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Tú,

enfermo

no

estás

c o l e c c i ó n t r a p e c i s ta s
© Libertad Pantoja, 2021
© D. R. Malabar Editorial
(Servicios de Comunicación
Malabar S.A.S. de C.V.)
Nubia 79, colonia Clavería,
02080, CDMX, México
malabar-ed.com

c o l e c c i ó n t r a p e c i s ta s

Primera edición, septiembre de 2021

edición : Héctor Rojo


diseño editorial : Santiago Solís
diseño de colección : Ana Paula
Hernández y Santiago Solís
ilustración de portada :

Manuella Cano Brouté


corrección editorial : Laura Baeza

isbn : 978-607-98609-2-9

Queda prohibida la reproducción de


este libro de forma parcial o total por
cualquier medio, bajo las sanciones
establecidas por la ley, salvo por la
autorización escrita de los editores
y/o autores de la obra. Las características
de composición, diseño, formato, son
propiedad de la editorial.

impreso y hecho en méxico


Tú,
e n f e r m o

no estás

l i b e r t a d

p a n t o j a
índice

¿ DÓND E E STÁ CE CIL IA ? 11


NAU TL A 29
NIÑO, ¿PO R Q UÉ L L O R A ? 37
YO AHO R A , YO E N TO N CE S 39
DU ÉRMA SE , M I A M O R 51
ESCOND ID O 61
NU ES TR O TE M PL O M AYO R 63
DIENTES 69
LOS AN IM A L E S N O TIE N E N M UÑ E C AS 71
VÍBORA S Q UE M UE R D E N 81

AGRAD E CIM IE N TO S 87
A la magia que reside en

nuestros sueños.

A Samy y a todos mis

compañeros de caminos

que evitan que olvide los

senderos que amo.


Me dijo el rey: «¿Por qué ese semblante tan triste? Tú, enfermo

no estás. ¿Acaso tienes alguna preocupación en tu interior?»

Yo quedé muy turbado, y dije al rey: «¡Viva por siempre el rey!

¿Cómo no ha de estar triste mi semblante, cuando la ciudad

donde están las tumbas de mis padres está en ruinas, y sus

puertas devoradas por el fuego?» Replicome el rey: «¿Qué deseas,

pues?» Invoqué al Dios del cielo, y respondí al rey: «Si le place

al rey y estás satisfecho de tu siervo, envíame a Judá, a la ciudad

de las tumbas de mis padres, para que yo la reconstruya.»

L I B R O D E N E HE MÍ A S 2. 2 - 5
¿dónde
está
cecilia?

Ella estaba sentada en su cama, delgadísima y ojerosa.


No podía hablar. Cuando la abracé sentí sus huesos. La
última de sus amigas mexicanas que quedaba acompa-
ñándola me miró aliviada, lista para irse de vacaciones.
Cecilia, mi hermana, dormía en un colchón indivi-
dual en un cajón de madera. Su cuarto tenía dos venta-
nas muy grandes y una orquídea que ella compró. El
cajón del lado opuesto del cuarto estaba vacío. Había
un clóset grande, lleno de la ropa de Cecilia y su roomie.
Todo me pareció grisáceo y sucio.
Le pregunté a Cecilia qué había pasado, pero ella no
podía responder. Tal como ya me habían dicho sus
amigas, se comunicaba por medio de señas, fastidián-
dose rápidamente de que no la entendiéramos. Cecilia
me abrazó, sonreía.
—Habla a la embajada —me dijo su amiga mexica-
na antes de irse.
Ayudé a Cecilia a bañarse como cuando éramos pe-

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queñas y le puse ropa limpia. En eso se hizo de noche.
Nisant, el mejor amigo de Cecilia allá, me mandó un
mensaje diciendo que nos esperaba en el comedor. No
podía encontrar el lugar, todos los edificios de la resi-
dencia universitaria formaban un conjunto autosimi-
lar. No recuerdo cómo la llevé hasta ahí.
El comedor, con sus luces blancas y pálidas, me pa-
recía enorme, como toda la residencia universitaria en
sí. Tomando de la mano a Cecilia, me asomé por la
ventana: vi un bosque. La enormidad de todo me ma-
reaba. Me sentí angustiada, como si perderme en esa
ciudad fuera una condena a la que no podía escapar.
Escuché todas las instrucciones que Nisant me
daba para comprar la comida cuando, de la nada, Ceci-
lia comenzó a hablar: hacía preguntas al vacío sobre si
ella había tenido la culpa, sobre si había matado a al-
guien y repetía y repetía que no quería hacerlo. Cuan-
do le preguntábamos qué cosa no quería hacer, no nos
sabía responder. Mencionó muchas veces el nombre
Robin. Nisant dijo que Cecilia tenía un novio, pero
que ella nunca quiso contarle sobre él. Encontré un
“Robin” en el celular de Cecilia. Le escribí, pero nadie
me contestó.
Cecilia hizo todo lo que Nisant y yo le pedimos, con
una expresión de preocupación que me desgarraba las
entrañas. Comió una, dos, tres cucharadas, hasta ter-
minarse casi la mitad de un trozo enorme de lasaña.
Tuve miedo de nunca volver a platicar con ella sobre
sus proyectos de la escuela, sus novios, los arreglos que
quería hacer en el jardín de mis padres. Miedo de que
jamás volviera a ser ella misma.
Dos horas después, en el hospital general, como si
no escucharan sus delirios proferidos en español, en

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inglés y en francés, dijeron que lo que tenía Cecilia no
era una emergencia, que había que hacer cita para una
evaluación física, así podrían canalizarla al departa-
mento más adecuado. Les rogué que la atendieran,
pero insistieron en que siguiera los procedimientos;
me dijeron que entendían mi preocupación por ella,
pero no podían hacer nada al respecto. Yo no sabía de
qué otro modo reclamar. Mamá era la experta en lo-
grar que nos atendieran en el Seguro Social. Sentí que,
de cualquier modo, lo que era válido en México no
serviría aquí.
Después de perdernos dos veces dentro del hospital
y en los jardines que lo rodeaban, de gritarle a un hom-
bre que se ofreció a ayudarnos a encontrar el camino y
de tomar un taxi, por fin regresamos a su cuarto. En-
tonces recordé lo que me había dicho su amiga: “habla
a la embajada”. Yo solo quería llevarme a Cecilia de
vuelta a casa de mis padres y dejar ese país de jardines
confusos y enormes, así que llamé. Alguien de nombre
Salvador contestó de inmediato. Le conté cómo estaba
Cecilia y nuestra experiencia en el hospital.
—El invierno es muy duro aquí —me dijo por telé-
fono—. Mañana mando a Diana para que te eche la
mano. No te preocupes, no es la primera vez que pasa,
vas a ver que todo va a salir bien. Ahorita te paso la
dirección de un hospital donde atienden estos casos,
pueden verse ahí.
Anoté la hora, la dirección y las señas de Diana y le
di las gracias a Salvador.
Cecilia cantó canciones de películas para niños du-
rante horas viendo al techo. La abracé, llorando. Yo
llevaba dos días viajando sin dormir y, aunque estaba
cansadísima, no quería cerrar los ojos. Examiné a los

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amigos de Cecilia uno a uno, mentalmente, tratando
de decidir cuál de todos era el culpable y qué era lo
que le había hecho. Imaginé cómo les sacaría la infor-
mación, arrancándoselas del pecho mientras les des-
trozaba la cara y los dedos. Pensé que todas sus ami-
gas eran unas mentirosas y que todos sus amigos eran
unos violadores.
Desperté cerca de las cinco de la mañana. Cecilia no
estaba: se había escabullido mientras yo dormía. Nun-
ca se me perdió cuando éramos pequeñas. Entonces
empecé a escuchar: oía unas voces, bajas y distorsiona-
das. Aterrada, supuse que mis nervios y la falta de sue-
ño me iban orillando a un estado similar al de Cecilia.
Le avisé a Nisant que ella no estaba, me puse el abrigo
y salí corriendo. Afuera, escuché los gritos de Nisant
en medio del patio. Su voz se mezclaba con las otras
voces que había oído. Corrí durante horas por los jar-
dines de la residencia universitaria, me perdí en ellos
hasta que, cansada, me detuve a llorar en una fuente.
Pensé por un momento que todo era mi culpa, que
alguna de las cosas horribles que le había hecho cuan-
do éramos niñas había causado todo esto. Seguro la
vez que la dejé caer en el sube y baja; cuando la culpé de
que tuviéramos que regresar antes a la casa porque ella
era pequeña y ya quería volver y puse a todos nuestros
primos en su contra; cuando se mordió la lengua mien-
tras perseguía un pollo de cuerda jugando conmigo; o
quizá cuando se estampó en la pared porque no le ex-
pliqué cómo jugar a la gallinita ciega. Hice a un lado
esos recuerdos. Si era mi culpa o no, eso no me ayuda-
ría a encontrarla.
Cecilia me había dicho que aquellos jardines eran
hermosos en primavera, pero en ese momento estaban

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secos. El cielo, que poco a poco se iba desprendiendo
del invierno, estaba gris. Llore y lloré observando todo,
como si Cecilia estuviera por aparecer. Entonces sentí
una mano en mi hombro. Volteé, pero no era ella.
—Tú eres la hermana de Cecilia —me dijo una chi-
ca sonriendo. Era muy blanca, de cabello castaño y
ojos cafés.
—¿Dónde está mi hermana? —le dije tratando de
dejar de llorar, tomándola desesperadamente por los
hombros.
—No lo sé —me contestó sin abandonar su sonrisa
de niña grande, acomodándome el cabello—. Soy
Apolena. Tomo clases con ella. Puedes encontrarla si
sigues escuchando.
Se rio al ver mi expresión. Su risa era suave y acari-
ciaba. Me dijo riendo que, si de verdad quería escuchar,
necesitaba beber algo fuerte. Luego se puso seria y me
aseguró que, al igual que Cecilia, yo escuchaba la esta-
ción equivocada. Le dije que yo solo quería escuchar lo
suficiente para hallar a Cecilia.
—Solo las estrellas saben dónde está —me asegu-
ró—. Ellas ven todo.
—No te entiendo, ¿cómo voy a encontrarla? —pre-
gunté.
—Está donde la llamaron las voces de personas que
escuchan como tú y como yo —me contestó Apole-
na—. De personas que ven, como tú vas a ver y a oler y
a sentir si sigues por este camino. Tienes que sentir
todo esto, lo necesitas. —Cerró los ojos, inhaló y con-
tinuó—. Ella ya está en su cuarto. Corre, tienes que
estar muy al pendiente si no quieres que desaparezca
de nuevo.
—¿Cómo sabes que ya volvió?

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—Todos volvemos —dijo mostrando su sonrisa
infantil.
Sentí un escalofrío.
—Estoy en la torre A-7, en el 502. Ve en la tarde.
Lleva a Cecilia.
Regresé al cuarto de Cecilia caminando por los jar-
dines. Le escribí un mensaje a Nisant de mi encuentro
con Apolena. Él, como si no lo hubiera leído, me con-
testó que ya había reportado la desaparición de Cecilia.
Tal como Apolena había dicho, Cecilia estaba de pie
junto a su cama. A pesar de lo delgadísima que era, se
veía normal. No parecía recordar el miedo ni las voces
que yo seguía sintonizando gracias a los nervios y al
cansancio. La abracé. Cecilia me sonrió. Todo su cuer-
po estaba cubierto de una delgada capa de polvo de un
tono cremoso, como si fuera un talco sin perfume. Su
cabello, enmarañado como un nido, olía a campo, a un
guisado complejo con muchas hierbas y especias. Es-
peré a que se bañara y le cepillé el cabello. Traté de que
me dijera lo que había sucedido, pero a pesar de que se
veía alegre hablaba poco.
Llamé a Nisant. Él se reunió con nosotros en el
cuarto de Cecilia. Después de agradecerle, Cecilia y yo
tomamos nuestras cosas y nos dirigimos a ver a Diana
en el hospital. Cecilia se ponía cada vez más nerviosa,
como si no soportara el ruido, la gente y la luz.
Presté atención a lo que preguntaba la doctora, a lo
que decían Diana y Cecilia. Surgió una voz en mi cabe-
za a la que se sumaron infinidad de voces que resona-
ban con el tecleo de la doctora en la computadora. Me
contaban de Cecilia, de nuestro regreso. Unas me de-
cían que debía ir con Apolena; otras, que me alejara de
ella. Se mezclaban, contradiciéndose. Cecilia comenzó

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a hacer caras, cada tecla de la doctora le laceraba los
oídos con mil voces, igual que a mí. Diana me dijo que
la doctora comentaba que Cecilia estaba mal, que no
podía volar así y que tendría que quedarse al menos esa
noche en observación. Cecilia asintió, cansada y preo-
cupada. Le agradecí a Diana. Creo que nunca le he
dado las gracias tantas veces a alguien. La abracé. Ella
me dijo:
—No te preocupes, se pondrá bien.
Yo le creí a pesar de las voces y del dolor de Cecilia
que retumbaba en mis oídos.
Diana me acompañó a ver el que sería el cuarto de
Cecilia en aquel hospital, así como la sala para los enfer-
mos. Se veía limpio, ordenado y tibio. Recibieron a Ceci-
lia, la hicieron firmar un documento de consentimiento.
Diana me dijo que ya no servirían comida ese día y
tendría que conseguir algo para Cecilia, además de
ropa cómoda. Salimos a una calle concurrida. Diana
me recomendó un lugar para ir a comer un guisado lo-
cal una vez que me hubiera ocupado de lo que Cecilia
necesitaba.
—También tienes que cuidarte —me dijo.
Le agradecí de nuevo y fui a comprar una sopa ca-
liente para Cecilia. Conseguí una pijama y unas chan-
clas. Pensé que, si era necesario, al día siguiente le lleva-
ría más cosas. De regreso al hospital, me senté con
Cecilia a verla comer su sopa hasta que terminó la hora
de visitas. Mi hermana se veía casi normal.
Tuve que salir de ahí y caminé por la ciudad. Cecilia
me mandó un mensaje diciendo que le quitarían el ce-
lular y que ya se iba a dormir. Apenas eran las seis de la
tarde. Sentí miedo y alivio de tener que dejarla ahí.
Ambas podríamos dormir bien esa noche, sin riesgo de

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que algo malo le pasara. Yo moría de sueño, pero no
quería acostarme, quería caminar y caminar hasta de-
jar mi cuerpo tan cansado que no pudiera sentir miedo.
Entré a un restaurante. Por recomendación de Diana
pedí carne en un guisado rojizo como de jitomate, lige-
ramente salado y ácido. Sentí de inmediato cómo me
levantaba el ánimo, cómo me alimentaba volviéndome a
la vida. Pedí una cerveza oscura, que era fuerte y dulce.
Me comí un dumpling de papa y después de eso apenas
pude probar la col agria. Las luces eran cálidas, el servi-
cio amable, la música suave. Contesté los miles de men-
sajes que me había mandado papá y traté de organizar
mis ideas, de pensar en el trabajo, en cuándo le diríamos
a mamá, en cómo lo pagaríamos: ninguno de los segu-
ros de gastos médicos mayores cubre emergencias psi-
quiátricas. No pude pensar mucho en eso. Tenía que ir
a la residencia universitaria a empacar las cosas de Ceci-
lia y a ver a Apolena para decirle que nadie se había lle-
vado a Cecilia, que ella estaba en el hospital, que nos
íbamos a ir a México y que todo iba a estar bien.

Apolena abrió su puerta. En cuanto notó que Cecilia


no iba conmigo, su sonrisa se esfumó.
—¿Dónde está Cecilia?
Le conté del hospital y su rostro se ensombreció.
—No, no. Debiste traerla aquí. La vas a volver a
perder —dijo mientras me abrazaba. Me dieron ganas
de gritarle, de golpearla.
—No —le contesté—. Ya la van a atender, va a es-
tar bien.
—No —dijo ella—, ahora sí se la van a llevar y ten-

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drás que ir por ella.
Apolena tomó una cerveza de su cuarto y la guardó
en mi bolsa. Me deseó suerte y me bendijo sin que yo
pudiera entender lo que sucedía.
—¿Quién se la va a llevar?
—No puedo ayudarte más de momento. Consigue
algo más fuerte para beber. Vuelve mañana— dijo ce-
rrando la puerta antes de que yo pudiera reaccionar.
No entendí nada. Me sentí mareada, pensé que tal
vez Apolena había sido quien le había dado alguna
droga a Cecilia y llegando al cuarto de mi hermana
guardé la cerveza en el refrigerador. Ya no oía voces.
Estaba muy cansada. Recordé la vez que Cecilia
estuvo en un hospital, cuando tenía ocho años y le dio
una colitis tan fuerte que pensamos que tenía apen-
dicitis. En esa ocasión le di a mis padres mi peluche
de dinosaurio favorito y un libro para que se los lle-
varan. Me dormí pensando en eso y en los juegos que
jugábamos las dos. Soñé que Cecilia y yo estábamos
en un restaurante en México. La mesa era de barro;
la luz, unas velas. Éramos los únicos comensales, ha-
bíamos bebido mezcal y Nisant abrazaba por la es-
palda a una mujer morena con el torso desnudo que
parecía mexicana, luego de la India, luego era mamá,
luego era un rostro plano con una ventosa enorme.
En el restaurante crepitaba una hoguera. Los tentá-
culos de la cabeza de la mujer brillaban con la luz
amarillenta. La ventosa me llamaba, trataba de al-
canzarme con sus tentáculos.
En la mañana, antes de que me encaminara a la pri-
mera visita de Cecilia, sonó mi teléfono: Cecilia no es-
taba. No se explicaban cómo había escapado. Estaba
medicada, era imposible. La enfermera seguía hablan-

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do, pero yo no la escuchaba. Imaginaba a Cecilia afue-
ra, sola, perdida, aterrada por los horrores de su mente.
Colgué el teléfono con toda la calma que pude y empecé
a llorar. Juraría que los muebles vibraron con mi dolor,
con mis gritos en medio del llanto, con mi furia contra
Apolena. Con el dolor de haber sido tan tonta como
para perder a Cecilia de nuevo. Las voces, ahora débiles,
volvían a llamarme. Una vez más decidí ir por ella.
Cecilia nació cuando yo tenía cinco años y pensaba
que ya nunca tendría hermanos. Jugábamos juntas,
pero yo no sabía bien cómo jugar con algo tan chiquito,
cómo cargar algo tan pequeño. Mamá me regañaba
porque yo hacía ruido al jugar y no la dejaba dormir,
aunque Cecilia dormía como piedra. Tardamos años
en llevarnos bien y empezar a jugar a preparar banque-
tes, a las guerras de los ponis carnívoros, a lanzarnos
puños de espuma en la regadera.
Fui al comedor de la residencia universitaria, comí
convenciéndome de que necesitaba fuerzas para en-
contrar a Cecilia. Dejé más de la mitad en el plato. Era
como si la comida me raspara la garganta y me hiciera
daño. Cuando terminé fui a buscar alcohol. En el mini-
súper de la residencia solo había cerveza y botellas pe-
queñas de Becherovka y Tuzemák. Nunca los había
probado, pero compré una de cada uno.
Al llegar al cuarto de Cecilia le envié un mensaje a
Nisant y llamé a la embajada con toda la calma que
pude. Ya les habían notificado. Me dijeron que harían
todo lo que estuviera en sus manos. No sé de dónde
saqué la tranquilidad para hacer esa llamada.
Destapé ambas botellas. El Becherovka olía a hier-
bas. Le di un trago: era fuerte, sabía a canela y a clavo.
Me asomé a la ventana. Imaginé que los bosques olían

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a canela y a clavo, y di un segundo trago. Las voces eran
muy suaves, apenas un murmullo. Entonces salí. Eran
cerca de las cuatro y empezaba a oscurecer.
Llegué a la puerta de Apolena y en cuanto me abrió,
dijo:
—Solo la recuperarás si te quedas con nosotros.
—¿Qué?
—Tienes que aprender a escuchar, a dejarte llevar
por el buen camino. Te voy a presentar a Robin, él te va
a enseñar cómo llegar a Cecilia —dijo Apolena con la
sonrisa a flor de piel.
Yo no entendía. Si tanto quería encontrar a Cecilia,
¿por qué Robin no me había contestado? Lo odié, odié
a todos.
—No me interesa. Solo quiero hallar a mi hermana.
—Sí, comprendo, pero si Bog y Robin no se recon-
cilian, Cecilia seguirá rodando de un lado a otro, por
eso era importante que la trajeras conmigo.
—No sé quién es Bog. No entiendo nada ni me
importa que nadie se reconcilie, quiero encontrar a
mi hermana, sacarla de aquí y que todo vuelva a ser
como antes.
—Entonces yo no puedo ayudarte —me dijo Apo-
lena. La tristeza la hacía ver como un conejo perdi-
do—. Tienes que hablar con Bog.
Le dije que hablaría con quien fuera necesario. En
ese instante su puerta se azotó y yo quedé fuera de su
cuarto ardiendo en ganas de despedazarla.
—No será con Robin —dijo Apolena dentro de mi
cabeza—, pero puedes ver a Bog si te subes mañana a
las cuatro de la tarde al tren que sale de aquí hacía An-
del. Hoy ya no lo alcanzas.
Golpeé su puerta con la fuerza que mis puños

21
habían adquirido tras dos noches de sueño. Le grité a
todo pulmón que los odiaba por llevarse a Cecilia y por
pretender llevarme a mí también y me fui, deseando no
encontrarme a Nisant ni a nadie.
Ya no podía hacer más. Sentía los brazos y las pier-
nas pesados y al mismo tiempo débiles mientras mira-
ba al cielo esperando que se despejara de nuevo para
poder ver las estrellas.
Yo le presenté su primer novio a Cecilia. Era el her-
mano de una amiga. No resultó. Se aburrieron rápido
el uno del otro. Pero eso nos acercó, hizo que tuviéra-
mos algo de que platicar todas las noches.
Le hablé a Nisant desde el cuarto de Cecilia:
—Vente —me dijo, molesto.
Llegué al cuarto de uno de sus amigos de la India.
Mientras Nisant llamaba una vez más para reportar la
desaparición de Cecilia, sus amigos me dieron de ce-
nar cosas que sabían a comino, a cúrcuma y al perfume
de todas las especias. Me miraban consternados
hablando en hindi sin que yo pudiera entender nada.
Hablé con Nisant y tomé dos cervezas con ellos antes
de irme a dormir.
Soñé con Cecilia. Estábamos en casa, pero no era
realmente nuestra casa. En la sala había una caja llena
de agua a manera de estanque para los gatos. Cecilia se
metía en él. De pronto, ella era un gato más. Yo no
sabía qué hacer. Estábamos solas. Un guiso se quema-
ba en la estufa, el humo negro se convertía en insectos
y pájaros negros y de pronto los muebles se estreme-
cieron y yo grité y grité y desperté gritando.
Antes de salir al metro bebí una botella de medovi-
na que Nisant me regaló cuando le conté lo que iba a
hacer. Me dijo que estaba loca, que esperara a que la

22
policía encontrara a Cecilia, que no quería tener que
llamar para reportar la desaparición de las dos, pero al
ver que no me detendría, sacó la botella de su gaveta y
me deseó buena suerte.
—La estaba guardando para el fin de semestre. Es
vino de miel. Tiene más alcohol que una cerveza, por si
lo que te dijo la Apolena esa es cierto.
Supe que ya no había marcha atrás cuando el tren,
después de media hora de viaje, no llegó a Andel como
estaba previsto, sino que se internó en un bosque triste
y denso. Además de mí, en el vagón solo había una chi-
ca de alrededor de dieciocho años. Nos vimos. Sus ojos
eran oscuros. Dejé que sintiera todo el peso de mi mi-
rada meterse en sus ojos perdidos entre los árboles.
Mis ansias bajaron. No era ella a quien yo quería
destruir. Me senté a su lado. Ella, delgadísima como si
viviera de aire, me miró sin parpadear. Como si le dol-
iera, dejó asomar una sonrisa, luego apretó los ojos
asintiendo muy suavemente. Estaba pálida y ojerosa;
podía sentir su cansancio, tan pesado como el mío,
pero ni siquiera cercanamente tan poderoso, tan inten-
so, tan vivo. Se levantó y me tomó de la mano sin
hablar. Entonces el tren se detuvo.
El bosque se veía oscuro. A lo lejos, la luz rojiza de
los últimos rayos del sol estaba por ocultarse, conta-
giando su brillo a todo a nuestro alrededor.
—¿A dónde me llevas? —le pregunté. Solo se me
quedó viendo con esos ojos enormes, tristísimos. Quise
sacudirla y al tocarla sentí sus huesos.
No había ningún camino, pero ella avanzaba a paso
seguro hacia donde el zumbido de las voces era más
intenso. Nos internamos más y más en el bosque.
Pensé que en una o dos semanas alguien encontraría

23
mi cadáver ahí. Habíamos andado cerca de quince
minutos cuando ella se detuvo. El zumbido de las vo-
ces era casi un bramido, pero sordo, ininteligible.
En medio del bosque estaba Bog.
—Todavía puedes quedarte con nosotros. Te
ayudaremos a controlar tu ira y tu miedo: a encontrar a
Cecilia. Robin ha estado jugando con su mente y si no
llegamos pronto ella acabará como la pobre Camila —
me dijo con su voz melodiosa después de presentarse,
señalando a la chica delgada.
Abracé a Camila.
—A ti no te encontraron —le dije sollozando, aun-
que fuera inútil.
—¿Y cuánto voy a tardar en dar con ella si me que-
do con ustedes? —le pregunté desesperada a Bog.
Él era muy guapo y eso lo hacía más horrible.
Imaginé que Robin sería igual que él.
—El tiempo que tenga que tomar.
—Acabas de decir que no tenemos tiempo. No qui-
ero aprender nada, solo quiero llegar con ella y llevarla
de vuelta a casa.
—Hay dos formas: te ayudamos nosotros o te ayu-
da Robin.
—¡No! —gritó algo dentro de mí—. Dime la ver-
dad, ¿cómo encuentro a Cecilia? Quiero la verdad.
Lo escuché reír:
—Tú no podrías reconocer la verdad, no puedes
tolerarla porque no sabes nada.
Me miró divertido. Vio cómo mis puños se cerra-
ban, cómo se me fruncía el ceño.
—Si quieres la verdad, escucha. Sigue las voces que
te están llegando ahora y vete. Sabrás que llegaste
cuando estés en la playa. Entonces mira al cielo y cuen-

24
ta las estrellas hasta que ya no puedas. Si sobrevives,
regresa. Yo mismo te ayudaré a encontrar a Cecilia y se
irá contigo. Si no, te pudrirás en la playa y me comeré
tus ojos muertos, con ellos yo encontraré a Cecilia.
Lo miré sintiendo que mis ojos tenían la facultad de
perforarlo.
—Te estás tardando —me dijo con calma, sonrien-
do como Apolena—. Guárdate tus gritos y tus golpes,
vas a necesitar energía.
Volteé a ver a Camila. Su mirada se perdía en el
cielo. Caía una nieve fina y ligera. Saqué la lengua para
probar la nieve y miré hacia arriba. Las estrellas se
asomaban entre las nubes, incontables, como nunca
las había visto en la Ciudad de México. Luego me di la
vuelta y me concentré en escuchar y caminar, caminar,
caminar.
Supe que ese era el lugar en cuanto llegué: las estre-
llas relucían en el cielo más brillantes que nunca, incon-
tables, indecibles, palpitando con el mundo, vaciando
en mi cerebro lo que era el mundo, todo. Conté cinco y
me llegaron imágenes de Cecilia; la vi, sabía dónde esta-
ba; le grité y ella volteó hacía mí, reconociéndome, pero
luego más y más imágenes me la arrebataron: vi la casa
de mis padres, mi nacimiento, mi muerte, el nacimiento
de Cecilia, luego ya no estaba yo, ya no importaba, ni
Cecilia. Vi el nacimiento del mundo, la bruma de la
nada, el nacimiento del universo y más y más cosas que
se me atoraban en el estómago, en el ano y en la boca,
que no me dejaban respirar, que me ahogaban un minu-
to, un segundo, una hora, mil años. Me empezó a san-
grar la nariz. Tragué. El sabor de la sangre, metálico,
rasposo, inundaba mi garganta, pero también me regre-
só un poco a la vida, me distrajo de ver el mundo.

25
Me eché al suelo, arrastrándome por la playa, con la
cabeza a punto de explotarme de tanta información
que mi cuerpo, yo, no quería, no podía soportar. De-
seaba alejar eso de mí, tanta sabiduría, tanto conoci-
miento inasible. Vomité en la arena un líquido que
brilló bajo la luz de la luna. Sentí, ya fuera de mí, cómo
mi cuerpo se hinchaba, se expandía y actuaba por sí
mismo: primero dando vueltas por la playa en cuatro
patas sin parar, luego pataleando, golpeando solo, soli-
to, sin que yo pudiera controlarlo, como si fuera otra
cosa ajena a mí. Pensé que ya había acabado todo, que
en cualquier momento aquello que me sujetaba a la
vida se rompería y podría descansar. Quería descan-
sar: era demasiado.
Luego, escuché un pequeño estruendo: las voces del
mundo venían; las estrellas las vaciarían en mí, matán-
dome. Apenas eran un murmullo lejano, que comenza-
ba a bajar desde el cielo. De inmediato regresó una idea
a mi mente: Cecilia. No la había encontrado aún. Qui-
se luchar contra la verdad que las estrellas vaciaban en
mí. No quería ese conocimiento que mataba. No que-
ría saber nada. No estaba lista, quizá no lo estaría nun-
ca. Comencé a gritar:
—No, no, no. No quiero nada de esto, yo solo quie-
ro encontrar a Cecilia.
Y sí, quería encontrarla, pero sobre todo quería se-
guir latiendo, seguir viviendo.
—No me quiero morir —dije en voz baja.
Una última bocanada de vómito salió trabajosa-
mente de mí y entonces descansé de la lucha, dejándo-
me caer en la arena. El murmullo se detuvo. Las estre-
llas volvían a ser solo estrellas, silenciosas, titilantes.
Las vi tendida en la arena. Rodé sobre mí y, como pude,

26
estiré mis brazos para tomar impulso y levantarme.
Mis brazos y mis piernas eran como tallos tiernos,
como fideos aguados que me costó muchísimo endere-
zar. Logré sentarme. No quería dormir. Sentí que mo-
riría o que Bog llegaría por mí, que me destrozaría y
esparciría mi cuerpo por la playa mientras yo no podía
reaccionar. Él tomaría mis ojos y todo estaría perdido.
Miré al cielo: todo me daba vueltas. No podía pen-
sar con claridad. Mi boca estaba seca y mi garganta y
mi frente ardían. No quería hacer nada, únicamente
pensaba en seguir ahí y que la brisa del mar me curara,
que me limpiara el cuerpo de la verdad que hace unos
momentos había atiborrado mi mente. Mi cuerpo, mi
pobre cuerpo, mi yo, dio de sí. Se durmió, me dormí.
No soñé nada. Descansé.
Al día siguiente sentí el agua de mar, fresca y tibia a
la vez, lavándome el vómito seco que se había quedado
en mí, lamiendo mi sangre hacia su fuente materna ori-
ginal. Me ardían los ojos, la nariz, la boca cuarteada
como un viejo jarrón. Sentí el calor de la mañana. La
primera mañana del mundo. Junto a mí brincoteaba un
pececillo; lo tomé entre mis manos, lo acaricié y le di
una mordida, luego otra, hasta que ya no hubo pez.
Busqué más peces mientras lloraba: qué hermoso era
tener hambre, ver el amanecer, acariciar un pez de piel
plateada y reluciente, arrancarle la vida.
Me senté a observar el Sol, el horizonte, a sentir la
brisa y, cuando mi respiración se hizo lenta y todo me
supo a mar, me levanté. Limpié mis brazos, mi rostro y
mi cabello en el agua. Me quedé de pie a secarme al sol.
Luego me vestí, lista para ir a confrontar a Bog.

27
nautla

Para Samantha P. H.

Yo conocí Nautla cuando tenía diez años. Fui con mis


papás, mi tío Juan y mi hermana porque mamá quería
ir al mar, comer pescado a la talla y camarones al mojo
de ajo.
Dice mi mamá que cuando ella tenía cinco años, la
playa de Nautla todavía estaba cubierta de piedras gri-
ses. En el pueblo había muchos talleres donde la gente
trabajaba el vidrio. El mar era verde como las esmeral-
das y había cangrejos ermitaños por toda la costa.
Poco después de que mi mamá la visitara con mi tío
Juan y mi abuelita, el huracán Silvestre desbarató to-
dos los talleres, llenando la playa de trozos de vidrio
de colores que ahora cubren la orilla del mar de Naut-
la como dulces.
Mi mamá y mi tío se sorprendieron cuando baja-
mos del carro. Los hoteles que recordaban ya no ex-

29
istían, solo estaban la posada La mansión, donde la
noche era impagable, y unas casitas de madera en la
playa donde se podían hospedar hasta dos familias en
cada una. Mis padres decidieron que pasaríamos la
noche en esas últimas. Me extrañó no verlos desanima-
dos a pesar de que en la casita se colaba el aire y se
metían los cangrejos por debajo de las tablas. Todos los
espacios estaban separados por cortinas: la otra famil-
ia, el baño y también la sala de televisión.
Mis papás salieron a comprar agua, galletas y su me-
dicina para dormir. Mi tío se sentó en una de esas sillas
que parecen una hamaca en medio del cuarto a cuidar-
nos y no tardó en quedarse dormido. Samy y yo jugamos
un rato en el piso hecho de cuentas de vidrio de colores.
De repente encontrábamos pedazos pulidos de
trastes y animales, había algunos un poco más grandes
que la palma de mi mano, pero nada entero. Estaba lle-
no de cuentas y gotas. Algunas brillaban, otras eran
opacas. Estas, aunque nunca hubieran sido tazas ni
animales, tenían formas en las que adivinamos algunos
seres e incluso personas para jugar con ellas. Comenza-
mos a armar una granja con las figuras.
—Todo lo bueno se queda a la orilla del mar —dijo
una voz desde la sala de televisión—. Ahí está lleno de
cosas.
Samy y yo nos asomamos. Había un chico de unos
18 años mirando a la pantalla.
—¿Cómo supiste que veíamos piedras? —le pre-
guntó Samy.
Él se encogió de hombros y contestó sin dejar de ver
la tele:
—Todos lo hacen al llegar.
—¿Cómo sabes que lo hacen todos?

30
Cuando Samy pregunta termina incomodando a la
gente, al menos eso dice mi mamá, así que decidí cortar
su racha con una pregunta más simple.
—¿Cómo te llamas?
—Ángel —dijo sin despegar la vista de la pantalla.
Ángel era, quiero pensar que aún es, alto y delgado.
Imaginé que sería hijo de la familia con la que
compartíamos la cabaña; me senté junto a él, Samy me
siguió. Ángel veía un canal donde solo pasaban imá-
genes de distintos lugares del país y mencionaban cómo
estaba su clima cada tanto.
—Cámbiale. Está muy aburrido —dijo Samy.
—Shhht —respondió Ángel llevándose el dedo
índice de la mano derecha a la boca.
—Veracruz —anunció la televisión—, veintisiete
grados, cielo despejado.
El cielo nocturno apareció en la pantalla al ritmo de
una canción tranquila, luego la pantalla se dividió en
cuatro para mostrar distintas localidades de Veracruz.
Ángel miraba con detenimiento, como si pudiera ver
algo invisible para Samy y para mí. Como si pudiera
leer las estrellas del cielo.
—Está empezando —dijo Ángel y salió por la sala
hacia la playa dejando la puerta abierta. Samy y yo nos
quedamos viendo un momento. Ella no dudó y fue tras
él. Yo los seguí.
Tal como nos había dicho, la orilla del mar estaba
cubierta de objetos de vidrio: tazas, vasos, animalitos,
incluso una jarra en tonos verdes y amarillos que tomé
para mamá. Las cuentas de colores brillaban con la luz
de los últimos rayos de sol, las estrellas y la luna. Puse la
jarra en el piso y metí mi mano entre las cuentas lisas.
Se escurrieron entre mis dedos, tibias. Sus colores eran

31
intensos y reconfortantes como si cada cuenta fuera una
pequeña realidad. Tomé una para ver su interior.
—Mira —me dijo Samy dejando caer varias de las
cosas que había recolectado.
Solté la cuenta. Ángel estaba frente al mar, veía ha-
cia el cielo donde los últimos rayos del sol se oculta-
ban, y en la franja violácea que se formó separando el
día y la noche se observaban estrellas fugaces que
provenían de todas partes del cielo oscuro precipitán-
dose hacia el horizonte. Nos acercamos a Ángel, que
nos tapaba la luz.
—Éscaton —dijo Ángel.
—¿Escapunk? —preguntó Samy, que había es-
cuchado a tío Juan decir la palabra suficientes veces
como para que se le grabara.
—No, dijo escatón, me suena como escatológico —
respondí citando otra de las palabras favoritas de tío
Juan. Nos callamos ante el silencio de Ángel. Él nos
seguía ignorando mientras observaba el cielo y el mar
con los dedos de la mano izquierda y derecha en-
trelazados frente a él. También vimos hacia el horizon-
te, donde una figura blanca surgió en la lejanía y se
acercó a nosotros por el mar.
—¿Qué es? —preguntó Samy sin dirigirse a Ángel
o a mí.
—Una ballena —dije, segura. La figura, lejanísima,
parecía un semicírculo enorme que venía por la super-
ficie del agua, con una protuberancia encima
—No hay ballenas con cuernos —dijo Samy.
—A que sí, se llaman narvales —contesté.
Conforme la figura se acercaba, ya no estuve tan se-
gura de que fuera una ballena. Su cuerpo se fue per-
filando, como si adelgazara poco a poco conforme se

32
acercaba, haciéndose más nítido, como si antes hubiera
sido solo la mancha de la idea de un animal.
—A que no —replicó Samy.
Ángel volteó a mirarnos un segundo, torció la boca
y luego se concentró de nuevo en el horizonte.
—No, no es una ballena. Es un caballo con cuerno
—dijo Samy.
—No, los unicornios no existen. No seas tonta —le
contesté.
Pero sí parecía ser un caballo. La protuberancia,
que antes me había parecido tan clara, ya no lo era,
como si más bien fuera parte de la crin del animal. Su
silueta era cada vez era más nítida. Venía corriendo
sobre el agua.
Ángel volvió a vernos, torció la boca una vez más y
dejó caer los brazos. Luego su vista se perdió en la
criatura que se acercaba y que también parecía mirarlo
fijamente. Ángel caminó despacio hacia el mar donde
lo único blanco eran la espuma y el caballo. Entonces
Samy lo tomó de la manga de la sudadera.
—No, te vas a ahogar, me da miedo.
Ángel volteó a mirarla. Esta vez con tristeza y quizá
hasta ternura, no sabría decirlo. Los gestos de Ángel
eran diferentes, como si no supiera hacer nada más
que observar. Él y Samy se quedaron viendo durante
un tiempo largo. Me acerqué para separar a Samy de él.
Pensé era que ella lo estaba molestando, pero me sentí
tan triste cuando toqué el brazo de Ángel que ya no
estuve segura. La piel de Ángel era muy lisa, como si él
mismo fuera otra figura de vidrio en la playa.
Volteé a verlo, no pude distinguir de qué color eran
sus ojos, que parecían estar húmedos siempre. Se me
quedó mirando a los míos y mi tristeza aumentó tanto

33
que no logré separar a Samy de él. Comencé a llorar
abrazando la jarra que le llevaba a mi mamá. Me senté
en el piso. Apenas alcancé a ver que Ángel desprendió
a Samy de su sudadera con suavidad. La tomó de la
mano y le señaló el animal que venía corriendo.
—Tengo que ir a entregarlo. ¿Quieres acom-
pañarme?
Ella asintió. Él le indico a Samy que mirara al ani-
mal. Se quedaron observándolo hasta que se detuvo a
unos cuantos metros de nosotros. Era un caballo enor-
me, blanquísimo, como si el mar le hubiera lavado toda
la mugre propia de un animal. Ángel tomó de la mano
a Samy y caminaron hacia el caballo. Vi cómo Ángel le
acarició la cara y lo montó, luego subió a Samy frente a
él. Yo quise seguirlos, detenerlos.
Me levanté, pero no podía moverme, apenas podía
pensar. Samy volteó a despedirse de mí moviendo la
mano de un lado al otro. Alcancé a levantar la mía. En
el cielo, una última oleada de estrellas fugaces se preci-
pitó en el horizonte, luego la noche quedó en calma.
Me dejé caer sobre las rodillas, los vi alejarse. “¿Quién
usa una sudadera en la playa?”, pensé. Luego pensé en
la mirada de Ángel, en la piel lisa y los ojos del caballo
que, en algún sentido, eran iguales a los de él y a los de
Samy. Sentí que me hacía falta llorar más y me quedé
dormida.
Desperté en el sillón frente a la tele.
—Pesas un chingo, chamaca. ¿Qué andabas hacien-
do? —me dijo mi tío Juan—. Estabas tirada en la playa
como una loca. Con esa jarra en las manos.
Me levanté y corrí a nuestro cuarto en la casita.
Samy dormía en una hamaca mientras mis padres
veían una transmisión en vivo donde mostraban tres

34
volcanes que hacían erupción al unísono. Del otro lado
de la cabaña venía un olor dulce. Nuestros vecinos ha-
bían comprado hotcakes y nos invitaron a desayunar
en la playa. Tendimos una sábana sobre las cuentas de
vidrio a la orilla del mar, ahora me parecía que había
menos de ellas, se podía ver la cama de arena donde
descansaban.
Pusimos leche en la jarra verde y amarilla que le lle-
vé a mamá y nos sentamos a comer.
—¿Dónde está Ángel? —le preguntó Samy a una
señora de la otra familia.
No lo conocían. Samy nunca ha querido contarme
lo que le pasó esa noche.

35
niño,
¿por
qué
llora?

Pregunta la abuela que está cosiendo a la orilla de la


cama sin voltear a verlo. El niño le acaricia el rostro, le
aprieta las arrugas y le dice:
—Te quiero mucho, abuelita, eres la abuelita más
bonita de todas. Eres chiquita como mi hermana. Tus
arrugas son delgadas y suaves, no como las de las abue-
las de mis amigos. Estoy muy triste porque voy a ver
cómo te van a poner tus huaraches, te van a vestir de
blanco y luego te van a echar tierra encima. Te vas a
ahogar con tanta tierra.
La abuela lo mira. Sonríe, le pasa el dedo por la cara
para recoger sus lágrimas y lo abraza.
—Los niños también mueren.

37
yo
ahora,
yo
entonces

Estoy afuera, muerta, abrazada al guayabo que se secó


con mis lágrimas.
Recuerdo la última vez que estuvimos todos juntos,
hace dos años. Fue como cada cinco de junio. Mamá
Lidia siempre olía a agua de azahar y la sonrisa de mi
prima Lorena se volvía luminosa antes de entrar a la
casa de Huajo. Los brazos de nuestros abuelos se alza-
ban con las palmas viendo al cielo, llamando a los que
fuimos y a los que seríamos. Siempre éramos dos versio-
nes de la misma persona: la primera, de más edad, se
hacía joven cada año, mientras que la segunda, la ver-
sión joven, envejecía con el paso del tiempo; ambas vi-
víamos el resto del año en los extremos del tiempo que
nos separaba.

Hace tres años, mamá Lidia se veía cansada.

39
—Uno ya no puede esperar nada nuevo —dijo
mientras acariciaba a la que fue como a un gatito en su
regazo—, es todo lo mismo y lo mismo una y otra vez.
De repente uno ya no se acuerda, pero después de tan-
tas vueltas, no sé cuántas, hija, todo se vuelve igual.
Como estar viendo una película sin poderle apagar.
La que yo iba a ser le puso la mano en el hombro y le
habló de la imposibilidad de recordar todos y cada uno
de los momentos de su vida, dijo que siempre iba a ha-
ber algo, algún detalle, nuevo. Alguna vuelta de la vida
ligeramente distinta. Entendí sin querer, con miedo. Ni
yo, ni la que iba a ser estábamos cansadas. Lorena ob-
servó y escuchó en silencio junto a nosotros.
Aunque el tiempo es difuso, pienso que hace dos
años, cuando ya no pude ver a mamá Lidia, las cosas
empezaron a estar mal. Cuando les dije a mis abuelos
que no la veía, parecieron tristes, sorprendidos. Habla-
ban entre ellos en voz baja con sus versiones niñas. Los
cuatro nos miraban de reojo a mí y a la que yo iba a ser.
Le conté a Lorena. Ella tampoco podía ver a mamá Li-
dia. Comenzó a llorar. Yo no entendí por qué. La que
Lorena iba a ser trató de calmarla, pero no funcionó.
La abuela la tomó por los hombros y la llevó al jardín.
Estuvieron afuera cerca de una hora.
En esa ocasión, la que yo iba a ser tenía ochenta
años. Me trenzó el cabello tal como ella lo traía. Mamá
y la que fue mamá se emocionaron como todos los
años: vas a vivir mucho, dijeron. Ellas eran casi geme-
las, porque mamá estaba a la mitad de su vida; aun así
seguían diciéndose la una a la otra: nueva yo, vieja yo, la
que fui, la que seré, jugando y riendo como si en verdad
fueran muy diferentes. Quiero recordar eso de mamá:
sus dos risas al unísono.

40
La que yo iba a ser me contó que yo tendría dos hi-
jos: un niño y una niña. No me quiso dar sus nombres
para dejar que a mí se me ocurrieran y que nos abrazá-
ramos cuando se enterara de que eran los mismos que
ella había elegido. Nuestra vida sería buena. Pasó casi
una hora acariciándome el rostro. A veces yo acariciaba
el suyo también, pero ese día no quise. Sentí que sus
arrugas encerraban algo terrible, algo que tenía que ver
con que no pudiera ver a mamá Lidia. Entonces llegó
Lorena con la que ella iba a ser, y las tres se quedaron
platicando. No lo noté en ese entonces, pero, aunque
mamá juraba haberse encontrado con sus nietos en las
reuniones de la casa de Huajo, yo nunca logré ver a mis
hijos. Tal vez ese fue el primer indicio de lo que estaba
por suceder.
Fui con mamá Eva. Una niña de casi dos años esta-
ba sentada en sus piernas. Era la que mamá Eva fue.
Hace unos años, mamá Eva todavía le contaba cuentos
a la que fue. Lorena y yo siempre los escuchábamos,
eran los mismos que nos había contado a nosotras
cuando éramos muy pequeñas. Le pregunté a mamá
Eva si tenía miedo. Me dijo que no. Ella sabía que se
volvería a sentar en este sillón de terciopelo rojo a con-
tarse cuentos a sí misma en cuanto la que fue renaciera.
Me aseguró que yo y todos los demás de la familia
siempre regresaríamos a estar juntos.
Nosotros no tenemos nada que temer.
Los grandes nos explicaron a mí y a Lorena sobre
nuestro encuentro en la casa de Huajo: es como un es-
pacio sin tiempo para los de ahorita y para ellos, los
que ya fueron o están por ser. Yo ya no soy parte de ese
espacio sin tiempo. No volveré a ver a la que seré, por-
que ya no existe.

41
En la reunión del año pasado, la que yo iba a ser te-
nía setenta y nueve años. Ella se sentó conmigo a espe-
rar a Lorena en el sillón rojo, pero Lorena no llegó. Ni
siquiera su mamá la mencionó, fue como si no hubiera
existido nunca. Cuando alguien es muy niño, no siem-
pre llega el otro, el viejo, aunque eso no quiere decir
nada, porque a los viejos a veces se les olvida el lugar, se
pierden o simplemente ese año no quieren llegar. Pero
Lorena era mayor que yo. Nadie me decía nada, aun-
que ya todos sabían lo que había pasado.
Cuando le pregunté a mis abuelitos por Lorena, to-
dos se me quedaron viendo, en silencio, como si hu-
biera dicho algo terrible. Su mamá solo estuvo unos
minutos, abrazó a mis abuelos y ella y la que será des-
aparecieron. Esa noche soñé con Lorena. Ella llevaba
un vestido negro de fiesta y los labios pintados. Está-
bamos en una casa antigua, decorada para una fiesta.
La luz era tenue y anaranjada. Lorena me mostró sus
muñecas, donde había rastros de pequeños tajos per-
pendiculares a sus venas, todos ellos encostrados
como si fueran heridas menores.
—¿Ves? —me dijo en el sueño—. Si lo haces así no
pasa nada. El problema es cuando lo haces así —dijo
tomando un cuchillo y acercándoselo a la muñeca.
La posición de sus manos me impedía ver cómo lo
realizaba, pero el torrente rojo y espeso era claro. Rojo
por todos lados. Un rojo que llenó el espacio hasta ce-
garme. Su viscosidad se escurrió dentro de mi boca y
mis pulmones.
Conocer la verdad me aterró: para mí bastaba con
saber que iba a encontrarme conmigo para querer vivir
hasta el siguiente año y ver cómo sería. Mamá Eva me
decía con frecuencia algo parecido: le gustaba poder

42
revivir sus recuerdos, ver la verdad y la mentira en ellos
al platicar con la que fue.
Al día siguiente, le pregunté a mamá por Lorena. Le
dije que quería saber de ella y de por qué no pude ver
cuando la enterraron. Por qué no nos dijeron nada so-
bre el funeral. Yo nunca había ido a uno, pero sabía que
mis compañeros de la escuela enterraban a sus muer-
tos. Mamá se me quedó viendo. Le temblaba el labio
como si yo acabara de decir algo horrible.
—Si la vuelves a mencionar, tú y yo vamos a tener
un serio problema.
Fue lo único que me dijo.
Dos noches después volví a soñar con Lorena. Con
su vestido negro puesto, Lorena me dijo:
—Vámonos con mamá Lidia —y repitió la escena
donde me indicaba cómo se cortaba uno las venas co-
rrectamente.
Me despertó un ataque de tos. Estaba sudando y
sentía la garganta seca. Mi corazón latía violentamen-
te. Me levanté por agua y mamá me interceptó en el
camino. Me preguntó si todo estaba bien, entonces le
conté mi sueño. Los ojos de mamá se pusieron vidrio-
sos. Me mandó a dormir y me dijo que hablaríamos
por la mañana.
A partir de ese sueño comencé a tener una mezcla
de fascinación y horror por los cuchillos, como si verlos
o tenerlos cerca de mí significara que podía enterrár-
melos o “hacerlo bien” y dejar que la sangre se me salie-
ra a torrentes, latiendo, como a Lorena. Sentía el mie-
do punzándome en el palpitar de mis muñecas y mi
cuello. Me imaginaba cómo se sentiría el roce con mi
piel. Si podían partir la carne cocida, seguro podrían
con la carne cruda de mi brazo o con cualquier protu-

43
berancia pequeña de mi ser: un dedo, el lóbulo de una
oreja, un pezón.
Recordé cuando jugaba con Lorena a atravesar la
piel de la yema de nuestros dedos con las espinas del
rosal de Huajo, sin sangrar. Imaginé un juego similar
con los cuchillos, en el que solo me rozaban, solo me
abrían un poquito, y yo sangraba poquito, sin matar-
me. Extrañaba jugar con Lorena, que nos maquillára-
mos y bailáramos y cantáramos juntas en la sala de su
casa como si diéramos un concierto.
Cuando veía los cuchillos sobre la mesa, los aparta-
ba de mí; cuando comía, aunque la carne estuviera
dura, la desbarataba con los dedos y el tenedor. Trata-
ba de bloquear cualquier pensamiento que involucrara
objetos filosos y me alejaba de quien los estuviera utili-
zando. Ese miedo al menos me ayudaba a huir de la
tristeza de saber que no vería a Lorena de nuevo; pero
también parecía unirse a mis sentimientos por ella,
como un suave llamado: una invitación a acompañarla
en su soledad afuera de la casa de Huajolotitlán.
Yo salía a dar vueltas al parque, invitaba a mis otros
primos a caminar conmigo, a jugar, cualquier cosa para
tratar de olvidar el llamado de Lorena. Mamá comenzó
a preocuparse por mí cuando, después de que un fólder
rozara mi muñeca, lancé un berrido terrible. Era solo
una cortada con papel. Me preguntó qué tenía y le con-
fesé que quería saber cómo se sentiría un cuchillo hun-
diéndose en mi piel, cómo se vería mi sangre corriendo,
tibia y ligera. También le conté la impresión que tenía
de que Lorena me estaba llamando.
—No la menciones —me dijo mamá.
Ese mismo día me llevó a consultar a mis abuelos a
Huajolotitlán. Ellos me examinaron, pasaron sus de-

44
dos por mis brazos, mis muñecas, mis palmas y mis
tobillos, después por mi cuello. Era un roce ligero y cá-
lido que no hacía cosquillas. Luego de beber el licor de
hierbas, decidieron que yo debía reencontrarme con
Lorena. Dijeron que no debía tener miedo. De todas
formas, aunque ella era cinco años mayor que yo, siem-
pre habíamos sido amigas. Me explicaron que nuestra
amistad era la razón por la que ella me buscaba y me
mandaba pensamientos para acercarnos.
Hice lo que me pidieron: me puse de su lápiz de
ojos, coloqué la cabeza sobre su almohada y escuché
cómo la llamaban en mí usando la impresión que había
quedado de sus labios en una taza de té. Los rezos de
mis abuelos empezaron a darme sueño, como si fueran
una canción de cuna, y me fui quedando dormida poco
a poco. Entonces pude escuchar a Lorena.
—Sabía que así te traerían conmigo —me dijo con
un susurro casi inaudible.
Yo asentí intentando no mirar fijamente sus ojos
blancos, su cabello formado por una mezcla de vapor
de agua y viento, ni su piel de una luminosidad opaca.
Estaba segura de que sería la última que vez que nos
veríamos.
—¿Por qué me llamaste? ¿Quieres que te ayude? —
fue lo primero que se me ocurrió decirle.
“Pero…”, pensé, cada pensamiento ella lo podía es-
cuchar como un susurro, “si la llamaron una vez, pue-
den volver a llamarla, puedo verla otra vez”.
—No —contestó Lorena—. No me van a llamar
de nuevo.
“Entonces, ¿qué quieres?”, se le salió a mi mente.
—Solo a los abuelos, a mamá Eva, a mi mamá. A ti.
Sobre todo, a ti. No quiero estar sola.

45
Yo ya iba a abrir los ojos, pero Lorena sintió mi miedo.
—No te vayas —dijo—. Podemos estar juntas. Po-
demos hacer que veas a mamá Lidia de nuevo.
“¿De verdad? ¿Cómo? No es cierto”, las palabras
surgían en mi mente arremolinándose unas sobre
otras, pero ella las discernía sin problemas.
—Solo tienes que venir conmigo.
“¿Cómo?”
—Tú sabes cómo —sonrió.
En ese punto desperté. Me dieron algo de beber que
sabía a fuego y a hierro y les conté a los abuelos el sue-
ño tal como había sucedido. Más tarde, le pidieron a mi
mamá que me dejara quedarme con ellos en la casa de
Huajo. Trataron de tranquilizarla diciéndole que ahí
yo estaría más segura, pero mamá tuvo miedo y nos
regresamos a Oaxaca.
El brillo de los cuchillos, puro y reluciente, me hacía
recordar el agua tibia que caía por mi cuerpo cuando
me bañaba. Guardé una hoja de afeitar en un libro,
solo por si Lorena decía la verdad, pero jurándome a
mí misma que no sería necesaria, que podría luchar
contra ella. A fin de cuentas, mi deseo de vivir, de cono-
cer a mis hijos y a mis nietos, era más poderoso que
cualquier capricho de Lorena. En sueños, ella me lla-
maba con una voz distante, me aseguraba que con mi
sacrificio haríamos que mamá Lidia y otros que están
perdidos en el tiempo pudieran regresar a la celebra-
ción con todos en la casa de Huajo. Que los vivos me
mentían. Yo solo estaba segura de una cosa: extrañaba
a Lorena y a mamá Lidia.
En sueños, mamá Lidia aparecía antes de que Lore-
na llegara. Extendía sus brazos hacia mí para abrazar-
me. Yo intentaba preguntarle a mamá Lidia cómo po-

46
día verla o encontrarla, pero ella únicamente me sonreía.
Cuando le preguntaba a mamá cómo había muerto
mamá Lidia, ella solo rompía a llorar. Mis primos ya no
querían jugar conmigo, decían que sus papás asegura-
ban que yo era una mala influencia, que estaban mejor
lejos de mí.
Noche tras noche, aunque opacada por mamá Li-
dia, Lorena insistía. Su voz parecía reverberar en los
cuchillos, en las agujas, en las tijeras, susurrando mi
nombre, llamándome a que jugáramos en el jardín de la
muerte, a que la acompañara a una nueva fiesta con to-
dos los vivos y todos los que han muerto como ella.
Sentí que me estaba obligando o convenciendo: yo
cada vez jugaba más con la idea de cómo se sentiría el
contacto de los filos con mi piel, ya no con terror, sino
con ansia. No pasó ni una semana de que volvimos de
Oaxaca cuando le pedí a mamá que me llevara con los
abuelos. Ya no podía más. Sentía que estaba a punto de
ceder a las suplicas de Lorena.

Iba en el camión con mamá. No tenía por qué pasar


nada. Me quedé dormida y vi a Lorena, no como esa
imagen blanquecina de mis sueños, sino a ella, normal,
como la recordaba. Me habló con la voz que tuvo en
vida, me repitió que nuestro sacrificio no sería en vano.
Se necesitaba al menos de dos personas para romper el
sello que, como un candado, les impedía a los otros re-
gresar del más allá. Me aseguró que sería un acto noble.
Me contó cómo tuvo que juntar fuerzas para lograrlo.
Lo difícil que fue.
Lorena juró que, una vez que empezara a correr la

47
sangre, dejarse morir sería sencillo. Yo no debía temer.
Me dijo que me extrañaba, que volveríamos a estar jun-
tas para siempre. Cuando desperté, todos dormían. Sa-
qué un libro y lo abrí con timidez. La hoja de afeitar
venía entre sus páginas. Me levanté al baño con el libro
acunado entre mis brazos. A lo largo del pasillo sentí
cómo pulsaba la arteria de mi garganta mientras imagi-
naba el camino tibio de la sangre a través de mis bra-
zos, mis dedos y mis muñecas.

Caí en un sueño profundo. Oscuro y caliente como mi


sangre. Ahí me vio la que iba a ser yo; ella siempre había
sido muy tierna conmigo, como una abuelita más. Ya no
se veía vieja, sino adulta, enorme, furiosa.
—¡Lo echaste todo a perder! —me dijo—. ¡Me ma-
taste! ¡Nos mataste! ¡A ti, a mí, a nuestros hijos y a nues-
tros nietos! No iba a ser así, no tenía por qué ser así.
Me dio una cachetada, que fue nada y fue dolor
puro, antes de fundirse conmigo. Entonces abrí los
ojos y, de pronto, estaba afuera de la casa de Huajo.
Lloré sin prisa en cada uno de sus árboles hasta secar
el guayabo.

Sé que tiene poco que pasó, aunque la palabra poco ya


no tenga sentido: para mí es como un día, un segundo.
Diez años se apelmazan en un minuto. No he salido
del patio de la casa de Huajo, donde me velaron. No
quiero ver la tristeza de mamá y de mis abuelos. Estoy
aquí, sola, esperando la reunión de mi familia con sus

48
otros yo. Yo ya no tengo, la maté —me maté— para
estar con Lorena, para que podamos estar todos jun-
tos, pero Lorena no viene.
Miro por la ventana durante un tiempo infinito que me
duele mil veces más que el corte en mis venas y en mi
garganta, cuando escucho una voz.
—No quería quedarme sola —dice Lorena. Ella
tiene los ojos ambarinos del bisabuelo, raros en la fa-
milia. Ahora ambas miramos por la ventana. Espia-
mos a los abuelos mientras esperamos la fiesta del cin-
co de junio.
Yo no contesto, ¿para qué?, de cualquier forma, ella
puede escuchar mis pensamientos.
—De verdad no fue en vano —me dice—. Ahora
estamos juntas.
—Pero me mentiste —le replico, pensando que me
dejó sola una eternidad, que me separó con engaños de
mi mamá, de los abuelos, de mamá Eva y de mi otra yo.
—¿Y si no? De todas formas, lo hiciste porque qui-
siste. Nadie te obligó.
Entonces vemos cómo llegan con nosotras al patio
unas figuras blanquecinas. Mamá Lidia está con ellas.
Nos miran, asienten y, conforme nos acercamos, se ven
más vivas, más humanas. Mamá Lidia nos da la mano.
La sonrisa de Lorena es enorme y hermosa de nuevo.
Adentro, abren la puerta para dejar pasar a mis tíos
que acaban de llegar. Entramos también.
Corro para abrazar a mamá. Quisiera decirle que
todo está bien, que lo arreglamos Lorena y yo, pero
mamá no me escucha. Ni la que es ni la que fue. No
pueden verme.

49
duérmase,
mi
amor

—Rulo, ¿ya? —pregunta la niña con miedo en la voz.


Se escuchan truenos. Vienen de lo alto del cerro. Está
nublado, pero no llueve. Huele a quemado, a cenizas.
La niña, que lleva puesto un vestido rosa, tiene los
ojos cafés. Son grandes, están muy abiertos.
—No, no. No lo veo, espera —contesta la voz del
niño Rulo.
—¿Qué trajiste?
Rulo abre su mochila y saca un Niño Dios de yeso
que tiene los ojos cerrados y las manos colocadas deba-
jo de la cabeza, como si estuviera dormido.
—¿Por qué lo trajiste, Rulo? No va a servir.
—Todo sirve —contesta Rulo con voz calmada y da
un paso al frente.

Tengo el rastrillo en la mano, me veo al espejo. ¿Qué fue

51
eso? Parecía un sueño. Siento el olor a quemado como si
un anafre estuviera dentro de mi cuarto y el humo pu-
diera llegarme hasta el cerebro. Son mis nervios. Hace
dos años mi bisabuelo Rulo murió. No fui al funeral.
Pero no, estoy despierto. Fue más bien una visión.
Suena el teléfono y contesto. Es Martina, mi tía bis-
abuela.
—Jolelito, mijo. El niño despertó. Ya se perdió mi
nieto Luis —dice.

En el camión, me siento, observo los sembradíos y de


pronto el tiempo cambia. Es un día nublado, Rulo está
sentado en medio del campo. De repente, Rulo se le-
vanta. Voltea al cerro, ve humo, corre a su casa. No hay
nadie ahí.
—Se fueron por jicamitas al cerro en la mañana —
dice la niña del vestido rosa.
Sacudo la cabeza. Los sembradíos están soleados.
Se ven normales. No entiendo. Me recuesto en el asien-
to y me quedo dormido.

Siento el viento en la cara. Es fresco, lo único fresco en


este pueblo donde la tierra suelta arde bajo los pies. Di-
cen que antes no era así, que cuando mi bisabuelo Raúl,
el Rulo, era niño, el pueblo estaba lleno de pozas con
pececitos de colores. Había hasta tortugas y la orilla
del río se llenaba de amapolas cada primavera.
Es la primera vez que vengo. Ya no hay nada de eso.
A duras penas quedan casas en el pueblo donde la gen-

52
te vive del recuerdo de cuando la tierra era buena. Por
eso me llamó la tía Martina, piensa que tal vez puedo
hacer algo ahora que el niño despertó, ahora que lo que
sea que está en el cerro escapó de él. Pero yo no sé qué
podría hacer, qué quieren de mí. Conozco la historia,
se la escuché a mamá y a mis tíos en las reuniones fami-
liares cuando era pequeño. A ellos no les dije que venía,
habrían salido con que es inútil, que las historias del
Rulo solo son cuentos de un pueblito ocioso.
Cierro la ventana y me acuesto. Estoy exhausto.
Abro los ojos. ¡Qué frío! Es como si las tres cobijas
de lana que me dio la tía Martina no sirvieran para
nada. Paso al baño y me echo agua en la cara. Siempre
he tenido pesadillas, pero hoy no soñé nada. Repaso
mentalmente las pocas que recuerdo, donde estoy solo
frente a un monte que tengo que escalar para vencer a
un monstruo que quiere comerse a mis hijos. Yo no
tengo hijos. Vivo con amigos de la carrera en un depar-
tamento de la Doctores, ahí bebemos todos los viernes.
Trabajo corrigiendo exámenes de ingreso a la prepara-
toria; me parece aburrido, pero tengo más días de vaca-
ciones al año que mis amigos oficinistas. Mi rutina
nada tiene que ver con cazar seres monstruosos en el
cerro. Saco la basura, desayuno, voy al trabajo.
De pronto escucho un trueno y recuerdo que estoy
en casa de mi tía bisabuela Martina. Creo que ella es la
niña del sueño. No se parecen, pero sus edades coinci-
den. Mi tía Martina fue la que me convenció de venir.
Yo no tenía nada mejor que hacer y después de tantas
historias quería saber más. Por eso soñé esas cosas en
el camino. Estoy sugestionado. Salgo al comedor pre-
guntándome qué hago aquí.
La tía Martina me sirve para desayunar un pan

53
blanco, una taza de chocolate y un pedazo de queso
reseco que sabe delicioso. Ella no habla, solo observa su
taza bebiendo intermitentemente el té a sorbitos. Quie-
ro preguntarle algo, pero parece que la pregunta me
evadiera, como si estuviera enterrada en el fondo de mi
cabeza y no pudiera aflorar a mis labios. Miro la mesa
de madera vieja, las ventanas abiertas, cuya cancelería
ha perdido la mayor parte de la pintura y ya es casi toda
de color óxido.
Pienso en el café que bebí anoche, en las preguntas
que me hicieron mis tíos y sobrinos acerca de por qué
no vino mi mamá y por qué no estuvimos en el funeral
de mi bisabuelo Raúl.
—Ahora se perdió tu sobrina Cuca. Subió al cerro
—dice la tía Martina.
Yo solo asiento con tristeza. No sé qué decir, no
puedo prometer nada.
Recuerdo algunos detalles de lo que dijeron que
hizo mi bisabuelo, pero por más que intento no logro
que embonen en una sola historia. Decían que aunque
mi bisabuelo atrapó a la amenaza del cerro y los niños
dejaron de perderse, el pueblo nunca volvió a ser el
mismo. Pienso en el cerro, el punto más reseco del pue-
blo, que truena y brama como si estuviera a punto de
caer una tormenta que nomás no sucede.
Trato de ordenar mis ideas, de darle una secuencia
lógica a tantos datos que parecen salidos de la fantasía de
un niño. Fijo la vista en la ventana, en el cerro, y las pre-
guntas brotan antes de que pueda pensar en formularlas.
—¿Usted estuvo ahí, tía?
—Sí —contesta ella sin dudar, como si supiera lo
que yo estaba pensando.
—¿Qué hay allá arriba?

54
—Yo nunca lo he visto, Joel. Pero el niño lo guarda.
Nos cuida de eso.
Intento ver a la niña vestida de rosa debajo de las
arrugas, los cabellos negros debajo de las canas, pero
nada. Ni siquiera puedo recordar la cara de la niña
que soñé.
Nos levantamos de la mesa en silencio. La familia
de la tía Martina no está, todos salieron al campo cerca
de las cuatro de la mañana y no volverán hasta medio-
día. Dudo mucho que algo se pueda sembrar en este
pueblo estéril.
—Va a volver a ser verde, chulo —me dice ella con
una sonrisa llena de esperanza como si me adivinara el
pensamiento—, por eso los mandé a todos a sembrar.
El cielo empezó a tronar cuando llegaste, hijo.
Sonrío, le doy por su lado y después camino hacia
la iglesia con la tía Martina. Nos siguen un par de pe-
rros flacuchos que, imagino, ella alimenta a menudo y
dos niños que observan desde lejos, tan delgados como
los perros.
No me doy cuenta en qué momento comienza a llo-
viznar. Martina toca el portón de la iglesia y todo cam-
bia de pronto.
Está soleado. La iglesia es anaranjada, roja y amari-
lla. Está adornada con flores de papel y plástico soste-
nidas por hilos. Rulo viene caminando desde el cerro,
con la mirada perdida y una caja de zapatos en las ma-
nos. El cura le abre el portón de la iglesia y trata de re-
confortarlo. Rulo entra sin hablar; lleva su caja a la al-
tura del ombligo. El padre lo conduce hacia el fondo
del patio de la iglesia donde hay cuatro niños esperan-
do junto a Martina, frente a un cielo muy azul.
La niña Martina se acerca a Rulo y entonces él

55
levanta la tapa blanca de la caja. Adentro está algo de
un rojo tan oscuro que parece negro, pero brillante, hú-
medo. El Niño Dios palpita, secándose poco a poco,
con ojos blancos y abiertos, mirando a la nada. Tiene
un hueco en la cara similar a una boca abierta, que
muestra una negrura imposible a plena luz del día.
Rulo pone la caja en el piso con cuidado, toma al niño
y lo coloca en la vitrina. Entonces la cierra y la figura de
yeso deforme se lanza contra el vidrio. Martina y el pa-
dre gritan, haciéndose para atrás de un brinco. Rulo,
apenas sorprendido, coloca ambas manos sobre el vi-
drio y cuchichea muy quedo.

A la rorro niño,
a la rorro ro,
duérmase, mi niño,
duérmase, mi amor,
a la rorro niño,
a la rorro ro…

La piel del Niño Dios se vuelve roja, luego color du-


razno, grisácea, hasta que alcanza un tono ligeramente
similar al de la figura de yeso que el Niño Dios solía ser.
Sus ojos continúan abiertos, pero ahora tienen pupilas
brillantes. Los cierra lentamente, mientras una lágrima
roja se escurre sobre su mejilla. Empieza a llover.
Doy un paso y vuelvo al mundo nublado. Recuerdo
que anoche mis tíos comentaron la apariencia que se
supone tenía lo que había allí en el cerro antes de que
mi bisabuelo lo aprisionara en el Niño de yeso. Dijeron
que de seguro me lo encontraría ahora que había esca-
pado: de extremidades largas; no, más bien como fue-
go, como viento, amarillo, blanco, negro. No se ponían

56
de acuerdo. Se fueron a dormir y me dejaron pensan-
do, ¿cómo no iba a soñar esas cosas?
De nuevo algo dentro de mí le pregunta a Martina.
—¿Siempre hacen fiesta, tía?
—Todos los años, hijo, en honor al niñito. Aunque
nos mire con los ojos de la cosa del cerro, él ayudó a
salvarnos. Nos dejó guardar el mal dentro de él.
No sé si con “él” se refiere a mi bisabuelo o al niño.
Quisiera pensar que yo solo vine por curiosidad,
para conocer el lugar y a la tía Martina, para ver un
cielo distinto y comer comida de pueblo. Pero sé que
no es cierto.
Llego hasta la vitrina y, antes de que voltee a ver al
niño, mi mente se va.
Rulo está frente a la vitrina donde el Niño Dios
yace acostado con los ojos cerrados. Arriba hay una
placa que dice “Raúl Joel”. El olor a quemado inunda
todo. El Niño Dios de yeso comienza a abrir los ojos y
voltea hacia Rulo. La cabeza del niño empieza a abrirse
de la coronilla, donde brota una sustancia rojiza y se-
misólida. La cara del Niño Dios se distorsiona en una
mueca. Rulo se adelanta, coloca sus manos sobre el
cristal y comienza.

Duérmase, mi niño,
duérmase, mi amor
duérmase, pedazo
de mi corazón…

El niño reacciona de inmediato y vuelve a dormirse.


Rulo suelta la vitrina, jadea, suda, mira al piso, gira
despacio y voltea a verme.
Abro los ojos. En el sueño, el olor a quemado venía

57
del niño. Ahora viene de la vitrina que está frente a mí,
donde un Niño Dios con la cabeza abierta descansa
inerte. Salimos de la iglesia, el olor a quemado también
viene del cerro.
Quiero irme corriendo de este pueblo reseco, pero
Martina ya está a mi lado con la caja de zapatos. Digo
que no, luego vacilo un momento. No sé por qué tengo
que ser yo. Por qué no mi abuelo, mi mamá o alguno de
mis tíos, tías o hermanos. Pienso en las visiones. Son el
pasado. Siento el olor, volteo al cerro, veo el humo y, tal
como Rulo en su momento, ya sé qué hacer.
Tomo la caja. Guardo al Niño Dios dentro de ella
mientras me encamino al cerro y Martina, mirándo-
me con esos ojos grandes muy abiertos, como de niña,
me dice:
—El Rulo estaría orgulloso de ti.

58
escondido

—Es la de un señor con otro señor —escuché que dijo


la niña señalando las imágenes que indicaban las esta-
ciones—. Esos dos, uno frente a otro, que tienen sus
cuernos.
—Son dos venados, tarada —le contestó un niño
gordo que parecía ser su hermano y estaba sentado a su
lado—. Abajo dice: par-que-de-los-ve-na-dos.
—Yo he visto señores así, tonto, así es el vecino —le
respondió la niña acomodándose su moño blanco, de-
jando ver el gran lunar azulado junto a su nuca.
—Tú siempre diciendo esas tarugadas, un día se te
va a ocurrir que yo también tengo cuernos.
Afortunadamente ella no volteó a verme. Esas niñas
de cabello crespo, rojizo y un lunar azulado junto a la
nuca siempre son las que nos descubren. Estoy seguro
de que habría podido notar mis ojos negros, un poco
almendrados, y mi cornamenta blanca.

61
nuestro
templo
m ay o r

Hoy nos despertamos temprano para no perdernos la


aparición de la pirámide.
Solo es visible durante dos días al año. Solo existe
en ese tiempo.
Paco y yo bajamos de nuestro cuarto corriendo por
la escalera de caracol, mamá nos sigue a paso lento,
pensativa. Cuando llegamos al patio trasero, mis pri-
mos ya se asoman a la zotehuela de la vecina por el
muro que conecta las dos casas. Ahí, en su patio de
atrás, al que se le desvanece el piso durante estos dos
días, está el punto más alto de la pirámide.
Observamos a la gente entrando a la casa de la veci-
na, la saludan, pasan por donde estamos y nos dan la
mano. Nosotros les regalamos naranjas, porque el ca-
mino es largo y hay que estar bien hidratados. Luego
los vemos hacerse pequeñitos conforme van bajando.
Mamá se ve distraída. Es el primer año que bajará con
nosotros, pero no se ve contenta ni emocionada. Ni si-

63
quiera ha dicho nada de lo azul que se ve el cielo el día
de hoy ni de cómo luce la pirámide.
Mi abuelo dice que se parece al templo mayor, pero
mucho más grande y con una sola punta. Es de color
arena, como si fuera una extensión de la playa, pero li-
sita. Tiene un par de franjas, una rosada y otra color
verde agua, que bajan por cada uno de sus lados.
Solo nos despegamos del barandal para comer. En
eso estamos, cuando llega papá. Siempre está en casa a
tiempo para la aparición de la pirámide. Nos trae jugos
y sombreros para que aguantemos bien el descenso.
En cuanto acabamos de comer, a Paco y a mí nos
toca lavar los trastes. Mis primos recogen la mesa y van
a buscar los petates. Cerca de las tres todos estamos lis-
tos para empezar a bajar. Vamos a la casa de la vecina.
La saludamos. Mi abuela le regala una bolsa de galletas
y pasamos a su patio para empezar el descenso. En el
camino nos encontramos a los actores que participarán
en la representación. Vemos de cerca los disfraces, los
caballos y los instrumentos musicales. Paco señala todo
lo que ve: “Mira su traje verde”. “Mira las plumas que
trae en la cabeza”. “Mira los cascabeles”. Los actores nos
sonríen y se adelantan, nosotros no tenemos prisa. Va-
mos lento para no cansarnos. No sé cuántos escalones
hay, parecen tantos como los cabellos de mamá.
Después de un rato, el sol se empieza a meter y el
cielo se pinta del mismo color de la pirámide. Nosotros
vamos tomando jugo mientras platicamos. De cuando
en cuando los abuelos cantan alguna canción o nos
cuentan historias sobre cómo eran las representaciones
cuando ellos eran niños; también nos platican las cosas
graciosas que hicieron mi papá y mis tíos a nuestra
edad mientras bajaban.

64
Al llegar a la playa, el cielo ya está anaranjado. Mi
papá y mi abuelo extienden los petates y nos sentamos
junto al mar con las otras familias a esperar a que sal-
gan los actores. Todos los que actúan tienen cabelleras
largas y oscuras. Van montados en caballos briosos que
parecen monstruos. Primero desfilan de un lado para
el otro; luego comienzan a pelear: a montar la repre-
sentación de la muerte.
El abuelo dice que es importante no olvidarnos de la
muerte porque ella está a nuestro lado en cada mo-
mento, aun cuando vemos cómo el sol y la sangre tiñen
el mar de rojo, aquí sentados en la playa. Entonces,
cuando la primera espada de uno de los actores se hun-
de en la carne de otro de ellos, todos aplaudimos y vi-
toreamos. Todos, menos mamá, que me agarra del
hombro con fuerza. Ella dice que es para que no tenga
miedo. Yo no tengo miedo.
En el momento en que el cielo y el agua por fin se
tiñen de rojo, los actores se alejan por el mar, cargando
al más herido de todos. Las olas ya están bravas, pare-
ciera que no quieren que se vayan los actores, pero fi-
nalmente logran salir.
Entonces nos empezamos a levantar de los petates,
pero mamá me pide que nos quedemos sentadas un
rato más. “Acompáñala”, dice mi abuela. Así que me
quedo con ella y vemos cómo los caballos que se que-
daron sin jinete nadan en el mar y finalmente salen de
él. Yo espero y espero a que mamá, que tiene la vista fija
en el horizonte, se sienta mejor. Pero no sucede. Apare-
cen las estrellas y ahí seguimos. Sale el sol y no me he
movido más que para ir al baño.
Amanece frío y nublado, tal como todos los años
después de la representación. Le digo a mamá: “Hay

65
que regresar, ya va a empezar el desayuno y en unas
horas no va a haber pirámide”. Mamá niega con la cabe-
za. Tiene unas ojeras enormes. Comienza a trenzarme
el cabello, en automático, como si me estuviera arre-
glando para la escuela. “No puede ser”, dice de pronto.
Su rostro se ve pálido y tiene los ojos muy abiertos. Se
levanta con trabajo y se echa a correr por las escaleras
de la pirámide. Luego entra y avanza por un pasadizo
que va a dar al banco de la plaza. Yo corro tras ella. No
entiendo por qué no quiere llegar al desayuno, por qué
se aleja de mí. Corro y corro, pero no logro alcanzarla.
Cuando las piernas empiezan a arderme y ya no puedo
más, me siento a llorar del esfuerzo y del miedo a que
ella ya nunca regrese.
Llego llorando al desayuno. Mamá está sentada en
la mesa. La abuela me abraza y me dice que es algo nor-
mal en las personas que nunca han visto la representa-
ción. Mamá trae una cobija en los hombros. La abuela
dice que unos policías la acompañaron a la casa. Mamá
me mira. Se ve cansadísima pero ya puede sonreír. Yo
le sirvo una taza de café y también sonrío.

66
dientes

El pelo blanco en el lavabo de mis padres cada mañana.


Las ensaladas de lunch. El jugo de alfalfa. Las fotos de
los abuelos de mis amigos en sus casas. La panza de
mamá. La hinchazón de sus ancas. Las contracciones
de mamá. Las sábanas blancas de la cama. Los pañue-
los blancos. La palangana limpia. Las manos de papá.
El charco de líquido amniótico. Los ojos cerrados de
mamá. El olor a hierro. La pera de succión. Los ojos
rojos de mis hermanos. La respiración suave de mamá.
El cuchillo. Los gruñidos de mis hermanos. Los diez
pares de orejas largas de mis hermanos. Las cicatrices
en la cabeza de papá. Los pañuelos rojos. La palangana
llena de agua roja. Las manchas rojas en el retrete de
mis padres. El timbre. Las cobijas ensangrentadas de
mis hermanos. El rostro descompuesto de la partera.
El timbre de nuevo. El médico. Los lentes intraoculares
de mis hermanos. La aureola café de mis lentes intrao-
culares. Mis cicatrices en la cabeza. Mi pelo incipiente.
Mis dientes blancos.

69
los
animales
no
tienen
muñecas

Para Ma. Del Socorro G. G.

Lali normalmente no se cae. Se levanta en el aire, se


balancea sin vértigo y da un perfecto salto mortal hacia
atrás. Puede darlo hasta con los ojos vendados, pero
necesitamos que todos se callen porque es el acto más
difícil, como el que hacen las señoritas en el circo. Pero
esta vez, al dar la vuelta, se resbaló y ¡pum! Ahora sí se
dio en todita al caer en el patio de don Remigio.
Me acomodé con cuidado para bajar por la barda
sin hacer ruido, no se fuera a dar cuenta Cata de que
me estaba pasando a la casa de junto. Si le hubiera di-
cho, ¡peor! No me habría dejado irle a tocar a don
Remi para que me regresara a mi Lali, sino hasta el
otro día, y los guajolotes me la habrían picado toda.
Don Remi es bueno. Cuando me lo encuentro en la
calle me regala dulces igual que el padre cuando nos
juntamos varios niños a decirle: “¡la mano, padre!”, y

71
después de darle un beso junto al anillo nos da un puñi-
to de los que lleve. A veces hasta nos tocan chocolates.
Me bajé lento, ayudándome de cosas que Don Remi
tenía en su patio: costales de semillas y de tierra, jaulas
de pajaritos y huacales, hasta que llegué al suelo, pero
nomás toqué el piso me di cuenta de que venían. Me
miraban con sus ojos de cuentas de vidrio, como decía
tía Pepita, que de tan fijos parecían ver al vacío. Luego
luego noté que estaban atentos porque empezaron a
esponjarse y a acercarse . Alcancé a agarrar a Lali antes
de trepar con todas mis fuerzas porque sentía a los ani-
males ya encima de mí. Son bichos malos. Alguna vez
le picaron las venas de las piernas a mi tía mientras sa-
lía a tender al segundo patio y desde entonces no tene-
mos en la casa. Cata siempre me dice que si me porto
mal me va a pasar lo mismo, que me van a correr como
a esos animales, porque siempre me porto como ellos.
No sé ni cómo subí. Cuando me di cuenta ya estaba
de nuevo arriba de la barda, sintiendo que se me iba el
aire de lo rápido que respiraba. Ya lejos de esos anima-
lotes, que esponjados eran casi de mi tamaño, me em-
pecé a calmar y me di la vuelta para volver. Traté de
bajarme lento, pero me resbalé y caí con la cabeza,
igualito que mi Lali.
Cuando por fin me pude levantar, me dolía todo y
no podía mover bien el brazo izquierdo, que me colga-
ba como si fuera un trapo, como los brazos de Lali. En-
tonces sí me espanté y quise gritar para llamar a Cata,
pero no podía. Nada, ni un ruidito me salía de la boca.
Así ni cómo llamar a Teresita tampoco.
No sabía qué hacer. No podía ir a ver a Cata. Si
nomás llegaba y le hacía señas seguro me pegaba pen-
sando que le estaba haciendo burla. Los mozos tenían

72
la tarde libre y no veía a Teresita por ningún lado. Sen-
tía cómo me brotaba sangre calientita de la cabeza y
quería apurarme para que ya me curaran. Entonces se
me ocurrió tratar de cantar, bajito. Primero en mi cabe-
za, como cuando me ponían a leer en la escuela para no
molestar a mis compañeros, nomás adentro. Así estuve
quién sabe cuánto tiempo, canción tras canción, hasta
que con mucho esfuerzo me empezó a salir la voz. Fue
muy feo, como si se me hubiera olvidado cómo hablar.
Entonces me metí a la casa por la cocina. Teresita ya
había llegado, porque había un molito hirviendo en la
estufa, pero quién sabe dónde estaría ella. Pasé de lar-
go, esta vez no probé el guisado ni me robé tortillas, ni
un pedazo de chocolate ni nada, porque quería llegar
rápido con Cata.
Me asomé: no había nadie en el pasillo que corría
junto al segundo patio; lo crucé sin tirar ni un helecho
y sin mover una sola silla. No había nadie en los cuar-
tos. Fue hasta que me asomé a la sala de sillones verdes
que vi a Cata sentada con una de sus amigas.
Entré tratando de no hacer mucho ruido y Cata me
dijo sin voltear: “Bueno, ¿tú qué quieres?”. Entonces se
fijó en la cara de Blanquita que estaba pálida, pálida
como quien ve un muerto. Cuando Cata volteó a verme
gritó llamando a Teresita, berreando que a ella la iban
a culpar de todo. Lo mismo dijo cuando me caí de una
reja, la vez que me trepé para meterme a ver al toro y
me pegué en la cabeza. Me salió una bola grandota de
sangre. De pura suerte ahí estaba tía Pepita, me abrió
la bola con un vidrio grande, pasado por el fuego, luego
la exprimió hasta que quedó planita y al final me puso
avena, agua, miel y quién sabe qué hierbas y dejó que
terminara de sanar sola. Cata dijo que le daba miedo

73
eso, que se le figuraba que era brujería, pero mamá dice
que no hay problema. Incluso el padre cuando viene a
comer dice que la tía Pepita es buena, aunque no sea
mujer de Dios, que solo que veamos que mate anima-
les, ahí sí habría problema. Nunca he sabido que la tía
Pepita haga nada de eso, y lo bueno es que siempre me
deja bien. Pero no estaba el día que me caí como Lali,
había salido a su pueblo a cuidar a una de sus tías, ya
muy mayor, y no iba a regresar hasta la noche.
Blanquita encontró a Tere desgranando en el pri-
mer patio y la llamó, le dijo que yo me había caído, que
Cata estaba muy afectada y necesitábamos ayuda. Te-
resita luego luego salió a buscar a don Luis. Cata siem-
pre ha dicho que él es muy tosco, muy grosero, que se
la pasa todo el día agarrando a los puercos, pero fue él
quien curó a mi papá cuando se cayó del caballo.
“¡Ay Catita, si la que se cayó fue la Coco, no uste’,
niña!”, dijo don Luis al ver que Cata no podía contener
las lágrimas. “Es que usted no sabe, si se llega a enterar
mi mamá…”, dijo Cata. Ya sabía yo que tanto chillar no
era por mí.
“A ver, Catita, ¿quién se lo va a estar diciendo a su
mamacita? ¿Usted, Teresita?”. Teresita nomás negó con
la cabeza, le tenía casi tanto miedo a Cata como a mi
mamá porque cuando Cata se enoja le da por ponerse
a aventarle cosas a la gente, por darnos de peinazos o
gritarnos como loca. Ahora que está más grande lo
hace menos. Dicen mamá y Tere que le hizo bien casar-
se, pero en ese entonces, cuando ella tenía como dieci-
séis, no se podía controlar.
“¿Y tú, Coco?”, me preguntó don Luis. Yo le contesté
que no, capaz que mamá me pegaba por andar de chiva
loca subiéndome a la barda. “Pos nomás que le diga us-

74
ted, niña Catita, porque yo tampoco voy a decir nada y
su mamacita no llega sino hasta la otra semana”. Cata
se le quedó viendo, con sus ojazos grises abiertos a todo
lo que daban para ponerse a llorar de nuevo, y le dijo:
“Pero, ¿y si llega antes? ¡Mire cómo está!”.
Don Luis le contestó que no se preocupara, que
ahorita me arreglaba y que iba a quedar yo buena, pero
Cata nomás seguía llore que llore con chillidos entre-
cortados que me daban nervios. Seguro que don Luis
lo notó porque le pidió que se saliera. Se fueron las
tres. Yo quería que se quedara Teresita, pero dijo que
mejor no porque se le iba a quemar la comida, que si
necesitábamos algo, regresaba.
Don Luis me ayudó a sentarme en el respaldo del
sillón y me empezó a contar sobre los puercos mientras
me sobaba el huesito debajo del cuello. Me dolía un
poco, pero más que dolor sentía nervios, como si algo
estuviera a punto de pasar. Dejé a Lali sobre el sillón
que estaba junto a la puerta, volteando hacia el respal-
do para que no tuviera que ver lo que iban a hacerme.
Don Luis me dijo que cuando uno va a matar puer-
cos, es importante que los animales no se den cuenta
porque sienten a qué va uno y se ponen nerviosos. El
secreto es que no sientan a qué hora uno los mata para
que no chillen y la carne salga más suave y dulce y no
nos caiga mal. “¿A poco uste’ oye que chillen los puer-
cos cuando los vengo a matar allá atrás, niña?”. Yo le
dije que no.
“Así es como se hace. Si no, ¡imagínese!, estaría es-
cuchando a los animales berrear mientras se come sus
chuletitas en salsa verde; las chalupitas con salsa, cebo-
lla y carne o el adobo que le hizo Teresita en la mañana,
niña. ¿Qué ganas le iban a dar a uste’ de comer así?

75
“Yo conozco muy bien el patio ese donde están los
puercos y la cocina porque luego Tere me da mi taco
cuando vengo a trabajar, pero no había entrado para
acá. Mariquita, su mamacita de uste’, tiene unos mue-
bles muy lindos, niña. Las sillas de mimbre se ven finas,
chulas y más con la mesa. Pero, ¡’ire nomás ese techo!
Está muy mal. ¿Ya vio? Seguro ahí se les mete harta
agua cuando llueve”.
Volteé hacia arriba. Estaba a punto de contestar
que no, cuando de un golpe don Luis me regresó los
huesos a su lugar. Fue tan rápido que apenas pude dar
un grito corto. Creo que el acomodo ni me dolió, fue
hasta después que sentí cómo me ardían los huesos y
me daban comezón. Me puse la mano en la clavícula.
Ya no estaba salida.
“No se esté tocando que todavía le tiene que sanar
la carne”, me dijo don Luis y se quedó un rato sobándo-
me con una pomada y contándome de los puercos. Me
dijo de cómo los lavan los mozos todos los días con
creolina en la madrugada, mientras yo duermo, para
evitar que apesten y que se los coman los gusanos de
las moscas. Antes de irse me dijo que era mejor que
viera a la tía Pepita cuanto antes para que me curara las
heridas y me arreglara la cabeza. “Si no, cuando venga
su señora madre nos va a zumbar a todos”. Don Luis se
reía, lueguito se notaba que no se daba cuenta de lo que
estaba hablando, era obvio que a él mi mamá nunca se
lo había agarrado a coscorrones ni a chanclazos. Aun
así, Cata siempre me ha dado más miedo con sus pei-
nazos y con las rayas que me hace en medio de la cabe-
za, enterrándome el peine de dientes cerraditos. Ade-
más, mi mamá es una persona seria, a él nunca iría a
buscarlo para pegarle, a lo más vería que lo entambaran

76
uno o dos días y que tuviera que barrer al otro día en-
frente de todo el pueblo como los borrachitos.
Después de que don Luis me acomodó, fui por mi
Lali. Quería abrazarla por si tía Pepita tenía que vol-
verme a abrir la cabeza. Duele mucho, aunque uno
sana bien. Uno siempre sana bien con tía Pepita. A ella
nunca se le ha muerto nadie, por eso a mi mamá le gus-
ta que ella me cure.
“Pásate ya, mira nada más, ¡pareces una puerca!”,
me dijo Cata cuando me llamó. Ya estaba oscureciendo
y las heridas y los raspones se me veían más negros que
en el día. Don Luis también me había tratado así, no-
más que sin decirme. Me había engañado como le hacía
con los puercos y gracias a eso no sentí cómo me cam-
bió de lugar los huesos.
“¿Qué hice yo para tener una hermana tan loca?
Cuando nació pensé que iba a ser como una muñequi-
ta para jugar, pero qué iba a ser. Me tiraba cabezazos y
mordidas antes de cumplir los dos años y me arañaba y
me jalaba el pelo antes de decir su primera palabra.
Nunca me quiso, me traía lagartijas y víboras y bichos
como la gata y jugaba arrastrándose en el piso del patio
como si fuera un perro nada más para ponerme los
nervios de punta. Era como si en lugar de una hermana
a mi mamá le hubiera nacido un animal, como un puer-
co o algo así”, oí que le decía Cata a Teresita al otro día
antes de que yo bajara a desayunar. Ella siempre dice
que soy como un animal. Tal vez es cierto y debería
estar con mi verdadera familia en el cerro, pero todos
dicen que soy igualita a Paco y a mi papá.
Cuando le dije a Cata que quería ser como don
Luis y arreglar huesos se burló, dice que es trabajo de
indios, que las niñas no hacen eso nunca, que las niñas

77
nada más se casan y tienen más niños. Si es así prefe-
riría ser un animal, pero Cata me echaría al corral,
sola, sin mi Lali.
Luego pensé que Cata es muy tonta, porque si las
niñas solo pudieran casarse y tener hijos, mi mamá no
andaría vendiendo en las ferias de los pueblos. Tal vez
mi mamá es un animal como yo. Igual y somos de esos
animales que dicen Teresita y los mozos que se con-
vierten en gente y luego de vuelta en animales y así
pueden hacer cosas de los dos. Esa idea me gusta más
porque los animales no tienen muñecas.

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víboras
que
muerden

Para mis padres niños

Las lombrices rosadas se retuercen en el jardín de la


casa de mis abuelos. Pienso en algo qué decir, en mos-
trar miedo. Trato de adivinar qué es lo que esperan y lo
que debo darles. Señalo las lombrices, jalo la falda de
mamá y digo:
—Mami, hay víboras. Víboras que muerden.
Mamá me abraza y contesta:
—No son víboras, mi amor. Son lombrices.
Siento cómo su abrazo me llena de calma. Su rostro,
su piel suave y el olor a crema de lavanda y leche me
hacen querer estar abrazada a ella cada segundo. No
recuerdo en qué momento supe a lo que huele la lavan-
da. No tengo miedo de perderla, sé que viviré más allá
de los cien años y ella pasados los noventa. Mi padre
nos acompañará durante muchos años todavía y mi
hermana aún ni siquiera es un proyecto.

81
Hasta hace poco los días eran una sucesión de luz y
sombras sabor leche, perfumados de cabello con olor a
madera y acondicionador de hierbas. No había nada
que decir. Solo la mezcla de recuerdos nuevos y viejísi-
mos, al inicio atropellados e indistinguibles.
Hace algunos meses yo pasaba el tiempo jugando en
la alfombra de mi cuarto, comiendo lo que se caía al
suelo o lo que dejaba en mis baberos cuando mamá no
se daba cuenta. Para mí era una cuestión de experi-
mentación y curiosidad, algo que ya no podría hacer a
placer cuando creciera. Me interesaba realizar la acción
en sí, sin que nada ni nadie me juzgara. Además, me
encapriché en evaluar todo con mis sentidos tiernos,
recién estrenados, que me brindaban aromas puros y
sabores intensos, como ya no podía recordar haberlos
sentido alguna vez. Las migajas son ricas, me da ham-
bre y las como. Me da calor y me quito la ropa. No es
lo mismo desnudarse enfrente de todos cuando eres un
bebé que cuando eres un anciano. Uno es gracioso, el
otro ridículo.
No puse ni pongo mucha atención a si me enfermo
o no. Al fin, ya sé que no me voy a morir a los dos años,
que sobreviviré a todas las gripes, tifoideas y alergias.
Que ni los perros ni la varicela ni el herpes zóster me
matarán. No recuerdo qué me mató. Olvidé el nombre
de lo que tengo enfrente. Lo señalo.
—¿Qué es?
—Es una taza, mi amor.
Mi única preocupación es que pronto olvidaré todo
lo que pasará. Llegará un punto en el que, al igual que
cada vez que renazco, se irán todos mis recuerdos. Será
cerca de los tres años, pero el punto exacto en el tiempo
no es claro. Tengo miedo de ya no recordar nada, de no

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poder evitar cometer los mismos errores cada vez, de
que todo se esté repitiendo como si fuera la misma
película que estoy condenada a observar durante toda
la eternidad.
Hoy desperté sin poder acordarme claramente de
mis hijos ni de mis nietos. Ni siquiera tengo la certeza
de que en verdad hayan existido. Me siento una traido-
ra que los está cambiando por el verdadero sabor de la
leche, por la ternura de sus padres-niños peleándose a
almohadazos y riendo por el cuarto. Me pareció injus-
to no poder decidir quedarme con mis recuerdos. Tra-
to de consolarme pensando que quizá me tocó una ve-
jez terrible.
Mamá se disculpa con mis abuelos, les dice que ten-
go sueño. No lloro, pero pujo y me quejo. Nos vamos
temprano a la casa. Al llegar veo un frasco en la parte
superior de la vitrina; está lleno de chicles que tienen la
forma de pequeños hongos. Aún puedo recordar su sa-
bor, cómo se pegaban en los dientes y a veces se de-
shacían en la boca antes de tirarlos a la basura. Yo los
colocaba recién masticados debajo de una repisa de
madera que estaba en la sala cuando tenía seis años.
Recuerdo todo aquello, a pesar de que esta lengua nue-
va de niña no los ha probado nunca, pero estoy segura
de que en menos de cuatro años lo hará y sabrán tal
como lo imagino ahorita.

Estoy por cumplir tres años. Vamos a Acapulco para


celebrar. Me vistieron con un traje a rayas blancas y ro-
sas y un sombrero delgado para protegerme del sol. En
el hotel, entro a la alberca en brazos de papá. Ya no re-

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cordaba cómo pica el cloro en la nariz ni cómo se en-
china la piel al sumergirse, aunque el agua no esté tan
fría. La manera en la que el agua carga al cuerpo, dando
la falsa idea de que todo es más ligero.
Voy a recoger conchitas con mamá. Es tarde, la are-
na está fresca, pero recuerdo cómo quema los pies cuan-
do el sol está en su pleno. El rugido del mar me suena
más fuerte que nunca, más fuerte que cualquier otra
cosa y me tapo los oídos con mis manitas.
Mamá y yo nos sentamos en la playa y papá nos
alcanza. Viene mojado. Dice que va a nadar. Señala el
mar. Mamá se espanta. A veces olvido lo nerviosa que
es mamá. Ella le pide que no vaya, entonces recuerdo
que ella jamás nada, que le tiene miedo al agua. Él
sale corriendo hacia el mar y ella comienza a llorar,
como el día que me resbalé en la tina y abrí los ojos
abajo del agua.
Yo sé que a él no le pasará nada. Recuerdo este mo-
mento, haber pensado en qué decirle a mamá para dis-
traerla, algo que sonara inocente y al mismo tiempo
maduro. Finalmente, le pregunto:
—¿Sabes manejar?
De inmediato mamá se ríe. Vuelve a reír al contarle
a papá. La recuerdo repitiendo esa misma historia en
otros momentos. Me río también. Caminamos los tres
juntos. La arena se ondula bajo nuestros pies dibujan-
do víboras que van al mar. Agarro una conchita y la
levanto. La miro. Conchita.
Corro por el cuarto, me río. Quiero brincar. Brinco.
Se me ocurre una canción. Canto haciendo ruidos con
la boca. Me asomo por el balcón del hotel. Mamá me
levanta, me abraza y me mete al cuarto. Frente a mí es-
toy yo y estoy desnuda, solo traigo mis huarachitos.

84
Pego las manos al vidrio, me río. Me gustan los espejos.
Mamá se acerca con un pañal.
Regresamos de Acapulco hace unas horas, mis pa-
dres repitieron la anécdota del “¿sabes manejar?” to-
mando café y galletas con mis tíos y mis abuelos. Tomo
una galleta maría que es casi del tamaño de mi mano y
veo por la ventana tratando de recordar la sensación
que tenía frente al mar cuando era adolescente, pero es
inútil. Recuerdo cómo se acaba de sentir, de escuchar.
No sé cómo evitar seguir olvidando, ¿qué puedo hacer?
Pero no sentí que importara en estos últimos días en
Acapulco. Pensé poco en los recuerdos viejos. Más bien
sentí. Ahora ni siquiera puedo recordar cuántos años
tenía cuando mis abuelos murieron.
Muerdo la galleta. Es deliciosa. Siento que sabe me-
jor que cualquier otra que haya probado. Veo a mis
abuelos. Hacía tantos años que no podía estar con ellos.
Corro. Alzo los brazos frente a mi abuelito. Él me sube
a sus piernas. Papá saca el dominó. Mi abuelo me da las
fichas. Yo las cuido. Las tapo para que nadie las vea. En-
tonces sé que en cualquier momento voy a olvidar.
Huelo el café, el perfume de mi abuelo, miro sus manos.
Está bien. Todo es nuevo, terrible y maravilloso. Tomo
una ficha llena de puntos y la pongo en la mesa.
Terminamos de jugar y bajo de las rodillas de mi
abuelo. Me asomo a la ventana. Llueve fuerte y cada
vez que suena un trueno retumba en mis oídos y mis
huesos, más fuerte que el rugido del mar. Me llevo la
mano a la boca, el índice a los labios. Cae mucha agua.
Se va a llenar de agua la casa. Ya está entrando. Afuera
hay víboras. Víboras que salen del agua cuando llueve.
Víboras que muerden.

85
agradecimientos

Les agradezco enormemente a Mariana Orantes y a


Héctor Rojo por creer en este libro. • • • Gracias a Sa-
mantha Pantoja H. y Rafael Verduzco V. por su cariño
y nunca dudar de que yo pudiera escribir ficción. • • •
Gracias a mis padres por cada cuento antes de dormir.
• • • Gracias a todos los que con su esfuerzo y cariño
han permitido que este libro nazca, entre ellos: Fran-
cisco R., Alberto C., Gabriel R. L., Mario G. S., Móni-
ca L., Antonio Santiago, Enrique Ángel González
Cuevas, José Manuel Ríos Guerra, Pedro J. Acuña,
Aura García-Junco, Cecilia Garelli, Mariana Orantes,
Raúl Aníbal Sánchez, Alex Carrillo, Darinel Becerra,
Eva Leticia de Sánchez, Edgar Lazarín V., Francisco
S.B. M., Jorge A. Estrada, Carlos Betancourt, Olivia
Teroba, Ruy Feben, Enrique Urbina, María José Gó-
mez, Gabriela Damián y Daniel Escoto. • • • Y de nue-
vo mil gracias a Héctor por tanto cuidado y esmero en
lograr la forma final de este libro.
f
o
t
o
g
ra

a
de
ho
ra
cio
flores
libertad pantoja

(CIU DA D D E M É XICO , 1 9 8 7 )

Estudió la licenciatura en Ciencias Genómicas y el Doctorado en Ciencias


Biomédicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es egresada
del diplomado en escritura de Literaria: Centro Mexicano de Escritores. Li-
bertad Pantoja recibió la beca Jóvenes Creadores del FONCA en el año
2018 en la especialidad de cuento. Ha participado en dos ocasiones en el
programa de escritura “Under the Volcano”. Algunos de sus cuentos apare-
cen en las antologías Historias de las historias (Ediciones del Ermitaño,
2011) y Lo fantástico no existe (Ediciones Periféricas, 2021). Ha publicado
en la revista “Penumbria” y en los sitios de divulgación de la ciencia “Más
ciencia por México”, “Historias cienciacionales”, “Cienciorama” e “Hypatia”.
Tú, enfermo no estás, de Libertad
Pantoja, #1 de la Colección Trapecistas.
Impreso en Litográfica Ingramex S.A. de
C.V., Centeno 162-1, Granjas Esmeralda,
Iztapalapa, 09810, Ciudad de México, en
el mes de septiembre de 2021. Para su
composición tipográfica se utilizó: Avenir
de Adrian Frutiger, Adobe Jenson Pro
(original de Nicolaus Jenson) de Robert
Slimbach y Didot de Firmin Didot.

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