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Jueves, 12 de noviembre de 2009


Bermúdez, recuerdos de infancia, rutinas y confusiones

Una vez empecé a escribir un diario. No hablaba de mí, sino que


contaba historias de una oficina en la que trabajaba entonces. En la
primera página, anoté, por ejemplo:
«Su mirada había de ser dulce porque miraba, decían, a través de
cendales de almendra y malvasía. Pero siempre tenía los ojos clavados
sobre la mesa, en los papeles, en aquellos informes que tanto bendecía el
Consejo de Administración.
Sobre el teclado, sus dedos eran tan ágiles como sus decisiones.
Siempre iba de azul, con aquellos trajes exactos. Un toque rojo, tal
vez, en el pañuelo, y rosa o crema en las camisas.
Desde el despacho, apenas una mirada a través de la mampara
transparente. Ni siquiera cuando se colgaba al teléfono para hablar con los
bancos o los auditores. Y el silencio.
“Buenos días”, cuando llega por la mañana, y una sonrisa. “Hasta
mañana”, cuando se marcha. Y siempre a la misma hora.
Jamás una gripe, nunca una baja.
Esta mañana, al salir, empujé una papelera a ver si tropezaba y se
caía, para que sucediera algo diferente. Pero la evitó.
Y, entonces, me di cuenta de que leía prensa amarilla».
Hacía una evocación de Bermúdez.
Esa primera página -y las tres o cuatro siguientes- la colgué en
internet, donde hoy abundan los diarios personales, camuflados en
bitácoras. Una bitácora es un confesionario o un púlpito, donde uno pone
la voz engolada y hace discursos grandilocuentes. Fue el día 12 de
noviembre de 2009. Después me limité a las octavillas de siempre.

Su mirada había de ser dulce porque miraba a través de cendales de


almendra y malvasía.
Hay que leer la oración dos veces para digerirla.
Qué tontería, dios mío. Y qué cursilada.
Una bitácora esconde muchas veces a un escritor frustrado. Un
escritor frustrado se parece mucho a un músico frustrado, es decir, sin
talento. Un mal músico pone más énfasis en la batería que en la partitura,
y un mal escritor pone más énfasis en la ampulosidad de las palabras que
en la historia. Se llama la atención cuando no se tiene nada que decir. Así
que se podría decir que era la bitácora transitoria de un escritor frustrado.

Quien llegara a la cita, junto al oso y el madroño de la Puerta del Sol,


tenía que pronunciar la primera parte de la frase, esto es, “su mirada
había de ser dulce porque miraba”, mientras que quien ya aguardara al pie
de la estatua declamaría el resto a modo de contrapunto, o sea, “a través
de cendales de almendra y malvasía”, para completar la expresión. Como
si fuera un santo y seña. Me imagino siendo de los segundos, hincando la
rodilla izquierda sobre el enlosado, alzando mi brazo derecho, ahuecando
la voz como un actorcillo presuntuoso e iniciando la locución ante el serio
de Ignacio, y comprendo el significado del adjetivo patético. Un juego
absurdo que idearía Mendiluce de hoy en dos semanas, cuando a Silvia se
le ocurriese adelantar la celebración de la Navidad a finales de noviembre.
No es una celebración de la Navidad, no es una celebración. ¿Entonces?
Por lo que pueda pasar, por si las moscas. En otras palabras, una
ocurrencia caprichosa, una celebración porque sí.
-Que las profecías apocalípticas son para 2012, Silvia, y estamos en
2009. Faltan tres años para el fin del mundo.
-Dos años, poco más. Estamos en noviembre.
-Tres años. El apocalipsis será el 12 de diciembre de 2012.
-¿Y esa precisión?
-12, 12, 12.
-No estáis bien informados. 21 de diciembre de 2012. 21, 12, 12. Eso
dice la profecía.
Silvia tenía algo de bruja, pero no creía en el fin del mundo. El mundo
se acaba cuando nos morimos, decía, ni antes ni después. O cuando nos
dejan en cueros. Un desahucio, por ejemplo, puede ser el fin del mundo.
La gente se preocupa por la muerte, pero se despreocupa de la vida. Así
que a ella le preocupa un bledo esa profecía.
Un día anunció: “La semana que viene habrá un acontecimiento
mágico, es posible que quepa el sol por la ventana”. Y acertó a su manera.
En realidad, lo había leído en el periódico. Una enorme y brillante
luminaria naranja ocupaba el horizonte a primera hora, la mañana de un
día de la semana siguiente. Observamos todos sugestionados desde la
oficina el fenómeno de un astro agigantado por el efecto óptico. Producía
la impresión de que, al alzarse, fuera a avanzar hacia nosotros, hasta
atravesar el marco de la ventana o inscribirse en él y quedarse ahí
encajado para siempre.
Otro día dijo: “La semana que viene lloverá copiosamente”. Y acertó
de plano. Había visto la sección meteorológica del telediario.
Y otro día: “La previsión de crecimiento del PIB para 2009 es del 1%”.
Pero a final de año se produciría una caída del 3'6%. Olvidó decir que el
vaticinio lo habían hecho los economistas, una casta de gurús endiosados
que no dan una a derechas. En el pasado hubo una compañía discográfica
que se llamaba La voz de su amo.
El fin del mundo, no, pero sí, tal vez, el final de una época, de un
modo de estar en este sitio.

Los acontecimientos que tendrían lugar durante las dos semanas


siguientes nos decidirían finalmente a dar por buena la propuesta de Silvia
y a celebrar la cena ese próximo viernes justamente, es decir, en quince
días desde hoy.
La frasecita de marras la inventó ayer Mendiluce -o la rescató de su
memoria-, a punto de acabar la jornada, cuando todos empezaban a
recoger sus cosas, despotricaban como alcahuetes sobre Bermúdez y
especulaban sobre el color de sus ojos. Como podrían haberlo hecho de la
ropa interior o las corbatas. Era un cotilleo de plató de telebasura. Y la
recordaría nuevamente dos semanas más tarde cuando alguien
preguntase de nuevo si Bermúdez asistiría a la cena de la oficina.
¿Bermúdez? Ya son ganas. Bermúdez no se mezcla con la plebe y nosotros
somos la plebe más ordinaria. Plebe lo será tu prima. También mi prima.
Quiero decir que no forma parte de la asesoría, aunque ocupe un
despacho, que está al margen de todos nosotros. Además, ¿contribuye el
fondo común? No. ¿No contribuye? Pues ya está.
El planteamiento mismo de la pregunta demuestra que no conocéis a
Bermúdez. ¿Quién es Bermúdez? A ver. ¿Quién conoce a Bermúdez?
Nadie. No pertenece a la oficina. Es nuestro ser superior e intangible.
¿Quién ha hablado con Bermúdez alguna vez? Unas palabras. Unas
palabras tan sólo. ¿Quién? Francisco. Eso dice Francisco pero no aporta
pruebas. Nadie ha estado a menos de dos metros de Bermúdez. Una
prueba de proximidad: el color de los ojos, por ejemplo. ¿De qué color
tiene los ojos Bermúdez? Si nadie sabe siquiera de qué color tiene los
ojos, hombre, por dios.
La seriedad con la que habla Ignacio produce una carcajada coral.
Verdes, no, marrones, no, oliva, no, miel, no, oscuros... Leche.
Mendiluce la pronunció entonces en presente de indicativo, como una
sentencia, sin modificar un ápice su posición en la mesa de trabajo: su
mirada ha de ser dulce porque mira a través de cendales de almendra y
malvasía, dijo. Con la voz hueca y el timbre plano. Acababa de colocar
unos papeles en las carpetas colgantes de la mesa y de cerrar la cajonera
de un golpetazo. Pam. El golpazo coincidió con el final de la frase. Y se
produjo el silencio. Treinta segundos perplejos. Y, a continuación, otra risa
coral, ahora con pedorretas. ¿De dónde sacas esa expresión tan cursi,
Alejandro?, dijo Silvia. Alejandro contesta serio: de un libro que estoy
leyendo, es casi literal, se me quedó grabada. ¿Qué libro? No recuerdo
exactamente. O sí, se titula La mala memoria. Aparece en las primeras
páginas, cuando alude a un personaje tan misterioso como Bermúdez, que
flota sobre la vida de los otros. El Bermúdez del libro es un fantasma.
Te lo has inventado. Me lo he inventado. Bermúdez es un arcángel. A
pesar de tu aspecto serio, eres un cursi, Alejandro. Soy un cursi. Si tú lo
dices. Anda, que...
Sin embargo, es cierto. Bermúdez podría ser personaje de alguna
historia, y tendría alas para sobrevolarla. Los demonios y los fantasmas
también tienen alas. Bermúdez sería un antihéroe.
Y cendales, ¿qué significa cendales? ¿Y malvasía?
Cendal: gasa, velo. Porque el iris es como una leve película que cubre
la parte central del ojo. Va en plural, claro, son dos ojos, Silvia. Malvasía:
es una variedad de uvas, de una dulzura peculiar, con la que se elabora un
vino de un tono amistelado. Por lo tanto, los ojos tendrían el color de la
mistela.
Eres mi diccionario, Alejandro.
Soy María Moliner reencarnado.
Su mirada es dulce porque mira a través de cendales de almendra y
malvasía, repitió Silvia lentamente, imitando con falsa gravedad la voz de
Mendiluce. ¿Y eso dónde dices que lo has aprendido? En un libro, en los
libros, todo está en los libros. Bueno, en internet, ahora todo está en
internet. La frase también estaba escrita en una mesa camilla. ¿Mesa
camilla? Una bitácora llamada Mesa Camilla. ¿Libro o mesa camilla? Una
mesa camilla con brasero. En los dos sitios. Leo pocos libros últimamente.
Yo sólo sé algo de vinos. La frase es una tontería que me he inventado.
-Desvarías -sentenció Silvia.
-Mañana es viernes y no veré a mis niñas hasta la semana siguiente.
Punto.
Ahí quedó lo de la ocurrencia hasta que una semana más tarde Silvia
propusiera el adelanto de la cena de Navidad, y Mendiluce la convirtiera
en santo y seña para nuestra cita en la Puerta del Sol, al lado de la estatua
del oso y el madroño. Valiente tontería. Para tomarnos el pelo.
Antes la gente quedaba sobre la placa del km 0; ahora, junto a la
estatua del oso y el madroño. El tiempo nos ha hecho cambiar de acera.
Me han venido a la memoria los chismorreos de ayer y la astracanada
de Alejandro, observando ahora al personaje al otro lado de la mampara
transparente: acodado en su mesa, como quien se aferra a un
promontorio. Podría ser la evocación de un náufrago. Si no fuera porque
nos une y nos separa precisamente la cristalera y lo veo aunque no quiera,
habría acabado por ignorarlo.
Es jueves, quizás invierno, aunque sea otoño, y, es verdad, no puedo
distinguir los rasgos de su cara, donde se pierden los ojos.
¿Quién es? Lo pregunté el primer día y nadie supo responderme.
Titulación en ICADE(1), seguramente. O en el Opus, pensaría luego.
Toda esta gente suele venir de la privada. La privada no los hace más
inteligentes, pero los adiestra en el empleo de la gomina. La gente que
estudia en la privada tiene un lustre que nunca pueden alcanzar los
astrosos que estudian en la enseñanza pública.
Sobre el teclado, sus dedos son tan ágiles como sus decisiones, dijo
Silvia de repente, e imitó con sus dedos un recorrido frenético sobre el
imaginario peine de teclas de un piano.
Siempre traje azul, pañuelo rojo a veces y camisa rosa o crema.
Siempre.
Viste modelos de Pedro del Hierro. ¿De Pedro del Hierro? Un poco
caro para su nivel adquisitivo. Tú qué sabrás de su nivel adquisitivo, si aquí
no tiene la nómina. No sé, por decir algo, viste de diseño. Ja, de diseño, de
El Corte Inglés. El Corte Inglés también vende Pedro del Hierro. Ya, pero
no.
Y el pelo, siempre hacia atrás, con gomina o brillantina, no lo sé, soy
torpe distinguiendo entre materiales cosméticos, gomina, creo, adherido
al cráneo como una segunda piel de seda oscura.
Desde el despacho, apenas rápidos vistazos a través de la mampara
transparente hacia la oficina. Fugaces y distantes, como si evitara cruzar su
mirada huidiza con las nuestras. Ni siquiera cuando descuelga el teléfono
para hablar con los bancos o los auditores separa los ojos de la pantalla,
los papeles o el teclado.
Y el silencio.
“Buenos días”, cuando llega por la mañana, y una sonrisa indefinida.
“Hasta mañana”, cuando se marcha, ya al final de la jornada. Es decir,
cuatro palabras. Y siempre a las mismas horas, a las diez y a las dos. No
haría falta reloj en la oficina.
Jamás una gripe, nunca una baja.
Esta mañana, cuando salía, empujé con el pie izquierdo una papelera,
a ver si tropezaba y se caía, con la esperanza de que sucediera algo
diferente. Pero la evitó. Huy, perdón, lo siento. No pudo mi movimiento
pinchar la burbuja en que se aísla. Ni un terremoto o una hecatombe
habría conseguido mayores efectos que ese gesto impreciso de fastidio en
su rostro. Somos tan poco que ni siquiera merecemos el desprecio.
Y entonces me di cuenta de que leía prensa amarilla.

Una mujer pintarrajeada arrastra su maleta con ruedas por el pasillo


del metro. Imagina un viaje en el subterráneo. Un día de éstos cumplirá 70
años. No mira a ninguna parte y atropella a un acordeonista que
interpreta tangos argentinos. Pero no es argentino, sino rumano. Después
él pasará pidiendo con un vaso de plástico.

Digo adiós y no sé si me despido de ti o me despido del día. Del día,


seguro. Porque ya no habrá otro jueves como éste, aunque haya otro
jueves la semana que viene. De ti no podría. No sé. No he aprendido a
despedirme de nadie. Ni aprenderé. De las emociones, sí, de los
sentimientos concretos, esos que acaban siendo material del camino, las
piedras que pisas o en las que tropiezas.
-Adiós –es lo que he dicho o he escrito.
Cierro el ordenador portátil. Me sacudo unos pelos de perro que
prendieron en la pernera derecha del pantalón, examino el salón y todo
parece en orden. Salvo por algunos libros desparramados, un salón
siempre suele estar en orden.
De niño quise tener un perro y ahora tengo a veces uno imaginario.
Debo padecer el síndrome del can invisible. Paseé un mastín un verano
hace más de treinta años. Y me sentí ufano y poderoso mandando sobre
el perrazo. Mandaba Imma, en realidad, un perro siempre sabe quién es
su amo, aunque ella no tenía inconveniente en cederme la ilusión del
protagonismo. Pero nunca tuve uno. Una vivienda en Madrid no tiene
suficiente espacio para un perro, según mi madre. Una vivienda es un
medio de tortura para un perro, añadía. Mi padre siempre estuvo de
acuerdo con ella en estos temas. No. Estos pelos son del ascensor o del
portal. Un perro suelta pelos por donde pasa. No sé qué dejamos
nosotros, pero también se puede seguir nuestro rastro. En el último piso
hay dos vecinos con perro. Los últimos pisos son áticos con una terraza
enorme por donde los perros se mueven tranquilamente. En una vivienda
así, mi madre no pondría inconvenientes. Pero ya es tarde.
Lo cierto es que uno siempre anda poniendo en orden sus objetos,
como si con ello pusiera en orden su vida. La realidad es que es la vida la
que lo ordena a uno, la que le fija el lugar, la que le da o le quita. Uno
apenas sacude el polvo de los rincones del alma, y observa cómo cada
cosa ocupa su sitio. El problema, quizás, es cuando se cuela un fantasma.
Como los del aroma del café expreso.
De esos hay uno en la cocina. Llamémosle capuchino.
Un fantasma o un demonio. Hay un demonio en la cocina.
Los fantasmas o los demonios siempre habitan en la memoria. Se
gestan y crecen en la memoria. La memoria es una madrastra.
Aspiro hondo el olor que expande la cafetera, y completo la carga del
lavavajillas. Nunca había reparado en el ruido cansino del lavavajillas en
marcha. En alguna ocasión me había preguntado por lo que sucede en ese
lugar oculto, y alguna vez llegué a imaginarlo tras abrir la puerta del
aparato a la mitad del lavado. Como si a un aparato mecánico se le
pudiera dar una sorpresa. Pero no hay nada emocionante. No porque no
lo haya realmente, quizá lo haya, sino porque no soy capaz de imaginarlo.
Y porque todo se detiene en el interior cuando abres la puerta. Lo
grandioso o extraordinario siempre hay que imaginarlo primero. Me
gustaría ser yo el fantasma para adentrarme en ese océano agitado por las
palas que giran batiendo el agua.
Algunas veces hablo solo:
-Con el café, esta noche cenaré una manzana.
Hablar solo es cosa de viejos, dice mi madre medio en broma, porque
se piensa vieja. 65 años. Hablar solo es cosa de huraños, corrige mi padre
más en serio. Es cosa de personas con riqueza interior, marido. No le deis
más vueltas, es cosa de locos. El primer hombre que habló solo fue Adán
en el paraíso, y, después, Alonso Quijano, en medio de la desolada llanura
castellana. A Adán lo expulsaron y Alonso Quijano murió solo.
En el frigorífico hay una manzana, un yogur caducado, dos zanahorias
pochas, medio limón, o lo que sea, colonizado por el moho, dos trozos de
queso (uno es manchego curado y el otro, parmesano) y diversos restos
de lechugas y verduras. Nada más. Limpio la manzana y la dejo en un lado
de la encimera. Salvo los quesos, echo todo lo demás a la basura.
O hacemos una lista de la compra o aquí nadie comerá mañana.
En fin, queda el congelador. Ahí siempre hay algo disponible.
Haremos la compra el sábado.

Esta escena nunca ha sucedido, es ficticia. Estaba hablando con un


fantasma. De un fantasma. Acaso yo sea el fantasma que habla consigo
mismo. Oh, dios mío, no sé si mi vida es una obra imaginaria.
No obstante, en la pernera había pelos reales que probablemente
dejaron perros imaginarios en un recorrido imaginario de la calle a la
cocina.

El PIB ha caído un 0'3% en el último trimestre. Una nueva caída en


este trimestre y entraremos en recesión. La recesión es como caminar
hacia atrás mirando hacia adelante. Lo acaban de contar en las noticias de
la radio. Y han dicho también que la bolsa ha subido hoy un 0'28%, hasta
los 11.834 puntos. Datos que bajan o suben. Quien los ideó sabía que
actuaba sobre la euforia o la angustia de las masas. Por eso la emoción es
un producto en venta y la gente la disfraza.
Unos “especialistas” se aprestan a debatir ahora sobre la separación
por sexos en las aulas. Los chicos con los chicos, las chicas con las chicas.
Como hace años. A Franco y a la iglesia decimonónica les parecía bien el
sistema por razones de moral católica. Hoy el argumento es la estadística.
Es decir, los porcentajes del éxito. Aunque las rectas de regresión no
examinen seres humanos. Nuevo dios, la estadística. Hay uno que lleva
cinco minutos abrumándonos con datos estadísticos. ¿Muchachos? Datos.
¿Y las personas? Datos. Lo que interesa es la frialdad de los datos. Los
datos, los datos, sólo los datos. Siempre he creído que tras un estadístico
se esconde un mentiroso. Y que los datos encubren la misma moral
mostrenca. Los números siempre tuvieron ideología.
Me aburren. No es posible que tan pocos cretinos tengan secuestrada
la atención de tantos. La radio también es un supermercado.
Ya he oído el resumen de noticias. Aunque siempre acaban siendo
una matraca insoportable, no puedo prescindir de pinchar la radio en
cuanto llego a casa. Pero prefiero ahora la selección de piezas de violín
que hay puesta en la minicadena. Y leer. Tengo a medias un libro de
Murakami(2) donde se relata un hecho raro y maravilloso durante una
excursión de escolares por el monte. Un acontecimiento mágico.
Esta tarde, al regreso, no he leído en el metro, distraído por su propio
universo humano. Uno piensa, a veces, que el del subterráneo es un
mundo paralelo.

El sofá y la mesa conforman el rincón más amable del salón. En la


esquina de la mesa siempre hay tres o cuatro libros y el ordenador
portátil, cerrado ahora como una boca enmudecida, que esperara el
milagro de una mano dispuesta a obrar el prodigio del sonido articulado.
También hay tres o cuatro discos compactos de los que suelo escuchar a
ratos. Y uno en la pletina, una recopilación de fragmentos con violín.
Doy un mordisco a la manzana y pulso el mando de la cadena.
Alguien acomoda el instrumento sobre el omóplato, pisa las cuerdas sobre
el mástil y desliza lentamente el arco hacia el suelo. Me gusta estirar las
piernas y apoyarlas en el reposabrazos contrario.
¿Qué?

Fíjate bien, apremió mi padre, fíjate bien, es posible que sea la última
vez que suceda. No veo, papi, debí decir. No veíamos. En el Teatro Real
había entonces localidades para oír solamente, y aquel día no veía el
escenario. No importa, escucha, pon atención. Pero yo quería ver
también. Quiero ver, papi. Shhhhhhh.
Mi padre acostumbraba a asistir al ensayo general de los sábados,
mucho más barato, y lo solía acompañar mi madre. La entrada costaba 50
pesetas. ¿O eran 25? Tal vez 50 entre ambos. No recuerdo. La diferencia
con el estreno, el domingo, sólo era la parafernalia y el riesgo de alguna
incidencia: todos los músicos vestían de calle y el director interrumpía a
veces para corregir los últimos detalles. Los asistentes de los sábados, por
otra parte, eran auténticos melómanos, jóvenes muchos de ellos, de
parvos bolsillos todos, lejos de los empingorotados de la cultura oficial de
la época que asistirían el domingo al concierto disfrazados de pingüinos o
uniformados. Aquel fin de semana iba a dirigir la orquesta von Karajan,
Herbert von Karajan, un dios entonces. Yo tenía 4 o 5 años. Para nosotros
no había programa de mano, pero estaba escrito a la entrada y mi padre
era capaz de reconocer cada una de las piezas. Me las iría diciendo al oído.
Después se lo contaría a mi madre, que aquel sábado no vendría con
nosotros, no puedo recordar la causa, iban juntos a todas partes, imitaría
los movimientos del maestro, imitaría o imaginaría, se imaginaba a sí
mismo ante el atril con la batuta en la mano, nunca mejor dicho,
emocionado, repetiría los movimientos, mira, diría, como si estuviera
sonando en ese momento. Y acompañaría la pieza, que sonaba en el
tocadiscos, con el movimiento de las manos.
Creo que fue una de las últimas veces que vino von Karajan a España.
A Madrid. Después, aquellos conciertos informales de los sábados se
acabarían, cerrarían el Teatro Real para reformarlo y abrirían el Auditorio.
No recuerdo ninguna actuación suya en el Auditorio. El Auditorio Nacional
de Música se inauguró en octubre de 1988 y von Karajan falleció el 16 de
julio de 1989. Entre 1991 y 1997 se acometería la transformación del
Teatro Real en sala de ópera, reinaugurándose en octubre de 1997. Pero
no regresarían los conciertos de los sábados. Lo indagué, para ir con
Blanca alguna vez, pero me miró el conserje como si le hablara en chino.
Tras la función, bajaríamos hasta casa andando. Debía ser primavera.
Plaza de Oriente, nos detendríamos en una heladería de Bailén y, ya con el
cucurucho de helado de avellana en la mano, Jardines de Sabatini, un
pequeño recorrido por los Jardines de Sabatini mientras lamía o
mordisqueaba el helado, Plaza de España, Princesa, y luego el dédalo de
calles geométricas del barrio de Gaztambide hasta Arapiles. Otras veces:
Plaza de España, paseo del Pintor Rosales, Parque del Oeste, Moncloa y el
laberinto de calles geométricas hasta nuestra casa, en Escosura. Mi padre
pondría luego por la tarde los vinilos con aquellas piezas clásicas en el
tocadiscos.
Me gustaba el Parque del Oeste, una sucesión inacabable de oteros y
vaguadas, con su discreto río artificial y la fuente de la esquina suroeste,
adonde algunos iban a llenar botellas y garrafones como si fuera un
manantial de agua medicinal. Me gustaba beber a morro del caño. A
morro: ¿qué forma de hablar es esa? Pues a morro. Mi padre decía: pon
las manos así, y formaba con ellas un cuenco, pero yo me inclinaba y
giraba la cabeza hasta conseguir que el agua cayera sobre mi boca
directamente. Mi madre siempre ponía reparos: ¿no tendremos
problemas? Es agua de mineralización débil, mujer, prácticamente pura. ¿Y
tú cómo lo sabes? Lo sé. No sabía yo que dios anduviera por el Parque del
Oeste.
Luego mi madre se lanzaba a rodar conmigo por las laderas. Estáis
locos. ¡Tengo hambre! ¿Tienes hambre, marido? Pues vete a preparar la
comida, que también sabes. Déjanos desasnarnos por aquí, que luego las
calles son de los coches. ¡Qué formalito eres, marido!, le decía luego mi
madre, estirándole la chaqueta y sacudiéndole las solapas. A mi padre, en
aquella época, lo recuerdo siempre con americana y jersey fino de pico.
Aquel día, sin embargo, doblamos hacia la fachada lateral del teatro,
en torno a la entrada de músicos. Mi padre llevaba una bolsa rosa de
plástico, con el logotipo de Galerías Preciados bien grande, y nos
apostamos en la puerta. No éramos únicos, había más locos. Muchos se
conocían. Mi padre habló con un joven que también frecuentaba los
sábados. Que no se escape, Abilio, le dijo, quiero que me firme la 6ª, pero
Abilio desapareció sin hacer caso a mi padre, que en la bolsa llevaba la
funda de un vinilo con la 6ª de Beethoven, dirigida por von Karajan. No te
separes, hijo, me dijo, llevando mi mano izquierda hasta el bolsillo
derecho de su pantalón y forzándome a cogerme de sus bordes. Sacó la
funda y un Edding gordo. No te sueltes. ¡No te sueltes! Con fuerza. Pero
aquellos chiflados que esperaban al maestro nos separaron y yo acabé
zarandeado, trastabillando y por los suelos. Él regresó corriendo con el
rostro demudado por el susto, me incorporó, me sacudió el pantalón y me
dio un abrazo. Lo siento. Lo siento. Y nos marchamos.
No hubo más aventuras. Todavía me cuidaban como si fuera de
cristal. Ir, escuchar el concierto y regresar a casa.
Así empecé yo a conocer y amar la música. Tal vez no al principio, sí
enseguida.
Ese disco anduvo durante años sobre la tapa del tocadiscos. Como si
le faltara algo. Le faltaba la firma del maestro en la funda.
Un sábado Abilio se ofreció a intercambiar fundas. Él le daba a mi
padre una funda de la 6ª firmada por von Karajan. ¿A cambio de qué? Por
nada. Por amistad. Un helado en Bailén, como los que compraba a su hijo.
Ja, ja, ja: su risa. Había sobornado al chófer del coche que llevaría al
maestro al hotel, se montó como copiloto, compartieron media hora de
trayecto y consiguió media docena de firmas por lo menos. Y una foto en
blanco y negro. Pero nunca trajo la funda. Tampoco vino a Bailén a
degustar un helado como los que yo tomaba algunas veces, un cucurucho
de dos bolas con copete.
Pero solía acompañarnos en ocasiones. Decía: cojo el metro en
Moncloa. O: cojo el metro en Argüelles. Argüelles y Moncloa son dos
estaciones que encuentras de paso, a mitad de camino hacia casa.
¿Puedo? Claro. A mi madre no le gustaba mucho la compañía. En todo el
trayecto hasta la boca del metro hablaba él casi en exclusiva. Está solo, yo
creo que está solo, razonaba mi padre, sé compasiva. Una leche, siempre
nos fastidia el paseo.
Una leche fue una expresión grosera siempre. Aún más entre mujeres
entonces. Así que mi padre la miraba conmiserativo y le decía: anda,
que... No es un taco, ¿o es un taco? Una ordinariez. Vale, pues he dicho
una ordinariez. Tenían un pacto para evitar los tacos.
Ahora recuerdo: mi madre no vino aquel sábado porque dijo no estar
dispuesta a soportar de nuevo a Abilio monopolizando el paseo, que
convertía el paseo en caminata. Siendo el sábado de Karajan, ella
sospechaba que bajaría con nosotros hasta el metro, que hablaría de
Karajan, de von Karajan, de Herbert von Karajan y otra vez de Karajan. No
alcanzaron a convencerla las súplicas de mi padre. Abilio era un fanático
del director alemán. Mucho más que mi padre. Pero no vino con nosotros
en el recorrido hasta casa, lo perdimos en el tumulto del acceso de
músicos. Seguramente mi madre se arrepentiría luego y pediría disculpas.
Mi padre y mi madre, en eso del amor, son bastante pánfilos. Aunque se
enfaden a veces, siempre se perdonan todo y acaban riendo y besándose.
Sin embargo, Abilio no sólo hablaba de música. Hablaba también de
su familia. Aunque lo mezclaba todo y todo lo atropellaba, como si todo
fuera lo mismo. Por eso decía mi padre que lo notaba solo. Supimos que
fabricaban productos de cuero empleando a presos de Carabanchel. Son
baratos. Los comunes, no los políticos, los políticos crean problemas,
todavía quedaban presos políticos en Carabanchel entonces, los comunes
son dóciles y eficaces. Vendían al estado. Y a otros clientes, pero sobre
todo al estado.
Un sábado contó que estaban fabricando una partida de guantes para
el ejército. Fabricar para el ejército era lo peor de todo, porque tenían que
untar a la cárcel y al ejército, y los del ejército eran insaciables, cualquier
cantidad les parecía pequeña, todos ganaban más dinero que su padre.
Hasta el sargento chusquero, que era el último en la cadena de
intermediarios. La patria del ejército era llevárselo muerto. ¿No nos
habíamos fijado que los chorizos solían llevar uniforme?(3) Lo peor de
trabajar para el estado es que todos querían su parte, y la parte de cada
uno nunca era moco de pavo.
Él era un caso perdido, su familia lo tenía por el garbanzo negro por
su afición a la música. Tocaba el oboe. No sabía por qué, pero vio un oboe
y quiso tocarlo. Su familia no tenía nada que ver con la música. Su
hermano menor trabajaba en la empresa. Él, no. Aspiraba a tocar en una
orquesta o un grupo de cámara. Para poca gente. Había pocas
composiciones para oboe, pero había muchas composiciones para
orquestas de cámara que solían incluir el oboe. Su familia tenía relación
con los presos desde hacía dos generaciones, por lo menos. Habían
utilizado presos de la república y luego presos comunes.
Y otro sábado contó la historia que siempre recuerdo cuando paso
por Moncloa. También la recuerdo a veces con ocasión de alguna
circunstancia relativa a la música, cuando me vienen a la memoria los
conciertos del Real los sábados por la mañana, por ejemplo. Fantasías de
Abilio, dice mi padre. Fantasías o no, nos lo contó un sábado a mediodía,
cuando estábamos a punto de llegar a Moncloa para girar luego por
Fernando el Católico y subir a nuestra casa. Nos retuvo unos minutos en la
esquina de la Cooperativa Universitaria.
El arco, dijo de golpe, y señaló elevando el mentón y torciendo la
cabeza. ¿Qué arco? El arco que está a la entrada de la ciudad universitaria.
El Arco del Triunfo. No, el Arco de la Victoria. Te refieres al arco que está
en la confluencia de Princesa con la carretera de La Coruña, a la entrada
de la Universidad Complutense. No hay otro. Lo hemos dejado a la
izquierda. Sí. El Arco del Triunfo. No, el Arco de la Victoria, lo correcto es el
Arco de la Victoria, porque conmemora la victoria de Franco en la guerra
civil española. Ya. O sea, Arco de la Victoria. ¿Y qué pasa con tu Arco de la
Victoria? Que tiene un secreto.
Yo tenía ya siete años por lo menos, y había descubierto que los
Reyes Magos se ceñían a sus ocupaciones bíblicas, mientras que los
juguetes eran un asunto de los padres. Así que me interesaba el secreto.
Puse atención.
Hay un túnel camuflado que une el arco con el monumento a los
caídos por Madrid, dijo Abilio, murmullando las palabras una a una. Y, bajo
el monumento, una cámara secreta. Y, dentro de la cámara, un arcón
blindado, con una reliquia del brazo incorrupto de Santa Teresa y una gota
de la sangre de San Pantaleón. Se accede desde el arco, por un sistema de
puertas disimuladas. Imposible descubrirlo si no se está en el intríngulis.
Con más razón ahora, que el monumento se ha convertido en sede de la
Junta Municipal de Moncloa.
Aquel día supe que Abilio estaba loco.
Y, si es un secreto, ¿cómo lo sabes tú, Abilio? Yo no lo sé, lo sabe mi
padre. Y mi hermano. Mi padre participó en la construcción hace muchos
años. Por primera vez hablaba susurrando las palabras. ¿En la del arco?
No, en la del secreto, cuando Franco dijo que dejaría todo atado y bien
atado. El secreto se construyó con sigilo. Se decía que Franco había hecho
un pacto con gentes de la Iglesia y de la ultratumba, y que habían
formulado un conjuro para obrar el milagro de su resurrección si las cosas
se torcían. Se había tomado mucho trabajo en el exterminio de los
enemigos de España, como para permitir que resurgieran de sus cenizas.
Había dos reliquias más, escondidas en otros lugares secretos: Colada, la
espada de El Cid, y un uniforme de campaña del mismo Franco en
Marruecos.
Mi padre se estuvo riendo un rato, mientras mi madre miraba al
vacío, pensando, quizá, que ese muchacho era un cretino o que la historia
era un disparate. Disculpa, no me río de ti, pero me hace gracia lo que nos
cuentas.
Hay una lista cifrada de nombres. Y claves. Nombres y contraseñas de
contacto. Una trama en toda España, para actuar al unísono en un
momento dado. Gentes de la judicatura, del ejército, de la Iglesia, de los
medios de información, de la política,... Hay alguien que guarda el enigma
completo, y sabe cómo acceder a la cámara. Él puede decidir el momento
concreto. Alguien de una logia eclesial, todas estas tramas son cosa de
sectas y hermandades, religiones y sacerdotes. Alianzas ocultas para
dominar España y el mundo.
Mi padre y mi hermano son de ellos. ¿De ellos? ¿De quiénes? De
ellos, de los de siempre, por eso trabajan con prisiones y para el ejército.
Son de ellos, por eso mi padre intervino en lo del túnel. De los de siempre.
De los que se van pero se quedan aquí, porque se convierten en
espectros. De la hermandad que trasciende el tiempo. Tú no me crees, no
me creéis, yo los creo. No se dejarán arrebatar el poder. No cederán el
control de España o el mundo. ¿No veis cómo siempre tienen ocupados
los puestos críticos? Antes destruir el mundo que perderlo. Ni siquiera la
muerte acaba con ellos. Es como si dios también fuera de ellos. O el
demonio, quizás sea el demonio disfrazado de dios. ¿Tú crees que en la
Iglesia está dios? Yo creo que la habita el demonio. La iglesia es una
máscara. Hay un pacto entre los malos para parecer buenos, o necesarios,
sobre todo imprescindibles, y seguir gobernando el mundo. No mueren,
son eternos, acceden a un estado cataléptico y parecen muertos, pero
están vivos. Mi padre y mi hermano son malos. ¿Vosotros creéis que Hitler
murió o que está oculto en algún lugar de Sudamérica? Franco no ha
muerto, está ahí abajo, en el Valle de los Caídos enterraron a un doble, ahí
abajo está él, con su cohorte de espectros, aguardando para poner en
marcha el clan que les devolverá el poder cuando sea necesario.
Abilio, por dios, dijo mi madre con un gesto de la mano, como si
espantara un insecto. Hitler y Franco son dos nombres que a mi madre le
hacen daño con solo pronunciarlos.
No me creáis, están ahí abajo, son legión. Y, sobre todo, poderosos.
Tienen confinados a todos los muertos del otro lado, convertidos en
ánimas, atormentados, para que nadie de aquí pueda identificarlos. Nadie
podrá recuperar el pasado, el pasado es de ellos desde hace siglos. Ni
conquistar el futuro, ellos lo tiene atado. Los cuerpos están en las cunetas,
en las hondonadas, en las tapias de los cementerios, pero ellos tienen sus
almas secuestradas. Y nunca nadie podrá desenterrarlos.
Abilio estaba loco, pero sólo los locos se atreven con las verdades.
Al cabo de los años, cuando se publicara El Código Da Vinci, mi padre
diría: mira, Abilio. Estableciendo un paralelismo en la truculencia de
ambas historias. Aunque ya hacía varios años que no sabíamos nada de
Abilio. Empezó a leerlo pero no pudo terminarlo. Ni mi madre ni yo
llegamos a empezarlo. Para lesionarnos un pie ya existen los ladrillos. En la
librería le hicieron el favor de cambiárselo. Había comentado mi padre: es
peor que la historia de Abilio, alguien tenía que haber escrito un libro con
su relato. Aunque el éxito depende de ser un buen vendedor o de tener
un buen aliado en las ventas, y Abilio no tiene la capacidad de Dan Brown.
Hace dos años, durante las obras de ampliación del intercambiador
de Moncloa, se publicaron algunas noticias inquietantes, que serían
rápidamente desmentidas por los responsables de las obras y los políticos
de turno de la Comunidad de Madrid. El asunto se trató en un programa
de radio, especializado en misterios. Algunos trabajadores, se decía,
habían escuchado gritos y golpes en el subterráneo que parecían tener
origen humano, como si en los límites de la excavación alguien del otro
lado golpeara alguna suerte de muro y elevara sus súplicas solicitando
socorro. Un día se detuvieron las obras y se pararon todas las máquinas, y
alguien grabó con su teléfono móvil varias voces de lamento. Sin embargo,
nadie consideró que el fenómeno mereciera crédito, que obedecería, en
otro caso, a algún tipo de alucinación colectiva como consecuencia de la
dureza del trabajo.
Se difundió otro fenómeno curioso. La zona está llena de alcantarillas,
conducciones, desagües y escorrentías. En áreas así, especialmente en las
grandes ciudades, abundan los roedores, ratas, sobre todo, grandes como
leones en muchos casos. Y en esta zona nadie era capaz de haber
observado que hubiera ratas. Nunca, en todo el tiempo que duraron las
obras, tanto en la primera como en la segunda fase, nunca nadie vio rata
alguna, era como si hubieran huido o hubieran sido exterminadas. Es
sabido que los animales son jerárquicos. Un fenómeno así sólo tiene
explicación si otros animales más agresivos, más dañinos, alimañas peores
han invadido el hábitat.

“La libertad no es un artículo de consumo. La libertad es el efecto


acumulado de todas las elecciones libres que hacemos en nuestras vidas”.
Osho(4), Pitágoras, más o menos.
“En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña”. Friedrich
Engels, más o menos, de memoria.
“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Augusto
Monterroso.
NOTAS AL CAPÍTULO 1:

1. Instituto Católico de Administración y Dirección de Empresas, de la Universidad Pontificia


Comillas.
2. Haruki Murakami, Kafka en la orilla, Tusquets Editores.
3. Hizo un paréntesis para explicarnos que se trataba de un chiste. Y nos lo aclaró enseguida:
los chorizos suelen ir envueltos, como los militares en la bandera o en sus uniformes. A costa de
esta ocurrencia se estuvo riendo un rato.
4. Osho, La geometría de la conciencia, enseñanzas místicas de Pitágoras, Edaf.
2
Viernes, 13 de noviembre de 2009
Tedio en la oficina

Los viernes la oficina se convierte en un lugar extraño. En su sentido


etimológico. Del latín extraneus, y, luego, del francés antiguo estrangier,
de estrange. Ajeno y desconocido, raro. Si fuera un ser vivo, diríamos que
se convierte en su propio espectro. A la entrada, a la izquierda, tras la
mesa con altillo, Silvia, la recepcionista, tiene una cara más alegre y suele
traer un bolso distinto, pero habla menos, como si quisiera reservar las
palabras para el fin de semana, temiera decirlas o hubiera gastado ya las
de toda la semana, y aquí pronunciara las justas e imprescindibles para el
último tiempo de trabajo.
A mí me domina un cierto hastío. O alguna forma de aburrimiento.
Alguien me dijo una vez que el aburrimiento es un estado creativo.
Suena el teléfono.
-….., dígame. No, el señor Moraleda no está.
-…..
-Pues el lunes. Hoy es viernes. No creo que pueda llamarle hoy.
-…..
-De acuerdo. Tomo nota. Se lo diré al señor Moraleda. Le llamaremos
el lunes.
Casi siempre “Le llamaremos”, con su leísmo incluido. Inconsciente. El
leísmo. Porque debería ser “Lo llamaremos”. Casi nunca “La llamaremos”.
Son una rareza las mujeres al frente de empresas. Una mujer es un ser
humano devaluado. En ocasiones ni siquiera es un ser humano(5). Cuando
la llamada se recibe de una secretaria en nombre de su jefe, las cosas
cambian. En este caso lo más frecuente es “Te llamo”, “Te llamaremos” u
“Os llamaremos”. Porque se pasan al tuteo entre iguales. Ah, no conozco
el caso de un secretario y sólo conozco una jefe(6), la propietaria de una
empresa de promoción comercial directa, aunque a ella la llaman jefa.
Nunca entenderé esto de los géneros.
Y Silvia cuelga. Enarca las cejas, mira el reloj colgado en la pared del
fondo, ese que ven los clientes al entrar o salir de los despachos tras una
consulta o una reunión, resopla suavemente, se mira el historiado reloj de
pulsera, barroquismo infantil en la muñeca, vuelve a mirar el reloj del
fondo, se ensimisma y regresa a sus papeles. Es la secretaria de todos y la
de nadie, lo cual la hace particularmente escurridiza y, al tiempo,
vulnerable. No muy diferente de la Silvia en su vida ordinaria, me parece.
Qué sé yo. Imagino con la fantasía de los viernes. Buena gente.
Los viernes suele invadirnos la languidez en la oficina. Y el silencio,
que se hace denso y pesa. Los viernes hablamos poco.
Sí, es verdad que suelo aburrirme los viernes por la mañana. Miden la
eternidad. Habría que quitarlos de la semana. Yo los quitaría de la
semana. O convertirlos en sábado, una semana con dos sábados. Se me
iluminan los ojos pensando en una semana con dos sábados. Y sonrío.
Quiero decir que la semana de trabajo debería acabar el jueves. Me
agobia el peso de la semana cuando llegan los viernes. Adquiere la
dimensión de una condena.
Miro los dos montones de carpetas, los sopeso. Dos montones de
carpetas. Dos. Uno y dos. O sea, dos. Saco una, la reviso, le pongo una
etiqueta amarilla y la cambio de montón: falta documentación. En ese
montón todas las carpetas tienen una etiqueta amarilla que reza: falta
documentación. Junto a una pequeña relación con los documentos que
faltan. Levanto el teléfono para decirle a Silvia que llame al cliente, para
recordarle que falta parte de la documentación. Bueno, no, decido
llamarlo yo mismo. Dudo con el auricular en la mano. Cuelgo, miro la
carpeta de nuevo, quito la etiqueta y la pongo otra vez en el montón
primero. Éstas últimas son carpetas pendientes de calificar. Reviso la
agenda y el plan de tareas y gestiones del ordenador, esa especie de
monstruo virtual que nos conecta a todos con todos y que sirve a
Moraleda para conocer el estado y situación de todos y cada uno de los
asuntos. Es como el triangular(7) ojo del dios de la oficina. Un espía
pitagórico. Yo lo llamo el ojo de Sauron, por El Señor de los Anillos.
Registro de planificación y seguimiento de asuntos. Silvia lo curiosea con
frecuencia. Incluso, le reza. Anoto ahí algo que, al rato, ya no recuerdo.
He leído dos veces la trilogía de El Señor de los Anillos y he visto tres
veces cada una de las películas. La última, de un tirón, de media tarde a la
madrugada. Dicen que a J.R.R. Tolkien no le dieron el premio Nobel de
Literatura porque escribía muy mal. Y, sin embargo, se lo dieron a José de
Echegaray, un pésimo dramaturgo, aunque excelente matemático. A J.R.R
Tolkien tampoco le habrían dado el premio Planeta, muy apropiado para
amanuenses o copistas. A Echegaray sí le habrían dado el premio Planeta.

El señor Moraleda es el Consejero Delegado y/o Director Gerente de


la asesoría. Que sea lo uno u lo otro depende de las tarjetas de visita, las
hay para ambos cargos, y en unas es consejero y en otras, director. Tiene
su despacho un poco más allá de Bermúdez, de quien se dice que elabora
los mejores informes de gestión para el Consejo. Este viernes tiene
compromisos fuera de la oficina y no se le puede llamar salvo asuntos de
máxima urgencia, eso dice Silvia, la recepcionista. Así que en la oficina hay
quien piensa que tiene una amante. Mendiluce es el suspicaz. Mendiluce
es bromista, inventa frases y es malpensado. Aunque le gusta cultivarse la
imagen de adusto y circunspecto. Parece buena persona.
También aseguran los tópicos que los consejeros delegados y los
gerentes suelen tener una amante a la que han de consolar los viernes,
porque es viernes, y hacer un regalo los lunes, porque es lunes y, entre
viernes y lunes, mediaron sábado y domingo, días de suyo familiares, es
decir, días en los que se abandona a las amantes para desempeñar el rol
de padre y esposo. Los fines de semana no son para las amantes, sino para
que aprendan a medir la dimensión de su soledad. En este caso, una
secretaria, con gripe A desde hace dos semanas, es la candidata en los
cotilleos; especialmente, para el mordaz Mendiluce, por razones que
funda en su especialidad profesional, como responsable de asuntos
laborales. Oh, sí, la secretaria personal de Moraleda, cuya mesa veo vacía,
frente a mí y a la derecha, está de baja con gripe. Efectivamente, se dice
que Yolanda Cantalapiedra es la amante oculta de Moraleda.
El oficio de amante es una ocupación de lunes a viernes, como la
oficina.
A mí me trae sin cuidado la vida sentimental de los demás. Pero
reconozco cierto morbo en estos chismorreos, ciertamente.
-Que yo no he dicho nada -advierte con retintín Mendiluce-. Sois
vosotros los retorcidos.
Estamos todos: Silvia, Mendiluce, Gómez -o Gómez-Acevedo, para ser
preciso, porque es hombre de apellido compuesto-, Goicoechea, Campillo,
Bermúdez y yo. Faltan Cantalapiedra, con gripe, y Moraleda, con reunión.
Al repasar mentalmente la relación, me doy cuenta de un detalle: a todos
los relaciono con el apellido, excepto a la secretaria. Espero no revelar con
ello algún deleznable lado oscuro en mi interior.
Es una oficina poco divertida, es verdad. Me había hecho otra idea
cuando opté en su día a este trabajo. Nos faltan los manguitos, por
ejemplo, para que nos habite el humor. Deberíamos usar manguitos como
los oficinistas antiguos. A veces, me imagino con ellos. Las oficinas
representan el residuo de lo antiguo. Los oficinistas somos los empleados
de la vieja casta sacerdotal económica. Sus capataces numéricos. Pero
estamos llenos de detalles. Es una oficina con el pormenor del
minimalismo. El botiquín, por ejemplo: gasas, algodón, vendas, tiritas,
alcohol de 90º, agua oxigenada, esparadrapo, ácido acetil salicílico y
paracetamol genéricos, pomada contra quemaduras accidentales,
urbason, mercromina, tijeras, pinzas, termómetro, jeringas y guantes
desechables. Y, al lado, un montón de paquetitos de pañuelos de celulosa,
un paquete de compresas y otro de tampones. He podido constatarlo esta
mañana, cuando fui al servicio. Cada producto tiene su razón, no llegó ahí
caprichosamente. Y en un cajón del armario bajo el lavabo: un cepillo de
la ropa, quitamanchas instantáneo en aerosol Cebralin, un cepillo del
calzado y una esponja abrillantadora del calzado.
La dirección piensa en los empleados.
Y luego están los otros detalles. Quien come en la oficina puede
calentarse su tartera(8) en el microondas. Y puede tomarse un café de
máquina, solo o con leche en polvo. Bueno, el café también puede ser
instantáneo, de Carrefour, calentando agua en el mismo microondas o, en
su caso, tomarse una infusión, también de Carrefour.
Yolanda Cantalapiedra se cuida de las reposiciones.
Y un dato más: todas estas cosas son, evidentemente, gratuitas, van a
gastos diversos de personal. Pero abonamos un pequeño óbolo, que Silvia
controla y administra, por cada consumición: 50 céntimos, desde la
introducción del euro; antes, 50 pesetas. Es una vieja costumbre que
todos respetamos, aunque seamos unos recién llegados, como ocurre
conmigo y con Silvia. Suele dar para un par de cenas al año, y unas copas
después. Una, antes del verano, y otra, para finales de año. No está mal.
La última cena la hicieron en mayo, por San Isidro, antes de que llegara
Silvia y al poco de incorporarme yo. Evidentemente, no me invitaron.
Dentro de dos semanas celebraremos la próxima. Ya veremos.

Hoy habría comido albóndigas en salsa, las bajé anoche del


congelador. Sin postre, nada más, está vacío el frigorífico de casa, como ya
anoté en las octavillas de ayer. Y, después, un poleo, probablemente. De
Carrefour, el poleo menta y el té rojo son las infusiones que más me
gustan. Pero dejé la fiambrera en casa. Anoche no recordé que ayer era
jueves, es decir, que hoy era viernes y que los viernes tenemos jornada
continuada. Lo descubrí esta mañana, ya con la tartera en la mochila, al
echar un vistazo inadvertido a la pantalla del teléfono móvil, antes de salir
hacia la oficina. Los viernes nadie se queda a comer en la oficina. Comeré
cuando regrese. Una extraordinaria ensalada mixta: lechugas, tomate,
huevo duro, aceitunas, cebolleta y atún. Tal vez, un toque de pimiento
verde, aunque no sea muy ortodoxo, porque me gusta el sabor del
pimiento verde aderezado. Una pizca de sal, aceite de oliva virgen extra
arbequina 0,7º y vinagre de jerez. Hum, viernes. Y se me olvidaba, se me
olvidaba: las aceitunas, de las machacadas, y aliñadas con tomillo y
romero, que me envió una antigua amiga sevillana.
Los viernes siempre como en casa. No me importa que sean las mil.
Leche. Evidentemente, era una ensalada imaginaria, estamos sin
provisiones en casa. Benditas albóndigas en salsa descongeladas. Hoy no
ando bien de la cabeza.
En alguna parte, alguien ha arrancado una taladradora y se ha puesto
a hacer agujeros. Digo yo que hace agujeros porque se oye el seco
repiqueteo de la broca sobre el ladrillo y el cemento, y el giro esforzado
del motor eléctrico. Ahora es un martillo, sus golpes sordos, como si
trataran de embutir un taco de plástico en la oquedad practicada, el
último impacto y el silencio que produce la sensación de vacío en el oído.
-¿Han alquilado la oficina de enfrente?
-¿Qué?
-Que si han alquilado la oficina de enfrente- le reitero a Francisco.
-No, que yo sepa-. Se despereza, lo piensa mejor: -No sé. ¿Por qué?
-He oído una taladradora, como si estuvieran haciendo agujeros.
-Yo no he oído nada.
-¿No?
-No.
-Hacía un ruido espantoso.
Francisco se encoge de hombros y busca a su alrededor, como si el
ruido pudiera verse y ahora anduviera agazapado tras el silencio.
Es viernes. No sé en qué estaré pensando.

Tengo delante de mí dos montones de carpetas.


¿Ese despacho? Es el despacho de Bermúdez, contestó Yolanda. ¿Y?
¿Quién es Bermúdez? Bermúdez es Bermúdez, dijo la muchacha que
precedió a Silvia en el puesto de secretaria, ya no recuerdo su nombre.
Bueno, pero ¿quién es Bermúdez? Moraleda me había presentado a la
gente de la oficina en mi primer día de trabajo y de repente descubrí que
no me había hablado del despacho vacío y en penumbra, junto a mi mesa
de trabajo. No le afecta, es como si no trabajara aquí, no nos atañe a
ninguno, puntualizó Yolanda. Pero no lo entiendo -no me llames de usted,
somos cuatro en la oficina-, no lo entiendo. Si trabaja aquí... No se trata de
entender, es así, es Bermúdez. Y concluyó Yolanda: es como si no trabajara
aquí. Viene un rato por las mañanas, usa algunos de nuestros medios, el
ordenador, el teléfono, algunos datos, pero su trabajo enlaza directamente
con el Consejo de Administración y los auditores, no tiene que ver con los
clientes. Y nosotros nos dedicamos a los clientes.
O sea, Bermúdez era un fantasma. Lo sigue siendo. Ahí está, tras la
mampara, pero sin sábana. Tampoco lleva una bola a rastras.
La oficina, aunque más gris, se parecía bastante a la que yo había
imaginado, pero no estaba entre mis hipótesis trabajar al lado de un
fantasma.
El primer día, a las diez en punto de la mañana, el espectro Bermúdez
atravesó el pasillo, saludó, se sumergió en su despacho y cerró por dentro.
Apenas subió la persiana. Un tiempo después, Moraleda tocó levemente
en su puerta, entró y charlaron un rato. A las dos en punto de la tarde,
bajó la persiana, recogió sus cosas, cerró tras de sí la puerta del despacho,
se despidió y desapareció. Nada quedó a su espalda. El espacio lúgubre de
primera hora de la mañana. Es como si en aquel despacho no hubiera
habido nadie.
¿Qué tal?, inquirió Moraleda a las dos y cinco de la tarde, ya con el
maletín de cuero en su mano izquierda, dispuesto a marcharse. Pues no
sé. Nadie me advirtió de que tendría por vecino a un fantasma. ¿Un
fantasma? Bermúdez, aclaró Yolanda. Ah, Bermúdez, y soltó una
carcajada. Bermúdez no es ningún fantasma, no se preocupe. Es
Bermúdez. ¿Sabe? Ese despacho debía ser para usted, pero llegó
Bermúdez antes y había que proporcionarle un espacio privado. Si algún
día Bermúdez no necesitara despacho, volvería a ser para usted.
-Zzzzzzzssssssssss prrrrrr prrrrrr prrrrrrrr...
-¿No lo oyes?
-¿Qué tengo que oír?
-La taladradora.
-No oigo ninguna taladradora.
-¿En serio?
-No oigo ninguna taladradora. Eso van a ser acúfenos.
-Acu... ¿qué?
-Acúfenos, que oyes lo que nadie oye. La madre de un amigo de la
infancia los padecía. Se ponía algodones en los oídos y los seguía oyendo.
Se murió con ellos.
-¿Con los tapones?
-Con los acúfenos y los tapones.
-¿Eso quiere decir que estoy loco?
-No. Sólo que oyes lo que nadie oye.
-Zzzzzzzssssssssss prrrrrr prrrrrr prrrrrrrr...
Acúfenos.

A través de la ventana, al fondo, Madrid parece un boceto


difuminado. La basura gaseosa que lo envuelve consigue esos efectos. A lo
lejos, es una ciudad cualquiera donde destacan los cuatro o cinco detalles
de las postales que venden en los quioscos. La realidad es una panoplia de
postales. Nos defendemos de ella con postales. Cada uno con las suyas.
Madrid es un asco. Y, sin embargo, tiene unos pocos rincones
amables: donde tomas el café, donde haces la compra, donde paseas,
donde se cobijan las emociones, donde te sientas la mañana del domingo
a leer el periódico, donde puedes hablar con un árbol, oh, sí, hay gente
que habla con los árboles, yo, por ejemplo, y árboles que hablan, en El
Señor de los Anillos, por ejemplo, donde olvidas la semana, donde te
perdonas los errores, donde sonríes, donde escuchas música sin
pronunciar palabra, donde puedes perderte, donde tomas un café o una
cerveza, donde te pierdes, donde te encuentras, donde lees un libro como
si estuvieras solo en el mundo, donde tomas un café, una cerveza o una
copa de vino, donde te estremece un recuerdo, donde tomas un café, un
té u otra infusión cualquiera. El café o la cerveza de los sitios que amas no
saben como las de todo el mundo. O sea, quizá Quevedo, El Café
Comercial, Fuencarral, Olavide, Chamberí, la calle Vallehermoso, el Parque
del Oeste, El Retiro, el lago frente al Palacio de Cristal, con sus patos y
ocas, aunque, a veces, el agua corrompida apeste, los Jardines de Sabatini,
el Templo de Debod y el océano infinito hacia el oeste, el barrio de las
letras,... La calzada de la calle Huertas(9) la han llenado de fragmentos de
textos de escritores que no sé si vivieron todos en la zona.
Madrid sobrevive a duras penas a sus alcaldes. Madrid es una ciudad
resistente.

Si estuviera en casa ahora mismo, me tomaría una onza de chocolate.


Lo sé, la vida es imperfecta.

Allá donde se cruzan los caminos(10),


donde el mar no se puede concebir,
donde regresa siempre el fugitivo,
pongamos que hablo de Madrid.
Donde el deseo viaja en ascensores,
un agujero queda para mí,
que me dejo la vida en sus rincones,
pongamos que hablo de Madrid.
Las niñas ya no quieren ser princesas,
y a los niños les da por perseguir
el mar dentro de un vaso de ginebra,
pongamos que hablo de Madrid.
Los pájaros visitan al psiquiatra,
las estrellas se olvidan de salir,
la muerte viaja en ambulancias blancas,
pongamos que hablo de Madrid.
El sol es una estufa de butano,
la vida un metro a punto de partir,
hay una jeringuilla en el lavabo,
pongamos que hablo de Madrid.
Cuando la muerte venga a visitarme,
que me lleven al sur donde nací,
aquí no queda sitio para nadie,
pongamos que hablo de Madrid.

-¿Tampoco oyes le canción de Sabina?


-Sí, eso sí.
Alguien ha bajado las ventanillas del coche y ha puesto los altavoces a
todo trapo.
-Pensé que los acúfenos también podían ser armónicos, hablar en
castellano e incorporar músicas de Sabina.
-M80(11) o un disco no tienen nada que ver con los acúfenos.
El otro día la interpretaba un cantautor aficionado en un chiringuito
de la calle Huertas. En la penumbra del local de Huertas, con la neblina del
humo de los cigarrillos o la marihuana, suena distinto Joaquín Sabina, y no
sólo porque sea un impostor el que lo canta. Yo prefiero a Joaquín Sabina,
que mezcla la voz con la hojarasca.
-Te noto cansado.
-Tengo sueño. He dormido poco y mal esta semana.
-¿Insomnio?
-No. Supongo que no. Es sólo esta semana.
-O los acúfenos.
-Ha sido hace un rato por primera vez lo de los acúfenos ésos.
-Café.
-Por la noche lo suelo tomar descafeinado.
-Mujeres.
-Creo que nunca he tenido problemas de mujeres. Ahora, no, desde
luego.
-Conciencia.
-Me parece que la tengo tranquila.
-Entonces, es que piensas demasiado.
-O la vida, que se ha convertido en una pesadilla.
El gesto de Francisco no hay manera de interpretarlo. Casi
imperceptible, apenas un movimiento de cejas, pero ha involucrado todo
el cuerpo.
-Díselo a un parado. O a uno que espera un trasplante de hígado.
-No pretendía ser tan trágico.

El ciudadano del coche con las puertas abiertas y los altavoces altos
sigue aparcado cerca de la oficina. Ahora empieza a sonar un
romancillo(12):

La vida y la muerte
bordada en la boca
tenía Merceditas
la del guardarropa.
La del guardarropa...
…...............

Allí donde tocaba oír “...en donde El Palmo lloró cantando”, se


escucha un portazo, un acelerón y un derrape tremendo. Francisco sólo
menea la cabeza.
Uno tenía asociada la música alta, con desprecio por la paz del oído
del prójimo, a quien escucha rock duro, música electrónica o flamenquito
pachanguero, por ejemplo. Pero estaba equivocado, era un prejuicio. Los
insolentes brotan en cualquier parte. Incluso, podemos serlo nosotros
mismos. En cualquier momento, olvidamos que no estamos solos en el
mundo. Andrea tiene razón. Cualquier hecho guarda en sí la facultad de
convertirse en nuestro maestro. Sólo hay que poner atención.

-Nunca he sabido quién era Marcial Lafuente.


En el romance se habla de Marcial Lafuente Estefanía.
-Marcial Lafuente Estefanía. Un popular escritor de novelitas del
oeste, muy conocido en su momento. Yo leí, a veces, a Marcial Lafuente
Estefanía cuando niño. Alquilábamos sus novelas en el quiosco. El bueno
siempre medía seis pies y medio.
-Seis pies y medio... Casi dos metros. Eso no es una estatura muy
española.
-Claro, era un héroe americano. Los héroes americanos siempre han
sido altos y fuertes.
-Y nosotros, bajitos y enclenques.
-En la escuela nos parecía que estaban aquí para redimir al mundo. Y
salvarnos de los malos. Detrás del telón de acero estaban todos los malos.
Luego serían derrotados en Vietnam. Y el movimiento hippie y Vietnam
demostraría que los americanos también eran débiles y malvados.

Tengo delante de mí dos enormes montones de carpetas.

Oh, una mosca. Produce un zumbido persistente y monocorde.


Zzzzssssss... Se ejercita en un vuelo vulgar, nada elegante. ¿Por qué será
que en noviembre una mosca sobrevuela la mesa de recepción? Revolotea
como si buscara algo en el mapa de la Comunidad de Madrid que hay
sobre Silvia, en la pared de la entrada. Una mosca siempre deja su cagada.
Y Silvia, sin advertir nada. Caramba. Viernes, claro. Otra vez. Hasta
mañana. No. Hasta el lunes.

NOTAS AL CAPÍTULO 2:

5. “La mujer es un animal de pelo largo e inteligencia corta”, Arthur Schopenhauer, El amor,
las mujeres y la muerte, Edaf. Algunos años más tarde Mario Benedetti se ocupó de responderle en
El amor, las mujeres y la vida, Alfaguara, que incluye el poema “¿Y si dios fuera una mujer?”.
6. Jefe, del francés chef, y éste, del latín caput, cabeza. En realidad, es del género común, por
lo que debería servir para hablar de “el jefe” o de “la jefe”. Jefa tiene un odioso sentido peyorativo.
Aunque la terminación no siempre es indicativa de género masculino o femenino (poeta y
futbolista, por ejemplo), deberíamos hacer un esfuerzo por desvincular las palabras de viejas
adscripciones al género, sobre todo, cuando en sí mismas no lo contienen o son de suyo del género
común (jefe, gerente, canciller, presidente, juez, dependiente,…).
7. Es curioso: se dice triángulo y no, trilátero; se dice cuadrilátero, pero no, cuadrángulo,
tetrángulo o tetrágono. Sin embargo, sí se dice pentágono, hexágono,… y no pentalátero,
hexalátero,… Y se dice cuadrado para nombrar al cuadrilátero regular, pero no hay nombre
específico para ningún otro polígono regular. Caprichos del lenguaje que siempre me han
maravillado. ¿O no será un capricho?
8. Hay un nombre en inglés para este tipo de artilugios, tomado de la marca que los fabrica
en material plástico, pero me gusta más la palabra castellana –no es la única, está también
fiambrera-, es más hermosa. Me molestan las palabras impuestas.
9. Uno de los ejes del barrio de las letras. Es una calle donde abundan los chiringuitos,
restaurantes, locales de música o copas. Es una calle de culto.
10. Pongamos que hablo de Madrid, Joaquín Sabina.
11. Emisora musical dedicada a éxitos del pasado.
12. Romance de Curro “El Palmo”, Joan Manuel Serrat.
3
Lunes, 16 de noviembre de 2009
Un agitado comienzo de semana

Me sorprende un insólito cacareo que no comprendo; me sobresalta


es una expresión más exacta. Busco la fuente y la hallo en el móvil que
parpadea y lanza destellos lumínicos al fantasma del dormitorio. Lo
silencio y a punto estoy de caer de cabeza, arrastrando el edredón y a la
compañía. Finalmente doy de bruces sobre la alfombra, vacilo y me
tambaleo al incorporarme, me voy contra el radiador y allí me sujeto.
Maldita sea, me digo, chisssssssssst, me digo, a gatas por el piso de
madera y con el índice de la mano derecha sobre los labios. ¿Quién,
narices, habrá cambiado la sintonía del despertador? Maldigo a la
compañía por si ha sido la compañía, pero no, no ha podido ser ella, la
compañía apenas entiende el mecanismo de un sifón, Andrea desprecia la
tecnología. Si por Andrea, es decir, la compañía, fuera, tendríamos el
despertador polifónico de entreguerras, uno de aquéllos de tres
campanillas distintas en lo alto de su esfera.
Alguien me ha gastado una broma. Y espero que no sea alguien de la
oficina.
Voy a tientas hasta el cuarto de baño, a los pies de la cama, enciendo
la luz del espejo y miro hacia el dormitorio, por si he causado algún
estropicio. Todo parece guardar el orden habitual, salvo el edredón, que
se asoma al borde de un precipicio, dejando a la compañía al descubierto.
Así que lo coloco, y Andrea esboza un gesto de complacencia, como si
fuera consciente de lo que estoy haciendo. Pergeño un beso posando un
dedo sobre su frente, chissssst, digo suavemente, con el índice sobre los
labios, y sonríe. Pequeños son los gestos necesarios para ser feliz, pienso.
Muy pequeños.
Ya en el cuarto de baño, estiro los brazos, brrrrrrrrrr, y me apoyo
sobre el lavabo. Me miro a izquierda, o sea, que giro la cara hacia la
derecha; a derecha, girando la cara hacia la izquierda; arriba, abajo,
etcétera, sucesivamente. Me doy cuenta de que me estoy examinando.
Bueno, no está mal, no, podría ser peor lo que veo. Para ser lunes, pienso.
Tiro del cordel interruptor que cuelga de un lado del radiador de
infrarrojos, instalado sobre la moldura superior del marco de la puerta.
Clic, y enrojece hasta la transparencia el hilo metálico que envuelve el
cilindro de cerámica.
Continúa la ceremonia. A ver, el bote de gel del dentífrico, y, tras un
suspiro que parece dar trascendencia a los hechos, me pongo a la tarea de
limpiarme los dientes como mandan los cánones de los lunes, es decir, con
parsimonia, con dedicación a los rincones, a los intersticios, hasta
conseguir formar una masa espesa en la boca, ligeramente enrojecida por
la gingivitis, un masaje largo de las encías. Escupo e insisto dos minutos
más con el cepillo, aclaro el cepillo, lo sacudo, lo devuelvo a su vaso y
tomo un buen trago de enjuague verde, con sabor a menta, eso dice el
frasco, y, …dita sea, maldigo el frasco, maldigo el frasco, al fabricante, a su
corte en el averno,… ¿Cómo consiguen estos malditos sabores tan
rabiosos? ¿Qué incorporan? ¿Qué pretenden? Los ingredientes, para ser
eficaces, ¿han de ser desagradables? Dios mío. Unas vueltas en la boca,
unas gárgaras, unas vueltas más y lo arrojo al lavabo. Suspiro, abro un
poco el grifo para limpiar las manchas y relejes de colutorio, y regreso a la
posición de los brazos estirados, apoyado en el lavabo.
Percibo sobre los hombros el progreso del aire tibio desde los
infrarrojos.
Los excesos de cerumen se eliminan bien con un par de bastones, y
los pelillos rebeldes de las ventanas nasales, con unas tijeras ad hoc.
Perfecto.
Bien.
Evacuar, sin embargo, es un ejercicio rápido. Tengo el intestino y la
vejiga habituados. Porque todos los días es lo mismo. Tienen tiempo para
despertar y preparar su función y sus gestos, el tiempo de cepillarme los
dientes y enjuagarme la boca.
Huy, pero bueno…. Me detengo. Hago un gesto de sorpresa. Porque
he descubierto un par de preservativos entre el bidé y la papelera, no sé si
caídos o arrojados sin puntería. No es posible, eso no es posible. No
recuerdo yo tanta actividad en la noche del domingo, no la hubo en
absoluto; del sábado, acaso. Pero no somos tan marranos, no dejamos las
cosas tiradas por el suelo. Y aún menos durante varios días. Veamos,
hagamos balance: el día portentoso fue el viernes, o debió serlo, siempre
los viernes, empieza a media tarde, cuando nos encontramos, tras una
semana en la que todo es fugaz, los saludos, las palabras, hasta las risas,
parece que no hubiera tiempo para que las cosas tuvieran lugar, para las
sorpresas, sólo para la prisa, para el reloj que nos esclaviza. Apenas algún
día cenamos juntos. Digámoslo: nunca cenamos juntos, salvo milagro.
Apenas disponemos de tiempo para prepararnos la tartera del día
siguiente. Digámoslo: yo preparo mi tartera y su comida. Se levanta tarde
y come en horario europeo. Apenas coincidimos en la hora de irnos a
dormir, por nuestros horarios dispares. Digámoslo, también: nos vamos a
la cama cada uno por su lado, salvo milagro. Yo ya suelo dormir cuando
llega Andrea de ese trabajo suyo estrafalario.
O sea, el viernes, bien. Pero el sábado hicimos limpieza general, sí, lo
que llamamos zafarrancho. Luego no vienen esos condones del viernes.
Del sábado, rememoro ahora, seguro que no, tampoco, no de este sábado,
recuerdo todo perfectamente. Estuvimos en el cine. Ágora(13), de
Amenábar, por segunda vez. Con la circunspecta Hipatia, que interpreta la
dulce y tierna Rachel Weisz. Una manzana y un kiwi para cenar. Las
palabras precisas, ni una demás. Yo estaba, cómo decirlo, no sé cómo
estaba. Y nos fuimos a la cama con el corazón compungido y la sensación,
otra vez, de vivir amenazados. La película había hecho de estilete para
practicar un agujero en el tiempo, del big-bang a nuestros días, es decir,
de Hipatia a la actualidad, donde anida la bicha del fanatismo. Rouco o
Cirilo, los obispos de Madrid y Alejandría, el Opus y los legionarios de
Cristo o los parabolanos. Los kikos(14) se parecen a la tropa de monjes
que invadían Alejandría desde el desierto. La Inquisición como ejercicio de
actualidad. ¿Cuándo y cómo asaltarán las bibliotecas de Madrid? Hace
tiempo que acabaron con nuestro Serapeo. Quieren apropiarse de todos
los mensajes. Para destruirlos. Para destruirnos. El botín somos nosotros.
¿Y del domingo? El domingo. El domingo. Dios mío, no recuerdo nada
del domingo, ni siquiera la hora de acostarnos. Olvidar las horas, bueno,
algunos hechos, detalles, pero esto… Cómo no recordar si fueron una o
dos veces, si hablamos, si hubo o no hubo una charla, qué hablamos,
entre dos siempre media una charla, larga. Por eso son dos, porque hay
una charla. Pero no recuerdo. Hay un momento en el que el domingo se
apaga, todo el domingo se apaga. Misterio. La memoria se desvanece.
En fin, me humedezco el rostro con agua caliente para abrir los poros
y folículos, y extiendo la espuma Nivea con parsimonia por toda la cara,
por el cuello.
Tengo la sensación de que ha transcurrido mucho tiempo desde el
cacareo. Mucho. Las nimiedades dilatan el tiempo y lo llenan de huecos,
como si se hiciera con el material de lo eterno, y nos lo acaban arrojando
encima, con su losa y sus cadenas. Cataplum. El tiempo es una esponja de
material pesado.
Así que me afeito. Amontono la ropa sucia para llevarla, luego, al
cesto y me meto en la ducha, donde nunca puedo tener prisa, ni solo ni en
compañía. Hay pocas cosas como el agua templada sobre el cuerpo, el
masaje con el champú en la cabeza y el recorrido de la esponja
enjabonada por la piel, de los pies a la cara, pasando por las axilas, las
rodillas, las yemas de los dedos, los hombros, los antebrazos, los codos y
la espalda. Nada como la sensación del aire tibio humedecido
ascendiendo por la nariz hasta la tráquea, los senos nasales
reblandecidos, los bronquios expandidos. Nada como la sensación de que
el organismo se esponja y libera los fluidos, constreñidos durante la
noche. Nada como el agua sobre los párpados al aclararme. Nada, en
estos momentos. Salvo, quizás, el encuentro leve de la piel nueva con la
ropa limpia y perfumada a continuación.
Alcanzo el albornoz desde la ducha, me lo pongo y me seco el pelo
con energía. Eso son canas. Me doy cuenta de que podría convertirme en
delegado comercial de Nivea: la espuma de afeitar era de esa marca. Y lo
es la loción y el desodorante. Si hay algo que identifica al primer mundo es
su relación con las marcas, un medio sutil para detraer la riqueza de todos
los mundos, el primero, el segundo -¿cuál es el segundo mundo, el de los
países en desarrollo?- y los siguientes. La marca es el valor añadido
inmaterial de las cosas. Dios es una marca comercial de las iglesias. En el
cuarto de baño no hay nada que carezca de marca, desde el lavabo a la
escobilla, del cepillo de dientes al peine. Si me asomara al inodoro, podría
comprobar si el organismo pone en los detritos su firma. Tal vez pudiera
envasarlos y venderlos como detritos(15) de oficinista siniestro. O triste.
Más triste que siniestro últimamente. Me puntualizo: siniestro o triste,
por la oficina en la que trabajo en todo caso; no, por mí, que no creo ser
triste ni siniestro. Acaso levemente dominado por la misantropía, como
sugiere Andrea cuando me reprende. Pero esta es otra historia.
Por alguna parte se cuela el ruido de un motor y sospecho que es el
vecino del 3º B, que siempre estaciona el coche ante el portal del edificio.
En el garaje guardan el de su mujer. Ya tenía que estar yo atravesando la
boca del metro. O sea, que voy mal de tiempo. No sé cómo hoy me he
demorado tanto. Dios, maldita sea, toca correr. Estallan de repente todas
las burbujas de la cuarta dimensión llamada tiempo: calzoncillos,
calcetines, vaqueros SPF, camisa de cuadros diminutos SPF, cinturón
Bellido, deportivos Clarks, ese modelo que me regaló Andrea hace un par
de semanas, atarme las zapatillas, ahora con gestos apresurados. Y
peinarme, peinarme con el cepillo, dioses del Olimpo, peinarme, que
tengo los pelos de punta y parezco un erizo o que alimento un bosque de
estalagmitas. Brrrrrrrrr, nunca aprenderé a dominar el tiempo. Siempre
me comporto como si no existiera y, al final, se convierte en mi señor y me
arrastra, deviniendo ese agobio en un ronzal que me conduce con la
lengua fuera.
Me pongo la chaqueta de algodón.
Corro hasta el tendedero, un habitáculo anexo a la cocina, arrojo
literalmente la ropa sucia al cesto, me pongo la pelliza, cojo de la mesa del
salón el libro de tapas verdes y negras que estoy leyendo(16), y miro,
ahora sí, con parsimonia hacia el interior de la alcoba. Todo está en paz,
salvo mi corazón que late a un ritmo inusitado. La compañía se ha girado
sobre el lado derecho y duerme de costado, ligeramente encogida, con el
brazo izquierdo sobre el edredón. Cojo de la mesilla el teléfono del
sobresalto y cierro cuidadosamente la puerta del dormitorio.
¡El radiador del cuarto de baño!
Y corro, de nuevo, hasta la cocina, cojo la mochila con la tartera y la
fruta, donde guardo, también, el libro, y corro, corro hasta la puerta, que
se cierra tras de mí con un clic preciso del pestillo. Y a ratos corriendo, a
ratos a ritmo de marcha, evito las vallas de una mina donde el
ayuntamiento busca un tesoro, dios, maldita sea, Gallardón(17) también
es un producto con marca, en su caso significa propensión por las obras,
atravieso la calle y luego la avenida, me salto un semáforo, llego hasta el
metro, cruzo los torniquetes y continúo corriendo hasta el andén, donde
alcanzo a subirme al tren que acaba de llegar. En el reloj de un pasajero,
que se espiga para agarrase al pasamanos superior o para creerse alto,
veo la hora. Son las 7'20 de la mañana del lunes. Suena el silbato del tren
y se cierran las puertas automáticas tras de mí. Tomo aire. Respiro
tranquilo.

Saco el libro de la mochila, y busco el marcador de páginas que me


regaló Andrea, también el señalador, hace un par de semanas. Ay, la
compañía. Echo una ojeada al vagón lleno, pero no repleto, y constato la
misma masa humana adormecida de todas las mañanas. Hay dos cosas
que no me gustan del metro: el traqueteo cansino que pone el umbral de
ruido por encima de lo soportable, y la mezcolanza de olores que asalta mi
pituitaria, es decir, el zumo de axila y los aromas de falso Chanel o de la
perfumería de El Corte Inglés o Juteco. Hoy me llegan los efluvios del
compostaje que se debe estar produciendo en el sobaco de un joven de
traje gris, camisa blanca de cuello holgado y corbata negra. Seguramente,
él no conoce ese trabajo de las bacterias. Entiendo por qué se ha quedado
solo en un círculo. Y me alejo, también, buscando al tiempo las postreras
líneas leídas el último día en el libro, hasta donde no llega el vocerío de las
axilas. Prosigo con la carnicería del texto en el punto en que todo se
detuvo para que yo saliera del metro:
«Johnnie Walken sacó el siguiente gato de la maleta. Era una gata
blanca. No muy joven. Tenía la punta del rabo un poco torcida. Johnnie
Walken la acarició con cariño. Luego trazó una línea de corte con el dedo.
Una línea imaginaria, recta, que iba de la garganta al nacimiento del rabo.
Después sacó el bisturí y volvió a abrir el gato en canal, como antes, de un
golpe. Se repitió lo mismo. El alarido mudo. El cuerpo sacudido por
espasmos. Las vísceras derramadas. Extraer el corazón todavía palpitante,
mostrárselo a Nakata, metérselo en la boca. Masticarlo despacio. La
misma sonrisa de satisfacción. Enjugarse los coágulos con el dorso de la
mano. Silbar “¡Aibó! ¡Aibó!”».
Me paso la mano por la boca, mecánicamente, como tratando de
eliminar los últimos restos de sangre de la comisura de los labios. Trago
saliva, una saliva espesa. Por un momento, me he sentido Walken y
Nakata, autor y espectador, respectivamente, de la matanza; Walken,
sobre todo. Oh, dios. Nunca podría ser Walken. Y me desprecio ante la
hipótesis. Así que, con sensación de asco, levanto la vista para liberarme
de ambos y, en parte, de mí mismo. No entiendo la ceremonia sangrienta.
Mueren los animales, pero no chillan, ni siquiera maúllan, porque el ritual
les ha impuesto el silencio. Así es como escribimos la barbarie los
humanos. La tinta de los periódicos es el último silencio.
Es, entonces, cuando la descubro a ella. Me recuerda a alguien que
conozco. O conocía. Creí conocer. Ana. Es un sosias de Ana. Cuando era
Ana o cuando dejó de serlo. Para ser otra cosa, otra persona. O para
regresar al antecedente que inventó a Ana. No sé. En algún momento. No
es Ana, aunque me la recuerda. El tiempo también puede ser un túnel
oscuro que, con el pasado como vigía, confina el futuro bajo sus cargas.
De espaldas a los pasajeros, con la mirada perdida en la juntura de
puerta y vagón, protegiéndose tras las gafas oscuras. Viste como la tenía
en la memoria: zapatos planos, pantalón vaquero, chaqueta tres cuartos
de cuero negro con manga raglán. No puedo verla de frente. Ni siquiera el
cristal de la puerta se hace espejo para ofrecerme su réplica, una alegoría
del lunes apresurado. La imagino, entonces, con una camiseta oscura y un
jersey de cuello chino. En la mano izquierda lleva un pequeño bolso, del
tamaño y forma de un neceser elemental, pero no puedo figurarme su
contenido. La larga, lisa y brillante melena oscura desciende hasta la
cintura, como una vela negra que la empujara por la mar cansina de la
vida. Pero no sopla el viento en este mar subterráneo, así que se mantiene
quieta.
Casualidades o causalidades. Serendipia se llama ahora, una palabra
heredada del inglés, pero ésta me gusta. Veamos. Hay dos casualidades: la
presencia del sosias de Ana en el vagón del metro en el que voy a la
oficina y el párrafo sangriento de la novela de Murakami. Y las
causalidades: esos mismos hechos con sus orígenes o su raíz, porque veo
en Ana la gata blanca del fragmento del libro, aunque no entiendo su
relación con la sangre derramada. Imagino a Ana imaginándose
anestesiada pero consciente, tumbada, y el bisturí, como el pasado,
marcando el recorrido de la garganta al coxis. Imaginándose anestesiada
por un Walken imaginario, si es que Walken puede ser imaginario, los
hechos de la fantasía corporeizados, aguardando confirmar la visión
trágica e inútil de la vida. Deseando lo que imagina. Gata desorientada,
imaginándose el corazón deglutido por el cazador de gatas extraviadas.
Imaginándose imaginada o imaginándose imaginándose.
Me fijo en su nuca. Y grito. Para llamarla. Por la víctima paralizada.
Desde el silencio. Como gritan los mudos. Gira, le digo; gira, repito, en voz
más alta. Como quien dice: Maúlla, lanza la zarpa, extiende las uñas y
araña. No te abandones a la ceremonia de la vivisección. Pero apenas
agita la cabeza para recolocar la cabellera lacia. No hay más realidad que
sus rutinas. Nunca contestó a una llamada. Ni a su propia llamada. A su
propia llamada, sobre todo. Ese es su mundo. No hay emoción sino
abandono a la tragedia. Desciende el pasado y hiende la garganta, hasta
mostrar la entraña palpitante. Extraerla y masticarla.
Ana o la autoliquidación. Ahora recuerdo. La memoria se revela con
ejemplos. Walken es el paradigma, su instrumento, su excusa. No hay
Walken sin Nakata, ni Nakata sin Murakami. No hay historia sin
escribiente, es cierto, pero no lo escriben ni está el destino en las manos
de los amanuenses. La vieja historia presente.
La megafonía del vagón anuncia la próxima estación. Es la mía. Ahí
hago el transbordo. Vuelvo a poner el separador de páginas en el interior
del libro, lo cierro y me pongo frente a la puerta. Echo un último vistazo a
la pasajera, que sigue inamovible.
No vuelvo a leer. No ven los ojos en el vacío que se cierne.
Cuando llego a la oficina, Silvia ya está ante la puerta, dispuesta a
meter la llave en la cerradura y producir el sordo golpeteo de los cerrojos
de seguridad sobre el peine que los arrastra. Otro despertador. Abre la
puerta y se comporta como un polichinela generoso: sube los automáticos
del cajetín de luces de la derecha, pulsa el interruptor de la izquierda y
deja la puerta abierta para que vayamos entrando todos. No falta nadie.
Bueno, los que siempre llegan más tarde. Hay los saludos de rigor. Las
8'30.
Empieza el lunes en la oficina.

Silvia pulsa el interruptor y la luz de los fluorescentes se derrama por


el área común de la oficina, inundándola. El monstruo de la oscuridad
salta y se desvanece por los rincones. Se muestran de golpe los muebles,
los armarios, las sillas, las mesas, las esquinas. Adquieren forma y
proyectan su sombra donde antes no existían o eran de una manera
indefinida. La mesa y el altillo de la recepción de Silvia a la izquierda, su
ordenador, el servidor, las impresoras, la centralita del teléfono, el fax, la
fotocopiadora. La planta de Silvia a la izquierda del altillo, un poto, junto a
la pared, con sus largos tallos y sus hojas verdes desganadas, sedienta esta
mañana como todos los lunes. El panel de corcho en la pared, entre la
puerta y el altillo, con los horarios de oficina, el anagrama de la mutua
patronal y un teléfono de urgencias, el calendario laboral, recordatorios
de plazos y recomendaciones fiscales, y algunos pequeños anuncios que
cada uno vamos colgando, hasta que Moraleda los descubre y los hace
retirar para recluirlos en los rincones privados de las mesas, como “Nunca
mais” o “No a la guerra”, y algún chiste, habitualmente de Forges, Peridis o
El Roto, cuidadosamente recortado de El País. Los recortes desvelan qué
periódicos lee Silvia.
El biombo de cristal ahumado, para separar la entrada del área
común de trabajo de la oficina, con unas sillas para aguardar o hacer
tiempo, un ficus de hoja pequeña con tres tallos sarmentosos,
entrelazados y enhiestos, que nos sobrepasa, un cuadro con una
composición de billetes antiguos, de 1 a 5.000 pesetas, y un reloj de
pared, obsequio de un cliente, que bien podría decorar cualquier cocina
hortera. A partir del biombo, nuestras mesas. Las mesas de Goicoechea y
Campillo, los contables, y, a continuación, la mía, junto al despacho de
Bermúdez, que hace los informes para el Consejo de Administración. Más
allá, el despacho de Moraleda, que da al pasillo adonde da, también, la
puerta de los servicios. Y entre los servicios y Silvia, la sala de reuniones, el
armario de seguridad para archivos, los armarios ordinarios, la mesa de la
secretaria personal de Moraleda, Yolanda Cantalapiedra, la mesa de
Ignacio Gómez-Acevedo, el abogado fiscalista, y la de Alejandro
Mendiluce, el otro abogado, de laboral, junto con el armario de carpetas y
bandejas distribuidoras y de intercambios, donde aguardan impresos y
documentaciones para regresar a los clientes o ir a algún organismo
oficial, y la mesa universal, con una planta que dicen de amor de hombre y
otra que dicen del dinero, ay, Silvia, el microondas y la máquina de café.
Un lunes lo primero que se conecta es el servidor y la máquina del
café. Por ese orden. Y el aire acondicionado, a una temperatura prudente:
en otoño, 18/20ºC, más o menos. Salvo el servidor, que queda
funcionando toda la semana, todo lo demás se conecta también cada
mañana. Silvia se acerca al lavabo, llena la pequeña regadera de plástico y
humedece someramente la tierra de sus plantas.
-Quiero un café. Bien cargado. No he desayunado- declaro.
-Con leche, Silvia, largo de café- prefiere Alejandro.
Los demás van enunciando deseos similares. Los lunes, nadie, o casi
nadie, ha desayunado. Y nos atropamos en torno a la máquina del café,
que los sirve mediante estuches monodosis en frágiles vasos de plástico.
Algunos, Silvia y yo, por ejemplo, tenemos una taza de loza (yo decía
porcelana, pero asegura Silvia, y ella entiende, que sólo es barro o arcilla
vidriados) con algún motivo estampado. Sabe mejor el café en estas tazas
que en los malditos vasos de plástico.
-Pues, ¿sabéis que os digo? -dice Silvia, elevando el tono, desafiante-,
que secretaria, que nada de sirvienta. O sea, que el que quiera café que se
lo prepare. Éste –y levanta su taza con un café americano que ha
preparado-, éste es mío, le voy a poner azúcar, la justa, un golpecito,
medio, lo voy a remover y me voy a sentar a tomármelo mientras repaso
el correo. Pues eso.
Hace un gesto, como diciendo “Punto”, eleva ligeramente la barbilla y
se sienta. El rumor de protestas y voces confusas que se declara enseguida
amaina y se extingue, como las tormentas de primavera. Hay un instante
en que el mundo se deshace del tiempo como parámetro y nos quedamos
quietos, componiendo un fotograma. Nada. A los varones parece
sorprendernos que las secretarias pretendan ser sólo secretarias. En
alguna parte de nuestro cerebro son nuestras perpetuas sirvientas.
Algunos lo llaman cultura. Cultura es lo que se cultiva, y hemos cultivado
esa concepción monstruosa.
Dejo la mochila bajo el ala de la mesa. Enciendo mi ordenador y
observo el parpadeo del piloto verde. Va bien. Cojo mi taza de Mafalda,
cortesía de Andrea, otra vez su generosidad, y de Carrefour o Ikea, no
recuerdo, la trajimos de Alcorcón cuando nos allegamos con su coche al
área de hipermercados, y la pongo mediada de agua mineral, de la botella
que tengo en mi mesa. Y la meto en el microondas. Añado un golpe de
leche en polvo e incorporo el café que Campillo ha dejado haciéndose
mientras iba a su mesa. Hago un gesto de disculpa para Francisco y le
señalo un nuevo vaso bajo el chorrito de la cafetera. Al fin y al cabo, es mi
contable de cabecera y me perdona el abuso. Lo endulzo, doy un sorbo, y
me arrepiento de no haber puesto café soluble en lugar del café de
máquina sustraído a Campillo. Aunque, seguramente, el problema del
sabor es la leche en polvo, que, por su aspecto, parece una mezcla de
talco y almidón.
-Aviso para navegantes –digo, colocando el móvil sobre la mesa y
señalándolo-. Bueno, o no. O favor que pido. ¿Alguien sabe cómo quitar
un cacareo y poner una sintonía normal, de las que oyen las personas?
Para la alarma.
Miradas cómplices y sotorrisas.
-Sí, ya sé que soy un poco torpe con esto de la tecnología. Pero soy el
más experto en mi casa, anuncio. Y no sé cómo va esto de las melodías.
Así que, si hay alguien amable, el mismo que me hizo la gracia de
colocarme una gallina, por ejemplo, me podría decir cómo cambio el
sonido del despertador. Le estaré eternamente agradecido. No, no hace
falta que sea ahora, no corráis tanto, puede ser en la comida. Ya sé que
ahora estáis deseando trabajar. Yo, también; yo, también.
Prolongo la última “n” y me quedo mirando los dos montones de
carpetas que tengo sobre la mesa. Achino los ojos, recogiéndolos. Parece
un reto. Es como si no hubiera existido el fin de semana, como un regreso
a la monotonía del último viernes. De pronto, el desafío del trabajo ha
borrado el fin de semana. En esto consiste la realidad. En borrar los
sueños y los fines de semana. Así que, ahora, hoy, lunes, maldita sea, me
pondría a jugar al pito pito gorgorito sobre las pilas de papeles.
No. A ver. Cierro los ojos un instante. Respiro hondo. Y me abronco. O
me fustigo, más bien. No sé de dónde me viene esta laxitud, esta desgana
últimamente. Esto es trabajo, punto, el tiempo para llevarme de nuevo al
viernes, la puerta del sábado y el domingo.
Prioridades. Tiene que haber un orden, prioridades. Lo que es
primero, primero; lo que es segundo, segundo, y así sucesivamente. Estas
carpetas no tienen entidad para constituir un reto. Y no voy a convertirlas
en enemigas. Sean mis aliadas.
A ello. Vamos.
Abro el correo de la empresa y el personal, y los dejo en segundo
plano. Abro el programa de contabilidad. Repaso el plan de tareas, y no
detecto novedades. Alcanzo la primera carpeta y recuerdo que es la que
anduve mareando el viernes de un montón a otro. Reviso el contenido y
decido que lo mejor es enviar un correo al cliente explicándole el estado
del asunto, reclamándole documentación complementaria. Así que lo
redacto y se lo envío. Con eso queda constancia del estado del
expediente. Anoto en la plantilla para actualizar el plan. E inicio un tercer
montón de carpetas, otro, el de lo resuelto de momento pero sin resolver
por completo. ¡Vaya lío! Aunque yo me entiendo.
Cojo el segundo montón de carpetas, donde faltan documentos, y se
lo acerco a Silvia. Tiene una nuca perfecta. También los hombros.
-¿Me haces un favor?
Asiente. Con su nuca perfecta. De espaldas. Parece que no puede
hablar. Extiende el brazo izquierdo en ademán de espera.
-¿Los llamas a todos?
Asiente de nuevo. Y agita el mismo brazo izquierdo suplicando
paciencia. ¡Exigiéndola! Había terminado el café y ahora se estaba
comiendo uno de esos pastelillos industriales que vienen envueltos en
papeles multicolores, y tiene la boca llena. Éste de hoy no debe ser de
buena calidad y da muestras de haberse adherido al paladar. La pobre
Silvia hace ímprobos esfuerzos para despegárselo, pero no lo consigue.
Eso aparenta querer decirme con sus gestos desesperados.
-Les recuerdas qué documentos, datos o información nos faltan y
anotas en cada carpeta las incidencias.
Asiente de nuevo, con una ligera sacudida de cabeza, y abre los ojos y
dilata las pupilas. Extiende los brazos, apoyando las muñecas vueltas
sobre las rodillas, ofreciéndolas como para un sacrificio de sangre. Niega
con violencia. Su desesperación acaba siendo la mía. Y su sensación de
ahogo. Golpeo ligeramente su espalda y cojo un vaso de los de la cafetera.
Se lo lleno con agua de mi botella.
-Toma –le digo, acercándole el vaso hasta las manos. Sin embargo, da
un salto y sale corriendo hacia el servicio. El vaso responde a la ley de la
gravedad, alcanza el suelo, rebota y derrama el agua generosamente,
como si se hubiera producido un diluvio en el microcosmos de las
baldosas, donde los microbios carecen de nave. Fran, Campillo, Ignacio y
Alejandro levantan al tiempo la vista, me miran, se miran, perplejos o
fascinados, y me interrogan, qué le he hecho, qué he hecho, qué.
Pregunta y recriminación. Hago un gesto de impotencia y/o duda, pero
responden por mí unos sordos ruidos guturales, unas toses que vienen del
servicio. Es Silvia, pero parece un fumador empedernido. Fumadora, los
ruidos y los vicios también tienen sexo. Todos miramos hacia allí. Y nos
miramos.
Silvia asoma al cabo de un rato con los ojos llorosos.
-No vuelvo a comprar esa puta mierda. Joder, casi me ahogo.
Sorbiéndose los mocos ruidosamente. Fran, Campillo, Gómez,
Mendiluce y yo nos habíamos quedado mudos. Seguimos mudos. Apenas
sabemos mirarla regresar con el paso ligeramente vacilante.
-Joder, que casi me ahogo.
Recojo el vaso del suelo, Silvia se sorbe de nuevo unos mocos que ya
no tiene y Mendiluce embebe el agua con la mopa de la fregona del
servicio. Seco el suelo, él sí acierta a hablar:
-Pero, ¿ya estás bien?
Asiente. Más o menos, sugiere con un vaivén de la mano. Se da unos
golpes a la altura del esternón y tose repetidamente. Le pongo otro vaso
de agua y le pregunto si quiere otro café. Por descontado, claro, y
recupera el color poco a poco. Se bebe el agua de un trago, se sienta, se
coloca el café al lado del teclado, se enjuga con la puñeta izquierda una
última y furtiva lágrima, lanza un suspiro y me habla en tono, al fin,
normal:
-A ver, repíteme la historia. ¿Qué quieres que te haga?
A mí, nada. Con las carpetas, quiero que me haga un favor en relación
con el montón de carpetas. Le explico que son carpetas con
documentación incompleta, que querría que llamase a los clientes y que
me dejase constancia de las incidencias. Se lo repito con las mismas
palabras de antes. Casi.
-Pero, ¿ya estás bien? ¿No quieres tomarte un respiro?
Niega con la cabeza. Hoy, sus gestos parecen limitados: asentir, negar
y ahogarse.
-¿Quieres que te diga, también, cómo arreglar lo del móvil?
-Vale.
Supongo que se me ha iluminado la mirada. Por su oferta o por sus
hermosas rodillas cruzadas. Mi lado infantil debe de ser. Silvia viene hoy
con una falda estampada airosa, que apenas alcanza las rodillas; unas
medias de lana verdes y rojas altas, diseño de Calzedonia, y una blusa
verde vaporosa sobre camiseta roja. Falda, camiseta y blusa parecen
salidas de Zara o H&M. En los pies, Converse, verdes. Si tuviera el pelo un
poco más largo, es decir, si lo tuviera largo, si no tuviera ese corte desigual
y contenido, más fruto de quien acomete su trabajo de peluquero con un
cuchillo tajador de carnicero, esto es la moda, si pudiera hacerse unas
coletitas y se las hiciera, uno diría que es hermana gemela de Pipi
Langstrump, Calzaslargas en España. Me gusta esta muchacha pizpireta
que parece guardar, a veces, retazos de tristeza en el fondo de sus grandes
ojos verdes. Sonrío levemente. Pero es Silvia, sólo Silvia, y ya es bastante.
Se graduó en junio en Administración y Dirección de Empresas, ADE, y, con
el resguardo del título en el bolso, se vino a trabajar con nosotros como
recepcionista y secretaria. Ella dice que fue la primera vez que tuvo suerte
en su vida. Mirándola, seguramente exagera. En tiempos de crisis
económica, supongo que ser secretaria es un golpe de fortuna.
-Por ahí andan los de mi promoción dando tumbos- repite con
frecuencia.
Me intereso de nuevo por su estado y, de nuevo, me dice que ya está
bien, bien por completo. No, mañana no aparecerá su nombre en las
necrológicas. Sería patético que un bollo industrial la hubiera asesinado.
-Hoy me siento generosa. A ver, trae el móvil. Qué va, es que no
tengo mucho trabajo. Y como no han venido el jefe ni su secretaria…
Me aseguro de que le he explicado bien la tarea de las carpetas y de
que me ha entendido. Ella es inteligente, de ella no dudo. Dudo de mí, que
suelo ser especialmente torpe explicando algunas cosas. Entonces, le
acerco el móvil.
-A ver, mira: menú, reloj, opciones, ¡fijar alarma! No, fijar alarma, no,
esto es para poner la hora en que quieres que suene. Joder –se
interrumpe-, ¿te levantas a las 6? Joder, colega. Para mí esto sí sería
motivo de defunción.
Afirmo con resignación. También yo sé asentir con la cabeza. Y añado
que hay que ducharse, desayunar, recoger las cosas que en la noche se
abandonaron y que está, además, el trayecto del metro, con un
transbordo, una hora y pico. Hoy me entretuve, me quedé dormido,
medio traspuesto ante el espejo y sentado en el inodoro, y de ahí el follón.
Por eso la carrera para llegar a la hora, aunque he llegado.
En el metro también dormito. A veces. Hoy, no. No, me ensimismo,
levanto la vista del libro y me marcho a un viaje etéreo, de brumas y
candilejas, al borde de la frontera de los sueños. Adonde me lleva el
último párrafo leído o el cómplice encuentro del párrafo con un recuerdo
fugaz. Hoy fueron los gatos, va de gatos el libro que estoy leyendo. No es
un manual sobre gatos, pero va de gatos. La doble vida, Silvia. Tengo dos o
tres vidas, Silvia, y, en la del metro, fantaseo. O, como esta mañana, me
basta una silueta para reconstruir un recuerdo, otra vida que no sé si es
real o imaginada. Un recuerdo, que no la memoria, mi memoria, que es
capricho, a veces, de los recuerdos.
El recuerdo, como los gatos, también tiene varias vidas, y en cada una
es otro.
-Mucho lío –dice-, no entiendo. Te comes el coco, me parece a mí. La
contabilidad no es tan complicada. Bueno –añade, y me explica el
proceso. Es así: menú, reloj, opciones, ajustes y elegir melodía. Dejamos
puesta una melodía neutra. Ésta.
Silvia se levanta a las 7. Y le sobra tiempo. Una vecina, por la que
supo de este trabajo, viene en coche y la deja en la puerta todas las
mañanas. La vecina trabaja en una empresa de distribución de material de
limpieza y complementos para hostelería. Un par de calles más abajo. En
el departamento de clientes. Es un poco mayor que Silvia; no, bastante
mayor, quince años por lo menos. No exageres, diez años. Ejerce de
buitre, es la que controla a los vendedores y las ventas. Es decir, es jefe de
ventas. Y está liada con el patrón. Si Silvia me contara. Asfixia a los
vendedores con las comisiones, cuando los gráficos empiezan a decaer.
En este momento se abre la puerta de par en par.
-¡Hala, las luces encendidas!- Es Yolanda, la secretaria de Moraleda. Y
añade, entre aspavientos: -¿No habéis visto el día que hace? Hace un sol
espléndido, impropio de otoño. Subid las persianas hasta arriba, apagad la
luz, iluminaros. ¡Iluminaros! Dejad que la luz pase y os broncee esas
esmirriadas y pálidas caras. Buf, cadáveres de lunes, pobres cadáveres.
-¿Ya estás bien?- le pregunta Silvia, y me hace un guiño que no
descifro.
-Claro. ¿No se me nota? Ahora te doy los partes para que los
tramites. Ah, y ¡buenos días a todos! ¿O se los doy a éste? Los partes –
añade, señalando a Alejandro.
-No –dice Alejandro-, a ella. Ella hace los registros y, luego, yo hago
los trámites de la baja y el alta. Por la nómina y los seguros sociales.
-Que ya me vas a descontar por los días de baja. Cómo sois los de
laboral. No han sido ni diez días. Podías dejar la nómina quietecita, que ya
viene la Navidad.
Mendiluce hace un gesto de impotencia.
Abandona Yolanda el bolso de cuero negro sobre la mesa y se quita el
abrigo, de paño, también negro, que cuelga del perchero. Alguien, en la
oficina, dice que podría ser Marilyn Monroe reencarnada si no fuera por el
color castaño oscuro de su melena. Quizá lo sea a pesar del pelo. Ignacio
lo dice. Debe ser porque está al lado y comparten moléculas de oxígeno. O
porque es abogado, y los abogados son propensos a la adulación. O
porque es generoso. O seguramente es cierto, por sus piernas torneadas,
defendidas por unas medias negras cristalinas, sus curvas sinuosas, que,
de reconocerlas, uno sufriría accidentes, su falda de tubo, sus camisas de
manga escueta, su ligero maquillaje y el rojísimo carmín de los labios.
Campillo está de acuerdo con Ignacio y añade que es hermosísima, no en
vano llegó de su mano a la oficina hace algunos años. No, no es
agradecimiento, es un acto de justicia, o ¿no es bella? Si uno imagina una
fotografía publicitaria de una academia de secretarias de los 60, de
aquellos anuncios en las páginas desvaídas de la prensa de la dictadura,
como Alcázar o ABC, la imagina a ella.
Secretaria o alter ego, frontera difícil de establecer. Cuando el señor
Moraleda no está, puede reconocerse en Yolanda su voz: muchos temas,
que serían de Delfín Moraleda, se tratan con ella y con ella se resuelven.
Campillo cuenta que la oficina la iniciaron Yolanda Cantalapiedra, el señor
Moraleda, Mendiluce a media jornada y un becario al que él sustituyó,
luego de unos pocos meses.
Silvia ha apagado los fluorescentes y ha subido las persianas a tope.
-Por cierto –añade Yolanda, señalando con el mentón hacia el
despacho-, el jefe no vendrá esta mañana. Me ha llamado al móvil para
advertírmelo. Parece que tiene reunión en Madrid con los socios
auditores. Yo creo que tampoco vendrá esta tarde, que después de comer
se buscarán una excusa para perderse y echarse un partido de pádel. Pero,
bueno, no sé, no me hagáis caso.
Se me enciende una luz en el rincón de la memoria. Recuerdo lo de
Mansonia. El rumor de pequeños líos, las tensiones que se han filtrado a
cuenta de Mansonia durante las últimas semanas. Cuando surge algún
problema se reúnen asesores y auditores. Es decir, Moraleda y quien sea
de la otra parte. Desde hace unos quince días se vienen sucediendo esas
reuniones. Menos, diez días. Seguramente ese el motivo de la ausencia
del viernes y de la reunión hoy de las dos partes, asesores y auditores, tal
vez con el cliente.
Nunca entendí bien lo de las dos almas: un alma, los asesores, y otra
alma, los auditores; bueno, o de un lado, cuerpo, y de otro, alma. O lo
entiendo bien, sí, muy bien. Dos empresas, dos estructuras, dos
personalidades jurídicas, dos objetos sociales, dos actividades, auditoría y
asesoría, pero, en realidad, lo mismo. Dos empresas porque a eso obliga la
ley. Pero los mismos en el fondo. Ya se sabe que cuerpo y alma forman en
la persona una unidad indisoluble, aunque parezcan distintas. Una
empresa, para otorgar la certificación externa de las cuentas, el informe
de gestión y la memoria, los auditores, y la otra, para orientar y llevar el
día a día, los asesores. La una, parte del sistema nervioso del cliente, y la
otra, para cumplir el trámite legitimador que la ley le exige. Los asesores
dicen: “puedes hacer esto”, y los auditores: “esto está bien hecho”, y le
ponen su firma. Campillo asegura que fue así desde el principio. El chófer
y el guardia de tráfico, compinches en el semáforo. Tribunal y opositor,
parte de la misma familia. Vaya.
Vivimos en un mundo de pillos. ¿A quién le importa la ley? Tengo una
respuesta: a quien hace negocio con ella.
Esta crisis comenzó con las trampas de una gran empresa americana.
Aunque ya nadie se acuerda.
Mansonia es una empresa, cuya principal actividad es la importación
de madera para toda Europa. Desde África, Canadá y América del Sur. La
tengo aquí, en contabilidad. Con dos filiales. Otras dos filiales las lleva
Campillo. Un grupo de empresas, en definitiva. Parece que tienen
iniciados dos o tres expedientes. Escribo “parece” porque nadie ha dicho
nada. Se trata de una conjetura a partir de los indicios. Tráfico de maderas
preciosas, o protegidas, algo así; blanqueo de dinero y fraude en IVA de
importación. Lo típico, vamos. Y nada que nos concierna como asesores.
No creo que esos expedientes suelan venir a esta oficina. Se
solventarán en otros despachos.
Lo que se dice: parece que los auditores no deberían haber firmado
las cuentas. O que deberían haber señalado reparos. Y los auditores se
quejan de que los asesores, o sea, nosotros, pero, en el fondo, ellos, los
mismos, no les advirtieron de irregularidades ni de algunas trampas en las
cuentas. Pero esto debía haber pasado por el despacho contiguo a mi
mesa, contiguo, también, al despacho del señor Moraleda, donde se
elaboran los informes. Es el intríngulis de sus competencias. ¿O tampoco
pasó por sus manos?
Campillo llama mi atención, gira hacia mí la pantalla del ordenador y
me la señala. Afirmo con la cabeza, porque distingo el menú de una de las
filiales. Me parece que Campillo ilumina su imaginación con mi bombilla.

A las diez de la mañana en punto llegó a la oficina. Lo comprobé en el


reloj del ordenador. A la hora de siempre. Y de azul, como siempre. Hoy,
con camisa de color crema. Además de los zapatos negros brillantes. Y la
gomina en abundancia, que fija el pelo al cuero cabelludo y lo estira hacia
atrás hasta curvarse en las puntas, marcando los surcos que dejara el
peine de grandes púas.
Si hay asunto Mansonia, Bermúdez debería estar en las reuniones.
Hay quien dice en la oficina que tiene un solo traje y sólo un par de
camisas de colores rosa y crema. Lo dice Silvia, que, a veces, sufre de celos
de secretaria que no se siente valorada. Yo creo más a Campillo, más
antiguo en la oficina, que dice haber cruzado, incluso, algunas palabras
sobre datos contables. Campillo asegura que tiene un armario lleno de
trajes azules exactamente iguales, que va reponiendo por otros idénticos
entre sí y a los originales antes de que los alcance el desgaste. Y asegura,
también, algo parecido en relación con las camisas de colores crema o
rosa. Campillo dice que Bermúdez le hizo esa confidencia. No me extraña.
Uno nunca sabe cuándo entra Bermúdez, la persona que hace los
informes, y cuándo entra su representación holográfica. Y en El Corte
Inglés es posible comprar ropa sin que parezca que el tiempo ha pasado
por ella. Siempre hay un traje azul como el del año pasado colgado en los
expositores de las plantas.
Conocí años atrás a un individuo que decía de sí mismo muchas
cosas: entre otras, tener diez trajes azules iguales, treinta camisas blancas
con milimétricas rayitas azules y diez corbatas lisas azules de seda
aparente. Gurú financiero, uno de muchos, los producen a cientos en las
escuelas privadas, donde cobran un dineral por el título y regalan la
formación, algunas ideas mal aprendidas en la película intitulada Wall
Street, o eso asegura Ignacio a quien quiere escucharle, y yo lo comparto
porque trabajé en uno de esos centros. Mi conocido era un pelanas. Lo
delataba el roce del cuello en sus camisas. Creo que tenía un solo traje y
un par de camisas, ni una más, y una idea fija en la cabeza: el azul es el
color más apropiado para el mundo de los negocios, como en otra época
lo fue el gris para la banca. Quizá lo aprendió en Mario Conde. Mario
Conde fue en un tiempo referencia de emprendedores. Algunos en esta
oficina piensan lo mismo. O sea, que entre lo cutre y lo relamido puede
haber un punto de encuentro.
-Buenos días.
La única frase de todos los días, un sonido opaco, sin eco, sin matices,
mientras empuja de espaldas la puerta que siempre se cierra con
suavidad, y se adentra por el pasillo, entre las filas paralelas de mesas, casi
sin ruido, como si los pies se deslizaran o se moviera levitando, y
desaparece en el despacho en penumbra. El clic de la puerta al cerrarse. Y
silencio. Como si hubiera pasado un fantasma.
De repente, el parpadeo de las luces en el despacho, la cartera de
cuero marrón que va de la mesa al suelo, a la derecha del sillón, próxima a
la mesa. Y la rutina: el ordenador que se enciende y, en tanto carga los
protocolos, arranca y pide las claves, el leve toque en el teléfono, en el
teclado, en la pequeña lámpara de mesa, en el hexaedro oscuro, único
adorno superfluo de la mesa, y otra vez en el teclado, para que todo
recupere la posición exacta que quizás alteró la persona encargada de la
limpieza.
Se inclina ligeramente hacia adelante y hacia la derecha. Parece
buscar algo en la cartera. Y se incorpora con los periódicos. Dos. Uno de
color salmón, que debe ser prensa económica. Y, sonrío para mí, la misma
prensa amarilla del jueves. Estoy mirando de reojo. No creo que lo
advierta. Al fin y al cabo, el ala de la mesa se apoya en la pared acristalada
de su despacho y es ahí donde tengo la pantalla y el teclado del
ordenador. No se aprecia bien la cabecera, apenas la vocal del artículo
definido de su nombre, con esa tipografía tan propia, times new roman,
creo, de esquinas agudas y graves, nerviosas.
Alguien me dijo, quizá fue Campillo, mi especialista amado, o Ignacio,
que mira mucho también de reojo hacia la mesa inmaculada, que con el
periódico rompe la imagen de insufrible y odiosa perfección que nos
proyecta desde el despacho. Se humaniza. Como si el periódico
vulgarizase. Quizá porque el papel prensa es un material proletario. No es
cierto. Son lo mismo. El periódico, quien lo lee y quien ocupa el despacho.
No hay diferencia. Forman parte de la misma familia. Razones. Primera: ni
odiosa ni insufrible imagen. Amable y deseada por su universo de lectores,
que aspiran a un traje azul, a un despacho y a un peinado con gomina.
Admiración casi envidiosa. Como lo fue la imagen de Mario Conde en sus
años de apogeo. Y segunda: el periódico es esa misma perfección. Tanta,
que inventa la realidad cuando no se ajusta a la imagen que proyecta.
Recuerdo el 11M, por ejemplo. O no sería prensa amarilla. Es la perfección
del mundo de la economía y las finanzas, de lo público. La perfección
diseñada. Desde el lado de los buenos. Una imagen, un mundo que se
adoctrina. ¿O alguien creyó que en ese mundo se piensa? En ese mundo
se publicita. Ese es el mundo. El perfecto mundo de los buenos. Uno
compra los periódicos que lo reflejan. Un periódico es como un espejo. No
por lo que dice, sino por lo que aparenta.
A su saludo, nuestra sucesión de saludos ha sonado a letanía.
Me centro en mis obligaciones. Es decir, en mis carpetas. Llevo dos,
ya examinadas y procesadas, a las bandejas de clientes para que les sean
devueltas. Y se lo indico a Silvia. Reviso una más. Está toda la
documentación: las fotocopias de las declaraciones de IVA, los
movimientos de las cuentas afectas del año 2007 y el requerimiento, con
la propuesta de liquidación, de la Agencia Tributaria. Me acerco a la mesa
de Ignacio, le entrego la carpeta y le resumo el asunto. Él tiene que
redactar las alegaciones, asegurarse de que se presentan y seguir los
trámites.
-A ver, mira, te explico: Nos han hecho una paralela por el IVA de
2007. Por la regla de la prorrata, dicen que está mal aplicada. Como verás,
están equivocados.
-Algunos, que tienen poco que hacer- comenta, con un gesto de
disgusto. -Si investigaran lo que tienen que investigar- añade. Y remata:
-Panda de vagos inútiles-, con nuevos gestos de disgusto y
aburrimiento. Yo sé que estas vulgaridades no lo entusiasman, que piensa
que no son éstos desafíos propios de su nivel profesional, pero forman
parte, también, de su obligación, así funciona esto. En el fondo, es que no
tiene buena opinión de los funcionarios de la Administración del Estado,
como si guardara antiguas rencillas familiares. Son la parábola del
disparate. Sobre eso ya escribió Mariano José de Larra, y se abundó en
tebeos como Áxterix o Mortadelo y Filemón. “En las pequeñas cosas se
forjan los grandes espíritus”, me digo, como un chiste de interior,
recordando la voz engolada de un antiguo profesor de química del
bachillerato. Bastante marrano, por cierto. Y bastante parecido a Ignacio
en su abandono. No era extraño verlo desaliñado por los pasillos de los
altos techos del instituto, con la camisa sin planchar y el cuello grisáceo, y
la bragueta llena de manchurrones de urea. Sonrío para mis adentros.
Ignacio Gómez no llega a esos extremos. Son viejos tópicos de solterón,
pienso, o manías de recluido, con madre anciana dependiente y
dependiente él, a su vez, de la madre posesiva. La corbata de hoy, por
ejemplo, parece heredada de su padre.
-Mira- trato de explicarle-. Ahí ves que lo que reclaman es el IVA de
unos locales que se compraron. Dicen que no es deducible, porque se
destinarán a alquileres(18). Se compraron y se dejaron en contabilidad
porque se van a vender. Pero, aunque se alquilaran, son locales, y el
alquiler de los locales está sujeto a IVA.
-Vale. No te preocupes. Ya me encargo-. Se queda pensativo un
instante, mueve los papeles uno a uno, pero me da la sensación de que no
los mira. Se detiene, abre los ojos y se echa un poco hacia atrás, hasta
recostarse en el respaldo. Me pregunto: ¿En qué estará pensando?
-Pero, ¿no presentasteis alegaciones antes de la paralela? ¿No
aportasteis las facturas y las escrituras de compraventa?
-Síííííííí, claro. ¿No lo ves, hombre? Ahí lo tienes. Es que este inspector
acaba de ganar la oposición. No se entera. Es nuevo. O quiere alcanzar
méritos batallando el caso.
-O es un perfecto ignorante.
-O es un perfecto ignorante, claro.
-Vale. Disculpa. No hay problema-. Agrupa las hojas y las sacude un
poco sobre la mesa para igualar el paquetito. Las devuelve a la carpeta y
me mira:
-Vale, que no hay problema. Al final, acabaremos en un contencioso
con esta mierda.
Aunque ya se ha desentendido de mí, me quedo mirándolo un rato.
No está en la oficina. Lo observo con misericordia.
-¿Te pasa algo? Te noto…, no sé, un poco despistado- le digo. Me
contesta sin levantar la vista de la mesa.
-No. Que es lunes.
Es lunes o es su madre. Me doy por satisfecho. Me encojo de
hombros y regreso a mi mesa. Supongo que él sabrá dónde se encuentra.
No sé qué tienen de particular los lunes. Ni qué tienen de particular las
madres posesivas, ancianas y hemiparésicas, como la suya, aunque puedo
adivinarlo. Es una hemiparesia progresiva del lado derecho, ya casi
hemiplejia, dijo el otro día, comentando la ley de dependencia.
L-u-n-e-s, lu-nes, lunes, ¿lunes? ¿Qué tienen los lunes? ¿Qué son? A
ver, miro en Google. Pues no, en Google tampoco hay nada especial. Dice:
segundo día de la semana en el calendario gregoriano, del latín Dies
Lunae, o día de la luna. Esto último me parece más romano, es decir,
pagano, que cristiano. A mí, sin embargo, me parece el primer día de la
semana, siempre tengo la sensación de tener que iniciar algo. Será porque
la vida la concebimos hoy desde el trabajo, no desde el ocio. De ahí la
palabra negocio, la negación del ocio. O la propia palabra trabajo, antes
trebajo, (lo estoy viendo, también, en Google), del latín tripalium, tres
palos, tripaliare, torturar o torturarse. Joder, con Google, parece dios.
Verás tú que este calendario nuestro acabará llamándose calendario
googleliano. De un clicazo, Google acaba con el viejo dios, aunque me
parece que el viejo dios está más que acabado. No hay más que mirar la
cara de sus vicarios. De todos. Los de Jesús y los de Mahoma. Son las caras
de sus verdugos. O de los traidores.
Se me quitan las ganas. ¿A quién se le ocurre torturarse? Me refiero
al trabajo. A todos se nos debieran quitar las ganas. Ah, esa concepción de
acémila enganchada a la almijarra de la noria, que gira para que gire la
rueda de cangilones, en la que nos complacemos. Ya. La condena que nos
redime del viejo pecado original.
¿Qué tienen las madres posesivas, hemipléjicas y ancianas? Una
mano que es puño, nuez cerrada y dura. Su chantaje. Emocional. La culpa
cristiana. Otra brida.
Vuelvo a abroncarme. Machaco en mis defectos. A ver, muchacho, a
lo tuyo, que tienes obligaciones, me digo, golpeándome con el índice
ligeramente la sien derecha. Ninguna revolución te liberará de esto. La
próxima carpeta es perfectamente rutinaria: sólo asientos contables.
Al área que me corresponde da una ventana. Queda a mi derecha,
cuando estoy ante la pantalla y el teclado del ordenador, y a mi espalda,
cuando ando ocupado por la mesa, con papeles o documentos. Ahora
estoy ante el teclado. Silvia había subido las persianas hasta arriba esta
mañana. Así que, de cuando en cuando, abandono la contabilidad y los
asientos, giro la cabeza hacia la derecha y contemplo cómo el día se
esparce desde el horizonte, como la sonrisa evanescente del hierro
enrojecido en la fragua. Aunque el sol, estos días, pareciera un viejo
cansino que arrastra un tul sobre los hombros que lo difumina y apaga.
El final del otoño se asoma quedamente, para escapar, por las
puertas del invierno. Ya podría ser invierno. Con eso amenaza. Aunque
hoy luzca el sol. Apenas hay hojas en las calles y, sin embargo, puede verse
la nieve en la sierra. Veo, de hecho, a lo lejos, el blanco solideo en las
cumbres, si miro hacia el norte al bajar del metro por las mañanas. Un
gorro que crecerá día a día hasta devenir en la capa hibernal de las
montañas.
Tenemos la suerte de mirar al oriente desde este lado de la oficina,
adonde dan mi ventana y dos más, tres en total. La puerta de entrada es la
izquierda del rellano de escalera del 1º y, enfrente, hay otra oficina, vacía
en estos momentos, aunque yo pensé hace unos días que la habían
alquilado. Delfín Moraleda tiene otra ventana a su espalda, orientada al
norte.
Pues yo tengo, también, la fortuna de poder asomarme, de vez en
cuando, adonde está la luz y la vida más ordinaria de la calle. Miro a ratos.
Aunque sea fugazmente. Cuando siento que el cuerpo va adquiriendo
estructura de caucho y necesito recordar el alma celular de la carne. Mi
carne. Alguna vez tiene uno que recuperar la sensación de que está vivo.
Incluso, que existe el dolor. El dolor de espalda, por ejemplo. Y estirarse
hacia atrás con las manos apoyadas en la nuca.
No es gran cosa lo que veo, la verdad. Algunos coches, furgonetas,
camiones por la calle; apenas, unos peatones. Más allá, una vía rápida de
circunvalación de Madrid, unas obras de naves industriales y oficinas,
entre la vía y nosotros, y un perfil lejano de la ciudad de Madrid, al fondo,
envuelta en la neblina de sus humos. Antes de iniciarse estas obras,
cuando era un erial este espacio de delante, vertedero de escombros y
basuras, también podía verse vagando a algún perro abandonado,
buscando en los residuos, y a ratas, a enormes ratas como gatos, que
saltaban del sumidero, deambulaban y regresaban a él raudas.
Ahora hay alcantarillas auténticas. Y asfalto en las calles. Y aceras con
baldosines de cemento. No era así hace unos años, pocos, según cuentan:
cuando era verano, polvareda, y en invierno, barrizal. Fue ésta una de las
muchas zonas industriales ilegales en Madrid, polígonos en Alcorcón,
Móstoles, Fuenlabrada, Pinto,... auténticas ciudades por su tamaño, sin
servicios, sin redes de alcantarillado ni agua potable, un paisaje de
películas del oeste almeriense. Muy propio del empresariado cutre y
carcunda español. Este rostro también ayuda a explicar la crisis que
vivimos.
Ya hay de todo, incluso metro, por el precio de unos votos que se han
de pagar a plazos. Hay políticos miserables dispuestos a este comercio.
Ignacio conoce algunos detalles. Aunque no los cuenta. Y Campillo
también sabe. Conocen, sobre todo, la importancia del silencio. El silencio
es un borrador para los hechos. Antes había autobuses, ahora hay metro.
A los autobuses se los llevó el metro. Aunque circulen todavía. A otros se
los lleva la crisis, como comprueba Alejandro. A veces se nos olvida,
porque venimos cada mañana a la oficina: estamos viviendo una profunda
crisis económica, que está dejando a mucha gente sin trabajo. Para
Mendiluce el paro es una relación de bajas en una base de datos. Y todos
nos acabamos acostumbrando. Quizás porque no nos sentimos
amenazados. Ni concernidos. El paro es cosa de otros.
De entre nosotros, Campillo es quien más sabe del origen y desarrollo
de esta área empresarial. Conoce a muchos pioneros.
Una pequeña gestoría, que ocupó una minúscula oficina, lo contrató
en los años 80 porque necesitaban un contable y Campillo es un buen
contable, muy bueno, aunque carece de titulación específica moderna
rimbombante. Había pasado su vida en la banca. Entró de botones siendo
niño, uno de los últimos botones de la banca, y llegó a auxiliar y jefe de
cuentas. Y se tituló como profesor mercantil. De allí lo sacó el gestor, un
inspector de Hacienda, con una golosa oferta. Después, por un conflicto
de digestión difícil, se acabó marchando y le ofrecieron encargarse del
área de contabilidad de lo que luego sería esta asesoría. Es posible que le
ofrecieran primero el trabajo y que decidiera, a continuación, marcharse.
El recuerdo también desdibuja los hechos. La gestoría desapareció, por
traslado a un pueblo del corredor de la N-VI, y él acabó trayendo algunos
de los clientes, los mejores de la vieja gestoría.
Moraleda tiene por Francisco Campillo un extraordinario respeto. Él
lo siente. Me lo dijo hace meses, cuando yo acababa de llegar.
Hablábamos de su trabajo y de mi trabajo.
Me siento reconocido, dice. Será el último que despidan si cerrara un
día la asesoría. Estaba contento en el banco, y llegó el inspector, él era el
responsable de sus cuentas. Necesito un contable, dijo, he pensado en ti,
quiero que vengas, pruebas por las tardes unas semanas y, luego te
quedas, si te parece oportuno. El banco, por las mañanas, y dos o tres
pequeñas contabilidades, por las tardes, por la hipoteca, era su rutina.
Dejó el banco y se llevó sus contabilidades a la gestoría: ya no haría horas
para el préstamo, pero tendría una jornada más larga. El inspector había
montado una empresa a nombre de su mujer, una abogada muy lista que
se había sacado el título de gestor administrativo y de administradora de
fincas. Estaba bien el trabajo. Tenía unos 30 años, como tú ahora, o sea,
como yo ahora, más o menos. Yo estoy casi en los 40, Campillo; sin casi,
los he cumplido. Bueno, pues un poco más joven. Era divertido. Con 30
años el trabajo no cuesta o uno conserva todavía una perspectiva
romántica de las cosas. Hacíamos contabilidades y algunas gestiones
fuera, papeleos, ya sabes, ya sé. Temas de residencia para marroquíes,
fundamentalmente, transferencias de vehículos, bueno, y para otros
moros. No te ofendas, no me ofendo, es que has puesto cara de ofendido,
me suena mal la palabra, no es menosprecio esa manera de nombrarlos,
es para entendernos. Ya. Después vinieron unos líos complicados, se cerró
la gestoría, a Campillo le habían ofrecido esto. Con los años pensó que
debería haber aguantado un poco más en el banco y haberse acogido,
luego, a las jubilaciones anticipadas. Seguiría ahora cobrando del banco,
seguramente. Pero adoptó la decisión que adoptó.
Es curioso, dice Campillo sonriendo y contando una anécdota, un
verano, entre julio y septiembre, hubo un coche cuya transferencia
hicimos cuatro veces en Tráfico. Se refiere a la vieja gestoría. Lo habían
comprado entre todos y todos querían llegar a su pueblo en vacaciones
como si fuera suyo, con su nombre puesto en el cartón de circulación. Era
un viejo Renault, un R-18 blanco, con aspecto sólido. Los marroquíes
preferían los coches de marca francesa o alemana, Renault y Mercedes
sobre todo. Raramente se llevaban un coche español a sus vacaciones,
aunque circulasen por aquí con ellos. Casi 10 años estuvo en la gestoría,
hasta los 90.

La oficina. Hoy, que han pasado de aquello cerca de 20 años.

Llego aquí por la mañana desde el metro, siempre aprisa porque la


primera regla es el horario. Traspaso la puerta de entrada, Silvia enciende
la luz de la sala y ya se definen las formas del día. Las formas de todo el
día. Las únicas reales. Un mundo casi por completo inanimado, lleno de
límites y aristas. Fran Goicoechea, Francisco Campillo y yo, Alonso Díez, los
contables; Yolanda Cantalapiedra, la secretaria del jefe; Ignacio Gómez-
Acevedo, el abogado fiscalista; Alejandro Mendiluce, el abogado de
laboral, y Silvia Hernández, ocupamos nuestros espacios, como ajenos,
hasta la hora de la comida. Así dispuestos y en ese orden, de la entrada
hacia dentro, hacia la izquierda y otra vez hacia la entrada. Nos cruzamos
pocas palabras. Apenas lo imprescindible para constatar que no estamos
aquí cada uno por su lado, o para el intercambio de los mensajes
profesionales. No estamos solos, pero somos islas. Miro en derredor y veo
las islas; la oficina, como archipiélago. Hasta la hora de la comida, al
menos, y, tras la comida, hasta marcharnos. No somos un colectivo.
Menos aún un organismo. O, si lo somos, yo no lo siento. Nuestra oficina
podría ser un microcosmos donde un sociólogo avispado podría formular
un modelo de estudio para la sociedad actual. Ocupaciones y sexos
tampoco desdicen los tópicos.
Las sombras. Como anclas de las islas. Entra la luz por las ventanas,
directamente desde el este, y nos empuja hacia la pared y los armarios,
como pasados por la guadaña de los alféizares, primero; luego,
alargándonos, dándonos corporeidad, hacia el suelo, hasta ser copia
inmaterial sobre las mesas, adheridos siempre, parte de la superficie
donde estamos derramados, y, finalmente, cuando ya el sol encabalga los
tejados, disueltos, parte de la penumbra, penumbra misma que Silvia
rompe yendo, de nuevo, al interruptor y encendiendo los fluorescentes. La
sensación de estar atrapado en la oficina por la cadena leve de la sombra,
como espectro, y del que sólo ese acto mágico de Silvia puede liberarnos.
El sol que nos empuja hacia el interior y nos fija a las mesas, y Silvia que
nos convoca a un aquelarre libertario.
En fin.
Creo que hoy estoy desvariando. Levanto la cabeza y veo a Silvia en
su habitáculo, con el teléfono y las carpetas, promontorio de su isla. Cómo
trabaja esta mujer. Esa debe ser la realidad. La auténtica. Verde y roja,
como sus medias, su falda, su camisa y su camiseta. Algunas veces el
horizonte más próximo también escribe la palabra primavera. Aunque
estemos en otoño y a punto de entrar en el invierno. Me gusta Silvia, me
gusta. Quizá sea de cursis pensar que ella es nuestro pequeño parterre en
la oficina. Así que soy un cursi.

Silvia agita la mano, como llamando mi atención y me señala algo


hacia mi mesa. Señala el auricular de su teléfono y suena el mío. Me
sorprende sobremanera. No me resulta familiar el sonido, como el chillido
apagado de un pájaro con carraspera, si es que los pájaros pueden sufrir
averías así en su garganta. Es raro que alguien me llame a la oficina. Muy
raro. Mi madre alguna vez, nunca Andrea, Blanca en una ocasión. Levanto
el auricular y me lo acerco al oído derecho. Silvia no para de agitar su
mano. Dubitativo, me atrevo a preguntar:
-¿Sí? Dígame. ¿Quién es?
Silvia continúa agitando su mano izquierda y ahora añade extraños
gestos con los ojos y la boca, como si me gritara, sin emitir sonidos o yo no
los oyera. Divertida representación la suya, divertida y sorprendente. Me
ajusto el auricular a la oreja:
-Que soy yo, coño. ¿Estás tonto?
Es Silvia. Habla como gritando, pero con la voz queda, el grito del
afónico. No entiendo por qué me llama tonto. Y por teléfono. Apenas nos
conocemos. No llevo mucho tiempo en la empresa, y ella, menos.
Tampoco entiendo los tacos ni por qué se dirige a mí así. Al fin y al cabo,
nuestras mesas no están separadas más de cinco o seis metros; bueno,
ocho o diez. Balbuceo pero no llego a articular palabra.
-Escúchame, que me escuches –dice Silvia- . Que ha llamado el jefe,
está al otro lado de la línea. Que dice que quiere hablar contigo, un tema
personal. ¿Me estás escuchando? Dice que te pase con discreción.
-Sí, sí, pásamelo.
No entiendo nada. Creo que he hablado con él dos veces. Una,
cuando me enviaron de la empresa de selección. Otra, ya no me acuerdo.
Vine a la asesoría después de Semana Santa. Llovió terriblemente aquella
semana. Siempre llueve en Semana Santa. Quizá, sí, quizá; no, seguro,
antes del verano fue la segunda y última vez, para comentarme si estaba
conforme con el período de vacaciones, si me había adaptado bien, si me
hacía una idea precisa del trabajo, si estaba a gusto. Evidentemente, le
dije que sí, y era verdad, aunque en ningún caso le habría dicho lo
contrario. Oh, sí, es cinismo.
-Dígame –articulo, cuando me doy cuenta de que Silvia ha transferido
la llamada.
Llegué aquí como responsable del área de administración y
contabilidad de la asesoría, y responsable y coordinador del área de
contabilidad de los clientes. Hay nombres en inglés para estas cosas, ya lo
sé, pero a mí me molestan los nombres en inglés. No entiendo por qué
hemos de importar nombres cuando aquí los tenemos precisos y sonoros.
Me estuvieron esperando durante casi un mes, lo que tardé en
desvincularme de mi anterior trabajo, una peculiar empresa de gallegos,
donde apenas estuve ocho meses. Se dedicaban a vender enciclopedias
cuando ya nadie en España era capaz de vender una sola enciclopedia.
Siempre me pregunté si era ése el negocio real, aunque enciclopedias se
vendían, eso es seguro. Organizaban mítines los fines de semana en
hoteles y centros de esparcimiento y ocio, con el achaque del sorteo de un
viaje a Canarias. Allí reinaba la jefa de ventas, una gallega resuelta, de la
que recuerdo dos cosas: su pelo, media melena maiceña, y los ojos, como
dos rías claras de Fisterra. Siempre he pensado que podría haberme
enamorado de aquella gallega. Pero estaba casada, y liada con el gerente.
-Buenos días –dice Moraleda-. Discúlpeme si le molesto. Seguro que
estará ocupado.
Lo disculpo. No me había dado cuenta hasta ahora de su voz suave. A
veces hay que intercalar un filtro para percatarse de las cosas. Aquí, el
auricular y el cable; de la calle, para verla de otro modo, el cristal de la
ventana. Por un momento, me parece que habla una persona distinta.
Nunca pensé que alguien tan grande pudiera pronunciar palabras tan
pequeñas. Debe medir cerca de dos metros y, cuando se sienta, el
respaldo del sillón apenas le cubre el desparramado dorso de gimnasio.
Cuando entra de la calle con el maletín de cuero en la mano, desaparece
el pasillo. Alguna vez contaré las zancadas, con esas piernas largas, cuyas
rodillas llegan a la altura de la mesa.
-No quiero interrumpirlo –añade-. Necesito que me haga un favor
personal. ¿Podría?
-Sí, sí –digo, un poco atropelladamente-. Sí, sí, dígame.
-Y necesitaría absoluta discreción. ¿Es posible? ¿Puedo contar con
usted?
-Sí, sí, claro –repito-. Sí, dígame.
-Discreción absoluta significa discreción absoluta. Absoluta. Necesito
que me prepare los estados de Mansonia y las filiales.
-Dos filiales las lleva Francisco Campillo- le interrumpo.
-Ya, ya, pero usted sabrá cómo obtener los datos. Necesito estados de
explotación, cuentas de pérdidas y ganancias, y balances. Lo habitual.
Sólo el presente ejercicio, 2009. De lo demás tiene datos. De acuerdo.
Procuraré hacerlo, claro. Eso le digo. Lo haré, pienso, eso se supone. Con
la matriz y mis dos filiales, sin problema. Con las de Campillo, espero que
tampoco, aunque, por razones de confidencialidad y seguridad, las claves
de acceso sólo las tiene él. Bueno, hay una segunda clave, universal, que
tiene Moraleda.
-Sin mi clave. Hable con él. Usted es el responsable del área.
-De acuerdo- añado, enarcando las cejas-. ¿Qué hago en cuanto lo
tenga? ¿A dónde se lo envío?
-A mi cuenta de correo de la empresa, la de la asesoría-. Hace una
pausa. Pasan unos segundos en los que la línea enmudece, como si
hubieran tapado el micrófono para hablar al otro lado.
-Ah, y procure preparar también estados y balances consolidados.
Éstos me los envía después. Primero, los datos del ordenador y, luego, los
estados consolidados. ¿Es posible?
-Sí, pero en la consolidación tardaré un poco más, tengo que quitar
las facturaciones cruzadas(19) y las cuentas redundantes.
-Cuando pueda- me interrumpe, tajante, pero con suavidad-. Pero
esta misma mañana, si es posible.
Pasan unos segundos más, que parecen eternos.
-Preferiría- añade-, preferiría, insisto, que esto lo tratara con
discreción. Mejor si queda entre usted y yo. ¿De acuerdo?
-De acuerdo.
Y cuelga. Me quedo un poco perplejo. Tan amable siempre, y esta vez
no da las gracias. Cuelgo también. Silvia, en cuanto ha visto apagarse el
testigo de la línea, ha girado en el sillón, me mira, la miro. Me pregunta
encogiendo los hombros. Y con un mohín principesco. Miro a mi izquierda,
hacia Campillo, y me pregunto por qué no habrá pedido la información a
Bermúdez, teniendo como tiene, igual que Moraleda, acceso a todas las
cuentas. No sé qué decirle a Silvia. Da un saltito desde su sitio y se me
acerca confidencial hasta la mesa, acercando su nariz a mi mejilla.
-¿Qué quería?
Habla tan bajo que casi he de adivinar sus palabras. Campillo nos
mira y se sonríe con expresión de estar presenciando un arranque de
locura. También nos miran Ignacio y Alejandro.
-Nada.
-Jo, chico. Un poco borde, ¿eh?
Se aleja un palmo y puedo respirar sin sentir el calor turbador de su
cercanía. Desprende un olor suave y agradable que no sé bien a qué
aroma me recuerda, un agua de colonia conocida seguramente.
-¿Qué te pones? No sé a qué hueles. Me resulta familiar.
-Nenuco.
Ahora se desentraña el recuerdo: es lo que se pone Andrea cada vez
que va a ver a su madre. Huele exactamente de ese modo. Cuando
regresa, se mete en la ducha hasta que lo elimina y recupera el aroma
neutro del gel Nivea. Nunca entendí por qué ha de perfumarse para esas
visitas. Y de ese modo. Tampoco se lo he preguntado. Se ofendería si lo
hiciera, o eso creo.
-Ya te contaré- añado, aunque sé que no le contaré nada. O dejaría de
ser una cosa entre Moraleda y yo, para ser una cosa entre Moraleda, Silvia
y yo, al menos. Y no me gustan los tríos, estos tríos. Probablemente, Silvia
insista. Forma parte del genoma humano.
Devuelvo la carpeta en la que trabajaba a su montón y lo aparto. Oh,
no. Reviso el montón entero de carpetas. Y me acerco hasta el sitio de
Silvia, le pido permiso y reviso también el montón que le encomendé.
Quiero asegurarme de que no hay ahí datos pendientes de proceso que
pudieran afectar a la información que he de enviar. Pero no hay nada.
Cuando voy a hablar con Campillo para solicitarle la información que
tiene, me doy cuenta de que entiendo todo esto menos de lo que me
entiendo a mí mismo. Bermúdez tiene acceso a todos los datos, podría
haber elaborado los resúmenes, pero Moraleda se ha dirigido a mí. Y yo
tengo los datos fragmentados; no, incompletos –parte la tiene Campillo-,
justamente para que no pueda cualquiera cruzarlos ni consolidarlos.
¿Entonces? Eso, entonces. Que no entiendo esto.
Le pido a Campillo los datos que necesito para Moraleda. Y me
aseguro de que los tiene al día.
-¿A o B? ¿O ambas(20)?
Esta es otra. No es mi mejor día. Divago y me despisto. ¿A o B? A, si
es para los auditores. Supongo. A+B, si es para el cliente, aunque también
pueda interesarle A por los impuestos. Decido que ambas, que le enviaré
datos de ambas y que Moraleda utilice aquello que precise. No puedo
llamarlo por teléfono.
-A y A+B –decido. Y añado, con convicción:
-Tengo que hacer una consolidación de balances y un avance del
impuesto de sociedades del ejercicio. Me lo habían pedido y se me había
pasado.
-No tienes que explicarme –dice Campillo, descubriendo mi media
mentira-. Tú eres el jefe –hay algo de retintín en la frase-. Te lo envío a tu
buzón interno. No es por nada. Es para que quede registrado. Tengo que
acceder con clave y podrían preguntarme para qué he entrado. Porque
¿no quieres que figure en el registro de tareas?
-No, claro.
En este momento entiendo el significado de ser jefe. Y me río solo.
Veo que sirve para que otro haga lo que quieres, sin hacer preguntas. Y
para que los jefes auténticos se escuden en ti, sospecho. Campillo, si se ha
hecho preguntas, ya debe haber sacado sus propias conclusiones.

Ana, Walken, Nakata y Murakami. O la sosias de Ana, como si fuera


Ana quien va en el metro hacia su trabajo.
Fue cuando murió su padre. Otro noviembre de hace un año. Pero
pudo ser antes. Entonces empezó a entender su empatía con los gatos. Su
debilidad, su inclinación. O la fatal atracción que ejercían sobre ella.
Mezcla de todo, tal vez. Era consciente desde mucho antes, pero fue,
entonces, cuando empezó a comprender. Entender y comprender,
términos, ambos, que no son exactamente sinónimos.
Lo recordará siempre en aquella cama de hospital, las sábanas
blancas, el nombre azul del Centro y la Seguridad Social serigrafiados, los
tubos, las cánulas. Recordará siempre el olor a hospital, ese picor aséptico
en la nariz, los últimos días, la última noche, la prisa eficaz de las
enfermeras en torno a la cama. Recordará la última sonda, otra más entre
las otras, para extraer las heces por la boca. Recuerda la náusea. Imaginó
el recorrido inverso de la ingesta, aunque hacía tiempo que no comía, sino
aquella papilla que llegaba al estómago por el tubo. Imaginó el alimento
mudado en excremento, el excremento acodado en la comisura de los
labios. Y no pudo. Se sintió vencida. Recuerda la vaharada ácida en la
garganta. Recuerda su propio vahído y los ojos extraviados por las paredes
de la sala al desmayarse. Y se vio asomada a la cristalera de la terraza de la
casa familiar, por cuyas esquinas soleadas rezongaban gandules los gatos
del vecindario. Los gatos que la niña hallaba en el tejado, cuando ella
buscaba el horizonte limpio del cielo a través de la ventana.
El piano en el rincón. Mirando por la ventana, siempre a la izquierda.
Detrás, las cortinas reteñidas de cretona. Y el rabo enhiesto de los gatos
por los tejados del atardecer. Con su lento deambular. Su maullar. Aquellos
gatos que estudian la declinación de la palabra libertad. Libertad, la
libertad, de la libertad, a la libertad, para la libertad, hacia, con, en, desde,
por la libertad. La niña de entonces.
Estudió biología porque las monjas concepcionistas arrancaban las
páginas sobre reproducción del libro de ciencias naturales. Su primera
rebeldía. Y porque le gustaban los gatos. Pudo estudiar filosofía porque
también obviaban las páginas que hablaban de Marx y los premarxistas,
como Feuerbach, o Hegel y Engels, por ejemplo, esos malditos
instrumentos del demonio. Entre Tomás de Aquino y Xavier Zubiri apenas
había pensadores. Pero no sabe por qué amó el sonido del piano.
Recuerda el dolor por alcanzar con su meñique la octava en el teclado. No
podía tratarse de amor. No puede tener relación el amor con el suplicio. Y
recuerda los gatos que, desde entonces, la acompañan. La mujer de
ahora. La tortura se escenificaba ante el teclado del piano.
Nakata o su facultad para hablar con los gatos, que es tanto como
decir: entender y expresarse en su lenguaje. Una sucesión de maullidos
para cualquiera constituye para Nakata, sin embargo, un idioma. Y
también para Ana, probablemente. ¿Porque se trata de un felino o porque
es Nakata? Es decir: ¿porque, a pesar de vencer, fue más adelante vencida
y se abandonó a la derrota o porque obró la taumaturgia? En el caso de
Nakata, el hecho prodigioso fue un día en la montaña. Venció al padre
autoritario que nunca supo amarla, pero fue vencida por los espectros que
fue encontrando sin amarlos, una forma de vencer el padre.
Ana también habla con los gatos. Cree que los entiende, al menos. No
sé si es capaz de hacerse entender por ellos. Aprendió su lenguaje cuando
niña, observándolos a través de la ventana. Los reencontró el último día
de la penosa enfermedad de su padre, en medio del mareo. Los tejados
del pasado. Se siente, es, en realidad, uno de ellos. Y Walken, su padre
resucitado. El tiempo pasado se funde en el presente. La sentí esta
mañana como un gato de los que Walken diseca vivos para construir su
trompeta universal. Walken se propone construir el instrumento que
interprete la sinfonía del mundo. La clave que el universo requiere para
cobrar sentido. Y para eso requiere la disección de gatos y la deglución de
su corazón aún vivo. La veo de nuevo sobre la mesa de Walken y veo a
Walken con el bisturí dispuesto a la disección. La trompeta o la flauta,
hum, ahora no recuerdo el instrumento exacto, revisaré páginas previas
del libro, cuya construcción planea Walken. Con la que dar la nota
diferente. La nota. La magia. La clave, el sentido de la vida. El big-bang o la
eclosión. La clave que abre la puerta a los secretos del mundo y los
desvela, que permite traspasar el umbral al mundo paralelo, la realidad,
desde este mundo de los sueños. El tránsito de la caverna de Platón. La
llave de la luz. Trágica llave, dios mío, en tantos casos. El sentido que
encontraba su padre a su través. O, como ella dice, el que sólo se
encuentra atravesando el umbral de la tortura, el suplicio que es para
muchos, para ella desde luego, la vida misma. Hay quien sólo es a través
de los otros, a los que coloniza o parasita. Esta vida es una putada, dice.
Un trayecto hacia un objetivo difuso en el que muchos entregan su vida al
bisturí de Walken. En realidad, a Walken mismo, su dios y su parásito.
Walken sólo se encuentra sentido en el ejercicio de la caza de gatos
extraviados, ante la mesa de disección, con el bisturí en la mano.
Enterraron a su padre, pero sigue vivo en su corazón atormentado.
¿Será éste el sentido que no encontraba esta mañana al asociarse en
mi cabeza las imágenes de Ana y la sangre derramada? En ese caso,
¿cuándo fue que su padre le arrancó su corazón? Cuándo y cómo. La vida
o la inmolación desperdiciada. La vida que Ana concibe como inmolación,
ya deglutido el corazón. Walken, sin embargo, en medio de la tragedia o,
incluso, a través de la tragedia, se trasciende, la trasciende, la entrega
para escribir la partitura de la sinfonía universal. Y, con la universal, la
personal. La salvación, el sentido de la vida para los cristianos. Su
salvación. Walken se arroga el poder del hacedor. El padre dios, dios
padre, su padre. Saturno devora a sus hijos.
Y yo qué pinto en ese escenario. ¿Se me convoca como a Nakata?
Pero yo vengo desarmado. ¿Dónde está la daga con la que atravesar el
corazón de Walken para salvarla? Si ella es la gata blanca que Nakata
salva, ¿a quién, luego, entregarla? ¿Quién la espera? ¿Quién está
dispuesto a pagar el precio por quebrar el destino que Walken marca? ¿O
es que Walken, en el fondo, sólo ha elegido esa función macabra para que
aparezca un Nakata cuya furia lo redima?
Dicen que el gato es un animal independiente. Es posible.
Independiente, pero no aislado ni solitario. Nunca desolado. Quizá por eso
Murakami le propone ese símbolo a Walken. ¿No es virtud la
independencia? Yo he podido ver que es social y solidario. Se dice del
perro, arquetipo de la socialización de los animales, que es su eterno
enemigo, y yo he visto dormir al gato con su enemigo. En el zaguán del
portero de la casa de mis padres. Y compartir agua y comida. En mi niñez.
En casa de mis padres hay ahora portero automático.
No sé si yo, también, no tenga mi universo de gatos. De
independencia artificial. El tejado en el que se desenvuelve la libertad de
los otros. No sé si tengo mi Walken. Quizás habite en la laguna del último
domingo. Esas horas, el tiempo que no recuerdo. El universo de gatos,
digo. Quizás también yo busque mi inmolación o mi trascendencia. No sé
si un día, también, alguien arrancó mi corazón y lo mostró como trofeo a
Nakata. Hay gatos para Ana al otro lado de la ventana.
Quizás Ana es la gata blanca y yo deba ser Nakata.
Tras aquellas horas, en las que a su padre le colocaron la nueva
sonda, la habitación perdió su olor aséptico. Si los olores pudieran
identificarse con colores, Ana elegiría tres para describir la sucesión de
hechos del último día: blanco, ocre y verde oliva, el color éste que siempre
identificaba García Lorca con la muerte.
Cuántos meses sin noticias de Ana. Y cuánto en un momento, a raíz
de un pasaje en un libro de autor extraño. Lo pensé esta mañana:
serendipia.
Espero que Ana me perdone. Por rescatarla o por no saber rescatarla.
La ventana.
Cuántos estímulos, también, para la memoria a través de la ventana.
¿Será el cristal? Es decir, la superficie transparente que filtra la luz de la
mañana. La filtra, vale: ¿la deforma? Como se troncha el palito que
introducimos en el agua. Conozco la razón en este caso: la refracción de la
luz. ¿Deforma el horizonte? Y, si lo deforma, ¿cuál es la razón? Aún más: si
deforma el horizonte, ¿deforma la memoria? No sé si es real lo que está
más allá de la ventana. La imagen que los ojos captan también se refracta
en la memoria. Ana, por ejemplo, no existe. Tal vez. Quiero decir que
probablemente no existe como está en el recuerdo. O quizá no exista en
absoluto. Es la entelequia del metro esta mañana. La memoria es, a
menudo, una madrastra. Y el metro, la nave del argonauta en busca del
vellocino de hojalata.
Recuerdo a Ana hace dos años sentada en un café, tras las
inseparables gafas de sol.
El pasado no es un registro en la memoria.
Las personas son mientras las amas. Ni antes ni después. Como los
muebles en la oficina, cuando la luz define sus fronteras y señala sus
esquinas. Ni antes ni después.
Al fondo, estoy viendo a una urraca que picotea el cadáver de un
pajarillo abatido por la helada de esta mañana.

A última hora de la mañana, Silvia me devuelve las carpetas con una


prolija relación de incidencias. Corta, pero detallada. Se ha quedado con
dos carpetas, porque no ha conseguido hablar con los clientes. Le digo
que les envíe un correo, y que anote el hecho en el registro como
incidencia. Y damos por cerrado el asunto de las carpetas.
Antes, había enviado a Moraleda la información que me pedía. Fue
más sencillo de lo que aparentaba. Los datos oficiales salieron
directamente del ordenador. Y los datos “B”, también, tras salvar la
máscara de claves. Le advertí que debe tomar las cuentas como
provisionales. Entre otras razones, porque sólo es noviembre y no hemos
incorporado las amortizaciones(21) todavía. Estoy terminando de hacer la
consolidación. La enviaré a última hora de la mañana. No observo nada
extraordinario, nada que no esperásemos, nada que no suceda en muchas
otras empresas. Si acaso, un ligero desajuste en la facturación B. Nada
grave. Defraudan lo normal. Si hay algo gordo, por aquí no ha pasado.
Lo raro es encontrar a alguien que no defraude, opina Campillo. En
este país defrauda hasta el pescadero donde compramos la dorada de
ración, y que me disculpen los pescaderos. Aunque un solo banquero
defrauda por todos los pescaderos del mundo. Incluso hay banqueros que
no tienen empacho en usar el carné de muertos para realizar un fraude
masivo. Ha sucedido. Pero es una persona respetable. Los que viven de
una nómina no defraudan, dice Ignacio, no pueden. También algunos
autónomos, aunque no todos. En esta oficina, quizá Ignacio Gómez sea lo
único raro. No sé por qué me pareció desde el primer día pintoresco.
El mundo de las empresas es el mundo de los tramposos. Esto no lo
digo yo, aunque lo colija por los indicios, es mera presunción, también lo
dice Ignacio. El raro de Ignacio, que lleva un año peleando con la
Comunidad de Madrid para que le reconozcan a su madre algunos
derechos derivados de la Ley de Dependencia. Ignacio se cagaría en la
camarilla de Aguirre(22), a la que maldice en cuanto tiene ocasión. Me
parece que, en el espectro político de la oficina, habría que colocarlo
vencido ligeramente a la izquierda. Su aversión por los de Aguirre no tiene
origen político, sino en la injusticia que denuncia. Se ajusta mal al
estereotipo de su trabajo. De los expertos fiscales yo tenía otra imagen.
Ignacio es raro y contradictorio. Y buena persona.

He tenido que explicar a Silvia lo de la lasaña de espinacas, mi comida


de hoy. Recalco, Silvia: no lleva más de media hora. Son ingredientes
sencillos: placas de pasta, espinacas, escalonias, queso rallado, salsa de
tomate y bechamel. Ya está. Bueno, y pimienta, sal, nuez moscada y una
pizca de romero, por ejemplo. Y unos piñones, vale. Si no tienes
escalonias, cebolla y medio diente de ajo muy, muy picadito. Valen las
espinacas congeladas. En esa media hora, aparte de la lasaña, cocino o
pergeño dos o tres cosas más: un par de caldos, una carne, un pollo, unas
legumbres,… Pasta, no; pasta o arroz, en el momento. Si preparo pasta y
no se va a consumir en el momento, ha de ser lasaña o canelones, porque
importa menos en este caso el punto de cocción. Me suelo organizar los
sábados a última hora de la mañana o los domingos a primera. Dejo
comida hecha para toda la semana.
Silvia me mira con ojos de extrañeza. ¿Porque cocino o porque no
sale de sus ensaladas? Su ademán indefinido no es una respuesta, aunque
ella me dé por contestado. La cocina es sencilla, señorita Hernández:
Simone Ortega(23), tu madre o algún espécimen especular suyo y un poco
de imaginación. Pero su madre siempre fue una pésima cocinera. Te
quedan las 1080 recetas.
Antes, exactamente a las dos en punto, ya se había marchado quien
hace los informes del Consejo, con su aire de perpetua suficiencia y su
paso firme, tras revertir el ritual de la llegada: recoge los papeles y los
periódicos y los pone en la cartera o en el cajón de carpetas colgantes de
la mesa, apaga el ordenador, mira a izquierda y derecha, comprueba que
todo recupera el perfecto orden de la ausencia y sale. Hasta mañana.
Y, enseguida, como si la despedida fuera la señal de salida para una
carrera de fondo, la oficina entera inicia un movimiento caótico pero para
cada uno ordenado. Alejandro y Yolanda, que tienen una edad pareja,
salen juntos en animada charla hacia La Hostería del Obispo, un
restaurante en dos plantas algo más exclusivo que los habituales de una
zona como ésta, aunque también sea de menú. Parece ser que el nombre
obedece a tres motivos: la calidad de las viandas, especialmente vacuno a
la sal o a la piedra y la lubina salvaje; la decoración, que incluye un viejo
confesionario y un remedo de púlpito para subir al comedor de la primera
planta, y la pensión del piso superior, que tiene acceso independiente. En
sitios así, la clientela es de la que come bien sólo cuando come carne en
piezas gruesas. Ignacio va a Casa Patro, donde sirven un menú decente
por 7'90 euros.
Fran Goicoechea es becario; por excelencia, la relación laboral peor
retribuida, que no paga seguros sociales, ni da derecho a desempleo. Sólo
está media jornada y también se marcha a toda prisa con un par de
emparedados en la mano. Está haciendo un máster, al que espera
sobrevivir, y encontrar luego un trabajo. Esto no es un trabajo.
Campillo y yo calentamos nuestras fiambreras y Silvia abre su
ensalada. Para la de hoy, ella tiene un nombre: mediterránea. Tomo nota.
A ver, Silvia, los ingredientes. Y Silvia me manda a hacer puñetas. Lo de
Campillo es realmente contundente: callos con garbanzos. Dios mío,
exclamo en mis adentros, qué regocijo de intestino.
Mansonia ha pasado a segundo plano. Ahora, nadie lo recuerda y yo
no estoy dispuesto a comentarlo.

Nadie diría que es noviembre cuando salgo, tras la comida, a dar un


paseo por la calle con el libro bajo el brazo. Luce un sol tibio. Silvia ha ido
a tomar café con su amiga y Campillo, que suele quedarse en la oficina
navegando por la red, ha decidido seguirme. ¿Puedo, no te importa?, ha
dicho. No me importa, claro. Llegamos a la esquina y doblamos a la
derecha, hacia la explanada del metro, donde hay un espacio allanado
para aparcamiento, un área ajardinada -o como quiera denominarse la
pradera que se extiende ante nosotros- y unos solares que el incivismo
inveterado ha convertido en vertederos. La calle y las aceras son
estrechas; tanto, que hemos de hacernos a un lado y pegarnos a la pared
cuando un vehículo toca el claxon para pasar. Al final, tenemos que
sortear un enorme poste metálico cilíndrico, instalado en medio de la
acera. Sostiene el cableado de alimentación eléctrica del metro y oculta
los semáforos, de modo que los peatones tenemos la sensación de estar
jugando al escondite cuando queremos ver si está rojo o verde para
cruzar. No sé si el galimatías de cruces, aceras, postes, señales y semáforos
es fruto de la impericia o una apuesta para entrenar los reflejos. Llegamos
hasta la subestación eléctrica enterrada frente al metro, porque
sobresalen los poyetes de aireación y yo los uso cada día como banco que
mirase hacia el norte, donde se distingue la sierra y un grueso manto de
nieve sobre ella.
Francisco Campillo vivió la construcción apresurada de esta línea de
metro, que inauguró Esperanza Aguirre en plena campaña electoral sin
que estuviera terminada. Hubo trechos, cuya plataforma de hormigón
hubo de ser picada posteriormente y reconstruida de nuevo. No está
seguro, pero, entre los anagramas de los pomposos carteles de la obra,
cree recordar el nombre de una empresa que luego también ha visto
vinculada a la trama Gürtel. Serán casualidades, le digo, no seas mal
pensado.
Nos sentamos.
Soy de ocurrencias a veces. Y he tenido una ocurrencia. Quizá sea
también un mal pensado. Busco en el pequeño bolsillo interior de la
chaqueta y saco el abono de metro. Se lo muestro a Campillo, que se
sorprende y no entiende. Fíjate en el CIF, le sugiero. Un número reciente,
muy reciente. Más o menos, de cuando se acuerda este proyecto de
metro. Una empresa sin experiencia gestiona un servicio que requiere
precisamente experiencia. Hace un gesto de cansancio. No hay nada
nuevo en la política de la derecha. ¿No te molesta si hablo mal de la
derecha?, dice. Es justo y necesario.
Campillo saca una petaca de cuero negro de las de antes, herencia de
su padre, y, a partir de ahí, se produce un ritual que no sé si he visto en
alguna vieja película de la España profunda: tira de la tapa con los dedos
índice y pulgar de la mano izquierda mientras sujeta el cuerpo con la
derecha, la abre y vierte una porción de tabaco sobre el cuenco de esa
misma mano, que esconde bajo los tres últimos dedos libres; finalmente,
tapa y guarda la petaca en el bolsillo izquierdo interior de la chaqueta.
Saca un librito de papel de solapa roja, separa una hoja, la pliega sobre
índice y pulgar de la mano derecha y deposita el tabaco, dobla los
extremos hacia adentro empujándolos con los índices, ajusta el borde
anterior y gira envolviendo la carga bajo la presión de los mismos índice y
pulgar, pasa la lengua sobre el borde exterior, lo pega, lo repasa con la
mano izquierda y lo lleva a la boca. Guarda el librito, que había dejado en
la rodilla. Exactamente como debió hacerlo su padre hace 40 o 50 años. Lo
enciende con un mechero publicitario de plástico. Su padre usaba un
mechero de sílex y yesca. Aspira como si fuera el último acto de su vida.
No piensa, sólo disfruta.
-Éste es el primero del día. El único. A veces, tras la cena, el segundo.
No fumo más. Los fines de semana, uno más detrás del desayuno. Los
fines de semana el desayuno es un rito familiar.
-Eso parece picadura de la de antes.
-Parecido. Todavía se consigue.
-No sabía que fumaras.
-Fumo un cigarrillo, no soy fumador compulsivo. Incluso, me
molestan los ambientes con mucho humo. Como el primer cigarro es
después de la comida, me salgo al pasillo cuando os marcháis vosotros, y
abro la ventana. Es uno de mis pocos placeres. No creo que pudiera dejar
de fumar esto. Además, estoy convencido de que me favorece el tracto
intestinal y la presión arterial.
En su casa, fuma en el balcón siempre que está su hija adolescente.
Es una forma de resolver la contradicción entre placer y responsabilidad
paterna.
Da dentera el chirrido de las ruedas en los raíles al describir los trenes
la curva saliendo del túnel o al ingresar en él. Uf, dios mío, y cubro mis
oídos. La tropa de los turnos de tarde y los que vienen de comer llega,
desciende y se esparce en estampida.
-¿Qué piensas de lo de Mansonia?-, desliza.
También llega el trepidar de un martillo neumático desde unos
puentes en construcción en la carretera próxima. Uno recuerda y entiende
ahora el significado de la palabra decibelio.
No pienso. Ni él piensa.
Cruza una bandada de periquitos. O de inseparables. No los distingo
en el vuelo: son pájaros exóticos de color verdoso que chillan como los
cuervos. La gente los abandona, como abandona a los perros, cuando el
capricho de adquirirlos no justifica la obligación de cuidarlos. También he
visto por aquí algún perro abandonado. Cuando algo no nos interesa le
damos el mismo trato que a la basura: lo arrojamos en cualquier parte.
Todo se convierte en residuo. No sé si es otro signo del tiempo miserable
en que vivimos. De momento, estos periquitos han expulsado a los
gorriones de la zona. No hay gorriones. O tal vez los gorriones hayan
desaparecido por razones distintas, vaya usted a saber. Campillo dice que
estos pájaros exóticos son territoriales y agresivos.
Campillo no cree que haya nada serio en Mansonia. Yo, tampoco. Al
menos, en principio y con nuestros datos. Para hacer unas paralelas en IVA
e impuesto de sociedades, sí, pero no por importes que puedan calificarse
de delito. Hay mucho B, mucho, y quizás unos gastos fraudulentos. ¿Qué
gastos? Los de las obras de reparación y reformas de las oficinas y el
almacén. Las oficinas y el almacén están en Madrid, pero las empresas
que realizan las obras están en la costa.
-Alguien se ha hecho una segunda residencia con vistas al
Mediterráneo. Y la han pagado a medias Hacienda y Mansonia.
Sin embargo, resulta extraño tanto sigilo en el caso.
Lo que haya, si lo hay, no pasa por la oficina de la asesoría. Y no se
contabiliza ni en A ni en B. Que lo sepa o no Moraleda o los auditores es
otro tema. Hay dos empresas, MNS Swiss Sarl y MNS Nederland BV, que
no llevamos en la asesoría, una que factura y otra a la que se factura, no
recuerdo cuál es cliente y cuál proveedor, tienen CIF con clave N de no
residente. MNS son las tres primeras consonantes de Mansonia.
Casualidad. Luego, están los cruces de facturación entre la matriz y las
filiales, seguramente artificiales, aunque no creo que aquí haya gran cosa,
todo parece muy inocente. Lo que nosotros vemos es muy inocente.
Muy inocente, joder con la inocencia de la gente, cientos de miles de
euros de fraude cada año.
Campillo ha visto de todo desde que vino a trabajar a esta zona. Lo
asegura apurando la última calada. Arroja la colilla ante sí y la pisa,
restregándola concienzudamente hasta asegurarse de haberla apagado. La
desmenuza y se esparcen los restos. Esto, que parece una sola área
industrial es, son, en realidad, tres, no, cuatro con la última que se está
desarrollando frente a la oficina. La oficina está en la más antigua, y,
cuando Campillo llegó a la antigua gestoría, 1980 y algo, 1985, estima,
parecía un poblacho de película del oeste americano. Cuando se instaló la
asesoría, 1990 y mucho, 1998, cree, ya se había urbanizado, se habían
asfaltado las calles y arreglado las aceras, el agua la distribuía el Canal de
Isabel II y no procedía de aljibe ni pozo ilegal,… La asesoría se instaló en un
mundo, en apariencia al menos, civilizado. La antigua gestoría tuvo
clientes de estas dos áreas y participó en la gestación de la más alejada,
una o dos estaciones de metro más adelante. Valiente cáfila de granujas y
mafiosos, también mafiosos, alguna vez le recordaron a El Padrino, en
torno a los nuevos desarrollos, sobre todo en el del final, ya en el término
del otro municipio, ese que aparece entre los de la trama Gürtel, con su
alcalde imputado. De aquellos clientes, cuatro al menos están en la
asesoría, Campillo se los trajo.
Nos levantamos.
El Padrino no es una película.
Tres niños impolutos de entre 3 y 10 años, aproximadamente,
corretean alrededor de una mujer con velo islámico blanco, túnica de raso
y pantalones debajo, que empuja un cochecito. Se acaban de bajar de un
tren que arranca alejándose hacia la estación de término. Un golpe de
viento nos lanza a todos un puñado de polvo y ella se cubre los ojos con su
mano. Campillo interpreta mi extrañeza y me cuenta que hay familias
viviendo en toda el área industrial. Hay alguna vivienda camuflada entre
las naves o almacenes y hay, sobre todo, viviendas en algunas
entreplantas de naves industriales. En la última ampliación se están
construyendo viviendas, de acuerdo con una modalidad reciente que
llaman “loft” los modernos cuando podrían decir desván. Pero los
magrebíes no viven en esa zona. Hay, incluso, una pensión para
inmigrantes, no en La Hostería, que es para gentes en tránsito, de las
obras, por ejemplo, es algo mucho más modesto, que en su día fue
edificio patera. Los cuatro mundos habitan ajenos también en éste
nuestro. Los separan los continentes y aquí, las diferencias. No hace falta
viajar al África subsahariana para descubrirla. Pero está cuidadosamente
oculta y disimulada.
Cuando regresamos a la oficina, un coro de voces nos indica que
hemos llegado tarde. Yolanda exhibe con insistencia el reloj en su mano
izquierda. Pregunta Silvia qué hacíamos. Pues hacíamos meditación
contable.
Silvia se aproxima a las mesas de Campillo y mía con su libreta de
notas en la mano. ¡Nuestros móviles! No tiene nuestros móviles. Los
necesita para estos casos. Se los damos; con disgusto por parte de
Campillo, al menos, pues no deja de ser el número del móvil un dato
estrictamente privado, innecesario en nuestra relación de trabajo.
Entiendo la protesta de Francisco Campillo. Y la comparto.
Silvia apoya sus codos en mi mesa, como en un aparte:
-Me vuelvo contigo en el metro, si no te importa. Mi amiga “la
taxista” alarga su jornada, regresa a Madrid más tarde y no me apetece
esperarla. Así que me voy contigo-. Hace una pausa, como esperando mis
comentarios, pero me ha aturdido con sus palabras y no digo nada.
Añade: ¿No te importa? No me importa, pero daría igual si me importara.
Y regresa a su sitio riendo.
Me lo explica todo mejor cuando salimos y vamos hacia el metro. Es
decir, mientras llegamos a la esquina y doblamos a la derecha, recorremos
la calle estrecha y la estrechísima acera, nos ponemos contra la pared dos
veces cuando dos veces nos lo reclaman dos coches con su claxon, y
alcanzamos la explanada del metro y el área ajardinada, tras dejar atrás el
aparcamiento y cruzar la última calle, al margen del semáforo esquivo,
porque cruzar por el semáforo también tiene visos de aventura intrincada.
Los solares afean cualquier disposición de buena voluntad con el paisaje.
A partir de las 6 de la tarde los trenes pasan cada 6 minutos.

Silvia se inicia en la odisea de montar en este metro. Velocidad media


de vértigo: apenas 20 km/hora. Pero la velocidad no será la única
sorpresa: tendrá la oportunidad de conocer a la banda perpetradora de
extorsiones. Al loro.

Silvia Hernández resulta ser un poco maruja. Yolanda Cantalapiedra,


la secretaria del jefe, y Alejandro Mendiluce, el abogado responsable de
laboral, tienen la misma edad, 34 años. Ella está soltera y él, separado con
dos niñas pequeñas. Ignacio Gómez, el otro abogado, de fiscal, también
está soltero, aunque tiene 56 años. Algo tendrá. Algo tendrá, pero no
figura en la ficha. Francisco Campillo, casado, una hija, 55 años. El jefe,
Delfín Moraleda, 51 años, y cree que tiene cuatro hijos, lo dice por la foto
con un grupo de cuatro niños que tiene en la mesa del despacho. Fran
Goicoechea, el becario, 23 años, es un bebé, como un corderito lechal.
Fran podría ser más feo y Alejandro podría vivir más amargado. Porque
Fran no es muy agraciado, aunque sí muy alto, y Alejandro pasa los días
taciturno. Todos vienen en coche, excepto el becario y yo, y ella que viene
en coche consorte, ¿me informa de los modelos?, y se ríe; en el fondo, soy
el único raro. Aunque yo no me dé cuenta, porque no veo más allá de mis
narices, Moraleda y su secretaria están liados; sin exagerar, desde el siglo
pasado. Él no está separado ni su mujer le permitiría separarse. De
Bermúdez, que es quien elabora los informes del Consejo, no tiene datos
fiables, no hay ficha en la empresa, pero cree que tiene unos 35 años. Su
ficha -se refiere a la propia- y la mía no las ha mirado. O sea, mentirosa,
también, un poco. Veremos si soy capaz de procesar un informe tan
detallado. Yo no soy de chismorreos, pero reconozco hallar en mí en
ocasiones a un desconocido morboso que casi siempre me espanta. No
me atrevo a hacer preguntas. También soy hipócrita, a veces.

Un primer efecto de las crisis económicas es el desempleo. Otro, la


acumulación de tareas en quienes tienen la suerte de mantener su puesto
de trabajo. Éste parece ser el caso de Marga, la amiga de Silvia, para que
tenga que ampliar su jornada y no pueda regresar a la hora que venía
siendo habitual. Es jefe de ventas de una empresa de artículos y productos
para hostelería, como jabones, papel, dispensadores, etcétera. Otro efecto
de las crisis económicas es que la gente empieza a mirar para otro lado
cuando pasa ante los restaurantes, o en eso se excusan los restauradores
para no hacer pedidos. Así que la amiga de Silvia se pasa las tardes
enganchada al teléfono, llamando a los clientes. Y a sus vendedores. En
consecuencia, para regresar, Silvia se pasa al metro indefinidamente.
Podría bajar a Madrid en coche con cualquier otro de la oficina, pero eso
requiere pedir un favor y no quiere pedir favores a nadie, y tendría,
además, que acabar cogiendo el metro en cualquier caso porque nadie la
va a llevar hasta la puerta de su casa.
Cuando llegamos a su trasbordo, baja, y me abandono al fondo del
vagón como al vacío. No hablo ni pienso. No hay nada más sonoro que el
silencio.

Por un instante, he recorrido mecánicamente el vagón con los ojos


buscado a Ana. No buscaba a su sosias, sino a Ana. A través de la boca de
la mochila he palpado las tapas del libro de Murakami. Está el libro con su
tacto aséptico, no leo un libro imaginario, pero no está Ana. No está Ana.
Así que no puedo verla. Y quizá tampoco la vi cuando sí estuvo. Si es que
estuvo. Quizá confundo paramnesia con memoria. Está el metro lleno de
gentes extrañas; familiares en el aspecto, pero extrañas. La memoria se
puebla de fantasmas.
El metro es un océano para nadar, como nadó Alfonsina(24) en Mar
del Plata.

NOTAS AL CAPÍTULO 3:

13. Hipatia de Alejandría, María Dzielska, Siruela, es una rigurosa biografía de Hipatia.
14. Apelativo para designar a la secta católica denominada Camino Neocatecumenal, por el
nombre de su dirigente, Francisco José Gómez Argüello, o Kiko Argüello.
15. No tiene nada de original la ocurrencia ésta de convertir en marca los detritos propios y
comercializarlos. La tuvo mucho antes, y causó fortuna, el polémico artista conceptual Piero
Manzoni, quien, con el título Mierda de artista, produjo una obra que se expuso en la Galleria
Pescetto, de Albisola Silvia (Savona, Liguria, Italia). Consistía en 90 latas cilíndricas de metal de 5 cm
de alto y 6,5 cm de diámetro que contienen, según la etiqueta firmada por el autor: Mierda de
artista. Contenido neto: 30 gramos. Conservada al natural. Producida y envasada en mayo de 1961.
Este texto figura escrito en el lateral de cada de ellas en diversos idiomas (inglés: Artist’s Shit;
francés: Merde d’artiste; italiano: Merda d’artista, y alemán: Künstlerscheiße). A su vez, la parte
superior de cada una de las latas se encuentra numerada y firmada. Dicen que se trata de una
mordaz crítica del mercado del arte, donde tan sólo la firma de un artista con renombre produce
incrementos irracionales en la cotización de la obra: cada una de las cajitas se puso a la venta al
valor corriente de 30 gramos de oro, y hoy en día adquieren valores con cuatro y cinco dígitos (en
euros) en las pocas ocasiones que alguna de ellas sale a venta o subasta. Tras la muerte del autor
en 1963, continua la polémica acerca del contenido (heces u otros materiales, como el yeso) de las
famosas latas.
16. Haruki Murakami, Kafka en la orilla, Tusquets Editores.
17. Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid.
18. El IVA soportado, por compras y gastos en actividades no sujetas a IVA, no es deducible.
Si se ejercen diferentes actividades, unas sujetas a IVA y otras no sujetas, tampoco es deducible, en
consecuencia, el IVA soportado por la actividad no sujeta. Cuando la compra o el gasto participa de
ambas actividades (electricidad, teléfono,…), el IVA se prorratea entre ambas actividades. El
arrendamiento de viviendas no está sujeto a IVA.
19. En los grupos de empresas es habitual la consolidación de cuentas. Y conveniente y
obligatorio. En la práctica, consiste en reunir en una sola contabilidad las de todas las empresas,
como si se tratara de una sola. Para que la información sea más fiel, se eliminan las facturaciones
cruzadas (las que se giran entre sí las propias empresas del grupo, por servicios prestados o ventas
entre ellas), así como las deudas o créditos entre sí, como consecuencia de esas facturaciones,
adelantos de tesorería o préstamos propiamente dichos. En el fondo, no son sino situaciones
ficticias o meramente instrumentales.
20. Se refiere a las contabilidades A, u oficial, y B, en la que son expertos, por ejemplo, en
Gürtel y compañía.
21. Amortizaciones contables.
22. Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid.
23. Simone Ortega, 1080 recetas de cocina, Alianza editorial. De la misma autora: Nuevas
recetas de cocina, El libro de los potajes, las sopas, las cremas y los gazpachos, El libro de los platos
de cuchara, Mis mejores recetas.
24. Alfonsina Storni, poeta. Se suicidó arrojándose al mar desde la escollera. Aunque hay
quien afirma que siguió un ritual parecido al de Virginia Woolf. Ése es el imaginario que describe la
canción Alfonsina y el mar, compuesta por Ariel Ramírez y Félix Luna e interpretada por Mercedes
Sosa.
4
Martes, 17 de noviembre, de 2009
Ana, una sociedad con problemas y otros asuntos

Silvia me había puesto una melodía neutra. Así que no ha podido


despertarme la alarma del teléfono. Ha sonado un carillón de campanas
-mágicas, pienso ingenuamente, como si la magia fuera una unción
liberadora-, que me recuerda lejanamente al carillón de Grupama(25),
frente al Congreso de los Diputados, pero sin sus monigotes seráficos. Ha
debido ser el colofón de algún sueño plácido, en el devenir postrero de la
noche. Me he sorprendido sonriendo mientras escrutaba el techo blanco
en la oscuridad de la alcoba.
Estoy hablando solo sin pronunciar palabra. Y desvarío. Qué cosas.
Las imágenes hacen eco.
Miro la pantalla del teléfono y, efectivamente, faltan veinte minutos
para las seis de la mañana. Cancelo la alarma. Veinte minutos. Veinte
minutos, repito mentalmente. Veinte minutos es la eternidad cuando los
ojos indagan más allá del techo que la oscuridad esconde. Uno siempre
indaga más allá.
Inspiro lentamente, muy lentamente, y espiro aún más lentamente,
como si hiciera ejercicios para un trance o discriminara las moléculas del
aire, contando las de oxígeno una a una. Las veo entrar por la nariz: O 2.
Las veo salir luego por la boca transformadas en anhídrido carbónico: CO 2.
Lentamente, len-ta-men-te. Repito la práctica: inspirar, espirar; ins-pi-rar,
es-pi-rar,... Pausadamente. Despaciosamente. El corazón se desentiende
de su tarea ordinaria y descansa. Ahhhhhhh... Siento ligeros los miembros,
floto. Puedo observarme en la cama como si yo fuera otro, pero me
reconozco. En el sueño había un tren que se deslizaba sin ruidos, un
pueblo blanco en el que atardece, difuminándose, y una espadaña de
cinco huecos con cinco campanas nuevas, que tañían sin sonar. ¿Y el
carillón? Levanta su vuelo un águila. Este tren que me lleva, y que yo veo
porque es un sueño, no se detiene. No sé si la vida es este tren
recorriendo una vía sin estaciones.
Andrea se remueve y deja escapar una estruendosa flatulencia. ¡Por
los clavos...! Y escapo raudo hacia el cuarto de baño. El sueño se
desvanece.
A veces la vida es una mierda.
Quien esté libre de pecado...
Me someto a la ceremonia diaria del agua. Liturgia por la renovación.
Ah, la ducha, el primer instante del día en que la felicidad se define con
hechos tangibles y concretos. Y la ropa limpia, perfumada por el aroma de
jabón de Marsella del suavizante.
Hago un café expreso, caliento leche en el microondas, tuesto pan en
la rustidera, exprimo dos naranjas, rallo un tomate y lo sazono con aceite,
sal y un golpe de pimienta. El olor a pan tostado me hace cerrar los ojos
durante un par de segundos. El del café es denso como su espuma. Otra
vez los aromas. Y el de la pimienta fresca. ¡Hummm...! Ya en el taburete,
doy buena cuenta del banquete. El tomate, aunque de rama, estaba un
poco insípido. Le dejo una nota a Andrea en la nevera: hazte una
ensalada, te he bajado unos sanjacobos(26) del congelador, fríelos, hay
tomate rallado sazonado en un cuenco, consúmelo para que no se oxide.
Por precaución cubro el cuenco con una lámina de plástico.
Y pongo la cacharrería sucia en el lavavajillas.
Cuando apago la luz, el ogro de la oscuridad atraviesa de golpe la
ventana, ocupa la cocina y me sobrecoge. Tras el cristal podría estar la
nada, pero esta sombra es un duende amigable cuyo cálido abrazo
finalmente me sosiega. Yo soy ahora la sombra.
Hoy no será como ayer, todo transcurre con calma. Esto me gusta. El
acontecimiento más pequeño despierta así los sentidos y produce un
alboroto.
Un puñado de frutos secos a tientas, que me comeré mientras bajo.
Me ajusto la mochila al hombro.
Clic, el pestillo de la puerta. Clac, parpadea torpemente la lámpara
del rellano.
Ahora puedo oír el leve crujido de los escalones de madera al
descender hasta el portal. ¿A ver? No se quejan, hablan en el lenguaje
remoto del bosque, como si gimiera el tronco doblegado por el viento
convertido en tablas. Una tabla es una oración simple; dos tablas, una
oración compuesta coordinada o yuxtapuesta; la escalera completa, una
narración, fallida en este caso, el lamento de la arboleda. Hace años,
derribaron el viejo inmueble, conservando la fachada, y levantaron este
nuevo edificio de apartamentos, en el que han pretendido imitar con
escasa fortuna la vieja escalera de madera y su barandal y los ventanales.
Las bombillas lucen tan mortecinas como las antiguas.
Al salir, me cruzo con dos hombres de rasgos amerindios que
empujan y trasponen la puerta del bajo. En la penumbra del fondo se
distingue una litera pegada a la pared del vestíbulo. Otros dos hombres
parten también de allí y alcanzan la calle, como impulsados por una prisa
que hoy yo no tengo. Percibo el sordo rumor que surge del piso: frufrú de
ropas y deslizar de chanclas o sandalias. Y silencio.
El vecino del 3º C está a punto de entrar en el coche estacionado ante
la puerta. Qué potra tiene, el bandido. Piso patera habemos, dice, tirando
de latín macarrónico o castellano antiguo e interpretando a su manera mis
gestos de desconcierto, buenos días. En el bajo. Y ante la duda o vacilación
que seguramente expresa mi mirada: pues no me gusta. No me gusta. Y
arranca veloz a la hora de cada mañana.
La ciudad es una postal anodina con su partitura de ruidos. Hace frío.
Las calles sostienen alta la noche en desbandada, por encima de las
farolas. ¡Brrrrrrrr...! Hace frío, leche. El hombre trajeado, hoy con
gabardina clara, pasea a una perra pequeña de raza indefinida, de color
canela y blanco -la némesis de la luz y de la tierra-, con una bolsita negra
en una mano -para la recogida de heces caninas, de las que pone el
ayuntamiento en dispensadores por las calles- y un teléfono en la otra.
Examina el teclado por encima de las gafas, indagando algo en la pantalla.
Y urge a la pobre chucha para que evacue el intestino, como si ella pudiera
entender el valor de la premura y, en consecuencia, su enfado. Ojo, que es
paradigma de una diosa justiciera, ella hará el milagro cuando quiera. La
perra seguramente lo oye, claro, percibe su urgencia, no es tonta, pero
obedece, ante todo, a su instinto primitivo, de alcorque en alcorque,
olisqueando y dejando la marca de su paso. Nunca he llegado a saludarlo,
aunque desde hace meses me lo cruzo todas las mañanas. O casi todas las
mañanas, para ser exacto. Ayer no me crucé con nadie. Andrea, con su
labia, sabría ya todo de su vida y milagros.
Hago cálculos: el bajo es una vivienda interior; por lo tanto, tiene un
dormitorio más que la nuestra, es decir, se compone de vestíbulo, aunque
mínimo, salón, cocina con lavadero, aseo y dos dormitorios, uno con
cuarto de baño. Si en el vestíbulo han instalado una litera con dos camas,
¿cuántos lechos, en total, habrá en la vivienda? Cada lecho,
¿corresponderá a una persona o será ocupada alternativa y/o
sucesivamente por más de una? He oído hablar de camas calientes,
refiriéndose a la ocupación por horas de las camas. Supongo que tendrán
alquilada aparte la plaza de garaje. Son feas estas cuentas. Ése de ahí
abajo es otro mundo diferente. Y no sé si lo conozco. ¡Vaya! Ignoro quién
compró esta vivienda, quién es su inquilino, si hay inquilino, Andrea dice
que fue la última en venderse, quizá porque a los patios interiores todos
acaban arrojando sus basuras, y ésta tiene patio. Imagino una legión de
sombras habitándola.
A dos metros, sorteo la valla de la excavación del ayuntamiento. No
han encontrado oro todavía. Gallardón no podrá pagar sus deudas con el
descubrimiento. Tres semanas de obra. Mi inteligencia no da para
entender su persistencia. Quizá no tenga un propósito ni pretenda
resolver problema alguno, sino que el fin de la obra sea la obra en sí
misma. Obrar por obrar, ja. Ah, el negocio de la obra. La filosofía nace en
la calle. Ya no harán falta universidades. Qué lumbreras gobiernan Madrid.
Para pensar dan sus acciones, desde luego. Y para inventar improperios.
Mi madre es especialista en improperios. Los idea de todo cariz y calado.
Si Gallardón, doña Botella y su banda supieran de la lengua de mi madre...
Mi madre es cristiana -mi padre, también, pero en los hombres este
asunto significa otra cosa-, católica a medias, en el viejo sentido del
término, es decir, distanciada de la jerarquía, de la parroquia de Trafalgar,
junto a Olavide, instalada en un local en semisótano y regida por un cura
de paisano que se maneja en el lenguaje ordinario de la calle. O era así
años atrás, hace tiempo que no hablamos de esos temas. Desde su
jubilación ha cambiado las pautas y ya no va a misa los sábados por la
tarde. Pero despotrica de la institución eclesial y la derecha sin reparo.
Desde que yo recuerdo, desde que mi nacimiento la abocó a una visión
distinta de la vida. Un buen día, dios, aunque exista, se hace ajeno al
origen y al destino de los hombres y deviene en un ser extraño. Dios se
convierte en un desconocido. Es un desconocido. Y se transforman en
bufones sus vicarios. Son bufones. No Amalio, el cura de Tragalgar, que
sólo es de barro. De Gallardón y su banda dice, por ejemplo, que son un
santo tomás demoníaco, porque llenan, como a un cristo, el costado de
Madrid de huecos para introducir la mano. Y digo yo que la sacarán. La
sacan, claro, manchada por los humores de las llagas, la fe es un bien
barato.
No puede ser verdadero un dios que niega a la mitad de sus hijos el
derecho a administrar su casa y a difundir su mensaje. Esto lo dice mi
padre.
Hay todavía el repartidor de bollos que se adentra con la bandeja en
la cruasantería abierta de la esquina. Y, cuando alcanzo la boca del metro,
la muchacha de melena castaña, ensortijada y brillante, como si estuviera
húmeda todavía, con su mochila de cuero y su bolso de marca, que
asciende y prende un cigarrillo al pisar las primeras baldosas de la acera,
para bajar luego por la avenida hasta apagar su taconeo en el siguiente
cruce, donde gira a la derecha, para ir hacia la clínica próxima, porque no
puedo sino imaginarla recogiéndose el pelo y trabajando de enfermera.
No sé qué sucedería si faltara una sola de estas personas en la
escenografía diaria. Me lo pregunto, sólo es una pregunta. Las echaría en
falta. No sé si mi vida sería la misma o sería otra diferente. Sería otra, tal
vez no sensiblemente distinta, pero diferente. No es un planteamiento
gratuito o caprichoso. No sé si este cruce de sombras es, en realidad, un
cruce de vidas, una escenografía pactada. Seguramente ayer ellos me
echaron en falta. La obra se tiene que representar completa. Somos, pero
no somos solos, aunque estemos solos. Estamos necesariamente solos.
Somos en la medida que formamos parte de un universo. La existencia
dialéctica. Y ayer, por la prisa mía, desaparecieron todas como por
ensalmo. La urgencia nos deja ciegos y el tiempo de vértigo borra los
escenarios. El egoísmo destruye al mundo. La prisa es una forma refinada
de egoísmo.
Aún hay más personajes, claro. Están los primeros funcionarios que
llegan al edificio oficial cercano, la madre que empuja al niño hacia el
interior del coche y sale escapada hacia la guardería, supongo, los
empleados de seguridad del metro, con su marcialidad resacosa,... Y
personajes anónimos que deambulan somnolientos por pasillos y andenes
y vagones del metro. Aunque reconocibles. Andrea pasa del asombro a la
perplejidad cuando le narro esta sucesión de avatares matutinos. Le
parecen escenas de una película costumbrista, trasnochadas, porque el
costumbrismo es un fenómeno antiguo. Hay algo de desdén en el
calificativo. El costumbrismo sólo está en tu forma de verlo. No sabes qué
hay detrás de cada uno. Si acercáramos el foco, no sé qué veríamos,
seguramente ahí empieza la película. ¿Y no hablas con nadie? No hablo
con nadie. ¿Cómo hablar con alguien? Voy a la oficina. ¿No los saludas, no
les preguntas? No. Sólo observo. Son en la medida en que son fugaces.
Son mi experiencia cotidiana. Somos espectadores y figurantes. La calle es
un escaparate. Una obra de teatro. ¿Y esa gente del bajo? Lo del bajo daría
para una serie televisiva. Andrea no entiende. Será que Andrea no me
entiende. Andrea se sumergiría. Andrea hablaría con todos. Andrea habla
con todo el mundo que le interesa. Se detendría un día y luego otro y otro,
e iría interrogando a todos y a cada uno si le despertaran la mitad del
interés que yo demuestro. Es capaz, no lo dudo. Pero Andrea no se
mancharía. A Andrea no le interesa la gente hasta ese punto. Interrogar
nos compromete, las preguntas siempre nos conciernen. Y a mí me falta
decisión, Andrea dice que me falta decisión. Que me comporto como un
observador silencioso, sin intervenir, como ya ni siquiera actúa un
científico, quizá por miedo a perturbar el mundo o simplemente por
temor, por timidez, tan castrantes. Que no parece sino frívolo mi interés
por las cosas. Que me quedo en espectador. Acaso no sea actor de esa
obra del mundo. El compromiso intelectual es superficial e hipócrita. ¡El
mundo no es un cine ni un laboratorio!
Ser curioso o buscador. Observar el discurrir del río o sumergirse en la
corriente para buscar respuestas. Hacer preguntas. Yo pregunto. Pasar o
comprometerse en el camino. Oh, dios mío, Andrea, yo qué sé. Nunca
estoy seguro de nada. Me gustaría poder formular una sola pregunta. O
tal vez debería guardar silencio. Cerrar los ojos y permitir que las cosas y
las voces me invadan y me impregnen. Vivimos en un mundo de
penumbras. Esto es la caverna, ¿o no lo recuerdas? Platón, La República.
Andrea me acusa de misantropía, pero qué dices, introvertido, vale,
pero no soy hosco ni arisco, Andrea, se equivoca, yo no soy misántropo en
absoluto. Quien vive con la vocación del amante no puede ser misántropo
en absoluto. Yo amo la vida, Andrea. Reservado. Vale. Y diletante, en todo
caso, espero que éste sea mi peor pecado en caso de cometerlo. Espero
no ser hipócrita.

Cuando monto en el vagón busco de nuevo a Ana. Es un impulso que


tiene mucho de inconsciente. Pero no todos los días comparecen los
fantasmas. Ayer vi el fantasma que me propuso la lectura o despertó mi
imaginación. Además, qué narices, ni siquiera existen los fantasmas. Un
fantasma es pura entelequia.
Hay un asiento libre. Me acomodo y abro el libro por la página 240 y
tantos. Me flanquean dos muchachas que leen sendos periódicos
gratuitos.

Ana. La sola evocación de su nombre pone mi mente en blanco y ya


no puedo leer.
Las paredes de los vagones. Se han convertido en un mosaico de
propagandas; no es publicidad, sino propaganda. Así, un plano que dice
ser la red de metro o unos esquemáticos mensajes sobre gestión
sostenible del suburbano. Son en realidad una maraña de líneas
coloreadas y una opinión. Hay, también, adheridos, fragmentos de libros
para fomentar la lectura. O eso aseguran proponerse. Veo enfrente, por
ejemplo, unas líneas de “Últimas tardes con Teresa”, de Juan Marsé, con
una ilustración de Pijoaparte, que nunca imaginé de esa manera, con ese
aire chulesco, un esperpéntico daguerrotipo de Loquillo.
Todo comenzó hace un año, algo más, 15 meses. En el Café
Comercial. Se trata de un café centenario que tiene sillas con respaldo
curvo, forradas de escay, y mesas con tablero de mármol negro, con taras
blancas y grises. Los espejos del fondo hacen agonizar las luces. Faltaba un
día para el otoño de 2008. 22 de septiembre, lunes. Lo recuerdo porque,
al llegar a la mesa, alguien barbotaba el remedo de un ripio poético para
hacer gracia a la concurrencia: la primavera se ha ido, nadie sabe cómo ha
sido. Aunque sólo se hiciera gracia a sí mismo. Lo que se ha ido es el
verano, cretino. La estación cambiaría el 23, sin embargo, como siempre,
no el 21 ni el 22, sino el martes, al día siguiente. Y soltó una carcajada.
Nefanda. Estúpido. Hay gente que se siente en la obligación de ser
chistosa. Y exhibe con desvergüenza sus limitaciones personales. El otoño,
el 23 de septiembre, y la primavera, el 21 de marzo, inculto, tendría que
haber dicho. Era mi primer día, y pensé: uno que alardea de su ignorancia,
probablemente no se trate de una tertulia sino de una banda de gilipollas.
Ay, papá. No hay tertulia que no parezca una banda, aunque no
necesariamente despreciable, claro. Pero me quedé. Con el tiempo supe
que había errado parcialmente en el juicio, no eran muy gilipollas, sólo un
poco, levemente gilipollas, alguno más que otro. Había pecado, pensando
así, de presuntuoso o soberbio. Tal vez lo sea. No soy perfecto, qué le
vamos a hacer. Yo también ejercía de tertuliano. Algo tendría yo también
de gilipollas.
Ana ocupaba una esquina de la mesa, de espaldas a la cristalera de la
calle. La mesa era una de las del fondo del salón; según se entra desde la
barra, a la izquierda. Yo me instalé en la única silla vacía en la esquina
contraria y ajusté mi espalda a su respaldo curvo. Sin duda, me quedé
porque ella ocupaba la esquina opuesta. Esa es la sensación que guardo
en la memoria. No llamó mi atención por detalles externos, o no del todo,
el rostro y las manos suelen ser la primera evidencia en las personas, no
me pareció bella entonces, pero era bella, sin embargo, era tan bella que
quizá se ponía en la esquina, al contraluz de la cristalera, para disimularlo,
era, es bellísima, bellísima, prefirió siempre pasar desapercibida, hay en
ella un imán que te interpela, ¡eh!, aunque ella amordaza ese reclamo con
su papel de muchacha de reparto, un aura dulce, y tenía unas piernas
largas y una larga cabellera, no sé si negra o castaña, más bien castaña,
castaña oscura, o negra pero no azabache, probablemente teñida, y unas
manos cuyos dedos largos podrían ser dedos para las teclas de un piano.
La luz del café es difusa como la de las escaleras de casa. Y tenía una voz
que no era suya, sino préstamo de la niña antigua. ¡Los ojos los escondía
tras unas gafas oscuras!
Ya no pude dejar de observarla.
Iba de parte de Eulalio. ¿De? De Eulalio. Ah, ya. Invitado por Eulalio.
Podría decirse de esa manera. Eulalio no había llegado todavía. Ya. En
verdad, yo no sabía quién era Eulalio. Fue mi padre quien me habló de la
tertulia e insistió durante semanas. Desde que se había jubilado se
enteraba de las cosas más insólitas, absurdas o fabulosas. Y yo lo creía,
siempre he creído a mi padre. Aunque fabule a veces. Para alcanzar ciertos
estadios fantásticos hay que jubilarse. Me contó que, en realidad, lo había
soñado, un sueño semejante al sueño de mi nacimiento, días antes del
parto, y también se lo había comentado un amigo, el padre de Eulalio, no
sabía qué fue primero, el sueño o el comentario. Eulalio era hijo de un
amigo de su tertulia de jugadores aficionados al ajedrez, las mañanas de
los jueves en el Café Comercial. Nunca supe si hablaban de Capablanca, de
fútbol o de política. Hablaban de la III república española. Es decir, quizá
de una jubilada antes de encontrar trabajo. Menudo sarcasmo. En toda
tertulia hay nostálgicos del pasado, aunque desconozcan la historia. Le
habían puesto Eulalio porque, al nacer, tras el primer llanto, había
pronunciado una palabra y dijeron ya tenemos un tribuno, Eulalio, el bien
hablado, el elocuente. El padre había sido profesor de clásicas de instituto.
Entonces, todavía trabajaba yo en la empresa de los gallegos,
contabilizando la venta de enciclopedias a plazos, y había repartido el
currículo por varias firmas de selección de personal para intentar cambiar
de empleo, por enésima vez desde que abandonara las clases. Sin pareja,
sin amante, en la habitación de la casa familiar de Escosura(27), me
parece que tenía preocupada a mi madre, ahora lo veo medianamente
claro, a punto de jubilarse por aquellos días. Estoy bien así, mamá, le
decía, y estaba bien, soy feliz, y era feliz o no era infeliz, al menos, no lo sé,
pero puedo buscarme casa si os molesto, y ya arriaban, me ignoraban un
tiempo, aunque anduvieran preocupados por los constantes cambios de
trabajo y de novia desde que dejara la escuela de negocios, donde
impartiera clases al acabar la carrera. Está bien, pero deberías sentar la
cabeza antes de que tu madre se muera.
Oh, la catarsis de la muerte. Coño, papá.
¿Qué es la muerte? O qué es la vida sino excepción animada de la
nada.
Qué barbaridades decís: antes de que mi madre se muera. O antes de
que te mueras tú. Joder. Mañana está a la vuelta de la esquina.
Me gusta mi habitación de siempre en casa de mis padres, es decir,
en mi casa. Es como un útero acogedor, siempre a la temperatura
adecuada. De allí he salido cada vez que acepté el reto de vivir en pareja,
no sé si sabría hacerlo solo, Blanca lo duda, nunca lo he intentado, y a ella
he regresado una vez se producía el desencuentro, tras un tiempo de
relación o convivencia. En tres ocasiones. Han sido tres veces. Eres raro,
Alonso, buena gente pero raro, me dijo una vez Blanca, probablemente
me habría casado contigo si supieses vivir solo. Sé vivir solo, me gusta la
soledad. Te aterra la soledad.
Oscar Matzerath(28) se negaba a salir; yo, regresaba. En realidad,
cuando inicio un traslado, sólo me llevo lo básico: la ropa, algunos libros,
los últimos, algunos discos, Mozart siempre, con la protesta de mi padre,
son los míos, papá, los tuyos son los de la Berliner Philharmoniker, y el
pequeño cofre de los secretos, con fotos, recuerdos y octavillas llenas de
notas apresuradas, aquéllas que mi madre me enseñó a escribir desde
pequeño para que no olvidara mis pensamientos. Como éstas que escribo
ahora. Y mis miedos, también me llevo mis miedos, el dedo avisador de
Blanca, la sensación de vivir al borde del abismo. Si la vida no es eterna,
nada puede ser duradero. Pero este período último ya duraba dos años. Y
mi padre venía de vez en cuando con sugerencias para que distrajera mi
tiempo en la calle, lejos de aquella habitación perfecta. Ya salgo, papá, ya
salgo, a trabajar, voy al cine, al teatro, a conciertos, a conciertos vas
conmigo, a conciertos voy contigo y con mi madre, quedo con amigos,
pocos, suficientes. Cualquier día te saldrán raíces y serás una parte más
del cuarto, como la mesa o la cama. En el cuarto leo y escucho música,
que es lo que más me gusta. En el cuarto, leches. Tocó esta vez la tertulia e
insistió hasta arrancarme el compromiso de ir, por probar no se pierde
nada.
La dirigía un arzobispo, aunque era médico de profesión, del Hospital
Provincial, de unos 50 años, yo lo llamaba arzobispo, por su aire patriarcal,
impartiendo siempre bulas de verdad y de razón, le habría gustado
ordenar sacerdotes de su credo. Había tres hombres y tres mujeres, de
edades diversas, entre los 30 y los 50 años, más o menos, me siento
incapaz de precisar esos detalles, sin otro punto en común,
probablemente, que aquella mesa de mármol y la charla caótica de los
lunes. Todos, con profesiones liberales: informático, ambientalista, asesor
fiscal, funcionario, y dos empleos de contenido ubicuo: un separado en
busca de horizonte y un aspirante a maestro de yoga. Éstos eran los fijos.
Había otros que venían en ocasiones. Me preguntaba cómo había sido
posible aquella congregación tan heterogénea, me preguntaba por el
vínculo. Nada. Eulalio nunca llegó y nadie sabía si regresaría alguna vez.
Seguramente fuera ésta su silla.
Y estaba Ana sentada en su esquina.
Un día me dijo: me gusta el té y el chocolate negro. Y, claro, a mi me
gusta el té y el chocolate, también el negro. ¿Amargo? El chocolate negro
no es necesariamente amargo. ¿Con almendras? Puro. ¿Puro? Puro.
¿After eight? No está mal, preferiblemente relleno de menta, pero
insuficiente. ¿Mousse? ¿Mousse de chocolate? Mousse de chocolate.
Tampoco está mal, pero también insuficiente. Mousse, del francés,
significa espuma, y a mí me gusta el chocolate. Nada como el chocolate
negro, al 70% al menos. E imaginé una porción oscura deshaciéndose
lentamente entre los dientes. Salivé y hube de tomar un sorbo de aquel té
tibio con limón que me habían servido. ¿A la taza? Hum, a la taza. Espeso.
Hay un dios sólo para el cacao. Lo hay, Ek Chuah(29), maya, un día te
contaré leyendas sobre el tema. Maldije que hubiera desaparecido la
chocolatería Valor, en la calle Fuencarral, instalada cabalmente en el local
de una antigua marisquería.
Otro día me dijo: no como pescado, padezco de intolerancia. ¿Ningún
pescado? Ninguno. ¿No has...? No. En papillote, a la plancha, al horno, en
salsa, a la marinera,... Hay decenas de pescados y decenas de maneras de
prepararlos. Nada, ni tocarlo ni olerlo. ¿El marisco? Tampoco. No sabe
cómo es el marisco. Un arrocito, una fideuá,... Nada. Tampoco.
Simplemente cocido, exquisito. Es un producto marino. Sólo tocarlo puede
producirle urticaria, incluso una reacción anafiláctica. Ya en una ocasión
hubo de inyectarse urbason por esa causa. El pescado para ella es como el
más eficaz veneno. Y, claro, eso era un problema porque a mí me gusta
mucho el pescado. Mi madre y yo, cuando íbamos al mercado, siempre
comprábamos pescado, con pequeñas disputas por las rarezas o el precio,
y luego competíamos en la cocina con las recetas. Mi padre era el gran
beneficiado.
El arzobispo comía de todo. No había sino que fijarse en su panza.
Cuando se disponía a impartir su clase de gastronomía, yo lo paraba: calle,
calle, no son horas de comidas.
Supe que se peleaba con adolescentes en las aulas sin que la sangre
llegara al río. Son difíciles los adolescentes, siempre asomados a un
precipicio. Son como fieras enjauladas.
Es acuario, el signo de esta era. Aunque mantenía en secreto el año
de su nacimiento, supongo que por coquetería. Nunca entendí ese
misterio de la edad tan tópicamente femenino. No sé cómo, después lo
descubrí un día: 1974.
Acuario es un signo de aire, asegura el funcionario. Acuario, agua, es
de aire, curioso. De agua están hechas la bruma y las nubes que pueblan
el aire. Allí estaban los cuatro elementos esenciales: fuego, tierra, aire y
agua, no faltaba ninguno. Y Ana, aunque acuario, era gaseosa.
¿Tomamos un café? Yo quería decir si nos veíamos fuera de aquella
mesa, al margen de aquella gente, del obispo y de su tropa, del pajarito y
la poetisa, porque había un pajarito, como en el relato de Cela(30), y una
que se imaginaba poetisa. Madrid está mechado por poetas imaginarios.
A uno se le quiebra un renglón y se proclama poeta. En todo grupo
siempre hay alguien que acaba por resultarnos antipático. ¿Un café?
Sabes que no me gusta el café. Un café, un té, una cerveza, un refresco,
quiero decir fuera de aquí. Uf. E hizo un gesto con la mano que condujo la
mirada hasta el vacío. De repente, de esquina a esquina había un millón
de kilómetros de distancia. Quedar estaba prohibido. Quería decirme que
nuestro mundo se reducía a aquella mesa de mármol, al té y a la charla
entre esquinas de la tertulia. Percibí el brillo de la coraza.
Tú eres antipático. ¿Yo? Te esfuerzas por parecerlo en ocasiones.
Tratas con desdén a la gente muchas veces. Muchos no somos perfectos,
Alonso, yo no soy perfecta.
Se comporta como los gatos, y es esquiva como ellos. Si se aproxima,
apenas permanece un instante. No sé si es una huida. Enseguida marca su
territorio y no permite otras reglas que las que ella dicta. Constatas la
distancia. Si te acercas, te arriesgas a estrellarte en la muralla o a un
zarpazo. Ay de ti, si tiene la garra extendida, las uñas son hojas de bisturí.
Si Ana hubiera de concebirse animal, se imaginaría gato. No lo dice,
pero lo acepta. El maullido es una sinfonía pequeña y minimalista. Los
recuerda deambular por la terraza de su casa desde niña; sobre todo,
mientras fue niña. Hay algo de complicidad amable en la evocación de los
felinos. Recuerda su pelo limpio convirtiéndose en espejo al otro lado de
la ventana cuando los alcanzaba el sol en el lomo. En los atardeceres,
grises o rojos, de la sala de las cortinas de cretona, con el piano y el
escritorio en esquinas opuestas. Recuerda a su padre a su espalda, junto a
la puerta, sentía sus ojos fijos en la nuca como tachuelas, mientras ella
practicaba en el teclado la partitura que le había marcado la profesora,
una mujer estricta que aparentaba empatía. Apariencia. El álter ego de su
padre. Nunca una palabra alta o desabrida, nunca, pero el gesto firme,
como si la sonrisa fuera un ácido a punto de proyectarse desde la boca. La
mano sobre el hombro, mira, bonita, decía, no era el vocativo el principio
de un gesto cariñoso, mira, colocaba la mano de la niña sobre el teclado,
hay que separar más los dedos, más, así, sino de una orden, para alcanzar
la octava, no tengas miedo, hay que pulsar la tecla sin ensuciar el sonido,
aunque duela un poco, algunos de los mejores pianistas sangraron por las
membranas interdigitales, y tú serás buena.
El mundo de la azotea era una obra feliz y acabada, que ella
observaba de reojo desde el escritorio mientras acometía las tareas
escolares. Se imaginaba gata y se mezclaba con ellos en su solaz
vespertino. Y gata acabó siendo. Desde el piano, sin embargo, todo
quedaba a su espalda. Había dos posturas en ellos que la mantenían
especialmente arrobada: la majestuosa, cuando se sentaban sobre los
cuartos traseros con el tronco vertical y las manos apoyadas
delicadamente ante sí por los nudillos, y la despreocupada, cuando,
arrufándose, curvaban el lomo y ponían enhiesto el rabo, como si salieran
o se sumergieran en un mundo de aburrimiento infinito. El aburrimiento
es la gracia de los dioses del ocio.
El gato es un animal prodigioso. Tiene maullidos para la risa y para el
llanto. El rabo es otra lengua, lo mueve como si pronunciara palabras. Ella
podría escribir un diccionario con esas palabras del gato.
A Ana no la creó el dios judeocristiano, eso sería aceptar la maldición
como destino, aunque nació en un mundo regido por la culpa y el pecado,
sino otro dios, cualquiera, Ra, por ejemplo, porque es egipcio y en Egipto
fueron deidades los gatos, un dios que no te condena de antemano.
«Dios te salve, Reina y Madre de misericordia; vida, dulzura y
esperanza nuestra, Dios te salve. A ti clamamos los desterrados hijos de
Eva; a ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas. Ea,
pues, Señora abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto
bendito de tu vientre. ¡Oh clementísima! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen
María! Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos
de alcanzar las promesas de Nuestro Señor Jesucristo. Amén». La hermana
Sotelo tenía razón: esto es un valle de lágrimas, al que estamos
sentenciados de antemano, y hemos venido para sobrellevar una vida
inicua. ¿Sólo nos queda la esperanza en la misericordia divina? El pecado
original es la condena anticipada.
Se pueden ir todos a la mierda.
Una tiene la sensación de vivir en un mundo equivocado.
Ana también es contradictoria.
Claro, la contradicción alimenta la vida. Vivimos a base de errores. Yo
me he confundido mucho, pero se han equivocado más conmigo.
Se ha imaginado más de una vez naciendo. Como si fuera un
recuerdo. Y ve el útero de su madre, sabe que es ella quien mira, es un
observador externo, ve el feto flotando en medio del amnios, a sí misma
ante el dilema de ocuparlo. ¿Cómo pudo decidirse? ¿En qué momento?
Ahí se vuelve oscura la memoria. ¿Por qué el hecho de vivir es tan difícil?
Fue un embarazo tardío. Ella no tuvo hermanos, los tenía pero no los tuvo,
los ha conocido ahora, de niña ya eran adultos, una sobrina es mayor que
ella. ¿Por qué, entre los planes de sus padres, no estaba amarla un poco?
Sólo un poco. Un rato. Si es que del amor pueden darse a retazos. Ella sólo
pedía un pedazo. Alguna muestra de afecto. ¿Qué daño les pudo hacer
naciendo? ¿Cuál fue su pecado? ¿Qué pudo trastocarlos? Ella no pudo
hacer a su madre hosca y distante, aunque antes fuera vital y alegre. Ella
no estaba en sus planes, no estaba en los planes de su padre. ¿Por qué no
abortar, por ejemplo? ¿Por qué no se libraron del feto antes de que ella
llegara a ocuparlo? Si es pecado el aborto, ¿es menor pecado convertir en
infierno la tierra que pisa un niño, una niña, en este caso? ¿Por qué poner
al aborto en la lista de pecados mortales y no poner, por ejemplo, el
desamor, la simple falta de amor? ¿Por qué no hay un carné de idoneidad
para tener hijos? Sólo para adoptarlos, no para engendrarlos, cualquiera
puede engendrarlos.
Se habla de amor, pero no hay amor. O llaman amor a las órdenes y
las normas.
Quien posee no ama. Formamos parte de un patrimonio. Se tiene un
hijo, ¿y qué?, como quien tiene un coche o tiene una pústula en el trasero
que le impide sentarse cómodamente. Sale más barato un coche que un
hijo. Un coche carece de emociones. Nunca voy a tener hijos, Alonso,
nunca. No quiero ser vehículo de la desgracia.
El registro civil es lo más parecido al registro de la propiedad.
Me gustaría hablar bien de mi padre, no guardar rencor ni tener
cuentas pendientes.

La tertulia se había convertido en una cita a la que acudía para hablar


con Ana. O para escucharla. Apenas recuerdo nada de aquella mesa, sino
lo que recuerdo de Ana.

Otro lunes dijo: estoy dolida, Alonso, muy dolida. Estoy mal. Y lo
decía con una voz opaca, lineal y sin matices. Lo siento. Lo siento. Dijo lo
siento aún dos o tres veces todavía, hasta que la voz cayó al solado y fue
rodando, dando tumbos por la sala para acabar extinguiéndose, disuelta
en el aire, por entre las últimas mesas del café. No puedo imaginar cómo
estarían los ojos tras los cristales oscuros de las gafas. En ocasiones así,
querría saber qué hacer con el silencio.
Esto no merece la pena, la vida es un calvario, estamos aquí para
pasarlo mal, ni un rato bueno, ni un instante. Es todo tan difícil. Ahora
hablaba de una vieja relación enfermiza que no acababa de abandonarla o
de la que no acababa de librarse. Eso no es amor, Ana, no hablas de amor.
Depender no es amar, colgarse no es amar, vivir enganchado al pasado no
es amar. Estás hablando de una prisión. No ama quien mutila, quien te
ata.
Hablar, hablar, hablar. Es fácil hablar.
Amar no es una tarea complicada pero exige algo parecido a la pureza
en el corazón. Y hay pocos corazones cristalinos.
Quien depende no ama ni es amado, el amor no es dependencia,
depender es enfermar o es la enfermedad la que conduce a la
dependencia.
Quien te tiene no te ama, sólo es tu propietario, nadie puede tenerte
ni tú sentirte tenida, no eres una silla, ni un lápiz, ni una parcela de
terreno. No eres una pieza de caza ni un trofeo. Ni siquiera eres un libro ni
una obra de arte. El amor es con frecuencia un intercambio de trofeos y,
en ocasiones, una partida de caza, no sé qué es en el caso de Ana. Otra
maldición. O un eslabón más de la cadena que la tiene aherrojada.
No estás dolida, tú qué sabes, sino confundida, ¡estoy dolida!, más,
hecha añicos desde hace meses, no se trata de amor sino de cárcel. Una
esclava se sentiría menos atada. Si puedes elegir, puedes desprenderte de
la carga.
Y encima he de ir a ver a mi padre porque está ingresado en el
hospital.
Soy una buena hija, Alonso.
Hablábamos como si no nos escucháramos, aun escuchándonos. Uno
no oye si las palabras que llegan no se concilian con su propio discurso.
Uno sólo está atento a su discurso. No atiende las palabras que lo
descarnan ni acepta las imágenes que lo retratan. En este diálogo hay dos
monólogos.
A veces, deseo la muerte de mi padre. Eso acabaría con la opresión
infinita del alma.
La ve en el espejo, la ha visto en el espejo esta mañana. Mientras se
peinaba y eliminaba el residuo de una pertinaz legaña. Era en colocar el
pelo donde ponía especial cuidado, como si el cabello fuera arcilla y sus
manos, las manos artesanas. Reconoce la ofensa. Todas las ofensas.
Reconoce aquella palabra, reconoce la voz que la pronunciara, los labios y
la boca que la articularon. Reconoce el pasado y lo repasa. Reconoce el
silencio y las ausencias. Reconoce el viejo desengaño. Reconoce cada error
cometido, cada tropiezo, y los repite como una letanía cada mañana.
Reconoce el desamor y las ausencias. Reconoce cada día del pasado como
si cada día estuviera ahí cada mañana, ante el espejo. Su padre, los gatos,
el piano, las monjas, el amor o lo que fuere,... Todo el lastre intacto. Una
amalgama pesada que carga, como se viste cada mañana. Como carga su
giba el corcovado. Tiene sus manos, sus pies, sus ojos, su frente,... y tiene
su cargamento, es decir, su joroba. Frente a ella en el espejo. Acusará,
también, al espejo esta mañana.
Sabe que tendrá que despojarse de la carga, cicatrizar heridas, sanar
los males, perdonar y perdonarse, es decir, olvidar, prescindir del pasado,
dejar el pasado en el pasado. No pueden gobernar los muertos. Morirá su
padre y seguirá gobernándola su padre, porque no gobierna su padre sino
su carga. Hay pasado, siempre hay pasado. Se convierte en carga cuando
se apropia del presente. Cuando se queda en el pasado es lección que
fortalece y enseña. Hay que enterrar a los muertos y hay que dejar el
pasado en el pasado. No hay nada mientras te mantengas rehén del
tiempo transcurrido. La libertad carece de cargas. Ana no se atreve a
despojarse de la joroba, se reconoce corcovada. Anhela la libertad, claro,
pero le aterra alcanzarla.
Eres seca, dura, distante. Una pose. Mentira. Te muestras como si
fuese piel la coraza. Te crees roca, controladora, dominadora,... Mentira.
No eres así. Esa es la muralla que pones, te crees fortificada, pero es tu
debilidad, tu perdición, lo que te abate. La dureza te hace vulnerable
porque en tu corazón no hay más cimientos que la ternura.
Nadie te ha hecho desgraciada, nadie te obliga a sufrir, nadie te ancla.
La desgracia no es el premio gordo envenenado de la lotería de la vida.
Nada te ata, sino que tú te atas.
La vida me ha traicionado, me prometió cosas que no me ha dado.
En realidad, soy una imbécil, pobre inculta, a la que aguarda un
horizonte de imbéciles insensibles, poco más que nadie o la nada.
Eres lo que convocas. Tu miedo te aleja de la esperanza. Vivir tiene
sus riesgos, pero sólo vive quien acepta el reto de la aventura. No
tropiezas si no caminas, claro, pero estás muerta si no caminas.
No voy a ser confiada nunca, Alonso, no quiero serlo, ya no me fío de
nadie.
Confiar la vida no es confiar el alma. No somos perfectos, estamos
hechos de retales, carne y hueso desechables, arcilla que moldeamos.
Hablábamos luego de Casablanca, Humphrey Bogart e Ingrid
Bergman, el debate entre el amor, la responsabilidad y el destino. Aunque,
parafraseando a la Bacall, silbo alto, aseveró de repente, silbo alto y claro,
me oirás donde te encuentres si te necesito. ¿Me necesitas? El silencio
levantó de nuevo una muralla. ¿Me necesitas? Está París, siempre queda
París, la última esperanza, le dije, puedes buscarme en París.
Pero ¿dónde está París? Hay un mapa que conoce tu corazón.
Y otro lunes, no sé qué me dijo otro lunes, lo mismo que el anterior o
el siguiente. Su vida era un chapoteo persistente, siempre con el agua al
cuello, a punto de ahogarse pero sin ahogarse. Y sin salir a la orilla. Como
si un caballo desbocado, una vez derribada, la mantuviera enganchada al
estribo y la arrastrara en una carrera sin fin. Angustioso, Ana.
Otro día dijo: ha muerto mi padre. Yo le preguntaba por el trabajo
porque recientemente había hablado de sus estudios de biología y de su
pelea incruenta con los adolescentes en el aula. No me has oído: ha
fallecido mi padre este fin de semana. No lo había oído, lo había dicho en
voz baja, en un registro inaudible.
¿Ya lo habéis enterrado? No dije lo siento, dije: ¿ya lo habéis
enterrado? Lo hemos incinerado. Afirmó repetidamente con la cabeza. Y, a
continuación, se encogió de hombros. ¿Lo habéis enterrado? No sé,
añadió.
Es el tiempo de enterrar a los muertos. Quizá sea el tiempo de
enterrar para siempre a todos los muertos, dar por extinguido el pasado,
acabar.
¿Un café? No, no voy a quedar contigo, Alonso, no quiero más dolor
en mi vida. No me fío de ti, te pareces demasiado al otro. Hablaba,
supongo, del amor enfermizo. Todos nos parecemos a todos.
Luego supe que tenía un novio, o un amante, un novio es suficiente
para no ir sola de vacaciones. Una relación aburrida, pero sin costes. Una
relación es muchas veces una charla intrascendente y unas vacaciones.
Uno empieza hablando de amor y termina hablando de tiempo y de
dinero. Transacciones económicas. La prostitución es la transacción
económica más sincera. Nadie pierde su tiempo ni maltrata sus
emociones. ¿Qué es el matrimonio sino un contrato mercantil que se
inscribe en un registro?
Podría ser una prostituta. Mi salario es no estar sola. Y, sin embargo,
estoy sola, espantosamente sola. A los ojos de los demás no estoy sola,
pero sólo estoy en compañía.
No sé cómo cortar. Me aburre, me cansa. Tendría que acabar con esa
relación. No lo quiero, Alonso, no puedo quererlo. No me sirve ni como
amigo. Es un tormento.
Querría pensar que tú eres un amigo.
Las palabras acaban por ser ruidos articulados carentes de
significado. Me gustaría callar, ser mudo en un mundo de silencio.
Un lunes ella no fue y yo no fui al lunes siguiente. Pasé alguna vez por
la glorieta ante la cristalera y pude ver su silla vacía y mi silla vacía. Otro
lunes estaba allí, en la misma esquina, la vi de espaldas, pero o no me
atreví a entrar o tenía una cita, no sé, no me atreví a entrar, la imaginaba
con la mirada perdida tras los cristales de las gafas. Ya nunca regresé
porque había cambiado de trabajo.
Recuerdo que nunca le vi los pies. No sé cómo calzaba, si se ponía
medias, llevaba los pies desnudos, los cubría con calzas de nailon o
calcetines bajos. Nunca la vi de pie, no la vi caminar, siempre sentada. La
esquina de la mesa como paradigma de la celda que es la vida para ella.
Circunscrita a la esquina.
Recuperé a Gabriela, por una llamada suya, una antigua amiga
argentina, médico de familia, que, en nuestras citas, me recordaba a
Neruda(31), cuando narra sus encuentros amorosos con la amante viuda,
aquélla que gritaba en su holganza el nombre del marido muerto.
Solíamos vernos precisamente los lunes, en su casa de Samaria, junto al
Retiro, mientras su hijo probaba sus dotes actorales en un grupo de
teatro. Gabriela no gritaba, sino que abría la ventana de par en par, no sé
si por alguna filia enfermiza -dios mío, aquí, ¿quién está sano?-, lo que me
obligaba a mantenerme guarecido bajo el edredón por mis viejos
problemas renales.
La fugacidad de los lunes.
Y luego encontré a Andrea a través de Blanca.
Salvo el señor Moraleda, quien ha dejado un mensaje en el
contestador automático para que Silvia cancele todas las reuniones de la
agenda porque no vendrá en todo el día, todos llegamos a la hora
establecida: Fran, Francisco, Silvia, Alejandro, Ignacio, Yolanda y yo, a las
8'30 de la mañana; Bermúdez, a las 10. Eso inicia un día rutinario.
Francisco tiene que preparar unos balances para un cliente que va a
solicitar unos préstamos ICO(32), por problemas de tesorería y para
renovar la flota de coches de sus hijos, tres. Hace unos meses hubo de
prepararle otros balances para conseguir líneas de descuento de papel en
otros bancos, distintos de sus habituales Caja de Madrid y La Caixa, que se
la habían restringido o anulado, pese a no tener devoluciones, por los
problemas de estas cajas con Martinsa(33), que había dejado un agujero
de más de mil millones de euros, tras la suspensión de pagos de 2008.
Esto lo pienso yo y lo piensan, Francisco, Ignacio y Alejandro. Hijos de
puta, es la coletilla de Ignacio.
¿Manipulados? Los balances. La pregunta tiene su razón: recuerdo
que no están teniendo buenos resultados. Maquillados, me dice, para que
salgan los ratios. Se los damos en mano, en hojas sin membrete, no
podemos aparecer tras unos datos falsos. No son falsos. Se le parecen. A
media mañana viene el hijo mayor a retirarlos.
¿Qué coche?, le pregunta Francisco. Poca cosa, un C4 Coupé, por la
crisis que han traído los socialistas, pero es que el otro tenía más de 5
años. ¿Para todos? Ese modelo, para mí, no sé mis hermanos, algo similar.
Mi hermano pequeño creo que quería un TT pero se quedará con un A3
S3. Hay bonificaciones ahora del Ministerio de Industria. Sin embargo, no
renovarán el camión, un modelo vetusto, con más de 15 años. Y dice
Alejandro: el mío tiene 10 años y marcha estupendamente. Dígale a su
padre que me confirme, por correo electrónico o fax, el despido de los dos
trabajadores para final de año. Vale. Ha bajado la facturación, por las
obras, todavía quedarán cinco de alta. Cinco trabajadores y ustedes tres.
Sí, claro. No, nosotros cinco, los tres hermanos, mi padre y mi madre
seguimos de alta. Siempre por fax o correo, el teléfono sólo vale como
anticipo.
Gastan más en coches que en salarios del personal, añade, cuando el
joven se ha marchado. Y no se sabe en qué han gastado los 80.000 euros
que recuperaron de una antigua suspensión de pagos de un cliente.
Alejandro trasluce en sus comentarios las estrecheces económicas de
su separación. Pidió un aumento de sueldo hace poco, pero no se lo
concederán antes de final de año. Teme tener que vivir en una caravana o
en una pensión barata. Y eso no sería bueno para las niñas.
Tengo ahí, dice Alejandro, la orden para despedir 40 de los 50
trabajadores de J&G Data Medios el día 7 de enero. Quieren que les haga
llegar ya las liquidaciones. J&G es una empresa de distribución de
productos recreativos en soporte informático. ¿40 de 50? 40 y tantos de
50 y tantos. Permanecen: una persona de almacén, dos administrativos,
cuatro personas de limpieza, que son falsas trabajadoras porque son las
empleadas de hogar de los dos propietarios, dos falsas empleadas más, las
señoras de dos encargados de grandes centros, eso es su soborno, y tres
manipuladores de productos finales. Nada más.
Me levanto y me llevo el puño a la boca, formando con él una especie
de trompeta.
¿Novedades?, me pregunta Francisco a media voz. ¿Cómo?, me
inclino acercando mi oído a su cara. Novedades. Supongo que se refiere al
grupo Mansonia, así que niego con la cabeza. No. Que yo sepa.
Había olvidado el asunto.
Recompongo mi figura de bufón con la corneta improvisada y
anuncio: a ver, concurrencia, aunque podría decir señoras y señores, pero
digo concurrencia, que engloba todos los géneros, y así no solivianto a la
ministra analfabeta del reino, doña Bibiana Aído; puesto que el señor
Mendiluce carece de fondos, como prueba el hecho de que tenga un
coche de otro siglo -Alejandro hace un vaivén con la cabeza, dando por
sentada mi demencia-, estoy dispuesto a hacer un dispendio
extraordinario: invito a todos a café. Señorita secretaria, hágame un favor,
si no le importa, tome nota de los pedidos. También los sirvo, invito y
sirvo, no se me caen los anillos.
Nadie responde ni se ríe ante la astracanada, sino que permanecen
callados mirando hacia un punto indefinido de la entrada. Me giro y me
topo con un septuagenario, impecablemente vestido con traje beis,
camisa de popelina blanca, corbata y pañuelo azul cobalto, con un abrigo
de cuero teñido en tono de miel cristalizada colgando del brazo izquierdo,
calza unos Martinelli, acompañado de una señora de pelo cardado con un
yorkshire terrier en brazos, en cuya cabeza han prendido un lazo a juego
con la corbata. El abrigo de pieles de chinchilla que cubre hasta los pies a
la señora impide hacerse una idea de su atuendo, salvo el calzado, un
modelo acharolado para pies con juanetes. Ambos se han teñido el pelo
con el mismo tinte cobrizo del lineal del supermercado.
No se han equivocado, es la asesoría. Pasen, no se queden ahí. Pasen.
A ustedes también los invito a un café. Los loqueros que vienen a
encerrarme llegan enseguida. Adelante. Y avanzan hasta la zona de
espera. Vienen a ver a Francisco. Pero están perplejos o asustados.
Francisco. Y Francisco los acompaña hasta la sala de juntas. La señora
duda, no sé si por mí o por si no permitimos la entrada de perros, pero el
marido la arrastra, aquí suele haber animales con frecuencia, no se
preocupen, la perrita es un encanto, no da un ruido, ¿cómo se llama?,
Cuca, ¿Cuca?, Cuca, Cuquita, y Francisco cierra la puerta de la sala a su
espalda. Todos dejan escapar una contenida carcajada y Yolanda agita su
mano amenazándome con una azotaina. Juro que aún no he bebido. Al
rato, Francisco reclama la presencia de Ignacio, que se incorpora al
encierro.
¿Quiénes son?, pregunto, porque no conozco a la pareja. Yolanda lo
detalla: unos clientes que vinieron con Francisco, tienen unas naves
industriales, unos locales y unos pisos en arrendamiento. Sus consultas no
tienen que ver con Francisco, sino con Ignacio, pero siempre se dirigen a
él. Francisco les hace la liquidación periódica de IVA. Ah, ya sé quienes
son. Yo identifico a la gente por los papeles. No los había imaginado de
esa manera.
Francisco me completará luego la información: el marido era un
cerrajero impecable, incluso artístico, muy bueno, tiene trabajos por ahí
por Madrid, desperdigados, y me detalla algunas verjas, puertas y
cancelas, que a duras penas mantenían su empresa con dos empleados.
Un día decidió montar las estructuras metálicas de edificios, pasó de las
rejas a las vigas, y, a continuación, a hacer edificios completos, y fue
convirtiendo los beneficios en patrimonio. De ahí los pisos, naves y
locales.
No sabía que tuvieras esa vena payasa. Te tenía por más serio.
Tengo una vena payasa, una vena seria y una vena trascendente. Soy
un tetraedro, y cada arista es una vena. O sea, que aún tengo otra vena
que desconozco.
Mantengo mi oferta. ¿Nadie quiere un café? ¿No? Para una vez que
me siento servil sin que derivemos hacia un debate sobre machismo. Pues
me tomo un té rojo de Carrefour.
Silvia se pide un café largo, largo, muy americano. De acuerdo.
Viene el mensajero a recoger unos sobres. Evidentemente, es un
sudamericano amable. Completa los talones del servicio, hace poner
sellos y firmar a Silvia y le desea un día feliz. Queda en regresar el jueves
para llevarse unos documentos que han de presentarse en la delegación
de Hacienda. ¡En Guzmán el Bueno!
Yolanda le pide a Silvia que la ponga al teléfono con el centro de
estudios de formación profesional. Moraleda está de acuerdo en contratar
a un nuevo becario a media jornada, para hacer los recados, ir a Hacienda
o la Seguridad Social en caso necesario, hacer fotocopias, archivar,... y
echar una mano a Fran, si a Fran no le parece mal. A Fran no le parece
mal, a él no tiene que parecerle ni bien ni mal. El problema será de
espacio, habrá que buscarle una mesa.
Yolanda pasa un rato al teléfono. Por los gestos, ha llegado a un
acuerdo.
Y se oye una voz, entre grito y lamento, procedente de la sala de
juntas. Qué vergüenza, señor, eres una marrana Cuquita, qué vergüenza,
la tienes mal educada, Paquita, no está mal educada, en casa no se lo hace
nunca, ni en la casa de nadie, cómo iba a imaginar yo, marrana, Cuquita,
marrana. Ay, ay. Y Francisco acompaña a los tres hasta la puerta quitando
importancia al incidente. La perra, dice, y nos mira a todos, cerrando la
puerta, ha dejado un regalo en la sala de juntas, con los ademanes traza
un esbozo preciso, es fácil imaginarlo: se ha meado y se ha cagado, todo.
¿Y? Habrá que limpiarlo. Hasta mañana a primera hora no viene la
persona de la limpieza. ¿Y? Habrá que limpiarlo. Huele. Hablábamos y la
señora no controlaba a la perra. Coño, pues no se le ha movido ni un pelo
del cardado. ¿Qué? Estamos confusos, aturdidos e indecisos, lo estoy yo,
claro, y lo percibo en los otros. Yo ya limpié ayer el agua de Silvia, recuerda
Alejandro. De repente, Silvia, Francisco y yo nos juntamos en el cuarto de
baño: la fregona con agua y lejía jabonosa, y dos rulos de papel higiénico,
que desenrollamos sobre las deposiciones, formando dos montañas de
celulosa blanca, que absorben o esconden los regalos de la visita. Dos
minutos después, la sala sólo huele a lejía, y Silvia pelea con el desagüe
para que trague el acúmulo de papel que he arrojado al inodoro.
Hacemos turno para lavarnos repetidamente las manos. El olor del
jabón da sensación de asepsia.
Todo esto ha sucedido cuando aún no ha llegado Bermúdez.
Francisco me interroga de nuevo: ¿novedades? ¿Sobre el grupo
Mansonia? Asiente. No hay novedades, Francisco, yo no las conozco, ayer
envié a Moraleda lo que me pidió y no hay novedades. A Francisco le
extraña sobremanera que no venga hoy tampoco.
Encojo los hombros. No sé nada, Francisco.
Esta mañana voy dando buena cuenta de las carpetas. Estoy ágil de
mente, no me cuesta enfrentarme a la rutina y resolverla. Tampoco pienso
en otra cosa.
A las diez en punto llega Bermúdez, como todas las mañanas. De
nuevo lo confirmo en el reloj del ordenador y esbozo una sonrisa. Con su
impecable traje azul, su camisa rosa, hoy levemente rosa, y el pelo
engominado, adherido al cráneo como una segunda piel negra, marcada
por los anchos surcos del peine. Buenos días, con su voz plana de siempre,
y buenos días de todos al unísono. Empuja de espaldas la puerta con la
mano izquierda y la cierra sin ruido alguno. Atraviesa el pasillo sin rozar el
suelo y se adentra en el despacho. Cierra también esta puerta y se espesa
el silencio. Parpadean las luces y deja la cartera en el suelo, a la derecha
del sillón. Enciende el ordenador y, en tanto se inicia, revisa los elementos
de la mesa para asegurarse de que todo ocupa su lugar exacto. Deja los
periódicos en la esquina derecha de la mesa y descuelga el teléfono
enseguida. El número que marca se lo sabe de memoria. Y habla largo
rato. Marca de nuevo y de nuevo habla, marca y habla, marca y habla,
varias veces, copiando el número de la agenda o tecleándolo de memoria.
En un momento determinado, entra directamente del exterior una
llamada a su terminal de sobremesa, sin que medie Silvia, es posible con
la tecnología de la centralita si se conoce el número de extensión que
corresponde. Escucha durante largo rato. De repente, tuerce el gesto e
inicia una discusión airada, con gritos que se adivinan refrenados porque
no nos llegan las voces del despacho. Dura la violenta perorata, muy dura,
sin conceder respiro al contrincante. Uno imagina las palabras como
dardos, como lanzas, como espadas afiladas adentrándose en la carne del
adversario hasta trizarla. Y de golpe el auricular desciende hasta
estrellarse en la base del teléfono. Un nuevo golpe violento para colocarlo.
Ahora sí nos ha llegado los estruendos de los porrazos: nos miramos. Buf,
cómo está el patio.
Se incorpora bruscamente, recoge apresuradamente las cosas y sale.
Recorre el pasillo dejando constancia sonora de cada paso. Da un portazo.
No se despide. Ha dejado abierta de par en par la puerta del
despacho.
Nos miramos asombrados.
Aunque observo por la ventana, no consigo ver la dirección que ha
tomado. Habrá aparcado en alguna calle transversal. Me gustaría haber
visto cómo entra en el coche, cómo arranca. El furor suele traslucirse en
esos pequeños actos.
Apenas se sobrepasan las 12'30 de la mañana.
Yolanda ingresa en el despacho, apaga el ordenador y comprueba que
no se han producido daños. Hace una llamada desde el móvil. Es corta.
Cierra el despacho.

Por segundo día consecutivo, tras la comida, Francisco se une a mi


paseo. Así que dejo el libro en la mochila. Recorremos la primera calle
lateral estrecha, por en medio de la calzada, porque las aceras son
filadices llenos de costrones y de llagas; yo, con las manos
alternativamente en los bolsillos y a la espalda, y llegamos hasta la
explanada del metro, a despecho del galimatías de postes, semáforos y
cruces. Hay cosas que parecen mal hechas a propósito. Unas nubes bajas,
desmadejadas, como si se hubiera desplegado una cortina de harapos,
ocultan el horizonte en el que desaparece la montaña. No hace frío. Raro y
peculiar otoño éste que apenas abate las hojas de los árboles. El viento
del oeste ha limpiado los poyetes de la estación de transformación
eléctrica subterránea.
Algo sucede. ¿Tú crees? Asiente. Hay algo tras lo de ayer. Y nosotros
no sabemos nada. Aunque pasa ante nosotros. Es el grupo Mansonia o no
es sólo Mansonia. Lo de hoy puede ser la mezquindad humana como
yesca de batallas, Bermúdez que se enfada con dos de pipas. El tiempo
dirá, Francisco, que es sabio.
Los informes de gestión y las memorias que sacamos los contables
para los auditores salen automáticamente de los ordenadores. Responden
a documentos procesados. Luego, ahí no hay nada. En lo de ayer no había
nada. Nada relevante, pequeñas cosas hay siempre.
De la oficina salen los impuestos de sociedades, los resúmenes de
IVA, en ficheros normalizados para su presentación en Hacienda, pero los
del grupo Mansonia no los presentamos nosotros, aunque no es el único
caso. Son ellos, mediante su certificado digital, quienes los presentan; en
realidad, los presenta Bermúdez, o debería ser Bermúdez quien los
presentara, quien tiene, en último caso, la responsabilidad de seguir el
proceso de presentación. Si hay trampas, se hacen fuera. No sé qué
pintamos nosotros.
Algo sucede, si es que sucede algo. He dicho una obviedad.
Francisco lía su cigarro. Comprime fuertemente el tabaco.
Un par de palomas cruzan el cielo y agrede con su graznido una
urraca desde el solar de enfrente. A estas aves siempre se las ve solas, en
eso parecen humanas, aunque se dice que conservan su pareja durante
toda su vida. No hay gorriones, cosa extraña, ya lo dijiste ayer, lo dije, es
verdad, me repito, hace tiempo que no los veo, y éste es su hábitat.
Han cambiado muchas cosas en esta área; su paisaje, su ordenación,
desde luego. Francisco lo contaba ayer. Los últimos 20 años han producido
una transformación frenética y profunda. Nada queda ya del monte bajo,
o casi nada, la encina, la jara, el pino enano y la retama, donde abundaban
las liebres, son apenas un vestigio. Por aquí pastaban hace años un par de
rebaños. El pastor es hoy un nuevo rico, pues era propietario de terrenos
luego recalificados. Francisco señala hacia la izquierda. Más abajo había
una especie de aprisco. Primero fue una colonia de lujo al otro lado y
luego fueron gentes de medio pelo que acabaron creando un polígono
industrial sin industria alguna. Algunas no tan de medio pelo, preclaros
especuladores. Hasta su urbanización y posterior ampliación, más parecía
un arrabal de miseria, donde se refugiaban con frecuencia inmigrantes,
porque la sociedad que los usa al mismo tiempo los excluye. En una
vaguada, hacia el oeste, llegó a haber un poblado chabolista ocupado por
magrebíes que, lógicamente, acabaron desalojados cuando acometieron
la última recalificación, esta vez por parte de la gran banca.
Resulta curioso: tras mondar 200 hectáreas como uno pela una
patata, arrancando hasta la última brizna de hierba o la última raíz de
encina, finalizadas las obras, no han devuelto la vegetación original a su
entorno, esencialmente de encinas y jaras, sino que han ordenado el
terreno como quien decora un despacho o un jardín privado, con viejos
olivos traídos de no se sabe dónde y con plantas de vivero.
No muy lejos hay un cuartel, una división acorazada que ocupó TVE y
participó en el asalto al Congreso de los Diputados la noche del 23F(34).
En 1981, por cierto, no hace tanto tiempo. También los acecha la
recalificación desaforada. El trazado del metro lo revela. Hay dos
protoestaciones, dos o tres estaciones en ciernes, como si esperan dar
servicio a próximas urbanizaciones. Hasta hace poco, solían recorrer las
veredas con sus tanques, haciendo chirriar los cadenas, el ruido también
es una forma de exhibición del poder. Ejercicios o sarcasmo, porque solían
quedarse con frecuencia averiados en cualquier punto del camino. La
chusca milicia española, muy enraizada en la grandilocuencia de los
ineptos. Históricamente. Patria, dios y España son grandes palabras con
las que lo mismo se asalta un parlamento que se organiza una guerra civil
para exterminar a los rivales.
No sé si sus labores de ahora son las propias de los militares, parecen
estar aprendiendo, aunque yo no me fiaría demasiado, la bicha duerme.
En la historia han dispuesto de las armas para darnos por culo solamente.
En los últimos 100 años han perdido todas las guerras y la única que
ganaron la hicieron contra su propio pueblo.
Un hombre de mediana edad recorre los andenes del metro
rebuscando colillas. Las coge, las abre y pone los restos de tabaco sobre la
palma de la mano. Después deja caer el filtro con descuido. Se sienta en el
banco de espera, saca un librito de papel, se lía un cigarro, lo enciende y
aspira profundamente el humo. Uno lo imagina con los ojos cerrados.
A todo esto lo llaman progreso. Efectivamente. No lo del desgraciado
que recoge colillas, ése, el del metro, eso es un accidente colateral del
sistema, todo esto. Extiende de nuevo la mano. Dicen que todo esto es el
progreso. No sé qué es el progreso, reflexiona Francisco. Nunca se lo
explicaron. Se habla de progreso y se expulsa a la gente de su entorno. Se
destruye el entorno. Destruimos la propia casa. Ocurrió cuando era niño y
sucede ahora. Progreso es, parece, que casi ya no haya carreteras, porque
se han convertido en calles, vas de Madrid a Cádiz en caravana, a Madrid y
Cádiz los une una calle, no hay campos ni ciudades, porque todo es una
gran ciudad con algunos parques y jardines. Un progreso que nos excluye
no puede ser progreso, y cada vez hay más excluidos. No puede ser
progreso lo que acaba con nuestros vecinos, nuestros cómplices, nuestros
amigos, y la naturaleza es amiga nuestra, tenemos un destino paralelo.
Esto sí lo aprendió de niño. Un sistema que produce parados no puede ser
progreso, está negando a la gente la oportunidad de hacerse responsable
de sí misma, de conseguirse cada uno su sustento. Y ahora hay cuatro
millones de parados. Y va en aumento, llegaremos a los cinco, y quién
sabe. Para este progreso, somos bienes de uso. No puede ser progreso la
destrucción y no puede ser progreso el ser humano convertido en utillaje.
Su suegro tenía una cierta idea acerca del progreso, y él aprendió algunas
cosas de su suegro. No era esto, tenía que ver con la cultura, con la
libertad, con el conocimiento, con las oportunidades para todos. El
progreso que concebía su suegro ha ido de derrota en derrota. La última, y
más profunda, ésta, la crisis, los especuladores a sus anchas, vamos. Por el
camino que va, más profunda que la del 29. Así que ya veremos si no
acaba en guerra mundial de nuevo.
Ahora, el progreso es tener. Uno progresa si acumula. No importa
qué, acumula. Acumula. En su versión miserable, disfrutar de 20 días de
vacaciones en lugar de 15, tener un Audi en lugar de un Kia.
Cuando saca la petaca y lía su cigarro ritual, a Francisco le fluyen las
palabras. Contó ayer y cuenta hoy. La obviedad que se olvida alimenta y
cultiva la ignorancia. No es más sabio quien más sabe sino quien no
desprecia las verdades elementales.
Silvia sale todos los días, tras la comida, a tomar un café con Marga.
Visto el menú que se trae a la oficina, no sé por qué no va a comer con
ella.
Razones privadas.
Punto. Punto.
No le gustan esas comidas de restaurante, todas saben igual, hechas
con aceites baratos. Acaba con dolor de estómago.
Comparto este razonamiento.
Marga es quien la trae en coche todos los días a la oficina, amiga de la
infancia, algo mayor que ella y su mejor amiga. Deduzco que viven
próximas. Son vecinas, ya me lo dijo. Fue la pareja de su hermano durante
bastantes años, desde siempre, vivían todos en el mismo barrio, un barrio
era como una tribu, en el viejo puente de Vallecas, ella suele decir
Vallekas, con k, Valle del Kas, como reivindicando un nombre que les
fueran a usurpar, un sitio y una gente de ese barrio diferente. El estilo
libertario de su hermano. Libre o libertario. No es lo mismo. Su vida es un
ejercicio de libertad. Marga y su hermano no se pelearon ni se separaron,
simplemente se distanciaron, dejaron de estar juntos porque su hermano
empezó a viajar. Su hermano es un vallecano que se pasa la vida viajando,
con una cámara al hombro, dos, la vieja réflex de carretes y la última
digital, y media docena de objetivos en la bolsa, ya no vive en Vallecas,
aunque sus padres siguen teniendo allí la casa, la tendrán siempre, no vive
en ninguna parte, no tiene casa en sitio alguno, vive como viajero del
mundo, posiblemente nunca vuelva a Vallecas, Silvia tampoco, pero se
siente como un muchacho de Vallecas, un madrileño de Vallecas, aunque
tal vez no de Vallekas.
Seguramente es innecesario, vienen juntas hasta la oficina cada
mañana, charlan en el trayecto, se ven algunos fines de semana, hasta la
semana pasada también regresaban juntas, pero el café es el momento de
intimidad diario. Es corto, pero intenso. Ahí se dicen lo importante. Es la
hora de las confidencias más secretas. Hay un momento cada día en el
que se vacía el intestino. Pues ellas se toman ese tiempo para descargar y
poner en orden los asuntos de sus almas.
Silvia se apoya en uno de los pasamanos verticales. Uf, es lento. Se
refiere al metro, a esta hora en que se pone la tarde e iniciamos el
regreso, terminado nuestro tiempo en la oficina. En poco más de 6 km
tarda más de ½ hora; muchas veces, hasta 40 minutos. Más lento que el
autobús, si no fuera por los atascos de la carretera o no lo hubieran
marginado con la peor ruta.
Ahora, tras la primera parada, en el metro se mezclan estudiantes de
una universidad privada y obreros. Y todos gritan lo mismo, no sé si es por
entusiasmo o por acreditar sus razones. Pero gritan, dios, cómo gritan. Si
no fueran por su apariencia diversa, no se advertirían diferencias. Cierras
los ojos, y son iguales. En eso, como en muchas otras cosas, la educación
es homogénea. No creo que estos estudiantes griten pensando en León
Felipe(35), si es que lo conocen. No lo conocen, estoy seguro. A un ateo
no pueden hacerlo del Opus.
¿León Felipe? El poeta. Ah. No. Silvia no grita, sólo habla para
nosotros.
Marga, Yolanda y Silvia, el destino ha consolidado con ellas un
triángulo. Inmaterial e intangible, un triángulo que las vincula. Yolanda fue
la primera secretaria en la oficina, y el lío de Moraleda, quizás antes lío
que secretaria, cuando aún mantenían el pequeño despacho en Madrid,
Alejandro viene de la oficina de Madrid. Sí, antes lío que secretaria, pero
esa es otra historia de su época de estudiante y señorita de compañía. Se
pagó los estudios haciendo compañía a señores, ejecutivos de viaje por
Madrid o en congresos de fines de semana. Sólo compañía, aunque
alguna vez pasara algo, no sé, suelen pasar cosas siempre que se juntan
hombres y mujeres. Lo de Moraleda viene de entonces.
No. Sólo compañía. Tenía entonces un novio del Opus, economista,
cachorro del PP, de su camada neocon, desde luego, como el hermano
gemelo de Güemes, el que fuera consejero con Aguirre, con el mismo
descuido en los rizos, la modernidad de los signos, sólo los signos, que la
controlaba como te controla un perro de presa. Aun así, no debió saber de
ese empleo.
Y tú, ¿cómo sabes todo esto? Es la secretaria, secretaria viene de
secreto, la que domina, controla y administra los secretos. Se ríe. Oh, no,
muchas cosas las sabe por Marga. Añade: me va eso del marujeo, va en la
sangre de los vallecanos, Vallekas con k.
Francisco es un hallazgo de Yolanda, que lo captó cuando empezaban
a crecer, y fue clave para consolidar la asesoría, porque trajo clientes de la
mano.
Marga trabajaba para el Fórum Filatélico(36) cuando todo parecía ir
bien y no se había destapado irregularidad alguna. Captaba fondos para
invertir en sellos. Los padres de Silvia habían invertido también en el
pueblo a través de un primo, que era delegado del grupo financiero. Una
ruina. En fin. Es buena vendedora. Y en eso conoció a su jefe actual, el
dueño de la empresa de distribución de productos para hostelería. Le
ofreció un trabajo como vendedora, mejor pagado que el suyo del Fórum.
Supongo que él ya estaba pensando en trajinársela. La contrataba a ver si
ligaba con ella, así sois los hombres. ¿Los hombres? Muchos hombres, sí,
algún gen mezquino incrustado en vuestro ADN. Es llamativa y tiene un
don especial en su habla que te envuelve y te cautiva. Llegó a jefe de
ventas y acabó liándose con el jefe. En eso sigue. De jefe de ventas y con el
lío. No espera nada, él no es especialmente inteligente, lo ves y tiene la
apariencia de un personaje de crónica rosa, relamido como un figurín,
quizá un poco aburrido, nada que ver con su hermano, desde luego, pero
se desenvuelve bien en la cama y es generoso en los viajes. Marga no
considera perdido el tiempo que le dedica. Sabe que no es la única, tiene
más al retortero, pero eso a ella le da igual. Ella no lo ve como su hombre.
Está casado, muy casado, claro, cumple con el guión. Y es cofrade de la
Virgen del Rocío. Sabe que tendrá que dejarlo un día de estos, pero se ha
convertido en rutina. Marga tiene su propia vida y la defiende. Comparte
aventuras y correrías con Moraleda, son amigos, si eso puede llamarse
amistad, y por eso Marga sabe de Yolanda, lo de Yolanda con Moraleda y
otros secretos, y supo del puesto de secretaria en la oficina y por eso Silvia
acabó de secretaria.
¿Moraleda y el jefe de Marga amigos? Colegas. Compañeros de
aventuras. Suelen encontrarse en los mismos sitios. Por Capitán Haya o la
carretera de La Coruña, por ejemplo. ¿También prostitución? Servicios
sexuales. Moraleda dice que el sexo debería estar en manos de
profesionales. Las mujeres propias no pasan de torpes aficionadas. Cuidan
bien de los hijos, pero joden fatal, carecen de fantasía y entrega, y no hay
sexo sin auténtica dedicación.
No tienen nada que ver. El jefe de Marga es un paleto y Moraleda, el
típico instruido, no hay más que verlo. Los despachos los delatan. El de
Moraleda está limpio, con los elementos justos y precisos. Pulcro y serio.
El del jefe de Marga, abigarrado, con una foto de Juan Pablo II y otra de la
Virgen del Rocío, una reproducción bordada del escudo del Real Madrid,
una foto con Juanito Navarro, palmeándose las espaldas, en alguna
comida de celebración en la que se coló y un pergamino con el Laurel de
Oro, de los que Radio Turismo, con Canito al frente, otorga como churros.
Se lo ha descrito Marga mil veces, como quien cuenta un chiste. Aunque,
en el fondo, paleto e instruido son personajes parecidos. En el fondo,
todos los hombres sois parecidos. Os gobierna un segundo centro de
decisiones instalado en la entrepierna. Es el origen de todos vuestros
males. Y de todos los nuestros. Os hace dominadores y posesivos, poco
afectivos. Preferís tener hembras a compañeras.
Hablas de tu entorno. ¿O hablas de todos los hombres? No sé si son
así todos los hombres que conoces. ¿Hablas de tu hermano? ¿Incluyes en
el lote a tu padre y a tu hermano? Tenía la impresión de que quisieras
mucho a tu hermano. No me apuñales a traición. Hablo de mi hermano, o
no sé si hablo de mi hermano, es posible que hable de mi hermano
aunque quizá no conozca enteramente a mi hermano, no sé si conocemos
a las personas, ni siquiera a las personas que queremos, no me conozco a
mí misma, así que seguramente tampoco conozco a mi hermano, aunque
creo estar segura de que mi hermano sí que nos ha querido a mí, a mi
hermana y a Marga, y nos quiere, con ese afecto que en general os
extraño.
Tras una pausa: no conocéis la ternura.
Echas de menos a tu hermano. Uf. Y Marga. Aunque no lo reconozca.
Se le echa de menos, es un tipo al que echas de menos, pero él es así, se
traza su vida y no lleva consigo a nadie. Es capaz de no necesitar a nadie.
Lo envidio.
Calla. Se queda pensando un rato.
Es posible que no todos los hombres seáis iguales.
No todas las mujeres sois iguales.
¿A qué estirpe masculina pertenece tu novio?
Trepana el cerebro el chirrido de las vías. Silvia hace un gesto de
dolor. Ag, qué dentera. Llegamos a Ciudad Jardín. A esta hora del día, los
andenes de la estación, que es término del Metro Ligero e intercambiador,
se convierte en boca de hormiguero, al juntarnos los que llegamos de la
periferia, que somos muchos, con los que pugnan por subir para
marcharse de Madrid, que también son muchos, agolpándose en las
puertas de los vagones. Son difíciles los movimientos. Hoy, en el andén del
ML se detiene, incluso, el movimiento. Por completo. No hay avance ni
retroceso. Un tapón sin explicación racional, por cuyo origen se interroga
Silvia, que protesta, como protestan otros viajeros.
Espera, le digo, espera y entenderás.
Y entiende. Aunque no es racional. Al final del andén, a dos o tres
metros de las canceladoras, se ha montado una barrera: un gran cartel
que anuncia la multa de 20 veces el billete sencillo, según el Reglamento
de Viajeros, es decir, 20 euros con las tarifas actuales, si se carece de título
de viaje válido, y dos empleados malencarados de la compañía pidiendo y
comprobando los billetes, respaldados por cuatro garrulos de seguridad.
¿Has picado el billete en la canceladora del tren? Asiente. Silvia ha
comprado un abono de 10 viajes y lo ha validado al entrar. Acabamos
formando dos filas de a uno, esto es un control, y el empleado pasa la
banda del billete por su máquina, pase, y pasamos, y luego volvemos a
pasar el billete por el lector del torniquete para liberar la apertura y salir.
No es un control, es una extorsión, y el grupo de la barrera es un piquete
de extorsionadores, a la caza de la multa, porque nadie podría traspasar el
torniquete si no lleva su billete. Una banda de atracadores, sinceramente,
muestra un mejor aspecto que ellos. ¿Fraude de ley o abuso de ley? Tengo
que decírselo a Ignacio. Sinvergüenzas, desde luego.
Es inaudito, dice Silvia. Me piden el billete y tengo que pasar luego el
billete por el torniquete. ¿Para qué? Por la multa, si no llevas billete en el
control o no lo has picado, ponen una multa. No te dan opción a
comprarlo antes de llegar al torniquete o a que el torniquete lo cancele.
Cabrones, dice Silvia. Cabrones. Oh, sí, el origen del transporte en Madrid
es un poco turbio. Silvia no entiende, pero no importa. Algún día le
contaré una historia de pistoleros y la de unos abogados en la calle
Atocha. Aunque Silvia conoce Gürtel.
Cambiar de línea es cambiar al metro de Gallardón y de Aguirre. En el
metro de Aguirre no funciona una escalera mecánica. Hace más de una
semana que está averiada, “avería”, eso dice el cartel que, junto con unas
vallas amarillas, la bloquea. Silvia no se enfada, sólo se enfurruña, porque
es la de bajada, nosotros descendemos, lógicamente siempre es la de
bajada, a los empleados de Aguirre les alcanza para aplicaciones sencillas
de lógica elemental.
Caminamos hasta la zona central del andén.
Hablemos de Yolanda, porque Silvia quería hablar de Yolanda
mientras nos acercábamos a Madrid en aquel metro con paso de tartana.
¿De Yolanda? Querías hablar de Yolanda. Silvia no quería hablar de
Yolanda en absoluto. No, no. Pone expresión torva y olvidadiza. Maldita
cotilla, que deviene en maruja desmemoriada.
Yolanda..., y hace Silvia una pausa tratando de elegir correctamente
las palabras. ¿Qué quería ella comentar de Yolanda? Está cribando.
Supongo que separa trazos: finos, a un lado; gruesos, a otro. Lo que es
posible y no es posible. No sabe si tenemos confianza. ¿Se puede fiar de
mí? ¿Eh? Me tengo que comprometer a no comentarlo con nadie. Ni se te
ocurra contarlo. ¿Yo? No hay nadie más chismoso que los tíos, con tal de
daros importancia. Si es un secreto, que no me lo revele; si se trata de un
chisme, que no me lo cuente. No me gusta convertir a la gente en
mercancía. Ni es chisme ni secreto, pero la pone un poco incómoda. No lo
comento. Bueno, algo hay de truculento.
Por un momento, Silvia se ha convertido en una niña traviesa que
administra un poder omnímodo. Y lo hace con las artes de una bruja.
Aguardo.
Silvia mira de arriba abajo a una muchacha obesa, cuya papada forma
un pliegue que se descuelga sobre el cuello de la camisola. Es una
observación descarada. Se entretiene en el vestido largo, azul con
estampaciones blancas, en su bolso azul de plástico, en las cuñas de
loneta azul y esparto. Todo parece cuidadosamente elegido, incluso el
sujetador ausente y la generosidad de los senos caídos, que rebotan como
globos de agua. Aún tuvo azul para las uñas y los labios. Se nota que es
feliz en sus gestos despreocupados.
Tú es que no te enteras de nada. El viernes te cogieron el teléfono
móvil, ¿quién?, Alejandro, Fran hizo de técnico, y te anduvieron poniendo
melodías y no lo advertiste. Nadie me dijo nada. Lo descubrí el lunes al
sonar la alarma. Era una broma sin importancia.
¿No te fijas en Yolanda? Cuando te mira. Estás embebido en las
carpetas o el ordenador, o distraído en la ventana. Está buena. Podrías
mirarla porque está buena. Podrías mirarla y desearla. Otros lo hacen.
Cualquier tío diría que tiene un polvo como dios manda.
Me interesan otras cosas de las personas. Aunque eso no me
disgusta. ¿A ti te disgusta desear o sentirte deseado? Venga ya.
Cuando te mira provocadora, mordiéndose el labio, retorciéndose
como una perra, no jodas, no es posible, es posible, discreta, pero
evidente, para ti, sólo para ti, mientras habla por el teléfono móvil. ¿No te
has dado cuenta? Cómo me voy a dar cuenta de ese exceso pornográfico.
No es posible. Pornográfico, pero es posible. Con Moraleda en el
despacho, está hablando con Moraleda. En la relación con Moraleda, él es
el amo y ella, la esclava. Lo sé por Marga, me lo contó como un chisme
entre varones, pero la he observado y lo he comprobado. Él le manda:
provoca al contable. Se sienta con las bolas chinas y se exhibe ante ti.
Suele acabar en el cuarto de baño, supongo que a abandonarse en el
orgasmo y a refrescarse la cara.
No entiendo el sentido. Sólo es un juego. El sexo sólo es un juego. Se
le da demasiada importancia al sexo, y el sexo sólo es un juego.
Moraleda es un campeón sexual. El de los productos de hostelería se
limita a intentar imitarlo. Yolanda está enganchada a esos juegos. El caso
es que fue el novio del Opus, sin darse cuenta, el puritano suele ser
morboso, quien la acercó al mundo de lo oscuro a través de internet, hay
algunos portales realmente buenos, y Moraleda quien la instruyó, es un
excelente maestro de ceremonias. A partir de un portal también llegó a
aquel trabajo de dama de compañía.
No lo entiendo.
Nadie es lo que parece. Un día te contaré más cosas.
Cuando vacío la mochila y acabo de colocar cada cosa en su sitio,
constato dos cosas: Una. Andrea ha tenido en cuenta mi nota de esta
mañana, se ha comido los sanjacobos, la ensalada y el tomate rallado, y ha
dejado todo recogido y la encimera y el fregadero limpios. Da gusto. Y ha
escrito con fluorescente en caracteres grandes: GRACIAS, TE QUIERO. Dos.
El libro de Murakami sólo sale de paseo, apenas avanzo en la lectura tras
la conmoción que me produjeron ayer por la mañana la disección de los
gatos. Y me siento incómodo. Anoche leí un rato en la cama, poco, tras las
noticias de la radio, breve audición, cambié enseguida el dial a Radio
Clásica, no pude pasar del resumen inicial de Hora 25, porque ya me
enervaron las entradillas, con EEUU y China anticipando el fracaso de la
cumbre sobre el clima de Copenhage, con Munilla, arzobispo de Bilbao,
acusando de complicidad de asesinato a los políticos que aprobaran la
nueva ley sobre el aborto, o con Martínez Camino, secretario y portavoz
de la Conferencia Episcopal Española, tildando de pecadores a los
políticos. O sea, unos jefes de una secta de violadores y pederastas dando
lecciones de ética a sus víctimas. No lo digo yo, aunque lo piense, lo dice
mi madre. Y, probablemente, Amalio. La voz de Angels no fue suficiente
gancho. Lo siento, Angels, tú sabes que te amo.
Me he bajado unas estaciones de metro antes de la mía, en la plaza
de Santa Bárbara. Quería hacer ejercicio físico y llegar cansado. A ver si el
aire me hacía sentir un poco más ligero. Silvia me ha alterado el ánimo o
los instintos. He llegado a desear a Yolanda. ¡Dios! De un modo primitivo.
¡Yolanda! No sé si tras esta pulsión primaria hay endorfinas, imaginación o
carencias. Y he subido caminando por Santa Engracia hasta la plaza de
Chamberí y, luego, hasta casa. Media hora en un banco frente al
remodelado quiosco de música de la plaza tiene el efecto de una sesión de
yoga. He echado de menos el aguaducho de la esquina, adonde me traía
mi padre cuando hacía buen tiempo, a finales de los 70 y principio de los
80, mientras mi madre iba a misa o a sus reuniones parroquiales en
Trafalgar. Pero no me he atrevido a sentarme en una terraza de la plaza. El
agua de cebada de entonces, la horchata o el refresco de naranja con el
aperitivo de patatas fritas no creo que admitan comparación en la
memoria con la cerveza con aceitunas de ahora.
La gente de la plaza, sin embargo, parece ser siempre la misma.
Hay un muchacho de nueve años que corretea de la mano de una
muchacha de la misma edad. Se parece a mí. Soy yo, hace 30 años, en las
fiestas del Carmen, las primeras del primer ayuntamiento democrático,
por una plaza ruidosa llena de puestos de venta y gentes que mantienen
levantada una nube de polvo. Entonces, la plaza era de tierra, y estaba
rodeada de setos. La mano tierna y fuerte de Inmaculada, o Inma, y su
melena larguísima y lacia, más allá de la cintura, rubia como la cerveza
clara, agitándose en la carrera, como si fuera un inmenso pincel en las
manos del viento. ¿Los ojos? Los ojos glaucos, verde agua, donde nadaría
siempre que los recuerdo. Abiertos a perpetuidad, como el chakra del
corazón. Y riendo. Fue mi amor primero. Duró ese verano. Un amor dura
un verano. Mientras yo iba a su casa y ella venía a la mía, portal con
portal. Por la amistad de nuestras madres. Trabajaban juntas. Y por el
mastín, el enorme perro de ella que a mí me gustaba. Un can como un
caballo peludo. Los acompañaba hasta el parque del Canal o el de Conde
Valle Suchil, por las tardes, a su paseo, según el perro elegía y nos llevaba.
Él nos llevaba, aunque obedecía a Inma como a su ama. En septiembre se
mudaron a las afueras, a un adosado en una urbanización nueva, por
Aravaca o más allá. Nunca más supe de ella. Ni siquiera por mi madre,
porque la madre de ella también cambió de trabajo. La amistad también
tiene mucho de ocasional. Ni el maldito algodón dulce del viernes de las
fiestas me hace tener un mal recuerdo; en realidad, sonrío, pedí algodón
porque ella pidió el algodón rosado del puesto. Tres días, fueron tres días
intensos, en Chamberí, Olavide o el Canal, durante las fiestas, mientras mi
padre esperaba o esperaban nuestros padres sentados. Y, luego, el verano,
la piscina del Canal y la piscina de Vallehermoso. El pelo mojado le
resaltaba y aclaraba aún más los ojos. Y un día en el Zoológico, con mis
padres, a finales de agosto. La larga melena rubia, las manos fuertes, los
ojos verdes, claros como el agua, y la voz, nunca encontré un adjetivo para
la voz. Siempre he creído que nada de este recuerdo fue mentira o
imaginario.
Refresca, oh, no, narices, hace frío, frío, apenas quedan niños y
empiezan a llegar los perros a su paseo. Ninguno se parece al perro de
Inmaculada. Un grupo de indigentes se atropa en un banco de la esquina
más apartada, al lado de la Junta Municipal del Distrito, con una provisión
de bocadillos, vino y cartones. Un paisaje que, para nuestra desgracia, no
concita emociones.
Hago rápido el resto del callejeo.
Esta noche tengo hambre. El paseo desde Alonso Martínez es el
culpable. En el ascensor, ha subido conmigo la vecina octogenaria que se
niega a dejar el piso para vivir con su hijo, a pesar de sufrir problemas de
memoria. Es un dato que conocemos por su hijo, que nos dejó a los
vecinos una nota en el buzón para que lo tengamos en cuenta. Cualquier
día veremos un cartel en el portal con su foto y un número de teléfono,
como se hace con las mascotas cuando se pierden.
Conecto la radio de la cocina.
Los tripulantes del Alakrana regresarán mañana a sus casas tras ser
liberados de su secuestro. Dicen que se han pagado 2 millones de euros a
los piratas. A 9'6 millones, el doble de lo presupuestado, ascendieron los
gastos abonados por la radiotelevisión valenciana (RTVV) a una empresa
de la trama Gürtel por la cobertura de la visita del Papa a Valencia, hace
tres años. Me cuesta, en este caso, identificar a los piratas. El nuevo
responsable del ente se niega a entregar al parlamento una copia del
contrato alegando secreto de sumario. Ya empezamos. No cambian los
caciques. El nombre, acaso.
Me voy a hacer un filete de pollo a la plancha. Con ajo y perejil sobre
la lágrima de aceite que pongo en el fondo. Descubro un tomate duro y
rojo en el frutero: lo corto en rodajas, las coloco en un plato, las sazono y
les pongo por encima, a modo de verde lluvia, unas hojas de hierbabuena
finamente picadas. Invade mi nariz el aroma intenso de la hierba. Hay un
resto fláccido de chapata que prefiero abrir a lo largo y tostar.
Una tromba de agua ha inundado barriadas en Tenerife y Gran
Canaria. Las casas ocupaban vaguadas naturales. No está claro que la
tormenta alcance la península.
El Senado ha concedido la medalla de oro de la cámara a Vicente
Ferrer a título póstumo, por su compromiso con los más desfavorecidos.
Javier Rojo, presidente de la asamblea, ha recordado: 1 niño pobre menor
de 10 años muere cada 7 segundos, 1 niño queda ciego cada 4 minutos
por falta de vitamina A, 100.000 personas mueren cada día por falta de
alimentos. Está bien; por un día, tienen memoria y señalan la injusticia. No
sé si una medalla la repara ni sé si habrá que repetir la letanía como una
cantinela para no olvidarla. Sin embargo, en Roma se celebra la cumbre
del hambre y no asiste ninguno de los líderes de los principales países del
mundo. Tenemos memoria, sólo memoria, como un estudiante que
acumulara datos sin contaminarse de cultura. Un poco de demagogia:
¿cuántas muertes podrían evitarse con los millones despilfarrados por
RTVV por la visita del Papa?
Sólo mi frigorífico podría evitar diez injusticias.
El juez Bermúdez, presidente del Tribunal Supremo, expulsa a una
abogada por asistir a la sala con velo. ¿Expulsaría a una monja por su
toca? ¿Y al arzobispo por su bonete o al Papa por su mitra? ¿A un militar
por su uniforme?
Hoy, Angels Barceló sólo me provoca preguntas.
Limpio la rustidera, la dejo escurrir sobre un paño y coloco el resto en
el lavavajillas. Pulso el botón de media carga y lo pongo en marcha.
Ya en el salón me quito los zapatos, estiro las piernas y apoyo los
talones en la mesa. Quiero silencio. Voy a leer un rato.

«Las dos gatas maullaron. Parecían pedir algo. Pero Nakata no logró
descifrar aquellos sonidos. Fue totalmente incapaz de entender lo que le
estaban diciendo. Aquello eran simples maullidos.
-Lo siento mucho. Nakata no puede entender qué le están
diciendo»(37).
Las gatas se encontraban afuera, al otro lado de la ventana. Nakata
había perdido su don, es decir, la facultad de entender el lenguaje de los
gatos.
Oh, dios mío, Ana, no sé si podrás perdonarme. Lo siento. Nunca
entendí lo que me estabas diciendo. Ni siquiera supe que me estuvieras
llamando.
Debería ser hoy lunes, pero es martes. Debería yo levantarme del
asiento, bordear la mesa y alcanzar tu esquina, no hay murallas insalvables
sino aquéllas que inventamos o tememos, acercarme hasta tu espalda y
abrazarte. Así, como ahora estoy imaginando. Entre tu silla y mi silla sólo
hay metro y medio de distancia. Si hoy fuese lunes, hace un año y medio,
por ejemplo, a esta hora yo debería estar abrazándote en silencio. Nada
más, sólo abrazarte. Si supiera donde estás, iría allí para abrazarte ahora
mismo.
Puedo leer en tus ojos sin gafas. Aunque todo es imaginario.
Socorro.
Es decir, entiéndeme, comprende mi dolor, acepta mi desvarío, mi
confusión. Escúchame. Y fustígame luego, pero trátame con amor, es decir,
considérame como algo tuyo, como tu carne, por ejemplo, me basta ser
como tu carne.
Dime: da el pasado por pasado, ya me lo has dicho, pero dímelo.
Dime: entierra los muertos, mira el día de hoy, lunes, como si fuera el
primero y el último, el único. Dímelo. Y vuelve a decírmelo mañana, otra
vez lunes, cuando descubras que el pasado me acosa y los muertos siguen
presentes en mi vida, gobernándola. No me ignores, no me abandones, no
permitas que me venzan las cargas, ayúdame a abandonarlas.
Ayúdame a tener mi sueño, es decir, a fabricar la urdimbre con que se
tejen los días y las horas del presente.

You've been lying in bed for a week now


Wondering how long it'll take
You haven't spoken or looked at her in all that time
It's the easiest line you could break.
She's been going (about) around her business as usual
Always with that melancholy smile
But you were too busy looking into your (affairs) head
To see those tiny tears in her eyes.
Tiny tears make up an ocean
Tiny tears make up a sea
Let them pour out, pour out all over
Don't let them pour all over me.
How can you hurt someone so much your supposed to care for
Someone you said you'd always be there for
But when that water breaks you know you're gonna cry, cry
When those tears start rolling you'll be back.
Tiny tears...
You've been thinking about the time, you've been dreading it
But now it seems that moment has arrived
She's at the edge of the bed, she gets in
But it's hard to turn the opposite way tonight.
Tiny tears(38)...

Nacemos solos, vivimos solos, morimos solos. Pero no tiene eso nada
que ver con la soledad, sino con nuestra obligación de hacernos cargo de
nosotros mismos, de nuestra vida, con la responsabilidad de vivir. Nadie
respira por mí, nadie mastica ni bebe por mí, nadie puede pensar por mí,
sentir por mí, reír por mí, llorar por mí, nacer o morir por mí. Nadie
debería decidir por mí. Son ejercicios de soledad, no desde la soledad ni
para la soledad. Practicamos para entendernos, para asumirnos. Para
amarnos. Quien no se ama no puede amar ni ser amado. Nadie puede
encontrar cómplices para un crimen que no comete. Ana no se ama. Es
decir, no se entiende, no se acepta, no se alegra de sí misma.
El amor no debería ser como el hierro o como el acero, sino como el
agua. El hierro es duro y frío y al romperse siempre sangra. El agua es
dúctil y maleable.
Hoy debería ser lunes.
NOTAS AL CAPÍTULO 4:

25. Instalado en 1993 en el edificio de la aseguradora, en la plaza de las Cortes, realiza un


pequeño espectáculo musical dos veces al día, con muñecos diseñados o inspirados por Mingote,
de izquierda a derecha: un torero, una maja, Carlos III, la duquesa de Alba, no la actual, sino la
histórica, y Goya. Lo vi hace dos o tres semanas, cuando caminaba hacia el paseo del Prado. No es
lo más atractivo ni original de Madrid, aunque me entretuve divertido. La verdad es que es un poco
hortera, pero está cerca de los museos de El Prado, Reina Sofía y Thyssen, multitud de salas de
exposición y áreas históricas, como la zona de Huertas, y resulta inevitable presenciar el
espectáculo.
26. Compuestos, en este caso, por dos finas lonchas de ternera y, en su interior, una loncha
de queso manchego semicurado y otra de jamón serrano. Los pasé por harina, huevo y pan rallado,
y los congelé.
27. Calle del centro de Madrid, próxima a la glorieta de Quevedo, entre Bravo Murillo y
Vallehermoso, une Fernando el Católico y Donoso Cortés, famosa por haber pernoctado en ella un
tal Jarabo, despiadado asesino de los primeros años del franquismo. Mi madre asegura que la
pensión donde durmió estuvo en nuestro edificio.
28. El Tambor de hojalata, Günter Grass, Plaza y Janés.
29. Dios de la cultura maya. Dios del cacao, la guerra y la destrucción, y protector de
mercaderes.
30. C.J. Cela, Café de artistas, en varias recopilaciones.
31. Pablo Neruda, Confieso que he vivido, Memorias, Seix Barral.
32. Instituto de Crédito Oficial. El ICO tiene una línea de créditos a PYMES -pequeña y
mediana empresa- para inversión, a intereses subvencionados. Se tramitan a través de los bancos.
33. Martinsa-Fadesa se declaró en suspensión de pagos en 2008, con una deuda reconocida
de 7.000 millones de euros, una parte importante de la cual correspondía a La Caixa y Caja de
Madrid.
34. 23 de febrero de 1981, intentona de golpe de estado protagonizada por Alfredo Tejero y
un grupo de guardias civiles. En Madrid, intervinieron también dos grupos de militares: uno que
intentó ocupar TVE y el otro, mandado por el comandante Pardo Zancada, que se unió a Tejero
para cercar el Congreso de los Diputados.
35. León Felipe, Ganarás la luz.
36. Fórum Filatélico, sociedad de inversión, captaba fondos prometiendo rendimientos
superiores a las medias del mercado, derivados de supuestas adquisiciones de sellos. En realidad,
era un sistema de inversión basado en el viejo sistema de la pirámide, por el que las rentabilidades
se abonaban con las aportaciones de los nuevos inversores. Fue intervenida en 2006 y se halla en
proceso de liquidación. Sus administradores y accionistas principales están acusados de blanqueo
de capitales, estafa, insolvencia punible y administración desleal. Hasta su intervención, la empresa
y sus administradores habían sido distinguidos con numerosos premios de muy diverso orden y
origen.
37. Kafka en la orilla.
38. Tiny tears, Tindersticks.
Has estado tumbado en la cama ya una semana
Preguntándote cuanto durará
No le has hablado ni la has mirado en todo este tiempo
Era la manera fácil de excusarte
Ha estado atenta a sus asuntos, como habitualmente
Siempre con esa sonrisa melancólica
Pero tú estabas muy ocupado atendiendo tus problemas
Como para ver esas pequeñas lágrimas en sus ojos.
Las pequeñas lágrimas forman un océano
Las pequeñas lágrimas forman un mar
Deja que se derramen, que se derramen completamente
No dejes que se derramen sobre mí.
Como puedes hacer tanto daño a alguien de quien debías cuidar
A alguien a quien dijiste que siempre estarías ahí
Pero cuando rompa a llorar sabes que llorarás, llorarás
Cuando esas lágrimas comiencen a caer volverás.
Pequeñas lágrimas...
Has estado pensando en el momento, lo has estado temiendo
Pero ahora parece que ese momento ha llegado
Está en el borde de la cama, se mete en ella.
Pero esta noche es difícil darse la vuelta.
Pequeñas lágrimas...
5
Miércoles, 18 de noviembre de 2009
La sociedad con problemas. La tormenta reeditada

-Lo tuyo no es la discreción, precisamente, ¿eh?- le digo entre bromas


y veras a Silvia, que ha clavado sobre el corcho un recorte enorme del
periódico sobre Aminatu Haidar. Se trata de una activista saharaui que se
ha declarado en huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote, tras ser
expulsada desde el El Aiún por el Gobierno marroquí.
-¿Por qué?
-Por el recorte.
Se ríe. Otra vez la risa limpia, como si estuviera de estreno. Hoy se ha
decantado por el lado estrafalario. No sabría explicar cómo viste esta
mañana, sólo se me ocurre decir que hoy viene estrafalaria, una prenda
de su madre y otra de su padre. No calza una zapatilla de cada color, pero
le falta poco. En cuanto al corte de pelo, no anotaré nada del corte de
pelo, ya lleva así varios días, ay, qué espanto, dios mío.
-Es que es una persona muy pequeña y un país muy pobre perdido en
una esquina del Sahara, y nadie se fija en cosas sin importancia si no se
agrandan suficientemente.
-Pero a Moraleda le puede parecer que tú le das demasiada
importancia, y puede pedirte que retires el pasquín del corcho. El país de
Moraleda es esta asesoría.
-No es un pasquín, es un recorte de prensa.
-Bueno. Un recorte de prensa ampliado en la fotocopiadora que
ocupa medio panel.
Al rato lo había retirado y había puesto en su lugar un recorte más
mesurado: una fotografía de Haidar con su pie correspondiente. Revestida
para defenderse del sol y de la arena, seguramente son así las duras
mujeres del desierto. Podría pasar por una Magdalena doliente, es decir,
prostituta para unos y símbolo de resistencia y liberación para otros.
-Ahora es pura mercadotecnia. ¿Ves? Claro, concreto, visual,
impresionante; incluso, cuenta un historia. Perfecto. Pide un aumento de
sueldo.
Se burla y se ríe de nuevo. Ojalá el mundo tuviera su espíritu. Nos
irían las cosas de otra manera. Silvia podía ser el nombre del mundo en
sus estrenos. Silvia viene de selva, como salvaje. La miro de nuevo: bueno,
quizá no estrafalaria, rara; rara, sí.
El café está hoy asqueroso. Así que opto por el té rojo de Carrefour.
Lo primero esta mañana ha sido el correo de Moraleda. Lo había
remitido ayer a las 21'47. Asunto: Grupo Mansonia. No contenía archivos
adjuntos. Decía así:
“Gracias por la información que me remitió el lunes.
Necesito que me la amplíe y complemente con las liquidaciones de
impuestos por todo el período fiscalmente exigible, es decir, desde 2004.
En especial, IVA e impuesto de sociedades. Borradores enviados al cliente,
presentaciones (las que se hayan realizado), modificaciones, correcciones,
complementarias. Si ha habido requerimientos, los requerimientos, y las
contestaciones en su caso. Listado de facturas emitidas y recibidas, es
decir, un duplicado de los libros de IVA. Todo aquello que estime
pertinente para aclarar las liquidaciones de IVA y del impuesto de
sociedades.
Huelga decir que es urgente.
Cuando lo tenga, remítamelo a esta misma cuenta de correo
personal, a la que el lunes ya me envió la otra documentación.
Gracias. Confío en su discreción y eficacia.
Un saludo”.
Fin.
Deduzco que Moraleda no vendrá hoy tampoco a la oficina.
Reviso las carpetas de las empresas del grupo donde se guardan
copias de los impuestos presentados y sufro un fiasco. Así que convoco
una reunión en la sala de juntas con Francisco, Ignacio, Silvia y Yolanda.
Quedan fuera Fran y Alejandro, porque no les incumbe el asunto.
-¿Puede ser en diez minutos, por favor?
Puede ser. Goicoechea cogerá el teléfono si se produce alguna
llamada, pedirá disculpas y rogará que la repitan dentro de una hora.
Estamos reunidos. Gracias.
Empiezo como puedo. Me cuestan un mundo las reuniones:
demasiado aburridas, demasiado formales, demasiado importantes,
aunque carezcan de importancia, demasiado pendientes los reunidos de
quien habla.
-A ver, cómo lo cuento. Es un tema prioritario para todos. Dejamos
aparte cualquier otra cosa y nos centramos en esto. No sólo nos
centramos, ponemos los cinco sentidos para asegurarnos de que no queda
ningún cabo suelto. No vale decir luego: “Ay, se me había olvidado, se me
escapó, no me dí cuenta”. No vale. La documentación tiene que estar
completa al final de la mañana a más tardar. Si algo no puede estar al final
de la mañana, hemos de saber de qué se trata y por qué. Necesitamos
reunir y agrupar toda la información de que dispongamos de los
impuestos de las empresas del Grupo Mansonia desde 2004,
especialmente IVA e impuesto de sociedades. En las carpetas
correspondientes no hay una sola copia, nada.
-Es que se les envían los impuestos en borrador o en soporte y los
presentan ellos, es lo primero que se me advirtió cuando llegué a la
empresa: a las empresas del grupo Mansonia no se les presentan los
impuestos; se les remiten por correo electrónico o mensajero y los
presentan ellos por su cuenta- dice Silvia.
Francisco levanta levemente su mano izquierda. Le doy la palabra con
un asentimiento de cabeza.
-El grupo Mansonia es el conjunto de empresas más antiguo de la
asesoría, de esta oficina, para ser exacto, especialmente la empresa
matriz, con la que se abrió la asesoría porque tenía aquí unos almacenes
de madera. Que me corrija Yolanda si digo algo incorrecto o se me escapa
algún de talle. -Yolanda asiente-. Después los cerraron porque instalaron
un aserradero en la provincia de Toledo y, con el aserradero, nuevos
almacenes y una planta de transformación y manipulación para diferentes
productos como tableros, tarima, piezas especiales, etc. Fue cuando
empezaron con la importación de maderas preciosas de Sudamérica y
África. Al grano, que me desvío. Desde el principio, nosotros les hacemos
la contabilidad y les preparamos los impuestos y las cuentas del registro
mercantil, y ellos se encargan de hacer las presentaciones
correspondientes. La razón la desconozco. Yo no entro en el capricho o el
criterio de los clientes. El contacto lo mantiene personalmente el señor
Moraleda y las reuniones siempre se celebran fuera de nuestra oficina,
supongo que en las suyas de Madrid. Bueno, al principio, cuando el grupo
no era grupo sino empresa, la matriz, Mansonia, sí se celebraban aquí
mismo algunas reuniones para debatir sobre la cuenta de resultados y
tomar decisiones sobre el impuesto de sociedades, que sabéis que no es
una camisa de fuerza, sino que admite correcciones de acuerdo con
criterios propios de la empresa, como las amortizaciones y las provisiones.
-Vamos a ver, Francisco -interrumpo-, de acuerdo, no presentamos
impuestos, no tenemos copia de los documentos de presentación o del
acuse de recibo de la Agencia Tributaria, pero, desde que estoy aquí,
aunque no hace mucho tiempo, les hemos elaborado algunos impuestos,
IVA e impuesto de sociedades desde luego, y se los hemos enviado a un
correo electrónico del grupo, junto con un detalle explicativo y aclaratorio.
Eso es un registro.
-Sí -admite Francisco.
-Pues eso. Entonces, resumamos, porque se trata de reunir todo
aquello de lo que dispongamos cada uno de nosotros, y de hacerlo con
cierta rapidez. Tú -señalo a Francisco- tienes correos con archivos adjuntos
o simplemente correos, sin adjuntos, enviados al grupo, con impuestos,
comentarios, respuestas, etc, quizá correos anteriores o posteriores a los
impuestos propiamente dichos con advertencias, observaciones,
recordatorios, etc -asiente-. Se trata de agruparlos todos. Y añadir algún
comentario pertinente. Me los envías a mi correo de la empresa. Ya
sabéis: nombre, punto, apellido, arroba, asesoría, punto, es. Cualquier
duda o incidencia la solucionamos sobre la marcha. Mejor que sobre
información. Mejor pecar por exceso que por defecto. La agrupamos por
ejercicios y, dentro de cada ejercicio, por impuesto y plazo de liquidación,
es decir, primer trimestre, etc.
-De acuerdo- dice Francisco, y parece estar realmente de acuerdo
porque le brillan los ojos-, pero yo no llevo todas las empresas.
-De las empresas que lleves, cada uno de las empresas que lleve del
grupo. Y, si no llevas una empresa del grupo, pero tienes información,
también. De las empresas que llevo yo, me encargo yo, claro.
Respiro.
-Ah, y libros de IVA, Francisco, es decir, relación detallada de facturas
emitidas y recibidas por períodos, perfectamente identificadas y
desglosadas. Se me olvidaba. Tú- me dirijo ahora a Ignacio.
-Yo. Joder, macho, te han puesto un tizón en el culo, no hay quien te
tosa esta mañana, lo has organizado en cinco minutos y no nos dejas
meter baza. Yo pensaba que íbamos a hablar de las vacaciones de Navidad
y resulta que hablamos de la gente ésta de la madera. A ver, yo, sí.
-No me fastidies, Ignacio, narices. Si quieres hablar de Navidad, hazlo
con Yolanda, pero cuando terminemos, ahora estamos con algo serio de
verdad. Necesito que compruebes las comunicaciones y requerimientos
que ha habido de la Agencia Tributaria desde 2004 y las contestaciones o
recursos que hemos presentado.
-Ya te contesto: ninguno.
-No vale, Ignacio. Revisa tus archivos detenidamente, tu agenda y el
programa ése que no sé exactamente cómo se llama, nunca lo sé, se me
olvida, el plan de tareas y gestiones, donde anotamos todos y cada uno de
nuestros actos y planificamos el trabajo, esa especie de ojo de Sauron, en
lo relativo al grupo. Cuando lo tengas, me lo envías al mismo correo, con
el mismo criterio, por ejercicios y fechas.
-No tengo nada, no encontraré nada.
-Cuando termines de revisarlo y comprobarlo, si realmente no hay
ninguna incidencia, me envías un correo y me dices que no ha habido
ninguna incidencia desde el 1º de enero de 2004 hasta el día de hoy, por
lo que se refiere a requerimientos, reclamaciones, liquidaciones paralelas,
etcétera, etcétera. ¿De acuerdo?
-De acuerdo. No encontraré nada.
-Vale, Ignacio, pero tendrás que indagar para que el resultado sea:
“No he encontrado nada”. Indaga. Silvia: revisa el ojo de Sauron. Todo lo
que encuentres desde el 1º de enero de 2004 en relación con el grupo lo
pones en un resumen. Ha de figurar: fecha, hora, empresa, asunto,
persona de contacto, persona del departamento a la que se deriva el
asunto, incidencias con fecha y hora, etcétera, etcétera.
Silvia asiente simplemente.
-Yolanda: tú no tienes responsabilidad específica, pero estás en todas,
nos sobrevuelas como el espíritu santo. Así que, por favor, échale un
vistazo a tu agenda y a tu plan, revisa también el ojo de Sauron,
contrástalo con Silvia, y pásame lo que tengas. Mismo criterio para
organizar los datos. Podéis hacer un informe conjunto si os parece.
Callo un instante. Hay un intercambio de miradas vagas.
-¿De acuerdo? He dicho mucho etcétera, etcétera, pero vosotros
sabréis rellenarlo.
-De acuerdo- dicen al unísono.
-Pues vayámonos a trabajar que necesitamos enviar el resultado
urgentemente. Por si alguien se lo pregunta, no creo que hoy venga a la
oficina el señor Moraleda. ¿O sí, Yolanda?
Yolanda niega.
Se incorporan todos con un inusual chirrido de las patas de las sillas.
Es algo que no entiendo. El piso es de tarima y las sillas tienen tacos de
goma en las patas y, aún así, se produce un chirrido frío que me traspasa
los tímpanos. ¡Dios! Hay misterios en la física que no comprendo; éste del
sonido, por ejemplo.
Cuando voy a levantarme, Yolanda me retiene por la manga y me pide
con la mirada que espere. Se incorpora ella y cierra la puerta de la sala
tras Silvia, que es la última en salir.
La observo. Hay algo perturbador en sus ademanes si pienso en los
chismes de Silvia. Pero son chismes. Se sienta de nuevo cruzando las
piernas. Otro día me fijaría en ellas, pero hoy la miro directamente a los
ojos. Incluso, con insolencia.
-Es una pregunta particular -dice, al fin-, bueno, no tan particular, por
si tú lo sabes.
Hago una tonta afirmación con la cabeza aunque todavía no sé si voy
a saber contestar a su pregunta. Pero no pregunta, sino que hace una
afirmación inquisitiva.
-Todas las contabilidades tienen una doble contabilidad.
-Todas las contabilidades tienen una doble contabilidad. Sí. Valga la
redundancia.
-Las del grupo Mansonia, también.
-Las del grupo Mansonia, también, claro. Aunque eso no significa que
haya nada irregular. Suele haber asientos irregulares, las ventas en “B”,
por ejemplo, pero no todo lo que figura en la segunda contabilidad es
irregular. A veces, a efectos internos, interesa acelerar alguna
amortización o hacer alguna provisión que legalmente no es posible. Y se
hacen internamente, sin más efectos que los internos. O introducir
cuentas informativas que no tienen nada que ver con los impuestos.
-¿En Mansonia?
-Ya se lo expliqué a Moraleda en el correo. En el grupo Mansonia hay
un “B” significativo, pero el “A” es coherente según los datos que yo
manejo, es decir, es difícil detectar nada irregular a partir de los datos
contables oficiales del grupo. Si hay otros datos, ya no lo sé. Pero eso ya se
lo expliqué a Moraleda el lunes.
-¿Se puede detectar desde fuera la existencia de la doble
contabilidad? ¿Hay claves? ¿Está encriptado el sistema?
-A ver, Yolanda: ¿es un interés personal o te ha pedido Moraleda que
me lo plantees?
-A medias. ¿Puedes contestarme?
-No sé qué significa a medias. Si el interés es de Moraleda debería ser
él quien me lo planteara directamente.
-No. Significa que no me ha llamado ni me ha enviado un correo o un
mensaje diciéndome que te lo pregunte. Hace tiempo que me dejó caer
algo, una cierta inquietud, todavía no había surgido la incidencia del grupo
Mansonia. O sea, que casi es curiosidad propia, y que, conociéndolo,
deduzco que se lo estará preguntado.
-Moraleda conoce bastante bien los aspectos del asunto. Hay lo que
había y las cosas se hacen como se hacían. Desde que estoy aquí, sólo he
introducido algunas variantes para garantizar la seguridad de los sistemas,
de los procedimientos y de los datos. Cualquier novedad la he hablado
antes con Campillo y se la he planteado luego a Moraleda. De todo está
enterado Moraleda y todo se ha hecho con su aprobación.
-No es eso, Alonso, nadie pone en duda tu trabajo, es más sencillo. La
pregunta es: alguien de fuera, ¿detectaría la existencia de una doble
contabilidad?
-En principio, no. Pero hasta el último mono sabe que las empresas
llevan una doble contabilidad. En nuestro caso, también. ¿Cómo
hacemos? Hay una clave que permite el acceso a la segunda contabilidad,
que convierte la contabilidad oficial en contabilidad real, que incluye el
“B”, pero esa clave es suficientemente compleja. Y esa clave se introduce
mediante otra clave previa de acceso que no aparece en el menú visual.
Todo eso con independencia de las claves personales para operar.
Supongo que un experto podría detectar la existencia de la contabilidad si
analiza el peso de los archivos guardados, claro. Es como si pones una
pieza de plomo en el doble fondo de una maleta: no se aprecia a simple
vista, pero se nota si la sopesas o si la pones sobre una balanza. Una
persona normal, como tú o como yo, no, me parece imposible que lo
detectase. ¿Se pueden descifrar las claves? No hay clave que no se pueda
descifrar con un trabajo adecuado. Mejor dicho: no hay encriptamiento
que no se pueda reventar.
-Si borramos archivos y ficheros, ¿se detecta?
-Yo no soy experto, no lo sé, supongo que habrá algún procedimiento
que lo podría detectar. Desde luego, se pueden reconstruir ficheros
borrados por accidente. En consecuencia, se podrán reconstruir los
borrados a voluntad, porque entre borrar a voluntad o por accidente no
hay diferencia, todo es borrar. Otra cosa es que se formatee el ordenador.
Supongo que en ese caso es de todo punto imposible. Pero eso yo no lo sé
con seguridad.
-¿Se podría borrar sólo una parte de la contabilidad? Por ejemplo, la
contabilidad “B”.
-Se podría.
-¿Deja huella?
-Ya te he dado mi opinión. Pero yo no soy ningún experto en
informática.
-Está bien. Gracias.
Y se levanta. Ahora soy yo quien la retiene, apoyando levemente mi
mano sobre su muñeca. Pienso fugazmente que hoy no se ha vestido para
nadie. Hoy se ha vestido sólo para sí misma. Se ha pintado tan ligeramente
que apenas parece maquillada.
-Esto no parece serio, Yolanda. Se lo diré a Moraleda en cuanto me
sea posible, pero tú deberías decírselo también. Hay un problema y nos
hemos enterado el lunes, porque se nos pide reunir una información a
toda prisa. Antes del lunes, era un rumor. Ni él ni tú habéis dicho nada.
Creo que al menos yo debería haber sido informado.
-Yo tampoco sabía nada. El mismo rumor que tú y todos habéis
percibido.
-Tú eres su secretaria.
-Hace quince días que casi no lo veo ni hablo con él, más o menos
como vosotros, menos, porque estuve de baja con la gripe.
-Francisco Campillo se merece algo más, y nadie le ha dicho nada.
Está preocupado por el trabajo. Que Moraleda casi no aparezca y ahora no
aparezca Bermúdez, después del número del despacho el otro día, cuando
se marchó dando un portazo... ¿O aparecerá Bermúdez a lo largo de la
mañana?
-No.
-Más ínfulas colgando, joder. Pues produce preocupación en la gente.
No está claro el panorama general como para que surjan ahora problemas
en la empresa propia.
-No creo que tenga nada que ver con la asesoría, ni creo que,
finalmente, sea grave lo de Mansonia. Algún problema con el IVA que se
solventará con una complementaria y una multa. Se acabó. No es la
primera vez que se hace una paralela a una empresa.
-Pero no está haciendo bien las cosas Moraleda. Habría sido
conveniente una explicación. A través de ti, incluso. ¿Tú entiendes tanto
misterio? ¿Puede entenderlo alguien?
-No está bien, es cierto.
Leo: “t spro crqlo 7h”. Me desesperan estos mensajes cifrados. Quiere
decir Andrea en el mensaje que me ha enviado al móvil que me espera a
las siete de la tarde en la cafetería del Círculo de Bellas Artes. Y quiere
decir, también, o eso deduzco yo, porque así ha sido otras veces, que
iremos a continuación al cine o al teatro, y a cenar a alguna parte, estos
detalles no están escritos. Tampoco dice que llegará tarde, pero llegará
tarde. Detesto a los impuntuales. ¿A mí, también? A ti, también, Andrea.
No soporto la informalidad, me parece una falta de respeto, coño.
Un rato antes he recibido otro más extenso de mi madre: “Hace días
que no hablamos. ¿Estás bien? Tu padre se está poniendo moreno. Ja, ja,
ja. Conéctate esta noche sobre las 10 y hablamos. Come bien. No cometas
excesos. Un beso. ¡Conéctate!”. Mi madre, gracias a dios, escribe en
castellano y puedo entenderlo. No, mamá, no soy de excesos, no me
emborracharé o me emborracharé poco, le digo, a veces, y se asusta como
una colegiala, y mi padre la llama simple, qué simple eres, mujer, no
captas una ingenua tomadura de pelo, porque ambos saben que apenas
bebo alcohol. Ni fumo ni bebo. Mis padres están en Benidorm desde hace
una semana con el Imserso(39). Nada más llegar ya me dijo que en el
hotel tenían internet. En esto también es inocente.
Cuando estamos en el metro, recibo una llamada de Andrea. Oh, lo
siente, le ha surgido un asunto ineludible en la cía, dice la cía por decir la
empresa o la compañía. Lo siente. No importa. Me compensará. Lo siente.
¿De verdad no importa? De verdad.
Hay una mujer rubia que se ríe sola en su asiento, mientras cruza las
piernas con descuido. Estira el pantalón vaquero negro. Un hombre muy
alto, seguramente jubilado, se fija en ella, pero ella tiene perdida la
mirada en el pasillo del tren. Se ha colocado la bufanda y se ha ajustado la
parka de piel vuelta, pero no ha perdido la sonrisa. Seguramente hay algo
dulce en su memoria o se ha vuelto definitivamente loca. El metro es una
plaza pública, donde los locos abundan.
-¿Algo va mal?- dice Silvia, porque seguramente se me ha demudado
la cara.
-Oh, no, nada, había quedado con Andrea para ir al cine. No puede.
Me bajo en Tribunal y, desde allí, me voy paseando a casa.
-¿No puedes ir solo al cine?
-Puedo. Hoy, no. Otro día. Hoy prefiero pasear. Me había hecho una
idea que no encaja.
-¿Qué ibais a ver?
-No lo sé. Tenemos pendientes Los abrazos rotos, Vicky, Cristina,
Barcelona y Celda 211. No lo sé. Cuando salgo me hago una idea distinta si
es solo o acompañado. Y hoy había imaginado el triángulo de Andrea, la
película y yo. Otro día voy solo, hoy prefiero pasear.
-Siento no poder acompañarte, he quedado en llegar a casa
temprano.
-No te preocupes, me gusta pasear solo, es uno de mis placeres
solitarios preferidos.
-Lo lamento.

Hay una paloma muerta sobre el asfalto, cuando cruzo Barceló para
subir por Fuencarral, a la salida del metro. Ha debido ser un autobús. Se
aprecia nítida todavía la anchura de la rodada. Es especialmente cruel la
masa del plumaje gris y blanco desparramada en medio del charco
sanguinolento. Hoy siento piedad por este ave aplastada. Y náuseas. Se
dice que son las otras ratas urbanas.
Hay un instante en que uno siente dispersa su propia entraña. Hay
algo en esa escena que muestra el paradigma de la crueldad ciudadana.
Moderna y cotidiana. La espantosa soledad de las grandes ciudades.
Alcanzas Fuencarral, subes hacia la Glorieta de Bilbao, y ya no ha pasado
nada. El cielo está gris, eso sí, está anocheciendo, es temprano pero
estamos en noviembre, las nubes se adensan y aborregan: un hecho
acaecido en Barceló o donde sea es independiente de cualquier otro
acontecimiento en Madrid. Son postales separadas. Huele a humo y a
humedad. En el Café Comercial resuenan las carcajadas. Recuerdo unos
capítulos atrás del libro de Murakami. Aquellas escenas terribles y
cruentas. En cualquier parte podría estar sucediendo ahora una tragedia
que no cambiaría nada. Ha sucedido. En Murakami llueven caballas y
sanguijuelas, aquí no pasaría nada. La vida son historias que se cuentan o
se viven, se cuentan, y alguien las contempla desde fuera.
«“Soy libre”, me digo. Cierro los ojos y, durante unos instantes, pienso
que soy libre. Pero no acabo de entender qué significa. En estos
momentos, lo único que tengo claro es que estoy solo. Solo en una tierra
desconocida. Como un explorador solitario que hubiese perdido la brújula
y el mapa. ¿Consistirá en esto la libertad? Ni siquiera lo sé». Esto también
está escrito en el libro de Murakami.
Hay un momento siempre en el que uno está solo. Es cuando la
soledad pesa, cuando te invade la tristeza. Cuando muere una paloma
despachurrada, por ejemplo.
Como un día sí y otro también de este noviembre, el cielo de Madrid
amenaza lluvia, aunque luego salga el sol y nos desconcierte con una falsa
primavera. Francisco especulaba ayer con una tormenta y recordaba que
en el área industrial meses atrás llovieron ranas. Él escuchó su charleo.
Fue después de una tromba de agua que había anegado oquedades,
convertido en ríos desbordados las calles y dejado algunas charcas en
parcelas y eriales. Las oyó croar al sur, en un solar cercado. Quién las
llevaría allí sino las nubes con su carga de agua. No se explica en otro caso
aquellos cantos, pues aquel espacio siempre había sido -y lo sigue siendo-
un terreno seco y árido.

Suena un trueno que rebota en las paredes y recorre la glorieta de


Bilbao dando tumbos como un eco. Un trueno en noviembre suena raro.
Es un trallazo. Enseguida empieza a llover, como si de repente todas las
compuertas del cielo se hubieran abierto o se hubiera derramado en un
descuido el gigantesco balde del cielo. La cavidad del cielo ha implotado.
Acelero el paso, no, retrocedo para resguardarme en el Café Comercial. La
lluvia cae ahora mansamente. No sé qué hacer. Estaría bien ver caer el
agua a través de las grandes cristaleras con un café o un té entre las
manos. O podría ir a casa de Blanca, vive aquí al lado, a un par de
manzanas, se alegraría de verme. Me he detenido a sopesarlo. Prepararía
un té con hierbabuena en un vaso largo, que podría tomar mientras ella
me mira y repasa con sus hijos las tareas del colegio. No sé en qué
pensaría yo mientras tanto. También es hermoso el sonido del agua
golpeando los cristales de las ventanas.
Cualquiera que me viera así parado diría que no estoy bien de la
cabeza.
Las aceras y la calle empiezan a parecer espejos y a mí siempre me
gustaron estos espejos líquidos. Los miro siempre embebecido, como si
tuvieran el poder de arrebatarme. Me arrebatan realmente, como me
sugestiona la llama vacilante del fuego en un hogar de los de antaño. Si
miro el reflejo de los edificios sobre las aceras, puedo imaginar que
Madrid se acuesta. Lo vence seguramente el sopor que acarrea la lluvia.
¿Para qué correr, entonces, por qué huir de la cita con la amiga amable?
En otra época habría levantado la cabeza, habría mirado resuelto el
horizonte y habría dejado caer el agua sobre mí hasta calarme.
Deberían caer pétalos de amapolas rojas o margaritas blancas, pero
cae agua. Tras la lluvia sólo hay agua. De niño, tras la ventana, alguna vez
imaginé que la nieve era una avenida de flores blancas, como si los
almendros del cielo sacudieran la pereza de sus ramas. ¿Por qué no
habrían de llover pétalos de amapolas rojas y margaritas blancas? Para
que cayeran amapolas o margaritas blancas deberíamos soñar con otro
mundo, en el que no cupieran palomas muertas. Imagino la lluvia
arrastrando a la paloma muerta hasta la alcantarilla. Es otra la ciudad
cuando escampa. ¿Con quién establece en realidad la lluvia sus alianzas?
¿Limpia o evidencia la miseria? Me gustaría conocer su idioma para poder
hacerle ésas y otras preguntas. Mas con la lluvia sólo se me ocurren hoy
buenas palabras.
Hay diálogos que me pierdo últimamente. Este diálogo con el agua,
por ejemplo.
Así que me ajustaré la mochila al hombro, alzaré la cabeza, entornaré
los párpados, abriré las palmas de las manos hacia los lados y caminaré
despacio hasta llegar a casa. No hay mayor aventura que llegar a casa
empapado.
La lluvia lava la piel de la ciudad y deja al descubierto sus costados
descarnados, muestra sus nervaduras y costillas, como si fuera un animal
desnudo y asustado.
¿Dónde fue que se me descarrió la magia? Y con la magia, la
inocencia.
No estás bien de la cabeza, hijo mío, hablar de inocencia con 40 años.
Precisamente con 40 años, mamá, precisamente. Uno habla de las cosas
cuando las ha perdido.
Nunca juego ya a no pisar las llagas del pavimento cuando voy
andando. Hoy paseo, tengo los ojos entornados y me mojo. Y no juego
tampoco a no pisar las llagas de la acera. Me habré hecho viejo con 40
años. No sé por qué jugábamos a eso, pero jugábamos. Jugué con Inma,
con ocho años, y jugué luego con Blanca, con 20 años. Ella nunca cometía
errores ni perdía el equilibrio. Y con mi padre, con mi madre, con todas las
mujeres que he conocido. Con los hombres, no, sólo con mi padre, los
hombres se lo toman todo en serio, quizá la seriedad sea una condición
exclusivamente masculina. Los hombres tienen ocupaciones demasiado
serias. La guerra es cosa de hombres, por ejemplo. Cuando las baldosas
eran diminutas y había que saltar de puntillas o talón, cuando tenían 30
centímetros y se podían pisar en diagonal y cuando las pusieron
gigantescas. Las llagas del pavimento son las heridas de las aceras. No se
pueden pisar las heridas sin ofender al dios de las baldosas.
Si me oyera Andrea pensar en estas cosas tan simples me diría que la
inocencia es el juego, la osadía, el reto justamente, el camino, el
horizonte, el instrumento, para alcanzar la meta de la sabiduría, según el
zen. Andrea siempre busca la vía analítica. No se puede ser sabio si no se
es inocente, Andrea. Yo no busco la sabiduría, Andrea, me conformo con
recuperar la inocencia. La sabiduría es un hallazgo involuntario, la
consecuencia. La sabiduría cabe en un grano de arroz y puede cultivarse.
El mundo debería ser cosa de locos y de inocentes, pero somos
funcionarios. Un funcionario nunca querrá que la ciudad se convierta en
un espacio mágico en el que la gente juegue.
Lo importante no es el juego, aunque es importante, porque nos
cambia, lo importante es la transgresión, porque nos transforma.
¿Por qué no simulo cojear como cuando era niño? Ahora mismo.
Jugar a cojear en este instante. No hagas eso, Alonso, narices, me advertía
mi padre, no hagas eso, no es justo, no estás cojo y pareces burlarte de los
cojos, anda bien. O sea, recto, grácil y derecho, sin arrastrar los pies. Para
recorrer los caminos hay reglas. Si uno las cumple, no pasa por baches ni
tropieza con piedras. Es decir, no puede ser poeta, ni loco ni poeta. Jolín,
papá, me tendría que haber rebelado y haberle dicho, pero sólo esbozaba
un mohín de desagrado, jolín, papá, por qué no alabarme por jugar a ser
actor imaginario.
Hemos perdido la inocencia, nos hemos vuelto viejos de repente. Yo
he perdido la inocencia. Según Campillo vivimos en un mundo desalmado,
y nos hemos tornado serios y desconfiados. Nos importa más la nómina a
fin de mes que sonreír los fines de semana. Hemos olvidado que la vida
es como un juego. Ya sé que es necesaria la nómina a final de mes, el pan
y las vacaciones se pagan en euros, así se organiza el tinglado. Este teatro
funciona mejor con personajes serios y envarados. ¿Y si de repente
dijéramos todos que no trabajamos, que trabajen los que hacen las
nóminas? Por ejemplo. A la mierda el trabajo. Todos. ¿Qué pasaría? De
repente nos volvimos adustos y nos tomamos la vida en serio. No trabajar
se convierte en una tragedia que nos tortura y el trabajo es un arma en
manos de sus propietarios, que administran en dosis exactas, como si
fuera una droga. Somos esclavos y no nos rebelamos. A lo mejor hay que
acabar con quienes elaboran las nóminas y simular cojera. Necesitamos
mojarnos cuando llueve.
Blanca se acuerda seguramente, se lo preguntaré la próxima vez que
la vea. Fue en París, en el verano del 89. En los Campos Elíseos, tuvo que
ser en los Campos Elíseos, en cualquier sitio tópico con una avenida
ancha. Yo empecé a cojear repentinamente, chin-chin, chin-chin, a cojear,
como si la pierna izquierda fuera sensiblemente más corta que la derecha
y me apoyara en cojinetes. No hagas tonterías, Alonso, por favor, nos
están mirando. Qué tonterías, Blanca, soy un cojo. Chin-chin, chin-chin, los
cojinetes. Podría ser un manco, pero soy un cojo. Chin-chin, chin-chin, los
cojinetes. Y se acabó riendo porque la gente me miraba con ojos
compasivos. Blanca acabó tomándome del brazo para ayudarme en aquel
desplazamiento trabajoso. Hay un momento en el juego en el que uno se
comporta como si estuviera realmente cojo. Está cojo. Ya no importa que
te miren. Qué pena, pensarían, estos extranjerillos del sur. Ser del sur y
menosprecio han llegado a ser lo mismo. En Europa nos miraban todavía
por encima del hombro. Españoles, puaf. Hoy: africanos, puaf; negros,
magrebíes, puaf. Cruzamos con mi cojera por el paso de peatones de
aquella avenida tan ancha y, a la mitad, cambió el semáforo. Los coches
esperaban con impaciencia y arrancaban con ímpetu conforme los íbamos
sobrepasando. El guardia nos ayudó manteniéndolos detenidos con su
brazo en alto. Y de repente, a la mitad del camino, zas, eché a correr y a
gritar “milagro, milagro, milagro”, y a reírme. El guardia hizo sonar su
silbato y me llamaba, pero seguí corriendo, y la gente decía “fou, fou,
fou”(40). Blanca miró al guardia, se encogió de hombros y dijo escueta y
quedamente: “Miracle, miracle”. Pero me reconvino luego, aunque se
seguía riendo: “Estás loco, estás loco. ¿Y si nos pilla el guardia? Acabamos
en comisaría”. Terminar en una comisaría de París le daba realmente
miedo. La clave es el miedo. Yo hubiera querido estar loco, querría estar
loco ahora, aunque la gente tratara de espantarme diciendo “fu, fu, fu”,
como se espanta a los gatos. Seguramente nos maldijeron, pero no puede
alcanzar la maldición a unos gatos callejeros.
Más de una vez Blanca se hizo mi cómplice. Aunque fuera a
regañadientes. Aunque luego me reprendiera o se enfadara. Yo lograba
enojarla a veces. Ella también hubiera querido estar loca, pese a ser ahora
una madre cuerda con dos niños. Es posible que la cordura consista en
eso, en casarse y tener dos niños.
Sígueme, verás, le dije, un día por Argüelles, a la altura del centro
comercial, cuando acabábamos de dejar el autobús de la facultad. Nos
movíamos con rapidez entre la gente a aquella hora de la tarde en que la
muchedumbre ocupaba como una masa febril las aceras, y las golondrinas
cruzaban el cielo cazando insectos en los resoles. Me ponía delante de
alguien, que ya no podía avanzar, extendía la mano, con el dedo señalaba
su entrecejo y recitaba, por ejemplo:
Con diez cañones por banda(41),
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Lo dejaba pasar, detenía al siguiente y declamaba:
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
Y lo mismo al siguiente:
La luna en el mar riela,
en la lona gime el viento,...
Ya no sabía más, nunca he conseguido aprenderme un poema entero,
mi memoria nunca ha sido buena, apenas daba para unos pocos versos
que trabucaba. No, Blanca, tú tampoco te lo sabes. No es verdad que te dé
corte detener a la gente para recitarle un fragmento. Es que no tienes ni
idea. No te azora la broma, sino la ignorancia. Como si tú supieras. Como
si yo supiera, sí. No sé.
Primero nos miraban espantados, supongo que aquel semblante de
sorpresa era, sobre todo, espanto, pero luego se reían, meneaban la
cabeza, están locos, pensaban seguramente, o lo decían, se señalaban la
sien, están locos, como en París, en eso somos tan europeos como los
franceses, sabemos detectar a los locos y apartarlos, y cuando se alejaban
de nosotros se reían. Nosotros también nos reíamos. Es la risa de los
inocentes, te ríes de ti mismo, te ríes de tus comportamientos infantiles,
te ríes con el niño que llevas dentro, aunque se esconda, o precisamente
porque se esconde, en cuyo caso la risa es sarcasmo. Y normalmente se
esconde en las profundas simas del olvido.
Así es que detenía al siguiente y empezaba de nuevo: “Con cien
cañones por banda,...” Sigue, tú, joer, Blanca, te ríes, pero no participas de
mi tontería. Te estás riendo de mí, eso no es justo. Me río contigo y con los
pobres que amedrentas.
Me puse a su espalda, la cogí por la cintura con la mano izquierda y
tomé su muñeca derecha, nos colocamos ante un transeúnte, estiré su
brazo y
Volverán las oscuras golondrinas(42)
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán...
Estás idiota, déjame en paz, no me pongas en ridículo, pero no se
soltaba y detuvimos a uno más para seguir:
...pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres..
ésas... ¡no volverán!
Es verdad, eres una cortada, no sé si te lo sabes, pero eres una
cortada. En eso también me ganas. Qué putada, y yo que me pensaba más
corto que las mangas de un chaleco, resulto ser el osado.
-Estás idiota- repitió varias veces-. Eres bobo. ¡Bobo!
Fue cuando me hinqué de rodillas en medio de la acera, puse los
brazos en cruz y recité a voz en grito ante ella:
¿Qué es poesía?, dices(43) mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía eres tú.
Me hizo un corte de mangas y se cambió de acera. Ya no quiso saber
de mí hasta llegar a la glorieta de Bilbao.
No sé por qué nos acabamos perdiendo.
-Os perdisteis- sentenció un día Andrea, pero no entendí lo que
quería decirme.
Ya sentados en una mesa del Café Comercial, mientras infundían las
bolsas de té en los recipientes calientes, tomé sus manos, no te enfades,
le dije, ya sé que soy un poco gamberro, ¡bobo!, vale, bobo, pero no te
enfades, no me enfado, sí te enfadas, no te enfades, y, con falso y
exagerado candor, empecé a recitarle:
Quítame el pan, si quieres(44),
quítame el aire, pero
no me quites tu risa.
No me quites la rosa,
la lanza que desgranas,
el agua que de pronto
estalla en tu alegría,
la repentina ola
de plata que te nace.
No recordaba más y ella no se reía, pero me sabía los versos finales:
...niégame el pan, el aire,
la luz, la primavera,
pero tu risa nunca
porque me moriría.
-¡Bobo! Idiota.
A esa hora de la tarde empezaban a llenar las mesas del salón interior
grupos de jóvenes que hablaban alto y reían con estruendo. Todo el fondo
está lleno de espejos. Me pregunto ahora si no serán para los visitantes
ruidosos como la superficie del agua para Narciso. El eco, también, y por
eso gritan.
-Me gusta este barrio. No me importaría vivir aquí. Vive gente como
nosotros, como tú y como yo.
Ella vivía en Moratalaz entonces.
-¿En tu barrio no es la gente como tú y como yo?
-Sí, pero de otra manera.
Vaya, no entendía la intrígulis de la diferencia. Yo sabía que este
barrio era de gente más vieja, pero, salvo eso, no apreciaba nada distinto.
Aquí hay gente que lleva viviendo muchos años, como mis padres, por
ejemplo, o yo mismo.
-Me gustaría vivir aquí, acabaré viviendo aquí.
Y luego:
-Eres un dictador emocional, siempre acabamos viniendo aquí sólo
porque tú vives cerca. Podría coger el metro en Argüelles o Moncloa, pero
vengo hasta aquí contigo. No sé de dónde sacas ese poder. Y no sé por
qué lo acepto. Que me acompañes hasta mi barrio en alguna ocasión y
luego te vuelvas es una hipótesis impensable.
Vive al lado de la glorieta de Bilbao ahora. Al final la historia se
escribe para que no faltemos a las citas. Hay hechos y circunstancias, y el
destino elige los circunstantes y nos propone el mapa y el paisaje. Somos
viajeros del mismo vagón aunque a veces elegimos no movernos del
asiento. No sé si para, al final, arrepentirnos. Cuántas cosas nos perdemos
por ignorarnos.
En fin. Hoy sólo era un día de lluvia y yo sólo quería vivir la magia de
mojarme.
Según dice mi madre el día que yo nací llovió en Madrid como sólo
pudo llover en la Biblia el día del diluvio. Exageras, mamá. Oh, no,
trabajaron a destajo aquel día los bomberos aliviando los semisótanos. Las
calles parecían raudales y el agua saltaba las aceras y mordía en los
portales. Llovió durante toda la noche de la misma manera e igual llovió al
día siguiente. Cuando ya había quien aventuraba la hipótesis de un castigo
divino, escampó de repente al mediodía e hizo un sol espléndido toda la
tarde. Una premonición o una parábola de mi vida, según mi padre, que
días antes había soñado con mi nacimiento. Me había visto manoteando
en un amnios ambarino, es decir, espeso y amarillento. ¿Tú te sientes
bien?, cuentan que le preguntó a mi madre nada más despertarse. Bien,
sí. Es que he visto en sueños al feto angustiado y sufriente en un medio
hostil y doloroso. Pero al final nadie concedió importancia a aquella visión
nocturna. Lo que vino después los condujo a decidir no tener más hijos.
Con un problema tenían bastante. La insuficiencia renal congénita cambió
la vida de mi madre para siempre. Dejó el trabajo en la notaría y se dedicó
a mi cuidado.
Ya siempre mi padre me asomaría a la ventana cuando lloviera
intensamente, en brazos al principio y luego de la mano, para que
recordara el día de mi nacimiento. Mira, tú naciste un día así, en medio de
un aguacero. Como si el aguacero hubiera marcado mi vida para siempre.
Debiste nacer pez, decían algunos cuando mi padre narraba el
alumbramiento, pero ni siquiera aprendí a nadar bien; a desplazarme
torpemente por el agua, sí, no a nadar.
Hoy llueve como aquel día. Supongo. Incluso las cosas del dios
católico salen mal paradas en La Tierra. Si realmente existe, ha de estar
muy enfadado con su vicario, de tanto ocultar bujarrones y pederastas,
salvo que también mire hacia otro lado. Su propia lluvia le juega malas
pasadas. El cartel anunciando la vigilia de la Inmaculada para el día 7 de
diciembre -en puridad, 7 y 8, porque se prolonga hasta la madrugada- en
la fachada de la Parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel(45), está rasgado
de arriba abajo, acaso como un mal presagio. La virgen o la muchacha
aureolada que juntaba sus manos contra el pecho, sentada sobre el
esbozo de una luna en cuarto creciente, aparece horriblemente
descuartizada, como si la lluvia hubiera sido un instrumento de la vieja
Inquisición. El mendigo habitual ha desaparecido de la puerta. Una
reproducción del anuncio de menor tamaño puede verse en la
marquesina del autobús más adelante. Aquí el mensaje se muestra
completo y perfecto, incluso fresca la flor que nace del muslo izquierdo de
la muchacha. Lo adivino o lo vislumbro a través de los párpados húmedos.

-¿Eres tú? Ostras, estás empapado. Cámbiate, vas a coger una


pulmonía.
Tengo que sacudir la cabeza para reconocerla. Ya no llueve, pero las
gotas de agua que resbalan desde cejas y párpados me velan los ojos. Es
verdad, estoy empapado. El pelo me cae lacio y parecen los zapatos barcas
que hubieran naufragado. No me mires así, sé que vives con Andrea en el
2º. Lo sé. Quien me habla cuando llego al portal de casa es la vecina del
3º. ¿Tu marido es el afortunado que estaciona el coche aquí en la puerta?
Esos son del interior. Su marido es anticuario, ocupan todo el tercero
exterior. Ah, estaba confundido. Vale. Zapateo, me sacudo un poco, como
haría un perro en estas circunstancias, y accedo con ella al interior. No, no
estoy loco, mujer; bueno, sólo un poco. Es una bendición eso de estar
loco. No puede entender que quisiera mojarme de esta manera. No
quería, me he mojado, he aceptado la circunstancia. Mojarse, a veces,
puede ser saludable; sobre todo, cuando uno quiere sacudirse la carga de
la lucidez que lleva encima, porque hace años que extravió la locura,
justamente cuando deseaba perderse en la locura.
Ya no hay locos, vecina, aunque hoy yo he recordado que una vez
estuve loco. El mundo los ha expulsado y se ha deshecho de ellos. Yo
amordacé al loco que tenía dentro. Ahora hay quienes visitan al
psiquiatra, pero no son locos, conviven con pequeños desperfectos en el
equipo, como las averías de los coches, una bujía, el encendido, nada
importante. Los locos quedaron para habitar los libros y para cambiar el
mundo, si es que un día son capaces de poner patas arriba el sistema y
nos hacen apearnos del vehículo éste de la rutina, la prisa y la
dependencia. ¿Te has dado cuenta de que tenemos prisa para todo?
Parece que quisiéramos morirnos cuanto antes. Siempre vamos montados
en algún vehículo, a la vida la hemos montado en un coche. Los locos
acabarían con todos los coches. Un coche está concebido para las
carreteras, es decir, lo hecho, lo ordenado, y los locos inventan los
caminos. Hoy decidí bajarme. Y caminar.
Iba a ir al cine pero ha llovido y me he calado hasta los huesos.
Accede al ascensor y yo, tras ella. Ya ha pulsado los botones. Arranca
el aparato con ese movimiento cansino de los ascensores pequeños que
parecen antiguos, aunque sean modernos. Me observa perpleja todavía.
De repente, me pongo frente a ella, señalo con mi índice su entrecejo y le
declamo con profunda aflicción:
Yo no lo quiero, Amada(46).
Para que nada nos amarre
que no nos una nada.
Ni la palabra que aromó tu boca,
ni lo que no dijeron las palabras.
Ni la fiesta de amor que no tuvimos,
ni tus sollozos junto a la ventana.
Se detiene el ascensor cuando yo pronuncio esa última palabra.
Desde el portal, ella no ha dicho nada. Se ha limitado a mirarme, a
observarme como quien no entiende nada. Empujo la puerta con la
espalda, me despido con un aleteo de la mano y un gesto de los ojos.
“Adiós”, le digo, “no estés seria, mujer, sonríe, que es sano. Yo mismo
llamo a los loqueros”. Cuando aún no he salido: “Espera”, digo entonces, le
tomo las manos, se las volteo hacia arriba y voy dando pellizquitos en las
palmas mientras recito:
Pinto, pinto,
gorgorito,
saca las cabras
en veinticinco.
¿En qué lugar?
En Portugal.
¿En qué calleja?
En Moraleja.
Saca la mano
que viene la vieja.
Tras el último verso, amenazo con un pequeño golpe que ella evita
retirando las manos rápidamente, como si participara ahora en la
representación infantil del juego. De súbito, me abalanzo sobre ella, tomo
sus mejillas entre mis manos y la beso en la boca. No respira. La libero,
también, inesperadamente y añado: “Adiós, adiós, sonríe, quien sonríe
vive más años”. Y todavía: “Algunas cosas sólo suceden en los sueños”.
Por un momento, creo que me ha devuelto el beso.

Introduzco la llave en el ojo de la cerradura, descorro los cerrojos y se


produce un estrépito metálico, cla-cla-cla-cla-cla, el estruendo propio de
los sistemas acorazados. Y me quedo quieto. Empujo muy lentamente la
puerta. Acaba de detenerse el ascensor y aún tarda un rato en oírse el
desperezo de los goznes de la puerta, que chirrían, y el taconeo de la
vecina. Me deslizo al interior con pasos quedos y sigo escuchando. No hay
movimiento, es como si ella estuviera pensando. Transcurren todavía unos
segundos hasta que oigo el tableteo de su puerta, sus pisadas leves y el
chasquido del pestillo de la puerta luego al cerrarse. Cierro yo entonces
suavemente, procurando no alterar el sueño del silencio. Sonrío, no sé si
porque me siento malvado o solamente un poco travieso. Me mandaría
ahora mismo al infierno.
Me deshago de los zapatos, de la mochila, del tres cuartos, la
americana, los pantalones,... todo lo voy dejando esparcido por el suelo a
mis espaldas, y llego a la ducha en cueros. Cuando siento el agua caliente
recorrerme por completo, cual caricia dulce de una amante, y se llena
todo de humedad y niebla, me abandono, hay un mundo fuera y hay un
mundo limitado por mi epidermis que es reconfortante, me siento ligero,
como si hubiera superado el reto más importante de mi vida o entendiera
al fin algo hasta entonces ignorado. El agua que cae es un abrazo
incesante. Y arrastra el día, me libera de deshechos, convierte en
anécdota la tormenta y borra la zona oscura de la memoria. La otra noche
soñé que volaba sin necesidad de alas. Y volaba ciertamente.
No se cuánto tiempo pasa hasta que corto el chorro, me pongo el
albornoz y me calzo las chinelas. Estoy seguro de que ha transcurrido
mucho, mucho tiempo. Pero eso ahora no tiene importancia. En realidad,
el tiempo es un impostor que apenas vale nada.
Cuelgo la chaqueta y el tres cuartos extendidos, a ver si se secan,
vacío la mochila -al libro no le gusta haber sido meramente paseado-, llevo
la ropa al cesto y pongo los zapatos boca abajo. Recuerdo un viejo truco
de mi madre y relleno su interior con hojas de periódicos.
Necesito oír música esta noche. Sólo música. Que me invada y ocupe.
Necesito que los únicos sonidos que me lleguen esta noche tengan la
armonía amigable de la música. Ni siquiera voces quedas. Que no haya en
el mundo otra cosa sino música. Podría aceptar las voces de una ópera.
Miro el salón en semipenumbra y deseo que no hubiera escampado
nunca. El salón es la medida de la soledad a determinadas horas. O del
orden que acabó con la locura.
Me pongo los cascos y me acomodo en el sofá, si estar acomodado es
repantigarse recostado sobre el brazo y estirar las piernas sobre los
asientos, como si el sofá fuera una chaise-longue o un triclinio romano.
El mando está a la distancia de la mano. Junto a él, en la mesa hay
unos pocos discos que han ido pasando por la pletina. Estiro la mirada
examinándolos. Mothertongue de Nico Muhly, que me regaló Andrea hace
un par de semanas porque pensó que me gustaba, tras descubrirlo en la
red y hablarle de una pieza de notas dispersas, que parecen buscarse
hasta hallarse en el bosquejo de un ser humano solitario. Otro día lo oiré
de nuevo, hoy no estoy para angustias ni desasosiegos. Mozart, Mahler,...
siempre es un día para Mozart, hoy podría ser el día para cualquier
composición para violín y orquesta.
No me voy a molestar en cambiar el disco. Que suene lo que haya.
Tendría que levantarme, y quiero cerrar los ojos y marcharme a cualquier
parte donde pueda imaginar diluvios y tormentas.
A las 10 de la noche Skype anunciará que mi madre está al otro lado.
Para eso encendí antes el ordenador y lo dejé en reposo.
Adagios, Albinoni. Vale. Pongamos bajo el volumen para que las notas
sean como leves plumas de ganso.
Soy consciente del aire que inunda mis pulmones y de cada latido del
corazón. Podría pararlo ahora mismo si quisiera. Podría describir las
moléculas de oxígeno. Con las manos sobre el abdomen, seguramente
parezco un buda enjuto y desmejorado.

-Oye, mamá, ¿de verdad llovió tanto el día de mi nacimiento? Esta


tarde durante un buen rato me he acordado de aquel día. Ha llovido como
si el cielo se hubiera derramado.
-No me preguntas por tu padre. Hace días que no hablamos y me
preguntas si llovió mucho el día de tu nacimiento.
-Lo siento. ¿Cómo está papá? Y tú, ¿cómo estás tú? No te distingo
bien en la imagen de la cámara, debes tener la luz a tu espalda.
-Pues claro que llovió, llovió a mares, durante dos días. ¿No recuerdas
que tu padre, cuando eras niño, te llevaba hasta la ventana cuando llovía
mucho? Te decía: mira, recuerda, así llovió el día de tu nacimiento. De
mayor ibas tú solo y te asomabas para contemplar el espectáculo. Pero
nunca ya ha llovido tanto.
Hace una pausa.
-Tú te quedabas embobado, pegado a los cristales, como si la lluvia
tuviera sobre ti algún poder fascinante. Eres raro, hijo mío, constato en
este momento que eres raro, como tu padre, sois raros los dos.
Se echa hacia atrás y se gira un poco. Ahora la luz le da sobre el
costado derecho. Brilla su piel con el reflejo. Las arrugas la hacen más
atractiva. No sé por qué Skype me produce la sensación de que al otro
lado no hubiera personajes de carne y hueso, sino irreales, como figuras
animadas de plastilina. Debe ser la cámara del ordenador.
-Empezó a diluviar la madrugada previa al día que naciste y no
escampó hasta el mediodía del día siguiente, pero, a partir de ahí, ya hizo
un día estupendo, soleado, con el cielo surcado de pájaros. En aquella
tarde de sol hubo muchos pájaros.
-Ha llovido así esta tarde. Pero no han aparecido luego los pájaros.
Quizá no fuese ya hora de pájaros, había empezado a anochecer.
-Tu padre está bien. ¿Estás solo? ¿No ha llegado... como se llame?
¿Cómo estás vestido? No te veo bien.
-¿Más preguntas? Siempre haces muchas preguntas, mamá. A ver,
por partes, mamá: estoy solo, Andrea, se llama Andrea, sabes que se
llama Andrea, no ha llegado todavía. Y no me ves bien porque estoy en
penumbra.
-Ya. Pues da la luz. Como se llame tiene un horario de trabajo un poco
raro. El nombre también es raro.
-No tengo ganas de levantarme, estoy desparramado en el sofá. Es su
trabajo, mamá. Y su nombre. A los padres se os permite elegir el nombre
de los hijos, incluso si la elección es caprichosa, y esta elección no es
caprichosa. Es un nombre común en su familia, lo sabes. Y yo estoy con el
albornoz. Me he duchado. Me había mojado con la lluvia.
-¿Mucho?
-Por completo.
-Estás loco. Cogerás una pulmonía. Si te pones enfermo, no cuentes
conmigo para cuidarte.
-Ya me has cuidado bastante.
-Nunca es bastante.
-¿Cuándo regresáis?
-El lunes por la tarde. No te preocupes, sabemos llegar solos a casa.
-No me preocupo. Y no te enfades conmigo. Sabes que te quiero y
que quereros es un privilegio y uno de mis entretenimientos favoritos.
-Zalamero. No sabía yo que el amor fuera un entretenimiento.
-Plasta, cascarrabias. Sé que envejeces porque te vuelves
cascarrabias. Cuéntame, anda.
Este turismo de Benidorm es un turismo de paletos, nos tratan como
a lelos, nos traen, nos llevan, como si fuéramos niños, como a viejos, no
somos viejos, leñe, no lo somos, aunque tú me llames vieja, no entienden
que podamos querer dar un paseo por la playa, tu padre y yo paseamos
por la playa, aunque playa queda poca, la han ocupado con edificios
altísimos que destrozan cualquier visión apacible del paisaje, no hay
paisaje, lo han destrozado, el horizonte es mar y edificios altos, es
Benidorm pero podría ser otro sitio, de la Costa Brava, Sitges, por ejemplo,
o del Caribe, todos igual de feos, esto es feo de narices, si no fuera por la
playa, es un turismo de actividades, arriba y abajo sin parar, hay
discotecas, discotecas y piscinas, no entienden la belleza de la desnudez,
la han de ocupar con edificios, cuanto más altos mejor, se han traído las
jaulas de Madrid a la orilla del mar, las vacaciones son discotecas, tu padre
y yo paseamos, nos gusta respirar el aire húmedo, ya lo sabes, aunque a
veces tenemos que participar en las actividades del grupo, ahora él se ha
quedado abajo con todos, mientras yo subía a hablar contigo, no se si
ligará y me pondrá los cuernos, como es tan guapo, hay una pendona que
no para de hacerle cucamonas, me lo quiere arrebatar, pero confío en él,
es buena persona, además, no se entera, nunca se enteró de que algunas
veces las mujeres le estaban lanzando indirectas. Si fuera menos tonto,
habría ligado con medio mundo. Nos lo pasamos bien. Tu padre es
divertido. Echa de menos su tertulia del café, aquí no ha encontrado a
nadie aficionado al ajedrez.
Mi madre quiere a mi padre. ¿Quieres mucho a papá? Pues, claro,
qué tontería, es tu padre y mi marido. Pretende decir que tienen algo
querido que comparten. Se aman ambos con esa especie de amor
antiguo, inquebrantable, que les hace mirar la vida como un tiempo
acogedor en el que, a veces, suceden cosas menos agradables, incluso
desagradables o dolorosas, que afrontan juntos sin fallarse.
Estoy leyendo ese libro. El que tanto me insististe. El de Almudena
Grandes(47). Me gusta esa mujer, es guapa. Muy guapa no es, mamá. Alta,
sí; muy guapa, no. Y muy buena escritora, también. Quiero decir que tiene
una mirada limpia y eso la hace bella. Eso sí. Parecen quererla los
personajes. Cuenta historias descarnadas pero no hay rencor en su relato.
Me gusta. Ya te contaré cuando acabe. Tengo sensación de angustia, no de
ahogo, de angustia, es angustioso el pasado cuando es inseguro. Nos lo
han contado mal y os lo hemos contado peor a vosotros.
Tu padre se ha traído a Landero(48), un libro un poco antiguo que
sacó de la estantería, pero no descifro su impresión, frunce el ceño y habla
en clave. Se sonríe de cuando en cuando. Le dije que no le gustaría. Él es
más de Paul Auster, aunque dice que últimamente se repite y siempre
cuenta lo mismo. Landero es para prosélitos. Hay textos más recientes que
esa primera novela. Oh, sí, me gusta, dice, pero su rostro es un enigma.
Parece una parábola de la vida como ficción, dice. La vida es una ficción,
marido. Y se sonríe. Ya lo conoces.
-Y acuéstate ya, descansa.
-De acuerdo, mamá.

Cuando mañana despierte no habrá pasado nada. En eso tiene razón


mi madre, quizá todas las madres, que repiten siempre ese argumento,
como una forma más de protección. Se trata de descansar, efectivamente.
Dormir y descansar. La vida es eso, está organizada de esa manera: dormir
y descansar, para dormir y descansar un día para siempre. Me resisto a
aceptar ese cuento, mamá. Siempre cerrando capítulos para poner “fin”
en el último capítulo. Qué gilipollez, dios mío, qué pérdida de tiempo, ni
siquiera nos está permitido disfrutar del trayecto, si es que la vida, vista
así, es un trayecto. Como si leer un libro, por ejemplo, o vivir no pudiera
ser un gozo, no lo fuera, sino un trabajo. Pero no es un trayecto. Toma
conciencia, se nos dice, no se nos pide que seamos conscientes. Esa
conciencia no tiene que ver con la consciencia, es decir, con el vigía
interno que nos mantiene despiertos, esa conciencia tiene que ver con la
amenaza externa, con el trabajo, ¡trabaja! El trabajo es la tarea de otro,
una tarea por encargo. La consciencia tiene que ver con el gozo de vivir,
eso dice Andrea, al menos, con no dejar pasar un minuto sin tomarlo en
cuenta, ese minuto, no el minuto de mañana, mañana es un dios esquivo
que nunca llega.
Lo importante no es el destino, sino el camino, el principio y el
camino. Sin principio no hay camino. El diluvio de cada uno.
Un día descubres que naciste, estudiaste la primaria, el bachillerato,
hiciste una carrera, anduviste jugueteando con chicos o chicas,
encontraste un trabajo, más o menos cómodo, con el que vives o
sobrevives sin problemas, tienes vacaciones, te compras libros, te compras
discos, te permites algún capricho, disfrutas a ratos, te casaste, tienes
hijos, los cuidas como se supone que debes cuidar a unos hijos, o sea,
nacen, hacen la primaria, estudian bachillerato, están sanos, reproducen
tus propias pautas, es decir, tú has hecho lo que la gente hace, lo que se
supone que debías hacer, hay un camino escrito, con unas reglas, se fija lo
que está mal o está bien, nadie discute las reglas, eso no está en el guión,
nadie pone en entredicho las reglas, haces lo que todo el mundo hace, es
que todo el mundo hace eso, seguramente de ese modo seas feliz, eso
debe ser la felicidad, la felicidad también está definida en las reglas, la
gente es feliz de esa manera, y de ese modo llegas al final de tu vida,
haces un resumen y un repaso y te dices: “Estuvo bien, fui feliz; cumplí
con mi papel y, en consecuencia, fui feliz”. Ya sé que hay gente que lo pasa
peor, en el guión también hay papeles menos afortunados, para esto hay
también una línea escrita en esas reglas: no seas desagradecido con lo que
te ha tocado y sé solidario, es decir, dales algo, una limosna, por ejemplo.
Lo importante: el guión te asigna un papel para ser feliz. Se trata de
cumplirlo a rajatabla. Tu destino. Y serás feliz.
Salvo que un día, uno cualquiera, al principio, en medio o al final,
surja una duda porque otro día quisiste desatar una tormenta, otro día
pensaste que la vida quizá no es un papel en un guión sino una locura, que
la felicidad en el guión no es felicidad sino ficción, feliz, pero ficción, que la
vida es de los locos, que la vida es lo que se es a cada instante, no lo que
se fue en el pasado o lo que se espera ser en el futuro, que has sido un
rehén o un esclavo, no de la vida, que ya sería malo, sino de una forma de
vivir o de sobrevivir, de sobrevivir es aún peor. Alonso Quijano, por
ejemplo, un día con cincuenta años. O Sancho Panza, también Sancho,
aunque su locura monte en rucio. No estuvo mal la lección de estos dos
manchegos estrafalarios.
Perdóname, Silvia: ¿qué derecho me asiste para decir que vienes hoy
estrafalaria? Que me perdonen, también, Quijano y Panza. Ojalá hubiera
más estrafalarios. ¿Por qué temer la pulmonía de un día en que la lluvia
me ha empapado?
La vida es un diluvio que empieza cuando estás todavía en el útero, y
no escampa hasta que no encuentras el camino, tu camino, hasta que tú
no encuentras tu camino.
Casarse, o formar pareja, o lo que sea, no es amar, querer no es amar,
amar es el camino, la locura es el camino. El amor es la clave. El amor no
es una distracción, mamá, sino la auténtica locura. La salida de Alonso
Quijano es un acto de amor. Quizás esa locura pase a tu vida costes muy
altos, seguramente, la vida del guión establecido es usurera con los que
bordean el guión o sueltan morcillas: te deja sin trabajo, te deja sin pareja,
te deja sin hijos, te deja sin lo que la gente hace, lo que todo el mundo
hace. Fuera del guión no eres nadie, nada. Eso dice el guión. Ahí el guión
es implacable. O eres un loco que habla. No se trata de hacer lo que todo
el mundo hace, se trata de hacer lo que tú necesitas hacer, para
encontrarte, porque nacer es perderse, la vida es un laberinto, y necesitas
reencontrarte, y cuanto antes lo hagas mejor, la vida es el reencuentro,
tienes que reencontrarte, la felicidad es el reencuentro, con la memoria
del pasado, con la eternidad, que no con el pasado. Necesitas la lluvia,
reencontrar la tormenta del principio, el diluvio con el que llegaste. Que
no encajas aquí, que no encajas allá, es porque esa no es tu vida, no
encajas en tu trabajo, porque ese no es tu trabajo, es un trabajo, te cansas
de aquella tarea, te sientes incómodo, pero no eres un inadaptado,
necesitas estar loco, está loco quien no va contra sí mismo, quien no
participa del rebaño, o sí eres un inadaptado, con frecuencia nos pasamos
la vida balando, te señalan como loco, pero esa locura es buena, porque
esa locura hace que seas tú. La locura está en el origen, es decir, en la
inocencia sin reglas.
Recuerdo la versión de Hans Christian Andersen del célebre cuento El
traje nuevo del emperador(49). Es la historia de un timo: dos truhanes que
se aprestan a fabricar un tejido que sólo no ven ineptos o tontos, según
ellos. Así que todo el mundo lo ve, porque nadie quiere pasar por inepto
ni tonto. Incluso el emperador, que se acabó vistiendo con aquella tela
inexistente y salió a la calle desnudo. Es una historia actual(50). Nos
rodean emperadores desnudos. O vestidos con el traje de la farsa, como si
fuera verdad la farsa. “Oh, precioso, maravilloso”, dijo del traje ficticio el
viejo primer ministro. “¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente!”,
exclamaba su séquito. Incluso dos ayudantes de cámara sostenían
imaginariamente la cola del traje imaginario. Y todo su pueblo: “¡Qué
precioso!”, sin atreverse a revelar lo que veían sus ojos. Hasta que un niño
exclamó: “¡Pero si no lleva nada!”. Y todo el pueblo: “¡Pero si va
desnudo!”, liberado ya de su estupidez miedosa por la inocencia del niño.
Otro quizá hubiera rebanado el cuello de aquellos farsantes que tan
aviesamente lo habían engañado, pero él prefirió sostener la farsa. Se dijo:
“Hay que aguantar hasta el fin”, y continuó su paseo más altivo que antes,
mientras los ayudas de cámara seguían sosteniendo la cola inexistente.
Sólo la inocencia puede ver la verdad y sólo el loco o el niño pueden
atreverse a publicarla. Aun así, mantendrán la farsa. Sólo el emperador y
su séquito persisten en mantener la representación de la farsa. Qué
importa la realidad. La realidad es la farsa. El rebaño bala o va del pasto al
redil. No hay locos en la masa.
Crecerá el niño y ya no será niño ni loco, y perderá la inocencia.
¿Quién dirá entonces que el emperador está desnudo? Más aún: ¿quién
dirá que sin emperador no hay farsa? ¿O que el problema es la farsa? La
ficción(51). La vida es una ficción. Abajo el emperador.
Fui niño y pretendí ser loco, pero me hice adulto. No me casé, pero
podría haberme casado, ni me compré una casa para cargar con la
hipoteca de marras, quién sabe por qué, quizá porque conservé una
última luz, o porque me atenazó el miedo, pero pagué un alquiler a veces,
e hice todo lo demás. Lo peor: me hice viejo con 40 años. Me hice viejo,
papá, mamá, Blanca, amigos. ¿Qué amigos? Un amigo es un contrato
tácito y yo he firmado pocos contratos de ésos. Los amigos son un
contrato sucesivo. Y caducan, como se extinguen los grandes amores
eternos. ¿Quién tiene amigos? No compañeros de viaje, amigos, es decir,
alter anima, la otra alma. Dice el marido de Blanca: si quieres conocer a
tus amigos, ponte enfermo o pide dinero. Es una visión mezquina del
mundo, aunque es verdad que el mundo es miserable. Nos hemos
convertido en miserables; con mucho esfuerzo, también es verdad.
Sostener la farsa requiere un esfuerzo considerable.
Nos hacemos viejos. Yo me hice viejo con 40 años. El rebaño nos hace
viejos. No te detienes un momento y dices: eh, un momento, ¿quién soy
yo?, ¿con qué tarea vine?, no la que me habéis impuesto vosotros, no sé si
ésa es mi tarea, ¿cuál es la tarea con que vine yo?, la mía, mi elección,
cuál es mi viaje, cuál es en realidad la estación de destino, si es que hay
estación de destino, que no la hay, no hay estación de destino. Hemos
convertido la vida en un AVE que nos lleva de una estación de destino a
otra, y a otra,... cuando la vida no tiene estación de destino, hay una clara,
tal vez, que es la muerte, pero, si lo pienso detenidamente, ése no es el
destino, ése es el resultado de no vivir. Somos viejos o estamos muertos.
Quien vive no muere y, si muere, no importa, da igual, carece de interés,
lo trascendente es la vida que se vive.
Nos pasamos la vida tras una estación de destino, una tras otra,
siempre un final, acabar con la niñez, con la pubertad, con la juventud, ser
adulto, acabar con la primaria, con el bachillerato, acabar con el trabajo,
acabar con las tareas de la semana para alcanzar el fin de semana, acabar
con el período de once meses del año para conseguir el mes de
vacaciones, acabar con la vida. La muerte también es una meta. Hay quien
paga un seguro de decesos para que le salga barata la muerte a la familia.
No tenemos tiempo para la vida, no disfrutamos de nuestra pareja, esa
que nos costó tanto tiempo y esfuerzo conseguir, ni de nuestro trabajo.
Tanto esfuerzo para alcanzar una meta y luego no la disfrutamos. No
disfrutamos de nuestros hijos. Hubo un esfuerzo especialmente duro y
largo que hicimos de niños, paradigmático: aprender a leer. La m con la a,
ma; la m con la e, me; la m con la i, mi,... Cuánto esfuerzo para aprender a
juntar las letras y luego nos pasamos la vida leyendo manuales,
prospectos, prontuarios, protocolos, guías, anuncios, etiquetas,... y apenas
encontramos tiempo para el gozo de leer, es decir, para lanzarnos de
cabeza a nuestro abismo interior y al abismo de los otros. Tanto para
tantas cosas que no entendemos ni disfrutamos. Los locos están proscritos
y la vida, sin embargo, debería alimentarse de locura.
Dios es el invento de los desvalidos. Cualquier dios. Todos los dioses.
Incluso los dioses profanos. El de la inquisición, el salvador, el dinero, los
mercados. Y Hitler y von Karajan. Dioses diversos que se alían con
frecuencia. Entre todos escriben el relato. Y los administran sus vicarios y
sus contables. Ser economista u obispo, es lo mismo. Ambos sostienen la
mentira del relato. “Tu eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi
iglesia”(52). Tú eres “Ω” y, sobre tu presidencia, edificaré la extorsión del
FMI hasta que dimitas.
Desvalido es el menesteroso, es decir, el que carece de pan o ideas, el
extraviado en el mundo. ¿Qué hago yo aquí, dios mío?, y, al preguntarlo,
invoco a dios, lo invento y me declaro incapaz para hallar una respuesta.
Yo soy el cordero de dios, dice el hijo de uno como respuesta,
entregándose. Háganse recortes presupuestarios, se dice a los hijos de los
hombres, también como respuesta, para esclavizarlos. Y todos en
comandita: ganarás el pan con el sudor de tu frente, parirás con dolor y
harás cola en el INEM(53).
El mundo no necesita dioses, ni sacerdotes, ni líderes, no necesita
cuentistas, necesita protagonistas, que cada uno escriba su propio relato,
locos que se manchen, personas capaces de encontrar por sí mismas sus
destinos, de encontrar respuestas y de hacerse preguntas, las preguntas
siempre después de las respuestas. Quien borra el relato imperante, quien
borra de un plumazo este mundo, quien acaba con él encuentra su
camino, la felicidad no es el destino, la felicidad es el camino, no se va
hacia la felicidad, somos felices, no vamos hacia, somos. Dice dios de si
mismo a Moisés desde la zarza ardiendo, antes de iniciar el éxodo: yo soy
el que soy(54). Qué puñetero. Yo soy el que soy, porque todos somos
dioses.

Yo soy el que soy, repitió Gabriela, soltó una carcajada y estuvo


riendo un largo rato, con una agitación tal que hacía temblar toda la cama
y enaguachar sus pupilas. Yo soy el que soy. ¿No eras Alonso? ¿O es que
Alonso es un nombre de dios, como Neptuno o Baco, por ejemplo? No me
jodas que me estoy acostando con un dios y no me había enterado. Es un
nombre(55) de nobles. No sé por qué me lo pusieron.
Ya me lo contarás luego, dijo, enjugándose las lágrimas con el borde
de la sábana. Si eres dios, dímelo más tarde. Ahora no estoy preparada
para encajar la noticia. Quién sabe si yo no sea María Magdalena. Yo soy la
que soy. No suena igual. Le pasa como al fulano y la fulana, no significan lo
mismo. Yo soy la que soy, podría sugerir nexos reprobables con la calle
Montera(56). Rió de nuevo. Se incorporó. No te levantes todavía, añadió
tras un paréntesis, te invito a cenar. Voy a preparar algo. Mi hijo estará
fuera toda la semana, en Londres, se ha ido con unos amigos
aprovechando la semana blanca. Te puedes quedar toda la noche, me
gustaría que te quedaras, quiero saber cómo es hacer el amor contigo a
primera hora de la mañana.
Nunca la había visto de espaldas y desnuda. Se parecía así a una de
las ninfas orondas de un Brueghel(57), lo recordaba porque figuraba entre
los de Rembrandt(58) en su exposición en El Prado que habíamos visitado
juntos. Siempre soy yo quien se incorpora y va raudo a la ducha. Luego
aparece ella con una bata ligera y mi ropa en la mano. Me alarga la toalla,
sécate bien el pelo, repite siempre, no vayas a constiparte, te quiero aquí
la semana que viene. Como un clavo. Me visto, salgo al descansillo,
intercambiamos un beso que lanzamos al aire con la mano y tomo el
ascensor. Seguimos a rajatabla el manual de los amantes. Alguna vez
hemos ido al cine o a una exposición, la última en el Matadero, un centro
pseudoalternativo del ayuntamiento de Madrid. Nada más. Tengo la
sensación de haberme cruzado alguna vez con su hijo en el portal o en la
calle, cuando regresa.
-¡Gabriela! -la llamo a gritos-, cierra la ventana, por favor. No quiero
coger una pulmonía ni frío en las lumbares. Eres médico y sabes mis
precauciones.
-Cierro -y me mira como si me perdonara la vida.
Gabriela no suele tomarme muy en serio. Supongo que no le intereso
por lo que pienso, sino por mis prestaciones en la cama. Banaliza cuanto
digo. O desacraliza, ella dice que desacraliza, nada es tan importante
como para tomárselo en serio, afirma convencida. No hay idea que
merezca ser encerrada en un sagrario o una sacristía. Este mundo está mal
porque nos lo tomamos en serio. Estamos mal porque hacemos una
lectura trágica de la vida. Ella sabe mucho de eso: su marido murió
corroído por un cáncer atroz. La vida es una broma, repite, y puede
convertirse en broma de mal gusto si nos la tomamos en serio, ya
sabemos que acaba mal necesariamente, con la muerte del protagonista.
No te tomes a ti mismo tan en serio. Nadie más lo hace. Lo he leído
en alguna parte. No le saques tanta punta al lapicero o te quedarás sin
lapicero sin haber escrito. También lo he leído. Chico, es que te lo tomas
todo por el lado trascendente, siempre dándole vueltas a las cosas. Aquel
día habían asaltado nuestra conversación el sentido de la vida y, por ende,
los dioses que nos la esclavizan, como este día de aguacero. Menos mal
que cuando estamos en el “asunto”, estás en el “asunto”. No me quejo del
“asunto”. Y esbozó una sonrisa maliciosa. Cuando dice “asunto” pone un
énfasis que cambia el significado de la palabra.
Mi marido murió, Alonso. Lo amé profundamente. Página pasada.
Desde entonces sólo tengo una ocupación: mi hijo. Cuando mi hijo ya no
me necesite, veré qué hago. Igual me vuelvo a Argentina y me instalo en
un tabuco perdido en la Patagonia. Siempre he querido contemplar las
estrellas y en la Patagonia abundan las estrellas. Te llevo conmigo, si
quieres, te vendría como anillo al dedo. O me voy a Finlandia para no
dejar de ver el sol durante seis meses. O suplico a la Fundación Vicente
Ferrer un hueco para trabajar con ellos de médico en India o donde sea. A
esto no te llevaría, aquí no estarías cómodo. Qué sé yo. No tengo ni idea,
no me preocupa el futuro. Por eso no pido nada. A ti, tampoco, que
apareces y desapareces sin avisar. ¿Desde cuándo nos conocemos?
¿Cuatro años? Eres divertido a veces y resultas aceptable en la cama, por
eso te sobrellevo bien. En este momento, con vosotros los hombres sólo
me interesa la cama, una conversación y la cama. En otro caso, te habría
mandado a hacer puñetas hace tiempo.
-Anda, coge el mazo y golpea esos filetes. Voy a hacer unos
escalopines al oporto.
Hacía un rato que me había sentado en un taburete y la miraba hacer
sobre la encimera de la cocina. Fregaba cacharros y preparaba lechugas y
brotes para una ensalada.
Supongo que no soy la única. Tú sí eres para mí casi el único. No
entendí el adverbio casi. No quiero compromisos y tú garantizas la
ausencia de compromisos. En ese sentido, para mí, perfecto. Lo contrario
que para otras, supongo, que huirán de ti despavoridas. No me extrañaría
que llegaras tarde a todas las relaciones.
-¿Huir? ¿Por qué habrían de huir de mí las mujeres?
No lo sé, piénsalo. Yo sólo hago conjeturas. La gente quiere
estabilidad y tú no garantizas estabilidad. Tú desapareces de la noche a la
mañana, no sé si por falta de interés o por miedo, supongo que por
miedo, aunque a la gente le da igual la razón, lo que importa es que te
desvaneces como el agua entre los dedos. De repente, nada, una contigo
no tiene nada. Y, en el fondo de tu corazón, es posible que necesites lo
contrario.
Tengo la impresión de que piensas demasiado las cosas. El sentido de
la vida... No hay que pensar. O pensar menos. Hay que sumergirse en las
cosas. Tú piensas demasiado. Corremos el riesgo de quedarnos
observando y convertirnos en observadores eternos. La mujer de Lot
debiera servirnos de parábola. El observador se pierde el espectáculo de
la vida. La vida también comporta el riesgo del fracaso. Algo puede salir
mal. Mírame a mí. Siempre hay algo que puede salir mal, pero mereció la
pena hasta entonces. Incluso, después, con el dolor también merece la
pena.
-Te contradices.
Seguramente. Es que yo no soy una diosa. Los dioses como tú no
tenéis ese problema. Pero estáis solos. Tengo la impresión de que estás un
poco solo. El problema de dios, Alonso, es que está solo. No está solo
quien entiende a los otros y es entendido por los otros, mal que bien, pero
entendido. A dios no pueden entenderlo los hombres ni las criaturas
celestiales, como los ángeles, está en otro plano. Dios no entiende a los
hombres. Aunque sea su invención. Los hombres corren riesgos, dios es
todopoderoso. Por eso está solo. La fragilidad y el error nos hacen
humanos. Eres frágil y tierno, permítete un error.
-No te entiendo.
-Porque eres dios. No, disculpa. Digo que estás solo, Alonso, coño,
estás solo. Nuestros encuentros son como el tratamiento de un síntoma,
pero no abordas la raíz del problema. Permítete una equivocación.
-Es probable que esté solo. Todos estamos solos, aunque no todas las
soledades son iguales. Y es probable que me haya equivocado muchas
veces.
-Yo hablo de fracaso, Alonso, no de un traspié, hablo de una buena
trompada que te deje hecho unos zorros.
Cortaba los filetes en trozos regulares de no más de dos bocados.
Luego los enharinaba ligeramente y los dejaba aparte.
-Pélame esas dos patatas. Lávalas bien y sécalas. Voy a caramelizarlas.
Piensa. Búscate en el pasado, recuérdate. Sabrás si has estado solo o no.
Te debes una respuesta.
Son un poco grandes estas patatas. ¿Las corto en trozos medianos y
las pongo a cocer en un cazo? Media cocción, claro. También las podemos
cocer en el microondas si las cubrimos con una lámina de plástico. En el
microondas, vale. Ahí no se desmenuzan.
Pienso.
Tendría que contarte mi vida y no sé si tengo valor para eso.
-No tienes valor, Alonso. Ése es el problema. Los hombres no tenéis
valor para nada, coño, sois cobardes.
-No sé muy bien lo que quiero.
-No sabes bien lo que quieres, te falta valor, no sabes lo que
necesitas, si es que necesitas algo, todos necesitamos algo, a los demás,
por ejemplo. Para librarnos de la angustia que nos produce la soledad
ontológica. Por eso dices que te has vuelto viejo. No estás viejo, estás
despistado. Todos nos despistamos a veces. Agita esa inocencia que llevas
dentro, a ver qué sale. Eres majo, ¿no te lo había dicho antes? Te falta un
puntito para ser estupendo.
¿Por qué estamos donde estamos? ¿Ves? La pregunta: ¿por qué
estamos donde estamos? Coño, muévete y estarás en otra parte. Entonces
entenderás por qué estabas en ese sitio.
Puso los brotes y lechugas en el escurreverduras, los lavó en el chorro
del grifo y los pasó a la centrifugadora. Giró enérgicamente el manubrio y
los trasladó a un bol. Puso un poco de aceite de hojiblanca, vinagre
balsámico y unos granos de sal gorda. Las gotas que resbalaban por las
hojas parecían lágrimas negras.
Aquella semana la pasamos juntos, quiero decir en su casa. Yo iba a
trabajar y luego regresaba a su casa. Hasta el domingo a primera hora de
la tarde, que ella fue a buscar a su hijo al aeropuerto. Había recogido unas
mudas en mi casa, un pantalón, unas camisas y una chaqueta. ¿Hasta
cuándo?, preguntó mi madre. Hasta el domingo, supongo, no más, ya me
verás. E hizo el gesto indefinido de siempre.
Esto sucedió en la última o penúltima semana de febrero. O quizá no
fuera en febrero, sino en diciembre, y no fuera la semana blanca, sino
navidad. No recuerdo que lloviera. Desde entonces no he vuelto a ver a
Gabriela, he hablado con ella pero no la he visto. Una semana es
demasiado tiempo en ocasiones, la medida de algunas relaciones es la de
un día a la semana, nada más, el lunes, por ejemplo.

Verás, Gabriela.
Dijiste: piensa. Aunque me acusabas de pensar demasiado. Piensa. A
pesar del reproche tácito. No pensar es morir, dejarnos llevar por el relato
que del mundo y de nosotros hacen ellos, los otros, es decir, el emperador
y los truhanes. He estado pensando estos meses. Hoy. Con la tormenta del
día de hoy he reflexionado. Es decir, he indagado en mi interior tratando
de encontrarme. Algunas de las cosas en las que hoy he pensado las decía
aquel día contigo en la cama. Dijiste: estás solo. Y añadiste: careces de
valor. Quizá querías decir: careces de valor suficiente para reconocerlo. No
querías decir: piensas demasiado. Querías decir: te quedas en el
pensamiento, en la deliberación, no traspasas su frontera, sólo merodeas
por la cabeza. Hoy me he dejado llevar y me he calado hasta los huesos.
Nunca pensamos demasiado, Gabriela; pecamos, en todo caso, de pensar
poco. Más por defecto que por exceso. Y nunca escuchamos al corazón,
que es otra forma de pensar. Quizá debería pensar más con el corazón. El
pecado es no traspasar la frontera del pensamiento, no entender lo que
estás pensando, no atender el mensaje del corazón, sístole, diástole, no
entender, eso, no entender, no tomar decisiones. Uno está averiado, de
acuerdo, con frecuencia estamos averiados, se observa, se examina, hace
el diagnóstico y decide poner manos a la obra con la reparación
apropiada. Como un vehículo en el taller. De las tres fases (observación,
diagnosis, reparación), he pasado demasiado tiempo en la primera,
Gabriela, eso querías decirme tú.
Con las ideas hay que pasar, de la fase mística y contemplativa, al
terrorismo, eso querías decirme tú. Las ideas, como la poesía(59), o son
armas o no son nada(60).
El lunes descubrí al levantarme una laguna en la memoria del
domingo. No recordaba nada del domingo. Dios mío, nada. Del 15 de
noviembre de 2009 no parecía haber nada guardado en el cerebro. ¿Qué
somos sin la memoria, Gabriela? Aún sin la memoria de un día sólo. Nada.
Sin la memoria no somos nada. Búscate, habías dicho, indágate en el
pasado. Supongo que también querías decir: escúchate, mira hacia tu
interior sabio.
El domingo, tras la comida, mientras Andrea retiraba la mesa y
terminaba de recoger la cocina, pulsé el botón -1 del ascensor para buscar
no sé qué en el trastero, unos fotos antiguas, creo, de las que habíamos
hablado entre plato y plato. Alcancé el baúl del techo del armario, me
senté en el suelo y crucé las piernas. Ahí perdí la noción del tiempo.
Cuando regresé a casa había anochecido y Andrea navegaba en la red. Creí
que habías salido a dar una vuelta. ¿Un paseo solo? ¿Por qué no? Uno
necesita a veces dar un paseo a solas. Claro. Ciertamente, bajé y estuve
dando una vuelta por la memoria. Regresé empapado, como hoy me ha
empapado la lluvia.
No sé si en un féretro o en una naveta cabe la muerte, pero en un
baúl sí puede caber una vida. Una vida corriente, sin importancia. Un
héroe o un villano ocupan menos espacio. Apenas un rótulo. Eso suele ser
todo.
En mis cambios de casa, aparte de un puñado de libros, otro de
discos, la ropa de temporada, cargo con mi baúl de residuos. Como esta
vez no cabía en el piso, lo bajé al trastero del sótano. En los trasteros se
suele sepultar el pasado, cuando no se tiene valor para deshacerse de él.
Yo no quiero deshacerme del baúl ni sepultarlo; al contrario, lo nutro de
cuando en cuando. Le tengo respeto al pasado; más que al pasado, a la
memoria: soy lo que he sido todos estos años. Mis errores y mi
desmemoria, también.
La memoria no es una carga, sino la comprensión y la asunción del
pasado. El pasado es una carga cuando no se convierte o no sabemos
convertirlo en memoria.
Bajé para buscar unas fotos y bajé, de paso ya, para guardarlas, un
puñado de entradas, anotadas, como siempre, con una fecha, un nombre
-la persona que me acompañaba- y una o dos palabras para definir la
película, la exposición o el espectáculo y condensar la impresión, la
emoción o la compañía. Y me encontré de golpe con toda la vida pasada
delante. Exactamente lo que anduve buscando los últimos meses como un
sonámbulo. Toda de repente allí delante. Subí, me preguntó Andrea si
había salido a dar una vuelta, tomé un yogur y me fui a la cama. Andrea
siguió navegando. Voy enseguida, dijo. Tendrás que cenar. Tomaré algo, sí,
y voy enseguida. También me dormí de repente y el lunes ya no recordaba
nada, se había borrado el domingo. La lluvia de hoy ha desparramado de
nuevo ante mí el contenido del arca.
Tenías razón, Gabriela.
Me debía una respuesta. Nos debemos respuestas. O nos debemos
preguntas, prefiero decirlo de esta manera, porque el problema siempre
es la pregunta, la respuesta está a mano siempre ante nosotros, una vez
se ha formulado bien la pregunta. El problema es la pregunta correcta. Y
esa es la deuda.
En ello estoy.

Alonso es un apelativo propio de locos, Gabriela. Mis padres


debatieron nombres antes de mi nacimiento y, al no ponerse de acuerdo,
se lo jugaron como amigables tahúres a los chinos. Ganó mi madre.
Estaban tomando una cerveza con berberechos en Ferreras(61). ¿En qué
nombre has pensado?, dijo mi padre, porque ya lo tienes pensado, seguro.
Te conozco, compañera. Adivina. No sabemos si será niño o niña. Será
niño, afirmó tajante mi madre, que de eso sí estaba segura. Lo han
contado tantas veces que tengo la sensación de haber oído la voz de mi
madre desde su vientre: será niño, ya está. Y su nombre será... ta-ta-ta-
chán. No lo dijo hasta el día del parto.
Fue niño. Alonso. Como el lunático personaje de Cervantes. Chist,
puso el dedo sobre sus labios con el recién nacido entre sus brazos, sin
comentarios, que tú le habrías cascado cualquiera de los nombres del
genio y no me veo yo llamándole Wolfgang(62) o Amadeo al muchacho.
Además, es un nombre redondo, castellano, suena bien y no admite
diminutivos, no hay nada más tonto que nombrar a un niño con
diminutivos. No me quejo, me gusta. Alonso. Está bien. Primavera de
1970. Aries, perro y serbal, de acuerdo con los horóscopos común, chino y
celta, respectivamente, una mezcla interesante.
Wolfgang Amadeo o Alonso, los libros sobre la mesa camilla o los
discos sobre la tapa del tocadiscos. Desde que tengo memoria siempre
han estado sobre la mesa camilla del salón dos tomos blancos de la
editorial Taurus, con la tipografía negra: primera y segunda parte del
Quijote, que mi madre solía leer con frecuencia, un capítulo al azar o
elegido en virtud de la circunstancia, a veces un párrafo nada más. Y
durante muchos años hubo también, sobre la tapa del tocadiscos, la funda
amarilla y negra con el disco de la 6ª sinfonía de Beethoven, o Pastoral,
dirigida por von Karajan con la sinfónica de Berlín. Muchos días ponía mi
padre algún corte al regresar del trabajo, porque nada le relajaba más,
decía, que aquellas sonoras escenas de paz campestre dirigidas por el otro
genio.
Un día curioseaba en la enciclopedia de “Genios de la música
universal de todos los tiempos” cuando descubrí lo que entonces me
pareció un secreto. Decía: «En marzo de 1935, von Karajan se afilió al
partido nazi y su carrera recibió un gran impulso. Dirigió la Orquesta
Filarmónica de Berlín y la Ópera Estatal de Berlín...». Y más adelante:
«Adolf Hitler recibió con desdén al afamado director tras equivocarse en
la dirección de Die Meistersinger von Nürnberg(63), en un concierto de
gala para los reyes de Yugoslavia en 1939. Al dirigir sin partitura, von
Karajan se perdió, los cantantes se detuvieron y la cortina se rasgó en
medio de la confusión. Furioso, Hitler ordenó: “Herr von Karajan jamás
dirigirá en Bayreuth(64) mientras yo viva”, y así fue. Karajan trató de
borrar el bochornoso incidente, que seguramente salvó su carrera en la
posguerra». Se lo mostré a mi madre. Chist, dijo, ni se te ocurra contárselo
a tu padre, a lo mejor no lo sabe, a los dioses y a los ídolos también hay
que protegerlos de sus errores, y éste es un dios para tu padre. No me
merecen respeto los dioses cómplices del poder. Aunque, entre dioses y
vicarios, son peores los vicarios. Esto no se lo dije a mi madre, porque no
me atrevía entonces a irreverencias tan grandes.
Mi padre me contagió su melomanía, a pesar de la mancha de
Karajan. Y mi madre me enseñó a leer. Ambos me traspasaron su infinito
amor por los libros. Desde la niñez todos mis recuerdos están
contaminados de música y libros. No de personas, aunque también, sino
de libros y discos, sonidos e historias. Mira, decía ella: érase una vez,
comenzaba así siempre aunque empezara de otra manera el relato, era su
muletilla, y me narraba historias fantásticas, hasta que empecé a leerlas
por mí mismo. O atiende, decía mi padre, llevándose la mano izquierda
hasta su oreja, cuando ponía sus vinilos por la tarde en el tocadiscos.
El día que acabé COU(65) cogí el primero de aquellos tomos de la
mesa camilla. Podría haber elegido cualquiera otra de las ediciones de la
estantería, había -hay- muchas, incluso una descuajeringada que mi
madre rescató de entre un montón de libros abandonados en un patio de
Andrés Mellado, pero preferí ésta. Un día alguien le había avisado del
abandono y ella redimió del trapero aquel grueso tomo medio deshecho
con las dos partes, junto con otro, igualmente despedazado, de Lettres de
mon moulin(66), en francés. De entre los muchos libros desechados del
motón, optó por salvar estos dos, nunca le pregunté el motivo. ¿Por qué
no los otros, alguno de los otros?, aunque no sabría hacer una lista del
resto. Años después, cuando leyera el pasaje del fascista quemando libros
en Manuel Rivas(67), sentiría un extraño escalofrío rememorando la
escena del rescate.
Así pues, el primer día del verano del 87 me apoderé del tomo I de los
dos blancos de la mesa camilla y comprendí el secreto y la mágica razón
de mi nombre. Leyendo las aventuras del perturbado sublime, me entendí
mejor y conocí mejor a mi madre. El nombre es la clave del hombre. ¿O es
al revés?
Ella había elegido dejar el trabajo en la notaría y cuidarme durante
mis primeros años, por mi insuficiencia renal crónica de nacimiento, decía,
porque entre ella y mi padre se crearon un sentimiento de culpa
exagerado. Nuestra educación judeocristiana suele confundir
responsabilidad y culpa habitualmente. En realidad, creo que el destino
encontró un atajo para que las cosas fueran diferentes de lo planeado. Yo
ya no tendría hermanos y ella no se jubilaría como empleada de notaría,
como se jubiló mi padre. Ella se ha jubilado como maestra. Y ha sido feliz
todos estos años, aunque aquel primer sentimiento de culpa la
atormentara, como atormentó a mi padre, durante mucho tiempo.
Pensaron que los genes habían sido culpables. Y ellos también
personalmente, como portadores, y por no tomar en cuenta el sueño de
mi padre en los últimos días antes del parto.
Los riñones juegan un papel esencial en el cuerpo, había dicho el
médico tras el primer reconocimiento, son sus filtros, ayudan a controlar
los niveles de agua y a eliminar impurezas mediante la orina, además de
contribuir a regular la tensión arterial, la producción de glóbulos rojos y
los niveles de calcio y minerales. Con Alonso no hemos tenido suerte y no
se han desarrollado adecuadamente: no funcionan bien, es genético,
pero, no me miréis de ese modo, no sois culpables los padres, no podíais
prevenirlo. Echarle la culpa a dios, si queréis, o a la naturaleza, estas cosas,
a veces, pasan. Estamos ante una insuficiencia renal crónica, pero no será
eterna, la corregiremos, necesitamos paciencia, pero la corregiremos.
“Esta enfermedad no es para la muerte, sino para la gloria de dios,
para que el hijo de dios sea glorificado por ella”(68), le dijo uno de los
curas de Santa Teresa, que entonces mi madre iba a esta iglesia, más
alejada que San Cristóbal en el Parque Móvil(69), ésta muy cerca de casa,
pero así daba un paseo, todo se resolverá con la ayuda de dios si es su
voluntad, hay que aceptar la voluntad de dios, añadió, y se cambió a Santa
Feliciana, cerca de Olavide. Hacía tiempo que sus amigas le habían
hablado de esta parroquia, construida en un garaje, donde se usaba un
lenguaje moderno, pensando en los pobres y en la gente de la calle. Ella
era entonces del Concilio Vaticano II y de la Populorum progressio. Mi
padre hacía mucho tiempo que no iba a ninguna parte. Se había vuelto
descreído, decía mi madre. Ella sólo iba a misa los sábados por la tarde y,
desde su jubilación, ni a misa va, como mi padre, quizá se ha vuelto
también descreída. ¿Descreída? No. Sigo creyendo en mis cosas. Es que ya
no soporto el discurso de quienes se pretenden dioses por encima del dios
de la oración del huerto. Juan Pablo II y, sobre todo, Benito XVI se creen
dioses, cuando no son sino sicarios de Anás, jefes de escribas y fariseos. A
mi madre siempre le pareció más importante la oración del huerto, donde
Jesús acepta su destino, que la propia crucifixión, donde el destino está
resuelto. Lo primero es la libertad, el acto de decidir, aunque eso conlleve
la muerte.
Nunca nadie se ha podido sentir más observado, cuidado y protegido
que yo hasta que fui al colegio con seis años, para empezar la EGB.
Acabará siendo el príncipe del guisante, dijo un día mi padre, no sé si nos
estamos pasando, si tú te estás pasando. Se refería a mi madre. Para
entonces, estaba curado.
No sé qué habría sucedido si no hubiera sanado por completo. Para
mi madre era su carga, o su karma, como lo llaman otros. Pero sané. Y ella
había estudiado magisterio en Rufino Blanco, que era colegio público y
escuela de magisterio entonces, y está al lado de Escosura, en General
Álvarez de Castro, y aprobó las oposiciones. Acabaría pronto de maestra
en el colegio público Asunción Rincón, en Islas Filipinas, muy cerca de
casa, a quince minutos de paseo, a diez, si era apresurado. Siempre diría
que esa fue la decisión más importante y más enriquecedora de su vida.
Ser maestra no fue un empleo, sino una forma de vida, ahora que tantos
se toman la enseñanza como un asunto de funcionarios. Ella prefería decir
profesora, la que profesa(70), en lugar de maestra, porque de ella fueron
maestros sus alumnos toda la vida.
Pareces un obispo, querida, le decía con sorna mi padre, porque se
acercaban a ella corriendo los niños, y luego más tarde también los
muchachos, de sus cursos para saludarla, cuando paseábamos o nos
encontrábamos con ellos en el supermercado. No me compares con los
fariseos, marido. Lo decía por los besamanos de tus alumnos. Fue cuando
descubrí los celos. A ellos les tengo cariño; a ti, te quiero, me dijo un día
sin venir a cuento. No puedo excluir a nadie, todos sois importantes en mi
vida.
No quiso cambiarme de colegio, aunque lo podría haber hecho. Yo
soy tu madre, he sido durante demasiado tiempo tu profesora, es hora de
que sea sólo tu madre.
Solía repetir un poema de José Agustín Goytisolo para resumir toda
esta parte de su existencia, la más larga. Secreto se titula. Reza así:
Antes yo no sabía
por qué debemos todos
-día tras día-
seguir siempre adelante
hasta, como se dice,
que el cuerpo aguante.
Ahora lo sé.
Si vienes conmigo
te lo diré.

Me recuerdo solo de niño. Quiero decir con poca gente alrededor,


salvo mis padres y los compañeros de juegos. Como todos o casi todos los
niños en estos tiempos, supongo. O como todos los seres humanos. Esto
está organizado para que estén solos los niños. Y para que, más tarde o
más temprano, se acaben quedando solos los adultos. Aunque quizá
debiéramos decir aislamiento. El aislamiento es una imposición. La
soledad es la identidad de los hombres, parte de su esencia. No entiendo
por qué propendemos a convertirla en algo trágico. ¿O estamos hablando
de desamparo, consecuencia del aislamiento, y desolación, en último
caso? No de soledad, sino de desamparo y desolación, que no es lo
mismo. Porque solos estamos, todos estamos solos en medio del universo.
Desde cualquier punto de vista.
La soledad como estado o como sustancia, es cuestión de analizarlo.
Como emoción o como esencia. Otra vez, Alonso, otra vez, aparca el lápiz
y el sacapuntas, como fruto o como raíz, por favor, deja que las cosas
sucedan. La paz se produce cuando permitimos que las cosas sucedan, no
que otros las perpetren, sino que ellas sucedan.
Si uno tiene amigos de juegos durante la niñez, tendrá amigos de
adolescente, luego de joven y, finalmente, de adulto. Es un proceso en el
que uno socializa su trayecto. Yo he tenido pocos amigos. Buenos, me
parece, pero pocos. Apenas tuve amigos de niño. La imagen de mi niñez es
el salón, la protección de mi madre, los libros durante el día y la música
luego, cuando llegaba mi padre, el parque a última hora de la tarde. Hasta
que comencé a ir al colegio San Cristóbal. Entonces aparece la imagen del
patio, los árboles y el griterío, la pelota de plástico, las carreras. Las clases
particulares de inglés, martes y jueves, el yudo, lunes, miércoles y viernes,
en el gimnasio de Donoso Cortés, y las clases de natación, tras el inglés, en
la piscina cubierta del Canal de Isabel II. Inma, un verano, con ocho años,
ocho o nueve años, cuando ocuparon una vivienda de alquiler junto a la
nuestra, mientras les entregaban su nueva casa en Aravaca.
Recuerdo un beso furtivo, sólo uno, un día cuando ella ya se despedía
con su mastín.
¿De qué me queríais proteger? Los días de tormenta, cuando papá
me llevaba hasta la ventana y me decía “Mira” para que viera la lluvia
golpear los cristales, ¿qué quería decirme? ¿Era un reto o una
advertencia? Uno ya transporta su carga de miedos, esos bastan, no
necesita los vuestros, estorban, cada uno los suyos. Vivir es un desafío y
no se puede vivir sin riesgos. ¿Por qué, entonces, además, el miedo? ¿Os
queríais proteger de vuestra culpa imaginaria? No era necesario hacerme
cargar con ella. Otra vez el nefasto pecado original cristiano. A veces
pienso que el mayor peligro para un niño es su padre y su maestro, de
ellos habría que protegerlo. ¿Por qué hablas así de nosotros? Eres injusto
y me haces daño, me duele oírlo. No hablo de vosotros; sí, hablo de
vosotros. Entiende, mamá, quiero decir que la educación debería servir
para librarnos de los miedos y, sin embargo, los aumentáis, los cronificáis
añadiendo los vuestros. La educación no es liberación, sino construcción
de una cárcel, no descubre, no trata de romper las paredes de la caverna,
sino que las refuerza, no airea, sino que oculta y deforma, os asusta lo
desconocido que hay ahí dentro del niño. La educación consolida la
caverna en que caemos al nacer. No agitáis las tinieblas para hacerlas
desaparecer sino para asustarnos.
La educación debería expulsar los miedos y sacar a la luz al niño que
llevamos dentro, pero es lo contrario. Se nos domestica. Tú lo has dicho.
Tú has dicho que se nos domestica como a los perros. No puedes mear
ahí, no puedes cagar allá, no puedes comer de esto, es la letanía del perro
y la mía, para, al final, convertirme en dependiente del mundo que quien
da las órdenes ha organizado. ¿Y si ese mundo no me gusta? Ya te lo digo:
no me gusta en absoluto. El pobre perro no tiene opciones, yo reclamo el
ejercicio de mis opciones. Habría que despertar al sabio. Todo está en
nosotros y ante nosotros, sólo nos falta verlo. No me lo cuentes, ayúdame
a descubrirlo. Aprender no es llenarse de información, conocer no es
llenarse de datos.
A Sócrates no lo mató la cicuta, sino el destierro. Y lo enterraron los
funcionarios. La educación se ha convertido en una conferencia en un
aula. Se convirtió en eso hace mucho tiempo. Desde que el saber mudó en
patrimonio de unos pocos y, por lo tanto, en un peligro. E inventaron
lenguajes para encriptarlo. Quien tiene una enciclopedia en la cabeza no
es más sabio que un iletrado. “Otra vez os digo que es más fácil que un
camello pase por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de
dios”(71). Quien dice rico dice ilustrado. Lo que hoy premiamos es la
acumulación de datos. Es más fácil hallar un sabio en un iletrado, la
sabiduría tiene que ver con la inocencia y no hay nada más inocente que
un iletrado o que un niño.
Sales a la calle y te puede caer la cagada de una paloma o un
fragmento de un meteorito. Lo primero te mancha, lo segundo puede
matarte. Lo normal es que no caiga nada. Lo peligroso es el temor a la
amenaza. Se acaba temiendo al futuro, cuando el futuro no es nada. Ya lo
escribió otro poeta: se hace camino al andar.
¿Por qué se callan los jóvenes en este tiempo? Algún día levantarán la
voz y tomarán algunos su protesta o su exigencia como una amenaza. Sólo
debería haber silencio en los cementerios.
-Dame un abrazo, mamá.
Por ósmosis de amor se aprende. Es posible que sólo el amor nos
haga sabios. No es más sabio quien almacena más datos, sino quien es
más generoso.
Ese es tu problema, Alonso, que no te dejas amar, sales corriendo. No
me refiero a ese amor, Gabriela, sino al amor. Yo también hablo de amor,
Alonso. ¿No te abrazó tu madre? Me abrazó. Mucho. Y mi padre. Me
gustan los abrazos. ¿Te gustan? ¿O los temes? Quizá los temes tanto como
los necesitas.
La gente de hoy está necesitada de abrazos.
Yo tenía más obligaciones que mi padre, un niño de siete u ocho años
trabaja más horas que su padre. ¿Por qué vivir es llenarse de
obligaciones? De cargas.
Estaba gorda la profesora de inglés, ¿eh, papá? Estaba sentado junto
a las hojas entreabiertas del balcón, por donde se colaba una bocanada de
aire. Era verano. Yo acababa de regresar de Irlanda: una pérdida de
tiempo con el idioma, todos españoles, hablábamos en español, nos
entretuvieron con labores en la granja. Nos había engañado una de las
mafias de idiomas del verano. Levantó la cabeza: no sé a qué te refieres. A
la profesora de inglés de Vallehermoso(72) cuando niño, que estaba
fondona. ¿Qué tiene que ver? Nada. Generosa en carnes, decís ahora. Yo
tenía una sonrisa maliciosa. ¿Qué tiene que ver? Nada. Gordo, negro,...
¿por qué convertir las palabras en un estigma? Ya sé que es una
observación discriminatoria, pero su exuberancia era otra forma de
agobio. Oprimía el idioma y su presencia. No entiendo la obstinación por
tenernos ocupados. Hay campañas contra la explotación infantil, debería
haber campañas contra la obcecación por la ocupación infantil.
No entiendo la obsesión por el idioma del imperio, si no esconde
sumisión, y tan poco cariño por el idioma propio, tan vapuleado. No sé
qué quieres decir. Quiero decir que cada vez hablamos peor el castellano.
Español. Castellano. Español también es el catalán, el gallego y el vasco. Y
el andaluz, si me apuras, ya que consiguió la carcunda llamar idioma al
dialecto valenciano. Los británicos dicen inglés, todos decimos inglés.
Nuestro empeño en llamar español al castellano revela un sentido
imperial provinciano, casi paleto, excluyente, la historia del centralismo
reaccionario. La gente dice español. La gente, la gente,... no discutamos.
Cada vez cuidamos menos el idioma de nuestro nacimiento.
España desaparecerá más pronto que tarde, papá, digo de repente, y
él hace un gesto de desdén hacia mi afirmación extemporánea, y
quedarán los pueblos: catalanes, gallegos, andaluces, portugueses,
castellanos..., y quedarán las lenguas, el castellano es una lengua
hermosa. Que desaparezca España da igual, nadie la echará de menos,
sería trágico que desapareciera el castellano. Nos hemos preocupado
tanto de aplastar las demás lenguas, que no somos conscientes de la
colonización grosera del imperio. Me refiero ahora a EEUU.
En fin. Paradigmas de la educación. Educar es imponer. Ahora
también es enfrentarse entre unos y otros. Educarse es aprender a
competir, es decir, aprender a disputar un espacio, en lugar de aprender a
compartirlo. La derecha lo llama excelencia, cuando quiere decir colocarse
primero aunque sea a navajazos. El mundo es un lugar común, papá, no
debiera ser objeto de reparto. Y educar, lo estoy aprendiendo
últimamente, es construir un relato en el que cada uno cumplimos un
papel. Lo escriben otros y nosotros nos limitamos luego en la vida a
ejecutarlo. La educación nos prepara para tragar sin demasiado esfuerzo.
Por eso me gusta la tormenta, y Mozart, y Alonso Quijano.
Mi padre levanta la vista. No sé si me ha escuchado o apenas me ha
oído porque ha estado dormitando a ratos. Todos los padres dormitan a
media tarde los veranos. Me mira y probablemente piensa que me he
vuelto loco. Ojalá fuera cierto y yo estuviera loco. ¿O es tan mala la
locura? ¿No fuimos felices cada vez que hicimos locuras? Aunque fuera
jugando. ¿No es verdad, Blanca?
Por eso necesito una tormenta, a Mozart y al loco de Alonso Quijano.

Al rato de hablar con mi madre he intentado conectar con ella de


nuevo. Pero ya no estaba o había apagado el ordenador. Quería haberle
preguntado por Ratón Pérez, pero lo he olvidado. ¿Traición del
subconsciente? Mi madre, tal vez con la colaboración de mi padre, me
escribió muchas veces suplantándolo. El domingo estuve leyendo, sentado
en el suelo, las cartas que me fue enviando durante años. Quería haberle
preguntado por aquellas cartas. ¿Por qué aquella suplantación poética? La
prolongó incluso más allá del tiempo en que yo había descubierto el
engaño.
Tengo doce cartas, de entre uno y medio y tres folios a una cara cada
una, redactadas con una caligrafía perfecta, en las que supongo a mi
padre de amanuense, porque tiene una letra impecable, mientras mi
madre parece un médico con prisas. Todas estaban perfectamente
dobladas en cuatro, dentro de un sobre con la solapa embutida en el
interior. Delante ponía: Alonso, y detrás, donde suele ir el remitente:
Ratón Pérez o simplemente Pérez. Me las encontraba por la mañana en la
mesilla de noche o en la mesa donde me sentaba a leer o hacer los
deberes del colegio. En la carta inicial habla del primer incisivo caído. En la
última ya tenía diez u once años, más o menos, tal vez doce, no recuerdo
exactamente, ninguna tiene fecha, hacía tiempo que había mudado la
dentadura, y conocía el secreto de los Reyes Magos y Papá Noel. Así que
sólo me habla de magia y fantasía. Todas las encabeza de la misma
manera: Alonso, dos puntos. No dicen querido Alonso, estimado Alonso,
queridísimo Alonso. Sólo Alonso, sin adjetivo. Ésta es la última:

«Alonso:
Hace tiempo que no te escribo. Leonardo, mi nieto el escribiente, ha
tenido una mano escayolada por glotón y, en consecuencia, no podía
coger la pluma. ¿Qué le pasó?, preguntarás. Sencillamente: fue a coger un
delicioso y tentador trozo de queso, sin percatarse de que era una trampa,
saltó el cepo y le dejó la mano en tal estado que se nos ha acumulado la
correspondencia durante meses. Pero, en fin, ya está repuesto, como
demuestra esta nueva misiva que te remito.
Me gusta tu habitación. Sé que, a veces, te encierras en ella para leer,
escribir o jugar. Me parece bien. Uno debe tener su pequeño rincón
privado donde contarse a voces sus secretos, soñar a ratos perdidos (o
ganados) y, qué sé yo, tal vez reír o llorar. Reír y llorar también es bueno,
tan bueno como soñar.
Hace tiempo que para ti se desveló el misterio: sabes que los Reyes
Magos, Papá Noel y yo no existimos. No hay misterio que sea eterno. Tus
padres también lo descubrieron un día. Y tus abuelos. Y muchos de tus
amigos. Así funciona esto. Estamos aquí para desvelar misterios. Aunque
cada descubrimiento nos expulse del paraíso. Y nos pongan ángeles con
espadas de fuego para que no regresemos. Me entristecería que eso
hubiera pasado con ellos y que eso pasara contigo. Madurar no es hacerse
adultos. Un secreto nos lleva a otro secreto y un misterio, a otro misterio.
Hasta que damos con el gran secreto del corazón. La isla del tesoro no está
en medio de un mar lejano, su búsqueda no requiere dotar barco alguno
ni correr aventuras peligrosas al albur de los vientos. Sino en el rincón
donde se despierta la voz que siempre estuvo contigo.
Sé que sufriste una gran decepción y sé que te dolió un poco el
corazón. Pero nadie te había engañado, ese es precisamente el misterio
que alimenta la fantasía, que nada es falso. Quizá no existimos como los
demás seres. No tenemos piernas como vosotros, manos, ojos como los
vuestros. No caminamos, no comemos, no envejecemos, no morimos
como vosotros. Pero existimos, tenemos piernas, manos, ojos,... Nos
sostiene la magia y el amor, la magia del amor. Nuestras piernas, manos,
ojos,... son los del mago. Por los magos caminamos, hablamos, hacemos
sonreír, distribuimos sueños, repartimos pedazos de felicidad. No
comemos porque nos alimenta el corazón del mago; no envejecemos ni
morimos porque nos sostiene el corazón del mago, donde somos como
quiere la inocencia del corazón del mago.
No existimos, pero existimos. Si tú quieres, existimos. Te necesito. Y
tú me necesitas. Estamos en la raíz de la sabiduría.
Existo en tu corazón y en el corazón de los que amas y te aman. Tú no
vivirías si yo no viviera. Nadie puede vivir sin fantasía.
Tú eres el mago.
Verás: no sé si te lo he contado. Yo nací en Argamasilla de Alba, en la
cueva de Montesinos, el mismo día en que don Quijote descendió a sus
entrañas a consagrar la imaginación y la fantasía. Aquel día cruzó el cielo
una estrella, aunque Sancho, en el exterior, no la viera. Mi ADN es la
materia de los sueños. Mi existencia es un pacto entre roedores y
humanos locos para mantener viva la fantasía.
El mundo es imperfecto. Imperfecto e injusto. Puedes comprobarlo
cada día. Y cambiarlo. Pero sólo es posible si hay gentes capaces de
imaginarlo de otra manera. Tú puedes imaginarlo como quieras. Te lo
recordaré cuando lo olvides. Recurre a mí cuando flaquee tu fe en la
magia.
Ahora vivo en un agujero estrecho y húmedo, pero acogedor, de la
ermita de la Virgen de Peñarroya de Argamasilla de Alba, junto al pantano
del mismo nombre, que recoge las aguas del Guadiana. Estoy rodeado de
familiares y amigos que me ayudan en la dulce tarea de ilusionar a los
niños con la caída de un diente, y que me dan calor y compañía. Esos
dientes mantienen y reparan el palacio de Montesinos, que no es sino el
de la imaginación perpetua. No me falta mi pedacito de queso manchego
y cuando quiero, si mis muchos achaques no me lo impiden, me doy un
paseo por estos parajes y disfruto del aroma penetrante y fresco del
tomillo y del romero. Si no fuera por el persistente olor a cera quemada de
los cirios, todo podría ser perfecto. El ermitero lo llena todo de velas
encendidas. Evito salir por la noche, eso sí, porque abundan los búhos, y
procuro pasar desapercibido durante el día, porque aún hay quien se
asusta al verme y temo, por esos miedos de ellos, el retorno del flautista
de Hamelin. Cualquier flauta esconde una melodía que nos enajena.
Estos días me emociona especialmente cruzar el pantano por el
puente que lo atraviesa. La temperatura hace que el día resulte cálido y
amable y, por la tarde, los azores y estorninos pueblan el cielo y lo
ensombrecen. Después, al anochecer, ocupan sus refugios en las encinas y
chaparros. Estos días, Alonso, las palomas y los gorriones están a salvo de
los azores, no sé por qué, vuelan cerca de ellos y no los temen. Estos días
la vida estalla».
El domingo pensé que Ratón Pérez había muerto. La fantasía tiene
enemigos. En ese sitio en el que él vive, según mi madre, abundan las
lechuzas y las lechuzas se alimentan de ratones. Aunque mágico, no deja
de ser un ratón.
Hace unos años, no muchos, paseábamos de Sol a Ópera por la calle
Arenal. Me parece que era media tarde y había dicho: “Te invito a
merendar en San Ginés, chocolate con churros. Lo ponen espeso, espeso.
Y te lo mereces”. Yo ya conocía el chocolate con churros de San Ginés, por
algún desayuno de madrugada tras la noche en vela, pero le gustaba decir
eso de “espeso, espeso”. La había acompañado a comprarse ropa por las
tiendas del centro. Mi padre no aguantaba el desafío in itinere y yo la
aconsejaba, como ella me aconsejaba a mí cuando yo salía de compras.
Era una antigua complicidad por la que nos conocíamos nuestros secretos
más íntimos. Nunca me ha gustado salir a comprar ropa, salvo cuando lo
hago en compañía; entonces, el agobio se transforma en pasatiempo.
Montó en cólera como hacía tiempo que no la había visto. Mi madre
no alcanza el nivel de furia fácilmente, y aquella tarde sobrepasó el umbral
del enfado razonable. No gritó porque ella no grita nunca, pero hubiera
podido oír sus gritos a un kilómetro de distancia. Mira, dijo, desolada. Me
señalaba un rombo amarillento, una placa, a la altura del primer piso del
número 8. Decía -y dice, ahí sigue-, decía así: “Aquí vivía dentro de una
caja de galletas, en la confitería Prast, Ratón Pérez, según el cuento que el
padre Coloma escribió para el Rey niño Alfonso XIII. Ayuntamiento de
Madrid”. Después supe que había sido instalada por el último alcalde
chupacirios del PP, en enero de 2003. La cultura es una furcia, a veces, dijo
con violencia, una forma de hablar, casi soez, que nunca le había
escuchado antes, en manos de administradores que actúan como vulgares
proxenetas. Y el Ayuntamiento de Madrid y su alcalde analfabeto se
quedan tan anchos, hala, concluyó.
Le irritó que el ayuntamiento hubiera optado por acabar con la
fantasía. La versión de Luis Coloma(73) -no padre Coloma como ahí dice,
padre es un título propio de la Iglesia Católica y, por lo tanto, incluirlo en la
placa es un signo de sumisión ante una opción religiosa, es decir, poner a
los ciudadanos al servicio de los jerarcas divinos-, el relato de Luis Coloma
es uno más, hay otros, y está, sobre todo, la imaginación de los niños para
construir su propia historia. Este ratón Pérez de Coloma se convierte en
súbdito, hace apología de la limosna y relega a subespecie a los demás
niños. Maldito alcalde, remachó mi madre, y maldito escritorcillo
reaccionario. O sea, que ella ya lo había leído antes, aunque nunca me lo
había contado.

No es espeso, espeso, tal vez pensabas en otro chocolate. Cuando


hice este comentario, todavía no nos lo habían servido. Da igual, está
bueno, están buenos los churros, lo importante es la ceremonia. No sé
cómo son las cosas; en realidad, son como son en la memoria.
No recordaba que fuera fría la superficie de mármol claro de las
mesas, pero es fría.
¿Te acuerdas de un poemita que yo te leía, o te recitaba, te recitaba,
porque siempre lo supe de memoria, de José Agustín Goytisolo? Te sabías
Palabras para Julia. No, ése también, pero me refiero al lobito bueno. Yo
descubrí a José Agustín Goytisolo por Paco Ibáñez, oyéndolo cantar ese
poemita. Supongo que nunca quitarán esa fea placa de la calle Arenal, así
es la cultura servil. Goytisolo representa la otra cultura, la que está por el
cambio de las cosas. Él anticipaba ya el mundo nuevo en su poema. ¿Qué
pasaría si, por un día siquiera, sólo un día, el mundo se pusiera del revés,
como se le da la vuelta a un calcetín?
Érase una vez
un lobito bueno
al que maltrataban
todos los corderos.
Y había también
un príncipe malo,
una bruja hermosa
y un pirata honrado.
Todas estas cosas
había una vez
cuando yo soñaba
un mundo al revés.

«Que esos desafortunados busquen lejos el bien cuya fuente llevan


dentro»(74).
Llegar a ser es correr tras una meta, ser es relajarte en tu naturaleza.

NOTAS AL CAPÍTULO 5:

39. Instituto de Mayores y Servicios Sociales. En la página del ministerio se define así:
Entidad Gestora de la Seguridad Social para la gestión de los Servicios Sociales complementarios de
las prestaciones del Sistema de Seguridad Social, y en materia de personas mayores y personas en
situación de dependencia. Para mi madre es una oportunidad de vacaciones baratas en temporada
baja. Lo que nunca hizo cuando trabajaba.
40. Loco, loco, está loco. El francés “fou, fou, fou” suena como el castellano “fu, fu, fu”, una
expresión que se suele utilizar entre nosotros para espantar a los gatos. “Miracle, miracle”, es decir,
“milagro, milagro”.
41. José de Espronceda, Canción del pirata, primeros versos.
42. Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas, XXXVIII, primeros versos.
43. Gustavo Adolfo Bécquer, Rimas, XXI.
44. Pablo Neruda, Los versos del Capitán, Tu risa, primera y última estrofa.
45. Parroquia de Santa Teresa y Santa Isabel, glorieta del Pintor Sorolla, en la esquina de Eloy
Gonzalo con Santa Engracia. Vigilia de la inmaculada que se celebraría en varias parroquias de
Madrid el día 7 de diciembre, aunque el acto central tendría lugar en la catedral de la Almudena. En
esta ocasión, además, bajo el lema “María, Reina y Madre de Misericordia”, el cardenal Antonio Mª
Rouco Varela presidiría el acto eucarístico que se celebra ininterrumpidamente cada 7 de
diciembre desde 1947, cuando el padre Tomás Morales instauró la costumbre. La jornada serviría
también de preparación de la Jornada Mundial de la Juventud de 2011, que traería al papa Benito
XVI a Madrid en agosto de 2011. El sumo pontífice ya había enviado un mensaje de aliento y su
bendición apostólica para los asistentes y organizadores, que sería leído durante la vigilia. Nota:
esta noticia, así contada, puede leerse en el periódico SomosCentro (www.somoscentro.com) del
07/12/09, firmada por Diego Casado, donde figura una reproducción del cartel que anuncia la
jornada.
46. Pablo Neruda, Crepusculario, Farewell, segunda estrofa.
47. El corazón helado, Almudena Grandes, Tusquets.
48. Juegos de la edad tardía, Luis Landero, Tusquets.
49. Anotación al margen: alguna versión de la historia dice que los rufianes se llamaban
Guido y Luigi Farabutto, italianos, como la mafia y la camorra. Hoy se podían llamar de cualquier
manera, serían de cualquier país, y harían desfilar sus colecciones en pasarela, aunque la lista de
los que cobran por vestirnos de desnudez es actualmente más amplia, alcanza a perfumeros,
peluqueros, estilistas, a los coach de cualquier cosa. La estupidez del emperador la han heredado
quienes se pliegan al cuento de estos pillos modernos de las modas. Y sobre todo alcanza a la
caterva de especuladores de toda hez que nos acosa.
50. Hay muchas versiones modernas del timo de Andersen. Tienen que ver con la mentira.
De la guerra de Iraq, por ejemplo, Aznar decía: “Créanme cuando les digo que en Iraq hay armas de
destrucción masiva”, y mentía a sabiendas de su mentira. O del desastre del Prestige afirmaba
Rajoy: “Salen un pequeños hilitos, cuatro en concreto, con aspecto de plastilina en estiramiento
vertical”, sabiendo, también, que mentía y que había comenzado el desastre. Hoy el timador es el
propio emperador -emperadores, en plural, porque son muchos- que inventa su propia historia y la
difunde como un trágala con la complicidad de sus acólitos. El PP en España y la derecha
reaccionaria en el mundo son expertos en estas prácticas. Velan la desnudez; en este caso, la
injusticia y el hambre. Y mienten como bellacos para proteger su discurso. Como en el cuento de
Andersen, la gente encubre esas mentiras y entrega su voto a los líderes de la patraña. Pero la
mayor mentira es la que esconde el pensamiento único de los neoconservadores: no hay un mundo
alternativo al que ellos proponen -eso dicen, aunque lo hay, pero acabaría con éste-, y tachan de
loco a quien lo propone. Contra esto Rafael Alberti escribió un poema, Galope, cuyo estribillo dice:
“A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar”. Paco Ibáñez le puso música.
51. León Felipe, Llamadme publicano, Sé todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Digo tan sólo lo que he visto.
Y he visto:
que la cuna del hombre la mecen con cuentos,
que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,
que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,
que los huesos del hombre los entierran con cuentos.
Y que el miedo del hombre
ha inventado todos los cuentos.
Yo no sé muchas cosas, es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos.
Y sé todos los cuentos.
52. Mateo, 16.13-20.
53. Instituto Nacional de Empleo, antigua oficina para la gestión del desempleo. Ha
cambiado de nombre. Ahora se llama SEPE, Servicio Público de Empleo, y lo gestionan las
comunidades autónomas.
54. Éxodo, 3.13-14.
55. De origen germánico, es una variante de Alfonso. Proviene de Adal, estirpe noble, y Funs,
preparado, competente, listo. O sea, hombre capacitado y pronto para el combate.
56. Calle que une Gran Vía con Sol, frecuentada por la prostitución callejera, especialmente
el tramo más próximo a Gran Vía, llamado Red de San Luis.
57. Diana y Acteón, Jan Brueghel el Viejo.
58. Rembrandt, pintor de historias, Museo del Prado, 13/10/08 a 06/01/09.
59. Gabriel Celaya, La poesía es un arma cargada de futuro.
60. “La idea que no trata de convertirse en palabra es una mala idea, y la palabra que no
trata de convertirse en acción es una mala palabra” (G.K.Chesterton).
61. Bravo Murillo, 25, esquina con Donoso Cortés. Aunque no hay acuerdo entre ellos. Mi
madre dice que estaban en La Nueva, una cervecería minúscula de Arapiles, esquina con
Magallanes. Mi padre prefería La Nueva, decía que tiraban mejor la cerveza, y mi madre se
inclinaba por Ferreras, por las tapas. ¿Tapas, mamá?, son conservas de lata. Tapas, buenas. Ella
aceptó La Nueva a cambio de elegir el nombre. Mi padre insiste en negarlo: fue en una partida a los
chinos, mujer, en Ferreras, ella se las arreglaba para acabar tomando la cerveza en Ferreras.
62. Wolfgang, o aquel que caza en grupo como los lobos, y Amadeo, o el que ama a dios, por
Johannes Chrysostomus Wolfgang Amadeus Theophilus Mozart, su compositor preferido. Y el mío.
Nunca pensó, sin embargo, en von Karajan, su director favorito, para nombrar a su hijo. Peor
hubiera sido que uno de los dos resultare aficionado a la pintura y Picasso su pintor predilecto, con
sus siete nombres, a los que cantó Rafael Alberti: Pablo, Diego, José, Francisco de Paula, Juan
Nepomuceno, Mª de los Remedios, Cipriano de la Santísima Trinidad, Ruiz Picasso.
63. Los maestros cantores de Nuremberg, ópera en tres actos escrita y compuesta por
Richard Wagner.
64. Desde 1876 y por expreso deseo de Richard Wagner, se celebra anualmente en Bayreuth
un festival operístico, dedicado a la representación de las obras del compositor.
65. Curso de Orientación Universitaria, puente entre el bachillerato y la Universidad,
instaurado por la Ley General de Educación -LGE- y desaparecido en 1990, cuando entró en vigor la
Ley Orgánica General del Sistema Educativo -LOGSE-.
66. Alphonse Daudet, Lettres de mon moulin [Cartas desde mi molino], Gallimard.
67. Manuel Rivas, Los libros arden mal, Alfaguara y Punto de lectura.
68. Juan, 11.4.
69. Parque Móvil Ministerial, una manzana de viviendas entre Cea Bermúdez y Donoso
Cortés, para los funcionarios de este departamento del Estado. Cuenta con parroquia y colegio
público propios, con el mismo nombre. El nombre de San Cristóbal se debe, supongo, a que éste es
el santo patrón de los conductores.
70. Profesar, del latín profitieri, declarar en público, es decir, comprometerse con una idea o
conjunto de ideas. Es una palabra desnaturalizada por algunos términos modernos derivados de
ella como profesión y profesional, donde igual cabe la prostitución que el timo, la contabilidad que
la presidencia del FMI o las agencias de calificación.
71. Mateo, 19.24.
72. Calle y eje del barrio, paralela a Escosura. Une Alberto Aguilera con Cea Bermúdez y el
parque de Santander, donde se ubican los depósitos del Canal de Isabel II y, últimamente, un
pseudo campo de golf ideado por Esperanza Aguirre.
73. Luis Coloma (1851-1915), fue autor, entre otros, de Pequeñeces y Jeromín, así pues,
escritor, más bien mediocre, periodista y sacerdote de la Compañía de Jesús, hostil a la revolución
de 1868 y defensor de la restauración borbónica, especialmente celebrado durante la dictadura
franquista, en cuyo período se hicieron versiones cinematográficas de sus obras. En 1894, cuando
Alfonso XIII cumplía 8 años, le solicitaron desde palacio un cuento para el niño, que había perdido
un diente. Luis Coloma ideó el cuento cuyos protagonistas eran el rey Buby I, el apodo con el que la
reina María Cristina llamaba a su hijo, y el ratón Pérez. Su aventura de la visita a la pobrísima
familia de Gilito concluye en un acto de caridad cristiana y convierte a Alfonso XIII en un rey
limosnero, pero no justo, aunque a la limosna la llamara justicia la ideología retrógrada dominante.
74. Osho, La geometría de la conciencia, enseñanzas místicas de Pitágoras, Edaf.
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Jueves, 19 de noviembre de 2009
Una copa de vino y una espera infructuosa

-¿Podemos sentarnos en una mesa? En aquélla, por ejemplo- le dice a


uno de los camareros que atienden tras la barra, dos hermanos que se
encargan del bar. Se trata de una modesta casa de comidas familiar,
aunque espaciosa.
Hace unos días que Silvia ha regresado al metro. Algún problema con
la amiga que la traía y llevaba en su coche, algún conflicto de su amiga con
la empresa o algún cambio en las pautas de trabajo de la amiga en la
empresa. Me lo explicó así: modificación de los horarios de Marga a causa
de la crisis. Es decir, más horas en la oficina. El caso es que compartimos
vagón todos los días, desde hace tres, al término de nuestra jornada de
trabajo. Compartimos, también, transbordo y, de nuevo, vagón hasta el
cruce con la línea circular, donde ella se baja y yo recupero mi hábito de
leer bajo el ritmo del cansino traqueteo. Ya estoy terminando “Kafka en la
orilla”, una novela a ratos realista, a ratos fantástica, que propone la magia
como un pespunte sobre la realidad. Al final, me está pareciendo una
narración larga y llena de altibajos. Hay hallazgos prodigiosos en ella, es
verdad, pero tengo la impresión de que le sobran entre 50 y 100 páginas
del principio, todo ese asunto de la investigación y los documentos sobre
el accidente, o incidente, en la excursión, y temo por si se me escapa de
las manos y se me diluye como azucarillo por la trama, como si de algo
etéreo se tratara. Lo temo, aunque no me vence la tentación de saltarme
hojas para comprobarlo. A veces, los libros, que nos liberan y entretienen,
se caen con estrépito de nuestras manos o se convierten en una carga. Es
el momento de abandonarlos. Porque ya no divierten, pero no es el caso.
Hoy Silvia ha querido que tomemos un vino. La hermosa tarde de
noviembre, el aire límpido y frío, como cristal de hielo navegable, podría
haber sido la excusa. Pero ella lo ha dicho más sencillo: me apetece un
montón tomar un vino contigo. ¿Te parece? Lo habríamos tomado ayer en
algún lugar del centro, pero me esperaban en casa. Hoy no me espera
nadie. Te pago haberte abandonado ayer. No me debes nada. No importa,
me apetece. Y hemos venido a este bar del área industrial, donde su
amiga Marga come cada día, porque parece ser que ofrecen una
apreciable carta de vinos. El café lo toman en otro más recoleto, enfrente,
donde pasan desapercibidas. Miro al cielo sin creérmelo: está terso, como
si la luz le hubiera puesto al día un traje nuevo. Este año no va a llegar
nunca el invierno.
Es un amplio salón con cristaleras al oeste y al sur, es decir, a un
descampado y a la calle principal, trazada ésta sobre la antigua vereda de
rebaños que atraviesa un tendido eléctrico, desde cuyos cables una
bandada de estorninos nos observa, como si se tratara de una escena de
Hitchcock. Es muy luminoso, pero comprobaremos que apenas tiene otras
virtudes añadidas. Se accede por un porche lateral, junto a un
estacionamiento y un campo de fútbol de tierra. Al entrar, te encuentras,
junto al quicio, con un acuario de agua dulce, de unos 100 o 150 litros,
donde media docena de peces sestean, como si fuera un mar interior
desgajado de algún océano en decadencia. Pobres peces abúlicos. Y luego
el mostrador, que llega hasta el fondo, paralelo a los ventanales, y tuerce,
formando una “L” para ocultar lo que parece un acceso a la cocina. Chirría
la puerta de madera al empujarla y nos miran entrar los camareros del
mostrador, propietarios del negocio, que reitera Silvia que son hermanos,
o así es cómo se lo contó su amiga. Parroquianos: tres muy trajeados, que
charlan animosamente ante sus cervezas con un cigarrillo en la mano; uno
más, sentado en un taburete, que se acoda sobre la barra y juguetea
girando el vaso del cubalibre, con un cigarro también entre los dedos,
mientras escruta el vacío de la calle, como si mantuviera un debate con un
interlocutor invisible, y una pareja de la guardia civil de tráfico, a quienes
sirven en este momento sendos bocadillos y sendos botes de cola. Ellos
también nos han observado al transponer el umbral.
Las mesas son de cuatro comensales y, en número de 35 o 40, ocupan
toda el área de la izquierda.
- ¿Podemos sentarnos...?
Silvia ha repetido la pregunta, pero no la han oído o no han querido
hacerle caso. Y me entrometo. Así que siseo, chist, oiga, por favor, y llamo
la atención del camarero más cercano.
-Dígame. ¿Qué desea? –balbucea hosco el más alto y delgado,
aproximándose a nosotros e ignorando a Silvia. Me saca una cabeza: es
realmente alto, sí. El campo de fútbol debería ser campo de baloncesto.
También es campo de balonvolea, me contará luego Silvia, cuando, al
marcharnos, hagamos un rodeo bordeándolo. Desaparecerá, acabarán
ampliando aparcamiento, ya verás, sentencia, todo se lo tragan los coches.
-No soy yo, es mi amiga. Preguntaba si podemos sentarnos en una
mesa; en aquélla, por ejemplo.
-Son para comer. Las mesas son para comer.
Su voz es meliflua ahora. Veamos. Pero a mi amiga y a mí, porque lo
prefiere mi amiga, nos gustaría sentarnos en una de esas mesas, aquélla,
por ejemplo, que está junto a los ventanales que miran al oeste, tras la
celosía de plantas, que filtran la luz volcánica del atardecer. Una masa de
lava transparente borbolla en la línea del horizonte y la rebasa hasta
derramarse. No sé si vamos a comer algo -Silvia hace un gesto indefinido
cuando la miro en medio de la pausa inquisitiva-, pero vamos a tomar un
vino.
-Ya le digo que las mesas son para comer. Tienen mantel, ¿no ve? –
sentencia, señalando con la barbilla, para finiquitar la conversación; sin
embargo, tras un segundo de suspensión en el vacío, en el que tengo
tiempo para decidir marcharnos, añade: -Pero pueden sentarse. Ya les
sirvo.
El hermano gordo secaba un vaso, mientras nos observaba hierático.
Veo vulgares manteles de celulosa con cuadros rojos, como enormes
paños de cocina, sobre las mesas.
Entre la negativa primera y la resignación final del camarero no hubo
tránsito alguno. Así que faltó el tiempo para decir: vámonos. Un instante,
un segundo, zas, como un corte en el tiempo para condensar el silencio de
la parroquia, todos quietos como figuras de un cromo, observándonos,
esperando un desenlace, nuestra decisión o la decisión del camarero, el
arrobo o la impaciencia del hermano, mi mano sobre el brazo de Silvia y el
paso que doy, uno solo, hacia la calle, sin decir nada aunque por dentro
maldiga a mis ancestros y maldiga al camarero ineducado, nos hemos
equivocado de sitio, Silvia, nos vamos, y la afeminada voz del camarero
transigiendo finalmente, pueden sentarse, ya les sirvo. Nos encaminamos
hacia la mesa.
-Gracias.
Y nos acomodamos, aún dubitativos. ¿Era ésta? Ésta está bien, da
igual. La luz es ahora untuosa, como si el cielo fuera un panal de miel
tornasolado, y hubiera afluido sobre la superficie de las cosas
-Nos vamos, si quieres nos vamos- dice Silvia, supongo que al verme
contrariado.
-Está bien así- transijo.
Entonces, Silvia se despacha a gusto.
Pero, ¿no has visto? ¿No has visto qué pluma? Es un maricón, un
maricón. Silvia, por favor. Un maricón. Silviaaaa… Te miraba comiéndote y
a mí me ignoraba como a un trasto. ¿No te has fijado? Me lo había dicho
mi amiga Marga, cuando me sugirió el sitio, una advertencia, me dijo: lo
llevan dos hermanos, uno es medio marica, y el otro, gordo. ¿Medio? ¿Y
los ademanes? ¿Y la voz? No me jodas. ¡Silvia! Maricón. Y tú homófoba,
narices. Es un maricón. Y un misógino. Por la forma de hablar, por la forma
de mirarte. Porque me ha ignorado. Mientras no ofenda, me ha ofendido
a mí al ignorarme, es un machista, no ha ofendido a nadie, Silvia, mientras
no ofenda tiene derecho a hablar como le salga, y supongo que es así
como le sale, un afectado, no le ha surgido de repente, maricón, Silvia,
leche, vale ya, tiene derecho a expresarse y a expresar su sexualidad como
le peta, exactamente como tú haces, lo mismo, es su libertad, Silvia. Deja
a la gente vivir en paz. Y no nos ha faltado al respeto, eso sí, aunque sólo
ha exhibido su soberbia de propietario. La mezquindad del empresario. Y,
además, eso, chulo. Calla, leche.
Callemos. Dejemos que, con la luz, nos difumine el silencio. Con el
silencio, la calma.
Salvo por su atroz corte de pelo, Silvia parece hoy una hippie otoñal,
una postal de tonos mortecinos ocres y verdes, un nostálgico regreso a los
60 con su vestimenta de hoy. En consonancia con la luz mortecina de la
tarde. Acaso la torpe moda del vintage. Qué sabrá ella de los 60. Qué
sabremos. Aunque no sé si una hippie se mostraría tan intolerante como
Silvia. No fue la hippie la que así habló, sino el monstruo que llevamos
dentro. ¿Y el camarero? El sandio que llevamos dentro. En nuestro interior
están el cielo y el infierno, no hay que ir muy lejos para encontrarlos.
El camarero nos abruma cantando una lista de vinos en la que sólo
distingo los que cualquiera conoce. Sigo siendo un ignorante. Recuerdo
uno, no sé si lo ha dicho, muy bueno, no lo conocía, unas botellas que
Andrea ha traído a casa, un regalo que le han hecho, su empresa o uno de
esos o esas que trae y lleva de promoción de un sitio a otro, un vino de
sabor amable, de Aragón, creo, de Huesca. Somontano, dice. Eso,
Somontano.
-Enate. Lo he dicho. Un reserva de 2003, por ejemplo. Chardonnay.
Muy bueno.
Eso he dicho yo: muy bueno. Lo probamos en la comida del fin de
semana pasado.
Dos copas. Trae la botella, nos sirve dos copas y nos la deja en la
enfriadera. No nos cobra la botella, advierte, nos cobra solamente las
copas que bebamos. ¿Nos pone también un mixto de aceitunas,
boquerones y anchoas? Tengo mis dudas sobre esa mezcla, pero nos la
trae.
-Cállate, por favor, voy a pagar yo. Ya que te he liado.
A Silvia se le ha pasado el enfado con el camarero.
Las aceitunas no están mal: son verdes, sevillanas, deshuesadas y
tersas. Los frascos de encurtidas de Carrefour, sin embargo, no las
envidian en absoluto. Los boquerones, un poco deshidratados y pajizos,
quizás por haberse excedido el cocinero en el tiempo del vinagre. De las
anchoas, para qué hablar. Se podrán comer. Evidentemente, no las
reconocerá como propias el presidente de Cantabria; incluso, dudo que las
aceptara como adoptadas. Evidentemente, no son de Santoña. Demasiado
oscuras y demasiadas espinas. Qué le vamos a hacer. Me fío del vino
porque lo ha abierto ante nosotros.
Otro aperitivo propio de estos sitios es el plato de patatas fritas a la
inglesa con mejillones en escabeche. Pero no hago comentarios, son
capaces de ponerlo.
¿Andrea? Ah, Andrea, mi pareja, sí. ¿Cómo? Andrea. Andrea, vaya
nombre. Andrea. No sé qué tiene de extraño. Te pareces a mi madre.
Trabaja en una discográfica. X. Esa. Una ocupación con nombre en inglés,
intraducible, no sé si por pereza o porque es realmente intraducible. Todo
lo esnob tiene un nombre en inglés. Y todo a lo que se pretende dar un
barniz de importancia, aunque sea una auténtica chorrada. No entiendo
bien su cometido, no entiendo su trabajo, no pregunto. Sé que lleva de
acá para allá a grupos y cantantes para promocionar sus discos, que llama
a las emisoras y a directores y locutores de programas musicales, que
prepara y pacta entrevistas,... En fin, no sé, algo de eso.
Silvia Hernández hace una cata de experta: mira la copa al trasluz y la
agita suavemente ante sus ojos, observa ahora la superficie del vino, una
brillante lámina oscura, huele, agita de nuevo, con la delicadeza de quien
busca una nota en el violín, y huele otra vez, toma un sorbo y el vino
peregrina por su boca lentamente. Chasca la lengua. Espera. Quizás a que
el sabor se instale en la memoria o a que la memoria compare con otros
sabores del pasado. Traga. Examina de nuevo el vino, sosteniendo,
ligeramente inclinada, la copa por la base.
-¿Bien?
Excelente. Y hace un gesto que involucra todo el cuerpo, apretando
los labios y arrugando la nariz. Ni pajolera idea. Y se ríe con estrépito. Está
bueno.
Yo también lo apruebo. Sí parece el vino que tomamos el domingo.
Aunque no venía con esa idea prefijada, Silvia ha querido sentarse en
una mesa desde que hemos entrado en el bar. Porque había clientes
fumando y Silvia se ha declarado enemiga del humo desde su abandono
del tabaco. Manías nuevas, derivadas de la última ley sobre restricciones
al consumo. Y por la pareja de la guardia civil que había al fondo del
mostrador. Ésta es fobia antigua sin fundamento clínico.
A mí el humo también me molesta, pero me esfuerzo por ser
condescendiente y trato de entender a los que fuman. Si bien no sé por
qué.
-No es sólo el tabaco. Aunque los fumadores también podría tratar de
entendernos a nosotros. Es que no soporto a nadie de uniforme, no lo
soporto.
Pero son de tráfico, Silvia. Da igual. Da igual el uniforme. Con
uniforme en general. Ni el uniforme de las monjas. Ni los colegiales. Los
de las monjas, peor. O el de los militares, qué horror. No soporto, no
soportas, a la gente con uniforme. Es superior a mis fuerzas. Es la historia
de mi vida. Desde pequeñita. Te podría dar mil razones. Es visceral.
En realidad, todos vamos uniformados. Qué dices. O disfrazados. No.
Es la identidad del clan. Todos. Tú vas uniformada, yo voy uniformado, el
jefe va uniformado, los camareros,... Aunque digas: esto no es un
uniforme, querido, es la expresión de mi rebeldía. Difusa rebeldía, que hoy
te vistes de hippie trasnochada, trasnochada tu madre, dices, trasnochada
mi madre, oh, sí, no sabes hasta qué punto, trasnochada, y mi padre, otro
trasnochado, y yo, trasnochado, tú, no tanto, el otro día de Pipi
Calzaslargas, ayer de tribu del vaquero, no cambia ese corte de pelo, un
atentado a la cabeza, que no te gusta o que sí te gusta mi estilismo, se ríe,
la risa aparece con frecuencia en Silvia, que no me gusta o que sí me
gusta, no lo sé, pues no me gusta, hay emociones innombrables y esta
emoción que me produce el ejercicio criminal en tu cabeza no puedo
describirla. Lo del corte de pelo tiene su historia, pero no te la cuento, no
quiero que te rías de mí, de ti, de mí, sí. Como mi aversión a los uniformes.
Todo tiene explicación.
-Desde pequeñita, en el pueblo de los abuelos. La guardia civil,
especialmente.
Empezó siendo un temor sin saber por qué, quizá por su costumbre
de moverse en parejas, eso lo ha pensado después, por la capa gruesa del
invierno, la gente siempre les dejaba el sitio cuando iban por la acera, el
tricornio, ese sombrero tan raro que brilla en la distancia, y el permanente
fusil al hombro, aunque luego le dieron razones de sobra para transmutar
el temor en odio, cuando uno abofeteó a su hermano un verano sin razón
aparente alguna, aunque nunca hay razón para que un guardia civil se
arrogue el derecho de abofetear a un muchacho en medio de una
cafetería. Iban gratis al cine por ser guardias civiles y a ella le tenían que
dar dinero los abuelos. Con frecuencia no pagaban las consumiciones en
los bares. Por eso abofetearon a su hermano, por hacer un comentario en
alto. Su hermano nunca ha podido callarse ante lo que le parecía injusto.
En el pueblo actuaban con chulería e insolencia.
La guardia civil en los pueblos siempre ha hecho lo que le ha dado la
gana.
Le dolió lo de su hermano, como le duele otra historia después,
especialmente porque se refiere al Pichurri. También de guardias civiles.
No, de policías y uniformes. El Pichurri era el apodo de tu hermano. No,
espera, te cuenta. Su hermano no tenía apodo. El Pichurri era el Pichurri.
Su hermano era su hermano.
Por el gesto, está haciendo un esfuerzo por recordar.
Tenía 17 o 18 años. La miro con atención, escrutándola. O sea, está
hablando de 1990 y tantos. 1998. Recuerda con precisión el año por otra
razón que no viene al caso. No puede equivocarse por eso. 1998. 17.
Pienso en esa edad y descubro que no conozco a nadie con 17 o 18 años.
Los veo en el metro, deslizarse por las aceras, pasear por el Retiro, en la
cola de los cines, haciendo las cosas que yo hago, pero no los reconozco.
No me veo en ellos. 17. Un número extraño. Ana diría: un número primo,
indivisible, perfecto. Y Blanca: Violeta Parra, Volver a los 17, el amor es
torbellino, se va enredando, enredando. Una vez seguramente yo tuve 17
años, pero ya lo he olvidado. Se va enredando, enredando como el
musguito en la piedra, ay, sí, sí, sí.
No había alcanzado la mayoría de edad todavía. Una no piensa en la
mayoría de edad nunca, pero cuando se está a punto de cumplir 18 años,
una piensa en ella constantemente, como si traspasar esa frontera fuera a
producir cambios extraordinarios en tu vida. Luego los cumples y no pasa
nada, los días son iguales, las cosas son iguales, nada. Cuando cumpla los
18, entraré y saldré de casa sin dar explicaciones a nadie, le decía a su
hermano. Cuando cumplas los 18, harás exactamente lo mismo que hasta
ahora, contestaba él, pero no había ningún reproche en sus palabras, ella
quería mucho a su hermano, que podría haber hecho de padre, porque su
padre pasaba demasiado tiempo trabajando, pero ejercía de hermano, el
mejor hermano mayor que podría haber tenido. Era el final del verano y
hacía una noche agradable. Así que salí con algunos de la peña, la peña de
entonces, dos o tres, no me acuerdo, tres, uno era el Pichurri, uno era el
Pichurri, sí, calla, deja que lo cuente a su manera, el Pichurri, que ya no
está, el pobre, pero esa es otra historia, bueno, joder, todos estamos
llenos de historias, la vida es una concatenación de historias, te podía
contar una historia cada día y, al final, tendrías la historia de mi vida, cada
historia es una tesela, hasta componer el mosaico completo, a dar una
vuelta por el barrio, por Martínez de la Riva, por el bulevar que hay cerca
del mercado. El problema es encajar las teselas, a veces no encajan, y la
vida se convierte en un desastre. En toda vida hay períodos en los que las
teselas no encajan y el mosaico es una puta mierda. Disculpa los tacos,
pero es verdad. Ella siempre fue de mucho taco, aunque se contiene
últimamente. No se puede ir soltando tacos cuando se tiene un novio fino,
una lo avergüenza ante la gente. Y se contiene. Hace tiempo que no voy
por allí. Desde que no vivo en el Puente. A esa hora había poca gente por
la calle. Ni escándalos ni gritos ni nada. Unas risas. No sé por qué tenemos
esa fama de díscolos a esa edad los chavales. Tener 17 años o ser del
Puente de Vallecas son datos que lo hacen a uno sospechoso. Como ir
desaliñado, aunque ahora se ha convertido en moda, y el desaliño de
algunos requiere un alto poder adquisitivo. En el fondo, yo creo que
éramos gente de orden. Un poco rebeldes, tal vez. Cosas de los años. Y la
necesidad de afirmarnos. Con 17 años o te afirmas o te mueres; o te
matan. A los jóvenes se nos mata convirtiéndonos en ancianos. La verdad
es que la luna estaba bonita. Lo comenté. A mí me gustan las lunas
grandes y blancas. Como el rostro imperturbable de una actriz del teatro
chino. Nada como la luna llena. Me acuerdo de una leyenda de Bécquer
que leí de pequeñaja. No tan pequeña, ya en la ESO. O en los últimos
cursos de la EGB, que entonces la enseñanza básica se llamaba EGB.
Aquella leyenda(75) en la que el autor persigue por el bosque a la
hermosa dama de blanco para descubrir, luego, que es un mágico pero
fugaz rayo de luna. Y aquella noche había luna llena. Y me acordé del
relato. Y se lo conté a la peña. Se rieron de mí, pero se lo conté. Con mis
palabras, claro, no tengo tanta memoria. Joder, que si se lo conté. Como
es un relato hermoso, lo escucharon en silencio. Quizás algún comentario
chistoso.
No me mires así, joder, no vuelvo a decir joder, joder, ya me
contengo, joder. Es que, delante de ti, no tengo la sensación de estar
obligada a reprimirme en el lenguaje, y me excedo. Discúlpame.
La lectura, para mí, siempre tuvo una rara fascinación. Y no sé por
qué. Desde niña. Supongo que todo empezó en mi hermano, que me fue
regalando libros. Y luego en mi hermana, que también me los regalaba
con cualquier excusa. Teo, tenía todos los libros de Teo, unos libros
cuadrados, de tapa dura de 20x20. Y luego los libros del Barco de Vapor,
Fray Perico y El Pirata Garrapata, Los 5. Y de Altea. Me acuerdo de Julieta,
estate quieta(76), porque nadie parecía hacerle caso y representaba la
resistencia y la rebeldía ante la invisibilidad personal. Robinson Crusoe y
Bécquer vendrían más tarde. No sé por qué te cuento esto. Voy a traerme
un libro para el metro, como haces tú, para leer en el trayecto. Se me hace
largo el recorrido de la línea seis.
-Eh, espera.
Se acercó el Marciano hasta nosotros y se hizo un aparte con el
Pichurri, aunque en voz alta, con lo que pudimos oírlo todos.
-Dile a tu abuela que tengo lo que me pidió. Que haga mañana por
verme.
Marciano era un hombre maduro, entrado en años pero de edad
indefinida, que una vez se quedó en paro y ya no buscó trabajo. Sustraía
pequeños artículos de los supermercados del barrio y los vendía, luego, a
la mitad de su precio a la gente normal de la calle. Algunas sustracciones
eran por encargo: jabones, desodorantes, embutidos, fiambres, bebidas,
perfumes,... También bandejas de carne. Supongo que la abuela del
Pichurri no andaba muy sobrada de dinero y le compraba al Marciano.
Marciano, que digo que necesito un frasco de colonia, tengo una
boda el mes que viene, no se si tendrás, no tienes, pero me la consigues,
¿Chanel nº 5?, o una que esté de moda, quiero oler a la moda, no me
falles, Marciano.
Se alejó con su andar cansino arrastrando el carro.
Llegamos hasta la plaza de la Junta de Distrito, en la avenida. Nos
sentamos en un banco en medio de la explanada. Entonces era una placita
con algunos arbolillos, plátanos de tronco pálido y suave recién plantados.
Y nos quedamos allí absortos, como pazguatos, mirando la luna. Y, a ratos,
contando un chiste. Había uno que los contaba muy bien. Imitaba a Gila y
a Eugenio. Contaba una historia de Gila y los vampiros que era
desternillante. El vampiro que dejaba los cuellos de las víctimas como
bolígrafos. Ñam, ñam, ñam, un filadiz. Podría contártelo, pero soy nefasta
contando chistes, con el humor, en general, no tengo ninguna gracia. No
te reirías. Aquello podía ser la felicidad. Era la felicidad. A los 17 años una
es feliz, aunque vayan mal las cosas. Tienen que ir muy mal las cosas para
que pierdas la alegría. A algunos les iban muy mal, es verdad. Pero
nosotros estábamos felices.
Por lo menos esa noche. Hasta que salieron dos maderillos del
edificio de la Junta y nos pidieron la documentación. La documentación,
¿por qué? ¿Dónde está el escándalo? No molestamos a nadie, no estamos
haciendo nada malo, yo no llevo la documentación. La documentación. Y
la maría, a ver la maría, vaciaros aquí los bolsillos. Qué sabrían ellos de la
maría ni de la pepa. Aunque alguno de ellos hacía menudeo en el barrio
con las requisas y se sacaban sus buenos suplementos. El Pichurri conocía
a uno y nos prevenía, es peligroso, decía, te roba para vendérselo a otro.
Pero ninguno llevábamos documentación. La droga, joder. Venga. Ni
documentación ni droga ni nada. La única droga es la risa. Y tú te callas,
que seguro que estás con los moros, que te tiras a un moro, putilla.
Porque llevaba una palestina, digo yo que porque llevaba una palestina al
cuello y unos pantalones holgados. Perplejos, nos quedamos perplejos. La
escena de un esperpento. Dos idiotas investidos del poder del uniforme. El
uniforme nutre a los imbéciles y les da luces, les otorga la importancia de
la que carecen. Son mierda hasta que se ponen el uniforme. Entonces se
creen respetables. Hasta que abren la boca. Entonces se ve que son la
mierda uniformada. Nunca he sabido por qué hay que llamar puta a una
mujer cuando quieres insultarla. O a un hombre cabronazo, cuando
quieres insultarlo. O a un hombre cabronazo, que es lo mismo, en el fondo
estás insultando a una mujer. Una cultura que se enraíza y alimenta del
desprecio a la mujer. No teníamos ni tabaco, te lo juro. Andábamos
caninos, ni un duro. Nos hablaban con una mano apoyada en la
empuñadura de la porra y la otra en la culata de la pistola. Que vaciéis los
bolsillos, joder, que quiero ver los bolsillos vacíos. Gritaba el retaco.
Sacamos los bolsillos y colgaron cómo fláccidas y mudas lenguas de trapo.
Es una escena varonil. De machos. Los policías son tíos con dos cojones.
Oh, sí, donde uno da órdenes caprichosas y manda.
El Pichurri, que tenía pinta, el pobre, siempre de escombrera
humana, tan esmirriado, dio media vuelta y dijo que se marchaba, yo me
voy, ni te muevas, escoria, me voy, no hemos hecho nada, estos son unos
chulos de mierda que nos quieren joder el día, me voy, que se lo jodan a
su madre, me voy. Aunque no se iba. Era su forma de protestar o
evidenciar su impotencia. Y el enano repetía: que te quedes quieto,
basura. No se miraba al espejo. Me vas a repetir ahí dentro eso que has
dicho de mi madre, tú y yo solos, hijoputa, que tu madre será una puta de
a veinte duros el casquete, hijoputa. Ahora ya se ha ido. Definitivamente.
Y acabamos todos en el cuartelillo. Con el Pichurri un poco aparte porque
había insultado a los agentes, ¡callado!, si no quería quedarse sin los
huevos. El rechoncho amenazaba con una escabechina en los huevos del
Pichurri. ¿Emascularlo, dejarlo sin tesoro? Los huevos son el tesoro de los
hombres, éste es un país de huevos y los huevos son la primera amenaza:
o los tienes grandes o te los cortan. Pero calló. Con una disimulada
peineta. El Pichurri los debía tener pequeñitos.
Entre el nerviosismo del Pichurri y el matonismo del policía
achaparrado, aquello pudo terminar de mala manera si no surge del
interior otro que podía ser el padre o el abuelo de cualquiera. Daba la
impresión de que hubiera estado durmiendo. Salió restregándose los ojos
y ajustándose la hebilla del cinturón. Calmó a todos, aun con el disgusto
del renacuajo, que quería alargar su diversión, hizo que todos nos
sentáramos, que no hablara nadie. Y envió dentro al guardia de Liliput. Te
voy a cortar los huevos, hijoputa, todavía dijo. Cualquiera intuía que
hubiera querido seguir durmiendo. Alguien hizo una llamada, vino la
madre de uno, dijo que nos conocía a todos, se hizo cargo de nosotros y
nos marchamos a nuestras casas. Nadie miró ya al cielo buscando la luna
llena de nuevo, aunque siguiera ahí observándonos.
Me parece que era alcalde de Madrid Álvarez del Manzano, el
meapilas ese que le daba dinero del ayuntamiento a su costurera. Y la
policía, casi en el año 2000, pues prima hermana de la policía de Franco.
La policía, aunque sea distinta, no es muy diferente de un tiempo a otro.
Es policía. Sobre todo, como ocurría entonces, cuando nadie se ha
ocupado de depurar de elementos fascistas la policía sanguinaria de una
época, para construir una policía democrática. ¿Qué es una policía
democrática? La pregunta tiene trampa porque contiene términos
desconocidos para ellos. Ellos no saben de derechos ni de ciudadanos,
sólo saben de poner los huevos sobre la mesa. La policía siempre será
policía. Los antidisturbios, por ejemplo, son un grupo de matones a
sueldo.
¿Para qué sirve la policía si no es para molestar siempre a los
mismos? Dan por saco a los desgraciados y son serviles con los auténticos
malos.
Silvia había nacido seis años después de la muerte del dictador
Franco. Muchos de los actuales demócratas habrían colaborado con la
dictadura sin ningún reparo de haberles dado la oportunidad el ocupante
de El Pardo, Álvarez del Manzano y Esperanza Aguirre entre ellos, con toda
seguridad, alguna afinidad conservan, más de una, ser o no ser demócrata
es un accidente, fueron contemporáneos de Franco, no discreparon y hoy,
cuando tienen la ocasión, defienden su legado sin ningún reparo. Aunque
esa policía no fuera aquella policía cruel, construida para perseguir y
someter al ciudadano, se le parecía bastante: muchos de los cachorros de
la antigua andaban en ésta emboscados. Y, en ésta de hoy, que, cuando
gobierna la derecha, bien que se le ve el pelaje.
Me acuerdo ahora del Pichurri, fíjate. No me acuerdo de los tres o
cuatro que estábamos, pero de él me acuerdo. Quiero decir que al Pichurri
lo recuerdo con frecuencia. Y en estos días. Yo, que no recuerdo el nombre
de nadie, recuerdo su mote. En mi memoria la gente es una imagen con la
etiqueta en blanco. A partir de ese verano, le perdí la pista, perdí la pista
de la mayoría. Al terminar la EGB, la gente se dispersaba, ya no solía seguir
estudiando. Yo, sí, por mis hermanos; sobre todo por mi hermana, que no
me dejaba ni a sol ni a sombra.
Después supe que las había espichado por sobredosis en un portal.
¿Qué tendrán los portales para convertirse en nicho o refugio de las
mejores personas? Un par de años más tarde. Bueno, me contaron algo
terrible: que las había medio espichado en un piso y alguien lo había
bajado moribundo al portal y no había avisado al Samur. Más o menos
para cuando yo sufría mi gran despiste. ¿Tu gran despiste? Problemas con
los estudios, no supe adaptarme al salto de una carrera. Todos nos
extraviamos alguna vez en la vida. El problema es lo que dura el extravío.
A algunos les dura la vida entera. Pero esa es otra historia, que tendría
final feliz porque hice una carrera, ya lo ves, estoy aquí, en la senda por
donde se ha de ir para no ser tratado de apestado. Lo del Pichurri es peor.
No fue el único del barrio en pagar el tributo.
¿Por qué se tienen que morir los buenos? ¿O es que la muerte no
distingue? O porque distingue, la muy hijaputa se lleva a los mejores.
Todas las generaciones han pagado su tributo, Silvia. La tuya, la mía,
la de la movida, que es en parte la mía, la anterior y la siguiente, la
anterior de la anterior, la posterior a la siguiente. La generación joven de
ahora será la generación en blanco, porque nunca encontrará un trabajo.
Fran se pasará la vida haciendo máster, salvo que se la aparezca la virgen o
un enchufe. Una generación entera no tendrá la oportunidad de ser digna,
salvo que se rebele y ponga todo patas arriba. Hará falta un ejército de
policías para emascularla. El tributo de la movida fue terrible. Estoy
pensando en algunas víctimas cuya contribución fue su propia vida. Como
tu Pichurri. Aunque ellos, de alguna manera, tuvieron la oportunidad de
elegir otra vida. Enrique Urquijo, por ejemplo, de Los Secretos, o el
maldito Eduardo Haro. Muchos jóvenes anónimos, que tienen, sin
embargo, nombre y apellidos para quienes los quisieron. Todas las
generaciones han pagado su tributo. Quizá porque está en el ADN de la
juventud equivocarse y resultar atropellado. Quizá porque está en su ADN
ser osado y la osadía paga tributos muy altos.
Todas las generaciones. Varía el precio y la forma de pagarlo.
Aunque hoy, por el hecho de ser joven, ya estás condenado. La crisis
les niega toda oportunidad de ser dignos. O quizá se la niega por ser
hombres, porque la crisis se ha olvidado de los seres humanos. Ser
humano y joven es una mezcla muy propia de apestados.
No sabría explicarte cómo era. Físicamente, digo. No sé. A ver. Es que
parecía flotar en el interior de la ropa. Muy poca cosa, algo así como el
espíritu del hombre. Había más ropa que carne. Por no tener, no tenía
culo. Es posible que su abuela le comprara la ropa grande. Yo le decía:
cómprate la ropa de tu talla, Pichurri, o acabarás perdido en las costuras.
O: a ver, coño, tío, bájate los pantalones, enséñame el culo, que no sé
cómo te las apañas para sentarte. Se reía con aquello y me apartaba
pudoroso. El inocente pudor del Pichurri. Ay. Los glúteos, como filetitos
rusos despachurrados. Y una mirada extraordinariamente viva y brillante
que, con el tiempo, se fue apagando, al tiempo que los ojos se iban
hundiendo en sus cuencas. Al final de aquel verano ya andaba muy
enganchado. Sólo que delante de mí evitaba hablar de esas cosas. No sé
de dónde nacía ese respeto. Supongo que venía con nosotros cuando se
encontraba mejor. Se fumaba, fumábamos, claro, yo fumaba como una
posesa, no me quitaba el cigarro de la boca, y le añadíamos alguna chinita
al cigarro, pero había una frontera infranqueable con las otras drogas. Era
un miedo cerval, como el miedo que yo le tengo a muchas cosas. En el
grupo no se pasaba de la chinita, nunca; otras cosas algunos, como el
Pichurri, las buscaban o las encontraban en otros grupitos de vida un poco
más peligrosa. Se hablaba de todo, porque se hablaba, claro, no había
tabús en las conversaciones, pero manteníamos un pacto no escrito
respecto de algunos temas que a algunos nos aterraban. No quería verme
como veía a otros por culpa de la heroína. Alguna vez me pidió una
moneda en préstamo y yo le daba veinte duros, aunque sabía para qué
era. No era préstamo, sino dádiva. Compra tabaco, Pichurri, no compres
otras cosas. Es pa' tabaco, no te preocupes. Y me siento culpable, a veces.
Ahora, ya, ni fumo. Hace un año. Gracias a la ley antitabaco. ¿Por la ley?
Sí, por la ley. Un trabajo de becaria que tuve en una empresa de la
Castellana. Sólo podía fumarse en una habitación pequeña, sin
ventilación, que algunos llamaban Londres, por la niebla, o por la morgue.
Irse a Londres era irse a intoxicarse a aquella covacha. Y me quité, no sé
cómo pero me quité.
Hace una pausa reflexiva.
Me aterraba la imagen de los fantasmas de la heroína. Y me aterra.
Creo que a todos nos aterraba y de ahí el coqueteo de algunos con las
pastillas. Como si las pastillas no fueran droga. Las pastillas no daban
sensación de peligro. Aunque a mí también me daban miedo las pastillas.
Qué insensatos. Te dan un plato de comida que no conoces y preguntas:
¿qué es? Te dan una pastilla y no preguntas qué contiene, te dicen que te
va a poner y te la tomas. Pones reparos al agua que bebes pero no pones
reparos a las drogas. Además de insensatos, somos gilipollas.
Vuelve a callarse. Se pasa la mano por la frente. Por alguna razón le
brilla, hasta el punto de que parece que tuviera un espejo ahí adherido. Se
pasa una servilleta y la mira. Estoy sudando, no sé por qué. Toma un poco
de vino e inspira con fuerza.
Nunca tengo palabras. Todas las sensaciones se me van al estómago.
Los veo, muchos de ellos auténticas ruinas humanas, y se me cierran todas
las ventanas del cuerpo. Ni siquiera puedo comer o beber cuando los
recuerdo, me quedo sin sed ni apetito. Y el Pichurri…
Jodido.
En la Castellana, en la empresa de la Castellana, a veces encontrabas
que habían cerrado por dentro la puerta de Londres. Eso significaba que
se estaban metiendo una raya. De coca. Allí era la coca. La droga también
elige sus clases, aunque porta la misma guadaña.
Yo creo que mi hermana me vigilaba entonces. Lo de mi hermano era
otra cosa, pero lo de mi hermana era vigilancia pura, como mi sombra.
Tenía confianza en mí pero me controlaba la enfermera que llevaba
dentro. Bah, hermana, que yo no, le decía cuando la observaba
escrutarme. Si tú me lo dices, ya sé que tú no. Yo no. Yo, no. Hay cosas que
una tiene claras con 17 años y ésa era una de ellas. Otra es que acabaría
alejándome de aquella gente. Si quería que hubiera vida para mí en el
barrio o fuera del barrio, debería acabar alejándome de aquella gente.
Comía poco. Siempre comió poco. Parecía un pajarito. Un
gorrioncillo. Me lo habría llevado a casa y lo habría puesto entre mis
peluches. Tú tienes un parecido. ¿Yo? Tú. Yo no estoy en los huesos. Ni le
pego a las drogas. No, me recuerdas, como él, a mis peluches. Sois como
peluches. Dan ganas de abrazaros. Sois inofensivos, en el fondo. Y
blandos. Si se me pide una imagen de la ternura, tengo la imagen de un
peluche. ¿Yo te sugiero la imagen de un peluche tierno? Me pareces
tierno, sí, como mis peluches.
El Pichurri era como un peluche que se fuera deshilachando poco a
poco. Nunca supe de su familia. Muchos hermanos, creo. No sé. Sé que lo
criaba su abuela, que andaba siempre por la calle, que era poco tribal,
estaba normalmente sólo. A mitad de 8º de la EGB, dejó de ir por el
colegio. Antes había sido brillante. Un niño listo como él sólo. Y no fue al
instituto, claro, no había acabado la EGB. No sé si llegó a acabarla, si le dio
tiempo, si no se murió antes. La pandilla era su verdadera familia, sus
amigos. A mí me hacía caso, o eso quiero pensar, y no hacía caso a nadie
más. Vale, vale, decía, y con eso iba tirando. Si hubiera acabado la EGB,
habría sobrevivido, igual hoy sería uno de esos de traje y corbata, aunque
me cuesta imaginármelo. Habría que condenar a la gente a estudiar, en
lugar de meterla en la cárcel o marginarla o crear puestos de trabajo para
analfabetos.
Se prefiere gastar dinero en un policía antes que en convencer a un
muchacho que estudie, que lo único que tiene que hacer es estudiar.
Estudiar, estudiar, estudiar.
Se comete un error a esa edad al pensar que la pandilla es tu
verdadera familia. Es mentira. Es el disfraz o la excusa en la que te
escondes. Sirve para esconderte, para no enfrentarte a ti mismo. Uno es el
peor enemigo que tiene.
¿Tienes muchos peluches? Buffffffffff. Tengo todos los peluches. ¿Me
quieres regalar algo y quieres quedar bien conmigo? Regálame un
peluche. En eso, mi novio sabe cómo comprarme. Con un peluche
también se me lava la memoria.
Aparte ese incidente con los municipales del final de verano, el
siguiente año, bueno, el siguiente curso fue seguramente el más
enriquecedor en la vida de Silvia. No sé si el más feliz, sí el más
enriquecedor. Terminó el bachillerato. Se queda un instante con la mirada
suspendida, como ausente. El pasado tiene el poder del rapto. Su padre
parecía estar, al fin, y Silvia se echa hacia atrás en la silla de madera,
contento con su trabajo de encargado. Aunque se pasaba el día
trabajando. Fines de semana alternos se bajaba a Ciudad Real, ¿Ciudad
Real?, como Francisco, ¿Francisco es de Ciudad Real?, de Manzanares, me
lo ha contado estos días, no sabía, sus padres son de Membrilla, cerca de
Manzanares, hay historias graciosas de Manzanares y Membrilla,
pregúntale a Francisco, rivalidades de pueblos. Su padre bajaba para estar
con su madre, que cuidaba de los abuelos maternos impedidos. Cuántos
años cuidando su madre a los abuelos, toda la vida. A los paternos ella no
los había conocido. Su hermana se marcharía a Portugal a trabajar de
enfermera, en un hospital de Oporto, y allí sigue, y su hermano, había que
echarle un galgo a su hermano, cualquiera sabe, con la trashumante
cámara al hombro, luego vendía sus reportajes. Tiene una visión épica de
la fotografía: sería aventurero si eso fuera posible, pionero, descubridor de
mundos. Es un aventurero. Para el próximo verano tiene programada una
exposición en Madrid. Ella había sido el estrambote familiar, 10 y 12 años
menor que sus hermanos. Y el ojito derecho de ambos, que la cuidaban
como si fueran la prolongación de los padres. Un accidente, yo soy un
accidente.
Al año siguiente se quedó sola. Y los echó de menos.
El amor es la salvación de todos nosotros. De mí, seguro. De todos.
Estamos aquí porque alguien nos ha amado. Porque alguien nos ama. Dios
no existe, pero hay letras, elige cuatro, ponlas en orden, pronuncia la
palabra, amor, eso es, amor: algo divino adopta ese nombre humano tan
pequeño. Y ya estamos salvados si nos toca o somos capaces de llevarla
siempre en el bolsillo.
Suena bien en todos los idiomas, aunque se escriba y se diga de
manera distinta. Y en todos los idiomas tiene el mismo efecto sanador.
Love, inglés; amour, francés; amore, italiano; liebe, alemán; amor,
catalán o castellano; maite, euskera, como un nombre de mujer; amar,
gallego o portugués; amas, esperanto; liefde, holandés; rakkaus, finlandés;
grá, irlandés, que debe ser como en celta; elska, islandés; elsker, noruego;
milosc, polaco; dragoste, rumano; älskar, sueco, y en griego se escribe así,
mira, αγάπη, y se lee ágape, es decir, comida, banquete, quizá porque el
amor es nuestro auténtico alimento. Ya lo sé decir en 15 idiomas, más el
esperanto, que es idioma universal. Ahora quiero aprenderlo en otros
idiomas europeos, que escriben con otro abecedario, como el ruso, en
cirílico. Y luego lo iré aprendiendo en idiomas africanos. Tiene que sonar
hermosísimo en idiomas de tribus negras o de las gentes del desierto.
Estoy muy agradecida a esa palabra.
Nos distrae una escandalera de risotadas desde la barra. La pareja de
la guardia civil se marchó hace rato; el solitario indaga en el alma del
cubalibre con otro cigarrillo entre los dedos, toma un palillo y empuja los
hielos hacia el fondo del vaso, aunque los hielos se rebelan y flotan de
nuevo; dos nuevos parroquianos cuchichean con una botella de cerveza
en la mano; dos más se contemplan y contemplan absortos sus vasos
largos con bebidas claras, y sigue, como al principio, el trío de los
trajeados que nos han perturbado ahora con sus carcajadas, en medio de
una nube de humo. Ante el mostrador del bar, ¿quién se acuerda de la
crisis? ¿Qué crisis? Oh, sí, el maldito gobierno socialista.
El dios de Rouco se ausenta en estos casos. En realidad, no ha
comparecido nunca. En época de crisis comparecen otros dioses más
poderosos, no me preguntes cuáles. Los jefes se convierten en seres
omnipotentes que pueden despedirte en cualquier momento.
Me angustia quedarme sin trabajo, Alonso. Mi padre, ya jubilado. Buf.
No puedo perder el trabajo bajo ningún concepto.

Hemos hablado del año 98, 1998, de otro siglo. Cuando se habla del
tránsito del XIX al XX, por ejemplo, parece que hubieran sucedido muchas
cosas y que hubiera cambiado España y el mundo. Fíjate, hubo dos
guerras terribles. Pero es mentira. Hemos hablado ahora del tránsito del
XX al XXI y ya vemos que no había pasado nada, todo es igual, en el
mundo no ha cambiado nada ni ha cambiado en España. Había sensación
de agotamiento y seguimos igual, como no pudiendo enderezar o
reconstruir esto. Al final del XIX el mundo era un proyecto agotado, lo era
al final del XX, y es un proyecto agotado al principio del XXI. Entre el XIX y
el XXI la diferencia es la colocación de un palito; por lo demás, es lo
mismo.
Se puede tener sensación de vieja sin haber cumplido los 30 años.
Hay gente de mi edad que no ha encontrado todavía trabajo y
probablemente no lo encontrará en los próximos años. Son jubilados
antes encontrar el primer trabajo. Eso sí es envejecer rápidamente.
La crisis sólo es para el que no tiene trabajo. Para los demás no hay
crisis.
En aquella época cualquiera encontraba trabajo en la construcción.
Para trabajar en la construcción no hacía falta estudiar y la gente
abandonó los estudios. Empezamos a pensar de otra manera. Se nos
indujo a pensar de otra manera. De tener estudios a ganar dinero,
comprarse una casa, tener un coche, parecía fácil ganar dinero. Más que
pensar de otra manera, dejamos de pensar, para iniciar una carrera
alocada hacia un paraíso en el que cualquiera podía hacerse rico. De la
noche a la mañana el objetivo era hacerse rico.
¿Qué es ser rico? Tener dinero. Pues a tener dinero.
El vino. Ah, el vino. Desata la lengua. La risa juguetea entre los
dientes de Silvia. Pero no es risa, sino una suerte de contracción sardónica
invadiendo la cara.
Yo iba a terminar bachillerato y aprobaría con buena nota la
selectividad, aunque luego todo se estropeó. Pero esa es otra historia. Ya
te he dicho, me equivocaría en la elección de carrera. Y me pasé un
tiempo dando tumbos, aunque aprendí cosas que después me sirvieron y
me sirven ahora, cuando tengo que afrontar la vida, y tomar decisiones
difíciles.
En el barrio había más dinero que nunca. Habíamos entrado en la
euforia de la construcción. Todo el mundo a la construcción. Hala.
Empezaron a llegar inmigrantes en masa, mano de obra barata. Y los
españoles se vieron promocionados y con sueldos más altos. Poco, pero
más altos. Y con más lustre. Los ayudantes ascendieron a oficiales y los
oficiales a capataces. Como mi padre. A mi padre lo hicieron encargado y
llegó a ganar un 50% más, aunque también echaba más horas y tenía más
responsabilidad. Algunos se hicieron constructores. Hubo un amigo de mi
padre que se hizo rico comprando los pisos de dos en dos sobre plano –
ojo, sin comprarlos, con la entrada y unos pocos plazos- y vendiéndolos
luego cuando los acababan, por el procedimiento de rescindir el contrato
en la promotora, que ya los había vendido a su vez un 25 o un 30% más
caros. Se ganaba mucho dinero, pero era negro y había que reinvertirlo
una y otra vez. Sin embargo, mis padres, por recomendación de un primo
en el pueblo, y a Marga no le pareció mal entonces porque trabajaba en la
empresa, fueron metiendo sus ahorros en el Fórum Filatélico y ya sabes
cómo ha acabado la historia.
Mi familia fue rica durante un cierto tiempo.
Era mentira. Se trataba del mito de Eldorado. Era una operación
gigantesca para enriquecer asquerosamente a unos pocos mientras la
gente cambiaba sus migajas. Unas migajas por otras migajas. Sólo migajas,
siempre migajas. Y ahora nos arrebatan esas migajas y nos dejan
endeudados, hemos de pagar sus préstamos. A mis padres no les queda
nada: la pensión de mi padre y la casa de Vallecas. La casa del pueblo es
de los abuelos. Yo estoy aquí gracias a Marga, esto era el futuro y esto es
el futuro.
Tú has tenido suerte. Yo he tenido suerte. Hay que joderse: cinco
años de ADE para hacer de secretaria. No me limpio el culo con el título de
licenciada porque el papel es un poco áspero -perdona, perdona, soy un
poco bruta, perdona-, pero daría lo mismo. Aun así soy afortunada. Otros
colegas trabajan de dependientes, o se pasan la jornada haciendo
fotocopias, media jornada, porque está de moda la media jornada, y la
mayoría ocupan el día en dejar el currículo aquí, allá y acullá, haciendo
cursos inútiles, pasando entrevistas, en un nuevo quehacer que se llama
“búsqueda activa de empleo”. Y a esperar. Después de la reunión de ayer,
me da que lo de Mansonia huele que apesta y puede pasar cualquier cosa,
aunque espero que nada de eso afecte a nuestro trabajo. Me doy con un
canto en los dientes. Mira, mellada. ¿Lo pillas? Canto, dientes, mellada.
Mierda. Contenta.
Estoy contenta porque a mí no me llega la mierda, aunque veo cómo
la mierda arrastra al estercolero a mucha gente.
Todo esto viene de aquello. Y todo esto y aquello viene de que unos
pocos quieren forrarse y hacen lo que sea hasta que les estalla, y entonces
a nosotros nos dan por culo, y nos quedamos en la calle o en la ruina, y
nos quedamos sin nada, no somos nadie, y nos morimos de asco. Pues ya
podían haber follado con condón nuestros padres, leche.
Me callo, porque yo soy una privilegiada. Tengo un trabajo, vivo por
mi cuenta y hago lo que me da la gana. Más o menos. A los 40, ¿dijo 40?,
¿o 50?, da igual, 40 o 50, y a los 3 o 4 de la otra empresa, que va a
despedir Alejandro les tocará el desempleo y, cuando lo agoten, que lo
agotarán, después de un año o año y medio, depende de cada uno, a
comer ladrillos. Entiendo que mi padre quiera quedarse en el pueblo con
mi madre, y no quiera volver a Madrid. Madrid se ha convertido en un
sitio inhóspito. Los que se sientan en los parlamentos y el empresariado
parecen nuestros enemigos. El otro día me preguntaba mi padre qué
hacer con la casa, tal vez alquilarla, o dejarla cerrada por si vienen ellos
algún día del pueblo, regresa mi hermano de su vida itinerante, o mi
hermana de Oporto, mi hermano retorna de cuando en cuando, o yo
tengo que volver algún día. No digas eso, papá, ni siquiera como hipótesis,
si tengo que volver con vosotros es porque algo ha ido rematadamente
mal, y no quiero ni pensarlo. Le dije que hiciera lo que quisiera, que
pensara sólo en él y en mi madre, que nosotros somos mayores. La dejará
cerrada, lo sé. Cada uno de los hijos conservamos una llave, aunque nos
independizáramos hace tiempo, como es el caso de mis hermanos.
Nunca me he sentido más insegura.
¿Sabes que en aquella época estaba de moda Mario Conde(77)? ¿Y
que la gente pretendía imitarlo, incluso en su peinado y su vestimenta?
¿Sabes que, aunque luego fue a la cárcel, la gente continuó imitándolo? La
gente de mi generación y otros más jóvenes lo tenían como referencia.
Había llegado a la presidencia de Banesto con 39 años. ¡39 años! ¡Échale!
Yo debía ser presidente de Banesto o de una entidad parecida, pero la
presidenta de Banesto es una hija de Botín, qué casualidad, que sólo es un
poco mayor.
Yo era profesor en un centro de estudios financieros. Luego se llamó
escuela de negocios. Preparábamos oposiciones a Hacienda y otros
organismos con ramas económicas o financieras y dábamos máster.
MBA(78), acaso porque toda la estupidez que se imparte en este país
utiliza el inglés para venderse, así parece más importante, pero es una
mierda. Y, sobre todo, impartíamos doctrina. Muchos de los lumbreras,
como Bermúdez, por ejemplo, a Bermúdez yo podría haberle dado clase,
no fastidies, ¿sí?, sí, muchos de esos pasaron por nuestro centro. Se
peinaban como Bermúdez y vestían de un modo parecido, como vestía
Mario Conde, y hablaban de la misma manera, con ese aire de
importancia, como si no fueran a equivocarse y el mundo estuviera a sus
pies, porque ellos manejaban una ciencia poderosa e infalible, para
gobernar el mundo. Para crecer y enriquecerse. Efectivamente, se trataba
de enriquecerse. Como Mario Conde, un muchacho de clase media,
aunque listo, eso sí, muy listo. O como cualquier paleto, que, con un
terrenillo y la osadía de un director de sucursal bancaria se hacía
empresario. Nosotros analizábamos esos modelos de empresa. Sin invertir
un duro, porque se hipotecaba sobre proyecto, se obtenían márgenes del
50%, del 25% en caso de fracaso. Y, el primer gasto, un Mercedes 300. Se
llenaron las carreteras de coches de alta gama sin pagar. Te cuento un
caso, porque yo lo tuve en mis manos y participé en el asesoramiento. Un
individuo, que había ido de fracaso en fracaso, de ruina en ruina en sus
anteriores proyectos de emprendedor. Inició la construcción de un edificio
de doce viviendas, el terreno era una aportación de su padre, él no tenía
un duro. Su primera compra, tres Mercedes, porque hacían un descuento
especial comprando tres o más: uno para él, otro para su padre y el
tercero lo vendió sin estrenar, como vehículo de segunda mano, aunque el
comprador sabía que era nuevo, que no se había movido del
concesionario. Y su primera decisión fiscal, desgravar el IVA en la empresa
y cargarle todos los gastos de compraventa y luego de gasolina,
impuestos, etcétera, a la constructora. Directamente, entre todos los
españoles, vía impuestos, pagamos los Mercedes, y luego su
mantenimiento, de aquel inútil.
Los grandes proyectos, es decir, los que se referían a grandes
superficies de terreno, eran, incluso, más rentables, lo siguen siendo,
mucho más, pero requieren otros contactos, implican más intereses
económicos, ahí aparecen los ayuntamientos, la política, no, la política no,
los políticos, algunos políticos, ciertas mafias, hay que recalificar terrenos.
¿Mafias? Mafias. No a la italiana, pero mafias. Cierto tipo de delincuencia
está tan imbricada en el aparato de algún partido político, como el PP, que
se confunden. El cruce, la superposición de intereses, a la que se suman
jueces, policías, periodistas, abogados,... no falta nadie. Mira la trama
Gürtel(79), cómo llegó Aguirre a la presidencia de la Comunidad de
Madrid con el tamayazo(80). El espionaje en la Comunidad de Madrid. O
el caso Naseiro(81), aquella conjura para la financiación ilegal del PP
mediante comisiones, mucho más compleja y efectiva que lo de Filesa(82),
un inocente juego de sobremesa al lado de todo eso, que se descubrió
casualmente por una investigación sobre tráfico de drogas, lo de Naseiro,
digo.
No te acordabas. Nadie se acuerda ya de Naseiro. Dentro de poco
nadie se acordará de Gürtel. La derecha y sus cómplices sabrán enterrarlo.
La desmemoria es la coartada de los granujas. O su refugio.
Mafias; en realidad, no. La derecha no delinque ni se corrompe,
organiza su patio. No son los malos, no son corruptos, no son chorizos, es
la moral a su servicio. La política es un instrumento para repartir intereses.
La economía es la moral disfrazada de ciencia. Ellos son la gente honrada.
¿Te quieres creer que la coca empezó a llegar al barrio desde las
obras? Masivamente, quiero decir. La coca era la droga de los ricos, pero
enseguida fue la droga de todos. En el barrio apenas se conocía la coca y
empezó a llegar desde las obras. Cuando antes, en la obra, las únicas
drogas eran el tabaco, el vino, el anís y el carajillo. Muchas horas en el
tajo. Anda, que no ha provocado accidentes el alcohol. Y los sigue
produciendo.

Me gusta escucharla hablar. Y mirarla hablar. Hay algo placentero en


la observación. Sus manos, cómo mueve sus manos, habla con un
incesante movimiento de manos: ascienden, avanzan, se suspenden en el
aire como cigüeñas blancas, quizá como gaviotas, porque a Silvia la
imagino marina y navegante, retroceden, giran, bailan y se abandonan
sobre el regazo como palomas, cuyo aleteo nos protegiera,
envolviéndonos, de cualquier sonido que no fuere su voz. Sólo existe su
voz suave extendiéndose como tejido de seda sobre la piel nueva cuando
ella habla. Se parece a la ropa limpia por la mañana tras la ducha. Y sus
manos, esas gaviotas mágicas, cuyo movimiento guarda el secreto del
vuelo iniciático de Juan Salvador(83). Habla de cosas terribles pero no
hieren; duelen, pero no hieren.
Yo soy más burdo hablando, y no lo había advertido hasta ahora.
Quizá los hombres afrontemos todo de un modo más primitivo, sin
ternura y, a veces, sin emoción. La guerra debieron inventarla los varones.
Por eso no entiendo que me asocie con un peluche.
Me gusta su mirada inteligente y apasionada. Dolor o sarcasmo, he
ahí la clave de su visión.
Por un instante, se esfuma. Otra vez. Vuela. No está aquí. Como el
arrebato evanescente que producen las ausencias epilépticas. Se
recompone en la silla, junta las manos y las pone entre sus rodillas. Avanza
su cuerpo. No había advertido que tuviera un mentón tan hermoso. Lo
había observado de su nuca y de su espalda, pero no de su mentón.
Hablamos de cosas serias. No sé cómo hemos llegado ahí. Pero
estamos en un bar, donde lo único realmente importante es la cuenta.
Consumes, pagas, te vas y el resto carece de interés. Hablar en la mesa o
en la barra de un bar es fácil, lo difícil es hablar solo.
- ¿Y tú?
¿Yo? Tú. ¿Que si hablo solo? Tengo esa costumbre de los locos. No,
que digas algo, que me he tirado un rollo de tres pares de narices. Y se
yergue de nuevo. Y qué sé yo de obras ni de drogas. Ni de gente marginal.
Tú, sí, que llevas un barrio entero a tus espaldas. O en tus entrañas.
Vallecas no es un barrio cualquiera. Yo he salido de Chamberí, un distrito
interclasista, lleno de gente antigua, de donde igual surge un Mario Conde
que un albañil, albañiles menos, ahí porteros, funcionarios de las escalas
bajas, profesionales,... Yo también me he tirado un buen rollo, aunque a
nivel teórico, de eso me acusa Andrea.
Son días de melancolía, estoy melancólica, me acuerdo del barrio
estos días. Mi padre se ha jubilado y ultima los trámites de su pensión. Y
se bajará al pueblo. Me quedo sola en Madrid. ¿Sola? Aparte del novio,
sola. ¿Tu novio? El novio es el novio, yo hablo de otra cosa. Sola, Alonso.
¿Y tus amigos? Aparte del novio y mi amiga Marga, sola. ¿Y Marga? Marga
es aparte; Marga, sí. No entiendo eso de que el novio es el novio. Se
puede tener novio y estar sola. La noviez es una cosa rara. Te enganchas a
alguien y ya está. Y ya está. Es una especie de encerrona. ¿No te gusta? No
es eso. ¿No lo quieres? No es eso, no es eso.
No quiere seguir hablando del tema. Lo advierto en sus manos, que
se han quedado quietas y contraídas. Entonces, ¿no se trata de amor,
Silvia?, le querría preguntar, pero no me atrevo. Tú hablabas de amor,
sabes decir amor en 15 idiomas y en esperanto. ¿En qué consiste el amor,
Silvia? ¿Tener novio no es amar? Hermanos, padres, amigos,... ¿eso no es
amar? Aunque sean amores distintos. El amor era precisamente lo que
salvaba a Silvia. O eso ha dicho ella.

Cojo la copa, la levanto, la invito a que levante la suya, las chocamos.


Guiño el ojo izquierdo. A tu salud, digo, después de un sorbo lento y
prolongado. A tu salud.
Ese corte de pelo no tiene nada que ver con la melancolía, con la
rebeldía o con la insatisfacción. Estás melancólica e insatisfecha y te
rebelas, pero no haces esos destrozos en la cabeza. ¿Qué tienes contra mi
corte de pelo? Mi corte de pelo podría ser el pretexto para escribir una
epopeya. Y ríe. Aunque esta risa parece que pretendiera apartar una
nebulosa.
Sólo se marcha su padre. No se queda sola: constata que está sola, ya
está sola. Y eso la hace sentirse desgraciada. En el fondo, quizá pasa una
página. Punto y... No es fácil cerrar páginas. Vivimos diagnosticando
maldiciones cuando sólo se trata de la vida.
En realidad, todos estamos solos. Estamos solos, es nuestra
naturaleza, pero no se trata de una condena. La soledad como condena es
una percepción, una actitud negativa que nos conduce al desamparo. Y a
la desesperación. La soledad no es una condena. Vivir es estar solo. Sólo
desde la soledad es posible componer una sinfonía. A quienes desespera
la soledad sólo les es posible encontrar en el mundo a solos desesperados.
Quienes conviven con ella como con una amiga conocen el significado del
amor.
No lo entiendo, pero no importa. Parece una contradicción. Si estás
solo, estás solo y estás jodido. Yo tengo a Marga. La familia ahora es otra
cosa y el novio, por supuesto, es otra cosa.
Quizá debieras asegurarte de que lo que os traéis entre manos puede
llamarse amor. Uno se engancha al brazo de otro y lo llama amor pero se
confunde, es dependencia. Para no estar solo. Y resulta que está más solo
porque la soledad hace eco en la soledad del otro. Cuando se trata de
amor no hay eco, porque las paredes no están desnudas.
No quiero hablar de eso ahora. Me siento desprotegida. Insegura. No
sé lo que estoy viviendo. Vivo como vive la gente. Una se acopla a lo que
hace la gente, se supone que eso nos hace felices. Una tiene una pareja,
comparte una casa, entra, sale, tiene sus dependencias, claro, la pareja
crea dependencias, duerme, hace el amor, se ríe a ratos y a ratos lo pasa
mal, es lo normal, la vida no es el paraíso, hay problemas. Mi hermano
hace lo que le da la gana, hace su vida; mi hermana está lejos, supongo
que está contenta; mi madre está en el pueblo y mi padre se bajará con
ella antes de final de año, en cuanto acabe sus trámites. Tendré que pedir
prestado el coche a Marga para bajar con él las últimas cosas un fin de
semana. Me queda Marga. Los amigos se han ido desperdigando, tendría
que volver a Vallecas para encontrarme con ellos, pero no sé si los
encontraría y menos aún sé si los reconocería o me reconocerían ellos a
mí. Yo me alejé del barrio hace mucho tiempo.
Hablemos de otra cosa. De otra cosa. De ti. Cuéntame algo de ti. De
mí. No sé.
La copa es un paraboloide ancho que descansa sobre un pie de vidrio
y éste, sobre una base circular. La trajeron limpia y ya tiene huellas. El vino
produce reflejos en su interior al moverse. Dicen que los taninos son
responsables del color del vino y de su regusto amargo.
A ver. ¿De mí? Algo. Ya he hablado de mí. Más. Me intrigas. Los
demás, no sé, pero tú me pareces muy enigmático. Tengo la impresión de
que hay un desconocido que se refugia tras la mesa de trabajo. Y tengo la
impresión de que ese desconocido es interesante. No consigo adivinar por
qué lo proteges tanto. ¿Por timidez? No me pareces un tímido. ¿O eres
tímido? Me pareces reservado, acaso porque todavía llevas ahí a un niño
agazapado. ¿Agazapado o sojuzgado? Solemos machacar al niño que
llevamos dentro. En lugar de despertarlo, le damos palmetazos para
achantarlo y, si me apuras, asesinarlo. Un niño es un problema gordo.
Cuéntame algo, no te cortes. Anda.
Ahora ha avanzado el cuerpo hacia adelante, ha apoyado los codos
sobres las rodillas y, sobre las manos en cáliz, la barbilla. Otra vez muestra
esa mirada extraordinariamente sagaz, que asusta y maravilla. A mí me
inquieta.
Verás, y chasco ligeramente la lengua (no he empezado a hablar y ya
me acuso de ser un inconsciente): soy de esa parte de la sociedad que
contempla a la otra parte como si viera un telediario, como en una
pantalla de televisión. Andrea me acusa de eso con frecuencia. Dice que
me falta una inmersión, que traspaso la función de observador. Por lo
menos no tengo la mala costumbre de hablar como si lo viviera. No me
atrevo. Es la vida de otros. ¿La mía? Quizás esté desencantado, con la
sensación de haberlo visto todo. Mi vida es anodina. Pese a que tengo la
impresión de haber vivido todas las vidas que observo. Entiendo bien, por
ejemplo, lo que me estabas diciendo. Acaso me esté haciendo viejo. En el
fondo, aunque hablamos de cosas, hablamos de nosotros mismos.
Decimos: está bueno o es bello, y queremos decir: me gusta. Lo que
hacemos o decimos habla de nosotros mismos, así que no hace falta decir
nada de nosotros. Nuestros actos nos delatan. O nos defienden. La forma
de sentarnos, la forma de tomar el vino, de dirigirnos al camarero
majadero que nos ha atendido. Tú hablando del Pichurri hace un rato.
Trabajo aquí como podría trabajar en otro sitio. Me aburren todos los
trabajos que hago, éste me aburre hasta el infinito. Me cuesta hablar de
mí mismo, Silvia. No suelo hablar de mí mismo. No sé hacerlo. Ni siquiera
con un vino delante. Prefiero ver y oír en lugar de hablar. Me gusta
aprender. Hoy estoy aprendiendo contigo. Me has sorprendido. ¿Para
bien? Agradablemente. Dejémoslo en agradablemente.
La secretaria se ha ido y hay una persona sensible e inteligente
sentada en la misma mesa que yo. Me gusta. Exactamente por eso me
desarma.
Yo no tengo nada que decir, porque no tengo nada que enseñar. Mi
vida no demuestra nada. Casi me avergüenza haber sido afortunado,
haber tenido una vida fácil. Nadie me regaló nada, pero he tenido una
vida sin complicaciones. A mí no me ha insultado un policía ni se me ha
muerto un amigo poco a poco.
Me observa ahora como si comparara a la persona que tiene delante
con la imagen que se había formado.
Te contradices. Dices una cosa y su contraria en el mismo discurso.
¿Estás desencantado o te gusta lo que ves en el espejo? ¿Hablas de ti o
aborreces la imagen del personaje que descubres? Esto último que has
dicho sugiere que te gustaras. ¿Pasas por la vida como Bermúdez por la
oficina o te comprometes hasta las trancas? Yo creo que has de ser de los
que se comprometen.
No sé. Una amiga dice que espanto a la gente. Incluso que me
espanto a mí mismo. Por eso nada me dura, ni siquiera el trabajo.
¿Un diletante? Un diletante. Yo no lo creo: te gusta el personaje y lo
has construido, lo del diletante es una pose que te protege. No eres un
diletante. De eso me acusan algunos. Porque me quieren, porque no me
quieren o porque me desafían, no lo tengo claro. No soy perfecto,
tampoco tengo interés en serlo. Me gustaría reconocerme. Tengo la
sensación de haberme perdido algo, de haberme perdido a lo largo de
estos años, pero me temo que no soy el único, andamos todos en una
especie de laberinto de feria, de esos de cristales, desde donde se ve la
calle, pero seguimos encerrados, donde se ve a la gente circular
incesantemente, como nosotros, pero nos separa una pantalla de vidrio.
Es angustioso. Todos buscamos una salida.
No sé, quizá tengamos experiencias distintas. Las tenemos, seguro.
No es lo mismo Vallecas que Chamberí, tu edad que la mía. Cuando tú te
peleabas con la policía municipal, yo ya trabajaba adoctrinando a la gente
sobre economía y finanzas. Tú alentabas tu rebeldía y yo empezaba a
poner orden en las circunstancias y a datar el desencanto.
Hay experiencias que sobrepasan la edad y las fronteras de los
barrios. Ahora, por ejemplo, la crisis, probablemente requerirá que nos
pongamos de acuerdo y resolvamos el desencuentro empírico. Tal vez
porque es un fenómeno que afecta a la mayoría, que siega la misma
hierba debajo de todos los pies. La crisis nos interpela a todos. Habrá que
hacer un pacto epistemológico, dice, y se ríe, como antes, con todo el
cuerpo.
La crisis, a ti y a mí, nos va a dejar en nada. Dejaremos de ser
científicos. Tendremos título de sirvienta, ahora que la economía se ha
convertido en escoba para barrer la mierda. Cualquier persona es más
digna que un economista estos días.

Miro hacia la barra, pero los parroquianos están a los suyo, hace
tiempo que no les interesamos en absoluto. Parecen un daguerrotipo de
la anterior escena: siguen en el mismo sitio, con las mismas posturas, con
los mismos gestos y, probablemente, con las mismas palabras. El tiempo
es una dimensión en la que se instalan.

Por aquella época yo sería como tú eres ahora. Me había alejado de


Blanca, Blanca era tu novia de entonces, puedes llamarla así, o ella se
había alejado de mí, después de un montón de años, o nos estábamos
alejando, supongo que era un poco inconsciente, cuando se es joven uno
se permite el lujo de ser inconsciente, un pecado y una virtud. Eso que tú
dices no lo vivía, Chamberí no es Vallecas, mis círculos eran otros.
Nosotros queríamos ser modernos, yo quería ser moderno, aunque no
pasara de ser un diletante ingenuo. Lo sigo siendo, diletante, digo, tú lo
has descubierto, aunque todo haya quedado en una pose. Sin saber muy
bien qué significaba eso de modernismo. Nada de vanguardias, nuevas
formas de hacer arte o de mirar y concebir el mundo, como significó en
otras partes. Nosotros no tuvimos a Tristan Tzara, ni a André Breton, ni a
Louis Aragon, por ejemplo. El surrealismo aquí lo representaba Dalí, un
personaje esperpéntico, megalómano y narcisista, que se reunía con
Franco, muerto el mismo año de la caída del muro de Berlín, fíjate, por
cierto. España trataba de ser moderna. La fiebre de la riqueza era una
forma de alcanzar la modernidad. Nosotros tratábamos de ser modernos y
yo trataba de ser moderno. Aunque no significara lo mismo que en su
momento significó en Europa. En Europa habían vencido al nazismo y aquí
el fascismo nos había vencido. Una especie de obsesión. Supongo que lo
necesitábamos. Por eso leíamos mucho. Y por eso, quizás, el
dilentantismo. Aunque no buscáramos lo mismo. Por ejemplo, redimirnos
de un pasado oscuro. Nosotros sólo habíamos querido quitarnos el
muerto del muerto. Ya sabes, el muerto, esa carga que nos traspasaron
nuestros padres como si fuera nuestra. Los jóvenes llamados de la movida
y los que fuimos sus epígonos habríamos querido una vida sin el cadáver
de Franco. Habríamos querido una vida sin el tétrico pasado que
significaba la dictadura. La movida era una forma de librarnos de la
dictadura. Y, sin embargo, lo hemos sabido después, el enano que se subía
a un cajón tras la balconada del palacio de Oriente para parecer más alto,
ha seguido aquí todos estos años. Acabar con la dictadura, es decir, con el
pasado, había sido la responsabilidad de nuestros padres. Y ya estaban en
retirada. Otros derrotados, los penúltimos; los últimos seríamos nosotros.
De jóvenes ellos también habían anhelado el futuro y lo habían buscado
con denuedo, tuvieron su utopía, aunque no pudieron o no supieron
concretarla en el presente, el presente se redujo a su sueño y su fantasía.
Como muchos jóvenes que nos hicimos mayores de edad con la
democracia, con la Constitución ya aprobada, borramos la dictadura. Todo
con prisa, con mucha prisa. Quizás ese fue su error. Las prisas. Después de
40 años entraron las prisas. Y no dio tiempo a pensar. A distinguir entre
víctimas y verdugos, torturadores y demócratas. A pedir explicaciones por
lo menos. Un error que pagamos ahora. Nosotros crecimos en esa
realidad farragosa. Y nos extraviamos.
Fui epígono de la movida. Esa era nuestra modernidad. O mi
modernidad, al menos. Y fui argonauta de la noche madrileña, también, a
ratos. El barrio de Malasaña se convertía en una ciudad osada por la
noche. La noche era una forma de modernidad y rebeldía. Y la droga, un
modo de alcanzarla. En Malasaña, como en Vallecas, había droga. En eso
se parecían. Siempre hay droga en los tiempos difíciles. Frecuentaba los
templos de la época. ¿Te los digo? Todo el mundo los conoce. Dos, por
ejemplo: El Sol y La Vía Láctea. Con el agravante, en mi caso, de que casi
todo lo aprendí en los libros. Ya no soy joven, pero sigo siendo un
diletante. La verdad es que nunca me fumé un porro. Ni bebía. Creo que
una vez tomé un vodka con naranja. En mi vida sólo he tomado café,
infusiones, vino o cerveza, de una manera moderada. Hablaba, eso sí,
hablaba más que ahora, ahora también en esto me he vuelto moderado.
En realidad, yo creo que la movida fue la representación de una
pantomima, o una performance, como dicen ahora los catetos del
postmodernismo. Fíjate en qué poco tiempo hemos pasado del
modernismo al postmodernismo. Palabras huecas, al final. Durante años,
la movida fue el pasatiempo de una gente acomodada. ¿Ricos, gente
bien? No, gente acomodada. Revolucionarios de barra y sofá. Diletantes
por antonomasia. Mira en qué devino el famoso grito de Tierno Galván:
“¡Rockeros: el que no esté colocado, que se coloque! ¡Y al loro!”. Parecía
transgresor y sólo era una pose. Así que ¿cuál fue el mensaje cultural
subsiguiente? Los villancicos que cantaba su sucesor, Álvarez del Manzano
y López del Hierro, en navidades. De la transgresión se pasó a la baratija.
Del intelectual, al bufón. La cultura es un paradigma de lo que somos. Y en
eso devino la propuesta cultural de la movida, en los villancicos
desafinados de un carca.
En 1998 se había acabado la movida y empezábamos a replegarnos
sus epígonos. Madrid ya tenía pinta de derechas. Importaba más el
trabajo que los ideales. Yo empecé a cuidar mi trabajo.
Creímos que la movida era lo moderno. Agua. Era bastante carca y
proclive a la autodestrucción. Los ideólogos que la sobrevivieron han
acabado en el nuevo Chicote, el bar donde se reunía lo más granado del
franquismo en el pasado. En el fondo, no son muy distintos de los viejos
delegados del Movimiento(84), se cuidan de formar parte de la ola.
Exageras. Seguramente exagero. Y no te amas nada. Huy, me amo
intensamente.
Te pondré un ejemplo: Muelle, el grafitero que cubrió las paredes de
Madrid con su seudónimo. Decían que era arte, es decir, prostituyeron la
palabra arte, porque debían haber dicho pintarrajo. O decían que era una
forma de expresión: también se expresan los que defecan en medio de la
calle.
Hablas con cierta soberbia. No digo que tenga razón, digo que la
movida no fue lo que decía de sí misma, fue una farsa y se quedó en la
farsa. Critico, fui en parte uno de ellos. Critico, porque quisimos ser
modernos y nos arrastró el postmodernismo, sin que hayamos sido nada
de eso.
Seguramente sea un cínico.
No nos hemos librado del muerto, Silvia. Ni del vivo, porque estuvo
vivo. Del muerto que estuvo vivo. O del vivo que ahora está muerto. Sigue
ahí. Está vivo, maldita sea. Y nadie lo exorciza. Ahora entiendo el disparate
que nos contaba un compañero de conciertos de mi padre.
Tengo la sensación de que vive de otro modo entre nosotros. Hay una
legión que se sostiene de su herencia. El PP no lo tiene en sus estatutos,
pero alimenta con él su ideario. El muerto era nuestro karma colectivo y la
modernidad sólo era una ilusión. Ignorarlo no nos libraba de él. Y, en
realidad, nos limitamos a ignorarlo.
El trabajo que no hicieron nuestros padres sigue ahí pendiente.
¿Tendrán que hacerlo nuestros hijos, si tenemos hijos? Al franquismo
todavía hay que derrotarlo.
Me hice mayor de edad. Como tú. Aunque un poco antes. Diez años
antes. Y cuando, en mi ingenuidad, estaba aprendiendo a ser de
izquierdas, tiraron el muro de Berlín. El 9 de noviembre de 1989,
exactamente. Tengo grabada la fecha. Porque es la fecha de mi
desencanto. El 9 de noviembre de 1989 se data mi desencanto. Antes, la
derecha había ocupado el ayuntamiento de Madrid(85). El muro de Berlín
había mostrado claramente durante mucho tiempo la diferencia entre
izquierda y derecha. E, incluso, nos sirvió a muchos para identificar a
cierta izquierda perversa que no merecía ese nombre. La caída del muro
borró la frontera y, desde entonces, resulta difícil distinguir entre izquierda
y derecha. E incluso en el interior de la izquierda. Hay una izquierda que se
ha hecho funcionarial y otra izquierda que habla con el lenguaje muerto
del pasado, creyendo saber de qué habla, pero no lo sabe.
Recuerdo vagamente las imágenes del telediario y recuerdo, luego,
un programa de Informe Semanal, en TVE, que no solía ver porque lo
daban en sábado y era un día que salía e iba al cine, pero que vi esa vez
porque me quedé a verlo ex profeso, con la periodista Rosa María Artal
nerviosa y dubitativa. Tú serías una enana. Fíjate: recuerdo las venas de su
mano derecha, igual me traiciona la memoria y no era la mano derecha
sino la izquierda, pero tengo fijada en mi mente, como un fresco, su mano
cuando sujetaba el micrófono. Y las venas, el zigzagueo de sus venas,
como un serpentín bajo la piel del envés de la mano.
Así que el aprendizaje tuve que completarlo con un viaje interior.
Dubitativo, equívoco, porque en 1998, tu año, yo comía de los
mecanismos que sostienen a la derecha, porque la derecha es la que paga
las nóminas, aunque las claves éticas tratara de encontrarlas fuera.
Trataba de encontrarlas, las buscaba, las sigo buscando. La imagen del
éxito de Mario Conde era un fantasma que recorría España.
A muchos les pareció que el nerviosismo de Rosa María Artal abría
una puerta al paraíso. Al posmodernismo auténtico. Yo lo creí. Con 19
años uno conserva la ingenuidad de que todo es posible, incluso la
revolución, y se cree todas las historias, porque no cave la manipulación ni
la mentira en su lenguaje. Habría salido corriendo a Berlín a ayudar a
desmantelar el muro. De hecho, iría años más tarde con Blanca a
contribuir al ritual imaginario. Pero era mentira. En tu famoso año ya
sabíamos que era mentira. La apertura del muro de Berlín ni trajo la
libertad al mundo ni nos abrió al postmodernismo. A mí me parece que
abrió la veda. ¿Recuerdas aquella película del oeste en la que todos salían
corriendo para clavar su enseña en un trozo de terreno que luego sería
suyo? No ves películas del oeste. Ésta la pusieron en televisión. Pues, mira,
Rusia es el paraíso de las mafias y España el paraíso de los chorizos. Y de
los ineptos; en España, también de los ineptos. Algunos, incluso,
participan de ambas condiciones: son ineptos y chorizos. Eso trajo la caída
del muro. Ni una idea nueva, renovadora. Trajo la cochambre. A Mario
Conde lo acabaron metiendo en la cárcel, pero ya salió. Y ha vendido con
éxito sus memorias. Éste no tenía nada de inepto. Dato histórico curioso:
por esa época se instalaba el PP en Madrid, Comunidad y Ayuntamiento,
ah, ¿ya lo he dicho?, ya lo he dicho, vale, conviene repetirlo, por sabido se
nos olvida, y ahí sigue, atrincherado en sus votos. ¡En sus votos! Es decir,
en nuestros votos.
Mal te veo, dice. Melancólico, como tú. ¿Eso es melancolía? Me
remuevo en el asiento hasta poner recta, bien recta, la espalda, enhiesta,
como dice Andrea, con su voz admonitoria, que debo mantener erguida la
espalda para no precipitarme en la vejez prematura. Aunque le contesto:
mientras no se instale en el corazón y en la cabeza, no me importa. Mira,
no sé qué narices será melancolía. Los malos siguen siendo los malos, y
son malísimos. Y van, sin embargo, de buenos, buenísimos. Yo sabía quién
era el Che y me reconocía en el espejo. Lo del Che ya no está tan claro. Y
se me ha empañado el espejo.
La movida fue un espejismo, una escenificación que hoy no alimenta
ni cenáculos. Ellos introdujeron la palabra horrenda que los define:
performance. La movida fue, efectivamente, una performance sin
sustancia. ¿Escritores, poetas, dramaturgos, músicos, pintores,
fotógrafos,...? ¿Dónde están? Uno solo, por favor. Dime uno. ¿Algún
pensador o filósofo? Dime una obra, alguna aportación. Algo. Una idea.
Apenas alguna película que representa un cine comercial y decadente.
Nada. Vendedores, eso ha dado la movida. Un par de fotógrafos tal vez. Y
unos pocos textos escritos por un muchacho que, como el Pichurri, murió
de sobredosis en un portal. Han salido de La Vía Láctea y se han cobijado
en Chicote. ¿No los ves fondones? Viejos y fondones, aunque se disfrazan
de jóvenes. Carrozas. ¿Qué dejan estos carrozas hoy ya a sus hijos? Nada.
Bueno, sí, dos herencias: el botellón y el pintarrajo en las paredes, es
decir, la consunción y la imposición.
-¿Has leído a Marx?
No me deja tiempo para contestar.
-Un viejo. Carroza total. Lo has leído, claro. O sea, que eres marxista,
diletante y marxista. O sea, como la movida.
Pienso: pero ¿quién dice que la movida tuviera algo que ver con la
izquierda?
Y me deja callado definitivamente cuando, de repente y sin
transición, me espeta:
-Me gustas. Me gustaste desde que llegué a la oficina, desde el
primer día. Y me habría gustado enrollarme contigo. Aunque me sacas
unos pocos años. ¿Cuántos tienes?
El mundo se tambalea. Hubiera querido penetrar en su cerebro y
recorrerlo, reconocer las circunvoluciones, los rincones donde se hallan
los motivos o se esconden los secretos. Provocaría un cortocircuito en las
sinapsis. Me ocurre siempre que no entiendo a quien me habla. Y ahora
no entiendo nada. Se ha hundido el suelo en el que pisaba. Dios y Marx se
miran con extrañeza.
-40. No, 39, tengo 39. 40, ya los he cumplido, en abril. Pero tengo
pareja –articulo apenas, equivocándome y extrayendo las palabras de
entre los dientes.
-Ya. Y yo tengo pareja. Bueno, ya lo sabes. Lo sabe todo el mundo en
la oficina. Por eso no te he tirado los tejos antes.
Habla con rapidez y un poco atropelladamente. Pero siempre es así
de resuelta.
-40. Claro, es verdad. Uno menos que mi hermano y uno más que mi
hermana. Y yo, 28. Bueno, no son tantos. Lo tendré en cuenta por si tú
rompes y yo rompo. Difícil, porque tengo un novio celoso, muy celoso.
Bufff. Yo creo que me mataría. Literal. No quiero morir tan joven.
Esperaremos.
Y se ríe nerviosa. Se calla un instante, como si pensara en algo o lo
recordara. Apoya los antebrazos sobre la mesa, se inclina y se me
aproxima. Tiene ahora una sonrisa malévola y un brillo líquido en los ojos.
La siento como si desde sus manos fuera a descender un hacha sobre mi
cuello expuesto en el cadalso del bar, para cercenarlo.
-¿Y yo no te gusto?
Espero no haber enrojecido. Ruego a su dios no haber enrojecido,
pero noto en las sienes la llama febril que asciende de las mejillas. Busco
el saquito donde guardo el abecedario, y muevo, remuevo, escarbo entre
las letras hasta que las reconozco, una a una, por sus bordes, suaves o
afilados. Elijo dos al azar. Más adelante sabré que las palabras tejen redes
para atraparnos.
-Sí.
Maldito monosílabo.
-Lo sabía.
Me rescata el vino, cuya copa de pie largo y vientre ancho pellizca mi
pituitaria y luego libera en mi lengua un mundo de sabores tenues, que
reconozco, aunque no sea capaz de ponerles nombre. Por primera vez
hoy, me siento desamparado.
El silencio es un pájaro ominoso que me hace sentir sus aleteos.
La tarde se disolvió hace rato. Apenas queda una ligera penumbra
que se encamina hacia la noche y permite distinguir, a través del ventanal,
la valla del estacionamiento y las porterías del campo de fútbol. No, ya es
la tenue luz de las farolas. El cielo se está cubriendo con el gris vaporoso
de las nubes. No son nubes de tormenta.
Vierto en las copas el último dedo de vino que quedaba en la botella.
Y apuro la mía. De repente, tengo prisa.
Ya en el andén, esperando la llegada del metro, a Silvia le pesa la
factura que acaba de pagar y recuerda su salida del pasado fin de semana,
el sábado por la noche, con su novio. Estuvieron en una pequeña taberna
en el Madrid de los Austrias, en la calle Cava Baja, con nombre de
bandolero y variedad de uva tinta. ¿Tempranillo? Tempranillo. Me
recomienda que vaya con Andrea y que pida un plato con setas, que no se
me olvidará.
Todavía añade:
-Ah, mi hermano habla bien de Ouka Leele y García Alix, dos
fotógrafos. Y a mí tampoco me gusta Almodóvar. Aunque ha hecho alguna
película decente. La última película no se aguanta ni con palillos en los
ojos.
-¿Los abrazos rotos?
-Los abrazos rotos.
-No te perderás nada, aunque las he visto peores.
-Lo tendré en cuenta.
-Ah, y me gustan Trueba y Colomo. Tampoco me gusta que la gente
pintarrajee las paredes. Pero no hace falta ponerse trágico, hombre. No es
nada personal. Son hechos, muchacho. Y, si observas, aunque sólo sea con
un poco de curiosidad, hay más hechos. Lo peor, ahora, el paro. Eso sí que
es una putada. Estar parado no es nada moderno, sino muy viejo. Lo más
viejo del mundo es la miseria.
Cuando llega a su trasbordo con la línea circular, refiriéndose quizás a
su descaro:
-No lo pienses. Es que estoy un poco loca. ¿No ves mi corte de pelo?
Tenemos que repetirlo en un sitio un poco más decente. Ciao.
Saco el libro pero no lo abro. Tampoco hay horizonte para los ojos: el
vacío es muy avaro.

Al salir del metro, me abofetea el viento con su guante de frío,


retándome al viejo duelo del invierno. Me estiro las solapas y me subo el
cuello de la pelliza al alcanzar la baranda de la boca. Un remolino agita
algunas hojas sueltas de prensa gratuita y deja un rumor sordo a mi
espalda. No entiendo el tiempo. Cuando iba con Silvia hacia el bar la
temperatura recordaba a la primavera. Y ayer, tormenta desatada. Estos
días, a ratos, olvidan la estación de la que forman parte e ingresan en su
particular manicomio.
¿Estas cosas la prevén los meteorólogos? ¿O no pasan de ser los
meteorólogos unos cartomantes titulados en universidades oficiales?
Brrrrrrrr. Esto es un escalofrío. Así que inicio una carrerita, atravieso
la avenida con el semáforo en rojo, llego a la esquina y cruzo la calle,
sorteo una excavación en la que Gallardón(86) busca un tesoro desde hace
dos semanas y me planto en el portal del edificio. Mentalmente anoto: he
de bajar la basura. Pero lo olvidaré más tarde. Aunque esto lo sabré al día
siguiente, cuando el cubo bajo el fregadero me envíe sus señales
pestilentes. En cuanto atravieso la puerta, la luz mortecina del pasillo me
acoge y siento una paz que me sana. No hay silencio, porque me llega el
llanto de un niño del bajo que da al patio, esa especie de piso patera que
ocupan a plazos gentes de rasgos amerindios, seguramente ecuatorianos.
Llamo al ascensor pero decido subir andando, aunque no se vea bien por
la escalera; total, son dos pisos, hasta el 2º.
Hace dos horas que se disparó el automático de la calefacción. Y se
nota.
Tal como llego, me repantigo en el sofá. Cinco minutos. Ahí me libero
de la mochila y la pelliza, que queda como la piel de un cuerpo eviscerado.
Saco a Murakami y lo dejo en la esquina de la mesa. Observo allí cuatro
familiares más: unos relatos de Manuel Rivas, que estoy acabando; Elogio
de la lentitud, de Carl Honoré, sobre cuya tapa azulada doy unos
golpecitos con el dedo medio, exactamente sobre la aguja del cronómetro,
como suplicándole cobijo; Retrato de un hombre inmaduro, de Luis
Landero, que en la portada lleva la fotografía, precisamente, de un
hombre con paraguas, cabalmente abierto, y El secreto del calígrafo, de
Rafik Schami. Dulce espera. Saco, también, la fiambrera y el cubierto
sucios de mediodía para llevarlos a la cocina, al fregadero y al lavavajillas.
La mochila se queda junto al revistero. Ah, y la pelliza en el respaldo de
una silla.
Parpadea el fluorescente circular de la cocina. Jolín, Andrea, por
favor. ¡Joder! El mundo se me cae a los pies con estrépito al entrar en la
cocina. Todo, manga por hombro. ¿Tanto costaba fregar la cacerola donde
te dejé la comida hecha? Sólo tenías que calentar y, después, fregar.
Calentar y fregar, nada más. Sólo eso. Que te lo comerías, ya supuse que
te lo comerías. ¿Y meter el vaso, el plato y el cubierto en el lavavajillas?
Tampoco eso. Joer, estoy un poco harto, que conste, hasta la coronilla,
esto no puede ser, demasiadas veces olvidas que lo de vivir juntos no es
asunto de uno solamente. No puede ser, coño.
Estoy hablando solo.
Termino de colocar los cacharros en el lavavajillas, relleno el cajetín
de detergente, cierro la puerta, pongo el dial en media carga y pulso el
botón de marcha. El choque de los chorros de agua contra las paredes
internas del aparato tiene un efecto relajante. Me perdono. Bien. Conecto
la radio: Cadena SER, Hora 25, Angels Barceló, la directora, con su voz de
adolescente traviesa. Parece que el IBEX 35 ha perdido los 12.000 puntos.
Manda… Ideado en 1992, valor 100 en 1992, por lo tanto, ha multiplicado
su valor por 120 en 18 años y cuentan, como una tragedia, que haya caído
un poco por debajo de los 12.000 puntos. El sarcasmo es que nos parece
una tragedia y, desde luego, acaba produciendo efectos trágicos sobre la
vida ordinaria de los ciudadanos. Mi sueldo no se ha multiplicado por 120
durante ese período y el de los parados, en ellos es evidente, tampoco.
Lo de la cacerola han sido dos minutos de estropajo salvauñas y
lavavajillas concentrado ultra desengrasante. He tardado poco, se tarda
poco, y tú también habrías tardado poco. Coño. La dejo escurriendo sobre
un paño en la encimera.
Otras noticias, mientras decido qué cenar a la vista del frigorífico,
vaya pinta de jueves por la noche. El Alakrana, un barco atunero español
que faena en aguas del Índico, frente a Somalia, cuyos tripulantes habían
sido secuestrados por piratas somalíes. Una patrullera española había
detenido a dos de ellos en un esquife, y luego los piratas del barco nodriza
han liberado a los pescadores secuestrados. A cambio de un rescate,
aunque esto se niega. Ya no sé si es pirata el que asalta los pesqueros por
el rescate o los pesqueros mismos, que esquilman las aguas de los
somalíes. Ahí se emplea a fondo Sáenz de Santamaría, del PP, con su
discurso plantilla con palabras de quita y pon, y resulta que la culpa es del
gobierno por no predecir el fin del mundo. Habrá que estudiar a
Nostradamus. Sáenz ya lo ha estudiado. Hay que ver para cuánto da un
titulillo de licenciada en derecho.
No tengo apetito. Percibo todavía el regusto de las anchoas en la
garganta.
Herman van Rompuy, belga, democratacristiano, y Catherine Ashton,
británica, socialdemócrata, han sido nombrados Presidente de la Comisión
Europea y Alto Representante para Asuntos Exteriores, respectivamente.
Se había pensado en Tony Blair –antes, en Felipe González- y en Miguel
Ángel Moratinos, pero Europa es todavía un pequeño reino de taifas
regidos por torpes hombrecillos narcisistas.
Mira, un yogur griego, esto sí. Y un par de kiwis.
En la primera cucharada de yogur, me río con Federico Trillo,
responsable hoy del área de libertades públicas del PP. Y tengo que
ponerme el revés de la mano ante la boca para evitar las perdigonadas de
lácteo sobre las paredes. Debería dedicarse al humor este hombre, si es
que el humor cabe en el Opus Dei sin ser tétrico. Ha hablado del sistema
SITEL de escuchas telefónicas con control judicial que el Tribunal Supremo
ha avalado hoy en una sentencia. Erre que erre con que es ilegal,
enrocado. Estoy yo solo, no me oye nadie, pero me río. Cómo no reírse
con los chistes gordos. Si les emborronas el rostro, todos estos se parecen:
Trillo, Fraga, Franco. La diferencia es que Franco, además, vivía a la
derecha de dios.
La cocina tiene vacíos que no había descubierto antes, huecos
emocionales, las llagas entre azulejos son líneas que te arrastran al vacío y
al infinito: no sé si esto que me pasa es que te echo de menos. Te he
perdonado, sí, he perdonado a Andrea y me he perdonado por el enfado.
Hay días en que no debería hablar solo. Habito en un mundo inseguro.
Necesito verte hoy. Supongo que necesito librarme del pujo que siento en
el pecho. Ha sucedido algo esta tarde. Las palabras desencadenan, a
veces, emociones incontroladas. Hay emociones locas que precisan
encontrar su ancla.
Dios mío.
Me acuerdo del hombre de Perejil y del hombre del Yak-42, aquella
tragedia de 62 muertos, no sé si son el mismo, aquél que engañó a los
familiares de las víctimas y luego abandonó a sus subordinados cuando la
justicia los condenó por el engaño. Lo recuerdo un día, por la tarde, en la
T4 de Barajas, te lo conté, un día que te esperaba, caminando con
parsimonia, con los hombros hacia atrás, un portafolios en su mano
derecha, empujando el culo hacia adentro, como tratando de controlar su
centro de gravedad para guardar mejor el equilibrio, lo que suele hacerse
cuando uno vive pegado a las posaderas o tiene una tripa bien cuidada en
los restaurantes, mientras a uno le hablan de los asuntos propios de su
cargo. Nos reímos entonces, porque fuiste capaz de imaginarlo. Lo
describías tú mejor con tu imaginación que yo con mi memoria. Y lo
imitaste, inflando los carrillos y sacando tripa como un niño pequeño.
Alguien me insinuó el otro día con gracia que PP significa Partido de la
Patraña. María Moliner incluye como sinónimos de patraña que también
empiezan por p: paparrucha, parabolano, paradislero, pitoflero, petate.
Partido Pitoflero o Partido Paradislero, tiene gracia, si uno busca el
significado exacto de las palabras. La verdad tiene sólo un camino. Y está
lejos de la calle Génova.
Vas a llegar tarde. Siempre llegas tarde. Hoy, demasiado tarde.
El clan de los genoveses o la congregación de los mentirosos, vaya.
Pero no sólo. El día que se abran las cloacas del edificio en el que habitan
habrá que prevenir a los madrileños contra la pestilencia. “P” también es
la inicial de podrido o putrefacto. Y de pestilente. Aunque, con frecuencia,
el voto se deposita con la nariz taponada.
Anuncian que entrevistarán a Loquillo, un rockero catalán, y a Pérez
Rubalcaba, Ministro de Interior. Me apresuro con los kiwis, apago la radio
y me voy al salón. Nunca me han gustado estos personajes de tupé
cardado y mirada altiva. Es una aversión primitiva que surge del
estómago, sin razón aparente alguna, lo sé, como lo de Silvia con los
uniformes. Y el señor Trillo me lo había revuelto.
Habían hablado de la gripe A y de la discriminación positiva en
relación con las mujeres, pero no he prestado atención. Conozco los
discursos. Y tengo formada una opinión: las farmacéuticas organizan sus
negocios, en un caso, y las leyes apenas corrigen la inercia del poder como
patrimonio masculino, en el otro.
Siento el estómago ligeramente encogido. Algunas veces, una
emoción es una pinza: Silvia. Y tú. Antes, Ana. Y antes... Dios mío.
No entiendo cómo pueden entremezclarse la emoción del corazón y
la inseguridad del alma con las noticias vulgares de la radio. Ya sé que soy
un diletante. Se lo he reconocido a Silvia esta tarde. Y no sé si por eso me
acusan, a veces, de frívolo Andrea y mi madre. Me aterra esa palabra en
boca de mi madre.
Prendo un cono de incienso. Como arúspice en el sahumerio, recojo
en el cuenco de la mano unas volutas de humo y me las llevo a la nariz.
Hummmmm... Cómo me gusta este aroma denso y dulzón que inunda las
cavidades y asciende hasta los senos. No hay más predicción que la paz en
este momento.
Un impulso repentino me lleva en una carrera a la cocina, arranco
una esquina de la tableta de Valor y regreso lentamente al sofá como los
perros, examinando el mejor rincón y la mejor manera de ocuparlo.
Enciendo a distancia el equipo de música: adagios. Otra vez. Albinoni
en primer lugar, claro, el tiempo de degustar lentamente el chocolate. Es
un disco que llevaba ahí varios días, y no había encontrado un motivo para
cambiarlo.
Hummm, no hay mayor placer que el de chuparme los dedos
ligeramente manchados de chocolate.
Silvia es una alborotadora de universos.
Miro el ordenador portátil en una esquina de la mesa. Ni siquiera
tengo ganas de revisar el correo. Hoy siento un profundo desapego por el
quebradizo mundo cibernético.
Cuando estiro las piernas, encuentro mi acomodo en la esquina del
sofá. Murakami, luego de hacer atravesar a nuestro amigo el bosque
iniciático tras sus guardianes, lo devuelve a la casita del claro y más tarde
a la biblioteca, donde otro guardián lo espera.
No tengo dudas -o no son nuevas-, es la inseguridad de siempre, la
sensación de estar permanentemente perturbado desde que estamos
juntos. Y Silvia que ha elegido el día de hoy para agitar mi rincón más
inseguro, esa parte de nosotros que nunca crece o nunca madura. Ay, esta
muchacha traviesa. Siempre ha habido algo, esquinas en mi alma que
quedaban en penumbra. Cómo saberlo todo. De mí. A veces, por el
contrario, creo que lo ignoro todo de mí y eso me hace tambalearme. Voy
a cumplir 40 años, los he cumplido, los he cumplido, leche, y, en este
tiempo de adulto, no he hecho sino cambiar de trabajo y de pareja.
Menos de un año en el último trabajo, aquella empresa de gallegos. Lo de
Ana, simplemente, no supe manejarlo. Fue una desconocida y tengo la
impresión de haber sido un desconocido para ella. No sé si un velero
hubiera navegado mejor en medio de la bruma. Nunca entendí su
mensaje, aunque seguramente ella tampoco se entendió a sí misma.
Son seis meses. O siete. ¿Siete? Siete. Había quedado con Blanca, mi
mejor amiga desde hace veinte años, a tomar una cerveza. Desde la
Facultad. El primer día de clase hablamos y somos amigos desde entonces.
Hemos ido juntos al cine, al teatro, hemos viajado juntos. Y somos amigos.
Nos hemos acostado, sí, hace tiempo, mucho tiempo, pero nunca fuimos
amantes. Ni novios ni amantes. O quizá fuimos ambas cosas. No importa.
Amigos. Difícil explicarlo. Sé lo que significa esa palabra, amigo, en
relación con ella, salvo que alguien me pida explicarlo y entonces ya no sé
su significado.
Si yo tuviera hermanos, hubiera querido que ella fuese mi hermana.
Un día le dije: ¿Por qué no nos casamos? Y dijo: Porque, entonces,
seguramente perdería un amigo y me gustas como amigo. Te necesito
como amigo. Para lo demás casi me sirve cualquiera. Seguramente es
cierto. Hay un tópico, como si amarse y ser amigos no pudieran solaparse.
Yo la habría amado y habría sido su mejor amigo. Vivimos en un mundo de
tópicos porque con ellos vivimos más cómodos, no hay que pensar, no hay
que tomar decisiones, no tenemos que indagarnos para identificar
nuestras claves interiores.
Cuando nos citamos, su marido se encarga de los niños. Yo conozco a
su marido, hemos charlado alguna vez que fui a buscarla a su casa. O por
teléfono, cuando la he llamado. Cuídala, me dice, que no tengo otra de
recambio. Y no me pongáis los cuernos. Nunca le hemos puesto los
cuernos. Yo no sé poner los cuernos y no creo que ella sepa poner los
cuernos. Ponerle los cuernos a su marido sería ofenderla a ella. Cuando se
refiere a él, siempre dice: es una buena persona.
Nunca me contó cómo conoció a su marido. Cuando le pregunto,
dice: Otro día, hoy no toca. Y no insisto. Porque tal vez haya algo
truculento en esa historia. ¿Por qué pienso mal, dios mío? Blanca es un
cristal inmaculado.
Cuando ella o yo tenemos que decidir sobre algo difícil siempre
quedamos a tomar una cerveza. Nos sentamos, hablamos, paseamos.
Hablo con ella con más familiaridad que con mi otro yo. Yo tengo otro yo
que, a veces, me parece advenedizo. Cuando quedo con ella soy
transparente, me abro y me derramo. Si tuviera que dividirme, me
gustaría que una de mis mitades fuera ella. Tendré que quedar con Blanca
un día de estos. Me temo una bofetada. Me das más trabajo que mis hijos,
dice, a ver si creces, guapo. A ver si crezco. No se refiere a la estatura.
Aquel día quedamos por mi cambio de trabajo, desde la empresa de
los gallegos a la actual asesoría. Llevaba dos años cambiando de trabajo
cada seis meses. Ella me había dicho: Para, para ya, o un día nadie
entenderá tus cambios y ya no encontrarás trabajo, no tendrás edad para
cambiar, y empiezas a no tener edad para cambiar. Los 40 años son una
edad sobre la que todo el mundo pone una lupa a la hora de trabajar. Yo
tenía 39, tenía uno para especular. ¿Y con 50? Con 50, siete lupas, ya no se
puede cambiar. Aquél día habíamos quedado en El Café Comercial. Los
dos podíamos llegar andando. Después iríamos a otro sitio a cenar, quizás
a la calle de La Palma o a Cardenal Cisneros, o a un vegetariano diminuto
que está en Espíritu Santo que a ella le entusiasma, pero ese día nos
quedamos allí, con una cerveza y unas patatas fritas industriales. Ella
quería volver temprano a su casa: el niño pequeño tenía unas decimillas
desde días atrás, nada importante, algo vírico, según el pediatra, pero
quería estar en casa, no quería dejar solo al marido, no desconfiaba, no,
era su propio cargo de conciencia. Es una madre obsesiva.
-No soy hiperprotectora, Alonso.
-He dicho obsesiva. Tienes que estar ahí, controlando los detalles.
-Me horroriza la hiperprotección. Es un modo de destrucción. Si lo
fuera, creo que no podría soportarlo.
Y apareciste tú. Te sentaste, pediste una cerveza y ya sólo hablamos
de ti, bueno, hablasteis de ti, porque yo apenas intervine, me hicisteis
invisible. De tu trabajo. Un mundo de cotilleos. No sé cómo consigues
convertirte en el centro del universo. Ésa es precisamente la intríngulis de
mi trabajo, dices, la elección de foco y escenario. Me enteré de cosas
inverosímiles de gentes que hasta ese día me habían parecido normales.
Como lo de aquella actriz medio famosa que ejercía, también, de
prostituta cara en sus ratos libres. Mil euros la noche. ¿Mil? Las hay más
caras: seis mil, por ejemplo. O lo del actor apolíneo al que le habían
tapado un asunto de chaperos por Recoletos. Tuve la sensación de andar
por el basural de la crónica rosa. Y apestaba.
-No hay basural de la crónica rosa. Son lo mismo: estercolero y
crónica rosa.
Con la precisión te apiadaste de mi ignorancia.
Es el mundo de la farsa, no lo olvides. Nada es lo que parece y casi
todo tiene un precio. Se habla de arte pero es negocio. Y los negocios
hieden.
Le ofreciste unas entradas. A mí me ofreciste las mismas entradas. Un
musical en la Gran Vía. Te di las gracias: no suelo ir a esos espectáculos. Y
ya nos marchamos. Acompañé a Blanca hasta su casa, pero no quise subir,
aunque ella insistió. No me veía pasando de la intimidad a la formalidad
familiar con el marido. Fue por el camino cuando me dijo que sentara la
cabeza, que ya estaba bien, que me quedara con este trabajo. Querría
haber hablado con ella de otro tema, de Ana, en realidad de quien quería
hablar era de Ana, un fantasma que convertí en esperpento. Durante
mucho tiempo quise hablar de Ana sin conseguirlo. Con ella, con mi
madre y con todo el mundo. Sin conseguirlo. Mi madre me habría
despachado fácilmente: saca la cartera, mira el DNI, la fecha de
nacimiento, hombre, ya está bien, Alonso. Mi madre y Blanca tienen sobre
mí el mismo diagnóstico. Joder, con los amigos y la familia. Cuando estoy
perdido me cuesta pedir socorro. Entonces estaba perdido y tu llegada y
mi cobardía me impidieron pedir ayuda. El tiempo haría superflua la
conversación que nunca tuve. Ana es un fantasma.
Luego mi madre se empeñó en ir a ver a Diana Krall, o no fue Diana
Krall, alguien distinto, quizá lo de Diana Krall fuera más tarde, y ya no
había entradas. Entonces, llamé a Blanca, ella me dio tu teléfono, tú te
acordabas de mí, claro que te acordabas, el amigo más guapo de mi
guapísima amiga Blanca, que luego de aquel día la llamaste para
reprocharle que me hubiera dejado escapar y se hubiera casado con ese
marido tan soso y tan feo, no es feo, le tienes manía, tus manías, tus
tópicos, ese mundo del espectáculo es un mundo de tópicos y lugares
comunes o convenidos, y te parece el mundo como ese mundo, quizá lo
viste alguna vez inaccesible y le cogiste manía. Todo lo que te resulta
inalcanzable te parece odioso y lleno de defectos.
Te llamé y las conseguiste. Mi madre, feliz, claro, y mi padre, no tanto,
él es más del Real y el Auditorio, dos entradas especiales en primera fila.
¿Cuánto? Son un regalo. Te debo una, invítame a comer y te invité a cenar.
Cenamos y hablamos largamente, tomamos una copa en algún sitio que
no supe identificar entonces, en ese mundo vuestro, después sí, después
hemos ido varias veces, te conocían, te conocía todo el mundo, y sucedió
algo, no sé, tuvo que pasar algo, esto no tendría explicación si no hubiera
acontecido algo, porque una semana más tarde estaba viviendo aquí,
contigo.
Mi madre sólo me dijo:
-¿Sabes en qué te metes? ¿Sabes qué haces?
-Te lo explicaré más despacio.
Me dijo lo que pensaba con un gesto. Hay cosas que no deberían
aplazarse: las explicaciones, por ejemplo; las explicaciones a uno mismo,
sobre todo. Las cosas deben tener un nombre. ¡Un nombre! Explicarlo nos
ayuda a entenderlo y corremos el riesgo de no entendernos. Todavía no
me lo he explicado, Andrea; no sé por qué vivo en esta casa, si todavía no
sé cómo llamarlo.
-¿Cómo se llama?
-Andrea.
-Andrea, vaya nombre.
No, tampoco se lo he explicado a mi madre. No sé si puedo explicarlo.
No viviríamos juntos si tuviera que explicarlo. No viviría si hubiera de
explicar algunas cosas. Si me hubiera detenido cinco minutos, aún lo
estaría pensando. Seguramente me habría vencido el miedo. Otra historia,
esta historia. Ahora no hay miedo, fue derrotado, o lo escondí en un arcón
que cerré con siete llaves, pero no hay momento en que no me sienta
inseguro. Acaso esté recluido en el arcón del sótano. El miedo llama de
nuevo y no querría recibirlo.
Mi madre me mantiene la habitación como para ir a dormir cualquier
noche. Para ocuparla de nuevo, si fuera necesario. La convertiría en cuarto
de estar, así ella y mi padre dispondrían de espacios propios para sus cosas
y no estarían obligados a compartir siempre el espacio del salón, ahora
que mi padre está jubilado. Pero no se fía de mí.
-Joder, mamá, que ya he cumplido 40 años.
-Con 200 años.
No sé qué pensar de mi madre, de lo que de mí piensa mi madre. Su
piedad perpetua me estremece.
El día anterior, con la perspectiva anterior a nuestra cena, todo esto y
lo que sucedió ese día me habría parecido inconcebible, disparatado; visto
al día de hoy, todo me parece normal. O no. No lo sé. Simplemente, lo
acepto. Estoy cómodo. Me refiero a lo nuestro. Lo demás es otra cosa. No
sé si soy feliz, aunque debiera saberlo, pero estoy cómodo. La rutina es
una forma de inmersión en la normalidad. Todo está bien seguramente.
Quizá la felicidad sea esto. Se lo dije a ella, a Blanca, nuestra común
amiga, la llamé una semana más tarde, ¿Andrea?, ¿Andrea y tú?, Andrea y
yo, no lo entiendo, pero no quiso opinar, ambos sois mis amigos, no opino
de los amigos, sólo los quiero, me dijo que no quería ver sufrir a ningún
amigo, que no quería ver sufrir a un amigo por causa de otro amigo, que
lo pensara bien, no dijo que lo pensáramos bien, me dijo que lo pensara
bien, hizo hincapié en el singular o me pareció que lo hacía. Creo que le
pareció inconcebible. Pero estamos aquí y, a ratos, sí me parece
inconcebible. El miedo ha abierto rendijas en el arca donde nos
resguardamos.
No he vuelto a verla ni a hablar con ella desde aquella última llamada
de teléfono. Me refiero a Blanca.
En fin.
Y luego, además, se ha desatado la tormenta. Tú y yo teníamos un
pacto que, ayer, el diluvio y, hoy, Silvia, han hecho saltar hecho añicos. No
es verdad, ni el diluvio ni Silvia, todo viene de más lejos. Viene del
principio de los tiempos. Me he perdido en alguna parte del camino.
También se lo he dicho a Silvia. Aunque a Silvia le he hablado de otro
extravío.

Me doy cuenta de que, aunque he estado leyendo, no he leído nada


en este rato. He pasado las páginas y he recorrido los renglones, pero no
he reconocido las palabras. Hojear sin mirar. Hojear, pasar las páginas.
Ojear, pasar la vista, ciego en este caso. Hace tiempo que enmudeció la
música sin darme cuenta. Pondría a Mozart, Mozart siempre está cuando
necesito que me abracen; no, hoy a Satie, el piano de Satie, breve y sutil
como las amapolas a principios de verano. Y tan efímero como ellas. Todo
tendría que ser como un campo de amapolas. Dios mío, hoy no tengo
tiempo para la tristeza. Yo no dispongo, como el muchacho de Murakami,
de dos guardianes que me guíen por el bosque.
Retrocedo en el libro hasta el punto en el que nuestro amigo llega por
última vez a la biblioteca.

Despierto a duras penas, mientras recoges el libro caído al lado. Lo


cierras y lo pones sobre la mesa. Me aturde una vaharada de alcohol
agrio. Has bebido. Vamos, dices suavemente, vete a la cama que vas a
enfriarte, se apagó la calefacción hace rato. Has bebido y hueles a tabaco.
Buf, te apesta la ropa a humo de bar. Odio este olor, me estomaga. Ya lo
sabes. Me desenvuelvo a duras penas: acabarás como el jorobado de
Notre Dame si persistes en esas posturas que adoptas en el sofá. No sé
cómo decírtelo. Ya. ¿Qué hora es? Tarde, vete a la cama, voy rápidamente,
me cepillo los dientes, me ducho y voy enseguida. Vacilo al incorporarme,
trastabillo y casi me caigo porque tengo dormida la pierna izquierda. Me
sujetas, mientras trato de activar la circulación con pequeños golpes del
pie contra el suelo. ¿Ya? Ya. Me ducho y voy a la cama. Espérame.
Pienso en el niño que solía mirar llover tras la ventana, mientras el
agua golpeaba los cristales. No sé si ese niño atravesaba ayer el chaparrón
hasta empaparse. O fue el adulto, buscándolo desesperadamente.
Dejo la ropa sobre la silla con desgana: nunca me costó tanto
quitarme el pantalón, pesa una tonelada. Cuando ya siento la tibieza del
edredón en la carne, escucho caer el agua de la ducha. De los pies ya ha
desaparecido el frío. En realidad, es mañana.

NOTAS AL CAPÍTULO 6:

75. Gustavo Adolfo Bécquer, Leyendas, El rayo de luna.


76. ¡Julieta, estate quieta!, Rosemary Wells, Altea.
77. Financiero español que, tras una OPA del Banco de Bilbao, hoy BBVA, sobre Banesto,
consiguió hacerse con la presidencia de éste en 1987, lo que le dio réditos de gran popularidad y
reconocimiento, como su nombramiento de doctor honoris causa por la Universidad Complutense.
Fue símbolo de éxito e ídolo de varias generaciones de españoles de los años 80 y 90, que dio lugar,
incluso, a una forma de vestir y de peinarse. El 28/12/93 el Banco de España interviene Banesto,
por un agujero patrimonial de 500.000 millones de pesetas (±3.000 MM €), destituyendo a Mario
Conde de la presidencia. A partir de ahí hubo de hacer frente a varios procesos judiciales. Aparte
una condena inicial en 1997 a 4 años de prisión por apropiación indebida y falsedad en documento
mercantil, en relación con el asunto Argentia-Trust, la Audiencia Nacional, en sentencia de
31/03/01, lo condenó a 14 años de cárcel y la reposición al banco de 7.200 millones de pesetas
(±43 MM €) por los delitos de estafa y apropiación indebida, sentencia que fue luego confirmada
por el Tribunal Supremo, cumpliéndola en la prisión de Alcalá Meco.
78. Es decir, Master of Bussines Administration (Maestría en Administración de negocios) o
Married But Available (casado pero disponible), quizá porque los negocios son “matrimonios” de
conveniencia.
79. Nombre dado a una investigación realizada por la Audiencia Nacional, cuyo fin es
desentrañar una presunta red de corrupción vinculada al PP y encabezada por Francisco Correa,
que afecta a varias organizaciones territoriales del PP, especialmente Madrid, Castilla y León,
Valencia y Galicia. Gürtel significa cinturón en alemán, derivado de Gürt, correa. En Suiza se habla
italiano, francés y alemán, y a Suiza parecen haber ido buena parte de los fondos conseguidos por
la trama.
80. Nombre con el que se conoció la operación política que impidió que la izquierda
accediera al gobierno de la Comunidad de Madrid en 2005, a pesar de haber ganado las elecciones.
En la votación a la presidencia de la Asamblea de Madrid, los diputados del PSOE Eduardo Tamayo
y Mª Teresa Sáez se ausentaron, dejando a la izquierda en minoría. Fue elegida presidenta la
candidata del PP, Concepción Dancausa. El escándalo producido como consecuencia provocó, por
las supuestas vinculaciones de los desafectos a tramas inmobiliarias ligadas al PP, especialmente
Tamayo, que se volvieran a convocar elecciones, ganándolas entonces el PP.
81. Caso de financiación ilegal del PP, descubierto por un juzgado valenciano que investigaba
un asunto de tráfico de drogas. Entre los imputados estaban José Luis Sanchis, diputado por
Valencia, y Rosendo Naseiro, tesorero del PP. El caso llegó al Tribunal Supremo, dada la condición
de aforado de Sanchis, que lo archivó por los errores cometidos por el juez en la instrucción del
sumario: concretamente, no haber validado las escuchas telefónicas realizadas. Las pruebas
obtenidas no podían utilizarse. El asunto salpicó también a Eduardo Zaplana, presidente, entonces,
del gobierno valenciano, quien parecía defender en las grabaciones el derecho al enriquecimiento
personal a través de la política.
82. Caso de financiación ilegal del PSOE, consistente en la instrumentación de un conjunto de
empresas (Filesa, Malesa, Time-Export), que se hacían cargo de los gastos electorales del PSOE y los
facturaban luego a los “donantes”. Fue descubierto gracias a la denuncia de un administrativo
despedido, instruido por el magistrado Marino Barbero desde 1995 y juzgado durante 1997,
sentenciándose a diversas penas de cárcel de hasta 2 años a los implicados, entre ellos, José Mª
Sala y Carlos Navarro, respectivamente, senador y tesorero del partido entonces.
83. Juan Salvador Gaviota, Richard Bach, varias editoriales.
84. Movimiento Nacional o Movimiento fue el mecanismo totalitario de inspiración fascista
que pretendía ser el único cauce de participación en la vida pública española bajo la dominación
franquista. Respondía a un concepto de sociedad corporativa en la que únicamente debían
expresarse las llamadas entidades naturales: familia, municipio y sindicato.
85. En Junio de 1989, una moción de censura de AP (antecedente del PP), con el apoyo del
CDS, desplazó de la Alcaldía de Madrid a Juan Barranco, del PSOE, que había ganado las elecciones
en 1987, siendo elegido Agustín Rodríguez Sahagún, del CDS, tercero en número de concejales, tras
PSOE y AP.
86. Alberto Ruiz-Gallardón, del PP, alcalde de Madrid, 2003-2011, responsable intelectual del
mostrenco de la M30 y del despoblamiento cultural de la Gran Vía, entre otras barbaridades. Antes
fue presidente de la Comunidad de Madrid, oh, sí. Los madrileños habrán de abonar durante 30
años las deudas que él contrajo, por obras que no durarán más de 4 o 5. Si no hubo jueces para
encausar al franquismo, no habrá jueces que pidan explicaciones a estos petimetres.
7
Haciendo memoria
Francisco Campillo, I

Cuando llegó como contable de la mano del inspector de Hacienda a


la gestoría de la mujer de éste en el área industrial, Francisco Campillo
tuvo la sensación de encontrarse de repente en un pueblo del almeriense
oeste americano. Le faltó preguntar por la taberna y la oficina del sheriff.
Había cinco bares, pero nadie se ocupaba de la ley. No vio jinetes ni
pistoleros(87), aunque, en sentido lato, de éstos encontraría muchos más
adelante. En aquel universo las cosas funcionaban porque sí.
Fue en 1985, unos meses después de la muerte de su padre. Lo
recuerda bien. En su memoria, las fechas se jalonan siempre con
acontecimientos(88). Así debiera ser siempre para que las cuadrículas de
los calendarios no recogieran una mera sucesión gráfica de los días. Habría
que encontrar el truco para no olvidar nada. El olvido es la antesala de la
muerte. Si hay algo que aterra a Francisco es el alzheimer.
Para eso están las golondrinas. Y las onomásticas. No le interesan a
Francisco las onomásticas. Pero él se acuerda con precisión de aquel
primer día.
En principio el pacto fue sólo por la jornada de tarde. La oficina la
habían instalado uno o dos años antes. La mujer del inspector, tras un
largo periodo en el turno de oficio, se había titulado como administradora
de fincas y gestor administrativo, además de hacer una maestría fiscal en
uno de esos institutos financieros en los que te atracan a cambio de un
vistoso certificado que enmarcas. En la pared del despacho figuraban así
las reproducciones de cuatro títulos o certificados, que llamaban la
atención desde sus marcos.
La pareja tenía su edad, unos 30 años más o menos.
Ella pudo haber opositado, como el inspector lo hiciera en su
momento, trabajar en la administración, él le insistía, pero ella siempre se
empeñó en su propio proyecto, aunque no tuviera seguro ni vislumbrara
en qué consistía ese proyecto. Tenía claro y decidido que no quería
trabajar donde él trabajara. Eso sí. Aunque finalmente acabaron
compartiendo despacho por las tardes. No es lo mismo, decía ella, no es lo
mismo, éste no es su trabajo, es mi trabajo, aquí me echa una mano, él
tiene otras cosas, otros intereses fuera, por eso se va a media tarde,
incluso puede no venir algunos días.
Venir a la oficina desde Madrid fue para Francisco el primer
problema. No tenía permiso de conducir entonces. Por dejadez. Se lo
empezó a sacar también por aquella época, apremiado por su mujer, que
era quien conducía el R5 blanco de segunda mano que utilizaban para ir a
Alcalá de Henares o de excursión a la sierra.
La carretera de hoy era entonces una calzada estrecha de doble
sentido, y el transporte público, unos autobuses antiguos e incómodos
con poca frecuencia, que salían del entorno de la N-V y te dejaban en el
borde de la carretera, junto a una banderola roja desvencijada con el
indicativo de línea. Te bajabas, cruzabas la vía a la carrera y recorrías,
entre piedras y polvo, una vereda que te llevaba hasta un edificio de
ladrillo rojo, en cuya primera planta habían instalado la oficina, frente por
frente con la oficina de la Comunidad de Propietarios, unos a izquierda y
otros a derecha. El inspector y su mujer eran personas de fe, en el sentido
que nos enseñaban en la clase de religión del bachillerato, creer en lo que
no se ve, creencia ciega, él tenía en ella una fe a prueba de bombas.
Algunos lo llaman amor, decía Lola. Y otros, respeto, dijo su padre. Ambos
tenían fe en el porvenir.
Ante el paisaje, fue el paisaje agreste y frío, Francisco tuvo el primer
día la sensación de haberse comportado como un auténtico descerebrado.
Mi fe no era la de ellos, no pasa la prueba del algodón desde hace muchos
años. Me aterró el panorama de unas edificaciones en medio de la nada. Y
pensé en desdecirme. Me tranquilizaba algo, sin embargo: no había
pedido la baja en el banco, ni planeaba hacerlo, de momento venía sólo a
probar por las tardes. Lola había sido cauta. Y a la vista del asunto, decidí
que, cuando viniera a jornada completa, si llegaba a dar ese paso,
tampoco pediría la baja sino la excedencia durante un año, por motivos
personales o por las razones que creyera oportuno aducir entonces.
Estos días valora seriamente regresar de nuevo al transporte público,
como cuando empezó a venir, regresar al metro, dejar el coche en casa.
Las obras últimas en el nudo de la M40 producen atascos morrocotudos.
Aquí también se podría haber inspirado Cortázar(89) para escribir su
famoso relato. No entiende cómo ha ido alterándose su relación con el
coche, de aquellos inicios a hoy, hasta convertirlo en una especie de
amante, con el que se pelea y reconcilia en función de las circunstancias
del tráfico. Siempre le pareció un medio superfluo e inútil, más un signo
externo para exhibirse que una necesidad. Un coche sublima la propia
medianía. Empieza a agotarlo, a sentirse agobiado, a percibirlo como una
máquina tiránica. Vuelve a echar de menos montarse despreocupado. Fue
su mujer y el inspector y la mujer del inspector los que lo indujeron al
cambio, era un puerta a puerta y más rápido, decían. No sé si más rápido,
tal vez fuera cierto en aquel momento.
Compartíamos un despacho alargado, con dos ventanas, donde
habían instalado unas mesas corrientes de oficina, para el inspector, su
mujer y Francisco mismo, y unas sillas para las visitas. Había otro
despacho más, pero se mantenía cerrado. Con el tiempo, se instalarían en
él una mesa de dirección y otra amplia para reuniones, y un sofá, también
un sofá de piel sintética, donde se recibirían a las visitas más importantes.
En el vestíbulo pondrían una mesa de recepción el día que contrataran a
una secretaria, si ese remoto día llegaba.
Al inspector lo había conocido en la sucursal que el banco tenía en
Quevedo. El inspector, aparte de su trabajo de funcionario, tenía algún
negocio por esa zona. Tras la mili y luego el matrimonio con Lola, me
trasladaron a esa oficina de Chamberí con la categoría de jefe de cuentas.
Había conseguido la titulación mercantil en la escuela de Plaza de España,
una forma de resumir con un título lo que ya sabía. Administraba
personalmente las cuentas del inspector y su mujer, y un día él le hizo la
oferta.
Salieron a tomar un café. Un café fuera de la oficina expresaba el
grado de familiaridad entre el cliente y el banco. Necesitamos un experto
en contabilidad para llevar la de los clientes, le dijo. Pero yo ya ocupaba
parte de mis tardes en la contabilidad de un quiosco de prensa, un taller
de reparación de vehículos y una zapatería, también clientes del banco.
Pequeñas gabelas con las que me distraía mientras Lola regresaba de su
trabajo, que ayudaban a pagar la hipoteca.
No me ocuparía mucho más tiempo y me lo pagarían mejor, aseguró
el inspector. Ese fue su argumento y su reclamo. Habían tenido que
prescindir de la persona encargada antes de ese trabajo. Discrepancias en
la forma de hacer las cosas. Necesitaban alguien serio, responsable,
profesional, de confianza. Eso era adulación. Barata. Sé cuánto cuesta
dispensar unos halagos: nada. Esas palabras no me hacía ningún efecto.
Pero me dejé engatusar con su insistencia y su razón: poco más tiempo y
bastante más dinero. A los 30 años el dinero era una razón importante. Así
se lo resumí a Lola. Sin embargo, en un principio, acabó ocupándome
mucho más tiempo, porque no quise abandonar mis tres pequeños
compromisos del barrio, y no sé si lo compensaba el dinero, ahora pienso
que no lo compensaba la diferencia económica. Luego, los tres
compromisos se convirtieron en clientes de la oficina y ya sería todo algo
más sencillo. Pero mientras simultaneé todas las tareas, es decir, el banco,
las contabilidades y la gestoría, tuve a Lola enfadada, y con razón, porque
no nos veíamos y no hacíamos vida juntos, todo a cambio del maldito
dinero. Lola hablaba del maldito dinero. Ella no se había casado con el
dinero, y tenía la impresión ahora de estar casada con las cuentas y el
dinero. Me prefería a mí al dinero, le daba más dividendos. Lola hacía
chistes, incluso enfadada o adusta. Jolines, deja algo, Francisco, o acabaré
yo estorbando.
A ver, Lola, no te enfades, probamos un tiempo, y, si no funciona el
experimento, regresamos a nuestra vida de siempre. Un tiempo. Tres
meses. Cuatro. Cuatro. Vale.
Comenzamos el periodo de prueba.

Se lo pregunté a su mujer el segundo día: ¿cómo es posible que


pueda construirse un área industrial cuyos edificios son todos ilegales?
Todo esto era ilegal. Puse cara de verdadero interés, debí ponerla,
supongo, el asunto me tenía perplejo, pero ella no levantó los ojos de los
papeles y se limitó a hacer un gesto displicente, como diciendo “ni idea” y
“me importa un pepino”. Los primeros días hablaba poco, ella y el marido
hablaban poco, se limitaban a ponerme al día con los clientes.
Aún crecería más todo el área, Francisco extiende el brazo y recorre
con su mano los edificios del polígono que dibujan el horizonte visible, no
hay más que verlo ahora. Siempre había alguna nave en construcción.
Ahora, no, ahora la construcción se ha parado. Y no era la única área en
Madrid en esta situación irregular, había más: 10, 15, 20,… áreas, qué sé
yo, una relación interminable. En algunos casos, extensos polígonos
industriales, mayores que muchas capitales de provincia, como el Cobo
Calleja en Fuenlabrada, por ejemplo. Una especie de chabolismo
industrial. Reflejo, quizá, de una casta empresarial, no sé si industrial, más
carpetovetónica que emprendedora, porque no sé si hay industria en
España, la tradición industrial es escasa y localizada, desde luego que no
en la zona centro, especulativa, avariciosa, próxima a los
comportamientos mafiosos en muchos casos, que podría explicar, en
parte, el modelo español de desarrollo que años más tarde, hoy mismo,
2009, habría de derrumbarse estrepitosamente, contribuyendo a poner en
entredicho todo el sistema productivo español. Lo que sucede estos días.
Pagamos la factura de la avaricia internacional y la particular de nuestros
mercachifles. Si la política fuera un espejo de la sociedad, el PP sería la
imagen de ese empresariado tramposo. Ese modelo especulativo y
farsante es lo que se nos ha caído ahora, está llenando las listas del
desempleo y tratan de apuntalar de cualquier manera, con más prisa que
fortuna e inteligencia. Bueno, quizás haya caído algo más profundo, la
esencia del sistema, ojalá, al menos se ha tambaleado, la raíz de un
sistema caduco, podrido e injusto. Pero ése es otro tema.
Había electricidad y teléfono, porque ambos servicios se conseguían
en cualquier lado pagando las conexiones a las compañías, aunque el
importe fuera alto. Pero no había agua corriente ni alcantarillado, no los
había. No, no los había, resulta raro pero no los había. El problema de las
aguas residuales lo habían resuelto mediante fosas sépticas y pozos
negros. Lo del agua corriente, mediante aljibes que recogían las aguas de
lluvia y un servicio de cisternas, o mediante pozos ilegales, cuya
perforación se había realizado de un modo temerario. Había al menos
cuatro pozos, dos de ellos incluso suponían un lucrativo negocio para sus
propietarios, que distribuían y vendían el producto de su piratería
mediante un sistema de tuberías de PVC enterradas. Evidentemente, el
agua no se potabilizaba. Seguramente, ninguno de esos pozos ha sido
condenado y sellado en la actualidad todavía. Al menos, no
correctamente. Francisco pudo comprobar que uno de ellos seguía
extrayendo agua hace tres años. Está en la entrada de una nave, cuyo
inquilino consume, presume él por la actividad, diez veces el consumo
medio de la industria de la zona.
Los empresarios se movían con Mercedes, Audi y BMW, sobre todo
Mercedes, un signo de distinción reconocida, como para los
norteafricanos algunas marcas europeas, en eso no son muy diferentes
inmigrantes y empresarios, pero no había agua corriente ni alcantarillado.
El paradigma de una parte de la sociedad española o una forma de ser
empresario en España. Había incluso un par de edificios que funcionaban
como pensiones para magrebíes, donde tenían su primer alojamiento los
emigrantes ilegales que habían cruzado el estrecho. De allí salían a sus
trabajos sin contrato. Algunos trabajaban en la misma área industrial.
El propietario de una de esas pensiones había sido años atrás
traficante de ilegales, o facilitador de su transporte, si se quiere ser más
amable. Vino un día por la oficina con unas multas de tráfico que le habían
puesto a camiones suyos, para interponer un recurso que le ganamos. Una
extraña denuncia a dos camiones distintos, de la misma marca y modelo,
con la misma matrícula, el mismo día, casi a la misma hora, en puntos
separados 400 km. Se decía, lo decía él mismo al parecer cuando se
excedía con el güisqui, que había transportado inmigrantes portugueses
en el interior de una cisterna y que en una ocasión arrojó dos cadáveres al
Tajo. Se le habían asfixiado.
La coincidencia de matrículas tenía una explicación tan chusca que a
la Dirección General de Tráfico no se le podía ocurrir ni como guión de
película. Adivina. Lo supimos más tarde, porque todos los pillos necesitan
alardear de sus “éxitos”: tenía dos camiones de la misma marca y modelo,
a los que ponía la misma matrícula para ahorrarse una póliza de seguro.
Sólo había que evitar juntarlos o que a alguien se le ocurriera comprobar
el número de bastidor del vehículo.
Había cinco bares que daban servicio de restaurante. Francisco nunca
entendió cómo puede haber tantos bares para tan pocos edificios. Cinco,
en este oeste almeriense. No entiende cómo puede ser rentables. O lo
entiende cualquiera que vaya al mercado. O cualquiera que observe el
flujo de los bares en España. Uno de ellos, incluso, el que hoy es Casa
Patro, había pretendido ser tasca de carretera, servicios de prostitución
incluidos, con su par de farolitos rojos en la puerta. Todos permanecen, y
algunos nuevos se han instalado. Y ninguno tenía licencia. Aquí nadie
tenía licencia. Todos eran piratas. No, un pirata tiene un código que
respeta.
Una especie de Cañada Real Galiana(90) industrial, aunque hay
diferencias. Hay diferencias. Pillos y supervivientes habrá en los dos lados.
Pero hay diferencias. Aquello es un asentamiento de viviendas con las que
nadie osa encararse, y con los polígonos ha habido el empeño político de
legalizarlos. Aunque, efectivamente, hay elementos comunes: detrás hay
el mismo país de pícaros y truhanes, dispuesto a hacer trampas para
sobrevivir o enriquecerse.
Aquí, por ejemplo, el ayuntamiento impuso a los propietarios la
obligación de constituirse en Junta de Compensación para legalizar el
polígono y urbanizarlo. Protestaron, claro, se revelaron contra ese primer
ayuntamiento democrático, era de izquierdas, maldita gente de izquierdas
que los obligaba a hacer gastos, pero tragaron. O eso o el riesgo de
expedientes de derribo. Todavía restan flecos y conflictos, y andan temas
pendientes por los juzgados, pero hay calles y servicios. Y entró el asfalto.
Por aquí también pasaba una vereda de dominio público, señala a
nuestra espalda, que convirtieron en calle.
En fin. Ese era el sitio.
Durante ese período, no sé si de tránsito o inmersión, cuando venía
sólo por la tarde y no conducía todavía, el inspector iba a buscarlo al
banco, el inspector trabajaba en Guzmán el Bueno, y de Guzmán el Bueno
a Quevedo no hay distancia, apenas unas manzanas, lo invitaba a comer
en un restaurante de Bravo Murillo un estupendo menú familiar, que no
daban en ninguno de estos bares por ese precio, si acaso en La Hostería
del Obispo, pero lo cobraban a precio de lujo, y venían juntos en su coche
hasta la oficina. Durante las primeras semanas lo fueron poniendo al día
de trabajo y clientes. Pocos todavía, la verdad, pero cubrían gastos...
Confiaban en sus dotes contables. Hasta en el diablo habrían confiado:
aquella contabilidad no había por donde cogerla.
Se miraron. Pensaban que estaba mal pero no tanto.
Le instalaron un programa aceptable del mercado y rehízo todo el
trabajo de aquel año. Es el mismo programa que ahora compartimos en la
oficina.
El regreso a Madrid lo hacía en autobús -el inspector solía marcharse
a media tarde-, y luego en metro, o en el coche de ella, algunas veces en
el coche de ella, que lo dejaba en una boca de metro. Para el autobús de
regreso, en el lado del trayecto que corresponde a la vuelta, sí había
marquesina al borde de la carretera, la había y la hay, útil para
resguardarse del frío o de la lluvia, aunque algunas veces los vándalos la
redujeran a un esqueleto metálico y a un montón de cristales rotos. Pero
se amontonaba allí la tropa de trabajadores, en un espacio de 3x1, y no
había sino salirse fuera, a esa hora no huele el sudor precisamente a
colonia. O sea, que del primer invierno recuerda el frío al regreso.
Lola se quejaba una y otra vez de los horarios nuevos. No le gustaba
llegar de Galerías Preciados a casa y encontrarse sola. No le gustaba nada.
Nada, en absoluto, no sé cómo decírtelo. Se había acostumbrado a
encontrarlo en casa cuando llegaba. Ahora no sabía qué hacer, hallaba la
casa vacía, como si le hubieran roto el decorado, y no sabía a qué
encomendarse. Entraba, hablaba y nadie contestaba, antes siempre tenía
respuesta. Había descubierto el eco en las paredes. Uno acaba por
convertir en parte de sí a la pareja y cuando algo cambia se siente
mutilado. Nunca la había visto tan mohína. Aunque Francisco no tardara
mucho en regresar, porque tampoco llegaba muy tarde. ¡Me has
abandonado!
Para el verano tenía permiso de conducir y el trayecto lo hizo ya
siempre en coche, desde el mismo día que le dieron el carné. Aunque
ahora vuelve a pensárselo. Las obras, los atascos, ya te ha dicho, ya sé.
Siempre lo incomodó el coche.

Se lo pregunté al tercer día: cómo se les ocurrió montar precisamente


aquí la gestoría. Esta vez le debió gustar la pregunta. Se incorpora de la
mesa, estira el tronco, se quita las lentes de astigmática y se apoya en el
respaldo del sillón hasta ocultarlo. Inspira profundamente, tanto que
cobran vida los senos, como si despertara dos argumentos dormidos,
alzándose de puntas. Verás, juguetea con las gafas de concha, no es ni
largo ni complicado. Turno de oficio, un detenido por tráfico de hachís.
Estoy hasta el gorro del turno de oficio porque lo pagan tarde y mal, cada
vez peor. Y te encuentras demasiadas tragedias y una no está ya para
tragedias. Las tragedias ajenas producen un desgaste emocional
extraordinario sobre algunas personas. El marido pensó que ella se podría
aprovechar de su propia experiencia en el trabajo. Ellos viven más cerca
de aquí que de Madrid. Había tenido que venir al polígono para hablar con
el hermano del detenido, vio la zona y se le encendió la bombilla. El
marido se anima y te anima. Éste puede ser tu proyecto. Lo piensas y lo
visualizas. En los polígonos industriales suele haber asesorías y gestorías.
Aquí no había y aquí estamos.
Entre Mayo y Junio pasaron por la oficina todos los magrebíes legales
a hacer la declaración de la renta. Mayo y Junio eran meses de mucho
movimiento por la declaración de la renta. Si les salía a devolver, te
pagaban sin rechistar. Si no les salía a devolver, refunfuñaban, ha de estar
mal, a su amigo le sale a devolver, ¿no te habrás equivocado?, tiene que
salir a devolver. Si no salía a devolver, es que no tenías ni idea.
La gestora tenía las tablas que le dio el turno de oficio.
Un día a la semana ella ocupaba la mañana en la Dirección General
de Tráfico, principalmente para transferir la titularidad de vehículos u
otras gestiones similares, y otro día, en recoger la documentación de esos
expedientes. Otra mañana la consumía en Hacienda y la Seguridad Social,
siempre había trámites que realizar. Así era más o menos.
Internet ha cambiado ahora todo eso.
Los magrebíes venían con flagrantes injusticias. Muchas de ellas
imaginarias, también es verdad. Ellos no son santos, nadie es un santo, ni
siquiera cuando lo canoniza la SMIC o Santa Madre Iglesia Católica, son
como cualquiera y son carne de esclavitud. Sobre todo cuando no tienen
papeles. Uno, el hermano mayor del traficante, por ejemplo, eran cuatro
hermanos, albañil, que no cobraba hacía meses. Todos son albañiles,
todos se adaptan a cualquier oficio, todos son peones de cualquier cosa.
Dos españoles, el constructor y el promotor, salarios sin abonar, se les
demanda, aceptan la deuda y se comprometen a pagar, y el promotor que
elude, al final, su responsabilidad subsidiaria con la complicidad de un juez
un poco laxo. Se suele decir que los jueces de lo social se vencen del lado
de los trabajadores, que son más proclives a quitar la razón al empresario,
pero eso es un tópico, no cuando se trata de trabajadores inmigrantes,
parecen entes de menor rango que un trabajador ordinario, se suele colar
la xenofobia también en esos juzgados. Cobró lo que cobró en efectivo en
la propia sede del juzgado al firmar el acuerdo, nada más. Eso sí, al
constructor le embargaron un coche que nunca nadie pudo encontrar para
hacer efectivo el embargo.
A veces sólo querían rellenar un papel porque no sabían escribir en
castellano o no sabían escribir en absoluto. La firma más común solía ser
una especie de elipse tachada. Si olvidaban alguna rúbrica, la gestora la
imitaba haciendo los trazos con la mano izquierda. En aquellos
documentos, con frecuencia era 01/01 la fecha de nacimiento.

¿No contratáis una secretaria? Esta pregunta se la hizo Francisco al


principio, un día cualquiera, no necesariamente el cuarto o el quinto. Una
persona para coger el teléfono o recibir a las visitas cuando no hay nadie
en el despacho, que eche una mano, que se encargue de rutinas, los
archivos, la agenda. Toca austeridad, estamos empezando. Las visitas o
consultas, sólo por la tarde. Instalaron un contestador automático y un
fax.

Otro día la encuentro gesticulando. Me recordó a Lola cuando se


contraría. Como si mantuvieran un debate consigo mismas. ¿Quién
venció?, le digo a Lola en esos casos, y Lola me manda a hacer puñetas. Ya
no me lo explicará. Lola me suele enviar a freír espárragos cada vez que la
chincho, y lo hago con frecuencia. Digo yo no que hay amor, si no nos lo
podemos tomar en broma. A ella no me atreví a plantearle así la pregunta.
Sin embargo, me interesé por si había algún problema. No vienen
empresas a contratar los servicios de asesoría; vienen, pero despacio, es
un goteo demasiado lento y eso le producía desasosiego. Lo raro, le dije,
sería que hubiera una cola dando la vuelta a la manzana. Pero ella había
imaginado otras hipótesis más favorables. Sin embargo, dijo, se nos está
llenando de moros el despacho. Por primera vez le oyó esa palabra
cargada de significado. No es que sea ella racista, no lo es, pero hay que
reconocer las cosas, hay un racismo subyacente, teme que eso pudiera
estar espantando a las empresas del polígono. Hay mezclas imposibles,
por más que haya igualdad de derechos, no es igual un inmigrante que un
empresario. Ella defiende la igualdad, pero tiene la obligación de ser
pragmática, tiene que rentabilizar la inversión y recobrar la senda del
crecimiento. Esto sólo es un asunto de dinero.
De momento triplicó el precio por rellenar un documento. No éramos
una oficina de caridad para extranjeros, sino un negocio, dijo, pero estaba
pensando en otra cosa, eso era una excusa, en poner un filtro invisible,
por ejemplo.
Por entonces decidí ceder mis tres clientes a la gestoría. Y me quité
un peso de encima. Se miraron un poco aturdidos, pero ya se lo había
avisado antes, lo había hablado con el inspector, que llevaba tres
pequeñas empresas y que me resultaba difícil de compaginar tanta
ocupación junta. Lo sabían, en efecto, pero no imaginaban que fuera a
cederlas a la asesoría, podía haber tomado otra decisión, como dárselas a
un amigo, por ejemplo. Así, a efectos prácticos, para esos tres pequeños
clientes, el cambio no era cambio. Hubo pacto económico por la cesión y
establecimos, de paso, las bases del acuerdo para cuando cambiáramos a
jornada completa. A Lola no le saldrían luego las cuentas pero sintió algo
parecido al alivio.

Nunca me han gustado los espacios vacíos. Por eso había evitado el
despacho contiguo.
Un día trajeron algunos muebles. Y otros muebles, otro día. Estaba
creciendo el número de clientes. Despacio, pero de continuo. Oía el
chirrido que producen las patas sobre el solado al colocarlos y resoplaba o
me tapaba las orejas para combatir la dentera.
Ahora estaba sentado en el sofá, adivinando el horizonte tras el
hueco de la ventana, y percibía el frío del espacio desnudo. Hice
inventario: una mesa redonda para reuniones, otra mesa de trabajo, un
sillón, unas sillas, una, dos, tres, cuatro,... y el sofá. Todo estaba cubierto
todavía con fundas de plástico.
También contratarían una secretaria un par de años más tarde.
Un rato antes había sonado el timbre del telefonillo y ella había
pulsado el botón de apertura del portero automático. ¿Puedes abrirle
cuando suba y esperar en el otro despacho, mientras lo atiendo?
Discúlpame. Es el cliente de los permisos de residencia.
No era habitual pero asentí. Se refería a un cliente que había llegado
unos meses antes, no sé por medio de quién, era una pequeña empresa
auxiliar de la construcción, que había presentado a nuestro través varias
solicitudes de permiso de residencia para inmigrantes norteafricanos.
Trataba de cerrar, decía para explicarlo, intentaba completar con
extranjeros la plantilla de su empresa y una empresa de su hijo dedicada
al mantenimiento de piscinas, porque no hallaban españoles.
Argumentaba que no había manera de encontrar peones y oficiales
españoles para reformas y mantenimiento. O pretendían cobrar mucho
para las pocas habilidades que precisaba el asunto.
Le hacíamos también sus liquidaciones fiscales periódicas.
Sonó el timbre de la puerta y salí a abrir. Al otro lado había un
hombrecillo temeroso que esbozó una sonrisa sorprendida al verme. Dio
la buenas tardes, le franqueé el paso y le indiqué la entrada del despacho.
En la mano derecha llevaba una carpeta y ambas se las había pegado al
pecho. Un momento. Iba vestido de obrero acicalado, es decir, de obrero,
pero limpio, sin una mancha, y recién peinado. Lo anuncié. Ha llegado el
cliente que esperabas. De acuerdo. E hizo un gesto para que entrara.
Cerré la puerta y accedí entonces al despacho recién amueblado. Y
esperé. Subí a medias la persiana, me invadió la sensación de lo
deshabitado y me senté en el sofá que habían colocado a la izquierda de
su puerta de entrada, tras retirar parcialmente el plástico que lo protegía.
El plástico no es una piel sino una molesta frontera. Un día plomizo cuya
luz apenas vencía la penumbra que borraba los perfiles de los muebles y
las cosas. Las paredes estaban desnudas.
Los minutos de espera se hacen eternos, no es la soledad sino el
silencio, los brazos cruzados. Cualquier animal sabe no hacer nada.
Nosotros, no. Cualquier animal sabe abandonarse entre las dimensiones
del espacio y el tiempo. Nosotros, no. No es que los minutos se sucedan
más lentamente, sino que pesan. El aire se enrarece y el tiempo pesa.
Un despacho así parece una fría jaula de yeso y pintura blanca.
Pienso en Lola y, súbitamente, ¡Francisco!, su dedo admonitorio
golpea en mi memoria y me reconviene. Vale, ya, ya lo recuerdo. Había
olvidado advertirles que Lola y yo teníamos billetes del puente aéreo de
Barcelona para la mañana del viernes de la semana siguiente. Una
consulta a primera hora de la tarde. Tenía que decírselo a ella
inmediatamente si no quería sentir a Lola como un moscardón tras la
oreja. También tenía que advertirlo en el banco. No, en el banco no era
necesario. ¿No? Sí. El vuelo es la mañana del viernes, en horario de
trabajo del banco.
Resulta que soy medio estéril. Desciendo de gentes de campo, pero
no parezco dotado para la siembra. Tengo pocos espermatozoides y los
que tengo son vagos. Vamos a intentar someternos a un tratamiento de
inseminación artificial en una clínica de Barcelona. No sé cuál es la mejor
solución cuando es uno el problema. Todos han concluido que es ésta. Y
no me parece mal. El padre de Lola había hecho las gestiones.
Lo cierto es que todo el mundo había intervenido en este caso. Todos
sabían y todos tenían una solución en la mano. Su hermana Carmen tenía
dos niños. Ese era otro argumento ad doctorandum. Probamos el método
de la luna llena y el de la luna en cuarto creciente por recomendación de
su hermana. Lo de la luna en cuarto creciente, ¿no es para la gente con
alopecia? Un año ocupó Lola marcando las cuadrículas de los calendarios.
Luego, el método de la temperatura vaginal. Lola se iba a la cama con un
termómetro en la mano. Y el método de Ogino, teniendo en cuenta la
curva de los ciclos, para el que Lola desarrolló un complicadísimo
algoritmo matemático. Los del Opus aseguraban que es un método que
nos pone en manos de dios. Eso decía una monja del Opus, prima lejana
de Roberto, el marido de Carmen, la hermana de Lola. Otro año perdido
en cada uno. Dios y el termómetro también fallaron. O es que mis escasos
espermatozoides eran más vagos de lo previsto. Nunca pensé que hacer el
amor se podía convertir en un oficio tan ajeno a la pasión o a cualquier
perspectiva romántica. Al final alguien miró mi semen al microscopio y
encontró la explicación a la ausencia del embarazo. Vivimos en una
sociedad machista: la esterilidad de los hombres es la última opción que
se analiza. Tanto trabajo para una respuesta tan sencilla.
Había sido un largo debate con Lola. Ideas, prejuicios, emociones,
sentimientos. Forzamos algo que la naturaleza nos niega, Lola, me niega,
para ser exactos. Te enreda, sólo te lo complica, Francisco.
No sé qué beneficia a los hijos tenerlos. Ni lo sé ni lo supe. No hay
forma de preguntarles antes de emprender el viaje. Si tanto nos interesan,
¿por qué no traerlos adoptados de Asia o de África, por ejemplo? O de
Almería, no hace falta ir tal lejos. En Almería también habrá niños para
adoptar, digo yo. O en Madrid. ¿No hay en Madrid centros para niños
abandonados? ¿En qué se diferencia un hijo biológico de uno adoptado?
Como evidenció Salvador Dalí en una discusión con su padre, la diferencia
es una pequeña cantidad de semen. Justo donde yo tengo la avería.
¿Cómo distingue el hijo entre un padre y otro padre? El biológico y el
adoptivo. ¿No preferirá optar entre amor y maltrato? ¿Por qué no
quedarnos en lo esencial? En lo esencial de ser padres. ¿Cómo estar
seguro de que es mi hijo el niño que me entregan cuando salgo del
hospital tras el parto? Podría ser de otro, ha habido errores. Podríamos
caer en la locura de llevar al extremo la obsesión por el hijo biológico. Lo
importante es el hijo. Alejandro dice que su segunda hija no es propia, que
su mujer ya le ponía los cuernos con quien es su actual compañero antes
de separarse. Él sabe que no es suya pero no tiene interés en
comprobarlo. Él contribuye por igual por las dos hijas porque es incapaz
de encontrar una diferencia esencial entre ellas. ¿Es más hijo uno
biológico que uno adoptado? ¿El parido que el recibido? ¿Cuál es la
diferencia si el amor es el único vínculo verdadero? Alejandro no sabe
querer menos a su hija menor. ¿Por qué buscar diferencias? De un centro
de acogida, de un hospicio, alguno abandonado, del útero propio. Hay
tantos hijos abandonados, que no saben qué es el cariño... ¿Es tan
importante engendrarlos?
A ver, Lola, ¿cómo saber que seré un buen padre para nuestros hijos?
No hay escuela para los padres. Y tampoco enseña la experiencia. Mi
padre tuvo tres hijos y no fue mejor padre con el tercero que con la
segunda o el primero. Ni mi madre tampoco fue mejor madre. ¿Por qué
tanto empeño en engendrarlos? ¿Qué hay en la cultura o en los genes
impreso, en el instinto, que nos lleva a engendrar hijos sin tener en cuenta
su futuro? Habría que idear un sistema para pedirles permiso. Si tenemos
tanto amor guardado en la alacena de nuestro corazón, si esto sólo tiene
que ver con el amor, ¿por qué no recurrir a cualquier niño de los muchos
desgraciados sin futuro? Vivimos en un mundo hipócrita, en una sociedad
de cínicos. La cultura que nos obliga a engendrar es una cultura farisea y
bastarda. No le interesan los niños, que es tanto como decir que no le
interesan los seres humanos. Son mercancía en el discurso. Cualquiera
puede echar un polvo y tener un hijo. Pero te obligan a hacerte un carné
de padre idóneo para adoptarlos. Un niño engendrado puede vivir en la
miseria, pero a un padre que adopta le exigen demostrar que tiene
ingresos suficientes. Suficientes, ¿para qué, hasta dónde, cuánto? Puedes
engendrar en una chabola pero no puedes adoptar si no tienes una casa
de 90 m2. Y que no estás loco, tienes que acreditar que no estás loco, que
tienes medios y una vivienda, que tienes un perfil psicológico idóneo o
que no eres marica, en muchos casos también se dificulta la paternidad a
los homosexuales o a los ideológicamente diferentes, un comunista no
debería poder adoptar a un niño, dicen algunos. Un monstruo sí puede
engendrar un hijo. Un pederasta, un genocida, un nazi, por ejemplo.
-Nada de eso tiene que ver con nosotros.
-Todo nos concierne.
-Quiero decir que seremos buenos padres. Y si no lo somos, te mato.
Lola tiene más fe en mí que yo mismo. De ella no tengo ninguna
duda.
Tras aquel viernes fuimos otros viernes a Barcelona durante casi un
año. Y cuando ya estaban a punto de domesticar unos pocos
espermatozoides para fecundar un óvulo que le implantarían a Lola,
descubrieron que se había quedado embarazada. El azar vino a resolver
todos los dilemas. Ni dios ni la ciencia, nadie, el azar, es decir, un ente que
ni siquiera es capaz de definir correctamente el diccionario. La niña nació
en 1987 y ahora está estudiando 4º de derecho en la Complutense.
-Tengo una hija, Alonso. Veintidós años, ocho meses y no sé cuántos
días después, me doy cuenta de que tengo una hija. Dios mío. Ahora es
cuando tomo conciencia del hecho. He ejercido de padre sin darme
cuenta.
El día que fue por primera vez a clase a la facultad de Derecho le
regaló una pluma estilográfica Montblanc que guardaba desde
bachillerato. Hubo que mandarla a reparar. Se habían quedado resecos los
conductos y no usaba cartuchos, sino un depósito de goma que se cargaba
desde un tintero. La tiene desde entonces en el escritorio.
Había dicho un día: quiero hacer derecho. ¿Por qué? No me oponía,
era su carrera, su decisión, sólo quería conocer las razones que la habían
llevado a decidirse a hacer derecho. Me gusta. Eso era una razón
suficiente. Pero tenía otras. Siempre lo estudian los mismos, parece la
ocupación de una casta, tendríamos que ocupar la facultad los que
pensamos de un modo distinto. No puede estar la ley en manos del
paleolítico. Y ahí vi la influencia de su abuelo.

Francisco deja en suspenso la mirada y la fija en el horizonte.


Tenemos delante el erial, pero él está mirando más lejos. Y me sorprende
volviendo a sacar la petaca, poniendo una nueva porción de tabaco sobre
la palma de la mano, sacando una nueva hojita de papel y liando
parsimoniosamente otro cigarro. Podría estar escenificando una venganza,
pero Francisco no ajusta cuentas con nadie. Mira detenidamente la obra
de sus dedos, hace un gesto de cansancio y guarda el pitillo tal cual en la
petaca.
Lo cierto es que la ley es un instrumento en manos de unos pocos. Es
el corralito que habitan los que siempre lo habitaron. Lo importante
siempre está en manos de castas.
Pues arrebatémossela y convirtámosla en instrumento de cambio.
¿De cambio? Revolucionario. Su abuelo diría en instrumento
revolucionario. Palabras.
Francisco esboza una sonrisa.
Ya. Hay palabras que también se han quedado antiguas. Revolución,
por ejemplo.
Entró de improviso en el despacho donde yo continuaba esperando.
Se disculpó por entrar súbitamente. ¿Estaba dormido? Estaba aburrido,
que es lo más próximo al tránsito, al más allá o a la vigilia. Lamentaba el
tiempo trascurrido. Se había prolongado la visita más allá de lo esperado.
Lo había echado. He echado al cliente, dijo. No quiero que vuelva por
aquí, añadió casi gritando. Es un indeseable y no quiero que vuelva por
aquí. Lo decía ahora con una voz débil que se iba entrecortando.
De repente empezó a sollozar. Se sentó a mi lado derrumbándose,
agitada por los movimientos convulsos del llanto, tapando el rostro con
sus manos.
Durante años había olvidado sus nombres y de golpe los he
recordado. Los había intentado recordar muchas veces, se lo había
preguntado a Lola, nunca me dijiste sus nombres, eran el inspector y su
mujer, había intentado recordar el nombre de ella, y he descubierto que
pasamos tiempo y tiempo hablando con la gente sin pronunciar su
nombre, no necesitamos pronunciar el nombre de la gente para hablar
con ella. Los hijos no dicen el nombre de los padres y los padres evitan con
frecuencia el de los hijos. Papá, mamá, hijo o hija son formas de llamarse.
Para qué queremos, entonces, los nombres. Yo olvido fácilmente los
nombres. Y me he acordado. Al recordarla llorando en el sofá me ha
venido su nombre a la memoria. Marta y Jesús María. Una mezcla bíblica
de nombres. Él era un chico de familia bien, que se había trazado un
camino independiente. Y ella era una muchacha brillante de clase media
normal sin pretensiones. Parecían formar un buen equipo que les permitía
ser razonablemente felices.
Yo no sabía qué hacer. Con aquel llanto inconsolable y desesperado.
Al fin levanté torpemente mis manos, extendí el brazo derecho, lo pasé
por la espalda y alcancé sus hombros. Apreté firmemente su hombro
derecho y se desplomó sobre mi pecho, hasta tirarme hacia atrás, sin
separar las manos de la cara ni cesar en su agitación entrecortada. Y
llegaron los hipidos. Nunca me había sentido más inútil. Le acaricié la
nuca, temeroso e indeciso. Recuerdo un pelo extraordinariamente limpio
y sedoso. Estuvimos así largo rato. A mí me pareció eterno. Aquello quizá
tuviera que ver con la piedad y la ternura.
Se incorporó y sacó unos pañuelos de celulosa de un recóndito
bolsillo. Se limpió la nariz, los ojos, lo siento, lo siento muchísimo, perdona
esta invasión. He echado al cliente, repitió. Le he cobrado hasta la última
peseta y lo he echado. Me ha pagado en efectivo. Nos había utilizado para
traficar con documentación para inmigrantes. A mí ya me parecía una
barbaridad la tramitación de veintitantos permisos de residencia. No
entendía tanta necesidad de extranjeros. Pero el otro día tuve que pasarle
una inspección en Trabajo. Descubrí que había tramitado treinta y tantos
permisos más antes de contratarnos a nosotros, y que a nombre de su
mujer había tramitado diecinueve solicitudes para empleadas de hogar.
¿Para qué quieren diecinueve empleadas de hogar un paleto y una paleta?
Supongo que para lo mismo que necesitan sesenta trabajadores
extranjeros. Para nada. Es un traficante odioso que estará compinchado
con algún oriundo para extorsionarlos. Encima, es un cretino. Pueden
colar sesenta obreros, pero no cuela lo de las diecinueve empleadas de
hogar. Es un canalla, Francisco. Y yo he sido cómplice de un canalla. Soy
una incauta.
Había empapado los pañuelos y sacó uno más del mismo bolsillo
imposible.
Lo lamento. Toda mi vida llenándome de principios y de repente
mando todos los principios al garete. No había hecho yo derecho para
esto. Lo del turno de oficio estaba más cerca de las razones por las que
hice derecho. Y podía habernos arruinado, el sinvergüenza podía habernos
arruinado, nos ha hecho partícipes de un delito.
Al día siguiente comentó ante mí la escena del llanto a su marido.
Tienes una mujer tonta, dijo, tonta y débil. Él la miró con una mirada de
infinito afecto y supongo que se sintió protegida. No volverá a suceder.
Nunca más tendremos un cliente como ése.
Entonces les conté lo del viaje a Barcelona el viernes de la semana
siguiente.
Dos meses después pudimos escuchar en la radio la detención en
Alcorcón de un individuo y su mujer, por delitos cometidos contra los
derechos de los trabajadores. Por los detalles, supimos que el cliente y el
detenido eran la misma persona. Como Marta sospechó, traficaban con
los permisos, cobraban importantes sumas de dinero por permisos que
nunca obtendrían, se hablaba de 100.000 o 150.000 pesetas de entonces.
Pagaba bien a la gestoría por cada trámite, pero los honorarios eran las
fruslerías del negocio. No falsificaban documentos, les bastaba la carta
rosa, es decir, el resguardo de haber solicitado el permiso. Con ese
documento provisional, a la espera de la resolución de la Administración,
el extranjero dejaba de ser ilegal, aunque, de hecho, todavía careciese de
permiso legal para trabajar.

Para cuando Lola quedó embarazada, Marta y el inspector habían


logrado un número razonable de clientes. Y me propusieron dejar
definitivamente el banco. Pero nosotros preferimos esperar un poco. El
banco nos daba una seguridad que la gestoría no garantizaba de
momento. Esperaríamos una año más, hasta que Lola diera a luz y
pudiéramos hacernos cargo de las nuevas circunstancias.
Marta fue flexibilizando y adaptando a los tiempos sus principios. Los
cambios han de ser progresivos y suaves. Ciertas aclimataciones son,
respecto a los intereses, como los supositorios de glicerina respecto al
estreñimiento. Marta y Jesús María pensaron que se trataba de no
delinquir ni colaborar con los delincuentes. Lo importante es no ser
delincuente. Ellos no eran delincuentes, ellos no iban a trasgredir la ley
bajo ninguna circunstancia. Pero no podían evitar que algunos de sus
clientes fueran delincuentes o anduvieran sobre el filo de la navaja. El
mundo sobre el que aterrizaban no era puro ni angelical, todos estaban
allí para ganar dinero, a la gente le importaban un comino los principios.
Los principios eran para la vida privada o para los libros de religión, no
para los negocios, ni siquiera para la Iglesia. ¿O acaso la Iglesia no
desprecia a menudo los principios? Se pontifica bien desde los púlpitos,
pero pisar el barro de la calle es otra cosa. El inspector lo había
comprobado en su trabajo. Ellos no estaban allí para ser garantía del bien
ni para despertar conciencias, sino para hacer un trabajo. La gente no
dejaba de pagar impuestos o de cumplir con sus obligaciones sociales por
error, algunos se equivocaban, claro, sino por pura avaricia, prima la
ganancia, el beneficio es la esencia del negocio. La vida es un negocio.
Uno trata de pagar lo menos posible por la luz y por el IVA, por los salarios
y los seguros sociales, por el IRPF y el impuesto de sociedades. Y para eso
todos hacen trampas: se van a paraísos fiscales, se manipulan
contabilidades, se pagan salarios fuera de nómina, se esconden ventas, se
dan servicios sin factura, se alquilan pisos sin declararlos,... El mundo de la
empresa es un mundo de pillos, y los demás son pícaros. Crean puestos de
trabajo, pero son tramposos, no lo hacen por generosidad o justicia. Un
puesto de trabajo es como un clavo o un martillo, parte del negocio. Se
contrata y se despide, incluso de un modo clandestino. Son actos que no
tienen nada que ver con las personas, ni con la ley, ni con la
responsabilidad, sino con la cuenta de resultados. ¿No es posible concebir
de otro modo el trabajo? Habría que concebir de otro modo la empresa.
Es posible, mas no con estos empresarios, más avaros que empresarios.
Sus actos tienen trascendencia social pero no los realizan por compromiso
colectivo, sino por codicia.
Quien más, quien menos hace trampas.
Quizás el problema sea el sistema.
No estaban dispuestos a participar en irregularidades o respaldar
prácticas deplorables, como lo de ese miserable traficante de
trabajadores, pero ellos no estaban para impartir justicia, ni para aplicar la
ley, ni siquiera para interpretarla. La sociedad está estratificada en
funciones y nadie debe invadir competencias ajenas. La ley la aplican o la
interpretan otros. Ya hay policías, jueces y fiscales. Son otros los que
enjuician. Otros los que administran. Una sociedad delega el control y la
vigilancia. Como delega el monopolio de la violencia. Ellos estaban para
ayudar a sus clientes en la interpretación de la ley y a orientarlos en sus
obligaciones y derechos, pero no estaban legitimados para formarse
juicios éticos. La ética cae en el ámbito de lo privado. No hay ética en la
empresa y, cuando la hay, oculta en realidad una operación publicitaria.
Había un cierto cinismo en esta visión de las cosas, pero no cabía en
su opinión otra visión más razonable, ni siquiera otro enfoque posible.
Así que criticaban en privado al fabricante de muebles de oficina que
tenía un emigrante ilegal durmiendo en la entreplanta de la nave,
haciéndole de guarda, de perro, decía el padre de Lola, hace de perro,
cualquier día ladra, a cambio del jergón y una pequeña cantidad de dinero
para la comida, pero le hacíamos la contabilidad de la empresa y las
nóminas de los trabajadores.
La gente es respetable. Las pequeñas cosas siempre carecerán de
importancia.
Incluso, la ética a veces es objeto de negocio, es el negocio mismo, lo
que permite ganar dinero.
O la conciencia, el sentido solidario de la gente es una fuente de
negocio para otros. O las víctimas. No hay más que observar a algunas
asociaciones de víctimas. De las manchas solares o del terrorismo, da
igual.
Teníamos un cliente, una sociedad limitada, una empresa que
prestaba servicios o los gestionaba para otras empresas. Desde un servicio
de limpieza a una reparación o un mantenimiento de jardinería. Cuando
llamaban siempre decíamos: la ONG. Nosotros no teníamos ninguna ONG
como cliente, pero los socios que constituían la SL eran los mismos que
habían promovido y gestionaban una ONG, que desarrollaba su actividad
en el tercer mundo. La ONG había conseguido una subvención para
eliminar minas antipersona en Mozambique, conseguían subvenciones
para las cosas más diversas. Lógicamente, la ONG carecía de medios para
detectar o quitar mina alguna antipersona, así que contrató el trabajo con
una empresa externa, la SL, ahí aparece la SL, que tampoco tenía medios,
porque sólo gestionaba los medios y los servicios ajenos, su actividad era
ser intermediaria, así pues lo subcontrató con otras empresas, vinculadas
a Mozambique en este caso, eso se deducía de las facturas y de los
documentos de pagos e ingresos. Si eliminaron o no alguna mina lo
desconocíamos, pero agotaron la subvención hasta el último céntimo. El
90% de la facturación de la SL iba a la ONG. Tampoco enjuiciábamos a la
SL.
Evidentemente, tras la ONG había gente muy respetable, incluso
personas socialmente relevantes. El mundo empresarial es un mundo de
gentes respetables. La corbata hace respetable a quien la viste, aunque a
nadie se le haya ocurrido poner la corbata entre los valores éticos.
¿Raro? ¿Infrecuente? Real. Desde entonces examino con cuidado a
quien doy mi dinero. Hay ONG para todo, miles, surgen como hongos. Y
fundaciones. ¿Recuerdas aquel famoso terremoto en Sudamérica?
¿Aquella ONG y aquella subvención para reconstruir cincuenta viviendas
derruidas? ¿Recuerdas qué comunidad autónoma aportó aquel dinero? La
valenciana. ¿Recuerdas el partido político que gobernaba en la
comunidad? No necesito recordarlo, siguen ahí. ¿Recuerdas el carné
político de los gestores de la ONG? Hago un gesto impreciso porque
recuerdo haber leído algo de eso en el periódico. También puedo hacer
conjeturas. Es un sencillo ejercicio de coincidencias. ¿Recuerdas cuántas
viviendas llegaron a construirse? Una, exactamente una llegó a
acreditarse, las otras 49 se habían esfumado.
No me extraño ya de nada, Alonso. Sé que no hay principio que
pueda arruinar un buen negocio. Sólo intento que esa mierda no me
convierta en uno de ellos. No podría soportarlo.
No sé adonde quieres llegar con la anécdota. A que la moral y la ética
se supeditan al negocio. Todo es negocio. La ética, la moral, incluso la ley
se ponen al servicio del negocio. Las leyes no se hacen al servicio de los
ciudadanos, sino para salvaguardar el negocio.
Es legal lo que la ley no reputa de ilegal, pero no todo es legítimo. Eso
no lo entiende el padre de Lola, un idealista recalcitrante. Y no todo es
justo. Que algo se atenga a la ley no lo hace necesariamente justo. A veces
la justicia empieza por la transgresión de la ley. Eso lo saben muy bien los
resistentes. Vivimos en una sociedad profundamente injusta que se
sostiene sobre un sistema tramposo e inicuo. El mundo es injusto. El
mundo está loco. Estamos gobernados por el hampa. Eres decente si no te
cazan la indecencia que cometas. El gestor de un gran banco y el jefe de
un cártel de droga son hombres de negocios. Y ambos producen los
mismos efectos sobre la gente corriente. El banquero y el mafioso votan al
mismo partido político. Hay que preguntarse siempre por el partido
político al que votan el banquero, el empresario y el mafioso. La respuesta
es una referencia importante. La gente debería preguntarse por el voto de
la gran banca. Tendría pistas sobre sus intereses.
Tú y yo, Alonso, somos gente corriente. La gente corriente es la que
se sienta en un poyo frente al metro mirando al horizonte. Convertimos en
placenteros estos minutos después de la comida. Tenemos pequeñas
cosas, cosas sin importancia que nos ocupan el tiempo. Eso es algo que
siempre tenemos ganado. Aunque nos grazne desde el vertedero una
estúpida urraca.
También hay gente corriente que es cómplice del monstruo. Si no
tuvieran cómplices, desaparecerían los monstruos. No hay que buscar
muy lejos: entre nosotros y nuestros vecinos están todos los cómplices.
Acaso nosotros mismos.

En el verano siguiente al nacimiento de la niña, en agosto de 1987, los


abuelos nos prepararon unas pequeñas vacaciones en Asturias. En Los
Duesos, Caravia. Dos semanas. El padre de Lola hizo las llamadas y las
gestiones y nos reservó una habitación en una casa rural al lado del
camino de Santiago, junto al mar. Otra vez el padre de Lola. Ejercía de dios
protector con sus hijas. Siempre hay alguien que nos cuida y nos protege.
Aunque tengamos 200 años, eso dice mi madre. Es que el abuelo
chocheaba con la nieta, chochea con todos los nietos, tenía entonces
otros dos nietos de Carmen con los que también chocheaba.
Lo había intentado para mayo, porque aquel año mayo daba para un
fin de semana largo, aprovechando 1, 2, fiestas en España y Madrid, y el
domingo. Pero no encontró sitio y acabó, además, comprendiendo que no
dejaba de ser una locura: la niña sólo tenía mes y medio, había nacido el
18 de marzo. Y optó al final por el verano. Nos lo contó cuando lo tuvo
todo organizado. A finales de abril ya teníamos arregladas las vacaciones
del verano. Yo he pagado el depósito, lo demás lo pagáis vosotros. ¿Y si no
nos gusta el sitio? ¿No os gusta? Lo cambiamos. Nos gusta, nos gusta.
Ay, suegro, coño, eres un castigo.
¿Ya no tengo que acudir a la manifestación del 1º de mayo? ¿Me
dispensas? Como la niña es pequeña. Si no nos podemos ir de vacaciones,
no podemos asistir a manifestaciones. Se produce un estallido sonoro
cuando golpeo sus hombros. Tiene unos hombros cargados que suenan
como si restallara un látigo cuando los golpeas. Para algunos hombres
como él, un golpe en los hombros es como un abrazo. Yo no te mando ni
te dispenso. Y estarás en Madrid el 1º de mayo. Puedes elegir. Ir o no ir.
Nos estabas preparando unas vacaciones para el 1º de mayo. Desde hacía
años acudíamos juntos a esa manifestación de los sindicatos. Yo no te
mando ni te dispenso. Tú no tienes que ocuparte de los primeros de mayo,
tú tienes una hija, una mujer y una hija, esas tienen que ser tus
ocupaciones. La abuela no piensa de la misma manera que el abuelo. En
realidad no se trata de diferencias de opinión en este caso, sino de que la
abuela ya no recuerda. Por eso el abuelo menea la cabeza y se aleja.
Cuando el abuelo pensaba años atrás en el 1º de mayo, por ejemplo,
estaba pensando en sus hijas. Ni Carmen ni Lola tendrían hoy dignidad si
él no hubiera pensado en el 1º de mayo todos los años. El abuelo era de
Comisiones(91) desde que hubo Comisiones Obreras en Pegaso, o sea,
desde finales de los 60. Y de la abuela, pues qué vamos a decir de la
abuela, pues que ella era como el abuelo, aunque, ahora, mirando a la
nieta, lo hubiera olvidado.
Pretendían que nos fuéramos solos, ellos se quedarían al cuidado de
la pequeña. Qué decís, es una enana, pero qué decís. Lola no quiso irse de
vacaciones sin la niña bajo ningún concepto y yo no quise separarme de la
niña. Lola actuaba como jefe de cubil y yo sólo era un egoísta. Nos fuimos
los tres, nuestras primeras vacaciones estrenando título de padres,
aunque no nos sentíamos raros, nos veían raros los otros desde fuera,
todo sucedió como si tuviéramos experiencia y supiéramos manejarnos en
esas rutinas. Íbamos a pensar: teníamos la propuesta de la gestoría para
trabajar a jornada completa. Para pensar, el mar y la montaña ofrecen las
mejores condiciones.
Nos prohibieron ir con la reliquia blanca del R5, pero fuimos, sólo
tenía seis o siete años. Ocho; bueno, ocho. Nueve, leche. Anclamos bien el
capazo en los asientos traseros y arrancamos a media mañana. Llegamos
por la tarde, después de tres altos en el camino. Uno fue en Burgos y
comimos frente a la catedral. No hace falta creer en dios para sentirte
pequeño, atrapado por la magia de las obras majestuosas y bellas. La niña
comió en todos los altos, o sea, tres veces. Que un niño pequeño coma
tanto sigue siendo para mí un misterio. En dos paradas, le cambiamos los
pañales. Tampoco me han desvelado el misterio de por qué los niños
pequeños cagan tanto. Quizá porque comen mucho, pero no estaba claro
que hubiera correlación.
En la casa parecían tener organizado el recibimiento. Nos alojaron en
una habitación llamada “El Corredor”, todas las habitaciones tenían
nombre. Nos habían instalado una cuna. Por la ventana se veía un monte,
cuya ladera arrancaba prácticamente de los cimientos de la casa y en cuyo
pico habían clavado una gran cruz de hierro, que se disolvía en la neblina
cuando las nubes bajaban. Mirar hacia arriba a Lola le producía vértigo.
Lola hizo la llamada de rigor a Madrid. Todos los días llamaba. Me
pedía confirmación a qué sé qué cosas y yo afirmaba como si me
estuvieran viendo, pero solía estar leyendo, a veces con la niña en los
brazos. Decía la señora de la casa: no le conviene tener tanto a la niña en
brazos, que luego se acostumbra. El problema era que me había
acostumbrado yo y no dejaba de gustarme.
Anduvimos por Villaviciosa, Colunga, Llanes y Ribadesella, donde
desemboca un río casi humano. Un día llegamos hasta Cangas en una
excursión con el coche por las montañas. Eso lo calló Lola cuando llamó a
Madrid por la tarde, debió pensar que era una locura la excursión con la
niña y aquel coche. Por allí ese mismo río se movía entre tajos y regatos,
jugueteando.
Nos levantábamos temprano, desayunábamos en la casa, y no
regresábamos hasta media tarde. Un día visitamos Gijón y comimos allí en
un restaurante lagar, y nos escanciaron la sidra desde lo alto, formando las
salpicaduras arroyuelos pegajosos por el suelo. Aquella sidra sabía a
manzana como el buen vino sabe a las uvas. Otro día visitamos Oviedo y
comimos en un restaurante situado sobre el mercado. A Lola le gustó la
dimensión humana de Oviedo, como si la hubieran concebido para ser
disfrutada por las personas, no sólo habitada.
Nos sentábamos en el porche de la casa y nos quedábamos allí hasta
que se borraba definitivamente la tarde y se dormía la niña en los brazos.
Charlábamos, leíamos, dábamos la merienda y luego la cena a la niña.
Solíamos cenar solos en el comedor de la casa. No sé qué pudo contar el
padre de Lola de nosotros, ya sé que es mi suegro, pero nunca digo mi
suegro, siempre digo el padre de Lola, me suena despectiva la palabra
suegro, utilizo la palabra suegro para tomarle el pelo: cuando aquellas
mujeres de la casa se metían en la cocina para preparar la cena, parecían
adentrarse en la rebotica de unas magas. Dios mío, cuando salían cargadas
de aquellas fuentes, nos mirábamos, mirábamos sus manos de brujas al
disponer aquellos manjares sobre la mesa, eran cosas sencillas, pero
estaban tocadas por la ciencia secular del buen comer, o yantar, del buen
yantar, como dice mi suegro. Disfrutábamos sin pensar en las calorías
ocultas.
Cuando regresamos no habíamos hablado de mi cambio de trabajo,
pero Lola había engordado tres kilos. Fue uno de esos veranos que uno
anota en la lista de los tiempos felices cuando hace balance de la vida. Fue
un tiempo feliz. No sé por qué nunca regresamos a aquella casa ni a
Asturias. Recuerdo el horizonte en el mar, desdibujado siempre por la
bruma. Nos bañamos sólo dos días. Uno se quedaba con la niña en la
playa, mientras el otro se remojaba y daba unas brazadas. Y recuerdo la
montaña como un lecho abrupto.
El último domingo de agosto, sentados en el sofá, Lola me preguntó:
¿qué vas a decir pasado mañana? Me encogí de hombros. El martes era
día 1. ¿Qué debo decir? Se encogió de hombros. La niña dormía desde
hacía un rato. ¿Qué iba a decir pasado mañana? Habíamos dejado
entreabierta la puerta de su habitación. Me entretuve en revisar las
paredes. Me gustaría cenar hoy no sólo lechuga, olvídate de los kilos.
Hacía poco más de tres años que habíamos comprado aquella casa de
Gonzalo de Córdoba(92), sí, cerca de tu casa, de Quevedo y de Olavide,
una oportunidad, porque estaba próxima al banco y al trabajo de Lola en
Arapiles. Antes habíamos vivido de alquiler en Cuatro Caminos. Tendrás
que preparar tú la cena. Vale. Se me ocurrió preparar una tortilla de
patatas y una ensalada mixta. Había mirado a Lola, su expresión de
cordero degollado y sucumbí a la tiranía de la dieta. Añadí unas aceitunas
verdes, que ella fue apartando hacia los bordes del plato hasta formar una
cenefa. Mi imaginación culinaria no me premiará con el cielo.
Entré en la alcoba de la niña y me quedé observando la cuna largo
rato. No podía verla, sumergida como estaba en la oscuridad de las
sombras. La oscuridad es el vientre donde se gesta la nada. Tampoco
podía oírla. Sin embargo, me parecía olerla. Así que respiré hondo hasta
sentir que su presencia me ocupaba. Me vi insignificante ante el poder de
aquel ser humano que yacía en la cuna. Me sentía feliz, es decir,
navegando por la nada, presto a disolverme en el misterio que allí se
revelaba. El poder está en no ser nada.
Lola sonreía en el salón observándome junto al quicio de la puerta
como su fuera un fotograma. Le hice un rotundo corte de mangas. Y ella
abortó una carcajada para no despertar a la niña.
El martes solicité en el banco la excedencia por un año con efectos de
primeros de enero. E informé a Marta y a su marido.

La vida te da cien ocasiones para arrepentirte de cada decisión que


adoptas. Cien. En las cien volvería Francisco a solicitar la excedencia.
Tendría otra vida si no lo hiciera. Y probablemente no le gustara.

Marta le había dejado una nota sobre la mesa anunciándole que un


cliente los invitaba a comer ese día, así que no apagó el ordenador cuando
marcó la 1'30 de la tarde, sino que siguió ocupándose de los papeles como
si fuera cualquier otra hora de la mañana. Aunque el estómago empezara
a emitir señales de alarma. No se estaba lavando las manos ni imaginando
el menú del día en Casa Patro. En aquella época comía en casa Patro. Lo
de traerse la comida fue ya en esta oficina. Era siempre su rutina a esa
hora, lavarse las manos e imaginar el menú. A las dos menos cuarto
atravesaba el tubo estrecho de la entrada, dejaba el mostrador a la
derecha y se sentaba alejado del televisor, en una mesa que compartía en
ocasiones con Marta, con un administrativo de una empresa de persianas
o con ambos. El camarero ponía el pan y el agua sobre el mantel de
celulosa de la mesa, y cantaba las opciones. Le gustaba esa hora temprana
porque se encontraba todo dispuesto e inmaculado, y la atmósfera
todavía limpia de humo de tabaco. Él solía elegir un plato de cuchara, unas
lentejas o una sopa castellana, por ejemplo, y evitaba las frituras como
quien aparta de sí una maldición, porque no era fritura, sino fritanga, no
soporta los aceites de estos restaurantes. Coincidís en la teoría en este
caso. Con el trascurso del tiempo acabaría por sentir el hartazgo de los
menús en general, todo sabía de igual manera, sin matices, y optó por
traerse la comida de casa. O sea, que es viejo lo de la tartera.
Ahora se encontraban al abrigo del porche de un restaurante recoleto
en la carretera de Pozuelo. Era un día brumoso, pero agradable, de
principios de otoño. Entremedias había llegado Marta a la oficina y a
continuación, en menos de cinco minutos, el cliente. Habían subido a un
añoso Mercedes azul, habían atravesado una urbanización de lujo y
habían arribado a esta construcción baja de granito, madera y ladrillo, en
medio del encinar, adonde no se sabía cómo había llegado un sauce
esbelto, de hojas claras y vencidas ramas, habían estacionado bajo el
cobertizo de la entrada y habían elegido quedarse en el porche, en una
mesa redonda con sillones de mimbre. A su izquierda, Marta, y a su
derecha, el cliente, formando un triángulo equilátero perfecto. Terminó el
camarero de vestir la mesa: sobre el mantel marrón claro de hilo, unos
bajoplatos de cristal traslúcido, los cubiertos de alpaca, las servilletas
malvas y las copas altas de generoso cuerpo. Pidieron agua y dejaron el
vino pendiente de los platos. El camarero encendió el velón del centro de
la mesa y Francisco bebió un sorbo de agua.
Francisco lo observó mientras hojeaban la carta, él no tenía mucho
interés en esa lista. Todos los restaurantes de esta clase solían ofrecer las
mismas cosas: unos entrantes, tal vez alguna legumbre de renombre, dos
o tres pescados y algunos cortes genéricos de carne. Éste no era
suficientemente pretencioso y no ofrecía arroz especial de ninguna clase.
Él prefirió examinar al cliente: su ademán de présbita, con las lentes
caídas, o la manera de pasar las páginas, como si fuera un experto en ese
ejercicio. Ese día llevaba un pantalón vaquero, camisa blanca de algodón,
sin corbata, con las iniciales J.M. bordadas en el lado izquierdo, y una
americana de pana. J.M. significaba Juan Martín.
Un plato de jamón ibérico como entrante estaría bien, dijo
finalmente. Y como todavía dudaba, unos cogollos de Tudela con aderezo
de anchoas de Santoña, sugirió el encargado, y unas gambas frescas de
Huelva a la plancha, que aún andaban por el fondo del mar el día anterior.
A Marta le pareció demasiado y Francisco prefirió no opinar, apenas hizo
un gesto dubitativo con la boca. El principal: una rodaja de merluza a la
plancha, otra rodaja de merluza a la plancha y un solomillo a la pimienta.
El vino, un Rioja reserva de la casa. En seguida alcanzó la servilleta, la
sacudió y se la puso a modo de babero, colgándosela del cuello de la
camisa.
Lo había visto sólo dos o tres veces antes, tres: cuando fue a contratar
los servicios de asesoría laboral y cuando les llevó la documentación
necesaria, hacía seis o siete meses, ocho tal vez. En la otra ocasión había
ido Francisco a su oficina por un tema de urgencia: una inspección de
Trabajo en marcha, no estaba dado de alta en autónomos y debería
estarlo como administrador de la empresa. Allí hablaron diez minutos, eso
es todo. El despacho ocupaba la entreplanta de 150 m 2 de una nave
industrial, cuya planta baja quedaba oculta por grandes paneles para darle
a la entrada la apariencia de un espacioso vestíbulo. Por el despacho se
movía como por un reino. Lo asistía una secretaria y, en unos pequeños
despachos anexos, trabajaba otra secretaria que se hacía cargo del
teléfono, una empleada más, que luego supo Francisco era redactora, y un
administrativo contable. En la mesa donde recibió a Francisco, acumulaba
ejemplares de todo tipo de periódicos, de información general o
economía, y revistas semanales de opinión. Dijo que era editor y que en
aquel desorden se veía el oficio. Editaba un boletín de circulación
restringida que distribuía entre la banca y las empresas más importantes
de España, y entre altas instancias políticas. Evidentemente, alardeaba.
Fue la impresión de Francisco. La vanagloria es una forma de propaganda.
Luego descubriría Francisco que también había actuado como experto en
arte en algún momento de su vida y de ahí seguramente el óleo de 3x1,5
que colgaba a su espalda, tras su mesa. Iba con un Montecristo en la
mano. En realidad, era difícil encontrarlo sin un Montecristo en la boca o
en la mano. Ahora, por ejemplo, ya había puesto sobre la mesa su petaca,
cuyas nervaduras evidenciaban su contenido. Me lo traen de Cuba
directamente, dijo, en cajas de madera perfectamente humectadas.
Luego diría Marta que parecía un aristócrata de época escapado de la
merienda en un jardín privado. Podría pasar por Jaime de Mora y Aragón,
en efecto, si no fuera por su pelo blanco y su sobrepeso. Como a él,
también le gustaba Marbella, lo había dicho en el trayecto, era un
estupendo sitio para ir de vacaciones desde que su buen amigo Jesús Gil
era alcalde e imperaba el orden y el decoro. Jesús Gil había limpiado
Marbella de piojosos y delincuentes. Exhibía un verbo pausado,
armonioso y correcto. Parecía acostumbrado a este tipo de encuentros y
entrevistas personales. O sociales, más sociales que personales, de
negocios. Transmitía la sensación de saber siempre de qué hablaba, como
si pretendiera sugerir que lo sabía todo de las entrañas de la sociedad y la
política. Daba referencias de casi todo, aunque imprecisas. Con la
perspectiva de hoy, podría pasar por un miembro del comité ejecutivo del
PP en la sombra o por su fontanero. González Pons ante el atril sería una
buena réplica, aunque éste es mucho más joven y mucho más hábil, desde
luego. Pero son de igual porte. Hasta el peinado. Las cosas, grandes: el
coche, el cuadro, el puro. Y los escenarios. Francisco tenía la sensación de
verlo moverse por un mundo de apariencias donde siempre se representa
algo. González Pons también es un actor extraordinario.
Cuando se acabaron las gambas, pidió un cuenco con agua y limón
para limpiarse las manos: no le gustaban aquellas minúsculas toallitas
impregnadas de detergente líquido. Y empezó con el jamón. Prendía las
lonchas, las acercaba hasta la boca y allí las depositaba con cuidado.
Después se restregaba los dedos en la servilleta sobre la pechera. Nos
animó a acompañarle, pero Marta y Francisco estaban entretenidos con
sus medios cogollos. Que hablara mientras masticaba, puso a Francisco en
guardia. Cuando ellos acababan con las últimas lonchas y él, con la última
anchoa, y apartaba los tronchos fibrosos, volvió el camarero, repuso vino
en las copas y preguntó si todo estaba a su gusto. ¿Al gusto de él o al de
todos? El determinante no deja claro el número. Singular, evidentemente.
Los camareros siempre saben quién acabará pagando el convite. El jamón,
dijo él, el jamón, ¿era ibérico o sólo un buen jamón serrano? Apenas tenía
puntos de grasa; vetas, sí. Ibérico, señor, 5J, allí sólo trabajaban ibérico 5J.
Esbozó una mueca que parecía ser de incredulidad.
Veamos, dijo, cuando hubieron servido los platos principales.
Veamos. Y dejó pasar un largo rato, mientras cortaba la carne, separaba
un bocado, observaba su tono rojizo oscuro, la ponía en la boca, la
masticaba, le daba un par de vueltas, afirmaba, confirmaba el sabor y
deglutía finalmente el bolo apresuradamente formado con la mascadura.
Veamos, repitió. Parecía estar pensando en el principio de una frase. Me
gusta el solomillo a la pimienta porque estimula las papilas gustativas,
reveló cambiando obviamente de pensamiento, la pimienta reclama de la
boca una respuesta que no pueden exigir los alimentos de sabor menos
rotundo, como el propio solomillo a la plancha. Además, no es como el
solomillo al Cabrales, donde el queso oculta el sabor original de la carne.
El solomillo a la pimienta es perfecto, si no lleva un exceso de pimienta,
claro, y éste tiene la cantidad exacta. Muy bueno.
Tragó, tomó un sorbo de vino y se pasó la servilleta por los labios.
Veamos. Un ligero golpe de tos está bien en estos casos. Por tercera vez
parecía intentar el introito.
Lamentaba el retraso en el pago del último trimestre, lo lamentaba
realmente. Cuatrimestre, cuatro meses, corrigió Marta, habíamos iniciado
nuestro trabajo de asesoría laboral hacía siete u ocho meses y nos debía
cuatro mensualidades. Cuatro. De acuerdo. Lo liquidará en breve. Ahora
tiene algunos problemas con los que no contaba, tiene que cerrar la
empresa de jabones medicinales, Marta y Francisco se miran, ah, ya, no
les había contado, es una actividad distinta de la edición del boletín
periódico, el confidencial, es una línea de fabricación para su venta en
farmacias y parafarmacias, un producto excepcional a base de aceite de
oliva virgen extra como grasa, en el jabón siempre interviene una grasa,
en este caso una grasa extraordinaria, ya antes había fabricado y
distribuido unos pequeños artilugios que tuvieron mucho éxito para
extraer y limpiar el cerumen de los oídos, la venta la hacía mediante
señoritas visitadoras que recorrían farmacias y parafarmacias, tenía
constituida otra empresa para esta actividad, sin personal, las señoritas
actuaban por cuenta propia, como si fueran representantes, también
utilizaba los servicios de una empresa de promoción que ponía a señoritas
en los puntos de venta para recomendar el producto a los clientes, las
clientes, ellas, sobre todo, los productos, había varios jabones,
dependiendo de ciertas sustancias complementarias añadidas, había
hecho una inversión extraordinaria, realmente extraordinaria, insistía,
repetía mucho el adjetivo extraordinario, la planta baja de la nave, esa que
ocultaban los paneles, era el almacén para la distribución del jabón, el
problema había surgido como consecuencia de la imposibilidad de
continuar financiando los depósitos, no sólo el depósito de productos en
el almacén propio, es que la venta en los puntos de distribución, farmacias
y parafarmacias, se hacen por el sistema de depósito, y las farmacias y
parafarmacias tardan mucho en pagar, la idea es, carraspea entonces un
poco, nos propone que le demos un servicio completo de asesoría, ha
prescindido del contable que tenía, no sólo la asesoría laboral, también la
contable y la fiscal, le haremos un presupuesto, no hace falta presupuesto,
dice, se fía de nosotros, será razonable, pero hemos de hacer un
presupuesto, necesitamos conocer el alcance del trabajo y valorarlo, está
bien, hagamos un presupuesto, pero está ya contratando con nosotros el
trabajo, tiene que liquidar las mensualidades pendientes y
comprometerse a abonar puntualmente los siguientes recibos, bien,
abona ahora dos de los meses atrasados y en breve los otros dos, abona
también mes a mes los nuevos recibos, sin retrasos, va a darle más
contenido al boletín, incorpora a una redactora de gran prestigio y a dos
redactores externos con un alto nivel de relaciones, para disponer de
información privilegiada de primera mano, las fuentes son importantes en
su trabajo, es decir, también hemos de rehacer el presupuesto para la
asesoría laboral, sólo incorpora a dos personas en nómina, no hay ningún
cambio significativo ahí, los redactores emitirán factura, ya sabemos que
el éxito de su boletín se basa en el rigor, la confidencialidad, por eso se
llama Confidencial, y la trascendencia de las noticias, que siempre acaban
confirmándose con el tiempo, fijémonos en el tema GAL(93), ellos ya lo
habían anunciado en sus boletines quincenales antes que Deia y, por
supuesto, que Diario 16, también está pensando en hacer una versión del
boletín en internet, con contenidos menos confidenciales, eso todavía es
algo raro, pero está convencido de que internet será fundamental en la
información en los años venideros, el problema es que nadie les hace un
diseño profesional suficientemente atractivo y funcional, hay poca gente
preparada todavía o pretenden cobrar cantidades astronómicas.
Un postre, el camarero les sugiere tomar un postre, pero a Francisco
le basta con un café con leche, Marta pide un solo descafeinado y el
cliente, el cliente, después de pensarlo un rato, se tomará un café con
leche, largo de café, no es lo mismo que corto de leche. Cogió entonces la
petaca, extrajo uno de aquellos puros largos, sacó un cortador y le hizo
una hendidura perfecta. ¿No nos importa? ¿Uno?, le preguntó a Francisco
y Francisco negó con la cabeza. Era su mejor postre. Francisco no sacó su
propia petaca del bolsillo, aunque aproximó la mano al costado para
palparla, le pareció un ritual fuera de lugar en medio de aquel escenario.
Se produjo un silencio hasta que volvieron al coche y regresaron a la
oficina. Evidentemente, el coche se llenó de aquel humo denso del
habano.
Francisco recuerda ahora que Marta y él prácticamente no hablaron.
Él no habló. La palabra fue un monopolio de aquel personaje arquetípico.
Durante el regreso se refirió al triunfo de Felipe González en las últimas
elecciones generales, apenas unos meses antes, que las fuerzas de hecho
no habían aceptado de buen grado aquella derrota, que harían lo que
fuere para torcer la muñeca del resultado, se les había escapado por los
pelos, ya estaba en marcha todo un proceso para derribarlo, los socialistas
no eran conscientes, estaban solos, con muchos votos, pero solos,
ingenuos, cercados por todos, había una alianza no escrita de algunas
fuerzas, jueces, medios de comunicación, empresarios, la derecha dura, se
vería en los próximos meses, los casos de corrupción aflorarían, reales o
manipulados, GAL,... había que acabar con los socialistas como fuera, los
votos no podían legitimar su perpetuación en el gobierno, se trataba de
devolver el poder a sus propietarios históricos, los votos no podían decidir
la historia, la legitimidad histórica no es democrática. Algunas
afirmaciones escandalizaban a Francisco, pero no les daba crédito, eran las
palabras de un charlatán necesitado de vender un discurso, un personaje
en dificultades necesitado de encontrar eco. El tiempo demostraría, sin
embargo, que el gran pacto para recuperar el poder no era una hipótesis
descabellada. Aznar recibiría la cosecha tres años más tarde.
Cuando llegamos, sobre el mismo volante del coche rellenó dos
talones, cada uno por el 50% de la deuda, Marta se la sabía de memoria,
uno para ingresar en el banco al día siguiente y el otro, a primeros de
enero, enero es muy tarde, primeros de diciembre. Francisco debía ir a la
oficina para recabar información y datos, copias de impuestos, etcétera.
Harían el presupuesto. Abrió el maletero y sacó dos cajas y nos dio una a
cada uno. Es el jabón, dijo, un regalo, para que lo probéis. Nos tuteaba por
vez primera. Era un producto extraordinario. Si no hubiera surgido el
problema con la financiación de los depósitos... Francisco comprobó que
no fabricaba él directamente, sino que fabricaban en Italia y luego
reetiquetaban, aquí o en la misma Italia. Él era un mero importador. Las
pastillas iban en unos estuches muy historiados de colores beis y verde
oliva. Lola, que lo probó, dijo que no estaba mal, aunque no era para tanto
bombo, no mejoraba sensiblemente a Heno de Pravia, por ejemplo, pero
era mucho más caro, por supuesto. Marta pensaba lo mismo.
Devolvería el banco el talón de diciembre y el recibo del mes por
incorrientes. Se presentarían de nuevo y también los devolvería con el
recibo de enero, y éstos, con el de febrero. Había empezado a sufrir el
acoso de los acreedores. Por la puerta de su oficina empezaron a aparecer
los coches negros, siempre son negros con letras blancas, representan lo
tétrico, los coches de las mafias del cobro de morosos.
Por semana santa, más o menos, dejamos de prestarle servicios. Sin
más. Un día dejamos de llamarlo y retuvimos los documentos. Acabamos
por darlo por desaparecido, aunque sabíamos que seguía por allí en otra
oficina más modesta de 50 o 60 m 2. Dejó una deuda, entre honorarios,
gastos y suplidos, de cerca de un millón de pesetas, seis mil euros de
ahora, Marta había intervenido además en sus conflictos con las
visitadoras y trabajadoras de la empresa de jabones. Nunca pagó, que
Francisco sepa. El cartero nos preguntó alguna vez por su domicilio,
llevaba certificados de Hacienda, Seguridad Social y Juzgados de los Social
que no sabía dónde entregar.

Una comida como aquella del otoño de 1993 tuvo lugar otro otoño
con Moraleda, tenía debilidad por el otoño, dos años después del cierre
de la gestoría. Encajando fechas, a ver, en 2001, debió ser en 2001. Un día
se presentó en la asesoría, pareció sorprenderse cuando vio a Francisco en
una mesa, durante un segundo se le vio descolocado y dubitativo, pero se
repuso, lo saludó como con descuido y se reunió con Moraleda en su
despacho. Francisco no imagina qué pudo haber hecho en esos años. O lo
imagina. No es difícil imaginar los pasos de los granujas. El boletín lo había
seguido editando, desde luego. Moraleda lo dijo en la oficina: es un señor
que edita un boletín confidencial desde hace años. Unos días más tarde
comían juntos y le llevábamos los asuntos. No sólo eso: constituyó una
sociedad nueva con el nombre del boletín confidencial, Confidencial
Express XXI SL. Había despedido a todos los trabajadores de la vieja
empresa, secretaria y redactores, había dejado deudas en Hacienda y
Seguridad Social, los trabajadores había cobrado del Fogasa(94), había
dejado pasar el tiempo. Moraleda le recomendó olvidarse del pasado y
constituir la nueva sociedad, un nuevo domicilio. Y le dimos un servicio de
secretaría mientras encontraba un nuevo despacho. Yolanda y un becario
tomaban nota de sus dictados, le escribían y maquetaban el boletín, él lo
revisaba y, finalmente, se imprimía, se encarpetaba y una empresa de
mensajería venía a recoger los ejemplares. Yolanda elaboraba también las
facturas de sus clientes institucionales y redactaba las cartas para
enviarlas. Así fue durante unos meses, mientras encontró una nueva
oficina y se instaló en ella. Recuperó a la primera secretaria y a dos
redactores. También puso en marcha la versión digital del boletín.
Francisco comentó a Yolanda los impagos a la gestoría, su pasado
turbulento, el histórico de fraudes,... Ella se lo comentó a Moraleda y
Moraleda le quitó importancia, lo achacó a un período de problemas ya
superados. No hay más que mirar la lista de los clientes del boletín para
ver que estamos ante una persona seria e importante, argumentaba
Moraleda. Empresarios, políticos y banqueros, entre otros.
Durante el período que hizo uso de nuestra oficina, Francisco solía
fijarse cuando dictaba a Yolanda los textos del boletín a partir de unas
líneas garabateadas a mano. Era la imagen de un hombre bonachón y
respetable. Iba leyendo aquellos textos e improvisaba, corregía sobre la
marcha, pero daba la impresión de tenerlo todo controlado, como si
hubiera meditado largo tiempo en ello. Si aquellos textos revelaban sus
fuentes, pensaba Francisco, eran bastante pobres sus fuentes. Tuvo acceso
a los boletines y leyó alguno: las tertulias de la radio manejan más y
mejores datos. Quizás en otra época hiciera revelaciones extraordinarias,
extraordinaria, su palabra preferida, pero no entonces, que no pasaba de
ser una reflexión personal bastante ordinaria, una opinión, cualquier
opina.
Una copia de aquel boletín se enviaba a cada uno de los clientes.
Todos los envíos eran idénticos. Sin embargo, no era idéntico el importe
de las facturas anuales. Oscilaban entre las 500.000 pesetas y los 6 o 7
millones, 3.000 o 40.000 euros de ahora, más el 4% de IVA. Entre los
clientes de los 7 millones estaban cuatro de los más importantes socios de
la patronal bancaria; a los de la patronal de las cajas de ahorro se les
emitía facturas intermedias, unos 3 millones, y de entre uno y otro tenor
eran también las facturas de algunas otras empresas del Ibex. Había
comunidades autónomas también entre los suscriptores, con facturas
duplicadas, incluso, porque se facturaba a la presidencia y a las
consejerías, puedes imaginar el partido que las gobernaba; alguna
diputación, algún ayuntamiento importante, del mismo partido, salvo una
excepción, incluso alguna agrupación sindical, ésta con toda la pinta de ser
una incauta. También había un banco andorrano. Entre los ficheros
históricos, hay copias de aquellas facturas y de las cartas que se enviaba a
los clientes con la factura. Puedes verlas cuando quieras. No hay copia de
ningún boletín, se llevaba un duplicado en un disco y se borraba del
ordenador.
Alardeaba de su amistad con los gestores y presidentes de todas esas
entidades. Los conocía a todos. O eso decía. Desde la asesoría llamó en
alguna ocasión y se dirigía a la secretaria del interfecto en tono cordial y
amistoso, como si se conocieran de antiguo. Dile a don Emilio tal y cual
cosa, decía, por ejemplo, cuando se refería al máximo responsable de la
empresa, como si lo tratara de Emilio simplemente y lo tuteara en las
distancias cortas. En eso tampoco había cambiado.
Pues también acabó desapareciendo de la última oficina, y también
dejó una deuda en la asesoría. Es posible que se haya instalado en una
nueva oficina, lo ha visto pasar Francisco alguna vez con el coche, ya no es
el antiguo Mercedes azul, ahora es una furgoneta Mercedes Vito blanca
con una matrícula vieja. Es posible que ya no necesite asesoría ni parecer
una persona respetable. Hay un momento en que uno se quita la máscara.
O se transmuta en la propia máscara. La máscara es el personaje. No hay
diferencia entre persona, máscara y personaje. Ya no hace falta.
Seguirá haciendo lo mismo, editará el mismo boletín, quizás ha
constituido una sociedad nueva o quizás ya no necesite sociedad para
seguir facturando a los mismos.
Francisco hace una pausa larga.
Era un pillo. Hoy sabe que era un pillo. Y sus clientes o lo que fueran
sabían que era un pillo. Pero sería de ingenuos pensar que se trataba de
un caso aislado. Aquí, y hace un ademán indefinido con la cabeza, como si
señalara el horizonte con la barbilla, aquí se congregan y celebran su
congreso cada día un buen puñado de pícaros y truhanes. Y en Azca o en
los corrillos de la bolsa. Sus clientes también eran pillos, aunque se
disfrazaran de gente importante. No nos tiene que confundir el traje. El
mundo de la empresa se ha convertido en un mundo de pillos. O lo fue
siempre, pero nos tenía confundidos. Lo fue siempre.
Francisco parece definitivamente un descreído.
Se hacía preguntas elementales. Me las sigo haciendo, dice. Soy
torpe. Su inteligencia sólo da para preguntas elementales. Un boletín
como ése, aun quincenal, aun bien documentado, y éste no estaba bien
documentado, era pobre y superficial, estaba mal editado, apenas unas
páginas en DIN A4 encarpetadas, ¿cuesta 40.000 euros anuales? En
moneda actual. La suscripción a un periódico diario está en torno a los
300 euros. ¿Qué pagaban, si no pagaban un periódico? ¿Qué pagaba los
bancos, las cajas de ahorro, las grandes empresas? ¿Qué pagan? ¿O están
tan mal gestionadas que pagan fortunas por un cuadernillo sin valor ni
importancia sin enterarse? No cabe en cabeza humana la hipótesis de que
pagaran sólo un boletín, cabe que pagaran otros servicios que la
inteligencia de Francisco no alcanzaba a imaginar, servicios que Juan
Martín no podía facturar como tales. ¿Qué servicios? La clave está en la
identificación de los servicios. Esos servicios se prestan todavía y los
grandes del Ibex y la banca los siguen pagando. Y algunos políticos, a
través de los gobiernos que controlan. Hoy, en noviembre de 2009. ¿Se
llama silencio el servicio? ¿Y qué callaba, pues, aquel hombrecillo
aparentemente bonachón?
La empresa editora no cumplía con sus obligaciones sociales ni
fiscales con regularidad, lo habíamos constatado, es decir, no estaba al día
ni con la Seguridad Social ni con Hacienda. ¿No lo sabían sus suscriptores?
¿Cómo podían órganos de la administración del estado, es decir,
comunidades autónomas, diputaciones y ayuntamientos contratar con él?
¿Cómo podían hacerlo grandes empresas? Todas esas empresas y
entidades conocen perfectamente la Ley General Tributaria(95) y la
responsabilidad de terceros respectos de las deudas sociales y fiscales.
¿Por qué la administración pública incumplía la Ley de Contratos del
Estado de ese modo tan grosero? A las administraciones públicas les está
prohibido contratar con los defraudadores. Y éste era un defraudador. Las
preguntas las repite Francisco mientras regresamos a la oficina. Subimos
las escaleras en silencio. Saludamos a los compañeros con un gesto y nos
vamos a nuestras mesas. Silvia comprueba la hora y nos observa de arriba
abajo. Mira, dice Francisco. Y saca de su cajón unos recortes de prensa
que me muestra, como quien exhibe las pruebas de unos
acontecimientos históricos. Se trata de un largo artículo en El País y de la
réplica de uno de los allí nombrados. Éste es él, afirma, había sido cliente
de la gestoría y lo sería unos años después de la asesoría. La noticia se
sitúa en medio. Moraleda tuvo que conocer necesariamente los hechos.
Fueron portada de un cuadernillo del periódico. Y Francisco se los había
insinuado.

El País, domingo, 24 de mayo, 1998, Manuel de Molina(96).


«La mafia asalta la Agencia Tributaria.
Cuando Juan Martín Barco llegó a la puerta del despacho de su
interlocutor, no habían transcurrido más de cinco minutos desde que
abandonara el coche donde se quedó su acompañante aguardando.
Martín Barco es una persona de aspecto apacible que, por su forma de
vestir y comportarse, podría pasar por un bonachón hombre de negocios
entrado en años. Es una mañana de un día de hace aproximadamente un
año. En el despacho de la exclusiva zona empresarial de Azca, se
desarrolló el trámite pactado y no supuso más de un minuto. El conocido
hombre de negocios entregó al visitante una bolsa de unos grandes
almacenes en cuyo interior había 20 fajos de billetes nuevos, 20 millones
de pesetas, un millón en cada fajo. A cambio recibió un dosier con un
informe de Hacienda firmado por el inspector José Miguel Sánchez Clos de
la Unidad Especial contra el Fraude. Ninguno revisó su mercancía porque
los caballeros se fían de los caballeros. Apenas intercambiaron un saludo
protocolario.
Juan Martín Barco es una persona respetable, propietario de la
empresa Comunicaciones Hexágono SL, editora del boletín de circulación
restringida llamado Confidencial Express XXI, una de las muchas
publicaciones oscuras que han sobrevivido desdibujando la frontera entre
información y extorsión, obteniendo sus ingresos tanto gracias a lo que
cuentan como a lo que callan.
Los detalles del encuentro se habían venido acordando durante la
quincena precedente. Juan Martín Barco había llamado a José Díaz Rato,
una de las personas de confianza del empresario, para exponerle
sucintamente el asunto: si no pagaban 20 millones de pesetas, el
empresario se encontraría con una querella en los juzgados que
presentaría una asociación de abogados contra la corrupción. Hubo a
continuación una primera entrevista para mostrar el dosier. El expediente
contenía una serie de informaciones de origen y veracidad dudosas, una
recopilación de noticias en prensa ordinaria y el informe. Lo realmente
valioso del dosier era el informe original de la Agencia Tributaria.
En otra llamada de teléfono, Juan Martín explicó a la persona de
confianza del empresario algunos detalles más del asunto: la querella se
interpondría a partir de las informaciones que él iría publicando
escalonadamente en su Confidencial. Asimismo, harían llegar a algunos
periódicos de difusión nacional una selección de esas revelaciones. Un
goteo fundamental en la estrategia de presión sobre el acosado.
Juan Martín no improvisa. Todos sus movimientos están
perfectamente ensayados. Coloca el dogal sobre el cuello de la víctima y
corre poco a poco el nudo. No es éste, por muy importante que sea, el
primer empresario extorsionado. De hecho, la mayoría de suscriptores de
su Confidencial abonan una cantidad anual para evitarse llamadas y
visitas. Se garantizan vivir en paz, libres de informes y dosieres. Algo así
como sucede con ETA y algunos empresarios vascos, aunque en este caso
se pone también en juego la vida. Pero los métodos son idénticos.
Si no febril, sí ha sido intensa la actividad durante estos últimos
quince días. Llamó a la secretaria de Mario Conde, antiguo socio del
empresario, con quien, tiempo atrás, había protagonizado una sonada
ruptura societaria. Es de suponer que nuestra víctima tenía razones para
mantenerse alejado de él: su ex socio se encuentra en prisión, condenado
por apropiación indebida y falsedad documental en un caso también
sonado en el sector bancario. El condenado podría estar interesado en
reunir información que implicara a su antiguo socio, para alguna suerte de
venganza, y Juan Martín propuso también la venta del dosier a su
secretaria. Le exhibió asimismo la documentación, y la mostró luego a
otros empresarios y banqueros especialmente elegidos, algunos de ellos
suscriptores de su Confidencial. Los rumores que esta publicidad
generaban solían ayudar a completar el cerco angustioso contra las
víctimas.
Sin embargo, para el chantajeado no se trataba de un tema nuevo.
Meses antes, alguien le había hecho llegar un mensaje semejante a
cambio de un dosier parecido. También le pedía lo mismo: dinero a
cambio de silencio. No era el primero ni sería el último chantajeado.
Aunque el extorsionado siempre se siente solo. Suele esconder para sí la
presión como quien oculta una vergüenza. Y a veces, además, hay
vergüenzas que ocultar en forma de situaciones tributarias irregulares.
El proceso que culminaba con la visita al despacho del empresario no
parecía, por lo tanto, el resultado de la actuación de un par de
desalmados, sino de un grupo mafioso organizado. Todas las extorsiones
contaban con una serie de características comunes: se dirigían a personas
de gran relevancia pública e importante solvencia económica y el acoso se
basaba en documentación procedente de la Agencia Tributaria. Alguien
desde el interior y, más específicamente, desde la Unidad Especial contra
el Fraude, dirigía todas las operaciones. Los informes con el membrete de
la Agencia Tributaria siempre solían ir firmados por el mismo grupo
restringido de funcionarios, especialmente Sánchez Cortés.
Aquella mañana, sin embargo, algo torció el plan diseñado. Al
regresar Juan Martín al coche para reencontrarse con su acompañante, un
grupo de policías de paisano les dio el alto y procedió a detenerlos. Ya en
la comisaría pudo comprobar que en la bolsa sólo había billetes falsos,
facilitados por la policía al empresario, de acuerdo con un plan trazado
desde el juzgado, donde previamente se había admitido a trámite una
denuncia presentada por el extorsionado, tras las primeras llamadas de
meses anteriores. Fueron detenidos Juan Martín Barco y cuatro personas
más, entre otros su acompañante y un redactor del Confidencial. Fueron
imputados de falsedad en documento público, cohecho y amenazas.
El empresario extorsionado era Juan Abelló Gallo, presidente de Airtel
y accionista mayoritario del grupo de empresas Torreal. Entre los
detenidos figuraba Jesús Terrón Cantón, ex marido de una hermana del
empresario.
Las detenciones abrían la segunda fase de la operaciones diseñadas
por la policía y el juzgado. Se trataba ahora de identificar a quien o
quienes, dentro de la propia Agencia Tributaria, estaban detrás de los
informes. Las pesquisas se circunscribían inicialmente a la Unidad Especial
contra el Fraude: allí pertenecían los funcionarios firmantes, Sánchez
Cortés principalmente, y sólo desde allí se tenía acceso a la compleja Base
Nacional de Datos, donde se guarda la información de todos los
contribuyentes de España.
Las conversaciones telefónicas interceptadas a Juan Martín daban
algunas pistas.
Respecto al informe: “Lo ha hecho el mismo inspector u otro que lo
ha visto allí mismo”. Y asegura que “la persona que lo firma se va a
ratificar”, en caso de que el tema acabara en los tribunales, denunciado
por la asociación de abogados contra la corrupción, si Abelló decidiera
finalmente no pagar. Se habla de reuniones en las que se planifican las
operaciones y se reparte el trabajo, con la frecuente presencia de los
abogados que participarán en la siguiente fase.
La denuncia presentada en su día por Juan Abelló incluía tres recortes
de prensa con los que se pretendía poner de manifiesto la forma de
operar de los extorsionadores. No era una casualidad. La principal
amenaza era publicar la información y con ello facilitar que cualquiera
presentase una denuncia en los tribunales, eso a pesar de que Hacienda
ya había decidido que no existía delito. Los dos primeros recortes habían
sido publicados en Ya a finales de 1996, cuando el diario estaba en manos
del abogado Rodríguez Menéndez. Se trataba de dos crónicas firmadas
por un tal Juan de Castilla, en las que se afirmaba que Abelló “hace
trampas en sus impuestos” e insinuaba que el empresario sería el
protagonista del próximo gran escándalo financiero. Ya había tenido lugar
el caso Banesto. En el tercer recorte, el periodista Jesús Cacho revelaba en
El Mundo la identidad del tal Juan de Castilla: “Un ex cuñado de Juan
Abelló escribe cosas tremendas en un diario madrileño de circulación
terminal, acogido al secretismo de un sonoro y patriótico seudónimo”. El
cuñado era Jesús Terrón Cantón, condenado en firme por falsedad en
documento público contra su ex esposa y hermana de Abelló y uno de los
primeros detenidos en el caso.
Juan Abelló también había denunciado ante la Agencia Tributaria que
un dosier sobre su persona circulaba por Madrid. Los servicios de
auditoría interna de la Agencia realizaron una investigación y elaboraron
un informe. Con conclusiones llamativas.
El dosier sobre Abelló se había firmado después de que se hubiera
ordenado a la Unidad Especial contra el Fraude cesar en la elaboración de
ese tipo de informes, por no encontrarlos ajustados a sus obligaciones. Los
inspectores de la unidad compartían informaciones que, por su índole,
estaban reservadas a ellos mismos y a sus superiores. Se registraban
accesos injustificados y anómalos a la Base Nacional de Datos. Algunos
inspectores mostraban un interés extremo por algunos expedientes. No
había criterios que justificasen por qué se investigaba a unos
contribuyentes y no a otros. Algunos inspectores de la unidad, en especial
José María Sánchez Cortés, autor de varios de los informes utilizados en
los chantajes, desarrollaban actividades incompatibles con su función. En
particular, Sánchez Cortés y su esposa eran consejeros de varias empresas,
lo que motivó la apertura de un expediente disciplinario que podría
producir su separación del servicio.
Aunque el informe no lo menciona, las pesquisas de la Agencia
Tributaria y las de la policía apuntan a un personaje peculiar. Se trata de
Mariano Navarro Rubio, hijo del ministro franquista y gobernador del
Banco de España del mismo nombre, implicado en el caso Matesa(97). De
casta le viene al galgo. Navarro Rubio está suspendido de funciones desde
principios de abril de este año. La Agencia Tributaria tramitaba un
expediente sobre él desde un año antes.
Coincidiendo con las investigaciones de los servicios de auditoría de
la Agencia, otros empresarios se estaban enfrentando al mismo problema
que Abelló Gil. En septiembre, el presidente de Prisa, Jesús de Polanco,
recibía en su despacho la visita de José María Ruiz-Mateos Rivero, hijo de
José María Ruiz-Mateos, el ex presidente de Rumasa. De nuevo un
informe de la Unidad Especial contra el Fraude, firmado también por el
inspector Sánchez Cortés, servía de base para el dosier. Si no mediaba un
acuerdo económico, en este caso con el club de fútbol Rayo Vallecano, el
informe saldría a la luz. La misma técnica, con los mismos componentes,
que en el caso Abelló. Prisa y otros empresarios afectados denunciaron el
caso y los Ruiz-Mateos acabaron condenados mucho tiempo después.
El inspector Navarro Rubio fue sometido a un intenso seguimiento
por parte de la policía, y se intervinieron sus teléfonos. Se controlaron
todas las conversaciones telefónicas de Navarro Rubio y se identificaron
las llamadas realizadas desde los teléfonos de varios inspectores de la
Unidad Especial contra el Fraude, y de sus esposas y familiares más
próximos. Entre ellos, Sánchez Cortés y los inspectores Juan José Sánchez
Diezma y Manuel Fernández Vallejos.
El operativo arrojó resultados y coincidencias esclarecedoras. Navarro
Rubio, a pesar de ser inspector de Hacienda, se dedicaba a asesorar en
asuntos fiscales a una gran cantidad de empresas. Entre ellas, al club de
fútbol Rayo Vallecano, propiedad del empresario Ruiz-Mateos. La relación
de clientes incluía asimismo, según la documentación judicial, al abogado
Marcos García Montes, estrechamente relacionado con Ruiz-Mateos, que
acabaría siendo el defensor del inspector de Hacienda en la querella de
Abelló. También figuran como clientes los ayuntamientos de “Madrid, El
Escorial, Las Rozas, Majadahonda, Hoyo de Manzanares, Paterna, Rota,
Santander, Alcalá de Henares, Leganés, A Coruña”.
Valenciano proponía a alguno de sus compañeros actividades
paralelas incompatibles con su condición de funcionarios. Por ejemplo, en
un documento requisado en su domicilio hace referencia a un acuerdo con
el inspector Juan José Sánchez Diezma, para aportar clientes a un
despacho de abogados a cambio de repartirse la minuta.
No obstante, la actividad principal de Navarro Rubio será el reparto y
comercio de dosieres procedentes de Hacienda. Entre enero y abril, la
policía interceptó gran cantidad de conversaciones telefónicas entre
Navarro Rubio y diferentes personas en las que menciona la existencia de
más informes de la ya extinguida Unidad Especial contra el Fraude. Se
refiere, por ejemplo, a un informe sobre el despacho de abogados
Cuatrecasas, de Barcelona, y sobre otras sociedades de abogados, del
sector pesquero o del funerario.
El pasado mes de abril el juzgado ordenó la detención de Navarro
Rubio y sus socios más destacados, su testaferro, José Antonio Hernádez
Salinas, y el empresario Diego Migallón. Todos quedaron en libertad tras
prestar declaración como imputados. La policía y el juzgado acusan
directamente a Navarro Rubio de ser el autor material de la sustracción
del informe de Hacienda sobre Juan Abelló y su esposa.
El mismo día de su detención la policía registró el domicilio de
Navarro Rubio. Entre lo incautado, dos descubrimientos interesantes. Uno.
Un informe de “47 folios, fechado el 24-9-97, contiene una relación de los
despachos profesionales más importantes de España, con sus domicilios
sociales y la identidad de todos los abogados que los integran, con
información reservada obtenida de la Agencia Tributaria, en la que se
hacen mención de los ingresos-pagos en millones de pesetas de los
referidos despachos profesionales desde los años 1992 a 1996”. Un filón
inmenso. Dos. Además de 6.000 archivos pendientes de analizar, “un
archivo gráfico conteniendo el logotipo de la Agencia Tributaria,
escaneado por el detenido. Dicho logotipo puede ser trasladado a criterio
del usuario a cualquier informe que elabore dándole la apariencia y aval
de estar realizado por la propia Agencia Tributaria, así como transmitirlo
como cabecera de los informes que elabore vía fax, correo electrónico o
internet”.
Según uno de los imputados, Navarro Rubio comercializó informes
-siempre con el correspondiente membrete de la Agencia Tributaria- del
ex socio de Abelló a quien el inspector de Hacienda aseguraba conocer
desde “hace cuatro o cinco años”, y otro de las Cajas Rurales. Partes del
informe sobre el ex socio aparecieron también en su domicilio.
Su historial policial, recogido en el sumario del caso, y facilitado por la
Dirección General de la Policía, da una idea cabal de las ocupaciones de
Navarro Rubio. En él aparecen al menos diez órdenes de busca y captura
dictadas por otros tantos juzgados. Los supuestos delitos abarcan desde el
tráfico de drogas, a los intentos de estafa, atentados contra la salud
pública, amenazas de muerte con intimidación, agresión contra una de sus
ex esposas, firma de cheques en descubierto, y falsedad. Todos entre los
años comprendidos entre 1979 y la actualidad.
A pesar de ello, y de no haber presentado declaraciones de renta
entre 1994 y 1996, continuó trabajando en Hacienda, aunque, eso sí, con
constantes cambios de destino a medida que sus superiores descubrían su
inclinación hacia las actividades más extrañas. En el mencionado informe
policial, se recoge que Valenciano “tuvo graves problemas en puestos
anteriores, como la Dirección General de Tributos”, lugar en el que
también había trabajado anteriormente otro inspector de la Unidad, José
María Sánchez Cortés.
Ahora la instrucción del caso continúa con varias hipótesis abiertas,
mientras fuentes próximas a la investigación no descartan que se
descubran nuevas ramificaciones que afecten a otros funcionarios
públicos.
Lo que ya ha quedado sobradamente demostrado es que un gran
volumen de información confidencial de Hacienda ha circulado a través de
personajes de muy discutible honestidad, ha recalado en las redacciones
de ciertos medios de comunicación y ha servido para realizar extorsiones a
gran escala.
El director general de la Inspección de la Agencia Tributaria desmontó
en abril pasado la fábrica de dosieres en la que se había convertido la
Unidad Especial contra el Fraude. Hacienda mantiene en marcha varios
procedimientos administrativos para sancionar a algunos de sus
integrantes. Queda por ver si con estas medidas habrá sido extirpada una
de las peores secuelas de los años locos de la vida española».

El País, domingo, 31 de mayo, 1998, Juan Martín Barco.


«Puntualización.
El pasado 24 de mayo El País publicó un artículo firmado por Manuel
de Molina, con el título La mafia asalta la Agencia Tributaria, en el que se
aludía a mí, directa y personalmente, sobre el que desearía puntualizar lo
siguiente:
1. El primer paso de la denominada operación no fue mi detención
como editor de Confidencial Express XXI, sino la querella interpuesta por
Nueva Compañía de Inversiones SA contra don Jesús Terrón Cantón y un
funcionario o funcionarios de la Agencia Tributaria.
2. Los hechos de la querella datan de 1996 y relatan que el
funcionario contactó con don José Díaz Rato y le comunicó que tenía un
documento de Hacienda que comprometía a don Juan Abelló y su grupo
de empresas, cuya matriz es Nueva Compañía de Inversiones SA.
3. El documento de la Agencia Tributaria sobre don Juan Abelló me
fue ofertado como editor de Confidencial Express XXI y, dada la relevancia
de la información y el precio solicitado por la misma, 20 millones de
pesetas, contacté con don José Díaz Rato al objeto de corroborar la
veracidad de la misma, dado que se imputaban muy graves delitos a don
Juan Abelló, y, en su caso, auxiliarle en lo posible para que no fuese
publicada, ya que a mí no me interesaba en absoluto.
4. Don José Díaz Rato Revuelta, conocido mío por ser persona de
confianza de don Juan Abelló Gallo, ya que habíamos mantenido
contactos anteriores por otros asuntos de índole privada en relación con
una finca en Toledo, me encargó que realizara las gestiones necesarias
para que esa información no se publicara. Yo actué con diligencia y
concerté con don Jesús Terrón Cantón la compra de la misma y el
compromiso de que no la facilitara a ningún otro medio de comunicación.
5. Cuando acudí al despacho de don José Díaz Rato, éste me entregó
el precio ofrecido y, cuando salí del despacho, fui detenido, puesto a
disposición judicial y, tras prestar declaración, puesto en libertad.
6. Evidentemente, la acción del señor Díaz Rato demuestra sus
torticeros propósitos, ya que, cuando le comuniqué la existencia del
informe de la Agencia Tributaria, debería haberme advertido de que no le
interesaba y que el asunto estaba en vía judicial. Y no inducirme a actuar
en beneficio de su patrón, don Juan Abelló Gallo, cuando previamente me
denuncia en el juzgado, donde ya se tramitaba la querella contra el ex
cuñado del señor Abelló, y este juzgado es el que ordena la intervención
de mis teléfonos y posterior detención. Resulta evidente que mi actuación
como editor fue altruista y propiciada por quien me denunció, el señor
Díaz Rato, que nunca me comunicó la existencia de actuaciones judiciales
y pidió mi intervención para solucionarle un problema que entendía grave
para don Juan Abelló.
7. Dada la veracidad del informe de la Agencia Tributaria, que le
achaca graves delitos, y que nadie ha puesto en duda su veracidad, sino la
forma de obtenerlo, a lo que soy ajeno, pues nunca tuve conocimiento de
quién se lo había facilitado al señor Terrón, que es quien me lo ofertó».

Fin de los documentos.


Juan Martín Barco es el cliente al que se ha referido Francisco todo el
rato. Como se ve por el texto de la puntualización, algunos pillos deberían
haber suspendido redacción en el bachillerato. Tal vez no fuera una
casualidad que, entre los clientes del confidencial, no figurara ninguna
empresa relacionada con Juan Abelló. En internet se pudo encontrar
durante bastante tiempo una versión digital de su boletín titulado
Confidencial Express Diario Digital.
El inspector y su mujer contaban cómo el primer día que abrieron la
oficina apareció por allí un señor entrado en años, con dificultades para
caminar porque padecía gota, para hacerles una consulta sobre la
compraventa de una nave industrial. Habían colocado una cuartilla
anunciándose en los bares y habían hablado con la secretaria y
representantes de la Junta de Propietarios, ninguna otra iniciativa para
darse a conocer, de momento. Después distribuirían un tríptico por todo
el polígono ofreciendo sus servicios. Y enviarían una carta personalizada, a
partir de un listado de miembros de la comunidad que le facilitaría la
Junta. Pero eso sería más adelante.
Él vino porque había visto el rótulo en la fachada. Llamaba la atención
el contraste entre el fondo azul y las letras amarillas. Amarillas y blancas.
Los teléfonos van en blanco. Asesoría, enorme, en amarillo limón. Y un
poco más pequeño: gestoría, administración de fincas. Y aún más
pequeño: abogado y... ¿Cómo? Civil, mercantil, laboral, escrituras,
contratos. Eso. ¡Jo!
Apenas habían tenido tiempo de subir las persianas y sentarse en las
mesas recién compradas. No era un asunto especialmente intrincado el
que planteaba, pero prolongaron la entrevista por ser la primera. Encogía
los ojillos, escuchaba, asentía, interrumpía y preguntaba, asentía de
nuevo. Vale. Preguntó por los honorarios, se miraron y decidieron no
cobrar por el primer trabajo. Sin embargo, les dejó sobre la mesa un
billete de 5.000 pesetas, con la efigie del Rey Juan Carlos. Para pagar la
luz, les dijo. Y extendió la mano izquierda, mientras con la derecha se
apoyaba en el bastón para incorporarse, como diciendo: sin discusión.
Desde ese día fue cliente de la gestoría y lo fue luego de la asesoría, hasta
su fallecimiento en enero de este año.
Volvió a los pocos días para que le redactaran el contrato de
compraventa.
Había empezado de camarero con José Luis y había servido en las
recepciones de Franco, cuando era José Luis el encargado de esos eventos
en El Pardo y el Palacio Real. Vino para hacer la mili en capitanía. De ahí lo
de José Luis. Y ya se quedó en Madrid. Tenía entonces menos tripa y
andaba más ágil. El encargado los examinaba de arriba abajo, las manos,
las uñas, detrás de las orejas, y solía premiarlos con regalías, unas
monedas o unos cigarrillos de tabaco emboquillado americano. De la
base de Torrejón o de estraperlo. Él no fumaba y los vendía entre los
soldados. Después, sí. Ahora fuma una breva de vez en cuando.
Algunos veranos había coincidido con Fraga en Galicia, él solía pasar
las vacaciones en Galicia, tiene familia en Villalba, y habían jugado al
dominó. Si había que hablar de retranca, Fraga era la retranca en persona.
Y se sonríe. Encoge los ojos siempre. Este hombre sonríe fácilmente. Otro
habría dicho que era amigo de Fraga, pero él no le daba importancia.
Los temas fiscales y contables se los llevaba un abogado en Madrid,
compañero de pupitre de su hijo mayor. Lo había decidido en
reconocimiento a un muchacho que había ayudado a otro muchacho más
aplicado que listo, también un poco vago, torpe y vago. Aparte eso, lo
demás acostumbraba contratarlo allá donde se movía, aquí, por ejemplo,
con la gestoría, porque él desarrollaba su actividad en esta zona durante
los últimos años.
Construía naves industriales, ahora estaba terminando la estructura
de dos y una de ellas ya la había vendido; la había apalabrado, mejor
dicho. Quería firmar el contrato, pero no debía figurar luego todo en la
escritura. Más o menos, el 25% iba en mano. Esos detalles eran
fundamentales. Marta tomó nota de los datos. Había que ser cuidadosa,
los ordenadores todavía eran una rareza, aún pasarían dos años hasta el
primero, un Tandon de 40 MB a 25 Mhz con una impresora de 9 agujas.
Ella todo lo hacía entonces a máquina, una vieja Olympia regalo de su
padre, y los errores podían obligar a repetir el trabajo completo. Dos días
más tarde tenían al cliente y al comprador firmando en el despacho.
La pareja contaba la anécdota del primer día y del primer cliente de la
oficina con frecuencia, con la euforia de quien describe una emoción
nueva e inesperada.
Su primer cliente en la zona se llamaba Alberto Silva. Y en los
primeros diez minutos les había hecho un resumen de todas sus
relaciones políticas y actividades empresariales.
Su primera obra no había sido una nave industrial, sino un
restaurante, el primer restaurante decente del polígono, espacioso, con
luz, en dos plantas de 150 metros: “Los Ancares”, al final de la calle
principal. Había vendido al socio su parte en un hostal de carretera,
compró este terreno y acometió la obra sin haber hecho ninguna otra en
su vida. Después de un año de funcionamiento, lo vendió. Desde entonces
se dedica a la construcción de naves, solo o a medias, comprando el
terreno o con el terreno en aportación. Las construcciones eran rápidas
porque nadie solicitaba licencia. Se empiezan a otorgar actualmente. El
ayuntamiento no concedía licencias porque todavía era un terreno rústico.
Ahora ya hay un PGOU(98) nuevo aprobado y se pueden solicitar los
permisos.
En ese preciso momento acababa de comprar, con un grupo de gente,
dos hermanos y dos inversores más con los que ya había construido otras
naves a medias, una parcela de unos 3000 metros frente a Casa Patro,
para hacer 20 naves industriales. Y en esta ocasión presentarían proyecto.
Alberto Silva y todos ellos aparecerían más tarde en un asunto que
habría de determinar el devenir de la gestoría y el propio futuro de
Francisco.
Aquí tenía que haber una cafetera, dijo Alberto al terminar la firma
del contrato. Y rió con aquella risa socarrona del gallego enigmático de los
tópicos. Bajaron a Casa Patro, que entonces se llamaba de otra manera, a
tomar un café. Era una pequeña cafetería encajada en un tubo oscuro, con
un comedor de 12 o 14 mesas al fondo. En nada recordaba su antigua
vocación de bar de carretera y lenocinio. Bajó con ellos el inspector, Marta
prefirió quedarse con la pretexto de estar esperando una llamada de
teléfono. Lo cierto es que la agobiaban tantos hombres juntos ante la
barra de un bar. Alberto se empeñó en dejar pagado un café para ella.
Como iba a la oficina al menos una vez a la semana, no siempre para
hacer consultas, y ella no iba nunca al bar, llegó a tener seis cafés a su
favor anotados en su cuenta. Es que me gusta esta oficina, dijo a modo de
excusa, está bien esta oficina. Y sacó su sorna a relucir: podíais hacerme
una iguala por horas, me cobráis una cantidad mensual y yo ya subo
tranquilamente el tiempo que convengamos.
Una tarde bajó ella con Alberto. Se tomó una manzanilla, sentía el
estómago un poco revuelto, y él una especie de aguachirle oscura
endulzada con sacarina, hecha con agua templada y descafeinado de
sobre. Él lo llamaba americano sin cafeína. Lo descontaron de la cuenta de
los cafés pagados a Marta. El camarero la conocía del día que llevó la
octavilla para anunciarse. Alberto anduvo un rato hablando bien de ella y
elogiando la oficina. Iría más al bar a partir de ahora, concedió Marta.
Los primeros meses fueron tiempos de inseguridad y zozobra. Y el
malestar se trasladaba al estómago de Marta, lo sentía como si un trajín
inusitado se hubiera desatado en competencia con los jugos gástricos.
Comía poco y tomaba bicarbonato o sal de frutas con frecuencia. Alguna
manzanilla también, de cuando en cuando.
No obstante, antes de completar el primer año, habían incorporado
por la tarde a un muchacho que estudiaba un módulo de formación
profesional. Estuvo tres meses, obtuvo su título y los dejó por un empleo a
jornada completa. En su lugar incorporaron a un bancario jubilado que
con su parsimonia los desesperaba. Con la coartada de no poder darlo de
alta, precisamente por jubilado, lo sustituyeron por el hermano de un
compañero de Hacienda que preparaba oposiciones. Y hablaron
finalmente con Francisco: querían armar y estabilizar definitivamente el
área contable o cerrar la oficina, tal vez tendrían que plantearse cerrar la
oficina si no hacían funcionar adecuadamente esa área tan importante.

O sea, resumiendo: a finales de 1984 murió el padre de Francisco.


Unos meses después, tras la Semana Santa de 1985, empezaba a trabajar
de contable en la gestoría por las tardes. En enero de 1988 obtuvo la
excedencia en el banco y la media jornada se convirtió en jornada
completa. La cartera de clientes ya era respetable y, por lo tanto, Marta
había mejorado su aspecto visiblemente, su estómago se había
apaciguado. Aun con las dudas de Lola, también eran mejores los ingresos
de Francisco.
¿Y la niña? Entremedias había nacido la niña. La niña nunca fue un
problema. La niña era la leche. La bomba, la repera. Gracias a ella
consiguió el mejor horario de su vida. Su horario de trabajo, el de Lola en
Galerías Preciados y el de la guardería resultaban difícilmente
compatibles, así que adelantó su hora de entrada y se marchaba a media
tarde, a eso de las cinco o cinco y media en el peor de los casos. Lola
dejaba a la niña por las mañanas y él la recogía por la tarde. Nunca ha
disfrutado tanto como aquellos años.
¿Por qué no dejas el trabajo?, había dicho a Lola su madre. Lo que tú
ganas, lo que pagáis por la guardería, quizá no merezca la pena. Su
hermana se había convertido en ama de casa y vivían de los ingresos de
Roberto. Pero a Lola el trabajo le daba independencia.
Lo mejor era la rutina, tuvo por primera vez en su vida varias rutinas
excitantes. Recoger a la niña en la guardería, por ejemplo, darle la
merienda y marcharse con ella al parque. Departir con las madres de
pañales. ¡De pañales! Al principio te miran raro pero enseguida te acogen.
Los mocos que tienen los niños por el hecho de ser niños mientras hacen
acopio de anticuerpos. Todos los niños pequeños son una fábrica
desaforada de mocos verdes. Con Lola nos encontrábamos en casa o en el
regreso por la calle, dependiendo de la época del año, hay meses que
anochece más temprano. Le dábamos la cena y la bañábamos a cuatro
manos. Lola la acostaba y yo regaba las plantas del salón y la terraza.
Pudimos tener perro pero no hubo perro en casa. Lola y la niña
quisieron traerlo luego. No. Yo siempre decía no. Sin razones, porque no,
fue lo único innegociable en nuestras vidas. Hubo un día en mi vida de
niño o adolescente que decidí no volver a tener perro.
Y tú estabas dispuesto a perdértelo por miedo. El miedo.
El miedo forma parte de la argamasa de la vida.
Nunca creyó Francisco haber tenido miedo en su vida. Y lo había
tenido, sin embargo. Temió no saber amar a un ser desconocido, tan
minúsculo, no saber estar a su nivel, no ser capaz de entenderlo.
Precisamente en la sensación de desamparo radicaba el secreto. Hoy sabe
que no es perfecto, pero sólo desde la imperfección se puede amar
intensamente.
O por eso, es decir, por la vorágine de los días con la niña y el trabajo,
o porque así lo quiso el destino, se despistaron, se despistó él, y se pasó el
plazo para renovar la excedencia o reincorporarse al trabajo en el banco.
No se arrepiente. Aunque quizás ahora podría ser uno de esos jubilados
anticipados que se ha inventado la banca para disminuir sus costes y
remozar la plantilla. Su marcha de aquel banco también le sirvió para
tomar distancia con el pasado. Hoy es razonablemente feliz, si es que la
felicidad puede formar parte del lado razonable de la vida. Estuvieron bien
las cosas tal como sucedieron, si ahora puede contarlas y en el balance se
siente satisfecho.

Salvo excepciones, Marta solía llegar a partir de media mañana o ya


directamente por la tarde con su marido, cuando iba su marido.
Acostumbraba a tocar el timbre y bajaba con Francisco hasta Casa Patro a
tomar café, a dos pasos de la oficina. Desde el nacimiento de la niña,
Francisco llegaba con las del alba. Solían coincidir con un carpintero del
taller donde un magrebí hacía las veces de perro, que a esas horas se
tomaba una copa de anís con hielo. Su segunda copa del día; la primera, al
iniciar la mañana, antes de entrar al taller, y la tercera, por la tarde, antes
de coger el coche para regresar a casa. Comía en el taller y tras la comida
tomaba un pacharán con hielo. No era un chisme de nadie, lo contaba él
algunas veces: era su forma de combatir el frío que siempre sentía por
dentro. Francisco recuerda a su padre, a quien lo mató una cirrosis. Y se
toca el bolsillo superior izquierdo donde guarda la petaca.
Uno no sabe cuándo aparece el frío dentro. Ni la causa. A lo mejor
aparece solo, como el cáncer. Te invade y ya está: a partir de ahí, sientes el
frío dentro.
¿Se bebe para combatir el frío? Algunos ponen una estufa de alcohol
en el alma.
Marta repasa con su mirada las paredes del bar e identifica los signos
de la humedad que asciende de los cimientos. Había signos de abandono.
Pero el café no era malo. Dependía de quien lo tirara. Lo ponía mejor el
socio rubio de dedos gordezuelos. Aunque tenía pinta desaseada. Marta
seguía el recorrido de la taza, el plato y la cuchara: no estaba muy segura
de la higiene. Al final dejaba escapar un suspiro de alivio y se relajaba,
porque había llegado el café sin pasar por incidencias sospechosas.
Tomaba, sin embargo, una servilleta de papel, limpiaba a conciencia la
cuchara y repasaba el borde de la taza.
En el mostrador también solía haber uno o dos magrebíes tomando
una café o una infusión, té habitualmente, siempre café o infusión, nunca
una bebida alcohólica. Había cerca una pensión donde acogían a 15 o 20
inmigrantes. Llegaban, se acodaban en la barra, pedían su consumición y
la tomaban en silencio a pequeños sorbos, muy ruidosos, eso sí. Algunos
agarraban el vaso fuertemente con las dos manos. Estos tíos son unos
guarros, decía el carpintero, no saben comer ni beber. Y no saben trabajar.
No saben. Negaba firmemente con la cabeza. El guardián de su nave no
sabía ladrar y carecía de pedigrí, pero era un buen perro que los
salvaguardaba de cacos. Marta recordó que entre los suecos está bien
visto sorber ruidosamente los crustáceos. Y Francisco recordaba a su
padre, siendo él niño, en la cocina del pueblo, bebiendo el café con leche
o tomando la sopa. Hacía ese ruido. Debió aprenderlo de su padre. Y éste,
de su padre. Y así sucesivamente, generación tras generación, hasta el
antecesor primero, judío, árabe o cristiano. También comían así en casa de
su amigo Vaíllo. Después, ya en Madrid, aprendió a comer y beber en
silencio.
Los clientes eran las gentes de las naves industriales más próximas,
obreros o empresarios. Y los magrebíes de la pensión. Los de esta parte
son empresarios modestos.
Patro es el hipocorístico de Patrocinio, la cocinera, la mujer del titular
actual del restaurante. Entonces el restaurante se llamaba de otra manera.
Algo toponímico relacionado con la zona o la carretera. Lo gestionaban en
arrendamiento, como sociedad de hecho, dos camareros que se habían
conocido en una terraza de la Casa de Campo. El titular del negocio era el
más hosco de los dos, y un día se había ufanado de haberle dado en los
morros a su señora. Una demostración de autoridad o de fuerza, para que
sepan quien manda en casa, dijo. Siempre hay uno hosco y otro amable en
estas sociedades.
Cuando se iniciaron las obras de construcción de la M40(99), se
produjo un cambio radical en la clientela del restaurante. Seguían yendo
las gentes de las naves próximas pero vinieron en masa los empleados de
la obra. De las obras. Desdoblaban la carretera de Madrid, levantaban un
puente sobre ella y explanaban y compactaban el terreno para construir la
calzada de la M40. Había cola para el comedor, algunos comían en el
mostrador y había quienes se salían con los platos a la acera y comían
sentados por el suelo.
El camarero amable temía que aquella avalancha espantara a los
clientes de siempre y les acabara cerrando el negocio. Se les notaba en la
actitud la brusca prosperidad sobrevenida.
Y había otro asunto cuyas transacciones tenían lugar en la esquina
más apartada de la barra con el camarero hosco, el de la mirada abrupta.
O eso se contó una vez terminadas la obras, pasado el tiempo. Algunos
decían haberlo visto. Se trataba de algo más delicado. Aunque a nadie
extrañaba que fuera cierto. El camarero hosco tenía otro socio con el que
había abierto un bar de copas en un pueblo de la periferia. Un individuo
de poco más de metro y medio, de ocupaciones imprecisas, turbias,
decían algunos. Tenía una hija colombiana. Se despotricaba lo indecible
sobre la relación entre el camarero y el bajito, porque el camarero no
tenía donde caerse muerto y lo del bar de copas fue una inversión
costosa. Se hablaba de tráfico de drogas, de tráfico de cocaína más
exactamente, en el bar de copas y en la esquina de la barra del
restaurante mientras duraron las obras de la M40. Nadie aportaba
pruebas, todo eran rumores, pero un día se supo que la Guardia Civil
había detenido al socio menudo en su chalet y que habían registrado la
casa.
Como se ve, todo llega a todas partes. Y la cocaína también había
llegado al último rincón del mundo, esta especie de poblacho del oeste
americano.
Con el tiempo, el socio rubio de manos gordezuelas instaló su propio
restaurante, un local con una barra pequeña y cuatro mesas, ese que
llaman Perales, no sé si por una sui géneris fusión de apócopes de
nombres y apellidos, no era apellido, o por un apodo. Se hizo cliente de la
gestoría, pero a Marta siempre le pareció un marrano y nunca fuimos a
tomar un café siquiera. Por eso controlaba en Casa Patro el recorrido de la
taza. El inspector nos reconvenía, hay que cuidar por igual a todos los
clientes, pero no era fácil torcer las decisiones de Marta ni vencer sus
aprensiones. Mostraba sus manos, y nos hacía ver en ella las manos de él,
imaginarlas, sus dedos gordezuelos, sus uñas largas y gruesas, no siempre
suficientemente recortadas ni limpias. Y acabamos por perder el cliente.
El camarero hosco y maltratador, a quien también más de una vez
acusaron de cobrar dos veces la misma consumición -por ejemplo, me
cobraba a mí aquello a lo que tú ya me habías invitado- se marchó a
Lanzarote, donde compró un restaurante con el dinero del socio bajito.
Hacía los viajes literalmente forrado de billetes de 5000 pesetas. Esto no
era un rumor, lo decía él jactancioso porque nunca le detectaron la
mercancía dineraria en los controles de embarque.
El nuevo inquilino del restaurante dio una vuelta al local; tanto, que
parecía otro. Y le puso el nombre con el que se refería a su mujer, que
acabó siendo la cocinera. Desde el primer momento es cliente de la
asesoría. Éste parece pertenecer al gremio de los honestos y decentes. Mi
suegro dice que para todo hay excepciones.

Una tarde, cuando Francisco ya se había marchado, la secretaria de la


Comunidad de Propietarios cruzó el rellano de la planta y llamó en la
oficina. Sin traspasar el umbral, porque quería mantener abierta la puerta
de su despacho por si sonaba el teléfono, trasladó a Marta la solicitud de
la Junta Directiva. Nos pedían un presupuesto por los servicios de
contabilidad y asesoría jurídica, fiscal y laboral, esencialmente. Tenían
interés en trabajar con nosotros. Marta me pidió que evaluara los
aspectos que me afectaban, quería pasar una oferta detallada y clara.
No suelo controlar mis gestos. Mi sinceridad es obscena. Lola me lo
recrimina. Y en esa ocasión era escéptico. Así que Marta lo leyó en mi
cara. Ella tampoco lo veía muy claro. Es más, pensó que era un ardid para
esconder un caso de flagrante nepotismo. Habían echado de mala manera
al abogado que venía atendiendo esos temas desde hacía años, incluso a
costa de una costosísima demanda que perderían más adelante.
Otra tarde, la secretaria de la Junta volvió a llamar: lamentaba que la
elección no hubiera recaído sobre nosotros, sobre todo porque nos tenía
enfrente y le caíamos simpáticos. Lo lamentaba, lo lamentaba
sinceramente. Después lo comentaba Marta: la simpatía no reporta
dividendos ni sirve para comprar el pan. Aun así, habrá que agradecérselo.
¡Hay que fastidiarse!
La contabilidad y la asesoría fiscal y laboral se la encargaron al asesor
de uno de los propietarios mayoritarios, el vicepresidente de la Junta. La
asesoría jurídica, al abogado de otro propietario, el presidente de la Junta.
Este abogado se hizo famoso por perder todos, uno tras otro, sin
excepción, todos los casos en los que se vio envuelta la Comunidad de
Propietarios.

Durante cierto tiempo se repitió en el bar y circuló por la zona una


anécdota relacionada con Marta. Tuvo efectos beneficiosos sobre la
cartera de clientes, hasta el punto de provocar cuatro o cinco nuevas
incorporaciones.
Había sucedido a la caída de la tarde. Había bajado a tomarse un té
por dar un paseo y despejarse. Ella y un transportista eran los únicos
clientes. El socio rubio era el único camarero, el que luego instalaría el
Perales. El transportista y el camarero hacían un aparte en el extremo más
alejado de la barra. Cuchicheaban como sólo cuchichean los varones
cuando hay una mujer delante. Ella los ignoraba como sólo ignoran las
mujeres cuando hay varones cuchicheando. Se entretenía agitando la
tetera para conseguir una mejor infusión del contenido de la bolsita.
Sonreía en sus adentros y la risa le servía para evadirse y librarse del
agobio del trabajo.
Recuperó la conciencia con la carcajada estentórea del transportista.
Ja, ja, ja, ja,... Más o menos, así, con las interjecciones de la risa muy
ruidosas y separadas. Puso atención. Pues no me entero, dijo el camarero.
Macho, qué ignorante eres. A ver, se trata de tres números. ¿Sabes qué es
un número? Sé que es un número, todo el mundo lo sabe. Vale. Tres
números impares. ¿Sabes qué es un número impar? Uno que no es par, o
sea, de los que no van de dos en dos. Sé qué es un número impar, lo sabe
cualquiera. El camarero empezaba a sentirse incómodo. Bueno, pues se
trata de tres números impares que sumados dan un número par. A ver,
piensa, encuéntralos. El camarero piensa y el otro vuelve a reírse a
carcajadas.
¿Te rindes? ¿Te rindes? Ja, ja, ja, ja,... Vuelve a reírse. ¿Te rindes?
Marta sabe que el transportista plantea algo imposible. Y pone
atención.
Mira, dice. Toma una servilleta, hace unas anotaciones y las entrega
al camarero.
Esto no son tres números, son dos números. Son tres números: uno,
otro y otro, y la suma es un número par.
No está bien reírse de la gente, menos si es por ignorancia,
interrumpió Marta, y se hizo el silencio entre ellos. ¿Puedo ver la
solución?, añadió. El transportista se levantó ufano, le arrebató la
servilleta al camarero y se la entregó a ella. Vea: tres números, uno, otro y
otro, y la suma es un número par. Había escrito:
11
__1
12
No debería usted reírse, él tiene razón.
Es que es un ignorante. No tiene razón. Hay tres números.
No está bien reírse de la gente. Mire usted, señorita, dijo él,
alargando la servilleta con la cuenta escrita, no soy señorita, bueno, da
igual, mire usted. Y le corrigió Marta. Mire, usted, señor. Ahí hay tres
números: once, uno y doce. Y dos cifras: uno y dos. Los números pueden
tener una cifra, como uno; dos, como once o doce; tres, como ciento
once, o mil millones. Con la cifra uno repetida tiene el número once. Con
las cifras uno y dos, el número doce. Once no son dos números, como
usted dice, sino dos cifras idénticas. No se ría usted de él.
Es que es un ignorante.
El ignorante no es él, el ignorante es quien no distingue las cifras de
los números.
Me está usted insultando. Lo estoy describiendo; en realidad, lo
pongo en evidencia: aquí sólo hay un ignorante y no es el señor del bar.
Algo así como una congestión subió de repente a su rostro, culebrillas de
sangre serpentearon por las mejillas. Si no fuese usted una mujer, le
reventaba aquí mismo la cabeza. Puede intentarlo. La cabeza de una
mujer apenas tiene valor. Pero, si prefiere reventársela a un hombre,
puedo llamar a mi marido y así podrá decir a sus amigotes que se la
intentó reventar a un inspector de Hacienda.
Ya no dijo nada, tan sólo demudó la cara. También era un cobarde.
De Marta se comentó que tenía un par de...

Hacia el verano de 1998, Alberto Silva vino con un problema.


Unos meses antes Manuel de Molina había publicado un libro, Caso
Naseiro, la financiación de un partido, editorial Planeta Hispano, donde
mantenía que la trama de financiación ilegal del PP, llamada caso Naseiro,
permanecía intacta y seguía funcionando, con la tranquilidad que da
sentirse impunes al haberse anulado en su día toda la investigación por
defectuosa. El caso Naseiro, aseguraba, no era una excepción o una
anomalía, sino una práctica normal, tenía su manual y protocolo de
actuación. La dictadura franquista convirtió a España en una finca privada,
controlada por una casta autoritaria y corrupta. El PP, defendía de Molina,
hereda y articula la estructura de los servidores del franquismo, y concibe
a España como su patio trasero o su huerto. No roban, no delinquen,
recolectan. Lo de Naseiro era un diezmo para sostener el partido y
retribuir a patriotas. De Molina lanzaba un reto que -yo sepa- no ha sido
recogido por nadie: elíjanse tres ayuntamientos, tres cualesquiera,
escribía, una diputación al azar, gobernados por el PP, investíguense,
analícense, no vale quedarse en la superficie, está bien montado el
asunto, es obra de profesionales, hay que rascar, dentro estará Naseiro.
Gürtel es una variante del caso Naseiro, y Gürtel o Naseiro siguen al PP
allá donde tenga un cargo designado o electo.
Entre los ayuntamientos que Manuel de Molina ponía en el libro
como ejemplo, la prueba de su teoría, figuraba uno poco conocido por
entonces, y a él aludiría Alberto Silva dentro de unos momentos.
Alberto entró quejándose amargamente de molestias por la maldita
gota. Siempre exageraba para centrar la atención. Arrugaba la frente y
recogía los ojos. Se sentó en una silla frente a Marta. Se arrellanó y se tiró
de la pernera. Suspiró. ¡Mecachis! ¿Iban al otro despacho?, preguntó
Marta. No. No era confidencial ni secreto. Quizás interesara oírlo a todos.
El decía que venía con un problema, pero tal vez no hubiera problema
alguno.
Traía un grueso tomo encuadernado con canutillo bajo el brazo.
La secretaria regresó a su mesa en el vestíbulo. Marta le pidió que no
pasara llamadas, y que dejara la puerta del despacho abierta.
Alberto reiteró sus lamentos por la gota. Buf. Maldita sea. Llevaba
puestas unas zapatillas de paño de las de andar por casa; no soportaba los
zapatos. Buf, buf y buf. Sacudió la cabeza como quien aleja un fantasma.
¿Y el régimen? Qué régimen: él no podía dejar de comer carne ni
mariscos. Marta hizo un vaivén compasivo con la cabeza: le habían dicho
haberlo visto la semana pasada atacando un chuletón de cuatro dedos en
Casa Marcos. Sonrió socarronamente Alberto. Que se joda la gota, con
perdón.
Le entregó a Marta el documento encuadernado. Era el borrador de
un anteproyecto de compensación. Había pedido una copia del proyecto
al gerente pero no podían dársela hasta dentro de una semana. Deberá
recogerla en la tienda reprográfica. Esto no era el proyecto, pero no
esperaba grandes diferencias. Entre anteproyecto y proyecto nunca hay
diferencias relevantes, sólo pequeños ajustes o correcciones. El borrador
era un solo tomo, mientras el proyecto eran cuatro o cinco tomos de
mayor tamaño. Pero podría haber diferencias, espetó Marta bruscamente.
Podría, pero él no lo cree o serán insustanciales.
Marta hojeó aquello. Era la primera vez que tenía ante sí un
documento semejante. Se lo acercó a su marido y él me lo acercó a mí.
Tampoco veíamos dónde estaba el intríngulis del asunto ni dónde pudiera
estar el problema, si es que aquello escondía alguno. A primera vista, a un
profano le puede parecer un jeroglífico egipcio trasladado a celulosa
blanca. Chino. Es chino, repitió Alberto. Es cosa de especialistas. Los
especialistas hacen las cosas para entenderse ellos y que no los
entendamos nadie.
Estaba dividido en cinco partes: una primera o memoria, con
introducción, comentarios y reflexiones generales, definiciones, bases
legales, algunos cálculos y una propuesta de fijación de coeficientes y
repartos; un listado de propietarios con las parcelas entrantes, con tablas
y cuadros; otro listado de propietarios con las parcelas salientes, también
con tablas y cuadros, y dos grupos de planos, el de las parcelas entrantes y
el de las parcelas salientes, zonas verdes y viales.
Tras observarlo un rato, el jeroglífico devenía amigable y enviaba
mensajes comprensibles. Pasa como con los crucigramas, que acaba uno
por descifrarlos.
Marta se quedó mirando fijamente a Alberto: ¿qué se supone que
debemos ver?
Alberto imaginaba que había un problema. No es que hubiera un
problema, es que él lo sospechaba. Era raro que no surgieran diferencias
ni disputas en el Consejo Rector. Todos estaban contentos. El Consejo
Rector es la directiva de la Junta de Compensación(100) de los terrenos
que tres años antes había comprado. Ya. Allí había algo escondido, algún
apaño. Además, no estaba conforme con las parcelas que
provisionalmente el Proyecto de Compensación le había asignado.
Había otro problema: el tiempo para recurrir terminaba en tres días.
Marta levantó los ojos por encima de las lentes y los tres nos miramos.
Este tío... Alberto, por favor, pero cómo... Confiaba en nosotros. Vaya, otro
hombre con la fe inquebrantable. Dios mío. No hay nada peor que la fe
para el buen gobierno de las cosas, Alberto.
Como solía hacer en estos casos, Marta se quitó las gafas y apoyó
firmemente la espalda en el respaldo del sillón. Se pasó la mano izquierda
por la cara y se frotó los ojos con los dedos, como si eliminara imaginarias
legañas. O sea, que se trata de encontrar trampas. Veamos. Sólo podemos
prometer estudiarlo. Intentaremos descifrar los ideogramas chinos de
Alberto. Trabajaremos como si no hubiera diferencias entre este borrador
y el proyecto de los cuatro o cinco tomos. Cuatro o cinco, que tampoco lo
sabemos. Y necesitamos algunos teléfonos para cambiar impresiones con
otros propietarios. También el teléfono del gerente.
Marta pidió a la secretaria que hiciera un par de fotocopias del
borrador de proyecto. Una para mí y otra para su marido; ella se reservó
el original. ¡A trabajar! Trabajar significaba empezar a estudiar aquello
para tratar de entenderlo. Y pidió a Alberto que urgiera al gerente para
tener cuanto antes una copia del proyecto sometido a aprobación. A
continuación, lo puso literalmente en la calle. De estos temas no tengo ni
idea, diría Marta luego, no los he estudiado en mi vida. Ni siguiera
entiendo el lenguaje.
Al día siguiente, ya había conseguido sendos ejemplares en la librería
del BOE, la ley estatal del suelo y su reglamento y la ley de la Comunidad
de Madrid, y les había echado el primer vistazo. Llenó los libros de
etiquetas amarillas que sobresalían con notas de entre las páginas. Apartó
de la mesa lo que no era urgente y se dispuso a examinar aquel galimatías
del borrador de proyecto. En la medida de lo posible, hicimos una labor de
análisis en equipo. Conseguimos convertir en familiar aquel lenguaje
enmarañado.
Y presentamos un recurso.

«En Ayuntamiento de XXX (Madrid), a cinco de julio de mil


novecientos noventa y ocho.
Los abajo firmantes, miembros de la Junta de Compensación
Pradolongo Este, Sector A, de Ayuntamiento de XXX, en virtud de lo
prevenido en la vigente Ley sobre el Régimen del Suelo y Ordenación
Urbana, así como en el Reglamento de Gestión Urbanística, en relación
con el Proyecto de Compensación elaborado por el Consejo Rector de la
citada Junta, sometido a examen público de los afectados mediante
anuncio en el Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid, y sin perjuicio de
las manifestaciones, alegaciones o cualesquiera otras actuaciones a que
en derecho hubiere lugar en las sucesivas etapas del trámite de
aprobación,
EXPONEN:
1º El cuadro 3.4.a de la Memoria del Proyecto recoge y resume la
superficie aportada por cada uno de los miembros de la Junta. De otro
lado, las fichas de las fincas entrantes contienen la superficie real de cada
finca y su titularidad, independientemente de que ésta sea o no
proindivisa. En consecuencia, la suma de las superficies reconocidas por
propietario en dicho cuadro debería coincidir con la suma de las
superficies de las fincas aportadas por éstos. Sin embargo, no es así,
aparecen diferencias; en algunos casos, muy importantes. Por ejemplo, en
los propietarios 3, 7, 11 y 14 del cuadro.
2º La superficie aportada por cada uno de los miembros determina
la distribución de las superficies resultantes, es decir, la proporción de
superficie aportada al proyecto por cada miembro determina la
proporción de superficie aprovechable que a cada uno se le asigna, salvo
las correcciones que determinen los índices correspondientes. Sin
embargo, los errores indicados en el párrafo anterior hace que dichas
proporciones no se correspondan, sino que sean muy distintas de unos
miembros de la Junta a otros.
3º Aunque se indican las razones para el establecimiento de
diferentes índices correctores, no se justifica la magnitud de cada uno
mediante criterio cuantificador alguno. Tampoco se introduce índice de
ponderación alguno en virtud de la localización inicial de los terrenos
aportados, índice que está tan justificado como los dos introducidos.
4º Aplicando a la inversa los índices establecidos, es decir,
descontando la corrección introducida por ellos sobre las fincas
resultantes, deberían resultar los derechos de superficie originales de
cada propietario en virtud de las superficies aportadas. Sin embargo, se
observan diferencias, incluso, con respecto al cuadro 3.4.a.
5º Estableciendo la ley que las parcelas resultantes asignadas deben
coincidir o estar lo más próximas posible a la localización original de las
fincas aportadas, no se justifican las razones por las cuales se asignan las
fincas de un modo tan disperso y heterogéneo.
En consecuencia, en tiempo y forma, por medio del presente escrito
formulamos las siguientes
ALEGACIONES:
1ª Deberán corregirse las diferencias entre las superficies reconocidas
por el repetido cuadro 3.4.a. y las fichas de las fincas, o justificarse
documentalmente, si es que dichas discrepancias tienen justificación
documental.
2ª En virtud de que los coeficientes establecidos tienen un valor más
“filosófico” que matemático o económico, sus magnitudes habrán de
justificarse o corregirse en virtud de cálculos objetivos, dimanantes, no
sólo del aprovechamiento físico de los terrenos, sino del económico. En
tanto que dicha justificación no se produzca, no resulta posible a los
firmantes pronunciarse sobre la idoneidad de los mismos.
3ª La asignación de fincas habrá de someterse a las correcciones que
se deriven de aplicar puntualmente los dos criterios siguientes: la
proximidad respecto a la ubicación original y la correspondencia exacta
con la superficie aportada.
Visto lo anterior,
SOLICITAMOS:
Se tenga por presentado este escrito y por formuladas las alegaciones
expuestas. Solicitamos, asimismo, se dé cumplimiento a lo requerido en
las mismas, con las correcciones materiales que en virtud de ello haya
lugar en el Proyecto».
Lo firmaban: Alberto Silva, en representación de Inmobiliaria AS SL;
Marciano Castro, en nombre de Inmobiliaria Hermanos Castro SA; Antonio
Ramos, en nombre de la familia Ramos, y Luis Sevillano, en representación
de Promotora de Naves Pradolongo SL.

La verdad es que el recurso fue una chapuza. Incluso la redacción era


deficiente. No se especificaban bien los hechos y se pasaba por encima de
los fundamentos de derecho. Cualquier abogado mediano sabe de la
importancia de ambos, es lo único esencial en cualquier reclamación,
recurso, denuncia o demanda. En realidad no sabíamos bien cuáles eran
los hechos. Y Marta trataba de aclararse con los fundamentos de derecho.
No había dado para más el borrador de anteproyecto ni dio para más el
tiempo de que dispusimos, sólo tres días. Los reparos eran, más que nada,
trazos gruesos, intuiciones y conjeturas. Tres llamadas, sin embargo, de
Marta a otros tantos propietarios hizo que éstos se sumaran al recurso de
nuestro cliente. Dos de ellos representaban intereses importantes en la
Junta, sobre todo uno de ellos, en realidad, dos hermanos, entrados en
años, que tenían constituida la Inmobiliaria Hermanos Castro. Pero en
algo debimos acertar porque el gerente de la Junta de Compensación y
una representación del Consejo Rector nos habían citado para comentar
nuestras alegaciones para la semana siguiente.
Antes de la reunión, ya se habían sumado a las discrepancias sobre
las cuestiones generales media docena de nuevos propietarios, todos ellos
minoritarios. Especialmente, Gálvez e hijos y un tal Cazorla, deseoso de
protestar en cualquier parte. El Consejo Rector estaba controlado por los
mayoritarios, excepto los hermanos Castro, nuestros nuevos clientes, que,
de acuerdo con los baremos establecidos en los propios estatutos de la
Junta, deberían ser miembros naturales del mismo, salvo renuncia expresa
de ellos, y ellos no había renunciado.
Una tarde recorrimos la zona con el coche del inspector. Vimos un
terreno de orografía ondulada, con depresiones y oteros, que se extendía
desde la carretera hacia el sur, salpicado de pinos bajos y encinas, en una
de cuyas esquinas se apreciaba una cochambrosa agrupación de
construcciones y naves, 2.000 m2 en total, más o menos, que acogían una
chatarrería, un refugio de perros, el cobijo de un pastor de la zona y lo que
podría ser una vivienda con higuera y almendro en el patio. En el borrador,
el 0,4% de los aproximados 500.000 m2 totales del área. Hubo al parecer
también un desguace. El de la vivienda hablaba en nombre del grupo y se
habían sumado a la tropa de reticentes porque esperaban conseguir
servicios y accesos para sus edificaciones. Difícil, opinó Marta, hacerle a
esta zona accesos, estaban en una vaguada, pero cualquier propuesta
merecía ser discutida e incluso, negociarse.
Era una zona de liebres. A primera hora de la mañana o a la caída de
la tarde, podían verse gazapos triscar despreocupados entre los matojos.
Por allí sólo pasaban un par de rebaños pastando, no había otro ruido ni
otra presencia, el ladrido de los perros o el estampido de las escopetas
cuando se levantaba la veda. Eso contaba el de la vivienda. Que sigue, por
cierto, ocupando su casa: han desarrollado el conjunto y han dejado al
grupo en una especie de isla, una reliquia miserable.
Conseguimos poner más claridad en los datos e ideas. Teníamos ante
nosotros nuevos documentos, como las escrituras de propiedad de
algunos junteros: las diferencias entre las superficies reconocidas en el
anteproyecto y las aportadas según estos títulos eran evidentes, y
notables en el caso de la familia Ramos, el grupo de minoritarios de la
vaguada y los hermanos Castro. Lo de los hermanos Castro era, a primera
vista, escandaloso: según escrituras aportaban 90.298 m 2 y en el famoso
cuadro sólo les reconocían 78.468 m2, casi 12.000 m2 de diferencia, un
12'5%.
Finalmente, La Casa Grande SL y KT 1900 SL aparecían como
adjudicatarios de sendas parcelas de terreno sin que figuraran en la
relación del susodicho cuadro como propietarios, es decir, sin aportar un
solo m2 de terreno. Aparentemente, dos regalos sin una línea para
justificarlos. ¿Quiénes eran La Casa Grande SL y KT 1900 SL? Ah, sin
respuesta de momento.
¿Explicaciones? Ninguna de momento.
Desolador.

Nos salió a recibir la secretaria, una muchacha rubia y simpática, de


unos treinta años, con un bolígrafo y un lápiz bicolor en la mano. El
gerente era un hombre de mediana edad con el pelo ensortijado, teñido y
bien nutrido de brillantina. Quería quitarse años. Esa fue la primera
impresión de Francisco. Alguien nos dijo luego que estaba liado con la
secretaria. Hay chismosos por todas partes. Ese chisme también era
antiguo.
Se había sentado al fondo, de espaldas a un ventanal, flanqueado por
dos personas más, en una mesa alargada que delimitaba con otras el
perímetro de un rectángulo, como cuando se conforma un espacio para
reuniones en las que todos quieren verse las caras. Son el presidente, dijo
presentándolos, e indicó su nombre, pero no lo recuerdo, supongo que
diría Ruiz porque así se apellidaba el presidente en los documentos, o eso
me parece, y Fulano, también dijo el nombre y tampoco lo recuerdo, éste
era un arquitecto del gabinete que había elaborado el proyecto. La
secretaria se colocó discretamente en una esquina; Marta y yo, Marta se
empeñó en que fuera, ya siempre fui con ella a todas las reuniones, en la
mesa de enfrente, de espaldas a la entrada. Ante ellos había un juego de
tomos encuadernados que deduje sería el famoso proyecto. De vez en
cuando, el gerente o el arquitecto cogían un tomo, revisaban algo y se
apoyaban en lo leído para argumentar sus comentarios. También tenían
una hoja impresa, aunque nunca la miraron: sería el recurso.
La estrategia, había dicho Marta, era comportarnos como tontos, no
contar lo que sabíamos o intuíamos, que ellos informaran. A lo largo de la
última semana había ido acumulando un sinfín de vagas sensaciones,
desconfianza, mucha desconfianza. Como a Alberto, a ella tampoco le
daba buena espina esta gente. Había algunos detalles.
Tras los saludos, informaron, informó Calvo, el gerente, y confirmaba
el arquitecto con leves movimientos de cabeza y observaciones y asertos
breves.
Vamos a ver. Respecto a las discrepancias con las superficies. Las
escrituras no suelen reflejar con exactitud la superficie de las fincas
rústicas, suelen contener errores, algunas veces importantes, que se
arrastran desde siempre. Antes la gente no medía las fincas y se
transmitían sin más comprobaciones. Compraban y se compra como
cuerpo cierto. Por eso contrataron a un topógrafo que hizo un
levantamiento del terreno. Sus datos son los que incorporaron al
proyecto. Hay un informe escrito, dice Marta. Hay una factura. Habrá una
factura para librar el pago por el trabajo, pero Marta se refiere a un
informe por escrito, unos planos donde se detalle el levantamiento
llevado a cabo por el topógrafo. Hay una factura. Además, tiene que haber
un informe y unos planos. Estarán archivados. ¿Podríamos tener una copia
del informe? Solicitándola.
Las diferencias en el caso de los hermanos Castro parecen excesivas.
Lo parecerán. Es lo que hay, las mediciones del topógrafo. Reitera Marta lo
del informe y los planos.
Nos contaría después el representante del núcleo de construcciones
precarias que, efectivamente, hubo alguien tomando medidas por la zona
hace año y medio o dos años. Y añadiría que el pastor contaba con
extrañeza cómo hubo también por aquellas fechas, al atardecer, casi de
noche, un par de individuos moviendo los mojones que marcaban desde
siempre las lindes de las fincas. ¿Hay testigos? Fotos, alguna prueba. Algo.
El pastor, sólo el pastor, nadie más. La palabra del pastor. No hay pruebas.
O sea, se habían alterado los hitos pero carecíamos de pruebas.
Bien.
Respecto a los coeficientes, explicó: son los que acordó el Consejo a
propuesta del gabinete de arquitectura. Se han tenido en cuenta la
edificabilidad de las parcelas y su situación. Se expresaba con vehemencia,
como si sobre el filo de las palabras cabalgaran los argumentos. Habrá un
acta de la reunión del Consejo, habrá un informe del gabinete de
arquitectos, dijo de nuevo Marta. Hay un acta. ¿No hay informe? Hay un
acta. ¿Por qué no hay un informe? Hay un acta. ¿Se puede ver?
Solicitándola. Estamos solicitando el acta, el informe, todo. Ha de haber
un informe por escrito. Fue un informe verbal. Puesto que se les paga por
ello, han de emitir los informes por escrito. Exigimos que se incorpore ese
informe, aunque sea extemporáneo. Tiene que solicitarlo un miembro de
la Junta.
Hay una tensión latente al otro lado de la mesa, se percibe en la
rigidez y el céreo brillo de las mejillas.
¿Y las discrepancias entre titulares de fincas de entrada y parcelas de
salida? Hubo una pausa, Calvo se removió en el asiento y miró hacia el
arquitecto. Supone que nos referimos a La Casa Grande SL y KT 1900 SL.
Sí, aunque no solamente, hay otras diferencias que Marta no entiende. La
Casa Grande SL y KT 1900 SL son dos convenios para pagar dos servicios.
KT 1900 SL es el gabinete de arquitectura y se pagan sus honorarios con
esa parcela. ¿Hubo, entonces, un presupuesto de honorarios? ¿Hay una
valoración económica del terreno? Ni lo uno ni lo otro, es un pacto
recogido en convenio por el que la Junta les cede esa parcela y ellos
realizan los proyectos de compensación y urbanización, y proceden
después al seguimiento de las obras de urbanización. ¿Y La Casa Grande
SL? Otro convenio. Se les compensa por colaborar para mejorar el
aprovechamiento urbanístico(101) y para que renuncien a su oposición al
desarrollo. El aprovechamiento urbanístico concedido al principio era del
25% y ellos ayudaron con sus contactos en la Administración para
conseguir el 30%, el máximo posible. ¿Y lo de la oposición al desarrollo?
Son los propietarios del restaurante que hay en la carretera, junto a la
unidad de actuación urbana, UAU, entendían que el desarrollo podía
perjudicar su negocio: se proponían presentar recursos oponiéndose, y
con el convenio desistieron. ¿Existía alguna posibilidad de que se
resolvieran a su favor esos recursos? Pocas. O sea, ninguna. Por lo tanto,
los recursos eran, en el fondo, obstruccionistas y extorsionadores. Si
mañana viene cualquiera y amenaza con recursos que retrasasen los
proyectos, se le retribuye con una parcela. Estupendo. ¿Se pueden ver los
convenios? No me responda. Están archivados. Solicitándolos. Los
solicitaremos reglamentariamente. Son documentos privados, no puede
solicitarlos cualquiera, sólo miembros de pleno derecho de la Junta. Los
solicitará Alberto Silva. Por escrito. Por escrito, con copia sellada, no hay
problema.
No dio para más la reunión. Nos despedimos fríamente. Normal,
comentó luego Marta a su marido, no íbamos a darnos efusivos abrazos y
besos con quienes era la primera vez que nos veíamos. Pero ella era capaz
de mirar las cosas con sorna. Estaba aprendiendo de Alberto.
Alberto solicitó por escrito todos esos documentos. Y algunos más
que Marta juzgó necesarios para aclarar por completo los asuntos.
Convocamos, convocó Marta, que contó con la aquiescencia de su
marido, una reunión a primera hora de una tarde de últimos de julio.
Asistieron: Alberto Silva, uno de los hermanos Castro, dos de los
hermanos Ramos, Gálvez con un hijo, uno de los hermanos Morella,
Cazorla, Luis Sevillano y el portavoz de las construcciones precarias. Entre
todos representaban en torno al 40% de la superficie, tal vez algo más. De
tomar decisiones, el problema podría ser Luis Sevillano porque su
empresa, Promotora de Naves Pradolongo SL, no estaba al día en sus
pagos con la Junta, pero apenas representaba el 3%. Gálvez venía además
acompañado por un “experto” inmobiliario, comandante del ejército,
destinado en la Gerencia de Infraestructura y Equipamiento de la Defensa,
GIED. ¿No es incompatible lo uno con lo otro?, preguntó ingenuamente el
marido de Marta. Recordaba que en este desarrollo hay terrenos del
ejército. ¿Esta asesoría con la función en la GIED? Qué va. En la GIED él se
ocupaba de inmuebles y terrenos en la 5ª Región Militar y Madrid
pertenece a la 1ª; además, se acercó al oído con la mano por pantalla,
cobraba por “B”: hizo un guiño cómplice y soltó una carcajada.
Para entonces ya teníamos los cuatro tomos del Proyecto de
Compensación. Alberto se quejaba del importe que le habían cobrado en
la empresa reprográfica: 10.600 pesetas. Ramos y el asesor de Gálvez
asentían, ellos han pagado lo mismo: han pedido factura oficial para
desgravarse luego el gasto y el IVA.
Marta los había puesto sobre la mesa redonda de reuniones. Alberto
hojeaba el tomo del anteproyecto y los tomos del proyecto, se detenía en
alguna hoja y comparaba. Torcía la boca y continuaba. Así estuvo un rato.
De repente hizo un descubrimiento y lanzó una exclamación, casi un grito,
y todos lo miramos atentamente: el gabinete de arquitectura, el famoso
KT 1900 SL, autor del proyecto, no era el mismo, que quien había
preparado inicialmente el anteproyecto, el autor del anteproyecto era
Orellana, aunque el proyecto seguía fielmente el anteproyecto. Por lo
tanto, se había pagado por lo mismo dos veces; al menos, parcialmente.
Esto lo dijo el comandante, desbordando inusitado entusiasmo. Y nadie
había tenido noticias del cambio, había sido una decisión del Consejo
Rector al margen de la Junta, sin publicidad alguna, como a escondidas.
Echaron a Orellana, que ya había cobrado en efectivo, e incorporaron a KT
1900 y le regalaron una parcela. ¿Por qué el cambio? Teniendo que pagar
dos veces el mismo servicio.
Ese hecho tan meridiano pareció darles a todos un motivo para
ponerse de acuerdo. Estaban tontos: estaba ahí, en la autoría del proyecto
y el otro día lo había reconocido implícitamente el gerente en la reunión. Y
allí había estado un miembro del nuevo gabinete. Nadie había advertido
ese cambio; ahora Alberto.
¡Vamos!
Marta los informó puntualmente de todo lo actuado. Aquel día
Francisco comprobó hasta qué punto era una muchacha inteligente: clara,
precisa, ordenada. Y nerviosa. A ratos le recordaba a Lola. En cinco
minutos resumió un mes de avatares diversos. Sin darse importancia. Todo
parecía sencillo. El comandante quiso ser protagonista, él haría o hubiera
hecho, él pensaba, él creía, un comandante siempre quiere significarse, y
Marta lo animó a participar más directamente, nosotros sólo
representábamos a quienes representábamos. Pero el comandante no
debió ver la posibilidad de obtener beneficios y se limitaba a significarse
en las reuniones. A un militar le gusta ponerse medallas. Bla-bla-bla.
Seguramente le bastaba para justificar sus honorarios ante Gálvez.
En aquella primera reunión se empezaron a componer entre todos
algunas piezas del rompecabezas, con los datos reunidos hasta entonces y
los detalles que cada uno fue aportando sobre la marcha. Marta lo
resumió y todos mostraron su acuerdo:
- El último alcalde con Franco, Carbonero, fue el primero de la
democracia en 1979, y tenía intereses en la Junta, era uno de los
mayoritarios, y un hijo formaba parte del Consejo. Este dato era
importante, porque empezó con él todo este desparrame inmobiliario
actual que ha acabado urbanizando el monte bajo y el encinar. Y explica la
pelea barriobajera de las castas del PP en el pueblo para controlar y dirigir
los desarrollos. Bueno, primero fue Franco, luego UCD y finalmente PP,
sólo cambio de siglas, el camaleón que se adapta, normal.
- La familia López: el padre, antiguo dueño de un rebaño y unos
terrenos con escaso valor agrícola, pastor de su propio rebaño hasta hacía
pocos años, cuando empezó la especulación y empezaron a tener valor
sus terrenos. Ese rebaño suyo pastaba luego por estos terrenos conducido
por el pastor que tenía el refugio en la esquina de los minoritarios. El hijo
mediano estaba en el Consejo Rector, y el mayor era el asesor jurídico de
la Junta. Honorarios: 300.000 pesetas mensuales. ¿300.000? 300.000.
- Inicialmente se había contratado al equipo de Orellana para
redactar el proyecto de compensación. Luego, al mismo Orellana lo había
contratado la última alcaldesa, elegida en 1995, para redactar el nuevo
PGOU(102) del ayuntamiento. Orellana es un hombre poderoso e
influyente en la provincia de Madrid, vinculado al PP y a ayuntamientos
gobernados por ese partido para redactar sus correspondientes PGOU. Es
autor de varios planes. La rescisión del acuerdo con Orellana guardaba
relación con las rencillas entre familias del PP en el Ayuntamiento de XXX.
Los López mantenían conocidos vínculos de amistad con el último alcalde,
marginado por el equipo de la alcaldesa.
- El Consejo Rector estaba compuesto por: el hijo menor de
Carbonero, el hijo mediano de la familia López, uno de los hermanos
Robledo, que tenían una empresa distribuidora de pinturas y barnices
industriales, Ruiz, el presidente, un testaferro para algunos y un don
tancredo para todos, alguien para firmar, y otro personaje cuyo nombre
nadie recordaba. Entre todos representan el 40% de los derechos de
superficie aproximadamente, quizás algo más, tanto como representaban
los allí presentes.
- Nadie se explicaba la ausencia de los hermanos Castro del Consejo
Rector, porque ellos tenían mayor porcentaje que cualquiera de los
miembros elegidos.
- El nuevo gabinete de arquitectos parecía vinculado al gerente,
Calvo, con algún tipo de relación que los reunidos no alcanzaban a
adivinar. Desde luego, él lo había propuesto al consejo y él había acordado
los términos de la colaboración y el pago.
- Calvo había llevado personalmente las negociaciones con La Casa
Grande SL para que retiraran su oposición al proyecto. Nadie, salvo él,
había participado en las mismas. Nadie, salvo él, tenía pruebas de la
intención de La Casa Grande de poner en marcha los recursos.
- Cuando aún no se había constituido la Junta de Compensación y
estaban en fase de Junta de Promotores, fueron llegando a una oficina de
los hermanos Robledo, donde también los esperaba Calvo, los diferentes
propietarios con fajos de billetes de 1.000 y 5.000 pesetas, algunos en
bolsas negras de basura, hasta reunir un total de 40 millones de pesetas.
Se suponía que era el precio a pagar a funcionarios de la Comunidad de
Madrid para que les reconocieran el 30% de aprovechamiento urbanístico,
en lugar del 25% que inicialmente estaban dispuestos a aceptar. Cohecho,
sí. Los hermanos Castro llevaron algo más de 8 millones y Alberto y Luis
Sevillano se negaron a pagar lo que les parecía una extorsión en toda regla
de Calvo y los Robledo. No creían en la versión del soborno, aunque
estaba presente un concejal para confirmarlo. A este concejal lo
encontrarían Alberto y Marta cuando mantuvieran una entrevista sobre
Pradolongo en el Ayuntamiento. Alguien sugirió si los 40 millones no
tendrían, también, como destino las arcas del partido de gobierno. De
esto hablaba Manuel de Molina en su libro.
- O sea, para pasar el aprovechamiento urbanístico del 25 al 30% se
habían hecho dos pagos: uno en efectivo, la entrega de los 40 millones de
pesetas para sobornar a técnicos de la Comunidad de Madrid, y otro en
especie, la parcela de terreno adjudicada en el proyecto a La Casa Grande
SL. Es lo que afirma el gerente. ¿Lo reconocería así el concejal del
ayuntamiento en caso necesario? Difícil. Él y su grupo también protegían
intereses. Un negocio redondo.
- A través de Calvo se habían vendido terrenos comprometiendo con
los compradores parcelas concretas, aun cuando aún no se había
aprobado el Proyecto de Compensación y, por lo tanto, nada podía
asegurarse en ese sentido. Era un dato que había oído Alberto en la
notaría y que confirmaba Morella. Él con sus hermanos compraron tres
pequeñas parcelas de 250 m2 cada una, de las que figuraban en el
proyecto de compensación, eran las 27-12, 27-13 y 27-14, es decir, las
parcelas 12, 13 y 14 de la manzana 27 del proyecto. Calvo se comportaba
como si el proyecto fuera un documento aprobado.
-…
Faltaban piezas, Alberto decía que faltaban piezas y Marta decía que
faltaban piezas, era un pálpito, el asunto no se podía reducir a la extorsión
de 40 millones de pesetas, a dos parcelas escamoteadas, a un proyecto
elaborado según el interés particular de tres o cuatro, al hipotético robo
de 10 o 12.000 m2 de terreno a los Castro. Total, unos 150 millones de
pesetas. Al comandante también le parecía poco, el comandante pensaba
en conspiraciones complejas.
Joder, con que es poco, con que 150 millones de pesetas de montante
es poco. Cómo va a ser poco 150 millones de pesetas. Podrá haber más, es
posible, pues serán insaciables, pero 150 millones de pesetas no es poco,
es una barbaridad. Incluso, si el informe del topógrafo confirma la
superficie de las parcelas de entrada, incluso si no se puede demostrar
que se han modificado las lindes, incluso si el tema se reduce a los 40
millones de las sacas y la parcela de terreno asignada a La Casa Grande, no
es poco. En cualquier caso es una barbaridad y, en cualquier caso, son
unos delincuentes. Como Francisco nunca levantaba la voz, todos se
quedaron callados.
Se acababa julio y sólo cabía esperar a que el Consejo respondiera a
sus requerimientos de documentación. Así que también se consumió
agosto.
Los diez primeros días de septiembre los pasaron Marta y la
secretaria llamando al gerente de la Junta. Nunca se puso. La secretaria
del gerente, aquella muchacha rubia y simpática, de unos treinta años,
que salió a recibirnos el día de la entrevista con el Consejo con un
bolígrafo y un lápiz bicolor en la mano, tomaba nota, siempre tomaba
nota de la llamada y se comprometía a pasar el recado al gerente, que
aquellos días estaba muy ocupado elaborando el Proyecto de
Urbanización. Marta llamó uno a uno a los junteros de la última reunión
de julio y presentó con Alberto un escrito en el ayuntamiento requiriendo
su intervención en este asunto que empezaba a caer en lo escatológico,
por el hedor que despedía. Había un pulso calculado. Lo sensato en este
caso, sugirió el marido de Marta, era ponerse en lo peor.

«EXMA. SRA. ALCALDESA:


Alberto Silva Couto, mayor de edad, domiciliado en Ayuntamiento
de XXX (Madrid), C/Valle de Arán, nº 95, con DNI número 01234567L
EXPONE:
Uno. Que es miembro de pleno derecho de la Junta de Compensación
Pradolongo Este, Sector A, en representación de Inmobiliaria AS SL, de la
que es Administrador Único.
Dos. En su virtud y haciendo uso de lo prevenido en los artículos 24.3
y 30.3 de los estatutos de la junta, solicitó se le suministrasen copias de las
actas de la Junta y del Consejo Rector, así como copia de las cuentas de
1.992 y del presupuesto de 1.993. Dicha solicitud tuvo entrada en la
secretaría del consejo rector el pasado día 16 de julio. Adjunto fotocopia
de la misma.
Tres. Asimismo, solicitó copia de los convenios suscritos con La Casa
Grande SL y KT 1900 SL por los que se ceden sendas parcelas de la unidad
de actuación, y copia del informe y planos del levantamiento topográfico
llevado a cabo. También se solicitó copia del informe del equipo de
arquitectura en el que se justifican los coeficientes correctores y su
aplicación en el Proyecto de Compensación.
Cuatro. Hasta la fecha ni se me ha suministrado lo solicitado ni se me
ha dado explicación alguna sobre el retraso. Téngase en cuenta que, de
disponer el Consejo Rector de los documentos solicitados, y
reglamentariamente debe disponer de ellos, basta con hacer fotocopias
de los mismos y autorizarlas.
En consecuencia, dado el papel tutelar que concede la vigente Ley del
Suelo y su Reglamento a ese Ayuntamiento de XXX respecto de los actos
de la citada Junta de Compensación,
SOLICITA:
Se proceda a requerir, por parte de ese Ayuntamiento de XXX, al
Consejo Rector de la Junta de Compensación Pradolongo Este, Sector A, la
entrega inmediata de cuantos documentos y datos se le solicitaban en el
escrito registrado el pasado 16/07/98 en su secretaría.
Es solicitud que hago en Ayuntamiento de XXX (Madrid), a dieciséis
de septiembre de mil novecientos noventa y ocho».

Tres o cuatro días más tarde, Marta y Alberto se reunían con el


concejal de urbanismo del ayuntamiento. Al parecer, un personaje
entrado en años salido de un fotograma de La Escopeta Nacional, uno de
esos que aparecían en las cacerías franquistas para hacer “negocios”.
Alberto lo saludó recordándole aquel día en que coincidieron en la oficina
de los hermanos Romero por el tema de los 40 millones, pero mantuvo
impasible la expresión. Sonreía. Marta tuvo que amenazar con una
demanda en el juzgado y con dar publicidad del esperpento que
protagonizaba el Consejo Rector y el gerente. Suponía que al
ayuntamiento no le interesaba ningún escándalo y desde luego algunos
junteros estaban dispuestos a impedir por todos los medios que fueran
perjudicados sus intereses.
Una semana después estábamos de nuevo en la oficina del gerente:
Marta, un arquitecto, que era autor habitual de los proyectos de
construcción de Alberto y los hermanos Castro, el propio Alberto y
Francisco. Alberto se sentó en una silla, un poco apartado, con su bastón y
sus zapatillas de felpa, la gota lo estaba matando, dijo, nos miraría
trabajar, pero echaría una mano si hacía falta, allí estaba. Habían
agrupado las mesas en el centro de la sala y habían dispuesto sobre ellas
varios archivadores y carpetas. ¿Las fotocopias? No habían hecho
fotocopias. Allí estaban los documentos, podíamos examinarlos, pero no
harían fotocopias, de allí no saldrían documentos, salvo que un juzgado lo
ordenara y aún en ese caso. Marta distribuyó el trabajo: el arquitecto
debía examinar el informe del topógrafo y sus planos y compararlos con
los planos y cuadros del proyecto de compensación; Francisco examinaría
los estados de cuentas y presupuestos de los últimos años; ella, los
convenios y actas; todos, la documentación que fuéramos estimando
necesaria. Tomaríamos nota exacta y detallada de lo que estimásemos
conveniente. Si había que copiar algo literalmente, se copiaba
literalmente, no había prisa. Importante: se examinaban todos los
documentos de todos los archivadores de la mesa, por si aparecía algún
dato que se estimase interesante.
Marta había acumulado días atrás sobre la mesa del despacho un
buen montón de carpetas que examinaba de cuando en cuando. Había
sido su trabajo de investigación durante el mes de agosto. ¿No se habían
ido de vacaciones? Sí, a Santa Pola, una semana, a una casa familiar, y a La
Granja y a Ávila los fines de semana, pero había pasado el mes de agosto
indagando en el registro mercantil y los de la propiedad, y había recabado
información a través de empresas especializadas, como D&R Caución. Le
había faltado contratar a unos detectives, pero para eso no tenía
presupuesto. Había acumulado carpetas, tenía delante dosieres de las
empresas de los miembros del Consejo Rector, con las cuentas
presentadas, administradores, domicilios sociales, socios, con domicilios y
vinculaciones familiares según las escrituras, empresas propietarias de
empresas, intuía que había vinculaciones, pero no era capaz de
establecerlas. Había construido una especie de árbol genealógico
-societario y económico, quería decir- del Consejo Rector. En esas carpetas
había algo, claves, datos, pero no era capaz de verlo. Eso le producía
desasosiego. Tenía informes de solvencia, datos del RAI(103), pero faltaba
algo, algo que ayudara a componer el rompecabezas final.
¿Y Francisco? ¿Francisco? ¿Qué? Sus vacaciones. Ah, veinte días en la
sierra, en una casita que habían alquilado con un viejo compañero del
banco, de la antigua sede central y de la oficina de Quevedo, lo conocían
ella y su marido, Armando, aunque aparecía poco por la oficina, era
liberado sindical, la alquilaron por Semana Santa y la habían mantenido
hasta el verano. Se pasaron los días disfrutando del paisaje, de los
caminos, de la buena comida y de los niños, él de su niña, uf, o no tan
niña, once años, su niña, eso era la vida, cómo pasa un guiñapo inanimado
a ser humano autónomo inteligente, que te reta y te disputa y te
sorprende. Un niño te enseña el valor de los abrazos.
Francisco creyó haber dicho algo trascendente.
El gerente y su secretaria, los únicos presentes junto al presidente,
simulaban entretenerse en otros quehaceres, pero no nos quitaban ojo de
encima. El presidente bostezaba o departía con Alberto.
Pedí el diario y el mayor de los años 1997 y 1998 para confrontar con
los presupuestos y las cuentas. La secretaria miró al gerente y éste asintió:
1998, no, sólo estaba mediado el año, había mucho pendiente por
contabilizar y carecía de la aprobación del Consejo. Copié literalmente los
presupuestos y las cuentas, así como algunas partidas del mayor y del
diario a fin de aclararme luego con los balances y resultados. Pregunté a la
secretaria por una partida que aparecía en el presupuesto de 1997 y no
aparecía en las cuentas aprobadas. Se acercó cansino el gerente, me miró
con cierta displicencia: ah, eso, es el tema del movimiento de encinas y de
mantenimiento de jardines, que no se hizo porque no se había iniciado la
urbanización. Se incorporó de nuevo al presupuesto de 1998. Las encinas,
dispersas por toda la UAU, debía ser trasplantadas y agrupadas en tres
colinas, por imposición de la Comunidad de Madrid, y, luego, había que
plantar y mantener los jardines de la urbanización, pero cuando se
acometiese la urbanización propiamente dicha.
El arquitecto y Marta revisaban juntos unos planos y un documento
que podría ser un informe. Me llamaron. Era el informe del topógrafo. El
arquitecto me señaló unas cifras. Falta un plano al menos en el informe
del topógrafo, dijo el arquitecto en voz alta, dirigiéndose al gerente, y
señalaba el cuadernillo de hojas, como indicando entre qué páginas
faltaba la hoja. Ah, sí, dijo cuando estuvo a la altura de los papeles, Fulana,
dijo el nombre de su secretaria, no dijo Fulana sino el nombre, Fulana,
está en el dosier que nos devolvió el arquitecto. Las cifras de los hermanos
Castro, concluyó el arquitecto tras examinar la hoja que faltaba, están mal
en el proyecto, ni siquiera coinciden con los datos del topógrafo. Luego
hay otras pequeñas diferencias, pero lo de los hermanos Castro canta. A
ver, dijo el gerente, no lo entiendo. Comprobaba los datos que el
arquitecto le iba señalando.
-Son viejos, ¿no?, y siguen conduciendo, podrían tener un accidente,
salirse de la carretera, qué se yo.
Mascullaba el gerente. Se hizo un silencio frío y denso. Nos miramos.
Pasaron dos segundos, quizá un sólo segundo que se hizo eterno hasta
que Marta intervino.
-¿Es una amenaza?
-Era una mera observación.
-Hay testigos.
-Era una observación sin importancia. Quería decir que no entendía
su interés por unos pocos metros si eran viejos y probablemente no vieran
el terreno urbanizado.
-No le voy a consentir amenazas.
Alberto y el presidente habían interrumpido su plática de mayores.
¿Ha oído usted?, señor presidente, dijo Marta, ¿lo ha oído? El presidente
había perdido el don de la palabra. Espero que esté corregido el proyecto
de compensación mañana mismo, supongo que no tendré que poner una
querella para conseguirlo. Aquí hay una falsedad documental que se ha
pretendido esconder y consolidar.
Terminamos de recabar la información y nos marchamos.
Cuando llegamos a la oficina, lo primero que hizo Marta fue respirar
hondo, porque le temblaban las piernas, y luego revisar de nuevo las
carpetas con los informes reunidos durante el verano. Y repasar el “árbol
genealógico”. Cerró la última carpeta y dio un manotazo sobre ella, era
una reacción que nunca le habría imaginado. Necesito pruebas, más
pruebas, casi gritando.
Supongo que Marta hubiera querido salvar al mundo pero el mundo
ofrece una dura resistencia.
Hasta la Santa Santa del 99, a finales de marzo, todo pareció suceder
muy rápido. Hubo dos o tres nuevas reuniones con el grupo de oposición
que asesorábamos y representábamos. Estaban razonablemente
escandalizados. Razonablemente. Francisco quiere decir que nadie se
tiraba de los pelos. Recibieron además dos tablas numéricas y dos planos
que corregían el proyecto de compensación. También recibieron una copia
de las cuentas de 1998.
Las revisaron y aparecieron dos nuevas trampas, aunque parecían
recibirlo con cierta resignación, como si fuera inevitable.
Una. La partida que el año anterior había desaparecido del
presupuesto, lo de las encinas y el mantenimiento, que ahora se llamaba
“de movimiento de encinas e instalación y mantenimiento de zonas verdes
durante 1999”: aunque agrupada en el presupuesto, aparecía desdoblada
en las cuentas. En cuanto al movimiento de encinas: si bien había un
presupuesto por ese servicio, la factura era una fotocopia y nadie pudo
acreditar que el original hubiera sido emitido alguna vez, ni siquiera la
empresa que “emitió” el presupuesto. En cuanto a la instalación y
mantenimiento de zonas verdes: había un contrato suscrito con Green
House Garden SL. Resultaba curioso que la suma de ambas partidas
coincidiera con el importe de la partida única del año anterior, siendo
ahora dos empresas distintas. Marta investigó y consiguió atar el primero
de sus cabos sueltos: Green House Garden SL había sido constituida en el
último año, sus accionistas eran, según se deducía de la escritura
correspondiente, un matrimonio, y la esposa se apellidaba Carbonero, el
domicilio social estaba en el Ayuntamiento de XXX, en la dirección de una
floristería que se dice del cuñado de Carbonero.
Dos. O la golfada del que se siente impune. En las cuentas anuales
aparecía una partida de “Fotocopias proyecto” por importe de 53.000
pesetas. Había una factura de reprografía por ese importe. Se me
encendió una luz. Pregunté: ¿cuántas copias del proyecto se encargaron
junto con Alberto? Respuesta: 5, creo que fueron cinco. La secretaria se
encargó de confirmar la lista de los nombres: cinco. Alberto había pagado
10.600 pesetas. Lo mismo que Gálvez. Sencilla operación matemática, no
hace falta calculadora: 10.600x5=53.000. Pero Alberto y Gálvez lo habían
pagado de su bolsillo. De hecho Gálvez había pedido una factura para
desgravar el IVA. Nuestra secretaria comprobó que los otros tres también
habían pagado a la empresa reprográfica de su bolsillo. Llamé a la
secretaria del gerente, le pregunté detalles diversos sobre las cuentas y le
pregunté por la partida: era la factura de las fotocopias del proyecto que
se habían entregado a los junteros, Alberto y Gálvez entre ellos, me dio la
relación completa, nuestra relación, lo había pagado la Junta. Es decir, lo
comenté con Marta, Calvo se había apropiado burdamente de 53.000
pesetas, una minucia, dirían, sí, 53.000 pesetas, el chocolate del loro.
Parecía evidente que la capacidad de envilecimiento de los miembros
de Consejo Rector y del gerente no tenía límites. Así que el grupo opositor
presentó una solicitud para removerlos de sus cargos, investigar a fondo
toda su actuación y denunciarlos ante el juzgado si de la indagación se
derivaran indicios suficientes. Indicios de delito ya había. Por ejemplo:
administración desleal, apropiación indebida, fraude y estafa.
Ciertamente, aún podrían atarse algunos cabos más de los que Marta
tenía sueltos.

«Sr. Presidente del Consejo Rector:


Los abajo firmantes, miembros de la Junta de Compensación
Pradolongo Este, Sector A, de Ayuntamiento de XXX (Madrid), haciendo
uso de lo prevenido en la vigente Ley del Suelo y el Reglamento que la
desarrolla, así como lo establecido en los estatutos,
SOLICITAN:
Proceda a la convocatoria de Asamblea General Extraordinaria, en
los plazos y términos legalmente establecidos, de acuerdo con el siguiente
Orden del Día:
Único.- Evaluación de la gestión del Consejo Rector y, en su caso,
cese y renovación del mismo.
En ayuntamiento de XXX (Madrid), a once de enero de mil
novecientos noventa y nueve».
Lo firmaban: Alberto Silva, Hermanos Castro, Hermanos Ramos,
Gálvez e hijos, Hermanos Morella, Cazorla, Luis Sevillano, los minoritarios
del núcleo chabolista,... más del 40% de la superficie de la unidad de
actuación denominada Pradolongo Este, Sector A.

El presidente estaba obligado a convocar la asamblea.


Pasó entonces por la oficina medio consejo rector y el asesor jurídico,
el hijo mediano de López. Estaban avergonzados por las amenazas del
gerente, por los errores del proyecto, por las 53.000 pesetas, aunque
53.000 pesetas era el chocolate del loro, el gerente ya las había repuesto.
Eso decían compungidos. Falsamente compungidos. ¿Los 40 millones?
Habladurías, no era cierto, nadie había pedido dinero a nadie. O sea, los
hermanos Castro y Alberto Silva era unos mentirosos. ¿Las
manipulaciones en las superficies? Errores. ¿Las parcelas de los
convenios? Un acuerdo muy sensato. Todo estaba muy avanzado, el
gerente, a pesar de los errores, era un buen profesional, había hecho las
cosas razonablemente bien.
Cuando Marta sugirió lo de las encinas, apareció Carbonero y la llevó
hasta la oficina del cuñado, le enseñaron fotos en color de máquinas
trabajando, de árboles que se trasplantaban con sus cepellones
completos. ¿Esas fotos eran de encinas? No parecían encinas. Y el pastor y
el portavoz de los precarios no habían visto una sola máquina por la zona.
Había, eso sí, una multa de la Comunidad de Madrid, de Medio Ambiente,
por intervenir sin permisos sobre flora protegida. Teníamos la convicción
de que no se habían movido las encinas con máquina alguna, que la
factura era falsa y que no podíamos demostrarlo.
Hacia finales de febrero se presentó en la oficina de nuevo López, el
asesor jurídico de la Junta. Quería ponernos al día de todo lo acordado
hasta la fecha y esperaba contar con nuestro apoyo si estábamos de
acuerdo:
1. A finales de marzo o primeros de abril, asamblea general de la
Junta de Compensación.
2. Nombramiento de un nuevo consejo: se mantenían los
mayoritarios actuales, porque la ley así lo prevé; se incorpora a alguien en
nombre de los hermanos Castro; se mantiene al presidente, que había
sido elegido en representación de los minoritarios y se elige a otro más en
representación, también, de los minoritarios, uno de los hermanos
Morella, por ejemplo. Se amplía, pues, el consejo con dos nuevos
miembros de la oposición.
3. Aprobación del Proyecto de Compensación, que incorporaba las
correcciones de superficie propuestas por nosotros; la corrección de los
derechos de superficie de los Hermanos Castro se les da en una parcela en
proindiviso.
4. Aprobación de las cuentas de 1998 y del presupuesto de 1999. El
gerente ha devuelto las 53.000 pesetas. Evidentemente, había sido un
error y ha pedido disculpas.
5. Aprobación del Proyecto de Urbanización. Traía una copia para que
la examinásemos.
6. Elección de la empresa urbanizadora. Traía fotocopias de varios
presupuestos: Trampisa, Ferrovial, Fomento, Virton y Dragados. El Consejo
saliente proponía Trampisa, porque era el presupuesto más bajo. No tenía
mucha experiencia pero el consejo la consideraba suficiente.
7. Máxima transparencia, pacto de no agresión.
Cuando se marchó, Marta hizo un tímido corte de mangas y exclamó:
este tío se cree que aquí nos chupamos el dedo. Y a la secretaria: llama al
arquitecto, que le eche un vistazo al proyecto y valore los presupuestos.
Por cierto, ¿quién coño es Trampisa? ¿Alguien ha oído hablar de esa
empresa? Se puso a investigarla.
¿Por qué tenían ahora tanta prisa?
Pues Trampisa era una minúscula empresa de reformas, cuya
facturación desde que fuera creada apenas alcanzaba el 5% del
presupuesto de urbanización de la UAU Pradolongo, con domicilio en una
población del oeste de Madrid, donde desarrollaba su actividad. Durante
dos años no había presentado cuentas al registro, pero se ha puesto al día
en los últimos 6 meses. Su inmovilizado era prácticamente nulo, es decir,
carecía de maquinaria y de medios de transporte, necesaria para una obra
como ésta, ni siquiera una humilde furgoneta. Por los gastos de personal
que indicaban las cuentas debían tener dos empleados, es decir, los
socios, ni siquiera una secretaria, un peón. Y con salarios modestos. Se
había constituido como SL con el capital mínimo, 500.000 pesetas. En los
últimos 12 meses había ampliado capital hasta los 5.000.000 de pesetas
con tres nuevos socios, socias para ser exactos, a partes iguales, que
pasaban a controlarla, aunque se confirmaban sus viejos administradores
solidarios. Lo de que fueran socias precisamente despertó la curiosidad en
la oficina. ¿Mujeres para ocultar a los auténticos socios? Marta echó
mano otra vez del montón de dosieres que había ido acumulado, los
dosieres eran la obsesión a la que volvía con frecuencia, y de su “árbol
genealógico”, y, eureka, el domicilio de una de las socias coincidía con el
domicilio de uno de los Hermanos Robledo, del Consejo Rector, de la
empresa de barnices y pinturas. Ponía la mano en el fuego si no era la
esposa de Robledo. Otros indicios más débiles condujeron a pensar que
las otras dos socias estaban relacionadas con el gerente y con el gabinete
de arquitectura.
Al arquitecto de Alberto le pareció correcto el proyecto de
urbanización y no se atrevió a valorar los presupuestos, él tenía
experiencia en otro tipo de obra, los edificios, aunque le parecieron
elevados en general, tal vez un 10 o un 15% por encima de lo razonable,
mucho dinero.
Marta se desesperaba. Estábamos llenos de indicios. Pruebas
definitivas, ninguna. Las 53.000 pesetas, eso sí era una prueba
documentada, pero ya había dicho que era el chocolate del loro. Coño,
con el chocolate del loro, apropiación indebida. Tendría que tirar de las
53.000 pesetas y de conjeturas en la asamblea. Tendría que preparar bien
todos sus datos.
Marta elaboró una teoría: buena parte de la documentación que nos
habían proporcionado en el trascurso de los últimos meses era falsa o
estaba manipulada, desde su origen. La habían preparado cuando se
vieron acosados y temieron ser descubiertos. Pero ¿cuál exactamente?
¿Cómo comprobarlo si la asamblea no se decidía a investigar?
La asamblea general se celebró el 1º de abril, una fecha muy
simbólica para los herederos del pasado, en el restaurante de carretera de
La Casa Grande SL. No cobraban, le explicaron a Marta, lo cedían gratis.
No me extraña, comentaría ella, ya han cobrado el alquiler por adelantado
con el regalo de la parcela.
Se aprobó cuanto había expuesto en los siete puntos el asesor
jurídico de la junta. Nadie dio importancia a las irregularidades
descubiertas. A nadie le pareció necesario remover al gerente de su
puesto e investigar. Ni siquiera al levantisco comandante. Ni Cazorla, el
que solía oponerse a todo por el gusto de oponerse. Las medidas
correctoras se consideraban suficientes. Marta insistió en las 53.000
pesetas, en la manipulación de planos del proyecto de compensación, en
los 40 millones de pesetas, aquí los hermanos Castro callaron
inexplicablemente, en los convenios por los que se cedían dos parcelas de
terreno, en Trampisa, una empresa insignificante que se convierte de la
noche a la mañana en urbanizadora.
A Marta le propusieron hacerse cargo de la gerencia de un sector de
parcelas que requerían una solución homogénea, pero a Marta el pareció
la propuesta una indecencia.
Has cometido un error no aceptado la gestión urbanística de la
manzana de mini-naves. Habrías ganado mucho dinero. Mucho dinero.
Más de lo que cobrarás de todos estos piojosos que te abandonan cuando
hay que tomar decisiones. Bajó más la voz y añadió: tienes la oficina en el
polígono ese mugriento, en la calle de la entrada, un 1º, ¿no? Por 50.000
pesetas, menos que la factura de las fotocopias, dos sicarios te pueden
quemar la oficina sin pestañear. No miran si alguien dentro o no. Les da
igual. Sí, es una amenaza, pero no tienes testigos. Fue lo que le dijo Calvo
a Marta, en un aparte junto a la barra del restaurante. Marta no supo
reaccionar.
El final de la asamblea se parecía al último parte de guerra del 1º de
abril de 1939.
A finales de julio de 1999 Marta despidió a la secretaria, y yo empecé
a trabajar en la asesoría a primeros de septiembre. Ahí estaban ya
Moraleda, Yolanda, Alejandro y un contable, a quien Francisco vino a
sustituir. Ahora, lo que se ve.
Al cabo de los años, coincidí con el hijo menor de Carbonero
tomando un café, el que estaba en el Consejo Rector, y se me ocurrió de
repente cuál pudo haber sido el truco de la urbanizadora y se lo dije: se
rehicieron y falsificaron los presupuestos de Ferrovial, Fomento, Virton y
Dragados, se hicieron fotocopias en color y se presentaron como si fueran
originales, pero eran falsos, estaban inflados. Así consiguieron adjudicar la
obra a Trampisa que, en realidad, presentó un presupuesto por encima de
cualquiera de las otras, por encima de los costes reales. Igual que se
falsificó la factura de las encinas. Me dijo: ¿cómo lo supisteis? No lo
supimos, me lo acabas tú de decir en este momento. Habíamos intentado
hacer la comprobación con Dragados y nos resultó imposible: aducían
confidencialidad pero, en el fondo, es que todos se protegen. Unos pocos
se habían puesto de acuerdo para extorsionar a todos. Y los extorsionaron,
pero todos estaban contentos. A Marta no la derrotaron las amenazas,
sino la pasividad y la renuncia de las anuentes víctimas a rebelarse. Las
víctimas son cómplices de los verdugos, sus más fieles aliados, suele decir
el suegro de Francisco.
Años después echarían a la alcaldesa y acabaría siendo alcalde un
individuo gris que acabaría implicado hasta las trancas en la trama Gürtel.
De hecho, fue imputado y está pendiente de juicio. El concejal que había
aparecido por las reuniones seguía en el ayuntamiento, aunque sin
responsabilidades. Las parcelas que habían correspondido al
ayuntamiento en el proyecto de acuerdo con la Ley del Suelo se
adjudicaron a bajo precio en un concurso manipulado a Trampisa y La
Casa Grande. Los concejales de la oposición denunciaron el amaño, pero
nadie les hizo caso. El círculo virtuoso se había cerrado.
Yo soy de pueblo, compañero. Todo esto me importa un comino, dijo
Francisco incorporándose. Aunque llevo muchos años en Madrid, toda la
vida, tengo alma de pueblo. Nos vinimos allá por el año 1969. Yo tenía 14
años. Quince. Catorce o quince. Otra vida. En cuanto me jubile, me vuelvo
al pueblo. A mi pueblo o a cualquier pueblo por ahí perdido. Lola y yo
estamos de acuerdo. Mi abuela no conoció otro sitio. Y vivió tan
ricamente. La gente antes nacía y moría en los pueblos, sin conocer otro
sitio. Y era feliz. Me gustaría volver a ver a mi amigo Vaíllo. Yo sólo quiero
ser feliz, compañero. Toda esto me perturba.
No puedo decir que en todo este tiempo no haya encontrado gente
decente. La he encontrado. Mi suegro, mi mujer y mi hija. Para de contar.

NOTAS AL CAPÍTULO 7:

87. Coloquial, en sentido figurado, subcontratista. Habitualmente, vinculado a la economía


sumergida. Es una acepción corriente que no recoge el DRAE.
88. Francisco anotó éstos para el recuerdo: En febrero de 1985 se descubrió una trama de
evasión de capitales de la alta sociedad española, cuyo cabecilla era el diplomático Francisco Javier
Palazón. En marzo, Mijail Gorvachov fue nombrado Secretario General del PCUS y, en consecuencia,
presidente de la Unión Soviética. En mayo se produjo la tragedia de Heysel, en la que murieron 39
aficionados al fútbol por una avalancha en los prolegómenos de la final de la Copa de Europa. En
noviembre de 1984, Ronald Reagan, un actor de medio pelo, había sido reelegido presidente de los
EEUUA. Ese año murieron Orson Welles y Yull Brynner. De Yull Brynner estaba enamorada Lola. Por
los siete magníficos. Un amor sobrevenido, opina Francisco, que empezó en Steve McQueen por La
gran evasión. La gran evasión es posterior a Los siete magníficos, Francisco. Pero ella debió verlas
en orden inverso: primero, La gran evasión y luego, Los siete magníficos. A Lola no le gusta el cine
del oeste y, sin embargo, ésta la vio. Como vería El bueno, el feo y el malo, por Clint Eastwood.
89. Julio Cortázar, La autopista del sur, Alfaguara.
90. Cañada real que discurre entre Ciudad Real y La Rioja. Mantiene su carácter de dominio
público, que la protege de cualquier otro uso, especialmente el urbanístico. El tramo del sur de
Madrid fue progresivamente ocupado para la construcción de edificaciones ilegales, de las más
modestas, como las chabolas, a las más lujosas, auténticas mansiones. Actualmente tiene unos
40.000 habitantes y la situación jurídica del asentamiento no es uniforme, sino muy diversa, pues
algunas viviendas están inscritas en el catastro y pagan, incluso, Impuesto de Bienes Inmuebles.
Salvo algunos actos propagandísticos, la administración pone poco interés en arreglar el problema;
entre otras razones, porque las competencias están repartidas entre autonomía y ayuntamientos, y
porque nadie se atreve a poner el cascabel al gato del despropósito, seguramente porque
significará demoler la mayor parte de la urbanización.
91. CCOO, Comisiones Obreras. Surgió en 1957, en la mina La Camocha (Gijón), con ocasión
de una huelga. Su desarrollo se produce durante los años 60 en Asturias, Madrid, Cataluña y País
Vasco con la creación de comisiones obreras, en contraposición del sindicato vertical franquista, e
infiltradas en él, de carácter reivindicativo y representativo, por el impulso del PCE y, en menor
medida, las JOC (Juventud Obrera Cristiana) y HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica). Hasta
1976, año en que Nicolás Redondo es elegido secretario general de UGT, fue el único sindicato de
clase en España, aparte USO y CNT, muy minoritarios. Pegaso era la marca comercial de ENASA
(Empresa Nacional de Autocamiones SA), hoy integrada en el consorcio IVECO. La fábrica estaba en
Barajas.
92. Gonzalo de Córdoba se halla entre Quevedo y Olavide, une Olavide con Fuencarral, que
finaliza en Quevedo. La oficina del banco estaba en la misma glorieta de Quevedo, donde hoy hay
un negocio de juegos y apuestas, y Lola trabajaba en la tienda de Galerías Preciados de Arapiles,
cerca también de Quevedo, aunque al otro lado de la plaza. Escosura, donde está la casa familiar de
Alonso, arranca de Fernando el Católico, una calle adonde da un acceso de la tienda de Arapiles.
93. Grupos Antiterroristas de Liberación. Agrupaciones armadas parapoliciales que
practicaron lo que se llamó terrorismo de estado o guerra sucia contra la banda terrorista ETA y su
entorno durante la década de 1980 en España, aunque había antecedentes criminales en los 70. El
asunto fue destapado por las investigaciones periodísticas de Deia a partir de 1987, inicialmente, y
luego Diario 16, principalmente. Fueron fundamentales las investigaciones realizadas por el juez
Garzón a partir de 1994. Acabaron condenados, entre otros, los policías Amedo y Domínguez,
considerados los jefes inmediatos del GAL, así como José Barrionuevo, ex Ministro del Interior, y
Rafael Vera, ex Secretario de Estado para la Seguridad, y otros altos funcionarios del Ministerio. Por
situar en contexto los comentarios del cliente, esta comida tiene lugar en el otoño de 1993.
94. Fondo de Garantía Salarial, organismo dependiente del Ministerio de Trabajo que
garantiza a los trabajadores la percepción de salarios e indemnizaciones por despido o extinción de
la relación laboral, pendientes de pago por insolvencia, suspensión de pagos, quiebra o concurso
de acreedores del empresario.
95. Ley 58/2003, de 17 de diciembre. En el artículo 43.1. se establece la responsabilidad
subsidiaria respecto de las obligaciones fiscales, y el apartado f) regula con precisión la
responsabilidad de terceros. En aquellas fechas la legislación era menos estricta, pero establecía
igual que hoy la responsabilidad de terceros respecto de las deudas con la Administración.
96. Este artículo imaginario se inspira, hasta plagiarlo, en otro publicado realmente en ese
periódico el domingo 25 de julio de 1999, firmado por Manel Pérez, titulado “Una banda en la
Inspección de Hacienda”. Todos los nombres, salvo uno, son reales. Se han cambiado las fechas por
exigencias del argumento. La réplica de uno de los nombrados en el artículo real se publicó, con el
título “Puntualización”, el 01/08/99. Los textos se pueden consultar a través de la red en El País de
esos días. Se han cambiado fechas y algunos nombres, aunque se han mantenido otros
secundarios.
97. Escándalo político-económico, uno de los más importantes del franquismo, destapado en
1969, que enfrentó a los tecnócratas del Opus con los falangistas.
98. El Plan General de Ordenación Urbana, o PGOU, es un instrumento de planeamiento
urbano general, definido en la normativa urbanística española como el instrumento básico de la
ordenación integral del territorio de los municipios. A través del mismo, se clasifica el suelo, se
determina el régimen aplicable a cada clase de suelo y se definen los equipamientos.
99. 4º anillo de circunvalación de Madrid, tras el formado por las calles que delimitan la
antigua cerca de Felipe IV o M10, el formado por las rondas, o M20, y la M30, recientemente
reformada, que discurre por la capital y bordea sus distritos centrales, siguiendo el río por su
margen oeste.
100. Una Junta de Compensación es una agrupación de propietarios de suelo que se propone
su urbanización y edificación. Han de pertenecer a la misma, obligatoriamente, aparte de los
propietarios, el Ayuntamiento afectado por la iniciativa y, en algunos casos, otros entes
relacionados con el proyecto, como la empresa urbanizadora. La finalidad principal de la Junta es la
elaboración del Proyecto de Compensación, una propuesta de distribución de derechos y cargas
entre los propietarios, que incluye tanto la parcelación como el aprovechamiento, el uso y la
asignación de las nuevas parcelas, señalamiento de viales y zonas verdes. El proyecto recoge, pues,
la distribución de las parcelas resultantes del proyecto entre los propietarios, que se realiza de
acuerdo con la ley del suelo, que asigna el 10% al ayuntamiento, y con los criterios particulares que
fija el proyecto, principalmente, la proporcionalidad a la superficie de terreno aportada, la
localización de ésta si dicha localización tuviera trascendencia y el grado de edificabilidad de cada
una de las parcelas resultantes. El proyecto ha de ajustarse al PGOU vigente en el ayuntamiento
correspondiente. Hay una serie de obligaciones legales y plazos que es necesario respetar, pero no
parece oportuno tratar de detallarlo aquí. Este detalle y más precisión se encuentra en: Ley del
Suelo de 2008 (R.D.L. 2/08) y anteriores, y leyes 2/05 y 9/01 de la Comunidad de Madrid. Los
acuerdos de la Junta se adoptan por mayoría de la asamblea y los votos representan el porcentaje
de terreno de los propietarios. Hay un Consejo Rector o Junta Directiva, que es su órgano de
gobierno. Suele ser frecuente encargar a empresas gestoras urbanísticas todo el proceso, desde la
elaboración del proyecto de compensación, hasta la urbanización de los terrenos, por la
complejidad técnica del asunto. En nuestra ficción, se designó, como también suele ser habitual, un
gerente de confianza de algunos propietarios importantes y éste coordinó la contratación y
actuación, tanto del gabinete de arquitectura que elaboró el proyecto de compensación y, luego, el
de urbanización, como la empresa urbanizadora. El gerente percibió, en concepto de honorarios,
400.000 pesetas mensuales, o sea, algo más de 2.400 euros, impuestos aparte, mientras duraron
las actuaciones. Se lucró, además, porque no se estableció incompatibilidad alguna al respecto, de
la intermediación en la compraventa de parcelas y otras operaciones inmobiliarias.
101. El aprovechamiento urbanístico o simplemente aprovechamiento es la superficie
máxima edificable en una zona de planeamiento urbanístico, descontados viales, zonas verdes y
dotaciones públicas. Determina, por lo tanto, el volumen máximo de edificación de cada parcela
con valor lucrativo. 30% mide el porcentaje medio del área y, en el caso de desarrollos industriales
de las características del que nos ocupa, es óptimo.
102. En 1995 Ayuntamiento de XXX hizo una exposición de su nuevo PGOU donde se
recogían algunos desarrollos en carreteras y otras vías de comunicación, algunas de las cuales se
han puesto en marcha a partir de 2008 y 2009.
103. Registro de Aceptaciones Impagadas, es decir, de las obligaciones de pago que no se
atienden a su vencimiento, tales como letras de cambio o pagarés.
8
Viernes, 20 de noviembre de 2009
Un encuentro en la cocina

-¿Qué me miras? ¿Qué me miras?


Lo primero esta mañana, en medio del saludo atropellado de todos
en el rellano, mientras introducía la llave en la cerradura, empujaba la
puerta para que entráramos y encendía las luces, lo primero ha sido
interpelarme, en tanto esbozaba una sonrisa y repetía luego la pregunta
con todo el cuerpo, convertía la sonrisa en risa pequeña, se señalaba la
sien con el índice y lo giraba en vaivén, para darnos, finalmente, la
espalda.
La tarde de ayer nos sobrevuela. Y eso me halaga y me conturba.
Lo segundo ha sido una exclamación o un lamento, con comentarios
dirigidos al público presente y, en conclusión, una pregunta dirigida a mí
directamente. Esto:
-Dios mío, cómo está la gente por la mañana. ¡Cómo está! Es viernes,
eso nos salva. Ay. A ver, ¿qué mirabas?
No contesto. Apenas una ligera oscilación de la cabeza para negar.
Como decir: nada.
Si ella supiera que viernes viene de Venus, la diosa romana de la
belleza y el amor. Y que Silvia viene de selva, la frondosidad salvaje. Qué
demonios será una fronda. A ver, Silvia, ¿qué es una fronda? ¿Caben allí el
amor y la belleza? ¿Caben la ingenuidad y la ternura? Pero las preguntas
no traspasan la frontera de los dientes.
Estamos mal por la mañana, es verdad, incluso muy mal algunas
veces, qué le vamos a hacer: uno se despierta -o lo despierta la matraca
de la alarma-, compone el mecano del esqueleto, se levanta, y lo primero
es una riña escatológica y un debate con la prisa, esa enfermedad
moderna. Uno teme naufragar en la trampa de la rutina, el síntoma de la
derrota, pero se abandona a los pequeños hábitos diarios sin darse
cuenta, porque es un modo de purgar la memoria que nos inquieta: se
afeita, se ducha y se pone ropa limpia. Y teme, sobre todo, no reconocerse
en quien lo mira al otro lado del espejo. Hoy, no sé por qué, olía a
naftalina. No era la ropa, la ropa olía a suavizante al jabón de Marsella, era
el aire. Un olor semejante a naftalina. Venía de la calle. Madrid huele a
naftalina. Y hace un frío terrible, que nos anticipa el invierno a la vuelta de
la esquina.
-Un frío de tres pares de narices. Ya era hora.
Ya era hora.
Esto es lo que ha pasado: me he quedado mirándola ante la puerta
de entrada, sugestionado por la vestimenta que luce esta mañana.
Observándola, trataba de encontrar las razones para mi fascinación. De
ahí su pregunta reiterada, por mi insolencia: qué miras, qué me miras. No
guarda relación con la tarde de ayer, sino con la sorpresa de la larga
gabardina negra, hasta los pies, ajustada a la cintura, las botas verdes de
agua, la larga bufanda de lana roja y verde, el gorro, también de lana roja
y verde, que le cubría la cabeza hasta embutirla, dejando sólo los ojos al
descubierto. Como si fuera otra Silvia esta mañana. Pero es la misma.
Regalo de mi hermana, los ha hecho ella, el gorro y la bufanda, hace punto
en sus ratos libres, me los ha enviado desde Oporto, ella dice Porto, los
portugueses dicen Porto, te conté que estaba en Oporto trabajando de
enfermera, ¿no?, combinan con los guantes de lana, esos me los ha
comprado hechos, no los ha tejido ella. Con la gabardina tengo a juego un
borsalino negro en homenaje a Michael Jackson. Por Miguelito me gustan
los sombreros, ay, dios. Pero hoy me he querido poner el regalo de mi
hermana. Las botas me las he comprado yo en El Rastro, bien calentitas,
tienen pelo por dentro, falso, pero pelo abrigador. ¿No te gusto? ¿Tan rara
estoy? Hago un gesto indefinido. Se suelta el cinturón, abre la gabardina,
pone las manos en jarras y adelanta la pierna izquierda, como si fuera un
maniquí de escaparate. Y como haría una modelo de pasarela muestra el
vaquero negro, el jersey rojo y verde y las botas hasta la pantorrilla. ¿A
que os gusto? A ti no te pregunto. ¿Os gusto o no os gusto? ¿Eh? Hace un
silencio pero no espera respuesta de nadie a la pregunta retórica. Claro, ya
lo sabía yo. ¿Tú qué opinas, Fran? Fran no opina, los becarios no opinan,
ese es el gran secreto de su puesto de trabajo. Pues no me he vestido así
para gustaros, ya gusto de por mí, es que hacía frío y es lo que más me
abriga. Y por si llueve, que el otro día cayó un chaparrón de muerte a
última hora de la tarde.
Palomas muertas. He recordado a la paloma muerta de Barceló y me
ha invadido repentinamente la tristeza.
Se acerca a mí mientras organizo la mesa de trabajo. Sigo la rutina de
siempre: encender el ordenador, dejar la mochila en un lado, levantar la
persiana, como si izara un párpado, para que nos mire el luminoso ojo del
día, sacar las carpetas de los cajones, revisar el ojo de Sauron. Se detiene
en el borde, todavía con la gabardina encabalgada en el brazo.
No sé si combinan bien los colores, me he disfrazado de mensaje
subliminal, me dice, aproximándose, y, en voz bastante más baja, casi en
un susurro, ¿no te has percatado?, no, tú que eres tan listo no te has
percatado, no, son los colores de la bandera saharaui: negro, rojo y verde.
Falta el blanco, no te digo dónde llevo el blanco. No. Y se ríe, esta
muchacha se ríe por todo. No es verdad. Me he puesto esto por el frío y
por mi hermana. Lo de la bandera lo ha descubierto Marga cuando
veníamos en el coche. Te has vestido de Aminatou Haidar, ha dicho Marga.
Pues ha sido sin darme cuenta, lo juro.
Verde y rojo, los guantes, el gorro y la bufanda, lo que te ha enviado
tu hermana desde Oporto, son los colores de la bandera de Portugal.
Pues tampoco me había dado cuenta, fíjate tú. No eres tan tonto.
Pero lo que me ha dicho Marga es más poético: incluye el blanco y el
negro.
Esta muchacha es como una tromba de agua: arrasa.
Cuelga la gabardina y la bufanda en la percha y regresa con la voz
mansa.
¿Qué tal ayer? Le he dicho a Marga que el bar resultó un poco
cutrecillo. ¿Le has contado a Marga lo de la cita? ¿Te importa? No, no es
un secreto de estado. Te lo dije, ya lo sabía, fue ella quien me recomendó
el bar por los vinos. Ajajá. Yo llegué a casa un poco achispada. Una botella
de vino. No bebía tanto alcohol desde el siglo XX. Menos mal que no había
nadie. Tú, ¿qué tal? No hablamos de Mansonia, hablamos de tonterías, de
lo divino y de lo humano, pero no hablamos de Mansonia, no te pregunté
si hay alguna novedad, ¿hay alguna novedad?, ¿se sabe algo?, ¿vendrá
Bermúdez?, ¿se sabe por qué se marchó Bermúdez de esa manera?, ¿todo
está bien? Le he preguntado a Marga pero no ha habido filtraciones en las
altas esferas. ¿Estás bien? Te vi no sé cómo, después me di cuenta, pero
no te dije nada. Da la sensación de que estuvieras a ratos en otro mundo,
como evadido de éste. Y triste. O desconcertado. Tendría que haberte
preguntado. Perdóname por ser tan descarada, no me lo tomes en cuenta.
Si se entera mi novio me mata, literal.
Para, para, para. Un momento. He perdido el hilo de las preguntas.
Dios mío, qué agobio. ¿No podrías preguntarme por etapas? Todo junto
me levanta dolor de cabeza. Soy hombre y los varones tenemos
dificultades para procesar varias cosas al mismo tiempo en el cerebro. Eso
dice la leyenda. A ver, ¿qué quieres saber?
Vale, vale, valeeeeeee. Nada. Un día de estos te pregunto. La semana
que viene. Hoy es viernes. Hoy le pueden dar por ahí a todo. Me quedan...
-mira a un reloj y al otro- cinco horas, nada, para disolverme en el mundo
del fin de semana. 48 horas más y estamos aquí de nuevo: cómo pasa el
tiempo. Tempus fugit(104), dijo el poeta, ¿no es así? Y, si se instalara en mi
barrio, añadiría: a toda hostia.
Y se sienta.
Lo mismo organiza un alboroto que se recoge y desaparece.
Bueno.
Me gusta observar su espalda. Siempre me fijé en su nuca y en su
cuello, como un pedestal grácil y amable, que bien podría sostener la
graciosa cabeza de una diosa. Pero hoy reparo en su espalda. Hay dos
curvas perfectas y simétricas, que se inician en las clavículas, recorren los
hombros, los costados, se difuminan en la cintura por efecto del jersey y
llegan hasta el asiento. En medio, una línea recta que las reta y hiende el
plano, siguiendo la espina dorsal, dibujando una leve vaguada por donde
quizá discurra alguna vez una gota de agua marina, como si fuera una
lágrima. O unos labios.
Espanto la imagen de mi dedo recorriendo esos sinuosos caminos.
Silvia, recluida en su sitio, ni siquiera ha vuelto ya la cabeza.
Más tarde, me dirá que no viene conmigo en el metro. Baja en el
coche con su amiga Marga. Hoy es 20N, ¿20N?, 20N, día de obituarios
fascistas, no lo había advertido, hace tanto tiempo, y el jefe de Marga se
ha ido al Valle de los Caídos a practicar la necrofagia. ¿Es de esos? Él, de
los que más, falangista lenguaraz, pero todos son de esos. No es de camisa
azul y flechas en el bolsillo, no es tan tonto como para disfrazarse de
payaso, pero es de esos como los demás. ¿Y? Que Marga, puesto que el
jefe se ha ido a su fiesta, ha decidido recuperar el viejo horario de los
viernes. Me ha dicho: olvídate del metro, te invito a comer. Y bajan juntas
en el coche. Por eso hoy no me acompaña.
A última hora, cuando todos empiecen a mirar al reloj de la entrada,
Silvia me hará una llamada interior. Hablará con la voz queda. Oye, que he
pensado que podrías venir tú también en el coche. Te presento a Marga.
Te va a gustar, es muy maja. El metro me deja en la puerta de mi casa y el
coche, en la de tu casa o en la de Marga. O en la de algún restaurante al
que no me apetece ir. Yo quiero ir a mi casa. Gracias. Voy en metro. Ya
hablamos la semana que viene. A lo mejor nos ha tocado la lotería.
¿Juegas? No, pero quién sabe. De acuerdo.
Hoy tampoco vendrá Bermúdez.
El vacío de su despacho es paradigma del vacío de cada uno. Lo miras
y lo primero es la penumbra: nada se percibe exactamente, todo se
desdibuja entre las sombras, las sombras son un monstruo que engulle
cuanto atrapan. Después, si prendes la lámpara o abres la ventana, el
monstruo salta y desaparece por cualquier rendija. La penumbra del
despacho transmite una cierta compunción miedosa.
Hay algo angustioso en ese espacio. El orden quizá. No hay nada más
ordenado que el vacío. El despacho está ordenado como un cementerio.
Andrea dice que buscamos el vacío, la vacuidad, la nada, porque no hay
nada más perfecto que la nada. Tendemos a la nada. Caminamos hacia la
nada. La nada es lo absoluto. Como el todo. “La nada es Dios”, escribió
María Zambrano. ¿Qué es el todo sino la nada? Quizás estemos hechos de
jirones de nada. Quizá sea nuestra auténtica madre. La imagino con los
brazos de la nada abiertos para estrecharnos y sumergirnos en su halda
vacía. Dios es el señor de la nada. Tal vez en el fondo seamos dioses y lo
ignoremos. Aunque a Gabriela le provoque una carcajada. Hay tantas
cosas que no sabemos. Quizá la vida consista en aprender el camino hacia
la nada, por un camino de nada. Bajo nuestros pies crece una raíz divina
que alimenta el mundo para reconstruir la nada. El gran estallido, el big-
bang sólo fue un error de la nada.

Uno ya no se acordaba de su espera de ayer hasta las tantas, tirado


en el sofá, cuando Andrea lo ayudó a desentumecer las piernas y le sirvió
de báculo hasta la cama. No se acuerda de sus miedos. Ni se acuerda del
descaro de Silvia, cuando apuntaba como a una diana al centro de las
dudas, es decir, al corazón. Uno ni siquiera está seguro de que ella hablara
en serio. Uno ha maniatado su extravío para venir a trabajar esta mañana.
Ha pensado en Blanca, en Ana y en Gabriela, cuando venía en el metro a
la oficina. Y uno no sabe nada con 40 años; sólo sé que no sé nada, la
afirmación de Sócrates(105), fue mera retórica, aunque en el fondo
representa la derrota: la vida pretendió indagar en la locura y sólo es
duda. Uno lo ha metido todo en un petate, ha cerrado la boca, la ha atado
con la cuerda del pavor y lo ha puesto en un rincón de la memoria. Uno
teme naufragar cualquier día. Uno tenía que venir a trabajar esta mañana,
enfrentarse a una jornada incierta, regresar luego a casa y afrontar todo
un fin de semana. 48 horas, diría Silvia, ha dicho Silvia. Este fin de semana
es una cuesta empinada. Uno debería explicárselo a su madre,
explicárselo a Blanca y a Gabriela y, sobre todo, explicárselo a sí mismo.
Tendría que explicárselo. Uno no puede ir dando tumbos por las esquinas,
uno tiene que saber qué pasó el primer día de lluvia de su vida, aquella
tormenta inusitada, por qué va y viene, por qué se busca en el espejo y no
reconoce el nombre de quien lo mira al otro lado. Uno no puede dejarse
derrotar. Uno no puede convivir con el cansancio, sino vivir. No quiero vivir
en apariencia, sino vivir. Uno no puede perderse en el naufragio. No
quiero arrepentirme de nada.
Uno ya no sabe si padece trastorno bipolar, si es ciclotímico, está
catatónico o simplemente es inestable. Es posible que esté mal de la
cabeza. Es posible que no sepa de qué va esto. Es posible que sólo sea un
gilipollas. Que no soy perfecto lo sé hace mucho tiempo. La imperfección
es la sustancia del ser humano.
En fin, a las dos menos cinco de la tarde sólo cabe cerrar el
ordenador, bajar la persiana e irse a casa. El lunes será otro día y
empezará otra semana. 48 horas.

Cuando salgo del metro el día ha cambiado la luz por una tonalidad
pajiza que convierte el aire en cristales de hielo sobre las mejillas.
En la cruasantería de la esquina compro una baguetina caliente.
Junto a la puerta de la calle, han dejado una planilla para anotar el
consumo de agua en los últimos meses. Tenemos que leer el contador. En
el buzón no hay cartas; hay publicidad de un gimnasio y un folleto de una
gran superficie que nos pilla a trasmano. Algunos amigos de Andrea se
parecen a estos modelos marmóreos lubricados. Ya nadie escribe cartas,
así que es normal que el buzón sólo contenga propaganda.
En el ascensor hay un ligero rastro de olor a Nenuco.
Estoy agotado. Creo que me tumbaré en la cama y descansaré un
rato, antes de comer o hacer cualquiera otra cosa. O en el sofá, me
descalzaré y me arrellanaré en el sofá con los pies en alto.
Hace semanas que no veo la televisión. Encenderé el televisor y veré
cualquier tontada con los ojos cerrados. Levanta el ánimo ver que la
mayoría de los que ahí hablan son más gilipollas que uno. Es lógico, son
vendedores y un vendedor no es nadie. Un vendedor sólo puede aspirar a
ser gilipollas. A lo más que aspira un vendedor es a ser el primero del mes.
Y lo más que consigue es que le siente bien el traje. Esto no se lo repetiré
a Andrea. Ni a Silvia, que luego se lo dirá a Marga.
Chopin. Un nocturno al piano. Como si tuviera a George Sand a su
lado. Un nocturno está bien a mediodía.
Mamihlapinatapai(106). Uno confía en que sea mamihlapinatapai lo
que siempre acaba por ser un desencuentro. “Las palabras verdaderas no
son hermosas; las palabras hermosas no son verdaderas”(107). ¿Amor no
es una palabra verdadera? ¿Por qué ha de ser tristeza una palabra
verdadera? ¿O dolor? ¿Acaso no tengo yo en mi mano el poder de
transmutar cualquier palabra en verdadera? Todo lo que sale de mi boca
antes ha pasado por mi mano.

Al girar la llave, sólo salta el pestillo. Lo que es insólito. Abro la puerta


con tiento y entro.
-Faghira, Faghira(108), ¿está usted por ahí?
-Estoy aquí.
Anda, leche. Es la voz de Andrea desde la cocina. Al no descorrerse
los cien cerrojos de la puerta blindada, sino el pestillo solamente, creí que
la señora de la limpieza aún continuaba en casa. Era raro, porque nunca
acaba más tarde de las dos, pero es más raro lo de Andrea, que jamás está
en casa antes del anochecer, ni siquiera los viernes, aunque los viernes
regrese más temprano. Faghira llega a media mañana, a veces se cruza o
coincide con Andrea cuando regresa del gimnasio, y sale hacia las dos de
la tarde. Tres horas en total. Lunes y viernes. Los lunes plancha y los
viernes limpia. Todas las semanas del año, excepto agosto, que suele ir de
vacaciones a Marruecos. Está casada, su marido es jardinero, tiene seis
hijos y Andrea le deja algunas veces bolsas de ropa propia o que se
agencia de los amigos, que ella apaña, adapta y reparte con criterio de
ONG impecable. Pero ¿su marido sabe de plantas, Faghira? No, él albañil,
pero jardinero, Retiro, mejor, le explicó un día a Andrea en su castellano
deconstruido. Nosotros hacemos el zafarrancho general una vez al mes,
aunque también podríamos confiárselo a Faghira. Manías de Andrea, que
se empeña en reservar para nosotros ese trabajo.
-Estoy aquí -repite. Y, en cuento asomo: -No te acerques, puedo
mancharte, estoy en plena faena, hoy he asumido los mandos en la
cocina. Si no te gusta lo que estoy haciendo, te aguantas. No. Hoy me he
levantado y he decidido no ir a trabajar, he llamado, he dado una excusa,
he anulado las citas y he ido a ver a mi madre.
-Y te has puesto de Nenuco hasta las cejas.
-Me he pasado un poco, sí, pero ya me he duchado. ¿Por qué?
-Huele el ascensor, el descansillo da una bofetada, y el pasillo y el
salón asfixian. Deberíamos abrir las ventanas.
-Ni se te ocurra, estamos en noviembre. Tenía que ir a ver a mi
madre. Ya tocaba. Necesitaba pedirle ayuda para hacer la comida, y no
podía hacerlo sin antes ir a verla.
-Pues no sé qué es peor, si morir de frío o de disnea.
-No abras, por favor, que te conozco.
-Vale, no abro. ¿Qué estás haciendo? Dame un beso.
-Luego. No quiero mancharte.
Me ha dicho, ¿quién?, mi madre, me ha dicho mi madre, ¿tú
cocinar?, no me lo puedo creer, creételo, yo tampoco me lo puedo creer,
mamá, pero voy a cocinar, para Alonso, un amigo, ¿le has hablado de mí?,
sí, bueno, no, le he dicho voy a cocinar, le has dicho que vas a comer con
Alonso, un amigo, sí, me ha dicho es la primera vez, no sé si te das cuenta
de que vas a cocinar por primera vez en tu vida, exageras, mamá, exagero,
he hecho pasta alguna vez, sí, macarrones hervidos con tomate frito
industrial y atún de lata, vaya, ¿quién dices que es?, Alonso, nunca has
cocinado en tu vida, Andrea, exageras, mamá, exagero, ¿quién?, Alonso,
ah, tiene que ser importante, lo es, es un amigo, no será, no lo es, no es
músico, no es cantante, es ajeno a la empresa y a ese mundo que no te
gusta, ah, a ver qué amigos te echas, yo no te digo a ver qué maridos te
echas, mamá, el único marido de mi vida me lo eché antes de nacer tú, así
que llegarías con retraso, y me duró mucho tiempo, lo que ahora me echo
no son maridos, son oportunidades, y eso a ti no te importa, pues no
juzgues a mis amigos, no juzgo a tus amigos, te juzgo a ti, ellos no me
importan, ¿qué vas a hacer?, no lo sé, por eso vengo a pedirte consejo,
mamá, no vienes a verme, vengo a verte, vienes a que te haga la comida,
vengo a verte y vengo a pedirte consejo, hace un mes que no vienes a
verme, menos, mamá, un mes con tres días, desde el sábado 17 de
octubre, un mes y tres días, te he llamado por teléfono, hola y adiós, ¿has
hecho la compra? Y me ha mandado al mercado de Alonso Cano. Vete a
ver a Antonio, ya lo conoces, que te prepare un par de buenos chuletones,
él te dirá cómo hacerlos. Y cómprate una bolsa de lechugas, les pones un
poco de buen aceite y unas gotas de vinagre, y ya está la comida hecha.
¿Tienes un vino decente? Tengo un Somontano, me lo regaló “T”, el
encargado del restaurante “TX”, por llevarle a comer a un grupo que anda
ahora por la tele y los 40 principales. Se hizo una fotografía con ellos y la
pondrá luego en las paredes.
-No veo que estés haciendo nada.
-Estoy pensando.
-Pensar es un ejercicio fastidioso. No veo que puedas manchar a
nadie. Si pareces la Inmaculada. Te veo con una disposición extraordinaria:
cuchillos, rustidera, cacharros múltiples, tabla, mandil, dos paquetones en
sendas bolsas de plástico. ¿Tres? Tres bolsas. ¿De dónde has sacado ese
delantal? No es el mío. No me lo digas. Te lo regaló tu madre cuando
compraste el piso. No. Te lo ha dado hoy cuando has ido a verla. Sí. Me
voy a dedicar a echar las cartas.
-Lelo.
-Tal vez. Pero estoy asfixiado, Andrea. Ya sabes lo mal que llevo los
olores intensos y persistentes, me gustan los olores tenues y suaves. Esto
me produce náuseas, Andrea. Lo siento.
-Yo también lo siento. Se me ha ido la mano, lo siento. Ya huelo
normal. Mira. Me he duchado a fondo cuando he vuelto.
-Como no estaba cerrada la puerta con llave, creí que seguía aquí
Faghira, aunque me resultaba extraño por la hora, y he pensado: se le ha
caído el frasco de Nenuco a esta mujer. He comprado pan.
-Yo también he comprado pan. En la panera. Pan con pan, comida de
tontos.
Se queda en silencio. En realidad, se ha ausentado. No sé a dónde se
ha ido, pero está lejos. En casa, en su entorno, fuera del trabajo es un ser
humano tierno y quebradizo. Ahora mismo muestra su lado más
vulnerable, como si fuera a desmoronarse. Me lo dijo Blanca, que quizás
ahí conoce a Andrea mejor que yo: es frágil pero en el trabajo se
transforma, parece dotarse de poder, fortaleza y dureza, como los dioses
en su Olimpo o los dictadores en su medio. Hace una inspiración
profunda. Percibo una ligera vibración en las aletas. Mira al vacío de los
azulejos, apoyando ambas manos sobre la encimera. No sé si piensa o
recuerda. Resopla y eso me inquieta, pero no me atrevo a preguntarle
todavía.
La luz entra desde un estrechísimo patio interior, y habíamos visto
que el día había languidecido, así que la cocina está recogida en la
penumbra. Andrea se ilumina con la pantalla de la campana y hay un halo
ambarino que envuelve su figura, casi sin sombra. No sé qué está
pensando, no sé si piensa o flota en el limbo simplemente. Enciendo el
fluorescente del techo.
-¿Qué pasa?
-Que está loca, dios mío, que está loca. No se me ha ido la mano con
el Nenuco, me ha tirado ella un frasco. Está loca, Alonso. Menos mal que
era de plástico; si no, me descalabra. Me he tenido que cambiar de ropa
para ir la mercado. Le gente me miraba y se apartaba por la calle.
Apestaba, no sabes hasta qué punto. Se ha quedado llorando, mesándose
los cabellos, pateando los muebles, gritando que me fuera. Tendré que
volver mañana. A ver si está tranquila o se ha suicidado. A veces desearía
que se suicidara. Dios mío, qué monstruo, soy un monstruo.
Se sorbe los mocos. Y se refriega las manos contra el delantal, como si
buscara arrancarse de cuajo una vieja capa de suciedad costrosa.
-La ropa está en el cesto. Dentro de una bolsa de basura.
-Pongo una lavadora. No llores.
-Y ¡¿por qué no voy a llorar, joder?! ¿Por qué? No puedo hacer nada
y, cuando puedo hacer algo, hay demasiada soledad a mi alrededor
acosándome y ya no puedo hacerlo. ¿Por qué no voy a llorar? No me digas
cuándo tengo que llorar si no estás conmigo cuando te necesito.
He terminado de cerrar el tambor de la lavadora. He hecho una
selección apresurada de la ropa y he puesto media carga. Pulso el botón
de marcha y me aproximo a Andrea, que continúa de cara a la pared,
entre estremecidos sollozos. Ha estado en esa posición desde que he
entrado. Y se me echa encima como si fuera una marioneta desmadejada.
Me cuesta aguantar sus sacudidas. No sé cuánto tiempo pasa llorando.
Tengo la impresión de que es la primera vez que se ha producido un
auténtico abrazo entre nosotros. Es decir, un modo de encuentro que
transfiere a través de la piel todas las emociones que no pueden
expresarse con palabras, como si fuera por ósmosis.
-Es injusto. Y cruel. Y falso.
-¿Qué?
-Lo que has dicho.
-¿Qué he dicho?
-Que no estoy cuando me necesitas.
-Es verdad: es injusto, es cruel y es falso. -Se seca con los bajos del
delantal-. Lo de mi madre me tiene de aquella manera. Lo siento. -Se
sorbe de nuevo unos mocos inexistentes-. Acabaré siendo un monstruo de
verdad.
-Todos acabaremos siendo monstruos si nos encerramos y nos
comportamos como avestruces o galápagos.
-No sé qué quieres decir.
-Quiero decir -nos besamos-, quiero decir que no sé qué te pasa, que
saquemos las cosas que guardamos dentro si no queremos que las cosas
se acaben adueñando de nosotros, y sean las cosas las que manden.
No sé qué hacer con estas bolsas, tienes razón, tenemos que hablar
tranquilamente, la comida era una excusa para hablar precisamente, sé
qué hacer con los chuletones porque me lo ha explicado Antonio, cinco
minutos por un lado como máximo, dar la vuelta, poner sal gorda y dejar
dos minutos más, ya está, hoy ni siquiera he ido al gimnasio, nunca falto al
gimnasio pero hoy no he ido, he preferido ir a casa de mi madre, y mira
cómo me lo agradece, necesitaba ir a casa de mi madre, bueno, he
pensado que ella podía aconsejarme sobre la comida y he pensado que
hacía tiempo que no la veía, pero ha resultado un fracaso, ha estallado su
locura, nunca la había visto de esa manera, y he tenido que venir a casa a
ducharme y a cambiarme, no sé si se habrá matado contra la esquina de
algún mueble o se habrá acabado tirando por la ventana, ahora me da
igual, no siento piedad por ella, ella no siente piedad por nadie, ella sólo
piensa en sí misma, yo-yo, yo-yo, es decir, ella, ella y ella, y nadie, nadie y
nadie, y luego he ido al mercado, me he acordado de Antonio y he
comprado los chuletones, mi talento culinario no da para ideas más
luminosas, y he comprado una bolsa de lechugas, también pensé en no
comprar nada, en invitarte a comer por ahí, ir a comer a algún sitio
especial, el más caro, daba igual, pero adónde ir a estas horas, aunque yo
siempre encontraría un sitio, con una llamada de teléfono siempre tengo
un reservado, pero eso es lo que hace Andrea cada día, Andrea sustancia
los asuntos en restaurantes, pero no me gusta tal Andrea contigo, y preferí
los chuletones y las lechugas al restaurante, ayer me estuviste esperando,
supongo que querías hablar conmigo, yo llegué tarde y no en las mejores
condiciones, el otro día te cité en el Círculo para cenar e ir al cine, y te
fallé, los compromisos me comen el tiempo, tengo una vida personal
adulterada, siempre en un plano secundario, con lo cual todos los que
estáis en mi círculo íntimo quedáis relegados a un plano secundario, el
próximo fin de semana tenemos un mitin en El Escorial, con la empresa,
los departamentos de ventas, relaciones públicas y marketing de todo el
mundo, todo el fin de semana encerrados o paseando para confraternizar,
hablar relajadamente, ya sabes cómo son estos americanos, hay que hacer
equipo, espíritu de empresa, he tenido que pactar con un fraile, ya
veremos, no hablamos desde el domingo pasado, te veo menos que al
portero de la SER, supongo que algo no está bien entre nosotros, he
pensado que sea lo que sea no se podía arreglar como un negocio, esto no
es un asunto comercial, supongo que es otra cosa, supongo que había algo
que reparar y que debía de poner algo de mi parte, por eso he ido a casa
de mi madre, para verla y para pedirle ayuda, y por eso me ha parecido
luego ridículo lo del chuletón y la ensalada, he puesto la mesa, eso sé
hacerlo, he sacado el vino y el decantador, he puesto las copas, he
pensado colocar un centro de flores y unas velas pero me ha parecido
ridículo, patético, encender una cuña de incienso, no sabía cómo sacar de
la casa el olor pestilente del Nenuco, no me mires de ese modo, ya hago
bastante el ridículo por mi cuenta, y he vuelto al mercado, llevo tres horas
con la comida y no he hecho nada, no sé si me estoy volviendo idiota o ya
lo era, incluso antes de conocerte, me he acordado de aquella vez que
hiciste, bueno, no, no aquella vez, lo has hecho más de una vez, pero una
vez hiciste un carpaccio y estaba buenísimo, de salmón y lenguado, y me
he ido al pescadero donde compraba mi madre siempre, de éste no
recuerdo el nombre, y me ha preparado unos lomos, una barbaridad,
vamos a tener ahí salmón y lenguado para una generación, y le he dicho lo
que quería hacer y me ha dicho pues te lo preparo para carpaccio, te lo
corto en filetes para que puedas hacer luego láminas, pero tienes que
meterlo en el congelador, y, bueno, no sabía qué hacer con lo del
congelador, y no sé cómo hacerlo, lo tengo ahí en esa bolsa y todavía no lo
he metido en el congelador, no sé qué hacer, Alonso, joder, ayúdame, no
ves que no sé qué hacer.
¿Quieres hacer el carpaccio todavía? Quiero hacer el carpaccio
todavía. Llevo 20 minutos hablando y quiero hacer el carpaccio todavía,
eso trato de decirte, el chuletón y la ensalada me parecen una vulgaridad,
dime cómo se hace, por favor. ¿El carpaccio sólo? No, también el chuletón.
Demasiada proteína, ¿no crees? Da igual. Son las cuatro yyyyy de la tarde:
¿todavía quieres hacer el carpaccio? Todavía. En 10 minutos. En 10
minutos si es posible, sí, el carpaccio, por favor, Alonso, no me desesperes
más todavía.
Lo del congelador es para poder contarlo en láminas muy finas y que
no se estropee, ahhhhh, pero claro 10 minutos en el congelador no
bastan, haría falta un poco más de tiempo, ¿cuánto?, no se trata de
congelarlo, se trata de que se endurezca un poco, ¿cuánto?, tal vez una
hora, no sé, el tiempo no nos llega, Andrea, podrías haber metido los
lomos enteros tal cual y entonces cortarlo, pero, claro, tú quieres láminas
grandes y así saldrían láminas pequeñas, lo que yo hice, lo que yo suelo
hacer en un caso como éste, pero es para que quede más bonito, no es
porque tal, es, a ver, cojo el filete de salmón, no, que no sean pedazos
muy pequeños, que sean grandecitos, finísimos pero grandes, muy bien,
lo pongo junto con otro filete de lenguado y hago un rollo y ese rollo lo
envuelvo con una lámina de plástico, hazlo ya, vale, ¡hazlo, Alonso!, lo voy
haciendo, lo aprieto bien, retuerzo el envoltorio y aprieto fuertemente por
los extremos, para que quede compacto, y lo meto en el congelador, y ahí
está, no sé, una hora u hora y media, quitas luego la envoltura, lo cortas
en rodajitas, muy finas, tan finas como puedas, como está endurecido se
puede cortar en láminas muy finas sin romperlo, que quedan muy bonitas,
todas ellas redondas, de color sonrosado naranja, de color salmón, claro, y
blanco pálido, que son preciosas, ¿y eso se come así?, pero, hombre, ya
sabes que eso no se come así, hay que cocinarlo, ¿y cómo se cocina?,
¿cómo se cocina?, cómo se va a cocinar, no hace falta ponerlo en el fuego
ni en el horno ni nada parecido para cocinarlo, le pones limón, o lima,
porque el limón, como es un ácido, lo cocina, y después le echas unas
virutas de lo que tú quieras, así vale, pero le puedes echar unas virutas de
queso, eh, de un queso suave, parmesano, manchego suave, o le pones
unas alcaparras, unas hojas de rúcula, no sé, algo así, y ya está, bueno,
claro, para darle sabor, para terminar el plato, le pones un poquito de
aceite, de buen aceite, como ya le has robado parte de su sabor natural al
ponerle el limón, échale un aceite sabroso pero no amargo, sabroso, no
arbequina, algo más, sí, ¿vale?, pero ahora no vamos a comer carpaccio,
Andrea, ¿no?, se harán las seis de la tarde, ¿qué comemos?, comemos los
chuletones, hazlos como has dicho, hacemos la ensalada, y hacemos unas
patatas suflé, ¿todo esto para nada, Alonso?, con una salsa picante que
sobró el fin de semana pasado, no sé cómo hacer las patatas suflé, yo
hago las patatas suflé si tú haces lo demás, gánate el cielo con las obras,
no te quedes en las buenas intenciones, idiota, vale, pero no te perdonaré
si pasas la carne.
Voy al salón y me despojo, por fin, de la mochila y del abrigo. Prendo
el incienso y estornudo. Elijo un disco de la estantería porque está
colocado del revés y lo pongo en la cadena. Me hace sonreír la precisión
obsesiva de la mesa, como si cada elemento y cada utensilio hubiera
cambiado de sitio varias veces hasta encontrar su emplazamiento exacto.
Cojo la botella de vino y las dos copas, y regreso a la cocina. Todavía me
hace estornudar varias veces la densa presencia de colonia.
Una copa de vino, ¿ya?, con unas aceitunas, mientras hacemos la
comida, vale.
Este vino me suena, es el que me regaló “T”, del restaurante “TX”, lo
tomé ayer, ¿abriste una botella?, no, lo probamos el sábado pasado y lo
probé ayer, en un bar al lado de la oficina, ¿saliste?, era lo que quería
contarte anoche, tomé un vino con Silvia ayer por la tarde, ¿con Silvia,
quién es Silvia?, la secretaria, ¿eso sólo querías contarme?, ¿por eso te
quedaste dormido en el sofá hasta las tres de la madrugada?, ¿llegaste a
las tres de la madrugada?, más o menos, quería contarte eso, ¿sólo eso?,
no, porque pasaron más cosas, ¿qué paso?, nada, pasaron cosas por mi
cabeza, pasaron cosas, llevan pasando cosas una larga temporada, me
llevan pasando cosas que no quieres oír, y tenemos que hablar, el fin de
semana pasado casi no hablamos, Silvia dijo cosas que removieron no sé
qué rincones del interior, de repente una perturbación, ay, picarón,
picarón, no será que, ay, la lagarta, esa quiere algo, caerás en la tentación,
y acabarás poniéndome los cuernos, tú, que no quieres hablar de cuernos,
acabarás poniéndome una buena cornamenta, no me hace ninguna gracia
tu frivolidad gratuita, Andrea, lo siento, no juegues con esas cosas, lo
siento, no juegues, lo siento, he dicho que lo siento.
La tormenta arrastra el amasijo inerte de la paloma de Barceló hasta
el sumidero. El agua gorgotea en la alcantarilla, hasta que la rejilla traga la
última pluma y desaparece el último rastro de sangre.
¿Qué has puesto? La sexta. Beethoven. Cuando vayamos a la mesa
pones tú lo que prefieras. Es un poema sonoro donde todo sucede en
medio del campo. Falso bucolismo. Era falso todo cuanto proponían en
aquella época las clases hegemónicas. Y hoy también es falso. Las aves no
gorjean para deleitar el oído. Y las palomas ya no transportan ramas de
olivo, sino que perecen como ratas bajo las ruedas de un autobús urbano.
Dirige von Karajan. Porque he recordado que si von Karajan viviera tú le
conseguirías a mi padre el autógrafo que nunca tuvo. La funda de esa
sinfonía ha estado durante años sobre la tapa del tocadiscos, hasta que
cambiamos de modelo, era un vinilo, sí, como si esperara todavía la firma
del maestro, incluso después de muerto. Me da escalofríos pensar que
von Karajan sale de su tumba y viene a firmar la funda del disco de tu
padre. Por esa regla de tres, se levantaría Cervantes y vendría a firmar los
dos tomos de bolsillo del Quijote, I y II parte, que ha tenido mi madre
sobre la mesa camilla durante años.

Estaba terminando de echar los bastones de patata en el aceite tibio


cuando sonó el timbre de la puerta. Nos miramos y Andrea hizo un gesto,
entre incredulidad y sorpresa. Es Elisabetta, dijo enseguida, limpiándose
todavía las manos en el delantal y franqueándole el paso a la cocina. Te
has pasado con el Nenuco, dice, chist, calla, prohibido hablar del Nenuco
hoy, podríais abrir las ventanas un rato para ventilar la casa, chist, calla, he
dicho chist, prohibido hablar de abrir las ventanas, dejemos estar las
cosas. Elisabetta es una mujer menuda, con el pelo muy corto, casi
masculino, los ojos vivos y los labios brillantes y jugosos. No se ha
maquillado ni lo necesita. Si hoy fuese miércoles, si se hubiera desatado
una tormenta y estuviéramos en el ascensor, podría volver a lanzarme
sobre ellos para comer de la ventana donde se quiebran las palabras. Y
ella se quedaría impávida y me devolvería el beso. Las manos parecen
asustadas. Te he abierto porque te he visto por la mirilla, sabía que
estabais en casa, he bajado porque Fernando, cuando se marchaba a la
tienda, me ha hecho una llamada de móvil y me ha dicho que se oía
música dentro, me gusta tu modelito, no fastidies, Andrea, no me adules,
es un chándal, ¿un chándal?, es bonito, te hace juvenil, no me tomes el
pelo, es verdad, ¿la has mirado, Alonso?, la estaba mirando y la imaginaba
ante el espejo tratando de encontrar argumentos para parecer más joven
o para volver a ser apetecible en el ascensor otro miércoles, ¿cuántos
años tiene?, ¿no la ves guapa?, ajá, ¿35, 40?, nunca he entendido la pelea
con los años, ¿sólo ajá?, menos de los que intenta disimular, el esfuerzo
por rejuvenecer envejece, te llena de apósitos, de máscaras innecesarias,
es muy guapa, ¿ves?, le gustas, te encuentra atractiva, es que eres
atractiva, calla, ¿vais a comer a estas horas?, son las cuatro y media, ¿os
conocéis u os presento?, quienes pelean con la edad suelen parecer más
viejos de lo que son realmente, le he hablado de ti, nos rozamos las
mejillas al modo de la burguesía entontecida de Serrano, nos conocemos,
la última vez, el otro día, cuando la tormenta, subimos juntos en el
ascensor, venía empapado, venía empapado, empapado, sí, ¿quieres
comer con nosotros?, estoy terminando la digestión, un vino, un vino, sí,
de éste, hum, estupendo, reserva, cógete una copa del salón, ¿qué vais a
comer?, lo que ves, no veo las copas, si enciendes la luz, o sin encenderla,
a la izquierda, en el mueble de la entrada, déjame que le dé un agua a la
copa, igual tiene polvo, yo misma, tenemos aquí unas aceitunas andaluzas
que le envió a Alonso una antigua amiga sevillana, espera que te seque la
copa, no hace falta, con papel de cocina, lo hago yo, abre el frigorífico o
mira ahí en ese mueble, detrás de ti, a la izquierda, aquí todo está a la
izquierda, éste es de izquierdas, ¿tú no?, yo soy del vientre de mi madre,
ya sabes cómo es el vientre de mi madre, y saca un aperitivo, no quiero
aperitivo, ¿qué vais a comer?, lo que ves, ya te lo he dicho, estos
chuletones que estoy haciendo, la ensalada y las patatas suflé que prepara
Alonso, con una salsa picante, ¿qué salsa?, una que no es chimichurri ni
barbacoa, sino todo lo contrario, íbamos a tomar un carpaccio, he
comprado unos lomos de salmón y lenguado, pero hemos desistido
porque no los había metido al congelador, ¿por qué al congelador?, para
hacer lonjas finas, a mí me gustan lonchitas muy finas, por la expresión
huidiza de sus ojos imagino que está pensando en el miércoles, en el
ascensor y en mi despedida, conjetura hasta qué punto estoy loco o es
simple descaro y concluye que no se lo he contado a Andrea, lo deduzco
por su sonrisa pícara, no hace falta meterlo en el congelador, no se corta
bien entonces, ¿tenéis plástico de cocina?, claro, plástico de cocina, se
corta un trozo, pones encima porciones pequeñas del pescado, colocas
encima otra lámina de plástico y golpeas, ¿tenéis mazo de cocina?,
tenemos un mazo de madera, con un lado estriado y el otro liso, con el
mazo de cocina, golpeas con la parte lisa y se queda tan fino como
quieras, ¿y podemos hacerlo todavía?, podemos, claro, si queréis, son dos
minutos, a ti no se te había ocurrido, cocinero, no se me había ocurrido, es
verdad, y tiene razón..., Elisabetta, tiene razón Elisabetta, es italiana, se le
tenía que ocurrir a una italiana, es un truco muy viejo, el carpaccio viene
de Italia, ¿te das cuenta de que estamos rodeados de italianos?, nos
acosan los italianos, en el centro de Madrid sólo se oye hablar italiano y
castellano, son una plaga, ¿no te gustamos?, me gustáis, huimos de
Berlusconi, hum, a mis brazos, fugitivos, te comería, italiana, si me dejara
este español, toda tuya, no, somos amigos, ella tiene otros gustos,
¿verdad, italiana?, verdad, Fernando, por ejemplo, el carpaccio también,
¿me dajaréis probar un poquito?, no, te sentarás con nosotros y
compartirás el carpaccio, tú vas a hacerlo, italiana, ahí están los lomos, ahí
está el rollo de plástico, aquí está el mazo, una tabla, un cuchillo
afiladísimo, un plato, un plato, traigo un plato, grande, de servir, ¿vale?,
vale, ay, mi italiana.
De repente, el mundo es un lugar amable para Andrea.
He bajado para interesarme por ti, quería saber cómo estabas, estoy
bien, el miércoles también bajé, cinco minutos después de la escena del
ascensor, disculpa, seguramente fue una falta de respeto, lo fue, no
importa, después me he reído pensando en ella, no me sentí ofendida,
estupor sí me causó, un estupor tremendo, pero estuvo bien como estuvo,
no se encuentra una un loco así todos los días, tan fogoso, no sabía que
estuvieses loco, lo siento, de verdad, bajé y no me abriste el miércoles, me
metí en la ducha inmediatamente, no sé cuánto tiempo estuve bajo el
agua, terminé entumecido, no fue el mejor día de mi vida, ayer también
bajé, ayer regresé más tarde de lo habitual, me quedé tomando un vino al
salir de la oficina, me alegro de que estés bien, siento haberte molestado,
si te he molestado, no era mi intención, no importa, no pasa nada, estuvo
bien, ahora me avisó mi marido y por eso vine de nuevo, se lo había
contado, ¿lo del beso de tornillo?, no, eso será nuestro secreto, si tú no lo
difundes yo no se lo contaré a nadie, tu aspecto deplorable, tu semblante
enfermizo, ¿tan mal estaba?, he visto tísicos con mejor presencia, no hay
una tormenta como aquélla todos los días, vale, ¿qué cuchicheáis?, tu
plato, del miércoles, ¿qué pasó el miércoles?, subimos en el ascensor
juntos, ah, el día de la tormenta, era la primera vez que hablábamos, creo,
le preguntaba por su estado, estaba empapado, ¿qué significa
empapado?, significa empapado, chorreando, chorreando, ¿tú?, y el
ademán que hace moviendo a uno y otro lado la cabeza viene a sugerir
que estoy loco.
Oye, yo he venido a ver cómo estaba..., Alonso, vale, Alonso, ¿no te
sabes el nombre?, sí, no me acuerdo a veces, me resulta raro, Alonso, no
es común, vine a ver cómo estaba Alonso y a ver quién de los dos me echa
una mano en el fregadero, que lo tengo atascado, ¿Fernando?, mi marido
es manco, ya sabes, en la cocina entran los alimentos crudos y salen
elaborados, pero no hay tareas, ni cacharros que fregar, ni basura, ni
incidentes, nada, necesito vuestra ayuda, yo soy torpe, éste, éste, sí, no
me miréis así, es un manitas, aquí todo lo arregla, desde que vive aquí no
hay nada averiado, éste te puede echar una mano en el fregadero y, si es
preciso, en el culo, te gustaría también una mano de éste en el culo,
Andrea, por favor, era una broma, pero, en caso de necesidad, también te
hace una apaño perfecto, tiene una mano habilísima, ¡Andrea!, era una
broma, es una broma, ¿es urgente lo del fregadero?, urgente, urgente, no,
pues el lunes, todo este fin de semana lo quiero conmigo, tenemos mucho
pendiente, hemos de hablar, no sé qué cosas pasan por su cabeza, pero
pasan cosas por su cabeza, por su cabeza y por su corazón, no sé, Andrea,
por favor, es privado, estamos entre amigos, ella es una amiga mía muy
antigua, no hay problema, podemos hablar de cualquier cosa, ¿cuánto
tiempo hace que nos conocemos, Elisabetta?, ¿veinte años?, veinte, tal
vez, yo te presenté a tu marido, nos conocemos de mucho antes, qué
tiempos, hablas como los viejos, tú podrás hablar de cualquier cosa, yo no
puedo hablar de cualquier cosa con todo el mundo, bueno, y tenemos a
mi madre a punto de suicidarse o de “suicidarnos” a nosotros, el fin de
semana próximo tengo retiro empresarial en El Escorial, en fin, que
necesitamos todo el tiempo para nosotros, ahora nos vamos al cine, ¿te
vale el lunes lo del fregadero?, queda con él pero no antes del lunes, hasta
el lunes es mío, desde el lunes tenéis permiso para lo del fregadero y lo
del culo, o sea, que, si queréis, también os podéis meter mano, eso sí, os
laváis con un buen jabón después, ¡Andrea!, coño, la frivolidad tiene un
límite y el humor también. Lo siento.

¿Qué hago con estos dos libros? Tres. Ah, tres: dos gordos y uno
delgaducho. Gödel, Escher, Bach, un eterno y grácil bache, de Douglas R.
Hofstadter; El romance de Leonardo, de Dmitri Merezhkovski, e Hipatia
en Alejandría, de Maria Dzielska. Hum. No he empezado a leerlos todavía.
El de Hipatia lo he comprado esta semana, después de ver Ágora, de
Amenábar. Quería saber más de la mujer histórica, tras ver aquellas
escenas terribles y revivir la historia de los parabolanos, no muy distinta
de los sectarios creyentes actuales. ¡Terrible! Elisabetta los ojea, los hojea,
los examina, los voltea, uno, otro, el otro. Dice: no hay nada que iguale la
emoción de la primera página de un libro. Entiendo a Manuel Rivas
cuando dice que un libro que arde desprende un olor a carne
chamuscada. Los sopesa. Son tuyos. Son míos. Qué cosas lees. Andrea lee
otras cosas. Por ahí está su libro. ¿Dónde está, Andrea? En mi bolso.
Hacen una introducción del texto en la solapa y en la contraportada, pero
es puramente comercial, no hay nada comparable con la emoción de la
primera hoja de un libro, cómo empieza. Hum. Ahora está con la trilogía
sueca, la saga Millennium, le va mucho la intriga. Ponlos por ahí, en la
mesa mismo, ponlos en la mesa auxiliar, junto al sofá, le dice Andrea a
Elisabetta. Y corrijo: con los otros, Elisabetta. Cuesta pronunciar Elisabetta,
¿eh? Mucha gente me llama Elisa por eso, es más común. Andrea también
suele llamarme Elisa, ¿o no?, salvo cuando me chincha, que me llama
Elisabetta. O sea, que hoy quiere darme por saco. ¿Quiero fastidiarte? En
absoluto. Me llamas Elisabetta. Me parece que hoy tiene un conflicto con
las mujeres. ¡Elisabetta! Elisabetta, Elisabetta, Elisabetta.
La intriga está de moda. Yo no leo la trilogía porque esté de moda,
sino porque me gusta, me gusta esa literatura. ¿Por dónde vas? Tercer
tomo. Pues son gordos, ¿eh? Encuentro tiempo cuando el libro me
interesa. Pero está de moda. Lo estará si tú lo dices. Se escribe intriga o se
recurre a la intriga como excusa para escribir una novela. No se cuentan
historias pero se publican libros de intriga. Los escritores de éxito son
escritores de intriga. Será que no tienen nada que contar. En España hay
pocos novelistas, un par de mujeres, no son quienes más éxito cosechan.
La literatura de éxito es pura basura. Stieg Larsson y Dan Brown no
engañan a nadie: son vendedores de un producto que la gente quiere
comprar, aunque no sea literatura. No son Shakespeare, Cervantes ni
Quevedo, claro. Ni siquiera son Umberto Eco. Vivimos en un mundo
decadente, qué le vamos a hacer. Engañan los que, escribiendo lo mismo o
excusándose en una trama detectivesca, dicen hacer literatura. Eso no es
literatura, como la telebasura no es periodismo. Exageras como mi madre.
Le acabo de regalar un libro, para que se lo lea cuando acabe
Millenium: Historias de Francisca, detective del siglo XVI, de Encarnación
García Amo. ¿Quién es esa Encarnación? Una antigua amiga de mi madre,
profesora de filosofía, una sabia, una desconocida, escribe mejor que
todos estos escritores de éxito, y la trama es mejor que la de Larsson y
Brown.
¿Qué estás leyendo? Hoy he acabado Kafka en la orilla, de Murakami,
que, no sé cómo, se me ha mezclado con sueños y con fantasmas. No
entiendo. Es difícil de explicar. La realidad, la imaginación y la ficción del
texto han ido a ratos de la mano. El otro día un personaje iba en el metro.
El próximo está en ese montón: El secreto del calígrafo, de Rafik Schami. El
lunes lo empiezo. Dí que no, te engaña, lee más cosas al mismo tiempo.
Bueno, Manuel Rivas, esos relatos. ¿Y en la cama? Los libros de la mesita
son otra cosa. ¿En la mesita? Allí hay un par de libros de poesía: La
desaparición de la nieve, de Manuel Rivas, y Los archivos griegos, de
Blanca Andreu. Es un mentiroso, tiene más libros en la mesita de noche.
Se escribe poca poesía, la mayor parte de la gente escribe párrafos de
líneas cortas y lo llama poesía, pero ésta me gusta, es buena. No hay
poetas, pero hay muchos que dicen escribir poesía, dentro de cada
español hay un poeta. En realidad, hay mucha gente que se llama poeta
pero no escribe poesía. Para escribir poesía hay que leer poesía y la gente
no lee poesía en absoluto. Será la época, que es prosaica. Será la época,
pero no es ésta una época prosaica, sino mediocre y anodina, todo tiene
un nivel escaso, quizá porque no se piensa, compramos cosas, libros,
programas de televisión, para no pensar, todo está hecho. Hay
McDonald's y Burger King, es decir, comida basura de consumo, hay
Ferrán Adriá, es decir, humo e insignificancia con etiqueta exclusiva, y no
hay nada. Es difícil encontrar la comida que alimenta.
¿Sabéis qué estoy leyendo? No se lo he dicho a nadie porque me da
un poco de vergüenza. Los primeros días, al ir a la UNED, lo escondía en el
bolso. Me daba vergüenza; ahora, no tanto. Me lo regaló Fernando. Dijo:
te va a gustar porque se desarrolla en la Edad Media. Él piensa que ha de
gustarme cualquier cosa relacionada con la Edad Media. La verdad es que
me ha atrapado. Amor y venganza, de Julie Garwood. Eso es novela rosa.
Rosa, rosa. ¿Y qué tiene de malo? Tampoco engaña a nadie. Sólo pretende
ser lo que es. Como Corín Tellado en su día. O como Marcial Lafuente
Estefanía, con sus novelas del oeste. ¿Por qué es peor que cualquier
novelita de Pérez-Reverte? ¿Porque no escupe ni insulta en las redes
sociales? ¿Porque no está en la Real Academia Española? La Real
Academia se nutre de amiguetes y la mayor parte son bastante grises,
anodinos y carcamales. No exageres. Échale un vistazo a la lista de los
sillones. Aparte de misóginos, sexistas y homófobos, muchos no
superarían hoy el bachillerato. ¿Por qué crees que se eligen por
cooptación? Porque apenas unos pocos superarían la prueba del algodón.
Si somos hijos de una época mediocre y anodina, no podría ser menos la
academia, ella también forma parte del mundo. Ellos están en otro
mundo.
Se ha puesto de moda el molde. Hay un molde: cambias nombres,
cambias mayo por septiembre, Sevilla por el trópico y ya tenemos una
nueva novela, es decir, la misma novela de siempre. Parecen el trabajo de
un negro.
¿Te has fijado? ¿Traigo agua? Una jarra, sí. Habrá que poner copas de
agua, sólo había puesto copas de vino. Y un plato, un cubierto y una
servilleta para Elisa. ¿Te has fijado? No sé en qué debía fijarme. En los
libros. Desde que está Alonso en esta casa, los libros se comportan como
una plaga: lo ocupan todo; no son muchos, pero lo ocupan todo. Si te
molestamos, los libros o yo, nos marchamos. No, Alonso. Alonso está
suspicaz últimamente. Yo tengo un conflicto con las mujeres y él está
suspicaz. Anoche me estuvo esperando hasta las tres de la madrugada y se
quedó dormido en el sofá. Quería hablar conmigo y yo le hice la faena de
llegar a las tantas. No es eso, cariño. No me gusta la palabra cariño. ¿Ves?
Suspicaz. Es que me parecen una solemne memez esas coletillas. Vale. Lo
retiro.
Pat Metheny. Jazz.
¿Brindamos? ¿Por qué? No lo sé. Por lo que sea. ¿Brindamos? Por
nosotros. O sea, por tres personajillos insignificantes, perdidos en la
vorágine madrileña. Por nosotros. Chin-chin. Por tres gilís que se comen el
tarro mientras la vida está en la calle. La lluvia ya ha lavado la calzada de
Barceló y no queda rastro de ninguna muerte. La Real Academia de la
Lengua Española ha puesto en su frontispicio un farolillo rojo.
Te tendrías que haber casado con mi padre, y Fernando, con mi
madre. Pareja de italianos, pareja de españoles, fuera conflictos
institucionales. Yo no estaría aquí, sería otra persona, quizá fueras mi
madre y me amaras como madre. ¿Cómo sería tu amor, si fueras mi
madre? No soy tu madre, no tengo hijos, nunca he amado de esa manera.
Tu padre podría ser mi padre, Andrea. Es verdad, borra esa hipótesis.
¿Podríamos ser hermanos, entonces? Me temo que en eso no
contaríamos con la aprobación de tu madre. Mi madre piensa que no la
quiere nadie. Seguramente tiene razón, se lo ha ganado a pulso la
puñetera, no hay quien la aguante. Yo no quiero a mi madre. ¿Vosotros
creéis que no quiero a mi madre? Seré tu madre durante dos minutos:
siéntate, cállate y come, deja de mortificarte con tonterías. Sí, mamá. ¿No
me das un pescozón? Te doy un beso. Mamá, buena. Mamá, buena.

Mamihlapinatapai.

Vente al cine con nosotros. No. Hoy regresará Fernando pronto. Me


debe una cena rumbosa. Fernando es su marido. Ya. ¿Qué vais a ver? Los
abrazos rotos. Muy apropiado. ¿No vemos Celda 211? Me gusta el
gaznápiro Malasombra ese, matón Malamadre, lo contrario, vale,
Malamadre, pero, para hoy, lo más apropiado es Los abrazos rotos. Lo ha
dicho Elisabetta. Ha sentenciado una persona inteligente. Tú mandas. Eso.
¿Habéis visto? Madrid está tranquilo. Es viernes, última hora de la
tarde, empieza a hacer frío, ¿por qué no habría de estarlo? Es 20N. 20N.
Otros años estaban los fascistas por la calle. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te has
acordado de repente? Por la secretaria: el jefe de una amiga suya se ha
ido al Valle de los Caídos a celebrarlo. Qué tétrico. Estarán incubando los
huevos de la bicha y habrán ido a poner el culo sobre la parva.
Más ósculos de entontecidos burgueses. No los soporto.
Mamihlapinatapai.

Te cuento una historia. Te la debo desde hace tiempo. No sé por qué


no te la he contado antes. Temí que no te gustara oírlo.
A Elisa la conozco desde tiempo inmemorial. ¿Sí? No me lo habías
dicho. 25 años, lo dije antes. Es verdad. Me sorprendió, creí que os
conocíais de la escalera, como vecinos, como yo los conozco. Desde Italia.
Su padre y mi padre eran amigos. Un verano, en Perugia, donde vive su
familia y vive mi padre, una pequeña ciudad de calles empinadas, llena de
estudiantes. Ellos hablaban y nosotros nos perdíamos por las calles, Elisa
me enseñaba los sitios más recónditos, superábamos la adolescencia y
comíamos pizza. El primer verano supe por ella que la pizza podía ser una
comida deliciosa, no sólo una cosa con queso derretido, tocino y orégano
propia de americanos. Los americanos tienen la facultad de envilecerlo
todo. Un día descubrimos que tenemos la misma edad, y que habíamos
nacido el mismo año, el mismo mes y el mismo día, el seis de febrero de
1972, a no sé cuántos kilómetros de distancia. Otro día me escribió y me
dijo que quería venir a estudiar historia a España. Somos amigos desde
entonces. Es especialista en historia medieval. Trabaja en la UNED, no sé
exactamente en qué departamento, me lo ha explicado pero no debí
poner demasiada atención ese día, de media mañana a media tarde y
toda la tarde dos días a la semana, desayunamos juntos todos los días,
¿no te lo había dicho?, no, no me lo habías dicho, sí, baja, prepara el café,
ha subido una baguetina de la cruasantería y la tuesta, ¿te das cuenta de
que casi siempre tienes pan del día cuando llegas?, ella lo compra, el otro
día estaba feliz cuando dejaste el tomate rallado, perfecto, decía, perfecto,
con el toque exacto de pimienta, ¿por qué crees que encuentras recogida
y limpia todos los días la cocina?, ayer, no, ayer, no, es cierto, ayer tenía
prisa, porque ella recoge y friega, yo soy un desastre, odio la cocina, ya lo
sabes, cuando hacemos el zafarrancho siempre te dejo la cocina, aunque
sea a cambio del cuarto de baño, creí habértelo dicho, no pretendía
ocultarlo, prefiero la mierda a los alimentos, no sé, tendré que mirármelo,
después ella se va a la UNED y yo me voy al gimnasio, lo de hoy me lo
tienes que agradecer especialmente, lo de meterme en la cocina, digo,
supone un esfuerzo extraordinario, he luchado contra resistencias internas
atrabiliarias y las he vencido, las he vencido por ti, bueno, no, las he
vencido por mí, me gustaría entenderte y me gustaría entenderme, hace
tiempo que no me entiendo, y quizá por eso no te entiendo, vivo, pero no
sé por qué vivo. Me gustaría saber por qué vivo, por qué corro de un lugar
a otro durante la semana, por qué voy todos los días, de lunes a viernes, al
gimnasio, por qué me peleo por defender a un artista que no me gusta en
absoluto, por qué prolongo los días innecesariamente en lugar de venir a
casa, no ya porque estés tú, que estés tú debiera ser una razón añadida,
aunque no hubiera nadie esperando y me esperara la soledad. Por eso he
vuelto a leer esos libros de filosofía oriental, ¿has vuelto?, he vuelto, me
alegro, te conocí leyendo esos libros y hablamos mucho de ellos, y aprendí
de ti algunas cosas, a hacerme algunas de las preguntas que ahora me
hago, por ejemplo.
Por eso tenemos que hablar este fin de semana.
Trataba de contarte algo de la historia de Elisabetta y Fernando, y me
he desviado.
Hace tiempo que no duermen juntos. No comprendo: cuando dijiste
que te gustaba, ella dijo tener otros gustos y que esos gustos eran
Fernando. Es una forma de sarcasmo con alguien, como yo, que está al día
de sus secretos. Hace tiempo que ocupan dormitorios separados. Aunque
hacen una vida normal de pareja, cada uno en sus obligaciones, ella en la
UNED y él en su trabajo de anticuario, entran y salen juntos, van de viaje o
de vacaciones juntos, hay una parte de su vida que la hacen separada.
Hacen el amor a veces pero no duermen juntos. Y cada uno hace el amor
por su cuenta y se busca sus amantes por su cuenta. Ella no tiene remilgos
en decir que busca amantes desesperadamente, se pasa por la piedra a la
mitad de los compañeros de la universidad. Quizá sea ninfómana, le da
igual, no tiene interés en diagnosticarse, es feliz, se lo pasa bien, disfruta,
no tiene carencias.
Fernando es anticuario. Tiene una tienda en el barrio de Salamanca,
en la zona más cara, en Serrano o esquina a Serrano, en esta calle, no
recuerdo el nombre, da igual. Todo el mundo en Madrid la conoce. Yo los
presenté. Llevé a Elisa al local, entonces lo regentaba su padre, para que
viera la enorme cantidad de arte sacro que acumulan. Los presenté y
acabaron casándose. ¿Sabes dónde se casaron? En la plaza de Chamberí.
Ahí había un juzgado de distrito y empadronamos a ambos en casa de mi
madre para que pudieran casarse ahí y tuvieran una foto de la fachada. A
Elisabetta siempre le ha gustado la fachada; no por razones
arquitectónicas, es fea, sino porque se juntaban el juzgado, el
ayuntamiento y un convento de monjas, lo uno a continuación de lo otro.
Dice que es una imagen muy española y muy italiana al mismo tiempo.
La casa de arriba se la compraron porque yo les dije que me
compraba esta casa, compraron los dos exteriores y los unieron, ¿no la has
visto?, que te la enseñe el lunes, parece el gran almacén de los
cachivaches históricos, no cabe nada más, todo está repleto de cuadros,
esculturas, muebles antiguos, cacharros antiquísimos, no se puede pisar
sin tropezarte con una reliquia, las manías de Fernando que Elisa no lleva
mal del todo. Muchos fines de semana desaparece, visita algunas zonas de
la ruta del Camino de Santiago y aledaños, pueblos perdidos, algunos
contactos, su padre le dejó una buena red de contactos, paga en efectivo y
renueva material en el almacén y en la tienda. Una vez tuvo un problema,
que quedó en amenaza de problema. Ya sabes: tráfico de arte. Pero en
este país todo se resuelve con dinero. Y en aquella ocasión se resolvió con
dinero. Elisa tuvo que ir a la tienda, buscar una caja fuerte disimulada que
le indicó Fernando, sacar cinco millones de pesetas de los de entonces,
meterlos en una bolsa y entregárselos a alguien del juzgado. ¿Te alarmas?
¿Eres de los que cree todavía en la integridad de la justicia? No están
menos podridos los jueces que los políticos. Quítate esa venda, y no es un
chiste. Mi madre fue testigo, en la consulta de su bruja, de una
transacción parecida con un juez de guardia por razones de tráfico de
drogas. 50 millones de pesetas. Mi madre está ida, pero no fantasea,
luego es verdad si lo dice ella. Hace mucho tiempo que la corrupción hizo
metástasis en España.
¿Por qué te cuento todo esto? No sé exactamente. Porque te verás el
lunes a solas con ella y ella hará todo lo posible por acostarse contigo.
Porque así conoces un poco mejor a mis amigos y, en consecuencia, me
conoces a mí. No sé qué harás. No me importa, sabes que a esas cosas no
les doy importancia, tú sí les das importancia, yo no. Ella intentará llevarte
a la cama. Y quería que la entendieras un poco. No es un pendón, aunque
ella dice que es una puta. Lo es en otro sentido. Quiere hacer de su carne
una aventura y disfrutarla; al fin y al cabo, su carne es lo que tiene más a
mano.
Me sorprendes.
En Marbella tienen una casa. Si la quieres, sólo tienes que pedirles la
llave. Es tu casa.
La gente no tiene una vida lineal ni perfecta, Alonso. La vida no es un
guión de película. La gente no es pura ni casta, ni siquiera quien lo parece,
la idea de decencia es ubicua. Este mundo está lleno de sorpresas. ¿Tú
crees que la Iglesia, es un ejemplo, sólo un ejemplo, es una agrupación
decente? Tiene en su interior el mayor porcentaje de pederastas del
mundo. Poner cara de bobo no santifica a nadie. Juan Pablo II ponía cara
de bobo. Benito XVI la pone. Y la jerarquía pone cara de bobo para las
fotos. Quizá sean bobos.

Hemos salido en silencio de la sala de proyecciones al vestíbulo y a la


Gran Vía, y caminamos por la acera, alejándonos del centro donde se
agrupan los cines y la gente se arremolina. Conforme avanzamos se oye el
ruido de nuestros pasos, al tiempo que se aleja el rumor sordo de las
voces. La masa siempre habla muy alto.
Cuando llegamos a la Red de San Luis, aún no hemos dicho una
palabra. No sé por qué hemos nos hemos dirigido ni hemos llegado hasta
aquí. ¿Tú lo sabes? No. Yo tampoco. No lo sabemos ninguno. Ha sido un
recorrido silente y sonámbulo. Hace frío a esta primera hora de la noche.
De la hamburguesería de la esquina salen muchachos resoplando;
algunos, con un helado en la mano. De repente, Andrea se gira, se pone
frente a mí, nos quedamos mirando fijamente a los ojos. Lanza un grito
contenido pero prolongado: ¡es una mieeeeeeeeeeeeeeerda! Un
proxeneta nos contempla desconcertado. Por un momento, ha perdido el
control del negocio. Montera, es decir, la Red de San Luis está llena de
prostitutas baratas. Y de proxenetas vigilándolas. Supongo que le
sorprende que dos personas de nuestro aspecto tengan una reacción tan
grosera. Lo peor que hemos visto nunca de Almodóvar, incluida la nefanda
Pepi, Luci. Lo peor. Estamos de acuerdo. Después de aquella penosa mala
educación, nos reconcilió con Volver, pero estos abrazos rotos son una
infamia, nada vale, apenas se salva Blanca Portillo. ¿Qué le hemos hecho a
este señor para que nos torture de esta manera? Hemos visto todas sus
películas: ¿qué más hemos de hacer? ¿Por qué? Y hemos aguantado
estoicamente hasta los títulos finales. Ninguno sabemos por qué no
hemos abandonado la sala a la mitad, o sí lo sabemos, por respeto mutuo,
por si al otro le estaba gustando. Es hábil el perillán: consigue
confundirnos. La próxima película ya no la veremos.
Cuando se entere Francisco, ¿quién es Francisco?, Francisco, el
compañero de contabilidad en la empresa, cuando le cuente la
mamarrachada de película dirá que uno de los dos no es manchego,
¿Francisco es manchego?, él y sus padres son manchegos. Ni querrá ser
español si Almodóvar lo sigue siendo. Aunque a Francisco, en realidad, ser
español o manchego le da lo mismo, lo considera un accidente.
Recuerdo que Silvia me dijo que no se aguantaba ni con palillos en los
ojos. ¿Silvia? La secretaria. Con quien estuve ayer tomando el vino al salir
de la oficina. ¿Y hemos venido? Lo había olvidado, me lo dijo ayer mismo.
Hace tiempo que convertimos en iconos a personajes mediocres.
Almodóvar no es una excepción. Venden y venden, pero ¿qué venden? Ya
no hay cineastas ni cantantes, sino vendedores. Lo primero es vender el
producto, presentar un producto atractivo y venderlo. Por detrás viene
hacerlo y, a veces, sale y, a veces, no sale, pero está vendido. ¿Por qué?
Aprenden deprisa de los americanos y les va bien. No importa la obra, sino
su venta, las cifras. No importa el trabajo bien hecho, sino su colocación
en el mercado. Por esa regla de tres los programas de telebasura son
excelsos. Lo son. No lo sé, es un mundo en el que todos se tienen deudas,
se protegen, se alaban: exaltación de mediocre a mediocre.
Caminamos un rato por la zona, deambulando. Siento una sensación
de desagrado en el estómago que atribuyo a la película, pero seguramente
obedece a más razones. Las callejas que unen o cruzan Montera, Carmen y
Preciados forman una red que a estas horas se torna peligrosa.
¿Cenamos algo? Pinchos. Vale. Cerveza. Vino. Cerveza. Unos
soldaditos en Labra(109). Y unas patatas bravas o un pulpo por el callejón
del Gato(110). Después te llevo a oír música a un sitio que no vas a olvidar.

El local se dispone como un conjunto de celdas de una mazmorra,


organizadas en torno a un espacio central algo más amplio, que alguien se
ha ocupado de comunicar arrancando las rejas. La iluminación recuerda
aquel destino carcelario, más tétrico que represor. Seguramente es
imitación, pura decoración, hoy nada es genuino. En cada espacio, dos o
tres mesitas que casi lo convierten en reservado. Los parroquianos hablan
en voz baja.
Al fondo, ocupando una oquedad en la pared, una mujer entrada en
años afina una guitarra frente a un micrófono.
Andrea se acerca a ella, se besan, se abrazan, intercambian unas
palabras, me observan y hablan, ella agita levemente su mano
mirándome. Supongo que me ha saludado y la saludo con la mueca de
una sonrisa.
Algún día te contaré quién es esta mujer. De ella aprendió Chavela
Vargas. Es muy buena, pero no la conoce nadie. No hay que ser bueno,
hay que ser famoso. Almodóvar dixit. ¿Sólo Almodóvar? Toda la banda.
La besé. ¿Cómo? El miércoles, cuando subimos juntos en el ascensor,
besé a Elisabetta, un beso de tornillo. ¿Cómo? Apasionado. La besé.
Todavía no entiendo mi reacción, no, el impulso, no reaccioné a nada, ella
no tiene nada que ver en eso, ella se quedó paralizada. A ver, Alonso:
¿tú...? Yo. Explícame con detalle. Así que le hablo de Farewell y Pinto,
pinto, gorgorito, y del beso cuando el ascensor se detuvo en nuestra
planta. Déjame ver, dice, ponte de pie. Me levanta los brazos, palpa mis
bolsillos, la espalda, pasa la mano por mi cara, como si estuviera buscando
algo, un defecto escondido. Hay un Alonso desconocido que no adivino y
que me disimulas u ocultas. ¿Dónde lo escondes? A mí me gustaría
encontrarlo. Y se ríe francamente. Me pasmas.
Estas semanas suelo hacer periplos imaginarios y, al regreso, me
cuesta saber dónde me hallo. El miércoles estuve lejos.
Estás raro, Alonso, un poco ausente, tienes la cabeza en otro lado.
Estoy aprendiendo de vinos. De ti. No digas tonterías. Últimamente he
aprendido Somontano. Sabía Rioja, Valdepeñas. Y Penedés. Por el cava.
Ahora, Somontano. Y Bierzo, también he aprendido Bierzo, que lo trajiste
con el Somontano. Deja de decir tonterías. Fue Blanca la semana pasada
quien me lo dijo. Me preguntó si había algún problema entre nosotros.
Me dijo: he llamado a Alonso y no lo encuentro. ¿No lo encuentras en el
móvil? Sí, en el móvil, sí, he hablado con él, pero no lo encuentro. A
Alonso, no; es otro. Me llamó pero no sé por qué me llamaba. No escuché.
La oí, obviamente, pero no la escuché. Escuchar requiere una actitud que
no yo tengo en este momento. Creo que le he fallado en algo.
Seguramente quería hablar conmigo y se encontró con un amigo
extraviado. Todo me cansa. Últimamente todo me cansa, especialmente el
trabajo. Antes era hasta el viernes, y ahora también el sábado y el
domingo. Estoy cansado. En Navidades, unas vacaciones, quizá todo
cambie. ¿Tienes vacaciones en Navidades? Sabes que no tengo vacaciones
en Navidades.
Pide un güisqui. ¿Un güisqui, tú? Pero si tú no bebes alcohol. Un
güisqui. Alguna vez tenía que empezar. Vale. Pues un güisqui. Solo. ¿No lo
quieres con un poco de agua o soda? Solo. No he dicho un güisqui con
soda o con agua, he dicho un güisqui. ¿Con hielo? Solo, como los hombres
duros del oeste americano. Hala, un güisqui solo para el caballero. Como
te siente mal, llamamos a tu madre.
La mujer de la oquedad hace un rasgueo en la guitarra y nos
callamos. Cierra los ojos y canta. Hay algo en su voz que me conmueve:

Bésame,
bésame mucho,
como si fuera ésta noche
la última vez.
Bésame,
bésame mucho
que tengo miedo a perderte,
perderte después.
Quiero tenerte muy cerca,
mirarme en tus ojos,
verte junto a mí.
Piensa que tal vez mañana
yo ya estaré lejos,
muy lejos de ti.
Bésame,
bésame mucho,
como si fuera ésta noche
la última vez.
Bésame,
bésame mucho,
que tengo miedo a perderte,
perderte después.

A partir de ahí he olvidado la noche del viernes.

NOTAS AL CAPÍTULO 8:

104. La cita es de Virgilio, en Georgicas. La frase completa dice: «Tempus fugit, sicut nubes,
quasi naves, velut umbra», es decir, el tiempo vuela, como las nubes, como las naves, como las
sombras. En algunos relojes aparece modificada: «Sed fugit interea fugit irreparabile tempus», es
decir, pero huye entre tanto, huye irreparable el tiempo.
105. “Sólo sé que no sé nada”. En realidad no es seguro que la frase sea de Sócrates, sino que
sus discípulos la difundieron atribuyéndosela a él, aunque no expresada de ese modo. La
transmisión histórica es la que la ha reelaborado y la que nos la ha entregado así. En Apología de
Sócrates, Platón la incluye, aunque no exactamente formulada de esa manera, sino a través de un
razonamiento más largo. Dice: "Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del
oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en
alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: "Este es más sabio que
yo y tú decías que lo era yo". Ahora bien, al examinar a éste -pues no necesito citarlo con su
nombre, era un político aquél con el que estuve indagando y dialogando- experimenté lo siguiente,
atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y,
especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que
él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello me gané la enemistad de él y de
muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel
hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree
saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como , en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece,
pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco
creo saberlo." (Editorial Gredos, traducción de García Gual).
106. Según Wikipedia: palabra del idioma de los indígenas yámanas de Tierra del Fuego,
listada en el Libro Guiness de los Records como la "palabra más concisa del mundo", y es
considerada como uno de los términos más difíciles para traducir. Describe "una mirada entre dos
personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambos desean pero
que ninguno se anima a iniciar".
107. Lao Tsé.
108. Flor de jazmín.
109. Casa Labra, en la calle Tetuán, perpendicular a Preciados, a la espalda de la Puerta del
Sol, famosa por sus soldaditos de pavía, unos extraordinarios trozos de bacalao rebozados. En su
comedor se fundó el Partido Socialista Obrero Español, PSOE, el 2 de mayo de 1879.
110. Calle de Álvarez Gato, por donde paseó muchas veces Valle Inclán y pasea Max Estrella,
personaje central de Luces de Bohemia.
9
Sábado, 21 de noviembre de 2009
Un corte de pelo, el cine y otras aventuras menores

A propósito del corte de pelo de Silvia. La secretaria. Sí. La de los


vinos del jueves. Sí. Silvia. Silvia. ¿Nos llevamos el carro de la compra? He
mirado por el balcón del dormitorio, y el día me recuerda a la primavera.
¿Qué hora es? Las once y cuarto. Buf. ¿Qué pasa? Es tarde. ¿Once y
cuarto, tarde? Es sábado.
El pulso con el sol lo perderá el frío esta mañana. Hay un haz de luz
tibia que atraviesa los visillos, y convierte en diminutas pavesas doradas la
nube de pelusillas en suspensión.
¿Te has fijado que casi nos hemos vestido idénticos sin ponernos de
acuerdo? Vaquero, camisa de manga larga y deportivas. Sí. Bueno, las
camisas no se parecen mucho: la mía es de cuadros y la tuya, lisa.
Encargamos la compra y nos sentamos en algún sitio a tomar el
aperitivo. Nos llevamos el carro y nos sentamos igualmente a tomar el
aperitivo, si eso te apetece, y no tenemos que andar mirando el reloj por
la hora de reparto del supermercado. Vale.
Cuando ya bajamos en el ascensor, que desprende ahora un aroma
de limón sintético, porque he pulverizado ambientador esta mañana al
levantarme, ahhhh, me río durante un rato, como si no viniera a cuento.
¿De qué te ríes? Imagino a Silvia en su trono laboral con ese corte
grotesco. No imagino, la estoy viendo. Tenías que verte anoche, te reirías
menos. Calla. Ahora eso no toca. Ya. Estoy avergonzado. Una pregunta: en
tu vida, ¿cuántas veces te has emborrachado? Ninguna. ¿Ninguna?
Ninguna. ¿Ni siquiera en nuestra primera cena? ¿Recuerdas? ¿No estabas
un poco achispado? Recuerdo. Ni siquiera esa noche. ¿Anoche fue la
primera? Sí. Increíble. ¿Por qué? Porque te emborrachaste
estupendamente: acabaste completamente inconsciente.
Es la tercera vez que intento contarte lo del corte de pelo de la pobre
Silvia y la tercera vez que me cambias de tema. Es la tercera vez que te
recuerdo lo de anoche y la tercera vez que te sales por la tangente. Luego.
Vale, habla.
Definitivamente, no es de otoño esta mañana del sábado. Los árboles
del jardín privado del ministerio están quietos y hay un silencio de pájaros,
que pareciera hablar de un Madrid deshabitado. Pero sólo es sábado. Por
la avenida, apenas pasan coches y cruzamos sin comprobar el color del
monicaco del semáforo. Andrea hace el gesto de subirse y ajustarse el
cuello de la camisa, pero no hace frío. En todo caso, basta una chaqueta,
como la que llevamos puesta, para no sentirlo. Si acaso, recibimos un leve
golpe de brisa en el rostro, como si el viento se hubiera cansado de serlo
en el trayecto desde la sierra de Guadarrama. José Abascal tiene
orientación este-oeste, pero el área despejada del parque del Canal de
Isabel II hace pensar que un día la sierra del norte pudiera venir a
desparramarse sobre nosotros. Sería una pena: le estropearía el campo de
golf a Esperanza Aguirre.
Hay tanta quietud en Madrid esta mañana, que nos sigue el trac-trac-
trac de las ruedas del carro sobre las llagas de la acera.
Debido a la orientación de su mesa respecto de la puerta de entrada,
yo la veo siempre por la nuca y el perfil izquierdo. Y me conmueve el
estropicio. Aquel último viernes tenía el pelo largo, ligeramente por
debajo de los hombros, y el siguiente lunes vino con ese corte estrafalario.
Como si le hubieran querido arrancar de cuajo el hemisferio derecho,
dejando el izquierdo intacto. O no tan intacto, porque parece espulgado,
como si lo hubiera picoteado una gallina con su pico de tijeras locas. El
jueves le pregunté por el atentado y no quiso responderme, me dijo que
era una larga historia, que quizás en otro momento.
La imagino en la peluquería, cerrando los ojos, yo siempre entrecierro
los ojos en esos sillones mullidos, mientras la peluquera, pienso en una
peluquera, no en un peluquero, y no sé por qué, quizá debería pensar en
un peluquero, la fama, desde luego, la acaparan los varones, imagino a la
peluquera que aspira a ser artista del peine y las tijeras, estilista, ja,
elucubrando sobre el material vaporoso de su cabeza, como quien
proyecta una escultura, y desarrolla su obra. ¿Te refieres a la secretaria?
¿La que tenéis en recepción? La secretaria. Sí, no a la del jefe. A la
secretaria. La genuina. Silvia, la del vino del jueves, la cercenada. Uf. Te
has levantado pensando en ella. ¿Me he levantado pensando en ella?
Tonterías. Me he levantado pensando en la inmortalidad del alma y en la
existencia de un dios todopoderoso. No. Me he levantado tratando de
construir un argumento(111), similar al ontológico, para demostrar la
inexistencia de dios. Me he levantado nihilista. Joder, no. Me he levantado
con dolor de cabeza y me he ido a la ducha. ¿Ves? Calla. Callo, cremallera.
Antes los peluqueros se llamaban peluqueros. Ahora se llaman, los
llamáis, tú los llamas así, ¿yo?, ¿cómo?, estilistas, los llamáis estilistas, y se
consideran artistas. El mundo se ha llenado de artistas. ¿Y no lo son? No lo
son. Los cocineros también son artistas. Nadie come ni se corta el pelo, se
pone en manos de artistas, es decir, de gentes que interpretan el mundo y
lo recrean sobre nuestra cabeza o nuestro estómago.
Te vendría bien un alka seltzer. Una leche. La buena leche a
temperatura ambiente también asienta el estómago cuando está revuelto.
No tengo el estómago revuelto, me soliviantan ciertas cosas, el hato de
espabilados y sus corifeos o semidioses que nos arrean como si fuéramos
ganado, y a lo peor lo somos.
El argumento ontológico te solivianta. Sigue.
Imagino el despertar de Silvia tras la culminación de la obra, hala, ya
hemos terminado, ¿qué te parece?, te tutean, claro está, somos seres
inferiores: el corte desigual, bastante más largo del lado izquierdo que del
derecho, ligeramente violáceo, en lugar del castaño oscuro de antes.
Estupendo. Yo habría dicho: estupendo. ¿Qué puede uno decir ante una
obra de arte aunque no la entienda? O precisamente porque no la
entiende. Uno teme pasar por ignorante. O por insensible: es que tú no
captas, no captas, ¿cómo diría?, no captas la trascendencia de la
propuesta. Después habría venido a casa y me habría pasado la maquinilla
por la cabeza. Eso, yo; Silvia, no, Silvia carga con las consecuencias del arte
moderno. Como hacen aquellos a los que el dinero les revientan las
costuras de los bolsillos, después de pasar por Sotheby's.
Silvia sufrió nuestras miradas y nuestro silencio el lunes siguiente, ya
hará dos semanas, pero se sentó resuelta, como si aquel estropicio no
fuera con ella. Si nos hubiera preguntado, seguramente habríamos dicho:
estupendo. Uno teme ofender en estos casos. O parecer antiguo. Cuando
entró el jefe, yo no estaba, supongo que me hallaría en el cuarto de baño,
aunque es raro en mí, sólo me levanto de la mesa por un café o una
infusión, me lo han contado, me lo contó Silvia, al mirarla, le dijo:
-¿Eso es un corte de pelo, señorita? ¿O acaso se ha caído usted de un
cuadro cubista? Picasso enfermo.
-Es la moda.
-Es una moda que crea disparidades notorias. Evite, por favor,
ponerse de repente ante un cliente: nuestros seguros no cubren el riesgo
de infarto. Y páseme luego el teléfono del “artista”, si no es molestia, a ver
qué puede hacer con mi cabeza. O con la suya –añadió, dirigiéndose a su
secretaria, mientras en cinco, seis zancadas, atravesaba el pasillo para
entrar en su despacho.
La cabeza de Moraleda parece salida de las manos de Botero.
Silvia sintió el escalofrío de su puesto de trabajo, pero nada ha
cambiado en su pelo desde entonces. Supongo que es una forma de ser
diferente para ser, en el fondo, lo mismo. Nos hemos acostumbrado a
verla rara. Y ella se habrá acostumbrado. ¿Y si fuera esa la moda? ¿Y si
fuera la belleza? O hemos estado demasiado ocupados esta semana en el
asunto de Mansonia, ¿Mansonia?, ¿qué es eso de Mansonia?, un cliente
con problemas en Hacienda, Mansonia nos habrá distraído y ya no le
prestamos atención a la pobre de Silvia ni a su desaguisado.
Silvia no tendrá mucho interés en que le prestéis tanta atención a su
cabeza. Te voy a nombrar mi edecán un día y vas a venir conmigo a todas
partes, en silencio, sin decir nada, como mi sombra, aprenderás a que no
te extrañe nada. Los artistas, hoy, Alonsito, que no te enteras, que vives
todavía en otro mundo, los artistas no son los de antes.
Los artistas de ahora son los cantantes, actores, peluqueros,
cocineros, diseñadores, modistos, perfumeros,... todo lo que está en la
superficie. Nada que ver con el Parnaso. Ese monte es cosa antigua. Ha
quedado recluido en los libros y en el Museo del Prado. Para que tuviera
interés habría que convertirlo en vintage. Una palabra en inglés, ¿te das
cuenta?Cuanto más inútil es algo, mayor relevancia tiene el artista que se
ocupe de ello. La clave, Alonso mío, está en venderlo. No me hables de
artistas, háblame de que puedo venderlo. Lo importante, Alonso mío, es el
vendedor, el management del asunto, ¿a que suena bien?, otra palabra en
inglés, management, venga, te enseño a pronunciarlo, ma-na-ge-ment, el
que coloca el producto, y el que te enseña a apreciarlo, el coach, ¿esto te
suena mejor?, coach, más inglés, ¿o habría que decir inglés
norteamericano?, no sé, veamos, co-ach, coach significa entrenador, es
decir, que lo importante en este mundo moderno de falsedades es el que
coloca la falsificación y el que te muestra cómo apreciarla.
Me estás tomando el pelo. Te estoy tomando el pelo, Alonsito del
alma. Pero es la verdad. La verdad es una tomadura de pelo. Ese es
exactamente mi trabajo: tomar el pelo. El mundo es una farsa y yo trabajo
para la farsa.
Miguel Ángel no existe. Hoy Miguel Ángel se llama Luis Llongueras,
por ejemplo. O David Delfín o Victorio y Lucchino. Es decir, unos gilipollas
con chorreras. Miguel Ángel transformaba una masa de granito informe
en una obra de arte; estos, disfrazan el mundo, simulan que lo interpretan
y lo cambian, pero lo disfrazan, son empleados de carnaval. Tu amiga es
una víctima -consentida, seguramente, el nuevo arte requiere cómplices y
seguidores- de estos mentirosos hacedores del mundo. Más vicarios de
dios en el mundo.
Un amigo me decía que esta gente suele tener el cerebro al lado del
ano; de ahí el resultado. Yo, fui yo, un día, no sé con qué motivo, y te
enfadaste. Vale, me enfadé, no te entendí, ahora lo comparto.
Espera, ¿llevas la lista de la compra? La he metido en el bolsillo del
carro de la compra. Estaba colgada del corcho. La he desprendido y la he
metido en el bolsillo del carro. Estamos casi en Quevedo, ¿ahora te
acuerdas de la lista? ¿Y si se nos hubiera olvidado? Habría que volver a por
ella, el frigorífico está vacío. El jueves hasta las bacterias habían emigrado.
Si tú no compras los chuletones ayer, no habría habido comida, salvo unos
sanjacobos del fin de semana pasado que había congelado. Habríamos
comido sanjacobos. Eso pensaba comer yo: sanjacobos.
Mira.
¿Imaginas a Miguel Ángel ante la piedra de la cantera antes de iniciar
el Moisés o la Piedad? Como la peluquera ante la cabeza de Silvia.
Imagínalo. ¿O a Mirón, antes de acometer el Discóbolo? ¿A Rodin, antes
de comenzar el Pensador? Imagínalos por un momento. Cuando
interrogan a la piedra, cuando dialogan y pactan con el pedrusco informe
su conversión orgánica. Granito, mármol, lo que sea. El bronce, el vil
metal, en el caso de Botero. Cuando buscan y encuentran el mensaje
escondido en el alma mineral de la geometría amorfa. Cuando descifran el
mensaje escrito en la estructura de la materia para guiarla hacia la vida.
Porque los átomos, conducidos por Miguel Ángel, Mirón, Rodin o Botero
descubren una camino hacia la vida, se vuelven biológicos, son la vida.
Ellos sí son dioses, sí son arquitectos de un mundo. ¿Qué tienen que ver
con la actitud “sublime” del estilista ante la cabeza de Silvia? Y del
modisto, aunque sea otro tema el del modisto. Incluso, ¿qué tienen que
ver todos estos “artistas” con la labor humilde del alfarero cuando coloca
sobre su torno una pella de arcilla y se dispone a moldear un botijo? Un
botijo es una obra menor a nuestros ojos, lo podría hacer cualquiera. Ja.
Un destrozo como el de Silvia sólo lo puede hacer un “artista”, y no es un
destrozo, sino una obra de arte.
No te rías. Es una reflexión seria. Quizá no sea trascendente pero sí es
seria. O pretende serlo. Piénsalo. Borra el arranque grandilocuente, de
acuerdo, pero piénsalo. Me gustaría encontrar una explicación, entender
por qué llamáis artistas a esa gente, por qué eso es arte, qué es arte para
quienes decís que el estilismo, el diseño, la moda,... todo eso es arte.
Mira, más sencillo: ¿qué no es arte?
Yo sólo me dedico a vender, Alonso. Vendo cosas que no valen un
pimiento o las intercambio por otras del mismo precio. Si tú supieras
cómo se selecciona a muchos cantantes, muchas canciones, entenderías
por qué necesitan llamarlo arte y a esos personajes necesitan llamarlos
artistas. ¿Recuerdas a aquel que vendía envases con mierda de artista?
Piero Manzoni. Es un problema de mensaje y de envoltorio. En Australia
venden llaveros con deposiciones de koala. Yo podría decir que trabajo de
basurero, pero ese es un término reservado a quienes recogen la basura
de la calle; quienes vendemos basura, hacemos mercadotecnia,
marketing,... esas cosas en inglés, porque en inglés todo queda más
pulcro, parece que huele a Chanel nº 5, aunque sea basura. ¿Chanel no es
otra forma de basura?
Se ríe. Y me río. Miras la calle y todo está lleno de carteles. Dices:
anunciar es una manera de clasificar el estercolero.
En una época mediocre, y ésta es una época mediocre y decadente,
hasta la basura se vende y lo más vistoso, por imperativo del material, es
la basura.
¿Imaginas que a Silvia no le hubiera cortado el pelo una peluquera?
¿Imaginas que hubiera sido un accidente? ¿Carecería de sentido la
reflexión? ¿Ya no sería el mundo un basurero sino un sitio limpio y
honesto? ¿Admitirías como hipótesis al peluquero como artista? Imagina
que intentó cortárselo ella en casa, que se hizo un trasquilón, que intentó
arreglárselo, que empeoró el trasquilón primero y se hizo otro trasquilón.
Imagina que se cansa y dice “a hacer morcillas, así se queda”. ¿Sería mejor
el mundo? ¿Ya no sería tan imperfecto? ¿Estarías dispuesto a ser
condescendiente con los artistas modernos? Seguramente, sí. Imagina que
la han secuestrado, que la media cabellera que le falta se la han enviado a
su familia como prueba de vida para reclamar el rescate. ¿Sería, entonces,
el mundo malvado? ¿Dirías que vivimos en un mundo de delincuentes?
Seguramente, sí. ¿No debería haberte dicho que la han secuestrado? ¿Por
qué no te ha dicho que la han secuestrado?
Desvarías, Andrea. Cierto, desvarío, pero mi trabajo consiste en traer
y llevar personajes que no son nada y decir, por mi vida, que son artistas,
es decir, músicos y cantantes. Construir historias para vender, se vende lo
que tiene una historia detrás.
Elementos residuales de una sociedad decadente.
Cuando las generaciones futuras miren nuestra época y vean Somalia
y Luis Llongueras juntos, aunque no revueltos, que ciertas cosas, por
pulcritud, nunca se mezclan, quedarán escandalizadas de nuestra
insensibilidad y arrogancia, de nuestra frivolidad.
«Si analizamos(112) el grupo joven de las mujeres de hoy -18-38
años-, apreciamos el crecimiento de la tendencia a lucir cabellos largos.
Incluso mujeres de 45-55 con espíritu joven gustan de las melenas
llevables, cómodas, que rozan los hombros. Es el mayor cambio dentro del
panorama en la moda del cabello, basado en la libertad de medidas, un
color jovial, donde la novedad apunta –según Luis Llongueras- a los
pelirrojos irlandeses naturales que animan el color de la piel, y siempre
con la base de un buen corte, bien personalizado, que resulte cómodo y
favorecedor. Calidad técnica y buen estilo estético, que es la base con que
han sido preparados los estilistas de Llongueras. Lo único que aparece
como novedad, dentro del amplio porcentaje de cabellos largos o melenas
de una pieza –mayoría de mujeres y jóvenes-, es la actitud práctica para
controlar las medidas más largas en algunos momentos de su vida diaria:
en el trabajo, o el gimnasio, cuando el cabello no está cuidado, sin tiempo
para pasar la plancha o para darle un toque más festivo para una ocasión
especial. En ocasiones así un práctico recogido soluciona el problema al
instante. Es por esta realidad que Llongueras encuentra la inspiración con
sus propuestas de semirecogidos informales Feeling de los que presenta
para primavera-verano una variedad que aporta un aire nuevo a las
propuestas de peinados. Especialmente en la vertiente práctica y
novedosa de graciosos e informales recogidos y volúmenes altos, que para
Luis Llongueras es la única pauta nueva que apunta en el horizonte de las
tendencias en estilos para el cabello femenino. Una moda muy
especialmente acertada además para la vida relajada del verano».

Un supermercado no es un sitio al que se pueda entrar o del que se


pueda salir fácilmente. Tiene un ritual. El zorro le explica claramente al
principito(113) el significado de ritual. Sirve para que un día no se parezca
a otro día y que una hora no se parezca a otra, le dice. Sirve para que un
supermercado sea diferente de cualquier otro, aunque todos sean
esencialmente el mismo. Sirve para que el supermercado sea distinto a sí
mismo cada fin de semana. Sirve para que el principito domestique al
zorro. Es decir, para crear vínculos, dice el zorro, para tener necesidad uno
del otro, para verse el uno al otro como únicos en el mundo. El
supermercado nos ha domesticado, ha conseguido de nosotros que
caminemos dos kilómetros para comprar lo mismo que podríamos
comprar en las tiendas cercanas del barrio.
Aquí entras y, a la izquierda, están las consignas, donde aparcamos el
carro; al frente, las cajas, y, a la derecha el acceso al área de compra,
empezando por la panadería a la derecha. A partir de ahí se inicia una
disputa en la que el centro intenta que te sientas solo y abandonado, para
ser él quien te acoja y te guíe. A partir de ahí, hay una mano invisible que
te conduce por los pasillos y una voz que te habla quedamente en los
oídos. En la tienda del barrio te sueles encontrar a un dependiente,
aunque ahí las cosas también están cambiando. Muchas tiendas del barrio
se quieren parecer a los supermercados.
Andrea va corriendo como un niño a la pescadería, que se ve a la
derecha, antes de la sección de frutería, embutidos y envasados,
buscando algún exótico pescado, que acabará por parecerse a cualquier
pescado corriente. Le gusta ver cómo refulgen las pieles bajo los focos. Y
las manos acorchadas y rojas de la pescadera, de moverse entre las tripas,
las espinas, el agua y el hielo.
Puesto que no hay ofertas especiales, acepta ajustarse a la lista de la
compra. Con la relación en la mano, la voz taimada del embaucador
fantasma se ha silenciado.
Un supermercado es un sitio donde inertes y cadáveres se venden
envasados y etiquetados. Un envase es un féretro disfrazado.
Compremos uvas, por favor, hum. Compramos uvas blancas.
El pan lo compraremos en Orio al regresar a casa. Pan clásico. En la
puerta siempre hay un negro vendiendo La Farola. Si hemos de creer en
los científicos, debería recordarnos al negro que fuimos antes de cruzar el
estrecho hace miles de años. Sin embargo, somos blancos, una forma de
desdén. O de desprecio. O de olvido. El olvido quizá sea una forma de
desprecio.
Nos hemos sentado en la primera terraza de Fuencarral donde da el
sol, cerca de la glorieta de Quevedo, un poco más allá del quiosco de
periódicos que hay en la esquina, frente al supermercado. Los asientos
permiten estirar las piernas y echar hacia atrás los hombros y estirar la
espalda. Es un ejercicio en el que me insiste Andrea con frecuencia. En eso
es como mi madre: parecerás un viejo con 40 años si vas corcovado por la
vida. De niño, creía que mi madre me lo decía para parecer más alto, pero
había un fundamento salutífero en su advertencia. Sé que es caminar
corcovado, o sea, curvado, inclinado, jiboso, torcido, contrahecho, pero no
sé qué es ir corcovado, quizá vencido, derrotado, rendido por la vida.
El sol tiene los dedos calientes. Los noto al acariciarme la frente, las
sienes, las mejillas, los labios, que se han vuelto tibios. Unos niños juegan
con una pelota de plástico en el cercado infantil de al lado, mientras su
padre se balancea sobre un caballito de madera acoplado a un muelle que
permite los movimientos elásticos. Los adultos que juegan a ser niños
suelen acabar por los suelos. Verás.
Entorno los ojos y los párpados tamizan la luz del otro lado. ¿Qué
quieres?, dice Andrea. ¿Tú? La voz me suena a hueca con los ojos
cerrados. No sé, un vermú o una cerveza. ¿Qué quieres? Uf, coño, siento
un pinchazo en los ojos, algo empuja desde dentro para estallar en las
pupilas, y me presiono los globos. Ahí, buf, todo vuelve a estar bien. Una
tónica. ¿Una tónica? ¿Qué te pasa? No sé. Nada. Me he levantado
temprano, y me he duchado largamente, pero persiste una extraña
sensación en todo el cuerpo que nunca había sentido. Al despertar tenía
pegada la lengua al paladar y notaba, por primera vez en mi vida, la
campanilla en una encrucijada. O sea, la resaca. ¿Tú crees? Jo, tío, te
tomaste tres güisquis sin pestañear, con tres güisquis yo también me
emborracho. ¿No te acuerdas? No. Dijiste me mareo, me plantaste la
mano en el brazo, de repente te demudaste hasta ponerte blanco y te
caíste redondo. Y arruinaste de paso el negocio del bar y las canciones de
Aurora. Pobre Aurora, la voz rota más hermosa, tendré que llamarla y
pedirle disculpas. Intenté sacarte, pero no sabía que pesaras tanto. Te
cargamos entre tres y nos montamos en un taxi. El taxista me ayudó a
subirte luego a casa y tuve que darle 10 € de propina. Me he pasado la
mitad de la madrugada comprobando que respirabas, y sólo a partir de las
cuatro de la mañana te has movido ligeramente. Entonces supe que no te
morirías y me he dormido, o creo que fue entonces cuando me permití
dormirme. Pensé varias veces en llamar al médico de guardia y no sé por
qué no lo hice. Una ampolla de vitamina B intravenosa y esto se arregla de
golpe, había dicho el taxista, y me llenó de miedo. ¿Querías
emborracharte? ¿Es una pregunta? Es una pregunta. No sé, no. Pues no lo
entiendo.
Un vermú, una tónica y unas aceitunas. Rojo, solo.

¿Qué pasó el domingo? No recuerdo nada. El domingo pasado. Sé


que estuvimos comiendo, con Alfredo, eso, con Alfredo, un amigo
fotógrafo, Alfredo, terminamos, bajé al trastero a buscar no sé qué, unas
fotos, bajaste a buscar unas fotos para mostrárselas a Alfredo, y ya no
subiste, perdí el sentido del tiempo, subí tarde, tú estabas en el
ordenador, me tomé un yogur y me fui a la cama, creí que habías salido a
dar una vuelta, es verdad, cómo iba a salir a dar una vuelta solo estando
tú en casa, sin avisar, no, podías haber salido, claro, o me podría haber
dado un jamacuco, venga ya, no digas tonterías, o sea, Alfredo ya se había
marchado, Alfredo se había marchado, sí, me dormí rápidamente.
Estás raro, Alonso. ¿Por eso organizaste la comida de ayer? La comida
y el cine. Por eso y porque me estuviste esperando el jueves y porque
últimamente no hablamos. Y porque ayer te emborrachaste. Eso fue
después. Pero todo viene de lo mismo. ¿O no? ¿Estoy raro? Llevas raro
una temporada.
Había olvidado la tormenta.
Voy a comprar el periódico. El País, Público y El Mundo. ¿ABC y La
Razón, no? Facherío y caverna, no, por dios. Pues el Mundo, no. No pienso
alimentar a la prensa amarilla con mi dinero. El País y Público. Si tanto te
interesa el amarillismo, te levantas, vienes conmigo al quiosco y lees los
titulares en el expositor. Lo quiero yo. Da igual: antes que a ti, obedezco a
mi padre, que me enseñó a no alimentar monstruos. Sectario. Ni hablar,
léelo en el ordenador, no pienso financiarlos.
Los domingos por la mañana mi madre nos echaba a la calle. No os
quiero aquí, me estorbáis, decía. Y acometía ella sola la limpieza de la
casa. Mi padre apenas insistía, nos vamos porque nos despides,
protestaba sin convicción, ya casi en la puerta. Y nos veníamos a esta
zona. El quiosquero que entonces regentaba el puesto le daba todos los
periódicos del día y mi padre siempre objetaba lo mismo: mira, Blas, creo
que se llamaba Blas, que yo no compro todo esto, yo no financio canallas
ni cómplices de los tiempos oscuros. Coño, tendrás que leerlos, para saber
qué dice cada uno. Hay que conocer el punto de vista del amigo y del
enemigo. El del enemigo es particularmente importante. Sí, pero no los
sostendrá mi dinero. Tú leelos y después me los devuelves, que ya se los
devuelvo yo a ellos. Quédate con el que quieras. El País, sólo El País. Vale,
El País, devuélveme los demás. Y que no se entere mi hijo, que tengo un
hijo medio tonto y de derechas, sólo piensa en el dinero. El hijo heredaría
el quiosco. Todos los domingos igual. Mi padre contaba que, tras la
muerte de Franco, pero todavía sin democracia, exponía también un
puñado de Mundo Obrero. ¿Y eso qué es? El periódico del Partido
Comunista. Ése también lo compraba mi padre. En honor a sus
antepasados. Y nos sentábamos aquí. A veces, en el banco frente a la
heladería. Yo leía las pocas páginas infantiles(114) que traían -luego, ya un
poco mayor, leía todo, claro, pero entonces no siempre iba ya con mi
padre-, y enseguida me ponía con algún libro que traía en el bolsillo. O me
iba a hacer el tonto con algún amigo, que entonces ya cerraban al tráfico
la calle Fuencarral los domingos, y nos juntábamos por aquí los
muchachos a darles patadas a un balón, a montar en patín o,
simplemente, a hacer el ganso. Hay una edad en la que hacer el ganso es
una actividad estupenda. Me gustaría hacer el ganso con 100 años, si llego
a vivir 100 años. Después venía mi madre, hacía su selección de lecturas,
tomaban el aperitivo, pagaba mi padre El País y devolvía el resto. Hasta el
siguiente domingo. Su firmeza me enseñó a ser firme con quienes se
comportan como si fueran mis enemigos. Y mi enemigo siempre fue el
mentiroso y el falsario. Esos periódicos que te interesan hablan con la voz
de mi enemigo.
No estoy de acuerdo con esa visión maniquea de tu padre. Pero yo sí,
y la llevo a rajatabla.
Toma, estúdiate esto.
Con El País le he entregado a Andrea una octavilla negra de Burger
King, con festón dorado y blanco, que repartía un joven de apariencia
exquisita, algo sombrío y apagado, como salido del sótano lúgubre de una
biblioteca o del chiscón donde se almacena el fondo editorial de una
librería vieja. Por un momento me ha recordado a un personaje del
Drácula de Bram Stoker.
La próxima vez que te dé un arrebato venimos a comer con esta
oferta y te sale más barato que los dos chuletones de a medio kilo.

UNA HAMBURGUESA WHOPPER, 2’99 €


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La promoción es válida hasta el 17/02/2010, en los establecimientos de San Bernardo, 122, y Plaza
de Santa Bárbara, 7.

Con un gesto al aire, Andrea me dice que estoy loco. Es verdad. Y


pone la octavilla sobre la mesa. No creo que sea carne de la misma vaca.
Todavía no he decidido asesinarte.
Ya con el periódico abierto en las manos, todavía observo al
repartidor de propaganda junto a la boca del metro. Hay algo en él que
llama mi atención: no sé si es su apariencia frágil, su figura exprimida,
escuálido, como limón o naranja ya sin zumo, su mirada lánguida e infértil,
sus céreas mejillas o su dedicación a la tarea. Por eso no me pongo a leer,
sino a observarlo. Quizá sea su pantalón negro y su camisa negra, la
sonrisa helada, aunque no hace frío. Viendo su sonrisa, me pregunto si
somos hijos de las estaciones o son las estaciones nuestros correlatos.
Podría imaginar el otoño como el parto de la nostalgia, si ésta tuviera
útero. Por el sol, por la temperatura del aire, podría ser hoy primavera,
aunque es otoño. También es otoño en la sonrisa del joven, que pareciera
temer un frío que no llega, pero aguarda a la vuelta de la esquina.

El gobierno aprobará la Ley de Economía Sostenible.


Hallada muerta una transexual relacionada con el gobernador del
Lazio.
Berlusconi.
No está mal como resumen para empezar.
¿Qué piensas? Madrid.
Si tuviera que hacer una foto de Madrid esta mañana de sábado, la
haría de la Glorieta de Quevedo. Y como es una fotografía y mis ojos
abarcan lo que abarcan, no más que el lienzo de un cuadro o la ventana de
un objetivo, me limitaría a este rincón, al insigne Quevedo encaramado en
su pedestal, que nos trata con desdén y mira hacia otro lado, a la acera del
supermercado hasta Gonzalo de Córdoba, más o menos, ahí vive
Francisco, igual sale a pasear y nos lo encontramos, el chaflán de la
perfumería Gilgo, que antes era cristalería y tienda de regalos de
porcelana Lladró, frente al metro, entre Fuencarral y San Bernardo, el
quiosco y las primeras baldosas de estas calles. Me gustaría tener poder
para interrogar a las baldosas de las aceras alguna vez. Ya sé que son
mudas, pero, si yo tuviera poder para hacerlas hablar, descubriría secretos
inconfesables de la gente. Ellas ahí abajo tienen la perspectiva de los niños
y de los perros.
Los niños y los perros quizá tengan la sensación de andar perdidos,
ahí abajo, en un bosque de secuoyas, pero, desde arriba, somos hormigas
vertiginosas y atareadas. Quizá Madrid sea un hormiguero donde
encontramos refugio de nuestros espantos. Y aquí es donde está el joven
que reparte la propaganda. Y otro joven, sentado en el suelo, embutido en
un plumas azul y blanco, entre la puerta de Gilgo y Fuencarral,
extendiendo un cestillo y gritando: “Una ayuda para un bocadillo, un
ayuda para un bocadillo,...”, repetida y machaconamente, una y otra vez,
incansable, con la voz ronca, cansina y atropellada. Y con poco éxito, la
verdad, quizá porque aquí lleva años y la gente del barrio lo observa como
parte del mobiliario, como la estatua del centro de la plaza o la baranda
metálica que separa la acera de la calzada. No sé qué tipo de hormigas
serían ellos en un hormiguero corriente. Obrera, el repartidor. ¿Y el
pedigüeño? No creo que cupiera en un hormiguero.
En la foto cabría también una señora menuda, que ha cruzado Eloy
Gonzalo desde el edificio del supermercado con su diminuto caniche
blanco. No sé si sale de paseo por las urgencias del perro o por el cigarrillo
que enciende con ansiedad. Tal vez sea por el perro, porque descienden
por la acera del Hospital Homeopático, al borde de los alcorques, donde
se detiene el perro olisqueando, ella da un par de caladas hondas y luego
exhala el humo hacia lo alto por la comisura de los labios.
Cabrían, también, dos controladoras de la O.R.A., con sus chalecos
fluorescentes y su armamento de máquinas emisoras de multas. Caben,
porque hoy parecen inofensivas, porque sonríen, porque una salta como
una niña pequeña y agita el brazo a alguien del otro lado, por Arapiles,
imagino, porque se miran ambas, se sonríen de nuevo y la saltarina se
encoge de hombros.
Cabría un patinador nervioso que atraviesa el espacio esquivando al
repartidor de propaganda, a los que salen del metro y de Gilgo, a las
controladoras, a los que cruzan el semáforo, y se lanza, a la carrera, hacia
el supermercado, pero no entra, sino que gira Fuencarral abajo, hasta que
desaparece enfilando la glorieta de Bilbao.
Cabría también un niño que ha aterrizado en los brazos de la
controladora jovial, seguido por quien parece su padre, que llega
finalmente y explica quién sabe qué azarosas circunstancias. En esa
escena, el padre se encoge finalmente de hombros. Eso había hecho ella
antes. Como si sufrieran del mismo desconocimiento o la misma
perplejidad.
Cabe de nuevo el propagandista, que recoge del suelo la hoja que
alguien tirara y la une al montón del reparto, que sonríe y también se
encoge de hombros, cada vez que algún ambulante no acepta su reclamo.
Debería caber también la solana pero no sé como atrapar la tibia
caricia del sol a través del objetivo de una cámara. O quizá sí. ¿No son el
frío y el calor muecas del tiempo, la mueca de esta mañana?
Y ya no cabe nada.

La nueva cúpula al frente de la UE debilita las instituciones europeas.


El juez investiga a la Iglesia y a Camps tras el pelotazo de la visita del
Papa.

Se diría que paso las hojas sin leer el periódico. Miro los titulares,
pero me intereso más por el tamaño de las letras que por el texto. Las
primeras líneas, acaso, y paso a otra noticia. En este último artículo añade:
la trama Gürtel logró un millón en comisiones ilegales, según la policía.
Con un millón podría vivir yo varias vidas enteras. Y Andrea. Se me ocurre
un taco muy gordo para resumir la noticia.
Suelta el taco. No, no quiero escandalizar a nadie.

Descríbeme. ¿Quieres que te describa? Estás mirando a todas partes.


Quevedo, la gente y yo debemos estar siendo absorbidos por tu mirada
curiosa. Si fueras un cuadro, se podría titular: hombre con periódico,
como mujer con pamela, porque lo tienes de adorno. Y me observas como
si fuera uno de tus objetos de estudio. Me inquietas cuando miras así:
penetras y no se sabe hasta dónde podrías llegar horadando con el solo
estilete de la mirada. Podría decir que un rayo de sol refulge en tu
pequeño pendiente de la oreja izquierda, pero eso no tiene importancia.
Es una minúscula brasa que brilla apagada. No sabría cómo describirte. Te
tengo delante, pero no sabría, quizá porque te tengo delante. Uno no
describe lo que ve, sino lo que recuerda o imagina, es decir, lo que cree
haber visto o sueña, lo que espera o lo que desea. La realidad no se narra,
se inventa. Puedo empezar por las manos, déjame las manos. Siempre me
han gustado tus manos. Son hermosas. Las manos son una de las partes
más importantes del ser humano. Un perro utiliza su boca; nosotros, las
manos. ¿Qué utiliza una serpiente? Los colmillos y el veneno o sus anillos.
Brrrrrrr. Las mariposas utilizan su trompa, y las moscas o los mosquitos.
Un caballo refriega su rostro. ¿Y un delfín? Nosotros utilizamos las manos.
Amamos y matamos con las manos. Hablamos con ellas, en todos los
sentidos, pero tú montas un escándalo. Déjalas quietas, Andrea, deja las
manos, no las muevas tanto u ocasionarás un torbellino en la calle y se
convertirá en desierto. Sólo paso las hojas del periódico, ¿o no puedo?
Haces tonterías. ¡Déjalas quietas! Déjame mirarlas. Será la segunda vez
que observe con detenimiento tus manos. ¿La segunda? La segunda. Tú
sabes que son hermosas, por eso dedicas tanto tiempo a la perfección de
la manicura. Y por eso las mueves, como hace un mago cuando trata de
secuestrar la atención de su público en un punto concreto del escenario.
La primera vez fue el día en que se sentó conmigo y con Blanca en la
mesa del Café Comercial. Llegó de repente y nos arrebató el espacio. O lo
usurpó. Te he visto desde la barra, le dijo a Blanca. Hola. Alonso. Andrea.
Tu Alonso, vaya. Llamaron mi atención sus manos. Dos esculturas vivas en
la que no faltaba ningún detalle: las uñas, las hendiduras, las venas, los
nudillos sin esquinas, todo perfecto, el movimiento airoso,..., como si
alguien hubiera corregido cualquier defecto antes de engarzarlas en las
muñecas y darles el derecho a obrar. No eran el trabajo de un dios, sino de
un perfeccionista.
¿Nunca pensaste en tocar el piano? Mi madre. Mi madre quiso que
mi hermana y yo desde pequeñitos tocáramos el violín y el piano. La
tortura me duró unos meses, hasta que conseguí que me echaran por
pegar con chicle las cuerdas de un violonchelo. Nunca me perdonó la
travesura. Y mira, mi madre no iba descaminada: he acabado en ese
mundo, vendiendo músicos, cantantes y discos. Y ahora es cuando no le
gusta. No hay quien la entienda.
Luego me ignoraron, y se dedicó con Blanca a despotricar de la
farándula y hacer crónica rosa barata.
En la mano izquierda, el primer trazo de la eme está lleno de cortes e
interrupciones, pero es muy largo, muy largo, llega hasta la muñeca. La
pitonisa de mi madre me vaticinó un día que tendría una vida azarosa y
difícil, pero que viviría muchos años.
Y nos quedamos callados. Mirándonos. Seguramente no pensamos
nada. Hay una madeja de hilo y ninguno encuentra la punta para
convertirla en ovillo, que es redondo y ocupa menos. La punta es una
frase cualquiera.
-No sé qué has dicho al levantarte para ir a comprar los periódicos.
No he entendido.
-No sé qué he dicho. ¿Qué he dicho?
-Algo de una tormenta, pero hoy hace un día espléndido de otoño.
Había olvidado la tormenta. ¿Cómo? He dicho que había olvidado la
tormenta. Llevo 40 años extraviado por olvidar la tormenta. No
comprendo. No importa. Sería largo de explicar y yo tampoco termino de
entenderlo. El día que yo nací hubo en Madrid una tormenta que duró día
y medio, y el otro día, el miércoles, la tormenta me recordó aquella otra
primera tormenta. Fue como si alguien se hubiera puesto ante mí, yo
mismo ante el espejo, me hubiera señalado con el dedo y dijera: te has
equivocado, olvidaste y te has desorientado. No sé donde estoy. El mundo
se ha vuelto un lugar inseguro. Lo que antes fueran certezas hoy
pertenece al universo de las dudas. No recuerdo que el miércoles hubiera
ninguna tormenta. Quizá fuera imaginaria, pero Elisabetta me vio llegar
empapado. Y luego estuvo la copa de vino que tomé con Silvia el jueves.
Por eso me quedé esperándote. Se removió por ahí dentro algo que
parecía asentado.
-Así que estuve esperando.
-¿Cuando te encontré dormido de madrugada?
-La madrugada que llegaste con media borrachera encima.
-Pedo. Llegué pedo. No es necesario que emplees un lenguaje
políticamente correcto.
-Esta conversación la hemos empezado siete veces, Andrea, no me
escuchas. Me hablas con el periódico delante de la cara y no sabes de qué
estoy hablando. Lo de Silvia y la tormenta ya te lo había dicho.
-Vale. ¿Vale así? ¿Y para qué? ¿Para qué era necesario que me
esperaras?
-Hubo algo perturbador.
-¿En la tormenta? ¿En el vino con Silvia?
-Con Silvia.
-Un lío.
-Una mujer.
-¿Otra mujer?
-Una mujer.
-¿La secretaria?
-La secretaria.
-Ya me lo has dicho, Alonso. Silvia, la secretaria, tomaste un vino con
ella. Ya me lo has dicho.
-No te lo he dicho. Te he dicho: hubo algo perturbador.
-Vete a la cama con ella, sabes que no me importa. Si el problema
tiene que ver con eso, vete con ella a la cama. Échale un polvo. Y a lo
mejor le haces un favor de paso. Y acaso te lo hagas a ti mismo y me lo
hagas a mí.
-A mí, sí.
-A ti, ¿qué?
-A mí sí me importa.
-Porque eres un puritano.
-No tiene que ver con el purismo.
-No hablo de purismo, sino de puritanismo. Pu-ri-ta-nis-mo.
-Perdón. Tampoco con el puritanismo. Con la coherencia y la
fidelidad. Con eso.
-Sabes que echar un polvo por ahí no tiene nada que ver con la
fidelidad.
-No me resulta cómodo, en realidad me repugna. Y me repugna
tratarlo con esta frivolidad.
-¿Es frivolidad decir las cosas claramente? Venga ya, Alonso.
-Por tratarlas como si nada tuviera importancia, por tratarlas como
tratarías un chiste. Un polvo, ya está, hala.
-Venga ya. No hay frivolidad en lo que digo ni en cómo lo digo, no lo
soy en ese tema, aunque lo sea en otras cosas. Además, no entiendo tu
escándalo de ahora: sabías cómo pensaba desde el día en que empezamos
a vivir juntos. No hay novedad en la materia, siempre pensé de la misma
manera en el asunto del sexo y de las relaciones personales. Siempre,
Alonso, siempre.
Marruecos acusa a la saharahui Haidar de querer hacerse la víctima.
Y comenta con letra menor: El embajador en España asegura que se
le podría devolver el pasaporte si renuncia a su actividad como agente
“separatista”.
-¿Por qué había dos condones el lunes en el piso del cuarto de baño
del dormitorio, si el domingo por la mañana estaba limpio?
Andrea cierra ahora el periódico, lo dobla y lo pone sobre la mesa.
No lo sé, Alonso, yo no los vi. No los viste, porque tuve el cuidado de
cogerlos con papel higiénico y echarlos a la papelera. Pues no lo sé.
Puesto que estuvimos toda la mañana juntos, a mediodía vino Alfredo a
comer con nosotros, tú te bajaste al sótano y no subiste hasta el
anochecer, cuando ya Alfredo se había marchado, que te dio tiempo a
morirte y a enterrarte, incluso a resucitar, ¿quizá quieres sugerir que yo
debería tener una explicación? Yo no la tengo, por eso pregunto. ¿Quieres
sugerir que tal vez me acosté con Alfredo? Sólo he hecho una pregunta.
Envenenada. Esa fue otra razón para que me esperaras el jueves. Ya
tenemos tres razones.
Los preservativos. Veamos. A ver si soy capaz de hacer trabajar al
detective. Vino Alfredo, lo invité a comer porque es un compañero
fotógrafo y sabía que se encontraba solo, tú estuviste de acuerdo, te lo
consulté, ¿qué te parece?, estuviste de acuerdo, vino, comimos,
prolongamos la sobremesa y dijiste de bajar al trastero a buscar unas
viejas fotos, no regresaste, te esperamos y nos aburrimos, no sé qué me
pasó, me perdí en el arcón, no sabía que guardara tantos recuerdos, en un
arcón cabe una vida, Alfredo recibió una llamada, me dijo que tenía una
nueva pareja pero no un sitio decente donde hacer el amor con ella, que
iba a ir a un hotel, Alfredo no tiene casa en Madrid, lo dijo durante la
comida, un hotel es frío, es un sitio para la cita de amantes clandestinos, y
le presté nuestro dormitorio, te hubiera consultado, pero no habías vuelto
para preguntarte, los condones seguramente los dejó ahí Alfredo, hablaré
con él y le diré que es un marrano, que no te ha gustado nada
encontrártelos en el suelo, cambié las sábanas, ¿no viste que las sábanas
estaban limpias?, lo podrías haber descubierto como descubriste los
condones, todo es ridículo, no debieras pedirme explicaciones, confiar en
mí, yo confío en ti, pero has pensado que te había puesto los cuernos.
En el fondo, todo el problema se reduce a una infantil escena de
celos.

Vámonos, coño, son más de las dos de la tarde, tenemos la comida en


el carro, no hemos comprado el pan. Y quiero llevarte a ver Celda 211, a
ver si se nos quita el mal fario de ayer con el Almodóvar. Tengo ganas de
ver trabajar a un tío guapo y rotundo, con voz de hombre de verdad, con
su pelo en pecho, como el Malamadre, el Luis Tosar, que tú últimamente
te dedicas a pensar y los que piensan me parecen muy blanditos. Ya no
hay hombres, joder, parecéis figuras de plastilina. ¿Un hombre? Te voy a
decir qué es un hombre: Tarzán con taparrabos dándose golpetazos en el
pecho. Ta-ca-ta-ca-ta-ca-ta-ca, auuuuuuuu. Tras el aullido, medio
Fuencarral se nos quedó mirando. Un hombre es un lobo. ¡Vámonos!

El miércoles te cité en el Círculo porque tenía entradas para el Bellas


Artes. Me las dieron e inmediatamente te envié el mensaje. Para el teatro,
no sé qué están poniendo, me las facilitó la compañía. La idea era hacer
una merienda cena ligera y bajar después a la sala. Pero todo se complicó
de un modo repentino y por eso tuve que llamarte para anularlo. No
sabes cómo lo sentí. De verdad.
Tenemos a un famoso desintoxicándose en un centro privado de
Madrid. El famoso es muy famoso, muy conocido, un cantante de éxito, no
me preguntes el nombre, sabes que no puedo repetir esas cosas fuera del
ámbito de trabajo, ¿X?, no puedo contestarte, ¿Y?, no puedo contestarte,
¿Z?, joder, Alonso, que no puedo decir sí o no, esto funciona así, nuestros
protocolos de empresa nos lo impiden, no puedo, confidencial significa
silencio de puertas afuera, y eso es confidencial. Y es lógico. El centro es
un hospital privado de los más importantes de Madrid. Tampoco puedo
decir el nombre. Por favor, no me lo pongas más difícil. Trato de explicarte
qué pasó el miércoles para que te fallara, sin entrar en detalles que me
están vedados. Mi empresa no se fía de ti, ya lo sé, y yo debo aceptar ese
código a rajatabla o dejar la empresa. Qué quieres. Es la dialéctica de la
contradicción entre la lealtad a los dineros y a los afectos. No admite
síntesis. Yo te lo digo a ti, tú se lo dices a Silvia, a tu madre o a quien creas
discreto, Silvia, tu madre o quien crees discreto se lo dicen a un amigo o
amiga, el amigo o la amiga a un vecino,... y se entera todo Madrid. No.
Alcohol y drogas. Sí. Cuando se meten en problemas se meten en
problemas, no se quedan a medias. No es el primer famoso que
ingresamos en ese centro.
Hubo un error en la clínica. Nunca había habido contratiempos, pero
esta vez se concitaron todos los problemas. Se les registra con un nombre
cifrado, entran por un acceso privado y se les ingresa en un área
restringida, donde sólo dos médicos y cinco personas más, entre auxiliares
y enfermeras de absoluta confianza, pueden entrar. Si tú vieras aquello, yo
lo vi para emitir el informe previo a la firma del convenio, parece un ala
propia de una película de espías. Es imposible traspasar la última puerta.
Bien, pues alguien cometió un desliz y saltó la clave que oculta al
personaje en administración. A media tarde ya había un periodista tras la
noticia. En estos centros, siempre hay personal sobornado por la prensa.
Lo de los dos administrativos de la clínica fue sencillo: con mil euros por
encima de lo prometido por el periodista, arreglado, silencio, y la amenaza
del despido. Dentro de tres meses, de todas formas, serán despedidos.
Todo el mundo tiene un precio pero el de éstos suele ser barato. Son
padres y madres de familia respetables, aunque se dejan tasar. El pequeño
viaje o el capricho extraordinario que se den con ese “ingreso” lo
difundirán como un esfuerzo, nunca tendrán valor para admitir que ellos
también son corruptibles. Gente de orden y respetable, votante de la
derecha, porque representa el orden y el respeto.
Todos dignos, todos respetables, todos llenos de valores y principios,
aunque yo sepa el precio exacto de cada principio y de cada uno en cada
caso. Se paga y ya está. Círculo cerrado. Un círculo de tiza caucasiano.
Todos son cómplices y todos, respetables. El cantante habrá pasado
quince días descansando y participará en alguna campaña de Unicef o
Save the Children. Porque son buenos y santos. Todos están podridos. A
mí también me alcanza la podredumbre, faltaría más.
Si mañana promovieras un centro de desintoxicación municipal,
tendrías a toda la buena gente encima para impedirlo. Ellos lo tienen
como negocio. No hay buena gente, Alonso, hay gente disfrazada. Al señor
arzobispo de Madrid le basta con ponerse una sotana negra y un fajín rojo
para ser santo, pero oculta el color y el modelo de los calzoncillos y si
están o no están limpios, si se tira pedos o suelta zurrapas, e incluso
podría no llevar calzoncillos, ser hermafrodita o sátiro. La buena gente no
tiene ano y, por lo tanto, no defeca, hasta que un día se remueve una
alfombra, y aparece el tinglado y su escenario, la mascarada, los muchos
usos del ano y de la mierda.
Lo del periodista fue más complicado. A éstos no los mueve el dinero
sino la codicia, que no es lo mismo, aunque digan que es la noticia y la
profesión, porque un bombazo como éste encarece el próximo bombazo.
Ya estaba negociando con un grupo. Ha sido muy caro. Y, sobre todo, muy
difícil. La próxima vez que lo vea por ahí luciendo blancura de dientes
sabré con qué dinero ha pagado al dentista.
El problema me duró toda la tarde del miércoles y todo el jueves, por
eso el jueves llegué tan tarde, y no sé si fue por eso que también bebí
demasiado. El cabrón del periodista pagó todas las copas. Llaman
periodista a cualquier cosa; son, en realidad, depredadores que consumen
carne humana.
En realidad, en ese mundo, todos consumimos carne humana.
Un cantante es una imagen que sólo a veces canta un poco. Frágil,
manipulable, que se cree dios. Un ser humano débil, pequeño, inculto, en
general. Ganan dinero fácilmente y lo gastan fácilmente. Todo es
fácilmente accesible: las chicas, o los chicos, los caprichos, incluso, el
alcohol y las drogas, nosotros se lo facilitamos; si no soy yo, cualquiera,
porque cualquiera está dispuesto a adularlos, por si de su mano de dios se
desprende algún milagro. No todo es igual, hay excepciones; excepciones,
claro. Hay algunos diferentes, pero tienen que ser extraordinarios, casi
genios, los conoces. Siempre son productos en todo caso.
No es un mundo idílico, es un mundo de máscaras. Nada de lo que
ves es real. Nada es real. Se ve el envoltorio. Esto también es un
supermercado.
El cantante me necesita y necesita a la compañía, la compañía
necesita al cantante, el cantante y la compañía necesitan a los seguidores
y a los medios de comunicación, y los seguidores y medios de
comunicación sobreviven gracias al cantante y a nosotros. Es la simbiosis
perfecta, nadie es por sí mismo, el alimento está en el otro y nos
alimentamos. El más débil, el cantante, es decir, el producto de consumo,
al que arrojamos a la basura, cuando deja de ser útil, compañía, yo,
prensa y seguidores.
Fue Alfredo quien se lo resumió el primer día. Con toda su crudeza.
Andrea lo sabía, pero oírlo te pone frente a la realidad de un modo
violento. Ni lo mío tiene que ver con la fotografía ni lo suyo con la música,
nada de esto es arte, usted y yo somos tenderos. Lo que usted y yo
hacemos es una mierda y vendemos la mierda. Pero nos pagan por ello,
así que aquí estamos. Se lo dijo al regresar del cuarto de baño, pero no lo
echó del despacho.
A Alfredo lo conoció hace tres años en la oficina. Y un año después,
es decir, hace dos años, no, uno y medio, sucedió lo de la diva americana.
-Yo no fotografío a esa guarra- dijo, nada más ser informado por la
secretaria de quién era Andrea, que acababa de entrar por la puerta. Por
la forma de expresarse, no parecía referirse a la higiene.
Andrea lo miró de arriba abajo. Lo primero que hace Andrea siempre
cuando te conoce es estudiarte de arriba abajo. Y lo llevó a su despacho.
Pidió silencio, tranquilidad y paciencia, por favor, se sentó, pidió a Alfredo
que hiciera lo mismo y lo examinó con cuidado. Frisaría los 30 años.
Llevaba la camisa por fuera y otra más gruesa de cuadros sobrepuesta,
unos zapatos náuticos de cordones y unos pantalones chinos azules. Lo
recuerda perfectamente. Había dejado a un lado de la silla su cargamento
de cámaras y utensilios. Le llamó la atención que iba peinado
perfectamente, como si fuera un ejecutivo informal, pero ya nunca fue así,
siempre parecía que acababa de salir del interior de un saco de dormir.
Andrea se lo recordó alguna vez.
-Leche, sabía que, si iba despeinado a tu despacho, podría dar por
perdida la primera batalla con la guarra aquélla, así que me aseguré de
tener buen aspecto.
-Yo no fotografío a esa señora o lo que sea, es una guarra- repitió,
francamente enfadado aquel primer día.
Hay más términos en el diccionario para decir lo mismo, Alfredo, sin
necesidad de repetir la palabra como si no supieras otra: cerda, cochina,
puerca, marrana, asquerosa, obscena, golfa. Golfa me gusta.
-Si no te importa- Andrea lo tuteó, es una forma de doblegar la
resistencia en esa primera batalla-, si no te importa, dame dos minutos,
acabo de llegar de la calle, bueno, ya lo has visto, he estado dentro de un
taxi en un atasco interminable, ya sabes cómo es Madrid y sus alcaldes.
Regreso y me cuentas el problema.
Y Andrea lo abandonó con la excusa del cuarto de baño. Fue al
servicio, se refrescó y preguntó a la secretaria.
Fulanita de Tal, ¿la del padre famoso?, la del padre famoso, supuesto
pensador y famoso, más famoso y supuesto que pensador, tenía una
sesión de fotos para una revista, o más de una revista, eso estaba sin
determinar, para promocionar ese disco castaña que acababan de grabar.
¿Tan malo era? Tan malo, Alonso. ¿Tú recuerdas algún disco suyo? ¿No?
Pues le grabamos tres. Se acostaba con quien se acostaba. Una puta, si
utilizamos el lenguaje clásico, pero no se llaman putas en estos casos, el
nombre de puta se reserva para Montera y Casa de Campo, son estrictas
relaciones comerciales.
-Serénate, tutéame y cuéntame qué ha pasado. Pero relájate primero.
Alfredo le había soltado la parrafada sobre la fotografía y la música
como producto de escusado. Le hablaba de usted, ese detalle lo
controlaba a pesar de su enfado. Sólo a partir del exabrupto pareció
serenarse y empezó con el tuteo.
Había sucedido que la interfecta llegó al estudio, que se sentó en una
esquina en dirección a la puerta de entrada, que se puso con la piernas en
alto, despatarrada, que no llevaba bragas, que pidió champán frío,
champán, nada de cava, que sin champán ella no posaba, que pidió un
plato de ahumados, que sin ahumados ella no posaba, que no le gustaba
ese estudio, que pedía más focos y pantallas, que ella no trabajaba en
esas condiciones y que exigía la presencia allí de fulanito para ver aquello,
fulanito era aquél con el que ella se acostaba. Había sucedido que Alfredo
la mandó a hacer puñetas y había dejado al de iluminación, a la
maquilladora y demás personal con la interfecta, después de recoger sus
cámaras y dar tras de sí un portazo.
Cualquier otro responsable lo hubiera despedido, pero Andrea
convirtió a Alfredo en su preferido y dejó a la interfecta sin sesión
fotográfica, aunque luego hubo de lidiarla con el barragán. Contó con él
para todos los proyectos y todas las sesiones más delicadas de ahí en
adelante. La de la diva, hace año y medio, por ejemplo, y, a partir de
entonces, sería su amigo.
¿La diva? La diva.

¿Te he dicho que Blanca me llamó a los pocos días de empezar a vivir
juntos para pedirme explicaciones? Al parecer, la habías llamado tú para
contárselo. Me dijo: toma nota, Andrea, apúntatelo claramente en alguna
parte donde lo tengas siempre a mano, para que no lo olvides: si le haces
daño a Alonso te saco los ojos. Y colgó.
No te lo he podido contar antes. Llevamos juntos siete meses y nunca
hemos encontrado el tiempo que estamos encontrando este fin de
semana para hablar de nosotros y de todo lo que sucede entre nosotros.
Es como si lleváramos 70 años juntos, hemos convertido nuestra
convivencia en una rutina insoportable. Apenas sabemos, apenas nos
hemos indagado. Nos vimos arrastrados por una cena, por una noche
única, pero no nos hemos dado motivos. Ni siquiera este verano. ¿Tuvimos
vacaciones? Cuando tú tuviste vacaciones yo estaba en Miami. Y luego fui
a Italia con Elisa, necesitaba que la acompañara. Tuviste sólo quince días,
no entendí bien las razones. Tendrás quince días todavía en navidad, vale,
no me acordaba.
¿De qué hemos hablado? No hemos hablado de nada. ¿De libros? De
libros, una vez, porque tú todo lo inundas de libros y yo no soporto ver
nada inundado por nada, porque me obsesiona el orden y tú vas dejando
libros por todas partes. No. No me pongas como contrapeso la cocina, ya
sabes, y lo reconozco, que la cocina me horroriza, es lo primero que
advierto, porque es un reto que me supera. Por eso deberías tenerme en
cuenta el esfuerzo de ayer, con él se inició este fin de semana.

La diva.
Con detalles, no. Tendrás que hacerte tu propia composición de lugar.
Todavía me avergüenza. Me incomoda. A pesar de que entonces me movía
por ambientes promiscuos, todo el mundo lo sabe, tengo amigos de
entonces que tú has conocido, me incomoda. Alfredo pasó una temporada
diciéndome: no me lo recuerdes, no me lo recuerdes, ni se te ocurra.
Maldito putón verbenero, añadía, pero nadie nos puso una pistola en el
pecho. Nadie nos pone una pistola en el pecho para nada, pero todos
terminamos hozando en el lodo como los cerdos. Hay algo de morboso en
todo eso que hace que se baje la guardia y te dejes llevar a situaciones
que, en otro caso, no imaginarías. Ya habíamos terminado el reportaje.
Quedábamos allí recogiendo las últimas cosas: Alfredo, la entrevistadora y
yo, aparte de ella. Nos habían advertido de cierto descaro, de
provocaciones, de situaciones comprometidas, pero nunca imaginamos lo
que pasaría. Se levantó, nos pidió esperar un momento y regresó con un
par de botellas de cava. Estamos solos, he despedido al servicio, vamos a
celebrarlo. Coged unas copas del armario, dijo, ir sirviendo, y se marchó
de nuevo. Regresó al rato sobre unos zapatos de aguja, una bata
transparente y un montón de artilugios que echó sobre la mesa y dijo:
quiero probarlos todos con vosotros, y quiero probar los que lleváis
puestos, no me mires así, el tuyo el primero, y que todos los probéis
vosotros, soy vuestra puta, sois mis putas y mis putos, no os iréis de aquí
sin haberme follado y sin que yo os haya follado a todos vosotros. Vamos,
fuera ropa, fuera instrumentos. Lo que siguió sólo se puede imaginar tras
ver una película pornográfica, aunque una película pornográfica parece
más una clase de catequesis al lado de lo que sucedió aquel día.

No hemos comprado un frigorífico, pero parece nuevo. El hecho de


que el jueves quedara vacío nos ha facilitado limpiarlo a fondo esta
mañana sin mayor esfuerzo, en diez minutos, al terminar el desayuno. A
Andrea le molesta ver esas pequeñas esquinas o rincones que se acaban
amarilleando con el paso del tiempo. Tengo que hablar con Faghira, ha
dicho, restregando con el estropajo sobre un disparo de KH-7. Ahora luce
un blanco impoluto. Qué vulgaridad, dios mío, esta forma de expresarse
para decir que ha quedado perfectamente limpio.
Y ahora lo hemos llenado.
Entre envases, plásticos, envoltorios, cartones y varios, acumulamos
una montaña de desechos que tratamos de clasificar para el reciclaje.
Cuando desnudamos los productos, no queda nada, todo era ropaje
superfluo e inútil. En eso son humanos los productos. Algo así como tu
diva. Quizá sea una forma de prostitución también el consumo.
Ocupamos la vida como llenamos un frigorífico, con productos de
supermercado.
-¿Desde cuándo conoces a Blanca?
-¿Año?
Andrea ha adoptado una posición extraña: se ha inclinado, ha
apoyado los codos sobre la encimera, y la barbilla, sobre las manos. Me
mira de reojo, componiendo un forzado escorzo con el cuerpo entero. Soy
consciente de que me estudia mientras abro las caballas, separo las
espinas, aparto las colas y las cabezas, lavo y seco los lomos limpios, y los
coloco sobre hojas de papel de aluminio.
-¡Dios! Paraninfo de Somosaguas, primer año de carrera, primer día
de clase. Me llamó la atención. Me gustaría hacer una narración épica: un
monstruo la arrolló sin mirarla, la ayudé a incoporarse y me convertí en
caballero de aquella mujer bella, elegante y frágil. Pero no engolo bien la
voz. La verdad: nada más verla me pareció que la conocía desde tres o
cuatro vidas antes. La saludé y compartimos mesa en la clase. Hablamos
como si continuáramos una conversación del día anterior. Nos tomamos
luego un plato combinado asqueroso, que flotaba sobre la grasa, en la
cafetería. Regresamos juntos en el autobús hasta Moncloa, y bajamos
andando por Alberto Aguilera y Carranza hasta la Glorieta de Bilbao.
Pedimos un té con limón en el Café Comercial. Después ella cogió el metro
hasta Hacienda de Pavones, en Moratalaz, y yo retrocedí hasta Quevedo.
Siempre me reprochaba que yo viviera en Escosura y ella, tan lejos.
Preparo una juliana de zanahoria, puerro y calabacín y la pongo por
encima de las caballas. Sazono, riego con aceite, y cierro herméticamente
los paquetes. Los pongo en la bandeja del horno a 190o.
-Sólo años después la llevaría a casa. Estudiábamos en la biblioteca
de la facultad, en el Café Comercial, en un café próximo al Templo de
Debod, Viena, nos gustaban las mesas de mármol de uno y de otro, en mi
casa a partir de segundo o tercero. Mi madre decía: ¿la traerás? Acabaré
pensando que hablas de un fantasma. Yo hablaba de Blanca a diario en
casa. Con el paso del tiempo, mi madre llegó a decir, de cuando en
cuando: estudiad tranquilamente, tu padre y yo vamos a dar una vuelta,
estaremos fuera una hora por lo menos. O bien: voy a buscar a tu padre al
trabajo, daremos un paseo, no nos eches de menos. Mi madre siempre
fue una mujer muy inteligente. A casa de Blanca creo que fuimos sólo un
par de veces. Se quejaba, pero es que Moratalaz desde aquí pilla a
trasmano. Y tampoco me gustaba su barrio, me parecía artificial y
apresurado. Me amenazó más de una vez: vendré a vivir a Bilbao, a ver si
acudes conmigo a casa a diario. Y vive en Bilbao, en la calle Apodaca, pero
voy pocas veces. Está casada, tiene dos hijos. Quedamos en ocasiones, ya
lo sabes. Hablamos por internet algunos días. El tiempo pasa. Todo eso lo
sabes.
Pongo los restos de las caballas, junto con otros huesos y espinas que
nos han dado en la pescadería, en un cazo, y los cubro con agua. Lo dejaré
hervir un rato, lo colaré, dejaré enfriar y lo reservaré en el frigorífico para
alguna sopa o caldo.
-¿Preparas la mesa? Va a ser el pescado y una ensalada. No sé si te
parece bien. Si traes los platos, disponemos en ellos directamente la
ensalada.
-Blanca siempre te ha querido, te quiere todavía. Cuando supo lo
nuestro, por una llamada tuya, creo, me telefoneó como sólo llama una
mujer dolida y celosa. Preocupada por ti, por lo menos.
-¿Sabes que nunca se pintaba las uñas? Apenas un brillo o un reflejo
por la laca que se ponía para protegerlas y endurecerlas. Es un dato
curioso. Las uñas de Blanca. También me gustaban sus manos.
-¿Por qué crees que se casó tan tarde?
Abro un paquete de espinacas limpias y cubro los fondos planos de
los platos con hojas colocadas cuidadosamente. Lavo, seco y lamino
finamente un champiñón enorme y lo distribuyo regularmente. ¿Qué te
parece?, le digo. Hace un gesto indefinido. Entremeto unas hojas más de
espinaca y lamino otro champiñón pequeño. Coloco tiras de salmón
ahumado y desmenuzo un disco de queso de cabra en rulo. Aderezo con
aceite de oliva y vinagre balsámico, y sitúo estratégicamente unos
montoncitos de sal en escamas. ¿Los llevas a la mesa? Y pones el vino,
¿vale? Trae los otros platos para servir el pescado. Si picas un par de
nueces por encima de la ensalada, mejor.
-En el 92 estábamos en 4º. La gente estaba ocupada con los juegos de
Barcelona y con la expo de Sevilla. Nosotros nos fuimos a Berlín. Berlín era
entonces una ciudad sombría. Nos pasamos un día entero buscando el
muro. Todavía éramos ingenuos. Cuando nos encontramos con los restos
de un paño, hicimos las maniobras imaginarias de derribarlo nosotros. No
sabíamos que con eso aceptábamos un mundo en el que nosotros no
creíamos. Yo creía en un mundo de locos. Y la caída del muro consolidaba
un mundo de cuerdos. Todavía tengo esperanza en un mundo de locos.
-Te esperó todos estos años.
-Se casó, tiene dos hijos.
-¿Cuándo se casó? ¿Qué edad tienen sus hijos?
Abro el horno, aguardo un instante a que la temperatura interior
amaine, saco los paquetes de aluminio con una pala y los deposito sobre
los platos. No ponemos guarnición, hemos tomado el aperitivo hace un
rato.
Hablas de locura y no cometiste, no ya la locura, la osadía de decirle
que la amabas, si es que decir “te amo” requiere ser osado. ¿La amabas?
Le dije que nos casáramos. Le dijiste que os casarais pero no le dijiste que
la amabas. ¿La amabas? La quería. La quiero, es mi amiga. ¿La amabas? Te
he dicho que la quería. Yo la quería, no tenía que decirle que la quería. No,
te amo, Alonso, decirle te amo, si es que la amabas realmente. ¿La
amabas? ¿Amas, Alonso? ¿La amabas y ahora sólo le tienes afecto?
Afecto, de afectar, que quiere decir que le concierne a tu vida. ¿Sentías
entonces por ella lo mismo que ahora? Es tan difícil decir te amo. Se dice
te quiero, pero te amo... No es lo mismo querer que amar. Amar requiere
dosis de locura. Hablas de locura, eso es amar. Querer y amar siguen la
misma dirección pero tienen sentidos distintos. Quieres para tener. Amas
y das en consecuencia. ¿La amabas? Le dije que nos casáramos. Le dijiste
que os casarais pero no le dijiste que la amabas. Hablaste de la ceremonia,
pero obviaste el tema principal. Quien ama se desnuda y se entrega; quien
quiere abre los brazos para recoger una cosecha.
El amor sólo puede darse desde la libertad, y a la libertad le tenemos
miedo. Uno ama a alguien y, en lugar de decírselo, en lugar de decir “te
amo”, con palabras o con hechos, cara a cara con palabras, quizá
derrotado o dominado por el miedo, como si el amor produjera terror,
calla, amar es comprometido, amar y ser libre es lo más difícil del mundo,
porque uno tiene que ser consecuente y asumir la responsabilidad de sus
emociones y sus actos. Lo peor es que la acción sustitutiva es lanzarse al
cuello del otro para destrozarlo como sólo pueden hacer los vampiros.
Uno cambia entrega por ocupación. Lo peor es que sustituyes amor por
simbiosis y te conviertes en amo o dependiente. Lo peor es que destruyes
el amor, destruyes al otro y te destruyes a ti mismo.
¿Dónde trabaja su marido? En el periódico. Pero no es periodista. Y
ha trabajado en la radio, y no es locutor, no sé si una temporada en la
televisión o en los tres medios al mismo tiempo, el caso es que yo
negociaba con él temas de promoción de cantantes en algunos programas
de radio, tenía que verlo con frecuencia, es feo el tío, pero tiene su aquél,
le tiré los tejos, yo entonces le tiraba los tejos al lucero del alba, por pasar
un rato, una aventura sin importancia, a ver qué tal se desenvolvía, y un
día, que habíamos quedado un poco más tarde y yo ya libaba los jugos
sobre la presa en ciernes, trajo a Blanca, era una forma de decir que no
había nada que hacer, en eso es fiable el tío, me derrotó su actitud
honesta, me pareció admirable, es insólito en nuestro mundo, ahí conocí a
Blanca, charlamos un rato, empatizamos y nos hicimos amigos, no como
vosotros, claro, no quedamos para vernos, pero alguna vez que he andado
por la concejalía de hacienda, donde ella trabaja, la he llamado para
tomar una cerveza o un café, me cae bien, esa es nuestra relación, me
habló de ti en una ocasión y me di cuenta de que me hablaba de una
persona a la que seguía queriendo, le cambia el tono de voz cuando habla
de ti, te sigue queriendo, aunque posiblemente ya no tengas nada que
hacer, un día decidió pasar página y la pasó para siempre, ella no tiene
nada que hacer contigo desde hace mucho tiempo, aceptó que eras un
reto perdido, me dijo que eras guapo, inteligente, pero cobarde ante el
desafío de los sentimientos, un poco inestable, tu inteligencia te hacía
inestable, difícil de convivir contigo, aunque no habíais llegado a convivir,
con tendencia a huir, pero divertido, que eras muy divertido. Seguramente
no ama a su marido, no como a ti desde luego, pero tiene la paz
emocional necesaria. A veces uno tiene que conformarse con las migajas
de la vida, sobre todo cuando los grandes amores son un riesgo que
puede acabar destrozándote. Tú asustas porque pareces tener miedo. Da
la sensación de que vivieras aterrado, no se sabe de qué te proteges. Un
día estabais en el Café Comercial, os vi y me acerqué. Eso es todo.

Sólo tengo la impresión de haberme equivocado. ¿En qué? ¿Con qué?


¿Con quién? ¿Conmigo? En general. Blanca siempre me ha reprochado el
constante cambio de trabajo. Cualquier día no podrás cambiar ya de
trabajo, me dijo, pero, cuando lo descubras, estarás en el paro.
¿Cuándo fue? Cuando fue, ¿qué? Que se quebró lo que sea, tuvo que
haber un momento. El domingo tuve la sensación de que podía
descubrirlo en el arca del sótano. Tengo allí encerrada toda mi vida.
En noviembre, Madrid se oscurece más rápido. Y, si están
semiechadas las cortinas, el salón cae en la sombra como si una mano
arrebatara de pronto la luz y nos dejara a oscuras. Hace tiempo que
terminamos de comer y acabamos la botella de vino. No es fácil
distinguirnos los rasgos. No nos hemos levantado ninguno, ni nos hemos
movido siquiera. La penumbra desata la lengua y nos hace sinceros.
¿Tomamos café? Expreso. No vamos a llegar a las cuatro. Ya sé que no
vamos a llegar a las cuatro. Hace tiempo que no llegamos a las cuatro.
Podemos ir a las siete o a las diez. Es sábado, quiero ver la película, pero
también quiero hablar contigo. No hemos hablado en siete meses y, por
fin, estamos hablando. Después salimos y nos acercamos tranquilamente
al cine. Vale, tomamos café y nos vamos. Y si no llegamos, no llegamos.

-¿Qué hay en el arcón?


-Un montón de fotografías, muchas de ellas de Blanca y con Blanca,
de amigos. Entradas de cine, de teatro, de espectáculos con el nombre de
quien me acompañaba y pequeños comentarios. Dos diarios inacabados,
interrumpidos, reanudados. Billetes de tren y de autobús de España,
Francia, Inglaterra, Irlanda y Alemania. Un billete de metro de hace 30
años, que no ubico en nada ni en ninguna parte, por más que traté de
recordarlo el domingo. Un goma del pelo de un verano preadolescente.
-¿Cómo se llamaba?
-Inmaculada, Inma. La melena más larga jamás imaginada. Montones
de cosas. Toda una vida, que pasa veloz, como en un juicio final, cuando
las miras.
-La vida la tienes encerrada ahí, muchacho -dice Andrea, al
levantarse, poniendo su dedo sobre el lado izquierdo de mi pecho,
golpeándolo. -Ahí. No lo olvides. Ahí. Lo del arcón es la parafernalia. Tírala.

El próximo fin de semana hay otro partido del siglo, otro Real Madrid
Barcelona. ¿Sábado o domingo? ¿Sábado? Sábado. ¿Quién ganará? Ah, yo
estaré en El Escorial. ¿Y tú? Comeré con mis padres, el lunes regresan de
Benidorm. Para ellos no hay nada más familiar que un parchís el sábado
por la tarde.
¿Serías capaz de preparar espuma de leche para un capuchino?
Bueno, lo intento, dos capuchinos. ¿Y una copa de coñac como dios
manda? En copas de balón grandes, templadas con agua caliente.
Recuerdo que la otra noche el capuchino se llamaba fantasma.
No hay un momento. No es un voladizo que te cae en la cabeza ni un
coche que te atropella. Eso tiene un día y una hora. No hay un día para la
fractura. ¿Cuándo empezaste a errar en el camino? El mismo día que
naciste y te apartaron de la tormenta. Todo el mundo quiere apartarte de
todas las tormentas. Cada vez que te refugiaste de cada una de las
siguientes tormentas. Equivocas la carrera o, si no la equivocas, equivocas
el primer trabajo y el segundo, luego el tercero. No le dices a la persona
que amas que la amas, no sabes por qué, no se lo dices, quizá porque
temes que luego nada sea como crees y todo se acabe rompiendo. Quizá
porque intuyes que el amor es la madre de todas las tormentas. Y que en
su ojo está tu destino. Y todo se rompe, claro, todo cae con estrépito,
porque te has quedado quieto. Temiste el riesgo y la pasividad te ha
arrojado al abismo. El amor nos requiere activos o no es amor.
Revolucionados.
“Ningún observador objetivo de nuestra vida occidental puede dudar
de que el amor es un fenómeno relativamente raro, y que en su lugar hay
cierto número de formas de pseudoamor, que son, en realidad, otras
tantas formas de desintegración del amor”(115).
En el fondo de su corazón, uno anhela ser una rareza.
No sé. Llevo días haciendo repaso. Me digo: he sido feliz. Y dudo: ¿o
no he sido feliz? Me reafirmo: claro, Alonso, has sido feliz. Nada te ha
costado esfuerzo. Has tenido una vida sin problemas. Pero, sin embargo,
he sido infeliz. ¿Era esto la vida? ¿La vida era esto? ¿En qué consiste vivir?
Yo vine para vivir en medio de la tormenta perpetua, pero la tormenta
quedó olvidada cuando escampó el día siguiente. Y cada vez que hubo
otra tormenta, me he refugiado de ella. Del reto de Blanca me refugié,
también, seguramente es cierto. Es posible que vida y amor sean lo
mismo, que la vida sea aceptar desafíos hasta mancharse. Y yo he amado,
sí, pero he amado poco, no he amado arrebatadoramente, quizá no fuera
amor, si el amor es vacío que te llena hasta saciarte. O, si era amor, no
supe reconocerlo. Y no me he manchado nada, ni un poco así, leche.
Decimos: la vida no tiene sentido. Y caemos en el nihilismo. O nos
precipitamos a un río existencial de desembocadura incierta. No. Decimos
mal. Deberíamos decir: esta vida no tiene sentido. Esta vida. Ésta, ésta,
ésta. La vida tiene sentido, pero lo hemos torcido. O se nos ha conducido
a torcerlo.
¿Y si bastara con aceptar el color de los ojos? La nariz, las manos, la
calle en la que vives, la estatura, la inteligencia o la estupidez, lo que ves
en el espejo. Repudiar la cirugía estética y la impostura, vestirnos para
protegernos del mal tiempo, pero no disfrazarnos. Aceptarnos, no digo
resignarnos, resignarnos nunca, no, aceptarnos, amar el barro tal como
surgió del útero de tu madre y, a partir de ahí, trabajar para modelarlo.
Sólo con nuestras manos.
¿Y si bastara con subirse al escenario a decir: ésta no es mi obra, me
niego a representarla? Eso fue lo que hizo Alonso Quijano cuando se subió
a Rocinante.
¿Y si en realidad sólo fuera un diletante de mierda? Es fácil, cuando se
tiene el estómago lleno, hacerse preguntas y poner el mundo en
entredicho. Si fuera negro, hubiera nacido en Somalia y pesara 30 kilos
menos por el hambre, seguramente me haría otras preguntas más
elementales. Yo gasto en libros más que una familia somalí en cereales.
¿Frívolo en lugar de diletante? Tú me llamaste frívolo la semana
pasada porque contemplaba el mundo, dijiste, como quien mira un
escenario desde el patio de butacas. ¿O frívolo y diletante? Sólo me falta
que me embaracen o que me digas que soy una mala persona. Queda bien
hacerse preguntas importantes. Aunque te importen un bledo porque no
haces nada por encontrar las respuestas. Eso la realiza muy bien un
retórico. ¿Por eso huí de Blanca? ¿O huyó Blanca de mí? ¿Soy también un
retórico? Gabriela me decía, Gabriela es una antigua amiga, que la gente
huye de mí despavorida.
No sois justos. No tenéis derecho a tratarme con tanta dureza.
Aquella noche, durante la primera cena, dabas la sensación de
intentar escapar de un incendio. Se te veía inquieto, nervioso,
removiéndote sin parar en el asiento. No me extrañó, o no me extrañó del
todo, todos huimos de algo, es lo que llevo haciendo yo muchos años,
aunque por razones distintas. Por eso resultabas cómico. Hablaste poco,
no sé si te acuerdas. Y lo hacías atropelladamente. Por vanidad, pensé que
era yo quien te alteraba. Y me resultaba divertido, pero no era cierto. No
te entendí bien, sigo sin entenderte, no sé qué quieres, no sé qué te
preocupa, y tengo, sin embargo, la impresión de entenderte. Hablas de un
extravío del que todos participamos, aunque cada uno hayamos errado a
nuestra manera.
Me gustaste, me gustas, tengo el mismo gusto tonto de Blanca. No sé
si cometeré los mismos errores que Blanca. No sé si huirás o acabaremos
huyendo el uno del otro. Te mereces que te quieran, aunque opones una
dura resistencia. Te quiero, déjame que te diga que te quiero. Te quiero a
mi manera, aunque no entiendas bien qué significa querer para mí, por
esa defensa que hago de la libertad en la pareja, de la distinción que hago
entre amor y sexo, y porque defiendo que cada quien folle tanto, cuanto y
con quien quiera, sin que eso afecte a la relación de pareja. Por cierto,
hemos de volver a hablar del tema.
Hay gente que te quiere, yo te quiero. Por eso he aceptado tu punto
de vista en ese tema del sexo, aunque no lo comparta, porque sé que te
duele. Te duele porque no lo entiendes. Porque es un prejuicio que tienes
ahí incrustado. Quizá sólo duele lo que no se entiende. Si aceptaras que
hay gente que te quiere, si hubieras aceptado que Blanca te quiso, que
siempre te quiso, serías menos estúpido y te harías, entonces, menos
preguntas.
No acabas de salir de casa de tus padres, es decir, no acabas de salir
de ti mismo.

«Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua.


Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al
volverse, pasados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo
su padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de
camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero, al no
encontrarlo, se volvieron a Jerusalén en su busca. Y sucedió que, al cabo
de tres días, lo encontraron en el Templo sentado en medio de los
maestros, escuchándolos y preguntándoles; todos los que le oían, estaban
estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando lo vieron,
quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: “Hijo, ¿por qué nos has hecho
esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. Él les
dijo: “Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa
de mi Padre?” Pero ellos no comprendieron la respuesta que les
dio»(116).

No, estáis confundidos. Si no acabo de salir de casa de mis padres, es


porque no estoy en mí mismo, aunque esté encerrado en mí mismo. Estar
encerrado en uno mismo y no salir de casa de los padres es lo mismo.
Encerrarte es prolongar la protección de los padres. Muchos salen de casa
de sus padres para encerrarse en otra casa donde los padres son otros,
uno mismo y su pareja, por ejemplo, su trabajo, incluso sus hijos luego.
Los padres hacen de protectores y gendarmes. El problema es que debo
regresar a mí mismo, de donde me extravié al día siguiente a mi
nacimiento. Las inadaptaciones, los fracasos son por no estar en mí
mismo. Si estuviera en mí mismo, no tendría miedo a nada y todo sería
posible.
-Coño, pues regresa, Alonso.
No es tan fácil. ¿O es fácil? Hay gente con 80 años enganchada al
pecho de su madre para alimentarse y a la mano de su padre para
orientarse. No es tan fácil ser Alonso Quijano y estar loco. ¿O basta con
ser Alonso? Alonso Quijano cojo. No basta el nombre, es importante el
apellido. Yo me llamo Alonso Díez, no me llamo Alonso Quijano. ¿Dónde
estás tú? ¿Has examinado el conflicto con tu madre? O tus
contradicciones, que dices tener resueltas, pero que no lo están, entre
amor y sexo. O lo de Elisa, que es bien raro lo de Elisa. Te he explicado lo
de Elisa, pero podemos seguir hablando. Y sobre el amor y el sexo
también podemos hablar, pero sabes hasta qué punto lo tengo claro. Si lo
tuvieras claro, no habrías aceptado mi posición, que no sé si es claridad o
miedo. Podemos hablar eternamente de las cosas, es lo que hacemos
desde ayer, podemos seguir haciéndolo mañana, y pasado mañana. Quizá
sea bueno hablar y hablar, es ponerse delante de un espejo con los ojos
abiertos. Pero no hay libros de autoayuda para esto, los libros de
autoayuda son gilipolleces, están pensados para perpetuar los lazos y para
que parezcan más livianos. Mirarse al espejo, reconocerse y romper
ataduras es una tarea solitaria para la que hace falta valor. Y valor
precisamente no es lo que más tenemos. Todo esto está diseñado para
que formemos parte de un teatro que tiene su origen en la noche de los
tiempos. Fuera de ese escenario, el abismo.
Dice tu zen. ¿Has leído mis libros? Sí, he leído esos libros tuyos que tú
ya no lees. También yo he vuelto a leerlos, te lo he contado. Es verdad. Las
tardes de siete meses dan para mucho y tienes varios libros de esa clase
en la estantería. ¿Me estás acusando de llegar tarde y no hacerte caso?
No, no te acuso de nada. En estos siete meses he hecho lo de los últimos
años. Tú regresas cuando puedes. O cuando quieres, es lo mismo. Y yo no
puedo convertirte en mi lazarillo, en mi necesidad o en mi dependencia,
sería el principio de mi destrucción y de la destrucción de ambos.
Dice tu zen: educar es hacer olvidar al niño, borrarlo. Es decir,
convocar al adulto de las normas hechas para que ocupe su cuerpo y su
alma. Debería significar “ayudar al niño a realizar sus
potencialidades”(117), pero es sinónimo de manipulación. En realidad, la
educación, educar, de e-ducere, conducir desde, extraer lo que existía
potencialmente, la educación consiste en eso: en forjarnos de acuerdo
con un modelo que otros han concebido. Subirnos al escenario y ponernos
a representar el papel escrito. En encerrarnos y tirar la llave, y para eso
hacen falta puertas y habitaciones. La educación nos destruye para
reconstruirnos luego. La educación nos dicta un catecismo, con dios
cristiano o con dioses paganos. Joan Manuel Serrat le puso música a esta
violencia: niño, deja ya de joder con la pelota. ¿Se refería al balón o al
rincón de donde surgen las ideas? Niño, deja ya de joder con la pelota,
que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca. Porque mira
que jode que uno piense por sí mismo. Eso es lo que nos convierte en
locos, no que confundamos gigantes con molinos, aunque sea la confusión
lo que se utilice para echarnos encima el estigma de la locura.
El niño nace con fontanelas en su cráneo. Se van cerrando poco a
poco, hasta sellarse por completo en torno a los 18 meses. Es una
parábola de la educación. Se nos confina, se cierra la puerta, se echa la
cerradura y se arroja la llave lejos. Es decir, se nos clausura. En ambos
sentidos del término: se nos aísla y se acaba con nosotros. Nuestros
padres, los maestros, los jefes, los caudillos,... Y no siempre hay una
aldaba que suene en la puerta cerrada para despertarnos. No siempre
aparece una mano amiga -amiga o libertaria-, es decir, un hecho, un
acontecimiento, el aldabonazo, el príncipe con el beso a la princesa
dormida. O no siempre es capaz nuestra consciencia -o nuestra
conciencia- de derribar la puerta desde dentro. Dice el zen que meditar es
buscar al niño perdido. Y dice Platón que estamos confinados en una
caverna adonde no llega la luz del sol. Llevo meses meditando y no sé si el
domingo, en medio del desbarajuste del arcón, fui capaz de empezar a
despertar y comenzar a ver luz al otro lado de mi caverna.
Pienso en la tormenta porque tengo el estúpido convencimiento de
que ahí está la clave de mi vida. Yo nací con una, la más grande en mucho
tiempo. Y siempre me han estremecido las tormentas.
Estudié económicas porque pensé que podía ayudar a cambiar el
mundo. Pero el mundo ofrece denodada resistencia al cambio. El mundo
lo gobiernan quienes controlan los números. No son los políticos, los
políticos son las criadas de quienes gobiernan el mundo, son los que
controlan los números. La cábala de este tiempo es un despacho desde
donde se toman las decisiones que afectarán a las bolsas y a las materias
primas. Estamos en manos de los contables. Somos contables. Aunque se
llamen economistas. Eufemismos que edulcoran el significado. Un centavo
o un céntimo más en el precio del petróleo o del trigo condena al hambre
y la miseria a un país y entrega el control de la riqueza, es decir, de las
vidas de millones de seres humanos, a unos pocos egoístas y desalmados.
Desalmado significa sin alma, pura materia inerte despreciable.
Después he sabido que los economistas también son criadas
dispuestas a dotar de ideología al poder a cambio de unas pocas migajas,
aunque esas migajas sean cientos de miles de euros, o millones en
algunos casos, pero son migajas. En realidad, carne y sangre humanas
masticables. Comen y se divierten con carne humana. Son antropófagos.
¿Sabes que estamos en crisis? Un día dirán que tú y yo somos
culpables, y que vaciemos nuestros bolsillos, como ya se los han vaciado a
cuatro millones de desempleados. Y serán cinco. O seis. Eso a nadie le
importa.
En los últimos meses he hecho el descubrimiento definitivo: es
posible que yo no pueda cambiar el mundo, es seguro que no podré
hacerlo solo -tú y yo no somos nadie-, porque es una inmensa tarea
colectiva, en la que todos habremos de ser cómplices. No se puede pensar
en cambiar al mundo si uno no inicia en sí mismo el cambio, no es posible
un mundo nuevo sin hombres nuevos. No tuve en cuenta que entre
ambos hay una relación dialéctica, que es imposible el uno sin el otro. No
tuve en cuenta que debía cambiarme a mí mismo, es decir, encontrar al
niño que se extravió en la primera tormenta. Mientras pensaba en tareas
grandiosas, dejé pasar lo más sencillo. Yo soy la tarea, no necesito
materiales, porque yo soy el material y el artesano encargado de obrar en
ella.
Todo se llena de grandes palabras, pero se falla en las más pequeñas.
Quizá basta con ser capaz de amar a Gabriela o a Blanca. O a ti.
Tú no tienes la culpa de nada. Ni tú ni nadie. Yo soy el problema y en
eso no puede ayudarme nadie.

Había decidido estudiar Económicas por toda esa serie de razones


trascendentales que te he dicho. Y porque había hecho bachillerato de
ciencias y había sacado en selectividad una nota alta. Y porque quería
entender el lenguaje cifrado que emplean los periódicos cuando hablan
de economía y nos adoctrinan. ¿Te das cuenta de que parecen tratar de
una ciencia oculta para iniciados? Escriben como si fuéramos imbéciles, y
últimamente, además, nos amenazan con el desastre si no cocinamos con
sus recetas. Sinvergüenzas: sus recetas nos han traído el desastre.
Muchos muchachos -y muchachas, claro- del Instituto Cardenal
Cisneros creíamos tener ideales altos. Aunque unos y otros
consumiésemos nuestros mayores esfuerzos en intentar meternos mano.
También hay que meterse mano, joder, no se pueden concebir ideales
altos si no se es capaz de echar un buen polvo, joder. Una mañana, a
primeros de septiembre, me había citado con una compañera para ir a
Somosaguas a conocer el campus. Ella estudiaría psicología. Muchos años
atrás Franco había fragmentado la ciudad universitaria para desactivar el
movimiento universitario de protesta y se había llevado a Somosaguas
algunas de las carreras más conflictivas; estas dos, entre ellas.
Es verdad que me había pasado los últimos meses del curso
intentando trajinármela, cuando la llamé todavía rumiaba eso, pero, en
estos primeros días de septiembre, ambos llegamos al campus pensando
sólo en el nuevo año como una aventura grandiosa, entre miedosos y
esperanzados. Éramos ingenuos. Y nos encontramos con unas
construcciones tristes, como cajones boca abajo, donde predominaba el
gris. No habíamos pensado que una facultad pudiera alojarse en edificios
tan ordinarios, sino luminosos. La primera desilusión. Encontramos su
edificio y encontramos el mío, muy parecidos. Dijo algo que podría
considerarse propio de cursis presuntuosos, pero que respondía en
realidad a un ansia profunda y desprendida. Dijo: de aquí saldrán las
mentes que dirigirán España en los próximos años, somos afortunados. Y
nos quedamos mirándolos largo rato. Después, dimos un paseo en
silencio. No era descabellado pensar que allí encontraríamos las personas
más brillantes e inteligentes, y nosotros lo pensamos.
Hallamos un sitio apartado donde hacer el amor. Ella también me
deseaba. No sé por qué no volvimos a vernos.
Escenificamos, sin saberlo, la parábola del futuro, como lo hicieron en
su día los hippies.
Todo era vulgar en aquel paraninfo. Seguramente en todos los
paraninfos. Incluso el instituto me parecía un sitio grandioso al lado de
estas instalaciones extrañadas. Creo que conocer a Blanca me salvó de la
depresión. La universidad no es un sitio donde se fomente el ejercicio de
pensar, sino donde se prepara mano de obra cualificada. Y aleccionada.
En los primeros días me sorprendió ver una capilla en la facultad. No
esperaba eso. Una carrera de ciencias, sociales, pero ciencias, y una capilla
en el centro. ¿Qué tiene que ver el conocimiento científico con las
iglesias? ¿La fe con la ciencia? Eso ¿qué es?, le dije a Blanca. Una capilla.
¿Qué pinta una capilla en la facultad? Hay gente que reza. ¿Entre clase y
clase hay gente que reza? Sí, no sé de qué te extrañas.
En realidad era un aviso que entenderíamos tarde.
Es verdad, no sé de qué me extraño.
Aquello no fue sino un ejercicio de funcionarios durante cinco años.
Nada que ver con la reflexión, la crítica, el pensamiento. Nos preparaban
para un trabajo especializado. No nos quieren pensadores, sino
empleados. Quizá por ello acepté, poco antes de terminar, la primera
oferta de trabajo, que me llegó a través de un profesor, en EFI, un centro
de estudios financieros donde se impartían maestrías(118) y se
preparaban oposiciones, todo muy caro, muy pijo, muy artificioso, todos
son caros, pijos y de un gran artificio, mentiras a partir de 6.000 euros.
Blanca preparó oposiciones al ayuntamiento y trabaja desde entonces
como funcionaria en la Concejalía de Hacienda. Y empezamos a
distanciarnos. Quizá fuera ésa la excusa que inconscientemente
buscábamos.
A partir de ahí, todo fueron decepciones de las que me refugié en los
libros y en mis propias reflexiones.
Le dije a mi madre: tendría que haber estudiado otra cosa. Estudia
otra cosa, me contestaba siempre retándome. Y le volvía a decir: debía
haber estudiado otra cosa, filosofía o literatura, por ejemplo. Y ella volvía
a emplazarme. Pero siempre me pareció demasiado tarde para iniciar otra
carrera. Excusas, pereza, qué se yo. Olvidé que ella empezó mucho más
tarde. Y que fue feliz con la segunda oportunidad que se dio.
Nada me duraba nada. Ni el trabajo ni las relaciones. He tenido seis o
siete trabajos y otras tantas relaciones, nada serio, nada estable. Todo
superficial y sin compromiso.
Mientras uno se ríe, parece feliz. De repente la risa se hiela en la boca
y todo atisbo de felicidad desaparece. La risa es un disfraz para el baile de
máscaras. Descubres que la felicidad nos requiere desnudos. Ahora estoy
pensando que la felicidad no le llega a quien la espera de brazos cruzados,
sino a quien se mueve por la vida a sablazos denodados. La vida no es
para quedársela mirando.
El mejor período de mi vida fueron los cinco años de carrera, a pesar
de la carrera, porque los compartí con Blanca. He de reconocerlo. Salvo el
verano de Irlanda, hasta los veranos compartimos. Incluso el verano en
que me fui a Irlanda, encontramos quince días para subirnos a Asturias,
descender en barca por el Sella y montar a caballo. A pesar de todas las
decepciones. Y hubo muchas decepciones.
¿Dinero? Qué dices, dinero. No tenemos padres ricos. Hicimos de
canguros, compartimos clases particulares, vendimos libros, dormimos en
sacos, a la intemperie. Nunca nadie nos dio dinero. Vivíamos porque para
vivir no necesitábamos nada. Acaso vivir consista, también, en no
necesitar nada y ahora necesitamos demasiadas cosas.
Estábamos en todos los garitos, en Malasaña, Jardines o Libertad,
donde se proponía música en aquella época. Vivimos la efervescencia
final, como epígonos, de un movimiento despistado que se creyó el
ombligo del mundo. El rollo de la falsa movida a la que llegamos tarde por
la edad. Una inquietud por lo nuevo, por el resurgimiento de una sociedad
adormecida, cuyas cabezas visibles fueron, y son, una panda de
usurpadores y cuentistas que trataron de vender un falso modernismo,
que no era ni es sino impostura. No bebíamos, no fumábamos, en un
mundo donde abundaba el alcohol y la droga, así que Blanca nos
comparaba con un cortocircuito en medio de una instalación de
alumbrado navideño. Nosotros también lo queríamos todo, como todos,
pero nosotros no teníamos nada que vender. Éramos unos estudiantes
corrientes.
En realidad España era un erial. Franco fabricó un erial. Hubo quien
esperó la apertura, tras su muerte, de los cajones ocultos y los imaginó
repletos de obras maestras. Vana ilusión, porque Franco murió en la cama.
Los cajones estaban vacíos: ni un poema, ni una novela, ni una obra de
teatro,... nada. Las ideas no surgen por generación espontánea, sólo
surgen de las ideas, no hay vegetación en el desierto del Sahara, y durante
40 años las ideas habían sido perseguidas o tratadas con defoliantes. Por
eso el gobierno está en manos de cardos, como Aguirre o Gallardón.
¿Y la izquierda? Son plantas de plástico.
El pasado próximo de España ha muerto o convalece en la cama, sin
que fuésemos capaces de derrotarlo. Es decir, seguirá aquí, acosándonos.
Cuando el fantasma de la renovación se esfumó con los últimos
borrachos de La Vía Láctea o la Plaza del Dos de Mayo, nos dejaron la
derecha en el ayuntamiento y en la comunidad de Madrid. Los restos de
ese naufragio han ocupado los santuarios que antes fueron refugio de la
“movida” franquista, como Chicote. La movida fue un trampantojo. Pepi,
Luci, Bom son su paradigma, es decir, nada. O Alaska. Nada.
No sé si uno tiene derecho a opinar cuando tampoco ha hecho nada.
Es verdad, no he hecho nada. He aquí el arquetipo del diletante. También
fue moda Mario Conde y el pelotazo, pude ser de ellos gracias a EFI, pero
a mí no me gusta la vaselina.
Después vino este desastre en el que estamos. Ha triunfado la
impostura. Y la España rancia de la inquisición que se trajo Fernando VII
tras el 2 de mayo.

Blanca se diferencia de ti en el tamaño de los retos. Tú tienes que


recurrir al Quijote para hablar de locura. A ella le bastan los pequeños
acontecimientos diarios. A ella le interesan las escuetas relaciones
personales; a ti, las grandes palabras. El trabajo, sus estudios son
importantes, pero son secundarios. Sólo tiene interés en las personas. Si
hubiera tenido que poneros en orden a ti y a la carrera, tú hubieras ido
primero y después hubiera ido la carrera. Nunca se olvida de ella, pero
nunca se olvida de nadie. Entiende mejor de lo pequeño. Se ocupa de la
felicidad de las cosas pequeñas, de la felicidad de quienes la rodean y de
su propia felicidad, como si fueran la misma cosa. No la interpelan los
grandes asuntos, los grandes retos o proyectos. Todo eso siempre va lo
último. Le interesan las pequeñas palabras. Amor es una gran palabra, que
se queda vacía si nadie te dice “te amo”. Tú hablas de cambiar el mundo, y
ella se ocupa de su familia. Se hubiera ocupado de ti, si se lo hubieras
permitido. Lo pequeño es lo esencial, acaba cambiando lo grande. Es más:
lo grande, los cambios radicales en la sociedad nunca se producirán si no
hay cambios en lo pequeño. Hay una relación dialéctica entre ellos. Lo has
dicho alguna vez, pero sólo está en tu cabeza. Las palabras se quedan en
nada hasta que ocupan el corazón. Es una lástima que no sepas decir “te
amo”.
-Enseñadme. Enseñadme.
-Eso no puede enseñarse. Eso lo tienes que aprender tú solo.

«Flora advirtió a Elfine que si quería casarse en el condado no debería


escribir poesía.
-Yo creía que la poesía era suficiente-dijo Elfine-. Quiero decir que...Yo
pensaba que la poesía era tan hermosa que si encontrabas a alguien y te
enamorabas de él, bastaba con decirle que escribías poemas para que él
te amara también.
-Todo lo contrario-sentenció Flora con firmeza-. La mayoría de los
hombres jóvenes se espantan cuando se enteran de que una joven escribe
poesía. Admitir que una escribe poesía, unido a un corte de pelo
descuidado y un modo de vestir excéntrico puede resultar casi fatal»(119).

Fiuuuuuuu. Andrea mira a un lado y a otro. ¿Por qué silbas? Me


encojo de hombros. Fiuuuuuuu. ¿A quién silbas? No hay nadie en la calle.
Es verdad. De repente, Madrid se ha vuelto gris. Bate el viento gélido de la
sierra, que llena de remolinos San Bernardo y arrastra hojas y papeles
sueltos, formando pequeños arietes que arremeten contra nosotros.
Llevamos un buen rato caminando.
Andrea no recuerda dónde ponen Celda 211. Lo ha mirado esta
mañana en el periódico, pero ha olvidado si la proyectan en un cine del
entorno de Callao o más abajo de la Gran Vía, hacia el Lope de Vega.
Cuando lleguemos al cruce de calles, lo averiguaremos. Seguimos.
Mira: recojo los labios, los aflauto y soplo. Fiuuuuuuu. Silbo. Quería
oírme. Estás loco. No pretendo competir con los gomeros o herreños.
Silbo. Sólo. Estás loco. Solo. Estás loco.
No se puede silbar por la calle. Uno corre el riesgo de parecer loco. Si
una mujer escribe poemas, corre el riesgo de no casarse, como si casarse
fuera una liberación y quedar solterona, una condena. Ah, y si luciera un
corte de pelo inadecuado o un modo de vestir excéntrico, ah, entonces,
todas las maldiciones se desatan. Pobre Silvia, con su estropicio de cabeza,
ya está condenada. Pues me gustaría serlo. No estarlo. Serlo. Estar loco es
estar enfermo. Una anomalía que necesita reparación. Ser loco, como
Alonso Quijano. Ser loco es una opción, pero no sé donde se rellena la
solicitud para tener derecho al papel en este teatro. Déjame ser el loco,
Andrea. En eso no eres mejor que Blanca, también me ponía pegas. Sólo
Sancho tuvo redaños para no avergonzarse del loco.
El mundo es una Flora gigante. Yo, como Elfine, también he creído
que bastaba con estar loco para cambiar el mundo. También para
cambiarme a mí y ser otro. Y al sursuncorda. Pero no basta, hay
demasiados impedimentos. Tenemos que ser todos iguales. Se admiten
tormentas de un día, pero hay que escampar más tarde. Y ser hormigas
laboriosas.
¿Por qué hablas ahora de Estela y de Elfine? ¿Quiénes son? Me he
acabado aprendiendo el fragmento de memoria. Lo tenía en una ficha que
guardaba en el arcón. El domingo la cogí y me la metí en el bolsillo y,
desde entonces, en el bolsillo la llevo. Mira, lee, le digo a Andrea, mientras
desdoblo y le entrego una ficha que saco del bolsillo de la camisa. Otras
citas, comentarios o resúmenes de libros las guardo en un fichero antiguo,
de esos verdes, con un abecedario de cartón para clasificarlas. Está en
casa de mis padres, no me lo traje. No sé por qué ni cuándo puse esta
ficha en el arcón. Además, nunca leí el libro. Igual no es tuya. Es mía, es mi
letra. Recuerda a la sociedad victoriana inglesa. Muy parecida a la nuestra,
¿no? El sol y el paraguas, eso nos diferencia. Y pastores y curas, que
tampoco son exactamente lo mismo. Todos utilizan a dios como amenaza.
Y como aliado. No estoy seguro de que sea el mismo dios. ¿No? ¿Cuál es la
diferencia? Todos han utilizado la hoguera en el pasado. No vale nuestra
experiencia para diferenciarlos: el dios de tus padres y el de los míos es el
mismo, es el dios de Roma. El dios protestante es distinto, es un dios
separado del tronco, aunque igualmente feroz o sibilino, que se ha tenido
que hacer a sí mismo, en contra de las amenazas romanas.
No hay esperanza para nosotros fuera del escenario oficial. Nuestra
esperanza está en nosotros, en Alonso Quijano, en su lanza, en su caballo
jiboso. Pero uno piensa si no será el caballo ya demasiado viejo, si
podremos lograr una compañía tan sabia y resuelta como Sancho. Sancho
es el mundo sabio de la calle. Sancho debería tomar la calle.

NOTAS AL CAPÍTULO 9:

111. Ya hay tal argumento. Quizá por eso hace el comentario en ese contexto, porque no
necesitaba emplear su tiempo para encontrarlo. Por ejemplo: dios es todopoderoso, es decir, dios
puede hacer cualquier cosa, crear cualquier cosa, mover una montaña, por ejemplo, o crearla de la
nada, incluso la mayor montaña que pueda imaginarse. Si es todopoderoso, podría crear la
montaña que nadie, ni siquiera él, pudiera mover. Pero, si no puede moverla, ya no es
todopoderoso, y, si no puede crearla, tampoco es todopoderoso. Luego, dios no existe.
112. Tomado del sitio www.llongueras.com, versión en español, a principios de 2010. Es
literal, no nos hemos atrevido a “traducirlo”. Luis Llongueras es un famoso peluquero español.
113. El Principito, Antoine de Saint-Exupéry.
114. Hubo un tiempo en que los periódicos, El País desde luego, tenían páginas infantiles.
Luego se olvidaron de ellas y ahora sólo hacen aburridos periódicos para adultos.
115. El arte de amar, Erich Fromm. Paidós.
116. Lucas, 2, 41-50.
117. El arte de amar, Erich Fromm, Paidós.
118. En argot, MBA, es decir, Master in Business Administration, Maestría en Administración
de Empresas (o negocios), o Married But Available, casado pero disponible. Esta última acepción
podría ser un sarcasmo.
119. La hija de Robert Poste, Stella Gibbons, Impedimenta.
10
Haciendo memoria
Francisco Campillo, II

Con la mudanza bien pudo haberse escrito una epopeya. Por la lluvia
de aquella semana. La vida de las personas está llena de epopeyas no
escritas y periodos anodinos, que se entrecruzan y alternan. Y de periodos
trágicos.
¿Trágicos? Trágicos. Mágicos, pensé que decías, pero dijiste trágicos.
Me traicionan las palabras. O los circuitos del cerebro por donde circulan
las palabras. Será porque estos días tengo la cabeza en otra parte. Me
hubiera gustado mágicos. Trágicos también diría una amiga, quien
últimamente me viene a la memoria con frecuencia, que concibe la vida
como maldición o condena. Para ella vida y calvario tienen el mismo
significado. Es posible que vida y magia vayan de la mano. Sí. Por más que
no falte la tragedia.
El cigarrillo entre los dedos de Francisco parece ser una aliado que va
proponiendo las palabras.
Fue en la primavera de 1969. Un día de primeros de abril, en la
semana siguiente a Semana Santa, aunque su madre no lo tomó como
augurio del destino. A pesar de ser profundamente supersticiosa y haber
llovido a mares aquellos días de fiestas. No cayó en la cuenta de que la
coincidencia de lluvia y mudanza podía ser una señal. Lo recordaría luego
en Madrid, cuando lo hablara con Francisca, su cuñada, casada con su
hermano Andrés. Cargaron una casa y recibieron los restos de un
naufragio. El viernes, por ejemplo, cuando fueron a ver los pasos de la
procesión que recorre la calle Toledo cada año. No llegaron a salir los
pasos, no vieron nada y regresaron empapados. La de la mudanza y el
viaje, sin embargo, no fue ni lunes ni sábado, pero no recuerda qué día
exactamente de la semana, fue una jornada de sol espléndido. Media
tarde.
Hasta entonces, habían ocupado una vivienda baja con dos alcobas y
una estancia amplia con hogar y chimenea, que hacía las funciones de
comedor y cocina, en un edificio vecinal, construido en torno a un corral
comunitario empedrado, donde había, además, un pozo con brocal
blanco, un basurero y el retrete. El retrete era un reducto con una tabla
sobre un poyo asomado al basurero, con un orificio circular en medio
donde asentar las posaderas, y cuya intimidad se guardaba con una
endeble puerta de tablas que apenas llegaba al suelo. En medio, también,
y al fondo, las cuadras ya en desuso, hacía tiempo que no había mulas,
aunque nunca hubieran derruido los pesebres ni arrancado las argollas,
divididas toscamente en espacios que servían de gallineros y leñeras a los
vecinos.
Tras una comida rápida y frugal, recuerda un ajo majuelero, o sea,
unas simples patatas guisadas con cebolla, ajo y pimentón, habían sacado
todos los muebles y los habían agrupado en el centro del corral de
vecindad. Un armario de tres cuerpos de haya oscurecida, con las
esquinas torneadas, y otro de dos cuerpos; los esqueletos desarmados de
una cama de matrimonio y dos camas turcas, una de un cuerpo y otra de
cuerpo y medio; tres somieres; un colchón de lana y dos de borra; cuatro
mesitas de noche (en realidad, dos y dos); un aparador con espejo; una
cómoda; una mesa camilla con brasero; un canapé y seis sillas de enea
torneadas a juego; tres sillas bajas también de enea; dos banquetas; un
arcón y cinco grandes cajones de madera, que les proporcionó el
estanquero, llenos de loza, cacharros, utensilios varios y ropa. Unos
muebles humildes, pero sólidos. Apoyada en el arcón, la foto enmarcada
de la familia, es decir, abuelos y padres sobre fondo sepia. Un poco
separadas, dos maletas grandes de loneta, una de ellas muy grande, bien
atadas con sendas correas. Y, además, junto al quicio de la puerta abierta
de la casa, porque su madre no sabía qué hacer con eso de momento: una
radio de bujías con armazón de baquelita, con su antena al lado, es decir,
un largo alambre en espiral, la artesa y la tabla de lavar, dos dornillos, el
botijo, un caldero de cobre, dos planchas de hierro, de las de planchar
ropa, una sartén de hierro con patas, un candil de aceite y los utensilios de
la chimenea: unos llares, dos morillos, un fuelle, la badila, las tenazas y las
trébedes. Aún más: una azada, un azadón, unas tijeras de podar, un
escardillo, una hoz y un rastrillo.
Es tan precisa la imagen de los utensilios en la memoria de Francisco
que podría tocarlos, sentir sus bordes y las esquinas, los mangos, las
asas,... Incluso, el olor, porque las cosas de hierro o de madera también
huelen.
Sólo habían dejado en un rincón de la alcoba pequeña, no sabe si
olvidado o abandonado, el saco de yute relleno de hojas de panocha y
paja en el que dormía su hermano en el suelo, porque, a pesar de su edad,
6 años, todavía se lo hacía todo encima durante el sueño. Al cagón, como
al tonto, se le apartaba. No había psicólogos entonces, o sólo se conocía la
psicología primaria de la marginación, la zapatilla y la correa. Por lo visto
nada de eso funcionaba con el pequeño: ni el miedo ni el menosprecio.
Había pensado: alguna vez, cuando pasen los años, se le caerá al padre la
baba, la madre usará bastón, y quizá otras cosas, quizá fueran también
cagones, quizá no les rija el cerebro, y su hermano, si recuerda el jergón,
tal vez quiera cobrar su venganza y los mande a dormir a las baldosas.
Después se atalajaron como si fuera domingo.
La escena que componían en el corral en torno a sus posesiones no la
entendió entonces en absoluto. Al cabo del tiempo, mucho después
incluso, tampoco. Quizá porque nunca había presenciado un aquelarre.
Miraba como un bobo, aferrado a su cartapacio, con sus libros y
cuadernos allí guardados. Y los demás miraban. Congregados y atónitos.
La entiende ahora, o cree entenderla, cuando han pasado 40 años y en su
memoria es aquel cuadro una vieja fotografía pajiza o sepia. Aunque fuera
una mudanza, era en realidad una representación del fin del mundo.
Su padre, su madre, su hermana y su hermano, que entonces tenían
10 y 6 años, de punta en blanco, como si fueran de boda. Su abuela
paterna –los demás abuelos ya habían muerto-, sus tíos, todos sus tíos, de
sangre o políticos, sus primos, excepto los tíos y primos de Madrid porque
estaban en Madrid, claro. Dispuestos alrededor del universo global de sus
pertenencias. Embobados como él. Como en una ceremonia ante el dios
pequeño o grande de las cosas ordinarias. El gato y la perra,
desparramados, mirando sólo desde la sombra que avanza. Los animales
también se aburren. Y los vecinos, asomados a las puertas de sus
respectivas viviendas. Quizá pensando. O viéndose representados.
Imaginando. El viaje de cada uno más tarde. La imaginación escarba en el
temor y en la esperanza.
En diez minutos, puede oírse el flop-flop de un tubo de escape
aproximándose, una frenada, el ralentí de un motor en marcha y el pitido
prolongado de un claxon. Una doble aldabada y a continuación, ¡plas-
plaf!, una mano poderosa sobre el maderamen de la puerta. Corre la niña
hacia la entrada, levanta el picaporte, abre el postigo y deja escapar a
gritos su nerviosismo:
-Mama, mama, papa(120), es Martín, el de la Chata, con su tractor.
Efectivamente, es Martín, el de la Chata, que traspone la entrada con
la boina en la mano y se anuncia, restregándose la frente, aun sin sudor,
con la manga izquierda de la camisa. Lleva la blusa gris desabrochada y
suelta. Ya estoy aquí, repite a voces, porque el de la Chata da siempre
muestras de su voz rotunda y potente, está ahí con el tractor y el
remolque, y se detiene ante el gentío del patio y se queda, vencido por el
asombro, por primera vez en su vida, mudo.
Quince segundos eternos. En quince más, se organiza todo.
Tras abrir de par en par el portalón, maniobra Martín con el tractor,
da marcha atrás y mete el remolque en el corral con un ejercicio preciso, a
una sola mano, la derecha, que controla desde la atalaya del tractor. Abre
la trasera y un lateral del remolque, y comienzan a cargar, primero los
somieres y armarios, empujando a su padre, quita de en medio, Pascual,
que te vas a ensuciar, empujando a su madre, quita, Florencia, que
estorbas, a él, a su hermana, a su hermano, fuera, muchachos, Francisco,
Ana, tú, ¿cómo te llamas?, Julián, ¿cómo?, Julián, qué nombre más feo,
coño, fuera, niños, Francisco, Ana, Julián, a los niños de los vecinos,
quitaros todos de en medio, joder, quitaros, ¡niños! Todos los hombres de
la familia y del vecindario se turnan para cargar y ayudar a Martín a
colocar muebles y cajones sobre la plataforma del remolque, mientras
brujulean las mujeres y se aseguran de que las puertas van bien cerradas,
bien sujetos el arcón y las cajas y, en su interior, todo va perfectamente
afianzado y no se mueve nada. Los niños miran. Martín dirige las
operaciones de marras. Las mantas, pon mantas, Martín, que no se rayen
los muebles. De acuerdo, mantas.
¡Un momento!, y todos se paran: el botijo, el caldero, la sartén con
patas y los aperos, para Ramón, el hermano de Pascual, Ramón es pastor,
¿para qué quiere un pastor los aperos?, para Ramón, insiste Pascual y
asiente Florencia, Ramón sonríe satisfecho, zascandilea y los recoge, no,
espera, nos llevamos el botijo, corrige Florencia y asiente ahora Pascual,
en Madrid vendrá bien el agua fresca. Cargan el botijo y vuelve la
turbamulta a su labor. Termina de recoger Ramón los aperos y Juliana, su
mujer, la sartén y el caldero, y lo llevan todo a su casa, una vivienda
paredaña con la de su hermano, similar aunque menor. Juliana se limpia
las manos, frotándolas en el mandil por ambos lados.
Los utensilios de la chimenea, las planchas y el candil se dejan dentro
de la casa, les servirán a los nuevos propietarios, añade Pascual. Vaya,
menos mal, gracias, Pascual, dice Martín, mientras le gotea el sudor de la
frente y se seca con la manga, lo agradecerán mis hijos, porque es Martín
quien les ha comprado la casa para su hija, que se casará en verano. Tras
un duro tira y afloja, es un decir, por 72.500 pesetas y el viaje de la
mudanza hasta Madrid con el remolque y el tractor, un Ebro rojo que
utiliza en la labranza: 47.500 ya cobradas; las 25.000 restantes, en Madrid,
tras la descarga.
Lo del dinero.
El martes de Semana Santa a primera hora había ido con su madre al
banco, una sucursal del Banco Hispano Americano que había en la calle
empedrada, cerca de la plaza de las flores. Querían ingresar 45.000
pesetas, de las 47.500 que les había dado Martín a cuenta de la casa a
última hora del lunes. Se reservaban las 2.500 restantes, junto con lo que
guardaba su madre en la caja de los peines, por si las necesitaban o para
imprevistos. Quiero hacer un ingreso, dijo su madre al empleado gris
cuando el empleado gris se decidió a atenderlos. ¿En qué cuenta o en qué
cartilla? No tenemos cartilla, también quiero abrir una cartilla. Su marido.
Este no es mi marido, este es mi hijo. Ya sé que no es su marido, no creo
que tenga usted un marido tan joven. Tiene que firmar su marido. Usted
no puede abrir una cuenta sin la autorización de su marido. Este dinero es
de los dos, la cartilla va a nombre de los dos. Sin la autorización de su
marido, no puedo abrirle una cuenta. Traigo el dinero, mi cédula y la
cédula de mi marido, porque mi madre todavía decía cédula, no decía
DNI, documento nacional de identidad. Señora, tiene que venir su marido.
Mi madre guardó las cédulas y los billetes en la faltriquera. Y lo hizo con
parsimonia. Ya en la plaza, al pasar por la iglesia para girar por Nuestro
Padre Jesús del Perdón, echaba pestes del banco. Nunca, en el resto de su
vida, quiso saber nada de ese banco. Años después, el banco
desaparecería, aunque no para purgar sus culpas, sino engullido por otro
mayor que también sería engullido por otro mayor, que también
denigraría a las mujeres en su tiempo. Regresamos a casa con el dinero y
con todo el dinero hicieron a Madrid el viaje. Ya abrirían una libreta
cuando llegaran a Madrid, si la abrían. Es curioso, aquélla fue la última vez
que vio a su madre con faltriquera.
No entendía Martín lo del candil: es un poco feo como adorno. Y
viejo, coño. Hubiera querido decir roñoso y cubierto de tizne pringosa,
pero dijo viejo. Porque no es adorno, Martín, no es adorno, sino caución,
precaución por los apagones, aunque no ha habido cortes de luz
importantes en los últimos años. Y por ahorro.
Joder, con la precaución y el ahorro.
Eh, no dejar olvidada la radio, se la llevan. La artesa, la tabla de lavar
y los dornillos, también. Vienen bien en cualquier parte; en Madrid,
también.
¿Y las maletas? ¿Qué hacen con las maletas? Al remolque, qué van a
hacer con las maletas, ya están vestidos hasta mañana. ¿O no se nota? De
boda o de entierro, ¡zape!, porque podrían ir de entierro por lo oscuro de
los trajes. Harán el viaje con lo puesto y el pequeño bolso acharolado de la
madre. Habiendo tractor y remolque no van a ir cargados.
Y la foto enmarcada, cuidado con la foto, no se rompa el cristal.
¿Los billetes? En la estación comprarán los billetes.
Las gallinas, recuerda un vecino, ah, las gallinas, ¿qué pasa con las
gallinas? Días atrás, los tíos Ramón y Juliana, ya se habían hecho cargo de
los animales, del gallo, de las gallinas, del perro y del gato. Y del costal de
cereales, que es el pienso de las aves, con el salvado, los mendrugos y los
restos de alimentos. Les darán huevos cuando vengan al pueblo de visita o
vayan ellos a Madrid, en compensación por el regalo del gallo y las
gallinas. Tres o cuatro docenas cada vez. A la perra y el gato los cuidarán,
si no les dan mucho trabajo.
¿Y el cochino? Se interesa Martín por el cochino, pero hace años que
no crían un cerdo y no hacen matanza, por tanto. Pues un cerdo hace
mucho apaño, eh.
Se asegura el tractorista de que la trasera y los laterales del remolque
quedan bien sujetos y de que los muebles no se mueven. Todo está bien
amarrado y seguro. ¡Va! Echan sobre el conjunto una lona azul inmaculada
y desaparece la carga. Atan la cobertura firmemente a la estructura del
remolque. En este momento la vida entera se convierte en patrimonio de
la memoria. Desaparece el pasado o se ancla y un propósito inaprensible y
nuevo empuja su barca y navega, impulsado por un viento que podría
llamarse esperanza. Mañana, por primera vez, será efectivamente otro
día. Diferente. Confían en no extraviarse en la vida nueva, que pueda
llamarse vida; al fin y al cabo, de Madrid se dice que sólo es un poblacho
castellano. El pecho está encogido y los pulmones se hacen pequeños.
Mañana saldrá Martín a las cuatro y media. 175 km, calcula 9 o 10
horas de viaje, o sea, a primera hora de la tarde en Madrid. A las 4 de la
tarde, fijo, con toda seguridad están descargando.
Dentro de un rato, todo, la escena y el escenario, se disolverá como
por ensalmo. Su padre, su madre y sus hermanos irán a la estación,
subirán al tren y marcharán a Madrid. El tren lo tira una máquina eléctrica
verde de la Alianza para el Progreso(121). ¿Otra señal del destino? Bueno.
El destino no es sino el camino que hace al andar el caminante.
Dormirán en casa de los tíos Andrés y Francisca y, al día siguiente,
muy temprano, irán a la casa de la portería, a limpiarla y prepararla para
convertirla en su nueva vivienda. ¡Irán en metro! Hay tanta distancia en
Madrid que han de tomar el autobús o el metro. El metro es un tren
subterráneo y el autobús, como un coche de línea, como la pava(122). Él
se queda con su abuela. Terminará el bachillerato elemental y aprobará la
reválida. Sólo entonces subirá también a un tren, como el que toman hoy
sus padres y hermanos, llegará a Madrid y mirará la gran ciudad
asombrado. Para sus hermanos buscarán ya escuela en el nuevo barrio.
La ciudad más grande que él había conocido hasta entonces, la capital
de la provincia, Ciudad Real, cuando había ido a examinarse por libre cada
año de sus cursos de bachillerato, no era mucho mayor que Manzanares y
le había parecido, efectivamente, un feo y sombrío poblacho castellano.
Hasta ahí llegaba su conocimiento de ciudades y capitales. Narices, es que
Ciudad Real era una ciudad anodina y vulgar, disfrazada de moderna. Ah,
los disfraces. Esa forma desdeñosa de mirarnos sin reconocernos ni
aceptarnos. No hay mayor paleto que quien se da la importancia que no
tiene o se lustra para disimularse. Un paleto no es necesariamente un
provinciano. Ahora con el AVE parece otra cosa. Lo parece. Entonces tenía
instituto de enseñanza media, eso sí, de lo que carecía Manzanares, que
sólo disponía de un instituto laboral, ubicado en un vetusto y
cochambroso edificio. La mayoría de las muchachas estudiaban en las
monjas concepcionistas y los muchachos, todos, en academias,
principalmente en la Academia Lope de Vega, sita entonces en la calle
Manifiesto -por el Manifiesto de Manzanares, de 1854, que se redactó y
firmó en un edificio de esa calle-, esquina con la de Las Monjas, y antes,
en la explanada de la estación de ferrocarril. Algunas muchachas, pocas,
también iban a esta academia: dos en 5º, dos en 6º, una en 4º, ninguna en
1º, 2º o 3º. Vaíllo, por ejemplo, iba al instituto laboral, pero Vaíllo era hábil
con las manos.
Fue con su abuela a despedir a sus padres y hermanos. Que no
tengamos que oír hablar de ti, que no tenga que decirme nada tu abuela,
su madre con su dedo frente a su nariz, mientras pronuncia las palabras
con los dientes, para que nadie oiga ni entienda, y él mantiene la mirada
baja y aprieta el cartapacio contra el pecho. Que no me entere yo, dice su
padre, y eso sí es una advertencia, sabe que su padre nunca pronuncia en
vano una amenaza.
De la partida de sus padres y hermanos conserva imágenes y sonidos:
el tañido de la campana, la gorra azul y roja laureada del jefe de estación,
la bandera recogida en su mano y el silbato. Era la primera vez que
observaba ese ritual completo. En julio, cuando sea él el pasajero, prestará
atención a cada uno de los hitos y se estremecerá con el pitido último de
la locomotora. Fiouuuuuummmmmmm, dios mío.
De regreso siguen la línea de las vías y, cuando llegan a la altura del
primer paso a nivel y avanzan unos metros, su abuela recuerda que allí
cayó y explotó una bomba arrojada por un avión durante la guerra civil, un
solo avión y una sola bomba. Su abuela siempre repite la historia del
incidente cuando pasan por ese punto, él imagina el aparato en el cielo
como un ave de mal agüero, imagina el artefacto cayendo hacia el suelo
con un silbido prolongado e imagina los raíles retorcidos, el ave maldita
cagando su gran mierda asesina. Hay imágenes que deberían servir de
paradigma.
Sobrepasan el segundo paso a nivel y llegan a la vivienda, una casa
baja individual hecha de adobe y barro.
¿Qué te han dicho?, pregunta la abuela. Aguarda un instante, aunque
no espera respuesta. Te han amenazado, y asiento con un movimiento de
cabeza. Reflexiona: no se hace uno grande haciendo a los otros pequeños.
Con la emoción y las prisas, apenas habían comido. Así que cenamos
cuando aún no había terminado de desvanecerse la tarde.

Ese verano llegaría el hombre a la luna y se celebraría el festival de


Woodstock(123), aunque de esto último se enteraría mucho más tarde.
Cuando descubriera algunas cosas que en ese momento ni siquiera
sospecha. En aquella España uno se enteraba de muchas noticias fuera de
plazo. La música entre ellas; sí, la música, no los ruidos armónicos. Gracias
a Lola. Qué paradojas: Woodstock y Manzanares, la luna y su bachillerato.
El mundo no es por lo que sucede, sino por la noticia que de ello se tiene.
No hay América si no hay Colón que la descubra. Ni siquiera nosotros
somos los mismos. No hay América si no hay Vietnam, Woodstock, hippies
y protestas.
En la nueva vivienda tendrían un televisor en blanco y negro, aún
mayor que el de Vaíllo, y ya no precisaría ir a casa de ningún vecino.
Aunque no podía decirse que lo de Madrid fueran vecinos. Ocupaban el
mismo edificio pero no eran vecinos. Lo de Madrid era una concentración
de señoritos en torno a dos escaleras. Podrá sorprenderse en su casa,
desde su silla, con el alunizaje del Apolo o con cualquier otra cosa que
reclame su atención. De repente, la venta de la casa les había dado para
comprarse un televisor y esquilarse un poco el pelo de la dehesa.
En julio, ya en Madrid, recuerda verse sentado en la penumbra del
salón frente al televisor a última hora de la tarde. Y se recuerda después
de la cena luchando contra la somnolencia y esperando imágenes que ya
se producirían de madrugada: los pies del hombre hollando la luna.
Recuerda la emoción del descenso y del primer paso, que fue menos de la
esperada. Al fin y al cabo, bajar del satélite es como bajar de cualquier
sitio, aunque no es cualquier sitio la luna. Y recuerda a su padre
negándolo, escéptico, porque miraba al cielo y no observaba movimientos
sobre la superficie blanca del satélite.
Lo último que vio antes de venirse a Madrid ocurrió precisamente en
semana santa, en casa de Vaíllo, que vivía frente a la suya y tenían un hijo
de su edad y era su amigo, el festival de Eurovisión(124) celebrado en
Madrid. Recuerda, sobre todo, el solemne aburrimiento. Todos se
aburrieron, aunque permanecieron ante la pantalla hasta el final
aguardando no se sabe qué milagroso. El aburrimiento también tenía sus
argumentos. Ganaron cuatro países, entre ellos España, representada por
la cantante Salomé, y esa fue la única alegría de todos, uno se alegraba
con los éxitos de España, aunque no entendiera muy bien las razones para
el regocijo ni las razones del éxito, para eso daba el cutrerío imperante del
momento y el patrioterismo de candil. Ah, y que Salomé fuera peinada
como la abuela de los Vaíllo desde que se quitó el moño. Con ese
esperpento también se rieron. Las cantantes de Madrid se peinaban como
las abuelas de los pueblos. La canción no podía ser peor, pero la
entendieron, las demás no las entendieron. Aunque podría haber sido
peor, podría haber hecho España el ridículo.
El franquismo hacía cualquier cosa por parecer normal, incluso
ocupar el Teatro Real para celebrar aquella ceremonia de la memez de
una España paleta y pobre. La modernidad concebida como una inmersión
en la estulticia y la medianía. Y el residuo de una España atrasada y
mísera. Siempre ha sido así. Por eso la modernidad es efímera y vacua. Y
el retraso, conservador y miedoso.
Esa modernidad era un disfraz. Otra vez los disfraces, sí. Pero no fue
la única. Cada época tiene su modernidad disfrazada. Tan mema que,
cuando la miras en la distancia, te hace gracia. Yo la conocí también en
otra época, y, como Francisco, la he sufrido: cantantes insustanciales,
compositores mediocres,... incluso cine, poesía, todo mediocre. Los éxitos
no pasan de ser una operación comercial. Un sorbito de champán(125)
sería patética si no hubiera sido declarada símbolo de una época. O Chica
de ayer(126), lo mismo, que no pasaría de ser una cancioncilla anodina.
Siempre ha habido algunos buenos, los ha habido, los hay, están ahí
algunos, pero pagaron, y pagan, cara la osadía de la diferencia.
Lo peor del franquismo fue que nos acostumbró a la mediocridad.
Hago un gesto indefinido. Y recuerdo que hubo quien catalogó como
arte un muelle pintarrajeado en las paredes.
Hoy la mediocridad ya ha vencido.
Un día le preguntará a Vaíllo cómo consiguieron comprar aquel
televisor antes que nadie, siendo ellos los más pobres entre los vecinos.
Hubo alguien en el barrio, una familia de Membrilla que vivían unas
manzanas más arriba, en una vivienda familiar con patio, cuatro o cinco
años antes, que en verano ponían el televisor en el zaguán y sacaban las
sillas a la calle. Era como una terraza de cine al aire libre en la que se
ponían anuncios de Gallina Blanca. En aquel televisor habían visto algunos
matar a J.F. Kennedy.

Abril, 1969. Semana Santa.


No sé por qué prefirió mi madre esperar al final de la Semana Santa.
¿Por superstición? Desde que se anunciaron los cambios hubo una vela
luciendo en un rincón de la cocina. Se lo había dicho el señorito Antonio a
su padre en la finca de los frutales, allá entre febrero y marzo. Hacía más
de un mes que sabíamos del viaje a Madrid, casi un mes que había
acordado mi padre con Martín la venta de la casa y un mes que se nos
esperaba en la portería. Quizá porque la lluvia siempre es una amenaza en
Semana Santa y mi madre quería llegar a Madrid con sol y el cielo bien
despejado. Mi madre siempre prefirió el sol y el calor a la lluvia y el frío.
Aunque no era especialmente friolera.
Al día siguiente, su abuela lo despertó a las 7 de la mañana. Se
levantó y el cielo estaba cubierto de nubes espesas y negras, cargadas de
humedad. Cogió un poco de paja zorolla de la cueva, media gavilla de
sarmientos, cortada al bies con las tijeras de podar, y una cepa. Y encendió
el fuego. Se lo había dicho su abuela al levantarlo: enciende el fuego, está
fría la cocina, hoy va a hacer frío, está el ambiente húmedo, y necesito
lumbre para hacer la comida. Y tras bostezar y hacer una pausa: me
levanto luego, caliento la leche y te preparo el desayuno. Con su camisón
largo parecía una Virgen anciana.
Miró al cielo de nuevo y percibió la amenaza de lluvia. La bíblica gris
compuerta del cielo estaba a dos palmos de la cabeza. Pronto les daría un
capón con los nudillos del agua. Martín, a esta hora, ya debía andar por
Villarta o Puerto Lápice, o más allá. Siente un escalofrío y se frota los
brazos con fuerza: desde que se ha levantado anda con el torso desnudo y
el rostro pitañoso.
Echa el cubo de aluminio al pozo, espera el tirón de la cuerda cuando
se tensa, señal de que el cubo ya se ha llenado, y arrastra la garrucha
hasta alcanzar el brocal. La superficie del agua puede verse a quince
metros, quizá menos; parece el fondo gris del azabache de un espejo: ahí
está el reflejo del cielo oscuro y denso. Llena la palangana, encuentra la
pastilla verdosa de jabón Heno de Pravia en un cestillo de madera bajo la
artesa del lavadero y, allí mismo en el corral, sobre un grueso tronco de
encina, coloca la palangana y procede a lavarse, desde la manos a los
sobacos, insistentemente los sobacos y el envés de las manos, de la cara al
cuello, frotándose con energía, las orejas, hasta que la piel enrojece. Una y
otra vez, somete a su rostro a las abluciones matutinas. Se humedece el
cabello y desparrama el agua por las costuras del empedrado del corral.
Ante el trozo de espejo clavado en el machón de la puerta que es paso del
patio al corral, marcó la raya en el lado izquierdo del pelo con el peine
desdentado de su abuela y se peinó, formando un tupé con el flequillo.
Entonces se puso a estudiar. Quiso hacerlo el día anterior, al regresar
de la estación, pero la abuela está sorda como una tapia y le gusta
escuchar la radio. Una emisora de discos dedicados. De ayer recuerda la
Paquera de Jerez y Alberto Cortez, las palmeras. Bueno. Así que se
entretuvo en una traducción de latín que no requería más concentración
que el diccionario. Ahora, Física y Química: la ley de Joule y un
experimento con palas que, al girar, elevan la temperatura del agua. Y
Lengua y Literatura Españolas, un libro gris y negro de Lázaro Carreter: el
cine, orígenes, los hermanos Lumière, primer plano, plano americano,… Ni
el profesor de física y química ni el director de la academia, que es
también el profesor de lengua y literatura españolas, han explicado esos
asuntos. Se han limitado a señalarlos. Su trabajo es tomar la lección y el
nuestro, memorizarlos. No se trata de entender, sino de reproducir. Pensar
es pecado y el dios que juzga las ideas es extremadamente riguroso.
Uno no se explica la fama de algunos sitios. Y la academia era famosa.
La fama es sólo un valor de comercio. Viendo lo que sucede hoy en
televisiones y revistas, entiende mejor aquello. Aunque aquello también
arroja luz sobre esto. El centro, que también contaba con internado para
alumnos de los pueblos aledaños, fundaba su eficacia docente en lo
memorístico y en la violencia y el maltrato: no era infrecuente no ya una
bofetada gratuita, sino las palizas, auténticas palizas a los alumnos.
Recuerda una terrorífica a un interno. Aparte los pupitres, la pizarra, la tiza
blanca y el cepillo, no había ningún medio. El director, bastante inculto y
literalmente analfabeto en muchos temas, encabezaba un equipo
multidisciplinar de profesores, carente de titulación en muchos casos y
escasa formación en casi todos, salvo alguna excepción notable, cual fue
el caso de Don Fernando, el profesor de lenguas clásicas.
Es curioso, nunca supe su apellido. El nombre sólo. Y su peinado,
aquel trabajo artificioso con los larguísimos pelos del parietal izquierdo
que fijaba con laca, tratando de ocultar una calva prodigiosa, émula de
Juan Ramón Jiménez o Ramón y Cajal.
La violencia gestionaba la vida en todos los ámbitos. En la academia y
fuera de la academia.
Un par de años antes, por ejemplo, en la celebración por el sorteo de
los quintos. Los mozos siempre hacían alguna, pero era inocente.
Molestaba, pero era inocente. Daban por culo, pero te reías. A un vecino
le desapareció una pava y lo denunció a la Guardia Civil. Alguien descubrió
unas plumas junto al porche donde habían celebrado los futuros militares
su comilona y lo comunicó a la Guardia Civil. El vecino reconoció las
plumas como las de su pava y la Guardia Civil llamó a los mozos. Los
tundió y torturó, solos y en grupo, aislados o en presencia de los otros. El
sargento fue quien más interés puso en descubrir los hechos. Se llegó a
decir que los habían sumergido en el pilón donde ponían a abrevar a sus
caballos. Incluso, que los habían echado al pozo atados de pies y manos.
Hasta que confesaron haberse comido a la pava y pagaron cinco pavas
cada uno. Los muchachos íbamos por el cuartel, al final de la calle La
Tercia a curiosear o a indagar, para ver qué tenía de particular aquel
escenario de torturas. No hallábamos nada y regresábamos
desencantados. El tormento no había dejado rastro alguno.
Un mes más tarde, un poco menos, a 20 días de la denuncia, alguien,
otra vez alguien, creyó oír un glugluteo en un corral medio en ruinas,
paredaño con el del vecino de la pava desaparecida. Escaló la tapia y
descubrió a la pava picoteando, seguida por 8 o 10 torpes pavillos recién
nacidos. Una incubación tarda 20 o 21 días.
Yo no tengo ideología, sólo soy un resistente. Me defiendo o huyo, y
sobrevivo. Cuando voto, por ejemplo, no voto por una idea o por una
opción, sino para evitar a los que me maltrataron o vi cómo maltrataban, a
los que maltratan, para que no vuelvan. No puede volver el pasado.
Aunque tengo la sensación, a veces, de que el pasado no se ha ido. Con
frecuencia, una idea es una mercancía, cuando debería ser un fruto de la
reflexión y un acto generoso. Las ideas liberan. No pensar es ser la acémila
que trabaja y come, descansa y obedece. Mi voto es un exorcismo.
Trataron de jodernos la vida. Por nuestro bien, decían. Nos partían la cara
por nuestro bien. Soy un héroe en el fondo, porque tomo mis decisiones,
como los héroes de leyenda, impulsado por el miedo. Sobreviví a aquella
enseñanza, a mi padre y a la gente que llaman de orden. Sobreviví.
Sobrevivimos. Espero estar viviendo.
Admiro a mi hija porque piensa. A sus amigos, porque también
piensan. Los jóvenes piensan. Formulan preguntas y encuentran
respuestas. ¿Equivocadas? Suyas. No todos, claro. Algunos, no, algunos se
acarrean por los días y aceptan que sean otros los que establezcan la
medida de las horas. Son viejos. Pero muchos piensan.
Todo el sistema estaba concebido para sostenerse sobre el miedo. Y
lo está, sólo que ahora se expresa de un modo más taimado. Mismos
perros, otros collares. Yo tenía miedo.
Todos tenemos miedo.
Tras la puerta de mi casa, durante muchos años, incluso en Madrid,
hasta que un día desapareció, colgó una correa con un cabo de cuero en
su extremo, que servía para engancharse en el clavo o asegurarse en la
muñeca. Al salir la veías, como ayer el dedo admonitorio de mi madre, y,
al regresar y cerrar la puerta, la oías golpear la madera llevada por la
inercia. Si no sonaba, era porque mi padre esperaba que alguien regresara
de la calle. Yo era un niño. Mis hermanos eran niños. Alguna vez me
pregunté si los niños, desde que empiezan a andar, representan alguna
especie de amenaza al orden establecido. Quizá porque tienen autonomía
y pueden tomar la decisión elemental de elegir hacia dónde y cómo dar
cada paso. Avanzar el pie supone una elección. Un paso es una decisión
autónoma. Así, un paso es una amenaza. No he podido contestarme.
Tengo una hija y no he podido contestarme. Pero intuyo que el futuro no
puede representar una amenaza.
Se maltrata porque se posee. Se maltrata porque no se ama. Se
maltrata porque el mañana te puede dejar sin nada. Porque no eres nada.
No se trata sólo de amor o de odio. Se trata de tener el mundo en un
puño o se trata de libertad.

Francisco Campillo nació en la primavera de 1954 con el destino


escrito por los antiguos dioses, un acuerdo entre su padre y el señorito.
Estudiaría el viejo bachillerato del 57 en la Academia Lope de Vega desde
los 10 años; antes, a los 6, estudiaría con Alcolea y en una escuela en el
edificio de una carbonería, y en una escuela unitaria entre los 7 y los 10.
Con 4º y reválida entró como botones en el primitivo Banco Ducal de
Madrid, ya desaparecido, por recomendación del hijo de quien fuera en el
pueblo el amo de su padre, por cuya mediación también su padre llegó a
ser portero entonces en un edificio del barrio de Argüelles. El último
botones. Trabajó en su sede principal, en la Gran Vía, aunque durante
mucho tiempo los carteles de la calle la llamaran de otra manera, José
Antonio, en homenaje al jefe de los pistoleros fascistas fusilado al
comienzo de la insurrección franquista.
En el verano de 1969, al llegar ya a Madrid con el libro azul de notas,
su madre le dijo: ya tienes don; ya tienes bachillerato, ya tienes don. Y el
señorito había dicho: si ya tiene don, o va a tenerlo en breve, el
compromiso de mi padre ha caducado. Lo que puedo hacer es buscarle un
trabajo. Botones.
No llegó a recoger el título. Tampoco lo necesitó ni lo echó de menos.
Le bastaba su cartilla azul de notas. Había que ir a Ciudad Real, al Instituto
Maestro Juan de Ávila, donde se había examinado, y pagar unas tasas.
Quizá se pudo encargar el trámite a alguien o se encargó de hecho por su
cuenta la Academia, pero él tampoco regresó a la Academia.
Dos años antes de su nacimiento, en 1954, el INC(127) había
expropiado a los Camacho-Val y López-Santaclara su finca de Las Navas,
junto con varias linderas de otros terratenientes, la más extensa de
cuantas tenían, dedicada a la vid y a los cereales de secano. Construyeron
un pueblo, le pusieron un nombre, Llanos del Caudillo, arrancaron las
cepas, llenaron la zona de pozos y canales de cemento para regar por
inundación, llevaron colonos y los dedicaron a producir alfalfa, maíz y
cereales de regadío. Ahora andan medio secos los acuíferos. Su padre era
el caporal de los jornaleros del amo, y ya no fue caporal. Su tío Ramón,
hermano de su padre, que era el pastor y se cuidaba del rebaño de ovejas
y cabras, perdió su trabajo. Lo perdieron el mayoral y los gañanes. Y lo
perdieron los vendimiadores y segadores que acudían a la finca por las
recolecciones cada año. Su madre hacía de cocinera para segadores y
gañanes al final de verano y de los vendimiadores en septiembre, y ya no
sería cocinera. Algunos se recolocaron y muchos emigraron. Alguno, sólo
alguno, contados con los dedos de la mano y sobran dedos, se hizo colono
o empleado del INC en el nuevo desarrollo. Los colonos venían de zonas
más alejadas.
Sus tíos Andrés y Francisca, por ejemplo, hermano él de su madre,
temporeros, emigraron a Madrid con lo puesto y compraron con los años
un chiscón por Marqués de Vadillo, que se convirtió en bodeguilla, donde
despachaban vino a granel y por vasos y vendían encurtidos, como las
berenjenas de Almagro(128), que recibían en grandes orzas y al final en
latas de 5 kilos. Allí tuvieron a sus dos hijos, chico y chica, más o menos de
su edad y la de su hermana, 14 y 10 años. Con el tiempo se amplió el
localito y fue bodega de culto, por sus vinos y tapas, para una parte del
Madrid esnob y paletillo. Aunque eso a su tío le importaría un comino: si
el dinero había elegido el camino de su bolsillo, no podía ser gilipollas, el
dinero nunca se equivoca.
Pero no fue el INC quien los envió a la emigración, contribuyó, eso sí,
sino la pobreza endémica y la sobrevenida con la guerra y la falta de
trabajo. Muchos se marcharon aquellos años. Sus tíos, sin ir más lejos, de
los primeros. Antes, durante y después de la aparición del INC. A Madrid,
a Alemania, a Suiza, a Francia, a Barcelona y a Alicante. Los pueblos se
quedaban sin esperanza. Se marchaban entonces como vienen hoy de
cualquier parte, los que cruzan el estrecho o atraviesan Europa desde el
este. La tierra tiene fértil el vientre pero secas las ubres. Son pocos los que
recolectan y ordeñan.
Había oído de los años del hambre aunque él no conoció el hambre.
La escasez, sí. Hubo hambre, hambre física, la inanición que muchos
sufrieron. Pero en su familia la eludieron. Por suerte, decía su madre. Por
suerte, decía su abuela. En realidad, porque su padre era caporal y su tío,
pastor, y eso les aseguraba leche y harina en los peores momentos, bien
porque el amo se las daba como una gracia, bien porque ellos
legítimamente las sisaban.
En 1952 fue la expropiación de Las Navas, pero aún siguió
explotándola Camacho algún tiempo más. Tras la cosecha del cereal y la
vendimia de 1953, no quedaban más asalariados que el mayoral, el
caporal y el pastor, y a los tres llamó el amo. Al mayoral le dio un carro,
una mula y un majuelo con 2.000 cepas en la carretera de Daimiel. A su
tío, 10 ovejas y 3 cabras, que pretendió vender a Josito, el carnicero, pero
cedió a un pastor de un rebaño colectivo, y un trabajo de guarda en la
construcción de una bodega que perdió al acabarse, regresando más tarde
al viejo oficio de pastor, en sustitución de aquel al que le cediera los
animales, muerto de una apoplejía. A su padre le encargó el cuidado de la
finca de frutales y vides emparradas en la veguilla de la carretera de La
Solana. Y ese fue su trabajo hasta 1969 en que, fallecido el amo a final de
1968, el señorito prefirió venderla. El hijo no quería ir al pueblo por más
que fuera un cargo del Movimiento. O precisamente por serlo. Al campo,
como Franco, sólo de caza. Y con ojeadores. El señorito ofreció esta vez un
puesto de portero en Madrid, en el barrio de Argüelles, y por eso
vendieron todo y subieron al tren esa tarde de abril, nada más terminar la
Semana Santa. A su madre, en el fondo, le parecía un trabajo más limpio y
menos sacrificado que el trabajo del campo. Así que acogió el cambio con
entusiasmo. Y puso una vela blanca en el rincón del cuarto. Le concedía
importancia a eso de vestir con gorra y uniforme. No sabía su madre que
también había en Madrid otros personajes de gorra y uniforme aún más
importantes, aparte de la policía: los serenos, por ejemplo. En realidad, la
gorra fue un adorno en la pared, colgada de un clavo en el tabuquillo. Su
padre aducía que le sudaba el pelo y se quedaría calvo.
A los pocos días del acuerdo de 1953 con el amo, su padre regresó a
verlo morrongueando. Lo había enviado su madre. Encontró al amo en el
corral de la casa grande. Mira, le dijo nada más verlo, y le fue enseñando
el granero y el pajar, las cuadras, las cochiqueras, los gallineros, las
conejeras, los establos, ya está todo vacío, queda el olor, sí, pero está
vacío, quieren que me vaya muriendo y tengo poco más de 60 años, pues
se van a quedar con las ganas, leche. Imagina la escena y a su padre ese
día como lo vio siempre a lo largo de los años, empequeñecido y
acobardado con el amo, siguiéndolo trotón como un esclavo obediente.
No lo imagina mostrando francamente su disconformidad con el acuerdo
impuesto, para eso tendría que dejar de ser cobarde, lo imagina más bien
con circunloquios, dando vueltas. E imagina a su madre aleccionándolo
antes y, finalmente, imagina al amo interrogándolo, qué quieres, porque
algo quieres, has venido a pedirme algo. A ver qué quiere la Florencia,
porque es la Florencia quien te manda, Pascual, tú no tienes cojones. Con
lo de la finca de frutales no tiene bastante, amo, su mujer no va a poder
trabajar, está embarazada y no encontrará ningún trabajo. Y no pueden
seguir en casa de su madre, porque están con su madre él y su hermano,
han de buscar una en alquiler, no pueden comprarla. Embarazada la mujer
y sin ahorros, insensatos y manirrotos. La próxima vez que quiera joder se
la ata con una cuerda. A joder también hay que aprender, coño. Hace un
gesto de infinito fastidio y les cede una vivienda hasta que el niño cumpla
dos años, luego habrán de pagarla. En el corral donde tiene la vivienda
Vaíllo, que fue casero en Las Navas, y también la tendrá su hermano,
cuando a su vez vaya llorando lastimero al amo. Es la vivienda que
finalmente ha comprado Martín, el de la Chata. Nunca llegaron a pagarla
con dinero, sino con pequeños descuentos anuales en las cuentas de la
finca de los frutales. Y se comprometió también a correr con todos los
gastos de la escuela y los estudios hasta que tuviera don el muchacho.
¿Cómo don? Hasta que el muchacho tenga don, hasta que haga el
bachillerato. ¿Y si es una niña? ¿Una niña? La niña no puede tener don, es
una niña. Cómo va a ser una niña, Pascual, cómo va a ser una niña, será un
muchacho. ¿O es que, además de joder a destiempo y no saber joder,
tampoco sabes elegir la semilla? Pascual, coño. Será un muchacho. Sí,
amo, pero puede ser una niña. No le des por culo, Pascual, no le des por
culo al amo, será un muchacho. Y si es una niña... Si es una niña, pues ya
veremos, algo se hará. Si es una niña, hablaremos con la Sección
Femenina(129). Por ejemplo.
Esa fue la primera fecha importante en su vida. Sin haber nacido.
Cuando su padre acordó con el amo que estudiaría bachillerato. Con 4º y
reválida ya tenía don, o eso dijo el señorito Antonio(130) una vez fallecido
el amo. Ya no pagaría más estudios. Por eso fue botones en el banco.

La abuela se había levantado de nuevo y le preparó el Cola Cao. Ha


tenido tiempo para quejarse de la nuera, o sea, de su madre, que resulta
ser una miserable por dejar un bote de Cola Cao tan pequeño y casi vacío.
Ha hecho unos picatostes y le ha mandado recoger los huevos del
ponedero. Luego ha cuajado una tortilla francesa de dos huevos y la ha
metido entre dos rebanadas de pan moreno, ligeramente tostadas frente
a las brasas. Y se lo ha envuelto en un trozo de papel de estraza. Cuando
regrese a mediodía tendrá que pasar por la panadería del Camino Ancho y
coger una libreta candeal. No, déjalo, la comprará ella y así compra
también el Cola Cao y otras cosas que le faltan en la despensa.
El agua sobre el cielo avanza y busca rendijas desde las que
derramarse. Al cruzar Pérez Galdós camino de la academia, tiene que
saltar para evitar los guijarros y adoquines sueltos de la calle en obras. Un
canto le ha golpeado el tobillo izquierdo y ha mascullado una maldición.
Ya es costumbre que los concejales nuevos arreglen sus calles y vive en
Pérez Galdós uno de los concejales franquistas recién nombrados.
A las 11 no pueden salir al patio: llueve con tanta furia que se hacen
ríos en la calle. Salen, sin embargo, por cursos a la galería interior del
edificio, por ser espaciosa y por su cubierta acristalada, donde se escucha
la furibunda golpeadura del agua, como si se hubieran abierto gárgolas en
el cielo o el cielo entero se derrumbara con estrépito. La lluvia sacude su
manta de agua.
Sus compañeros de 4º le envidian el bocadillo.
Cuando salió al patio para ir al retrete, se pegó a la pared para
guarecerse, protegido por el saliente de los balcones, hasta alcanzar y
traspasar la puerta batiente. Algunos aseguraban que era parte de un
decorado hurtado a una película del oeste. Tienen sentido del humor los
estudiantes convirtiendo al director en ladronzuelo en el desierto
almeriense. Siempre había que protegerse la nariz, hacer equilibrio sobre
el molde de cemento, fabricado a partir del negativo de las huellas de un
gigante, y afinar la puntería en el agujero. Agradeció sus botas con suela
de caucho, que su padre le compró al principio de ese invierno. Y pensó en
los pantalones de pana, la camisa de algodón, el jersey de punto y la
zamarra. Y pensó que, si seguía lloviendo de esa manera, llegaría a casa de
su abuela calado hasta los huesos, y que se le mojaría el cartapacio. Ah, el
cartapacio, conseguido de segunda mano en el trapero, hoy sabe que le
tenía apego. El viaje a Madrid fue lo último que recuerda del cartapacio.
Desapareció luego. A la academia de Tirso de Molina iría con los libros y
cuadernos sueltos en la mano. Y pensó en la capa de agua de su tío
Ramón, en la capa que todos los pastores del mundo llevan en su zurrón.
Y en un paraguas. Pero no pensó en Martín camino de Madrid, a esas
horas ya cerca de la provincia de su destino, ni en sus padres, no pensó
que pudiera llover a tantos kilómetros de distancia. Pero también estaba
lloviendo con la misma cólera. Lo supo algunos días después.
Por la tarde, tal vez inducido por el sopor que produce la comida o el
que produce la lluvia, se durmió el villarrubiero, de Villarrubia de los Ojos,
por eso lo del villarrubiero, que era interno, en la clase de literatura del
director. Se levantó, sigue, me dijo, porque me estaba tomando la lección,
pero no seguí, observé su movimiento, como un felino sobre la presa,
levantar la mano y convertirla en arma, para darle dos sopapos, del
derecho y del revés, que acabó con el villarrubiero por los suelos. Es que
padece narcolepsia, dijo su compañero de pupitre, está enfermo, y
también recibió otra bofetada. Se duerme sin quererlo, aún añadió,
porque se sentía valiente o enrabietado. Vagos, replicó el director. Te he
dicho que sigas, añadió sin mirarme, mientras se limpiaba con el pañuelo
la mano. En mi clase no se duerme nadie. Pues seguí hablando de cine.
Al villarrubiero fue a quien le dieron la paliza de muerte por dormirse
en un estudio. Narcolepsia era una palabra que no aparecía en el
diccionario de la Academia y por eso no conocían su significado. La
buscaría y la encontraría en el diccionario enciclopédico Espasa y enviaría
luego una carta desde Madrid, sin remite, explicando al director el
significado de la palabra, pero no tendría valor para salir en defensa de los
compañeros de pupitre abofeteados. La explicación tardía tampoco
aliviaría al villarrubiero de la tunda.
Llovieron también los dos días siguientes. Pero no se durmió ya el
villarrubiero. Si hubo diluvio universal, tuvo que ser de esa manera. El río
lamía sus orillas, borraba las riberas y amenazaba con saltar por encima
del puente pequeño, llamado Puente de los Pobres, e inundar la carretera,
a la altura de la vieja fábrica de harinas. El tercer día lució el sol como sólo
puede lucir en primavera. Pudo notar caliente el suelo de cemento del
patio de la abuela. Y el brillo intenso de las verdes hojas de la higuera. El
viernes pudieron jugar al fútbol en las eras de San Blas unos pocos
muchachos de la academia, mezcla de internos y externos; como siempre,
entre las tres y las cuatro menos cuarto, porque a las cuatro se
reanudaban las clases, que se extendían hasta las seis. Y el sábado, él y el
hijo de los Vaíllo corrieron hacia la cabecera del río, salvaron el
semiderruido puente de la Reina, llegaron al tercer recodo y se bañaron
en el remanso, como sus madres los habían traído al mundo. Muchos
otros sábados, hasta que subió al tren que lo llevaría a Madrid, él y Vaíllo
bajaron hasta el tercer recodo. Allí, unas veces solos y otras con otros
muchachos, aprendían a nadar, chapoteaban, se lanzaban desde la orilla,
se embromaban,… No sabían que el tiempo haría desaparecer el río y que
la superficie espejeada de los pozos se hundiría hasta los 100 o 150
metros, donde ya no alcanzan los ojos, ni llega el oído a percibir el golpe
de una piedra arrojada desde el borde.
De los dos últimos meses en Manzanares tiene indeleblemente
grabada dos imágenes: el sol hundiéndose en el oeste a última hora de la
tarde, el cielo levemente anaranjado, y el brillo metálico de los raíles,
como si el astro durmiera sobre el hierro de la vía, al seguir el camino de
vuelta hacia la casa de la abuela.
El domingo fue a ver a Vaíllo y, con él, a sus tíos, para ver a su perra y
al gato, sobre todo a la perra, quería ir con la perra por la Isla Verde y por
los Cinco Puentes, recorrer la ribera pletórica del río, pero le dijeron que
se los habían llevado al campo. ¿Al campo? ¿A qué campo? Le gustaba la
forma de hablar con él de su perra, su lenguaje perruno, que entendía por
el tono y por el brillo de los ojos, o sus silencios, por el idioma del rabo,
nervioso o enhiesto. Vaíllo agachó la cabeza y negó con cuidado. ¿A dónde
los han llevado? Después le dijo: se los han llevado al campo para
matarlos y los han matado. Oyó Vaíllo cómo se lo contaba su tío Ramón a
su padre y el padre Vaíllo se lo recriminaba enfadado. De su tío siempre
pensó que era tonto, pero no creyó que fuera tan malo.
Esa mañana del domingo se sintió desolado.
En tanto se terminaba el puchero, la abuela le pidió que extendiera
las manos, así, paralelas, para mantener estirada la madeja de lana,
mientras ella la iba convirtiendo en ovillo. Tres veces, cree recordar, tres
madejas, tres ovillos. Después le midió los brazos, el cuello, el torso,... Le
hará un jersey, con dos tonos de verde, uno brillante y otro apagado, que
se llevará en junio y estrenará el próximo invierno. Pero enseguida lo
heredaría su hermano, que crecía con desmesura a lo largo y a lo ancho.
En la comida le contó la abuela que Martín había hecho bien el viaje,
pero que, por lo visto, los muebles se habían mojado un poco. Los
muebles y el resto de la mudanza. Un poco es una forma de hablar. Le
cogió la tormenta por Puerto Lápice y llegó a Madrid con vendaval. Nunca
le había llovido tanto en tan poco tiempo. Al parecer, se soltaron algunos
amarres de la lona que cubría la mudanza. Ella lo había sabido por el
propio Martín, con quien se había encontrado. E imaginó al de la Chata
avanzando en la tormenta, zarandeado por la lluvia en un naufragio. Pero
le dijo a su abuela: siendo pastor el tío Ramón, ¿cómo pudo ser malvado?
¿Cómo pudo matar a la perra y al gato? Sin más. Sólo es un tonto del bote
que hace lo que le mandan. Es lo que piensa la abuela. Cuando llegue a su
nueva casa a finales de junio oirá de su hermana la aventura de los
muebles en la mudanza. Y contará a su padre lo de la perra y el gato, pero
su padre no querrá oírlo, son animales, sólo animales, dirá, sólo animales.
Los animales o son útiles o estorban.
Los colchones, como desmesuradas esponjas, habían quedado
inservibles y hubieron de comprar otros nuevos, más modernos, con
muelles y espuma, y caras de invierno y de verano. El arcón y los cajones,
como barcas en un naufragio, con todo lo de su interior empapado y dos
cuartas de agua. Las sillas y el canapé hubieron de pasar dos o tres días en
el patio secándose y, aún así, les quedó un rastro de moho que no hallaron
manera de eliminar. Los armarios aguantaron bien, pero sus traseras se
abarquillaron y tuvieron que llenar sus bordes de clavos. La radio, al
enchufarla, dio un concierto de chisporroteos, dejó escapar una nubecilla
de humo blanco y hubieron de tirarla. En su lugar compraron dos, ambas
de transistores, una mayor para la casa y otra menor para el tabuquillo de
la entrada, donde el portero controlaba el trasiego de visitantes. Ah, y una
plancha eléctrica que su madre agradeció porque sólo había que
enchufarla. También compraron ropa nueva y una gran mesa, con sus sillas
a juego, con asientos de cuero sintético, para el centro del salón de la
vivienda. La foto familiar, además de rostros, tenía relejes. Enseguida
adquirieron también el televisor, una nevera y una lavadora. Sobre una
mesa a propósito, el televisor parecía un ara de una altar profano. Cuando
él llegó también habían comprado una cama completa para su hermana,
que ya siempre dormiría sola. Nada más trasponer la puerta de entrada,
su hermana quiso enseñársela y llevarlo luego a la escuela nueva adonde
iba con su hermano, un edificio gris a dos tonos.
La vivienda del portero era un habitáculo interior, ligeramente
deprimida en semisótano, que daba a un patio interior, lo que permitía
que no fuera muy oscura. Tenía un salón, sin entrada independiente ni
vestíbulo, se accedía directamente desde el pasillo del edificio, una cocina
amplia con su económica de carbón, un servicio, con lavabo, inodoro y
media bañera, y tres dormitorios, aunque en el tercero apenas cabía una
cama, una silla y la mesita de noche. Esa fue la nueva casa de la familia
hasta la muerte de su padre en 1985. La alcoba principal la ocuparon sus
padres; la pequeña, su hermana, y la intermedia, la compartió él con su
hermano, quien, desde que llegó a Madrid, aprendió a controlar sus
esfínteres para homenajear al nuevo cuarto de baño. Llegó a amar tanto el
inodoro, que pasaba las horas muertas sentado, con el pantalón caído
hasta los pies, mientras devoraba los tebeos propios, a él sí le compraban
tebeos, y los ajenos, y las revistas que los vecinos dejaban en sus puertas
al lado de las bolsas de basura.
Se dice que por la basura se puede conocer a las personas. También
por la ausencia de basura. Pocos comuneros leían revistas o periódicos. Al
lado de la puerta, junto a la bolsa de residuos, en algunos casos se
encontraba, también, El Alcázar y ABC, sobre todo, Pueblo, Ya, Ama y As.
Eso era lo que hojeaba su hermano en el retrete. Después lo acumulaban
en un armario del patio y lo vendían al peso al chamarilero.
Como la calefacción del edificio era central y de carbón, la comunidad
de propietarios les permitía abastecerse en el sótano de carbón y troncos
para el fuego de su cocina. En invierno, eso bastaba para tener la vivienda
caldeada, porque la casa del portero carecía de radiadores. En los días
más crudos, ponían una estufa de infrarrojos en los dormitorios un rato
antes de ir a acostarse, pasaban la plancha por los colchones o colocaban
una bolsa de agua caliente entre las sábanas. Preferiblemente, la estufa.
Su electricidad era también la común del edificio.

Estos días de abril a junio, desde el viaje de sus padres y hermanos a


Madrid, hasta que tuvo el libro de calificaciones con las notas de cuarto y
reválida, o sea, mientras permaneció en casa de su abuela, echó de menos
la bicicleta que hacía dos años, por su cumpleaños, le había regalado el
amo. Un detalle, le dijo, ese era su último regalo. Quizá fuera de segunda
mano, su madre lo decía por lo bajo, es de segunda mano, pero parecía
nueva. Y hacía las funciones de una nueva. Grande, muy grande, es
verdad, como una jirafa para sus doce años. No alcanzaba bien a sentarse
en el sillín y optaba al principio por montar por el interior del cuadro, en
una dificilísima posición, casi acrobática. Pero le gustaba. Y le gustó más
cuando aprendió a ajustar la altura del sillín para pedalear más cómodo,
aunque fuera moviendo el trasero de un lado a otro. Recorría la pista
arbolada hasta Membrilla, solo o con alumnos de ese pueblo que
estudiaban con él en la academia, y regresaba luego, experimentando el
suave golpe del aire en las mejillas cuando uno se mueve más aprisa que
corriendo. Y disfrutó, cabe el río, del reto de vencer la cuesta de la
carretera nacional cuando se eleva para salvar, con un puente, la vía del
tren, descendiendo, luego, por la gravedad y la inercia, para seguir metros
y metros sin tocar los pedales hasta, finalmente, pararse. Incluso tuvo un
accidente del que guardó secreto. Al cruzar la carretera de La Solana,
hacia Membrilla, a toda velocidad, se topó con una alcantarilla destapada,
donde se incrustó la rueda delantera, para salir él volando sin tener alas
por encima del manillar.
¿Para qué quiere un niño una bicicleta? Para ir a la academia, puede
ir andando, dijo su padre. Y se la vendió al cabrero que tenía, también, un
hijo de doce años.
Así que hubo de olvidar la bicicleta y regresar a sus entretenimientos
habituales en la época. La pídola(131) preferentemente, con Vaíllo y los
del barrio, al caer la tarde, y las canicas, los fines de semana, aparte del
fútbol en las eras con los compañeros de la academia. Con las canicas
siempre fue un verdadero experto, en la modalidad de gua o en la del
triángulo, cualquiera de ellas. Por su puntería. Miraba la bola contraria,
apuntaba y la alcanzaba con precisión, ¡clac!, un sonoro impacto, a uno,
dos o tres metros de distancia. Y lo mismo sucedía con las bolas
encerradas en el triángulo. Si se jugaban las canicas, se llevaba las canicas
de todos y, luego, las cambiaba o las vendía, prefería venderlas, a otros
muchachos o a los quiscos. Si jugaban a 5 o 10 céntimos por partida –a
perra o patacón, decían-, juntaba dos o tres pesetas y, a veces, hasta un
duro, que escondía y gastaba más tarde en alguno de los quioscos
alquilando tebeos, primero, y, más tarde, tebeos y novelas policíacas y del
oeste. Se acuerda de Marcial Lafuente Estefanía y su pistolero bueno de
los seis pies y medio de altura. Y en pipas saladas, altramuces y caramelos
saci(132), con su amigo Vaíllo, porque no le daban un céntimo al pobre
muchacho. Su familia sí conocía a fondo la palabra pobreza. A pesar del
televisor en blanco y negro. Se preguntaba por el misterio de la
adquisición del televisor en blanco y negro. No entendía cómo habían
podido comprar aquel aparato mágico. Ojo, a él no le daban más de 2 o
2'50 los fines de semana, la mitad del precio de un corte de pelo, pero no
era lo suyo la miseria. Con sus ganancias en las canicas, alguna vez fueron
al cine, que costaba 1,50, a ver una película en technicolor y alguna,
también, en blanco y negro, pero no recuerda ninguna especialmente. Lo
que no hacía era llevarse los beneficios a su casa ni invitar a su hermana:
no tenía buen recuerdo de la reacción de su padre, que lo acusó en una
ocasión de haberle robado a su madre -cosa harto difícil, porque debería
haber metido para eso la mano en la faltriquera-, con las consecuencias
previstas, ni se fiaba de su hermana, quien lo amenazaba con chivatazos
que conducían inevitablemente a la primera hipótesis.
Había dos quioscos donde vendían revistas, tebeos y chucherías,
aunque las chucherías entonces fuesen otras distintas a las de ahora: uno,
en un recoveco junto a la iglesia, al principio de la calle empedrada, y otro,
en una esquina de los jardines del Gran Teatro. Estaban buenos los
altramuces. Y los sacis, especialmente los de limón, con su golpe de acidez
en el fondo de la boca, allá donde se inicia la garganta. Se iba solo o con
Vaíllo y alquilaba tebeos para su lectura o los compraba para después
cambiarlos. Tres todas las semanas: El Jabato, El Capitán Trueno y,
mientras duró, El Coloso de Rodas. Esto siempre sucedía los sábados por
la tarde o los domingos por la mañana. Cuando los compraba tenía que
esconderlos, pero en eso era un auténtico experto. Al marcharse a
Madrid, regaló a Vaíllo la colección de tebeos de su escondite secreto.
En el quiosco descubrió el último año una colección de libros
amarillos con ribetes naranjas. Los llamaban de RTVE, valían 20 pesetas y
había títulos de todo tipo. A muchos autores no los había oído nombrar en
su vida y allí empezó a leerlos. Su padre se negó a gastar un céntimo. Y
negoció con el quiosquero de la iglesia el alquiler por 50 céntimos. Echaba
unas partidas de canicas, acumulaba ganancias, con ellas pagaba los 50
céntimos y el quiosquero se lo prestaba. Si no acaba en una sentada, y
frecuentemente no acababa, lo devolvía al quiosquero y, sin más gastos, o
por 10 o 15 céntimos por cada préstamo complementario en casos
excepcionales, se lo cedía una o dos veces más hasta acabarlo. Con una
condición: la lectura había que hacerla al pie del quiosco, sentado contra
el muro de la iglesia o bajo un algarrobo del Gran Teatro.
Durante la semana laboral, por las tardes, a partir de las 6 que
finalizaban las clases en la academia, él se iba a la Biblioteca Municipal en
la plaza de las flores, junto al ayuntamiento, en una primera planta. Eso
era lo normal. Hasta las 8, cuando salían los demás estudiantes de la
academia, que se quedaban a estudio de 6 a 8. Él, desde el principio, se
había logrado zafar de esa obligación aburrida, gracias a un par de
mentiras bastante bien urdidas, en las que puso a su padre por testigo, sin
que su padre supiera nada.
Había aprendido a mentir por supervivencia.
Desde la biblioteca, si se asomaba a los ventanales, podía ver la
fuente de granito en el centro de la plaza, con sus cuatro caños, los
parterres artificiales, conformando triángulos florales, las palomas y la
portada plateresca de la parroquia, que, aún sin saber de arquitectura,
siempre le pareció hermosa. Dentro de la biblioteca, el elemento más
llamativo siempre fue la enciclopedia Espasa Calpe: ocupaba una
estantería completa y sus tomos eran todos iguales, oscuros, con letras
doradas, grandes, gruesos y pesados. Alguna vez la consultaba, aunque le
resultaba tedioso tener que ir de un tomo a otro, y luego a otro, a otro, a
otro,… de un modo casi interminable. Por esa manía que tienen las
enciclopedias de remitirte de uno a otro artículo. Todo empezó con un
trabajo sobre el diluvio universal que el cura les encargó para la asignatura
de religión. De aquellos tomos parecía resultar que no pasaba de ser un
mito el asunto del arca, y el cura le puso un cero. En Manzanares no había
curas, sino frailes, y este cura venía de Valdepeñas, así que desde
entonces cogió tirria a la gente de Valdepeñas.
Elegía siempre una mesa al fondo, adosada a la pared, y se ponía
mirando a la ventana, hacia el oeste, desde donde veía el declinar de la
tarde a partir de la primavera. Allí estudiaba y hacía las tareas. Hojeaba los
periódicos, o el periódico, ABC, si así podía llamarse. Una costumbre que
adquirió en tercero, a sugerencia del profesor de francés, don Fernando,
que lo era también de latín. Al parecer siempre publicaban algún artículo
interesante. Con el tiempo comprendió el significado de la palabra
infumable. Oh, España, esa España diferente que se asomaba a las puertas
del paraíso diseñado por Fraga, tan poco luminosa como el blanco y negro
del periódico.
Por casualidad, en el año de 4º, justamente este último año,
descubrió La Codorniz y prefirió el inocente humor de la revista a la
plúmbea propaganda del periódico. Cuando surgió años más tarde
Hermano Lobo, ya en Madrid, se hizo amante de Hermano Lobo. Hermano
Lobo era mejor que La Codorniz. En la playa un personaje le dice a otro:
hay veranos que duran cuarenta años. Y responde el primero: o más.
«¿Cuándo...? El año que viene, si dios quiere».
En la biblioteca, también, descubrió dos autores clásicos: Verne y
Dumas, padre. Lecturas a plazos cada día, cuando terminaba las tareas.
No había más autores para su edad, le dijo el bibliotecario. Los había,
claro, pero no fue fácil descubrirlo.

Nunca entendió lo de Alcolea, un año en aquella escuela, si era


escuela. Ni lo de la escuela, después, de la carbonería. Hasta Navidad, en
uno, y tras Reyes, en el otro. Alcolea disponía de dos salas contiguas en
una planta baja que daban a un patio interior: una grande, en una de
cuyas esquinas se sentaba el maestro, elevado sobre una tarima, y otra
menor, donde nos atropábamos los pequeños con una pizarrita y un
pizarrín en la mano, olvidados. Sólo recuerdo la pequeña sala, la pizarra y
el pizarrín, nada más. Ah, y la sillita baja que ocupaba. En cuanto a la
escuela de la carbonería, recuerdo la carbonería a la entrada, los hombres
tiznados, el patio tras el portalón por el que se pasaba para entrar en el
aula, una sola, recuerdo un corral a donde nos sacaban a esparcirnos y
recuerdo los pupitres, aquellos pupitres antiguos de madera,
desvencijados, con la tapa inclinada de la mesa y sus hendiduras para los
lápices, los mangos de las plumas y el tintero. Y recuerdo unas varas,
largas como punteros, pero flexibles, que un maestro mal encarado usaba
para templar a los alumnos, generalmente, y por suerte para nosotros, a
los mayores.
Recuerdo haber aprendido algo en la escuela unitaria, entre los 7 y 10
años. Allí, sí. Quizá porque aquel hombre creía tener algo que contarnos.
Recuerdo al maestro y sus gruesas lentes, un poco, también, practicante y
veterinario, y a su mujer, maestra de la unitaria de niñas. Y recuerdo las
risas que, a menudo, el maestro provocaba. Un tironcito de orejas: ay,
dices, y él termina, señalándote: Ahí hay un hombre que dice ay. A ver,
escribid: Ahí hay un hombre que dice ay. No reír mucho, moderadamente,
añadía, que todo exceso es pecado.
Allí teníamos regla, escuadra, cartabón, semicírculo graduado y
compás de madera, mapa físico y político de España, dos pizarras, las
fotos en blanco y negro de Franco y José Antonio y un crucifijo con el
Cristo exangüe. Y una estufa de hierro fundido para el invierno, de carbón
y leña, que no siempre se encendía, sólo cuando el frío trizaba. Recuerdo
el rosario de los sábados, en cuyo rezo hacía el maestro cuentas de sus
dedos. Y el izado y arriado de las tres banderas(133) en el patio, y el canto
del cara al sol y, a veces, prietas la filas. Recuerdo la pizarra grande cada
mañana: lugar y fecha, arriba. Y recuerdo la suma, la resta, la
multiplicación y la división escritas. Todos debíamos hacerlo todo, de
acuerdo con nuestro nivel. La división, por ejemplo, con cinco cifras en el
divisor: se copiaba el dividendo, pero sólo una, dos, tres o las cinco cifras
del divisor. E igual la multiplicación. Recuerdo los dictados y la lista de ríos,
con su nacimiento, afluentes y desembocadura. Aquel maestro cegato me
enseñó a acentuar correctamente y a no cometer faltas de ortografía.
Un día, mediado el curso, llegó un nuevo muchacho. A media
mañana, se puso en pie y gritó: Maestro, quiero cagar. Un grito enorme en
el silencio del aula. Se quitó las gafas el maestro, sacó el pañuelo blanco
del bolsillo superior de su chaqueta y se entretuvo en limpiar a conciencia
los cristales. Vamos a ver, hombre de dios, alma de cántaro, dijo, tras
ponerse las lentes de nuevo, salvo necesidad imperiosa, eso suele hacerse
en el recreo y para el recreo falta una hora. Además, se pide más bajito,
nunca a gritos, y no se dice así, ¿cómo has dicho?, cagar, ya, cagar, pues se
dice hacer de vientre o ir al servicio o al retrete o a hacer tus necesidades.
¿Puedo cagar o no?, gritó de nuevo. Es que me cago. Puedes, por ser el
primer día puedes, pero ten en cuenta lo que te he dicho. Salió y no
regresó al aula y nunca más volvió a la escuela.
Dos días más tarde, en la pizarra, junto a las cuentas figuraba escrito:
Análisis morfológico y sintáctico. Y exactamente debajo: Maestro, quiero
cagar. Era su último año en la escuela. El año siguiente, si aprobaba para
entonces el examen de ingreso, y lo aprobó, estaría en la academia
estudiando el bachillerato. Recuerda que le resultó sencillo el análisis
morfológico y no tan sencillo el sintáctico. Seguramente, porque el sujeto
de la oración estaba elíptico. ¿Cómo se llamaría el muchacho?
Cuando supo que habían llegado a Madrid, se incorporó, alcanzó la
maleta, que iba en la bandeja alta, y salió al pasillo, avanzó lentamente,
mientras miraba por las ventanas de su derecha los campos que divisaba,
calvos y hollados por la basura y elementos extraños: la superficie
torturada de la tierra. Traspasó la puerta y alcanzó la plataforma. Se quedó
allí, prendido al paisaje nuevo en movimiento. El tren había disminuido su
marcha y avanzaba por un vasto dédalo de vías. Fiuuuuuuu... Parecía
interminable el tiempo de la entrada. Y sintió desasosiego. Trac-trac, el
golpe de las ruedas en cada unión de los raíles, trac-trac, en la unión
siguiente y la siguiente, trac-trac. Y la bocina de la locomotora eléctrica
americana que los arrastra. Fiuuuuuu.... Repetidamente. El primer olor, el
rancio, de aceite viejo. Y el olor a cloaca, como una bofetada. Un tren
corto de cercanías los sobrepasa.
Era la primera vez que hacía un viaje tan largo. Salvo a Ciudad Real
para los exámenes, nunca había montado en tren.
Una semana antes había terminado la reválida. Y el día anterior al
viaje a Madrid, el director de la academia puso en su mano derecha el
cuaderno azul con todas las notas. Y le deseó buena suerte. Le dijo:
Madrid es mayor que un pueblo, aunque parezca un pueblo, espero que
no te pierdas. No supo si eran maliciosas sus palabras. Tuvo la sensación
de que le había extendido la mano cuando él ya se había dado la vuelta y
enfilaba hacia la puerta. Apenas cenó anoche, apenas desayunó esta
mañana y apenas comió a medio día. Y se preocupó la abuela, ¿te pasa
algo?, no, estás nervioso, no, pero la abuela sabe que el estómago lo
cierra la mano angustiada de lo incierto. Y antes de salir para la estación:
llévate un bocadillo, te preparo un bocadillo. Pero él no quiso llevarse
nada.
Atrás quedaba el jefe de estación con su gorra roja laureada, en quien
nunca antes había reparado, sobre el andén estrecho, el tímido tañido de
la campana, su mano alzada con el banderín recogido enhiesto, su pitido y
el pitido rotundo de la locomotora, la estación empequeñeciéndose. Dos
pitidos distintos. Detalles nuevos. Por ejemplo: los chaparros, que
parecían haberse dotado de emociones para mostrar tristeza y
desamparo, como si la naturaleza supiera que ya nunca volvería. Él sólo
estaba en esos momentos confundido. Y atenazado por la desazón del
azar.
Mira de soslayo la maleta y ve la cartilla, puede verla, la ve, como si la
maleta fuera transparente. Su madre le dirá más tarde que la guarde en el
cajón de su mesilla de noche. Guardándola se sentía responsable del
futuro, eso era importante. Pensó que se la arrebatarían nada más pisar
Madrid.
Llega con los 15 años recién estrenados. Los cumplió el día del
examen de reválida, pero no se había dado cuenta, nunca se da cuenta,
porque ni siquiera su abuela recordó el cumpleaños. Como nadie se
acuerda, él no se acuerda.
Se detuvo al fin el tren y se produjo un estrépito de frenos y
parachoques, se desequilibró él ligeramente por la inercia, tiró de la
manecilla de la puerta, descendió al pescante y saltó al andén. Le
sorprendió el tamaño de la nave donde se habían detenido, la trama de
hierros entrelazados de su techumbre, el abanico de nervios metálicos y
vidrios de la pared del fondo, la densidad del aire, el aire espeso, sí, la
sensación de viejo en el solado, en las paredes y el reloj, la muchedumbre,
mucha más que un día de feria o de mercado en el pueblo. Tuvo la
impresión de haber llegado a un sitio antiguo y desgastado. Los
desconchones del piso y las paredes eran seguramente un signo. Vio a lo
lejos, agitándose, la mano de su hermana y, junto a ella, a su hermano y a
su madre. Apresuró el paso. Su padre estaba en la portería. Besos, los
consabidos y lábiles abrazos, y el vestíbulo, la salida a una plaza agobiada
y agobiante por el laberinto de puentes. El Scalextric(134), dijo su
hermana, refiriéndose al entramado de viales. Primera palabra extraña y
primera agresión a la mirada. De la baranda del puente más grande
colgaba un cartel envejecido, con la cara de Franco mirando al Oeste,
donde decía: 30 años de paz.
Tomó un golpe de aire y algo familiar hurgó en las aletas de su nariz,
ascendiendo hasta quedarse. Madrid olía con el olor que iba dejando
Martín tras de sí cuando tenía el tractor en marcha, pero Madrid no tenía
pinta de apagar sus motores. Estos vehículos no trabajaban, sólo se
desplazaban sin tregua de un sitio a otro.
La luz de la tarde se tamizaba, al esconderse el sol a la espalda de los
edificios altos del oeste. Tres horas y media de viaje, según señalaron las
manecillas del reloj clavado en la pared de la nave. Montaron en el metro
y en un instante, tras el traqueteo y el ruido monótono de los vagones y
un transbordo, estaba su hermana enseñándole su habitación en la nueva
casa de la portería. Para mí sola, recalcó, y no puede pasar nadie, nadie.
La casa, una densa distribución de espacios. Uno se pregunta dónde
se guarda el aire que luego se respira.
Lo sorprendió especialmente la habitación que dijeron ser el cuarto
de baño. Un paralelepípedo con baldosines blancos, que tiene a la entrada
un lavabo blanco con dos grifos, para agua fría y caliente, le dicen, hay
calentador a gas butano, ¿a gas butano?, gas butano, una taza con tapa
que llaman inodoro y, trasversal, una bañera con escalón o asiento y una
cortina de plástico. Cuántas cosas nuevas. Desde hoy podrá disfrutar de la
ducha una vez a la semana.
Cuando se sentó luego en el inodoro, se sintió extraño, acostumbrado
al retrete del pueblo, tan primario. Pero descubrió que servían para lo
mismo, aunque ahora un remolino arrastrara los excrementos hacia un
abismo ignoto. Esa primera vez que se sentó allí supo que aquello era lo
único que traía de Manzanares.
Su hermana quiere llevarlo hasta el colegio nuevo y lo lleva. Y le
enseña de un golpe los pequeños secretos del barrio, la panadería, la
tienda, la papelería, un bar recoleto al lado del portal, un bar, sí, justo al
lado, las calles perpendiculares dibujan una cuadrícula que nace en
Princesa y acaba en el parque del Oeste y el cuartel de la Montaña, donde
en los años siguientes levantarían piedra a piedra el templo de Debod, en
cuyo entorno él pasaría tantos ratos, mirando desde el otero hacia el
oeste de Madrid, la Casa de Campo y un horizonte lejano, al que no llega
ninguna mano, sino la fantasía olvidada en la memoria de los ojos.
El colchón de la cama no se hundía como el antiguo suyo de borra o
el de lana de su abuela, se mantenía rígido, pero no era duro. Se durmió
en un segundo y no llegó a oír roncar a su hermano. Por esas dificultades
al respirar, con los meses lo operarían de vegetaciones. Imaginó una
palmera en la nariz, pero no rió.
Sólo al día siguiente, al levantarse, creyó haber despertado de un
sueño de años, muchos más de los 15 años que él contaba, generaciones,
eras. Se levantó, miró a través de la ventana el horizonte blanco del muro,
porque la ventana daba a un patio estrecho, y se fue al cuarto de baño.
Preparó una toalla grande y se dio, por primera vez en su vida, una ducha.
Descubrió que, para ver el cielo, había que mirar siempre hacia
arriba, salvo si subía al otero del cuartel de la Montaña, templo de Debod,
luego, que el cielo también se divisaba en el horizonte, hacia el oeste.
Veamos. Estamos a 11 de junio de 1969. Miércoles. El 1º de julio,
martes, a las 8 de la mañana, ha de estar en la última planta del las
oficinas centrales del Banco Ducal en Gran Vía. Son casi 20 días para
aprovechar el tiempo.
Sucederán muchas cosas. Y muchas más en los siguientes años.
Estaba emocionado.

El jueves por la mañana estaba con su padre en el tabuco de la


entrada, un habitáculo de techos bajos, acristalado, con mesa y silla para
esperar sentado, desde donde se controlaba el acceso al edificio. Se fijó,
entonces, en el traje azul austero de su padre, y en la camisa azul y la
corbata negra. En la gorra de plato que pende de un clavo en la pared. Y
en un cuadro de clavijas e interruptores, a cuyo lado cuelga un teléfono
claro. Nadie, salvo los vecinos, ni siquiera el cartero, puede traspasar esa
línea hacia ninguna de las dos escaleras, le explica su padre. Sólo por una
urgencia, como un certificado o un telegrama, puede llamarse al vecino
por el teléfono interior y, si él lo autoriza, sólo en ese caso, se facilita el
paso o se toma en su nombre el encargo. En el cajón tiene una lista con
los nombres y los pisos. A todos los vecinos se les trata de usted y señor,
todos son personas importantes; algunas, muy importantes. Se les abre la
puerta; si van cargados, se les acompaña hasta el ascensor y se les ayuda.
Lo cierto es que algunos vienen con el chófer o un mozo hasta el chiscón o
el ascensor, y allí los abandonan. Si nos piden un taxi, salimos a la calle y
paramos un taxi o lo buscamos. Si traen pedidos los repartidores, los
suben por los ascensores y escaleras de servicio. En el cajón de la mesa
también hay una lista con los pedidos previstos en el día. Si alguien trae un
pedido y no está en esa lista, espera, se llama al vecino y, si él lo autoriza,
sube. Si alguien te da una propina, se coge la propina, se guarda y se da
las gracias.
En Madrid llamaban taxi al coche de punto.
Todo parece claro.
Se fija en la manos de su padre, menos toscas que antes.
En un momento de las explicaciones, otra vez le ha dicho a su padre,
ya se lo dijo en Manzanares, que quiere comprarse los libros de RTVE que
salen cada semana. ¿Cuánto cuestan? Ya lo sabe, son 20 pesetas. No hay
dinero, no podemos hacer gastos. Ahora ganará él dinero. Cuando
trabajes y cobres, podrás comprarlos. En quince días empieza a trabajar.
Luego, cuando seas mayor de edad y puedas tomar decisiones, decidirás,
ahora no hay dinero. Ahora él administra y toma las decisiones. Y su
madre. Su sueldo se integra en el presupuesto familiar, y punto. No hay
debate. Se calla. Pero aguzará el ingenio para ir comprando algunos libros
que irá guardando en la mesilla y el armario, con las sisas y el presupuesto
del metro. Descubrirá que, madrugando media hora más, puede ir hasta el
banco andando.
Estudia la lista de los vecinos y pregunta.
Entró entonces un hombre de mediana edad, muy peinado,
impecablemente vestido, con la camisa azul de la Falange. ¿Éste es tu
muchacho?, dijo el señorito Antonio alborotándole el pelo. Ese día lo odió,
porque le molestaba que le alborotasen el pelo. A él le gustaba verse en
los reflejos y en los espejos su peinado con raya y tupé. ¿Cuándo
empiezas? ¿Aquí? En el banco, hombre. Empieza el uno, señorito. No me
digas señorito, coño, Pascual, te lo tengo dicho, dime don Antonio. Y se
aleja hacia el ascensor de la primera escalera. Va al segundo, a casa de la
marquesa. Como cada jueves, a revisar las cuentas. Se detiene un
instante: ¿ya te has comprado el traje? ¿Qué traje? Qué traje, qué traje,
para ir a trabajar, todo el mundo va con traje, no te lo van a dar como el
uniforme a tu padre. Y desaparece con un guiño del ojo izquierdo.
Don Antonio llega todos los jueves a media mañana y sube a casa de
la marquesa, en el segundo de la primera escalera. Se queda allí hasta
media tarde. Él dice que va a revisar las cuentas, que es el administrador
de la casa. Seguramente. Pero todo el mundo cuenta otra historia, porque
tiene el marqués administrador propio. El marqués suele bajarse a
Aranjuez todos los jueves a primera hora la mañana y ella lo hace los
sábados, también por la mañana. A la finca junto al Tajo. El marqués es
maricón, pero maricón, maricón, es público y notorio, lo prueban sus
ademanes, esa pluma, dios mío, así lo cuenta el señorito falangista, y por
eso el viernes tiene en Aranjuez asuntos privados. Y don Antonio hace feliz
a la aristocracia. Se dice que tiene más aventuras, que tiene moderada
fama de donjuán. Está casado, tiene 2 o 3 hijos, pero su mujer, que es hija
de un camisa vieja(135), sólo se fija en la camisa azul del marido, en sus
cargos del Movimiento y en la cuenta sin problemas del banco. Con la
venta de la última finca del padre en el pueblo, han adquirido una
pequeña residencia en Santa Pola para pasar allí los veranos. Esto también
lo ha contado don Antonio.
El secreto del trabajo de portero está en no ver, no mirar, no oír, no
escuchar. El portero es un personaje invisible.

Su tía Francisca, Paca o Paquita, como se hacía llamar ahora en


Madrid, y su madre lo llevarán a Galerías Preciados, en Callao, para
comprar el traje que indicó el señorito Antonio. No fue fácil encontrar un
terno para un muchacho tan delgado. Gris, según criterio de la tía, como
visten los bancarios. Más bien oscuro. El chaleco lo guardarán para el
invierno. Compraron, además, dos camisas blancas de cuello holgado, con
ballenas, para ahorrarse el almidonado, y una corbata de color azul
oscuro, casi negra, de nudo hecho, con una goma cosida para sujetarla al
cuello. Los siguientes días, la habilidad de su madre como costurera y de
su tía como modista aficionada arreglaron lo que terminó pareciendo un
traje a medida si ganaba 4 o 5 kilos. Uf, tan delgado, parece un cadáver
amortajado. En el invierno, con el estirón y el fútbol, se le quedaría un
poco paticorto y habría que sacarle los bajos, y acabaría por llenarlo. Y
engordó. Para entonces, con 15 años, ya era un muchacho atlético y
hermoso. Su tía lo miraba con buenos ojos. Leche, tienes un hijo guapo, le
decía a su madre.
Durante aquellas semanas, si su padre no le ordenaba quedarse en el
chiscón de la portería para sustituirlo, porque le gustaban las siestas largas
en verano, por las tardes bajaba a pie hasta la bodeguilla de su tío Andrés,
en Marqués de Vadillo, al principio de Antonio Leyva, para ser más
exactos, por un camino que su tía le había explicado: calle Ferraz, Plaza de
España, Bailén, paseo de los Olmos, puente de Toledo y la glorieta. Al
pasar por los jardines de Sabatini, el palacio Real, el Viaducto y San
Francisco el Grande, solía entretenerse unos instantes; sobre todo, en el
Viaducto, en el que se arrobaba junto al pretil mirando la calle que
hormiguea por debajo. Sustituía bien el paseo del río y la isla verde de
Manzanares. Aún sin entender, que nunca entendió de arquitectura, lo
que llamaban la catedral le parecía un edificio especialmente horroroso,
como si el centro de donde surgen las ocurrencias de quien la ideó
estuviera más cerca del recto que del corazón o la cabeza. A él le gustaba
San Francisco el Grande.
A veces su tío los ocupaba, a él y a su primo Andresillo, con algún
encargo, pero habitualmente los mandaba literalmente a hacer puñetas.
Hala, a jugar por ahí. Entonces se marchaban ellos a una piscina que había
por Oporto, a ver si ligaban algo. Difícil anhelo en una piscina compuesta
por dos grandes piletas, separadas por un alto y espeso seto de evónimos
y arizónicas que concretaba la diferenciación por sexos. Lo del ligue debían
intentarlo a la salida y, claro, aquellos pocos días sólo cosecharon fracasos.
Otras veces se acercaban, junto con alguno de los amigos de su primo
en el barrio, hasta Caño Roto, por Vía Carpetana, al otro lado del
Manzanares, donde había unos campos de fútbol y siempre se encontraba
gente dispuesta a echar un partido con el primero que llegara. El
problema surgía cuando nadie llevaba un balón. Y otro problema: que
alguien debía quedarse sin jugar, a cargo de la ropa agrupada en algún
lugar al efecto, junto al poste de una portería, por ejemplo. Algunos
gitanos del asentamiento cercano estaban ojo avizor y corrías el riesgo de
regresar en paños menores a casa. Había sucedido más de una vez, eso
contaba Andresillo. No es que hubiera miseria, es que no había nada.
Supo después que en Madrid había muchas áreas y poblados de chabolas
y marginación como esta U.V.A. ¿Cómo? U.V.A., unidad vecinal de
absorción. Leche, pensé que en Madrid dabais a los barrios nombre de
frutas. No, unidad vecinal de absorción, un sitio que traga todo lo que
llega de fuera. Eso nunca lo había visto él en el pueblo, nadie vivía allí en
esas condiciones tan deplorables.
En el otoño o al final del verano, su primo hizo unas pruebas para la
cantera del Atlético de Madrid, pero no las pasó, y se apuntó en un equipo
de su barrio, el Puerta Bonita, donde jugó un tiempo todos los fines de
semana con éxito variable.
De los primeros días en Madrid, tiene el recuerdo de un incidente
que, a los ojos de hoy, carece de importancia pero que entonces le pareció
terrible. Estaban tres o cuatro muchachos, su primo incluido, a la puerta
de la bodeguilla, esperando a uno más para bajarse a Caño Roto a jugar un
partido de fútbol. Pateaban el balón haciendo un rondito. Y una señora los
llamó gamberros, maleducados y gamberros, no habían molestado a
nadie, pero los llamó gamberros, porque no se podía jugar en la calle.
Gamberros. ¿Qué significa gamberro? ¿Gamberro por incivil? ¿Por qué
gamberros? Gamberros, a él gamberro, que había jugado siempre en la
calle, porque la calle fue siempre el espacio donde tenía lugar la
convivencia, donde la gente se encuentra, donde los muchachos jugaban o
los adultos sacaban las sillas y se sentaban para tomar el aire o el fresco y
a organizar una charla. No entendió la razón del insulto y sintió una
punzada. No sólo es que Madrid fuese más grande, es que todo significaba
otra cosa. Entendió que la calle no era un asunto ciudadano, el lugar
común de la gente, sino, por otra forma de hurto, la reserva de un
monstruo moderno que se llama automóvil. Una forma de vida acababa.
No había sitio para los ciudadanos.
Más cerca que Caño Roto está el río Manzanares. El margen oeste y el
puente de Toledo conformaban un espacio arenoso donde también se
podía jugar al fútbol. Allí bajaron algunos sábados de julio. El penúltimo
sábado de julio también fueron. Y lo encontraron lleno de feriantes que
descargaban sus atracciones despiezadas para montarlas. Dijeron que
eran las fiestas del barrio. Su primo les llamó la atención: dos camiones
que transportaban una pista de coches tenían el mismo número de
matrícula. Los siguientes veranos también montaron allí los feriantes sus
atracciones. Y los puestos de churros, de pollos asados, la tómbola, las
berenjenas y los juegos de habilidad o de fuerza, como la maza o las
escopetas de aire comprimido. Cuando los estaban montando, vieron los
años siguientes aquel camión Barreiros descargando la pista de coches,
incluso dos camiones Barreiros iguales, pero ya no pudieron comprobar
las matrículas, porque las piezas de la atracción solían taparlas. Muchos
años más tarde, 20 años, trabajando ya en la gestoría, me mostró la jefa
un caso curioso: un transportista de feriantes trajo para recurrir dos
denuncias puestas, por problemas con la ITV, por la guardia civil en el
mismo día a un camión en dos puntos distantes 400 km. Se ganó porque a
la DGT le pareció, como a la jefa, metafísicamente imposible. Yo me
acordé de la escena del Manzanares.
El domingo y toda la semana siguiente merodearon por la zona
llenándose de polvo, ruido ensordecedor y olor a fritanga. Aquello no se
parecía nada a la fiesta que organizaban en el paseo del río, del parterre a
la vía, allá en el pueblo. Qué matraca con el pueblo, qué matraca, decía el
primo, pero era verdad, nada le parecía mejor de este sitio.
Un año hubo una atracción que se llamaba de las sillas locas. Sillas, en
realidad, que giraban, como giran los tiovivos o los aviones, a una
velocidad endiablada, sujetas con cadenas al entramado superior de
hierros, como varillas de un paraguas. Las sillas estaban colocadas en el
área más cercana al río. Una cadena de una de las sillas se rompió y salió
volando su ocupante hasta acabar en el río. Siempre me hizo reír la
imagen de un hombre desmadejado volando. Suspendieron la feria y
vinieron los bomberos, pero salió por su propio pie el accidentado, un
poco aturdido, aunque empapado. El problema del Manzanares en
aquella época no era el caudal, sino el peligro de intoxicaciones.
En el primer mayo en Madrid, al siguiente año, su primo lo llevó a la
pradera de San Isidro. Andrés había vivido siempre en Madrid y
encontraba en aquella congregación no se sabe qué prodigioso. Él no veía
más allá de unos grupos desperdigados por la ladera, ocupados en la
tortilla y la sangría o deambulando en torno a la ermita del santo o las
orillas del Manzanares. Ay, primo, que Madrid tiene cosas de pueblo
pequeño, pero pequeño, pequeño. Esta excursión, añadió, la hacen mejor
en Membrilla, cuando suben a la colina donde está la capilla de la Virgen
del Espino.
El lunes, 30 de junio, fue hasta la Plaza de España y recorrió despacio
la Gran Vía por la acera de su derecha, la de los impares. Llegó a un
edificio envuelto por el nombre de una bebida, como si fuera la panza de
la botella, ya en Callao. Alcanzó y sobrepasó la fachada de cines, de
muchos cines. En la misma plaza de Callao había cuatro cines. ¿O eran
cinco? Nunca había visto tantos cines en su vida, acostumbrado a un cine
de verano junto al paseo del río y a dos cines de invierno, uno en el paseo
de la estación y otro en el Gran Teatro. Perdió la cuenta de los nombres, lo
suyo nunca serán los nombres, sino los rostros, las cosas también tienen
rostro.
Memorizaba los pasos para no perderse.
Llegó frente al edificio del banco, se detuvo y calculó el tiempo que
había tardado, el tiempo que tardaría cuando el recorrido no lo hiciera
paseando, sino a buen ritmo. Memorizó la fachada, el lugar por donde
habría de cruzar el semáforo, antes de La Casa del Libro. Continuó un poco
más hasta llegar a la altura del edificio de Telefónica y la red de San Luis, y
el templete de acceso a la línea 1 del metro, con un sistema de escaleras y
ascensores, que quitarán un día y se llevarán a O Porriño (Pontevedra).
Qué tendrá que ver O Porriño con el metro de Madrid. Bajó por Montera y
llegó a Sol: otro anuncio de un vino y el reloj que marca las horas de los
madrileños. Le habían hablado del Km “0” y se acercó hasta el edificio de
la Dirección General de Seguridad: una chapa incrustada en una baldosa,
sí, km 0. Días atrás, su tía y su primo le habían dicho que tenía voz de
paleto, el deje del pueblo, que tenía que esforzarse para hablar al modo
madrileño. Lo del km “0”, le dijeron, lo hacían todos los paletos. Él lo hizo,
pues. Miró de nuevo la placa, volvió a mirarla, la miró otra vez, sonrió y se
dijo que probablemente no hay nadie más paleto que el madrileño.
Se levantó, sin que nadie lo despertara, a las 6 ½ de la mañana y miró
detenidamente el traje, la camisa, la corbata, los calcetines limpios, el
cinturón y los zapatos, un par de su padre que se había comprado en el
año catapún para la boda de su hermano. Dormía su hermano. Todos. Y se
duchó. Se había duchado el sábado por la mañana pero quiso ducharse de
nuevo. Se enjabonó bien y se frotó fuertemente los sobacos, las rodillas y
los talones. Si olía a algo, quería oler a jabón. Y se cepilló los dientes. Su
tía había convencido a su madre para que le comprara un cepillo de
dientes y un tubo de pasta dentífrica: en Madrid todo el mundo se
limpiaba todos los días los dientes. No le disgustó el roce áspero de las
cerdas en las encías, aunque sangró un poco. Se secó y se peinó: marcó
limpiamente la raya en el lado izquierdo y esculpió el tupé más perfecto
de su vida.
Se vistió y se miró de nuevo al espejo. Era la primera vez que se ponía
una corbata. No se vio mal. Puso una gota de agua sobre la yema del dedo
y se repasó las cejas. Se sacudió las solapas. Años más tarde, cuando
leyera Últimas tardes con Teresa(136), recordaría esta escena y sentiría un
repeluzno.
Cogió un vaso y lo medió de leche. Puso dos cucharadas de Cola Cao y
se esforzó en disolverlo. Quedaron grumos, pero no se atrevió a encender
esa cocina de hierro para calentar la leche. Terminó de llenar el vaso con
leche y se lo tomó con un puñado de galletas marías. Regresó al cuarto de
baño para enjuagarse la boca y revisarse de paso.
A las 7 ¼ estaba en la calle. Se palpó los costados. No llevaba nada,
creía que no necesitaba nada. Podía haber cogido un bolígrafo y un
lapicero, o podía haber cogido la pluma Montblanc que le regaló el
profesor de latín de la academia, a modo de despedida, el último día del
curso, cuando él mostraba sus nervios pensando en los exámenes del día
siguiente en el Instituto de Ciudad Real. Pero no cogió nada. Observó su
reflejo en la luna del bar y creyó ver a alguien extraño. El sol brillaba lo
mismo que brillaba en el pueblo a primera hora de la mañana, pero era
distinto el aire. Pisar la acera era sumergirse en el ruido.
No te preocupes, le había dicho don Fernando. Eres bueno en latín. Y
en matemáticas. Podrás elegir ciencias o letras sin problema. Son
parecidos latín y matemáticas, son lenguajes sobre un gran esqueleto
lógico. Aprobarás sin problemas. ¿No has aprobado hasta ahora con
buenas notas? ¿Qué harás el año que viene? ¿Ciencias o letras? Empiezo a
trabajar. Ya trabajabas, ya ibas a la trilla y a la vendimia, ¿no? Bueno,
guárdate la pluma y, cuando la veas, acuérdate de estudiar, sea ciencias o
letras, pero estudia en cuanto puedas. Y me apretó el brazo izquierdo con
su mano diestra. La pluma estaba guardada en una cajón de la mesilla de
noche en casa. Ahora la tiene su hija.
A las ocho menos diez estaba en la puerta, viendo cómo pasaban
algunos sin atreverse él mismo a entrar. Al fin, lo hizo. Está cerrado, ¿qué
quieres? No abrimos hasta las nueve. Es que empiezo a trabajar. ¿A
trabajar? ¿Tú? ¿Dónde? Tengo que estar a las ocho arriba, en la última
planta. Y alguien que añade: debe ser el recomendado de don Antonio
Camacho. Me indican la escalera. Desde ese día sería chico para todo del
departamento de internacional.
Y entonces se produce el desastre. No tengo DNI. ¿Cómo saben que
yo soy Francisco Campillo y no soy su vecino, por ejemplo? A ver. Don
Antonio me conoce. Aunque me conozca don Antonio, aquí no está don
Antonio, hace falta el DNI, así que debo empezar por obtenerlo. ¿Y
trabajar, entonces? Me dicen: no te preocupes, desde hoy es como si
estuvieras trabajando, pero he de ir a hacer los trámites para tener el DNI.
Tengo todo el mes de julio de plazo. Y fui a Santa Engracia, entonces, en
realidad, Hermanos García Morato. Regresé al trabajo con un impreso y la
relación de requisitos para solicitarlo. El trámite iba necesariamente para
largo, así que determinó el jefe del departamento que trabajaría sin
problemas mientras lo iba arreglando.
Mi padre quiso que escribiéramos a su hermano, pero escribimos a la
abuela para que nos enviara una partida literal de nacimiento. Con ella,
cuatro fotografías y el impreso relleno, fui una tarde con mi padre a
mediados de mes. A primeros de agosto, tenía el DNI. Me vi feo en la foto
y mi hermana anduvo con la broma de ciertos parecidos patibularios:
Wanted, el malo en las películas del oeste. Pero ya fue todo más sencillo
para que se pudieran producir algunos milagros.
Con el DNI, abrieron una cuenta a nombre de su padre, su madre y él
mismo, sin que ninguno fuera por la oficina. Le entregaron las hojas del
contrato y los cartones de firmas. Su madre le dio 20.000 pesetas que
quedaban de la venta de la casa; todo lo demás se lo habían gastado o lo
guardaban en la caja de los peines. Más de 50.000 pesetas, un dineral. Y
en el banco le dieron una cartilla donde pulcramente anotaron con pluma
estilográfica las 20.000 pesetas y sus sueldos de julio y agosto.
Dios mío, cuánto tedio.
En su momento, le habían aclarado las condiciones del trabajo. El jefe
de internacional lo llamó a su despacho. A ver, muchacho. En septiembre,
empezaría a estudiar contabilidad en una academia en Tirso de Molina, de
cuyos gastos se hacía cargo el banco. No tenía tareas concretas, pero
cualquiera podía encargarle un trabajo. Un recado u otra cosa. A espabilar.
Y podía pedir anticipos en efectivo cada quincena, que le descontarían de
la nómina. Así ideó su última mentira. Pediría 150 pesetas cada quincena,
para los libros que le negaba su padre, y guardaría el sobrante. Aparte la
colección de RTVE, había descubierto otra a 15 pesetas el ejemplar –unos
tomitos de color burdeos publicados por Libra- y había decidido
combinarlas. De las 300 pesetas al mes, consiguió guardar más de 200.
Para sus gastos, le bastaba con el dinero que le daban en casa, incluido el
del metro, porque procuraba ir andando a todas partes, salvo que
estuviera muy lejos, pero nada le parecía lejos entonces. Lo fue guardando
en billetes de 100 pesetas bajo el cajón de la mesita de noche, entre el
cajón y la tabla sobre la que el cajón se deslizaba. Cuando juntaba 10
billetes, los cambiaba por uno de 1.000 pesetas y así casi no ocupaban
nada. Con los años, aquellos ahorros acabaron teniendo cierta
importancia. En 1975 había reunido más de 18.000 pesetas. Cuando su
padre le preguntó que significaba aquella anotación en la nómina, dijo
que le descontaban la mensualidad de la academia. Echó pestes contra el
banco, 300 pesetas, qué cabrones, pero todo quedó en nada.
Con aquellos ahorros, resultó más fácil comprar luego una casa, por
ejemplo, la de Gonzalo de Córdoba.
El verano de 1970, recién cumplidos los 16 años, o sea, un año
después de su llegada a Madrid, debería ser su primer y auténtico verano.
Había aprobado su primer curso de unos rimbombantes estudios de
contabilidad y finanzas en la academia de Tirso de Molina, un centro
concertado con la banca. En esos años había decenas de academias en
Madrid y algunas tenían suscritos acuerdos sectoriales, muchas veces
auténticos fraudes, mas no del todo en su caso, porque le permitió
aprender la llevanza de cuentas, rudimentos de contabilidad básica y
finanzas, y cálculo mercantil. En el banco estaban contentos con el cateto:
no daba un disgusto y era cumplidor de su trabajo.
Iba a tener vacaciones en Agosto, 20 días al menos. Llegó corriendo a
la portería a contarlo. Hacía tiempo que su primo Andrés lo había
convencido para apuntarse a un grupo en la parroquia de su barrio. Se
reunían los fines de semana y solían salir a la sierra o pueblos de
alrededor una vez al mes. Ese verano iban a un pueblo de León, camino de
Astorga, a la ribera de un río. Se había dejado convencer y sería su primera
salida, su primera actividad en grupo, durante 10 días. Pero su padre,
como otras veces, habría de truncarlo. Sin mirarlo, su padre le dijo: te
quedarás en mi puesto, mientras tu madre y yo bajamos al pueblo. Su tío
Andrés, hermano de su madre, su tía Paquita, su primo Andrés y su prima
Lucía no pudieron convencerlo, él no podía cambiar la fecha para ir al
pueblo. Su madre no dijo nada. A eso también estaba acostumbrado.
Renunció al escultismo de barrio.
A partir de ahí y hasta que hizo la mili, todos los veranos fue lo
mismo. Él dejaba el trabajo en el banco y sus padres, con sus hermanos,
se marchaban al pueblo. Años atrás, en Manzanares, al terminar en la
academia o la escuela lo llevaban a trabajar al campo. Siempre había
ocupaciones para un muchacho a partir de los 6 años. Incluso, con menos
de 6 años. Con 6 años, por ejemplo, podía montarse en un trillo y guiar a
una mula sobre la parva en la era. O con 10 años podía alinear los haces
de mies que formaban los segadores, empujándolos hacia un surco, para
que con sus horcas los jornaleros los fueran cargando en galeras y carros
o, luego, en remolques, cuando llegaron los tractores y los remolques.
Entre 6 y 10 años, y antes y después, los sábados y domingos por la
mañana espigaba, antes de que pasaran los espigadores ajenos y
foráneos, o rebuscaba carpones(137) olvidados en las cepas tras la
vendimia.
Así que el 10 de Agosto de 1970, a primera hora, cogió su padre la
maleta más grande, una enorme maleta de loneta, la más grande maleta
jamás imaginada, pusieron dos mudas para cada uno, y se fueron a Atocha
y de Atocha a Manzanares su padre, su madre, su hermana y su hermano,
el recorrido inverso 16 meses más tarde. Era lunes. Pudo haber elegido el
viernes por la tarde o el sábado por la mañana y así tendría él dos días
libres más porque en sábado y domingo no hay servicio de portería
ordinario. Del 10 al 15 y desde el 17 hasta que regresaron el 21, el 16 era
domingo, cada día se sentaba en el chiscón a las 9 de la mañana, hasta las
8 de la tarde, el sábado sólo por las mañanas, para controlar las entradas y
salidas, recibir la correspondencia, abrir el ascensor a los vecinos que no
estaban de vacaciones y recoger, luego, al final del día, las bolsas de la
basura que esos vecinos dejaban en la puerta de sus casas, y el papel, que
él amontonaba en el armario del patio. Entre las 2 y las 5, como si fuera
horario de comercio, cerraba las puertas y dejaba que en los pasillos
avanzara la penumbra hasta inundarlos. Aquel primer lunes se encerró en
su casa. Pudo haber leído, La hoja roja, de Miguel Delibes, por ejemplo, de
su colección RTVE, un asunto de jubilados, que había comenzado el
viernes, pero se dejó atrapar por el televisor, obnubilado por la droga sutil
de las imágenes. Miró sin ver, no puede recordarlo.
No sabe por qué, en casas como la suya o la de Vaíllo, el televisor se
convertía en el centro de un rincón abigarrado. En su casa, por ejemplo, se
hallaba entre el aparador y la cocina, sobre una mesa a propósito,
adornado con un tapete hecho a ganchillo y un perro durmiente de
cerámica industrial.
Cuando regresaron, el 21 por la tarde, traían las mudas sucias en una
bolsa de plástico y la maleta llena de embutidos, queso, jamón, panceta,
harinas, conservas, legumbres y huevos, bastantes huevos, huevos, 4 o 5
docenas de huevos, muchos de los cuales se habían roto e impregnaron al
resto de la mercancía de una película pegajosa y amarilla que resultó
difícil de eliminar. En el pueblo se habían quedado los palurdos, pero los
de Madrid asaltaban sus despensas como si Madrid tuviera derecho a un
diezmo.
El martes se quedó revisando la lista de los vecinos, anotada
puntillosamente con las observaciones de su padre, una caligrafía firme
que aprendió en Alcolea: los miembros de cada familia, los nombres, sus
edades, la profesión del señor o la ocupación de la señora, si es que la
señora tenía ocupación, algunas costumbres, horarios. El trabajo de un
detective. Cuando finalmente estaba cerrando el portal, llegó en taxi la
señora del diplomático, o policía, algunos decían policía, y esperó un
momento. La radiofrafió. ¿40 años? Menos. O más, da igual, bien llevados.
Se dio cuenta de que hacía meses tenía los ojos extraviados en las
mujeres. Siempre se preguntó por qué los adinerados parecen más
jóvenes y hermosos que los del montón. Esa era una ley inobjetable. Venía
del aeropuerto, sus hijas estaban en Canadá durante el verano y su marido
andaba ocupado en adecuar, hasta primeros de septiembre, la sede de la
embajada en Guinea, ella venía de Guinea, independiente un año antes.
En el portal y en el pasillo fue dejando un aroma corpóreo con el que él
tropezaba cuando iba y venía a recoger las maletas para acercarlas al
ascensor.
En el ascensor no cabía todo el equipaje. Subió la señora con dos
maletas y él subió con el resto. La señora lo esperaba con la puerta de la
vivienda abierta. ¿Está todo? Terminas de subirlo y lo vas pasando al
salón. ¿Eres Francisco, el hijo de Pascual? Sus hijas dicen que eres muy
guapo. Sus hijas tienen buen gusto. Y sonríe levemente. Ella no se había
fijado. ¿Sus hijas? Las gemelas del listado de su padre, Camila y... no
recuerda, otro nombre raro, tampoco consigue reconstruir la imagen de
las muchachas.
El salón es un espacio inmenso, al fondo de un larguísimo pasillo,
atestado de figuras y cuadros, como si aquello fuera la exposición
recargada de un anticuario. Amontonas todo a la entrada, junto a la mesa
más historiada que nunca habías visto. Cuando no sabes si salir o esperar,
y ya decides salir quedamente, oyes su voz reclamándote. La voz procede
del cuarto de baño. Mira, te dice, haciendo una indicación con la barbilla,
abre las puertas de ese armario bajo, y saca un albornoz, ese, déjalo sobre
el taburete, te indica una banqueta acolchada, y espérame en el salón un
momento. Está sumergida, con el pelo recogido, bajo una capa de espuma
en la bañera. Al cabo de un rato, sale completamente envuelta, del cuello
a los pies, sacudiendo la cabeza. Descubres que tiene un pelo largo y
ligero mientras lo masajea con la capucha del albornoz. Al final, con la
toalla se hace un turbante. Discúlpame, dice, no sé si te he hecho esperar
demasiado, venía muy cansada y necesitaba darme un baño. Abre el
bolso, saca el monedero y le da 25 pesetas. Espera, no te vayas, ¿o te
esperan en casa?, niegas, estás solo, vale, te he hecho perder el tiempo, te
doy algo de comer, me ayudas con las maletas y te doy algo de comer. Y ya
te marchas. Distribuyó el equipaje como ella le fue diciendo, mientras se
secaba cuidadosamente el pelo a mechones. En un momento dado
desapareció y enseguida la sintió a su espalda: lo supo porque lo asaltó el
aroma que había invadido el portal y por el calor del cuerpo cercano. Lo
sacudió un escalofrío. Y quedó paralizado. Sintió la barbilla sobre el
hombro, un estremecimiento callado, el mundo quieto, el abrazo fuerte
sobre el pecho y deslizarse la mano diestra hacia abajo. Hummm, dijo, qué
bello paquete, cómo le habla a mi mano, no creo que te desmayes si no
comes todavía, cómo me gustan tus argumentos ocultos, no hagas nada,
déjame hacer, no digas nada, chissssss, no digas nada. Me vi de espaldas
en la cama más grande del mundo.
Era la primera vez que veía a una mujer desnuda.
En la cocina, después sirvió unos fiambres. Cuando salía dijo: de esto
mejor no digamos nada.
A las 2, todos los días, hasta el sábado, bajó ella a pedirle que subiera
para alguna tarea nueva, como colgar un cuadro o cambiar un mueble de
sitio. A la 5 estaba en el chiscón de regreso. Cuando asomaba ella, sentía
un estremecimiento y subía luego con el corazón comprimido. El sábado
no regresó sino hasta muy tarde, al no haber portería la tarde del sábado.
El domingo subió él por su cuenta porque el domingo era día de descanso.
Tocó la puerta con los nudillos, un poco asustado, y la puerta se abrió
como si ella estuviera esperando detrás de la puerta. Lo recibió
completamente desnuda, puso su dedo en los labios, chistó y lo llevó al
salón. El suelo alfombrado estaba cubierto de pétalos y en el aire
dominaba una aroma denso, quizá de sándalo. Había diseminado multitud
de platillos con frutas y diminutos manjares, listos para ser consumidos de
un solo bocado. No quiero que pases hambre, dijo como en un susurro,
quiero que te entretengas mientras yo me entretengo contigo. Luego
iremos a la cocina, no tienes que bajar hoy a la portería, estarás aquí hasta
que anochezca o, si quieres, hasta después de que anochezca. Y ella fue
alimentándolo.
Descubrió allí por primera vez la música clásica. Y le pareció mágica.
Tenían un tocadiscos en cuyo plato los discos caían automáticamente y
estuvieron cayendo discos hasta que en la madrugada lo venció el sueño
en la inmensa cama del martes. Supo que una historia podía ser abstracta
y era posible narrarla sin palabras.
A partir del lunes y hasta el viernes, cuando ya regresaron sus padres
y hermanos, a eso de las 2'05, repetía diariamente la acción del domingo:
subía, tocaba con los nudillos y encontraba la puerta abierta. Comían y
gozaban, como sólo pueden hacerlo seres que no son humanos.
Comprobó que podían ser esperpentos las fantasías que con su primo
había trazado.
En todo ese tiempo, no recuerda haber pronunciado prácticamente
palabra.
Su madre se quejó luego del olor a umbría por no haber abierto en
todo el tiempo de ausencia las ventanas.
El sábado fue ella la que bajó para decirle a su padre que enviara a
Francisco para ayudarla con unos cuadros. Su padre quiso subir y se
ofreció para acompañar al muchacho. Oh, no, no será necesario. Y tuvo él
que dar explicaciones, pero nadie vence al rey de las mentiras. Subió tras
la comida. Pensando ya qué hace un muchacho como él en un lío con una
mujer casada de 40 años. No por la mujer, que no lo hubiera importado
morir si la muerte pagaba entregándolo a sus manos. Durante doce días el
mundo había carecido de obstáculos y de repente, en unas horas, en el
mundo había padre, madre, hermanos, tíos, obligaciones, trabajo y
seguramente don Antonio, el señorito, el marido diplomático o policía –
con los años, lo vería en los telediarios con uniforme de militar- y las hijas
gemelas. Traspasó la puerta del piso y otra vez, sin embargo, el universo
volvió a ser ligero y mágico, y digno de ser probado.
Al salir a media tarde, empero, el vestíbulo, el ascensor y el pasillo,
con su penumbra y su frío, pusieron en sus manos un terco espejo donde
mirarse. Vio la palabra desasosiego escrita en el diccionario. El
desasosiego venía del miedo. Y decidió que no volvería.
El domingo por la mañana fue a la piscina con su primo, y al cine
Europa por la tarde a ver una sesión doble. Tuvo que dar explicaciones a
Andrés. El lunes ya regresó al trabajo en el banco. Supo por su padre que
la señora había preguntado por él y no volvió a verla hasta el siguiente
sábado. Con la misma excusa de los cuadros. Y tuvo que soltar las mismas
patrañas al padre. Se sentaron en la cocina. Tampoco en esta ocasión él
habló nada. Su marido regresaría esa tarde; sus hijas, la semana siguiente.
Allí no había pasado nada, él había subido a ayudarla para mover unos
cuadros. Ella era una señora y él, un muchacho invisible, el hijo del
portero. Si él decía algo, ella lo desmentiría y su padre podía quedarse sin
trabajo. ¿Por qué habría de decir algo?

De lunes a viernes, salía del banco a las 3 de la tarde, iba a comer, se


sentaba en la cocina, ya solo, porque nunca llegaba antes de las 3 ½, y en
seguida, con el bocado en la boca, a la academia de Tirso de Molina, de 5
a 8. Cuando regresaba, encontraba a su hermano haciendo las tareas
escolares –antes había estado jugando o haciendo el cafre por la calle- y a
su hermana aprendiendo costura bajo el severo control de su madre:
zurcidos, remiendos, pespuntes, botones y ojales, principalmente, el
pespunte oculto es una buena técnica para los bajos de los pantalones: un
curso completo para el ama de casa de siempre. Antes ella había hecho
también las tareas escolares. Tomaban una cena apresurada, a base de
fritos y sopas o ensaladas, y se sentaban ante el televisor, mientras él se
aislaba en la cocina a revisar lo que hubieran visto en la academia y a
resolver alguna tarea encomendada. En realidad siempre lo mismo: unos
asientos contables, un cuadro de amortización y unos pocos fundamentos
de derecho mercantil. Alguna vez pedía que bajaran el volumen.
Al señorito en el banco lo conocían por don Antonio. El se
acostumbró a llamarlo don Antonio y acabó por no asociarlo a nada que
no fueran sus visitas a la portería o al banco. Al banco iba un par de veces
al mes, siempre a media mañana. Que él hubiera constatado, vamos. No
dejaba de ser su departamento un poco raro, en la última planta,
dedicado a internacional y divisas. Alguna vez lo saludaba con un guiño o
preguntaba por él en voz alta, aunque lo estuviera viendo, para que el jefe
del departamento se deshiciera en elogios. ¿Veis lo que os traigo? Joyas.
Esto es lo que necesita España: silencio y trabajo, silencio y trabajo. Bien,
muchacho. Y luego se encerraba con el jefe en su despacho. ½ hora. El jefe
salía al cabo de un rato, entrega dinero al subjefe y éste revisaba el
importe, y lo anotaban en las fichas de cartón en las que se llevaban las
cuentas. Después, salía don Antonio tan ruidosamente como había
entrado.
En una ocasión se me acercó, me tomó del hombro, se inclinó y me
señaló a un administrativo que trabajaba en silencio en una zona
apartada. Se llamaba Armando: ¿Ves ese? Fíjate bien. No te acerques, es
un rojo. Es un sindicalista rojo. No te acerques o te pervertirá. Está hecho
de azufre, el material del infierno. Avísame si hace o dice algo indebido.
Aquí ya están todos avisados. Me encargaré de él si es necesario. Y se
tocaba en el costado. Otras veces me decía: ¿Lo vigilas? Avísame, eh, que
no me entere yo de que no me avisas. Pero Armando era una persona
tranquila y callada, con la que apenas hablaría salvo al cabo de mucho
tiempo. En realidad, al principio yo apenas hablaba con nadie. Éste, decía
refiriéndose a mí, no se descarriará nunca, dejaría a su padre sin trabajo.
No se puede trabajar, como su padre, en un sitio de gente importante y
tener un hijo descarriado.
Con los años, compartiría yo algunas vacaciones con aquel sindicalista
callado.
El edificio del banco tenía una ubicación privilegiada. Desde la última
planta, a través de las cristaleras traslúcidas, podía verse la calle, desde la
mediana a la acera de enfrente, y esforzándose un poco, torciendo el
cuello y pegando la mejilla a los vidrios, la vista alcanzaba desde más allá
de la Casa del Libro hasta la red de San Luis y la marquesina del metro.
Tras el verano de 1969 y durante todo 1970, eran frecuentes los saltos de
jóvenes, estudiantes, según decían en el banco, desde el metro, que
ocupaban la calle, interrumpían la circulación, llenándose todo de
cláxones, prorrumpían en gritos, arrojaban algunas octavillas y se
dispersaban y corrían hacia las calles cercanas cuando se presentaba la
policía antidisturbios. Cuando oíamos el follón todos nos asomábamos.
En España, sin embargo, no parecía pasar nada. En el banco, en su
casa, en la academia, en la comunidad de vecinos no pasaba nada. O si
pasaba, no se reflejaba en la televisión, ni en la radio o en los periódicos.
Tampoco en las aceras que yo recorría cada día, a las 3, cuando salía del
banco y bajaba por la Gran Vía hasta casa, o por la tarde, al ir de casa a la
academia o de la academia hasta casa. Algún día, es cierto, también me
encontré a esos jóvenes por Santo Domingo o por la Plaza de España
cuando me apresuraba por llegar a casa. Una vez, al principio, que llevé a
casa uno de aquellos pasquines y lo mostré ingenuamente a mi madre, me
lo arrebató, presa de los nervios, lo hizo un gurruño y lo arrojó sobre el
carbón en ascuas de la cocina: ni se te ocurra, no cojas estas cosas, tú no
sabes nada.
Después, no sé si demasiado tarde, supe que sí estaban sucediendo
algunas cosas, pero no en la puerta de nuestra casa. En las casas decentes
nunca pasa nada. Antes, ETA, un grupo independentista vasco surgido del
PNV, había asesinado a un policía(138) en Bilbao. Y eso los convirtió en
terroristas. La guardia civil mató en un descampado de un tiro en la nuca a
Pedro Patiño, un sindicalista de CCOO al que detuvieron en el tajo por
alentar a la huelga de la construcción con octavillas. La Brigada Político
Social de Madrid, entre cuyos miembros estaba el más significado
torturador de la época, Juan Antonio González Pacheco, Billy el Niño, bien
conocido entre los universitarios, aquellos muchachos que saltaban en la
Gran Vía desde el metro, asesinó, tras torturarlo salvajemente, al
estudiante de derecho Enrique Ruano. El año terminó con el proceso de
Burgos, un juicio militar sumarísimo contra un grupo de etarras acusados
de tres asesinatos, entre ellos el de Melitón Manzanas. Seis de ellos
fueron condenados a muerte, pero la presión internacional y la
movilización interior obligaron a Franco a conmutar esta pena por la de
cadena perpetua.
Fue el padre de Lola quien me ayudó a enterarme de estas cosas años
más tarde. A desentrañarlas. Y Armando, cuando me atreví a preguntarle.
Armando, como el padre de Lola, resultó ser de CCOO. No había entonces
otro sindicato. UGT reaparecería con Franco enterrado.
La radio y la televisión estaban controladas por el estado, a través del
Ministerio de Información y Turismo, dirigido por Manuel Fraga. La
televisión porque era directamente del estado y las radios porque tenían
prohibida la información de elaboración propia, la información era la de
RNE, también del estado, con quien estaban obligadas a conectar cada
hora para emitir sus partes. Y no había periódicos independientes. ¿O los
había? Uno que así se llamaba, ABC, yo lo leía en la biblioteca del pueblo,
se limitaba a publicar a bombo y platillo los libelos que salían del
Ministerio de Fraga. Especialmente rastrero fue el tratamiento que dieron
al asesinato de Enrique Ruano, que presentaron como un subversivo con
derivas suicidas, a través de unas crónicas firmadas por un despreciable
Alfredo Semprún, periodista y policía al mismo tiempo. ABC quedó
marcado para siempre por la iniquidad y ya no he podido evitar mirarlo
sino como el último reducto de un periodismo mendaz y miserable. Un
periódico al servicio de la propaganda de la dictadura, un aliado servil del
terrorismo de estado. Poco ha cambiado. Los que trabajan allí se retratan,
saben en qué vieja cloaca se hacen sus nóminas, en qué herencia se
amparan. Hoy mismo.
Descubrí palabras nuevas: huelga, manifestación, subversivo,
terrorista. El miedo ya lo conocía.
Las manifestaciones eran frecuentes aquellos días. Y siempre nos
acercábamos a la cristalera a observar las carreras de los jóvenes, el
concierto de cláxones y las carreras de los policías que siempre llegaban
demasiado tarde. Tuve la sensación de estar viendo a unos locos. Eran
jóvenes como yo, pero parecían raros, quizá porque fueran románticos o
visionarios: ¿por qué o contra qué luchaban que los demás no veíamos?
Héroes me parecieron luego, y, por lo tanto, simples e insensatos como
todos los héroes. O soñadores. No hay soñador que no haya enloquecido
alguna vez.
En una ocasión estaba don Antonio en el despacho del jefe, como
solía ocurrir cuando iba a realizar sus ingresos. De repente salió corriendo,
¿qué pasa?, gritaba, acercándose a la vidriera donde nos agolpábamos. Y
al ver a los muchachos, hijos de puta, cabrones, os vais a enterar, echa a
correr hacia la escalera mientras se lleva la mano al sobaco. Oíamos su
carrera y sus saltos, por los escalones y de rellano en rellano, ágil, aunque
maduro. Cuando llegó abajo, los muchachos ya habían desaparecido como
los gamos de siempre. Regresó sofocado, hijos de puta, si engancho a
uno…
Llevaba la pistola en la mano. Había un rictus, una tensión que no
había visto antes en su rostro, un brillo, una lividez. Con un ligero temblor
de manos sacó el cargador y tiró hacia atrás de la corredera, dejando al
descubierto el cañón y la recámara con una bala dentro que hizo caer
sobre la mano, se la metería en el cráneo a esos hijos de puta, dijo, y se
acercó a la mesa de Armando. Mírala bien, mírala, obsérvala. Dame un
motivo, dame un motivo, coño. Se acercó el jefe, vamos, don Antonio, este
muchacho no tiene nada que ver con esas cosas. Repuso el proyectil en el
cargador y lo colocó de nuevo en su guía con un golpe seco de la mano,
puso el seguro y volvió a colocársela bajo el sobaco izquierdo, oculta bajo
la chaqueta. Súbitamente se puso a reír, mientras regresaba al despacho.
Esto es como un teatro. Ellos son los del mono y la cabra y nosotros los
que damos la leña. No está mal, me gusta dar leña. Se jactó de haber
asaltado aquellos días dos librerías en Madrid, Rafael Alberti y Antonio
Machado, por rojos, por vender libros de rojos y por tener nombre de
rojos. Lo de la librería Alberti lo recuerdo especialmente, porque no
estaba lejos de la portería, aunque nosotros más cerca de Plaza de España
y ellos más cerca de Moncloa. La dejaron literalmente arrasada, rotas las
lunas, pintarrajeadas las paredes, derramada pintura roja sobre los libros
desparramados.
Con el tiempo supe por qué iba don Antonio al banco, una vez por
quincena como media. Alardeaba, era fanfarrón, hay que reconocerlo, de
mujeres hermosas, de conocidas artistas que andaban por Chicote, a
todos los fanfarrones se les va la lengua. Y acaban diciendo algunas
verdades. Daba nombres. Él se las tiraba. Las pastoreaba y se las tiraba.
Putas, son putas, pero no lo parecen porque decoran.
Comenta el señorito.
De Chicote se dicen muchas cosas: que traficaba con penicilina,
cuando en España nadie podía conseguirla, que trapicheaba con
estraperlo, que cobraba un duro por un cóctel, el precio de una hogaza de
pan que nadie podía comprarse, o que ejercía de proxeneta. Salvo el
precio de las bebidas, prácticamente nada era cierto. Lo cierto: el hecho
de que por allí hubieran pasado el Sinatra o la Gardner les otorgaba un
plus de importancia ante sus clientes. O los más importantes artistas
españoles, de la canción o del cine. Y que por allí pasaba lo más granado
de la sociedad de antes.
Lo que se decía por el banco.
Las fuerzas vivas de la época y de la cultura oficial tenían en Chicote
una referencia. Los representantes del Movimiento y los políticos
franquistas, cuando venían de provincias, tenían en su barra la primera
cita. Y tras las protocolarias reuniones de adhesión al jefe y al Movimiento,
se convocaban en Chicote, Pasapoga u otros sitios semejantes. Allí reinaba
don Antonio. Nadie mejor que otro de provincias para solazar a los de
provincias. No les salía barato, pero se iban satisfechos. Tampoco salía de
su bolsillo, que entre el señorito y Perico les proporcionaban justificantes
válidos para cargar en las haciendas locales. Y regresaban con los votos
renovados en los principios del Movimiento.
Don Antonio pasaba entonces por el banco.
¿Recordáis a Susan Gretel? ¿Susan Gretel? Susan Gretel(139), la
actriz, esa rubia tan buena, rubia de bote, pero rubia. Trabajó en una
película de Berlanga, hacía de tía buena, toda la película medio en pelotas,
de Berlanga o de Bardem, no recuerdo, los dos son rojos, todos los rojos
me parecen iguales. Pero saben rodearse de putas, los muy cabrones.
Bueno, pues esa, y una azafata de televisión y dos amigas a cual más
buena, una cena, percebes de Galicia y champán, y tras la cena, sin límite,
ni de tiempo ni de nada, vale cualquier guarrada, en solitario o en grupo.
En el Ritz, una suite. Uno de Segovia, otro de Ciudad Real, el capitán
general de la zona este y el señorito. Faltó el arzobispo para acabar
bendecidos. ¿El arzobispo? Es un decir, el arzobispo es marica y se
organiza con los monaguillos. ¿El arzobispo?, se extraña el jefe del
departamento. El arzobispo, el sacristán,… no seas ingenuo, aquí jode
todo cristo: lo que no se usa se pudre o se atrofia, y yo no veo a nadie por
ahí podrido ni deforme.
Luego se encerraba en el despacho del jefe, ½ hora, salía el jefe,
entregaba unos billetes de curso legal al subjefe, éste los contaba, y hacían
las anotaciones pertinentes en las fichas de las cuentas.
Y salía. Adiós, muchacho, me decía. O retóricamente preguntaba:
¿me controlas a ése?, señalando hacia el rincón de Armando.
Años después, siendo ya el banco del grupo Rumasa y a punto de
desaparecer para formar parte de uno de los 4 o 5 grandes debido a la
expropiación, coincidió con Armando en la sucursal de Quevedo, él ya era
administrador de cuentas. Tomaron un café y rememoraron viejos
tiempos: confirmó que Armando era de CCOO y hablaron de don Antonio.
Armando le recordó una fecha y unos hechos, el 23 de enero de 1977.
Hubo una manifestación de muchachos en la zona, como otras veces. Don
Antonio llegó corriendo a la planta con un joven barbado de unos 30 años
y se encerraron en el despacho del jefe. Desde allí hicieron varias
llamadas, fueron al servicio y, al cabo de una hora, más o menos, salieron.
Don Antonio le susurró alterado algo al jefe al entrar, Armando tenía su
mesa al lado del despacho: éste, que es un gilipollas y no se entera que
hay cosas que no pueden hacerse a cara descubierta. Aquel día habían
matado a Arturo Ruiz, un estudiante de bachillerato, en la calle Silva, una
calle a la espalda del banco, y el asesino que le disparó a sangre fría, de
acuerdo con algunos testigos, eran un joven de unos 30 años, con barba.
Fantaseas, le dije a Armando. Fantaseo.
Hoy por Chicote pasan viejos iconos de la movida. Momias que
prostituyeron la inquietud de una época e hicieron negocio con ella.
Símbolos de un período mediocre. Hace tiempo que entramos en una era
mediocre. Hay sitios que tienen capacidad para convocar a las ruinas de
todos los tiempos, da igual su matiz político.
Nosotros sólo fuimos ignorantes atenazados por el miedo.

Las hazañas que contaba el señorito en el banco y mi propia


experiencia con la señora del diplomático, militar o policía, dejémoslo en
militar, aquel verano, me tenían, sobre todo, confundido con las mujeres.
Cree Francisco. Me atraían las muchachas, claro, pero todas estaban lejos
de aquellos modelos, más parecidos a mi madre que a mi hermana,
aunque mi hermana, con 12 años, era muy niña para hacer
comparaciones, yo tenía 16 años. Muchos sábados iba con mi primo
Andrés al cine, al Salaberry o al Europa, en la misma glorieta de Marqués
de Vadillo. Supongo que se debía a que él no trabajaba, aunque ayudaba a
ratos a su padre en la bodeguilla, tenía más tiempo libre y lo ocupaba en
procurarse amistades femeninas. Se hizo con un buen ramillete de
conquistas. Que ligaba, vamos. Mucho y variado. No era feo. Y era
resuelto. Al cine solía venir con alguna de sus conquistas y una amiga. O
dos. Cuando venían con dos amigas el problema adquiría para mí
dimensiones pavorosas. Él se limitaba a poner los ojos como platos y a
encogerse de hombros, era su forma de pedir disculpas.
Nos sentábamos en las últimas filas y, en cuanto pasaba un rato,
observaba que él y la novia de turno se entretenían en tareas
incompatibles con la atención a la pantalla. Yo giraba levemente la cabeza
hacia donde tenía lugar el debate de la carne y ensanchaba el pecho para
respirar hondo y hacer acopio de valor, dios mío, qué hacer, cómo imitarlo,
cómo ocuparme, ocupar las manos, que se convertían en inútiles y tontas.
La amiga solía estar rígida, con la espalda pegada al respaldo y sus
antebrazos firmes sobre los brazos de la butaca, como si fuera una
estatua. Prevenida, vamos, pensaba yo. Yo tragaba saliva. Apenas, alguna
vez me atreví a acercar mi mano hasta la suya, sin obtener respuesta.
Evidentemente no osaba acercar mi mano hasta su rodilla.
Andrés acababa abroncándome todos los sábados. Joder, macho, hay
que insistir, no se entregan a la primera. O sea, se trataba de entregarse,
de rendirse, como si fueran ejércitos vencidos. De ahí la palabra conquista.
Se trataba de asaltar una fortaleza. Durante aquellos meses, él tuvo dos o
tres compañías y a mí me trajo amigas diferentes cada fin de semana. Y
siempre fracasamos: él y su amiga, con su elección, y yo, qué sé yo en qué
fracasaba yo, que era un poco corto de mangas.
Hubo dos excepciones. Exactamente, dos.
Una. La primera. Un sábado que vino con dos amigas. Compramos las
entradas, accedimos, yo, literalmente acogotado, con mi risa tonta y sus
risas tontas, y nos sentamos en la antepenúltima fila del cine Europa, ellas
entre Andrés y yo, que nos pusimos en los extremos. Todo transcurrió
como siempre: yo, envarado y ellas, como figuras de un bajorrelieve en las
butacas. Pasaron el NODO y llegó el descanso. Visite nuestro bar, ponían
en la pantalla. Fuimos los tres al servicio; Andrés y su amiga hacían un
mohín desganado. Regresé y ocupé mi asiento, mientras ellas, al volver,
me flanquearon, de modo que quedó libre un asiento entre nosotros,
Andrés y su pareja, que fueron dos asientos enseguida, porque la amiga
de Andrés cambió de lado buscando seguramente un mejor acomodo a su
lado izquierdo. No sé por dónde empezaron, sólo sé que no me importó
perder las 10 pesetas que cada uno habíamos pagado.
Al siguiente sábado, mi decepción fue que ellas no volvieran. Al
parecer, me había faltado habilidad y entusiasmo.
Dos. La segunda y última. Había hecho propósito de enmienda. No
podía ser muy lanzado cuando uno es de suyo retraído, pero tenía un
amplio margen de mejora. Empecé con el NODO y, aunque al principio
parecía querer retirarme la mano, en cuanto empezaron los títulos de
crédito de la película, no sólo aceptó los sobos sino que los buscó y ensayó
también con fogosidad. Algo debí hacer mal, quizá debido a mi falta de
tacto y experiencia, pero en el cine sonó un alarido y, a continuación, un
estruendoso tortazo. Vino el acomodador y nos echó a la calle. Se marchó
la amiga sin despedirse, despotricando, Andrés y su novia me preguntaban
pero yo no sabía qué había pasado, no lo sabía, sólo puse el interés que
otras veces me había faltado. Con el tiempo Andrés me contó que parecía
tener un rincón que, a su contacto, le producía reacciones incontroladas e
incontrolables y yo inadvertidamente llegué a tocarlo, no sólo a tocarlo
repetidamente, sino a ocuparlo.
Acordamos convertir el cine en cine y fue, a partir de entonces, un
asunto de ambos, sólo de ambos. Lo de las muchachas quedó para
discotecas y salas de baile, como la Consulado, que empezamos a visitar,
aunque ahora con la distancia me parece que eran un poco paletas, muy
propias para nuestra simpleza de la época. En el fondo, no pasábamos de
ser unos palurdos de arrabal. Aunque allí es posible que aprendiéramos
algo. Pero no me acuerdo. A bailar, no, desde luego, eso lo aprendí mucho
más tarde. Lo que se dice bailar. Hace ahora dos años, para ser exactos. En
una antigua academia del barrio, abrieron una escuela de danza y una
escuela de bailes de salón, es decir, pasodobles, tangos, sevillanas,… y
moderno, de todo. Y ahora, los viernes, Lola y yo solemos ir a la escuela, y
los sábados, nos juntamos un grupo de amigos, surgido del asunto ese del
aprendizaje bailongo, y nos vamos a cenar y a bailar a un salón de parejas.
Hace dos años que vamos a la academia y más de un año que salimos los
sábados. Oh, sí, unas salas para parejas maduras, pero disfrutamos.
Al año siguiente mi primo terminaría el bachillerato superior y la
reválida y yo terminaría en la academia. Mi primo se apuntó a una
academia para aprender mecanografía y rudimentos de contabilidad.
Estudió hasta final de año, y en enero siguiente consiguió entrar a trabajar
en Galerías Preciados. No lo obligaron sus padres, simplemente no quería
seguir estudiando. Empezó de vendedor en la sección de deportes en la
tienda de Preciados y, como persistió en la academia, dos años más tarde
pasó a ser administrativo en las oficinas de María de Molina. Y en las
oficinas continuó una vez se hubo casado, incluso cuando Galerías
Preciados fue ya El Corte Inglés y las oficinas ya no estaban en María de
Molina, sino en General Pardiñas. Y allí sigue, con tres hijos mayores, uno
de ellos también ya casado, y con problemas los tres de trabajo, el casado
y los solteros, por la crisis y porque la crisis les afecta más a ellos que
tienen menos de 30 años, aunque están bien formados, él empezó a tener
hijos antes que yo, yo soy padre estrenadizo. Ahora nos vemos poco, de
pascuas a ramos. Vivir en Madrid, aunque vivas cerca, es como vivir uno
aquí y otro en la Cochinchina. Que sí, que existe, no sólo es un dicho,
forma parte de Vietnam, más o menos lo que antes fue Vietnam del Sur.
En el banco se extinguieron los botones y a mí me pusieron a ayudar
con las cuentas de algunos clientes de un compañero. Era un trabajo
repetitivo y puntilloso, pero tenía la ventaja de poder conocer qué había
detrás de las cartulinas de las cuentas. Y me subieron el sueldo. Aumenté
también el importe de los anticipos y en casa me aumentaron la
asignación mensual. No mucho, pero había subido el metro. Así que viví
mejor y ahorré más. Empecé a estudiar bachillerato superior de ciencias
por las tardes, pero nada en los estudios fue ya lo mismo. Fue como si la
calle se empinara de repente y el recorrido se hiciera más fatigoso. Por
varias razones: yo tenía menos tiempo, el bachillerato superior era más
exigente y llevaba dos años alejado de esas materias, los que anduve con
la contabilidad, las finanzas y la máquina de escribir. Además, 17 años es
otra edad, ahora sé que más difícil. Lo hice de todas formas, y aprobé la
reválida de 6º, pero me costó 4 años. Y a continuación me fui a la mili.
Tras el segundo viaje al pueblo de mis padres y hermanos con el
maletón de loneta que, por su peso y tamaño, podría pasar por cajón de
muertos, vendrían a Madrid mis tíos, Ramón, el hermano de mi padre, y
Juliana, su mujer, ya en otoño. Vendrán a pasar dos semanas, anunció mi
padre. Y asintió mi madre. Con la excusa de mis ocupaciones, esperaba
evitarlos; esperaba evitar, sobre todo, al tío paticorto y bobalicón. Había
que verlos cuando iban juntos, la Juliana y el gilipollas. Mi abuela lo
llamaba gilipollas; bueno, gilitonto. Mi abuela no tenía un buen concepto
de sus hijos: uno le parecía tonto y el otro, no sé qué le parecía el otro
porque evitaba pronunciarse en mi presencia. Pues había que verlos
cuando iban juntos el Ramón y la Juliana, siempre del brazo, ella a su lado
derecho, peinada como peinaban en los años 50 las peinadoras a
domicilio, una estampa del pasado, con su pasitos cortos, medidos y
cortos, siempre inexpresivos.
Por cierto, ya nunca volví a ver a mi abuela. Cuando yo tenía
vacaciones, mis padres y mis hermanos me dejaban solo en la portería y
ellos se iban al pueblo. Ellos y la maldita maleta. 10 años con la misma
maleta. Su carga. Nunca tuve la oportunidad de regresar al pueblo
mientras la abuela vivió, hasta su muerte a finales de 1979. Y tampoco
muerta, al entierro, también me dejaron en la portería, aunque ya me
había independizado. No la lloré. Para mí, si no había ido muriendo,
aunque despacio, inadvertidamente, sí se había ido difuminando en la
memoria. Como se deshace un bloque de hielo a la intemperie. Si el
pasado fuera hielo, el pasado desaparecería. Le memoria lo congela,
aunque construye estructuras a conveniencia. Sin emociones no hay
vínculos y hacía mucho tiempo que no compartíamos emociones. Aunque
las emociones con ella jamás serían causa de infarto. Nunca la vi llorar ni
reír, por ejemplo. La vida difícil, la muerte prematura del abuelo, recién
acabada la guerra, tras el hurto de las mulas, el carro y los aperos, todos
sus medios, mientras dormía en el campo. Que quizá no fuera hurto, sino
saqueo de vencedores. No lo sé, la condena de los vencidos es el silencio.
Nunca he regresado a Manzanares, no he encontrado motivos para
hacerlo, ni siquiera Vaíllo, pero Vaíllo es otra historia.
A Vaíllo le había escrito al llegar a Madrid en 1969 para darle la
dirección y contarle las primeras impresiones. Intercambiábamos un par
de cartas al año. En alguna ocasión lo animé a venir, aunque no entiendo
bien en qué razones pude fundarme, si no me gustaba Madrid,
especialmente al principio, cuando Madrid sólo era para mí ruido, humo y
carreras. Sobre todo ruido, hasta resultarme insoportable. Vaíllo decía que
no se le había perdido nada lejos del pueblo, que en el pueblo estaba
bien, que él iba tirando, que había estudiado en el instituto laboral y se
había metido a carpintero. Él nunca había venido a Madrid ni había ido a
ninguna otra parte. Decía que no encontraba motivo para ningún viaje,
que en el pueblo estaba todo, aquello es el universo, donde no falta ni
sobra nada. O no falta ni sobra nada que no falte o sobre en cualquier
parte. El mundo está donde está uno, uno no tiene que buscar el mundo.
Lo que no encuentra uno es porque no lo tiene dentro. El mundo lo hace
cada uno. No hay muchos mundos ni un mundo grande, sino el mundo
pequeño de cada uno. Y Madrid no le parecía manejable. De hecho, su
primer viaje fuera de Manzanares fue para hacer el servicio militar en
1975. Y no le gustó el viaje. Tenía, como yo, 21 años.
Siempre me gustaron los carpinteros. Los imaginé como gente capaz
de obrar con sus manos un milagro. ¿Te has fijado en sus manos? En sus
dedos índice y pulgar, en concreto. Ligeramente achatados por sus yemas,
como si estuvieran siempre apoyados en un tablero. Les das madera, en
cuya alma reseca está el rostro y el alma viva de un árbol, o de muchos
árboles, y ellos, como dioses, hacen mesas, sillas, ventanas, puertas,
marcos para las fotografías, recipientes para nuestras obras, es decir,
continentes y espejos de almas, donde puedes comer o puedes sentarte, o
puedes abrirte o puedes cerrarte, o puedes mirarte o puedes verterte.
Utensilios que te retratan y describen. Incluso, hacen un lapicero. Y
algunos una estaca, claro.
El día que llegaron mis tíos, acudí a comer un poco antes de las
cuatro. Mi padre dormía la siesta frente al televisor encendido, en el único
sillón comprado al efecto. Mi madre, en lugar de regresar al salón tras
ponerme la comida, cerró la puerta y me lo anunció: esta tarde llegan los
tíos y esta noche dormirán en tu cama. Tú dormirás en el salón en una
cama mueble que hemos comprado esta mañana. Me resbaló de la mano
la cuchara. En mi cama, no. ¿Cómo en tu cama, no? En mi cama, no. En tu
cama, sí, es la única de cuerpo y medio. Me inundó de repente el olor
cansino del rebaño, me vi esperando aburrido hasta que el último se fuera
a acostar, dando cabezazos por las esquinas del salón, abatido por el
sueño, aguardando las últimas noticias de la televisión o el fin de la
película, el último minuto, porque esperaban hasta la despedida y cierre y
la carta de ajuste. Me vi perdiendo mis 15 minutos diarios de lectura,
recostado en la almohada. En mi cama, no. Yo madrugo y os quedáis hasta
la una de la mañana. Tiene que ser en tu cama.
Terminé de comer. Recogí los libros y miré a mi madre antes de salir
–mi padre seguía durmiendo mecido por el ruido de fondo del televisor- y
le dije: en mi cama voy a dormir yo. ¡Francisco! Yo. Es un mataperros, en
mi cama no duermen mataperros. Y me marché sin más. Paco, Paquito era
de golpe Francisco.
¿Qué dices tú? Mi padre parecía estar esperando mi vuelta y al entrar
en el salón me empujó hasta la cocina, donde mi madre preparaba la
cena, y me arrinconó entre la pared y la puerta del patio. Evidentemente
no tuve oportunidad de saludar al mataperros y señora, que ya estaban
sentados junto a la mesa camilla enganchados al televisor. ¿Qué digo yo
de qué? Qué dices tú. Tus tíos duermen en tu cama, que es donde tienen
que dormir y tú dormirás donde te digamos. En mi cama no duerme el
mataperros. ¿Qué dices de mataperros? ¿Qué dices de mataperros?
Mataperros, mató a la perra al día siguiente de veniros. Un respeto a tu
padre, dijo mi madre, porque de repente, supongo que fue por eso, lo
había tuteado. Él no ha matado a nadie, él hizo lo que yo le dije. Y tú vas a
hacer lo que yo diga. ¿Te enteras? En mi cama, no. ¡Aquí mando yo!
Blasfemó y levantó la mano, pero la estrelló contra el murete del patio: te
parto la cara. No puedes. Porque pensé que el poder no es precisamente
eso. Y tras un segundo de silencio: apestas a vinagre, le dije.
Supe que había empezado a beber, aunque no fue exactamente una
sorpresa.
Soy un resistente. De cuanto tengo, mi rostro es la única propiedad
que reconozco cada mañana ante el espejo. Me miro y me identifico. Ese
soy yo. Es mi obra de años, mi único trabajo. No he hecho sino labrarme.
No le debo a nadie ni un músculo, ni un gesto.
El respeto no se gana a voces ni apoyado en la barra del bar de al
lado.
Tenía 17 años. Salí al salón, a tu padre, de usted, niñato, eso mi
madre, y me senté en una esquina a hojear cuadernos y libros sin ojearlos.
Pusieron la cena y me fui a la cocina. Algunos días comer no es un acto
necesario. Se olvidaron de mí salvo, tal vez, para ser comidilla de
murmullos. Ocupé hasta amarla una banqueta en la cocina durante los 10
o 12 días siguientes. Dormí en la cama mueble, evidentemente, pero fui
para ellos un fantasma y los tíos fueron para mí invisibles. De ese período
me queda el pitido insoportable de la carta de ajuste de TVE.
Habían traído del pueblo unas docenas de huevos y un costal de
aceitunas, 10 o 12 kilos, de cuyo aliño(140) se ocupó mi madre en la
semana siguiente. ¿Puedes sujetar aquí? Y sujeté por la boca la orza,
mientras mi madre trasvasaba las aceitunas desde el barreño donde les
había dado unas aguas.
Me di cuenta de que, como había asegurado gritando mi madre, a mi
padre no le tenía ningún respeto. Aquel día también se lo perdí a mi
madre, si alguna vez se lo tuve. Nunca más volví a hablar con mi padre;
con mi madre, asuntos de mero trámite. Desde luego, nunca más me dirigí
de usted a ellos.
Nunca perdonaste a tu padre. Ese no es el problema, yo no tengo que
perdonar a nadie, el problema es que a un pobre animal nunca le cupo la
oportunidad de perdonarlos y que yo nunca fui nadie. El problema es que
hubo un día en que constaté que yo no pertenecía al mundo de ellos.
Desde el día siguiente al incidente, al regresar por la noche me iba
directamente a la cocina. Por el primo Andrés supe luego que Madrid
había hecho de mí un caso perdido. Así se lo habían dicho a sus padres.
Días después mi madre me afeó mi conducta a la hora de la comida
en la cocina. En cuanto sea mayor de edad, os dejaré libre la cama, no os
preocupéis. Podréis acoger a todos los paticortos del mundo si os place.
No tienes vergüenza, ni respeto, ni nada, no tienes vergüenza, te
desheredará tu padre. Pensé que se refería al televisor y a la cartilla de
ahorros en el banco. Me reí francamente durante un rato: gracias, me
libráis de la miseria. Fue una respuesta que sólo podía dar un soberbio, es
verdad, pero no sabía entonces que de la miseria, de cualquier miseria,
sólo puede librarse uno. La liberación es un acto personal y solitario. La
liberación no nombra vicarios.
En la primavera del 72 o 73, del 72, debió ser 1972, el primo Andrés
se echó una novia de Galerías Preciados, que vivía en Alcalá de Henares.
Se llamaba Marisol. Y empezó a pasar muchos domingos allí. Y a salir
también con el cuñado, Roberto, o sea, el hermano mayor de Marisol, y la
novia o la mujer del cuñado, Carmen, no sabía entonces si estaban o no
estaban casados, estaban casados. Yo empecé también a salir con
compañeros del bachillerato. Lo normal, no sé si por la edad, era
frecuentar discotecas, aunque tampoco aprendí a bailar en este caso.
Con el trascurso de las semanas, algún domingo Andrés y Marisol
venían a comer a la vivienda que habían comprado mis tíos encima de la
bodeguilla y los acompañaban alguna vez Roberto y Carmen, el cuñado y
su compañera. Ahora eran ellos los que iban al cine Europa o al Salaberry.
Algún domingo también me llevaron. Me veía raro en medio del patio de
butacas, ahora no atrás, sino en medio, sentado junto a dos parejas muy
formales, que luego comentaban la película. Yo prefería despedirlos y
regresar andando hasta la portería, detenerme en el Viaducto y mirar
hacia el fondo de la ronda, donde se adivina la hendidura del Manzanares,
o sentarme en Las Vistillas o en Sabatini, si encontraba los jardines del
palacio abiertos. Luego, conforme avanzaba la instalación del Templo de
Debod y desde luego cuando la hubieron terminado, prefería subir al
otero en el que lo ubicaron y mirar al oeste, sentado en cualquier parte,
hacia la Casa de Campo o la línea lejana del horizonte, donde se
desvanece Gredos.
Solía llevar un libro en el bolsillo y allí me ponía a leerlo hasta que la
luz desaparecía de las páginas.
Con Lola estaría allí muchas veces. Me sentaba en la hierba y ella se
tumbaba, apoyaba su cabeza sobre mis piernas y me decía: cuéntame. Y le
describía el horizonte. Se incorporaba un instante, observaba con la mano
sobre los ojos a modo de visera, y sentenciaba: bah, tan leído y qué mal lo
haces. La risa era un colibrí que libaba el néctar de sus labios.
Creo que fue entonces cuando aprendí a besar del modo que sólo se
besa cuando se ama. Lo sé ahora. He descubierto que amaba, y la
trascendencia de aquellos besos, no sé si inocentes o iniciáticos.
Aprendí a disfrutar de esta zona de Madrid llegando tarde a casa los
fines de semana. A partir de la caída de la tarde, los empleados de la
limpieza regaban las aceras con sus mangueras: me gustaba el olor a
húmedo de esas horas.
Dios, qué hermoso es Madrid a veces.
Un domingo que estuve viendo a Andrés jugar en el campo del Puerta
Bonita, me invitaron mis tíos a comer. Me quedé. Recuerdo la comida:
cocido. Explicaba mi tía los requisitos para llamar madrileño al cocido. Una
manchega definiendo la ortodoxia del cocido madrileño tiene su gracia.
No en vano llevaban 17 o 18 años viviendo en Madrid. 17, ¿o 18? Bah, no
sé. 1 o 2 más de la edad de mi primo o la mía. En su opinión, la
peculiaridad esencial era la pelota, una especie de albóndiga que ella
hacía con pan rallado, huevo, ajo picado, perejil y unos granos de arroz,
que la esponjaban. Hacía una por comensal, la enharinaba, la freía y la
incorporaba a media cocción del conjunto.
A la hora del café aparecieron: la novia de Andrés, Marisol, la pareja
adherida, o sea, Roberto y Carmen, y una hermana de ésta, un poco
apocada, la verdad, o eso me pareció a mí entonces, que trabajaba en el
edificio de Carmen de Galerías Preciados. Ya casada, pasaría al centro de
Arapiles. Se llamaba Lola; no Dolores, ni María Dolores, no, Lola. Con los
años consiguió que en el registro civil le reconocieran el nombre. Jugamos
a las cartas a un juego al que yo no había jugado nunca: el chinchón. Con
doble baraja de 40 cartas. Y canté chichón porque era novato. Me
llamaron “carambolo” y chiripa, y se rieron de mí.
No fuimos al cine porque se había hecho tarde, y ellos habían venido
sin coche y tenían que regresar a Alcalá de Henares, y trabajar al día
siguiente. Así que bajamos por el puente de Toledo y subimos luego por el
paseo de las Acacias. Supongo que crucé con ella algunas palabras
mientras caminábamos o tomábamos una cerveza en un bar del paseo,
antes de llegar a Embajadores para coger el tren. Pensé: ostras, dios mío,
es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Y la examiné no sé
cuántas veces. Era, es, de verdad, la mujer más bella que he conocido en
mi vida. Sin embargo, dije “bah, no está mal”, cuando me despedí de
Andrés en la Puerta de Toledo, junto al mercado.
En el regreso a mi casa pensé en ella.
Cuando pude verla de nuevo, tras saber por Andrés, que se informó, a
su vez, por Marisol, del horario de trabajo y la planta, y pude saltarme las
clases del instituto, tragar saliva para pedirle quedar a la salida, aunque ya
estaba informada, claro, tantas indagaciones la pusieron sobre aviso, tras
sentir la exasperación de la espera mientras atendía en la caja, tras no
quedar el primer día, hoy no puedo, me esperan temprano, mañana, tras
tragar saliva de nuevo en la cafetería de Sol donde ahora han puesto un
Rodilla y beber un aguachirle frío que pasaba por café, sería café, pero se
había enfriado, tras todo eso, tras todo eso le solté una sarta de memeces,
pero quedó claro que me gustaba y que me gustaban sus manos, su nariz,
sus ojos, sus hombros livianos, sus labios brillantes, apenas pintados, sus
rodillas redondas. Me gustaba su voz, el sonido armónico de las palabras
al atravesar la frontera de su boca. Algo más me gustaba, había algo más,
pero no conseguía identificarlo. No lo sé. Y era justamente eso lo que me
alteraba el pulso y me comprimía el corazón.
Al cabo de los años, me diría que le parecí un poco corto y un poco
gilipollas -el mundo lo llenamos los gilipollas, Lola-, pero le gusté. Nadie le
había soltado nunca una retahíla tan larga de sandeces sin concederse un
respiro. Un poco pueblerino a su entender, la verdad, a pesar del tiempo
que llevaba en Madrid, pero le había gustado. Carmen, su hermana, le
había dicho: si serás tonta, es muy guapo. Bah, normal. No está mal. No
me interesan los guapos. Mentirosa.
Está bien, está bien, nos podemos ver los fines de semana, ¿no?,
porque me ha dicho tu primo que, aparte de trabajar, estudias. Dijo más
cosas, pero lo resumió más o menos de esa manera tan lacónica. Siempre
fue precisa, como si economizara en la expresión o no hubiera emoción en
sus palabras, aunque la hubiera, y la había.
Al final, fueron los fines de semana y los miércoles, porque los
miércoles yo tenía Formación del Espíritu Nacional(141) a última hora y
me la podía saltar. Así que desde entonces la vi todos los miércoles al salir
del trabajo. Y todos los fines de semana, al principio con su hermana y el
novio y mi primo y su novia, y enseguida casi siempre solos, no soportaba
bien a Roberto, el experto contable de la empresa de autobuses, tan
cargante, sabedor de lo divino y de lo humano aunque lo ignorara todo,
hasta el año 1975, cuando me hube de ir a la mili, y luego hasta el año
1980, cuando nos casamos o no nos casamos, pero eso también es otra
historia.
Los miércoles.
La esperaba ante una salida que daba a la calle Carmen, nos dábamos
un ligero beso y nos bajábamos paseando hasta Atocha, con algún
achuchón por el camino. Y hablábamos, hablábamos. Me gustaba el tacto
de su mano. Me gusta. Reconocería su mano izquierda entre un millón. La
buscaba en el bolsillo de su gabardina azul y dejaba allí mi mano,
entrelazada, como si todo yo se abandonara y se mezclara en ese rincón
tibio.
El recorrido no siempre era el mismo, aunque ciertamente tenía
pocas variantes que solían acabar en el Paseo del Prado y su bulevar
central, que en algunas zonas se expande y conforma unos largos poyos
de piedra, muy propios para parejas a esas horas. Si llovía o el frío era
extremo, nos quedábamos en la cafetería de Sol y tomábamos un café. En
esas ocasiones nos despedíamos allí y ella cogía el metro. Yo siempre
regresaba andando. Oliendo la humedad de las aceras recién regadas.
Los fines de semana.
Al principio, los domingos y luego, con el tiempo, los sábados y los
domingos, pues empecé a quedarme a dormir los sábados, los pasábamos
en Alcalá de Henares, excepto cuando mis tíos invitaban a comer a
Marisol, porque entonces venían también Roberto y Carmen, como si
fueran sus sombras, y con ellos, sobre todo al principio, Lola, claro, como
un apósito. Esos días eran de café y chinchón, aunque ya no ganaba como
la vez primera. Y cine. En alguna sala de la Gran Vía o Fuencarral. Mi tía se
había aprendido la receta de la auténtica paella valenciana, que le había
proporcionado un familiar emigrado, y nos solía obsequiar con una
correcta versión de paella mixta, a la que añadía, a veces, no sé por qué,
cangrejos o caracoles. El puntilloso Roberto solía aplaudir el resultado.
Muchos domingos los pasaba ya en Alcalá de Henares. Luego fueron
todos los domingos, los sábados y los domingos. Regresaba en el último
tren, quizás sobre las 11 de la noche, y llegaba a la portería cuando el
televisor iniciaba la despedida y cierre. Iba directamente al servicio,
orinaba, se lavaba las manos, se enjuagaba la cara, se observaba en el
espejo y bebía agua del grifo. No te vemos, le decían, a veces, pocas
veces. No. Te han sorbido el seso. Sí. Y se iba a la cama. Puesto que había
venido leyendo en el tren, se dormía inmediatamente.
Lo pienso ahora: seguramente tienes razón y en la vida hay períodos
mágicos. Aquellos fines de semana. De repente hay dos días en la semana
en que no sucede nada malo, todo es perfecto. Nos envuelve una burbuja,
nada puede tocarnos. Hay una mano que pasa por tu vida y todo lo
cambia. Lola. Me enseñó a escuchar música, por ejemplo. No parecer
tener importancia, no tiene importancia, ya lo sé, pero para mí fue
importante. Descubrir a los músicos de Woodstock, por ejemplo, aunque
se expresaran en un idioma que no entendiera. O precisamente por eso.
Porque el idioma extraño me hizo más atento y me llevó a considerar una
forma distinta de mirar las cosas, distinta y válida.
Conocí al padre de Lola. Y descubrí que se puede hablar con un
adulto sin que te den órdenes, sin ser su instrumento. En las relaciones
puede predominar el afecto. Tu padre no es tu jefe ni un gendarme, sino
quien te ama en el camino, quien te ayuda a encender luces. Allí yo no
tenía que mentir ni ocultar nada. Allí entendí la palabra respeto, porque
me respetaron. Estaba bien como yo era, aunque no siempre estuvieran
de acuerdo.
Qué cosas.

La red de metro del Madrid de entonces no tenía mucho que ver con
la de ahora. Aunque, si superpones mapas de las dos épocas, coincidirán
sustancialmente, a excepción de las ampliaciones, claro. La línea 5, por
ejemplo, de inauguración reciente, con una estación cerca de casa de mi
primo, requería un billete combinado o dos billetes. Y lo mismo sucedía
con la línea llamada suburbano, que iba de Plaza de España a Carabanchel,
pasando por la Casa de Campo. Esta línea era la que yo debía de coger
para ir al Parque de Atracciones un domingo de mayo de 1972. Y bajarme
en Batán. Así me lo había explicado Lola. Ella me esperaría a la salida. ¿A
la salida? A ver: hay dos entradas al parque, la del metro y la del
aparcamiento. Ella me esperaba en el metro y me acompañaría a la otra
entrada, donde aguardaban su hermana, Roberto y Marisol, que habrían
venido en coche desde Alcalá.
Sobró la explicación porque fui con Andrés. Él venía desde Marqués
de Vadillo y yo montaba en Plaza de España, donde nos encontrábamos. Si
no media Andrés, habría ido hasta Batán andando.
En tres años que llevaba viviendo en Madrid, era la tercera vez que
subía en metro. La primera, cuando llegué a Madrid; la segunda, cuando
fui con mi madre y mi tía a comprar el primer traje a Galerías Preciados. La
tercera, ésta, con mi primo, y así me evitaba desasosiegos. El metro le
producía una angustia que no sentía en el tren cuando iba a Alcalá de
Henares. No porque fuera subterráneo, sino porque, llegado al andén
siguiendo las indicaciones de los carteles, no estaba seguro de saber en
qué sentido iría el vehículo de su destino. Y no se atrevía a preguntarlo.
-Estás tonto, Paquito. Mira que eres de pueblo.
Se rió de mí, aunque no entendía la risa de mi primo. Claro, lo supe
luego, todos los vehículos circulaban por cada andén en un solo sentido,
de derecha a izquierda, al contrario que los trenes, que iban de izquierda a
derecha. Tres años tardé en descubrirlo.
Soy torpe.
En los quioscos del Parque, compramos una tira de billetes y
pagábamos con uno o dos por atracción y usuario. Aquello era como la
feria de julio de Manzanares, aunque sin río, sin isla verde, sin quiosco de
música, allí el orden parecía obedecer a un plan perfectamente estudiado.
Me gustó la noria; sobre todo, cuando permanecía parada, nosotros
arriba, Madrid como una miniatura al alcance de la mano. Qué bello es
Madrid desde la altura. Parece un juguete habitable. Como las casas de
muñecas que se exponían en un escaparate de Gran Vía. Entre el
horizonte y ella, aquella altura produjo en mí un efecto convulso: dios mío,
cómo brillaba su piel cuando la barquilla la ponía frente al sol, la vestal del
fuego que ilumina el mundo. Habría deseado quedarme allí eternamente.
Me gustó también el recorrido en balsa por una falsa selva de
animales falsos. Por el olor a humedad. Cerraba los ojos e inspiraba. El
olor a humedad como fluido de ríos y fuentes, no la estancada ni la de los
sitios cerrados, siempre me ha fascinado, seguramente porque hubo un
río manejable en mi niñez en cuyos remansos sonreía la libertad. Pero
cuando conseguí descender de una atracción que subía y bajaba
violentamente al tiempo que giraba, quise buscar el estómago en los
bolsillos sin encontrarlo, y me dejaron sentado en el césped al cuidado de
las pertenencias.
Estás blanco, me decía Lola, cada vez que venía a consolarme. Y me
daba un cachete en las mejillas a ver si recuperaba el color. ¿No estarás
enfermo? Pero sólo tenía descolocado por dentro el organismo y yo
trataba de reubicarlo. Un beso también me daba. Pequeño, eh, pequeño,
que se gastan. No era verdad. Lo sé bien. Cuando se ama, nunca se agota
el rincón de donde brotan los besos o los abrazos.
Me entretuve leyendo un ejemplar atrasado de la colección RTVE:
Narraciones extraordinarias, de Poe. Lo recuerdo por un relato que
sucedía en Madrid, una historia opresiva, una cuchilla oscilante que se
aproximaba poco a poco al cuerpo del personaje yacente. Se me ha
olvidado el título.
La siguiente visita al Parque fue en agosto, con mis padres en
Manzanares. También fuimos con Andrés y Marisol. Dentro nos
encontramos con Roberto y Carmen, que iban con los bocadillos de tortilla
preparados. Te lo comerás, ¿no?, hoy te lo comerás, porque aquel
domingo no pude tomar ni un trozo de aquéllos iguales que había hecho
Lola al dividir la tortilla española, las puñeteras náuseas habían durado el
día entero. Oh, qué delicado mi infante. No, que el centro de gravedad se
había colocado en la glotis.
Hubiéramos ido solos, el plan era ir solos, pero no vio clara su padre
aquella aventura de dos muchachos de 16 y 17 años que regresan de
madrugada. No era desconfianza, sino aprensión.
Asistimos a un recital de Joan Manuel Serrat. Lo recuerdo: 10 pesetas.
Estuvimos como piojo en costura en aquel recinto de cemento, que tenía
una charca entre el escenario y el público, pero salimos contentos. Yo salí
contento. Aunque apenas abriéramos la boca en las estrechuras de aquel
Seat 127 de Roberto .
Fuimos a dormir a la portería. Entramos deslizándonos como ladrones
para evitar ser descubiertos por alguien. Y nos distribuimos los lechos:
Roberto, a la habitación de mi hermana; Carmen, Marisol y Lola, al
dormitorio de mis padres, donde extendimos la cama mueble al pie de la
de matrimonio; Andrés y yo, a la que compartía con mi hermano. Todavía
me sorprende el escrupuloso decoro con el que actuamos, del que
supongo a Roberto responsable por ser el mayor de todos. Hicimos cola
en la ducha y, como salíamos, nos íbamos acostando.
Me despertó una voz queda y la mano más delicada del mundo. La
atraje y me gustó aquel beso que olía como huele el jabón bajo el agua de
la ducha. Era la primera vez que la tenía ante mí al despertarme sin tener
que imaginarla. No sabía que fuera lasciva la primera hora de la mañana ni
sabía que ella guardara rincones para la forma exacta de mis manos. ¿Qué
hora es?, dijo Andrés. La magia se desvanece cuando no se reconoce su
presencia.
Me duché. Mientras ella calentaba la leche, saqué los ahorros
escondidos bajo el cajón de la mesilla de noche y se los di: 10.800 pesetas.
Me miró como si me hubiera arrebatado la locura: era mucho más que
muchos salarios mensuales. Y le di también, para que asimismo las
guardara, mis pequeñas colecciones de RTVE y Libra, disimuladas por
diferentes rincones, cuanto de personal había acumulado en los últimos
años. Y le fui dando luego todos los meses el resultado de mis sisas.
Llevaba la cuenta con la pulcritud de una administradora de fortunas.

NOTAS AL CAPÍTULO 10:

120. Mama o papa, palabras llanas, propias de la gente corriente, no agudas, como mamá o
papá, que se consideraban más propias de señoritos y gentes refinadas.
121. Programa de ayuda económica y social de EEUUA para América Latina, entre 1961 y
1970, que también llegó a España. Fue una propuesta de J.F. Kennedy en su discurso el
130/03/1961, en una recepción en la Casa Blanca a los embajadores latinoamericanos. En la familia
de Francisco Campillo, lo reconocieron por el logotipo de las nuevas locomotoras eléctricas de
Renfe, por un colchón de borra que les hicieron llegar desde el ayuntamiento y por los trozos de
queso de bola o los vasos de leche en polvo que tomaban en la escuela unitaria para merendar o
en el recreo de media mañana.
122. Se llamaba pava al autobús que unía el pueblo con Madrid, porque llevaba dibujado en
la parte trasera a este animal, como símbolo de marca de la empresa.
123. Woodstock (Woodstock, 3 Days of Peace & Music) es el festival de rock más famoso de
la historia. Se celebró en la granja Bethel, de Nueva York, los días 15, 16 y 17 de agosto.
Participaron 500.000 personas, cuando la organización esperaba 60.000, y se estima que 250.000
no pudieron llegar. La entrada costaba 6 $ por día. Hubo tres fallecimientos: uno por sobredosis de
heroína, otro por una perforación del apéndice y otra por un accidente con un tractor. Woodstock
fue el símbolo de una generación de estadounidenses, hastiada por las guerras, la de Vietnam en
ese momento, que pregonaba la paz y el amor como forma de vida y mostraba su rechazo al
sistema. Se podía decir que sus participantes pertenecían al movimiento hippie. Participaron los
más importantes grupos y cantantes del momento: Richie Havens, Swami Satchidananda, Joe
McDonald, John Sebastian, Sweetwater, Incredible String Band, Bert Sommer, Tim Hardin, Ravi
Shankar, Melanie, Arlo Guthrie, Joan Baez, Quill, Keef Hartley Band, Santana, Canned Heat,
Mountain, Janis Joplin, Sly & The Family Stone, Grateful Dead, Creedence Clearwater Revival, The
Who, Jeferson Airplane, Joe Cocker, Country Joe and the Fish, Ten Years Afters, The Band, Blood,
Sweat & Tears, Johnny Winter, Crosby, Stills, Nash & Young, Paul Butterfield Blues Band, Sha-Na-Na,
Jimi Hendrix.
124. Festival de Eurovisión, celebrado el 29/03/69, en el Teatro Real de Madrid. Finalizó con
el empate entre cuatro países, circunstancia que se producía por vez primera: Salomé, España, Vivo
cantando; Lulu, Gran Bretaña, Boom Bang-a-bang; Lenny Kuhr, Holanda, De Troubadour; Frida
Boccara, Francia, Un Jour, Un Enfant. Austria no participó: se negó a enviar un cantante a España
por encontrarse en un régimen dictatorial. Algunas delegaciones pidieron al gobierno español la
liberación de ciertos presos políticos para venir a España a cantar, pero no consta que se cediese a
esa presión. Se celebró en Madrid porque el año anterior, 1968, había ganado La, la, la, de España,
representada por Massiel, aunque en principio se había decidido que fuera Joan Manuel Serrat,
prohibiéndosele finalmente al querer cantarla en catalán. A tenor de la letra de ambas canciones,
en España se vivía en un momento de felicidad exultante.
125. Un sorbito de champán, Los Brincos, 1966.
126. Chica de ayer, Antonio Vega, 1980.
127. O Instituto Nacional de Colonización, que, a partir de 1971, se denominó IRYDA o
Instituto Nacional de Reforma y Desarrollo Agrario. Fue un organismo creado en octubre de 1939,
dependiente del Ministerio de Agricultura, para acometer una reforma agraria, basada en la
modificación e incremento de la producción agrícola, a través del aumento de las tierras de labor y
la superficie de riego. El INC adquiría tierras, mediante expropiación, y las arrendaba a pequeños
agricultores o colonos, a los que proporcionaba medios -una casa, un carro, un caballo o una mula,
una vaca y aperos- y servicios, como la labranza, la siembra y recolección mediante medios
mecánicos -tractores, trilladoras,...- y agua de los pozos que practicaba para el riego. Por todo ello
cobraba un canon. Al cabo de los años, la tierra, la casa y los medios personales serían propiedad
de los colonos. Muchos poblados de colonización subsisten en la actualidad, aunque han dejado de
cumplir la función para la que fueron creados. Se reconocen por el nombre: casi todos lo acaban
con la coletilla “del Caudillo”. Así Llanos del Caudillo. Con ese nombre siguen y a nadie se le ha
ocurrido modificarlo, ni siquiera cortarles la coletilla. La sombra del franquismo es alargada.
128. La expresión berenjenas de Almagro no es indicativo de origen, pues el fruto es
originario frecuentemente de Bolaños, donde hay una hermosa huerta, sino el nombre de una
conserva, cuya receta consta de los siguientes ingredientes: berenjenas (naturalmente), cominos,
ajos, pimientos rojos asados y limpios, pimentón dulce, sal, vinagre, aceite de oliva, ramas o palitos
de hinojo y, optativamente, hojas de higuera o vid.
129. Creada en 1934 como rama femenina de Falange Española, fue dirigida desde su
constitución por Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio, fundador de Falange, el partido
fascista español, e hijos ambos de Miguel Primo de Rivera, que encabezó la dictadura (1923-1930)
durante el reinado de Alfonso XIII. Durante la república y la guerra civil se ocupó de prestar ayuda a
la militancia falangista, asistencia a los presos fascistas y apoyo a las familias de los muertos. Al
terminar la guerra, Franco les entregó el Castillo de la Mota, en Medina del Campo, como símbolo
de unidad entre el pasado y el presente. Durante la dictadura, su labor se centró en instruir a las
jóvenes, a través del Servicio Social -obligatorio para ellas, como el servicio militar para ellos-, sobre
cómo ser patriotas, buenas cristianas y buenas esposas, con un papel de subordinación y sumisión
total al hombre.
130. Antonio Manuel de la Santísima Trinidad Camacho-Val y López-Santaclara.
131. Juego de muchachos que consistía en saltar uno tras otro sobre el “burro” que se
colocaba agachado. Se procedía a un sorteo para elegir a la “madre” y al “burro” y se trazaba una
línea en el suelo sobre la que se colocaba el burro. La madre ordenaba el tipo de salto y lo
efectuaba, y todos debían repetirlo, a condición de no pisar la raya. Si lo conseguían, el burro se
separaba de la línea un paso. Y se repetía el ejercicio. Cuando uno fallaba, se convertía en burro y
todo empezaba de nuevo. Los saltos eran tan variados o difíciles como alcanzaban la imaginación y
la habilidad de la madre.
132. Saci era una marca de caramelos pequeños, en forma de paralelepípedo, en vueltos en
papel y con diversos sabores, normalmente ácidos.
133. Las tres banderas eran: la rojigualda con el aguilucho, la tradicionalista y la falangista.
Cara al sol y Prietas las filas fueron los nombres con los que se conocieron los himnos de la Falange
y del Frente de Juventudes, cuyos primeros versos empezaban precisamente de esa manera.
134. El Scalextric de Atocha se construyó en 1968. Fue la respuesta del ayuntamiento
franquista a los problemas de tráfico de Madrid para hacerlo más fluido, y signo de la incuria
cultural de la dictadura. Junto con el de Atocha se construyeron otros, como el de Cuatro Caminos
o Manuel Silvela. Ocultaba a la vista uno de los espacios urbanos más bellos de la capital, en el que
convergen el Paseo del Prado con la cuesta Moyano desde el Retiro, el casco antiguo, la estación de
trenes y el ministerio de Agricultura. El ayuntamiento democrático, presidido por Tierno Galván,
decidió desmontarlo en 1985; se finalizó en 1992 y se recuperó, así, la antigua fuente central,
llamada de la alcachofa, convirtiendo la zona en un entorno de gran atractivo urbanístico. Años
después, los herederos de aquella derecha, con Álvarez del Manzano y Gallardón a la cabeza, han
cambiado los pasos elevados por túneles, y convertido Madrid en una granja de hormigas.
135. Falangistas primigenios, afiliados a Falange Española en tiempos de su fundador, José
Antonio, es decir, antes de 1936, en contraposición con los “camisas nuevas”, de afiliación más
reciente, como el señorito, siempre sospechosos para los antiguos pistoleros de arribismo y
oportunismo.
136. Últimas tardes con Teresa, Juan Marsé, varias editoriales.
137. Carpón: parte de un racimo, especialmente de uvas, o racimo pequeño. (No figura en el
DRAE)
138. Melitón Manzanas fue asesinado por ETA el 7 de junio de 1968. Colaborador de la
Gestapo durante la II Guerra Mundial y policía, Jefe de la Brigada Político Social de Guipúzcoa, se
distinguió especialmente por la brutalidad y crueldad de las torturas que practicaba. Con la
oposición de la izquierda y de multitud de organizaciones civiles, como Amnistía Internacional, el
gobierno de José María Aznar, le concedió en enero de 2001 la Real Orden de Reconocimiento Civil
a las Víctimas del Terrorismo a título póstumo. Ningún gobierno posterior la ha revocado.
139. De ella se dirá más adelante que fue amante real.
140. En la portería se aliñaron de la siguiente manera: estuvieron dos días en agua con sosa
cáustica para ablandarlas y quitarles el amargor. Se lavaron bien y se pusieron en agua salada (la
cantidad de sal necesaria para que un huevo fresco flote) con tomillo, romero, hinojo, laurel,
cominos, ajos machacados, cebolla laminada y limón troceado, dentro de una orza, que se
mantuvo tapada durante una semana. Mejora el resultado si, al sacar porciones para el consumo,
se añade un poco de aceite y una punta de pimentón y se dejan con el nuevo aliño resultante dos
días más. La abuela siempre usaba cubas, el mejor recipiente, aunque no le parecía mal el barro ni
el cristal, nunca los recipientes metálicos.
141. Asignatura obligatoria en la España franquista a partir de bachillerato, cuya finalidad era
el adoctrinamiento fascista y la educación en los principios del Movimiento Nacional.
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Domingo, 22 de noviembre de 2009
Algunas verdades incómodas

¿Adónde vas tan temprano? Es domingo. Duerme. No, espera,


¿adónde vas? Voy a casa de mis padres. He de abrir las ventanas para que
se ventile y se oree la casa un poco. Regresan el lunes y va a oler a
cerrado. Después hay que cocinar para toda la semana, hacer caldos,
salsas. Hay cosas de la compra de ayer que se estropearán si no las
cocinamos. ¿Qué hora es? Las nueve. Te acompaño. El próximo fin de
semana estaré en El Escorial, y esta tarde he de ir a ver a mi madre, a ver
si consigo instaurar la paz y la cordura entre nosotros.
He tenido un sueño raro: nos encerrábamos en un tipi y fumábamos
una pipa para la paz. Sujetábamos la pipa con la mano derecha para
inhalar el humo y nos la pasábamos con la izquierda. Alguien había
mezclado el tabaco con liana y mi madre flotaba, reía y flotaba. Decía:
ahora te entiendo, fruto mío y de mi sangre, ahora entiendo también a tu
madre, entiende tú a tu madre, abiertos los ojos por los humos de la
ayahuasca. Iba a tocarla y ascendía, y quedaba arriba del tipi levitando,
inalcanzable, suspendida por las nubes grises de la droga gaseosa. La he
visto reír como si fuera feliz, por primera vez en mucho tiempo.
¿Has desayunado? Pensaba desayunar en casa de mis padres, si hay
algo. O en el bar, mientras se ventila la casa. Me ducho y te acompaño.
Entonces, preparo el desayuno. Vale.
Andrea se mete de un salto en el cuarto de baño. Echo hacia atrás el
edredón y las sábanas, y entreabro la ventana. Noto en las mejillas la fría
humedad de la mañana.
¿Por qué has bajado a la cruasantería?, había chapata de ayer, dirá
luego Andrea, removiéndose en el taburete y pasándose el envés de la
mano por la nariz. Podrías haberla tostado. Tiene síntomas de haberse
constipado: los ojos ligeramente llorosos, por ejemplo. Lo justifica
diciendo: el tiempo está un poco loco. Y a mí me afecta la locura. Se ríe
entre dientes: por eso te seduje y te traje a vivir conmigo.
Ya. Pensé en cruasanes a la plancha y no pensé más. Con esa
mermelada de naranja amarga de La Vieja Fábrica... Hum. Tienes razón.
Luego haré mermelada de tomate. Andrea ni niega ni asiente,
cabecea. Joder, dice, y aspira profundamente su resfriado. ¿Hará frío?
Hará cualquiera sabe. Está fría y húmeda la mañana. Nos abrigamos, no
sea que nos manden una invitación del cementerio antes de tiempo.
¿La mochila? Les llevo algo de comer para mañana: un par de filetes y
un cartón de leche. Estará vacío el frigorífico.
Cuando vamos a entrar en el ascensor, aparece la anciana de la
vivienda interior, frente a la nuestra. Bajo con vosotros, dice. No os
importa, ¿verdad? Lo viejo no es contagioso. Con suerte, llega sólo con el
paso del tiempo. Pero tiene que acompañar la fortuna. A algunos les toca
la lotería pero no llegan a viejos. Mala suerte. Y guiña un ojo.
La dejamos pasar y Andrea amortigua con los glúteos el golpe de la
puerta al cerrarse.
Se ha abrigado como un niño pequeño: gorro de lana, bufanda,
abrigo negro de paño hasta los pies. Se ven los ojillos inquietos tras el
parapeto. Imagino unas medias tupidas y un vestido estampado de
algodón o hilo por debajo de la rodilla. Acaba de lustrar los zapatos.
Tapabocas, dice, ajustándose la bufanda a la barbilla, de niña a esto lo
llamábamos tapabocas. También lleva guantes de cuero negro.
Qué guapos. Habla con un tono monocorde, pero dulce. Incluso las
exclamaciones suenan apagadas, como si quisieran deslizarse por el oído
tan suavemente como el silencio. ¿Cómo os llamáis? A ti te conozco, llevas
más tiempo en la casa, pero no hemos hablado antes, hay días que no
quiero hablar con nadie. Tú has venido hace poco. Alonso y Andrea. ¿Los
nombres? Alonso y Andrea, Andrea y Alonso. Qué nombres más raros.
Alonso. ¿No es Alfonso? Alfonso es nombre de rey. Alfonso XIII fue el
último rey de España, antes de éste. El Juan Carlos. Tiene nombre de
telenovela. Y habla tan raro como un actor de telenovela. Parecen
artificiales. Termina la frase y se ríe entre dientes, con una risa que me
recuerda al malvado Patán, el perro de Pierre Nodoyuna en los autos
locos. Andrea se pone el dedo en la sien y gira la mano. Enarca las cejas.
Es Alonso, como don Quijote. Don Quijote se llamaba Alonso Quijano.
Nada que ver con la calle Alonso Cano, ese era un pintor de medio pelo.
Ahhh. ¿Y tú? Andrea. Es nombre de mujer. Pero tú eres un hombre. No,
señora, es un nombre de hombre. Es italiano, llamarse Andrea en Italia es
como llamarse Andrés en España. Andrea en Italia, Andrés en España.
Ahhh. ¿Eres italiano? No se te nota nada. Soy europeo, español e italiano,
mi padre es italiano, mi madre es española. Ahhh. Me llamo Andrea
Giudici Molinero. Así figura en el buzón de correos. Llevas un pendiente en
la oreja. Hoy lleva pendientes cualquiera, hombres y mujeres, señora.
Ahhh. ¿Y vivís juntos? Sí. ¿Estáis casados? No. Andrea niega agitando con
fuerza la cabeza. En el cuarto viven dos mujeres juntas, Luna y Lucía, y
nadie les pregunta si están casadas. Una es enfermera y la otra
bibliotecaria, son amigas y comparten piso. Él es economista, yo soy
manager y relaciones públicas, somos amigos y compartimos piso. Ahhh.
¿Los hombres pueden casarse? Los hombres pueden casarse, sí, señora,
hay una ley que lo contempla. No estamos casados. Vivimos juntos. Ahhh.
Eso, en mis tiempos, no pasaba, pero no hacéis daño a nadie. Las mujeres
también pueden casarse. Ahhh. Mi hijo dice que sois maricas, son maricas,
mamá, pero es que mi hijo no es moderno. Eso tampoco es contagioso,
¿verdad? No, señora, interrumpe Andrea, somos maricones, éste menos
que yo, bueno, éste sólo un poco, desde hace poco tiempo, pero yo soy
maricón completo, desde siempre, tiene razón su hijo. A mi madre
también le parece mal, así es que se parece a su hijo, mire usted por
dónde. El viernes, sin ir más lejos, me tiró un frasco de colonia a la cabeza
por esa razón y casi me mata. Así que, ¿sabe qué le digo?, que me importa
un rábano lo que piense su hijo. A mí también, es muy mandón, no quiere
que viva sola en casa, dice que soy mayor, que me vaya a su casa, que un
día me voy a perder, como estoy un poco mal de la cabeza, pero yo no
quiero irme, vive muy lejos, no quiero vivir con mi nuera, ésta es mi casa,
me costó mucha pelea con el constructor conservarla, que me querían
echar y no darme otra a cambio cuando derribaron el edificio. Quiere
vender el piso, eso se lo ha metido mi nuera en la cabeza, estoy segura, él
es medio tonto y muy mandón, pero no es mala persona, no se lo digáis a
nadie, baja la voz hasta convertirla en un susurro, quiere vender el piso y
guardarse el dinero. Le he dicho: cuando me muera. Y si me pierdo, que
me busquen, no me iré de mi casa si no es muerta. Bueno, si me pierdo en
la calle y me muero, pues también. Si me pierdo, será como haberme
muerto.
Ya en la calle, Andrea le pregunta: ¿a dónde va usted? A la iglesia. ¿A
qué iglesia? A Iglesia. Donde el metro. ¿A la iglesia de Santa Teresa, en
Eloy Gonzalo? Sí, a misa de 10. Está La Milagrosa, ahí en García de
Paredes, más cerca. Huy, no, hay escaleras, y mucha umbría. La umbría es
mala para los huesos. Mejor la parroquia de Iglesia, ahí voy siempre. La
acompañamos. No hace falta. Sí, la acompañamos, nos pilla de paso,
¿verdad, Alonso?, el domingo por la mañana hay poco tráfico pero es
peligroso. No te fías de mí, como mi hijo. Sí me fío, pero la acompañamos,
nosotros vamos hacia Quevedo. Os lo permito porque sois muy guapos y
seguramente daré envidia a las otras señoras. No creo que os confundan
con un novio, pero es que mi hijo es muy feo, no se parece a mí, se parece
a su padre, por eso se murió tan pronto, los feos se mueren antes, ¿no lo
sabíais?, pues sí, puedo decir que sois mis hijos. A misa sólo vamos
señoras mayores, van pocos jóvenes. En tiempos antiguos la iglesia se
llenaba; ahora, no, ahora está medio vacía, desangelada. Dios y la gente
van por caminos distintos. ¿O serán los curas y la gente? ¿Por qué no venís
vosotros? Yo diría: éstos, mis hijos. No podemos, hemos de ir a casa de los
padres de éste, y no somos católicos. No importa, dios os perdona el no
ser católicos si vais a misa. Bueno, somos católicos pero rebeldes, no nos
creemos nada. A mí no me importa que seáis..., maricones, señora,
maricones, vale, eso, pero dios no es de la misma opinión, tendríais que
confesaros, no podéis permanecer en pecado. ¿Le parece poca confesión
que se lo hayamos dicho a usted y que todo el mundo en el edificio lo
sepa? Dios nos perdona con eso. No soy cotilla, eh. No señora, usted no es
cotilla, usted es una excelente persona, pero la vecina a la que se lo va a
contar sí es cotilla. Es verdad: la que vive enfrente de la anticuaria, encima
de mí, qué cotillaaaaa.
En la esquina, antes de tomar Ponzano abajo para llegar a la glorieta
de Iglesia, se engancha con su brazo izquierdo del derecho de Andrea. Su
paso es torpe pero decidido. En poco más de quince minutos estamos en
la puerta de la iglesia. Hoy hay dos pordioseros pidiendo, uno en el umbral
del atrio y otro en la puerta del templo. Se desenlaza de Andrea, nos da
sendos besos en las mejillas y pone las suyas para que también las
besemos. Guiña un ojo: viene ahí una señora y quiero que me vea, se va a
morir de la envidia. ¿Puedo decirle que sois mi hijos vecinos? ¿Hijos o
vecinos? Las dos cosas. Puede. Antes de marcharse, se gira un poco y
repite la pregunta: no es contagioso, ¿verdad? No señora, ser maricón no
es contagioso, dice Andrea en voz alta y nos miran los pocos que hay en el
área a esta hora de la mañana. Huy, dice la señora, y se encoje de
hombros. Se pierde en la penumbra de la iglesia. No sé por qué, desde
afuera, todas las iglesias parecen permanecer en la penumbra. Quizá sea
porque semejan un féretro gigante, la tumba de dios. Un templo es una
naveta.
Andrea lanza un suspiro. Un hombre feliz, dice, señalando a un
gordinflón tremendo que pasa masticando a dos carrillos un donut. Y
suspira de nuevo.
A mi madre nunca se lo he dicho así de claro, no sabe que estoy
viviendo contigo, mi padre sí lo sabe, él es quien me dice que me calle, por
sus depresiones. Veinticinco años. En el trabajo todo el mundo lo sabe,
pero allí el que no es maricón es tortillera.
Como le hago un gesto de reprobación, añade: vale, vale, tienes
razón, me lavo la boca con un estropajo. Me estoy insultando a mí mismo.
Hablo como un homófobo cualquiera. Ni un nazi hablaría de esta manera.
Ante el chaflán que forman San Bernardo y Fuencarral, a un lado del
acceso a la perfumería, una mujer enjuta, con la mirada perdida, sostiene
entre sus dos manos un cartel: BUSCO TRABAJO, dice. No es la primera
vez. Siempre con los zapatos castellanos y el abrigo de paño verde oscuro.
Nunca damos limosnas, lo hemos hablado otras veces y opinamos lo
mismo en este aspecto. La caridad le pone zancadillas a la justicia.
Siempre. O una u otra, no es posible la convivencia. Pero esta vez Andrea
ha echado una carrera, ha ido hacia el acceso del metro, y me ha dejado
solo cruzando por la esquina de Bravo Murillo. Me ha alcanzado en la
siguiente esquina, la de Arapiles, junto a la caja de ahorros. Ya, ha dicho
acezante. Lo siento. Por un momento me ha recordado a mi madre. No
soportaría verla en una esquina pidiendo. La mataría, pero así no podría
verla. Tiene que estar muy mal la pobre mujer para humillarse de esa
manera.
Tenemos que comprar luego unas castañas asadas, añade,
desconectando ya de la escena anterior y señalando el tabuquillo
chabolista de Arapiles con San Bernardo, a la salida del metro, donde asan
castañas, batatas y mazorcas de maíz tierno. A estas horas todavía no está
abierto.
En la esquina con Magallanes, otra mujer entrada en años, con
toquilla y rebeca, se sienta sobre un taburete plegable y extiende en el
suelo labores de ganchillo y aguja, como gorritos y bufandas. No llega a
media docena. Ella misma teje ahora una caperuza blanca. De cuando en
cuando, se sorbe los mocos, esa gota líquida que el estereotipo suele
escapar de la nariz del anciano.
Y en las puertas del Narcea otro muchacho ofrece La Farola. Yo creo
que es el mismo muchacho negro de siempre, parecido al de Orio o La
Tahona de Magallanes.
En la entrada al Churro de Oro, Andrea, extrañado, dice: ¿aquí viven
tus padres? No, hombre, no, la casa de mis padres está en ese portal. ¿En
cuál? En ése. Sólo quería que probaras los churros de El Churro de Oro. Y
compro cuatro churros y dos porras, que nos vamos repartiendo hacia la
vivienda. Un café en casa de mis padres mientras se ventila la casa.
Andrea elogia la crema del café en cápsulas de mi madre. Y aplaude la
espuma de leche que hace una maquinita ad hoc, en forma de cilindro.
¡Tenemos que comprar esto! Andrea es un niño pequeño.
Tras una pausa, le pregunto: ¿por qué nunca me has llevado a casa de
tu madre? No lo sé. Porque no te conoce, porque no me conoce, se niega
a conocerme, y, si te conociera, me conocería, y tengo miedo a que me
conozca. En el fondo tienes miedo a conocerte. Ese es un miedo común.
Todos tememos conocernos. Encontrarse con un desconocido da pavor. Y
dentro de nosotros siempre hay un gran desconocido, que no siempre nos
mira desde el espejo. Pero en ese aspecto me conozco, he librado duras
batallas para aceptarme y que me acepten los otros, sobre todo para que
me acepten los otros, fuera del mundo nuestro, en el que todo se da por
hecho.
Andrea ha apoyado los codos sobre la encimera y la barbilla, sobre las
manos vueltas. El cuerpo hace un arco de ballesta. Se mece a izquierda y
derecha. No es la primera vez que adopta una posición curiosa este fin de
semana sobre este elemento de la cocina. Y me sorprende.
¿Pensaste alguna vez en vivir con un hombre? Acostarte con un
hombre. La sola hipótesis de dormir con un hombre, para algunos, es
terrorífica. Temen al ser humano que llevan agazapado dentro. No temen
al brutal, al injusto. Temen al que podría amar a otro hombre, al que
podría gozar con otro hombre. No temen al asesino. A Hitler lo temerían
más por maricón que por nazi.
Me sigue como un perrito fiel por toda la casa, conforme voy pasando
por las habitaciones y abriendo las ventanas.
-Puedes sentarte si quieres, ponerte música, la televisión, la radio,
leer un libro.
Se detiene en el salón y gira sobre sí mismo, hasta completar 360º,
recorriendo con los ojos los paños de estanterías que cubren las paredes.
-Podríais montar una librería o una tienda de discos. ¿Todos esos
vinilos son de tu padre? Es la mayor colección particular de vinilos que he
visto nunca.
-No creo que le falte ninguno de von Karajan ni de la Deutsche
Grammophon.
-Por eso estás delgado, porque se gastaron el presupuesto de tu
comida en libros y discos. Podrías haberlos denunciado.
Curiosea aquí y allá. Tenéis la casa perfecta, ni pequeña ni grande, no
faltan ni sobran muebles, ni abigarrada ni desierta, nada es grande ni
pequeño, todo a vuestra medida. Demasiados libros y discos, eso sí. Me
habla en voz alta cuando me alejo. ¿Van a estar mucho tiempo abiertas las
ventanas? Hace un frío que pela, dice. Aunque podría oírlo sin elevar la
voz. La casa de mis padres, si bien es antigua, es recogida y carece
prácticamente de pasillos desde la última reforma que le hicieron, hace ya
quince años, y todas las habitaciones están a mano. Tú y las ventanas
abiertas, qué manía. Y yo, resfriado.
Tú tampoco me has traído. Quiero decir que yo no te he llevado a
casa de mi madre y tú no me has traído a casa de tus padres. Empate a
cero. Podríamos ir a Italia estas navidades. Hay sitio de sobra en casa de
mi padre. Estás aquí. No están ni tu madre ni tu padre. Te conocen. Mi
madre te conoce. Y mi padre. Lo he hablado con ellos. Pero no les gusto.
No les gusta nuestra convivencia. No lo entienden. Mi madre no lo
entiende. Mi padre no dice nada. O lo entienden, pero hay una resistencia
feroz a cambiar de registro, está grabado el prejuicio a sangre y fuego.
Supongo que, de algún modo, los he defraudado. Los hijos somos una
mierda, ¿verdad?, nos pasamos la vida defraudando a nuestros padres.
¿Por qué no se limitarán a querernos como somos?
Invierto el recorrido cerrando ventanas y bajando persianas. Hace
poco más de una semana que se fueron y apenas olía a cerrado.
Elijo un vinilo de un grupo separado. Lo pongo en el plato. ¿Quién
es?, dice Andrea. Escucha. Suena fatal, comenta. Parece... Es. Bob Dylan.
Ni tú ni yo habíamos nacido. Blowin in the wind. El primer LP con esa
canción. O eso me dijeron en el Rastro. Suena fatal. Estaba muy mal
cuidado. Lo compré porque es una reliquia. Hay una historia sentimental
detrás. Lo compré para regalárselo a Blanca por su cumpleaños. No sé si
porque faltaba mucho tiempo para su cumpleaños o porque pasé meses
sin verla, quizá por ambos motivos, acabé por olvidarlo. Cuando lo
recordé, Blanca no tenía tocadiscos de plato. Luego suele ser tarde. Y ahí
está. Encima, se oye mal. Es una especie de paradigma del destino, que se
dedica a poner cortapisas para que no lleguemos o lleguemos tarde a los
sitios. El horizonte nunca está al alcance de la mano. El destino escribe con
líneas torcidas para desanimarnos. O escribe con líneas torcidas, no para
hacerlo inalcanzable, sino para que mostremos nuestra determinación en
alcanzarlo, enderezando las líneas torcidas. A veces somos perezosos y
convertimos en muro lo que no es sino obstáculo para estimularnos, nos
tomamos el acicate por impedimento y nos quedamos cruzados de brazos
y rascándonos los cojones. Decimos: joder, cuánto me pica. Joder, deja de
rascarte los cojones y te picará menos o dejará de picarte. Quítalo,
hombre de dios. De tan oído, se hace cansino el mensaje. Ya, pero las
respuestas a la mayor parte de las preguntas sigue estando en el viento,
amigo.
-¿Por qué me llamas amigo? No me llames amigo.
-Es una forma de expresarme. ¿No somos amigos? Deberíamos ser
amigos. No sé qué hay entre nosotros. Eso también me daba vueltas en la
cabeza el jueves.
-En el corazón, ¿no?
-En el corazón y en la cabeza. No se trata de distinguir en este
momento entre corazón y cabeza. Yo no puedo hacerlo en este momento.
Ni puedo ni quiero. ¿Tú puedes? El neurofisiólogo(142) Antonio Damasio
dice que se piensa con todo el cuerpo. Y se siente con todo el cuerpo; con
las neuronas, también. Cuando todo parece estar tranquilo ahí en el
cerebro, aparece una emoción o un sentimiento y lo alborota, y ya no
estás seguro de nada. Con Blowin in the wing yo no estoy seguro de nada.
Si se pudiera atrapar el viento, yo estaría seguro, pero no se puede atrapar
el viento. O ya no sería el viento.
-Heráclito.
-Heráclito. Más o menos. Los griegos pensaron por todos los hombres
que han ido pensando 2.500 años después. Tras los griegos, casi
podríamos haber concluido el pensamiento en el mundo. Apenas hemos
descubierto la pólvora y la bomba atómica.
Cierro, por último, las hojas del balcón, pero dejo la persiana a media
altura. Siempre he tenido la sensación de que en la oscuridad se oculta un
fantasma. O que la oscuridad es un fantasma. O el desasosiego del vacío y
la ignorancia. Andrea ha ocupado el sillón de orejas de mi padre, pero no
le digo nada. Yo elijo un escabel que hay junto a la mesa camilla, donde mi
madre suele apoyar los pies descalzos para mantenerlos en alto, y que yo
acostumbraba a utilizar para sentarme y adoptar posturas imposibles. Por
ejemplo: me gustaba apoyar los brazos recogidos sobre la mesa, que me
quedaba a la altura de las axilas, esconder la cabeza entre ellos girada
hacia los estantes de libros, y quedarme en blanco. Ahora mismo estoy a
punto de hacerlo.
El viernes, cuando estuviste con tu madre y fuiste a pedirle
orientación para la comida, no le dijiste la verdad, pone expresión de
sorpresa o alerta, no, no le dijiste la verdad, y a mí no me has dicho la
verdad, me has mentido, no tiene sentido que me hayas mentido, bueno,
te he ido diciendo la verdad a trozos, no tiene sentido la mentira nunca, es
difícil la verdad, es tan difícil, es tan difícil la verdad en ocasiones, decir la
verdad es reconocer una derrota a veces, ¿para qué fuiste a verla,
entonces?, porque hacía más de un mes que no la veía, no se me fue la
mano con el Nenuco, es que me tiró encima un frasco de Nenuco, eso ya
lo sé, pero por qué, por qué no le dijiste la verdad, por qué no se la dices,
ella sabe la verdad pero prefiere no verla, mientras que no la vea es como
si no lo supiera, ella la conoce, porque se lo he intentado explicar muchas
veces, pero no hay manera, no hay manera, está loca, está loca, ella se
empeña en que mi padre la dejó por otra, pero no es cierto, la dejó
porque no hay quien la soporte, porque está loca, porque está loca,
Alonso, mi padre un día prefirió quedarse en Italia y no volver, y le dijo
ponte en tratamiento, hagamos algo, y, si no, no volveré, y no ha vuelto, y
no volverá nunca, seguramente es una decisión despiadada, bastante
egoísta, pero lo entiendo, mi padre la quería, pero el amor sigue camino
insólitos y hay pruebas que lo derrotan, si no fuese mi madre, yo no iría a
verla, de hecho alargo el tiempo de ir a verla, hacía un mes que no iba a
verla, y, bueno, no fui a trabajar por ti pero también por ella, porque
quería hablar tranquilamente con ella, y la verdad es que también quería
decirle, con la excusa de la comida, preguntarle por la comida, y
preguntarle, quería explicarle, quería decirle que tenía una pareja, que la
realidad es la que es y que la realidad hay que aceptarla, ella no acepta la
realidad desde que murió mi hermana, ninguna realidad, desde que
atropelló un coche a mi hermana, ella quería tener una niña, y me tiene a
mi pero yo no le basto, yo no le sirvo, y tenía a mi padre, pero no le
bastaba, mi padre no le servía, yo soy yo y no le sirvo, quizá no ama a
nadie, quizá todos seamos juguetes y desde la muerte de mi hermana
todos seamos juguetes rotos, ella se culpa, fue en un semáforo, se le
escapó de la mano y saltó por los aires como un pelele, y, desde entonces,
está loca, y no hemos podido hacer nada, y, bueno, pues no, quizá debiera
verla más, cada menos tiempo, no vive tan lejos, ella vive cerca de aquí, ya
sabes dónde, al lado de Chamberí, bueno, pues no, y me tiró el Nenuco
encima, el frasco entero, me podría haber matado, y se puso a gritar, y a
arañarme, no le sirvo, no le servía cuando era niño y me llenaba de
Nenuco, ya no me quieres, no te has puesto Nenuco, tengo que ponerme
Nenuco, porque era la colonia que nos ponía de niños, con 40 años me
pongo Nenuco, fíjate qué tontería, me ha tirado el Nenuco encima,
porque quería que me marchara, era una forma de echarme a la calle sin
echarme expresamente, si me quedaba tendría que oír lo que no quiere
oír desde hace 15 o 20 o 25 años, me tienes que oír, mamá, vete, yo soy
Andrea, tienes que quererme como Andrea o no quererme en absoluto,
no puedes querer a un fantasma o a un ser imaginario, tienes que
quererme como soy, todo el mundo tiene que quererme como soy o no
quererme, no se puede querer a una parte de mí, no puedo
desmembrarme, no puedo decirle soy un maricón, no soy maricón, ¿tú
eres maricón?, no, no soy maricón, soy homosexual como su marido es
heterosexual, da igual, en realidad soy bisexual, tú ya lo sabes, soy Andrea
y sólo me distingo de los otros en que me voy a la cama con hombres y
con mujeres, me da igual, aunque prefiero el afecto de los hombres, con
los hombres me entiendo, sé cómo hacerlos vibrar o cómo vibrar yo con
ellos, y eso me cuesta más con las mujeres, follo con cualquiera, pero sólo
me enamoro de los hombres, me acerco a la plenitud con un hombre,
contigo ahora, por ejemplo, siempre fue así y así va a seguir siendo, no es
un defecto, es una opción que ha surgido, que ha crecido así conmigo y no
estoy dispuesto a flagelarme por ninguna parte de mí, sea acertada o
errónea y ésta no es errónea, como no es erróneo mi hígado o mi
cerebelo, no estoy enfermo, enfermos están los que me tachan de
enfermo, enfermo he estado cuando traté de ocultarlo, o cuando me he
movido por los sitios de ambiente como si fuera un delincuente, cuando
he buscado el amor en bares y discotecas, por Chueca(143) y por donde
fuere, he estado enfermo cuando creí que el amor podía comprarse o
intercambiarse, cuando lo confundí con el sexo, por eso distingo entre
amor y sexo, ya me curé de esa enfermedad, soy un ser humano corriente
que ama a los hombres, y quiero vivir como vive la gente que se ama, creí
haberlo encontrado contigo, contigo es como tu padre y tu madre, como
los vecinos, como Elisa y su marido.
Sigo sin entender lo de la mentira, muy complicado, Alonso, muy
complicado, muy complicado, un debate con mi madre es muy
complicado, tiene una demencia rara, he tratado de convencerla para que
se vaya con una amiga por ahí, a recorrer mundo, pero no hay manera, se
mantiene encerrada, sólo la visitan esos novios que ella llama
oportunidades y que tal vez compra, cada vez que voy, cuando voy,
cuantos más años pasan, más difícil, peor, porque ya llega un momento en
que empieza a torturarme.
Me resulta muy complicado hablar de todo esto. Lamento no haber
sido sincero contigo.
Tenía que haber ido ayer pero no fui. Iré esta tarde. Te prometo, me
prometo ser claro con ella. Supongo que nos hará bien a los dos. A ella y a
mí, y a ti y a mí.
Se puede oír el tac, tac, tac del segundero del reloj a pilas de la
cocina.
Tengo la extraña sensación de que te estoy perdiendo.

Como si diera por sentado que es el cuadernillo del periódico que


más me interesa, me alarga las páginas salmón. Sin embargo, le he dicho
en multitud de ocasiones que la ficción que más me atrae está en las
novelas. Andrea se había quedado en el quiosco mientras yo continuaba
caminando para hacer cola en Orio para comprar el pan.
Los domingos, a última hora de la mañana, la cola se estira hasta la
calle.
Sólo he comprado El País. Es domingo, con las obligaciones que
tenemos, no nos dará tiempo para leer más, me explica. ¡Un préstamo,
por favor!, dice el titular. La falta de crédito ahoga a miles de empresas en
España, aclara. También me ha dado un librito con una selección de
cuentos de terror de H.P. Lovecraft. ¿Y esto? Es gratis, una promoción del
periódico. Le devuelvo el tomito y él me lo mete en la mochila vacía. Si no
fuera por la anodina portada, diría que es un regalo grotesco.
¿Una natural? Una barra natural. Vale.
Cuando 20 años es mucho. Otro titular llamativo, éste en la portada
del suplemento extra de la semana, ese que hacen de papel cuché, que el
periódico dedica a todo lo exclusivo y esnob que se pueden pagar los
bolsillos cursis y obscenos de la burguesía del país. Hablan de Ricky Rubio
y Clara Lago, un jugador de baloncesto y una actriz, dos ejemplos para que
los jóvenes aprendan a escapar del paro. La revista se convierte en
escaparate y describe un mundo ficticio. Quizá porque sólo es escaparate.
No es nuevo ya en este periódico.
-No sólo la revista. Vivimos en un mundo ficticio.
Andrea me muestra el titular principal de la primera página como
argumento: El Constitucional excluye el término “nación” del Estatuto de
Cataluña. Donde se resalta un párrafo: el término “nación” se caerá del
Preámbulo del Estatuto de Cataluña. En las últimas reuniones, los jueces
ya ni siquiera han debatido sobre este enunciado, que en aras del
consenso se da por eliminado salvo que medie un excepcional cambio de
última hora [sic].
España acabará disuelta en el océano de Europa, toda Europa acabará
disuelta en Europa, más tarde o más temprano, en una Europa de los
pueblos, y jueces y políticos se distraen todavía hablando de naciones
pequeñas y grandes, como quien se entretiene en observar la redondez de
su ombligo. Nación española y nación catalana. Mierda. Hay un mundo del
siglo XXI y un mundo del XIX, un mundo con internet y otro con
Torquemada. Basta con modificar la posición relativa de la I para estar en
uno o en otro: XXI o XIX, XIX o XXI.
Me has copiado lo del palo. ¿El palo? La I. ¿Te lo he copiado? Da igual.
Es que es evidente. Nos empeñamos en permanecer en la edad de piedra.
Nadie es consciente de que su mundo se acaba. El de nación es un
concepto caduco, que no es útil a las personas. ¿Se administrará así, se
juzgará así mañana? ¿Cómo es posible que una línea artificial, la frontera,
tenga tanta importancia? ¿A nadie se le ha ocurrido perder algo de tiempo
en abolir las fronteras? ¿O es que son las fronteras el elemento que da
contenido a los intereses? Porque se trata de intereses. O de ideas al
servicio de intereses.
Qué es España sino entelequia, parte de un guión, de una trama o de
un invento que deja fuera a las personas. Nadie habla de personas. País,
nación, estado, un bien supremo y excelso, algo con valor en sí mismo,
como si estuviera vacío, como si no se tratara de personas. Qué manía con
que Cataluña es España. O Segovia. Qué más da. Sólo son nombres vacíos.
No hay naciones sino individuos ambiciosos, reyezuelos.
Ahora se ha puesto de moda la palabra patria. Para esconder quién
sabe qué. Coño, ¿no se dan cuenta de que como supositorio rasca?
Mi padre es italiano, mi madre es española, tú eres de Madrid, tengo
amigos de Francia, Reino Unido y Alemania, he vivido en EEUU, mi jefe es
americano, he tenido que lidiar con argentinos y mejicanos,... Qué es esto
de las naciones, sino un invento.
-Señora, señora -dice Andrea, interrumpiendo su disertación socio-
política y dirigiéndose a una señora de oscuro, un poco estrafalaria, que
arranca con violencia la publicidad de la marquesina y la farola cercanas-,
por favor, señora, deje en paz la publicidad, no hace daño a nadie.
La señora se emplea con saña en un cartelito con un festón de
teléfonos, en donde alguien se anuncia para trabajar por horas o media
jornada en la limpieza o el cuidado de ancianos o personas impedidas.
-¿Qué no me hace daño? Tú que sabrás, niñato. Esto es basura. Aquí
sólo se anuncia la basura. Extranjeros de mierda. ¡A la mierda!
Y rasga de un manotazo otro cartel donde se publicitan pintores
exprés a precios sin competencia. Voy echando leches, decía entre triples
signos de admiración, pero apenas ha quedado un voy ech... irregular.
Cruza Donoso Cortés, atraviesa por entre el quiosco y Ferreras, le da una
patada a un obstáculo inexistente y grita de nuevo: ¡a la mierda!
-Eso es una frontera. Lo que esa mujer ha pateado es una frontera.
De repente Andrea se ha convertido en niñato. O en un ser humano
perplejo que me mira, mira Bravo Murillo abajo, por donde ha
desaparecido la señora, y sentencia: no entiendo, nos estamos volviendo
locos.
-En Marbella, a esa señora, los árabes le parecerán personas
admirables y excelentes. Le importará un comino que sean sátrapas o
tengan un harén montado. Los de Madrid, porque son emigrantes, son
extranjeros de mierda. Lo mismo que determina las fronteras determina la
xenofobia. En el fondo, es la riqueza la que califica y traza las líneas. Es
decir, la que discrimina. El poder. Dibujamos fronteras para defender
nuestras posesiones. O nuestros privilegios. La xenofobia no es más que
una ideología mostrenca, la pus ideológica de los nacionalismos. Las
fronteras son la primera cárcel.
-Estos días, Silvia ha puesto cartelitos de apoyo a Aminatou Haidar, la
activista del movimiento saharaui.
-Es un error -Andrea hace un movimiento enérgico, visiblemente
enfadado-, es un error. Una cosa es apoyar y defender a un pueblo
marginado, y otra defender la constitución de estados. Un estado, una
nación, como ente político, es un mal en sí mismo. No sirven para liberar,
sino para sojuzgar.
-Hombre, Andrea, en este caso, y en cualquier caso similar, un estado,
como el estado saharaui, daría contenido político a un pueblo, a su
aspiración de libertad, a su deseo de organizar por sí mismo el futuro.
Marruecos no garantiza la libertad precisamente.
-Pues defiende la abolición de las fronteras de Marruecos y el
derrocamiento de ese régimen pseudoreligioso, en el que el rey es un
dios. Encerrarse en un cuarto pequeño, por muy autogobernado que se
esté, y eso es lo que quieren los saharauis, no resuelve el problema.
Provoca la revolución en Marruecos, no hagas la revolución para
convertirte en estado. El mal es el estado.
-Eres utópico, Andrea. Lo que dices sólo es posible en un contexto
universal. La revolución que defiendes requiere la desaparición de todos
los estados.
-Utópico, por la gracia de dios. Lo que digo es que centréis el objetivo,
que no lo cambiéis de sitio.
-El movimiento saharaui es democrático. Marruecos no es
democrático.
-Un movimiento nacido de una confrontación militar, ¿democrático?
¿Cómo tratan a sus mujeres? ¿Hay igualdad entre hombres y mujeres? ¿Y
a los homosexuales? ¿Cómo me tratarían si voy por allí? No te confundas.
-Todo grupo humano, todo pueblo tiene derecho a elegir su futuro.
Eso es la autodeterminación. ¿No es lo que querías decir, de hecho, de
Cataluña, cuando te has enfadado por el acuerdo del Tribunal
Constitucional?
-No. Decía que ni nación catalana ni nación española. Que todo es
una basura para justificar los sueldos de unos vagos que se pasean por el
edificio del Tribunal Constitucional y de otros que se pasean por el
Congreso de los Diputados.
-¿Cerramos el Congreso de los Diputados?
-No. Cerramos esos debates estériles.
-Nuestro debate no es estéril.
-El nuestro, no. El de nación catalana o española.
-Ni siquiera ése es estéril. Todos son oportunos. Has planteado un
debate muy oportuno. Que seguramente, en el fondo, conduce a una
reflexión sobre hipocresía y cinismo. Porque lo tratamos según sean
nuestros intereses. No es igual hablar de Galicia, Euskadi o Cataluña, que
de Bosnia, Croacia, Serbia o Montenegro, o que de Ukrania, Estonia,
Letonia o Lituania, por ejemplo, o que de Chequia y Eslovaquia. Aunque,
en el fondo, es lo mismo.
-Me das la razón. Las naciones no recogen las aspiraciones de la
gente, sino que expresan el ejercicio del poder. ¿Qué pasa con los
armenios o los kurdos? ¿Cómo se ha construido África? Donde se han
mezclado pueblos, tribus y culturas milenarias en estados artificiales que
la están desangrando.
-No sólo eso, Andrea. También el coltan, los diamantes, el uranio y el
petróleo.
-Esas falsas naciones sirven al propósito de despojarlos del coltan, los
diamantes, el uranio y el petróleo. Y todas las materias primas.
Un tropezón contra la ceja levantada de una boca de agua le hace
maldecir a Gallardón con palabras gruesas.
Se acaban de abrir los semáforos y cruzamos a la carrera Santa
Engracia, desde García de Paredes hacia Ponzano. Me estoy haciendo
viejo, dice Andrea con el pulso un poco acelerado. Tanto gimnasio y no
estás en forma. Es que los gimnasios te esculpen, pero no te fortalecen.
Son una castaña pilonga, una añagaza para incautos; lo voy a dejar y me
voy a ahorrar unos euros.

Tan contenta, está tan contenta, como si no hubiera pasado nada.


Habrá hecho el amor con uno de esos novios que ella llama
oportunidades, se habrá quedado relajada. No hay quien la entienda. Está
deseando que vaya. Después de comer y tomar el café, mamá, después de
hacer un poco de limpieza, primero la limpieza, ¿no tienes una señora que
te limpia durante la semana?, oh, sí, mamá, hay una señora, pero no todo
puede hacerlo la señora, la señora sólo viene dos veces en semana, la
señora viene lunes y viernes, hoy es domingo, mamá, el lunes plancha y el
viernes limpia, y hay que hacer la colada, primero la limpieza y la colada,
luego la comida y el café, a continuación voy a verte, no antes de las
cuatro y media o las cinco de la tarde, más tarde no, mamá, hora límite:
las cinco de la tarde, ahora son algo más de las doce, he salido, me he
levando tarde y he salido, no me agobies, mamá, era necesario salir, sí, lo
de la limpieza y la colada no ha podido ser antes, ¡mamá!, dios, ¿puedes
escucharme?, no escuchas, mamá, a las cinco, no más tarde de las cinco
de la tarde, no me marcharé en cinco minutos, no tengo nada que hacer
en toda la tarde salvo estar contigo, estar contigo y hablar, tenemos que
hablar, mamá, no me iré en cinco minutos, estaré toda la tarde, come con
alguien, no, no puedo ir a comer contigo, no, no es posible, mamá, come
con alguien, queda con una amiga para comer, tomad el café juntas y, a
continuación, voy a visitarte, a las cinco, no más tarde, un beso, mamá.
Vale, tú te lías con la cocina, yo cambio la cama, pongo la lavadora,
hago la limpieza del fin de semana, ¿hacerla entrambos después de
comer?, no, la hago yo ahora, la casa está limpia, no me quiero quedar
mirando mientras tú cocinas, con el esfuerzo del viernes pasado fue
suficiente, no vuelvo a la cocina hasta dentro de seis meses.
Habla con el terminal en la mano. Hace tantos aspavientos que tengo
la sensación de que, de un momento a otro, le resbalará entre los dedos y
lo abandonará volando. Observo alrededor, evaluando qué podría ser
accidentado por el arma arrojadiza. O escapadiza.
¿A las dos y media estamos comiendo? De acuerdo, a las dos y media.
Aún tenemos un par de horas para seguir hablando. Cuatro, hasta las
cinco, cuatro. Y más cuando regrese de casa de mi madre. Se me está
haciendo corto este fin de semana. No imaginaba que hablaríamos tanto
ni de tantas cosas. Se expresa con regocijo. No imaginaba que fuera
posible. Algo hemos hecho mal todos estos meses, algo he hecho mal
toda mi vida, nunca había hablado tanto con una sola persona. La gente
no habla, hay problemas porque la gente permanece callada. O habla sin
decir nada. Se habla de tonterías, pero no se habla de lo que importa.
También hay incomunicación en medio de grandes discursos. Las
relaciones no funcionan porque la gente no habla. Se producen más
rupturas y separaciones en período de vacaciones precisamente porque la
gente no está acostumbrada a hablar y se descubren desconocidos en el
viaje, en el campo o en la playa. No volveremos a estar callados.
Pongo la mesa, de acuerdo, platos hondos y llanos, cuchara, ¿será
todo calentito?, hace frío fuera, una sopa vendría bien, crema de
zanahoria y naranja, ¿has dicho crema de zanahoria y naranja?, me
gustará, supongo, no la habías hecho antes, ¿y después?, algo de carne,
no sabes, ¿no puede ser pescado como ayer?, no el mismo pescado,
pescado, hay dos doradas, dorada a la sal, hum, vale.
Joer, Alonso, has dejado el ventanal del dormitorio de par en par,
entreabierto, entreabierto o abierto, es lo mismo, nos ha invadido Madrid
a través de la ventana, esto no es ventilación, es el frío de todo el invierno
dentro, otoño, otoño o invierno, hace frío para dejar las ventanas abiertas
tanto tiempo. Puedes cerrar. Hombre, por dios, cierro, claro.
Dulce Pontes, Cançao do mar, el viento se estrella contra las rocas, se
ahíla en las hendiduras y escapa por las rendijas, Fui bailar no meu batel,
Além do mar cruel, E o mar bramindo, Diz que eu fui roubar, la voz rebota
en los acantilados y llega hasta la cocina, la imagino en una playa recoleta
o en el borde abrupto de la costa norte, los celos, los celos del mar porque
ella le roba la luz con sus ojos tan bellos.
He devuelto a su sitio todo lo que tenías por ahí de la semana al
retortero. Los libros, los discos. Los libros los he agrupado en una esquina
de la mesa.

Una pregunta inocente: ¿A dónde crees que va la gente cuando sale


de la oficina? ¿A su casa? ¿En quién piensas? No pienso en nadie. En
general. El otro día, cuando fui con Silvia a tomar un vino a un bar de la
zona industrial, había gente que parecía asidua y gente que parecía
resistirse a abandonar la barra.
Se va de copas, de putas o sucedáneos. ¿Por qué crees que están
llenas de locales de alterne las zonas de oficinas? Azca, por ejemplo.
¿Quiénes crees que son los amantes de mi madre? ¿Viudos, solteros,
separados? Casados que llegan tarde a casa. ¿Qué hace tu jefe o el jefe de
la amiga de tu amiga? Llegan tarde a casa. ¿Para qué crees que los bancos
nos funden a comisiones e intereses? ¿Por el saneamiento del sistema
bancario? Para irse de putas. Nuestras comisiones les pagan las putas a los
banqueros, no garantizan una banca mejor ni más solvente. Mantienen
lupanares. Los hoteles más exclusivos y caros de Madrid alquilan por las
mañanas sus mejores habitaciones para que los banqueros se tiren allí a
sus putas favoritas. Cantantes, actrices, presentadoras muchas veces.
¿Qué crees que hace el Mercedes blindado del gran banquero y los coches
de sus escoltas a las puertas del Ritz un miércoles por la mañana? Esperar
al banquero que ocupa la habitación más cara. ¿Crees que el banquero
sigue la evolución de la bolsa porque el edificio de la Bolsa está enfrente?
No, está con su puta del miércoles por la mañana. El miércoles pasado,
que preparaba un evento, pude comprobarlo. Los chóferes hacían
apuestas acerca del número de polvos del banquero esa mañana.
El mundo es un gran burdel. La banca, el Fondo Monetario, el Banco
Mundial, el Banco Central Europeo son grandes lupanares. Así que en
torno a las oficinas se instalan prostíbulos. El 40% de los hombres, es un
dato publicado en los periódicos, ha pagado por servicios sexuales. La
mitad de los hombres que se sientan en los consejos de administración de
las empresas pagan por servicios sexuales regularmente. En la fotografía
que se hizo Rouco Varela con los prohombres de España, fíjate, no había
mujeres, ¿no la viste?, mírala, Rouco Varela en el centro, vestido de
cardenal, el equivalente a apóstol del vicario, con su sotana negra de
botones rojos, el fajín y el solideo rojos, junto al secretario general de la
Conferencia Episcopal a su derecha, Martínez Camino, éste vestido de
cura moderno, con clériman, rodeados de toda la gran clase bancaria y
empresarial española, los de los ladrillos, los eléctricos, los telefónicos, los
tabaqueros,... Había uno con faldas y era un tío. La mitad estuvo de putas
el día anterior o estará al día siguiente. De putas o de chaperos, que de
todo hay. Según la estadística, de los dos eclesiásticos, ¿cuál estará con
una puta el mes que viene? El 40% de los cardenales reunidos en cónclave
para elegir papa han probado los favores de una puta. La mitad de los
hombres de este edificio han ido de putas. Tú o yo hemos alquilado alguna
vez los servicios de una prostituta o un chapero. El hijo de nuestra vecina
seguramente le ha puesto los cuernos a su mujer, pero osa llamarnos
maricas. A ti y a mí Rouco Varela nos condena, pero bendice a los jefes del
burdel porque le financian su gran patraña. Rouco Varela es un hipócrita,
pero podría ser una celestina.
El problema no es formar parte de la estadística, los servicios sexuales
se parecen bastante a un masaje, el problema es negarlo y darnos
lecciones morales, y pretender, a continuación, ser persona respetable.
Cada uno de ese 40% debería ser condenado a explicarlo a sus hijos, a sus
admiradores, a sus fieles,...
Mi madre conoció la Iglesia de la misa en latín. Los curas la decían de
espaldas a los fieles y todos los textos estaban en latín. Ella hacía los
huevos pasados por agua rezando el credo en latín, el tiempo del credo
era el tiempo del huevo pasado por agua. Los monaguillos levantaban el
borde de la casulla y hacían sonar la campanilla cuando el cura elevaba la
hostia consagrada al cielo. Mi padre siempre hacía el mismo chiste tonto
sobre la ventilación del trasero de los curas. Yo mismo me aprendí aquel
credo de oírselo a mi madre, aunque había una versión más reducida.
Hubo un tiempo en que mi madre creyó en esas cosas a pies juntillas.
Hasta que yo nací y los curas de Santa Teresa le hablaron del designio
divino. Ciertas hipótesis, como la de tu estadística, no se contemplaban en
la Iglesia, hubiera sido un escándalo sólo pensarlas. Los pecadores son
otros. Aunque luego hemos sabido de la pederastia. Hoy mi madre todo lo
ve con cierta distancia. La jerarquía eclesiástica le parece, como tú dices,
una pantomima y la observa con displicencia.
No sé si te gusta la música que he puesto. Dulce Pontes. También he
sacado al azar a Luar na lubre. Luar, no hay una palabra tan bella en
castellano para nombrar el brillo de la luna. Luar, luar,... ¿alguna vez te la
han susurrado al oído? Deberíamos hablar gallego en este país. Portugués.
Galaico-portugués. Hubo un tiempo en que la gente reservaba el gallego
para la poesía, lo consideraba un idioma hermoso. Es un idioma hermoso.
Hoy, lo que no sea castellano es un idioma de apestados. No lo entiendo.
Salvo que sea inglés, claro.
Pon la música que tú quieras. Será la música que yo quiero. Si no me
gusta, te lo digo. Yo hago eso. No pongas la música pensando en qué es lo
que yo querría escuchar. Probablemente no escuches entonces lo que tú
quisieras oír ni yo oiga lo que me gustaría escuchar. Pensar en el otro no
es pensar en el otro; pensar en uno mismo sí es pensar en el otro. Está
bien esa música.
Un presidente de la patronal bancaria tenía una amante en Francos
Rodríguez. Allí iba todos los miércoles por la tarde. Su coche y sus escoltas
aparcaban discretamente en la calle Pamplona y él iba a pie, como un
ciudadano corriente, pulsaba el portero automático y desaparecía en el
interior del edificio. Y éste era un hombre decente, porque sólo tenía esta
amante, que no era sino una mujer normal y corriente.
Pretenden que vivamos de grandes palabras: dios, patria, orden,
sistema, banca, empresa,... y las convierten en vulgares sirvientas,
mientras se olvidan de las pequeñas palabras pero se nutren con ellas.
Puta y amante son palabras pequeñas. Hombre es una palabra pequeña.
El cliente que contrata un préstamo hipotecario y tiene problemas para
pagarlo deja de tener importancia; nunca fue un ser humano, siempre fue
un cliente, pero ahora carece de importancia, se le desahucia y va a la
calle. Dónde viva ese hombre carece de importancia para un banquero
que sólo hace su trabajo. La puta a la que paga con los intereses del
desahuciado o la amante a la que mantienen las comisiones y lo acoge
tampoco tienen importancia. Su mujer y sus hijos, a los que miente,
tampoco tienen importancia. El matrimonio católico tiene importancia,
aunque se sienta sobre el matrimonio católico como si fuera el inodoro de
su casa. ¿Por qué miramos reverencialmente a estos tipos si no son sino
miserables, falsos y mentirosos? A cualquiera de su calaña lo trataríamos
de indeseable. Te atracarían a punta de navaja en una esquina: de hecho
nos atracan en el mostrador de la oficina bancaria.
Antes, un banquero estaba condenado por la Iglesia, era un pecador
abominable. En el poema de Dante están en el infierno. ¿Por qué ahora se
fotografían con Rouco Varela? Quizá porque tiene todas las llaves de todas
las puertas del mundo, quizá porque su dios surgió del infierno.
De todas las puertas de este mundo, quizás haya otros mundos, más
justos, menos hipócritas, los hay, pero no hacemos nada por dar con ellos.
Verás, Andrea: en el fondo, todos somos iguales, todos somos banqueros
o todos vendemos luz, telefonía o tabaco, es decir, comerciamos con
droga, por ejemplo, aunque nos opongamos al comercio de la droga, quizá
porque interfiere en nuestro propio negocio. Todos participamos de la
indecencia, todos somos cómplices de la trama, todos hacemos este
mundo indecente, viendo una televisión estercolero, convirtiendo a los
infames en ídolos, aceptando que todo tiene un precio. La clave es que
todo tiene un precio, la clave es que todo está sometido a mercado, la
clave es que todo es mercancía. Y en esa trampa todos participamos,
desde el más honesto al mayor sinvergüenza. Nadie levanta la voz,
participamos en la farsa y cumplimos con nuestro papel de comparsas.
Bastaría con darles una patada en el culo y echarlos para acabar con la
comedia, para cerrar el burdel y convertir el mundo en un sitio habitable.
Ni siquiera con cuatro millones de parados hacemos algo. Ni lo haremos
con cinco millones. Ni siquiera cuando seamos uno de esos parados. Nada
nos interpela(144), con nada reaccionamos, aun cuando todo en nosotros
y a nuestro alrededor nos avise de las consecuencias de nuestra pasividad,
aun cuando la pasividad sea el origen de nuestra destrucción.
Yo soy uno de ellos, yo participo en ese mercado y lo fomento, lo
reconozco, lo hago a diario, ese es mi trabajo con los grupos musicales y
cantantes en los medios de comunicación. Los vendo. Tengo que colocar
un producto. ¿Cómo romper con esa lógica infernal? ¿Nos vamos al
Himalaya o a la mitad del desierto? ¿Nos vamos a una cabaña en medio
del monte? Ese es el mundo, Alonso, aunque lo odiemos, aunque nos
produzca náuseas. Ese mundo nos ha colocado donde estamos y tenemos
que abonar nuestros tributo si no queremos ser extrañados: o hacemos
nuestro papel o se nos expulsa, se nos arroja a la tiniebla exterior. Ya sé
que yo no pongo las reglas, que eso es cosa de otros, de los que tienen el
poder de dictarlas, los banqueros, por ejemplo, Rouco Varela, y que hay
todo un complejo aparato para obligarnos a cumplirlas, se puede llamar
mercado, aunque sus instrumentos sean variados, sean los curas, los
jueces, la policía, los abogados,... Las calles y los albergues están llenos de
marginados. Si antes eran los banqueros los condenados al infierno, ahora
son los que incumplen las reglas los precipitados a las llamas.
Todo es una gran patraña. El gran teatro del mundo. Se levanta el
telón.
Me río. Tiene su gracia ver a Andrea asumir tan en serio el papel de
agitador. Pero es cierto lo que dice.
¿Mata más ETA que el machismo? No. ¿Extorsiona más ETA que la
trama Gürtel? No. Entonces ¿por qué esa prioridad, tanta importancia a
ETA? Porque ETA es una fábrica de miedo y el miedo es importante para
gobernar. Uno gobierna mejor a una sociedad atemorizada que a una
sociedad libre. Una sociedad libre piensa y te pone en entredicho. Se
necesitan sociedades dóciles, que obedezcan, en lugar de optar
libremente.
Hay más razones para interponer a ETA como coartada en el debate.
El machismo es un mal de todos, forma parte de la raíz del sistema, es
decir, de nuestra sociedad, machistas somos todos, un juez, un policía o
un político se pueden convertir en asesinos de sus compañeras, nadie
escapa a ese monstruo. Y Gürtel rebela la podredumbre de quienes dictan
las reglas. Por eso lo esconden bajo la alfombra. El día que gobiernen los
de la trama Gürtel harán desaparecer la palabra. Y gobernarán. Porque
esa es la culminación de la trama. Son más peligrosos para nuestra
sociedad el machismo y Gürtel, porque la socavan, pero preferimos
enfrentarnos a ETA, convertir a ETA en el enemigo. Enfrentarnos al
machismo es enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestros demonios, y
enfrentarnos a Gürtel es enfrentarnos a quienes nos gobiernan y a
nosotros mismos, en consecuencia, porque seríamos Gürtel si tuviéramos
la oportunidad.
En cualquier caso, colocar el machismo y Gürtel, por ejemplo, en el
centro de nuestro debate es preguntarnos por la sociedad en que vivimos.
¿Quiénes somos? ¿Qué políticos gestamos? ¿Y si no nos vale esta sociedad
desde donde perseguimos a ETA, pero disimulamos el machismo y
escondemos Gürtel? ¿Qué hacer si no nos sirve el mundo que habitamos?
¿Qué hacer si ello nos lleva a interrogarnos por el paro, por los accidentes
de trabajo o de carretera? ¿Y si no fueran coyunturas ni accidentes sino
tributos necesarios del sistema? Un accidente de carretera o en el tajo, un
tributo. Cada parado es un exacción que se cobra el sistema y que abona
la dignidad de todas las personas. ¿Y si tuviéramos que interrogarnos por
la libertad y la democracia? ¿Y si esta democracia estuviera adulterada? ¿Y
si estuviéramos en manos de unos pocos que hacen de la libertad una
sirvienta? ¿Y si tuviéramos que preguntarnos por los partidos políticos,
por los sindicatos, por la religión? ¿Y si todas esas preguntas nos dejaran
solos y desamparados?
Tendrías que repetir la revolución de octubre. ¿Y si tampoco vale la
revolución de octubre? ¿Y si no vale ya ninguna revolución anterior? Yo
estoy seguro de que todas están caducas, de que no sirven más allá de la
experiencia. ¿No estaremos aquí porque todas nos trajeron aquí? ¿No
somos el resultado de todas las revoluciones precedentes? Los banqueros,
los burdeles, el paro, Gürtel, el machismo, la corrupción, la democracia
aguachada, la libertad de andar por casa,... Es posible que la libertad haya
quedado reducida a elegir entre los diversos productos del supermercado
y entre las diferentes listas al Congreso de los Diputados, y que la
democracia consista a esta hora en la cesión de nuestra voz a quienes
llenan esas listas. Una mierda, vaya. Esto parece una ocupación en toda
regla.
Un día de estos, sin ponerse de acuerdo, la gente saldrá a la calle y
acabará con el tinglado. Vivimos en un mundo viejo y agotado.
Me gustaría comer sin hacerme tantas preguntas. Cosas sencillas en
todo caso.
Todo esto empezó porque te pregunté qué crees que hace la gente
cuando sale del trabajo. Tú eres un chico serio, pulcro y ordenado. A
cualquier señora le encantarías como yerno. Clásico, atildado, casi
perfecto. Incluso, se podría decir culto. Una joya. Algunos dirían un
aburrido, pero esos no nos importan. Yo diré ligeramente misántropo. Es
decir, no son muy fluidas tus relaciones personales. Y vienes directamente
a casa. Te preocupas por el hogar, te interesa esta cosa que llamamos casa
y haces muchas cosas en ella: cocinas, lees, escuchas música. Incluso te
ocupas de reparar los pequeños desperfectos. Este fin de semana hemos
encontrado una nueva utilidad a la casa: es un buen sitio para charlar y
conocernos. Pero no todo el mundo ve las cosas de esa manera, la
mayoría de la gente ve las cosas de otro modo. Para la mayoría de la
gente, la casa es lo más parecido a un enemigo íntimo. Y vuelve tarde a
casa. Círculo cerrado. Estamos donde estábamos al principio.
Cuando sale del trabajo, nadie o casi nadie quiere volver a casa.
Habría que preguntar a cada uno, seguro que cada uno tiene una razón
diferente para llegar tarde a casa, aunque quizá coincidan en que es un
lugar inseguro y extraño. El trabajo es una condena y, sin embargo, la
gente lo convierte en una adicción. Deberíamos querer estar en casa, es
decir, en nosotros, en nuestra identidad, y, sin embargo, nos pasamos el
tiempo fuera, buscando fuera lo que deberíamos hallar dentro. Acaso sea
el signo de nuestro extravío. En estas últimas semanas yo tampoco tenía
interés en regresar pronto a casa. Tenía miedo, temía tener que dar
explicaciones, aunque no he hecho nada reprochable y ninguno estamos
obligados a dar explicaciones, pero tenía miedo. Y por eso regresé más
tarde de lo habitual a casa. Es mi casa, sí, pero es tu casa y no sé si ha sido
y es nuestra casa, nuestra. He temido que me dijeras: hemos terminado.
Regresando tarde alejaba la posibilidad de escuchar eso. En realidad, me
alejaba. Y el fin de semana lo llenábamos de actividades: el cine, el teatro,
la limpieza, la compra, la cocina, algún amigo, como el domingo pasado.
Nunca estábamos solos. El jueves sufrí un ataque de pánico cuando te vi
tirado en el sofá, el libro caído en el suelo, como un maniquí
desmadejado, la cadena encendida y el disco acabado. Cuando me metí
en la cama, tú ya estabas profundamente dormido. De ahí lo del viernes.
También lo de mi madre, claro, pero de ahí lo del viernes. Y de ahí que
estemos hablando tanto. Y de ahí que piense que ya era insoportable este
déficit. No sé qué pasará entre nosotros a partir de mañana, pero yo sabré
que la paz es una sensación accesible.

No sé qué pasará. No sé qué pasará con nada. El destino es


inescrutable. Mañana es mañana. No me hables de mañana. De mañana
sólo puedo hablar cuando sea hoy, porque lo estaré viviendo. Háblame de
hoy. “Mañana está en el útero de hoy: ocúpate de hoy y te habrás
ocupado de mañana”(145). Hablar de mañana es ocuparse de nada,
correr el riesgo de perdernos el día de hoy, y hoy es lo único que no
regresa. Hablar de mañana es hablar de una entelequia. Hoy estoy lleno
de dudas, no sé mañana, confuso. No me encuentro últimamente, y tengo
la sensación de extravío, pero no en relación contigo solamente, aunque
tú también formas parte del lote. Silvia sólo fue un síntoma, pero ha
habido más síntomas, porque he repasado mis historias con Blanca, con
Ana, con Gabriela, con Inmaculada,... Tú me has perturbado con Elisa,
aunque ya cometí una locura con ella el miércoles besándola. Y todo lo
que ya te he contado. Soy una persona insegura, aunque parezca fuerte.
Estamos hablando, eso es lo que importa, dejemos mañana en manos del
mañana. No me preguntes por lo que tampoco tú sabes. No me hagas
perseguir el horizonte. Aunque sin horizonte no somos nada. Quizá
mañana estemos muertos o descubramos que hemos corrido tras una
ilusión o un espejismo. Será mañana.
No me gusta el país en el que vivo. Ni la sociedad. No me gusta lo que
hago. En todo tengo la sensación de fin de ciclo. Es así desde hace tiempo.
Ha venido Alonso Quijano y nos ha puesto frente al espejo, pero ha
regresado a la aldea, vencido por Sansón Carrasco, se ha reconocido loco y
se ha muerto. ¿Y ahora qué hacemos? ¿Qué hacemos? Nos queda Sancho.
¿Es suficiente la sabiduría del pueblo? ¿Hablará el pueblo? En todo caso,
será mañana. ¿No es mañana una palabra en manos de curas y de
señores? Mañana, esperanza: palabras para dejarnos hoy sin nada.
Yo sólo necesito que mi corazón hable. Todo se resume en el corazón.
Danos un respiro. Y tómate tú un respiro.
Nosa Señora valeime. Nosa Señora da Barca, Nosa Señora valeime.
Estou no medio do mare, non hai barqueiro que reme, non hai barqueiro
que reme, ai la le lo, ai la la lo. Luar na lubre, A barca de pedra.

-No es una indirecta -comenta Andrea, sonriendo-, sólo es buena


música.
Se refiere al disco que sonará a continuación en la cadena.
Hemos recogido, hemos puesto el lavavajillas y se ha marchado a
toda prisa después de pinchar Lágrimas negras, de Diego El Cigala y Bebo
Valdés. Hemos prolongado el tiempo de sobremesa con el café estos tres
últimos días. Llegarás tarde, le grito, pero ya no me oye. Son las cinco
menos cuarto. En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse,
imborrables momentos que siempre guarda el corazón, dice El Cigala con
la voz rota en este primer corte.
Coloco en la estantería el libro de Murakami que terminé el viernes
yendo a la oficina. Finalmente, acaba como todos los libros: una palabra y
un punto. En la vida, a veces, las cosas funcionan de otra manera. Tomo El
secreto del calígrafo, de Rafik Schami, y me quedo observando la extraña
portada, donde se muestra un mensaje oculto que me turba. Me gustaría
saber árabe para descifrarlo. Hubo un tiempo en que, a través del
calígrafo, dios prolongaba su brazo. De algunos libros se dice que son la
palabra de dios. Lo dicen algunos hombres. Rafik Schami no tiene nada de
dios, ni parece guardar secretos de dioses, aunque haya dioses impíos
agazapados tras su mano.
Me giro, me libero de los zapatos, estiro las piernas sobre el sofá y
apoyo la espalda sobre el reposabrazos derecho. Coloco el libro sobre el
pecho y compruebo que me quedan a mano el ordenador portátil y, un
poco más lejos, estirándome, estirándome, ay, leche, que me caigo, la
cadena (más cerca, su mando), donde todavía suena el primer bolero.
Me traspongo durante unos minutos y, cuando recupero la
conciencia, ya suena el bolero que da título al disco. Con el mando a
distancia lo devuelvo al principio. Siete u ocho minutos: no sé si puede
llamarse siesta. Aunque tú me has dejado en el abandono, aunque tú has
muerto todas mis ilusiones, en vez de maldecirte con justo encono, en mis
sueños te colmo, en mis sueños te colmo de bendiciones. Como si hubiera
de rendir tributo a lo mejor de la memoria. Quizá sea cierto. Un bolero es
un tratado de filosofía. Muchos filósofos deberían escribir un bolero antes
de publicar un libro. Acaso por eso, porque los buenos boleros se escriben
en garitos oscuros, entre humo de tabaco y vahos de alcohol, lejos de las
universidades, nos hemos quedado sin filósofos.
No empezaré hoy la novela. El lunes es un buen día para oler la
primera página. Me cautiva oler la primera página de los libros. Me gusta
cuando huelen a tierra, a pan recién hecho o a carne humana, y me
inquieta el olor a vino. A algo parecido al vino huele la carne humana
macilenta. Manuel Rivas(146) dice que algunos libros, al arder,
desprenden un olor a carne humana quemada. Nadie debería quemar un
libro si no fuera con el tizón de su propia carne abrasada.
Me pongo una copa de ron añejo cubano, siete años. Preferiría
tomarme uno de aquellos combinados que tomaba Hemingway en La
Habana, pero el especialista en prepararlos es Andrea y Andrea se ha
marchado a casa de su madre. Tampoco hay hierbabuena fresca.
Enciendo el ordenador, ay, los huesos, no se puede uno girar de esta
manera, uno ha de sentarse correctamente, vale, acepto el aviso del
cuerpo, pero cruzo las piernas a lo buda sobre el asiento, escondiendo los
pies bajo los muslos, apoyo sobre el hueco el aparato y abro el correo.
Hace dos días que no me conecto. Tres días, desde el jueves. Publicidad,
publicidad, spam, spam, publicidad, news letters, news letters, Blanca,
news letters, mi madre, publicidad, Gabriela,... Blanca se queja de no
hablar conmigo desde hace una semana. ¿Podemos hablar mañana?
Conéctate. Se refiere a la noche del sábado, o sea, ayer. Mi madre dice
que regresan el lunes por la tarde. En el autobús del Imserso. ¿No era en
avión? El Imserso no pone aviones para estos casos, hijo. No debo ir a
esperarlos. Tampoco me dice la hora ni la estación de llegada. Imagino
que será en la estación sur de autobuses. Podría llamar a información de
rutas, el autobús del Imserso, de Benidorm, por favor, hora y dársena,
ellos sabrán algo, supongo, pero no llamo. Con un poco de buena suerte,
aparecerá por esta ventana virtual como despedida. Gabriela dice si no
me he muerto, y añade una secuencia de risas: ja, ja, ja. Por cierto, agrega
aún, entra en Atrapalo o Guía del Ocio, por ejemplo, en la obra que ponen
en Cuarta Pared, ahí figura su hijo, en pequeñito, pero figura. Mando el
spam al basurero. No sé cómo se llama el hijo de Gabriela, llevará el
apellido del padre, presumo. Tampoco sé el apellido de Gabriela. Lo sabía,
pero lo he olvidado.
Con frecuencia, navegar es perder el tiempo. La capacidad de
seducción que tiene el medio te hace ir de acá para allá sin ningún
sentido.
Veamos.
¿Hay alguien por ahí?, escribo para Blanca en la ventana del
messenger. La minimizo, y aguardo su aparición con un recorrido caótico e
insensato por las páginas. Tras unos minutos de aburrimiento, surge de
súbito su saludo en la pantalla. Nuestros comentarios van apareciendo,
uno tras otro, junto a nuestros nombres y las imágenes que los ilustran:
ella ha puesto una margarita blanca enorme y yo, una abeja libando una
flor desconocida.
-Te has salvado por diez minutos. Te iba a llamar por teléfono. Hola.
-Hola. Podemos hablar por teléfono si quieres.
-No. No quiero que la telefónica medie entre nosotros un domingo
por la tarde. Te estaba esperando, pero me había quedado dormida.
-¿Cómo estás?
-Bien. ¿Y tú?
-Bien. ¿Los niños?
-Dos cabezorros. Bien. Se han ido con su padre al teatro.
-¿Y tú? ¿Por qué no estás con ellos?
-Me duele horrorosamente la cabeza. No. No me duele nada. Ha sido
una excusa. Quería hablar contigo. Hace más de una semana que no
hablamos. Te echaba de menos.
-Como se entere tu marido va a pensar que le estamos poniendo los
cuernos. Hablamos el jueves de la semana pasada. Yo también te echaba
de menos.
-No, sabe lo tuyo con Andrea. Pero tampoco entiende bien nuestra
relación. No me apetece dar demasiadas explicaciones. Cada vez menos.
-¿Están bien las cosas entre vosotros? ¿Hay problemas?
-En perfecto estado de revista. Como siempre. Tengo un marido
aburrido, pero buena persona, que sólo se estimula en el trabajo. Y
cuando sale solo con los niños.
-¿No eres injusta con él? No estás hablando de amor.
-Qué va. Pero a mí ya me va bien, me evita los sobresaltos. A cierta
edad, Alonso, querido, la palabra amor se puede usar como gamuza.
-Qué bestia eres. Anda, háblame de tus hijos.
-No, de mis hijos te hablo otro día. Háblame tú de ti. ¿Está por ahí
Andrea o estás solo?
-Andrea ha ido a ver a su madre. Su madre no sabe que es maricón,
bueno, lo sabe, pero él no se lo ha dicho abiertamente todavía, a los 40
años, pero esta mañana se lo ha gritado a la vecina de enfrente. Se estaba
dando fuerzas para esta tarde. La señora es de armas tomar. Y está loca, al
parecer. El viernes lo quiso descalabrar con un frasco de colonia.
-Cómo no va a saberlo, alma de cántaro, lo sabe seguro.
-No lo sabe, Blanca, créeme; si te digo que no lo sabe, es que no lo
sabe. A mí no me conoce todavía, no sabe que existo.
-No puedo dar crédito, Alonso. Sois dos personas maduras y con un
nivel más que razonable de cultura. Da igual, allá cada cual con sus
miedos. Háblame de ti.
-No sé qué decirte.
-Cómo estás, por ejemplo. Si estás contento. Si eres feliz. Cómo están
las cosas con Andrea. Cómo están con tus padres. Cómo están con tus
amigos. De Andrea ya me has dicho y ya me dice él cuando lo veo. Cómo
están las cosas en tu trabajo, ahora que las cosas se están poniendo
chungas para mucha gente. Eres afortunado no siendo uno de los cuatro
millones de parados. Bueno, de esto me hablaste el último jueves, pero tal
vez haya novedades. No hemos hablado de ti seriamente desde hace
meses, hablamos de cosas triviales y sin importancia.
-Está bien, estoy bien. He vuelto a emborronar octavillas con las
tonterías que se me van ocurriendo, una especie de diario en papel
reciclable, ya conoces la vieja costumbre que me inculcó mi madre. No sé
si te conté alguna vez que mi madre, para que aprendiera a expresarme
correctamente, me decía en ocasiones: no me lo cuentes, escríbelo y me
lo lees. Y añadía: así has de hablar. Y me daba octavillas de papel usado
para ahorrar celulosa. No sé si hablo mejor, pero discuto mejor conmigo
mismo. Yo, dices. Nada interesante, devaneos, chorradas, ya sabes que el
zumo de mi tarro no es muy interesante.
-Recuérdame que te dé un capón a ver si hace eco tu tarro. ¡Idiota!
Me llamó Andrea al trabajo. El viernes por la mañana, a primera hora.
Suele llamarme cuando anda cerca de la oficina. Tomamos un café,
hablamos del tiempo. Cuando puedo. El viernes yo no podía ni él
pretendía que nos viéramos. Quería saber si habíamos hablado, si te
notaba distinto, si me habías participado alguna inquietud. Bueno,
preocupado. Supongo que eso quiere decir que quizá te pasa algo. Y no
me lo has contado. O que os pasa algo.
-No pasa nada. O pasa todo. No sé, Blanca. A ver, ¿cómo te lo digo?
Es un asunto tan viejo como yo mismo. Con pocas palabras: sólo creo no
haber acertado en nada en los últimos años, ¿quince últimos años?,
quince, por lo menos.
-Son muchos años. El que se perdió en el bosque hace tiempo que
alcanzó el claro. ¿Tampoco acertaste conmigo?
-Tampoco. Dejando que te casaras con otro, no. Tus hijos deberían ser
mis hijos. Andrea me ha hecho ver eso. Y me temo que tiene razón.
-No me refería a eso, pero no tiene remedio. Mis hijos tienen un
padre. Tú eres el tío Alonso. Hablaba de amistad, no me refería a otra
cosa.
Odio estos sistemas que no permiten ver los ojos ni percibir la
oscilación del tono de voz en las palabras. Odio estos sistemas sin
respiración. Odio estos sistemas en los que la sangre se queda al otro lado
de la pantalla. Todo lo hace frío y plano. No cabe la emoción. Podrías estar
riendo o llorando en medio de cualquier frase y no descubrirlo. Lloras
pero escribes ja-ja-ja o pinchas uno de esos redondeles amarillos con un
trazo cóncavo.
-Quince años, una vida. Antes fue otra vida.
-En realidad, Andrea se notaba asustado, como si temiera por vuestra
relación o sospechara que empezabas a verla como un error. Te notaba
raro, distante,...
-Este fin de semana estamos hablando. En las dos últimas semanas
apenas nos habíamos visto, sólo los fines de semana, regresaba muy
tarde, cuando yo ya estaba durmiendo. Temo que haya vuelto a las
andadas, otra vez las relaciones promiscuas de los sitios de ambiente.
-¿Y?
-No hace mucho me enseñó fotos del carnaval en el Círculo. Y quedé
horrorizado. Por las fotos del Círculo y las fotos de después del Círculo,
donde sólo estaban ellos. O ellas, porque todos se visten de ellas. No
buscan la normalidad, sino la notoriedad, la provocación y el escándalo.
¿No hablabas de normalidad?, le pregunté. Esto es todo menos normal.
Estos son mis últimos excesos, me contestó, quería que los vieras, quería
que vieras lo que he abandonado. Así no hay forma de hacer normal una
opción de vida que debería ser normal, Blanca, por la que nadie debería
interrogarse; aún menos, escandalizarse.
Blanca no incrusta esta vez su comentario. Se ha quedado en
“silencio”. Y yo me quedo en “silencio”. Parpadea el cursor regularmente.
Cuando la pantalla va a ponerse en modo descanso, inicio la escritura de
otra línea.
-El sábado, ayer, me dijo: descríbeme. Estábamos sentados tomando
el aperitivo y hojeando los periódicos, pero yo observaba Madrid.
Últimamente Madrid es como un familiar o un amigo que nos sale rana.
Tengo esa impresión. Y yo miraba a todas partes. No entendí el sentido de
sus palabras. Descríbeme, ¿por qué, para qué? Aun así, dijo descríbeme y,
rápidamente, se me fue la mirada hacia las manos. Como el día en que me
lo presentaste en el Café Comercial. Sus manos tiene un extraño
magnetismo, son realmente hermosas y es consciente; por eso, tal vez, se
las cuida hasta el extremo. Aunque hay algo, no sé si últimamente o viene
de mucho antes, que empieza a ensombrecer la sugestión de las manos,
algo artificial, no sé si relacionado con el hecho de ir todos los días al
gimnasio, que eso empieza a darle un aspecto que no es el suyo, cualquier
día no será suyo, será patético. El brillo de la piel empieza a semejarse al
de los anuncios de homosexuales de gimnasio, que parecen untados de
aceite de oliva virgen extra, leche. Dan ganas de preguntarles: ¿variedad:
picual, arbequina, hojiblanca? Siempre me produjo un especial repudio,
como el culturismo, que llega a darme sensación de náuseas.
Me interrumpo y espero. Lo que escribo tiene en mí un efecto
orgánico ahora mismo, y me invade una impresión de asco.
Lleva tanto rato sin comentar nada que dudo si no se me habrá
dormido Blanca.
-¿Estás ahí?
-Te estoy leyendo atentamente.
-Ah, vale.
Le envío esa línea y continúo con la reflexión que había interrumpido.
-Tengo la sensación de que no hubiera abandonado ese barrio que
visitaba con tanta frecuencia o como si hubiera regresado, aun siendo un
sitio donde no trataría de vivir porque, en el fondo, no es su barrio. Él lo
ha dicho muchas veces y creo que está convencido de ello: vivir en ese
barrio es aceptar la condición de marginal, cargar, sin rechazarlo, o
rechazándolo, acaba por dar lo mismo, con el estigma del enfermo o del
desviado. Vivir en ese barrio es una forma de automarginación, aunque
inicialmente fuera una forma de protección y defensa. La sociedad te
marca y te margina y tú te apartas, te recluyes en el gueto. La exigencia de
normalidad se queda, entonces, en palabras. Chueca es un gueto, Blanca.
Madrid, y me temo que las grandes ciudades, se está llenando de guetos:
los gays, los ecuatorianos, los marroquíes, los puertorriqueños,... el
trabajo de los nazis en Varsovia, ahora sin nazis, nosotros mismos. Por ahí
cualquier día los fachas irredentos organizan sus progromos y dejan
Madrid más limpio y reluciente que una patena.
-Empiezas a exagerar, Alonsito. Supongo que no pretendes echarme
del barrio, infundiéndome el miedo al nazi, después de haberme traído
con tus encantos. Vivo en Apodaca, no sé si lo recuerdas.
-¿Al nazi? ¿Miedo? Ninguno. A nosotros. Nosotros somos los
auténticamente peligrosos. Hay un piso patera en el bajo y ya he oído
comentarios de quienes preferirían que se fueran sus inquilinos a otra
parte. Este nazismo blando que practicamos es lo realmente peligroso. Y
la automarginación le hace el juego a eso. Cada vez que organizan el día
del orgullo gay me espanto más. Porque no reivindican la normalidad. Ser
diferente es lo normal, todos somos diferentes. Lo anormal es marginar
las diferencias. Lo anormal es encerrarse en un barrio. U organizar una
fiesta que excluye al resto de la sociedad. Un gueto se construye cada vez
que se buscan los vecinos, los amigos, los amores, los familiares,... entre
quienes son como tú en esa diferencia. La normalidad se alcanza
cultivando tu diferencia entre tus vecinos, tus amigos, tus familiares,... Las
diferencias nos hacen distintos, todos somos distintos, pero no diferentes.
El problema es cuando la diferencia es mácula. Como ser negro o ser gay.
¿Por qué no se sacan listas con los políticos maricones? Los políticos o los
militares, los prelados, los policías, los empresarios. ¿Cuántos hay en los
consejos de administración de las grandes empresas? En el consejo de
administración de Telefónica, por ejemplo, o en el del Banco de Santander.
¿Quiénes son, por qué se esconden?
-¿Quieres marcarlos como a los judíos los marcaron los nazis?
-No, quiero que todo sea normal. El presidente de un banco puede
ser un machote o un gay, blanco o negro, hombre o mujer. O el presidente
de la comunidad de vecinos. Dios no tiene sexo, es hombre y mujer al
mismo tiempo, es padre y madre, carece de color y de lengua definida.
¿Por qué ha de rechazar a los gays, a los negros o a los que hablan una
lengua diferente?
-Bien, de acuerdo en los principios, Alonso, pero nos estamos
desviando del asunto, esta no era nuestra conversación.
-Vale. Quería decir que no sé si Andrea ha vuelto a los errores del
pasado y que ahí yo no me encuentro cómodo. Él compró esta casa
porque aquí y en este barrio viven ciudadanos normales, homologados,
podríamos decir, y él reivindica la homologación, él se siente normal, ser
gay no lo hace un ciudadano diferente, sino una persona distinta. Y quería
decir que no sé qué soy.
-¿Eres Alonso? El pesado que da vueltas y vueltas a las cosas lo sigues
siendo, no hay duda. Para muestra, el botón de esta tarde.
-No sé, Blanca, no sé. Es posible que me haya equivocado, es posible
que sea una confusión más de las muchas de los últimos años.
-¿En qué te has equivocado? Haz un esfuerzo y escribe la lista.
-El otro día, Andrea, Andrea nos conoce a ti y a mí, a ti antes que a
mí, aunque a mí mejor que a ti, bueno, no estoy muy seguro, igual no me
conoce tan bien como se piensa, igual yo no me he dejado conocer, igual
estoy un poco hermético, me acusa de ser un poco misántropo, de hecho,
de vivir un poco encerrado en mí mismo, en torno a mis elucubraciones,
en torno a los libros, con dificultades para establecer relaciones con los
demás, aunque yo no lo veo así, mi relación con la gente de la oficina, por
ejemplo, es normal, incluso fluida, no sé, el otro día Andrea me dijo: eres
un fantoche, Alonso, eres un fantoche, no sé si en el sentido de fatuo o
estúpido, supongo que en el sentido de títere o muñeco, eres un fantoche,
podrías estar con Blanca, y, sin embargo, ella está con ese marido al que
no ama y tú estás conmigo, a quien probablemente tampoco amas, y me
quedé frío, no sabía por qué me decía eso, con él desde luego no he
tenido muestras de cariño, pero tampoco soy muy efusivo, eso lo sabes,
bueno, no muy efusivo a veces, otras sí soy efusivo, se me encogió el
corazón por lo que me dijo de ti, no sé de qué manera pudo él verlo, pero
algo hubo de ver hablando contigo o estando y hablando conmigo, me
entró terror.
-Hay cosas que es mejor dejarlas en el pasado, son agua pasada.
-Yo le contesté: pero si le dije que la quería, que me quería casar con
ella. Tú no querías perder al amante y al amigo, Blanca, preferías tener al
amigo, ¿no fue así, Blanca?, ¿no fue así? ¿O fue que yo tenía miedo y a ti
te entró miedo de repente? Los dos hemos perdido en ese caso.
-Es pasado, Alonso. Háblame de ti y de Andrea, háblame del
presente.
-No es eso lo que ella quería, no era eso, entonces, ¿qué quería?,
¿qué querías, Blanca?, quería que encontrases un momento en el que sólo
la mirases a ella, sólo a ella, convertirla en lo más importante, en única
durante un momento, porque miramos, vemos, pero no vemos, no
dedicamos una mirada exclusiva por unos instantes siquiera, como si no
hubiera nadie ni nada más en el mundo, eso es también una forma de
amar, me dijo, es una forma de manifestar amor, un segundo, un
milisegundo en exclusiva para esa persona, y para nadie más, para esa
persona y nadie más, un picosegundo para esa persona solamente y para
nadie más. La querías pero nunca tuviste una fracción de segundo en
exclusiva para Blanca. La querías pero no la amabas. Uno ama cuando no
hay nadie más en este mundo sino esa persona. En cualquier mundo.
¿Cómo puede haber amor si no hay una fracción de segundo en exclusiva
para quien se ama? No hablo de posesión, dijo, la posesión es odiosa, ni
de entrega, que también es odiosa, sino de una fracción de segundo en
exclusiva, como si no hubiera nadie más en el mundo en ese instante
eterno, aunque luego haya millones de personas, que sin los demás
tampoco hay amor, quien prescinde de los demás tampoco puede sentir
amor por una sola persona. Las personas necesitan segundos en exclusiva.
Siempre has sido egoísta y por eso has estado solo tanto tiempo, por eso
te sientes solo y volverás a estar solo, porque no sabes estar solo, no
sabes. Blanca te amaba.
-Lo has dicho, Alonso: te amaba, es pasado. Ahora te quiero, te amo,
si prefieres llamarlo de esa manera, pero es otro modo de amar, como se
aman padres e hijos, o hermanos, amigos, somos amigos. El pasado no
vuelve. Y no tiene sentido regresar al pasado. Ahora mismo, ni siquiera
tiene sentido hablar del pasado. Mi presente es mi marido y mis hijos que
han ido al teatro y que regresarán de nuevo. Esto es un paréntesis para
hablar con una amigo del presente.
-Ya lo sé, Blanca, todo eso mismo ya me lo digo. El pasado no está
para añorarlo o desdeñarlo sino para aprender de él. Yo no lo añoro ni lo
desdeño, le pregunto para entenderlo, aunque me jodería haberme
equivocado, pero lo aceptaría, a lo hecho pecho, se dice. Quien mira al
pasado con nostalgia, queda atrapado en él y se convierte en su esclavo,
esclavo de un ser (uno mismo) que ya no existe; quien mira con odio o
rencor hacia atrás, se convierte en su propio verdugo o torturador. No vive
en la actualidad. Y me digo: pensar en el futuro desde el pasado es
construir un futuro enfermo, porque depende de lo que ya no vive. Los
muertos sólo sirven para poblar los cementerios. Ya lo sé, Blanca, pero
cuesta aplicar la receta cuando el enfermo es uno.
-Además, carece de sentido recuperar nada del pasado. Ni tú ni yo
somos los mismos. Tenemos 40 años. Si regresásemos al pasado o
trajéramos el pasado al día de hoy, 22 de noviembre de 2009, no nos
reconoceríamos. Es posible que descubriéramos monstruos donde antes
veíamos seres amables. Déjalo, no te tortures con eso, no escuches a
Andrea en eso, él no vivió hace 15 años, quiero decir que su vida hace 15
años no tenía nada que ver con la nuestra, ahora no tiene que ver con la
mía, aunque tenga que ver con la tuya.
-¿Fui tan estúpido? ¿Y he tardado tanto en descubrirlo?
-Es pasado. No tiene otra utilidad que el aprendizaje, que ya es
bastante.
-¿Me has perdonado?
-Corta y cierra, no sigas por ahí, no conduce a ningún lado. Háblame
de Andrea y de vosotros.
-Diosssssssss, Blanca.
-Dime.
-Espera, no te vayas, voy a beber un vaso de agua.
En realidad, quiero sentir el silencio del salón sin ruidos, ni siquiera el
de las teclas al pulsarlas. El disco se acabó hace un rato y no pienso en
reiniciarlo ni en poner otro nuevo. Ahora mismo me gustaría estar
realmente solo, pero está Blanca al otro lado. Así que voy al cuarto de
baño, dejo correr el agua sobre las manos y las muñecas, me refresco,
bebo en el cuenco de las manos, me miro al espejo y regreso. No consigo
que en mí avance el tiempo, pero Blanca lo ha actualizado de golpe.
-Ya.
-Háblame de Andrea.
-Verás: yo no soy homosexual, estoy con Andrea pero no soy
homosexual, creo que nunca lo he sido, aunque todos lo hemos sido
alguna vez de alguna manera. Bueno, no sé lo que soy, estoy confuso. En
realidad, estoy perdido, Blanca. No sé cómo acabé con él, pero estoy con
él. Si hablamos de amor, no lo amo, pero sí siento por él una forma de
amor. Es entrañable, aunque no lo parezca, aunque parezca superficial, y
se ocupa de mí como nunca antes nadie se había ocupado, no sé si en
realidad esto nuestro no sea una especie de pacto para sobrevivir ambos
en medio de esta selva terrible.
-Aunque el amor nos proteja, su fin no es protegernos. Si utilizamos
el amor como protección, es que no es amor. Una cárcel cumple esa
misma función, por ejemplo.
-¿Recuerdas aquella vez que estuvimos una masa humana en la sierra
todo un fin de semana, sábado y domingo? ¿Te acuerdas?
-Un cumpleaños de alguien, que nos llevó a medio curso a la casa
familiar de la sierra.
-¿Cuántos éramos? 15, 20 y tres camas normales. El concepto de
amigo a esa edad es generoso. Más de la mitad debía dormir en el sofá,
un sólo sofá, o por los suelos. Alguien propuso extender unas mantas por
el piso del salón y dormir allí todos, colocándonos alternativamente: uno,
una, uno, una,... Había un fuego de los de antes, el suelo no estaba frío.
-Tú estabas a mi derecha, como cuando dormíamos juntos.
-Se oían jadeos, muy contenidos, pero se oían jadeos.
-Yo sé que hice el amor contigo, con nadie más, y estuvo bien.
-Medio vestidos, la única vez que hemos hecho el amor medio
vestidos. Al rato sentí que alguien me tomaba el pene, no eras tú, a ti te
seguía sintiendo a mi lado y tenías la cabeza un poco echada hacia mi
hombro.
-Yo no fui la del pene. No me lo habías dicho. Qué pendón...
-Alguien me cogió el pene y se puso a hacerme una mamada, el
mejor francés de toda mi vida, Blanca, la leche. Se tragó hasta los
calostros y me dejó inmaculado. No sé quién fue, no sé si fue hombre o
mujer. No se me ocurrió alargar la mano hacia la cabeza, por ejemplo. Si
fue hombre, ¿me hizo eso homosexual? ¿O serlo o no serlo tiene que ver
con la consciencia? ¿Cómo serlo si no sabes quién esta ahí abajo, entre tus
piernas? ¿Hay diferencia? Yo no sabría decir si hay diferencia. Allí todos se
mezclaron, fue una noche larga y agitada para algunos, para muchos.
Aunque nadie comentó nada al día siguiente.
-Y algunas, también hicieron el amor algunas con algunas.
-Me dormí y ya no pasó nada. Al día siguiente, tú seguías a mi
derecha, abrazándome. Yo busqué entre las caras de la gente alguna señal,
pero no hubo señales de nadie. ¿Quién? Pues cualquiera o nadie.
-Hubo quienes, al cabo de dos años, en el viaje fin de carrera, todavía
se acordaban. Y decían no querer recordarlo para no tener que dar
explicaciones a nadie. No entiendo por qué todo cuanto hacemos ha de
ser “confesable”. O por qué ha de perseguirnos como un estigma.
-Un estigma nos deja sin nombre. Maricón, por ejemplo. Pumba:
destrozado para siempre. Decía esta mañana la vecina: ¿no contagia,
verdad? No es la lepra, ni el sida, ni la hepatitis, señora. Ni siquiera es una
gripe. Que yo sepa, la gente de aquella reunión acabó formando parejas
heterosexuales con el tiempo, sólo heterosexuales. Los presos, una vez en
la calle, olvidan la sodomía que practicaron dentro.
-No sé a qué viene esto, Alonso.
-Viene a que no sé cómo acabé con Andrea, a que no me conozco,
seguramente no me conozco, a que me niego, como él, a que se me mire
como a un enfermo, crónico o transitorio, a que quizá cualquiera lleva
impresa la posibilidad de ser homo, bi o heterosexual, y debamos
aceptarlo de un modo natural, a que no estoy seguro de Andrea, que
anduvo perdido durante mucho tiempo y no sé si ha vuelto a coquetear
con los dudosos caminos del extravío,... No sé, Blanca.
-Te voy a referir una anécdota. Es de Andrea. El viernes, cuando me
llamó, me preguntó si te la había contado. Le dije que no, no te la había
contado, nunca creí que viniera al caso. Era un tema privado entre él y yo.
El viernes me pidió expresamente que no te lo contara, que te podía
confundir. Sin embargo, tengo la impresión de que va a resultar
esclarecedora.
-Dime, por favor.
-Uno de esos días que quedamos a tomar café, vosotros no os
conocíais todavía, me dijo: no te enfades, Blanca, por lo que voy a
proponerte, puedes decirme que no, te lo digo a ti porque soléis ser el
vehículo para estos asuntos, si vosotras decís sí es sí casi siempre. Respiró
hondo y lo soltó: ¿podemos hacer un trío contigo y tu marido? Me
gustaría, me gustaría muchísimo. Me interesa tu marido, siempre me
interesó. No es nada morboso, o sí es morboso, sólo me interesa el sexo,
no hablo de amor, hablo de sexo. Le dije: no sigas, me estás insultando, si
te interesa mi marido habla con mi marido, aunque me parece que mi
marido ya te ha contestado.
-No lo sabía.
-Espera. Ya sé que no lo sabías. A la primera ocasión, me pidió
disculpas, varias veces, me parece que estaba sinceramente arrepentido,
quizá porque le podía crear problemas con mi marido y no podía
permitírselos, quizá fuera arrepentimiento espontáneo, no lo sé, me pidió
perdón. Y el viernes me pidió que nunca te lo dijera, pero también me dijo
que, desde que os conocéis, tú has sido su única pareja, te lo juro, Blanca,
repitió varias veces, que me abandone si quiere, si cree que su vida está
en otra parte, pero no me perdonaría que me abandonara porque creyera
que he roto el pacto de fidelidad que acordamos al vivir juntos. Llega
tarde porque te ve raro y cambiado y no se atreve a encontrarse contigo:
se queda en el coche o da vueltas por Madrid hasta que entiende que ya
estás dormido. No llega tarde porque haya vuelto a la promiscuidad de
antes. Le dije: habla con él, y me dijo que eso era lo que se proponía hacer
este fin de semana.
-Estamos hablando, sí.
-Verás, yo lo llamé cuando supe lo vuestro, cuando tú me lo dijiste.
-Me lo ha dicho, me ha dicho que lo amenazaste como sólo una loba
amenaza a los enemigos de sus cachorros. ¿Soy tu cachorro?
-Te quiero, idiota.
-Lobezno e idiota, curiosos papeles. Y me quieres. Lo mejor es que
me quieres. Lo mejor es que nos queremos.
-Me parece honesto, me parece sincero. Estad juntos, separaros,
haced lo que os dicte el corazón, pero no os hagáis daño, no te hagas
daño, me harías sufrir, ya lo sabes.
-Vale, mamá loba. Pero no te hagas ilusiones. Aunque nos amamantes
como a Rómulo y Remo, de aquí no surgirá una nueva Roma. Esto es
España y Madrid, una mierda, un país de torquemadas y funcionarios, de
cretinos y gürtelianos, un asco.
-Sin insultar, yo soy funcionaria.
-Me refería a los funcionarios de la política, los que nos gobiernan
ahora, y a los torquemadas que vienen, súbditos de Fernando VII,
emparentados con avaros, amos y señoritos. ¿Recuerdas El avaro, de
Molière? Pues eso. ¿Y Alí Baba? Pues eso. Nos acecha una banda de
ladrones domiciliada en Génova. La que se nos viene encima, Blanca. Lo
peor es que unos y otros, todos, absolutamente todos, cretinos, y quieren
convertirnos en cretinos.
-Háblame del trabajo, anda.
-Te quiero.
-¡Que me hables del trabajo!
Y hablamos de trabajo. De Mansonia sucintamente. De las
experiencias de mi madre en Benidorm, adonde nunca había ido antes
-tengo que ver a tu madre, hace un siglo, tomarnos un café, y a tu padre-,
de las últimas películas, la horrorosa y la aceptable, del frío, del invierno
que no llega pero que avisa, del buen amigo Francisco, ¿Francisco?, un
compañero, o sea, de los hombres extraordinarios que hay detrás de
muchos hombres grises, de la copa de vino con Silvia el jueves, ah, cabrito,
no, Blanca, una copa inocente, pero todo lo inocente tiene el poder de
perturbarnos cuando no sabemos bien por dónde andamos. Y otra vez de
mi extravío. De la tormenta. A Blanca tampoco le hablé de la tormenta. De
la paloma muerta en Barceló. De la tormenta del miércoles, cuando pensé
en subir a su casa pero no subí, y caminé hasta empaparme, de Elisabetta,
Elisa, que pareciera que Andrea jugara a echarme en sus brazos, no,
hombre, te reta, es un juego inocente, pero a ti te perturba todo. De los
pelos de perro en la pernera del pantalón el jueves anterior sin que
hubiera perro de por medio. Hasta que ya anochece y languidecemos y se
acerca la hora del regreso de su marido y los niños. Y nos despedimos.
Maldice ahora uno el instrumento éste porque quisiera darle un abrazo,
necesita darle una abrazo, necesita que lo abracen, y la pantalla se
convierte en un muro infranqueable. Y se vuelve a agitar el estómago,
como si no hubiéramos hablado nada, regresa la torpeza de la
incertidumbre, la sensación de vacío, el vértigo. No hay paso que no
hayamos de dar solos, es verdad, Blanca. Hablamos la semana que viene.
-Hablamos la semana que viene.
-De acuerdo. Hasta luego.
-Hasta luego.
Suena de nuevo Diego El Cigala y Bebo Valdés, el tercer corte. Eso de
“aunque tú me has dejado en el abandono, aunque tú has muerto todas
mis ilusiones, en vez de maldecirte con justo encono, en mis sueños te
colmo, en mis sueños te colmo de bendiciones”. Y sigue.
Le escribo a Gabriela: “No sé cómo se llama tu hijo, no puedo
identificarlo en el repertorio. ¿Te gustaría que fuéramos a ver la obra
juntos? En las dos próximas semanas, para mí, imposible, cosas de trabajo,
pero a partir del día 8 de diciembre, podríamos ponernos de acuerdo.
Dímelo. Me he alegrado de leerte después de tanto tiempo”.
Mi madre no ha dado señales de vida en toda la tarde.
Me llega a vuelta de correo la respuesta de Gabriela: “Gracias,
Alonsito, no tendría mucho sentido. Ha pasado casi un año. Te recordé con
ternura y por eso te envié esas líneas. Ahora tengo una pareja.
Seguramente me dure poco, ya sabes que no le tengo apego a estas cosas,
pero he decidido cuidarla. Cuídate tú. Un beso”.
Recuerdo también a Inmaculada y a Ana. Ana fue un experimento
fallido que no llegó a experimento. Ha habido más en todos estos años,
pero no recuerdo los nombres. Indago en la memoria pero no surgen.
Rasco, rasco: nada. La memoria es una dictadora. Estamos a merced de
sus órdenes. Cuando no se quedan los nombres es que no hubo personas.
Quito la imagen de la abeja del messenger. Echo hacia atrás los
hombros y me estiro.
Y llega Andrea con un cucurucho de papel de periódico en la mano.
Son castañas asadas, están tibias.
-Las he comprado en Quevedo.

-¿Y eso?
-Una copa de ron. No me la he tomado. No estabas para hacer un
mojito.
-Lo hago ahora mismo.
-No, no importa. Tampoco hay hierbabuena fresca. Ni menta.
Olvídalo. No sé por qué me la he puesto. Tampoco me apetece. Olvídalo.

Nada más llegar, tras los preliminares al uso, besos en las mejillas,
saludos, etcétera, su madre le ha pedido que hiciera un gin tonic. Nadie
hace el gin tonic como él, a juicio de su madre. Aunque la marca de
ginebra sea del montón. Es Larios, mamá, haremos lo que podamos.
Bueno, la verdad es que da igual. Quizá por las gotas de limón natural o
por la mano, que tendrá una mano especial capaz de mutar el sabor de lo
vulgar a delicioso. Se sentarán en el salón con unos frutos secos, lo mejor
para el gin tonic son las almendras, y hablarán tranquilamente. No volverá
a repetirse la escena del viernes, se lo promete, su madre estaba nerviosa,
no recuerda bien la causa, pero estaba nerviosa. No es la locura, pensáis
que está loca, ya lo sabe, pero no está loca, debe ser la soledad, tanto
tiempo sola en esa casa tan grande. Si fueras a verla más asiduamente. O
si vivieras con ella, podrías vivir con ella. Con 40 años, mamá, uno no vive
con su madre, vive solo. 40 años es como el verano para los pajarillos, la
obligación de salir del nido.
A las cinco y media de la tarde, en otoño, con el cambio de hora,
empieza a ser de noche. O sea, empieza a declinar la luz, hay que empezar
a encender las luces de las lámparas para vernos la nítida expresión de las
caras. Entre la falta de luz y la miopía, que tu madre nunca se pone gafas,
se pierde la precisión de los rasgos. Tienes que ponerte gafas, mamá, hay
modelos bonitos, que favorecen los rasgos y no envejecen ni afean en
absoluto. Has llegado tarde: dijiste no después de las cinco y estabas
llamando casi a las cinco treinta de la tarde.
Me he entretenido. Te quería regalar flores. Mentiroso. Es verdad, he
querido comprarte una rosa en Cardenal Cisneros, pero ha desaparecido
la floristería, y la de Eduardo Dato estaba cerrada. ¿Cardenal Cisneros?
Hace años. No compras flores. Será eso, que no suelo comprar flores a
menudo. Las de la oficina las encarga por teléfono la secretaria. No tenía
la secretaria a mano para que me ayudara.
Olisquea: no te has puesto Nenuco. Sabes que tu madre necesita el
olor a Nenuco para reconocerte. Ya no me pondré Nenuco, mamá, nunca
más, el Nenuco a los 40 años es un olor patético, un disparate. Tendrás
que reconocerme por mi olor genuino. Ya no quieres a tu madre. Quiero a
mi madre, pero no me pondré Nenuco. Punto, mamá.
¿No tienes aceitunas? A mí me gustan las aceitunas sin hueso. Las
almendras engordan, tienen muchas calorías. Las aceitunas también son
hipercalóricas. Es verdad, pero yo prefiero aceitunas. Los frutos secos
contienen grasas sanas, son buenos para la salud. Y las aceitunas, mamá,
portan grasas insaturadas. ¿Entonces? La verdad, mamá, es que no habría
que comer frutos secos ni aceitunas, ni tomar gin tonic, el alcohol también
engorda y envejece la piel, dicen que aporta radicales libres, la verdad es
que no se podría hacer nada, así que tomemos los gin tonic y lo que
tengas de aperitivo. Va a ser un problema de cantidad: mira los elefantes,
los hipopótamos y las vacas, sólo comen hierbas y hojas, y se ponen peor
que focas. No estamos gordos, mamá, no te quejes. Te quejas tú. Vale,
pues no me quejo.
¿Qué es eso que tienes en el congelador, mamá? Nada, eso a ti no te
importa, es un tema particular. No puedo sacar las bandejas de hielos para
preparar los combinados. Están encajados, forman un cuerpo compacto.
Son vasos de barro, los envases de las cuajadas, no se te ocurra sacarlos,
no pueden salir de ahí, son conjuros. Si salen del congelador o se
deshielan, se puede invertir el efecto. ¿Qué barbaridades dices, mamá?
Son conjuros que me ha preparado o me ha sugerido mi bruja, para
defenderme de mis enemigos. ¿Qué enemigos, mamá? Tú no tienes
enemigos. Enemigos, personas. No los saques, que cambia el efecto de la
magia. Ya lo he sacado, no podía acceder a las bandejas de los hielos.
¡Estás loco! ¡¡No los saques!! Ya no tiene remedio, los he sacado. ¿Quieres
hundirme? ¿Quieres hundir esta casa? ¿Quieres destruir mi mundo?
Necesito defenderme del mal de ojo y del destino siniestro. ¿No lo
comprendes? ¿Desde cuándo tienes todo eso ahí metido? Desde hace
meses, un año, más de un año, no lo sé, años, desde que mi bruja me dio
el conjuro para librarnos del destino oscuro. En el congelador había 10 o
12 tarritos de barro comerciales, de los que se usa para la cuajada, llenos
de elementos inidentificables, tal vez granos de café, piedrecitas,
legumbres, con leyendas tiesas por el frío, tal vez churretones de miel,
granos de pimienta, pimentón, esquelitas con nombres como el de mi
padre, el tuyo, Alonso, ¿ves?, alguna vez debí hablarle de ti, con mi
nombre, con nombres desconocidos, todos rígidos por el frío y
quebradizos. Tienen que estar fríos, no los toques, tienen que vivir
ateridos. Eso no es magia, mamá, te está consumiendo. Necesito
defenderme y defenderos del destino, ¿no lo entiendes? Hay un destino
negro cerniéndose sobre nosotros, todo sale mal, todo está al revés de
como debiera estar. ¿No lo comprendes? Está muy claro. ¿No te das
cuentas de que esa supuesta magia te está destruyendo? Es magia negra,
mamá. Tú tienes la culpa, todo empezó cuando dejaste de ser hombre. No
tienes derecho a ser mujer, no tienes derecho a ser como yo o como tu
hermana, no eres tu hermana, no tienes derecho a suplantarla, no eres
una mujer. No soy una mujer, mamá, soy un hombre que se acuesta con
hombres desde hace 25 años, desde que supe que me gustaban los
hombres como a otros les gustan las mujeres, desde que fui a Italia aquel
verano, adolescente, y conocí a Elisa. No sé si la única excepción es Elisa,
pero amo a Elisa, te lo dije, amo a Elisa, mamá, seguramente como amaría
a mi hermana, pero no puedo acostarme con ella, ella nunca me lo ha
pedido desde aquel verano de Italia, cuando me dijo: tú no eres raro, tú
eres gay, pero no es malo, te presentaré a chicos como tú. ¿No puedes
entender a tu edad, mamá, lo que entendió una chica de 15 años? No
puede ser difícil. Lo que entiende una chica de 15 años ha de ser fácil de
entender. Basta con que me quieras. Una forma de amor no es una
enfermedad, lo enfermizo es la incapacidad de amar.
Esta vez no ha cometido ninguna locura, no me ha tirado nada, no ha
gritado, se ha dejado caer en el sofá, como una muñeca rota, se ha
quedado llorando, pero me ha echado igual, ha dicho que no vuelva, con
Nenuco o sin Nenuco, que no vuelva, que no me reconoce, que su hijo
debió morirse algún día en el pasado, que debí morir atropellado con su
hija y así sabría dónde encontrarme, que no quiere más hijas, su hija
murió arrollada, lo ha dicho otra vez, diez veces esa cantinela, soy un
hombre, tu hijo, el único hijo que has tenido, diez veces yo esta cantinela,
una gilipollez, como si todo no fuera evidente, no me ha dejado tocarla,
quería darle un abrazo, pero no me ha dejado acercarme, no me manches,
ha dicho, no entiendo esa locura. He sacado los tarros en una bolsa de
basura y los he tirado a una papelera. Después he estado paseando. He
necesitado dos horas de caminata solitaria para entender que hay la
realidad y hay la realidad inventada, que vivimos en realidades inventadas,
que mi madre inventa la realidad, que yo la invento, que tengo una madre
inventada como ella tiene un hijo inventado, y recuerda a una hija
inventada, y está separada de un marido inventado, la rodean males
inventados que le diagnostica una bruja inventada, y vive atemorizada por
enemigos inventados, por un destino atroz inventado, a lo peor tú y yo nos
estamos también inventando, y que ya es hora de ajustarse a la realidad.
Madrid ayuda mucho a eso. Madrid es una ciudad despiadada, por la que
suelen circular realidades inventadas, la gente es una realidad inventada.
Las madres son como la mía y los hijos son como yo, disparates. La
realidad la encuentras cuando regresas a tu casa y te miras al espejo o
permites que tu casa te refleje, en tu soledad o en el eco sonoro de sus
habitantes. Estamos solos. Apenas nadie te entiende. Eso ya lo sabíamos.
Para eso no hacía falta que fuera a casa de mi madre. Si es que es mi
madre. Una madre no pasa de ser muchas veces el espectro portador del
útero en el que te desarrollaste. Un útero no habla y no enseña nada, es
materia muerta. Hace falta el alma, aunque no exista el alma. Una madre
puede no ser nada. O un padre. Uno puede ser huérfano aún teniendo
padre y madre. Que un hijo no es nada ya lo sabíamos. Mi madre me lo ha
dicho muchas veces.
Luego he pasado por Quevedo y he comprado las castañas, y aquí
estoy. La putada es que no sé si se pueden tomar con una cerveza o una
copa de vino. Me apetece una copa de vino. Es posible que las castañas
asadas sólo estén destinadas a ser consumidas por la calle en invierno, o
que sólo sirvan para calentarnos las manos. Da igual. Putas castañas. Tira
ese ron, leche. ¿Puedes poner una copa de vino?

NOTAS AL CAPÍTULO 11:


142. Antonio Damasio, El error de Descartes, Crítica.
143. Zona del barrio de Justicia, del distrito Centro, de Madrid, cerca de Gran Vía, entre las
calles de Fuencarral y Barquillo, caracterizada por acoger una significativa población homosexual.
Hereda su nombre de una plazoleta dedicada al compositor de zarzuelas Federico Chueca, donde
hay una estación de metro de la línea 5 a la que también nombra.
144. Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista.
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío.
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.
(Martin Niemöller, pastor luterano alemán; con variaciones, también atribuido erróneamente
a Bertolt Brecht).

145. El secreto de los secretos, Charla sobre el secreto de la Flor Dorada, Osho, Gaia.
146. Los libros arden mal, Manuel Rivas, Punto de lectura.
12
Lunes, 23 de noviembre de 2009
Un principio de semana ajetreado. Un día de tránsitos, chapuza y
bienvenida

Iniciar la lectura de un libro supone un ritual en mi caso. Lo primero


es olerlo por fuera. Acercármelo a la nariz con los ojos cerrados. Por ahí he
empezado nada más entrar en el vagón del metro. Y aspirar
profundamente. Cuando aún no se han movido sus páginas, suele oler a
celulosa, a tinta y a cola blanca, las materias primas. La tinta hormiguea en
las ventanas de la nariz y me hace estornudar a veces. Más aún, si está
fresca. Hoy he estornudado. Éste de Rafik Schami huele a tierra reseca ya
en su primera página. No es el desierto como paisaje narrativo, sino el
suelo árido sobre el que se alza Damasco.
Desde el despertar hasta la mesa de la oficina todo ha transcurrido
rápidamente. Aunque fuera lenta la ducha y la ceremonia del lunes ante el
espejo del cuarto de baño y el lavabo. Aunque no me haya adelantado al
vecino del 3º que deja el coche aparcado en la puerta del edificio. Ni al
señor de terno gris arrebujado en su gabardina, que pasea al perro
todavía a oscuras mientras habla por teléfono. Ni a la muchacha que,
saliendo del metro, enciende su primer cigarro y baja luego taconeando
hasta la primera calle, para girar a la derecha hacia su trabajo. Todo
transcurre con rapidez cuando el tiempo no tiene agujeros.
Unas vallas blancas siguen señalizando una obra desde hace dos
semanas a la puerta del edificio. “Trabajamos por ti, Ayuntamiento de
Madrid ”, reza un cartel. Es una perífrasis de sarcasmo. El faraón de
Madrid llena la ciudad de monumentos funerarios.
Hoy es una fría mañana de invierno (ya sé que aún es otoño). Estoy
sentado ante el ordenador y las primeras páginas del libro en el metro me
han dejado una dulce sensación de brega, contra la rendición que muchas
veces propone el destino. Tengo una semana por delante. Siete días. Hasta
las doce de la noche del próximo domingo. Y luego habrá otra semana,
que ya vendrá con diciembre, el último mes de este año. Y quizás otra... El
muchacho que aguarda es paciente.
Ante las octavillas de papel usado donde hago estas anotaciones, me
doy cuenta de que el pasado se reduce a esta sucesión de historias, como
apuntes sobre un calendario Myrga, que la memoria mutila y modifica, en
tanto que del futuro no hay noticia. La realidad es esto: convertir todo en
pasado e inventarlo. El presente es un pez que resbala de las manos y se
escapa sin enterarnos. Puede que estemos muertos. No sé si hay un
medio de elucidarlo.
En los últimos días han sucedido muchas cosas a mi alrededor. En
algunas volveré a pensar más tarde sin necesidad de invocarlas. Son
machaconas y regresan solas. Lo que no se resuelve acecha, como un
depredador sobre su presa, y retorna una y otra vez con todas sus cargas,
como la roca en el mito de Sísifo. Lo irresoluto es un fardo pestilente. Y lo
que no se queda en las octavillas para siempre se convierte en un
pesadísimo lastre. Y en nuestro verdugo. Tengo que terminar de expurgar
en el baúl del trastero. Y cerrarlo para siempre.
Andrea y yo permanecimos hablando hasta la madrugada de hoy
mismo, y sólo nos fuimos a la cama cuando nos lo exigieron nuestros
cuerpos vencidos por el irresistible avance de las horas. Para entonces el
café había perdido su poder sobre nosotros.
No nos hemos despedido, aunque no creo que nos veamos antes del
próximo lunes. La preparación de su seminario le va a ocupar todo el
tiempo. Dormía en paz cuando he salido. Paz es una hermosa palabra.
En el área industrial donde tenemos la oficina, parece que también
hayan sucedido muchas cosas durante este fin de semana o en la última
madrugada.
Por ejemplo:
Han robado en el almacén de electrodomésticos que ocupa una nave
arrendada más arriba. Por el método del alunizaje. Es una famosa marca
de distribución con tiendas en Madrid y en los pueblos. Se han llevado
aparatos pequeños, fáciles de transportar y colocar en el mercado negro.
El servicio de vigilancia estaba lejos o durmiendo: nadie se explica, en otro
caso, que llegaran cuando ya no quedaba nadie dentro. Hay quien sugiere
una hipótesis malévola: el miedo, es decir, la descomposición intestinal,
vaya, porque ha sonado sin parar una estruendosa alarma a los cuatro
vientos. Alguien lo ha expresado con una metonimia: no necesitamos
vigilantes, necesitamos cuartos de baño y papel higiénico.
Algunos curiosos merodeaban por las aceras a primera hora de la
mañana, asomándose a la panza del portón hundido por los ladrones, y ya
han esbozado el perfil de los autores, o de quien los ha conducido dentro.
La gente siempre encuentra el modo de escaquearse con ocasión de estos
sucesos, y fisgar para hacer su diagnóstico y sentar sus conclusiones. Hoy
los cotillas se habían convertido en detectives. Se habla del hermano
pequeño -uno muy malcarado- del titular del bar Perales, el
establecimiento que tenemos cerca de la oficina, aunque nunca vamos,
próximo, también, al almacén, por su altivez o su aire de perdonavidas
barato, o por su dudoso pasado, como especulan otros. Anduvo días atrás
con el camarero por la nave, interesándose por una batidora de mano.
Sólo quien conociese la organización de la nave podría ir a oscuras
directamente a los estantes de los pequeños electrodomésticos. O podría
haber sido alguien de dentro, ¿no?, algún despedido, como venganza. Por
frustración. Cualquiera sabe.
Hay policías investigando y recabando datos.
Alguien recuerda un despliegue de película hace meses. Un
importador de tarima introducía, también, disimulada entre los paquetes
de madera, cocaína. El empresario era un señor educado y correcto, que
sonreía a todo el mundo y circulaba en un coche lujoso traído desde
Alemania.
Por aquellas fechas, otro empresario de la zona se citó con una
prostituta, la descuartizó y repartió los pedazos por contenedores de
basura. Descubrió los despojos un indigente. Otro sarcasmo.
Pero el acontecimiento de hoy se olvidará en pocos días, salvo que se
produzca otro que lo recuerde.
O por ejemplo:
Silvia se ha encontrado encendidos el servidor y el ordenador de su
puesto. Ella está segura de haber dejado apagados todos los aparatos el
viernes. Absolutamente segura. Como tiene por costumbre. Es una rutina
que no olvida. En consecuencia, alguien ha pasado por la oficina este fin
de semana. Silvia nos interroga con la mirada y todos interrogamos a
Yolanda. Pero ella no sabe nada. Nadie sabe nada. Llave sólo tienen Silvia,
Yolanda y Moraleda. ¿No tenía, también, Bermúdez? No, Bermúdez no
tenía llave. Todos pensamos en Moraleda, por lo tanto, y Francisco
conjetura con el asunto de Mansonia. Mansonia, pero ¿qué exactamente?
Ah, Francisco no es adivino, él sólo deduce. Si alguien aquí fuera adivino,
sería otro acontecimiento reseñable.
Después, siguiendo el protocolo de seguridad, comprobaremos
nuestros programas y ficheros y nadie detectará ningún signo de
manipulación o cambio. Es posible que haya venido Moraleda el fin de
semana y es posible que haya accedido a nuestros sistemas, pero sólo ha
comprobado datos u obtenido copias actualizadas.
Otro ejemplo:
Hay tres mensajes en el contestador automático del teléfono. A las 8
½ de la mañana de un lunes es un hecho insólito cuando menos. Nadie
suele llamar antes de las 9 de la mañana. Primera vez en mi vida, la
mañana del lunes, tan temprano, dice Silvia, que los escucha, toma nota,
los refleja en el ojo de Sauron y nos pasa las misivas en lo que nos afecta:
una para Alejandro, por algún tema de despidos puesto que tuerce el
gesto, y dos para mí, que he de compartirlas: una, con Francisco, y la otra,
con Ignacio, en función de sus respectivas competencias. Bendito sea dios,
Francisco, comento con sorna, hoy no nos aburriremos. En ese momento
no imagino hasta qué punto es acertado el pronóstico. ¿Y cuándo nos
aburrimos? Últimamente no ganamos para sobresaltos. Francisco me
devuelve una mirada cómplice, pensando, como yo, en el cliente que
pretende venir a visitarnos, un petimetre y bacín, más ocupado en
defraudar que en dirigir su empresa. Dice Francisco: mi suegro piensa que
España sería mejor país sin empresarios. Sin estos empresarios, claro,
puntualiza. Habría que aceptar pulpo como animal de compañía.
-El sábado estuvimos tomando el aperitivo al lado de tu casa, en
Fuencarral. Dije a Andrea: a ver si aparece Francisco y te lo presento, pero
no te vimos.
-Hemos pasado el fin de semana entre Madrid y Alcalá de Henares. La
suegra está un poco pachucha, nada grave, la edad. El sábado por la
mañana trabajó Lola.
Te perdiste un vermú y unas aceitunas. Nunca tomo alcohol por la
mañana. Ni siquiera en verano, aun cuando apetece una cerveza por el
calor. Yo tampoco tomé vermú. Adopto un aire misterioso: me cubro la
boca con la mano derecha, deslizo la silla hacia su mesa, miro a un lado y a
otro como haría un espía de serie B y le confieso en voz baja: me tomé
una tónica; salimos el viernes por la noche, me pasé con el güisqui y me
agarré una cogorza de espanto. No se lo digas a nadie: Andrea me llevó
inconsciente a casa. Estás desconocido, Alonso, yo te hacía más formal. No
confundamos informalidad con error, joer, compañero. Y bajando todavía
más el tono: Son tiempos difíciles, compañero, yo tampoco me reconozco.
¿Las ojeras son del viernes? Le contesto como si fuera una hazaña: de esta
noche, no he dormido prácticamente. Jo. ¿De juerga? De conversación.
Con Andrea. ¿Problemas? Bueno. ¿Se arreglan? Bueno.
Con una llamada de Francisco, podemos evitar la reunión con el
cliente, Comercial Lince, el mismo asunto todos los años para recortar IVA
e impuesto de sociedades, que resolverá como todos los años, comprando
facturas de autónomos, pero vendrá el otro, e Ignacio jurará en arameo.
Expresado con todo respeto: no le cae bien el susodicho. Es un fatuo. A
Ignacio le incomoda mucha gente últimamente. No te preocupes, Ignacio,
Silvia toma buena nota y sabrá reflejar en la factura tu enfado. Sí, pero,
aunque la empresa lo cruja, tú y yo aguantamos al cretino. Lo ha dicho:
cretino, cómo le gusta esta palabra a Ignacio. Aunque nadie acaba de
conocerlo, porque es hombre que no se muestra francamente, sino que se
publicita, él lo conoce, habla con conocimiento de causa. Y es un fatuo.
Estamos rodeados, nos cercan, nos acosan, malditos, dice. Estamos
rodeados de cretinos, quiere decir. Si hubo una vez el baile de los
malditos, ahora se trata del baile de los cretinos. Y en todo el país suena la
música. Oh, Ignacio, henos aquí, como un archipiélago en medio de un
mar de zotes y medianías. Hace un gesto como para dar por finalizado el
asunto, pero aún musita: si fuésemos inteligentes, habríamos aprendido a
vivir del cuento, como estos cretinos.
Silvia arranca con un café largo en la mano y se acerca a mi mesa,
removiendo con el dedo índice de su mano derecha. Se lo chupa. Por su
expresión, pareciera que viniese a hacerme alguna pregunta. Silvia y la
curiosidad son entidades parejas. Hay cucharas, Silvia. Ya, hoy estoy un
poco cochina. ¿Eso? Se refiere a mi taza, que hoy rebosa. ¿Esto? Un café
doble, como el tuyo. ¿Y esa cara? ¿Qué cara? Las ojeras. Le respondo con
un gesto que puede significar cualquier cosa. Ya. Duermes mal o duermes
poco. Poco. ¿Se sabe algo de Mansonia? La pregunta me produce la
sensación de un aburrimiento infinito. No sé más de lo que sabía el
viernes. Y se va contrariada. Un poco de maquillaje disimula, dice ya de
espaldas. Alude a mis ojeras. Pero el carnaval es en febrero y el maquillaje
me recuerda a los carnavales. Y si respiraras a fondo un par de veces, tal
vez consiguieras ser un poco menos borde. Se sienta y termina con sorna:
cuando sepas algo, dímelo por escrito; de Mansonia, por supuesto. El pelo
le cae hacia un lado, como si tuviera un enorme flequillo.
A lo largo de la mañana, los demás repetirán la pregunta. Pero
seguiré sin saber nada, como es lógico. Ignacio me la planteará cuando
crucemos opiniones sobre la reunión con el cretino. No sé nada, Ignacio.
Al final, todo esto será una mierda, ya lo verás, comenta: mucho lío,
mucho lío, para que lo arreglen con una multa y el cliente acabe
resumiendo que nosotros tenemos la culpa. Siempre es igual. Será, si tú lo
dices.
Alejandro se la hará a Yolanda y Yolanda me lo remitirá a mí. A ver,
Yolanda, a ver, Alonso, tú sabes más que yo de todo eso, o tú, Alonso,
estás muy confundido, yo hace tiempo que no sé nada de nada. La
expresión “nada de nada” sirve para desvelar otro misterio, éste más
personal y privado.
Bermúdez tampoco regresará esta mañana, aunque eso ya lo
presumíamos. Bermúdez ya nunca volverá a la oficina. Nos hemos
quedado sin fantasma.
Tendrás despacho, me dice Silvia. Y el muchacho nuevo –o la
muchacha-, cuando venga, tendrá mesa donde sentarse. Fíjate: dos
problemas resueltos. O tres. No adivino cuál puede ser el tercero.
En vistas de que Moraleda tampoco aparece, por la tarde le comunico
a Yolanda que no tengo su teléfono y que le he enviado un correo
pidiéndole una reunión sobre el tema Mansonia, con el fin de aclararnos
todos, si es que es posible aclararnos. ¿Será tan amable de reiterárselo si
tiene ocasión? Le insistirá, si tiene oportunidad. Y añadirá después: pero
para eso debería tener fortuna, y ella no es una persona especialmente
afortunada.

A media mañana cumple Eutimio(147) Vilches del Real con su


amenaza de visitarnos. Ostras, ¿qué te has hecho en el pelo, chiquilla? Los
hombres, como yo, ya no podemos asumir estas estéticas. Pero es lo
moderno; o sea, que me debo estar haciendo viejo. No llevas aquí mucho
tiempo, ¿no? Desde el verano. Bueno, pues que te dure, tal como están
las cosas. Aunque el señor Moraleda me tiene dicho que prefiere que le
dure la gente; o sea, que durarás si tú quieres.
-Bueno, buenos días a todos. No hay forma de que llegue el invierno.
Habla alto. Presumo que para que todo el mundo lo observe. Es su
estilo. Y lo observamos todos.
Salimos a recibirlo. Son apellidos absolutamente andaluces, dirá él
luego dirigiéndose a mí, lo que indica su origen inequívoco, y echará una
risita, ji-ji sería una transcripción correcta. De Jaén, de La Iruela, concreta,
que tiene una torre templaria asomándose a la carretera. Don Eutimio
Vilches, dice Silvia, al presentármelo, porque yo no lo había visto nunca,
aunque he intentado informarme. Eutimio a secas, soy conocido en la casa
desde hace años. Guiña un ojo a Ignacio y le palmea el hombro. ¿Qué tal?
¿La familia? ¿Tu madre? Me alegro. Hola, don Francisco, ¿cómo estás?
Alejandro, Yolanda. Vosotros, como siempre, con vuestra juventud
insultante. A ti no te conozco, se refiere a Fran, el becario.
Silvia anota la hora de entrada a la sala de reuniones con Ignacio y
conmigo. Dice venir a hablar de negocios, de importantes proyectos, pero
apenas trae un delgadísimo portafolios de plástico que no llega a abrir en
ningún momento.
Nos sentamos al azar: él, en la primera silla a mano, de espaldas a la
puerta; nosotros, a su izquierda y derecha, con sendas sillas libres de por
medio. Puedo observar detenidamente sus gestos, estudiados pero
naturales, suaves, nada bruscos, para acompañar la voz o enfatizar los
breves silencios. Ignacio y yo nos repartimos folios y lapiceros, listos para
tomar notas.
Mira varias veces al techo. ¿Le molesta la luz? Oh, no, está bien así.
Era el parpadeo. No tenemos otra iluminación en la sala, sino esos
fluorescentes blancos.
De tú, por favor, llamadme de tú, tuteadme.
Deja la carpeta sobre la mesa, se desprende de la bufanda de lana de
angora y del gabán de paño color mostaza, y los coloca sobre la silla de su
izquierda, corrigiendo repetidamente la posición de las prendas hasta
encontrarla a su gusto. Vemos claramente que calza zapatos italianos y
viste traje de pana moca con polo Burberry de manga larga. Cruza las
piernas de un modo aparatoso para que veamos sus calcetines ejecutivo
hasta la pantorrilla, se echa hacia atrás, apenas una ligera panza, se ajusta
la chaqueta, pero no se la abrocha. Veamos. Frisa los setenta años. Se ha
dejado el Porsche en la puerta, Porssss, Porssss, dice, blanco, de matrícula
un poco antigua. ¿No habrá ningún problema? Aquí no hay grúa, señor
Vilches. Si no ha dejado las llaves puestas, y las hace tintinear en alto,
nadie podrá llevárselo.
De tú, de tú, por favor, o no se encuentra cómodo.
Veamos. Veamos, repite, el jueves comió con el jefe, el señor
Moraleda, un jueves al mes comparten mesa y tertulia y hablan de
negocios, de negocios y de otras cosas, ji-ji, otra vez la risita interdental,
frecuentemente un cocido, en Lhardy, cerca de Sol, bueno, ya no siempre
en Lhardy, ahora también en Infanta Mercedes, donde hay un
extraordinario restaurante de arroces, ¿no lo sabíais?, no lo sabíamos, no
lo sabemos todo del señor Moraleda, ni de arroces, ni de restaurantes,
pues en Infanta Mercedes hay cuatro sitios, exactamente cuatro,
extraordinarios para arroz, carnes y mariscos, cada uno en su especialidad,
pues en Infanta Mercedes los ponen en un reservado, Vilches conoce de
antiguo a los socios del señor Moraleda, los de la auditoría, a Moraleda,
después, antes a los socios que a Moraleda, por la edad, Moraleda es más
joven, ahora los ve menos, desde que ampliaron con nuevos socios
procedentes de la vieja Arthur Andersen, pero mantienen la costumbre de
la comida un jueves cada mes, siempre el tercero, no necesitan avisarse,
asisten y ya está, a las dos y media, el jueves pasado era el tercero del mes
de noviembre, el próximo ya celebrarán Navidad, acudieron también los
dos hermanos Santiago, los socios del grupo Mansonia, ellos también
suelen asistir a esas comidas, uno de ellos al menos, Vilches y los Santiago
colaboraron hace años, cuando la actividad de Vilches era la construcción,
les va bien, con los paraísos fiscales le va bien a cualquiera, ji-ji, la risa,
ahora parece que tienen un problemilla con Hacienda que esperan
resolver con un acuerdo antes de final de año, rutinas, cosas sin
importancia, esos que vienen de Arthur Andersen son muy profesionales,
les ha abierto horizontes nuevos al grupo, están bien relacionados con
personajes de Hacienda, guiña un ojo, se juntan diez o doce, todos
empresarios, hasta quince algunas veces, veinte en dos ocasiones este
año, para que entandamos la importancia del grupo: solía asistir un par de
veces al año un amigo de don Juan Abelló, ¿sabéis quién es?, aquél que...
ése, eso, ahí es nada, estuvieron comiendo el jueves pasado y habló con
Moraleda, y le explicó unos nuevos proyectos que tiene en mente
desarrollar en Cazorla, donde cuenta con otros socios, allí ha comprado
una casa a la entrada del parque natural, en la sierra de Cazorla, es un
parque protegido, y el señor Moraleda le recomendó que hablara con
nosotros, habla con Alonso Díez e Ignacio Gómez-Acevedo, le sugirió, que
lo que ellos acordaran sería lo correcto. Le esbozó algo a él y le pareció
interesante. Y, bueno, aquí está, a eso ha venido, a exponerlo.
¿Documentos? De momento no hacen falta documentos, lo tiene todo en
la cabeza. Lo que no quepa en la cabeza no se puede poner en papeles, ji-
ji, la risa.
Y cuenta, hace historia para Alonso especialmente: Antes era titular
de una empresa de construcción, Construcciones Cazorla, que trabajaba
para el ayuntamiento de Madrid, principalmente, pero dejó de hacerlo
cuando ganó Tierno Galván(148) en el 79. Cuando recuperó el PP la
alcaldía en el 89, lo llamaron sus antiguos amigos, pero ya estaba con un
proyecto de refrigeración y no regresó. Le cedió el testigo a unos amigos
comunes con el mayor de los Santiago.
Pero no cuenta que estuvo al borde de la ruina por los safaris, que
empleaba más tiempo en safaris que en las obras, que pagaba con safaris
las comisiones de los munícipes franquistas y que la izquierda no tenía
interés en ir a pegar tiros a África a cambio de unas adjudicaciones de
obras, cuando llegaron al ayuntamiento. En la nave tiene 40 o 50 piezas
disecadas: las consabidas cabezas de antílope, un ñu, un león, un
rinoceronte, patas de elefante convertidas en ceniceros, colmillos,
cuernos, pieles de pantera y guepardo,... en fin, muestras variadas de sus
correrías de matarife.
Cuenta: Ahora está completando el desarrollo de un proyecto de
refrigeración pasiva, se llama así la patente, que prolonga la vida de los
alimentos y detiene su proceso de degradación orgánica más allá de los
tradicionales sistemas frigoríficos. Se ha presentado a exposiciones y
concursos europeos y ha tenido éxito. Tiene, por ejemplo, una medalla
que le entregó en su día Emma Bonino, cuando fue Comisaria de Pesca de
la Comunidad Europea. Se podrían traer alimentos frescos en barco desde
Sudamérica, por ejemplo, con el mismo resultado del transporte por
avión, siendo el barco muchísimo más barato. Firmó en su día un acuerdo
con la Xunta de Galicia para equipar un barco especializado en erizo de
mar, financiado con subvenciones.
No cuenta que pidió al principio un préstamo de 30 millones de
pesetas a Caja Madrid para financiar el proyecto, con el patrimonio de la
sociedad como garantía, que no lo pagó y que tiene interpuesta una
querella por alzamiento de bienes, administración fraudulenta y falsedad
en documento mercantil, por venderse la nave a sí mismo a través de
sociedades interpuestas mediante testaferros analfabetos. El juzgado
anulará las transmisiones y perderá la nave en favor de Caja Madrid.
En la Agencia Tributaria también tiene abierto un procedimiento
sancionador por fraude en el IVA de esas operaciones de compraventa.
Dos abogados amigos de Moraleda le llevan los casos. Tampoco cuenta
que el dinero no se lo gastó en pruebas y experimentos, sino en
autobombo. Tampoco, que gastó las subvenciones y nada se supo del
barco de la Xunta. Ni cuenta que no sabe si funcionará el proyecto de
refrigeración y que ahora está tratando de vendérselo a un gran
empresario del transporte, que se ha enriquecido adquiriendo alguna
empresa pública a bajo precio en las privatizaciones de Aznar.
Cuenta: ha ampliado capital en la nueva sociedad, y, además de la
vivienda, ha adquirido terrenos en la zona de Cazorla, unos 100.000 m 2 en
un semitalud con unas hermosísimas vistas, casi a la entrada del parque, y
se propone construir un complejo vacacional, para que sus usuarios y
vacantes tengan de todo, servicios, comercios, etcétera, sin necesidad de
abandonar el área. Y que ha pensado en constituir una sociedad específica
para desarrollar la idea, con profesionales e inversores independientes.
Esto es exactamente lo que quería plantearnos. Ahí entramos nosotros,
con nuestras ideas y nuestra experiencia.
No cuenta: la ampliación de capital es ficticia, nominal pero no
efectiva: la ha logrado metiendo y sacando la misma cantidad de dinero
sucesiva y alternativamente en el banco(149). Ni cuenta que los fondos
para adquirir la vivienda en Cazorla y los terrenos para el proyecto
vacacional proceden de su última conquista amatoria, una separada poco
lúcida, a la que ha convencido para que venda el patrimonio obtenido de
la disolución de su sociedad de gananciales. Le ha dado a cambio el 10%
de la última sociedad, aunque todo el patrimonio de la compañía sea
cabalmente el terreno y la vivienda.
Explica con todo lujo de detalles el proyecto de complejo vacacional:
mirando al sur, frente a un olivar inacabable, con restaurantes, cine,
teatro, salones de belleza, gimnasio, tiendas, médico, farmacia,... todo lo
imaginable, como una ciudad ecológica -utiliza esta palabra con el peso de
un argumento- en medio de la naturaleza. Un gran espacio de ocio y
vacaciones. 100.000 m2 serán pocos, pero confía en aumentar esa
superficie con la incorporación de los nuevos socios. Ya ha encargado un
proyecto a un gabinete de arquitectura de Madrid. Cuando esté
terminado, ha pensado en cursar una invitación a diferentes profesionales
para que conozcan la zona durante un fin de semana, explicarles el
proyecto y proponerles la inversión. Cada uno de los asistentes se haría
cargo de sus gastos de estancia, pero él sufragaría el desayuno y la comida
del domingo, donde expondría el proyecto. Daría también una conferencia
en los salones del ayuntamiento, cuyo alcalde es amigo suyo, para
exponer los detalles, y prometiendo las inversiones que, sin duda, su
proyecto arrastrará; por ejemplo, el AVE y un helipuerto.
Ya ha pensado un nombre para la sociedad y ya lo ha reservado en el
registro mercantil: Profesionales por la naturaleza SA. El nombre del
proyecto sería El Acebuchal, por el acebuche, el olivo silvestre, porque ésa
es zona donde los olivos forman océanos verdes.
Como la zona es un parque natural, también ha pensado importar
animales salvajes desde África, tales como leones, guepardos,
rinocerontes, panteras,..., o criarlos ahí en cautividad, y soltarlos luego en
áreas acotadas y organizar cacerías y safaris. ¡Safaris en el sur de Europa,
en Andalucía! ¿Alguien imagina la trascendencia de una idea como ésta?
Cualquier cazador europeo podría cumplir su sueño con un viaje en avión
de entre dos y cuatro horas. Tendría muchísimo éxito, extraordinario. Hay
grandes aficionados a la caza mayor en España. En el parque ya hay
ciervos y jabalíes, pero no se explota el asunto. Los dirigentes en estos
sitios todavía tienen espíritu pueblerino y apenas tienen ocurrencias.
No cuenta que la idea del complejo ya se desarrolla en Murcia, por
ejemplo, en torno a campos de golf. Y en muchos otros sitios. Pero no
vayamos a comparar, por dios, esto es otra dimensión del ocio, sin
problemas de agua, que en Murcia han de conseguirla con los trasvases
del Tajo. Y lo de los safaris, la caza, en Murcia, imposible. Ya. Nada que ver
el golf con el olor de la pólvora. La pólvora es como una droga.
Ignacio ha acabado con los ojos muy abiertos, como platos. Silvia lo
expresará con un neologismo juvenil: ojiplático.
Le hemos pedido documentación y tiempo. Y nos ha invitado un fin
de semana a su casa en la entrada del parque. Las cosas hay que verlas, ya
vendrá el tiempo de los papeles, ahora toca verlo sobre el terreno. A
gastos pagados, ha dicho al marcharse, a nosotros nos invita a gastos
pagados. Podemos llevar compañía, ji-ji, ¿la risa?, la risa. Estupendo. Nos
emplazamos para mediados de enero.
Nos sentimos flotando. Este hombre tiene el poder de hacer levitar a
sus interlocutores. Ignacio suspira.
No cuenta que Moraleda lo evita, que piensa que es un charlatán y
que, como cuentista, es un poco tosco, aunque todos tienen madera de
cuentistas. La fantasía del AVE nos hace tomar distancias. Cuando se
despide, Ignacio comenta: está como una regadera, es el bufón de todos
ellos, el prototipo del sinvergüenza atildado, un cruce de señorito andaluz
y especulador moderno. Si fuera a Sálvame o La Noria a contar sus
fantasías, ganaría dinero. Éste es nuestro empresariado, muy
carpetovetónico y olé, incluso cuando pasan por las escuelas de negocios.
Y a Silvia: ¿Has tomado nota? Cerca de dos horas, dice ella. Dos horas,
apostilla Ignacio, conmigo y con Alonso, no menos de 400 euros. 500.
Hace una pausa y, como si descubriera algo, dice de repente: O sea, que se
juntan todos, que todos se conocen y que todos comparten mantel. De
puta madre.
Es la hora de la comida e Ignacio coge su abrigo y se marcha a Casa
Patro. Todavía rumia la reunión. 500 euros, por lo menos, repite. Por lo
menos. Lo siguen Alejandro y Yolanda. ¿Y el niño? ¿Fran? El becario se ha
marchado hace un rato.

El teléfono me observa desde el letargo de la mesa con piedad


infinita. Y suplica con su cargamento de llamadas perdidas como
argumento. Pero estoy cansado. Pulsar una sola tecla es hoy un trabajo
fatigoso; ímprobo, porque se trata de pinchar en el listín y presionar luego
en los números de Blanca y de mi madre. Y de escucharlas. Escucharlas...
Sobrevivo con el último capuchino de Elisa. Han sido dos, y ciertamente le
salen muy buenos.
¿No había hablado con ellas el domingo?
Desde el mediodía han pasado nueve horas y ya he olvidado qué
hemos almorzado. Tendría que mirar la fiambrera y deducirlo por los
restos. Sé que hemos comido rápidamente, que los tres hemos usado el
microondas para calentar el plato. O sea, que Silvia no ha traído hoy
ensalada, cuando siempre trae ensalada, y no lo había advertido. Ha
contado que este próximo fin de semana no tiene novio, porque se va a un
seminario organizado en la sierra por la empresa, que el sábado verán allí
el partido de fútbol Madrid-Barça en una pantalla gigante y que no
regresarán hasta el domingo, ya tarde. ¿También es del Real Madrid?
Encargado de la gestión del palco Vip de su empresa. Se lo presentamos a
Andrea. En su empresa también tienen un palco Vip. Estupendo.
Van en autobús y regresan en autobús. No conocen el destino exacto,
tal vez Miraflores o Cercedilla, han especulado con ambos, no pueden
llevar teléfonos móviles ni otros medios de comunicación externa, es un
auténtico encierro. Una costumbre muy yanqui para estrechar lazos en la
familia. Saltan, gritan: uh, uh, uh, somos los mejores, uh, uh, uh. Y se
lanzan consignas para robar clientes a sus competidores. Es decir,
procedimientos del neoliberalismo capitalista. Es más sencillo: técnicas
tribales del pensamiento positivo(150). Uh, uh, uh. Regresará con un
manual o un librito y un CD para enardecerse.
Vaya, Silvia, qué curiosas coincidencias prepara el destino. Andrea
también se marcha de cónclave a El Escorial con la empresa, todo el fin de
semana. También verán el partido de fútbol del sábado y también se
lanzarán consignas. No sé si éstos emulan a Tarzán con sus gritos, aunque
no me extrañaría nada. Se lo preguntaré, si me acuerdo.
Ha sido cuando nos lo ha propuesto. Aunque sería a última hora
cuando adquirieran todo su esplendor las bromas de Mendiluce. ¿Y si
hiciéramos la cena de fin de año este próximo viernes? Nos lo ha
preguntado un poco dubitativa, cuando ya salíamos tras la comida;
Francisco y yo, a nuestro paseo, y ella, al café con su amiga Marga. No es
una pregunta, es una propuesta. Francisco y yo nos hemos mirado. No lo
ha pensado de repente, lo lleva meditando varios días, desde que el novio
le comentó lo del seminario. En diciembre todo el mundo sale de cenas y
de comidas, están las fiestas del 6 y del 8 la primera y segunda semana,
está luego la navidad, claro, y para ella será todo más complicado, tendrá
que ayudar a su padre a bajar cosas al pueblo alguno de esos fines de
semana, porque su padre, ya jubilado, sólo piensa en el pueblo y en volver
a estar con su madre, que su padre y su madre andan medio separados,
porque su madre está cuidando a los abuelos y su padre está aún
enredado con los trámites de la pensión. Silvia tiene abuelos maternos
muy longevos. Podría ser la cena este próximo fin de semana. Sería el
mejor. Andaríamos un poco justos de tiempo, objeta Francisco. Y si se
complica lo de Mansonia, que ella barrunta que Mansonia se acabará
complicando, no entiende tanto silencio, tantas medias verdades, la
desaparición de Moraleda y Bermúdez, si Mansonia se complica y todo se
complica en la empresa, acabará por no haber cena de fin de año y
acabará por no haber nada de nada. La cena, la empresa y ellos, todos a
hacer puñetas. Lleva poco tiempo en la asesoría y le hace ilusión coincidir
con todos en una salida, la cena es una ocasión adecuada, a ver cómo
somos en la calle, que la gente en la calle siempre es de otra manera y nos
llena de sorpresas. El viernes estaría bien. Más tarde quizá sea demasiado
tarde. Le gustaría ver cómo es Yolanda con una copa de más, que seguro
que Yolanda se toma una copa de más, cómo es Alejandro, tan serio y
equilibrado siempre, aunque tan ocurrente a veces. Le gustaría
encontrarse con nosotros fuera de estas cuatro paredes llenas de
formalidad y obligaciones. Tiene la impresión de que la gente cambia
radicalmente en función del escenario. Y tiene la impresión de que nada,
nada, ni en la empresa, ni en España, ni en nuestras vidas, nada será igual
dentro de poco.
Nada será igual dentro de poco.
La última frase la ha dicho en un tono tan tenue, que parecía una
adiós en el tanatorio. Y nos ha dejado sin palabras. Nada será igual dentro
de poco. Podría ser la frase de un sabio. O una despedida, efectivamente.
Los acontecimientos se multiplican y nos atropellan. Nada será igual
dentro de poco. El caso es que nos ha dejado pensando. El mundo,
nosotros,... nada será igual. ¿Más viejos? Otros. ¿Más listos? Otros, otros.
Nada será igual dentro de poco.
Nos hemos mirado, y hemos soltado una carcajada al unísono cuando
alcanzábamos la calle. Una, dos y tres: nada será igual dentro de poco.
Bueno.
Francisco tendrá que hablarlo con Lola, a veces los viernes van al cine,
porque los sábados tienen el baile, ya lo sabemos, ah, Silvia no lo sabía,
pero no habrá inconveniente con toda seguridad. Así que le decimos:
propónselo esta tarde a la gente y que la gente te responda entre mañana
y pasado.
¿Navidad en noviembre?, tú estás loca, estáis locos, dirá Alejandro
perplejo, cuando ella haga la propuesta momentos antes de marcharnos.
Pero cómo se te ocurre eso, Silvia. Cómo vamos a celebrar la navidad en
noviembre. 27 de noviembre. Eso es un disparate. ¿Vosotros estáis de
acuerdo?, nos dice a Francisco y a mí. Sí. Vale, mañana te contesto.
Mañana te contesto, muchacha, no me mires así.
Ni que se fuera a acabar el mundo. Acabará en 2012. 21 de diciembre
de 2012. ¿Lo de los mayas? Profecías, tonterías. El mundo no se acabará ni
con 6 millones de parados en España. ¿Con 6 millones no se acabaría?
Saltaría por los aires, la gente saldría a la calle. No, viviríamos más
amedrentados. Un parado más, más miedo; un parado más, más miedo, y
más y más y más... Con 6 millones de parados, una balsa de aceite.
«Su mirada había de ser dulce porque miraba a través de cendales de
almendra y malvasía».
Se produce otra vez una carcajada coral.

Un grupo de gaviotas blancas de interior que no habíamos visto


antes, podría decirse una bandada, picotea en la pradera junto con unas
urracas que las vigilan y acompañan, como si fueran sus pastores o
gendarmes. Un gozquejo pequeño, canela y blanco, perra, corrige
Francisco, perra, vale, a quien su amo trata de apaciguar, las hostiga
jugando. Ellas levantan el vuelo, planean y vuelven a agruparse en pos de
la pitanza. Una y otra vez. Una y otra vez. Las urracas graznan con su voz
fea, aunque no espantan a la perra, ocupada en tareas de su instinto.
¿Cómo sabes que es perra? Lleva el rabo enhiesto, como si fuera el mástil
de una bandera, y, bajo el apéndice, se ven dos manchas: el ano y la
vagina. Ah, cierto. Y la forma de mear, Alonso: agacha todo el trasero, no
levanta la pata. Levanta un poco la extremidad derecha. Levemente, eso
no es alzar la pata. Eso es un signo de delicadeza, para no mancharse. Oh,
vaya, es una perra de 1ª clase del Titanic. ¿De qué raza? De eso ya no
tiene ni idea Francisco. La llama el amo con un nombre hermoso: Gaia, el
nombre de la Tierra, que quizá tenga algo que ver con su origen o con el
color de su pelo. Ella insiste e insiste y las gaviotas, finalmente, prolongan
su vuelo hasta otra pradera mayor a nuestras espaldas.
No sé si la presencia de esas aves significa que ha llegado
definitivamente el invierno. Las encontraremos todavía cada uno de los
días de esta semana, y desaparecerán, tan repentinamente como han
llegado, el próximo lunes, pero lo del lunes siguiente es otra historia, que
no sé si cabrá en las octavillas. Frío hacía ya esta mañana, aunque ahora
no sea de tanto rigor como para temer sabañones en las orejas.
El tren traza la curva para sumergirse en el túnel, chirrían las ruedas
en los raíles y desaparece. Los pocos pasajeros de esta hora que se han
apeado se desperdigan en direcciones diversas. Enseguida asoma otra
unidad en sentido contrario, desde el interior del túnel. El movimiento es
trabajoso y torpe. Se repite el chirrido, frena, se detiene y descarga los
viajeros, en mayor número ahora, que repiten su dispersión apresurada.
Un pasajero patizambo, que trabaja en un gimnasio, se aleja refunfuñando
con un trotecillo vacilante: no te rías, Francisco, hombre, tiene su gracia,
hace él ademán de imitarlo, pero su movimiento parece el de un jinete
deforme sobre un caballo imaginario. Lola, sin embargo, lo hace
maravillosamente. Y ya no pasará ningún tren en un buen rato.
Francisco termina de liar el cigarro, se lo pone en la boca, se frota las
manos, saca el mechero, lo enciende, da una calada y dice, mientras le
entornan los ojos el humo:
-Las aves perciben y anuncian los cambios. O sea, que igual vaticinan
algo. Mi abuela, que en paz descanse, me contaba cómo las gallinas se
metieron en una ocasión en el gallinero a primera hora de la tarde y cómo
a continuación se produjo un eclipse total de sol. Se hizo noche cerrada de
golpe en aquella hora temprana.
Da otra calada, expulsa el humo, se quita una brizna de tabaco de la
comisura de los labios y comenta, mirando al horizonte, es decir, hacia el
albañal próximo y la sierra lejana (la sierra es un cadáver mineral, que
mira fijamente al cielo con sus ojos blancos):
-Se habla de nuevo del fin del mundo, de vaticinios, de Nostradamus,
de Juan Evangelista, de la predicción de los mayas, de la profecía de los
indios Cree(151),... Como si nos condujéramos hacia un precipicio o una
hecatombe, impresa desde el principio de los tiempos en el libro del
destino. El destino como fatalidad. Empiezan a ser frecuentes las películas
de catástrofes, y las películas miden el estado de ánimo general, el
subconsciente colectivo. Los signos no son buenos, desde luego. Pareciera
que caminamos hacia la catástrofe. Hay quien habla, también, de fin de
ciclo, pero no es lo mismo, aunque se parezcan. Por supuesto que el
panorama no es halagüeño. Sufrimos las consecuencias de una crisis
económica descomunal; no sólo económica, también social y política. Las
guerras, hay más guerras que nunca. Estamos próximos al desastre
ecológico. Como si una gran riada se hubiera llevado por delante el
campamento en el que vivíamos, y ahora estuviéramos a la intemperie, en
medio del lodo y el barro, ante un panorama desolador. Pero no creo en
las profecías apocalípticas. No creo en las profecías, en general. El augurio
Cree no es el anuncio de una maldición, no es profecía propiamente dicha,
sino el enunciado de una previsión científica, el fruto de nuestra soberbia
y nuestra ambición desmedida. No es un signo fatal, ningún dios terrible
nos ha sentenciado, no expiamos ninguna condena, lo hemos conseguido
con esfuerzo y aplicación consumiendo y destrozando el mundo. Hemos
escupido hacia arriba y nos caen encima nuestros propios escupitajos. Yo
veo que todo se gasta, que envejecemos, que las cosas se acaban y
nosotros acabamos, pero que nos aferramos a todo como si nosotros y
todo fuera eterno y perfecto. Ni es eterno ni es perfecto, es efímero e
injusto, este mundo nuestro es profundamente injusto. Y la injusticia no
resulta de ningún oscuro albur, el plan divino de los calvinistas es una
chorrada, sino de nuestro corazón rocoso, nuestra ambición y nuestra
insensatez. Estamos ante nuestra obra. El mundo ha sido ocupado por el
desafecto. Hemos dejado de ser de carne y hueso, unos más que otros, los
poderosos más que nosotros. Seguramente todo está mal hecho.
Transitamos por el camino equivocado, aunque alguna vez fuera el
correcto. Estamos dilapidando los recursos naturales. Pronto no habrá
nada, la Tierra será un desierto. El otro día leía una reflexión de
Saramago(152). Decía que hemos llegado al fin de un modo de habitar el
mundo. Él reflexionaba en el contexto del final del siglo XX, pero
seguramente volvería a decir hoy día lo mismo, si fuera testigo de lo que
estamos viendo y viviendo nosotros. La avaricia de unos pocos, la
desolación y el desamparo de muchos.
Una nueva calada y de nuevo deja escapar el humo a lo alto. Fuma
despacio, como si fumar y pensar fueran procesos paralelos. El poyo, sin
embargo, no es un lugar cómodo.
Prosigue:
-Las gentes buscamos también ahora la querencia del gallinero, como
contaba mi abuela. Con más de cuatro millones de parados (seguramente,
muchos de ellos absorbidos por la economía sumergida, cobrando cuatro
perras), y aumentando, tal vez, hasta los cinco o seis millones, o más allá,
deberíamos estar todos apedreando especuladores, empresarios,
banqueros y políticos, pero estamos tan contentos en nuestros refugios.
Es el segundo año de crisis sin que nada haya cambiado. Ni cambiará. Yo
no lo espero. Es como si la crisis fuera un eclipse inevitable, un designio
maldito, y creyéramos que, luego de un tiempo, todo fuera a volver a la
luz como por arte de magia. Zas, aquí no ha pasado nada. Y nos retiramos
a casa, un pequeño universo en el que nos hemos acomodado, en lugar de
armar la de dios. Pero es mentira. Han pasado muchas cosas. Están
pasando. Nuestro pequeño universo es mucho más pequeño, casi un
cubículo. Unos pocos se están apropiando del mundo, y acabaremos
expulsados o deglutidos. Se ha producido un eclipse porque todos los
hijos de puta(153) se han puesto a volar y nos han tapado el sol. Y se van a
quedar ahí arriba en bandada durante un tiempo. Ya te lo anunciaba yo,
dice mi suegro, que está más viejo que nunca, ya te lo anunciaba yo. No es
que sea mi suegro otro adivino, sino un desengañado. Aprovechando la
oscuridad de este eclipse que nos han provocado, los hijos de puta se
quieren hacer con nuestra cartera. Ahora Silvia pretende llevarnos a
celebrar la navidad. Vale. Iremos. Nos comportamos como si la nube de
hijos de puta no estuviera sobre nosotros o la oscuridad no nos afectara,
no la hubieran provocado ellos o todo fuera cosa de otros.
Específicamente a nosotros no nos va mal. A ti y a mí, desde luego.
Todavía, al menos. Mañana veremos. Nosotros todavía estamos del lado
de los que parten el bacalao. Nosotros despedimos. Y cobramos a fin de
mes. Mi suegro dice que los últimos despedidos siempre son los
gendarmes, y nosotros somos gendarmes. En una sociedad compleja hay
muchos gendarmes, aunque no tengamos conciencia de nuestro papel
bastardo. Nos aferramos a nuestros amos esperando que se conviertan en
salvadores, cuando deberíamos patearlos y asumir el protagonismo de
nuestro destino. Como si la libertad nos diera miedo. La libertad es un
bien que nos administran ellos. Creemos que, si los expulsamos, el mundo
se volverá oscuro e inhóspito. Ya es oscuro e inhóspito. Nos sentimos
inseguros ante la eventualidad de quedarnos fuera, de estar fuera del
sistema, aunque el sistema es la fiera que tiene sus fauces sobre nuestra
garganta. Protegemos a los hijos de puta como los maltratados protegen a
sus maltratadores o las víctimas a sus verdugos. Lo que ocurre es que
estamos asustados, yo estoy acojonado. Estamos despistados. Esas
gaviotas, si son gaviotas, se han despistado. El mar está a 700 kms.
Todavía tengo la sensación de cansancio, tras la larga conversación
con Andrea de esta madrugada. Y a eso se ha añadido un cierto sopor
provocado por la digestión de la comida. Voy a anotarlo de nuevo: no he
dormido esta noche. Debería haber tomado ahora un café bien cargado o
un té doble para mitigar el sueño, pero no lo he hecho. Por eso no
apostillo la reflexión de Francisco, apenas unos gestos de asentimiento.
¿He dicho que Francisco es sabio? Francisco y Silvia. La gente común es
sabia, aunque nos dejamos deslumbrar por los que hablan alto o bonito.
Hace una pausa, da otra calada y continúa. Ahora habla de libros:
-Estoy leyendo El viaje del elefante(154). Me lo elogiaste la semana
pasada, hice el comentario en casa y Lola me lo ha regalado. ¿Por qué,
Lola, este inusual desprendimiento?, todavía no hay edición de bolsillo.
Por el elefante. Por el elefante burdeos sobre fondo amarillo. Le gustó la
portada y por eso me lo ha regalado, sin esperar a la edición de bolsillo.
Nunca he tenido un libro por la belleza de su portada. Ahora me río solo
en mi esquina del sofá por las noches, Lola me interroga por la causa, le
leo el párrafo y me mira incrédula. ¿Te ríes por eso? Me río por esto. Pues
vaya. Y observa: en Tom Sawyer pasan más cosas. No es sólo una
aventura, Lola, aunque sea una aventura. Un elefante grandullón y torpe
invade el libro, se instala en sus páginas (yo oigo sus pisadas sordas), se
convierte en el foco de atención y ya giran todos a su alrededor como si él
fuera el centro del mundo, de personas, animales y cosas. En realidad, es
el centro del universo, sí, la referencia de todos. Parece que nadie será el
mismo cuando concluya la experiencia, el viaje, en este caso, le intuyo la
capacidad de cambiarlos, porque constato su poder para desnudarlos. No
hay viaje que no cambie a los viajeros, y el viaje de este elefante es muy
largo. Lo que ha dicho Silvia: no seremos los mismos al final del trayecto.
O lo que dijo Cavafis: lo importante no es Ítaca, el destino, sino el camino,
como nos recordó mi hija. Podría ser una parábola de nuestro tiempo
disparatado. Nos han colado un par de elefantes en la cacharrería del
mundo y no tenemos sino ojos para el estropicio que causan. Para el
estropicio, para los elefantes y, en último caso, para su cornaca, que los
gobierna y es el único que entiende su lenguaje. Lehman Brothers y
Goldman Sachs son nuestros cornacas. Unos cuantos nos han metido en
un lío y ya hemos olvidado sus nombres y las causas, sólo atendemos al
ruido y sus consecuencias, no nos ocupamos de combatir el origen sino de
medir los decibelios. Somos las víctimas, pero nos han convencido de que
somos los responsables. Es mentira, pero nadie se atreve a decirlo. Nos
amenazan con su versión de los hechos y nos hemos resignado a
aceptarla. Seremos los paganos. Lo estamos pagando, y nadie, sino
nosotros, pagará hasta el último céntimo. Son hijos de puta volando. Y
nosotros, como las gallinas de mi abuela, cobijados en el gallinero, a ver si
pasa el eclipse. Tu tormenta escampó, pero esta tormenta no escampa. Y
cuando escampe, si escampa, nos habrá arrastrado y enterrado en el
lodazal de la avenida. El mundo ya es un Titanic vertical a punto de
hundirse de golpe, aunque todavía flota animado por la orquesta.
¿Permitiremos que los camarotes principales ocupen los escasos botes
salvavidas? Lo permitiremos. Pregúntale a mi suegro.
La perra curva su lomo y hace su deposición sobre la hierba.
-Hay otro cuento, pero no es un cuento de este tiempo, sino de
cuando el único habitante del asteroide B612 visitó la Tierra. Para no llorar
desesperados, siempre cabe una lectura poética. A tu elefante se lo había
tragado una boa constrictor, Saint-Exupéry dibujó la escena y la gente dijo
que la imagen del reptil digiriendo al paquidermo parecía un sobrero, era
un sombrero. Siempre me he preguntado cuál es la parte real y cuál la
imaginaria de esa historia, qué es fantasía, quién describe la realidad y
quién la inventa. ¿Saint-Exupéry o la gente que contempla el dibujo? La
sociedad adocenada o el genio. Saint-Exupéry había hecho un dibujo
realista. El sombrero es lo imaginario, es decir, la gente ignorante es la que
inventa o acepta la invención de los hechos, que hacen quienes se ponen
ante el dibujo para calificarlo e imponernos su sesgo. A Saint-Exupéry lo
desacreditaron como dibujante y se hizo aviador y, gracias a eso, tuvo el
encuentro con el principito en el desierto. Por esta vez los estúpidos no
nos regalarán un libro. ¿Estúpidos o miedosos incapaces de desentrañar el
dibujo? ¿Te imaginas a una boa tragándose a Eutimio Vilches o a David
Moraleda? O a Bermúdez. O a cualquiera de Lehman Brothers o Goldman
Sachs. A todo Lehman Brothers y Goldman Sachs juntos. ¿Cabrían en una
boa constrictor? ¿Se atrevería un boa constrictor con ellos? ¿Podría
digerirlos? ¿O serán ministros antes que alimento de boa? Hijos de puta y
ministros. ¿Lo imaginas? Y que Saint-Exupéry dibujara la escena de nuevo.
Imagínalo. ¿A qué se parecería cada uno de esos dibujos? ¿A un
sombrero? ¿O serían todos los dibujos iguales, como si se tratara del
mismo modelo, meras copias aparentes? ¿Sería incapaz la gente, también
en este caso, de percibir que allí en el interior se deglutía a Lehman
Brothers, Goldman Sachs, Bermúdez, Vilches o Moraleda? Es decir, que se
puede acabar con los monstruos.
Se aproxima un hombre enjuto y estirado que nos pregunta por una
fábrica de arpones y banderillas. Me sorprende que aquí pueda haber una
tal empresa, pero Francisco le explica con todo detalle cómo ir hasta ella:
hay que llegar a la siguiente rotonda y girar a la izquierda. Verán un
enorme cartel a su derecha. El hombre hace una reverencia y se aleja con
prisa. Lo espera un coche en marcha junto al semáforo. A esta hora no
habrá nadie todavía, le grita Francisco, pero el hombre ya no lo oye. Hay
tabaqueras y hay fábricas de banderillas, observa Francisco, y hay fábricas
de armas, de coches y de lejías. En algún sitio han de instalarse. ¿Aquí hay
de todo eso? Aquí, sólo de banderillas y de lejías. Ah.
-Quizá no sepamos vivir sin los monstruos.
-Se me ocurre de repente otra pregunta, no sé si inocente:
¿podríamos ser tú o yo, cualquier persona corriente, una boa constrictor?
El domingo Andrea fue a ver a su madre y regresó diciendo que somos
realidades inventadas, no virtuales, sino inventadas, que vivimos en medio
de una realidad inventada. Su madre es rara, desde luego, pero quizá no
vaya descaminado Andrea en esta ocasión. Yo tengo la sensación, a veces,
de que el mundo fuera un teatro en el que desarrollamos papeles
asignados, no elegidos. Y tengo la convicción, la niña de Rajoy en la
campaña de las elecciones de 2004 es un ejemplo, o Bush cuando dijo que
él no mentiría nunca a los americanos ni al mundo, pero que si mentía
jamás lo reconocería, y luego todos mintieron tanto y con tanta
desfachatez, con tanta impunidad, en relación con las guerras de
Afganistán e Iraq, sobre todo Iraq, el Nunca Mais o los atentados del 11S y
el 11M, tengo la convicción, digo, de que no vivimos en un mundo real,
sino en un mundo inventado, como dice Andrea, en un mundo de historias
que otros inventan, difunden e imponen, y que acabamos aceptando.
Inventor e hijo de puta serían lo mismo. Todo esto es una patraña. Se nos
dijo que éste es el único mundo posible, y es mentira. No es el único
posible, hay otros posibles, los ha habido, los habrá. Es injusto, eso sí, y no
tiene arreglo, eso también. No tiene arreglo, no admite remiendos.
Necesita un sustituto. Se nos dice que hemos sido derrochadores, que
hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Los hijos de puta se
han puesto a volar, nos han cubierto el cielo y nos han oscurecido el
mundo, pero dicen que la culpa es nuestra porque no hemos encendido
las velas. Nuestras velas, para iluminarles a ellos el mundo. Los mismos
que negaron el cambio climático o defendieron y organizaron las guerras.
¿Qué no era posible o razonable de lo que hicimos? ¿Cuál fue nuestro
exceso o nuestra locura? Es mentira. Tú y yo, no, desde luego. Yo no sé de
la palabra despilfarro. ¿Cuánto te gastas mensualmente por encima de tu
nómina y la nómina de Lola? No. Somos austeros, tenemos costumbres de
pajaritos. Despilfarrar es convertir en páramo la selva, llenar de CO2 la
atmósfera y vaciar de petróleo el vientre de la Tierra. Han sido los jefes del
dinero y sus ideólogos y administradores. Los que se juntan a comer el
tercer jueves de cada mes, tienen yate y vuelan en avión privado. Todos
esos que son como Bermúdez y los jefes de Bermúdez. Y los políticos
gandules que no han hecho su trabajo. No sólo no tengo fe en nuestros
líderes, sino que me parecen despreciables, tendríamos que deshacernos
de ellos, echarlos a patadas a un pozo o a una sentina, por ejemplo. O
ponerlos a trabajar. Si todo esto fuera una escenificación de Los santos
inocentes(155), en algún momento habría de aparecer Azarías para
cambiar el curso de la historia, aunque no se me ocurre ni cómo ni
cuando. Toda esta gente siempre me ha parecido sospechosa: ¿qué puede
pensarse de quien sólo sabe de sumas y restas, de quien sólo examina
balances como si los números pudieran gobernar un mundo deshabitado
de personas? Cuando la Tierra sea como Marte, ¿cuál será el balance?
Confío más en los locos, en los locos y en los poetas, un poeta es una
especie de loco, y en los tontos, ay, Azarías, confío más en Alonso Quijano
y en todos los que son como él. Por cierto, ¿tú crees que eran gigantes o
molinos?
-Gigantes. Llamándote Alonso, si digo molinos, me asesinas.
-No, sinceramente: ¿gigantes o molinos? Hablo en serio.
-Gigantes. Y boas constrictor y elefantes. Y asteroide B612 y
principito. No lo sé, Alonso, yo sólo leo libros de bolsillo. Y esto es un
asunto del que se ocupan premios Nobel y catedráticos a sueldo del
sistema, gentes que conocen la ubicación del pesebre, comen en él y nos
echan el culo. No nos dan la espalda, nos ponen el culo y se pedorrean en
nuestra cara. Yo sólo sé que todo esto es una mierda y que cualquier día
acabaremos cubiertos por ella. O sacando a la calle al Azarías que
llevamos dentro. Esto último es lo que dice mi suegro, que todavía piensa
en términos de revoluciones antiguas. Yo no creo en las balsas de aceite
que anuncia Alejandro. En todo caso, aceite hirviendo.
-La guillotina.
-O Azarías.
Hace rato que ha desaparecido la perra. El amo dio media vuelta y
comenzó a alejarse de la pradera. En seguida ella estaba a su lado,
acompasando su trote al paso de él. Supongo que ella no entiende su vida
sin la vida de él. Él es su amo en sentido estricto, no sólo el jefe de la
manada, como dicen algunos. Por eso le ha enganchado la correa al arnés
en cuanto la ha tenido a su altura.
Pienso en mayo del 68 y pienso que entonces no hubo Azarías. Y
pienso en la derrota y en el fracaso. Quizás haya otro mayo en el futuro.
Pienso en la caída del muro de Berlín, una victoria que escondía un
fracaso. Por cierto, el fracaso de mayo se llama junio, porque De Gaulle
ganó en junio las elecciones convocadas tras aquellas movilizaciones de
mayo. Y pienso en un tiempo agotado, pero callo. El mundo no debería ser
un gallinero.
-¿Vamos a la oficina?
-Vamos a la oficina.
Después de estar sentado un rato en estos poyos de obra, uno siente
adherido el pantalón a los glúteos y ha de hacer el ejercicio de
separárselo. Seguramente la epidermis del músculo se ha vuelto rugosa,
como si estuviera picada por la viruela. Y estirarse, también ha de estirarse
uno para recomponer la geometría del esqueleto.
Francisco hace un gesto indefinido y emite un sonido ininteligible. Le
pregunto qué quiere decir. No sé, me contesta, me he dicho algo que no
entiendo. Hablo solo. Y eso tiene sus riesgos. Todos hablamos solos, pero
no sé si lo hacemos a la manera de Antonio Machado(156) o como signo
de soledad, misantropía o miedo.
El laberinto de encrucijadas y semáforos del bulevar convierte el
regreso en una aventura. Alguien podría escribir una novela con ello o
debería volver a examinar a los técnicos que diseñan estos cruces tan
enrevesados. Aún mejor: alguien debería obligar a los técnicos a atravesar
la calzada por este paso de peatones. O tal vez sea muy cruel el castigo.
Pues que lo cruce Esperanza Aguirre.
Cuentan que, cuando se inauguró esta línea, allá por el principio de
2007, como un acto más de campaña electoral, Esperanza Aguirre se
quejó del tremendo chirrido del tren al tomar las curvas. No advirtió, sin
embargo, la instalación caótica, la contaminación visual o el galimatías de
los cruces y semáforos. Quizá sepa tan poco de trenes como de literatura.
No es extraña la ignorancia, como la ineptitud, entre los políticos. Aunque
alguna mierda es especialmente pestilente.
Nuestro caminar es dubitativo y lento.
Hemos de subirnos a la acera y ponernos de perfil, con la espalda
bien pegada a la pared: una furgoneta, que avanza con prisas, ocupa toda
la calzada y los espejos retrovisores amenazan con decapitarnos. Vuelvo a
anotar que la calle es muy estrecha.

«A veces, su padre se sentaba largo tiempo junto a la fuente con los


ojos cerrados. Al principio Nura pensaba que dormía, pero se engañaba.
-El agua es parte del Paraíso, por eso ninguna mezquita debe
renunciar a ella. Cuando me siento aquí y la oigo borbotear, regreso a mi
origen, en el vientre de mi madre. O más lejos aún, al mar, y oigo sus olas,
como el corazón de mi madre, batiendo contra la costa –le dijo en una
ocasión en que la niña estaba sentada junto a él y había estado mirándolo
largo tiempo»(157).

El seno del fregadero está lleno de un agua turbia y pestilente, que


me impele a girar violentamente la cabeza hacia un lado. Por dios, qué
hedor, Elisa, cómo has podido aguantarlo, pero ella sólo hace un gesto
displicente con los brazos. Me quito la chaqueta y me arremango. Me
presta un mandil, que me ato como protección. Despejamos el armario,
pongo un cubo bajo el sifón del seno, y aflojo y quito el tapón de rosca con
la ayuda de un trapo. Gotea un poco, como si exudara el interior. Aguardo,
pero no sucede nada. Hurgo con la punta de un cuchillo y golpeo la
tubería: de repente, se produce una eclosión de fibras de estropajo,
granos de café, lentejas, espaguetis y fragmentos de vidrio, arrastrados
por el agua pútrida, que caen al cubo y acaban por mediarlo. La fetidez
parece un material denso y pesado que lo arroja a uno a una cloaca. Puf.
Señora, le digo con cierta sorna amigable, la rejilla del desagüe está para
algo: por favor, no empuje lo que no entre por los agujeros, sáquelo y
póngalo en la basura, y no precisará la ayuda de ningún chapuza como yo.
Y, sobre todo, evite las aguas estancadas. Extráigalas con cualquier
cacharro. Ah, y use el desatascador, o sea, este aparato, no es una ventosa
de adorno. ¡Sus órdenes!
Faghira no es perfecta, lo intentó arreglar con la ventosa, pero sólo
consiguió llenar de salpicaduras la encimera. Al parecer, compartimos
señora de la limpieza.
Quiso traer a su marido, pero me pareció excesivo y le dije que os
tenía a vosotros.
Con el jabón y el agua templada del lavabo regreso al mundo
ordinario. El espejo repite cada una de mis acciones y gestos, al tiempo
que reproduce sin fatiga el espacio impersonal y aséptico del cuarto de
baño. No hay huellas de nadie, ni signos de identidad propios, salvo la
toalla, que conserva una leve fragancia humana. Noto ahora el cansancio
por el peso de los párpados. Me he dormido en el metro por instantes
durante el trayecto de regreso. Así que me humedezco los ojos y la frente
con abluciones de agua fría, y me seco de nuevo.
Farewell. Tiene que haber alguna razón para que recuerde ahora el
fragmento que recité el otro día en el ascensor. En el cerebro hay un
rincón donde se guardan todas las letras del abecedario, como si fuera el
estuche de un impresor antiguo. Llega la memoria con su mano
caprichosa, elige unas pocas, las ordena y les da sentido a su antojo con
algún fin inquietante: “... Yo no lo quiero, Amada. Para que nada nos
amarre que no nos una nada. (…) [Los marineros] una noche se acuestan
con la muerte en el lecho del mar...”. Sólo 16 letras distintas, 16, contadlas,
para un mensaje tan hermoso.
Hay otro rincón para las imágenes. Una imagen es el ascensor el
miércoles pasado, por ejemplo.
Al llegar de la oficina había una nota bajo la puerta: recuerda,
tenemos una cita en mi fregadero, con una caligrafía apresurada sobre
papel amarillo. Me he deshecho de la impedimenta, distribuyéndola
cuidadosamente por el respaldo de la silla, el lavavajillas o la mesa baja
del salón. He echado un vistazo general y todo estaba en orden. He subido
hasta el 3º saltando los escalones de dos en dos y, al llegar a la puerta, me
la ha franqueado sin llamar, como si me estuviera esperando. Te he oído,
ha dicho, y me he estremecido. Me sobresaltan siempre los
acontecimientos que tienen algo de prodigioso. Me abraza en el umbral
sin mediar palabra, me hace sentir la presión de los senos y los muslos
sobre mi cuerpo y me deja dos intensos besos en las mejillas. No estaba
pensando en el ascensor, dice. Farewell de nuevo. Sonríe maliciosa.
Desprende un ligero perfume, que reconoceré luego vagamente en la
toalla. También ella acaba de llegar de la UNED, me cuenta. Y: Andrea le ha
advertido que soy muy puntual, por eso ha regresado corriendo. Añade:
bueno, hola, pasa, guiándome hacia el interior.
Digo: ¿Dónde está el problema?, buscando con la mirada la puerta de
la cocina. Son mis únicas palabras tras su efusión. Toma algo, no tengas
prisa, un aperitivo, un café, una infusión, preparo el mejor capuchino del
mundo, sé que te gusta el capuchino. Andrea es un chivato. El problema,
Elisa: estoy cansado y quisiera acostarme temprano. Andrea ha obviado
contarle que también soy un poco borde.
Sin embargo, tras resolver el atasco del fregadero, lavarme las manos
y despejarme un poco, estamos aquí, sentados en el sofá con una botella
de vino y unos fiambres surtidos, como de bandeja de supermercado,
seguramente comprados en el Carrefour de Quevedo esta misma tarde, se
adivina el sudor de la película de plástico sobre la rueda de lonchas
variadas dispuestas en el plato. Ha insistido tanto... Una merienda-cena,
que decís vosotros, y una copa de vino. Vaaale. Frente al horizonte
abigarrado del salón, que observo como si fuera un enigma o un reto,
tratando de encontrar una explicación o una lógica a la intrincada trama
de objetos reunidos. Hay trasteros o almacenes más despejados. Eso es mi
marido, dice dialogando con mi cara de asombro, y traerá todavía unas
rodajas de queso ahumado, scamorza affumicata, aclara, está exquisito a
la plancha, pero así también está bueno. Es de COOP, la cooperativa del
PCI, los comunistas hicieron algunas cosas buenas en Italia, me lo ha
enviado mi madre.
Cuando he traspuesto el umbral y el vestíbulo, me he topado con el
bosque inextricable de muebles y objetos que lo ocupan todo y me he
detenido estupefacto. No hay forma de dar un paso sin tropezarse con
algo. Ya me lo anticipó Andrea: tendrás la sensación de que te abdujo el
pasado en forma de enjambre de cachivaches pretéritos.
Para colocar el plato con los fiambres sobre la mesa, ha tenido que
apartar decenas de ceniceros de plata, no, no fumamos, son de adorno, el
humo apestaría y deterioraría la madera de los muebles y el lienzo de los
cuadros, navetas (alguna de ellas, con su cacillo para poner incienso sobre
las brasas del incensario), marcos vacíos y cofrecillos. Incluso hay un
pequeño narguile un poco costroso que fue usado en el pasado para todo,
excepto para inhalar humo de tabaco, en su juventud de pervertida, según
reconoce Elisa. Y tres barajas viejas de Tarot de Marsella apiladas en
espiral a modo de zigurat, regalo de María, la madre de Andrea, quien las
recibió, a su vez, de su bruja de cabecera. Hace años María no había
convertido en locura la depresión por la muerte de su hija, y se podían
echar unos ratos con ella, aunque no es ésa exactamente la versión de
Andrea, quien afirma que Elisa nunca la conoció cuerda.
Como posavasos ha puesto dos discos de rafia, y ha encendido una
varilla de incienso.
Mi marido es anticuario, y aquí trae lo que no le cabe en la tienda o el
almacén, lo que le gusta especialmente, lo que no quiere vender de
momento, lo que restaura él personalmente,... y está todo lleno, la casa es
una enmarañada jungla de elementos, muebles, cuadros, jarrones, figuras,
esculturas, columnillas de mármol, abalorios, adornos, fetiches,... es un
reflejo de su obsesión y su manía, también pinta, reproduce cuadros que
le interesan por alguna razón, luego los vende o los regala, mira, y me
lleva prendido del codo hasta un rincón junto a uno de los ventanales,
donde hay una miniatura a escala, quizá a la tercera o cuarta parte, de
unos 25 o 30 cm de lado, de las lágrimas de San Pedro, de El Greco, a
punto de rematar, junto a un libro abierto por la página donde figura la
lámina, y un cajón de óleos y pinceles, con su secuela de trapos llenos de
manchurrones, como si pintara sentado en el suelo, acurrucado, o
agazapado, a salvo de las miradas del mundo. Fernando acumula el
pasado, yo misma tengo la sensación, a veces, de ser una reliquia del
pasado, que se casó conmigo porque le recordé a una antigua diosa
pagana o a una virgen de algún retablo medieval, como si no fuera de
carne y hueso, pero estoy hecha de fibra humana, mira, y se pellizca las
mejillas y los antebrazos, bueno, ya lo comprobaste en el ascensor el otro
día. Se sonríe pícara de nuevo. Disculpa, era una broma, dice enseguida,
posando levemente su mano sobre mi mano, pues debió advertir mi
turbación súbita. Chin-chin, y sonríe. Chin-chin, elevando la copa a la
altura de los ojos para escrutarla. El vino, lo sé bien, es un vehículo para la
memoria. Desata la lengua mejor que el pentotal sódico. Recuerdo la
calidez de sus labios.
Esta mañana Andrea se ha quedado dormido. No me extraña,
siempre fue una marmota. Elisa ha tenido que tocar el timbre con
insistencia para despertarlo. Ya no ha ido al gimnasio. Como consecuencia,
se ha podido demorar un poco más en las rutinas diarias: en la ducha, en
el desayuno, que ha sido más abundante que de costumbre, y ya no
comería, claro, como suele hacer siempre al regresar del gimnasio, luego
le pediría cualquier cosa la secretaria, ha comentado, un pollo del chino o
el burger y un refresco, por ejemplo, o una ensalada. Se ha marchado algo
más temprano a la oficina. Caminaré un rato, le ha dicho. ¿No se ha
llevado el coche? Ah, pues no se lo ha llevado. Le ha confesado que nos
quedamos hablando hasta las cinco de la madrugada. Hasta las cinco...
Dios mío. Había abierto la puerta con un párpado anclado por las legañas,
envuelto en un abrigo, y el pelo revuelto. Descalzo. O sea, una imagen
penosa. ¿Y las pantuflas con pompones? Rosas. Te vería mejor con una
bata de guata, unas pantuflas con pompones rosas y con rulos. Calla,
mujer. Y no te rías de mí. Me gustarías de marujona fatal. Es todo lo que
tengo encima, advirtió, levantando el dedo, sé prudente con las distancias.
O sea, que, salvo el abrigo, había salido en pelotas.
A tales horas, Elisa no despierta pasiones en nadie ni se siente capaz
de proeza sexual alguna. No te va a violar, Andrea, estate tranquilo. Un
poco de humor y basta.
Vaya ojeras, le había espetado como una amenaza, espera, y le bajó
una crema específica para disimularlas, mejor que esas de la colección de
Andrea. A mí también me ve desmejorado. He dormido menos que
Andrea, me levanto a las seis de la mañana, hoy a las seis y cuarto, me he
concedido quince minutos de pereza, diez minutos, los de siempre.
Qué barbaridad. ¿Existe el mundo a esas horas? ¿No desaparece el
mundo mientras ella duerme? Y hace un ligero vaivén con la cabeza.
También me ofrece la crema reparadora, pero yo no soy de
cosméticos más allá de la loción posterior al afeitado. Eres una mariquita
sin veleidades femeninas, y regresa la risa nerviosa del principio.
Chin-chin.
Entonces me doy cuenta de que viste el mismo chándal del viernes y
pienso que debió ser una muchacha traviesa, con ese pelo corto y la
mirada inquieta. Una joven arrebatadora. Una adulta turbadora y
misteriosa. Tiene rasgos de diosa romana. De puta romana, si he de hacer
caso a Andrea. El maquillaje, si existe, resulta imperceptible. Me lavo la
cara cuando llego a casa, me doy una crema hidratante, toca, verás,
suaaave, ¿verdad?, y me pongo un chándal. Por comodidad. Me habría
puesto una camisa larga, pero no quise parecer muy procaz en esta
primera cita. Estás guapa. Estoy nerviosa. ¿Por qué? Tú tienes la culpa, me
intimidas. Con los hombres yo suelo tener el control, pero contigo no
puedo, me desarmas.
Dos yemas puntiagudas brotan cuando se alisa la chaqueta del
chándal.
Chin-chin.
Tiene razón Andrea: de haber nacido antes, no me habría importado
ser Adriana(158), la prostituta. Mi madre me quiso poner Adriana, pero
acabó venciendo mi padre y me pusieron Elisabetta, que no sé de dónde
viene, si es que viene de algún sitio. Disfrutar, cobrar y descubrir las
miserias de la sociedad decadente, ser dueña de los secretos de quienes
se creen amos del mundo. Tiene que ser la pera.
Ésta es una sociedad decadente.
Algunas mujeres pagarían por irse contigo a la cama. Desvarías. Fija
un precio.
Bebemos demasiado aprisa. Supongo que no será obligatorio acabar
con la botella. Aún tengo que hablar con mi madre, que ha regresado de
Benidorn. Y quisiera hablar tan lúcido como me permitan el sueño y el
cansancio, con el güisqui del viernes ya tengo bastante para una larga
temporada. Le ha contado Andrea que acabé el día perjudicado. E,
inexplicablemente, me siento avergonzado y noto subir el calor a las
mejillas. A uno lo azoran, sobre todo, sus imperfecciones. No, más que sus
imperfecciones, con las que convive, su contradicciones. A uno le fastidia
ser una cosa y su contraria al mismo tiempo.
Seguramente sea cierto que está nerviosa. No parece una argucia
femenina. Le cuesta mantener la mirada. Y se estira con frecuencia la
chaqueta del chándal. Aunque deje caer frases provocadoras, tal vez para
recuperar el dominio o espantar la sensación de desamparo que dice
sufrir ante mí.
¿Qué o de qué hablamos? De todo. De la familia, de su madre, de su
madre hasta el hastío, de las relaciones personales, de amor, de amistad,
de Madrid, Madrid da para mucho en las conversaciones, evoca la falsa
historia de España, del trabajo, de la vida, de fútbol, porque hoy es lunes y
comienza la semana del partido del siglo, todos los partidos de fútbol
Madrid-Barça se convierten en el partido del siglo, aunque ninguno de los
dos llegaremos a verlo, Andrea por el seminario del fin de semana y yo
porque no me interesa, me parece una ordinariez los hombres en
calzoncillos, del cine que hemos visto sábado y domingo,... de todo. ¿De
mí? ¿De ti? También de ti. ¿Sí? Era la pregunta de una vanidosa. ¿Bien?
Creo que bien. Andrea te quiere. ¿Me quiere? ¿Tú crees? No. Te admira y
te quiere. Si me quisiera, no me habría ayudado a encontrar a Fernando.
Precisamente porque te quiere. Eres su hermana del alma. Dicho
literalmente. Yo también lo quiero. Desde que teníamos 15 años. Aquel
primer verano en Perugia. También hemos hablado de Perugia. De sus
calles empinadas. De los estudiantes. Del chocolate. No sabía que Perugia
también era famosa por el chocolate.
Podemos quedar este próximo fin de semana. ¿Para ver el fútbol? No,
ya me has dicho que no te interesa. A mí, tampoco. A Andrea, sí, pero
Andrea no estará. Por eso, no está Andrea, quedamos. Andrea sufre con el
Madrid como quien se somete a una operación de amígdalas sin
anestesia. O disfruta. O disfruta como un canalla, claro. Últimamente...
Para tomar chocolate. ¿Por San Ginés? No, tópicos al margen, déjate de
tópicos, chocolate de Perugia, lo hago yo. Podemos. No sé. Todavía es
lunes. Lo hablamos. Lo hablamos. A Andrea le parecerá bien. Supongo. Se
lo cuento mañana en el desayuno.
Se levanta y se ausenta un instante. La organización abigarrada del
espacio tiene un poder absorbente que me agobia. El salón, que debe
tener 50 o 60 m2 porque es unión de los dos salones de las viviendas
originales, está inundado. Nunca habría imaginado tantos objetos juntos.
Regresa y me entrega una pequeña caja azul, con la marca Baci ocupando
toda la tapa. Son bombones de Perugia, pruébalos. Reserva uno para este
fin de semana y lo compartimos. Guiña un ojo.
Es un tic. Ha retornado también la sonrisa pícara. Esta vez la remata
con una pequeña carcajada.
Chin-chin.
Desde la separación de sus padres, Andrea pasaba los veranos en
Perugia con su padre. Su padre había decidido que no tenía nada que
hacer en España y ya no regresó. A su padre lo invitaban regularmente a
participar en cursos de lengua y literatura españolas en la universidad. Allí
coincidimos el primer verano, nuestros padres siempre habían sido
amigos, allí nos hicimos nosotros amigos, luego vine yo, unos años más
tarde, pero nunca volvimos juntos a Perugia. Nunca. Ni una sola vez,
bueno, el pasado verano, pero sólo el pasado verano, unos días por un
tema inexcusable, ya sabes. Quizás estábamos condenados al
desencuentro. O quería el destino mostrar en nosotros el paradigma de la
separatidad, angustia incluida. Andrea me ha propuesto regresar este
verano contigo, los tres, como si fuéramos estudiantes. Ya no somos
jóvenes. Como si lo fuéramos. No tengo interés alguno en ser joven de
nuevo, la verdad, la juventud fue, la etapa de madurez me absorbe todo el
tiempo. Como adultos, como jóvenes, como si lo fuéramos, da igual, ir los
tres, jolines, majo. Falta una eternidad para el verano.
Dicho con toda la suavidad y delicadeza del mundo, también eres un
poco desagradable. Borde. No te cortes, dilo: borde. Borde.
En realidad, desde que vino con la beca Erasmus para hacer el último
curso de la carrera, apenas se veían, aunque ya me quedara a hacer el
doctorado y nunca me marchara de España. Sólo citas esporádicas,
aunque intensas, para ir al cine o al teatro, dar un paseo o tomar un café
en una de esas cafeterías antiguas, donde el camarero no te mira mal
aunque te eternices con una consumición sencilla, como El Café Comercial
o el Viena. Nunca como en Italia, donde se veían todos los días a todas las
horas del día. Entre ambos siempre hubo un fluido, que los convertía en
cómplices más que amigos. Cuando ella conoció a Fernando, a veces
salían los tres a cenar y a escuchar música. Nunca llevó con él a ninguna
de sus parejas de ocasión o efímeras. Hasta que compró la casa y me
llamó para decirme que seguramente nos gustaría comprar un piso en el
mismo edificio. Era una forma también de decirme: abandono Chueca.
Había tenido un ático alquilado en la calle Farmacia(159), y vivía a ratos
solo y a ratos con su madre. No llevaba bien mis reproches en nuestras
citas. Nunca aceptó bien las regañinas ni las críticas personales, le crean
inseguridad. De ahí que estos días regresara tarde, para no oírte palabras
que temía. Lo convencí para que hablarais y por eso habéis hablado este
fin de semana. Se parecía poco al muchacho de Perugia. Y yo se lo
recriminaba con dureza. Había descubierto su sexualidad en Perugia y aquí
no sabía qué hacer con ella, salvo vagar por el ambiente. Pasó muchos
años de una vida promiscua, buscando el amor desesperadamente entre
fantasmas, pero buscando en vano, porque no hay nada en las vidas vacías
del ambiente, adonde había acabado. Para él en aquella época, como para
muchos todavía, Chueca era su gueto, y su aparente osadía, su
marginalidad real y profunda. Yo creo que Fernando acogió la idea de
comprar esta casa para que nos encontráramos de nuevo. Quiso hacerme
ese favor. Y porque Andrea necesitaba escapar del mundo infernal del
ambiente, apoyándose en alguien como yo, por ejemplo. Necesitaba
sentirse querido y comprendido. Yo siempre lo he querido. No te ha
hablado de ese período de su vida. Le cuesta trabajo. Porque le parece
oscuro. Y porque lo tienta. Como el alcohol a un alcohólico desintoxicado.
Quizás algún día. Era tan distinto de los veranos de Perugia. Yo le advertía:
los locales de ambiente son como las barras americanas o los locales de
copas con putas, una forma de prostitución, encubierta o no, compraventa
de sexo, nada que ver con el amor. No puede haber amor en la barra de
un bar para marginados. Era asiduo de esos locales de ambiente. Aunque
su ansia más íntima fuera el amor. O su necesidad. Aunque buscara
compulsivamente el amor. O precisamente porque lo buscaba con
apremio. Si el amor está ausente, es de esos sitios, Andrea. Chueca es un
gueto, donde la exhibición de la diferencia configura en realidad un
refugio. El mundo de fuera te sigue poniendo un triángulo rosa invertido,
en cuanto que traspasas las fronteras del barrio. Y me evitaba para no
oírme. Es un error frecuente. Como es un error no escuchar las malas
noticias, creyendo que así se esquivan. Lo que no se escucha, lo que no se
ve no existe. Pero existe. También dedicaba demasiado tiempo al trabajo.
La actividad también lo protegía. Compramos dos viviendas, las unimos,
Fernando las fue llenando de pasado y nosotros nos vemos casi a diario,
pero no nos encontramos. Lo que yo necesito él no puede dármelo. Él
necesita un amor extraordinario y yo no puedo dárselo. Ni lo espera de
mí, tienes razón, somos hermanos. Es posible que lo haya encontrado
contigo. Él lo cree. Y lo teme. Lo espera y lo teme. Yo tengo mis dudas. Por
él y por ti. Para mí el amor es una quimera intelectual y un asunto de
endorfinas, es decir, vaciedad y química. Pero por lo menos ya no anda
perdido. Anda asustado, eso sí. No sé por qué me parece que lo tienes
atemorizado.

Tengo la sensación de que te estoy perdiendo.


Me lo dijo esta madrugada súbitamente y fuera de contexto, tras un
silencio, cuando ya apenas sosteníamos con dignidad nuestros cuerpos
contra el respaldo del sofá, y las cabezas empezaban a esponjarse. El
silencio se convirtió en una paloma muerta. Lo dijo mirando al vacío del
salón en penumbra. Y luego se giró e imaginé que, tras la pupila, asomaría
una súplica. Las pa-la-bras fluí-an des-paaaaaaaaaaa-cio hacia el oído
medio, como si nos hubiéramos excedido fumando marihuana, hasta que
me asaltó la imagen de Barceló y la tormenta, y me incorporé de repente.
El salón ya se había quedado frío y las tazas vacías de café llenaban la
mesa. En esta ocasión no habíamos puesto música. También faltaban las
colillas y la neblina del humo en suspensión para completar una escena de
película, Casablanca, cuando Rick e Ilsa, Humphrey Bogart e Ingrid
Bergman, se encuentran para hablar la madrugada anterior a su
despedida. Pero nosotros no fumamos. La única presencia era la del
aroma del café expreso que tomamos en abundancia. Y sentí la violencia
del chantaje emocional amenazándome. Hasta luego, dije, no dije hasta
mañana, dije hasta luego, me voy a la cama. Ciao, amado, como un
gemido, dos palabras que quizá no he entendido, que me parecieron
palabras de un remilgado, un desesperado o un ñoño, y agitó la mano sin
moverse del sitio. Hay ciertas expresiones de afecto que me suenan a
cursi, es decir, a vacío, y no las soporto. Lo que a otros puede parecer
dulce a mí me suena a violencia. Y sentí piedad. Por él, por mí, por todos
los que alguna vez somos estúpidos. Por todos los que necesitamos ser
estúpidos alguna vez y no nos atrevemos a manifestarlo. Estamos
extraviados, Andrea. Tú estabas extraviado, yo estaba extraviado, nos
encontramos y creímos haber recuperado el itinerario, pero es mentira,
ahora somos dos gozosos extraviados que creen, en su confusión, estar en
el camino correcto. No hay luz en nuestro bosque ni se aprecia luz por
parte alguna para guiarnos. “Somos velas que arden en el viento”.
Seguimos perdidos, Andrea. Tenemos que encontrar el camino cada uno y
ver si los caminos se aproximan o divergen. De momento sólo somos dos
extraviados, a los que ya no les basta el consuelo de verse confortados en
el extravío mutuo. Aunque nos defendamos con expresiones románticas
que acabarán siendo ridículas si no sabemos dónde estamos.
¿Dónde estamos?
Lo habitual es pasarse la vida extraviado.
Engañándonos. O mintiéndonos. La mentira trata los síntomas del
extravío. Y lo mitiga, pero no lo resuelve. Para resolverlo hay que mirarse
al espejo.

Os veis de lunes a viernes todos los días, pero no os veis sábado ni


domingo. ¿Por qué? ¿Por mí? Por ti y por Fernando. Lo de Fernando,
bueno, lo de Fernando no tiene importancia, Andrea conocía a Fernando y
conocía a su padre, se conocen, Andrea nos presentó, Fernando y yo nos
empadronamos en casa de Andrea para casarnos en el juzgado de
Chamberí, Fernando sabe de nuestra relación especial, Fernando también
desaparece muchos fines de semana. Mis relaciones no le causan ningún
trastorno ni a mí me incomodan las suyas. Ese es nuestro contrato.
Dormimos en habitaciones separadas, aunque muchas veces dormimos
juntos. Somos civilizados y nos queremos a nuestro modo. Por ti. Me lo
habéis ocultado. ¿Por qué ocultármelo todos estos meses? No es eso
exactamente. ¿Os acostáis? No. Qué dices. Nunca. Ya sé que no.
¿Entonces? No lo comprendo. Sois amigos. Andrea temía que tú no lo
entendieras. Andrea siempre teme que no entiendas las cosas. No sé por
qué, todo es sencillo, pero tiene ese temor. Yo no entiendo muchas cosas
de este mundo, ya sé que soy un auténtico burro, no entiendo por qué
sube o baja la bolsa, pero está ahí, por qué hay hambre en el mundo
cuando desperdiciamos comida, por qué se corta el pelo Silvia de ese
modo tan horrendo, por qué nos ocultan los problemas en nuestra
empresa, por qué las víctimas protegen a los verdugos o el proletariado
vota a la derecha,... muchas cosas no las entiendo, pero están ahí, se
producen, suceden, algunas de las que hace Andrea tampoco las
entiendo, pero venían con él, no entiendo sus horarios, no entiendo su
trabajo, su debilidad por los cuerpos lubricados, que a mí me producen
asco, no entiendo el desfile del orgullo al que asiste y a mí me produce
espanto, no entiendo parte de su pasado, algunas raras amistades del
presente, pero él es también todas esas circunstancias, y las admito, no
entender no es un impedimento para aceptar, el día que sean un
obstáculo dejaremos de estar juntos, convivo con mi ignorancia o mi
aturdimiento, pero lo vuestro no tiene nada de raro, no está relacionado
con ninguna catástrofe universal, parece razonable entender que seáis
amigos, que lo seáis desde antiguo, que lo sigáis siendo, no tendría
sentido dejar de serlo, no tiene sentido escondérmelo. Y no tiene sentido
que me ocultaseis vuestro encuentro diario y que no os vierais sábado y
domingo. No hay razón. ¿Por qué había de ser un problema que fuerais
amigos? Sería monstruoso que tuviera que elegir entre tú y yo. No puedo
pedirle que se divida.
Se encoge de hombros y frunce los labios. Andrea está lleno de
temores contigo.
En el pasado os veíais Andrea, tú y Fernado. ¿Por qué no vernos
Andrea, tú y yo o Andrea, Fernando, tú y yo? ¿Dónde está el problema?
El miedo contamina la vida y la convierte en un yermo.
¿Tienes en cuenta que tú también tienes miedos? Acaso Andrea
responda a tu miedo con sus miedos.

No sé por qué estás conmigo. Estoy. ¿Por qué? Me gustaría saberlo.


No lo sé. Me gustaría saber por qué una cena te trajo a mi cama y ya te
quedaste a vivir conmigo. No me preguntes. No sé por qué. Estoy. No voy
más allá de momento. Hay preguntas inútiles.
Te gusta este vino. ¿Por qué? Porque es bueno. ¿Por qué? …no lo
sabes. A la mosca del vinagre le gustaría si estuviera picado. Ella no se
pregunta.
¿Por qué me pediste que me quedara un día más? No lo sé. Y luego
otro. No lo sé.
Estoy cansado. ¿Tú también? Yo también estoy cansado, sí. Todos
estamos cansados. Hemos convertido la vida en una actividad frenética. Y
sin sentido.
¿Qué vas a hacer? Terminaré de preparar lo de El Escorial. Me espera
una semana agitada. No: ¿qué vas a hacer? Dices que estás cansado: ¿qué
vas a hacer? No sé. No lo sé. Le he dado vueltas a la idea de marcharme
de Madrid, dejar el trabajo. ¿El trabajo de toda tu vida? El trabajo que
consume mi vida, sí. Estos días, cuando daba vueltas por Madrid, sin
atreverme a regresar a casa por temor a tu abandono, cuando compraba
el silencio del periodista ése y me ocupaba del cantante drogadicto, me
decía que el trabajo ha dejado de ser nuestro sirviente para convertirnos
en sus esclavos, sólo hay trabajo, trabajo, trabajo. Ya no libera ni dignifica,
cosifica. Es un valor en sí mismo. Absoluto. Como un dios. Pero obsceno.
Como un tirano. ¿Dónde está nuestro tiempo? El tuyo y el mío. ¿Dónde
estamos nosotros? ¿Cuál es nuestro lugar? ¿Tú me ves haciendo este
mismo trabajo con 50 años? Peleándome con periodistas cretinos y
petulantes, con cantantes mediocres pero endiosados, con personajes
mezquinos como el marido de Blanca, no te sorprendas, es un mezquino,
con la cuenta de resultados y los objetivos de una empresa que ni siquiera
asistirá a mi entierro si me da un infarto. Hay gente que hace lo mismo
con 40, con 50, con 60, pero ¿y después?, siempre hay un después, el día
de las preguntas. Cuando te jubilas por ejemplo, cuando no hay nada que
hacer, cuando agarras un cáncer y te dan tres semanas. No, no estoy
enfermo, no tengo nada, pero en cualquier momento me surgirán las
preguntas. Algún día me haré preguntas y me asustan las respuestas que
pueda encontrarme. Las respuestas te encuentran, ya están con nosotros,
faltan las preguntas. ¿Para cuándo el tiempo de los afectos? Esa es una
pregunta. Los afectos son las migajas de nuestra vida, cuando deberían ser
el centro, el tiempo que ocupan es un tiempo consentido, una concesión
graciosa del dios trabajo. El amor es un recluso. A mí no me interesa el
trabajo, me interesa el amor.
El éxito se queda a las puertas de los cementerios, pero el amor
duerme contigo el sueño eterno.
Me paso el día mintiendo, Alonso. Mi trabajo es un ejercicio de
hipocresía permanente. Soy un cínico, Alonso, y temo ser, además, un
inconsciente que se miente a sí mismo, hasta creerse la vida que aborrece.
Vender es el oficio del patrañuelo, yo soy un vendedor, hoy en el mundo
todo está en venta, también nosotros, en primer lugar nosotros, estamos
en el núcleo del comercio y somos el auténtico objeto del negocio.
Es el trabajo que quisiste hacer siempre. No, en esto también fui un
romántico. Entonces, ¿cuál era? Éste, pero no era éste.
Pero el mundo gira alrededor del trabajo. No debieras parecerte a mí
en esto. Aunque lo mío es de siempre. Con un inconsciente hay bastante.
Con uno que hable de locos y de poetas hay bastante. Mi media de
permanencia en un empleo no sobrepasará los dos años o dos años y
medio. El más duradero fue el primero, apenas cinco años, y lo dejé por
motivos ideológicos, o me justifiqué con eso, tenía la sensación de estar
haciendo apología de un sistema que detesto. Trabajaba para necios que
se creían dioses con brillantina, cuando apenas respondían al arquetipo
del ídolo casposo. Majaderos que confunden un balance con el
conocimiento científico y su codicia con la política y el éxito. Las escuelas
de negocios son las iglesias paganas de esa nueva religión, y yo trabajé en
una. Cretinos edulcorados. Después los fui dejando por aburrimiento o
por hartazgo. Pero son trabajos, es decir, condenas, penas, castigos, no lo
entendemos. El trabajo es trabajo. O lo aceptas o te borras y te haces
eremita. Fue una condena bíblica y es una condena que hemos
reglamentado para someternos los hombres, hasta decir que dignifica.
Mentira: degrada. El actual me mandará al paro, me malicio, hay
problemas en la empresa y los intuyo graves. Mi madre es la única
persona que he conocido feliz con lo que hacía. Y mi padre, uno de los que
supo convivir con ello. Y yo temo morirme sin resolver el dilema entre
esclavitud y dicha respecto de lo que hacemos, y sin sentirme útil. No
hagas tú lo mismo, con un idiota es suficiente.
No existe el trabajo perfecto. Para la CEOE(160) es la esclavitud; para
mí, el que no existe. Habría que abolirlo. Yo pienso en un mundo sin
trabajo.
Y no se lo digas a Blanca cuando la veas, o te pondrá como chupa de
dómine. A mí me ha pronosticado una rápida conversión en indigente por
mi mala cabeza. Seguramente tenga razón también en esto. Hay cosas que
son y darles vueltas es perder el tiempo. El trabajo. Yo voy para eremita. O
para indigente. Entre el indigente y el eremita apenas hay un matiz
ideológico.
Hablo poco con Blanca y, cuando lo hago, principalmente hablamos
de ti. En segundo lugar, de sus hijos, y en tercer lugar, de su marido. Habla
con ella. Habla con ella de su marido. Me parece que empieza a pensar
que se ha equivocado. Es un mezquino.
Hemos hablado el domingo, hace un rato, mientras estabas con tu
madre.
Habla con ella.
He pensado en una granja, en una casa rural, no sé, en el campo.
Quiero irme. ¿Te vendrías conmigo al campo? A algún pueblo abandonado
en medio de la nada. Lejos de todo esto. No sé. Mi problema son las
tormentas, ya lo sabes. Las tormentas. Hasta que no halle mi tormenta no
tendré respuesta para nada. Hablamos la semana que viene, cuando
regreses de El Escorial.
Con Blanca y con sus hijos. Y nos compartes.
La semana que viene.
Cuando se acabe el abono, a final de año, dejaré el gimnasio.
Utilizaré ese tiempo en ir caminando a la oficina.
No me veo huyendo. Ni el mundo ni yo cambiaremos cerrando los
ojos. Huir es cerrar los ojos. El cambio sólo se opera con los ojos abiertos.

Estás conmigo porque nada te ata, yo no te ato, el trabajo, las


obligaciones atan, te podrías ir mañana, podrías ser un viajero y esta casa,
una estación de tránsito, esto no es un compromiso, estamos, tú lo has
dicho, estamos, no sé si es amor, tú no eres homosexual, ni siquiera
bisexual, tu homosexualidad es una circunstancia pasajera, como un
accidente, convaleces aquí de un accidente, nos cruzamos un día y
acabamos viviendo bajo el mismo techo, en ti no es una opción, estás, lo
mío sí es una opción, soy, ésta es mi vida, se ha configurado así, como se
han configurado mis huesos, mis músculos o mis venas, no entiendo la
vida de otra manera, muchos de mis problemas tiene que ver con esta
elección, o con la aceptación de esta realidad, es un hecho, yo soy
bisexual, u homosexual, no lo sé, no me lo planteo, vivo, me gustan los
hombres, tú eres bisexual ocasional ahora, eso sí, y seguramente
confundes sexo y amor. Estás aquí por eso. Fruto de un desconcierto. Si no
los confundieras, aquel día, tras la cena, te hubieras ido a tu casa y todo
hubiera acabado con los postres, o en la cama de aquel día en último caso,
que quizá te hubiera aturdido durante una temporada, pero nada más. Tal
vez vives deslumbrado por el resplandor de un día. O es la perplejidad que
se prolonga y te trastorna desde aquella cena. Si esto es un descalabro, te
irás cuando se te caiga la costra.
Tu vida es la de un viajero que suele hacer altos en un recorrido sin
estación de término, con una referencia en casa de tus padres a la que
regresas de cuando en cuando. Por eso tu obsesión es la tormenta
primera. Algún día te quedarás en un sitio, cansado o enamorado, no sé si
libre. Pensé que ese último sitio era yo, pero lo he dudado en las últimas
semanas, quizá temas por los últimos sitios.
Lo tuyo no es amor, sino desconcierto. Quizá tampoco sea amor lo
mío, yo necesito un amor gigantesco, un terremoto que me sacuda y me
arrebate, una conmoción, aunque sin compromisos que nos anulen,
detrás de cada compromiso está siempre el germen de la destrucción y el
desamor. Elisa dice que cada compromiso es una cadena.
No habría sido la primera vez que me habría ido con un heterosexual
a la cama. Te levantas y no ha pasado nada. Te fumas un día un canuto y
no te conviertes en drogadicto. Un heterosexual siempre será una persona
respetable. Tú serías respetable. Bastaría con no decir nada a nadie. Yo soy
muy discreto, conmigo están seguros los secretos.

Dice Elisa que detrás de la barra de los locales de ambiente está la


nada, tal vez lo esporádico conduzca indefectiblemente al precipicio, de
acuerdo, pero todo en la vida es efímero. La vida está hecha de la
naturaleza de lo efímero. O no sería vida.
¿Qué hay detrás de la dignidad de cada poema de Donde habite el
olvido o de los Sonetos del amor oscuro(161)? Es decir, en la calle,
expuesto al mundo, sin la protección del gueto. ¿No describen una forma
de soledad terrible y angustiosa? La víctima desnuda ante la hipócrita y
odiosa jauría humana dispuesta a despedazarte. Quizá lo mío también sea
el desconcierto.
Nos perdimos andando por caminos distintos, pero juntos andamos
perdidos igualmente, tienes razón.
¿Los has estado leyendo? A veces me despierto algo más temprano y
me tomo prestados tus libros de la mesilla. Los estoy leyendo. No todos,
estos dos. Sin orden, por donde se abren.
No quisiera morir abandonado y solo, Alonso, como Aschenbach(162)
en Venecia, persiguiendo a un efebo rubio inalcanzable. No me parezco a
Dirk Bogarde(163), sería un viejo calvo y fofo y, por lo tanto, patético.
No estarás ni calvo ni fofo: el gimnasio y la melena te protegen de esa
debacle.
Necesito un amor grandioso. ¿Y por eso te conformas con el primero
que pasa? ¿Eres el primero que pasa? Yo creí que eras mi conmoción
ansiada.
No ansíes. O creerás que caminas por un desierto.
Soy uno de tantos que reclama su mendrugo de amor.
No sé lo que quiero. Estoy desconcertado. Y perdido. Dios mío,
Alonso, estoy perdido.

Farewell. Mamihlapinatapai.

Elisa se incorpora, se desliza por encima del sofá, pasa sobre mí,
como una gata que se desperezara, y me invade con su aroma sutil e
insumiso, que provoca una excitación recóndita. Tengo que encoger la
tripa y levantar los brazos para facilitarle sus maniobras. Prende una
lámpara baja que nos ilumina con una luz indirecta. Y regresa a su sitio,
despertando la energía aletargada tras la bragueta. Estábamos hablando
en la oscuridad más absoluta.
Aún se levanta para entornar las contraventanas y echar las cortinas.
La luz mortecina de la calle a través de los visillos da sensación de
frío. Nunca entenderé el color pajizo de la luz de las farolas.
Chin-chin.
Ahora se retrepa hacia la esquina del sofá, se quita las zapatillas,
cruza las piernas y mete los pies bajo los muslos. Es un pequeño buda
femenino. Disculpa, dice, no sé si te parece mal que me descalce, así estoy
más cómoda. En calcetines. Bueno, en calcetines. ¿Te parece mal? No. ¿Tú
también eres de Calzedonia? Sí, ¿cómo lo sabes? Son como los que suele
llevar Silvia a la oficina y dijo que eran de Calzedonia. Silvia, vaya. La
secretaria.

Podríamos irnos los cuatro: Blanca, Elisa, tú y yo. Blanca te quiere y te


volvería a amar. Elisa podría descubrir el amor contigo. Yo estaría seguro
de que es amor lo que nos une. Y te cuidaríamos los tres. Nunca tantos te
amarían tanto.

Andrea teme que acabes regresando a Blanca y que lo abandones.


Andrea no conoce a Blanca.
¿Por qué no te lías con Blanca? No me contestes, sé la respuesta: ella
es fiel a su marido y tú tienes el sentido de la fidelidad muy arraigado. Eso
quieres decir cuando afirmas que Andrea no conoce a Blanca. ¿Por qué
has levantado esa muralla para no acostarte hoy conmigo? Tal vez ni hoy
ni nunca. Tampoco me contestes, también sé la respuesta: estás muerto
de miedo. No lo contemplas y, por lo tanto, estás muerto de miedo. Pero a
Andrea no le importaría que te liases con Blanca o que te acostases
conmigo, él sólo querría saberlo. Él sólo quiere que lo quieras, que lo
ames. Él sólo quiere estar seguro de que lo amas; lo demás es secundario
y le importa un rábano.
Aparte de la comida hay desayuno, almuerzo, merienda y cena,
incluso aperitivo, y hay gente que come a deshora; a Andrea le basta con
ser una de ellas, admite que otros sean otras.
Disculpa, no pretendía ser frívola. Pero lo has sido. ¿Te conformarías
con ser el antipasto? En esa relación de comidas del día, ¿qué seríais cada
uno? ¿Andrea, tú y Blanca? Lo peor es ser el alka seltzer. La digestión de
los días requiere grandes dosis de alka seltzer a veces. Yo no quiero ser el
alka seltzer de nadie.
Has hablado de cinco comidas, incluso platos. Yo hablo de alimento.
El amor es el alimento.
Dices que confundo amor y sexo, pero aquí todos confundimos amor
y sexo, quizá porque de lo que se trata es de confundirlos.
Come, que no comes. ¿No te gusta? En la bandeja decía: surtido
ibérico.
No te enfades conmigo. No me enfado contigo. No me enfado con
nadie, pero esta conversación me incomoda.
Chin-chin.

Si viniera ahora Fernando, no haría preguntas, te saludaría, tal vez


nos acompañara en el vino y se ocuparía de sus cosas. Si viene y no me
encuentra aquí, no va a mi habitación, puedo estar con otra persona. No
suelo. Mejor dicho, no lo hago. Por pura estética. Tampoco me despeloto y
me pongo a fornicar en medio del Retiro. Aunque tiene su carga de morbo
la idea. Y como Fernando hago yo, si vengo y no lo encuentro en las zonas
comunes de la casa. ¿Eso convierte en superficial nuestra relación? ¿Vacía,
sin contenido? Pues no sé. En superficial convierte cualquier relación la
falta de amor. Nosotros nos queremos, pero no nos poseemos, no somos
el uno del otro. No somos como tu padre y tu madre, vale, pero no sé si
nos queremos menos; no somos menos, desde luego. ¿Fernando y yo nos
faltamos al respeto? No hay ninguna persona en este mundo que me
respete tanto como Fernando. Se suele llamar amor al derecho de
propiedad, y así les va a las maltratadas. Amor, sexo, posesión, todo
pretende ser lo mismo. ¿Qué ley incumplimos nosotros? ¿Qué orden?
¿Rompemos el orden natural? ¿Qué es orden natural? ¿O rompemos un
tabú? Es decir, una norma moral escrita para mantener un orden
interesado. Una concepción de pareja destinada a encomendar a la familia
el control social de su núcleo.
Si yo fuera Fernando, me parecería natural encontrarte aquí sentada,
hablando con alguien como hablas conmigo, y me sentaría también a
compartir el vino. Pero no entendería lo de la cama. ¿Ni siquiera habiendo
pacto? Entre Fernando y yo hay ese acuerdo que nos libera de la fidelidad
anacrónica. Yo no podría sellar ese pacto. Algo en mi entraña me lo
impide. No sé qué es, algo. Una pulsión interior, tal vez, pero también una
forma de entender el amor. Hacer el amor no es una sesión de masaje ni
una visita al peluquero. ¿Es lo mismo hacer el amor y follar? ¿Cuáles son
los elementos reales de vuestro pacto? ¿Qué aspectos? Hay emociones y
sentimientos en juego. Yo no entiendo el amor como un gallinero. Ni el
sexo como un trámite para desahogarse. Aunque entienda que la familia
tradicional como centro de relaciones se ha agotado. Que es un modelo
caduco. Tal vez sea un tema cultural, tiene una dimensión cultural, desde
luego, aunque no sólo es cultural, pero la cultura se incrusta en el ADN, no
es fácil modificar pautas seculares. O tal vez sea hipocresía. Tal vez yo sea
un hipócrita, qué le vamos a hacer.
Todos somos hipócritas. La hipocresía nos permite sobrevivir.

¿Conoces a Marisol? La vecina del 4º C. Salimos juntas a tomar una


copa a veces. O compartimos un café aquí o en su casa. Ella sí te conoce.
Me ha hablado de ti. Es que estás bueno, narices. Marisol dice que le
gusta tu culo. Para agarrarse. ¿Te has mirado al espejo? ¿Te miras? ¿Eres
consciente de despertar las miradas de mucha gente? ¿De ser deseable?
Marisol te anotó hace tiempo en su agenda de apetecibles. Es enfermera,
trabaja en la clínica privada que hay un par de calles más abajo, por eso se
compró el piso. Recuerdo a la muchacha de pelo rizado y largo que se
cruza conmigo por las mañanas, enciende su pitillo y baja taconeando
hasta apagar el sonido de las pisadas cuando gira al llegar a la esquina.
Mira qué casualidad, podrías saludarla un día y decirle que tienes una
vecina que es compañera suya, quizá quedaseis a tomar un café en alguna
ocasión, quizá se iniciara una aventura, la vida está llena de serendipias.
Virgen de la Luz. Monjas. Confesión católica. Comunión y Liberación o
Legionarios de Cristo, por ahí andan. El concilio de Trento.
Fundamentalistas. Su principal actividad, los partos. ¿Qué hace ahí
Marisol? Eso se pregunta ella. Está. Es una excelente profesional. ¿Tú crees
que todos los que nacen ahí son hijos de su padre y de su madre? De su
madre, sí, pero yo no pondría la mano en el fuego asegurando que son de
su padre. Marisol tiene indicios de lo contrario. Fariseísmo, hipocresía,
cinismo, fachada,... Ésta es una historia de hipocresía. Cuanto más
fundamentalistas, más fachada. Algunos llevan siglos enjalbegándose y la
capa de cal forma ya una muralla. Yo también te podría contar historias de
fachada, protagonizadas por gente de mi oficina, el jefe y una secretaria, o
el jefe y otro jefe con otra empleada, ya sé que hay mundos disolutos tras
las fachadas de corrección social. Silvia, nuestra secretaria, te podría
ilustrar, ella sí parece estar informada. De lo que yo hablo es de
honestidad. Y yo te hablo de honestidad. Desde el principio te estoy
hablando de honestidad. Esas hipocresías yo también las repudio. Marisol
se ha traído a algún santurrón de ésos a la cama. Simplemente porque
estaba bueno. Ella folla, no hace el amor. Ella no tiene remilgos, le da
igual, no lo esconde, no peca, los que pecan son los otros, pero no por
joder, joder no es pecado, ese es tu error, joder no es pecado, sino por
mentirse unos a otros, por disfrazarse, eso sí es un pecado, por mantener
el carnaval todo el año. Fíjate en su dios: los condenaba por hipócritas
mientras salvaba a María Magdalena, y por eso lo crucificaron.
No puedo entender que a dios se le ocurriera inventar el sexto
mandamiento. Es que no es una ocurrencia divina. Los mandamientos son
cosa de los hombres. Si fueran de dios, estarían grabados en el corazón.
Dios no necesita hacer el paripé del monte Sinaí con los pedruscos
grabados, eso lo necesitan los hombres para confundir a otros hombres y
tenerlos dominados.
Nacemos con el estigma del pecado, y nos pasamos la vida
intentando librarnos de esa carga. Tampoco es cosa de dios ese estigma,
también es un invento humano.
El diablo está más cerca de ser cardenal que libertino. Si ese dios
existe realmente, tras el juicio final, los libertinos se sentarán a su
derecha, mientras los cardenales penarán en la profundidad del fuego
eterno del infierno. Un libertino es una buena persona. Marisol es una
buena persona. Y yo soy una buena persona.

¿Y no serás un poco estrecho? ¿Qué tiene que ver lo que pienso con
la estrechez? Suele ser lo mismo, querido, suele ser lo mismo. Ni miedo ni
tabú, estrechez, estrechez. Elaboras teorías pero, en el fondo, se trata de
estrechez. Y de ser un poco corto de mangas.
No has comido nada. Tú, tampoco. El plato es para ti. Yo tomo un
yogur y una fruta o un yogur sólo. Te he puesto el plato de fiambres para
que ya no tengas que cenar.
Toma un sorbo de la copa y se arrebuja en la chaqueta del chándal
hasta convertirse casi en un ovillo. Se queda con la copa en la mano y la
observa detenidamente. La mueve ligeramente para hacer girar el líquido
en su interior. Si cenas un yogur y una fruta, el vino... No me pidas
coherencia, me gusta una copa de vino. También soy contradictoria. Si no
he dicho ya una cosa y su contraria, la diré dentro de un rato. Pero así
avanzo. Y crezco. No sigo una línea recta, zigzagueo, retrocedo, corrijo, no
siempre fui y pensé de la misma manera, he cambiado. No siempre
distingo entre lo que pienso libremente y lo que me es impuesto. O entre
lo que pienso libremente y mis reacciones furibundas ante cuanto se me
pretende imponer. La devuelve a su sitio en el posavasos. Y me hago
mejor persona. Aspira ruidosamente. ¿No crees que soy una buena
persona? Licenciosa, pero buena persona. Tengo frío, estoy destemplada,
agarraré una gripe o un resfriado. Te pediría que me abrazaras, pero
acabaría violándote. Nunca me dura tanto tiempo un hombre ahí sentado,
si es que consigue sentarse. Ya estaríamos en la cama. Deberíamos estar
en la cama echando un polvo. Yo sólo os concibo a los hombres en la
cama. No me servís para otra cosa, bueno, sí, para desatascar el fregadero.
Sois poca cosa, poco útiles. Si no fuera por la cama, seríais un estorbo. Un
día se sintetizarán los espermatozoides y ya no tendréis utilidad alguna.
Bueno, y un día se idearán úteros y placentas artificiales, como se idearon
las incubadoras, y tampoco nosotros tendremos utilidad alguna. Somos
útiles en la medida que somos productivos. Eso nos explica la moral
religiosa. La moral que manda. Todos nos hemos convertido en calvinistas.
Qué horror. Pero quedarán las emociones. Y los sentimientos. El enigma
del futuro es qué hacer con emociones y sentimientos. Un polvo como
dios manda, por ejemplo, aunque ya no le sirva a la especie. Y un abrazo. Y
un beso largo, largo. Una caricia. Quizás sea eso el amor. O su expresión
más auténtica. Una palabra. Una palabra tiene efectos mágicos. ¿O
bastará con un chute de endorfinas si todo se reduce a las endorfinas?
Una suerte de mundo feliz, como el de Huxley. Si despojamos al sexo de
sus servidumbres, quizás aparezca el amor. Justamente lo contrario que
dice la Iglesia, que lo pone todo al servicio de la procreación. El papa se
entromete en ese debate prohibiendo los anticonceptivos. Para un
horizonte de emociones y sentimientos estáis poco dotados. Así que me
quedo en el sexo normal y corriente. Andrea es distinto, acaso porque es
homosexual, y eso le da un perfil diferente, casi femenino, Andrea dice
que tú también tienes el lado femenino muy acusado, y que eso se nota
en la cocina, cocinas bien, con entusiasmo, cocinar es un acto maternal
para ti, dice él, y en el forma que tienes de pasar las hojas de un libro.
Pasar una hoja puede ser un trabajo o un acto delicado, y tú lo conviertes
en un acto delicado, eso dice Andrea, nunca puse atención en semejantes
detalles.
Ahora mismo debería estar preparando unos temas para mañana. Me
marcho. No, ni se te ocurra, tienes que acabar ese plato y tenemos que
acabar esta botella de vino. Yo he bebido bastante más que tú. Hoy seré
yo la que acabe con una cogorza. Cuando venga Fernando, me dará un
masaje y prepararé los temas. Conozco a algunos hombres que merecen la
pena: Fernando, por su tolerancia y sus masajes; tú, por el fregadero, por
la cocina y por aguantarme, nadie me ha aguantado tanto una perorata en
la esquina del sofá sin rechistar; Andrea, bueno, Andrea por sí mismo,
Andrea es mi amigo. A Andrea lo quiero desde el principio de los tiempos.
Pareces un niño al que le estuvieran regañando, con esa expresión
huidiza y entrañable. No. En el fondo, eres adorable. Ya me lo había dicho
Andrea: estrecho, medroso, pero adorable.
La luz que nos ilumina está situada a mi izquierda y Elisa, en el rincón
del sofá, a mi derecha. Así que se encuentra en una difusa penumbra
donde se desdibuja la ropa y la piel se muestra como el relieve brillante y
mágico de sus palabras. Es una de esas luces que crea una burbuja
ambarina donde sólo caben los personajes y lo demás se borra.
No me mires así. Me pones nerviosa. Me excitas. Me cohíbes. Me
excitas y me cohíbes. Tengo la sensación de que me arrancaras secretos de
dentro.
También me lo ha dicho Andrea en alguna ocasión: cuando mira
Alonso no recorre con los ojos la superficie de las cosas, sino que las
penetra y ocupa su interior hasta desentrañarlo.
Contigo tendría que hacer el amor a oscuras.
Contigo no podría follar solamente.
Sin embargo, tienes mala memoria o eres mal fisonomista.
¿Por qué? Quiero decir: ¿por qué lo dices?
Le pregunté a Andrea si habías trabajado en EFI, la escuela de
estudios financieros. Hace quince años. Hace quince años, ¿ves? Más o
menos. Él no estaba muy seguro. Me sorprendió que hubieras cambiado
tan poco, y le pregunté por eso, para confirmarlo. Durante cuatro años, al
acabar la carrera. Yo me acordaba de ti perfectamente. No vas a envejecer
nunca. Uf, ya tengo canas. Poquísimas, con 40 años, poquísimas. En algún
sentido, eres como las rocas. Apenas se te nota la erosión del paso del
tiempo. Haces los mismos gestos que entonces, te mueves y caminas de la
misma manera, la voz es idéntica. Supongo que habrán cambiado más las
cosas en tu corazón y en tu mente de lo que se aprecia en tu aspecto. O
darías miedo. No te recuerdo. Yo no estudié en el centro, evidentemente,
como sabes lo mío es la historia, pero nos presentaron. Una amiga, un día,
una rubia despampanante que estaba obsesionada contigo, a ti te
gustaba, ella pensaba que a ti te gustaba, tuvo que tirarte los tejos, no se
cortaba un colín, iba directa a lo que quería, abordaba a los chicos sin
pelos en la lengua, yo acudía a buscarla a veces, compartíamos piso, y un
día nos presentó, por un día no es para acordarme, yo sí me acordaría,
fíjate, me acordaba, yo tengo un archivo en el cerebro con todas las caras
que he visto en mi vida, ella preparaba oposiciones a Hacienda, la
recuerdo vagamente, no mientas, tienes que acordarte de ella, llamaba la
atención y anduvo tras de ti todo un curso para llevarte a la cama, no
creas, no miento, era una alumna, eso sí es un tema tabú, confundes para
justificarte, era una opositora, una opositora no es exactamente una
alumna, tenía mi edad, luego tenía tu edad, 40, ya, 38, vale, dos años
menos, tengo la impresión de que te daba miedo traspasar una línea,
como ahora te da miedo traspasarla conmigo, no es lo mismo, es lo
mismo, es el miedo. Teníamos un plan conjunto, ella te llevaba a la cama y
luego te llevaba yo, o te compartíamos, en aquella época compartíamos
relaciones, éramos un poco casquivanas, en eso, como ves, no he
cambiado mucho, pero no consiguió conquistarte, o seducirte, en el fondo
me parece que se acabó enamorando de ti, terminó despotricando,
cuando has hablado bien de alguien, muy bien, sobre todo, decía que eras
brillante, no, decía que eras genial, es genial, decía, se había puesto de
moda la palabra, sólo se habla mal luego si te has enamorado, es una
forma de manifestar el despecho y vengarte de la derrota. Los
sentimientos juegan malas pasadas.
El destino se reinventa y nos pone trampas para cumplir con lo
escrito. Pudimos encontrarnos entonces y nos hemos encontrado ahora,
pudiste conocer entonces a Andrea a través de mí, pero lo has conocido
ahora y ha sido él el vehículo para que me conozcas a mí. El destino se te
acaba imponiendo. Yo creo en una forma de destino que no tiene que ver
con la fatalidad, sino con los retos que hemos de afrontar en la vida. Te
llega, lo rechazas y él vuelve. Como la soledad es la más tozuda, ella es la
que se queda en ese intermedio. Has estado solo mucho tiempo.
Lo peor es que uno esté solo sin saberlo. Y, a veces, pasa.
Eres afortunado a pesar de todo. La vida te ha llenado de
oportunidades de las que huyes como de un nublado. Pero regresan. Y se
te ofrecen de nuevo. Por ahí cualquier día aparece mi amiga la rubia. No.
Andrea me ha hablado de Blanca, el amor de tu vida, aunque a mí eso de
los amores de una vida me parece un invento propio de un culebrón
venezolano. Aquella muchacha rubia también pudo ser el amor de tu vida.
O ella y yo, las dos juntas, un trío, ¿por qué no? Todavía no conocía a
Fernando. Es como si Blanca y mi amiga, y seguramente todos los demás
amores que han ido pasando por tu vida, fueran el agua que te resbala
entre los dedos y se te escapa, queda la humedad efímera, pero en
realidad no queda nada, porque hay que aprender a retenerla, y tú no has
aprendido a retenerla.
¿Qué fue de ella? ¿Aprobó la oposición? Aprobó, sí, muy
brillantemente, ella era muy brillante. Como tú, mira. No es mi caso, yo
soy del montón. Luego le perdí la pista.
Se habrá casado con algún funcionario aburrido y se habrá cargado
de hijos. Las mujeres como ella sólo tienen dos opciones: la prostitución o
un marido aburrido y un montón de hijos. Muchas veces ambas opciones
coinciden en una, el matrimonio, que es la institución donde las putas
están bien vistas.
Jo, qué virulencia verbal. Es la verdad. La verdad suele ser tan molesta
como un escupitajo. El matrimonio es una institución donde la gente
acostumbra a refugiarse de la vida, y lo confunde con la vida. También hay
gente feliz. Oh, sí. Hay gente pa tó, qué me vas a decir. Yo la conozco. Y yo
la conozco. ¿Tus padres, un amigo,...? ¿Verdad? Sí. ¿Ves? ¿Y tú? No me
hables de los demás, háblame de ti. No se trata de hacer una lista con los
que aciertan, todos ajenos, si es que aciertan, si no es que se engañan, se
trata de no volver a meter la pata, no digo de no cometer errores, puedes
equivocarte, tienes derecho a equivocarte, hablo de no dejar pasar la vida,
de agarrarla. ¿No tienes la impresión de que la vida pasa ante ti sin que tú
hagas nada por formar parte de ella? Como si huyeras. ¡Qué me vas a
decir!: tú no huyes nunca.
Gabriela enharina los escalopines mientras habla.
Gabriela excede en unos quilos a Elisa y usa dos o tres tallas más de
sujetador. También tiene un hijo mayor y diez años más. Elisa ya no tiene
acento italiano ni Gabriela conserva nada del deje porteño. Su hijo sabe
de Argentina por los mapas. A Gabriela le gusta la cocina italiana. Amó
tanto a un hombre que, tras arrebatárselo el cáncer, ya no recuerda nada.
La vida da y quita, da y quita.

Leonardo da Vinci era homosexual, y su amante, Andrea Salai, uno de


sus discípulos preferidos, se casó y tuvo hijos. Y Alejandro Magno era
bisexual, se casó con varias princesas y tuvo varios hijos, su amante fue
Hepestión, el comandante de su caballería. Aquiles también fue bisexual
con toda seguridad. Y Aristóteles, posiblemente Platón. Y eso no los ha
hecho menores. ¿Por qué mi madre se pone del lado de los que mataron a
García Lorca? ¿O de los que permitieron morir en la indigencia a Oscar
Wilde? ¿Dónde está la perversión en sus versos? ¿Qué hay en mí de
perverso? ¿Por qué me hace cargar con una lacra y no me entiende como
me entiende mi padre? Como me entiendes tú o me entiende Elisa. ¿Me
entiendes tú? ¿Qué he hecho mal? ¿Cuál fue mi pecado? Si no me corta la
lengua o las manos, ¿por qué quiere cambiarme? ¿O es que el pecado es
nacer? ¿O no morir? Yo no tengo la culpa de que en mi destino no
aparezca un coche atropellándome.

¿Tú amas a Fernando? No. No amo a nadie, ya lo sabes. No, en el


sentido de Andrea, ese amor arrebatador. O en el tuyo, ese amor
exclusivo, reduccionista. No es que no crea en el amor, simplemente soy
escéptica, yo no creo que pueda conocerlo nunca, por eso no establezco
dicotomía entre sexo y amor, es que sólo encuentro accesible el sexo y no
quiero vivir amores descafeinados. El último error fue Fernando, con
Fernando creí encontrar el amor, aunque encontré, sin embargo, amistad,
comprensión, compasión, sí, también compasión, en su sentido
etimológico, sexo, compañía, entendimiento,... el amor como arrebato es
una entelequia y una estupidez. Y el amor excluyente, una engañifa. A lo
largo de la historia el amor no ha existido, es una invención relativamente
moderna, ha habido pactos para mantener intereses de familia, lo sé bien
por razones de trabajo, recuerda que soy historiadora, el amor sólo
aparece en Romeo y Julieta o en los amantes de Teruel, y es una tragedia,
la realidad es La Celestina, una suerte de encuentros pactados y sucesivos
cuernos por los que se paga un tributo, en forma de dinero o emociones,
por eso yo no condeno la prostitución, la prostitución no me parece mal,
no es un mal, es un mal la explotación sexual de las mujeres, como es un
mal la explotación laboral de los trabajadores, me parece un negocio más,
hay más prostitución en muchas parejas que en Montera, la gente paga
por un polvo, como hay gente que paga por una compañía o por un
certificado del registro civil. Hoy abundan también las empresas que
brindan compañía a cambio de un precio, desde un primo postizo hasta un
acompañante ubicuo. Históricamente, la familia ha cumplido el papel de
estas empresas de compañía. A cambio de un precio, siempre a cambio de
un precio. Emociones o dinero. Ése era el significado de la dote. Yo he
tenido suerte con Fernando, somos civilizados.
Confundimos felicidad con inopia. Mi padre le ha estado poniendo los
cuernos toda la vida a mi madre. Ha tenido varias amantes al retortero, al
tiempo o sucesivamente. Alumnas, compañeras o la panadera. La
panadera estaba casada y le ponía los cuernos a su marido con mi padre.
Todo el mundo sabía que la panadera y mi padre eran amantes. Y todos
miraban hacia otro lado. Es posible que a su vejez siga teniendo alguna
amante. Es posible, no, seguro. No le desaparecen los espolones al gallo,
se le endurecen con los años. Mi madre se ha hecho la tonta. Ha sido feliz
por ignorante. Si lo hubiera sabido, habría sufrido muchísimo. O quizás ha
sufrido y no lo ha manifestado por guardar las apariencias. La felicidad
también es una forma de apariencia.
Una persona feliz es con frecuencia un tonto que no se hace
preguntas. Si eres feliz, realmente feliz, es decir, si no eres un imbécil, eres
más feliz cuando te haces preguntas.

Se acabó, ha dicho Elisa cuando ha servido el resto de la botella hasta


la última gota y ha hecho el ademán de estrujarla por el cuello. Se acabó,
ha repetido, y ha compartido conmigo una rodaja de queso ahumado,
poniéndome la mitad directamente en la boca.
Comes como un pajarillo. Me sorprendes. Los hombres coméis como
si os protegieseis de una hambruna venidera. Mi madre apartaba lo mejor
para mi padre, y le servía en primer lugar. En la mesa se ve que sois
primitivos. Pero no es tu caso. Curioso.
La espuma de leche para el capuchino la ha hecho con una maquinita
cilíndrica parecida a la de mi madre. No entiendo cómo se sorprendió
Andrea el domingo al verla en su cocina. Andrea es a veces muy
despistado. Ella se ha preparado un expreso. En los platillos ha puesto
sendas pastillas de after eight de menta, la chocolatina que inventaron los
ingleses de Rowntree para después de la cena para estimular la digestión.
Nestlé, cuando compró la marca, cambió la cobertura de chocolate negro
por chocolate con leche, y se perdieron parte de sus virtudes con la
permuta.

“Huele a tomillo. Debe ser la vida”(164).

El café deja un releje invariablemente oscuro en las tazas. Siete tazas,


siete relejes distintos que quizá evidencien la evolución del futuro a lo
largo de la noche, si hemos de hacer caso a los cafeomantes. Un
lavavajillas sin creencias acaba con todo eso. Y el sueño. Que nos libera,
porque nos libra de la carga del pasado y la ansiedad por el futuro.
Andrea no sabe qué pensar de la sucesión de monólogos de esta
noche. Hablamos como si conversáramos con nosotros solos y no nos
escuchara nadie.
Pero nos escuchamos.
Tenía que hablarte de Elisa. Ya me has contado cosas de ella. Más. No
sé si he sido justo con ella o tan superficial como en todo, como casi
siempre. Es mi mejor amiga. Es la única amiga verdadera que tuve durante
mucho tiempo. Ella me hizo amarme completo, encontrarme y -ahora lo
entiendo- no vivir castrado. El problema de la castración es que se acaba
reproduciendo en el cerebro; en muchos casos, empieza por instalarse en
la mente, y acaba por ocupar el corazón. Esto de la homosexualidad es
como el sida: cuando la gente lo sabe, mantiene las distancias por si se
contagia. Aunque te muevas en un mundo tan liberal en apariencia como
el de mi trabajo. En apariencia, porque en muchos aspectos es
profundamente reaccionario. Seguimos siendo maricones o mariquitas,
aunque se nos consienta la visibilidad. Y aunque seamos un número
excepcionalmente elevado. Quedamos bien en el decorado. Y ella siempre
estuvo cerca. Ella me quiere de verdad. Es buena persona. Es mejor
persona de lo que admite, juega a ser mala, pero no pasa de ser traviesa,
es buena persona, y menos calavera de lo que pregona. Se ha creado una
imagen de mujer fatal que no le corresponde. Su descaro sólo es un
arrebato de sinceridad. O un grito de socorro, a veces pienso que un grito
de socorro, para espantar la soledad. La insoportable separatidad. Ojalá
fuera la mitad que ella la gente con la que me cruzo todos los días.

No le hagas daño a Andrea. Continuad, dejadlo, haced lo que tengáis


que hacer, pero no le hagas daño, no podría soportarlo.
No ha puesto servilletas, así que le doy un clínex para que se limpie el
churrete que le ha dejado sobre el labio superior la espuma oscura del
expreso.
Te diría que me lo quitaras tú a mordiscos, pero probablemente
saldrías corriendo.
¿No te ha dicho Andrea que soy una mujer fatal? ¿Eh?
Me ha dicho que eres una buena persona. O sea, tonta. No, como
Antonio Machado(165).

Cuando hablas, si cierro los ojos, me parece estar oyendo a Andrea, si


no fuera por el timbre de voz. Es que pensamos igual. En ocasiones decís
cosas que no pensáis, adoptáis una pose provocadora, sólo para agitar la
coctelera. En un mundo paralelo, seríais gemelos. Salvo su creencia en un
amor sublime, que en mí es escepticismo, incredulidad absoluta casi. Por
eso he de protegerlo. Es mi hermano pequeño. Tan frágil. Y tan tierno. Es
un niño con cuarenta años.

Me gustaría decir que lo quiero, pero no sé si lo quiero. Lo quiero,


pero no sé si lo quiero. No sé si Andrea es lo que quiero. No sé si quiero
algo. No es Andrea, soy yo. Mi confusión. Mi antigua confusión. El miedo a
fracasar antes de dar el primer paso. No sé si es lo que busco, si es que
busco algo; a él lo he encontrado sin buscarlo. Se me impuso una noche,
sin que me lo impusiera nadie. Otros tuvieron esa experiencia homosexual
un día y regresaron de ella como si no hubiera pasado nada. Incluso, hay
quienes la tienen como su vicio secreto. Algunos de los mejores clientes
de los chaperos se declaran públicamente enemigos acérrimos de la
homosexualidad. O que pregunten a los curas pederastas. O a los que
tapan la pederastia. Yo me sumergí un día en ese océano libremente. Y me
quedé un día más porque quise. Y luego otro. No hay hipocresía en lo que
hago, pero me siento indefenso. Él me lo pidió, aunque no habría hecho
falta que me lo pidiera. Blanca y mi madre han pretendido protegerme,
pero, si preciso protección, no es de Andrea, sino de mí mismo, y por
otras razones ajenas a Andrea y nuestra relación. No sé si es lo que
necesito, si es que necesito algo, me lo pregunto, aunque me angustia
pensar que pueda necesitar de alguien. Uno necesita a su padre y a su
madre, y se esfuerza por prescindir de ellos, los llama viejos, los llama
carrozas, por liberarse, para ser adulto, por equilibrarse por dentro y
reconocerse en sí mismo. Uno vive cuando consigue matar a sus padres. A
sus padres, a sus maestros, a sus jefes,... Si uno no perpetra ese asesinato,
se pasa la vida de la mano de alguien. Desvalido, como dices sentirte tú
ante mí, aunque en tu caso me parece sólo una estrategia para intentar
seducirme. Si uno necesita de alguien, es que no ha crecido, se siente
huérfano y busca sustitutos de las figuras paternas. Nada de eso es amor,
aunque haya un sentimiento con ese nombre. Dices que tampoco es amor
lo tuyo con Fernando y también se supone que debiera serlo. Debiera
serlo en muchas parejas y es cualquier cosa excepto amor. Se confunde
sexo con amor, es verdad, lo dice Andrea y lo dices tú. Es posible que yo
los confunda. Se llama amor a la propiedad o a la dependencia. Se llama
amor a cualquier vocecilla humana que suena en medio de nuestra
oscuridad vital. Se confunde simbiosis(166) con amor, reflejo con
reciprocidad, uno le es útil al otro, le cubre sus carencias, se las disimula y
lo acaba confundiendo, confunde su pierna con la muleta que lo ayuda a
caminar.
Yo digo que todo eso es parte de mi extravío y no tiene que ver con
Andrea. Es en general. Andrea es aparte. Andrea es además.
Nunca imaginé un hombre en mi vida, pero apareció Andrea. Nunca
cupo un hombre en el imaginario de mi vida. El imaginario se configura de
acuerdo con los estereotipos al uso. En mi estereotipo no estaba Andrea
como hipótesis. En mi imaginario estaba una mujer. Mi primer amor fue
un chiquita de nueve años que todavía no he olvidado. No sé cómo hemos
llegado adonde hemos llegado. A vivir juntos. No sé ponerle nombre. Y
necesito ponerle nombre a las cosas. ¿Qué soy? ¿Cómo se llama esto?
Vosotros tal vez lo sabéis pero yo no tengo ni idea. No sé si me ha traído
hasta aquí la sucesión de confusiones en la que he convertido a las
mujeres en mi vida, no lo creo, que comenzó con Blanca y terminó en Ana
y en Gabriela. Salvo Blanca, y Gabriela por otros motivos, relaciones de
entre seis meses y un año. A veces, dos al mismo tiempo. Oh, sí, yo
también he experimentado eso. Ana ni siquiera fue algo, Ana fue una
entelequia. No sé si he sufrido un error, uno más, o es el último, o es el
episodio que acabará cerrando todos los errores de antes. Estamos en el
intervalo de entre seis meses y un año. No sé qué sucederá la semana que
viene. Hemos dicho de hablar la semana que viene.
Tú dices que es miedo.
Sólo sé que estoy en Andrea.
Y no sé si hay algo después.
Supongo que todos somos homosexuales, aunque el miedo lo oculte.
El miedo a lo prohibido. A lo innombrable. El tabú. La sombra del eunuco
funcional Rouco Varela es alargada. Homosexuales, bisexuales,
heterosexuales,... en el fondo, todo es lo mismo. Como dice Andrea, y en
eso tiene toda la razón, el sexo sólo es un modo de diálogo con los demás,
una expresión de nuestra relación con el otro, una de las más profundas,
la más íntima, la más genuina, en la que más energías conjuntas se
requieren e invierten, y donde se concitan y se mezclan más emociones,
donde uno se borra y se olvida de sí mismo para ser el otro y no ser nadie.
El sexo es el lenguaje en el que habla el amor. Por eso son distintos y se
confunden. El orgasmo es una forma de muerte, y el zen(167) dice que esa
es la primera forma de meditación. Es decir, la primera iluminación, la
gota de agua diluida en el océano, aun sin ser conscientes. Ahí, amor y
sexo se confunden, aunque sean distintos. Si fuera cierta la
reencarnación(168), la vida no sería esta vida, sino una sucesión de vidas
en las que uno ensaya, cata y prueba, experimenta, examina, es hombre,
mujer, padre, madre, hermano, hijo, amigo,... y aprende. Estamos aquí
para entender el significado de una sola palabra: amor. Silvia sabe decir
amor en quince idiomas y en esperanto. Ser padre, ser hijo, ser hermano,
ser amigo o el sexo es una forma de experimentarlo. Una forma de
aproximarnos a su significado. Una forma de entenderlo. Para entenderlo.
Padre, hijo, hermano, amigo,.. quizá sean nombres para el amor y, por
encima de todos, descifrándolo, quizá esté el amor erótico, donde aparece
el sexo para confundirlo y para iluminarlo todo.
Y, sin embargo, la historia de la humanidad y nuestra propia historia
es una sucesión de desencuentros. Hablamos de amor, pero hablamos de
sexo. Hablamos de sexo, pero hablamos de amor. Seguramente los
confundo o seguramente se confunden. Según Andrea, yo los confundo
cuando debería distinguirlos.
Y llegamos al asunto de vuestra liberalidad o de mis cuernos. Yo llamo
cuernos a lo que llamáis tolerancia. Según vosotros, porque confundo sexo
y amor. Es verdad, los confundo. Pero los distingo. Cuando hay amor no
puede haber otra cosa, aunque puede haber sexo solamente. En mi vida,
Gabriela, por ejemplo, sólo ha sido sexo, pero nunca contaminamos a
nadie.
¿Puedo llamarlo así, tolerancia? Para entendernos, aunque no sea el
término más preciso. Lo hemos hablado muchas veces, también este fin
de semana. Y lo sigo llamando cuernos. La razón es que vosotros y yo no
entendemos por amor lo mismo.
Dice, dices o decís: es un asunto de libertad. Pero no tiene que ver
con la libertad. Sino con el amor. Aunque no hay amor sin libertad. El
amor es un recorrido que se hace con los bolsillos vueltos, para que nada
pueda tener precio. Se ama o no se ama, no es una relación simbiótica.
Dice, dices o decís: nuestra tolerancia es un ariete contra el tabú. El
Marqués de Sade rompió muchos tabúes, pero los 120 días de Sodoma se
acabaron recreando en la república de Saló(169), de Passolini, el
paradigma de una sociedad brutal y en descomposición. En Saló no había
libertad, y la diferencia es la libertad. Nunca saltaron más tabúes que en
Saló y nunca hubo menos tolerancia. Quizá estemos ante una sociedad en
descomposición y, por lo tanto, no sé si esas propuestas aparentemente
liberales nos conducen a la libertad o a la consunción definitiva, para
terminar alimentándonos de nuestras propias heces. Es lo que sucede en
Saló. Una sociedad en liquidación se convierte en primer lugar en disoluta.
Y en corrupta. La corrupción está en lo público, en la calle. Y la disolución,
en lo privado. La sociedad huye enloquecida hacia adelante. Si es verdad
lo que creen algunos, estamos en las últimas etapas de unas sociedad
agotada. No es casualidad que la obscenidad haya invadido los telediarios,
la televisión basura tenga éxito o se jalee a los políticos ladrones y
mentirosos. El sistema se hunde y la moral que lo sostiene se diluye. Y tus
propuestas, aunque parecen ser ariete contra el sistema, también te
diluyen con él, de hecho os acoge y os normaliza, y lo convierte en
negocio, no es una propuesta moral nueva ni una nueva concepción social,
es viejo, porque no defiende el amor ni lo reivindica, sino que hace del
amor algo secundario. La sociedad o el sistema sólo reconoce como
enemigo lo que no puede ser negocio y pone, en consecuencia, el negocio
en entredicho. El amor es el auténtico enemigo de la sociedad en que
vivimos. El amor es lo único realmente revolucionario.
Lo que sugerís yo lo llamo cuernos, y no contemplo los cuernos. Lo
que tú propones no es una revolución, sino, probablemente, un camino de
consunción.
Andrea ha hecho un gran esfuerzo, sé que respeta el pacto implícito,
a pesar del equívoco con Alfredo, su amigo, el fotógrafo, el pasado
domingo, ha hecho un gran esfuerzo, pero tal vez no lo debiera haber
hecho, yo no lo habría hecho, yo no lo he hecho, no creo que haya que
modificar nuestras conductas o torcer nuestras convicciones para tener
una relación, somos lo que somos y quienes somos, vamos con todo
puesto, si hay que modificar conductas es probable que la relación carezca
de sentido, al menos cuando se trata de posturas contrapuestas. Las
relaciones no pueden sobrevivir con contradicciones esenciales, al menos
con contradicciones sustanciales. Si a mi me apetece ir ahora al cine y a ti
al teatro, no es una contradicción insalvable, ni siquiera es contradicción,
apenas controversia, se puede pactar. Ahora, si tu crees que te puedes
acostar hasta con el lucero del alba y yo creo que esa relación está
reservada a nuestra relación de pareja, estamos ante una diferencia
sustancial, porque yo entiendo que no son elementos o sustancias
separadas, amor y sexo van de la mano, y, por lo tanto, no es posible la
relación de pareja y la manga ancha. El sexo expresa el amor, es su lengua,
y, por lo tanto, es su medida. Cuando en un idioma se tergiversan las
palabras, todo el lenguaje resulta mancillado. Quizá yo esté anticuado,
quizá mi concepción está en entredicho, quizá sea una concepción
antediluviana, de cuando el ser humano estaba configurado para
garantizar su supervivencia y la supervivencia de una especie. Ahora la
supervivencia tiene otro sentido, no basta con cumplir años, con poder
contarlo, ahora la supervivencia sin libertad, sin igualdad, sin relación
como superación de la separatidad, como asunción de la soledad
ontológica no tiene sentido, es decir, los elementos a preservar han
cambiado. A lo mejor es verdad, tenéis razón, lo que está en entredicho
son las relaciones de pareja, la exclusividad, nos pasamos el día siendo
recíprocos pero seguimos comportándonos como reflejos. Quizá nos
acercamos, me acerco a las nuevas realidades con una actitud meramente
intelectual, entendemos, sí, pero no incorporamos, no forman parte del
cuerpo, no las hemos convertido en pensamiento de todos el cuerpo,
entendemos cuando las ideas forman parte de nuestro cuerpo y se
expresan en emociones y sentimientos espontáneamente. Entre pensar y
sentir hay contradicciones, entre ideas y emociones, aunque el
sentimiento sea una forma de pensamiento. Entiendo lo que decís pero no
puedo asumirlo. Me cuesta entender que llego a casa y esté follando con
otro o con otra, no parece muy estético, ya sé que Fernando y tú lo tenéis
muy asumido, ética y estética mantienen, sin embargo, una relación
dialéctica, son la misma cosa, aunque sean distintas, el amor y el sexo
tienen una relación dialéctica, son lo mismo, aunque sean distintos, como
entre lo bello y lo correcto, lo feo y lo incorrecto, quien viste feo es porque
es feo, quien ama lo escatológico es porque, en realidad, tiene una vida de
mierda, el sexo así se convierte en valor de uso, satisface pero no nutre, es
una falta de respeto, quien no respeta al otro no se respeta a sí mismo, no
ama quien no se ama, ama a tu prójimo como a ti mismo, fíjate, dijo un
dios, y no hablaba de egoísmo, porque mientras no te ames a ti no podrás
amar a nadie, y reconócete porque mientras no te reconozcas no podrás
conocer a nadie, el acto de mayor generosidad es el del propio
conocimiento, surge del conocimiento de la propia identidad.
Negar el amor es desconocerse a uno mismo, porque uno no tiene
explicación si no es desde el amor.
Es posible que Andrea y tú tengáis razón, no lo sé, y en parte mi
concepción surja de un viejo sentido de la propiedad sobre el otro, es
posible, pero no me veo resolviendo esa contradicción en mí, ni siquiera la
veo resuelta en mi generación. Tampoco la veo resuelta en vosotros,
vosotros devaluáis una parte. El amor tiene que ver con las endorfinas,
pero no es las endorfinas. Si lo fuera, habría que cambiar a Cupido y su
arco por una jeringuilla y una aguja hipodérmica. Un mundo feliz, de
nuevo. Ciertos cambios no son como variar la dirección en la marcha por
la calle, o de sentido, o un cambio de marcha en un coche, que basta con
pisar el embrague, es más complejo, hay ahí procesos cincelados y
soldados a fuego por años de educación y de práctica, oh, sí, nuestra ama
la señora cultura, sobre los que uno puede operar para tratar de
modificarlos, pero no es fácil, hay gente que sí, yo creo que las mujeres sí,
las mujeres tenéis una gran ventaja en ese aspecto, desgraciada ventaja,
pero ventaja, porque es más fácil, por ejemplo, pelear por la igualdad
desde quien la exige que desde quien ha de ceder, es más fácil luchar
contra la esclavitud cuando se es esclavo que cuando se es señor, el señor
no entiende la dimensión de la tragedia del esclavo porque sólo
administra el beneficio del sistema de esclavitud, no se tiene conciencia
de la esclavitud cuando se es amo, como no se tiene del proletariado
cuando se es empresario, de la explotación cuando se es explotador, o de
la izquierda cuando se es de derechas, es decir, de los principios cuando se
vive en el mundo de los intereses, los intereses son los auténticos
enemigos de los principios, porque los intereses expresan el valor de uso
de las cosas y de las ideas, el ser humano desaparece. El que sufre una
relación es quien está en mejor disposición de entenderla. Y, por lo tanto,
de enfrentarse a ella y cambiarla para siempre. Vosotras habéis sufrido de
pertenencia, aunque lo llamaran amor. Como el esclavo, el explotado, el
siervo, aunque ahora se llame relación laboral o trabajo. Y entiendo que
no os baste con ser manumisas, sino iguales.
Con pequeñas excepciones, sí, que tú conoces y que yo conozco,
aunque no siempre las reconozcamos, vivimos en ausencia de amor.
Nuestra sociedad es un lugar inhóspito, regida por valores que niegan e
impiden el amor, enemigos del amor, donde el sexo es un valor de uso,
aunque digan otra cosa nuestros prebostes, pero, fíjate, que hablan con la
mano en el bolsillo. Vosotros, sin daros cuenta, le hacéis el juego a esa
concepción, al convertir el sexo en poco más que un masaje o un
lavamanos. No se puede devaluar el amor ni convertir el sexo en un chute
de endorfinas.

Todo este rollo, palabra por palabra, más o menos, se lo he soltado a


Andrea esta madrugada. Mi madre dice que soy insoportable. Y Blanca. Y
Gabriela. El sexo no es una o varias de las comidas del día, con lo que uno
podría ir de aquí para allá de picoteo, como las gallinas. El amor es lo que
me alimenta y el sexo es sustancia de ese alimento, como los minerales o
las vitaminas o las enzimas, vaya usted a saber. Es posible que sólo sea un
rollo para justificar mi estrechez, pues vale, en fin, todo este rollo sirve por
lo menos para resumir que no me voy a acostar contigo, aunque,
seguramente, acostarme contigo, echar un polvo conlleva menor
desnudez que el tiempo de intimidad que acabamos de tener, donde nos
hemos despojado de cualquier envoltorio, sin dejarnos prenda alguna,
estamos vestidos pero estamos en cueros, la sinceridad nos desnuda, y
estamos transparentes como los cristales perfectos -por eso predomina la
hipocresía en el mundo-, y donde se han producido escenas de ternura y
erotismo. Si hubiésemos ido a la cama y hubiéramos hecho el amor -¿o
echado un polvo?- nos habríamos ahorrado parte de la conversación, el
sexo ayuda a que no hagan falta las palabras. El sexo también hace de
traductor. Tendrá que ser otro día, cuando deje de ser estrecho y no me
acogote el miedo.
Pues vale.
Cuando se cierra la puerta a mi espalda, siento la losa del día en los
hombros. El día tiene 24 horas, de las que debería uno pasar 8 durmiendo.
De repente el cuerpo es una marioneta de plomo que toma las decisiones
por su cuenta y sólo obedece a la fuerza de la gravedad. De repente me
cuesta bajar la escalera. Y traspasar la puerta de casa. Y hacerme cargo del
paso del tiempo. No podré hablar con Blanca ni con mi madre. Y, sin
embargo, cuando miro el teléfono, lo observo saturado de llamadas
perdidas de ambas, más de mi madre. Lo había puesto en silencio antes
de subir a casa de Elisa. Aprendí esa función hace una semana, cuando
Silvia anduvo manipulando en las funciones del aparato para cambiarme
las músicas.
Dios mío. No sé si esto es un suspiro. O el reconocimiento de una
derrota.

Esta mañana había anotado en una octavilla unos pocos titulares de


prensa para revisarlos más detenidamente esta noche por internet. Y
ahora no sé si son una relación de chistes malos o de títulos de tediosos
monólogos del Club de la Comedia. Si por lo menos recordaran a Eugenio
o Gila. Pero sus herederos se han ocupado en dilapidar el legado. Son
zafios, el humor actual es chabacano, como son odiosas las noticias.

Montilla avisa de que tumbar el estatuto dañará la “convivencia”


El gobierno diseñará un plan de crecimiento para la próxima década
Salgado vincula la reactivación del empleo a acuerdos en el diálogo
social
El miedo a perder la venta en exclusiva revuelve a los loteros contra
Hacienda
Renfe plantea subir los billetes de Cercanías un 5%
La crisis fabrica miles de opositores
Una chica deprimida pierde la pensión por culpa de Facebook
Pirateado el correo de un centro británico que investiga el cambio
climático
El 68% de los adolescentes españoles prefiere internet a la televisión
Muñoz Molina pide un gran pacto sobre la guerra civil
Serrat regresa a Miguel Hernández
El hermano de Miguel Carcaño dará su testimonio por televisión

Qué disparate, dios mío. No han transcurrido 24 horas y ya parecen


noticias de un pretérito remoto. Son antiguas. Porque son mentiras. Y la
mentira es lo primero que envejece.
Vivimos definitivamente en un teatro en el que se inventan escenas y
se fabrican diálogos. Las noticias son diálogos con la realidad. Falsos
diálogos, morcillas de los falsos protagonistas de la realidad inventada. El
mundo es una invención con la que se nos adoctrina. En el periódicos hay
falsos periodistas y en el parlamento español hay 350 falsos
parlamentarios, que tienen de la calle la visión que dan los telediarios.
Actores que nos desprecian.

A Blanca le envío un mensaje: Hablamos mañana, estoy cansado, lo


siento.
Y llamo a mi madre, que se comporta como una madre controladora
y absorbente. Es tarde. He estado ocupado hasta ahora. No has venido a
vernos. Mañana iré a veros, hoy es tarde. Mañana, mamá. ¿Estás
enfermo? Cansado.
En toda la conversación, Elisa revolotea como una paloma. O como
una mariposa. Cualquiera puede ser la mariposa que, en su aleteo,
desmorone el universo que nos cobija. Ningún universo es definitivo. Y
ella sabe cómo desordenar el mío. Al salir me ha besado. Pago la deuda
del ascensor, ha dicho, y ha buscado con la mano en la entrepierna
respuestas cuyo control nunca he tenido. Farewell. Otra vez. Maldita sea.
Maldita Elisa. Maldita Silvia.

NOTAS AL CAPÍTULO 12:

147. Del griego euthimos, de buen corazón, de buen ánimo, nos informará él más tarde, para
aclarar la rareza del nombre. No sé de dónde habrá sacado el dato, porque no se le ve muy culto ni
muy leído. “De mi hijo, que se dedica a esto de internet”. Pero, al parecer, él y su hijo están
distanciados desde la separación matrimonial, hace ya 12 o 14 años.
148. Enrique Tierno Galván, profesor de Derecho Político, depurado en su día por la
dictadura, cabeza de lista por el PSOE, se hizo con la alcaldía de Madrid tras las elecciones
municipales de 1979, una vez alcanzado un pacto general con el PCE. Dicho acuerdo supuso la
transformación de la vida municipal del país, hasta entonces controlado por los servidores del
franquismo y sus esbirros, que, incluso, acabó por cambiar el aspecto de las ciudades y facilitó el
desarrollo de movimientos nuevos, como la “movida”, tan denostados por la derecha casposa. Se
mantuvo en el cargo hasta su fallecimiento en 1986. Una moción de censura del CDS-PP contra su
sucesor devolvió la alcaldía de Madrid en 1989 a la derecha, es decir, como demostrarán el paso
del tiempo, a los herederos del franquismo. Buena parte de las listas se nutrían y se nutren de
acendrados franquistas.
149. El procedimiento es el siguiente: se ingresa en el banco una cierta cantidad de dinero,
3.000 euros, por ejemplo, y el banco certifica dicho ingreso en concepto de ampliación de capital. A
continuación se saca con un talón al portador, y se vuelve a ingresar, certificando el banco de nuevo
tal ingreso en el mismo concepto. Hasta diez veces, si se quiere ampliar en 30.000 euros.
150. Sonríe o muere, la trampa del pensamiento positivo, Barbara Ehrenreich, Turner.
151. “Sólo cuando se haya talado el último árbol, sólo cuando se haya envenenado el último
río, sólo cuando se haya pescado el último pez, sólo entonces descubrirá el hombre blanco que el
dinero no es comestible”.
152. “El problema no es que acabe un siglo, el problema es que está acabando una
civilización. El siglo es un convencionalismo, como lo es el milenio, porque para cantidad de seres
humanos que se rigen por otros calendarios, el milenio no tiene ningún sentido. Lo que sí está claro
es que hemos llegado al final de una civilización. Nosotros somos los últimos de una forma de vivir,
de entender el mundo, de entender las relaciones humanas, que ha llegado al final”. José
Saramago, el amor posible, Juan Arias, Planeta.
153. Si els fills de puta volessin, canción de Quico Pi de la Serra. El álbum, publicado en 1977,
lo conserva Lola en un estante como oro en paño.
154. El viaje del elefante, José Saramago, Alfaguara.
155. Los santos inocentes, Miguel Delibes, Destino.
156. “Converso con el hombre que siempre va conmigo
-quien habla solo espera hablar a Dios un día-;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía”.
(Antonio Machado, Campos de Castilla, Autorretrato, fragmento).
157. El secreto del calígrafo, Rafik Schami, Salamandra.
158. La Romana, Alberto Moravia, Bompiani y Debolsillo.
159. Entre Fuencarral y Hortaleza, en pleno barrio de Chueca.
160. Confederación española de organizaciones empresariales, la gran patronal española.
161. Sonetos del amor oscuro, Federico García Lorca, Altera, y Poesía completa, Luis
Cernuda, Barral, ambos sustraídos a mi madre. Están sobre la mesita de noche.
162. La muerte en Venecia, Thomas Mann, Edhasa. Andrea lo ha leído varias veces.
163. Evoca la película, adaptación de la novela original, que dirigió Luchino Visconti y
protagonizó este actor.
164. Hay una macetita de tomillo sobre la encimera. Ninguna otra planta. Y ya ha conseguido
sobreponerse con su fragancia a cualquier otro olor de la cocina. Sorprende la ausencia de
albahaca siendo Elisa italiana, pero así es. La frase la vi escrita en alguna parte. No sé de quién es,
pero describe ahora perfectamente este rincón de la casa. Y mi propia actitud ante las cosas. La
veré escrita más tarde en la bitácora de Joludi, y él sugerirá la autoría de José Saramago, aunque no
sabrá si se la oyó a él, a Pilar del Río o a Dulce Chacón. No importa. Lo importante es que la recordé
y la he anotado.
165. ...soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

(Antonio Machado, Campos de Castilla, Autorretrato, fragmento).


166. El arte de amar, Erich Fromm, Paidós.
167. Un pájaro al viento, Osho, Martínez Roca.
168. Lazos de amor, Muchas vidas, muchos maestros, Los mensajes de los sabios, Brien
Weiss, Ediciones B.
169. Saló o los 120 días de Sodoma es una película (1975) de Pier Paolo Pasolini, basada en el
libro Los 120 días de Sodoma, del Marqués de Sade. Se desarrolla en la película de Saló, en 1944-
1945, en el norte de Italia, durante la ocupación nazifascista. República de Saló, República Social
Fascista de Saló o República Social Italiana fue un estado creado por Benito Musolini en el norte de
Italia, ocupado por la Wehrmacht alemana, cuando las fuerzas aliadas tomaron el sur del país.
Tenía virtualmente su capital en la ciudad de Roma (en Saló estaba la Agenzia Stefani, que enviaba
desde allí sus mensajes oficiales a la prensa), y existió entre 1943 y 1945.
13
Haciendo memoria
Francisco Campillo, III

Conoció a Yolanda tomando un café en Casa Patro. Ya se había


marchado a Canarias para ejercer de godo el camarero hosco y había
traspasado el negocio. Antes, el socio rubio de las manos gordezuelas se
había disociado, se había instalado por su cuenta y había abierto el bar
Perales. Habían pasado aproximadamente dos años desde que Francisco
viniera por primera vez con el inspector de Hacienda y descubriera este
universo insólito del área industrial, que le recordaba al oeste sin ley
americano. Por lo menos, dos años. Aunque ahora no está seguro, tal vez
fuera más, tres, ya había nacido la niña.
Casa Patro lo regentaba este mismo hombrecillo apacible de hoy,
cuya mujer, Patrocinio, hace las veces de cocinera, y habían contratado a
un camarero enigmático que sorprendía a Francisco por su calva, como un
otero desnudo azotado por la ventisca. Unos pocos pelos largos sueltos,
que acabaron siendo afeitados hasta obtener esa actual redondez monda
y lironda de la cabeza. Un enigma al desnudo. Una calva es un
interrogante para Alonso. Siempre se pregunta por lo que habrá dentro, y
si allí tiritan o hierven las ideas, caso de haberlas, dependiendo de la
época del año. A Francisco siempre le produjeron cierta aversión las
calvas; a Alonso, sin embargo, lo fascinaban. Desde niño, cuando
descubrió la calva de Ramón y Cajal en la enciclopedia Larousse. Les
encontraba un no sé qué libidinoso y clarividente a la vez. Qué cosas.
Durante un tiempo creyó que a su padre le faltaba ser calvo para ser
perfecto. Hoy sabe que la imperfección es el estado perfecto. ¿Andrea?
No, Alonso deja escapar una sonora carcajada, Andrea tiene una hermosa
cabellera lacia que se ata y exhibe como si fuera la cola de un caballo.
Se lo había anunciado la secretaria de la Comunidad de Propietarios:
vais a tener competencia, una asesoría de Madrid abre aquí una oficina en
el edificio del bar Perales. Muchas noticias son propaganda encubierta. Y
ésta lo era.
La había visto en alguna ocasión antes pero no había reparado en
ella. Una más entre las pocas mujeres que visitaban el bar y se sentaban
discretamente. Por más que ella resultara ciertamente llamativa. Las
mujeres solían situarse en la entrada, en el hueco que forma la puerta con
el mostrador, o en el fondo, las dos zonas más reservadas de la barra,
donde la luz de la ventana o la de los fluorescentes apenas rompen la
penumbra. Para pasar desapercibidas, supongo. Se fijó en esta ocasión,
cuando el cuchicheo del camarero calvo y el transportista de los camiones
con el don de la ubicuidad acabó por despertar su atención. El
transportista alardeaba con aspavientos. Con cada gesto, se la pasaba tres
o cuatro veces por la piedra. Éstas finas no saben lo que es un hombre en
la cama, decía el baladrón, que tenía fama de campeón y libertino, y un
día, pene en mano, había hecho exhibición de atributos ante sus fieles en
medio del bar, para que nadie dudara de lo que significaban treinta y dos
centímetros en el sistema métrico decimal. En reposo. El camarero calvo
le daba la razón con su risita tenue. Vaya, por dios. Había algo de morboso
en la alopecia del camarero y de petulancia en las palabras del
transportista. El transportista era también el propietario de la pensión de
magrebíes. Estaba esperando a sus cobradores, uno o dos arrendatarios
que le recaudaban los pagos de sus conterráneos a cambio de pequeñas
rebajas en su inquilinato. Me guiñaron un ojo. Hay un pacto no escrito
entre los varones que los hace cómplices para llevarse al huerto a las
mujeres. Y proscribirlas. O para asesinarlas, si se trata de asesinarlas. Dice
Lola: el asesinato de una mujer por el terrorismo machista nunca deriva
de un arrebato, sino de la connivencia y el encubrimiento. El machismo es
un convenio colectivo. “Algo habrá hecho” no es un tópico.
Una mujer es un territorio a ocupar, por eso se habla de conquista.
Pero Yolanda era el Everest por la vertiente más dura, y estos carecían de
la necesaria provisión de oxígeno y medios para someter esa cima. Unos
estúpidos.
Aquel día vestía falda de tubo ajustada, blusa blanca, chaquetilla y
unos zapatos de tacón vertiginosos. Quizá fuera su atuendo la excusa que
incitara a la pareja. La miré de soslayo, esbozó una sonrisa y adiviné en sus
labios la palabra “hola”, y yo repetí “hola” en voz alta. Calculé: apenas 25
años. No entendí cómo me había podido pasar desapercibida. Ni lo
entiendo ahora cuando han transcurrido 10 años. Lola me miraría luego
de arriba abajo con una expresión más enigmática que sonrisueña. ¿La
conoces?, preguntaron ambos. No. La negativa les liberó la lengua
definitivamente. Sería una indecencia repetir siquiera en la memoria los
comentarios obscenos de ambos, especialmente los del transportista.
Pensé: no hablan así de las mujeres de su entorno porque se suele ser
respetuoso con la propiedad privada. Si de repente fuese su madre,
alguien les daría una bofetada.
Supe que ella salía tras de mí por el ruido de sus pasos. Y dejé que me
alcanzara. Eres de la gestoría. Esto es como una aldea, para lo bueno y
para lo malo. Hemos coincidido en otra ocasión, pero tú no me viste. Sé
que esos me estaban desnudando. Pobres. Deduje que eras de la gestoría
por la secretaria de la comunidad y por comentarios aquí y en el Perales.
El Perales está debajo de nuestra oficina, aunque voy poco, prefiero éste,
la sola visión de las manos del camarero me produce angustia, las tiene
limpias, pero parecen sucias. Lo mismo le ocurre a Marta, le dije. ¿Marta?
Marta es mi jefa. Ah. Si al menos se cortara las uñas... Con un hacha,
necesitaría un hacha o una sierra mecánica. Nos reímos de la ocurrencia
hiperbólica. Además, doy un paseo y me despejo, la atmósfera del trabajo
acaba siendo opresiva.
Le pregunté por su oficina. Se reducía a ella, más un abogado de
laboral, que está entre Madrid y este despacho, y un contable a media
jornada. Habían venido por exigencias del guión. Unos clientes. Moraleda
consideraba todavía la oficina en período de pruebas. Igual se quedan,
igual regresan a Madrid, no hay mercado para dos asesorías en la zona, y
la nuestra ya estaba implantada.
Al llegar a la altura del acceso a la gestoría, la despedí, y ella continuó
caminando hasta el edificio del bar Perales. Sé lo que hiciste, diría Lola por
la tarde, te quedaste asomado a la puerta, asomado, no, tardé en entrar,
se demoró la secretaria en abrir la puerta y tardé en entrar, te gustan los
culos, observando el movimiento del culo, una oscilación magnífica, Lola,
y Lola haría un mohín de desagrado. Y era verdad, porque Yolanda tenía,
tiene, dos de las nalgas más perfectas y extraordinarias, las más
voluptuosas, que Francisco haya visto jamás. Joder. Ella debía de saberlo,
porque caminaba despacio, aun sin ser consciente de los estragos que
provocaba, con un balanceo que debía producir vértigo a los glúteos, si es
que el vértigo también pueden sentirlo los glúteos. También se había
fijado en las piernas, dos pantorrillas perfectamente torneadas. A
Francisco le gusta fijarse en las pantorrillas de las mujeres, tiene ese
defecto. Lola reiteraría su disgusto con un gesto de desdén. Hombres.
Mujeres. No todos los hombres son iguales. Ni todas las mujeres.
Hombres. Mujeres. Pantorrillasssss. Culossssss.
La siguiente vez que se vieron estaba con Marta, acodado en la barra
del bar como cualquier borracho derrengado. Recuerda haber dormido
poco aquella noche. Se lo había contado a Marta y Marta intentaba
despejarlo con un café bien cargado. A la niña la había desvelado una
terrible otitis y él había salido a buscar un calmante a una farmacia de
guardia, mientras Lola calentaba paños con la plancha para mitigarle el
dolor. Lola, la nena y él habían pasado buena parte de la noche en vela.
Yolanda entró y Francisco hizo las presentaciones. ¿Qué te pasa? No
ha dormido. Lo siento. A partir de ese momento, lo ignoraron. Así supo de
nuevo cuándo y cómo habían llegado, hacía menos de un año, requeridos
por dos clientes que allí se habían instalado, muy importante uno de ellos.
Entonces dijo su nombre. Adivina. Mansonia. Eso, Mansonia. Premio.
Yolanda me insistiría después en que Mansonia era un cliente muy
importante. Muy importante. Cuando viera la factura mensual se haría
idea de esa importancia. En aquel momento, ella era la única presencia
estable en la oficina. Alejandro venía por las tardes y un becario, por las
mañanas. Entonces, ya había becarios. Moraleda sólo venía cuando tenía
alguna cita, y algunos días a última hora. También entonces Moraleda
venía cuando le daba la gana. Yolanda contaba ahora a Marta de otra
manera lo que a él ya le dijera antes, como si fuera una historia nueva. Es
de quienes repite la misma anécdota muchas veces, como si se tratara de
la primera vez, y la adorna con detalles inéditos. Narrando tenía el estilo
de los viejos solitarios. Yolanda hablaba como una vieja solitaria. ¿Vieja
con 25 años? ¿Solitaria? Ni vieja ni solitaria. Es posible solitaria. Es una
forma de describirlo. Así que Francisco pensó que debía de ser una
persona sincera, porque sólo los farsantes repiten milimétricamente los
relatos: han de recordar lo que dicen para no descubrir las falacias en sus
historias.
Se encontraron otros días y ya siempre se saludaron y charlaron un
rato. En otro momento ella les dijo que estaban buscando un contable, sin
prisa, pero lo estaban buscando, querían consolidar la oficina,
independizarla de Madrid. Moraleda había empezado a encontrarla
rentable. Si sabían de alguien, inquirió. No. Pronto empezó a bajar ya con
Alejandro, este Alejandro nuestro, y Alejandro acabó por abandonar la
oficina de Madrid, que terminarían reorganizando. Alejandro estaba
recién casado y describiría con los años lo que sería para él un embarazo
problemático. Y su primera hija.
Con el tiempo, alguien tendría la ocurrencia de instalar un
microondas y una máquina de café y ya nadie abandonaría la oficina con
la excusa de tomar algo en el bar y despejarse.
Fue cuando Moraleda llegó a un acuerdo con un par de fiscalistas
para constituir una auditoría, así que acabaron configurando una
estructura con una auditoría y dos asesorías, una en Madrid y otra aquí,
entre las que Moraleda solía repartir su tiempo. Uno de los profesionales
provenía de Arthur Andersen, que luego sería famosa por el caso Enron, y
el otro, de la inspección de Hacienda.
Después, a mediados de 1999: ¿no te vendrías con nosotros?, le dijo
Yolanda, y empezó a reírse, no, es broma, pero necesitamos alguien así,
joven, huy, pero qué dices, Francisco empezó a observarla con ironía, ya
no era tan joven, con experiencia, siempre se habla de juventud y
experiencia, dos términos que apenas se compadecen. Y una adulación
evidente, deberías venirte con nosotros, y se rió de nuevo, nunca antes
había escuchado la sonoridad de su risa, y le sorprendió, parecía el
fragmento de una sinfonía sacra. No me hagas caso, dijo finalmente.
Mejor que no se entere tu jefa de esta indirecta. Y apagó súbitamente la
risa.
Pero a principios de julio tuvo una entrevista con Moraleda y llegaron
a un acuerdo para que Francisco se incorporara a primeros de septiembre.
Evidentemente, antes lo había pactado todo con Yolanda. Marta había
decidido en junio cerrar la oficina del área industrial, lo lamento, dijo, no
sabes cómo lo lamento, no sé cómo pagarte, pero no puedo continuar, no
puedo, no es esto lo que yo tenía pensado, no querría dejarte en la calle,
haría lo que fuera por arreglarlo, lo que fuera, y terminó pactando con
Francisco la cesión de la cartera de clientes que tenían domicilio en la
zona, además de los tres suyos del barrio, los antiguos. Yolanda y Marta
llamaron uno a uno a todos ellos durante la última quincena del mes, y el
uno de septiembre estaba Francisco en la oficina actual de la asesoría.
Compartían espacio: Yolanda, Alejandro, un becario, Moraleda y
Francisco; Moraleda, a ratos. A partir de entonces, como reconocerían
Alejandro, Yolanda y Moraleda, la oficina ya no sería la misma porque se
había duplicado el trabajo con la aportación clientelar de Francisco. Luego
contratarían una secretaria y vendría Ignacio, vendrías tú y el becario ese
que trabaja a ratos. Se marcharía la anterior secretaria y vendría Silvia.
Fue fácil el acuerdo con Moraleda. Yolanda lo había cocinado. Le
pareció algo insólito el papel de Yolanda. Y, sin embargo, sólo mucho más
adelante supo que Yolanda y Moraleda estaban liados. Cuando intuyó que
ella se vestía para él cada mañana. Aunque no viniera ese día o viniera
muy tarde, ella elegía para él la ropa cada mañana. Fue Lola quien lo
adivinó, Lola siempre descubría para él esas cosas. Una relación extraña;
oscura, decía Lola. Y Silvia, ahora lo dice Silvia. No era la diferencia de
edad, era la relación jefe-secretaria, que, en el fondo, siempre se
establece en términos de subordinación y dependencia. Es verdad que, de
alguna manera, Silvia se parece a Lola. Tienen los mismos ojos vivos y
pillos. No se les escapa una. Son más listas de lo que aparentan.
¿Quedarse la cartera de clientes Francisco solo, dices? No se sentía
preparado, Alonso. No lo estaba. No lo está. Ese no es su trabajo. Sólo es
un contable. Con estudios en la Escuela Mercantil, pero contable. Una
asesoría es más compleja que la mera contabilidad.
Se sintió amedrentado. Es la realidad. Te lo puede decir con una
palabra menos correcta pero más contundente: acojonado, estaba
acojonado. Leche, lo dije.
Lo sencillo fue el desembarco en la asesoría, en septiembre. Lo duro
fueron los meses de junio y julio, desde las amenazas mafiosas de la junta
de propietarios hasta la deserción de Marta, aquella sucesión de hechos
que lo acogotaron. En tropel. Francisco hace una pausa, como si hubiera
baches en la memoria. Demasiadas cosas, Alonso. Y demasiado intensas
para una persona corriente. Una persona corriente no está preparada para
oír cosas que parecen reservadas a la ficción de las películas. Así se debe
sentir un montañero al que lo cubre una avalancha de nieve.
Ostras, me quedaba en la calle, Alonso. Y no tenía banco al que
agarrarme.
La niña tenía 12 años, Lola trabajaba en El Corte Inglés desde hacía
cuatro años, sin más cambios que el del uniforme porque El Corte Inglés
había adquirido Galerías Preciados(170). Quisieron cambiarla de centro,
pero pudo más su resistencia obstinada. Hasta ahí, bien. Las tensiones y
disputas con la Junta de Compensación que había llevado Alberto a la
gestoría las acarreaba él a casa sin querer. Lola las veía. Y aquellas
amenazas mafiosas del gerente y algún juntero. Aunque él callaba, Lola
adivinaba. Preguntaba: ¿qué pasa? ¿Qué te pasa?, repetía. Lola inquiría de
nuevo y él insistía con movimientos negativos de cabeza. Nada.
La decisión definitiva de Marta de abandonar.
Me cago en la leche, leche.
Cambios, muchos cambios en poco tiempo. Tensiones. Y miedo. Y una
lección que acabó aprendiendo con Lola, eso sí: no existe la vuelta atrás,
sólo tiene sentido mirar hacia adelante. No importan las circunstancias,
siempre hacia adelante.
Su madre fallecería dos años más tarde. No sabe por qué dice eso
ahora, sería dos años más tarde, y no tiene nada que ver la muerte de su
madre con estos cambios.
La vida es una sucesión de rupturas, finales y fracasos. Y de
reconstrucciones. De muertes. Es como si te murieras cada equis tiempo y
tuvieras que resucitarte y empezar una vida nueva. La única ventaja es
que no tienes que pensar en ponerte nombre, te vale el que te pusieron
cuando te parió tu madre.
Quizá la muerte de tu madre represente otro punto de no retorno, el
último.
Quién sabe. Cada muerte es un punto de no retorno.
Tal vez nos confunde que nos sigue valiendo la ropa, y el reloj, y los
zapatos, y el abono de transporte, y las manías, y los recuerdos. Si cada
vez que vivimos una muerte, hubiéramos de buscarnos ropa nueva o
zapatos nuevos, es decir, si los puntos de no retorno se manifestaran con
signos materiales evidentes, seguramente podríamos borrar el pasado y
superarlo. Como cuando uno termina el bachillerato. El profesor que me
regaló la pluma estilográfica me dijo un día: bachillerato es lo que queda
cuando uno olvida el bachillerato. Pues eso. Uno aprende pero va ligero. El
bachillerato no es una carga.
Ahora, con esto de Mansonia, todo parece indicar que algo de
aquello puede repetirse. Diez años. Mi vida parece una sucesión de ciclos
de diez años. Más o menos.
Hubo, sobre todo, quince días muy difíciles, Alonso. Muy difíciles.
Desde que Marta le comunicó su decisión hasta que habló con Yolanda y
luego con Moraleda. De no dormir, de dar vueltas en la cama, de escrutar
a través de la ventana como quien indaga en el horizonte, de ir al cuarto
de baño a orinar sin tener ganas, de asomarse a la habitación de la niña de
madrugada hasta oír su respiración pausada, de quedarse observando a
través de los cristales las plantas de la terraza, de sentarse en el sofá, de
hojear un libro y perderse entre las páginas sin entender una sola palabra,
de pensar, pensar y pensar, pero sentir el cerebro en blanco, porque las
ideas también se agostan, de experimentar frío y sudor en las manos al
mismo tiempo, de sentarse en el inodoro tapado, de mirarse en el espejo,
maldito espejo que devuelve siempre la imagen llena de defectos como
quien lanza un improperio.
Toma una decisión ya. Ya. La que sea. Le suplicó Lola. ¿Yo solo? Tú. Es
tu trabajo.
Un día Lola se levantó de madrugada. Él estaba despierto, con la
mirada perdida en el techo del dormitorio a oscuras. Ven aquí, dijo ella, sé
que estás despierto, ven aquí, coño, que te levantes. Lo llevó de la mano
hasta la cristalera de la terraza, lo puso frente a ella y preguntó: ¿qué ves?
Nada, es de noche. Quiero que te quedes aquí, sin moverte, mirando a
través de los cristales hasta que veas algo, avísame cuando veas algo. No
se te ocurra moverte. Voy a dormir. Y se marchó de nuevo a la cama, y
entendí la lección que pretendía darme, pero eso no me ayudaba de
momento.
El padre de Lola era el único que le daba ánimos.
Días de llamar a Armando para que Armando lo orientara sobre la
excedencia y la integración del banco, que había sido de Rumasa, en
Banesto, cuando ya la sucursal de Quevedo o la central de Gran Vía
carecían de los rótulos originales, en Quevedo ponía Banesto y en Gran
Vía, no recuerda qué ponía en Gran Vía, hoy es un gran edificio de oficinas
sin rótulo alguno. Armando era liberado sindical por entonces. Para que
Armando le dijera que la excedencia ya no tenía arreglo, alma de cántaro.
Para que Lola lo llamara cobarde. Cobarde. Lola, cobarde. Coño. Para que
Lola pasara tres días sin hablarle, tres días, nunca antes en sus vidas
habían estado más de cinco minutos sin hablarse, ni siquiera los disgustos
más hondos les duraban más de cinco minutos, no podían, reían o
lloraban de repente, y se abrazaban si pasaban cinco minutos enfadados.
Se sintió padre desahuciado, ser humano extraviado.
Armando: Francisco, han pasado 14 años desde la excedencia, 14
años, no hay vuelta atrás. Lola: no moriremos de hambre, tienes unos
clientes que te ceden, que conoces y te conocen, sabes hacer un trabajo,
yo tengo un trabajo, tenemos pagada la casa. Entonces una casa se
pagaba en 15 años. Hay noche ahora, o te lo parece, y hay día siempre,
Francisco. Le dijo que tenía miedo, que era un timorato y lo llamó
cobarde. Aún insistió: había sido incapaz de quitarse el espanto que había
cargado desde el nacimiento. Viniste con miedo del pueblo y continúas
aterrado. Su pecado original era el pánico. No, no tenía miedo, no creía
haberlo tenido nunca, carecía de fundamento esa acusación de Lola, lo
asustaban sus 45 años. De repente supo que tenía 45 años e ignoraba si
tendría fuerzas para tener 30 años. Hay retos que sólo se afrontan con 30
años, Lola. Con 30 años no hay tarea que se resista y con 45 años se
piensa en la posibilidad del fracaso.
Cómo explicarle a tu hija el fracaso. Cómo explicárselo al espejo. El
espejo interpela cada mañana, tiene un dedo largo, largo que señala,
acusa, juzga y condena.
Se lo repitió Lola: sólo tiene sentido mirar hacia adelante.
Lo supo después, siempre se aprenden las cosas después: no hay
realidad más bella ni más excitante que ésta, esto, la realidad presente,
por muy jodida que sea, nunca es suficientemente jodida, de hecho es la
única realidad a mano, lo que somos, lo que tenemos, nada salvo el
presente está a nuestro alcance, pasado y futuro son entelequias,
nostalgia el pasado, si acaso, y quimera el futuro, monstruos que arruinan
la vida, no hay más vida sino el instante en que se late y respira, tu hija, la
mujer que te mira, que estropeamos especulando con un futuro que no
manejamos.
El dolor no depende de mí. Las heridas, los traspiés. Que el dolor no
se convierta en sufrimiento depende de mí.
Se nos olvida que hay gente que nos ama.
Y fue entonces cuando llegó a un acuerdo con Moraleda, y Yolanda y
Marta llamaron a los clientes del área industrial. El uno de septiembre,
miércoles, entró en la asesoría como aquel otro primero de julio en la
Gran Vía, cuando tenía quince años, y traspasaba el umbral de la oficina
central del Banco Ducal.
Habían pasado 30 años.
Lo vivió como un reto y sintió que una especie de escalofrío le
atravesaba la espina dorsal de arriba abajo.
Tengo más años que la Charito, Alonso, y vuelvo a sentir miedo.
Desde hace una o dos semanas. Aprensiones de la edad o de los tiempos.
O de la edad y de los tiempos. Este puñetero asunto de Mansonia. Maldita
sea. Porque ahora tengo ya 55 años. He olvidado o no he aprendido las
lecciones del pasado. Me da miedo lo que no manejo. Y en todo esto hay
algo que se me escapa.
No entiendo nada, Alonso. Ni la crisis, ni Mansonia, nada. A veces, me
tiro el rollo como si pensara, pero la realidad es que vuelvo a estar
asustado. Quizá sea ese el estado en que nos quieren, quizás el miedo nos
haga manejables.
Y yo no tengo sueños premonitorios como tu padre.

Cuando trabajaba en el Banco Ducal, nunca estaba en la calle más


tarde de las 7 ½ de la mañana. Cambiaba de acera, iba por una calle
paralela a Princesa y acababa en Plaza de España, para subir por Gran Vía
hasta el banco, adonde llegaba a las 8, siempre a buen paso. Si bien el
camino hasta Plaza de España no era una elección libre, sino del azar y de
sus pies confabulados, solía pasar casi siempre por una cafetería que ahí
sigue hoy día, aunque ya no sea aquélla. De regreso por la noche la
encontraba iluminada y llena de estudiantes, en medio de un rumor de
voces y una nube de humo, que a Francisco le resultaban mágicos, como si
allí se celebrara un aquelarre. Nunca supo por qué aquello tenía sobre él
el poder arrebatador del hechizo. No lo sabe. Le gustaban los estudiantes.
No sólo por su osadía cuando saltaban a la calle y cortaban el tráfico para
manifestarse y gritar sus consignas. Porque era un reto sin recompensa,
un desafío generoso. Eso siempre llamó su atención poderosamente. Le
gustaban por sí mismos, le siguen gustando. Ser estudiante siempre le ha
parecido un privilegio impagable, un oficio extraordinario. Deberíamos ser
todos estudiantes eternos. Siempre aprendiendo. Pensando.
A la vuelta, lentificaba el paso y observaba de soslayo. Aun así, era
tan fugaz el paso y ponía tanta atención en la escena y sus detalles que
alguna vez se tropezó con alguien y se llevó un sobresalto. Todos parecían
alegres, como si celebraran algo, aunque en las mesas sólo había apuntes,
libros, cigarrillos, cafés y vasos de agua. Hay un optimismo innato en esa
edad. Y valentía. E irresponsabilidad. La irresponsabilidad los hace osados
y creativos. La vejez o la madurez nos hace precavidos y reaccionarios.
Einstein, en su juventud, formuló la relatividad y, en su vejez, se hizo
cómplice del ingenio diabólico de la bomba atómica.
Francisco pensaba que eran universitarios y que en sus manos estaría
algún día el futuro de España. El futuro del mundo. Era un pensamiento
ingenuo, pero le venía con frecuencia a la cabeza y lo llenaba de
entusiasmo.
Qué envidia, dios santo.
Francisco se había hecho del poder una imagen de cosa antigua y
truculenta, casi abyecta. Algo del pasado, sus heces, el residuo
envenenado. El señorito, su padre, el director de la vieja academia en
Manzanares, el jefe del departamento en el banco, la policía o la guardia
civil, Franco. Intuía un denominador común en todos ellos y eso
conformaba en su cabeza esa idea atrabiliaria y odiosa, enemiga suya en
cualquier caso. Había algo de adusto y malhumorado, de ejercicio violento
en el poder. Algo aborrecible. Como si ocupara los habitáculos de las
alcantarillas. El poder no hace chistes ni se ríe. Es esencialmente
abominable. Y silencio. El poder guardaba secretos e imponía silencios. El
poder siempre ha tenido que ver con el silencio y los secretos. Con la
imposición y la violencia. Aquellos estudiantes no podían representar lo
mismo. Al contrario. Se parecían a Woodstock, como aprendería con Lola,
a Mayo del 68 y a la llegada del hombre a la Luna. La juventud y el poder
tienen que estar enemistados.
Cuando Marta le hablara luego del concejal del ayuntamiento,
recordaría aquella vieja imagen estereotipada del poder, y por eso vería al
edil como un personaje evadido de una película de Berlanga. Oh, dios,
otra vez los daguerrotipos de la enciclopedia Álvarez.
Aquellos estudiantes se debieron perder por algún vericueto, no los
percibe ahora en quienes dirigen España. Y, por su edad, son los que
dirigen España. Muchos de ellos. Pero es como si le hubieran quitado años
al viejo poder y lo hubieran repuesto, ya lustrado. Este poder se parece
demasiado al viejo poder. Hay mucho del viejo poder incrustado en las
entrañas de este país y poco, casi nada, de aquello que él percibía a través
de las cristaleras en su regreso a casa.
Le entusiasmaba ver a aquellos muchachos porque se parecían a él, y
no se parecían en absoluto a la imagen marchita de la sociedad, como un
impreso en papel de estraza, que había ido configurando desde la niñez.
En aquellos jóvenes uno imaginaba la esperanza.
Nunca llegó a entrar en la cafetería en aquella época. Había tabús
impuestos y fronteras que uno mismo se trazaba. Ese no era su mundo
aunque se parecía al mundo en el que él pensaba. Mientras vivió en casa
de sus padres, Argüelles fue su particular barrio dormitorio, se sintió de
paso, y el paso era fugaz y acelerado, sólo el tránsito diario, era el lugar
donde dormía y se cambiaba de ropa. Apenas pudo tomar conciencia del
sitio, habría dado igual vivir en cualquier otro lado. Siempre tenía algo que
hacer. Siempre estaba ocupado. Iba al trabajo, a la academia, a ver a Lola,
cuando apareció Lola, a sus primos. Iba al banco, regresaba a comer, iba a
la academia o al instituto, retornaba a casa, hacía las tareas, cenaba, se
acostaba, leía un rato, siempre leía unos minutos. No sabes cuánto
agradece que encontrara cinco minutos al día para leer. La lectura le hizo
digno.
De toda aquella zona sólo le gustaba el parque del Oeste, Rosales y el
templo de Debod. Quizá porque había encontrado ratos para observarlos
y disfrutarlos. Quizá porque allí la soledad se disfrutaba. Quizá por la
desnudez del espacio. En los espacios desnudos pueden navegar los ojos y
los sueños. Y encontrarse uno. Y sentir el latido de la libertad. Francisco
necesitaba espacios despejados. Madrid es una ciudad de paisajes y
horizontes verticales. Salvo la colina del templo de Debod(171).
Y la cafetería. Quizá por los estudiantes. Por los estudiantes. Los
edificios le parecían cárceles toleradas, donde la gente se encerraba a vivir
la cotidianidad anodina de sus vidas. Las calles de Argüelles forman una
cuadrícula comprimida, un plano corporeizado. Impersonal. Gris. El gris
predomina en muchos edificios. Había sabido del colegio de sus hermanos
porque su hermana lo había llevado para enseñárselo el primer día que
llegó a Madrid. Nada más. Entró en la panadería cuando fue a comprar el
pan por encargo de su madre, o en el bar de al lado, a buscar a su padre,
porque allí solía encontrar él a sus amigos o conocidos del barrio. Su padre
estaba en el chiscón de la portería o en el bar de al lado, hablando con
alguien y con un vaso de vino en la mano.
Años después un carpintero diría en Casa Patro que bebía anís para
combatir el frío que sentía por dentro. Y recordaría a su padre. Su padre
también había empezado a beber demasiado y él nunca pensó que lo
hiciera para contender con frío interior alguno. ¿O sí? ¿Hay siempre un
frío interior? Quizás el frío de la soledad. O el del espanto. A veces
convertimos la vida en un espanto que estamos condenados a combatir
solos.
Se dice que uno ama aquello que incorpora a sus emociones y
sentimientos, sólo cuando ya es emoción entre las emociones propias.
Pues, de Argüelles, sólo el parque del Oeste, Rosales y el templo de Debod
habían alcanzado ese privilegio.

Un día había salido a pasear con Lola, llevaban a la niña sentada en su


cochecito, quizá tuviera un año, debía ser primavera, y empezaron a
callejear desde Quevedo hacia el oeste, serpeando por las aceras.
Serpentear no es un capricho, sino una obligación ante los obstáculos que
se encuentra uno por las calles de las ciudades, Madrid especialmente.
Quizá bajaran por Fernández de los Ríos hasta Moncloa, para recorrer el
parque del Oeste desde la esquina de la ciudad universitaria, quizá
bordearan el río artificial y repasaran los árboles con etiqueta, es decir,
quizá recorrieran la senda botánica(172), hay árboles traídos de todas
partes del mundo que alguien se ha preocupado de etiquetar para
identificarlos, quizá se detuvieran en el observatorio de avifauna, Lola se
ensimisma observando desde el mirador de madera, junto al pequeño
lago, comprobando los nombres de los pájaros en el tablero, quizá
subieran después paralelos a Rosales hasta el teleférico y acabaran en el
templo de Debod, como en sus años juveniles, cuando se sentaban o se
tumbaban en las praderas. Allí terminaron. Se sentaron en el borde de la
pileta que antecede al templo y luego en un banco mirando a la Casa de
Campo. Francisco levantó a la niña y la puso mirando hacia el oeste para
que observara las frondas y las copas de los árboles que saturan el
horizonte, como una ubérrima panza verde oscura hasta Gredos, para que
viera lo que él veía, aunque nunca verían lo mismo, porque es distinta su
memoria, es decir, su experiencia, la experiencia es un filtro para los
sentidos.
Mirar hacia Gredos y la Casa de Campo producía en él un efecto
parecido al de la paz. Francisco siempre ha querido vivir en paz consigo
mismo.
Su padre había muerto y su madre había dejado la portería para vivir
con su hermana, habían instalado un portero automático, así que no lo
obligaban en nada ya aquellas calles entre el montículo del templo y
Princesa. Pero bajaron por Luisa Fernanda, sobrepasaron los viejos
escaparates y entraron en la cafetería de sus recuerdos. Eligió Lola una
mesa pequeña redonda y se acomodaron. Pensó por un segundo que
habían entrado en un recinto equivocado, no era ese el sitio de la
memoria. De hecho, volvió a salir a la calle y observó de nuevo la fachada:
el rótulo, bien, Viena, exacto, las letras eran las mismas y la entrada, la
misma, correcto, aunque había cambiado el color de la pintura, entonces
tenía el color de la madera y ahora, el del vino de burdeos. Ya no estaban
los viejos veladores de mármol ni servían los antiguos camareros de la
camisa blanca, sino unos nuevos con chaquetilla burdeos, ni había
estudiantes, o no lo parecían esos pocos jóvenes, sino parejas y grupos de
gente emperejilada. Quizás el sabor del café fuera el mismo que el de
aquellos años, pero en su memoria no había sabores sino imágenes. Y la
imagen presente no se compadecía con la percepción antigua de la
cafetería donde se atropaban los estudiantes.
Nunca entendí lo de la cirugía estética, la resistencia a envejecer. No
nos envejece el paso de los años, sino el empeño en permanecer en el
pasado. Y la gente se apresura a cambiar de aspecto, supongo que para
borrarlo o disimularlo. Quien se resiste al paso del tiempo, en realidad, es
rehén del calendario. La cirugía estética no rejuvenece, sino que te
aproxima al cadáver que serás, te muestra tu esqueleto. Lo eres de
repente: el rostro de Cher, por ejemplo, parece una calavera.
Quizá Viena quiso cambiar de público, quizá los estudiantes, cuando
crecieron, dejaron de reconocer el sitio que los había acogido. Uno crece
recorriendo tortuosos caminos.
Lola y yo pagamos el café deprisa y no anduvimos tranquilos hasta
llegar a Plaza de España. Había algo en aquel cambio de aspecto que le
hizo sentirse a Francisco traicionado.

Por aquellos años se trabajaba en el banco todos los sábados hasta


mediodía. Eran los tiempos del traje gris y la camisa blanca. Regresaba a
casa, y era el único día que se abandonaba en el sillón paterno sin sentirse
usurpador, hasta que su madre le avisaba de que era la hora de la comida.
Eran cinco minutos arrellanado en duermevela, los cinco minutos
perfectos, el tiempo del último hervor, suficientes para echar fuera de sí la
carga de toda la semana. Se levantaba entonces, y desocupaba con sus
hermanos la mesa del salón, siempre cubierta de adornos y trastos.
Extendían el mantel de hule, colocaban los cubiertos, las servilletas de
papel y los platos de duralex transparente. A continuación se lavaba las
manos y se despejaba con unas rápidas abluciones del rostro como si se
sometiera a una purificación. Se observaba en el fondo del espejo
mientras se secaba. Y se reconocía. Ahí pulsaba el botón de acceso al fin
de semana y olvidaba todo lo demás. Tomaba el peine, lo sacudía, le daba
un soplido, y pasaba las púas grandes por el pelo, y las pequeñas, por las
cejas.
Ese día comía en su casa como había hecho el resto de los días
laborables de la semana, aunque ahora se trataba de escenificar un ritual
colectivo: la familia reunida en torno a la mesa de la sala. Después era
cuando se marchaba a Alcalá de Henares, hasta el domingo a última hora,
o a casa de Andrés o a callejear con un libro en el bolsillo, si Lola trabajaba
el sábado por la tarde. Salvo cuando su padre acordaba -y era una
decisión frecuente- que el sábado por la tarde era el momento para
limpiar las escaleras, en lugar del domingo por la mañana, si no había
dedicado la mañana del sábado al menester. De ordinario, su padre
dormitaba tras la comida en el sillón, ante la monserga del televisor
encendido, salvo algunos sábados, que se sentía exhortado por un
arrebato limpiador.
¿Por qué no el lunes? Los porteros limpian los lunes por la mañana.
Algunos, y otros el sábado por la tarde. ¿Por qué no el lunes? Ahora o el
domingo por la mañana, esa era la escueta respuesta. Este portero decide
que los días de limpieza son el sábado o el domingo. Entonces subía a la
última planta cargado con una escoba y empezaba a barrer hacia abajo,
escalón a escalón, rellano a rellano. Sus hermanos venían detrás con una
gamuza en la mano lustrando los pasamanos de la baranda. Aprisa, aprisa,
joder, tenía prisa. Su padre y su madre bajaban fregando. Terminaban las
escaleras y limpiaban los dos largos y anchos pasillos. Las cristaleras las
limpiaban con la técnica que luego perfeccionaría en el servicio militar: su
madre y su hermana humedecían los cristales y él y su padre los iban
secando con hojas de periódicos. Su hermano iba acumulando los
gurruños de papel mojado.
Cuando iba a Alcalá de Henares solía escapar corriendo antes de que
su padre diera la orden de zafarrancho. Pero los reproches, en ese caso,
duraban hasta el siguiente zafarrancho.
Hasta que fue a la mili, sólo se recuerda trabajando: en el banco, en la
academia o el instituto, en su casa. Apenas el primer verano en Madrid
supo el significado de la palabra vacaciones. Aquel prodigioso primer
verano. Ahora lo piensa: durante el tiempo que sus padres iban a
Manzanares jamás limpiaba escaleras ni pasillos. No se explica cómo pudo
hallar huecos para estar con su primo, para conocer a Lola y para
enamorarse de ella como nunca pudo imaginar que uno podría
enamorarse de una muchacha. Pero encontró esos huecos. Y ha sido
afortunado. Muy afortunado. Su afán o su zozobra por escaparse de su
casa, por no estar allí, donde el aire parecía raro y sentía a la familia como
una losa o como un castigo que el destino ejecutaba por una condena del
pasado. Por no tener otro quehacer que su propia inquietud. Allí no
encontraba hueco para hablar consigo mismo. Era egoísta, vale, sí, de
acuerdo. Tal vez haya vidas para cumplir las condenas de otras vidas
anteriores o de antepasados, ese es el sentido del pecado original
cristiano. Aparte del pecado original genérico, hay decenas de pecados
originales específicos que se purgan en algunas familias. Él nunca percibió
a la familia como una comunidad de afectos. Nunca se sintió cómodo ni
integrado. Al contrario, se sintió ajeno. Entendía el significado de la
palabra “extraño”.
Una familia es con frecuencia un especie de negocio. O una excusa.
Un contrato de facto. Un pretexto para justificar una vida. Qué sé yo. La
gente constituye una familia porque la gente constituye una familia. Uno
puede sentirse ahí como un estorbo o sólo como algo útil a ratos. Allí
donde el amor debería ser normal es muchas veces algo insólito o raro.
Los vínculos son una especie mostrenca, poco más que reglas o
costumbres adquiridas. Se actúa por instinto o por imposiciones externas.
Una familia sólo es muchas veces el núcleo en el que uno nace, el vientre
ocasional, pudo ser otro, el azar es caprichoso. Cuando estaba en el
pueblo, la calle y los muchachos eran el lugar y el medio de donde tomar
el oxígeno. La calle es otro útero, a veces. En la calle fulgía la vida como un
relámpago. Allí se reconocía. En Madrid fueron las ocupaciones, el trabajo,
su primo, los compañeros de estudios y Lola, finalmente Lola, el refugio
donde todo acababa teniendo explicación y sentido. Con los años, mucho
más adelante, ocurriría justamente lo contrario: toda la vida la encontraría
en su casa, con Lola y con la niña. Uno recupera el amnios del que salió y
la placenta que lo nutrió. No necesita alejarse de su entorno, sino
alimentarlo. Se acabó el éxodo. Los afectos encuentran su hábitat. Y con
los amigos, los pocos amigos, con Armando, aunque Armando le llevaba
unos pocos años, algún compañero de escuela o academia, con Vaíllo, con
Andrés, pese a que Andrés se fuera alejando por esas cosas de la vida, con
el padre de Lola. Madrid para entonces también había cambiado.
Ese día su madre descubrió que no habían traído el pan y lo envió a
comprarlo a la panadería de enfrente. ¿No puede ir Julián? ¿O Ana? Te le
he dicho a ti, no a ellos. Los cinco minutos arruinados. Si hubiese querido
mandar a tus hermanos, lo habría hecho. Ve tú a por el pan. Los sábados
comemos más tarde por esperarte a ti, no seas desagradecido. No quiso
convertir el asunto en una guerra y se levantó. Extendió la mano, su
madre le puso unas monedas y... espera, dijo, pasa por el bar y tráete a tu
padre, que ya es hora. Últimamente pasa allí demasiado tiempo.
Últimamente quería decir el último año. Pasaba más tiempo en el bar que
en el chiscón. Algunos vecinos habían puesto reparos.
Que madre nos reclama para comer, ya está la mesa puesta, dijo
cuando descubrió a su padre en la esquina de la barra departiendo con el
estanquero. Dile que ya voy. Anda, leche, Pascual, que no se fían de ti y te
envían al muchacho a buscarte. Yo tengo excusa, he venido a hacer las
cuentas semanales y a traer tabaco. Son brujas las mujeres, ¿eh? Y se reía
con risa puntiaguda. Qué jodías. Yo a la mía, cuando habla, la dejo, habla,
habla y habla, yo la dejo, y hago lo que me da la gana. ¿Éste es tu
muchacho? Cagüen la leche, Pascual, s'ha espigao el muchacho. Pues a
ver si lo engordas que un día se te vuelve transparente. Tengo una
muchacha de su edad, podíamos hacer una apaño. Es listo, ¿no? Tiene
novia. Leche. Toma un cigarro, fuma, que esperen un poco. Respiró
desahogándose cuando alargaba el paquete de emboquillado canario,
había dicho todo de corrido hasta agotar el aire de los pulmones. Su padre
interpuso la mano, no fuma, y negó él con la cabeza, no fumo, anda,
leche, tú que sabes, o sea, que no fuma delante de ti, pero a lo mejor
fuma a tus espaldas, ¿no está para irse a la mili?, es peor que hagan las
cosas a tus espaldas, mi hija fuma, no fumo, ¿no fumas?, prefiero yo darle
el tabaco a mi hija, tú vives fuera de este mundo, Pascual, fumar o no
fumar no significa más respeto, hasta que un día salgas ardiendo por una
colilla mal apagada que hayan tirado debajo de un mueble, además, me
arruinas el negocio, no sé si volver a invitarte. No fuma. No fumo.
Dile que ya voy. Ha dicho que no vuelva solo. Espero.
Apuró el vaso y salieron sin despedirse. Su padre dio un traspié y el
estanquero marchó tras ellos. Pascuaaaaaal, dijo todavía el estanquero,
anda, leche, un día sale ardiendo la portería, ya verás. ¿Juntamos a tu
chico con mi chica?
El bar era el sitio donde solía encontrarse con el cartero, con el
encargado del autoservicio, con los porteros de las fincas colindantes, con
algunos vecinos, que le dejaban pagada una consumición. Es posible que
también se encontrara consigo mismo. Te pasas la vida buscando y un día
te descubres y dices: anda, coño, si me estaba buscando a mí mismo. Y te
tenías ahí al lado. Por eso Francisco se miraba tanto al espejo.
No sé si, durante años, lo había percibido como alguien malvado, no
sé si decirlo de esa manera, no es exacto, su abuela decía que sólo era
tonto, que había recibido el premio de los bobos en la lotería de los hijos.
O como alguien incapaz de sentir afectos, tampoco es exacto. Es más
sencillo y más complicado al tiempo. Hubo un tiempo en que lo temí y un
tiempo en que lo odié. Tampoco es exacto. Fue en el fondo un
desconocido. Yo lo veía como un extraño, no siempre lo reconocía. El
temor y el odio se acaban disolviendo. Supongo que acabé ignorándolo. A
mi madre, también, aunque de otro modo, ella se empeñaba en estar
presente en todo, como el dios de las chinches, siempre te estaba
señalando, significándote, esto, lo otro, lo de más allá. Él, a veces, parecía
transparente. Y me acabó también ignorando. Eso creo. Supongo que
tampoco me entendía. Compartía vivienda y espacio con nosotros, pero
no sé si eso puede llamarse convivencia. Supe que no podía hacerme
daño, eso sólo dependía de mi. Es posible que fuera muchos personajes al
mismo tiempo o muchos personajes sucesivos que sólo tenían en común
la respuesta temerosa que siempre dio a los hechos o al solo hecho de
vivir. Él era una persona temerosa. Y acabó perdido. Y fastidiando por
fastidiar. Supongo que vivir le costaba trabajo. Vivir como yo lo entiendo,
vivir para él debía tener otro significado. A partir del tercer o cuarto año
de estar en Madrid empezó a no encontrarse o a sentirse probablemente
extraviado.
Ya estás borracho. No estoy borracho. No está borracho, dije. Me he
tomado un par de chatos con el estanquero. No estoy borracho.
No estaba borracho. Evanescente, estaba evanescente. Era su forma
de estar desde hacía un cierto tiempo.
Va a tener razón Lola. El miedo era un sentimiento heredado.

Durante el servicio militar su hermana le escribiría en nombre de


toda la familia. Le gustaba aquella caligrafía hermosa, como una plana de
Rubio(173). De media, una carta al mes. Total: catorce o quince cartas. La
imaginaba sentada en la abigarrada mesa del salón, como la había visto
cada vez que copiaba o redactaba un texto de la escuela. Escribía
despacio, deslizando el bolígrafo lenta y cuidadosamente sobre la página.
Lo realmente importante para ella no parecía ser el contenido sino la
armonía artesanal del trabajo, el equilibro de las líneas en la plana y de las
letras en las palabras. Era capaz de romper una hoja varias veces y repetir
el escrito otras tantas, hasta que a sus ojos aquella tarea quedaba
perfecta.
Me recordaba a Vaíllo su afán perfeccionista. Él también practicaba
esa caligrafía ortodoxa en la que las letras se ajustan al imaginario espacio
de las líneas paralelas de un cuaderno de dos rayas. Como si en su ADN
anduviera impreso el oficio antiguo de copistas y amanuenses. Hasta que
se fue al Instituto Laboral para aprender carpintería, o sea, cuando él se
marchó a la Academia de la calle Manifiesto, ambos tenían 10 años, el
maestro de la unitaria, aquél de las gruesas lentes, lo ponía como
ejemplo. Mirad cómo se escribe, decía, y exhibía en alto el cuaderno azul
pálido de Vaíllo. Más de una vez lo sacó a la pizarra para que fuera él
quien escribiera algunos rótulos especiales, como “Domund”, junto con el
dibujo de un termómetro que subía conforme aumentaban las
recaudaciones, o “Mes de María”, en mayo, o “1º de Abril, día de la
Victoria”, a finales de marzo. Vaíllo sonreía ruborizado ante la envidia de
todos, porque tenía el privilegio de usar unas tizas redondas de colores en
su trabajo, además de la tradicional tiza prismática blanca.
Luego, en la mili, ya escribiría más aprisa, con menos esmero, aunque
siguiera poniendo cuidado. El cuidado extremo era condición para todo en
Vaíllo. También era un primoroso carpintero. Continuó escribiendo
hermosas cartas, pero ya no serían perfectas, decía. Exageraba, claro.
Vaíllo era excesivo en sus tareas. Se quejaba de sí mismo, decía: son
muchas cartas, aunque sólo eran la carta semanal a su novia y la quincenal
a su familia. Solía emplear dos o tres tardes cada siete días y, a veces, todo
el fin de semana. Tengo tantas cosas que contar, añadía. Eran cartas largas,
es verdad. Y es que Melilla era un reto en su experiencia. Nunca antes
había salido del pueblo, salvo a Membrilla, Daimiel o La Solana. O a
Valdepeñas. Nunca a más de 20 km de distancia. A donde se podía ir en
bicicleta.
Y finalmente estaba la carpintería. En la mili, fue más carpintero que
soldado. Capitanes y comandantes siempre lo tenían ocupado. El coronel,
un individuo orondo, seguramente analfabeto, cuyo repertorio de
conversaciones se reducía a batallas de la guerra civil española, también lo
reclamaba para trabajos en su casa. Francisco siempre recuerda de Vaíllo
sus manos de carpintero, él cree que son manos de carpintero, de
carpintero fino, de ebanista, una ligera deformación de los pulgares e
índices, sobre todo los de la mano derecha, la yemas levemente
aplastadas y desplazadas hacia el exterior, por la presión de los dedos al
encolar la madera.
Las manos de su hermana, sin embargo, que también era cuidadosa
en sus tareas, le recordaban más a las de su madre, propendiendo a la
artrosis, con las articulaciones pronunciadas y leñosas, consecuencia del
reuma.
La letra de uno y de otra, de tan perfectas, casi especulares.
Dice madre o dice padre, repetía con frecuencia su hermana en las
cartas, o dice tu hermano, dos puntos, y a continuación anotaba las
observaciones de uno u otro, reales, imaginadas o sugeridas. Aparte esos
detalles externos, supo más de ellos durante los quince meses del servicio
militar que en el resto de su existencia. Conoció el pensamiento de su
hermana por lo que contaba de los otros, ella casi no hablaba de sí. Padre
o madre, decía, o sea, de ambos o de los tres, pero escribía “tu hermano”,
como si no fuera su hermano, sólo de Francisco. Se adivinaban en esas
expresiones sencillas la fractura de la educación sexista.
Normalmente hablaban poco. Unos con otros. Tenían una relación
superficial. En realidad, apenas había relación entre ellos. Constató eso en
la distancia. Así era en todas las familias, lo común, sobre todo cuando hay
una diferencia de edad tan acusada, y la segunda es una chica, se llevaban
cuatro años, cuatro entre él y su hermana y cuatro entre su hermana y su
hermano. El abismo de la edad y el abismo de los sexos. Francisco pasaba,
además, poco tiempo en casa.
¿Qué decirles? Nunca había sabido qué decirles. Decirles, ¿de qué?
Tampoco le preguntaba nadie. Todo funcionaba como si a nadie le
importara nadie. Su pequeño mundo permanecía oculto. Su vida era así
un modo de esoterismo militante. Temía que le prohibieran sus aficiones o
sus inquietudes de descubrirlas. Se había acostumbrado a callar o a
mentir. Salvo la cartilla del banco y las pequeñas trivialidades diarias, no
tenían nada en común y acabaron por ignorarlo.
Por una de aquellas cartas supo que su hermano, aun con 13 o 14
años, había empezado a ayudar a su tío en la bodeguilla. Luego se
matricularía en la escuela de hostelería. Si no quiere estudiar, que no
estudie, había dicho madre que había dicho padre. Total... Con los años
trabajaría en una cafetería de Lagasca, cerca de Colón. Y acabaría
abriendo su propio negocio, tras su particular servicio militar, un local en
Cardenal Cisneros, con platos típicos manchegos, como gachas, migas,
gazpachos(174) o duelos y quebrantos(175).
Nunca supo Francisco de dónde había sacado su hermano aquella
idea del negocio. Nunca llegó a explicarlo. Aún menos la idea de esos
platos. Y las recetas. Quizá de su tía o de su tío Andrés. En ningún caso de
su madre, que nunca fue buena cocinera, y había abandonado todo
vestigio de la cocina tradicional del pueblo. Lo mejor que hacía era una
paella algunos fines de semana, si aquel plato de arroz pastoso aceptaba
llamarse de esa manera. Quizá le sirviera de algo la escuela de hostelería.
Cuando se casó, allá por el año 89 o 90, en el 90, fue en el 90, cuando
lo de Tianamen, traspasó lo de Cardenal Cisneros y se marchó a Chinchón,
el pueblo de su mujer, donde instaló algo parecido cerca de la plaza
Mayor. Para entonces ya se había llevado a su madre a vivir con él y había
empleado a su hermana. Su hermana había tenido mala suerte con la
compañía. En realidad, desde la muerte de su padre, su madre vivía con
uno u otro por temporadas, inicialmente con su hermana, hasta que su
hermana decidió abandonar al mastuerzo que le había tocado. Un día hizo
una maleta con todas sus pertenencias, se cagó en medio del cuarto
arrendado que compartían, tiró la llave al inodoro, pegó una nota en el
frigorífico, no me busques, decía, y se marchó. Se lo contaría así años más
tarde en Chinchón a Lola y a Francisco, riéndose.
Su madre nunca vivió con Francisco.
Su hermano hace unas exquisitas migas con lomo y panceta, que
acompaña con uvas.
Tras la muerte de su padre, la comunidad de vecinos decidió cambiar
el portero físico por un portero automático. Lo instalaron y rescindieron el
contrato de su madre, que había sustituido a su padre durante los últimos
meses. Le permitieron seguir ocupando la vivienda de la portería durante
un año más, hasta que ella se decidió a abandonarla y marcharse
definitivamente con su hermana, aunque durante ese año ya había
pasado días con su hermano y con su hermana, alternativamente.
Francisco fue alejándose progresivamente de la familia. O la familia
de él. Alejamiento definitivo, quiere decir. Fue mutuo, sin duda. Todos los
lazos se diluyen con el paso del tiempo. El tiempo es una gota malaya. Tras
la muerte de su madre, se ven ya de pascuas a ramos. Vamos raramente a
Chinchón, alguna vez al año. Comen unas migas, Lola hace una cata de
gachas, poco, que son harina y aceite y engordan, compran una tarta de
limón de las que hace su hermana, su hermana acabó siendo un
extraordinaria repostera, y que nunca les cobran, y van luego a la plaza
Mayor donde adquieren unas tortas en la tahona, que comparten con los
padres de Lola y con Carmen, su hermana.
En otra de las cartas le anunció la enfermedad de su padre: a padre lo
han ingresado en el Hospital Clínico y le han diagnosticado una hepatitis.
Hepatitis era en ese caso una palabra de significado ambiguo y quería
decir problemas con el hígado. Había perdido el apetito y sufría náuseas
como una embarazada cualquiera, pero él no estaba embarazado, y un día
se cayó redondo delante del chiscón, como si lo hubiera alcanzado un
rayo. Del hospital salió con un régimen de comidas y la prohibición
absoluta de beber alcohol. Ahora comemos sin sal, escribió su hermana, y
las comidas no saben a nada. Antes tampoco estaban muy sabrosas,
madre no cocina como la tía, pero ahora, además, están insípidas. Y en
otra: padre bebe Trinaranjus y toma manzanilla. También toma unas
pastillas de vitaminas. Estaba bastante desmejorado, había perdido brillo
en los ojos y se le habían hundido las mejillas. Había adelgazado. Nunca
había sido guapo, tengo dos hijos más feos que Picio, decía la abuela, pero
ahora parecía la afirmación una sentencia adecuada.
Cuando regresó de permiso, a la altura de Semana Santa, encontró
rastros de la enfermedad en su cara, o eso le pareció a él: cuperosis, un
entramado de varicillas, a modo de enrojecida telaraña. Seguramente tu
padre es alcohólico y no os habéis enterado, le dijo el padre de Lola.
Tendréis que vigilarlo, tendrás que hacer de hijo responsable y vigilarlo. Y
se sintió culpable. Maldita sea, uno siempre acaba sintiéndose culpable.
Es una enfermedad, añadió, como otra cualquiera, peor porque es
adictiva, tenéis que cuidarlo y estar atentos. Hay tendencia a verlo como
un vicio, no es un vicio, es una enfermedad, aunque comience en algún
tipo de perversión, hay que ser comprensivo. El sentimiento de culpa es
difuso y traicionero, te atrapa y te convierte en rehén de un amo sin
piedad. Habló con su padre, que negó haber bebido nunca, un chato o una
cerveza nada más. Y luego con su madre, pero ella ya estaba sobre aviso,
ella controlaba a su padre hasta donde podía, había pedido en el bar que
no le sirvieran alcohol, los médicos les habían advertido seriamente. Esa
fue la última vez que hablaron de algo serio, también la primera, si
prescindimos de la discusión por el perro, los tíos del pueblo y los libros
que nunca le permitieron comprar.
O la discusión por el servicio militar. Cuando supo que le había tocado
Melilla. 2º reemplazo, campamento en Almería y servicio militar en
Melilla. Su padre, sin consultarle, había hablado con el señorito para ver si
podía cambiar Melilla por Madrid con sus influencias. Y no lo supo sino
por el señorito, cuando se lo afeó en el banco, delante de los compañeros.
¿Qué pasa?, le dijo en voz alta, mirándolo y mirando a todos, joder con los
españoles que ya no quieren ir a defender la España de las colonias,
aquello también es España, con moros, pero es España.
Le empezaba a resultar odioso el señorito falangistón de la perpetua
camisa azul. El mismo que flanquearía luego a Blas Piñar(176) en uno de
sus mítines o a Manuel Fraga(177), ya con la camisa blanca. Apareció en
fotos en los periódicos de la época. En ABC pusieron una foto de Fraga en
primera página y él estaba detrás, como si fuera su guardaespaldas.
Se lo dijo tajante al señorito. Nunca solía responder a sus
comentarios en el banco, pero esa vez se irguió y fue tajante: yo me
encargo de mi vida; del servicio militar, también. Voy a donde me ha
tocado. Su padre no tenía nada que ver en eso. Se dio cuenta de que era
más alto y de que su voz podía silenciar la voz del señorito. Debió
sorprenderlo porque calló ya aquel día y no volvió a hacer comentario
alguno. Y se lo dijo a su padre: yo me hago cargo de mi vida, de toda mi
vida, y del puto servicio militar, también. Voy a donde me ha tocado. No
quería ver al señorito mediando. El señorito, con sus meretrices. Cada
uno, con los de su clase, y él no era de la clase del puto señorito. Esa
lengua. Del puto señorito.
En eso también se sintió ayudado por el padre de Lola. Aunque él
llamaba al señorito de otra manera, basura, decía, detritos de la derecha
de siempre.
Era la primera vez que miraba a su padre con dolor, otras veces lo
había mirado con rabia, y al señorito, frente a frente, con desprecio. Supo
que no debía nada a nadie, a nadie. No era un manumiso. Si su padre
tenía una deuda, que la pagara, o que mandara a la mierda al señorito, era
su deuda, su sumisión, la antigua servidumbre de la gleba, él no estaba
dispuesto a pagar la deuda de nadie.
Escribió a Vaíllo. Antes había presentado una instancia solicitando el
cambio de reemplazo, del 2º al 3º: quería comparecer a reválida del
bachillerato superior. Sólo tuvo que presentar un certificado del Instituto,
y se lo concedieron. También se lo dijo a Vaíllo. Hizo el examen a finales de
junio y la aprobó. Vaíllo le contestó con su caligrafía hermosa: le había
tocado Madrid, y se había alegrado porque pensó que la mili le permitiría
así ver al amigo, pero solicitaba irse voluntario a Melilla si a Francisco le
había tocado Melilla. Quería ver a su amigo ante todo, después de tantos
años. ¿Cuántos? A ver, contemos: 6 años, algo más. Ostras, exclamó el
primer día que se encontraron en el tren que los llevaba a Almería, con
esa forma comedida que tenía para no decir tacos, seis años, seis años,
leche. Harían juntos el campamento en Almería y el resto del servicio
militar en Melilla.
Después se verían más veces. Se han visto muchas veces desde la
mili. Meses después de acabada, vendría Vaíllo a Madrid para hacer unos
trabajos de carpintería para alguien en la zona de Arturo Soria,
relacionado con un teniente de su cuartel en Melilla. Se lo llevó con él y
dormían en la misma cama. Vendría dos veces más para trabajarle a la
misma familia. Se traía un maletón de madera lleno de herramientas y se
alojaba en su casa, primero en la habitación del piso compartido de
Escosura y luego en el piso alquilado de Cuatro Caminos, el que cogió con
Lola, cuando se juntaron, mientras se casaban y no se casaban.
Y vino también cuando compraron el piso en Gonzalo de Córdoba
para hacerles toda la carpintería. El mueble del salón le hacían exclamar al
padre de Lola: vaya manos, vaya manos. Y era verdad. Este hombre es un
artista, un artista. Y también era verdad. Hace muchos años que trabaja
por encargo y que selecciona cuidadosamente los pedidos.

No empezó a fumar en la mili. Mucha gente empezaba a fumar y


beber en exceso durante el servicio militar, pero él no hizo ni lo uno ni lo
otro. Vaíllo, aún menos. Aunque en Melilla el alcohol, el tabaco y el hachís
eran baratos y de fácil acceso. No ha conocido nadie más estoico que
Vaíllo. Ni más frugal, ni más sobrio ni comedido. Nunca decía una palabra
más alta que otra. En eso no había cambiado desde pequeño. Cualquier
cosa le valía, de todo hacía fiesta y de nada tomaba demasiado. Le venía
de niño, le explicó a Francisco, cuando se quitaban un poco de la ropa y de
la comida para tener cosas que nadie entonces podría soñar haber tenido,
como el famoso televisor en blanco y negro.
A Vaíllo lo destinaron a artillería, y a él, a Regulares 5, un cuerpo
estrafalario, como los legionarios, que vestía de garbanzo con faja de color
verde, y tenía un jaula con monos en el bar del acuartelamiento.
No sé por qué siempre acabamos hablando de la mili. Es un tópico,
pero es verdad. Y una maldición. Los hombres siempre acabamos
hablando de la mili. Ahora que se ha abolido el servicio militar obligatorio
supongo que aparecerá otra carga del pasado como tema de
conversación, no adivino cuál sea, quizá los botellones de los fines de
semana. La gente, cuando se reúna a hablar, acabará contando batallitas
de los botellones de los fines de semana. Mili o botellón, no sé si eso
define los tiempos. La mili era el escenario perfecto para el botellón de
entonces.
Nos tocó la Marcha Verde. Y una mañana estábamos apostados tras
el muro del cuartel, apuntando hacia Marruecos con los fusiles a través de
las aspilleras. Al otro lado de la frontera, tras sus propios muros, los
soldados marroquíes con una actitud parecida. Y otra mañana nos
colocaron en trincheras y tejados, y sacaron los tanques, cañones sin
retroceso y algunas piezas de artillería por la estrecha vereda que bordea
la línea fronteriza. Todo se convirtió en un enorme esperpento, con un
tanque gripado y toda la columna de fuerzas detenida, sin poder avanzar
ni retroceder, hasta mediodía.
Vaíllo lo explicaba muy bien en sus cartas. Hasta resultaba gracioso.
He echado de menos el tirachinas, le escribió a su novia. El monólogo de
Gila sobre la guerra le parecería luego una descripción realista.
Cuando se firmaron los acuerdos de Madrid, por los que se cedía la
administración del Sahara a Marruecos y Mauritania, y España se retiró de
aquellos territorios, se repartieron los bienes y armas que de allí se
retiraban. A nuestra compañía le tocaron un puñado de fusiles y un
camello. Nadie sabía qué hacer con un camello, para qué servía un
camello en Melilla, cómo se cuidaba, dónde instalaban al camello.
Teníamos perros como mascotas, como los legionarios tienen cabras, pero
nadie sabía qué hacer con un camello. Durante un tiempo el problema de
la compañía fue un camello. Un camello o un dromedario, porque sólo se
diferencian en el número de jorobas y no sé cuántas jorobas tenía el
nuestro.
Franco murió y aún continuó durante mucho tiempo la discusión
sobre el camello que nadie llegó a ver. Enseguida colgaron un cartel con su
testamento político(178) tras la puerta de la compañía. Cuando se licenció
en 1976, el texto seguía pegado tras la puerta y los soldados continuaban
llevando un distintivo en el brazo izquierdo que decía: “La Adelantada”,
porque en Melilla se inició el golpe militar el 17 de julio de 1936, un día
antes que en el resto de España.
Lo de fumar fue en el 85, tras la muerte de su padre, un tiempo
después, su padre murió a finales de 1984. Lo mató la cirrosis.
Un día que visitaba a su madre recordó la petaca y recordó la correa
que colgaba tras la puerta. No se atrevió a preguntar por la correa, que ya
no había visto colgada cuando llegó a Madrid desde Manzanares en 1969.
Cuando en 1969 traspuso la puerta de la vivienda y la cerró a su espalda,
echó de menos algo, como si el escenario mostrara alguna incongruencia,
un sonido tal vez, eso, un sonido, y se quedó suspenso un instante, un
sonido, el que producía siempre la cinta de cuero cuando en su vaivén
golpeaba la puerta. Al salir luego, cuando lo llevó su hermana hasta el
colegio, vio que tras la puerta no había nada. Se lo explicaría el primo
Andrés muchos años más tarde, ya casados ambos. Había sido su padre,
un día, cuando supo por la tía que tenía allí colgado el azote y para qué lo
utilizaba, que cogió a su padre y le dijo que le partiría personalmente la
cara si se enteraba que usaba eso con sus hijos. Son mis hijos, barbotó. Es
posible que no entendiera nunca esa amenaza del cuñado, lo imagina
perplejo, con el mundo trastocado, es posible que no entendiera nada de
Madrid, del tiempo que le había tocado vivir, los hijos, la familia, la mujer,
no son tus hijos, gritó el tío Andrés, y retumbó la voz por los pasillos, no
son “tus hijos”, como un eco, él siguió ligado al señorito, no aprendió de la
libertad grado alguno, no supo ser por sí mismo. Hay quien es siervo para
siempre de sus señores. Y de sus miserias personales.
Los uniformes, dijo su madre, cuando preguntó por la petaca del
padre, los uniformes los guardamos para tu hermano. Son trajes, no hay
diferencia, y hay uno casi nuevo. Las hechuras de tu hermano se parecen
más a las de tu padre. Tú eres más delgado, no más alto, bueno, un poco
más, más delgado. Yo era más bien enjuto; de carnes recogidas, dice Lola,
cuando me quiere tomar el pelo. Tu hermano es más ancho, como tu
padre. Cuando se decida a vestirse de traje, le vendrán bien sin
arreglarlos, o con algún apaño sin importancia. Lo demás lo llevamos al
trapero.
Le informaba. Al fin y al cabo, hacía tiempo que él no estaba en la
casa.
La petaca. ¿Cómo la petaca? La petaca. ¿Qué petaca? La petaca.
Padre tenía una petaca. Tu padre fumaba emboquillado, Ducados o
canario, siempre emboquillado. En el pueblo padre tenía una petaca. Me
gustaría tenerla. Y un mechero de yesca. Me gustaría tener el mechero y
la petaca. En Madrid siempre fumó emboquillado. En Madrid ya no le vi la
petaca. Se habrán perdido el mechero y la petaca. Imaginé el cordón
amarillo atravesando el macarrón metálico del mechero, me imaginé
empujándolo, asomando la yesca por su boca circular, golpeando la rueda
con la palma de la mano, saltando la chispa de la piedra y prendiendo en
el algodón grasoso, soplando yo para enrojecer el alma gris retorcida de la
mecha. Me imaginé a mí mismo haciendo esas cosas. No sé por qué. Hay
actos que lo hacen a uno adulto, aunque fuera adulto muchos años antes.
Uno no sabe cuándo madura. Hay un día, puede ser con 30 o con 90 años.
Son importantes las ceremonias. No se pueden hacer las cosas como
las hacen los funcionarios, sino como las hacen los sacerdotes y los
magos. Revolvimos, revolví toda la casa, los armarios, los rincones, lo más
recóndito, y apareció sucia y mohosa en una esquina del techo del
armario grande, entre un montón de cosas abandonadas, como si un día
alguien, mi padre, seguramente, la hubiera tirado allí. La cogí, la sacudí un
poco, la soplé. Estaba completamente enmohecida. No encontramos el
mechero.
Finalmente, se la entregué a un zapatero y me la devolvió como
nueva. Te va a costar más que una nueva, me advirtió, te puedo hacer yo
una nueva como ésta, si no la encuentras. No quiero una nueva, quiero
esta petaca. Durante un tiempo todavía conservó un cierto olor a la vieja
roña. Lola la ponía a orear entre las plantas de la terraza. Y luego la nutrió
con ceras.
Hay un ritual cuando fumas. Me fijé en eso el primer día. Pareces un
hechicero ante el ara escenificando la ceremonia perfecta. El proceso de
abrir la petaca, poner el tabaco sobre la mano y luego, sobre el papel.
Fumas despacio.
Francisco piensa. Francisco se queda pensando muchas veces antes
de decir algo. Te mira de frente cuando habla pero, cuando reflexiona,
eleva y extiende la mirada y suspende los ojos del horizonte. Francisco
mira siempre a lo lejos. Se convierte en un acto tan profundo que me
sobrecoge y cautiva.
Respira hondo.
No escenifico ninguna venganza cuando saco la petaca del bolsillo y
lío un cigarro. Venganza es mantener el dolor y el rencor en el corazón,
como si no hubiera pasado el tiempo. No tengo tiempo para el rencor. No
sé a quién le hizo más daño el desencuentro. Yo no tuve padre. Conocí a
un personaje con ese nombre pero en mi corazón nunca pude reconocerlo
como tal, aunque he encontrado algo parecido a un padre en el padre de
Lola, y yo he aprendido a serlo por mi cuenta. Mi padre no tuvo hijos. Se
perdió el afecto que sólo puede dar un hijo. No hay afecto igual. Supongo
que eso contribuyó también a carcomerlo. Nos perdimos una oportunidad
de conocernos. No compartimos el tiempo, sino que el tiempo nos
atropelló y acabó separándonos definitivamente. Y, en esa confusión, me
perdí yo también seguramente unos hermanos. Ésa sí es mi culpa, si
puede hablarse de culpa.
Cuando empecé a vivir solo, tras la mili, empecé a entender las
razones de la decisión adoptada meses antes, cuando se lo sugerí a Lola y
ella estuvo de acuerdo porque captó la ansiedad en mi mirada y las
palabras. Uno hace ciertas cosas y no percibe los motivos, las hace.
Cuando decidí vivir independiente no había razones, sólo un impulso, los
fundamentos aparecieron más tarde. Necesitaba cortar un cordón
umbilical inficionado.
Necesitaba convertir en carne la palabra independencia. Las cosas,
para entenderlas, no se pueden reducir a la mera definición de los
diccionarios. Han de interpelarnos. Y nosotros hemos de someter a
examen su entraña en nuestra entraña. Ese es el sentido del “carne de mi
carne y sangre de mi sangre” cristiano.
No sé por qué me acordé de esta petaca y se la pedí a mi madre. Nos
costó encontrarla. Estaba perdida entre todo ese montón de cosas
arrumbadas por inútiles que uno no se atreve a tirar definitivamente. Olía
a humedad y a vejez. El zapatero se empleó a fondo. Y Lola, que la nutrió
con una buena mano de ceras. Terminó por parecer nueva o casi nueva.
Fui a un estanco y acabé encontrando un tabaco apropiado para llenarla,
éste, y la llené, compré un librito de papel, aprendí a liar un cigarro y
empecé a fumar. Enciendo los cigarros con mecheros de propaganda. No
me trago el humo, o yo creo que no me lo trago, quizás un poco, fumo un
cigarrillo al día, dos los días de los fines de semana, en un ritual solitario,
casi a escondidas, solo desde luego, necesito estar solo, estos días contigo
es la primera vez que fumo con alguien, sólo Lola ha estado presente
alguna vez. No quiero que la casa huela a tabaco y no quería que mi hija
respirara humo cuando era pequeña. Lola me dijo un día, mientras liaba el
cigarrillo: pareciera que escenificas una venganza. Y me quedé pensando.
Sentí un escalofrío por dentro. Dios mío. Me examiné con cuidado. ¿Una
venganza? No. Ni siquiera un reproche. Viví bajo la autoridad de un
desalmado pero no albergo ningún rencor ni me vengaría. La barbarie es
un modo de ser que la educación instrumenta hasta instalarse en el ADN
de las personas. Todos somos víctimas, también los brazos ejecutores.
Donde debería haber amor hay crueldad. Y de puro cotidiana acaba
pareciendo natural. No es verdad que la letra con sangre entra, esa es la
afirmación de un verdugo o un malvado, entra mejor con amor, un abrazo
consigue más que una bofetada.
Lola me había encontrado una pensión en Lavapiés, en la calle
Valencia, en un edificio de vecindad. La regentaba una madre soltera
entrada en años. El día que llegué a Madrid licenciado nos fuimos
directamente a la habitación a dejar las cosas. Esto es sólo para uno, no es
para los dos, dijo la señora, y no pueden venir los dos tampoco, tampoco
es un picadero. No, señora. Había un balcón que daba a la calle. No había
ducha. No hay ducha, Lola. Te duchas los fines de semana en Alcalá de
Henares. Lola, me he duchado tres veces en año y medio.
Un rumor cansino de coches repiqueteaba en los cristales.
A pesar de todo, fui al día siguiente a recoger mis cosas personales a
la vivienda familiar de la portería. ¿Qué haces?, cuando me vieron sacar la
ropa del armario y las carpetas de los estantes. ¿Qué haces? Me
independizo. Soy mayor de edad, me voy a vivir por mi cuenta. ¿Qué? Me
voy a vivir solo. Acabas de venir de la mili y te vas. Y ya no dijeron nada.
No entendían lo que hacía. Yo estaba rompiendo con una convención
sagrada.

Nunca he creído en el destino. Quiero decir que no creo que el


mañana esté escrito en ninguna parte. Ni creo en las casualidades. Para
todo hay causas. Pero hay cosas. Hay hechos. Como tema de
conversación, se parece cada vez más al asunto de los pronósticos del
tiempo. Un adivino y un hombre del tiempo se ejercitan en
especulaciones semejantes. Y seguramente tendrán un porcentaje similar
de aciertos. Aunque uno sea un científico y el otro, un charlatán. Un
estadístico también debería estar registrado entre los charlatanes. Por la
historia del pollo y los dos comensales(179). Pero ha habido circunstancias
en mi vida. Lo he leído en alguna parte: no son casualidades, obedece a
causas, cercanas o remotas, que ignoramos, como si hubiera un plan,
aunque no haya plan alguno escrito.
El destino lo construimos con las decisiones diarias. Como la libertad
con su ejercicio. El destino tiene mucho que ver con la libertad.
A los pocos meses de llegar a Lavapiés me fui a vivir a Escosura,
donde tú has vivido toda tu vida. Seguramente nos cruzamos alguna vez y
hubiéramos coincidido en alguna cafetería de la zona, sin reconocernos, si
no fuera por nuestra diferencia de edad. Pero habré coincidido con tus
padres en Hermar(180), donde he tomado café alguna vez. Cuando yo me
instalé allí tú eras un niño. Tú corretearías por Olavide(181), donde luego
correteó mi hija. Y ahora trabajamos juntos. Yo vivo al lado de Quevedo y
tú vives por José Abascal, y sigues teniendo casa en Escosura. Hacemos el
mismo trabajo. Y ahora ese difuso destino probablemente nos agite,
poniéndonos en la calle y dejándonos sin trabajo. Lo que suceda nos
sucederá a ambos. Las moiras(182) no distinguen entre humanos, tejen,
miden y cortan con oficio ciego. Su ocupación no es hacer justicia, sino
tejer la trama de la vida y el universo. Somos hilos en sus manos.
Entramos y salimos de la oficina cada uno por nuestro lado,
probablemente no tenemos nada en común, pero tú eres el único que
conoce mi secreto del tabaco.
El tabaco guarda los secretos de mi pasado.
En el piso de Escosura, un bajo de tres habitaciones con salón de
espejo y ducha de plato, vivía también un estudiante de sociología, de
quien luego supe que era militante de izquierdas. Solían coincidir o iban
juntos alguna vez a Hermar a tomar café o una caña. Por allí aparecería
luego otro muchacho, con su guapísima novia francesa, y se apartaban
entonces en la barra o se colocaban en una mesa pequeña junto a los
servicios. La muchacha francesa los acompañaba o intercambiaba algunas
palabras con Francisco. Casi treinta años más tarde Francisco creyó
reconocer al muchacho de la novia francesa en Ignacio. Oh, sí, dijo,
entonces éramos jóvenes, acababa de regresar de Francia, donde había
estado unos años, como si los treinta años fuesen un tiempo infinito y
todo aquello le hubiera dejado un gran cansancio. La muchacha francesa
sigue en España, pero él le perdió la pista. Francisco entendió que Ignacio
prefería dejar aquel tiempo en el olvido, y nunca más volvieron a hablar
de ello. De esto hace cuatro o cinco años, el tiempo que Ignacio lleva en la
empresa.
Me cambié a Escosura por la ducha, aunque fuera rudimentaria. Lo
de la ducha se había convertido en una dificultad insuperable. Carecer de
duchas en la mili -no nos duchamos más de tres o cuatro veces en año y
medio- fue mi peor tortura. Y porque en Quevedo estaba la sucursal del
banco a la que me enviaron tras la mili. Y porque Lola trabajaba en la
tienda de Arapiles de Galerías Preciados. Y porque alguien me dijo que
unos jóvenes tenían un piso alquilado y una habitación libre.
Casualidades. Francisco, Ignacio, tú. El destino se forja con los
pequeños detalles. Una decisión tiene que ver con la ducha y un secreto,
con el tabaco.

Pero, mientras vivió en Lavapiés, los viernes o sábados por la tarde,


dependiendo de los turnos de cada uno, cogía una muda, se marchaba a
buscar a Lola a la salida del trabajo y ya iban juntos en tren hasta Alcalá de
Henares. Y así lo continuaría haciendo cuando se cambiara a Escosura.
Lo de pasar los fines de semana en Alcalá de Henares había sido
costumbre instituida desde que empezaron a salir hasta que se fueron a
vivir juntos al apartamento de Cuatro Caminos. Salvo que acordaran algo
distinto con Carmen o Andrés. Así que llegaban juntos en tren, bajaban
abrazados o de la mano por el paseo de la estación y la plaza de toros,
como si no se hubieran visto en toda la semana y cada fin de semana
fuera el principio de una etapa, y subían al piso de sus padres. Se duchaba
lentamente, se cambiaba y ya estaban a las órdenes de su madre: poner la
mesa, comer o cenar, quitar la mesa, barrer las migas del suelo, fregar los
cacharros, ¡quita!, decía ella, no le gustaba que Francisco fregara los
cacharros, pero Lola la sujetaba y la enviaba al salón: mama, la nombraba
con una palabra llana, mama, fuera de aquí, a ver la tele con padre,
nosotros sabemos qué han de hacer hombres y mujeres, nosotros éramos
ella y yo. Lola llamaba mama a su madre y padre a su padre, nunca
entendí la razón de la diferencia. Su padre movía levemente la cabeza,
como advirtiéndole: ¿ves?, ya te lo decía yo. Sin embargo, si había algo
tradicional, eran sus roles: su madre, el de mujer, y su padre, el de varón,
es decir, que en esto eran tradicionales, y no se podía contar con él para la
casa, salvo para arreglos o para hacer algún recado que había que
anotarle como si fuera un niño.
Ciertamente tenía otras habilidades. Y es un excelente fontanero.
Cortaba el pan y servía los platos. Como un dios en su última cena.
Gracias a él, decía Lola, habían conocido siempre la magia en esa
casa. Pequeñas cosas, cosas sin importancia. De niñas, les leía poemas de
García Lorca, Neruda y Gloria Fuertes, entre otros. Hay poemas que
parecen escritos para los oídos de los niños.

“Quise ir a la guerra para pararla,


pero me detuvieron a mitad de camino.
Luego me salió una oficina
donde trabajo como si fuera tonta...”(183)
se lo recitaba Lola a su padre, en una de aquellas manifestaciones
tremendas en las que participamos contra la guerra de Iraq, chinchándolo.
Anda que no eras pesado, guapo. ¿Pesado? Es broma, lo sabes. No pasaba
día sin que nos leyeras algo. ¿No os gustaba? Más o menos, por eso no te
hemos asesinado.
Una broma, por ejemplo. A Lola y a su madre les gusta el café solo,
solo, solo, fuerte, pero a su madre muy endulzado y a Lola sin azúcar. En
un descuido solía cambiarles las tazas. Ponía ojos de niño travieso y
esperaba. Siempre picaban. Padreeeeeeee, padreeeeeeee, ambas lo
llamaban padre, ¡padre, leñe!, qué asco. Esperad, decía él, y deshacía el
cambio de las tazas. Me miraba, guiñaba el ojo: ¿ves, qué fácil es hacer
felices a las personas? Basta intercambiar el sitio de dos tazas de café.
Toma nota.
O en Reyes. Siempre había por los Reyes Magos un regalo para cada
uno hecho enteramente por sus manos. Arrancó la costumbre recién
casados, cuando vivían a la cuarta pregunta. Y nunca la abandonó. Una
postal artesana festoneada de colores, con un poema de alguno de sus
libros. Era una gran lector de poesía, poetas de Austral y Losada, y Visor,
luego. Una cajita para guardar cosas, el arca del tesoro, decía poniendo la
voz engolada. Aunque hay tesoros que no precisan arca, porque vienen
con ella, añadía, señalándose el corazón. O una flor que secaba
cuidadosamente durante semanas o meses. Un dibujo copiado. Yo tengo
en mi casa un baúl, que también me hizo él, lleno de regalos de Reyes
Magos y cumpleaños hechos por sus manos. Algunos enteramente
inútiles, todos personalizados, con tu nombre en algún sitio. Toma, me
dijo cuando me lo dio, para que guardes ahí todos mis regalos. Y lo que
quieras, claro. Ya sé que muchos no te gustan nada, pero no los tires, si los
tiras, me matas un poco, espera a que me muera y me hayáis incinerado,
entonces los pones en la basura; no tirar, poner, todo ha de hacerse con
respeto.
Si quiero saber el tiempo que llevo con Lola, voy al baúl, cuento los
regalos y ya está, ese número es la cantidad de años que llevo con Lola.
No se le olvida nadie. Primero fue a su mujer, luego a su mujer y a
Carmen, luego a su mujer, a Carmen y a Lola, luego a ellas y a Roberto,...
luego los nietos.
Yo no recuerdo otros Reyes Magos que los suyos.
Un día apareció con un paquete voluminoso en un envoltorio muy
historiado. Carmen y Lola estaban en la pubertad todavía, Lola con 12 o
13 años. Y esto, ¿qué es?, preguntó su madre. Contestó algo que no
entendieron porque llevaba el cigarrillo encendido pegado a la comisura
de los labios, todavía fumaba entonces, dejó de fumar hace 15 o 20 años,
con el ojo izquierdo semicerrado porque le molestaba el humo, como en
una secuencia de El halcón maltés, de Humphrey Bogart. Descubridlo, le
entendieron balbucir al fin.
Lola recuerda la escena como si hubiera sido una de Reyes pero era,
sin embargo, finales de curso, a punto de empezar el verano. Lo depositó
en el suelo. Empezaron a quitar cintas y papeles, uno, otro, otro, más
celofanes de colores, un ruidosa mezcolanza que aumentaba su
nerviosismo conforme se acumulaba por el salón. Al final de aquella
montaña de capas de papeles que lo forraban como se envuelve a sí
misma la cebolla, apareció una suerte de cajón, hecho de baquelita y
madera. Ya sé lo que es, dijo Carmen, yo sé lo que es: un tocadiscos. Ella lo
había visto en casa de una amiga de su clase. Lo abrieron, observaron
aquel ingenio de la placa redonda, del que salía un brazo articulado en
una esquina y una especie de palomilla junto a él, que marcaba diferentes
números: 33, 45, 78. La pieza superior que habían separado tenía un lado
cubierto con una malla tupida, mientras del otro sobresalía cierta clase de
rueda con su buje. Es el altavoz, aclaró Carmen, que conocía
perfectamente el aparato. El brazo se movía correctamente, no cabía la
menor duda. ¿Cómo suena?, preguntó Lola. Pues se le pone un disco. ¿Y el
disco? Su padre se quedó mirando a las tres: no me habían dicho que
hubiera que comprar un disco. Padreeeeee, padreeeeee, padreeeeee, al
unísono. Habrá que comprar un disco. ¿Un disco? Tendrá que ser más de
uno, uno solo es aburrido. El caso es, dijo bajando la voz, el caso es que
todavía tengo que pagar unos plazos. Pero compraremos unos discos. En
menudo lío nos hemos metido, sentenció su madre, pero quería decir
“nos has metido”.
Lo había comprado ahorrando en el tabaco -se pasó del Ducados al
Celtas emboquillado-, sustrayéndole a su mujer alguna moneda del bolso,
escatimando en sus gastos y guardándose el producto de algunas
chapuzas de fontanero. Y, finalmente, se quitó de fumar para liquidar
antes los plazos, aunque acabó regresando al tabaco. No había tocado la
nómina de la fábrica, eso siembre iba en un sobre cerrado hasta casa, tal
cual se lo entregaban, lo sagrado es sagrado. Recordé el misterio del
televisor en blanco y negro de Vaíllo mientras me lo contaba Lola.
Había intentado comprar mucho antes el aparato. Se puso a ahorrar
cuando conoció el precio, pero, cuando fue a comprarlo, el precio había
subido. Se lo ofrecieron a plazos pero el quería comprarlo al contado.
Siguió ahorrando y, por segunda vez, el aparato había subido de precio. La
tercera vez aceptó comprarlo a plazos porque ya ni siquiera tenían el
mismo aparato. Comprándolo a plazos ya no se modificaba el precio,
aunque a él no le gustaban los plazos para ciertas cosas.
La música marcó así a Lola, y Francisco empezó a escuchar música
desde que comenzó a ir a Alcalá de Henares. Lola mantenía con los discos
la misma relación enfermiza que él tenía con sus pequeños libros de RTVE
y Libra y, más adelante, de Austral, Cátedra y Losada. Y le transmitió
algunas de sus obsesiones. Con el tiempo compraría un tocadiscos un
poco más sofisticado en Galerías Preciados. Pioneer, en este caso,
americano, que entonces ya estaba de moda todo lo americano. El viejo
tocadiscos Philips estaba sobre una rinconera del salón y servía de base a
una maceta de la planta del dinero. Ahora ha desaparecido.
Así descubrió Francisco entonces Woodstock, aunque habían pasado
unos cuantos años desde Woodstock. Y a algunos cantantes españoles,
que parecían extranjeros porque no eran de la morralla oficial. A Serrat,
por ejemplo; por eso fue al concierto del Parque de Atracciones. Gente
que hablaba de otra manera; no porque se expresara en un idioma
distinto, no se refiere estrictamente a eso, los de Woodstock cantaban en
inglés, claro, como los Beatles, que sonaban en la radio, muchos cantaban
en castellano, como Paco Ibáñez, sino porque se ocupaban de las cosas
con una visión y un lenguaje diferentes. Pensaban en otro mundo. Se
parecían a los estudiantes osados que él había imaginado. De hecho, más
de una vez estudiantes y músicos se hicieron cómplices en conciertos. Y
uno pensaba entonces, también, como consecuencia, que España no tenía
que ser necesariamente ese país paleto que Machado llamara de
charanga y pandereta. Podía haber para nosotros y para nuestros hijos
alguna esperanza. Paco Ibáñez le ponía voz a poetas actuales, aunque
fueran medio clandestinos, como Celaya o Goytisolo, y a otros no tanto,
como Quevedo.
Había tanta quincalla musical, que pasaba por ilustre porque sonaba
entre sorbos de champán... Hasta los 40 principales era un movimiento
paleto, hay que reconocerlo.
Su hija escucha hoy a algunos de aquéllos como si fueran clásicos.
Son clásicos. No son Mozart, Mozart sólo hubo uno, pero son clásicos. Un
día le dijo: mira, Paco, su hija lo llama Paco, Lola, Francisco, y su hija, Paco,
mira, Paco, escucha. Su hija tiene 22 años. Le puso el auricular. Escuchaba:
Have you ever seen the rain?, de Creedence, Have you ever seen the rain,
Françisco?, ¿has visto alguna vez la lluvia, Paco? Y otra vez: Cry, baby, de
Janis, llora, muchacho, le susurró con voz ronca ahora. Llevó a su hija
hasta la colección de vinilos grandes de Lola: Behold your mother, baby.
Su problema siempre han sido los idiomas, pero quiso decirle a su
hija “He ahí a tu madre, pequeña”, en el idioma de sus músicos, y se lo
dijo después de pensar en la construcción de la frase un rato. Cuando
somos jóvenes creemos descubrir el mundo, pero el mundo ya fue
descubierto por nuestro abuelos. O el mundo mismo se nos ofrece para
que lo veamos. Es el mundo el que se desnuda ante nosotros. El mundo
del que me hablaba mi hija había sido descubierto por su madre. Aquella
colección de vinilos bien podría ilustrar la historia vital de toda una época.
Apenas se manejaba en el francés del bachillerato, pero Lola se había
agenciado un curso de inglés por fascículos y le traducía aquellos textos.
Se los sigue traduciendo hoy. Lola estudió inglés porque quiso entender de
verdad lo que decían aquellos músicos. El padre de Lola decía que el inglés
era el idioma del imperio, pero que convenía entenderse en el idioma del
imperio. Él no era más que un muchacho provinciano que a todo le ponía
los ojos como platos. Estudia inglés, ¿por qué no estudias inglés? Hoy la
mayoría de los muchachos saben idiomas, salen los veranos, se mezclan
unos con otros. Francisco venía de un pueblo, España paleta y él
provinciano, ¡cuidado con los libros, que manchan!; luego, doblemente
estigmatizado por la incultura. Trabajaba, hizo bachillerato, después de la
mili prefirió matricularse en la escuela mercantil. No estudio inglés,
prefiero hacer perito mercantil. Y Lola o su hija le traducen los textos.
Francisco nunca ha salido al extranjero, se ha pasado toda su vida
trabajando y sólo muy tarde ha tenido vacaciones.
Algo ha aprendido. Lo suficiente como para ir hace un par de meses
al concierto de Cohen, Leonard Cohen, en el Palacio de los Deportes(184).
Con su hija. Casi al final cantó la famosa Chelsea Hotel, en memoria de
Janis Joplin, y Lola se le abrazó porque ella también recordaba. Hubo una
primera vez que hicieron el amor al tiempo que oían música y fue con esa
canción. En Escosura tenía un radiomagnetófono que había comprado en
Melilla, por 4.500 pesetas de sus ahorros, y unas pocas cintas para oír
música también cuando estaba solo. Somos feos, pero hemos llegado
hasta aquí(185), le dijo Lola. No somos feos, leche; bueno, tal vez un poco.
Y viejos, también sois viejos, Paco, añadió su hija. ¿Viejos? 55 años. Viejos,
pero habéis llegado hasta aquí. Yo también os quiero.
Hemos envejecido. Es verdad. Bob Dylan ya no tiene 20 años. Ni
Serrat. Sin embargo, se han renovado los malos, los malos músicos, quiere
decir. Hay tantos malos músicos como antes. Más. Y peores. En la música y
en todo. También malos escritores. Muchos. La gente no piensa. Estamos
en decadencia. Por eso mi hija escucha a los viejos y le parecen jóvenes.
Tal vez ni siquiera en decadencia, somos muladares, cultivamos basureros
como si fueran jardines. Hay poco que escuchar y poco que leer. El ano es
un apéndice del cerebro. Quizá nos hemos quedado sin retos, no
aspiramos a cambiar nada. Aquella gente pretendía cambiar el mundo.
Ahora no aspiramos a cambiar nada. Nos traen una crisis, mejor dicho:
nos la arrojan a la cara y la esparcen a la puerta de nuestra casa, y no nos
rebelamos. Quienes la generaron nos la hacen pagar como si fuera
nuestra y no nos sublevamos. Los mercados ponen las reglas. ¿Quién se
alza contra los mercados? ¿Quiénes son los mercados?Nos hemos vuelto
conformistas. Los ladrones nos parecen gente honrada. Hubo una
revolución en perspectiva pero ahora no esperamos cambios siquiera.
Apenas reformas, nos hemos vuelto reformistas. O ni siquiera reformistas,
acomodaticios. Está bien todo como está. Sobrevivimos. No hay que
cambiar el mundo, hay que vender, de eso se trata ahora, tenemos que
vendernos, la gente prefiere venderse a soñar, hoy nadie sueña. Había
poetas, hoy no alcanzan la categoría del ripio. Pero los premian. Nos
hemos degradado. No somos seres humanos, somos adoradores de
ídolos, nos hemos hecho parte de un sistema que tiene como dios al
comercio. La prostitución es una profesión decente.
Me dirás: todo aquello surgió en torno a Vietnam, como respuesta a
una guerra, como un ejercicio de subsistencia. Eso opina el padre de Lola.
Pues no lo sé. Vietnam está en el sureste asiático, pero ¿dónde están los
mercados? Eso sí que no lo sé. En alguna cloaca. Yo era de pueblo. Sólo
trabajaba. Y admiraba a los estudiantes. Y escuchaba música los fines de
semana. Ahora hay decenas de guerras y nadie se moviliza contra ninguna
de ellas. Contra Iraq en su momento, pero no paramos la guerra de Iraq, ni
hemos hecho nada por las demás guerras del mundo. Fue un movimiento
en torno a la paz, pero no tal vez por la paz, sino por la propia
supervivencia, porque los jóvenes americanos no querían morir en un
arrozal. Vietnam era una amenaza personal, hoy las guerras parecen
ajenas, no nos conciernen personalmente, no nos interpelan. Y ¿qué decir
de la especulación y los mercados? Acaso la especulación y los mercados
no nos conciernan. Fue un movimiento que se llenó de poetas y hoy no
hay poetas. Jugar a escribir en columnas estrechas no es ser poeta. Quizá
sea necesario sentir amenazada la propia supervivencia para que surjan
los poetas.
Soy pesimista. El padre de Lola tiene fe en los jóvenes, dice que hay
muchos jóvenes valiosos, mira a tu hija, me dice, miro a mi hija, es una
muchacha extraordinaria, inteligente, capaz, esforzada, con sentido de la
equidad y la justicia, lo es, sé que sueña, o aspira a otro mundo con el que
está comprometida, y sé también que tendrá que desenvolverse en un
mundo voraz, que no tendrá oportunidades, los jóvenes no tienen
oportunidades, están sin trabajo, y, si lo tienen, lo desempeñan como
antiguos esclavos. Hoy hay más esclavos que nunca en el mundo. En
España, para los jóvenes, o paro o becas, en la oficina tenemos un becario;
para el resto, precariedad, economía sumergida. Se quiere dejar sin
dignidad a la gente. Los pillos tienen una oportunidad, ser pillo comporta
un valor añadido.
Estamos desactivados. Y no hay poetas.
Hay alguno. Oh, sí, claro, siempre hay alguno. Viejos. O hablando de
cosas viejas. En su casa. Y está mi hija. Y los hijos de muchos que no se
adocenan ni amedrentan.
Ya no hay músicos. Dicen ser músicos. Serían cebolleros si vender
cebollas les diera fama y dinero. Oh, el dinero. Hay famosos que aporrean
instrumentos. La fama es un producto de supermercado.
No es una casualidad que la batería esté tan presente en lo que se
graba hoy día. El ruido lo tapa todo. Es dificilísimo, casi imposible,
escuchar el sonido limpio de un piano, de un violín o de una guitarra.
Son instrumentos que desnudan la música. No sé si son inteligentes y
creativos los cantantes actuales, pero son guapos. Janis Joplin era fea. Y,
fíjate, sin embargo, era hermosa.
¿Qué haremos tú y yo si mañana nos quedamos sin trabajo? ¿Qué
haré yo con 55 años? La palabra oportunidad ya no está en mi horizonte.
Yo sólo soy una persona corriente. El padre de Lola dice que habría
que salir a la calle y volver a asaltar el palacio de invierno. Y que eso lo
tendría que hacer la gente corriente. Sin músicos ni poetas no se puede
asaltar el palacio de invierno. Nunca hará la revolución un funcionario y
nos administran funcionarios. Los ciudadanos nos hemos convertido en
funcionarios. Mi suegro ya es un viejo y yo sólo soy una persona corriente.
Ni los viejos ni las personas corrientes podemos cambiar el mundo.
¿Cómo vamos a asaltar el palacio de invierno? ¿Dónde está, por otra
parte, el palacio de invierno? ¿Qué podemos hacer, aparte de pasarnos la
vida trabajando? Dice que he cambiado los poetas por el baile de los
sábados. No; tengo, además, el baile de los sábados. Veamos, suegro,
joder: ¿por qué es incompatible la justicia con el baile de los sábados?
Lola y yo, ¿no tenemos siquiera derecho al baile de los sábados? Será que
todos nos hemos degradado o que buscamos un sitio para refugiarnos.
Será llegado el tiempo de los refugios. O del exilio. Es frecuente hoy el
exilio interior. Hay quienes se van a vivir al campo, como Armando,
quienes se dedican a la agricultura biológica o al cultivo de marihuana en
la terraza, quienes practican la meditación y el zen y quienes vamos al
baile los sábados. Joder, suegro, fuimos derrotados, estamos de retirada. Y
yo no soy sino un muchacho de pueblo. Lo poco que sé lo aprendí con
libros de 20 pesetas. Y con Lola, por ósmosis amorosa. Y contigo, porque
eres un suegro pesado, muy pesado.
Han quedado unas pocas cosas para conservar en la retina o en el
reservorio del cerebro: fotografías, algunas ideas deconstruidas, un
pelirrojo tocapelotas, las sentadas, la marihuana, una forma de vestir, una
furgoneta Wolksvagen, unas pocas canciones (Imagine, entre ellas,
aunque llegara más tarde), algún que otro libro de cabecera,... Todo ha
sido integrado, todo aquello ahora se vende, forma parte del espectáculo.
Nada del sistema ha cambiado. Es camaleónico: muda el aspecto pero
todo sigue siendo lo mismo. Parece inamovible. Mandan los mismos, las
mismas reglas. Todo cambia para que nada cambie. Ismael Serrano haría
luego una canción de todo esto para resumir el fracaso. Y la titularía:
“Papá, cuéntame otra vez”. Y la titularía: “Papá, cuéntame otra vez”.
Hemos hecho de la realidad una historia del abuelo Cebolleta.
Lola dejaba la puerta de su habitación entreabierta, allá en Alcalá de
Henares, y nos sentábamos en la alfombra a escuchar música. Buf, qué
imágenes tan ingenuas me vienen a la memoria. Éramos bobos entonces.

Por aquellos tiempos se estrenó “La noche de los muertos vivientes”,


Night of the living dead, de George A. Romero. Recuerdo que la
proyectaban en un cine de Gran Vía en versión original con subtítulos.
Cerca de Callao. Era en blanco y negro, como las películas antiguas.
Fuimos con Carmen, Roberto, Andrés y su novia de entonces, que no sé
quién era su novia en aquel momento, oh, sí, claro, Marisol, la hermana
de Roberto, no podía ser de otro manera, había tenido muchas novias
antes de conocer a Marisol y luego casarse. La primera escena era el
aterrizaje de un avión de doble hélice y las voces de megafonía del
aeropuerto. Eso lo recuerdo porque se aproximó Lola a mi oído y me dijo a
voz en cuello: ¡lo entiendo, lo entiendo! Chist, nos reconvenía Roberto,
que con el paso del tiempo se iba volviendo más envarado el pobre.
Después, todo sucedía de una manera distinta. Los muertos se comían a
los vivos, como si una parte del pasado difunto irrumpiera en el presente
para deglutirlo. Al final, sólo Lola parecía haberse alegrado con aquella
historia, aunque por razones distintas al argumento, porque, a pesar de
que llevaba menos de un año estudiando el idioma, había entendido
bastante bien los diálogos. Qué chica más lista, dios mío, esta Lola.
Los demás, bueno, los demás teníamos la opinión escrita en el rostro.
Asco.
Se decía que era un arquetipo del género de las películas de terror.
Por eso fuimos a verla. Pero no me parece una película de miedo. De
vómito y náusea, tal vez. O de humor. De humor. De humor un poco
obsceno. Sería de miedo si no fuera previsible el guión. Quizá sea la
parábola de una época, no sé si de aquélla o de ésta, en tanto que ésta
parece ser la degeneración de aquélla. Cada época tiene su película.
¿Seremos nosotros los muertos vivientes? Y pensando como yo pienso o
habla el padre de Lola, ¿proponemos, en realidad y en el fondo, la
destrucción de una época, para alimentarnos con ella y justificar nuestra
vida de fracasos de esta manera? Quizá sea este mundo de comerciantes
que denostamos el único que tenga sentido, aunque me resisto a creerlo y
me niego a aceptarlo.
Regresando luego hacia Callao para coger el metro, Andrés se detuvo
ante el mostrador de uno de aquellos cuchitriles de Bravo's y nos
preguntó qué perrito caliente queríamos: ¿ketchup, mostaza, ketchup y
mostaza? Aquel acto sí que fue una parábola de nuestra juvenil
inconsciencia. Roberto sugirió tomar los perritos, si queríamos perritos
calientes, en Nebraska, porque allí el ketchup era casero.

No sé cómo empezamos a bailar los sábados. Salvo mi primer año en


Madrid, cuando salía con Andrés o algunos compañeros de estudios
bancarios, creo que apenas había bailado en mi vida. Bueno, me recuerdo
bailando con Lola en la habitación de Escosura una versión de “Je t'aime
moi non plus” en cinta, si estar abrazados de pie mientras sonaba,
comiéndonos, se admite en la categoría de baile.
Pero convirtieron una academia del barrio en escuela de baile y Lola
dijo que le gustaría aprender a bailar conmigo. Yo sé bailar, Lola. Tú no
tienes ni idea, Francisco. Había ido a comprar cruasanes a La Oriental(186)
y vio los carteles. Y nos apuntamos. Nada de lo que ahí se bailaba tenía
que ver con la música que oíamos. Fuimos un año. Y repetimos al año
siguiente. Íbamos a la escuela los viernes y los sábados empezamos a salir
con otros colegas bailongos. Ahora, que ya no vamos a la escuela,
quedamos a bailar con algunos de aquéllos los sábados y terminamos
cenando. O yendo al teatro. Hablamos de todo, tonterías, como otros
hablan de fútbol. Qué sé yo. Habremos caído del lado oscuro del pasado.
Nada es casual. Hay una razón para todo, aunque no la conozcamos. En
nosotros está lo frívolo como está lo trascendente. Nada es trivial en sí
mismo. Es según lo que hacemos de ello.
Acaso entronque este baile con aquel noche de los muertos vivientes.
Acaso seamos espectros que bailan.
O quizá no sea tan malo, a pesar de lo que dice mi suegro. Hay una
pareja de profesores de instituto que dicen haberse descubierto de nuevo
a lo largo de este tiempo, incluso sexualmente. Les excita el olor a sudor
cuando llegan a casa después de una noche de baile. Y hacen ahora el
amor más que nunca. Salvajemente, incluso. Nosotros no llegamos a
tanto. Nos basta con distraernos.
No somos un grupo homogéneo, pero nos divertimos juntos. Pasa ahí
como pasaba en la mili. Coincidimos con gente con la que no tenemos
nada que ver y descubrimos, sin embargo, que no somos tan diferentes. El
baile nos mezcla e iguala. No nos iríamos juntos de vacaciones, pero
bailamos todos los sábados y después charlamos un rato. Todo es posible
en cada universo humano. Es como en nuestra oficina: tampoco tenemos
nada en común, nada de lo que parece esencial para compartir una vida,
y, sin embargo, compartimos un tiempo, un cigarro, una charla y una
confidencia, eso también es la vida. La vida son trazos, no hay que exigir
siempre el cuadro entero.
Tengo la sensación, a veces, de vivir una doble vida. O vivir atrapado
entre dos mundos. El de éstos que tú y yo administramos de lunes a
viernes y el mundo de los fines de semana que representa el padre de
Lola. El baile está en medio, haciendo extraños equilibrios. O sea, el
mundo de los desalmados, unos malos y otros peores, gángsteres a veces,
el de los que defraudan, gentes cuyos principios se adaptan a las
circunstancias de los intereses, ventajistas, en el mejor de los casos.
Gentes que pasan por decentes, sin embargo. Son decentes. O sea,
acordes con la moral estatuida. Hacen negocios. Son emprendedores, y
hacen falta emprendedores. Y el mundo de los íntegros. Yo sé que el padre
de Lola no es perfecto, pero es íntegro, sabes que nunca te falla. A
nosotros nos da de comer la gente de los negocios. Así funciona el
tinglado.
Un mundo te paga la nómina y el otro da sentido a la vida. Es decir,
uno te permite sobrevivir y el otro te ayuda a vivir. Los viernes rompo con
el primero de ellos y olvido que existe. Los fines de semana, incluso, visto
de manera distinta. El primer día que entré a trabajar en el banco fui
consciente de que el traje y la corbata es el disfraz de lunes a viernes.
Me gustaría pensar que este mundo que nosotros vivimos nos pone
en camino del mejor de los posibles, a pesar de nuestra cobardía
miserable a ratos. Cosas como el baile nos devuelve a la tonta inocencia
que fuimos en el pasado. Me gustaría pensar que estamos en el camino
correcto. Y que el otro mundo tiene fecha de caducidad, aunque no la
conozcamos ni sepamos a ciencia cierta los pasos. Me gustaría pensarlo
por nuestros hijos.
El día que me jubile no volveré a ponerme traje y corbata.

La historia es vieja y se repite, dice el padre de Lola. Los malos


siempre vencen, dice también el padre de Lola. Vencieron en el 39, y
aceptaron luego un pacto de transición para mantenerse en sus puestos. Y
nos remataron el 23F. El 23F fue un golpe de timón para corregir el rumbo.
Vencerán de nuevo. Tras esta crisis, enarbolarán las viejas banderas de
siempre. Están ahí para cobrarnos la crisis y sus réditos. Están ahí ya
exigiéndolos. Quizá la crisis no sea más que un instrumento para
reconducirnos.
Son los nazis que incendiaron Europa y los que se enriquecieron
armando a los nazis, en el fondo, los mismos. Los fascistas italianos o
españoles, Franco, los que sumieron en la oscuridad a España durante 40
años, o fueron sus cómplices, es decir, jueces, empresarios, eclesiásticos,
la derecha que calló o fue complaciente con el fascismo, los que
persiguieron y torturaron luego, los que desataron la guerra de Vietnam y
desatan todas las guerras, los fabricantes y comerciantes de armas, los
explotadores, los especuladores, los que mataron a Kennedy, a Luther
King o a Lennon, aunque ninguno de ellos pusiera en peligro el sistema,
que no lo ponían, si acaso mostraban sus pies de barro, y los que, en
España, firmaron penas de muerte, persiguieron y torturaron a otros
españoles, los que hicieron de España su cortijo y tienen hoy a España por
cortijo, los mismos, los que no condenan a Franco ni al franquismo, los
que censuraron, los que hicieron de España un erial o dijeron que las ideas
habían prescrito, los que no quieren reglas porque son ellos la regla, los
que le parece mucho 1000 euros al mes y poco un millón de euros. Son los
mismos, no hay diferencia. Pero fueron derrotados una vez, en Vietnam,
aunque aquello sólo fuera una batalla, pero la perdieron, en Cuba, aunque
luego Cuba alumbrara a Castro, y en Chile, sí, también en Chile, por eso se
inventaron a Pinochet, para evitar el triunfo de Allende. Los mismos que
mataron al Che. Hay algo de Allende y del Che que continúa viviendo, a
pesar de Castro, a pesar del neoliberalismo triunfante, algo de su espíritu
revolucionario permanece. Hay quien cree que vale más ser justo que rico.
Para su suegro siempre ha habido buenos y malos. No es una visión
maniquea, él dice que no es una visión maniquea, es la voz de su
experiencia. Fue obrero en una fábrica, y ello en sí mismo ya es una fuente
de conocimiento. Si recuerdas Naseiro, entenderás Gürtel, dice. Son los
viejos administradores del reino. En eso estoy sí de acuerdo con él. Me
viene a la memoria el señorito, con la pistola en el sobaco y la camisa azul,
que luego sería blanca junto a Piñar o a Fraga. Condenan y nos exigen que
condenemos a ETA, maldita ETA, claro, maldita, nadie tiene derecho a
disponer de la vida de nadie, pero ellos no condenan a Franco. Franco
asesinó a cientos de miles de españoles. ETA, la maldita ETA, sólo a unos
cientos. Un sólo muerto ya es importante. Nadie defiende a los muertos
de Franco. ¿Por qué un muerto de Franco no vale lo que un muerto de ETA
si también es un muerto? ¿Por qué nadie piensa en la dignidad de los
muertos de Franco?
Hay algo en su pasado, algún suceso que no cuenta, quizás algo de su
vida personal o de la vida de sus padres, es decir, de los abuelos de Lola,
que tampoco Lola sabe. Francisco imagina pero no se atreve a
preguntarlo. Sobre el pasado reciente en España hay un espeso velo de
silencio. Hay más historias sepultadas que muertos.
Dice Lola que, cuando era pequeña, recuerda a su padre cambiar
apresuradamente de emisora si ellas, jugando, dejaban el dial en algún
punto desacostumbrado.
Son una banda, repite, cuando habla de la derecha. Con dos
objetivos: ocupar el poder y repartirse los beneficios. No son chorizos, eso
es vulgar, se distribuyen los dividendos. Son los accionistas del sistema.
Son cínicos. No aceptaron la pérdida de las elecciones de 2004 ni 2008.
Son soberbios. Tienen que ser los protagonistas de la Historia. España,
señores, son ellos. No hay banderas, sino las suyas, tuvimos que aceptar
para la España democrática la roja y amarilla del franquismo.
Franco se tomó mucho trabajo en exterminar a sus adversarios o
aterrorizarlos. No van a permitir que algunos supervivientes de aquello
reescriban el futuro para nuestros hijos, no nos permitirán hacerlo.
Recuerda cuando vino a España el hermano pequeño de Bush, Jeb
Bush, aquel gobernador de Florida que ayudó a George Bush a conseguir
la presidencia de EEUU manipulando papeletas de votación. Recuerda su
castellano con acento portorriqueño. Y recuerda sus promesas en relación
con la guerra de Iraq. La tarta del petróleo y la reconstrucción es grande,
venía a decir, habrá también para España por su contribución a la guerra.
Eran tiempos del trío de las Azores. Y le dieron bombo en los noticieros.
Iraq, esos días, producía dividendos. En los telediarios. Cuando se
produjeron los terribles atentados del 11M(187) en Madrid, corrieron a
endosárselos a ETA, porque Iraq se había convertido de repente en una
amenaza. Ni los autores ni sus ideólogos surgieron de ningún desierto, dijo
luego el mentiroso ex-presidente del gobierno, el mismo que afirmaba:
creedme, creedme cuando os digo que hay en Iraq armas de destrucción
masiva.
Sólo un país paleto se merece un presidente como Aznar. Somos un
país de paletos. Sólo un país paleto se merece que gobiernen los
herederos de Aznar. Es decir, los herederos del franquismo. La derecha en
España no es democrática, sino que convierte la democracia en
instrumento. Sólo un país inculto en el que reine la incuria se merece un
presidente como el heredero designado por Aznar. Sólo un país sin
memoria. Pero España no tiene memoria. Así que será presidente el delfín
cooptado.
Los malos siempre vencen.
Claro que ETA sólo es una pandilla de asesinos y desalmados, pero los
auténticos malos son otros, no conviene equivocarse. Los que alimentaron
el huevo de la bicha. ETA es hija de la locura y también del franquismo. No
habría habido ETA sin franquismo. Y la han convertido en cuenta corriente
de la que extraer beneficios. Vino bien para el 11M(188) y viene bien para
poner la libertad y la democracia en entredicho. Sabemos la verdad, pero
ellos repiten la mentira como una letanía, la mentira es su patrimonio.
¿Qué sería la derecha sin ETA ni la crisis, la que ellos mismos crearon?
Naseiro, Gürtel, una vulgar banda de chorizos. Sólo eso. O sea, nada. La
Inquisición, si nos vamos más atrás. Es decir, el Opus y Rouco Varela. Nada.
No son nada. La derecha no es nada.
La crisis es un procedimiento para el expolio de la mayoría. Trajeron la
crisis y ahora tenemos que pagarla entre todos.
¿Dónde está la alternativa? ¿Quién la plantea? ¿Cómo librarnos de
los malos y recuperar la capacidad para dirigir nuestra vida? Los malos
están ahí, que no se nos olvide. Tienen la solución, es sencilla, un recibo
que ya han desglosado: euros, derechos, libertad, democracia, que han de
sacar de nuestros bolsillos. Lo han redactado los mercados, o sea, los
banqueros, los especuladores, los inventores de la crisis.
No podemos hacer nada. No hacemos nada. Es mentira: se nos dice
que no podemos hacer nada. No sé si es un diagnóstico o una amenaza.
Las personas corrientes no podemos hacer nada. La política y la economía
nos expulsaron hace tiempo de la sociedad, del quehacer general, nos
redujeron al ámbito privado, a la televisión y a la familia. Usted vote y
calle, nosotros hacemos. No es posible la felicidad compartida, no tiene
nada de asunto colectivo. La felicidad se convirtió hace tiempo en un
asunto privado, si es que no estás en paro. En todo esto también tiene
responsabilidad la izquierda, toda la izquierda, que ha convertido la
libertad y le democracia en un ejercicio periódico de decisión cada cuatro
años.
Así se expresa su suegro. Mi suegro va a cumplir 85 años, pero no
está gagá ni perturbado, tampoco lo que dice es un producto del odio, si
acaso producto del desprecio, pero sólo en parte, hay mucho de cierto en
todo eso. Uno tiene derecho al desprecio cuando se siente observado por
encima del hombro. Cree que son los mismos que estuvieron aquí 40
años, los mismos que han gestionado el mundo desde que él tiene
memoria, los mismos que trajeron la crisis, es decir, sus creadores, los
mismos que nos la harán pagar y los mismos que nos han hecho pagar
todas las depresiones, los mismos, también, que exprimieron para sí todos
los periodos de bonanza, cuando los hubo, los mismos que inventan las
guerras y las cambian de escenario.
Él ve este momento muy negro, no entiende el conformismo de la
gente y de los trabajadores, de los jóvenes -aunque, a veces, ve luces al
fondo del túnel-, todos atrapados por la trampa, en todos los sentidos del
término trampa, es decir, por la celada que nos tienden y con la que nos
apresan y embaucan, y porque todos nos hemos vuelto tramposos,
sobrevivimos a base de hacer trampas y de hacernos trampas. Son los
malos, Francisco, dice, son los malos, y nadie parece darse cuenta. Me voy
a morir con estos sinvergüenzas en el gobierno. Con el mundo dominado
por ellos, con nuestras vidas en sus manos. Nuestro futuro es negro, dice:
la derecha, una banda de chorizos acomodados, que han convertido la
libertad y la democracia en valores de cambio, y la izquierda, una tropa de
funcionarios o ineptos, más ineptos cuanto más radicales, estúpidos de
manual, que olvidan las lecciones del pasado. Todos convertidos en
gestores de una patraña, aunque lo llamen crisis, aunque venga de la
mano de la crisis, en malos o interesados gestores, por lo que se ve. Nadie
piensa. Nadie ensaya ni propone otros caminos. Nadie es consciente de la
dimensión histórica del momento.
Habla como sólo pueden hablar los que no se sienten obligados por
las apariencias, de todo por lo que se siente concernido, dice lo que le
viene en gana, pero no deja de tener mucha razón en el fondo. Me echa
en cara que vaya a bailar con Lola los fines de semana como si no hubiera
otras cosas de las que ocuparse. No hace sino retarme. Más compromiso,
me dice, más compromiso es lo que necesita esta sociedad. Y un poco más
de claridad y determinación. La izquierda, la socialista y la comunista, no
dice sino tonterías, se ha vuelto ciega y sorda, no piensa, no entiende.
Habla como quien ya no tiene obligaciones, su única obligación es su
lengua, y despotrica con libertad absoluta. Otros tenemos hijos y nos
sentimos impotentes, podemos hacer pocas cosas. ¿Por qué negarnos el
derecho a hacer del día a día algo placentero? Eso es lo primero que
quieren jodernos, ganarás el pan con el sudor de tu frente, coño. También
es posible ganárselo de otra manera. Conservando íntegra la dignidad, por
ejemplo. Necesito convertir en algo personal los fines de semana, de mi
hija, de mi mujer, y eso incluye el baile de los sábados. Joder, en el baile
de los sábados no me acuerdo de nadie, sólo estamos mi mujer y yo y los
amigos de los sábados, déjenme bailar, aunque la bachata sea una
gilipollez.
En realidad, seguramente no termina de creer en todo lo que dice.
Duda, aunque a mí la duda me parece un don impagable. Claro, no es
dios. Y no es, sobre todo, la derecha, que, cuando no tiene ideas, tiene
dogmas y ahora tiene dogmas. Confía en su hija, en mí, o eso me parece,
cree en mi hija, en los jóvenes, aunque manifieste incertidumbres, no
termina de creer en todo lo que dice. Dice que la luz que se aprecia, a
veces, al fondo del túnel podría ser la de un tren enloquecido que marcha
contra nosotros. Manifiesta su desesperación. Para él siempre vencen los
malos. Y le asusta la camada de cachorros que alimentan, los más jóvenes
de ellos, en el Parlamento, en Madrid, esos le asustan. Le asustan sus
jefes. Y le asustan los cómplices que se emboscan tras cierta prensa y
ciertos colectivos.
El padre de Lola se lamenta a veces de que en España no hayamos
tenido nuestro 25 de abril, como lo tuvo Portugal con la revolución de los
claveles. No cree en nuestra transición del 77. La muerte de Franco fue
una derrota. Desconfía de nuestro cambio. Con el ejército que Francisco
conoció en Melilla, y no ha sido muy distinto de ése el ejército de España,
la sola hipótesis de un 25 de abril parece un chiste. Era un ejército
patriotero. Chusquero, se decía, y chusquero viene de chusco, pícaro o
panecillo. Hubiera sido bufo si no hubiera estado concebido para ser
represor. De analfabetos. ¿Te fijaste en los frontispicios? Decía: “Todo por
la patria”, pero la patria excluía a la gente, era un ente abstracto por
encima de las personas. Y lo es. “Todo para los nuestros”, como dice el
padre de Lola que debía rezar bajo la gaviota del PP.
Con 25 de abril y sin 25 de abril, con transición, Portugal y nosotros
estamos en el mismo sitio.
Sólo como hipótesis me digo a veces: de haber habido un 25 de abril,
¿cuál habría sido nuestra Grandola, Vila Morena?(189) Uno tiene derecho
a sus pajas mentales. Así que también se lo preguntó Francisco alguna vez,
asimismo como ejercicio retórico. Hubo una música que pareció el
banderín de enganche de una generación, como Al Vent, A cántaros o
L'estaca(190). Cualquiera de ellas. O “No nos moverán”, de Joan Baez. Con
el “No nos moverán” se enfrentaban a veces los jóvenes a la policía.
Podría haber sido cualquiera de Carlos Cano. Carlos Cano devolvió la
dignidad a una forma de cantar que había sido degradada por el folclore
barato del franquismo. La diferencia con Portugal es que ninguna de ellas
sacó al ejército a la calle con claveles en la bocacha de los fusiles. Los
militares aquí siguieron organizando consejos de guerra.
Pero no hubo 25 de abril. Hubo lo que fue posible. Ahora sabemos
que los rottweiler nunca sueltan a su presa, habría que matarlos, y ni
siquiera los juzgamos. La democracia, para la derecha, es una bandera
oportunista, en tanto que para la izquierda es una oportunidad de cambio.
Cualquiera del PP sería hoy servidor de Franco sin ningún empacho. No
hay diferencia entre el discurso del pensamiento único, el de los
neoconservadores, defensores del liberalismo económico a ultranza, y el
del fascismo, salvo matices de apariencia. En eso creo que le doy toda la
razón a mi suegro. Esperanza Aguirre podría ser Pilar Primo de Rivera. Y
Gallardón, José Antonio o Calvo Sotelo, y Rouco Varela, Gomá.
Nos obligan a elegir entre los que llama mi suegro los malos y los
otros que yo llamo acomodados, es decir, entre malos e inútiles, y yo me
niego a esa elección. Hay buenos y hay capaces. Y hay capaces que son
buenos. Y hay locos que proponen un mundo de otra manera.
Necesitamos locos de éstos a punta de pala. Necesitamos un ágora para
los locos y necesitamos entregar el mundo a los locos.
El padre de Lola habla muchas veces como si se estuviera
despidiendo del mundo, consciente de que se acaba su cuenta de años. En
realidad, despertarse vivo cada mañana es ya una especie de milagro.
Deberíamos conocer su pasado, deberíamos saber qué hay, quizá
terrible, que nunca ha contado. Sanaría su herida y ayudaría a curar las
nuestras. La vida es menos plena y tiene menos sentido cuando se obvia o
se oculta el pasado a la memoria. Pero no nos atrevemos a preguntárselo.

No sabría describirlo. No me refiero a una descripción física. Eso no


suele decir nada. Es lo que hace el Museo de Cera con los personajes y
parece una exposición de momias. Quiero decir que no sé cómo
aproximarme a Francisco con palabras. Si tuviera una nariz grande o las
orejas desprendidas, por ejemplo, decirlo quizá sugiriera un esbozo. Pero
es normal. No es ni alto ni bajo, como yo, de mi altura, y yo no soy ni alto
ni bajo. Ni siquiera sabría decir de qué color son sus ojos y yo me fijo
mucho en los ojos y él suele mirar de frente cuando habla. Es una persona
corriente, él lo dice y es verdad, aunque le da un sentido profundo al
término. Quizá todos seamos personas corrientes o debiéramos aspirar a
ser personas corrientes. Una persona corriente es una persona. No me
gustan los personajes.
Si tuviera que definirlo ante Andrea o mi madre, ¿qué les contaría?
Andrea es muy exigente en los detalles. No le vale cualquier explicación ni
de cualquier manera. Mi madre es más complaciente, aunque luego
siempre termina haciendo preguntas inocentes que acaban
desconcertándome. Como, por ejemplo: ¿tiene caspa?, ¿cómo se corta las
uñas?, ¿qué bolígrafo usa?, ¿cambia de zapatos o siempre lleva los
mismos?, ¿usa pañuelos de hilo o de papel?, ¿se depila el entrecejo? Y, a
la vista de las modas, ahora también preguntaría: ¿usa cosméticos, se
maquilla? Y yo qué sé, mamá, no me fijo en esas cosas. Como tu padre,
igual que tu padre, no te fijas en nada, hijo mío. Pues eso es lo esencial,
porque en lo que no tiene importancia es donde aparecen las personas.
O explicarle a Blanca el compañero que tengo al lado. A Blanca
especialmente, que no se interesa por el relato sino por tu modo de
narrarlo. De tu modo de contarlo deduce ella tus estados de ánimo. Eso es
lo que le importa. Ella sólo quiere saber cómo me encuentro, si estoy
contento, si me van bien las cosas,... Cualquier cosa le parece bien si eres
feliz, sólo le interesa la felicidad de sus amigos. Todo lo demás le parece
insignificante.
Siempre viene con traje y corbata o americana y corbata, siempre
colores y combinaciones discretas, recuerda más a un maestro de escuela
que a un bancario o un oficinista, aunque unos manguitos le encajarían
perfectamente. Siempre pensé que ciertos oficios habría que
desempeñarlos con guardapolvo y manguitos para no mancharnos.
Seguramente su modelo sea su viejo maestro de unitaria, aquel de las
lentes gruesas, y, en los últimos veintitantos años, el padre de Lola, al que
se resiste llamar suegro. No en el sentido de imitarlos, sino en el de
reflexionar para sí a partir de la reflexión de ellos. Todo le ha costado
demasiado esfuerzo como para imitar o sentirse deudor de nadie.
Lo tengo todos los días a mi izquierda. Podría repetir cada uno de sus
gestos. Sé cómo se sienta ante el ordenador, cómo examina los papeles,
cómo teclea con velocidad pasmosa, cuándo se moja el dedo índice para
pasar las hojas, cómo adelanta el cuerpo y se inclina sobre los
documentos. Su forma parsimoniosa de hablar, aunque con su discurso a
veces desataría incendios, la manera precisa de pronunciar las palabras,
despacioso, sus manos, sus pausas,... Intuyo cuándo le duele la cabeza.
Moraleda diría: un perito mercantil, antiguo empleado de banca, muy
eficiente, buena persona. Esquemático y conciso. Quizá Yolanda dijera
algo más. Han compartido cafés y probablemente algún secreto de bar. En
los bares suceden cosas que no ocurren en ninguna otra parte. El becario
seguramente no diría nada. Él viene, hace su trabajo, se marcha, no le
interesa Francisco ni le interesamos ninguno de nosotros, sólo somos
parte de su currículo. Hace bien, qué leche, somos sus cabrones de
mierda. Alejandro o Ignacio. Seguramente tengan alguna opinión, pero
será superficial, apenas cruzamos unos con otros cuatro palabras.
Seguimos un protocolo en el trabajo. A veces pienso que parecemos
sombras de un teatro chinesco. Frías e inexpresivas, que se desvanecen
con el fin de la función diaria. Alejandro podría tener alguna opinión más
fundada, no en vano se conocen desde el primer día que vino Francisco.
Francisco e Ignacio comparten un viejo secreto de los tiempos en que
Francisco fue inquilino en mi barrio, pero no creo que eso les ayude a
tener un mejor conocimiento entre ambos. ¿Y Silvia? Silvia es la más lista.
Quizá sepa más que todos, sabe de todos más que ninguno de nosotros.
Yo ya conozco el secreto de su tabaco. Creo que eso habla de él más que
ninguna otra cosa. Verlo fumar es como tener su alma a examen. Expele el
humo y se hace transparente. Podíamos formar un curioso rompecabezas
o un prisma con la visión de todos, y todavía no sé si ése sería Francisco.
Hay algo inexpugnable siempre en cada uno de nosotros.
Repite con frecuencia: soy una persona corriente, soy de pueblo, yo
soy de pueblo, compañero, insiste, la ciudad me viene grande, no he
aprendido a vivir en la ciudad a pesar de que llevo en Madrid más de 40
años, llegué ayer mismo, una tarde de principio de verano. Ojalá
estuviéramos en manos de la gente corriente, ésa es la gente que piensa,
sería como decir que estamos en manos de nosotros mismos.
Tendría que decir que fuma despacio, que lía aún más despacio cada
cigarro. Que cada gesto en la ceremonia es un ritual en el que pide
permiso a algún pequeño dios privado.
Francisco pone cuidado en todos sus actos. No quisiera molestar a
nadie, no ha venido a eso a este mundo. Yo sólo quiero amar y que me
amen, dijo el otro día, como al descuido. El amor es lo único importante.
Quizás ha venido a eso. Me gustaría pensar que yo también he venido a
eso.
También repite: nací en un pueblo por casualidad, en una familia por
casualidad. Vivir es una casualidad. Pero estamos aquí. Ser feliz es un reto
y solemos desaprovechar la oportunidad. Aprendemos, aprendemos de
todo, claro, incluso del dolor, sobre todo, del dolor, de los afectos, de la
ausencia de afectos, sobre todo. Si un día mi hija me dijera: padre, hubo
un día, tal día, que no me mostraste amor, sentiría haber perdido toda mi
vida. Y no hay nada peor que el resumen sea haber perdido el tiempo.
Cuando se jubile, se irá a vivir fuera de Madrid, no sabe si al pueblo,
aunque lo duda, en el pueblo no hay ninguna razón, ni familiar, ni amigo,
nada, bueno, Vaíllo, Vaíllo, sí, Vaíllo es una buena razón para vivir en el
pueblo, tendrá que preguntárselo a Lola. Estaría bien sentarse de nuevo
en la esquina de la parroquia con la calle empedrada a leer tebeos
antiguos, si es que todavía hay quiosco y tebeos y esa lectura sigue
teniendo sentido. Aunque le gustaría más ir al taller de Vaíllo, quedarse en
silencio en un rincón y observar cómo trabaja la madera, es como asistir a
la creación del mundo. Vaíllo no se jubilará nunca. ¿Te imaginas al lado de
dios mientras hace la luz y los planetas, y separa las aguas de la tierra y
pone en ellas los peces y los animales? ¿Te imaginas ver a dios creando a
Eva? Yo lo imaginaría si pudiera ver a Vaíllo trabajando.
¿Dónde viviría de regresar a Manzanares? Los sitios que le trae
emocionalmente la memoria no son sitios para vivir: el tercer recodo, la
Isla Verde, los 5 Puentes, el puente viejo, la vieja fábrica de harinas, la
plaza de las flores, hoy reconvertida -destrozada- por la modernidad
inculta, los soportales de la plaza, la antigua horchatería, la biblioteca.
Tendrá que hablarlo con Lola y con Vaíllo, y tendrá que hablarlo con su
hija. Su hija seguramente nunca iría a Manzanares.
Armando, por ejemplo, se ha ido a vivir a la sierra. Lo prejubilaron
hace 4 o 5 años y se fue a vivir a una casita que se había comprado en la
provincia de Segovia. Desde allí le echa una mano al sindicato. Nada que
ver con su vida, él es de Madrid, lo suyo, él lo dice, es una huida. O el
cansancio. No se atreve a decirlo, da miedo reconocerlo: quizá sea el
desencanto. Otro que también se siente defraudado.
En fin.
No son reflexiones lo suyo, son emociones. Las emociones son una
forma de reflexión. Habría que aceptarlo.
Mira Francisco hacia el norte y deja caer luego la mirada con
desmayo. Se empieza a adivinar el invierno, dice. Lloverá cualquier día de
estos. Va a ser frío este invierno. Muy frío.
Siempre son fríos los inviernos, Francisco.
Ya. Pero hay inviernos e inviernos.

Era otoño cuando falleció el padre de Francisco. Tras un mes apenas


ingresado en el Hospital Clínico. Hacía tiempo que Lola lo había visto
amarillo. Quizás estuviera amarillo. Yo lo veía verde. Del color de la
muerte, según cuenta el poeta en el romance(191). Verde o amarillo, qué
importa, vemos lo que queremos. Cetrino. Estaba abandonado. Por sí
mismo. De sí mismo. Había vuelto a beber a escondidas. Si uno tiene que
morirse, mejor saber qué lo ha matado, diría en la cama del Clínico, y él
tenía al alcohol como imputado. Se había vuelto lúcido.
Francisco no recuerda haber besado a su padre ni que su padre lo
hubiera besado.
El entierro fue en la Almudena, pero bien pudo ser en San Isidro, más
cerca de su domicilio. La Almudena es la gran ciudad para los muertos,
muchos y desconocidos; quizás él hubiera preferido San Isidro, más
pequeño, donde tal vez encontrara después algún amigo con quien
compartir un cigarrillo. Si es que aquella gente del bar eran amigos. Eso
pensaba el tío Andrés. Aunque, una vez muerto, dijo el padre de Lola, tan
descreído siempre, qué más da donde lo entierren a uno, si ya está
muerto. A mí no me recéis responsos cuando me muera, a mí ponerme a
Mecano(192), dijo cuando íbamos en el coche hacia el cementerio. Porque
a la entrada del cementerio había un cura con roquete, estola e hisopo,
que pronunciaba una oración y echaba sobre el coche fúnebre una gotas
de agua bendita.
Era la última hora de la mañana de un día gris de otoño. Asistió el
estanquero, el presidente de la comunidad de vecinos, tres o cuatro
desconocidos, su hermano, más zangolotino que nunca, con su mujer, los
tíos Andrés y Paquita, los primos Andrés y Lucía, Marisol, Roberto,
Carmen, Armando, el director de la sucursal del banco en Quevedo, y los
padres de Lola, de la mano de Lola. Y asistió él, claro, su madre y sus dos
hermanos. Faltó el señorito, aunque pasó por la vivienda de la portería la
semana siguiente a mostrar sus condolencias a su madre, ya con su camisa
blanca, como buen hombre del disfrazado Fraga. Qué viejo está,
comentaría luego su madre, pero no se muere, qué jodío, ahí lo tienes,
como un pincel.
Vaíllo no vino. Vaíllo dijo que a él no se le había perdido nada entre
los muertos. Perdóname, Francisco, me da repeluzno el cementerio. Vino
luego con su mujer, un par de semanas más tarde. Llévame al Retiro,
suplicó enseguida, que me han dicho que hay barcas y me gustaría coger
unos remos. Y fue en una de esas barcas feas del lago del Retiro donde
hablaron de padres y de difuntos. Unos momentos nada más, hasta que
Vaíllo descubrió las carpas del lago y hablaron de los peces del río y de la
pesca en el puente viejo, y de los baños en el tercer recodo.
Le compré la bicicleta al cabrero, la que fue tuya, le diría de repente,
hace muchos años, y la guardé, la tengo allí, por si vas a Manzanares y
quieres darte una vuelta.
Teníamos entonces un R5 de segunda mano que conducía Lola. Corría
la pobre como en una competición para no perder de vista el coche
mortuorio y el de los familiares, que iban por Madrid a la carrera. Mi
madre y mis hermanos iban en el de los familiares, yo iba con Lola y sus
padres. Sólo faltaría un accidente, comentó la madre de Lola. Coño, no
corráis, si ya está muerto. Después me diría Lola que se había tenido que
cambiar a la vuelta de bragas, porque con los sustos las había manchado
de zurrapas.
Nunca antes había entendido Francisco mejor la palabra desolación
que aquel día en el cementerio. Qué inmensa, dios mío, es la nada.
¿Y ahora? Aparece escrita esa pregunta en los rostros de todos
cuando el empleado cierra definitivamente con la última paletada el
nicho. La falta de costumbre les impide saber qué se hace cuando se
acaba de enterrar a un muerto. ¿Qué se hace ahora cuando ya se ha
cerrado el nicho? Nadie se conoce el protocolo. Con la ceremonia del
cementerio uno no se deshace de los muertos. Se despiden
prudentemente algunos. Vamos todos a Cuatro Caminos, a casa de Lola,
propone la madre de ella, tenéis que comer y yo he preparado comida. Y
allí fueron su madre, sus hermanos, la pareja de su hermana entonces, se
había casado al principio del verano con un individuo gris, los tíos Andrés y
Paquita y los primos, Carmen, Roberto, el zangolotino y su señora, los
padres de Lola, claro, Lola y Francisco. Tuvieron que pedir 4 o 5 sillas a la
vecina de enfrente. ¿Qué comida, mama?, le espetó Lola asustada al
regreso, en casa no hay comida para tantos. Es la bolsa que pusiste en el
maletero, hay una tartera con kilo y medio de salsa boloñesa que hice
anoche. ¿Tienes una cacerola grande o dos cacerolas para hervir agua? No
sé, depende del tamaño. Nos arreglaremos. Tú, se dirige a mí, que voy de
copiloto, dándome golpecitos en el hombro, compra en el supermercado 2
o 3 kilos de pasta, 125 gramos por cabeza, espaguetis, ¿sabrás? Y fruta,
dos melones, manzanas. Y queso rallado parmesano, 250 gramos. Y pan,
mucho pan, la gente se harta de pan con los difuntos, el pan da mucha
vitalidad.
Lola y Francisco no hablaron en todo el día, salvo los asuntos de
trámite: ¿qué hora es?, ¿llevamos a tu madre a su casa?, no, dice que coge
un taxi con mi hermano o que se va con mi tío Andrés. Al final su madre se
fue con su hermana hasta la semana siguiente, que regresó a la portería.
Señora, señora, eso su tía Paquita a la madre de Lola: qué buena
estaba la pasta, tiene que darme un día de éstos la receta. Ahora mismo,
es muy italiana, de una antigua vecina que era italiana: tomate, tiene que
ser bueno, maduro, zanahorias, apio, algo de cebolla, esto es mío, todo
muy troceadito, a fuego lento y sin prisas, una hora por lo menos, carne
picada mixta, yo le pongo una punta de jamón serrano, bien picada, dos
veces por la picadora, y tiempo, otra media hora por lo menos, rectificar
de sal, no hará falta azúcar porque el apio y la zanahoria la endulzan, la
pasta cocida al dente con sal gorda, si es posible. Y servir. Lo del queso no
es necesario, pero se lo he pedido a Francisco porque en España todo el
mundo le pone queso.
Era tarde cuando se quedaron solos. ¿Os llevo?, inquirió Lola a sus
padres con poco entusiasmo. No, sabemos ir en el tren. Los acompañaron
hasta la boca del metro. Y se tumbaron luego en la cama callados. No has
llorado en todo el día, dijo Lola, después de un largo rato de estar ambos
mirando al techo en silencio. Te vendría bien llorar. Llora un poco. Llorar
no duele. Es una sensación dulce, Francisco. Es profunda la oscuridad que
se adensa en el techo. En ocasiones el techo es como un agujero negro.
De repente hubo una sacudida y un estremecimiento le recorrió de arriba
abajo todo el cuerpo. Y se puso a llorar. Lloró hasta el amanecer del día
siguiente, con un llanto inconsolable que Lola no interrumpió en ningún
momento. Se abrazó a él. Ella también lloraba, aunque suavemente. Se
durmió entonces. Cinco minutos, una hora o cinco horas. Se despertó y se
sintió cansado, como si hubiera trabajado toda la noche en un duro
trabajo o le hubieran dado una paliza. Sólo esa mañana. Ya nunca ha
sentido ese cansancio.
Lola dijo que había dormido cinco minutos, pero él se sentía como si
hubiera estado dormido durante una semana. Una semana es una vida en
la historia del universo. Luego durmió la siesta y olvidó que el mundo es, a
veces, un lugar inhóspito. Qué descanso.

NOTAS AL CAPÍTULO 13:

170. Galerías Preciados, la más antigua cadena de grandes almacenes de España, fundada
por Pepín Fernández en 1934, tras pasar por las manos del Banco Urquijo (1979), Rumasa (1981), el
grupo Cisneros (1984), Mountleigh (1987) y un grupo de empresarios españoles (1992), se declaró
en suspensión de pagos en 1994. En 1995 El Corte Inglés, su principal competidor, la absorbió e
integró la totalidad de sus centros en su propia estructura, excepto el edificio original y más
emblemático de Callao, primero de la cadena, chaflán de Carmen y Preciados, donde se instalaría la
francesa Fnac.
171. Ahora también el Parque de las Naciones. Pero es tan frío. Del Parque de las Naciones le
gustan las colinas y el grupo de jardines de las tres culturas, judía, árabe y cristiana, porque
representan el encuentro y son un remanso de paz.
172. Árboles de la senda botánica, por orden alfabético: abeto, acacia 3 espinas, acebo,
álamo, álamo blanco, aligustre, almez, arizónica, castaño de Indias, catalpa, cedro de Himalaya,
cedro, cerezo, chopo, chopo lombardo, ciprés, ciruelo de Pissard, falsa acacia, gingo, haya, higuera,
laurel, lilo, madroño, magnolio, moral, negundo, nogal, olmo, palmera de Fortuna, picea (abeto
rojo), pino, pino laricio, pinsapo, plátano de sombra, roble carballo, secuoya, taray, tejo, tilo, tuya.
173. Cuadernos de caligrafía. La misma editorial también publicaba -y tal vez publique
todavía- otros cuadernillos con operaciones y problemas elementales para mejorar el cálculo
matemático y la aritmética.
174. El gazpacho manchego, a base de carnes de caza, tales la liebre o el conejo y la perdiz,
no tiene nada que ver con el andaluz, y se suele servir caliente. Para este plato, Julián conseguía sus
carnes en el mercado de Alonso Cano.
175. En el restaurante, una cerámica azulenca recordaba la referencia cervantina del plato, al
comienzo de la 1ª parte del Quijote. La interpretación de su hermano consistía en una especie de
revuelto de sesos con panceta, lomo y chorizo, altamente calórico.
176. Jefe de la ultraderecha franquista, presidente de Fuerza Nueva, en cuya representación
llegó a ser diputado en las primeras Cortes democráticas. La ultraderecha tuvo una activa
participación en las tramas de desestabilización de la transición, que culminaron con el asesinato
de los abogados laboralistas de Atocha, el 24 de enero de 1977, en el que participaron sus
cachorros.
177. Ministro de Franco, durante unos de los períodos más duros y sangrientos de la
represión interior, y Jefe de AP, partido franquista de la transición, que luego se convertiría en el
actual PP, del cual sería presidente honorario hasta su fallecimiento en 2012.
178. «Españoles: Al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante
su inapelable juicio, pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como
católico. En el nombre de Cristo me honro, y ha sido mi voluntad constante ser hijo fiel de la Iglesia,
en cuyo seno voy a morir.
Pido perdón a todos de todo corazón, perdono a cuantos se declararon mis enemigos sin que
yo los tuviera como tales. Creo y deseo no haber tenido otros que aquellos que lo fueron de
España, a la que amo hasta el último momento y a la que prometí servir hasta el último aliento de
mi vida que ya sé próximo.
Quiero agradecer a cuantos han colaborado con entusiasmo, entrega y abnegación en la gran
empresa de hacer una España unida, grande y libre. Por el amor que siento por nuestra Patria, os
pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, Don Juan
Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado y le prestéis, en todo
momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido.
No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta. Velad
también vosotros y deponed, frente a los supremos intereses de la Patria y del pueblo español,
toda mira personal. No cejéis en alcanzar la justicia social y la cultura para todos los hombres de
España y haced de ello vuestro primordial objetivo. Mantened al unidad de las tierras de España
exaltando la rica multiplicidad de las regiones como fuente de fortaleza en la unidad de la Patria.
Quisiera, en mi último momento unir los nombre de Dios y de España y abrazaros a todos
para gritar juntos, por última vez, en los umbrales de mi muerte: ¡Arriba España! ¡Viva España!».
179. Si tenemos un pollo y dos comensales, la probabilidad de que cualquiera de ellos se lo
coma es ½. Para el estadístico se come cada uno medio pollo; en realidad, hay uno que no come, y
el estadístico no puede identificarlo. Ésta sí es la tarea del adivino.
180. Cafetería Hermar, calle Escosura, nº 9.
181. Plaza de Olavide. En la niñez de Alonso todavía era un mercado municipal de abastos.
Hasta 1974.
182. En la mitología griega, personificaciones del destino. Las parcas son sus correlatas
romanas. Controlaban el hilo de la vida, desde el nacimiento a la muerte. Eran tres: Cloto (hilaba la
hebra de la vida, desde la rueca al huso), Láquesis (medía el hilo de la vida) y Átropos (cortaba el
hilo de la vida).
183. Gloria Fuertes, Nota autobiográfica, fragmento.
184. 13/09/09, duró 3 horas, más de 10.000 espectadores.
185. Chelsea Hotel #2, Leonard Cohen, fragmento.
...I remember you well in the Chelsea Hotel
you were famous, your heart was a legend.
You told me again you preferred handsome men
but for me you would make an exception.
And clenching your fist for the ones like us
who are oppressed by the figures of beauty,
you fixed yourself, you said, "Well never mind,
we are ugly but we have the music....
Es decir,
...Te recuerdo muy bien en el Chelsea Hotel,
eras famosa, tu corazón era una leyenda.
Te volviste a decirme que preferías hombres guapos,
pero que conmigo harías una excepción,
y apretando el puño por los que como nosotros
están oprimidos por los cánones de belleza,
te arreglaste un poco y dijiste: “Bueno, no importa,
somos feos pero tenemos la música...
186. Pastelería La Oriental, Fernández de los Ríos, esquina Escosura.
187. 11 de marzo de 2004, atentado terrorista en cuatro trenes distintos de la red de
cercanías de Madrid, con el resultado de 191 muertos y casi 2.000 heridos. Fue perpetrado por un
grupo islamista vinculado a Al Qaeda.
188. El Gobierno de José Mª Aznar y el PP mantuvieron la hipótesis de la autoría de ETA
respecto del atentado del 11M hasta el día mismo de las elecciones del 14, a pesar de la línea de
investigación del CNI desde el día 12 y de las pruebas que la policía iba obteniendo desde la tarde
del mismo día 11. Los medios afines al PP y el mismo PP, a pesar de la investigación y la sentencia
judicial que cerró el caso, siguen manifestando dudas sectarias con fines electoralistas, aún a
sabiendas de estar mintiendo.
189. Canción compuesta por José Alfonso en homenaje a la Sociedad Musical Fraternidad
Operaria Grandolense, emitida en el programa Limite de Radio Renascença, a las 0,20 del día 25 de
abril de 1974, que significaba el inicio de la Revolución de los Claveles y la caída de la dictadura
salazarista en Portugal.
190. Canciones de Raimon, Pablo Guerrero y Lluis Llach, respectivamente.
191. Romance sonámbulo, Federico García Lorca.
192. Mecano, Entre el cielo y el suelo, No es serio este cementerio.

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