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Una liebre contenta y juguetona, se sentía muy orgullosa por ser una de las

criaturas más rápidas entre todos los animales que la rodeaban. Siendo la
excusa perfecta, para burlarse de los demás. Todos los días, se reía de una
joven tortuga que caminaba por la zona.
– ¡Qué lenta eres! ¡Te vas agotar de tanto correr! Ja, Ja, Ja. Decía la liebre
gustosamente.
Una y otra vez, estas eran sus ofensas. La tortuga, cansada ya de sus
bromas… decidió retar a la liebre un día:
– ¡Hagamos una carrera! Apuesto a que te puedo ganar. Dijo la tortuga.
– ¿Tú ganándome a mí? ¡No me hagas reír! Respondió la liebre muy segura.
-Entonces… ¿Aceptas?
La liebre aceptó la propuesta, sabía que se llevaría la victoria sin hacer tanto
esfuerzo. De eso no había duda.
El día de la carrera, los animales salieron a observar. Pero, curiosamente
solo vieron a la tortuga empezar. La liebre se tomaba las cosas con mucha
paciencia, pues ya sabía el resultado final. A los minutos, se unió a la
carrera; corrió un poco y se detuvo a descansar.
-Ya llevo bastante camino adelantado. Expresó la liebre sin titubear.
Minutos después, la tortuga paso por su lado.
-Ja, Ja, Ja ¡Pero qué lenta eres! Dijo la liebre con antipatía.
A pesar de ello, la tortuga hizo oído sordo a sus palabras y siguió la carrera.
Mientras tanto, la liebre se recostó cerca de un árbol y se embarcó en un
sueño profundo.
Cuando despertó, era muy tarde; la tortuga había ganado la carrera. La liebre
se sintió desmotiva al instante, pero logró un aprendizaje que jamás
olvidaría.

Moraleja:  Es mejor dar pasos lentos, pero seguros, que detenerse en el camino por
exceso de confianza.

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