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Per aspera ad astra «Por el áspero sendero, a las estrellas»

“For here,
am I sitting in a tin can,
far above the world.
Planet earth is blue
and there's nothing I can do”

(David Bowie, Space Oddity)

Título original: Ad Astra


Clasificación: Apta para mayores de 13 años
Actor: Tommy Lee Jones, Donald Sutherland, Brad Pitt, Liv Tyler, Ruth Negga
Dirección: James Gray
Guión: James Gray, Ethan Gross
Fotografía: Hoyte Van Hoytema
Música: Max Richter
Montaje: John Axelrad, Lee Haugen
Producción: Brad Pitt, Dede Gardner, Jeremy Kleiner

Se estrena la última película de Gray (la tercera de la trilogía del viaje:El inmigrante (2013)
y La ciudad perdida de Z (2016) donde cada una es cómo la hipérbole de la anterior) y un
amigo me manda un mensaje: “Demoledora Ad Astra, Brad Pitt va a buscar a su padre ¡a
los confines del universo!”. Para aquellos que venimos siguiendo su carrera sabemos que
James Gray es un realizador único, cine de autor del bueno, dueño de un estilo
personalísimo que combina un sublime sentido del realismo (en el sentido que valoraba
André Bazin: “El cine alcanza su plenitud al ser el arte de lo real”) sentido realista que
convierte sus puestas en escena en un espectáculo para los sentidos, un culto riguroso y
una confianza enorme en los géneros (justo cuando estos están sometidos a una muy
cruenta remisión tanto en lo que se refiere a la pobreza de la oferta, como a la cada vez
mas limitada autoconciencia de los realizadores que copian sin entender (como esos
futbolistas que imitan los trucos y firuletes pero no comprenden la naturaleza y los secretos
del juego) y un desprecio por parte de los productores que ven en el género el velo
dilatorio que cubre “la máquina de hacer dinero”, la pornografía visual que no están
dispuestos a resignar para forrarse en grande). Sumémosle a su lista de meritos una
honestidad y una delicadeza para plantear una mirada de mundo a corazón abierto (a lo
Renoir, a lo Demy, a lo Mizoguchi) y que hace por ejemplo que uno pueda estar aquí
escribiendo de su cine con total amplitud, saltando de un film a otro, trayendo ejemplos de
aquí y allá haciendo notar su enorme coherencia tanto temática como estética y estilística.
Un cine de orfebre que no admite impostores. Y esa frase de mi amigo revela un poco ese
afecto por el cine puro de Gray que encandila desde la propia premisa juguetona. Gray es
un tipo que sabe dónde está el cine y lo lleva adelante con celo de artesano. Por eso
volvemos a Bazín, Bazín seguramente se hubiera servido de los filmes de Gray para decir
“esto es el cine” o Godard (otro que conocía los resortes bazinianos) cuando lo decía de
Johnny Guitar. Si uno compara Johnny Guitar (1954) con los otros westerns de su época
posiblemente encuentre esa búsqueda personal que Gray (y Ray haciendo uso del juego
de palabras) hacían con respecto a los otros films de género. ¿Si transgrede el horizonte
de expectativas del género? Sí, es cierto. Y por eso las muchas críticas desencantadas
que ven más un melodrama que una película sobre el espacio. Pero el propio Gray lo dice:
“no hago películas para la satisfacción inmediata”. Cualquiera que vea hoy Johnny Guitar,
o algunas de las películas de Gray entiende esta afirmación del neoyorquino. No son
películas museo tampoco. Porque el cine no nació para ser museo ni para la
contemplación extática de lo solemne. El cine es (mirada de) mundo, es asociación de
ideas, ideas que se reactivan y se asocian unas de otras, y que van estableciendo una
comunicación intima con el espectador. “Prefiero que la gente asimile mis películas poco a
poco” dice JG.

“Cine de acción seca, trepidante, que lo va envolviendo todo con sus dilemas morales, su
humanismo desencantado, al tiempo que acosa la suerte de los personajes y los incita a
actuar” escribimos alguna vez aquí para hablar de una de las obras maestras graycianas
“We own the night (Los dueños de la noche)” y ese molde que se repite película a película
desde Little Odessa (su primer film) a esta “Per aspera ad Astra” (abreviado como Ad Astra
por razones comerciales) que desde su génesis tuvo a El corazón de las tinieblas de
Conrad como su inspiración.

Como maestro del realismo que es, Gray recuerda un poco a Flaubert, por la hermosura
de su escritura y la peculiaridad de su obra: “un libro sobre la nada unido por la fuerza
intensa del estilo”. Ese realismo cimenta su poética en dos pilares, uno formal (desde la
puesta en escena): la forma celosa en que Gray coloca la cámara, sus ajustados primeros
planos, sus decisiones a la hora de filmar las secuencias de acción (algunas ya
canónicas), la distancia en la que coloca al observador (espectador) en un punto que sabe
nutrirse de todas las experiencias previas, de la mirada clásica, de la manierista, y de la
moderna. Gray es un poco todo eso a la vez. Y usando ese manejo de lo dúctil para su
provecho según lo que quiera filmar. Eso también desorienta. Desorienta a pesar de que la
fuerza narrativa de Gray y su aprecio por el detalle (como Flaubert) convierte su cine en
terriblemente verosímil aún cuando como acá se sacuden los principios más remotos de la
física en lo que hace a la conquista del espacio. Y el otro realismo, ese realismo un poco
tortuoso, un poco desencantado de los films de Gray con respecto a su mirada de mundo:
“cuyas criaturas están movidas por una ilusión de amor, redención, ascenso o respeto
social o para reparar algún deshonor. Un hijo pródigo (Bobby Green -decíamos esto a
partir de Los dueños de la noche (2006)-) que busca redimirse de sus excesos y errores
del pasado. Una obligación alienante de reparar aquello, un realismo tortuoso y
milimétrico, una cinefilia galopante y vital (en vez de esas cinefilias de museo), un estilo
manierista resguardado con profundo celo. Esa parábola del hijo prodigo aquí como en “La
ciudad perdida de Z (2016)” está subvertida y sujeta a una conversación interesante entre
films. Percy Fawcett iba de expedición a los confines desconocidos de la tierra (el
Amazonas) para escapar de la mala fama de su padre (un alcohólico y apostador) y
hacerse de un prestigio como soldado y político en la Gran Bretaña victoriana. En Ad Astra
Roy Mac Bride en lugar de ese progenitor vergonzante, tiene que cargar con la sombra de
un padre héroe (Clifford McBride, el primer astronauta que llegó a Neptuno) y abandonico
(“existe un momento en las separaciones que la persona amada ya no está con nosotros”
ese parece ser el estadio en el que vive Roy). No hay padres perfectos en el cine de Gray.
A pesar de ello y como forma para poder recuperarlo, elige seguir su camino pero desde la
modestia (como astronauta –a pesar de sus cualidades y resiliencia- se lo ve más (en
aquella inolvidable secuencia inicial) como un obrero en construcción que un pionero que
busca fama y fortuna). Roy no busca superar la leyenda de su padre. Se topa con esta por
accidente. A diferencia de otras criaturas graycianas (y a pesar de sus reproches de hijo)
Roy ama a su padre sinceramente. Su padre le dice: “Sos el compañero que debí tener”
como arrepintiéndose del destino elegido. Si esto surge de la imaginación de Roy u ocurrió
en realidad no lo sabemos porque los ojos de Roy son nuestros ojos. Y la conciencia de
Roy es nuestra conciencia. Pero de seguro esa es su máxima inspiración: ser el gran
compañero de su padre.

Pero unida a esa relación ambivalente hay en todos los protagonistas graycianos una
fuerte impronta por cumplir con el deber. Como otra forma de maldición y de sombra
paterna. Y aquí Roy cuando descubre el daño que ha producido su padre, toma la
determinación de hacerse cargo. De ir por él. En Gray los hijos ven en sí mismos un
destino atado al del padre como maldición y condena de la que hay que salir (escapar) a
como dé lugar. Por eso es que Bobby cambiaba su apellido de Grusinky a Green en We
own the night, por eso Leonard en Two Lovers tenía en su habitación el poster de “2001
Odisea del espacio” como anhelo de escape y fantasía, ansiando estar en cualquier lado
(lo más lejos posible) de tener por destino la tintorería de su padre.

En la Biblia poco se habla de lo que siente ese hijo pródigo. Solo se cuentan sus acciones
y sus pecados. Gray nos pone bajo su óptica, bajo su mirada de mundo, nos muestra lo
que piensan esos hijos desangelados. Y aquí otra de las críticas de muchos a Gray en Ad
Astra (creo injustificadas) con respecto a la utilización de la voz en off, siendo que esta es
una especie de dialogo con sí mismo por parte de un astronauta hundido en la más
absoluta soledad ¿Es absurda? ¡Claro que no!

“Al final, el hijo sufre los pecados del padre”. Esa obligación alienante de reparar, de
torcer el destino siempre está presente. Dice la Biblia en el libro de Isaias 14:21 que los
hijos heredaran los pecados del padre: “Preparad sus hijos para el matadero por la maldad
de sus padres”. Ese destino parece inamovible. Por eso ese gesto de asombro de Roy
cuando se transforma en su padre. Cuando comete el mismo crimen. Pero Gray como
Eurípides, como maestro de la tragedia que es, sabe que tiene que cortar con esa lógica.
Hay que idear un “Deus ex machina”, una “salvación de los dioses”, que permita a los hijos
cortar el cordon umbilical con sus padres. Y ese deus ex machina paradójicamente
aparece en forma de accidente nuclear. Accidente nuclear que le permite a Roy alcanzar la
fuerza cinética para volver a la tierra. Si en Volver al Futuro (1985), otra película que usa la
ciencia ficción como excusa para hablarnos de otras cosas, había que robarle el plutonio a
los libios y ese viaje accidental permitía salvar a los padres (y a sí mismo). Aquí el
accidente nuclear permite al hijo reconciliarse con su padre e iniciar una nueva vida. Y es
que contra lo que afirman muchos el cine de Gray juega todo el tiempo con esa
ambivalencia. Aún en sus criticas despiadadas pueden ser los verdugos (como en “El
inmigrante”) los que se convierten en salvadores. “Dios y el diablo” en poética dualidad.

De todos los personajes graycianos es Roy McBride el que esta mas atado a ese destino
unidireccional. No hay alternativa en Roy más que cumplir con el deber. Como Ewa
Cybulska (en el Inmigrante) que sabía perfectamente que su destino era Ellis Island o
ningún otro. Sin embargo aquí en AA la lucha no viene representada por el conflicto de
elegir entre dos opciones: como Bobby Green en Los dueños de la noche empujado por la
vida de lujos y placeres de su disco El Caribe, en desmedro a la vida despojada y ascética
de su padre y de su hermano. Leonard eligiendo entre esa mujer que eligieron sus padres
para su proyecto de vida (Sandra) y la mágnetica y problemática Michelle, o de Ewa en el
Inmigrante en la disyuntiva de repartir su corazón entre Orlando, el ilusionista, y el mucho
más terrenal y rústico, Bruno Weiss. Las opciones parecen claras pero las apariencias
engañan. Hay todo una gama de paletas graycianas, que en Ad Astra encarna la lucha
contra sí mismo, con la “terra incognita” de su alma humana, que en un principio parece el
destino indeseable. Un “viaje interno” a la manera de la reciente biopic sobre Neil
Armstrong First Man (2018) de Chazelle. Quizás la disyuntiva sea aquí entre el deseo de
volver a ver a su padre por parte de Roy, y el deber de cumplir una misión (que luego de
su reformulación) los va a mantener alejados.Y la pulsión entre deseo y deber ya sabemos
cómo decanta en Gray.

Ese deseo irrefrenable que incluso pueden llevarlos a un estadio de locura (Michelle
Rausch, Gwyneth Paltrow en Los amantes, o aquí el Percy Fawcett de Hunnam) por el que
deciden abandonar todo. El deseo como motor único para encontrar la paz interior. De
expiar el pasado.

Pitt es aquí como un Hunnam maduro (el actor de Z). Podriamos agregar inclusive que Pitt
es el primer protagonista en edad de madurez en el cine de Gray. Pero aún así sigue
siendo emocionalmente un niño. Y esa la principal virtud de este Brad Pitt, el de ser un
hombre maduro y un chico al mismo tiempo. En ese hombre grande que esconde sus
miedos de niño.
La película traza un paralelismo constante con la otra gran odisea grayciana: Z como
reverso de aquella. Padre e hijo deciden marchar juntos hacia su destino fatal. Pero aquí el
final tiene otra vuelta de tuerca. La trazabilidad que Gray establece entre la ambición
deshumanizante del Imperio Britanico decimonónico y SpaceCom, esa absurda agencia
para-gubernamental del futuro. O la metáfora sobre “Operación Lima”. La ciudad peruana
cerca de donde terminan los afluentes del rio Amazonia, lugar donde se desarrollaba Z.
Confín del mundo grayciano como Neptuno.

Como también de la filación entre escenas (del propio Gray) o de películas memorables.
La persecución lunar con “piratas del asfacto” de aquí que remite a aquella sensacional
persecución de autos bajo la lluvia kurosawaiana de Los Reyes de la Noche. O ese final
con tintes de Metropolis (esa mano que al final se estrecha entre el trabajador y la
corporación) . O las múltiples citas (actores incluidos: Tommy Lee Jones, Donald
Sutherland, Loren Dean) a la versión más humanista, pudorosa y sensible que haya dado
el cine espacial: Jinetes del Espacio (2000, Eastwood). La veta psicológica de Solaris
(1972, Tarkovsky) y monolítica y umbilical de 2001 Odisea del espacio (1968, Kubrick) que
son como recipientes de los que se sirve Gray para poner sus ideas. El destino siempre
circular del héroe. Una deliciosa Natasha Lyonne haciendo de oficial de migraciones de
¡Marte! y el hito técnico de Hoyte van Hoytema, del que se va a hablar por años.

Lo único que queda querido James es esperar con ansías tu próximo film.

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