbre, fuimos objeto de agasajos, canciones y vivas por los obreros que
convalecían allí y por los directores de la institución. El edificio emplazado
sobre la colina tenía una hermosa vista sobre los campos y aquella tarde, pese
a la cercanía de la noche y al frío intenso, los delegados estuvimos gozando
del panorama invernal de las tierras norteñas de China. Me había unido a
un delegado chileno, hombre circunspecto y poco comunicativo. Tenía una
fisonomía india que resaltaban unos bigotes cortos y sus cabellos negros.
Gusto de recordar sus rasgos asiáticos, porque tal vez fueron ellos los que
despertaron la singular acogida que le tributó uno de los convalecientes.
Nos encontramos con él en un corredor y como un amigo que
descubriera inesperadamente a un viejo camarada, el obrero se botó a
los brazos del chileno agobiándolo con sus efusivas demostraciones de
regocijo. Con todo y su carácter parco, Juan Araya tuvo que exteriorizar
la emoción que producía la exuberante acogida del trabajador. Andaban
algunos pasos, unidos por un estrecho abrazo y sin que mediara otro
nuevo motivo, el enfermo volvía a recoger sus manos en las de él y con
júbilo apoyaba su cabeza en el pecho de mi amigo. Y a la vez este volvía a
manifestarle su emoción en un nuevo abrazo que llegaba a sumar varios
minutos. Yo observaba aquella sana afinidad de dos hombres nacidos en
mundos tan diferentes y que sin embargo se sentían unidos por el fuerte
nudo de fraternidad de los pueblos. Ni dos hermanos, ni un padre y su hijo,
ni el nieto y la abuela en su amor filial se hubieran estrechado con tanto
anhelo y delirio como aquella pareja de soldados de la paz.

Manuel Zapata Olivella


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LOS ANCIANOS PREGUNTAN

Al regresar a Mukden después de visitar las aldeas vecinas,


nuevamente las calles adornadas y las gentes en las esquinas nos acogían a
nuestro paso. El regocijo popular por la llegada de los delegados se había
extendido de uno a otro confín del país y sin duda alguna ningún otro
embajador del mundo gozó de tanto aprecio espontáneo por un pueblo,
como nosotros en las clamorosas ciudades y aldeas de China. Bajo unos
arcos con palomas blancas y banderas penetramos a un amplio jardín.
Creí que nos esperaba un nuevo banquete, pero fue mucho más grata la
sorpresa que nos tenían deparada nuestros anfitriones. Bajamos de los
buses frente a una muchedumbre que repetía incansablemente los vivas a
la paz. Cruzamos un jardín y penetramos a la amplia sala de un moderno
edificio. Unos funcionarios nos hicieron tomar diferentes vías y muy
pronto inundamos todos los salones y corredores. A nuestra vista aparecían
numerosos alojamientos individuales. Camas blancas y blandas, retratos de
los líderes de la revolución o estampas de aspectos folklóricos adornaban las
paredes. Algunas piezas tenían ventanas que miraban a los jardines de los
alrededores. Hasta entonces, no nos podíamos imaginar a qué menesteres
estaba dedicado aquel edificio y cada uno de nosotros se hacía conjeturas,
pues ni un niño, ni un escolar, ni una mujer, ni un hombre denunciaba el
objeto. Fue al llegar a un amplio salón donde nos esperaban varias decenas
de hombres en la senectud, cuando desciframos aquel enigma.
Estábamos en una casa de reposo de ancianos. Después de una larga y
azarosa existencia bajo el duro régimen de los terratenientes e imperialistas,
aquellos abuelos habían logrado por fin tener en los últimos días de su vida
una pausa de alegría y de reposo. Allí rostros de luengas barbas blancas
sedosas como cabellera de mujer. Ojos pequeños y redondos asomados
en el extremo anguloso de los párpados con un gris que parecían ser el
remanso de borrosas imágenes vividas. Labios temblorosos desgranando
palabras de sabia experiencia. Algunos se encorvaban sobre largos báculos,
preguntando y riendo como si la juventud hubiera de nuevo renacido en
sus descarnados músculos. En el fondo de un sillón yacía un anciano de

China, 6 a.m.
81
cabeza rapada y brillante, hundida entre los hombros y con un voluminoso
vientre: parecía la estampa de un viejo Buda, ensimismado y plácido en
la senectud de la vida. Algunos fumaban largas pipas; otros sostenían
los cigarrillos con sus uñas largas y no faltaba uno u otro que cabeceara
indiferente a la reunión de delegados charlando e importunando sus
recuerdos con preguntas que debían traer a su memoria los amargos días
de dolor o los luminosos instantes de un amor perdido.
Yo me fui a sentar al lado de un anciano que conversaba con una
norteamericana. Esta era una muchacha de rostro alegre, iluminado por
la luz de sus ojos verdes. Muy amorosamente había apoyado sus mejillas
en el rostro del anciano, el cual, como un niño que se dejara acariciar,
no levantaba la vista de sus babuchas de hilo. Una larga bata le daba el
aspecto de un monje que oyera las confidencias de una joven apasionada.
Cuando me hice a su lado, me miró con sus ojos blancuzcos y se sonrió,
haciéndome una leve reverencia con la cabeza. Le tomé la mano izquierda.
Aún era firme y fuertes callos endurecían su concavidad. Volvió a tomar
el hilo de su narración, mientras los ojos vivos de la intérprete parecían
querer arrancarle las palabras mucho antes de que sus labios cansados
las profirieran. Luego nos traducía; arrugando su rostro, como si cuanto
contara estuviera ligado a su propia vida:
—Me he casado cuatro veces, pero solo mi última mujer me dio a luz
dos hijos. La hembra es ya una mujer, trabaja en una fábrica y ayer estuvo
aquí. De vez en cuando salgo con ella a visitar a los nietos, pues es casada
y tiene tres hijos, todos varones. Mi hijo está ahora peleando en Corea. Al
despedirse me dijo: «Papá tengo que ir a defender tu tranquilidad que está
amenazada». Me ha escrito dos veces y me cuenta que no permitirá que el
extranjero vuelva a perturbar mis últimos días. ¿Usted cree que debe un
joven sacrificarse por un viejo moribundo como yo? A mí me parece una
insensatez. Pero a veces pienso en los hijos de mi hija, son tan pequeños
y hermosos que no deseo verlos sufrir tanto como yo. ¿Por qué nos hacen
la guerra? ¿Acaso los padres y las madres de esos países no aman su
tranquilidad y la vida de sus hijos? ¿Por qué venir a destruir como bestias a
un pueblo pacífico como nosotros?
Mientras la intérprete nos formulaba con su voz excitada aquellas
preguntas, el anciano parecía esperar pacientemente a que nosotros se

Manuel Zapata Olivella


82
las respondiésemos. Pero los ojos grandes y verdes de la norteamericana
se habían anegado en lágrimas y yo tenía un grito en la garganta que me
asfixiaba.

LOS NUEVOS HOMBRES

Vestía el uniforme azul de los trabajadores. Dos medallas colgaban


de su pecho y se veía que para aquella memorable reunión había tenido el
cuidado de lustrarlas. Sus hombros eran recogidos y por eso su cuello un
poco largo se destacaba más. Su cara puntiaguda, se recogía en un mentón
saliente. Los labios eran casi redondos y cuando hablaba parecía que su
boca se partiera en dos. Tenía ojos negros y abundantes pestañas. En lo
general era un hombre de apariencia común, posiblemente entrado ya
en los treinta años y no mostraba timidez para dirigirse a los numerosos
delegados de la Paz pendientes de sus palabras. Ese mismo acento de su
voz habría resonado muchas veces en el consejo de administración de
la fábrica de máquinas de corte metálico al presentar sus argumentos y
defenderlos victoriosamente. Las medallas que colgaban de su pecho lo
presentaban como un doble héroe por haber aumentado la productividad
y perfeccionado la organización del trabajo. Se llamaba Huang-Wen-Shan
y era jefe de taller de elaboración, donde por su invento se había reducido
el tiempo de confección de una pieza de una hora a tres segundos.
Gracias a él la producción se aumentó en 1.200 veces y la calidad de los
objetos había mejorado en un ciento por ciento. Su otra gran hazaña
consistió en haber unificado las máquinas que antes estaban dispersas
logrando de esta manera no solo eliminar la pérdida de tiempo que se
tomaba al transportar las piezas de una máquina a la otra, sino el objetivo
fundamental de su nueva organización: impedir que la producción se
suspendiera por momentos.

China, 6 a.m.
83
—Pero nosotros no hubiéramos logrado introducir estas inmejorables
ventajas sino dispusiéramos de una administración democrática en donde
la iniciativa del trabajador es acogida y llevada a la práctica sin pérdida
de tiempo —nos dijo Huang Wen-Shan con absoluto conocimiento del
problema político que planteaba la nueva producción.
—El principal motor de los éxitos alcanzados —agregó— se debe a
la emulación patriótica de todas las brigadas en el trabajo. Todos somos
conscientes de los peligros de la patria y de la necesidad de vencerlos.
En la producción nosotros debemos neutralizar a los enemigos abiertos
o solapados. Es necesario estar vigilante para impedir el despilfarro en
cualquiera de sus formas, en el tiempo, en los materiales, en la organización.
Todos estamos unidos por levantar a niveles cada vez más altos el poder
industrial de la patria para hacer frente a las cada vez más crecientes
necesidades y para ello debemos estar también vigilantes contra el soborno,
la adulación o el engreimiento con los cuales los enemigos tratan de influir
a los obreros dirigentes de la producción. Contra todos estos peligros
nosotros tenemos que revelarnos como hombres de un nuevo temple,
de una nueva patria, de una nueva sociedad de la cual nosotros mismos
somos sus forjadores. He aquí —nos decía el héroe de las dos medallas—,
por qué un compañero de trabajo ha marcado un nuevo récord patriótico
disminuyendo el tiempo fijado para su tarea de un año a solo seis meses. Ese
solo héroe logró realizar en un solo día el trabajo que le habían designado
realizar en diecisiete. Poco tiempo después una brigada aplicaba con éxito
su nuevo método y en conjunto redujeron los diecisiete días fijados a solo
una semana de trabajo.
Hubo una ola de aplausos y un joven de veinticinco años se levantó
ligeramente de su asiento y saludó repetidas veces con sonrisa en los labios.
También de su pecho pendía otra medalla de reconocido triunfo.
—Los éxitos, sin embargo, no comenzaron en nuestra fábrica. Ellos
tuvieron principio desde mucho antes. La batalla fue iniciada por las
victorias del Ejército de Liberación contra los invasores japoneses y el
régimen opresor del Kuomintang. Cuando el ejército liberó a Mukden ya
no quedábamos de los trabajadores sino los jóvenes aprendices. El enemigo
había tomado buen cuidado de eliminar a todos los obreros calificados.
Se dieron prisa en destruir nuestra fábrica, pero las rápidas maniobras de

Manuel Zapata Olivella


84
nuestro ejército y la lucha clandestina en la ciudad dirigida por el Partido
Comunista impidieron que realizaran la destrucción total. El Gobierno
Popular comenzó por alimentarnos, todos teníamos hambre y estábamos
al borde de la muerte. Inmediatamente se inició la reconstrucción de las
máquinas y nos dimos a la tarea de satisfacer las necesidades del Ejército
y de las áreas liberadas. Entonces comenzó la juventud obrera a trazar sus
planes de victoria. El Partido Comunista nos había llevado al comité de
dirección y nosotros hemos hecho cuanto hemos podido por merecer ese
honor.
Después Huang-Wen-Shang se confundió con nosotros para servirnos
de guía en los talleres de la fábrica. Aquí nos explicaba el funcionamiento
de esta máquina, allá nos presentaba a algún trabajador modelo o los
nuevos tipos de máquinas diseñados por ellos mismos. Unas banderitas
de diferentes colores sobre las máquinas indicaban que allí trabajaba un
obrero distinguido, un modelo o un héroe del trabajo. En lo alto de la
fábrica, en medio de las grúas móviles, largos carteles con inscripciones
en chino llamaban la atención de los delegados. Todos ellos expresaban
aplausos y votos de éxito por las deliberaciones de la Conferencia de la
Paz de las regiones de Asia y del Pacífico. Algunos tableros con caricaturas
nos mostraban en forma comprensible que los jóvenes trabajadores chinos
no temían a los bufidos de guerra de los imperialistas, porque ellos sabían
defenderse uniendo sus fuerzas al invencible muro de contención forjado
por los pueblos que defendían la paz.
Huang-Wen-Shang nos mostró por último una máquina de elaboración
rusa. Atrajo nuestra atención sobre ella y luego nos dijo con modestia:
—Sin la ayuda material y técnica de la Unión Soviética todos nuestros
intentos por superar las deficiencias de nuestra industria habrían fracasado.
Pero en todo momento los ingenieros soviéticos nos dieron generosamente
sus enseñanzas, facilitándonos sus métodos y sus diseños. Pero también
es cierto que solo un país liberado del imperialismo, en donde el pueblo
ha tomado las riendas de su propio destino, pudo haber aplicado
victoriosamente los éxitos de los nuevos obreros estajanovistas de la URSS.

China, 6 a.m.
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LA HEROÍNA DE LOS FERROCARRILES

Tien-Kuan-Ying era una muchacha alta, de rostro ovalado en cuyos


pómulos se hundían sus ojos como dos almendras. Hablaba rápido y en voz
baja y a todas luces se veía su turbación por haberse convertido en el centro
de todas las miradas de los delegados. Su dentadura hermosa se insinuaba
cada vez que sonreía al responder algunas de nuestras preguntas. A los
jóvenes chinos no les gusta hablar de sí mismos y cuando se ven acosados
por la curiosidad de los demás, entonces como Tien-Kuan-Yung, movían
los ojos con mucha inquietud y se expresaban con seriedad.
—Lo que soy se lo debo a mi partido y a Mao —comenzó por decirnos
como resumiendo en una frase el porqué de haberse convertido en una
heroína—. Como el resto de las mujeres en el pasado, yo tuve que ayudar
a mi padre en sus faenas desde muy pequeña. Él era pescador y yo le
acompañaba a echar las redes. Gustaba de darme muchos consejos, pero se
abstenía de hablarme de la triste suerte que me tenía reservada el sistema
social en que vivíamos. Tal vez dejaba que yo misma fuera descubriendo
con mis propias experiencias la amargura que la sociedad en que vivíamos
reservaba para una muchacha pobre. Cuando él entró a trabajar a una
imprenta me llevó consigo. Me gustaba estar a su lado porque permitía
que me entrometiera en su oficio haciéndome ver que era mucho lo que le
ayudaba con mi esfuerzo. Después comencé a trabajar sola por vez primera
en los ferrocarriles como expendedora de tiquetes. Las locomotoras siempre
atrajeron mi atención. Cuando pequeña me gustaba observarlas después
de un largo recorrido con sus tuberías humeantes y su cansado resoplar
como si fueran seres vivientes. Me era difícil explicarme que a pesar de ser
tan pesadas y de tener un mecanismo tan complicado, pudieran alcanzar
tanta velocidad por los campos, conduciendo la larga cadena de vagones.
Nunca, mientras las miraba, me imaginé que yo algún día pudiera llegar a
conducirlas...
Y una fresca sonrisa alegró su carita hermosa que nos hubiera dejado
incrédulos por cuanto nos decía, de no estar convencidos de que la medalla

Manuel Zapata Olivella


86
que pendía de su pecho la había ganado como primera heroína de los
ferrocarriles de la China Popular. Tien-Kuan-Yung era una de las mujeres
más conocidas en su país, su ejemplo estaba presente en todas las revistas,
periódicos y películas que hicieran mención de los triunfos de la nueva
China. El mismo año de la fundación de la República Popular comenzó
su nueva vida. En el año de 1949 llegaron los expertos soviéticos a dictar
unos cursos sobre ferrocarriles y Tien-Kuan-Yung fue de las primeras en
matricularse a uno de sus cursos.
—No creía que pudiera aprender a dirigir una locomotora —nos
decía entre risas, burlándose de la subestimación que habían tenido de sus
propias capacidades—. Dos muchachas más siguieron los estudios junto
conmigo y ocho meses después manejábamos admirablemente cualquier
tipo de locomotora. El 8 de mayo de 1950, sin instructor hicimos el
primer recorrido de 60 kilómetros entre las poblaciones de Dalen y Yu-
Sun. Durante tres meses efectuamos este itinerario y en vista del buen
rendimiento de nuestra locomotora, la administración de los ferrocarriles
nos asignó un trayecto de 140 kilómetros.
Al estallar la guerra de Corea su patriotismo las llevó a solicitar un
nuevo aumento en el recorrido como aporte a los esfuerzos de toda la
nación frente a la amenaza de invasión extranjera y su petición fue oída,
recibiendo un itinerario de 270 kilómetros. Muy pronto su locomotora
se apuntaba el récord de haber recorrido 100.000 kilómetros sin un solo
accidente, economizando 60 toneladas de carbón y 100 de aceite pesado.
—Esta economía era muy difícil de realizar —nos decía—, pues
manejábamos un tren de pasajeros en el cual el gasto de combustibles es
más elevado debido a la calefacción muy usada en esta región del nordeste
de China.
Estas hazañas valieron a Tien-Kuan-Yung la distinción de Modelo y
Heroína del Trabajo. El Gobierno Popular ha sabido premiar sus esfuerzos
y actualmente cursa en Mukden estudios de bachillerato en el que se ha
distinguido por sus extraordinarias capacidades para las matemáticas.
—Pronto ingresaré a la universidad en donde espero superarme —nos
dijo en voz baja, como si se dijera a sí misma: «¿Seré capaz?».

China, 6 a.m.
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LOS NIÑOS CHINOS

Los niños chinos tienen una sonrisa a flor de labios que adornan
con el brillo de sus ojos pequeños. Se plantaban frente a nosotros y
tras de llevarse la mano a las sienes en un gesto de saludo, se arrojaban
a nuestros brazos con alegría. Acechaban las palabras y como no
lograban comprender nuestro idioma, dibujaban unos hoyuelos en
sus mejillas y sacudían sus cabecitas. Entonces brotaban sus frases a
saltitos, diciéndonos quién sabe qué diabluras que nosotros apenas
sospechábamos por la picardía de sus ojos bailando en el plano
inclinado de sus párpados. El idioma que entendíamos de los pioneros
chinos no era el de sus sonrisas, ni el de sus ojos ni el de sus palabras
saltarinas, sino el de sus manos diminutas que se agarraban a las
nuestras con tanto calor que al instante sentíamos el apasionamiento
de sus corazones. A pesar de sus pocos años comprendían que solo el
calor de las manos podía identificarnos y no bien nos entregaban sus
ramilletes de crisantemos, dalias y clavellinas, buscaban la mano que
nos quedaba libre y se ceñían a ella con tanto ahínco, que ni la tierra
apretó nunca tan amorosamente las raíces de un árbol.
¿Cuándo aprendieron estos niños la sabiduría de la prudencia?
Siempre me preguntaba esto cuando los veía caer sobre nosotros como
un torrente de alas que revolotearan en nuestro derredor y, sin embargo,
jamás exageraban sus movimientos, ni siquiera cuando algún delegado,
ebrio de sonrisas y canciones, los cargaba sobre los hombros.
En esas circunstancias agitaban sus manecitas sin dejar de gritar sus
inagotables vivas a la paz.
Recuerdo que una delegada costarricense se despojó de una hermosa
pañoleta y la amarró del cuello de una pequeña de diez años y entonces vi lo
inesperado. Un puñado de niños comenzaron a quitarse a su vez los pañuelos
rojos de pioneros y los ataron a nuestros cuellos y cuando la costarricense a
mi lado reparó en sus hombros, vio que allí, muy delicadamente, la chiquilla

Manuel Zapata Olivella


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había amarrado de nuevo con gran disimulo la pañoleta. Al descubrir
aquella jugada quiso hallar a la criatura para ofrecérsela nuevamente,
pero cientos de caritas iguales, con sus labios pintados de rojo, cantaban
al unísono sus canciones eternas. Una, dos, tres veces insistió la delegada
en obsequiar su pañoleta a varios de aquellos niños, pero una, dos tres
veces el millar de manos volvían a dejar la pañoleta en sus hombros. No, los
niños chinos sabían pedir autógrafos, incluso obsequiar flores y pañuelos,
pero no recibían del huésped otro obsequio que no fueran sus sonrisas y
apretones de manos.

CÓMO SE HA DOMADO AL RÍO HUAI

«Podéis viajar a todo largo y ancho, pero jamás encontraréis un


lugar comparable a las riberas del río Huai», reza un proverbio chino.
Sin embargo, esta exaltación a la feracidad del valle del río Huai estuvo
siempre ligada en el pasado a sus tremendas inundaciones que provocaban
millones de muertos y pavorosos desastres. Apenas ahora bajo la dirección
del Gobierno Popular el viejo proverbio se ha convertido en un bien sin
calamidades. La hazaña del control y aprovechamiento de las aguas del río
Huai hace parte de una de las grandes epopeyas realizadas por el hombre
en la historia de la humanidad.
Las crecientes del Huai constituían una amenaza para la población de
70 millones de habitantes que residen en un área de 220.000 kilómetros
cuadrados regadas por el río y sus 200 tributarios. Los campesinos, años
tras años, espiaban sus aguas, temerosos de sus acometidas que pese a
las prevenciones lograban ahogar a millares de seres. Estas catástrofes en
vez de despertar en las castas gobernantes la sincera preocupación por
reprimirlas, solo servían para arrancar nuevos impuestos al pueblo.

China, 6 a.m.
89
El río Amarillo con sus grandes crecientes cada diez años, reforzadas
con una pequeña cada lustro, acrecentaban las inundaciones del Huai. En el
1921 anegaron tres millones y medio de hectáreas. En 1931 el Kuomintang,
impotente para contener la invasión japonesa, recurrió a la cruel estrategia
de romper los diques de Hua-Yuan-Kou, en el río Amarillo, y sus aguas
al confluir las del Huai inundaron cerca de un millón de hectáreas, y
elevó a medio millón los muertos; debido a este mismo hecho, durante las
inundaciones de 1931 y 1938; debieron evacuar a más de cinco millones de
personas.
En aquellas áreas del valle del Huai fueron libertados por el Ejército
de Liberación, pero no por ello pudieron ser eliminadas de inmediato las
circunstancias que las asolaban desde hacía siglos. Su grave situación no
se podía atribuir solo a las condiciones hidrográficas, sino en su mayor
parte al mismo hombre que hizo de un río tranquilo un rebelde nómade
de terribles desastres. Contribuyó a ello la política anárquica de las castas
gobernantes frente a la desforestación del norte de China que aumentaba la
erosión y el sedimento del río; la incuria por construir represas y diques y
por último la destrucción de estos mismos sin considerar las muertes y los
daños que ocasionaban a los pobres moradores del valle.
El nuevo Gobierno Popular tuvo que afrontar esta desastrosa
herencia del pasado con plena conciencia de que mientras el río no fuera
científicamente controlado y domado pronto, constituiría el peor obstáculo
para el desarrollo de la nación. En 1951 un insólito sobreflujo de las aguas
vino a agravar la situación y el pueblo chino juró que aquella sería la última
cuando el presidente Mao proclamó que «el río Huai debía ser domado».
En la íntima compenetración entre el pueblo y su presidente Mao
reside la esencia de las transformaciones de la nueva China y solo esa
identificación pudo lograr su más grande hazaña después de vencer a los
opresores extranjeros y a sus serviles mandarines: controlar el río Huai.
Toda la nación respondió al llamado del presidente. Las mujeres, los
jóvenes y los adultos se movilizaron con el mismo entusiasmo y heroísmo
con que defendieron a la patria. Todos los caminos del amplio mapa de
China se llenaron de caravanas de cientos de miles de personas que acudían
a ponerse a órdenes de los ingenieros. Llevaban en sus pechos la decisión

Manuel Zapata Olivella


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de terminar con las muertes y las destrucciones del río que nada habían
importado a los mandarines y a sus camarillas reaccionarias.
Pero ahora era el pueblo quien regía los destinos del país y estaba
vigilante sobre el ancho regazo de la nación; el dolor de uno cualquiera de
sus hijos era el dolor de toda la patria. El presidente Mao había señalado
el cáncer que destruía periódicamente las vidas de miles de hermanos y
paralizaba el ritmo de la nación con sus desastres en la agricultura, y su
llamado fue para el pueblo noble realización de victoria.
Las madres dejaron sus hijos bajo el cuidado de las niñeras o bien
marchaban con ellos a sus espaldas a realizar cualquier tarea. Los
universitarios transportaron sus útiles de estudio a las márgenes del Huai
al lado de los obreros y campesinos, que también a sumar llevaban sus
esfuerzos armados de picos, palas, carretas o tan solo con sus puños.
El pueblo chino había aprendido durante la guerra de liberación que
un hombre podía rendir grandes beneficios con solo sus manos vacías.
Esa lección lejos de olvidarse había sido superada en dos años de trabajo
común curando las heridas de la patria. Bajo el amplio cielo de China se oía
una sola canción: «El río Huai debe ser domado». En las encrucijadas de
los caminos confluían brigadas de los pueblos más remotos con la misma
consigna: «El río Huai debe ser domado» y unidos en una sola peregrinación
marchaban hacia las márgenes del valle donde los ingenieros, los médicos,
los maestros, los estudiantes y los soldados dirigían y realizaban el proyecto
gigantesco.
El plan quinquenal comprendía: acumular 4.500 kilómetros cuadrados
de aguas en reservas artificiales y 15.600 millones en lagunas, que solo
serían aprovechadas en los grandes crecientes. Canalizar para la navegación
5.700 kilómetros. Construir 16 centrales hidroeléctricas y regar 500.000
kilómetros cuadrados de tierra. En esta forma los libres flujos del Huai
serían contenidos y reservados, sus aguas encauzadas, su lecho navegado,
su energía aprovechada y sus aguas, enantes objeto de inundaciones y
desolación, quedarían convertidas en fuente de fructífero riego.
En 1950 comenzaron los trabajos simultáneamente con la defensa de
las fronteras patrias amenazadas por la guerra en Corea. Tanto la amenaza
de una invasión extranjera como la de nuevas inundaciones del Huai

China, 6 a.m.
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constituían graves peligros que la nueva China debía atajar sin vacilaciones
y sin tardanzas. El consejo administrativo del Gobierno Central del
Pueblo promulgó un decreto en apoyo al llamado del presidente Mao y
cientos de ingenieros y brigadas transmontaron cumbres, midieron ríos,
perforaron rocas y comenzaron la demolición de montañas. El Comité de
Encauzamiento del río Huai, dependiente del Ministerio de Conservación
de Aguas, elaboró el plan general para detener las aguas en las regiones
altas, medianas y bajas de la cuenca del río.
La estrategia fundamental para el éxito de un plan de tan grandes
proporciones descansó en la movilización del Partido Comunista. Ante
todo se debía adelantar un gran trabajo político de explicación, educación
y organización de las masas de obreros y campesinos haciendo ver que en
su espíritu de colaboración y heroísmo descansaba la posibilidad de que un
país como China, recién salido de las trabas de una economía semifeudal,
arruinado por un largo historial de sangrientas guerras, explotado por
todos los imperialismos, frente a la amenaza de la más grande invasión de
su territorio y soportando un bloqueo económico que le impedía no solo
aprovechar el comercio internacional, sino que perturbaba la utilización
de sus propias riquezas, iniciara la realización de un plan de tal magnitud,
que hasta entonces no se conoció nada semejante en la historia de los más
avanzados países capitalistas.
No existía una gran industria pesada, no se disponía de la gran cantidad
de modernas maquinarias requeridas, no se tenía una experiencia anterior
que no fuera la ayuda fraternal prestada por los especialistas soviéticos,
nunca el pueblo se había trazado ante sí un plan que pusiera a prueba
su gran capacidad industriosa. Todo el éxito, pues, recaía tan solo en la
inaudita decisión de heroísmo que el pueblo chino sacara de sus propias
fuerzas. La realización de los proyectos de contención y aprovechamiento
del río Huai implicaba no solo una etapa decisiva en la construcción de
la economía y bienestar de la patria, sino que a su vez ponía a prueba la
propia capacidad del Gobierno Popular, el destino de la nación, la vida o
la muerte de la nueva China que se levantaba orgullosa sobre la base de
un régimen popular en que participaban todas las clases, todos los hijos,
todos los partidos, todas las ramas de la economía en una sola voluntad de
triunfo.

Manuel Zapata Olivella


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Las masas comenzaron a despertar las milenarias reservas de energías
dormidas en su seno por la incuria, la avaricia y la traición de las antiguas clases
gobernantes. Se puso en movimiento la tradicional sabiduría e invención del
genio chino y novedosas y revolucionarias iniciativas florecieron en donde
quiera que el proyecto se llevaba a la práctica. Se centuplicó el heroísmo y el
amor a la patria que ya había dado sus más hermosos frutos durante la guerra
contra el invasor imperialista. Aquel florecer del ímpetu popular se debía
a que el pueblo había sacudido la vieja fisonomía de China, en cuya lucha
había movilizado no solo todos los recursos humanos, sino también toda
su vieja laboriosidad. La sólida estructura de un pueblo que por milenios
había sobrellevado la carga de dinastías parásitas, de mandarines viciosos y
señores de la guerra que nunca marcaron una ruta de progreso y que, por el
contrario, lo inducían a la intoxicación del opio y la destrucción por guerras
civiles, había necesitado de un ideal creador y revolucionario que como el
de la Nueva Democracia Popular tuviera por fundamento la comunidad
de intereses en una nueva sociedad después de abatir lo anacrónico de la
explotación semifeudal y la opresión extranjera. Solo así se pudo realizar el
milagro de despertar todas las fuerzas vivas del país.
Durante el primer año de labores en el que la consigna central era
hacer realidad el lema: «Menos daños con abundantes lluvias; ningún daño
con lluvias escasas» se procedió a construir en lo alto del río una represa y
pequeños reservorios que los campesinos tomaron con gran iniciativa por
cuanto constituían una defensa inmediata a sus propias cosechas. 2.500.000
campesinos y 50.000 obreros, en su mayoría calificados, acudieron de todo
el país a realizar el plan propuesto y al cabo de un año y unos meses tras de
vencer toda clase de obstáculos y dificultades, el esfuerzo se coronó con la
realización de 80.000.000 de jornadas continuas o en las que se realizaron
2.181 kilómetros de construcción, 861 kilómetros dragados, 3 gigantescos
muros de contención, 12 estanques de reservas de agua y 119 tuberías y
exclusas. Como consecuencia de este primer año de labores la producción
agrícola en una sola provincia superó en 1.650.000 toneladas de cereales
la producción de 1950. La primera parte del proyecto había sido realizada
victoriosamente.
El segundo objetivo del proyecto fue la construcción de la represa
distribuidora de regadío en Junhochi en el norte de Anhui. Se trataba de

China, 6 a.m.
93
una gigantesca y compleja obra que puso a prueba la iniciativa y el poder
creador del pueblo. Toda la nación estuvo pendiente del desarrollo de los
trabajos venciendo a la naturaleza que parecía oponer a cada paso nuevos
obstáculos a la tarea de dominio del hombre. De los campesinos y obreros
surgían nuevos trabajadores modelos que realzaban exitosamente el
entusiasmo y las labores.
El Ejército de Liberación también se fundió con los trabajadores
convirtiendo sus nuevas tareas en campo de batalla. Después de recibir tres
meses de estudios especiales, los soldados iniciaron por sí solos sus tareas
combinando la estrategia y la bravura demostrada en la guerra en su nuevo
frente de lucha. Su lema era: «Las jornadas de trabajo son como las batallas
que solo se suspenden cuando se terminan». Durante la época de intensas
lluvias de junio a julio, los trabajos corrieron el riesgo de ser paralizados y
lo que era más grave, comenzaron a peligrar las obras realizadas. Se activó
el trabajo colectivo y día y noche, bajo la inclemencia de las lluvias, la
voluntad de hierro de los trabajadores estuvo enfrentada a los elementos.
En los momentos más críticos, el comando de los trabajos lanzó el 1.° de
julio una consigna de emulación socialista para la feliz realización de las
tareas como un homenaje al 30.° aniversario de la fundación del Partido
Comunista de China. El entusiasmo y el heroísmo popular se elevaron
a nuevos y sostenidos niveles de sobretrabajo, pero también las aguas
comenzaron a helarse por el invierno, amenazando de suspender las
obras de dragado. Entonces fue cuando una muchacha remangándose las
faldas, con las piernas desnudas, se introdujo en el río helado y con su
pico continuó su tarea venciendo las dolencias del frío. Pronto la brigada
de zapadoras que le acompañaban imitó el gesto heroico de la camarada
y los trabajos continuaron ininterrumpidamente pese a que el río estaba
prácticamente helado. Aquella muchacha fue señalada como heroína del
trabajo, se llamaba Ku-Tso-Lang y su ejemplo pronto sirvió de inspiración
a los poetas y pintores.
Al finalizar el tercer año de labor, cinco millones de trabajadores, de
los cuales la mayoría eran voluntarios, habían realizado más del 40% del
proyecto general. Más de 3.500 kilómetros de río se habían hecho navegables.
Solo en la ciudad de Shanghái se habían concentrado 120 fábricas cuya
producción de láminas de acero se destinaba para la construcción de una

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sola obra del proyecto. En la provincia de Anhui se transportaron un
millón de toneladas de mercancías, alcanzando la movilización total en las
diferentes obras la suma de 150 millones de toneladas. La cantidad de tierra
que se ha movilizado en la demolición de montañas, dragados de ríos y
ciénagas había sumado hasta el día de nuestra visita la fantástica suma de
trescientos millones de metros cúbicos. Si con ellos se hubiese construido
una muralla de un metro de alto por uno de ancho, había dado cinco veces
y media la vuelta alrededor de la tierra por la línea ecuatorial.
Es así como este pueblo maravilloso ha sabido domar a uno de los ríos
más grandes del mundo y transformarlo de objeto de muerte y desolación
en fuente de economía pacífica.
—Nos trazamos tareas grandes porque construimos para hacer
grande a la humanidad y no para destruirla, dijo un soldado del Ejército
de Liberación condecorado con la medalla de Trabajador Modelo a los
cientos de delegados de la Paz que contemplábamos las aguas del río Huai
deslizándose mansamente por su cauce dragado.

UNA MAÑANA EN LA NUEVA CHINA

La mañana estaba lluviosa. Los campesinos caminaban en grupos


por las estrechas calles de la aldea, llevando en balancines que apoyaban
sobre sus hombros los frutos de la última cosecha. Bajo el peso de la carga
apresuraban el paso como olvidados por un instante de su ecuanimidad
tradicional. La abundante cosecha se apiñaba en los puestos de venta de
hortalizas, en las tienduchas que parecían pequeños bazares dando alegría
y movimiento a la villa de Hofei. Los trajes oscuros de las mujeres, abierta
la falda en ambos lados, dejaban ver las piernas rollizas de las campesinas.
En la puerta de las casas los abuelos jugaban con los nietos como si los
últimos años de su vida estuvieran reservados solo para acariciar a los
perpetuadores de su descendencia. Los niños correteaban bajo la vigilancia

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de aquellos ojos cariñosos mostrando sus nalguitas rosadas a través de la
abertura de sus vestidos que les dejaban en plena libertad de satisfacer sus
necesidades.
En la noche anterior, también bajo la lluvia, fuimos recibidos por la
población de Hofei. Multitud de jóvenes con sus trajes de seda, redoblando
sus timbales y platillos, danzaban y cantaban al son de sus propias
canciones. Rojos faroles en forma de estrellas vibraban sobre sus cabezas,
entremezclados con cientos de palomitas blancas de papel. Esos niños y
esa juventud nos sacaron casi en hombros de los vagones del ferrocarril y
a través de las calles, en ambos lados de las aceras, toda la población nos
abrió sitio de honor acompañándonos con sus aplausos y sus interminables
salutaciones a la paz. El tren se había retardado cerca de dos horas y aquella
gente que desde por la mañana se había dispuesto a recibirnos, no había
vuelto a sus casas todavía en la madrugada cuando arribamos a Hofei.
El mismo delirio volvió a resucitar espontáneamente en los campesinos
cuando observaron nuestra partida hacia las obras de Fusi-Ling, sobre el
río Pi, uno de los afluentes del Huai. Apenas si reconocíamos en aquel
pueblecito tranquilo con sus casas de paja y callejuelas estrechas la misma
población que inundada de faroles y cadenetas mostró la noche anterior la
efervescencia de una gran ciudad. Los grandes buses se movilizaron con
dificultad por entre las calles estrechas, reducidas aún más por la afluencia
de los grupos de personas que habían acudido a despedirnos con sus
ramilletes de flores y sus palabras cordiales.
La lluvia había mojado las calles y las llantas patinaban en el barro.
Al fin logramos tomar las afueras de la ciudad y el poblado quedó a la
distancia mostrándonos sus tejados azules.
El mosaico de las pequeñas parcelas de los campos de China se abrió
a nuestra vista. Ligeras colinas se levantaban a lo largo de la ruta y sobre
sus costados en rectángulos superpuestos, siguiendo el declive de la
pendiente, los cultivos de arroz se escalonaban desde nuestros pies hasta
lo hondo del horizonte. Cuidadoso empeño ponían los campesinos en
levantar pequeños muros de barro en torno a sus parcelas, logrando así
que el agua derivada de los sistemas de irrigación del Huai se empozara
en ellas permitiendo la humedad necesaria a los cultivos de arroz. Con

Manuel Zapata Olivella


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este ingenioso y antiquísimo procedimiento lograban no solo detener el
agua, sino evitar la erosión del terreno para que las tierras se conservaran
fértiles año tras año. Los resultados del reparto igualitario de la tierra que
había realizado la reforma agraria se revelaban en aquellos rectángulos
separados por los muros de barro, diferentes en la geometría, pero iguales
en la extensión.
A mediados de noviembre las matas apenas emergían del suelo
anegado para dar su color verde claro al paisaje. No era la época de los
mayores cuidados a los cultivos y por eso solo encontrábamos a uno que
otro campesino en medio de ellos. Por lo regular eran jovenzuelos que
cabalgaban los lomos amplios de los carabaos. Mansamente las bestias
inclinaban la cabeza hacia adelante obligadas por el peso de su larga
cornamenta y, como si hubieran aprendido la paciencia y perseverancia de
los agricultores chinos, medían la distancia con sus pasos lentos. Su piel,
depilada y reluciente, recordaba las cosas pulidas por el tiempo. A pesar de
su aparente fealdad, la gracia de sus movimientos hermoseaba su serenidad
que les había hecho seres privilegiados en las viejas religiones orientales de
templanza y paz.
El retumbar de los motores sacudía la tranquilidad de las pequeñas
aldeas. Las ancianas salían a las puertas con sus nietos a los que no permitían
alejarse un solo instante de su regazo. Sus cabellos recogidos en largas
trenzas dejaban al descubierto sus amplias frentes con las cejas blancas
por los años. Mientras tejían en silencio, sus ojitos esquivos de campesinas
observaban a los jóvenes que alocadamente corrían hasta casi tocarnos con
sus manos. Nuestra caravana de vehículos por aquellos apartados caminos
se había convertido en una verdadera peregrinación. Por muy aisladas
que estuvieran las aldeas, los campesinos demostraban estar enterados de
quienes éramos por sus voces vivando a la paz.

China, 6 a.m.
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EL JOVEN DE LOS CRISANTEMOS

Como alguien llamara la atención a uno de los intérpretes acerca


de los pocos varones que aparecían en las aldeas, el aludido, después de
consultarlo con los dirigentes de la excursión de aquella localidad, nos
informó:
—Mientras llega la época de la recolección del arroz maduro, los varones,
igual que las muchachas, se han sumado a los trabajos de construcción de
la gran represa de Fusi-Ling.
Efectivamente, no solo echábamos de menos a los varones, sino también
a las mujeres jóvenes. Tan solo los ancianos o algunos niños cuidaban de
los cultivos. Estos últimos, de pie sobre las ancas de los carabaos, solían
gritarnos quién sabe qué saludos en sus delirantes voces. En una aldea nos
detuvimos a tomar alimento y nos apeamos en una vieja casa que debió
pertenecer a algún terrateniente y que entonces estaba destinada a una
escuela. Los amplios salones tenían la arquitectura de las construcciones
coloniales españolas. Alineados contra la pared, los estudiantes uniformados
nos daban presentes de flores de todos los colores y calurosos apretones de
mano. Preferían callar y sonreír o se limitaban a expresar su incomprensión
con sus ojos abiertos cuando les decíamos palabras en nuestros idiomas.
Los mismos estudiantes nos atendieron en una mesa improvisada. Los
retratos de los dirigentes de la nación guindaban de las paredes adornados
con palomitas de papel.
Un joven escolar de unos quince años tomó la palabra para decirnos
brevemente:
—Nos sentimos orgullosos de haber recibido vuestra visita; que
vuestra decisión de paz obtenga abundantes frutos en la lucha común de
los pueblos contra la guerra.
Más tarde, ese mismo joven me mostró varios injertos de crisantemos
verificados en el curso de historia natural que adelantaban en la escuela.
En una misma maceta había flores de variados colores, pero prendidas

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todas de un solo tallo. Mientras las acariciaba, dijo con voz risueña al
intérprete:
—Las flores viven en paz en una estrecha maceta. Los pueblos del
mundo que también tienen un tronco común podremos vivir y viviremos
en paz cualesquiera sean nuestras diferencias.
Por largo tiempo me quedé en silencio sin saber qué admirar más
en aquel pionero de la nueva China, si la sabiduría de sus palabras o el
entusiasmo con que hablaba por la paz. Deduje que debía ser un estudiante
modelo al habérsele concedido el honor de dirigirnos la palabra. Cuando
lo perdí de vista en medio del agasajo y la contagiosa efervescencia de los
escolares que nos había contaminado, pregunté a uno de los profesores
sobre el joven de los crisantemos.
—Es nuestro mejor alumno de lenguas. Habla perfectamente el inglés
y el francés.
—Entonces —le repliqué— ¿por qué necesitó de un intérprete para
hablar conmigo?
—Porque conoce sus deberes y no quiso interrumpir la labor de
traducción que se le ha señalado a los intérpretes que acompañan a ustedes.
Entonces reconocí otras virtudes del estudiante ejemplar: su modestia
y su sentido de la responsabilidad.

LOS SOLDADOS RETORNAN AL CAMPO

A medida que nos acercábamos a las márgenes del río Pi, la topografía
de la llanura con ligeras colinas se fue transformando en las empinadas
estribaciones de una sierra. La vegetación era abundante y salvaje. Los

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trabajos se realizaban en el pleno corazón de la montaña, muy lejos de
los sitios que se beneficiarían con el gran receptáculo de agua que se
construía. Nos tocó cruzar el vado de un río, posiblemente el Pi, y desde el
bus contemplé el paso lento de una gigantesca balsa excesivamente cargada
que subía la corriente. En el extremo de una cuerda de muchos metros
de largo una hilera de campesinos semidesnudos doblegaban sus espaldas
tirando de la balsa. En su gran esfuerzo curvábanse casi a ras del agua, que
apenas llegaba a sus rodillas. Detrás de la balsa otros hombres sumaban
sus brazos y parsimoniosamente la pesada carga ascendía el curso del río.
Era el tributo de fe y heroísmo de los campesinos que con solo sus fuerzas
físicas construían la gran hazaña del río Huai.
La lluvia había arreciado y los campesinos en medio de la carretera
conducían sus productos hacia el mismo destino de nuestros buses. Se
protegían del agua con sombrillas de papel de hermosos colores o bien
con sombreros de palmas en torno al cuello como los que acostumbran los
indios mexicanos, hecho que recordaba el común origen de estos pueblos.
Algunos soldados conducían grandes rebaños de ocas que al mirar los
extraños buses levantaban conjuntamente sus largos cuellos como espigas
blancas. Solo suspendían sus graznidos cuando dejados atrás oían las
voces conocidas de los soldados apaciguándolos. Nos sorprendieron estas
unidades del Ejército de Liberación, victoriosas en tantas hazañas heroicas,
convertidas entonces en simples criadoras de gansos. No adivinábamos que
ese Ejército de Liberación fundamentaba el éxito de sus triunfos y estrategia
precisamente porque estaba constituido por obreros y campesinos que solo
la necesidad de la lucha armada logró arrancarlos de sus menesteres de
pacíficos productores. Pero el campamento de trabajo de Fusi-Ling, allí
cercano, nos daría nuevas sorpresas de la calidad de estos nuevos soldados
en la construcción pacífica.
Bajo la lluvia copiosa, los obreros, campesinos y soldados nos esperaban
en medio de las calles, con sus danzas y canciones. El primer bus despertó
una aclamación cuando los obreros en lo más alto de las construcciones, a
más de cien metros sobre la montaña, lograron descubrirlo. Desde entonces
sonaron las sirenas, los martillos sobre los yunques, las palas contra las
piedras y los redobles sobre los timbales hasta mucho después que todos
los buses, cerca de siete, recorrieron los espacios reservados por entre las

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100
carpas y los laboratorios de campaña. Algunas brigadas del Ejército de
Liberación suspendieron por un momento el acarreo de arena para darnos
la bienvenida y después como si sus músculos hubieran centuplicado sus
fuerzas arrancaban con sus palas más tierra y la arrojaban más lejos en su
tarea de demoler la montaña. Las muchachas con sus trenzas sujetas por
lazos rojos, vestidas de hombre o con el uniforme del ejército, abrían paso
levantando sus puños bajo la lluvia con un ardoroso deseo de manifestamos
su regocijo porque los delegados de la Paz hubieran llegado hasta sus
barricadas en aquella mañana.

DEMOLIENDO LA MONTAÑA

Se desvanecía la oscuridad en el campamento cuando fui despertado


por unas voces que entonaban canciones con las primeras luces de la mañana.
Creí que soñaba que, pegado a la tierra de China, toda ella se estremecía en un
vigoroso himno a la vida. Después reparé que aquella melodía hería por vez
primera mis oídos. Asomé un poco la cabeza fuera de las cobijas y entonces
oí plenamente el coro que a muy pocos pasos donde me encontraba saludaba
la mañana. En la pieza del campamento en que me había tocado pasar la
noche, otros siete delegados dormían. Un sueño profundo los embargaba
y recordando la larga jornada del día anterior, no quise importunar su
descanso. Me asomé a la ventana y contemplé el paisaje a través de la lluvia.
Las altas colinas se perdían bajo la bruma, pero el gorjeo de los pájaros las
denunciaba muy altas. Reparé en el canto de las aves para identificarlo con
alguno conocido por mí en la fauna americana, más a mis oídos llegaba una
suma de tonos melodiosos imposibles de diferenciar. Sin embargo, habría
jurado que una parvada de guacharacas sostenían un escandaloso palique
en lo más alto de la cumbre y muy cerca, tal vez sobre el techo pajizo de la
habitación, una pareja de gorriones se quejaba del intenso frío.

China, 6 a.m.
101
Volví a poner atención a las voces y comprendí que un coro ensayaba.
Ya algunos grupos de trabajadores platicaban frente a las puertas de sus
respectivos dormitorios o cargaban depósitos de agua de un lugar a
otro. Una columna de humo se desprendía de un alar y la lumbre muy
viva lograba reflejar sus destellos dentro de la habitación vecina. Como
la lluvia de los días anteriores y el paso continuo de los soldados había
formado lodo sobre el piso, caminé bastante ceñido contra la pared
de las habitaciones. Al cruzar una callejuela cayeron sobre mi cabeza
descubierta, algunas gotas de agua y sentí su frialdad sobre mi rostro y
hombros como un gesto amigo de la naturaleza.
Me introduje, por una puerta que encontré abierta, al interior de la
barraca de donde salían las voces. Descubrí un grupo de seis jóvenes, dos
de ellos mujeres, sentados en cuclillas sobre bancos y cajones.
Una de las muchachas mostraba con un pedazo de tiza las notas
musicales escritas sobre una pizarra y a cada señal suya el grupo de
compañeros entonaba la melodía de la canción. Pude repararlos por
algún tiempo sin que advirtieran mi presencia. Fue uno de los varones,
pequeño y vivaraz, quien logró divisarme de primero en el marco de la
puerta. Se sonrió como para darme un saludo y sin interrumpir prosiguió
el canto sostenido por los demás. Cuando hicieron una pausa, antes de
que la muchacha que dirigía volviera dar la orden de continuar, me saludó
con voz timbrada. Al instante todas sus miradas convergieron sobre mí.
El joven que me había saludado tomó una taza y llenándola de té caliente
me la extendió en señal de acogimiento. Ninguno de ellos hablaba un
idioma que yo entendiera y nuestra comunicación se hizo a través de
los gestos. Solicité que continuaran el canto y sin hacerse de rogar lo
reiniciaron. Se trataba de una canción popular, llena de dulzura, pero que
a la vez tenía, como la mayoría de las canciones chinas que había oído, un
aliento marcial y optimista. Esa misma exaltación caracterizaba todas las
manifestaciones artísticas de la nueva China.
Cuando dieron por terminada la canción, siempre manifestándome
su alegría por mi presencia con sus miradas o estrechándome las manos
comenzaron a dar lectura a un folleto. Primero leyó por varios minutos el
joven pequeño y luego ordenó a un camarada que hiciera otro tanto. Era
este muy alto y se llevaba hasta muy cerca de los ojos el folleto, sujetándolo

Manuel Zapata Olivella


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fuertemente con ambas manos. Comprendí que era un campesino que
comenzaba a leer de corrido. De nuevo el joven pequeño designó a una
de las muchachas para que prosiguiera la lectura. Evidentemente aquel era
el dirigente del grupo, aun cuando momentos antes siguió disciplinado
las órdenes de la directora de canto. Así se fueron turnando hasta que
leyeron todos. Solicité el folleto, pero no pude descifrar en sus ideogramas
el contenido del mismo y por un instante salí de la habitación a buscar un
intérprete. Al regresar con él, supe que habían ensayado una nueva canción
que aludía a la amistad chino-soviética que se conmemoraba en ese mes
de noviembre y que el folleto leído era el texto de las resoluciones de la
Conferencia de Paz de los Pueblos del Asia y del Pacífico.
—Hemos estado atentos a vuestras deliberaciones y ahora nos
disponemos a cumplirlas, —me hizo saber el joven de estatura pequeña que
resultó ser un obrero calificado en el manejo de máquinas perforadoras.
Pregunté si aquel ensayo y estudio era algo ocasional y entonces me
respondió:
—Hemos organizado por nuestra propia cuenta este grupo de estudio.
Pertenecemos a una agrupación de amistad chino-soviética. Aquí hay
muchas organizaciones por el estilo que actúan independientemente unas
de otras.
—¿Cuál es el objeto de esas asociaciones? —pregunté.
—Mejorar nuestro trabajo y atender mejor el sentido de nuestra nueva
vida. —Hablaba fluidamente, casi sin meditar en sus palabras. Los demás,
sentados o de pie, denotaban el interés por nuestra charla en la atención
que ponían a las preguntas y respuestas que cambiaban el intérprete y su
compañero.
—Antes nuestra vida carecía de objeto —prosiguió contándome— pues
el trabajo lejos de estimularnos hacía más amarga la existencia. Nuestros
antiguos patrones nos obligaban a recibir trato de esclavos. Ni siquiera
podíamos mirarles a la cara ni vacilar en obedecer sus órdenes. Ahora
todo es diferente. Gozamos de libertad, de atenciones médicas y podemos
alimentarnos. Trabajamos con fervor porque sabemos que lo hacernos por
nuestro propio bienestar y por el de las generaciones futuras.

China, 6 a.m.
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El intérprete tuvo que solicitar al obrero que pusiera de vez en cuando
pausa en su discurso para traducirme los apuntes que tomaba con gran
dificultad por la forma rápida en que aquel se expresaba. No obstante, el
calor de sus frases no lograba perderse en los cambios de la traducción.
Me habría gustado entender directamente el idioma de aquel hombre para
gozar de la palabra emocionada con que entusiasmaba a sus compañeros
oyentes.
—Ahora no somos simples unidades de obediencia ciega —proseguía
traduciéndome el intérprete al inglés—, sino que discutimos los aspectos
fundamentales de nuestro trabajo con los responsables del mismo.
Mientras estamos metidos aquí en la montaña sabemos que nuestros hijos
y familiares son bien atendidos en la ciudad. Con frecuencia recibimos
sus cartas y sus visitas. A propósito de cualquier rasguño tenemos los
cuidados de nuestros camaradas los médicos y todos los días, a medida que
realizamos las tareas con éxito, sentimos un gran orgullo de cuanto vemos
levantarse ante nuestros propios ojos.
Sonó una sirena y los obreros me manifestaron que partirían a tomar
el desayuno. Grandes grupos de trabajadores brotaban de todas partes
inundando los contornos. Era difícil distinguir entre los soldados del
Ejército de Liberación y el resto de campesinos y obreros, pues todos estaban
uniformados, aun cuando los colores de sus vestidos eran diferentes. A
lo lejos ya se oía el rechinar de las máquinas que no dejaron de martillar
durante toda la noche. Un altoparlante entonaba canciones populares
inspiradas por las hazañas del pueblo chino en las obras del río Huai en
los años anteriores o la de los voluntarios populares chinos en el frente
de Corea. Las mujeres cruzaban frente a mí; llevando en sus hombros los
aparatos de perforación a presión con sus gorras y gruesos pantalones de
dril. Una gran camaradería las unía a sus compañeros y a lo largo de la ruta
hacia el trabajo, se alzaban juntas sus voces entonando canciones o corrían
con juvenil entusiasmo. Muchos de ellos se habían casado allí mismo o las
esposas habían venido a unirse a sus maridos en las faenas. Gran parte de
los trabajadores eran campesinos voluntarios que se agregaban a prestar sus
servicios después de que el cupo básico de obreros había sido copado. En
estas formas demostraban que entendían claramente que la construcción
de la represa de Fusi-Ling concernía en primer lugar a ellos que eran los

Manuel Zapata Olivella


104
beneficiados contra las inundaciones y con la irrigación permanente de sus
cultivos.
Esa mañana expusieron a los delegados las maquetas topográficas de
la región en que nos encontrábamos. Pudimos entonces darnos cuenta de
la magnitud de la construcción que se desarrollaba ante nuestros ojos. Se
eliminaría toda una montaña para que el lugar que ocupaba sirviera de
lecho a la represa. Luego se desviaría el río de su antiguo lecho hacia un
gigantesco depósito de 23 kilómetros cuadrados que formarían las cuencas
de las montañas, cuando un dique de arco múltiple cerrara el círculo
que pudiera acumular 500 millones de metros cúbicos de agua. El dique
tendría una altura de 70 metros por 516 de longitud. El 32% de las aguas
acumuladas se destinarían a irrigar 33.000 hectáreas de tierras arables y un
generador produciría 8 mil kilovatios de energía eléctrica.
El valor de estas cifras se nos reveló cuando presenciamos la enorme
colina que estaba siendo demolida y los soportes de los arcos que formarían
el dique. Millares de campesinos descendían a lo hondo de las excavaciones
de setenta metros de profundidad y regresaban a la superficie con canastas
llenas de tierra que colgaban de balancines sobre sus hombros. Aquella labor
parecía que no iría a terminar nunca con tan rústico procedimiento. No
pensaban igual los héroes que día y noche, bajo la inclemencia del sol y de las
lluvias, reunidos en una cadena de millares de acarreadores, cumplían con
alegre canto las jornadas que se habían impuesto. Al lado de la labor rústica
trabajaban también las dragas de confección china sumando su esfuerzo
mecánico a la labor física del hombre. En aquella gigantesca empresa las
máquinas prestaban a cabalidad su servicio de ayudar al hombre en su
trabajo. No había esa aparente oposición entre el maquinismo y el hombre,
sino la identidad en los propósitos cuando el interés común de los hombres
doblega a su servicio sus propios instrumentos y la naturaleza.
Los campesinos pasaban infatigablemente de mano en mano las canastas
llenas de tierra desde lo hondo a lo más alto de la cumbre. Veinte puños
levantaban el pisón sostenido por cuerdas como radios de una llanta y los
mismos veinte puños con el común esfuerzo lo hacían caer con más ímpetu
para apisonar la tierra. Y este milenario método adquiría toda su eficacia entre
estos modernos obreros que realzaban el trabajo con el empeño colectivo. No
solo en esto se advertía la productividad del esfuerzo común, sino en la vida

China, 6 a.m.
105
que hacían al concentrarse en el sitio de faena. Las tiendas de campaña para
dormir, la cocina, el estudio y el regocijo se compartían colectivamente. Esa
misma cuerda que sujetaba la cadena de cuerpos en las laderas empinadas
también unía espiritualmente a todos los ánimos:
—Sabemos que si logramos subir una carga más desde el abismo a la
cúspide con ello logramos que la patria ascienda un nuevo escalón, —nos
manifestó una mujer que llevaba sobre sus hombros un balancín con sus
canastas vacías y como para demostramos la verdad de cuanto nos decía,
pronto se despidió con una sonrisa, incorporándose de nuevo a la hilera de
acarreadores que también unían sus canciones en un solo canto. Después
no la pudimos distinguir más entre los miles de obreros atareados en
remover aquella montaña con las manos.

BALLET PARA EL DESCANSO

Las luces eléctricas se habían encendido sobre las obras en


construcción. El calor de las labores continuaba igual como en las primeras
horas de la mañana. Apenas disminuía al ser reemplazadas unas brigadas
por otras, pero muy pronto el ritmo alegre y sostenido de la emulación se
normalizaba a todo lo largo de los variados frentes de trabajo. En la tarde
una gran animación se prendió en los alrededores de los campamentos.
Grupos de parejas danzaban al son de sus instrumentos típicos ejecutados
por los mismos trabajadores; se empeñaban en reñidos encuentros de foot-
ball o bañaban ágiles los cuerpos en las aguas poco profundas del río Pi.
Las unidades en descanso del Ejército de Liberación cantaban o en grandes
círculos se dedicaban a los juegos chinos, llenos de graciosos gestos.
En la noche fuimos invitados a presenciar una función de ballet
presentada por los mismos soldados. Miles de unidades del Ejército

Manuel Zapata Olivella


106
inundaban el amplio teatro de paja construido para los trabajadores.
Cuando los delegados penetramos al recinto, una gran ovación tremoló
con delirio y se sostuvo hasta cuando el último de nosotros tomó asiento
en la tribuna de honor. Un conjunto de más de cincuenta voces entonó la
canción de los voluntarios populares chinos y en los rostros de los soldados
se dibujó una sombra por los hermanos que rendían su vida en defensa de
la patria, pero no bien terminó el coro, pusiéronse de pie y con sostenidos
hurras aclamaron la amistad entre los pueblos de la República Popular de
Corea y la nueva China.
La obra presentada fue una alegoría a los trabajos realizados por el pueblo
en las construcciones del río Huai. En procesiones los campesinos y obreros
marchaban por los caminos a engrosar el gran ejército de trabajadores que
oponían sus pechos a las inundaciones. Los estudiantes, los médicos, los
ingenieros, los artistas y los dirigentes comunistas se sumaban a la gigantesca
construcción que poco a poco iba transformando las desoladas márgenes en
campos fructíferos. Un nuevo clima de paz y trabajo se cernía en los campos
y las fábricas y toda aquella vendimia de frutos se centuplicaba cuando los
combatientes de la paz paralizaban la acción destructora de los genios de
la guerra. La obra terminó con una danza triunfal de los delegados de la
Conferencia de la Paz de las regiones del Asia y del Pacífico difundiendo por
el mundo sus nuevos mensajes sobre las alas de cientos de palomas blancas
que volaron en el cerrado espacio del teatro sobre los aplausos y la música
retumbante de los timbales y de los himnos.
Abrigados de impermeables, pues la lluvia no cesaba de caer, nos
retiramos a las silenciosas habitaciones de los campamentos. Antes de
quedarse dormidos; por mucho tiempo mis compañeros estuvieron
cambiando impresiones de cuanto habían visto en aquel día. Inútilmente
quise conciliar el sueño. Mi mente bullía por mil recuerdos y apenas
conseguía dar vueltas en la cama. Me levanté y me asomé a la ventana. La
noche estaba oscura y la lluvia abundante no dejaba asomar ni un lucero
en el firmamento. Por el alar de la casa caía un torrente de agua y más
lejos se oía el rumor de las cañadas rebosantes. En el fondo iluminado,
como un himno que no conocía la tregua, se escuchaba el canto de los
trabajadores durante toda la noche como una fuerza que por sí sola era
capaz de movilizar la montaña.

China, 6 a.m.
107
RETORNO DEL SOLDADO A SHANGHÁI

En la mañana llegó el tren a las márgenes del Yangtsé Kiang. Sin


embargo, el grupo de delegados no nos dimos cuenta de ello sino cuando
nuestro vagón estaba en mitad de la turbulenta corriente.
—Estamos cruzando el Yangtsé nos dijo el camarada Tsui mientras
sus ojos pequeños y brillantes se asomaban a la ventanilla del tren para
contemplar las aguas turbias por el sedimento. La emoción de aquel cruce
sobre el río milenario nos hizo saltar de nuestras camas, levantar las
cortinas, correr por los pasillos, preguntar y mirar el espectáculo. Si por
sí sola era de admirar la impetuosidad de la corriente, vigorosa y cargada
de oleaje como un mar embravecido, más fue para nosotros descubrir que
cruzábamos en el mismo vagón del tren, sobre un barco, la gran extensión
del río cuyas riberas se perdían en la bruma del horizonte.
—¡Con nosotros viene la locomotora y el resto de los carros!
—¡Solo así podría cruzarse este río pues un puente sería demasiado
largo!
—¡Cómo son de turbulentas las aguas!
A cada momento brotaban las exclamaciones de mis compañeros
asomados a las ventanillas. Los amigos intérpretes respondían a nuestras
preguntas y de vez en cuando se remitían al camarada Tsui demandando
alguna información que desconocían para respondernos. Pero esa mañana
el camarada Tsui reflejaba una rara inquietud. Desde que nos acompañara
como responsable del grupo de delegados que habíamos traducido los
documentos de la conferencia del inglés al español, demostró extraordinario
interés en hablarnos ampliamente sobre las cosas que llamaban nuestra
atención en el largo viaje que habíamos emprendido desde Pekín hacia
todo el nordeste de China. Pero cuando nuestro tren tornó hacia el sur
en busca de Shanghái, noté que su espíritu cambiaba, tornándose un poco
introspectivo. Ya conocíamos algunos antecedentes de su vida pasada
como comandante de un batallón del Ejército de Liberación, combatiendo

Manuel Zapata Olivella


108
por muchos años en diferentes partes de China. Yo atribuía sus ratos de
ensimismamiento a esa dura experiencia militar que le había dejado el
hábito a las reflexiones íntimas.
Aquella mañana, sin embargo, su tendencia al silencio era más
acentuada que nunca. Inquieto por su extraña actitud me le acerqué en son
de confidencias.
—Camarada Tsui —le dije en voz baja— hace días que lo noto muy
triste, ¿se siente usted enfermo?
Me miró sorprendido por mi pregunta y cambió de inmediato
su semblante por una sonrisa que pareció despertarlo de sus hondos
pensamientos.
—No, señor, me encuentro gozando de perfecta salud. Perdóneme si
he dado margen para que se inquietara por mí.
—Hace días que observo su tendencia a la meditación, particularmente
cuando mira por la ventanilla del tren.
—Tiene usted un buen don de observación —me respondió,
volviendo a mirar la corriente como si fuera la primera vez que sus ojos la
contemplaran. Después de una larga pausa, agregó:
—Hoy llegamos a Shanghái, mi ciudad natal. Hace diez años que me
incorporé a las guerrillas. Eran unos tiempos tremendos de los cuales
no quiero acordarme; sin embargo, al mirar estas aguas y estos paisajes
conocidos por mí bajo la opresión del Kuomintang, vuelven a mi memoria
tantos recuerdos desagradables que no puedo menos que ponerme triste...
Mientras hablaba el camarada Tsui, terminamos de cruzar el río y el
tren volvió a recorrer los campos cultivados que se escalonaban en torno
a las colinas por entre las cuales serpenteaban las paralelas del ferrocarril.
Algunas aldeas aparecían a nuestro paso y los niños desde las puertas de
sus casas levantaban las manos soltando al viento sus adioses; otras veces,
al lado de una aldea vieja, con casas grises y feas, se levantaban las nuevas
edificaciones aún sin terminar. De repente cruzábamos un puente metálico
de reciente confección o largos caños por donde algunos cayucos con velas
atravesaban los extensos cultivos, acercándose tanto a las ventanillas del
tren que podíamos ver su carga de frutos. La mirada del camarada Tsui

China, 6 a.m.
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se enredaba en cada uno de estos detalles, se hundía hasta el horizonte
identificando alguna colina o simplemente se perdía en la extensión
comunicando a su rostro una honda emoción que no le era dado disimular.
La locomotora había penetrado en las primeras barriadas de la
populosa Shanghái. La vida palpitante del pueblo se congestionaba en
torno a los cientos de millares de pequeñas habitaciones, sumadas unas a
otras sin plan ni organización. Habían surgido aquí y allá, urgidas por la
superpoblación y por las callejuelas que se retorcían, cientos de personas
caminaban sin prisa, pero atareadas en múltiples ocupaciones que daban a
las barriadas aspecto de mercados. Mezcladas a las gentes que marchaban
con sus bultos a las espaldas, las rickshaws conducidas por hombres a pie y
las carretas sobrecargadas de las cuales tiraban los caballos incurvándose
sobre la tierra decían de los grandes problemas de acarreos que soportaba
la ciudad. Por mucho tiempo estuvimos recorriendo estos interminables
barrios que, como avanzada de la gran metrópoli salían al paso del tren.
Alegres canciones comenzaron a resonar en el espacio, cadenetas de
variados colores, palomas de papel, música y aplausos rodearon los vagones
del tren cuando penetramos a la gigantesca estación de Shanghái. Hileras
de niños nos saludaban levantando sus ramos de flores con alborozados
gritos a la paz. No bien se detuvo la locomotora, en ordenada carrera
penetraron al interior de los vagones y se trenzaron a nuestros cuellos con
sus ojos brillantes y las sonrisas abiertas. Rodeados de sus cabecitas y con
sus manos ardorosamente unidas a las nuestras, caminamos por entre la
multitud que había acudido a presenciar la llegada de nuestro grupo, el
último de los cientos de delegados que visitaba a Shanghái. Desde el interior
de los automóviles pudimos apreciar a otra ciudad que nada recordaba las
populosas barriadas vistas en sus inmediaciones. Elevados rascacielos,
calles rectas y abarrotadas de almacenes se extendían a uno y otro lado con
sus hermosísimos ideogramas dándonos la bienvenida o anunciando sus
mercaderías. Si no hubiera sido precisamente por esos ideogramas chinos,
Shanghái me habría parecido una ciudad norteamericana como Detroit o
Chicago. Era fácil adivinar que estábamos en el corazón de lo que había
sido el más grande centro de inversión de los imperialistas en China.
En las primeras horas de la mañana nos fuimos compañía del camarada
Tsui a recorrer la ciudad. Una densa bruma cubría el puerto sobre el río

Manuel Zapata Olivella


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Va-sang, en cuya orilla izquierda se levantaba Shanghái, la bulliciosa
ciudad. Los rayos del sol comenzaron a disolver la neblina y pudimos
descubrir una gran cantidad de mástiles con sus velas desplegadas y que
perezosamente subían o bajaban la corriente. Los más grandes remontaban
el río trazando grandes zigzags sobre la corriente, aprovechando un viento
del nordeste que inflaba sus velas. Los más pequeños muy pegados a la
orilla, eran impulsados por palanqueros que corrían de uno a otro extremo
del barco entonando canciones que menguaban el cansancio; en la popa, el
timonel oscilaba un largo remo que hacía las veces de timón al imprimirle
un movimiento de paleta valiéndose de una cuerda. Los ojos del camarada
Tsui reparaban en los barcos como si cada uno de ellos guardara recuerdos
de su infancia. Después, como si ante su mirada se alzara otra visión que
nosotros no podíamos ver, nos dijo:
—Como ustedes aprecian, el puerto está vacío de grandes barcos. Antes
de la liberación y del bloqueo que ahora imponen los países capitalistas
a nuestros puertos, este muelle se hallaba siempre inundado por grandes
barcos de diferentes banderas. Nos traían muy pocas cosas y en cambio se
lo llevaban todo.
El viento trajo un coro de canciones y nos fuimos en su búsqueda. A
lo largo del muelle un centenar de hombres y mujeres cantaban y bailaban
alegremente. Alguien preguntó al camarada Tsui sobre aquellas danzas,
pero por vez primera sus labios no supieron que respondernos. Para
él como para nosotros era extraño aquel baile en el puerto en un día de
trabajo. De repente se oyó un silbato y las parejas se disgregaron recogiendo
precipitadamente algunas prendas de vestir tiradas en el suelo y tras de
cruzar la calle vecina, penetraron alegremente por las puertas de un banco.
Entonces el camarada Tsui nos confirmó lo que habíamos supuesto:
—Ahora comprendo, son los empleados que bailaban y cantaban
mientras llegaba la hora del trabajo.
Más adelante en un jardín, también a la orilla del río, cientos de
gimnastas se entregaban a la práctica de movimientos rítmicos. Los
profesores, casi siempre hombres de edad avanzada, ejecutaban suavemente
algunos gestos sin aparente objeto, como cazando invisibles moscas en el
espacio o ayudando a alguien a subir una escalera. Luego los discípulos

China, 6 a.m.
111
repetían parsimoniosamente aquellos movimientos y todo el jardín parecía
una casa de orates interesados en las mímicas más absurdas. Detrás de un
hermoso huerto oímos algunas voces cantando y muy pronto descubrimos
a varios estudiantes ensayando con un maestro. Nos llamó la atención que
varias mujeres gordas se afanaban igualmente en practicar la gimnasia y
entonces el camarada que había permanecido silencioso comenzó a darnos
algunas explicaciones sobre lo que veíamos:
—Antiguamente solo venían aquí los adinerados a practicar la gimnasia
china. Pero ahora veo que se ha convertido en un parque popular y hasta
me han dado ganas de iniciar un curso de gimnasia ahora mismo.
Las palabras brotaban emocionadas de su pecho y comprendimos
que él se hallaba mucho más extrañado por cuanto veíamos que nosotros
mismos. Pero fue al siguiente día, un domingo, cuando vimos al camarada
Tsui tan conmovido que saltaron temblorosas lágrimas a sus ojos de militar
aguerrido, curtido en mirar de cerca los horrores de la guerra. Habíamos
estado visitando un teatro con capacidad para más de 15.000 personas y no
bien salimos de él cuando nos dijo:
—Antiguamente este fue un stádium para carreras de galgos.
Mientras continuaba explicándonos la transformación del viejo stádium
en un teatro de recreación popular, llegamos a un hermoso parque en donde
fuimos objeto de una inusitada aclamación por el público. Madres y padres
paseaban a sus chicuelos por las avenidas, rodeadas de flores y estanques.
En el centro millares de niños jugaban en columpios, deslizadores, tiovivos
y demás juegos infantiles. La chiquillada subía y bajaba en una ola de risas
y gritos. Los mayorcitos al advertir la presencia de los delegados se botaron
a nuestro encuentro y ya apretándonos las manos, ora solicitándonos
autógrafos o preguntándonos lo incomprensible en su idioma cantarino,
prácticamente nos impedían dar un paso. Una y mil veces repetían en coro
sus vivas a la paz y en medio de aquel júbilo hubimos de confundirnos con
su alegría avasalladora. Entonces fue cuando reparamos que el camarada
Tsui se había apartado un poco y disimuladamente se borraba unas lágrimas
del rostro. Junto con una amiga española me acerqué a él para compartir la
honda felicidad que lo embargaba y cogiéndonos las manos, tras de hacer
un gran esfuerzo por serenarse, nos confesó:

Manuel Zapata Olivella


112
—Y pensar que cuando niño nunca pude asomarme a este parque que
era un hipódromo inglés y ahora, al retornar después de haber dejado a la
ciudad bajo la horrorosa férula de los imperialistas, tener el gusto de ver
a los niños reír y gozar en estos jardines ayer prohibidos para la infancia.
La algazara de los pequeños en pos de nosotros rompió la confidencia
del soldado y para sentirse más seguro de sus nervios, se agachó igual que
nosotros y levantó en sus brazos fuertes a una criatura y la besó varias veces
en la mejilla.

HUÉSPEDES DE UNA NUEVA VIDA

—Antes no había futuro para mí, pero ahora lo tengo y viene pronto
—fueron las palabras con que aquella mujer trigueña, de ojos negros y
mirada inteligente, terminó el trágico relato de su prostitución.
La historia se remontaba a los diez años, ahora tenía 22, cuando sus
padres la llevaron del campo a Shanghái para entregarla a una familia
acomodada, pues ellos no tenían cómo alimentarla. Tres años después era
violada por el “honorable” padre de familia que se había hecho cargo de
su crianza en calidad de sirvienta. Como no lograra hacerla ceder a sus
pretensiones durante los dos años que siguieron a su violación, optó por
venderla a un prostíbulo donde, a pesar de todos los esfuerzos que hizo por
comprar su libertad, debió venderse durante cinco años y posiblemente
hasta el resto de su vida, si la revolución no hubiera triunfado sobre los
feudales que mantenían a China bajo la opresión.
Cuando terminó su relato con gran altivez, segura de que si su cuerpo
se había manchado no había sido por su culpa, los directores del instituto
para reformar a las antiguas prostitutas permitieron que aquella mujer nos

China, 6 a.m.
113
acompañara en la visita al establecimiento. En primer lugar, llegamos a la
guardería de los hijos de las madres allí recluidas. Una veintena de chiquitines
jugaban en sus mesitas, rodeados de juguetes y de los cuidados de las
tutoras, antiguas rameras que ahora velaban por la salud de los niños de sus
compañeras como si fueran sus propios hijos. Al penetrar a su guardería los
pequeños se mostraron asombrados de nuestra visita y con sus ojos inocentes
nos miraban sin comprender la presencia de tantos rostros extraños.
Un año después de tomar el poder, en 1950, el Gobierno Popular pidió
a las prostitutas que abandonaran su modo de vida y la mayoría acudió al
instituto que se había establecido para su readaptación. Entonces comenzó
una lucha contra la propaganda que los dueños de prostíbulos diseminaban
calumniosamente, diciendo que aquellas eran remitidas a trabajos forzados
al norte.
Nosotras nos llenamos de miedo —nos confesó nuestra guía—, pues
presentíamos que ya fuera aquí en el reformatorio o en los trabajos forzados
de que nos hablaban nuestros explotadores, iríamos a tener vida peor que
la que llevábamos en los prostíbulos. Como ustedes ven, nuestro miedo era
injustificado, pero nosotras que no sabíamos entonces leer, nos ateníamos
a los comentarios de los amos.
Como muchas de ellas persistieran por su voluntad o bien obligadas
por sus dueños en continuar su género de vida, el Gobierno Popular
prohibió en 1951 la prostitución en todo el país, clausurando los últimos
78 lenocinios que existían en Shanghái y recluyendo a la fuerza cerca de
quinientas mujeres. En esta forma se oyó el clamor de los representantes
populares municipales que solicitaban tal medida para terminar con el
mayor foco de prostitución que existía en China, pues Shanghái en 1949,
centro de operaciones del comercio internacional, tenía 4.000 prostitutas y
800 prostíbulos.
El reformatorio que visitamos en Shanghái, uno de los muchos que
existen en China, constaba de dos grandes pabellones, separados por un
largo patio. Nuestra guía, que se había convertido durante los dos años
de permanencia en él, de analfabeta en maestra de sus compañeras, nos
presentó el grupo al cual pertenecía. Las mujeres nos recibieron con
muestra de alegría, invitándonos a que visitáramos sus alojamientos y

Manuel Zapata Olivella


114
lanzando clamorosos gritos de bienvenida, de los que solo comprendíamos
sus alusiones a la paz. Ni una sola cara mostraba amargura y podía leerse en
sus rostros que nada quedaba en sus corazones del pasado ominoso. Nuestra
guía nos revelaba a su turno su regocijo en sus cordiales explicaciones:
—Muchas han venido por persuasión de sus vecinos; algunas porque
no encontraban oficios a que dedicarse una vez que los prostíbulos fueron
clausurados y otras debieron ser traídas a la fuerza, pues un gran terror las
amedrentaba cuando oían hablar del reformatorio.
—¿Y no se escapan? —preguntó una delegada inglesa, sorprendida
como todos nosotros de la libertad que tenían.
—No se ha presentado el primer caso. Por el contrario, lo frecuente
es que no deseen salir de aquí, como me sucede a mí. El Gobierno se
preocupó por encontrar a mis padres, quienes después de la reforma tienen
su parcela que cultivar. Vinieron por mí, pero yo he preferido quedarme.
Me visitan dos veces a la semana, pues su aldea queda cerca de la ciudad.
La mayoría, sin embargo, ha salido ya reformada conociendo algún oficio
en que trabajar o se ha casado.
—¿Y qué hacen con aquellas que tienen hijos ya mayorcitos? —Volvió
a preguntar la delegada inglesa, que anotaba en su libreta como si toda su
vida hubiera sido una estudiante.
Después supe que era una maestra de escuela y estaba sorprendida
porque no podía explicarse, a pesar de lo que veía, de que en China, en lo
fundamental, había desaparecido la prostitución. La muchacha le explicó:
—El Gobierno Popular se ha hecho cargo de resolver todos nuestros
problemas familiares ocasionados por nuestra estada aquí. A los niños de
edad escolar se les envía a la escuela y a los padres muy ancianos se les
aloja, en casas de reposo.
—¡Pero esto cuesta mucho al Estado! —comentó extrañada la
institutriz, a lo que respondió de inmediato nuestra guía una vez que le
tradujeron la opinión de la delegada:
—Eso solo puede hacerlo un Gobierno Popular como el nuestro. Como
usted comprende, no se trata de ayudar a una o varias personas, sino de
extirpar un vicio propio del viejo sistema.

China, 6 a.m.
115
Entonces la muchacha contó como el “protector” que había abusado
de ella y luego vendido a un prostíbulo, también había sido llevado a otro
reformatorio en donde eran reeducados en igual forma los antiguos dueños
de lenocinios.
Después de visitar las salas de estudio pasamos a ver una fábrica
de medias anexa al instituto y reservada exclusivamente a las antiguas
prostitutas. Un inmenso telar de ruecas a manos y de tejido mecánico muy
primitivo, daba trabajo a la mayor parte de las recluidas. Nos vieron llegar
con ojos vivarachos, pero ponían todo su interés en demostrar que no nos
observaban. Por debajo de sus párpados podíamos ver que nos reparaban
de pies a cabeza. Cuando nos retiramos, sus gritos acallaron el ruido de los
telares para lanzar repetidos vivas a los delegados de la Conferencia de Paz.
La institutriz inglesa dejó su habitual circunspección y tres veces lanzó en
chino, coreada por nosotros, otras tantas salutaciones a la paz. Todavía al
despedirnos, nuestra guía, todo fervor y devoción por su nueva labor en
beneficio de sus hermanas y de la patria, nos decía satisfecha:
—El trabajo no solo nos permite solucionar nuestros problemas
personales, sino que es un medio de educación. Nos damos cuenta de que
para vivir en la nueva sociedad debemos ser útiles a ella.

EL MÁRTIR DE LA SONRISA

«Querido padre:
Gracias por haberme criado. Hoy cumplo el deseo más querido:
sacrificar mi vida por la causa de la revolución. A mi mujer, Yin, cuídala que
ha sufrido mucho por mí. Que no me olvide, pero que se case de nuevo para
que sea feliz. Yo jamás la olvidaré aunque esté muerto. A mi hijo que aún no
ha nacido, decidle cómo murió su padre. Mi muerte es un acontecimiento

Manuel Zapata Olivella


116
para mí y los míos, pero en el conjunto de la lucha revolucionaria no significa
nada. Todavía quedan millones que me vengarán».
Dulce es morir por la patria, pero mucho más dulce cuando al pie
del cadalso se tiene la convicción sincera de que el curso futuro de los
acontecimientos corre presuroso a servir de pedestal al sacrificio. He aquí
esa tremenda serenidad ante el verdugo, ese orgullo frente a los asesinos,
esas voces de estímulo a los que quedaban, esa sonrisa que no pudo borrar
la muerte del rostro juvenil de Wang Shao Ho. Apenas tenía 27 años y fue
sacrificado solo uno antes del triunfo de su revolución, 1948, como para
que su muerte prematura, pero llena de heroísmo, sirviera de ejemplo al
mundo de que sacrificar la vida sin la menor sombra de vacilación por una
causa cuya victoria es inexorable es tan dulce como vivir eternamente con
la sonrisa en los labios.
¡Cómo debieron temblar las manos de los verdugos que dispararon
las armas! ¡Cómo resonarían en los oídos del pueblo las canciones con
que sembró el camino hacia el cadalso! ¡Qué sentiría el fotógrafo que
supo recoger cada uno de los segundos que precedieron al sacrificio!
¡Dónde esconderían su miedo los criminales que pretendieron con su
muerte borrar su presencia imborrable! ¡Cuál sería el llanto de ese padre
y esa esposa cuando los amigos llegaron a contarles cómo había sabido
entregarse Wang Shao Ho al sacrificio: llevó una sonrisa radiante desde la
prisión hasta después de la muerte!
Yo pregunto si se puede asesinar el ideal. Si es posible que la fe en el
triunfo de la revolución pueda ser cercenada con la descarga de la fusilería.
Si la juventud que ríe llena de vida como un sol puede ser ahogada por las
sombras de lo que ya está próximo a morir. Yo quisiera que me respondieran
si Wang Shao Ho puede morir en el corazón de esos millones de chinos
que, como él lo sabía, han sabido vengarlo. Si acaso no nace todos los días
de nuevo cuando por primera vez el niño o el extranjero llega a mirar las
fotos que revelan su gesto altivo con las manos esposadas a la espalda,
levantada su cara rebosante de alegría, en medio de los policiales que lo
conducían a la muerte. ¡Cómo olvidar ese pecho erguido, cubierto por
una camisa blanca, cuando él desfilaba cantando frente a su pueblo! ¡Esa
actitud enérgica y delirante de entusiasmo cuando lanzaba las consignas de
la revolución! ¡Y el momento antes de la ejecución cuando miraba la cara

China, 6 a.m.
117
de sus victimarios, feliz y altivo sin mostrar siquiera una sombra de odio o
de rencor! ¡Y luego la muerte y su sonrisa imborrable! ¡Supo traspasar de la
vida a la gloria sin dejar de sonreír!
Su ejecución tuvo lugar en Shanghái. Yo creo que si Wan Shao Ho
hubiera muerto en otra ciudad, tal vez habría demostrado la misma entereza
frente a la muerte, la misma fe en el triunfo de la revolución, pero quizá no
habría sabido morir sonriendo. Shanghái es la ciudad de los mártires. Otras
ciudades chinas pueden vanagloriarse de sus palacios, de su cultura, de su
bravura, de su heroísmo, pero solo Shanghái supo dar mártires con sonrisa
en los labios. Yo no conozco la historia, ni los nombres, ni las fechas, ni
los lugares donde fueron asesinados estos héroes. Yo solo he visitado en
el Palacio de los Trabajadores de Shanghái la exposición de fotografías y
prendas personales que llevaban en el momento de ser sacrificados estos
mártires de la revolución. Me ha bastado mirar esas caras de los profesores,
de los líderes obreros, de los periodistas, de las mujeres dirigentes, de los
niños, de los anónimos, de las madres, de los estudiantes, en fotografías
desteñidas, tomadas con disimulo, en las cuales el fotógrafo exponía su
propia vida, reproducidas en los periódicos, carcomidas por el fuego,
manchadas por la sangre de las víctimas. Me ha bastado, repito, con mirar
estas fotos, como las que reproducen los últimos momentos de Wang Shao
Ho, para comprender y sentir que el pueblo de Shanghái, que su clase
trabajadora y sus dirigentes han sabido fundirse en el heroísmo de sus
hombres en la lucha abierta, soterrada y valiente contra los reaccionarios
de la patria y contra los opresores extranjeros.
He visto la foto de Chen lwen, la dirigente sindical que escribió una
carta a sus amigos anunciando que sabía que moriría asesinada de un
momento a otro, pero que la muerte no la intimidaba y que la lucha de
la clase obrera debía proseguir hasta la victoria. He visto un facsímil de
esta carta y también una foto de su cuerpo asesinado cuando era velado
por sus compañeras de trabajo. Se había cumplido su trágica profecía. He
visto los rincones en donde se reunían los comunistas que dirigían la lucha
de la clase obrera. Allí la foto de un niño torturado por los japoneses y
enterrado vivo. Da indignación mirar las fotografías de los marinos ingleses
masacrando al pueblo de Shanghái. Los estudiantes víctimas de la furia
policíaca y también he visto a los comunistas vendados los ojos, las manos

Manuel Zapata Olivella


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amarradas a la espalda, de rodillas en la calle y los policías del Kuomintang
disparando por la espalda a sus cabezas. No impresiona ver los muertos o
los que van a morir de esta manera, sino esas fotografías que muestran a
los que ya amarrados y de rodillas contemplan altivos la ejecución de sus
camaradas. Y todo esto solo en vísperas de la entrada triunfal de las tropas
revolucionarias en el último reducto de los traidores nacionales y de los
opresores de la patria.
Shanghái vive orgullosa de haber sido la cuna de tantos héroes, pero
mucho más de que en su seno reposen en sitios conocidos o ignorados
los restos de sus mártires. Brotan a los labios las palabras del poeta chino
estampadas en la tumba del mártir: «¡Qué suerte tiene la montaña azul que
el héroe nacional repose en su seno!».

LA LIBERACIÓN ALUMBRA PARA TODOS

La visita al reformatorio de vagos, rateros y maleantes de Shanghái


fue un grato momento y una sabia enseñanza para los delegados.
El automóvil que nos había traído desde la ciudad penetró por una puerta
a un amplio jardín sin guardias ni rejas. Nos extrañó que, a la inversa de lo
tradicional en nuestras visitas, en vez de hacernos tomar el té y de agasajarnos
con frutas y comidas, en esta ocasión fuimos conducidos inmediatamente
al interior del establecimiento. Los intérpretes forzaron ostensiblemente
nuestro paso obligándonos a pasar muy de prisa por los largos corredores.
No tuvimos tiempo de reparar, como hubiera sido de nuestro agrado, en
el gran número de reclusos que jugaban en los patios o que en los amplios
salones aprendían a leer con el nuevo método de enseñanza rápida. Hasta
noté que algunos delegados se sintieron incómodos por la inesperada prisa a
que nos vimos impulsados. Pero no tardamos en comprender su causa: había

China, 6 a.m.
119
comenzado una obra dramática representada por los mismos reformados en
el teatro de la institución y llegábamos un poco tarde.
Se trataba, como lo supimos más tarde, de la vida de uno de los
recluidos que de analfabeta se había convertido en un trabajador modelo.
En el primer acto el personaje central era un tahúr cobarde que, amparado
por los comerciantes con influencias en el gobierno reaccionario, dirigía
una banda de maleantes encargados de robar en los garitos a los favorecidos
por la suerte en los juegos de azar.
Como él no sabía exactamente a quienes asaltaba, ni a quienes servía
en la intrincada red de pícaros auspiciada por el Gobierno, nunca estuvo
seguro ni de lo que hacía ni de su propia vida. Tenía conciencia de que
se hallaba entre la espada y la pared, que con la misma facilidad con que
asesinaba de un momento a otro podría convertirse en víctima. Esto lo
tornaba frío y calculador, indeciso y pusilánime.
En el segundo acto, huyendo de sus propios cómplices que lo perseguían,
intempestivamente fue a esconderse en una buhardilla donde sorprendió
a un grupo de revolucionarios. Entonces se desarrolló el momento
culminante del drama. Los revolucionarios lo tomaron por detective, pues
lo habían visto en compañía de gentes del Gobierno y él a su vez imaginaba
que había caído en la trampa por sus perseguidores.
—Yo sé que ustedes pretenden asesinarme —les confesó, sacando una
puñaleta y poniéndose a la defensiva.
Los revolucionarios se miraron extrañados de su actitud y el jefe le
respondió:
—Nosotros sabemos que eres un policía. Dinos cuántos gendarmes
rodean la casa.
El perseguido no supo qué responder y en tono balbuciente trató de
intimidarlos:
—Más de media docena.
Sin hacer caso al puñal con que los amenazaba, el jefe de los
revolucionarios se asomó a la ventana y confirmó que en realidad algunos
hombres rodeaban la casa.

Manuel Zapata Olivella


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—Vienen por nosotros —exclamó el revolucionario.
—No, vienen por mí —replicó el tahúr lleno de miedo.
Por un instante se cambiaron miradas los revolucionarios y su jefe
comprendió la situación e inmediatamente hizo simular una visita de
varios amigos a un enfermo y bajo la cama de este se escondió el tahúr. Al
momento penetraron sus perseguidores y al ver tantas personas allí reunidas
preguntaron:
—¿Ha entrado aquí algún extraño?
El jefe, que fingía una consternación por el enfermo, exclamó
apesadumbrado:
—No, esperamos al médico, pero no ha llegado todavía.
No bien se retiraron los policías, los revolucionarios rodearon al tahúr,
entablándose un diálogo entre este y el jefe:
—Soy un ladrón; pero mi alma me pide que sea un hombre honrado.
—¿Por qué robas?
—Me obligan mis superiores.
—¿Quiénes son tus superiores? —insistió el revolucionario.
—No los conozco.
—¿A quiénes robas?
—A los que me ordenan.
Y así continuó el diálogo hasta que el jefe revolucionario reveló al
bandido que él era un instrumento de unos para explotar a otros. Que todo
eso se debía al sistema social basado en la explotación del hombre por el
hombre. El diálogo culminó con la petición del revolucionario al bandido
de cambiar su vida y luchar para transformar la sociedad que lo había
convertido en ladrón.
—Estoy perdido. Yo no dispongo de mi voluntad ni de mi vida. Soy un
instrumento del vicio que no puede liberarse.
Y desesperado intentó suicidarse en presencia de los revolucionarios,
pero estos impidieron sus propósitos gritándole en coro:

China, 6 a.m.
121
—¡La revolución te salvará! Ahorra tu vida para la revolución.
En el tercer acto, la escena tomó lugar en el interior del reformatorio
donde se presentaba la obra. El ladrón se había convertido en un reformado
ejemplar. Había comprendido el objeto de su permanencia allí y encauzaba
a los antiguos vagos a recibir las enseñanzas de sus educadores. La obra
terminó con la aclamación a sus palabras:
—Antes éramos hijos del hampa, pero hoy pertenecemos a la nueva
China. Ahora hay que comprender que el ocioso no tiene cabida y es mal
mirado por todos.
Al caer el telón y encenderse las luces nos encontramos frente a miles
de reclusos que nos aclamaban con delirio. Grupos de mujeres y hombres
se botaron en torno nuestro manifestando sus reconocimientos por nuestra
participación en la Conferencia de Paz. El amplio teatro estaba inundado
de palomitas, cadenetas y banderas de papel. Aquellos adornos no habían
sido confeccionados para nuestra llegada, sino que, como nos manifestó
el director del Instituto, hicieron parte de los actos celebrados antes y en
honor de la Conferencia. Un grupo de reformados nos fue presentado: eran
los directores de la campaña por la paz. En sus caras se reflejaba el orgullo
de haber contribuido en alguna forma al éxito de nuestras deliberaciones.
Al regresar por los corredores tuvimos todo el tiempo que quisimos para
conversar con muchos reeducados que nos asaltaron a nuestro paso. Otros
proseguían sus juegos o bien permanecían en las salas de estudio. Nos
asomamos a una sala y presenciamos a cientos de ellos sentados en cuclillas
en el suelo, siguiendo con atención las indicaciones del método rápido de
lectura. Por un momento pusieron más interés a nuestra presencia que a
los libros. Bastó con que uno de nosotros gritara en chino un viva a la paz
para que aquellos hombres, como niños a quienes se les diera licencia para
el juego, prorrumpieran en una escandalosa aclamación.
El director nos informó que solo residían allí 2.166 hombres y 3.057
mujeres de los 31.600 que habían pasado por la institución.
—¿Y qué ha sido de los otros? —preguntó alguien.
—Después de transformados han llegado a ser magníficos trabajadores
y algunos hasta cuadros dirigentes —nos manifestó el director agregando—:
los que procedían del campo y se convirtieron en la ciudad en vagos por

Manuel Zapata Olivella


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habérseles arrebatado sus tierras, se beneficiaron con la reforma agraria
y se han restituido a sus primitivos hogares. Los que deseaban aprender
algún oficio han sido enviados a las escuelas técnicas. La gran mayoría son
hoy trabajadores de diversa índole. A algunas campesinas que no tenían ni
familia ni tierra se las ha agrupado en colonias agrícolas denominadas «El
nuevo hombre», que ya forman cuatro aldeas y extensos cultivos.
Aproveché una pausa para interrogar al profesor de la clase que
habíamos interrumpido con nuestra presencia, un hombre pequeño de
ojos saltones, acerca del criterio educativo que dirigía la reeducación de los
antiguos vagos. Habló un rato con una voz muy ronca como hasta entonces
no la había oído entre los chinos. Cuando terminó, el intérprete me tradujo:
—En primer lugar, se les hace ver que por su antigua condición de
ignorantes y desocupados convertíanse en perturbadores y se les explica el
porqué son traídos aquí y cuál es el futuro que les espera. La base esencial
de la reeducación descansa, sin embargo, en elevar la estimación de sí
mismos, haciéndoles comprender el gran rol que han de jugar en la nueva
sociedad china.
Como notara la satisfacción en su rostro por la oportunidad que tenía
de explicarnos la conducta educativa que se adelantaba con los reformados,
no dudé en volverle a preguntar si los estudios eran simplemente teóricos.
Movió la cabeza negativamente antes de responder y no me sorprendí
cuando escuché la respuesta de labios del traductor:
—No, siguiendo los delineamientos generales de la educación actual,
combinamos los estudios teóricos con la práctica. Una vez que han recibido
las primeras nociones del papel que jugaban en la vieja sociedad y del que
les corresponde en la nueva, se les deja salir del Instituto a trabajar, según
sus gustos y conocimientos, en empresas del Estado o en las privadas.
Después de cumplidas las jornadas diarias tornan al Instituto.
—¿Son muy frecuentes los casos de reincidencia? —interrogó un
delegado ecuatoriano al director del reformatorio. Era este un hombre de
edad avanzada al juzgar por sus cabellos canosos. Tenía el don de hacerse
simpático por sus gestos cordiales.
—Hasta ahora no se ha presentado el primero —nos dijo sin dejar de
sonreír mientras hablaba—, pero sí hemos tenido algunos de rebeldía. Al

China, 6 a.m.
123
ser traídos aquí se comportaban exactamente como en las viejas cárceles, es
decir, como resentidos. Pero pronto la preocupación que aquí se tiene por
ellos les hacía comprender rápidamente que no estaban en una institución
de represión, sino en una escuela. Los más adelantados se convierten
en una fuerza viva que sirve de estímulo a los más atrasados o rebeldes,
obligándolos a superarse gradualmente. El cincuenta por ciento de los que
han pasado por aquí eran analfabetas y a todos se les enseñó a leer y a
escribir; así mismo más del sesenta por ciento sufría de enfermedades y
se les curó: estas son las razones para que no escapen y tengan interés en
reeducarse.
—Y, ¿son muchos los casos que vienen ahora acusados de haber robado
por primera vez?
—Puedo asegurarles —dijo el director con gran complacencia— que el
robo ha desaparecido en la nueva China.
De un distante jardín nos llegaba el canto y las risas de un grupo de
mujeres que agarradas de las manos jugaban en círculo.
Una de ellas pretendía penetrar al interior del ruedo, pero siempre
que lo intentaba las compañeras le cerraban el paso uniendo sus cuerpos.
Como reparara que algunas eran de avanzada edad, solicité sobre su
conducta anterior. El director nos invitó a que nos acercáramos al jardín
donde jugaban.
—Son antiguas propietarias de prostíbulos que se reeducan por el
trabajo —nos explicó mientras nos sentábamos en una banca a muy pocos
pasos de las mujeres.
—¿Pero no son muy ancianas para aprender algún oficio? —argumenté
un poco extrañado, pero el director después de reparar por un instante en
su juego me respondió:
—Ellas mismas lo han solicitado y eso demuestra que la liberación
alumbra para todos.

Manuel Zapata Olivella


124
EL ESCRITOR DE HANG CHOW

«Hang Chow es el lugar más bello del mundo», oí exclamar muchas veces
a varios delegados de diferentes países. En realidad, parece que la naturaleza
y el genio chino hubieran puesto en este jardín sus más bellas obras. Sin
embargo, cuando yo recuerdo a Hang Chow, más que sus hermosos lagos,
viene a mi memoria la robusta y a la vez delicada sensibilidad del escritor Lu-
Hsun. Repetidas veces me he preguntado, ¿cómo los maravillosos paisajes
de Hang Chow en cuyos jardines los horticultores chinos han logrado
obtener 4.000 especies diferentes de crisantemos; cómo los estanques en
donde millares de peces de variados tintes obedecen a sus cuidadores como
rebaños de ovejas; cómo las orillas de sus lagos concéntricos, bordeados
de casas de pescadores y de antiguos palacios de princesas, pudieron
engendrar el alma rebelde de Lu-Hsun que vivió en tremenda lucha para
encontrar su propia vocación de artista? Es evidente que la belleza de las
islas y grutas donde parece que se quedó dormida la serenidad, debieron
gestar en el alma del niño el amor entrañable por la bondad de las cosas
y que al no hallar el bien en medio de la sociedad feudal en que le tocó
actuar, Lu-Hsun se convirtió en un batallador capaz de arrancar a los labios
de Mao Tse Tung aquellas palabras emocionadas: «Sus huesos fueron muy
fuertes y nunca se quebraron».
Por eso viene a mi memoria en primer lugar su nombre cuando
evoco mi corta visita a la villa de Hang Chow, el lugar de China donde
al despedirme brotaron mis lágrimas, porque tuve la terrible impresión
de que nunca más mis ojos irían a contemplar su belleza. Recuerdo la
memorable noche en que oí de labios de un escritor también de Hang
Chow, la historia de Lu-Hsun. Al hermoso hotel donde habían hospedado
a los delegados vinieron a visitarnos todos los jóvenes actores chinos que
filmaban allí una película de ambiente soviético. Era curioso admirar a las
muchachas chinas con sus cabellos pintados de rojo, sus botas de cosaco y
vestidas de falda y chaqueta. Ellas y sus compañeros nos sacaron a bailar
y danzaron nuestros bailes con gran desenvoltura como si hubieran vivido
toda su vida en nuestros países. En aquella juventud podíamos admirar

China, 6 a.m.
125
a la nueva generación de China que resueltamente se lanza al asalto de la
cultura occidental, plenamente segura de su propia civilización milenaria.
Cuando todavía nosotros los delegados no salíamos de la sorpresa que nos
produjeran los rojos cabellos de las muchachas y muchachos chinos, con
su aspecto de jóvenes soviéticos, el viejo escritor a mi lado, a instancia mía,
inició el relato sobre la vida de Lu-Hsun:
—El deseo de salvar a su padre, a quien los médicos empíricos no
lograron restablecer de una larga enfermedad, lo hizo iniciar estudios
científicos de medicina. Su aspiración no era solamente la de curar a su
padre, sino la de servir lo mejor posible a su pueblo, al que amó desde
pequeño. A pesar de que sus padres eran letrados y acomodados, muy
pronto el joven comenzó a mirar las dificultades en el hogar acosado cada
vez más por el ruinoso sistema de los señores que lo asfixiaban todo. Así
debió observar la miseria de las gentes que lo rodeaban y su amor por el
pueblo se acentuó en su corazón. No le fue difícil comprender que, como
médico, él podría remediar sus enfermedades, no entendiendo en esa época
que aquellos no eran males curables en sí mismos, mientras las condiciones
de la sociedad fueran sus causas determinantes…
Por mi condición de médico yo podía comprender la exactitud de
aquella verdad que mi narrador, ya entrado en años, afirmaba con la certeza
que da la reflexión honda de los problemas humanos. No era la primera
vez que yo sentía la dureza de aquella verdad, puesto que el ejercicio de la
medicina me había dado confirmaciones muy dolorosas de su acierto, pero
al oírlas repetir en un lugar tan alejado de mi patria, tuve la impresión de
que la realidad de los hechos se agigantaba cruelmente. El escritor continuó
hablando:
—El padre de Lu-Hsun hizo cuanto estuvo a su alcance para que su hijo,
según era su deseo, estudiara medicina en el Japón en donde los estudios
científicos habían evolucionado notablemente, influidos por la medicina
occidental. Las condiciones del estudiante eran muy precarias, a lo que se
sumó el estallido de la guerra ruso-japonesa que agravó no solo su situación
económica, sino su condición de chino. En este período aconteció un hecho
de poca importancia, pero que tuvo honda repercusión en su vida. El joven
se había ido a ver una película japonesa en la que se fusilaba a un ciudadano
chino por espía. Su argumento hizo tambalear las convicciones que hasta

Manuel Zapata Olivella


126
entonces lo habían alimentado, no tanto porque creyera injustificado el
fusilamiento de su compatriota, como porque comprendió la poca utilidad
de la medicina mientras las personas murieran en plena salud por la acción
consciente del hombre. Entonces reparó en su vocación por la literatura,
alimentada en el ambiente de letras que encontró desde pequeño en su
hogar y creyó servir mejor a su pueblo denunciando valientemente las
causas sociales que determinaban más muertes y calamidades entre los
hombres que las pestes. Así inició sus trabajos literarios el que iría a ser el
más destacado escritor revolucionario que combatiera la opresión feudal
y extranjera de mi patria hasta el momento de su muerte. Lu-Hsun murió
con la pluma entre los dedos escribiendo un artículo de combate que no
logró terminar...
Sin que yo pretendiera compararme con aquel gran hombre, no dejé
de alegrarme de oír aquella parte de la narración porque venía a confirmar
mi vieja decisión de dedicarme más a la literatura que a la medicina. Yo
había también decidido proscribir el ejercicio médico, y en la realidad lo
he hecho, para encauzar todas mis fuerzas en la lucha del escritor contra
las condiciones sociales que agobian a los hombres, seguro que con ello les
sirvo más que con el análisis minucioso de sus úlceras.
Su ejemplo constituía una crítica violenta a mis vacilaciones que me
imponen una práctica médica, que más tiene de empirismo que de ciencia.
La continuación del relato sobre la vida del escritor tuvo para mi voluntad
vacilante la dolorosa prueba de quien recibe la cauterización en carne viva.
—El Movimiento Literario del Cuatro de Mayo —prosiguió mi amigo—,
que trazó en 1919 a los artistas chinos la necesidad de mirar en sus obras
a la patria en vez de la copia servil de la literatura extranjera, encontró en
Lu-Hsun a su más destacado realizador. Su primera novela, Diario de un
loco, aun cuando influida por Gogol como él mismo lo confesara, es una
descripción fiel de la sociedad feudal China a través del pensamiento de
un hombre demente. Con gran maestría va desenvolviendo en la obra su
crítica acerba al sistema feudal en que bajo la aparente pasividad de las
costumbres unos hombres devoran a otros. Esto es precisamente lo que
experimenta el loco de la obra atormentado por la creencia de que alguien
se lo quiere comer. Mediante su delirio, Lu-Hsun revela la persecución de
las castas feudales que acechan y persiguen al pueblo que les sirve hasta

China, 6 a.m.
127
devorarlo. En su siguiente obra, La verdadera historia de A Q, aprovecha
el asesinato de un campesino, a quien consideraban revolucionario sin
serlo, para describir la vida de los verdaderos luchadores enfrentados
a sus enemigos. Esta novela como sus artículos políticos oponiéndose
al gobierno reaccionario del Kuomintang, despertaron contra él la
persecución sin que ella hubiera podido silenciar su robusta voz de escritor.
Para escribir en las revistas en donde se rechazaban sus colaboraciones se
valió de muchos seudónimos, llegando a utilizar más de cien. No solo debía
luchar contra sus enemigos políticos, sino que, por ironía de la vida, fue
atacado implacablemente por las dolencias físicas a las que menospreciara
al abandonar sus estudios médicos, pero ni los unos ni las otras pudieron
doblegar su espíritu de combate hasta el momento de su muerte. Por su
vida de constante lucha y sacrificio por la revolución, el presidente Mao lo
ha considerado, a pesar de no haber sido nunca un comunista, como un
verdadero ejemplo del bolchevique.
Cuando el escritor terminó su relato, observé con más emoción al
grupo de jóvenes actores que, gracias a la lucha sostenida por escritores
como Lu-Hsun, entonces podían disfrutar de todos los bienes que la
sociedad ponía al servicio de sus vocaciones de artistas. Lo que mis ojos
veían era el comienzo de los frutos con que había soñado y combatido el
novelista. Y cuando tuvimos que despedirnos de su compañía tan llena de
fervorosa plenitud y las lágrimas saltaron a mis ojos al dar la espalda a Hang
Chow, donde los antiguos palacios de los emperadores a orillas de los lagos
se habían convertido en jardines de reposo para los mejores trabajadores
de China, yo al igual que los delegados exclamaba que aquel rincón era
el más bello del mundo, pero no pensaba tanto en los encantos que la
naturaleza caprichosa supo reunir allí, sino en el escritor que, renunciando
a la holgura de una vida regalada y de un paisaje que debieron asombrar
sus ojos prefirió hacer de sí mismo un ejemplo de renuncias y heroísmo,
hiciera aún más hermoso el recuerdo de Hang Chow.

Manuel Zapata Olivella


128
LOS SOLDADOS DEL IDIOMA

Al evocar al grandioso pueblo chino, el primer pensamiento es para


mis amigos los intérpretes. Razones muy especiales obligan al extranjero a
entablar vínculos de simpatía con quienes se convierten en cicerones de una
lengua extraña. Pero independientemente de estos hechos, cuando recuerdo
a los jóvenes chinos que han hecho de las lenguas extranjeras no solo un
medio de comunicarse con el extraño, sino un instrumento político puesto
al servicio de la paz y la fraternidad de los pueblos, su ejemplar conducta
que raya en el heroísmo reafirma mi agradecimiento y mi admiración
hacia ellos. ¡Cómo olvidar a la pequeña Ho Chi Ling con sus ojos grandes,
su cuerpecito ágil y gracioso, con sus dedos cortos apretando el lápiz para
apuntar cada una de las palabras que nos oía y cuyo significado ignoraba!
¡Cómo no pensar en primer lugar en Juanito, nombre que le dábamos por
onomatopeya de su verdadero apellido en chino, infatigable compañero
que se lanzaba veloz a la comprensión de nuestros idiomas casi adivinando
en nuestros ojos el significado de cuanto queríamos decirle! ¡Y qué decir
del compañero Mon Fu que a todo lo largo de nuestro viaje por China
nunca estuvo un solo momento lejos de nosotros cuando necesitábamos
conocer el más mínimo vocablo que nos dirigían los cientos de obreros o
campesinos que apretaban nuestras manos!
En un comienzo tratamos a estos amigos con cierto desapego,
influidos por nuestra mentalidad occidental de colocar a cada quien según
el oficio que desempeñaba, pero no tardamos en comprender que en cada
intérprete chino se escondía el hombre culto, el estudiante modelo, el
profundo conocedor de los problemas políticos por que atravesaba su
patria, en fin, el representante de ella que debía responder por los deseos
de 600 millones de chinos para quienes los delegados a la Conferencia
de Paz de los Pueblos del Asia y del Pacífico éramos los huéspedes más
queridos que visitaban a China desde remotos tiempos. Y ellos nos fueron
dejando ver su calidad de dignos representantes de su pueblo sin decirnos
una sola palabra de sí mismos, sin la menor alusión a su vida privada, sin
revelarnos el más insignificante detalle de su pasado. Cuando insistíamos

China, 6 a.m.
129
en conocer sus actuaciones en la vieja sociedad semifeudal, respondían
a nuestras preguntas muy lacónicamente, —sin que mediara ninguna
prohibición expresa puesto que era ostensible que el Gobierno Popular
estaba interesado en que nosotros conociéramos la abyección del pasado
para que la confrontáramos con la esplendorosa realidad presente—,
sino porque su modestia innata, heredada en tantos milenios de sabia
humildad, les llevaba a considerar que su vida era poco importante para
hacer recaer sobre ellos nuestra atención de delegados: «¡Allí están las
grandes obras realizadas, por el pueblo!», parecían decirnos con sus
corteses evasivas y, con su modesta actitud, centuplicaban en nosotros la
admiración hacia ellos y a su pueblo.
Al día siguiente de llegar a Pekín todos comentábamos asombrados
la gran hazaña de los intérpretes que solo dos semanas antes, cuando se
dieron cuenta de la gran cantidad de delegados de habla española que
no conocían otra lengua y que iban a llegar a su país, habían empezado a
estudiar nuestro idioma y ya hablaban el suficiente castellano para satisfacer
nuestras demandas.
—Es nuestra mejor ofrenda al éxito de la conferencia —nos expresaban
cuando queríamos hacerles ver que admirábamos su proeza.
Mas no era cierto que ello constituyera su mejor ofrenda a la causa
de la paz. Más que esa increíble hazaña para quien no conozca de cerca
la capacidad del pueblo chino para vencer cualquier obstáculo, constituyó
un verdadero aporte de superación la devoción con que en todo momento
de nuestra permanencia en China esos amigos supieron estar presentes
en cada una de las necesidades de los delegados en su trabajo por muy
minúsculas que fueran. Desde la hoja de papel que accidentalmente caía al
suelo hasta la tos ocasional tuvieron presente un intérprete que al instante
tomara cuenta de ello. Podría decirse que exageraban sus desvelos, si no
hubieran sido tan sabios en mantenerse en los límites exactos de la cortesía.
Cuando un delegado momentos después de descender del avión, tal vez
deseoso de presumir mucho interés por el grave problema de la guerra
coreana, preguntara sobre los últimos acontecimientos en el frente de
batalla, uno de nuestros intérpretes le respondió:
—¡Le rogamos tomar un justo descanso!

Manuel Zapata Olivella


130
Una mañana, mientras uno de estos amigos me ayudaba a ponerme el
abrigo, en virtud de la intimidad que ya nos teníamos, lo obligué a que me
hiciera algunas revelaciones sobre el concepto que él tenía de sus deberes
para con nosotros los delegados. Con un semblante de orgullo y satisfacción
el joven me preguntó:
—¿Cree usted sinceramente que hemos cumplido a cabalidad con
una siquiera de nuestras obligaciones para con ustedes que luchan en sus
respectivos países sin medir la fatiga ni el peligro por la causa de la paz?
—Sí, creo que han sobrepasado sus deberes —le respondí con seriedad.
Entonces me expresó con honda vergüenza:
—Habríamos querido hacer mucho más, el triunfo de la paz significa
para nosotros la vida misma de nuestra patria y nosotros que la amamos
tanto, que estamos dispuestos a sacrificar por ella nuestras vidas, no
podemos sino entristecernos de no asegurarles a ustedes, abnegados
defensores de la paz, no solo de vuestros países, sino de toda la humanidad,
las posibilidades de éxito en vuestras deliberaciones.
Desde aquel instante comprendí que para nuestros amigos intérpretes
su labor de traducir era apenas una parte insignificante de lo que hubieran
querido hacer por la causa de la paz y lo que realmente estaban realizando.
Cada momento a nuestro lado constituía una oportunidad de agregar
un nuevo aporte a su victoria. En Shanghái supimos de una intérprete
que, por atendemos, solo vio a los padres que vivían en esa ciudad cuatro
días después de haber llegado a ella, aun cuando tenía varios años de no
visitarlos, y solo porque otro compañero vino a ocupar su puesto. Al día
siguiente se incorporó de nuevo al equipo de intérpretes y no cesaba de
deplorar el que hubiera tenido que ausentarse de nuestro lado tantas horas.
—¿Como podré reparar las molestias que les habré causado con mi
deserción? —nos preguntó varias veces, multiplicando su actividad que ya
venía rindiendo el máximun desde el primer día de nuestra llegada.
Cuando dos delegados fueron hospitalizados en una clínica en Mukden,
dos de nuestros intérpretes se situaron al pie de sus camas atendiendo la
menor solicitud de los enfermos como no lo hubieran hecho sus propios
hijos. Día y noche, cada suspiro, cada palabra pronunciada entre sueño

China, 6 a.m.
131
era recogida por aquellos amigos en vigilia como centinelas en un puesto
de avanzada. El mismo día que fueron señalados los dos intérpretes para
acompañar a los enfermos, dos nuevas caras sonrientes se incorporaron a
nuestro equipo. Por ningún motivo debía empeorar sus servicios. «¿Cómo
podremos mejorar nuestro trabajo?», era la pregunta cotidiana de aquellos
soldados que no querían dejar resquicios por donde flaqueara la causa de
la paz.
Al despedirnos en el aeropuerto no nos atrevíamos a mirar sus caras.
Sabíamos que las sonrisas estaban allí en sus labios porque el chino parece
que no sabe ser solemne a pesar de su excesiva seriedad, pero ¿cómo
podíamos nosotros dejar de llorar cuando solo nos restaban pocos minutos
para separarnos de quienes se habían convertido en algo más íntimo que
nuestros propios corazones?

Manuel Zapata Olivella


132
En 1958, MZO fue por segunda vez a China, esta vez en compañía de su hermana Delia y su
grupo de danzas folclóricas como parte de una gira mundial. Aquí se saluda con Peng Zhen,
alcalde de Pekín.

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Manuel Zapata Olivella
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DE LA OBRA
Y
DEL AUTOR
Manuel Zapata Olivella: génesis, aventura,
literatura
José Luis Garcés González

China, 6 a.m.
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Manuel Zapata Olivella
136
MANUEL ZAPATA OLIVELLA:
GÉNESIS, AVENTURA, LITERATURA

José Luis Garcés González1

Manuel Zapata Olivella surge de una genealogía mágica. Procede


de personajes de leyenda. Su abuelo materno, Juan Francisco Olivella, era
blanco de pelo encendido y era posible encontrarlo en las orillas de los ríos,
en los mercados, en ranchos distintos, pero siempre rodeado de motores,
imanes y sierras circundado por los vestigios de muchas empresas fallidas.
Dice su nieto Manuel que, en una de sus casas, durante mucho tiempo,
permanecieron los saldos de un aeroplano que jamás levantó vuelo. Así

1 Escritor, conferenciante y catedrático universitario. Director del periódico cultural El


Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al alemán, francés,
eslovaco e inglés. Sus libros más recientes son: Los trabajos del insomnio (Cuentos
reunidos) y la analecta erótica Banquete sagrado.

Manuel Zapata Olivella


137
mismo en una de las barrancas del río, en Montería, durante largos años
estuvieron encallados los flotadores de una bicicleta acuática que jamás
pudo deslizarse por la corriente del Sinú.
A Juan Francisco, a quien por su estampa seductora le decían Primor,
le fascinaba detectar y explotar minas. Era su delirio. En todas partes tenía
piedras misteriosas que en el día se mantenían dormidas y sin atributos, pero
que apenas anochecía, cubiertas de oscuridad, empezaban a despedir luces
azules, rojas, o verdes y continuaban ardiendo toda la noche, estimuladas
por los duendes de la sombra.
Desde muy temprana edad a Manuel Zapata Olivella se le asignó a que
llevara en su alma, el alma de un muerto, otro Manuel, su abuelo paterno,
Manuel Zapata Granados. Ese fue trabajo de Ángela Vásquez, su abuela, y
ella lo decía por la similitud de gestos entre el difunto y el joven nieto, sin
saber que, efectivamente, es rito africano reconocer en cada recién nacido
la existencia de un ancestro protector. Por ello, casi todos en la casa lo
miraban como depositario del alma del abuelo fallecido, el mismo que era
múltiple propietario de canoas y de mujeres y practicante del comercio.
La tía Estebana le aplicaba emplastos sobre las rodillas y lo bendecía,
lo mismo que a sus otros hermanos, contra el mal de ojo. Una noche la
tía amarró una patica disecada de ñeque en la baranda de la cuna con el
objetivo de que el niño heredara la afición marinera y comerciante del
abuelo Zapata Granados. Otro día enterró en el suelo de la puerta un
pañuelo negro con tres clavos y una pequeña cerradura con llave. Cuando
le preguntaron para qué hacía eso, respondió: para que el sobrino no sufra
y se le abran todas las puertas.
El padre de Manuel, maestro Antonio María Zapata Vásquez,
era diferente: amante de lo racional, de lo científico, divulgador del
conocimiento, en su mente no cabía la superchería o lo sobrenatural.
Lector de Víctor Hugo, Darwin, Renan, Voltaire, Rousseau, Rojas Garrido
y Vargas Vila, entre otros. Su escuela, de acuerdo con los postulados de
la revolución francesa, se llamaba “Fraternidad”, y la tuvo en Moñitos,
Lorica y Cartagena.
Antonio María, en su juventud, había empezado a estudiar abogacía.
Pero por razones familiares abandonó a Cartagena y se marchó a Moñitos

José Luis Garcés González


138
con su esposa. Su primer hijo nacido en ese pueblo de la costa cordobesa,
murió a los ocho días, atacado por un “mal de ojos”, según aseguraron las
ancianas del lugar.
De inmediato decidió emigrar a Lorica. Allí nacerían sus otros hijos.
Manuel, el 17 de marzo de 1920. De los 12 hermanos, murieron 5. Sólo
sobrevivieron los negros. En la casona de Lorica, que era hogar y sede de
“Fraternidad”, vivieron los hijos del maestro Antonio María y muchos de
los campesinos pobres que iban a estudiar y de hecho se quedaban a vivir, a
los que cada mes sus padres pagaban en especie los estudios y el internado:
traían gallinas, gajos de plátanos, sacos de arroz y cerdos para el sacrificio.
De esa escuela, que era laica y de cátedra libre, salieron a estudiar a
Cartagena muchos jóvenes que luego regresaban graduados de abogados,
médicos, maestros de normales. Los de menos suerte terminaban de
contabilistas, notarios, mensajeros, maestros. En “Fraternidad” se
preparaban para la vida, acorde con la orientación de su dueño y director
cuando afirmaba que él “educaba hombres para el suelo y no ángeles para
el cielo”.
Zapata Vásquez era, pues, era un libre pensador de acento materialista
que pidió que lo enterraran sin cura y con música. Apenas llegó a Lorica
entabló refriega con su opuesto, el cura Lácides C. Bersal. Don Antonio
María le criticaba a Bersal la imposición que hacía del sacramento del
matrimonio, la negación del bautismo a los niños que no llevaban nombres
de santos o de patriarcas religiosos, y la prohibición de leer periódicos
liberales, que en esos años eran considerados ateos o masones.
La madre de Manuel se llamó Edelmira Olivella y era el opuesto
existencial del padre. Religiosa y creyente. Atenta a su prole. Enseñaba a
sus hijos que no se debía transgredir “la palabra de los mayores, la memoria
de los difuntos, ni la ley de la tribu”. Era una mezcla de lo indígena y lo
hispánico. Fiel a la tradición, era la depositaria de la cultura ancestral y
afrontó la tarea de transmitírsela a sus hijos.
De esta mezcla que aunaba la rebeldía y la brujería, la razón y el
desafuero, la ternura y la discriminación, de estas sangres múltiples, sol y
ceniza ardiendo, nace un 17 de marzo de 1920 en Lorica, Manuel Zapata
Olivella.

Manuel Zapata Olivella


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2

Cuando el alma empezaba a no caberle en el cuerpo, Manuel, de


Cartagena, da el salto a Bogotá. Ya había terminado el bachillerato en
un colegio privado, para disgusto de su padre. Ya había demostrado su
profundo interés por arañas, libélulas, moscas, serpientes, avispas, abejas
salvajes, anémonas, caracoles, anguilas, cangrejos, grillos, alacranes,
palomas, pájaros de diversas clases, batracios, quelonios, en fin, por todo
un amplio espectro de la zoología caribe, lo cual hizo creer a don Antonio
María que el hijo encaminaría sus estudios hacia la biología animal. Ya
había escuchado el yunque madrugador de Sofonías Zambrano, cabeza de
esa familia del Getsemaní, ubicada en la calle de San Antonio, que vivía
en una casamata de esclavos, en la cual las mujeres eran respetadas por
la ferocidad de su lengua, la sapiencia para el baile y la calentura de sus
entrañas, lo que Manuel llama “la placenta pecadora de la familia”. Ya había
mirado las estrellas por un viejo telescopio situado en el observatorio de la
Universidad de Cartagena, estaba familiarizado con las constelaciones de la
Osa Mayor, la Cruz del Sur, el Gran Orión, las Cabrillas, Pólux y Castor, y a
la medianoche bajaba de la torre con una tormenta de astros inundándole
el corazón y los bolsillos.
Con la solidaridad del tío Gabriel, un radical que por defender a
los campesinos de Montería había tenido que exiliarse en la capital de
la república, Manuel se instaló en Bogotá. Se matriculó en la Escuela de
Medicina de la Universidad Nacional, que a la sazón quedaba en la ya
famosa calle 10, zona caracterizada por ser epicentro de bares, prenderías,
guarida de hampones, casas de prostitución y sitio de cambalaches. Allí
estudiaba por el día, pues por la noche le tocaba hacer de administrador
de billares, escucha de gritos y querellas y asesor sentimental de muchas de
esas gentes sometidas al vaivén de los afectos y a las explosiones terribles
de la vida.
Afirma el escritor que su proceso de concientización fue lento. Un
negro en la Escuela de Medicina era algo raro. En la calle, los niños,
cuando lo veían, agarraban con fuerza las manos de sus papás. El negro
era comparado con el Diablo, así lo pintaban en las hojas de los libros y en

José Luis Garcés González


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las láminas y cuadros religiosos. Era tan extraño que a veces, en las visitas,
debía soportar que la niña inquieta de la casa (una verdadera diablita ella) se
dedicara a desenredar, con un dale y dale tenaz, la crespura de sus cabellos.
En todas partes, ya fuera en el medio académico, intelectual o callejero,
Zapata Olivella era “el negro”. Había en el vocablo un tanto de simpatía o de
desdén, de misericordia o de agresión. Así, esa palabra, se fue convirtiendo
en un muro que le impedía lograr un estatus. ¡Ah, ese es negro! La
discriminación, con gruesas manos, tocaba a la puerta. La tarea básica
consistía en ser consciente de esa situación. Olvidar eso del blanqueamiento
de la piel y del pelo estirado, que tanto acosaba (y acosa) a la juventud negra
de la época cartagenera. Era negro. Era mulato. Y qué.
La medicina empezó a ser vista por Manuel con nuevos ojos. Su
profesor Alfonso Uribe Uribe le sembraría la espina. Ya el paciente no era
sólo una víctima de las bacterias o los accidentes. Era una víctima social.
Y la causa de esas patologías estaba más allá del hospital, de la universidad
o del laboratorio. Estaba en una estructura de poder. En un andamiaje
social que posibilitaba las epidemias y las enfermedades. Asistido por esta
convicción tomó una decisión mayor: abandonar la universidad y salir
a recorrer a pie gran parte de América, conocer la sociedad que gestaba
enfermos. Para afirmarse en esta opción lo asistieron grandes y famosos
vagabundos: Máximo Gorki, Jack London, el rumano Panaït Istrati, y don
Quijote de la Mancha.
Cuando sus condiscípulos y amigos lo supieron, dijeron: ¡está listo,
está loco!

Era una fiebre. Era un delirio. Caminar. Meterse a la aventura.


Graduarse primero en la vida. En una especie de calentamiento, sin decir
nada a nadie, inició la ruta que emprendió Arturo Cova en La vorágine. Era
ya un vagabundo aunque no lo parecía. Iba con ropa de ciudad, ropa de frío.
Llevaba sombrero hongo. En el pasado dejaba su quinto año de medicina.
Contra el pecho llevaba la novela de José Eustasio Rivera. Los buses le

Manuel Zapata Olivella


141
paraban. Lo creían un pasajero extraviado. Pero no, él no se subía. Lo de él
era andar a pie. Iba hacia Villavicencio. Llegó, pero el destino lo obligó al
retorno. Debía cargar baterías para empresas más audaces. Sus amigos lo
vieron: triturados los pantalones, barbado, y sin corbata. Se equivocaron
si creyeron que estaba derrotado. Ya en su consultorio el doctor Alfonso
Uribe Uribe, su profesor de clínica médica, al interrogarle Manuel por la
causa de sus delirios y rebeldías, le dictaminaría: “no, usted no está loco,
usted lo que tiene es afán de ser”.
Al otro día echó todos sus libros en un saco y se fue a la compra-venta
de libros de segunda de la calle 10. Luego, en una empresa naviera le dijeron
que en las próximas 48 horas partía desde el puerto de Buenaventura el
barco Río de la Plata. No importaba adónde fuera, él se embarcaría. Ya
comenzaba a sentirse en lejanas tierras.
Cuando Manuel llegó a Buenaventura el cielo tenía abierto sus
sifones. Se bajó del camión que lo transportó. No halló muchas monedas
en sus bolsillos y por pago le dejó al chofer su chaqueta de tierra fría.
En una mesa de cantina encontró a un marino que tenía en su pecho
un corazón tatuado por un chino de San Francisco. Habló con él. Sacó
las exiguas monedas y lo invitó a una cerveza. El lobo de mar se la tragó
de inmediato. Manuel le confesó su plan y le pidió su colaboración para
subir a bordo. A los pocos minutos cuando sonó la sirena de embarque,
el posible cómplice lo delató y gritó: “Tengan cuidado con ese negro que
piensa colarse de polizón”.
En la costa pacífica el joven Zapata Olivella visitó varios pueblos,
aprendió de la cultura popular y ejerció de médico. Concluido ese ciclo,
regresó a Cartagena. El primero que lo recibió fue su padre. Lo había creído
asesinado, desaparecido, entregado al ejército, volado con una mujer o
suicidado en el Salto de Tequendama, común usanza de la época. Le recalcó
a su familia: “soy un vagabundo”. Trataron de persuadirlo, pero fue inútil.
Su vocación era andar, salir, caminar, ya fuera “afán de ser” o sicopatía.
Decidió emprenderla por la libre. Cualquiera fuera el camino, siempre
debía partir desde la puerta de su casa, la misma en que su padre había
fracasado pocos días atrás en su tarea de iluminarle la razón. Una noche un
capitán de piel oscura y cabellos cenizos, que salía para Obaldía, Panamá,

José Luis Garcés González


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le ofreció embarcarlo. A las carreras, Manuel logró que el gobernador de
Bolívar le diera en una hoja una constancia de que él era un estudiante en
viaje de buena voluntad por las tierras de América.
Con un sombrero de boy scout, un vestido de dril que le había regalado
un amigo ingeniero y un morral que le habían hecho las manos de su
madre, reemprendió su aventura. Muy pronto le entró la preguntadera y
los tripulantes principiaron a llamarlo “el loco de a bordo”.
A las pocas horas cuando despertaba de un sueño plagado de
ballenas, lo detuvieron en una playa frente al mar Caribe varios marineros
norteamericanos. Estaba en apogeo la Segunda Guerra Mundial y los
gringos temían un ataque alemán contra el canal de Panamá. Lo creyeron
espía, fue capturado a punta de fusil y llevado a un campamento militar.
Un oficial le habló a Manuel en lo que él cree que fue chino, japonés o
marciano. Al final le hablaron en español y él dijo que era colombiano.
El hoy escritor creyó que lo iban a fusilar sin fórmula de juicio. En la
madrugada oyó varias ráfagas de metralleta. Al amanecer, una patrulla se
paró frente a la celda donde lo habían encerrado. Manuel creyó que llegaba
la hora del ajusticiamiento.
El centinela le hizo señal de que avanzara. Atrás marchaba lo que él
creía era el pelotón de fusilamiento. A lo mejor lo sometían a Consejo de
Guerra. Metros adelante, para su sorpresa, le entregaron un sánduche de
jamón, mantequilla y queso, y con un movimiento amenazante del fusil
se lo obligaron a comer. La patrulla, con él, salió de la base militar y tomó
el camino de la selva. Manuel pensó que allí sería el sitio del sacrificio.
De pronto se detuvieron y uno de los guardias le entregó el morral y el
sombrero de scout. El joven Zapata Olivella no podía creerlo. Lo dejaban
libre. Desconfiado de que fueran a dispararle por la espalda, aplicándole la
ya conocida ley de fuga, Manuel caminaba y miraba para atrás. Después
echó a correr a lo largo de la playa. Había salido victorioso de su primer
embate contra los diablos de la mala suerte.
De allí en adelante su periplo por Centro América estuvo marcado
por hechos y anécdotas que le concedieron consistencia a su vagabundaje.
Dolor, reconocimiento, paradoja y humor, Manuel abrevó en la diversidad
existencial de lagos, quebradas y lagunas.

Manuel Zapata Olivella


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Una madrugada, en Costa Rica, durmiendo en el vagón suelto de
un tren, no se percató de que el tren llegó y enganchó al vagón. Cuando
despertó estaba en una plantación de banano. Para su extrañeza, en la
pequeña población de Liberia, encontró una biblioteca filosófica. En
Puerto Limón fue estibador y en Cartago recolector de café.
En Nicaragua para poder cruzar un latifundio tuvo que pagarle al
capataz un impuesto de diez centavos. Días después durmió en el portal
de la casa, ya en ruinas, donde había nacido el poeta Rubén Darío: en
Metapa (hoy Ciudad Darío), en 1867. Ese era su homenaje al bardo
nicaragüense.
En la frontera hondureña los policías no se mostraron muy amigables.
Sin embargo, cuando le vieron el sombrero de oficial que le habían regalado
y llevaba puesto, un grupo se cuadró y saludó al supuesto superior. De
inmediato el joven andariego asumió su papel. Preguntó por las novedades,
los agentes le rindieron el informe, recomendó atención y vigilancia y
continuó su marcha.
En Guatemala recordó los tiempos en que, en Getsemaní, se subió a
un ring con el menor de los Zambrano, calzando guantes hechos con lona
de vela de barco. En Chinaltenango, con el nombre de Kid Chambacú,
pactó una pelea a 10 rounds por la suma de veinte quetzales. Manuel, que
pasaba por cubano, fue noqueado técnicamente en el segundo asalto; con
ese dinero y con esos golpes pasó a México por la provincia de Tapachula,
atravesando a nado el río Suchiate.
En la tierra de los aztecas, Manuel Zapata Olivella fue de todo. Atendió
a un moribundo, y fue mensajero, lavaplatos, picapedrero, modelo de
pintores, vendedor de pomadas, arriero en Michoacán, pescador en
Pátzcuaro, periodista, ayudante de mecánico, peregrino. Para evadir
problemas legales se declaró, por su apellido, sobrino de Emiliano Zapata,
revolucionario y agrarista, héroe de ese país.
Un día se encontró en Ciudad de México, con un viejo condiscípulo de
Bogotá. Armando Álvarez, como se llamaba el paisano, lo invitó a su casa,
y allí, junto con otros estudiantes colombianos, le preparó comida y le dio
descanso. En esa situación demoró algunas semanas. Pero el vagabundaje
acosaba. Cualquier tarde dejó una nota y se marchó.

José Luis Garcés González


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El escenógrafo Luis Moya le aseguró que en México sólo había una
persona que lo entendería y lo ayudaría. Médico de profesión y generoso
de corazón. Se llamaba Alfonso Ortiz Tirado, compositor y cantante de
envergadura continental.
A la clínica de ortopedia de Ortiz Tirado, un edificio blanco de dos
pisos, llegó Manuel. Lo primero que le impresionó fue el texto de la placa
colocada en la fachada: “Con mi canto elevé este templo al dolor”. Indeciso
al principio, al fin optó por preguntar por el director. “Está operando”, le
dijo la recepcionista. En el lugar más distante esperó Manuel: agachada la
cabeza, oculta su hambre y su vergüenza.
Una hora después, el joven Zapata Olivella estaba frente a un hombre
alto, fornido, de cabellos canosos y ojos claro-oscuros. Le habló directo:
“Soy colombiano, estudiante de último año de medicina y tengo hambre”.
Sin mirar su harapiento vestido y su lamentable presentación, Ortiz
Tirado abrazó a Manuel y exclamó: “Hijo mío”. Estas palabras hicieron
humedecer los ojos del joven errabundo.
En esa clínica, Manuel encontró amistad, trabajo y casa. Allí avanzó
en la escritura de su novela Tierra mojada. Las relaciones del médico y
cantante le permitieron entrar en contacto con los novelistas Mariano
Azuela, José Revueltas y Agustín Yáñez. Durante una semana, cada dos
horas, estuvo inyectando al muralista Diego Rivera, quien padecía de una
neumonía. Cuando el artista le preguntó al aventurero colombiano cómo
hacía para pagarle, Manuel le pidió que lo tomara como modelo para
un rostro olmeca, indígena de la cultura primitiva de México, que debía
pintar en uno de los murales del palacio donde funcionaba la Secretaría de
Educación. Así fue. Allí quedó la cara mulata del escritor loriquero.
Pero el huracán del vagabundaje no le dejaba el alma tranquila.
Aprovechó un viaje que hizo el maestro Ortiz Tirado y dejó las almohadas
de plumas y las sábanas blancas para volver a la calle, a la incertidumbre
del andariego. Le dejó una nota de agradecimiento al galeno. No podía
evitarlo, eran exigencias de la sangre.
Varios días después se enrumbó hacia el sanatorio de los toxicómanos
del doctor Alfonso Millán, a quien había conocido por intermedio del
ortopedista cantante. Allí fue asistente. El escritor peruano Ciro Alegría

Manuel Zapata Olivella


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sostiene que Manuel tuvo suerte, pues por su catadura y convicciones poco
debió faltar para que lo dejaran como enfermo mental en ese manicomio. No
obstante, el ambiente de disciplina y encierro iba contra la esencia quijotesca
de su espíritu. Otros molinos de viento esperaban los embates de su lanza.
Entonces se vinculó al periodismo mexicano y, además de colaborar
en El Excélsior, hizo reportajes para las revistas América, Hoy, Sucesos para
todos, Mañana y Cinema Repórter.

Pero Manuel quería avanzar. Los pies le picaban. Luego de un intento


fallido, consiguió que la revista Mañana lo certificara como reportero
ambulante de la publicación. Con ese documento y con 200 dólares ingresó
a los Estados Unidos. Tenía pensado escribir grandes reportajes sobre el
trato inhumano que los trabajadores mexicanos recibían por parte de los
empresarios californianos de las extensas plantaciones de naranjas, tomates
y uvas.
La primera experiencia en los Estados Unidos fue traumática. Viajaba
Zapata Olivella en un omnibús hacia Los Ángeles cuando el chofer le exigió
que se levantara del puesto donde estaba sentado y se fuera para el lugar que
le correspondía a los negros, la parrilla caliente del fondo del vehículo. Se
sintió estigmatizado, pero tuvo que obedecer, pasó por la tablilla que decía
“Línea de color” y se fue a ubicar al lado de la gente de su raza. Allí viajaban
los negros unidos por la misma opresión, mermados por el mismo opresor.
Al respecto escribe Manuel en su libro ¡Levántate, mulato!: En aquel
instante alcancé a comprender que el vagabundo había muerto y nacía el
combatiente por la igualdad de los hombres cualquiera que fuera el color
de su piel. Como se dice en la moderna sociología, pasó a ser hombre de
conciencia en sí a ser hombre de conciencia para sí. Fue este, en verdad, un
momento histórico para el joven escritor.
El primer empleo en Norteamérica fue de cargador de un viejo telescopio,
con el cual se rebuscaba otro vagabundo, amante del espacio, quien cobraba
diez céntimos a quien quisiera mirar la luna. A los pocos días el avión del

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millonario Howard Hughes, tratando de imponer un récord alrededor del
mundo, cayó destrozado en una playa cercana a Los Ángeles. El cargador
del telescopio y secretario del astrónomo ambulante le propuso a su patrón
instalar el aparato en una elevación desde la cual se podían ver los restos
del avión. El negocio fue excelente. Los bolsillos del jefe se llenaron como
nunca. Lastimosamente al poco tiempo una grúa cargó con los hierros
retorcidos y el dinero cesó de llegar. ¡Carajo, qué vaina!
Entusiasmado con el joven negro, el dueño del telescopio le propuso
que se fueran a explotar una mina de oro que él conocía en Alaska. Pero
Manuel no aceptó. Decidió quedarse. Otros designios lo llamaban. Pese a
que se hallaba, otra vez, en la calle.
Después consiguió trabajo como ayudante de servicio en una sala de
ortopedia en el Hospital General de Los Ángeles. Un día, olvidando que
era un simple aseador, interrumpió a un profesor que explicaba un caso de
gigantismo. El profesor lo interrogó y Manuel le contestó certeramente con
el inglés que estaba al alcance de su lengua. El médico se sorprendió, no por
la respuesta, sino por su condición de barrendero y de negro. Al otro día,
como castigo a su insolencia, lo mandaron al cuarto donde se lavaban las
bacinillas sucias de excrementos.
Cuando sus otros compañeros negros se enteraron del suceso, la ofensa
inferida lo convirtió en héroe. Durante varios días lo aclamaron como un
bravo opositor a la discriminación racial.
Sintiéndose ofendido en su dignidad de estudiante de último año de
medicina, Manuel se marchó del hospital cuando recibió el primer sueldo.
Por tierra viajó desde Los Ángeles, deseando llegar a Nueva York.
Pero no pudo arribar a la ciudad de los rascacielos. Se quedó en
Chicago. Padeció hambre y angustia. «En el barrio negro encontré
el calor de mis hermanos de piel. Una amiga que en México participó
en varias reuniones del Centro “Francisco Antonio Lisboa”, me brindó
amorosamente su casa. Ella y Leonel, un excombatiente de las fuerzas
aéreas norteamericanas en Europa, contribuyeron a hacer menos
angustiosa mi situación en la populosa urbe». A Leonel, pintor, también lo
había conocido en México en el mismo Centro Lisboa que Manuel fundó
allí con otros artistas e intelectuales. Un tal Peter, vagabundo y veterano

Manuel Zapata Olivella


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de la Segunda Guerra, se ofreció llevarlo a Columbus. Luego penetró a
Nueva York. Sabía que la situación le sería difícil y entonces trató de ser
vendedor de periódicos: no lo aceptaron, desconocía la ciudad. Al fin
logró enganche de mesero en un lugar donde concurrían intelectuales.
Era una pequeña cafetería en el Bowery y allí conoció al novelista Ciro
Alegría, quien más tarde le prologaría su ópera prima Tierra mojada.
En Harlem llegó a la casa del poeta negro Langston Hughes, el cual,
después de escucharlo y oírle decir que tenía hambre, le dio de comer y de
dormir, cediéndole su cama. Más tarde conoció al jazzista Duke Ellington, a
Cab Calloway y Kenneth Spencer. Vendió un cuento a la revista Norte y con
el importe partió en un furgón reservado a los negros a presenciar la huelga
de los tabacaleros de Virginia. Después fue expulsado a bolillo limpio de las
estaciones de buses de Atlanta y Nueva Orleans. Así pendulaba su vida en
Norteamérica: de la fraternidad al desprecio.
Apertrechado de experiencia y de conciencia, escribió Manuel una
serie de reportajes que vendió a la revista mexicana Mañana, la misma
que le había entregado el certificado de periodista que le permitió entrar
a Estados Unidos. Con ese dinero compró un pasaje por vía aérea hacia
Colombia. Lo que había comenzado a pie terminaba en avión. Cuatro años
había demorado la errancia.

Quizá no hay en la literatura colombiana una vida más rica en osadías,


en experiencias, en aventuras que la de ese mulato que respondió y responde
al nombre de Manuel Zapata Olivella. Caminó por las carreteras y los
espíritus. Por despeñaderos y selvas. Por dentro y por fuera de la discutible
condición humana. Acumuló vida. Después escribió. Su literatura procede
de la sangre, como quería Nietzsche.
Además, Manuel tuvo un vínculo muy estrecho con la música. Es
conocido su periplo por Europa con los Gaiteros de San Jacinto; acompañado
de su hermana Delia, exquisita danzarina, recorrió el Viejo Continente hasta
llegar a la Unión Soviética. A esa experiencia, hay que recordar, se sumó en

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Francia el joven Gabriel García Márquez. Unos años antes, Manuel llevó a
Bogotá el primer conjunto vallenato que llegó a la capital de la república,
convirtiéndose en el impulsor primigenio de esa expresión musical, hecho
que aún la Colombia injusta y olvidadiza no le reconoce. Antes que López
Michelsen, Consuelo Araújo o García Márquez aparecieran en el panorama
de la música vallenata, y se llevaran los aplausos, ya Manuel Zapata Olivella
estaba divulgando y estimulando ese ritmo caribeño. Es más, fue Manuel,
cuando ejercía de médico en La Paz (hoy Cesar), quien introdujo a Gabo al
vallenato e inclusive le presentó al compositor Rafael Escalona. En artículo
aparecido el 6 de mayo de 2019 en el diario El Tiempo, p. 2.5, Rafael Rivas
Posada, exrector de la Universidad de los Andes, afirma: Creo que la primera
vez que vino un acordeonero a Bogotá lo trajo Manuel Zapata Olivella. Se
llamaba Germán Pitre, en 1953. Ellos se metieron en San Victorino, y nosotros
los buscábamos por las noches. Apenas se dormía Manuel Zapata, nos
llevábamos al acordeonero para parrandear con los amigos. Esto significa que
catorce años antes de que se hiciera el primer Festival Vallenato, ya Zapata
Olivella había asumido la tarea de divulgar esta música por todo el país. ¿Por
qué la inmensa mayoría de los historiadores no dicen nada al respecto?
Retornando a la literatura, en un rápido e incompleto paneo, puede
señalarse que Manuel, después de Tierra mojada (1947), publicó, entre
otros, los siguientes libros: Pasión vagabunda, He visto la noche, Hotel de
vagabundos (teatro), China 6 a. m. producto de un viaje a Pekín como
invitado a la Primera Conferencia de Paz de los Pueblos de Asia y África,
el cual, a su vez, le produjo un carcelazo en los calabozos del SIC (la
policía política del régimen), al considerar las autoridades de turno que las
declaraciones de Zapata Olivella contrariaban la política internacional del
gobierno del presidente conservador Laureano Gómez.
Luego, publica La calle 10. Idea y funda la revista Letras Nacionales. Edita
Chambacú, corral de negros (Premio Casa de las Américas, 1962). Más tarde,
con En Chimá nace un santo es finalista en 1963 en el premio Seix Barral de
Barcelona, después de luchar a brazo partido durante varias votaciones con
la novela La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa.
Por otra parte, su novela Detrás del rostro obtiene el premio Literario Esso
(1963). Publica también tres historias: Cuentos de muerte y libertad, El galeón
sumergido y ¿Quién dio el fusil a Oswald?. Publica dramas y comedias: Los

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pasos del indio, Las tres monedas de oro, El retorno de Caín, Caronte liberado,
Mangalonga el liberto. Su argumento El siete mujeres fue llevado a la televisión.
Más tarde, El fusilamiento del diablo (que antes se llamaba Viva el
putas), Changó, el gran putas, ¡Levántate, mulato!, y, la más reciente,
Hemingway, el cazador de la muerte.
Vale decir que Changó, el gran putas, su libro más trabajado y más
ambicioso, obtiene en 1985 en Sao Paulo, Brasil, el premio Francisco
Mattarazzo Sobrinho; y por ¡Levántate, mulato!: por mi raza hablará el
espíritu, la Asamblea Nacional de Francia le concede en 1988 el Premio
Literario Nuevos Derechos Humanos.
Viajero incansable, Manuel Zapata Olivella realizó periplos por
distintas regiones del mundo. Su actividad se asemejaba al rayo que no
cesa. Para algunos de sus amigos era difícil ubicarlo. Hoy estaba en Nigeria.
Luego en la antigua Cayena Francesa, o en Kenia, o en África del Sur; un
mes después en Harlem recitando aquellos memorables versos de Langston
Hughes:
He contemplado ríos,
viejos, oscuros, con la edad del mundo,
y con ellos tan viejos y sombríos,
el corazón se me volvió profundo”.
Por motivos de salud, Manuel tuvo que someterse a varias
intervenciones quirúrgicas. Soportó momentos críticos. Permaneció sin
hablar y sin moverse durante muchos meses. Fijo y silencioso, él, que
era palabra y movimiento. En forma estoica aguantó su situación. Pero
no se amilanó. Poco a poco fue recuperándose. El cuerpo, de abajo hacia
arriba, se le fue despertando. Luego, fue recuperando la movilidad y el
habla. Aunque con secuelas de este doloroso proceso, Manuel reinició
sus viajes, estuvo de profesor invitado en varias universidades de Estados
Unidos, dictó conferencias y reinició su escritura. Comenzó y terminó Dios
y el descreído, una novela de más de 300 páginas. Continuó asistiendo a
seminarios en Colombia y en el exterior, dio entrevistas y sufrió en silencio
el fallecimiento de su hermana Delia.
Hasta que el 19 de noviembre de 2004, de aguas y de ingrata recordación,
por orden de Changó y de Yemayá, partió hacia la eternidad. Por deseo

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expreso suyo, sus cenizas fueron lanzadas al rio Sinú, para que este las
llevara al mar Caribe y el Caribe las condujera a África, madre de todos los
ancestros. Queda su obra, su temperamento, su ejemplo. Su forma digna y
erguida de asumir los problemas del arte y de la vida. Su acción incesante.
Porque para él, como para el viejo Vargas, un formidable sinuano de los
tiempos idos, la vida es actividad total. Pues para descansar basta y sobra
el tiempo de la muerte.

Manuel Zapata Olivella


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José Luis Garcés González
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Obras MZO
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junio del 2020

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