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tercera parte : estigma

de pronto corrió hasta la otra punta de la sala para buscar una tela más grande que
había recordado
de sopetón y los tablones crujían acostumbrados a su peso. removió cajas y botes de
pintura, y la
encontró junto a una escoba que había usado como pincel. a pesar de ser un hombre
alto y
musculoso, casi no podía sostener la tela él solo. avanzaba con dificultad hacia el
caballete, con los
brazos extendidos. al acercársele, le llegó un tufo de sudor. no le molestó.
siempre desconfió de la
gente inodora. el joven bang se había convertido en un hombre anuncio con los poros
abiertos. se
lo imaginó fuera del taller, torpe e inofensivo. seguro que en el autobús siempre
tenía que pedir
perdón porque con tan sólo un movimiento pisaba a una anciana, estampaba el
cartapacio en la
cara de un niño y tocaba el pecho de una mujer cuando intentaba cogerse a la
barandilla. perdone,
perdona, perdóname, les rogaba. siempre le perdonaban. christopher sabe lucir una
sonrisa de
perro pachón desvalido que despierta confianza.
mientras el pintor iba terminando con los preparativos, jeong lo observaba sereno.
habría podido
estar así la vida entera, subido en aquel taburete, midiéndole con los ojos.
percibió que tenía las
facciones desafiantes del lobo, para olerte mejor, para abrazarte mejor, para
comerte mejor,
parecía estar diciéndole. alguna cosa en él lo seducía con furia y fue cuando le
clavó los ojos que
lo vio claro, los tenía de un negro cristalino, de asfalto mojado, desprendían una
claridad acuosa
que venía de muy adentro. no pudo contener un escalofrío: christopher miraba como
minho.

─¿qué te ocurre? ─le preguntó con curiosidad.

─bueno, es que no entiendo por qué quieres pintarme.

extendió el brazo para que se lo besara, tal como hubiese hecho jisung con el joven
lee minho. ya
lo veremos. le hubiese gustado que se acercara, se arrodillara e inclinara los
labios hacia sus dedos.
chan no lo hizo y él continuó con la mano colgando. para disimular, movió el brazo
como si hiciera
ejercicios de estiramiento contra el mal de hombro.

─¿cómo me coloco?

no le respondió y se giró de espaldas, emulando a los personajes solitarios de


minho mientras
contemplaba los personajes de christopher apoyados en la pared. insistió:

─¿así?

─no, no. quiero verte los ojos ─le indicó sin reírle la gracia.

avergonzado, volvió a la posición inicial. replegó las piernas y la tela sobrante


de los pantalones
anchos rozaron el suelo de madera mientras reposaba los brazos cruzados sobre su
regazo. se
disponía a concentrarse en la intersección entre los dos palos de la tela. así,
cuando la espalda le
reclamara movimiento, la cruz le exigiría penitencia. aquí, sin mover ni un pelo,
le ordenaría. a
pesar de que se esforzaba, no pudo fijar la mirada en el bastidor. el punto de
concentración que
escogió, si puede decirse que fuera una elección, fueron los ojos del pintor. lo
sabía, un gran error,
pero inevitable. desde que los había descubierto, se había transformado en una musa
extasiada.
él no pidía estarse quieto. se metía en su trabajo y no lo veía. jeongin se
desabrochó un botón de
la camisa. cuando se agachó para recoger un trapo, se fijó en la abertura y le miró
la piel con
adoración. sólo le faltaba un niño contrahecho en el regazo para sentirse una
madona renacentista.
christopher le observaba los brazos, los tobillos, los pies descalzos y sobre todo
se recreaba en el
cuello que él mantenía alto con una pizca de orgullo.

chris iba más allá de jeongin. lo pintaba. lo divinizaba.

le sorprendió que no utilizara los pinceles. hundía toda la mano en los botes y
perfilaba los
contornos con los dedos, acariciando la piel del cuadro. esparcía gotas de pintura
a su alrededor,
despreocupado, indolente, sucio. nada de madona extasiada, ahora era salvaje como
una gitana
de nonell. lo había convertido en un hombre ojeroso, despeinado, terrenal. para
olerte, para
abrazarte, comerte mejor, deseaba que le suplicara. abrió un poco las piernas, una
gota de sudor
le resbaló por el escote. se dio cuenta y comenzó a deslizar los dedos con más
pasión. había
encontrado en él lo que tenía su interior y ya no necesitaba modelo. avanzó sin
permiso y ya
tenía un pie detrás de la tela. dudó antes de mirarla. él tenía una mano amarrilla
y la otra verde,
ambas goteaban. se las frotó y le mostró las palmas. eran de na mezcla intensa.

─tus ojos ─le aclaró. y lo cogió por el brazo empujándolo ante el cuadro.

lo había pintado todo de un solo color. lejos de parecerle una estafa, lo encontró
de lo más creativo.
ya lo sé, papá, pensó, ¿qué hago con este hombre que me dejó los dedos marcados en
el brazo? la
pintura se secaba y le tensaba la piel.

─vamos a lavarnos ─le sugirió con un plural maternal, y en el baño continuó


tratrándolo como a un
niño.

después de probar la temperatura del agua, le sostuvo el brazo y se lo limpió con


una esponja que
olía a espliego. christopher se sentaba en un taburete bajo y su cabeza le llegaba
a la altura de las
tetillas. pensó que tal vez se las besaría. no lo hizo. estaba obcecado en
limpiarle la pintura. tenía
la misma cara de preocupación que seungho cuando le curaba un arañazo que se había
hehco en el
parque. de chico siempre quería ponerse él mismo la mercromina para decorarse la
piel. su padre
no lo dejaba, preocupado por si se manchaba el conjunto. era increíble hasta qué
punto se podían
preocupar por las manchas, a sus padres. le gustó que chris lo cogiera con las
manos sucias sin
impontarle y que después lo lavara con la parsimonia de quien cura una herida. aún
no sabía que el
daño que le haría el pintor no se curaba con antiséptico. había olvidado la
advertencia: quien juega
con fuego...

mientras él se lavaba, repasó los frascos de cosméticos con la esperanza de que no


hubiese ningún
rastro femenino. cuando comenzaba a deleitarse con la falsa idea de ser el hombre
que convertiría
al tigre en un gatito manso, sonó el teléfono. él corrió a gogerlo, gritó un diga
imperativo e
inmediatamente cambió el tono para continuar en un francés suave. era evidente que
hablaba con
una mujer.
salió del lavado para escucharle mejor, pero sólo podía entender a medias lo que
decía. se daba
cuenta, dolido, que alargaba la conversación, como si hubiese algo mejor en el
mundo que estar
con yang. quizá, le reprocharíamos que no puede exigir nada a un hombre que acababa
de conocer,
pero en las relaciones no hay tiempos establecidos, como en la tienda. a uno le
puede parecer que
se ha pasado toda la vida esperando a la persona que acaba de ver por primera vez y
éste es el
estado en que jeongin se encontraba entonces.
mientras chan hablaba por teléfono, se fijó en una caja de madera que estaba encima
de la mesa.
el pintor lo animó a abrirla con un movimiento de cabeza. al hacerlo, quedó al
descubierto una
superficie inclinada de gamuza verde, un cuenco de ceramica y una pluma. era una
pieza de
anticuario, un escritorio del xix muy bien conservado. pensó que tendría que
buscarle un lugar
en su novela. minho merecía uno igual.
las últimas risotadas de chris lo devolvieron a la realidad. había colgado y se
apresuraba hacia
él. pensaba que lo levantaría por la cintura para darle vueltas, pero se limitó a
gritar vivas
para anunciarle:

─expondré en parís.

tenía ganas de llorar de alegría porque bang compartía la noticia con él, porque en
el lavado no
había crema depilatoria, porque la llamada, le explicaba, era de su marchante, que
buen seguro
era vieja y lesbiana. así tenía que ser; así no será. y jeong también reía mientras
se vestía y reía
mientras guardabanla silla y la tela, y salían a comer croquetas con trocitos de
jamón.

dos cañas, pidió por cuarta vez, y jeongin le dijo que ya tenía bastante porque la
cerveza lo ponía
triste, le vendría la llorera y le hablraría de su padre o de minho, da lo mismo.
no quería que chan
advirtiera cambios de humor. hasta ahora parecía que lo escuchaba con los ojos.
estaban en un bar
con una barra metálica llena de tapas refrigeradas. cerca de la ventana colgaba una
trampa
fluorescente para los insectos. de vez en cuando crepitaba una mosca. se imponía el
televisor de
fondo y el jolgorio de un grupo de estudiantes que bromeaban con el camarero, pero
él sólo oía
la voz del pintor. nunca se había sentido tan poderoso y temía estropearlo. chris
se dibujó unos
bigotes con la espuma. esta vez jeongin fue quien no le rió la gracia. entonces se
los pintó a él
con aquellos dedos acostumbrados a las pinceladas. le hizo cosquillas y esbozó una
mueca. hábil,
le preguntó que le pasaba. ambos entendieron que había llegado el momento de
dejarlo correr
antes de malograr su primer encuentro.

─adiós ─le susurró, dándole un papel con su móvil.

antes de salir, oyó como churrascaba otra mosca. no hizo caso a la advertencia que
su padre le
mandaba desde el cielo y ahora ya era demasiado tarde para arrepentirse.

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