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Gabriela Diker
El primero es la dificultad para distinguir la educación de otras prácticas sociales, tales como
socialización, transmisión, crianza, instrucción, por mencionar sólo algunas de las que más
recurrentemente se utilizan, o bien como sinónimos o como categorías vinculadas entre sí por
relaciones de inclusión imprecisas. Esta indistinción nos confronta sin cesar con el problema de
la especificidad de lo educativo como práctica, relación y acción social y como objeto de
estudio.
No se trata, sin embargo, de buscar una definición que capture la “esencia” de la educación
por fuera de sus formas históricas, ya que, como bien señala Canciano (2013), “la educación en
tanto institución de la condición humana y del lazo social se expresa, toda vez, en grupos,
organizaciones. Nunca se ve a la institución; se ven universidades, escuelas, organizaciones
educativas que tienen la misión de mantener viva la institución de la educación” (Enríquez,
2002).
De lo que se trata, en todo caso, es de desbordar las coordenadas escolares para avanzar en
un trabajo conceptual más capaz de dar cuenta de las formas que adopta la educación hoy.
Las herramientas disponibles son las que se encuentran en ese fondo común de diálogos y de
disputas por imponer lo que es la educación, lo que constituye la tradición pedagógica. No nos
proponemos sumar aquí una definición “nueva” que ingenuamente pretenda romper con ese
fondo común, ni tampoco reseñar en estas pocas líneas la infinidad de definiciones existentes.
Antes bien, intentaremos entrar en diálogo con esa tradición, tratando de rescatar la
especificidad de lo educativo respecto de otras prácticas, acciones y relaciones sociales, pero
evitando los atajos que durante por lo menos tres siglos nos ofreció la escuela (la
intencionalidad, la sistematicidad, la direccionalidad unilineal de una generación a otra, el
niño, el maestro, el encierro).
Diremos que una acción es educativa cuando involucra por lo menos tres operaciones:
2) Orientar o ayudar a sacar algo que alguien ya tiene. Esta acepción combina dos sentidos
que provienen del latín: educere („hacer salir‟, „extraer‟, „dar a luz‟) y educare („conducir‟,
„guiar‟, „orientar‟). En la pedagogía moderna encuentra su principal punto de anclaje en la
categoría naturaleza infantil, cuyo desarrollo debe ser orientado y no interferido por la acción
educativa. En la clásica formulación de Rousseau, “si el hombre es bueno por naturaleza […]
seguirá siéndolo mientras nada ajeno a él lo altere”. Ya se ha aclarado suficientemente que el
desarrollo no interferido de la naturaleza del niño no significa ninguna clase de abstencionismo
pedagógico; por el contrario, requiere el despliegue de un conjunto de operaciones muy
precisas a las que llamamos, a partir de Rousseau, acciones educativas. Esta acción pone el
acento en el aprendizaje más que en la enseñanza, y ha dado lugar, entre otras corrientes, al
despliegue de las llamadas pedagogías activas, centradas en el desarrollo psicológico infantil y
en la actividad del niño. Aunque hoy están definitivamente en discusión la pretensión de
universalidad de la noción de naturaleza infantil y la idea misma de la educación como
desarrollo de esa naturaleza, pervive sin embargo esa dimensión de la acción educativa en el
reconocimiento de que la educación se realiza cuando el que se educa “hace algo” con lo
recibido (lo rechaza, lo transforma, lo incorpora; en fin, despliega sobre aquello que se le
transmite una actividad). Así, desde una perspectiva muy distinta, la acción educativa
reaparece en la concepción de educación emancipadora desarrollada por Rancière (2003), que
consiste no en enseñar ni explicar, sino en forzar a otro a utilizar su propia inteligencia.
También destacando el carácter político de la acción de educar, la pedagogía de la liberación
de cuño freiriano y las pedagogías críticas en general pondrán el acento en la actividad del
individuo que se educa, en este caso, en dirección hacia su concientización.
3) Hacer algo con alguien, de alguien o, en términos de Antelo (2005), intervenir, “meterse”
con el otro. Meirieu (2001) ha explorado largamente la desmesura de las metáforas que se
asocian con esta acción: la fabricación, el modelado, la creación, la producción y el gobierno de
individuos y de poblaciones. En su origen, es posible reconocer la impronta del empirismo del
siglo XVII, que en la imagen de la tabula rasa de Locke, o en la de los “cerebros blandos sobre
los que es posible imprimir una huella” de Comenio, abre la posibilidad de reconocer en el
sujeto la educabilidad y en la acción educativa el poder de modelarlo. Esta pretensión
encuentra su punto más desmesurado en la famosa frase de Watson: “Dadme una docena de
niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al
azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda
escoger” (Watson, 1913). No es éste el lugar para tratar los aciertos o desaciertos del
conductismo. Lo que interesa retener es que, más allá de los enfoques, modelos, instituciones
o momentos históricos, la acción de educar contiene siempre cierta fantasía demiúrgica; “el
educador moderno, dice Meirieu, quiere hacer del hombre una obra, su obra”. El punto es que
la acción educativa entendida como una operación sobre el otro es, por definición, fallida. En
efecto, “una característica singular de la intervención educativa es su inadecuación o, quizá sea
más exacto decir, su carácter desmedido, desmesurado, inapropiado, no correspondido […]; se
trata de una intervención que está siempre en falta con el resultado […], que precisa omitir en
algún punto la determinación plena del resultado” (Antelo, 2005). Y no se trata de una
inadecuación que un mejor conocimiento psicológico o didáctico podría resolver; se trata más
bien de una inadecuación constitutiva de la acción. En palabras de Cerletti (2008), “cuando la
educación en alguna medida falla, es cuando puede haber realmente educación”. Y es en ese
mismo gesto fallido de querer hacer algo con alguien o de alguien que la acción educativa
contribuye a formar “un otro […] reconocido a la vez como semejante y como sujeto
diferenciado” (Frigerio, 2005), al tiempo que habilita que la novedad se introduzca en la
cultura.
De allí que afirmemos que los efectos de la acción de educar son, a la vez, subjetivos y
políticos. Entre los primeros, desde el mito de Prometeo hasta el psicoanálisis, pasando por la
tradición filosófica y pedagógica de la modernidad, se destaca el efecto de suplementar,
completar una falta constitutiva, operar sobre la indeterminación que es propia de lo humano.
Finalmente, digamos que este movimiento entre conservación y cambio que es efecto de la
acción educativa exige la puesta en juego de tres condiciones.
1) aunque para Arendt y, como ya hemos señalado, en general para la pedagogía, esta
asimetría es básicamente intergeneracional, está presente en toda relación educativa en la
que alguien dispone y lleva adelante la acción de pasaje de un fondo cultural a otros seres
“nuevos” o “extranjeros” de ese sector de la cultura, sean éstos niños o adultos;