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Decía el gran Max Ophuls: “La experiencia -y esto sólo se aprende más tarde- significa perder

poco a poco la ignorancia propia de la infancia y de sus sueños. Se cambia ilusión por realidad,
se pasa de las cosas adivinadas, deseadas, inaprensibles, al mundo de las limitaciones. Un
hombre de experiencia es un niño destruido.” Y esta amarga frase sirve tanto para Bruno Weiss
(Joaquin Phoenix) como para Ewa Cybulska (Marion Cotillard), los protagonistas de “La
inmigrante” (2013) el melodrama de James Gray, que son aquí como niños devenidos en
adultos, en ese estado de destrucción de la inocencia que denuncia la frase del maestro
alemán. Dos seres en emergencia, en pleno derrumbadero, en ese instante de la vida y de la
existencia donde sus ilusiones de amor, de bienestar y ascenso social están a punto de
perderse. Y digo niños porque parte del encanto de la película tiene que ver con esa ilusión
infantil de sus personajes frente a las que hay un mundo exterior que no da tregua. Bruno
quiere ser amado y respetado. Su escaso capital social pasa sin embargo por haberse
transformado en lo opuesto: un proxeneta de baja monta que es estimado a la fuerza por las
mujeres que somete. Mientras Ewa es una espectral polaca de alma noble que se entrega a un
destino oprobioso para salvar a su hermana enferma. Ambos tienen que sobrellevar las cargas
y angustias propias del adulto en ese entorno de pesadilla. De soportar sus malicias, sus
miserias e infortunios, obligados a curtirse a los golpes y a cargar con el daño que hacen y al
que son sometidos. El encuentro que al principio parece fortuito entre ambos personaje, a la
larga deviene en el único recurso con que cuentan ambos para salvarse o redimirse frente a
ese mundo hostil y desangelado.

“La inmigrante” es (en orden cronológico) la quinta película de Gray y si uno traza un
paralelismo con aquellos directores neoclásicos del New Hollywood a los que Gray sigue con
admiración pudorosa, ocuparía el mismo lugar en la cronología que por ej. Taxi Driver de
Scorsese o Contacto en Francia de Friedkin. Películas donde la impronta autoral deviene en
personajes con conductas y emociones que se van complejizando, a su vez que formalmente el
cine mismo (como sello autoral) ya en fase de consolidación estilística, tiende a simplificarse.

La inmigrante (o Sueños de libertad o El sueño de Ellis –algunos de los muchos títulos con que
se la conoce-) es (a juicio de quien esto escribe) la película más hermosa de Gray a pesar de
que podría ser el reverso perfecto de la también hermosa Carta de una enamorada (1948), la
obra maestra de Ophuls, citado aquí arriba. Si Carta de una enamorada es la versión idealista y
virtuosa del amor. Su costado refulgente y la proyección de la luz del niño (en el sentido de la
frase ophulsiana). La inmigrante (también a su modo una historia de amor) es en cambio su
gemela oscura, amarga y olvidada. Una rareza en el sentido de que es hasta aquí la única
película de Gray que tiene como protagonista -y que está contada- desde el punto de vista de
un personaje femenino. Y esa apreciación pudorosa, sensible, espectral, naif que tiene Gray
sobre las mujeres (reforzada por los trazos pictóricos que dibuja con la luz Darius Khondji y la
preciosa pieza musical de Christopher Spelman –otro de los secretos de Gray-) tiñen al film de
un aire de romanticismo singular y recóndito (aún) dentro de ese micromundo funesto y triste
que es la Nueva York de los bajos fondos de principios de siglo.

Si Carta de una enamorada no terminaba en un cuento infantil era porque Ophuls cobijaba los
destellos cándidos de la pareja protagónica (los inolvidables Joan Fontaine y Louis Jourdan)
con la maestría “adulta” de su estilo. “Es todo delicadeza, profundidad y pureza”, decían de él
Rivette y Truffaut en Cahiers du Cinéma. Algo de eso subsiste en Gray, que rescata a Ewa y
Bruno del barro sórdido, para contarnos su historia, la de dos almas tristes condenadas a la
agnición.

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