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No necesité preámbulos ni pretextos aclaratorios para justificar la reunión.

Puse la
lata sobre su escritorio y aprecié su expresión incrédula y desconfiada por debajo
del indisimulado interés por mi visita.
—Era cierto, estaba donde me dijo y aquí está la prueba.
—¿Bombones? —se extrañó Nogaro.
—No, cenizas.
En diez minutos le conté todo y él no me interrumpió. Vi cómo la lata lo incomodaba
porque sus ojos iban de ella a los míos y la mano sobre la corbata no paraba de
deslizarse. Al culminar mi relato le extendí el sobre con las copias del certificado de
defunción y del acta de cremación que Moira había obtenido. También le entregué el
pasaporte, los libros y la foto de Miguel. Yo me había quedado con la Memoria de
Asenari y con los mil trescientos dólares que pagaron mi pasaje.
—¿Es todo? —dijo un Nogaro demudado y perplejo.
—No, falta lo principal.
—Explíquese.
—De alguna manera yo terminé su trabajo, doctor. Fui el testigo que necesitaba
para confirmar el hallazgo. Además, hice que Esteban regresara y como ve, está
todo documentado. Para su cliente, es una gran noticia, porque se ahorró la parte
sucia del asunto: su díscolo yerno sigue muerto. También le traje una posible
historia que la familia puede entender y luego olvidar. Ahora todo cierra, incluso lo
que pasó con la plata, que, como le conté, se la gastó toda.
—¿Entonces...?
—Otra vez quid pro quo, doctor. Esta conversación yo puedo negarla si no nos
ponemos de acuerdo en lo que sigue. Tiene la lata y los certificados, el pasaporte y
los libros, pero tendrá que explicar cómo los obtuvo o, si no, tirarlos a la basura.
Como ya sabe, esa familia no me estima demasiado y yo no me siento con ánimo
para contarles esta historia. Usted lo hará por mí y les dirá que yo viajé por encargo
de su estudio para ubicarlo a Esteban, con las consecuencias que ya sabemos.
Pero además, cuando les entregue esas cenizas va a recomendarles que les den
cristiana sepultura o que las esparzan, en privada ceremonia, en el jardín trasero del
chalé Calais. Por supuesto que todos deberán enterarse de lo sucedido un año
atrás, aceptarlo y no abundar más en el asunto. Un año, ¿se da cuenta? En pocos
días coincidirá la fecha y debemos aprovecharla.
Los abogados como Nogaro saben siempre cuándo están ante un buen arreglo,
más allá de lo extraño que les suene. Creo que por primera vez desde que nos
conocimos, el doctor Nogaro me respetó y abandonó el gesto condescendiente y
perdonavidas con que imponía su distancia. Al despedirnos me dijo:
—En alguna novela que he olvidado, Graham Greene hablaba de las ventajas del
investigador amateur sobre el profesional. Creo que se refería a cierta actitud que
no mide consecuencias, a un entusiasmo y unas energías que en parte revelan
cierta inconciencia. Algo de eso hizo usted al viajar por mero impulso. ¿No pensó
que yo podía estar engañándolo con la información que le di?
—Los triunfadores son los que arriesgan, doctor —dije mientras me iba y lo dejaba
con los restos de Esteban sobre su escritorio.
Hugo Burel: El desfile salvaje, 2007 (fragmento).

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