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a sus discípulos?
).- La nueva evangelización se ha convertido en el gran desafío que tiene ante sí la Iglesia
del siglo XXI. Sin embargo, para afrontarlo con garantías, es preciso volver nuestra
mirada a Cristo como primer evangelizador, y observar con detalle los atributos
de su magisterio.
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El Señor evangeliza no principalmente por lo que dice o hace, sino por lo que es. Más
correctamente, sus palabras y sus gestos son la transparencia en el mundo de su
identidad perfectamente divina y perfectamente humana, de su amor y
compasión por quienes nos hayamos sumergidos en las tinieblas del pecado, de
la obediencia suprema que como Hijo otorga al Padre y la docilidad con que se
deja conducir por el Espíritu Santo que Él, una vez glorificado, envía sobre su
Iglesia. Es fundamental no perder de vista esto por tres razones:
– La primera y principal consiste en que evangelizar, en sentido propio, es la acción
propia del Mesías. Si cada generación la Iglesia, respondiendo al mandato de su
Maestro, se empeña en transmitir a todos la buena noticia de la salvación, no lo
hace como una institución cualquiera, deseosa de dar a conocer los principios
ideológicos que alientan su tarea. Los cristianos evangelizan porque, en el
Bautismo, la eficacia del Espíritu los ha unido al destino de su Señor.
El bautizado es en el mundo “otro Cristo”, llamado a compartir su destino e incluso su
muerte redentora, en la esperanza de participar de su resurrección y su gloria. La
evangelización solo tiene sentido cuando se comprende a sí misma desde esta
raíz sacramental.
Para un católico, creer no significa tanto asumir con la mente una serie de principios
teóricos. Creer supone estar con Cristo. Y evangelizar es, en cierto modo, estar con
Cristo, que sigue saliendo al paso de los hombres y mujeres de nuestra sociedad
para abrirles las puertas de la salvación.
– La segunda razón por la que no podemos perder de vista el misterio del Señor a
la hora de reflexionar sobre la evangelización es por aquella verdad que subyace
tras una conocida frase atribuida a Nietzsche: “Quien tiene un qué y un porqué,
fácilmente encontrará un cómo y un cuándo”. Hay que reavivar el fuego del Espíritu,
que recibimos de Cristo y a partir de la contemplación de Cristo. Estamos en una
situación eclesial en que no podemos dar por supuesto lo que tendría que ser
evidente. Hay que volver a la esencia de la fe, a las preguntas básicas acerca de
quién es Jesús, qué es la Iglesia y cuál la esperanza que nos está reservada, para
que, realmente, nuestra evangelización no caiga en el proselitismo y no se
convierta en una simple propaganda ideológica.
– Y tercero, resulta que, de forma un tanto sorprendente a primera vista, la
evangelización más eficaz del Señor, tal y como nos lo presentan los evangelistas, no tuvo
lugar tanto en su predicación y milagros cuanto en los lugares en que se ponía de
manifiesto con mayor claridad el misterio de su persona, especialmente en la Cruz y en la
Resurrección. De hecho, y como veremos a continuación, esta es la clave de cuanto
Jesús dice y hace.
Una vez contemplado el misterio del Señor, podemos plantearnos dos preguntas
necesarias, a las que vamos a tratar de dar respuesta en los dos apartados
siguientes. La primera cuestión es cómo evangeliza Jesús. La segunda, cómo
enseña a sus discípulos –de la primera hora y de la nuestra– a evangelizar.
En los Evangelios sinópticos –y, con mucha menor frecuencia, también en Juan– el
Señor suele enseñar a través de parábolas. Las parábolas, ante todo, tienen en
cuenta una forma de comunicación y de enseñanza muy común en la antigüedad.
Hoy podríamos definirlas como un metalenguaje. Son narraciones cuyo sentido
inmediato parece evidente, pero que conllevan otros significados y tienen otras
repercusiones que no aparecen a simple vista. Requieren una interpretación.
El uso de metalenguajes se justifica para conseguir tres objetivos:
Es el propio Señor quien designa a los enviados (v. 1). Evangelizar no es una decisión de
quien quiere hacerlo, sino la respuesta a una llamada de Jesús, que nos envía al mundo
entero. En efecto, si el número doce de los apóstoles recuerda a las tribus de Israel
y remite a la primera misión, que se cumplió entre los judíos, el número setenta y
dos alude a las naciones paganas (cf. Gn 10, 1-31). Todos los hombres, sin exclusión,
son destinatarios de la Buena Noticia de Jesucristo.
Jesús los envía “de dos en dos” (v. 1). La misión no es una empresa individualista, sino
algo compartido. Es una acción de la Iglesia que se realiza en comunión. El hecho de que
el Señor envíe en parejas hace que, por un lado, se recuerde que el verdadero
Maestro es Él, que acompaña a los enviados –los manda “a los pueblos y lugares
donde pensaba ir Él”–. Solo Jesús es el verdadero evangelizador. La presencia de
dos discípulos hace que se trascienda todo personalismo, para que los hombres le
descubran a Él. Por otro, se pone de manifiesto que el único testimonio digno de fe es
el amor. Precisamente, dice san Jerónimo: “de dos en dos son llamados y de dos en
dos son enviados los discípulos de Cristo; porque no existe el amor de uno solo.
Por eso se dice: ‘¡Ay del solitario!'”.
El Señor también menciona la desproporción entre la tarea encomendada y
nuestras fuerzas, sin embargo, esto no suscita el desánimo en los discípulos.
También nosotros experimentamos con frecuencia cómo la misión excede
nuestras posibilidades. No por ello debemos echarnos atrás. Pero sí contar con la
ayuda de la oración. La clave de toda la misión consiste en que los envidados
transparenten la presencia del Señor y nuestra acción evangelizadora es eficaz
solo cuando reproducimos en el mundo el ser de Cristo. Él mismo subraya esta
identidad: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha”.
Los discípulos son “corderos en medio de lobos” (v. 3). No se evangeliza por
buscar el aplauso del mundo. El rechazo forma parte del ser misionero. Por eso
no hay que temer el conflicto con el mundo. El desprendimiento de los discípulos
les ayuda a vivir como los pobres de espíritu, que han puesto su confianza no en
las seguridades humanas -el dinero y la fuerza-, sino en Dios. El misionero no se
apoya en sus recursos, pues el único válido es el espíritu que lo acompaña.
Nuestra alegría procede de que, con nuestra humilde tarea, más allá de nuestros
éxitos o fracasos, alegramos a Aquel que nos ha amado, nos ha elegido y nos ha
enviado.