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Géneros, permanencias y transformaciones. Feminidades y masculinidades


en el Occidente de México

Book · December 2017

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3 authors:

Liliana Castaneda Karla Alejandra Contreras Tinoco


University of Guadalajara Ciesas Occidente
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Géneros, permanencias
y transformaciones

Feminidades y masculinidades
en el occidente de México
Géneros, permanencias
y transformaciones

Feminidades y masculinidades
en el occidente de México

Liliana Ibeth Castañeda Rentería


Cristina Alvizo Carranza
(Coordinadoras)

UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA
Centro Universitario de la Ciénega
Este libro ha sido dictaminado mediante procedimiento de
doble ciego, y aprobado en su versión final por el Comité
Editorial del Centro Universitario de la Ciénega de la
Universidad de Guadalajara.

Primera edición, 2017

D.R. © 2017, Universidad de Guadalajara


Centro Universitario de la Ciénega
Av Universidad 2000 1115, Linda Vista
47820 Ocotlán, Jalisco

ISBN:

Editado y hecho en México


Edited and made in Mexico
Contenido

Capítulo 1. A manera de introducción: sobre cómo


se constituyen las identidades de género. . . . . . . . . . . 7
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

Primera parte
El género en la configuración de lo social
en el occidente de México

Capítulo 2. Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento.


Travestismo femenino y amor entre mujeres. Nueva España,
siglos xvii y xviii . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
Laura Alejandra Cruz Hernández

Capítulo 3. Las representaciones mentales de la belleza femenina


como forma de opresión en el siglo xix tapatío . . . . . . . . . 67
Beatriz Bastarrica Mora

Capítulo 4. Construcciones masculinas durante y después


de la Revolución Mexicana. El caso de los tranviarios de Guadalajara
(1914-1934) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97
Cristina Alvizo Carranza

Segunda parte
Identidades de género: el sentido de ser mujer o ser hombre

Capítulo 5. La apropiación del espacio íntimo, la administración


del tiempo y la investidura femenina en los principios del siglo xxi. 123
Liliana I. Castañeda-Rentería

Capítulo 6. Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales


de mujeres con carreras profesionales exitosas. . . . . . . . 151
Karla Alejandra Contreras Tinoco
Capítulo 7. Poder, agencia y comunión: obstáculos
en la transformación de la masculinidad . . . . . . . . . . 187
Esteban Laso Ortiz

Capítulo 8. Género y redes sociales de apoyo. Configuración


de las redes sociales de jóvenes universitarios . . . . . . . . 247
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco
Capítulo 1
A manera de introducción: sobre cómo se
constituyen las identidades de género

Liliana Ibeth Castañeda-Rentería


Cristina Alvizo-Carranza

El libro que el lector tiene en sus manos es producto del interés


de un grupo de académicos y académicas en evidenciar la natura-
leza histórica y contextual de los significados construidos social y
culturalmente acerca de la diferencia sexual y la manera en que se
configuran las identidades de género en el occidente de México.
Los diferentes capítulos aquí presentados dan cuenta de la trans-
formación de los significados que lleva para los sujetos vivirse
como mujer o como hombre y, a la vez, permiten identificar con-
tinuidades y rupturas en ámbitos tanto subjetivos como socioes-
tructurales.
Distintos autores han coincidido en señalar que a 30 años de
la publicación del artículo “El género, una categoría útil para el
análisis histórico” de Joan Scott en 1986, en la realidad pocas son
las investigaciones que han logrado aprehender esta categoría en
los términos propuestos por la autora (Fernández Aceves, 2014;
Butler y Weed, 2011; Scott, 2008). Es decir, como una categoría
compuesta por cuatro elementos: símbolos, instituciones, normas
y subjetividades. Como una categoría constituida y constituyen-
te del poder que organiza y jerarquiza el conocimiento y los sig-
nificados sobre la diferencia sexual. Pero, sobre todo, una cate-
goría que se construye en momentos históricos determinados y
que para ser entendida requiere un análisis amplio de lo social en

7
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

donde el género constituye uno más de los hilos que tejen la vida
social (Scott, 1986).
Los capítulos que integran esta obra buscan abonar al entendi-
miento del género como categoría histórica y social, mediante un
recorrido de larga data que tiene como objetivo el análisis de las
configuraciones de las identidades de género de mujeres y hom-
bres en distintos momentos de la historia del occidente de México.
Para ello es necesario conocer las representaciones de la historia
del pasado, pues, como nos dice Scott (2008: 20), “nos ayudan a
construir el género en el presente”; la historia, así, es un medio
necesario para la “comprensión del proceso que produce conoci-
miento sobre el género” (21). Como construcciones sociocultural
e histórica el género enmarca y define la experiencia de los sujetos
nombrados mujer(es) u hombre(s), desde sus distintos lugares de
enunciación y biografías. De ahí que resulta pertinente analizar,
no sólo cómo se construyen lo femenino y lo masculino en deter-
minada etapa histórica (Scott, 2008), sino también las experien-
cias que de lo femenino o lo masculino vive cada individuo.
Un primer paso para lograr lo anterior es, justamente, conocer
los aportes que la categoría de género ha hecho al conocimiento
histórico. En la que sección que sigue se abordará este tema. En el
segundo apartado se analiza la construcción de las identidades de
género.

El género: una construcción histórica y social

En la década de 1970 algunas feministas centraron su atención


en las mujeres y su participación en el desarrollo de la historia.
La categoría de género se integró a los estudios históricos; sin
embargo, el género se convirtió en sinónimo de mujeres y éstas
fueron vistas como un nicho aparte de la historia y no como parte
integral de ésta. Natalie Zemon Davis (1975: 90) señaló la impor-
tancia de interesarse en la historia de hombres y mujeres y apuntó,
entre otras cosas, que

nuestro objetivo es comprender la significación de los sexos, de los grupos


de género en el pasado histórico. Nuestro objetivo es descubrir toda la gama

8
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

de símbolos y de roles sexuales en las distintas sociedades y periodos, en-


contrar los significados que tienen y cómo funcionan para mantener un or-
den social o para promover el cambio del mismo.

Retomando a Natalie Davis, Joan Scott desarrolló la idea de incor-


porar el género como una categoría analítica y metodológica en los
estudios históricos. Para ella, el desafío no consiste sólo en enten-
der las relaciones entre hombres y mujeres en el pasado “sino tam-
bién la conexión entre la historia y la práctica histórica común”. Su
principal crítica a la forma en como se usó el concepto de género
fue que a pesar de que se incluyó a las mujeres en la historia, eso
no logró transformar el relato histórico.
Para cambiar la narrativa histórica que considera al hombre
el precursor de los cambios y de los grandes acontecimientos es
necesario hacer un ejercicio de deconstrucción. En este sentido,
Scott (2008: 51) arguye que se debe entender que el género fun-
ciona como categoría teórica y metodológica, y que es necesario
cuestionarnos cómo funciona el género en las relaciones humanas
y de qué forma otorga un significado a la organización y a la per-
cepción del conocimiento histórico.
La categoría de género nos debe ayudar a entender cómo figu-
ran en los procesos históricos las referencias a la diferencia sexual,
es decir: ¿cómo funcionan la exclusión o la marginación de aque-
llo que se construye como femenino para asegurar la aceptación
de las codificaciones masculinas en las particulares ideas de clase
social? (Scott, 2012: 119)
Para que se pueda cambiar la narrativa histórica es necesario
que las fuentes que usan los historiadores sean leídas de otra ma-
nera y se enfoquen en el análisis del discurso. Para Scott es impor-
tante hacer nuevas preguntas a las fuentes históricas que dieron
vida a los estudios previos (muchos de ellos canónicos, como el de
E. P. Thompson), buscar en ellas las referencias a la diferenciación
sexual, así como al papel que hombres y mujeres desempeñan en
la familia y la vida económica. Los textos históricos han contribui-
do a la construcción que sitúa a la mujer en el hogar y al hombre
en el trabajo, concepciones que se han perpetuado a lo largo de la
historia y han ocultado la participación de las mujeres en la vida
económica, en las guerras y en todos los procesos históricos.

9
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

La nueva lectura de fuentes ofrece una gama de posibilidades


para entender cómo se ha creado la diferencia sexual como una
construcción social e histórica estrechamente ligada al poder. Al
analizar las estadísticas que el gobierno francés realizó en el siglo
xix, Scott encontró cómo se construyeron categorías que invisi-
bilizaron a las mujeres y su participación en la vida económica y
cómo los apartados dedicados a ellas se basaban más en términos
morales que económicos.1
Este tipo de documentos creados por el gobierno, marcaban
la diferenciación sexual de manera muy clara, pues definieron el
trabajo como un espacio masculino:

la clara separación entre el trabajo y la casa. Y tal separación implicaba la


clarificación de todas las demás cuestiones. El trabajo en el taller era, por
definición, calificado; el que se realizaba en casa era no calificado, tanto si el
trabajador era hombre como mujer. El deterioro económico y la descalifica-
ción se equiparaban con un cambio del espacio masculino al femenino. La
confusión de las esferas desembocaba inevitablemente en la corrupción del
hogar y del trabajo; los hombres que trabajaban en sus casas debían soportar
la degradación de su condición, al verse implícitamente asociados a la femi-
neidad. (Scott, 2012: 135-136)

Estas concepciones hechas “desde arriba” crearon una represen-


tación social de lo que eran o debían ser el hombre y la mujer, así
como del lugar que a cada uno le correspondía en la sociedad. Los
historiadores, al leer las fuentes de la misma manera en que fueron
creadas, perpetúan esa idea y dejan de lado el cómo las mujeres
participaron, aceptaron o rechazaron esas concepciones, al igual
que invisibiliza el proceso en que los hombres se convirtieron en
el sujeto histórico universal.
El género como categoría analítica en la historia ayuda a rom-
per con la interpretación monocausal y unilineal que describió la
Historia como universal y masculina. En el caso mexicano, muy
pocos estudios se han centrado en las relaciones de género, es de-

1. Al respecto, véase el capítulo de Scott titulado “El mundo del trabajo a través de las
estadísticas. La “Estadística de la industria en París (1847-1848) (Scott, 2012: 158-
177)

10
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

cir, de la familia, las mujeres o de la diferenciación sexual en sí.2


Hace falta deconstruir la historia y analizar el verdadero papel que
desempeñaron hombres y mujeres en ella.
Para lograr esta deconstrucción, Scott propone un nuevo con-
cepto de género, al que divide en dos partes. En la primera argu-
menta que el género es un elemento constitutivo de las relaciones
sociales, que se basan en las diferencias percibidas entre los sexos.
En la segunda sostiene que el género es una forma primaria de

2. Estudios recientes han incursionado en la perspectiva de género y han hecho


importantes aportes sobre el papel que las mujeres desempeñaron en la historia de
México. Véase Véase Dawn Keremitsis (1984), “La doble jornada de la mujer en
Guadalajara, 1910-1940”, Encuentro, 1; Dawn Keremitsis (1984), “La industria de
empaques y sus trabajadoras: 1910-1940, Encuentro, 1; Dawn Keremitsis (1984),
“Latin American Women Workers in Transition: Sexual Division of the Labor Force
in Mexico and Colombia in the Textile Industry”, The Americas, 40; Carmen Ramos
Escandón (1988), La industria textil y el movimiento obrero en México (México: uam-
Iztapalapa); Heather Fowler-Salamini (2003), “Género, trabajo y café de Cordova
en Veracruz, 1850-1910” en Mujeres en el campo mexicano, 1850-1990 editado por
Heather Fowler-Salamini y Mary Kay Vaughan (Zamora: El Colegio de Michoacán/
Benemérita Universidad de Puebla/Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades);
Carmen Ramos Escandón (2004), Industrialización, género y trabajo femenino en el sector
textil mexicano: el obraje, la fábrica y la Compañía Industrial. (México: ciesas); Susie S.
Porter (2004), “Empleadas públicas: normas de feminidad, espacios burocráticos e
identidad de la clase media en México durante la década de 1930”, Signos Históricos,
11; María Teresa Fernández Aceves (2006), “Género y narrativas de las mujeres
trabajadores en Guadalajara 1910-1970” en Amalia Rubio Rubio (coord.), Rompiendo
diques. Construyendo la equidad de género, pp. 383-418 (Aguascalientes: Universidad
Autónoma de Aguascalientes); Susie S. Porter (2008), Mujeres y trabajo en la ciudad
de México. Condiciones materiales y discurso públicos (1879-1931) (Zamora: El Colegio
de Michoacán); María Teresa Fernández Aceves (2008), “Los talleres domiciliarios
y el trabajo femenino: el caso de Guadalajara, 1930-1950” en Miguel Orduña y
Alejandro de la Torre (eds.), Espacios, prácticas, representaciones en la cultura política
de los trabajadores, pp. 168-192 (México: unam); Heather Fowler-Salamini (2009),
“Género, trabajo, sindicalismo y cultura de las mujeres de la clase trabajadora en el
Veracruz posrevolucionario”, en Gabriela Cano, Mary Kay Vaughan y Jocelyn Olcott
(comps.), Género, poder y política en el México posrevolucionario, pp. 251-432 (México:
fce/uam-Iztapala); María Teresa Fernández Aceves (2009), “La lucha entre el metate
y el molino de nixtamal en Guadalajara, 1920-1940”, en Género, poder y política en el
México posrevolucionario, compilado por Gabriela Cano, Mary Kay Vaughan y Jocelyn
Olcott, 227-280 (México: fce/uam-Iztapala); Heather Fowler-Salamini (2013),
Working Women, Entrepeneurs, and Mexican Revolution. The Coffe Culture of Cordoba
(Linconl: Universidad of Nebraska); María Teresa Fernández Aceves (2014), Mujeres
en el cambio social en el siglo xx mexicano (México: Siglo xxi/ciesas); Susie S. Porter y
María Teresa Fernández Aceves (coord.) (2015) Género en la encrucijada de la historia
social y cultural de México, (Zamora: El Colegio de Michoacán/ciesas).

11
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

las relaciones simbólicas del poder. La primera parte de dicha de-


finición está compuesta por cuatro elementos interrelacionados
que, aplicados a la historia, pueden ayudar a cambiar la narrativa
masculina del relato histórico, ya que permiten cuestionar cómo
operó la diferenciación sexual en los distintos procesos que se es-
tudian.
El primer elemento que define Scott es el de los símbolos dis-
ponibles que evocan múltiples y contradictorias representaciones
sobre ser mujer y ser hombre en ciertos contextos. Como se podrá
leer en el Capítulo 4 de Alvizo-Carranza, lo anterior permite, por
ejemplo, averiguar qué significaba para los tranviarios ser hombre,
cómo definían su masculinidad y cómo ésta estaba vinculada a las
actividades laborales. En el análisis presentado por Castañeda-
Rentería, en el Capítulo 5, se presentan las transformaciones que
han sufrido las representaciones de los espacios público-privado y
doméstico en lo tocante a las identidades femeninas.
El segundo elemento que define Scott, lo conforman los con-
ceptos normativos que contienen interpretaciones de los signifi-
cados de los símbolos que intentan limitar y contener las posibili-
dades metafóricas de los mismos, es decir, se cuestiona cómo las
leyes y los reglamentos mostraban la diferencia sexual y el papel
que debían desempeñar los hombres y las mujeres en el ámbito
del trabajo y en el de la familia. Para Scott, dichos conceptos se
expresan en doctrinas religiosas, educativas, políticas, entre otras.
La normatividad en la que se desenvolvieron los tranviarios se-
ñalaba que éstos debían ser fuertes, educados, limpios, anticatóli-
cos, productivos y buenos proveedores. Esto es claro también en
el Capítulo 3, escrito por Bastarrica-Mora, donde analiza algunos
reglamentos que normaban la presencia femenina en los espacios
públicos e identifica la manera en que las diferentes normativas de
finales del siglo xix estaban elaboradas en el marco de una cons-
trucción específica del sentido de la diferencia sexual en la Gua-
dalajara porfiriana.
En tercer lugar, Scott sitúa las instituciones y la organización
social, tales como el Estado, los sindicatos, las escuelas y todo tipo
de organizaciones. Lo anterior permite preguntarnos cómo tales
instituciones definían la diferencia sexual y qué roles establecían
para los hombres y las mujeres. El cuarto elemento que estudia la

12
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

autora es la identidad subjetiva o la subjetividad, es decir, cómo se


construyen los individuos como hombres o como mujeres (Scott,
2012: 65-66). Desde esta perspectiva, queda claro que es poco lo
que se sabe de las identidades masculinas y femeninas y cómo se
han transformado a lo largo de la historia; la mayoría de los es-
tudios ha tratado a los hombres como experiencias universales,
como si todos los procesos que han vivido fueran iguales y a la
par han marginado la participación de las mujeres en el desarrollo
histórico.
No muchos historiadores (ni estudiosos de lo social) han aten-
dido al llamado de Joan Scott y pocos han incorporado la categoría
de género en sus investigaciones. Pero el llamado a la compren-
sión del desarrollo histórico de la construcción de lo masculino y
lo femenino es uno de los objetivos de este libro; entender cómo
se han transformado con el paso del tiempo los roles sociales que
se les han adjudicado a las personas de acuerdo con su sexo y las
permanencias que han subsistido, nos ayuda a comprender mejor
las identidades masculinas y lo femeninas en la actualidad.
El presente libro representa un esfuerzo por analizar las trans-
formaciones de las identidades a lo largo de la historia. Sin pre-
tender ser un estudio exhaustivo, cada capítulo da cuenta de la
importancia de la contextualización de las experiencias de lo fe-
menino y lo masculino en algún momento de la historia del occi-
dente mexicano. Así, por ejemplo, Laura Cruz Hernández, en su
capítulo titulado “Del disfraz a la búsqueda del empoderamiento.
Travestismo femenino y amor entre mujeres. Nueva España, si-
glos xvii y xviii”, presenta casos de travestismo, transgenerismo
y transexualidad en el siglo xvii y xviii, resultado de un impor-
tante trabajo de investigación. La autora cuestiona las concepcio-
nes canónicas que establecen que la diferenciación sexual es la
que marca las diferencias de género y demuestra cómo algunas
mujeres se enfrentaron a las construcciones sociales sobre lo que
era ser mujer y la manera en que construyeron sus identidades de
género al convertirse en transgresoras del orden social aceptado.
Cruz-Hernández encontró que las razones de ese travestismo eran
variadas y que iban de la libertad física, a conseguir un trabajo
considerado masculino, hasta las cuestiones románticas, es decir,
las mujeres se travestían para poder relacionarse con otras muje-

13
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

res sin exponerse a la mirada de la sociedad que sólo aceptaba las


relaciones entre hombre y mujer.
Este estudio da cuenta de importantes aspectos no tratados a
fondo por la historia, las relaciones amorosas entre mujeres y el
cómo eran vistas por la sociedad, temas tabúes y poco documen-
tados, pero que ayudan mucho a la comprensión de cómo el amor
también es una construcción social basada en la diferenciación
sexual que deslegitima las relaciones que se salen del canon; así
se trató de invisibilizar en las fuentes el amor entre mujeres y es
poco visible en las investigaciones históricas.
Al igual que el amor, la belleza ha sido vinculada fuertemente
con la feminidad y otras categorías, como la clase y la religión. El
tercer capítulo, escrito por Beatriz Bastarrica Mora, titulado “Las
representaciones mentales de la belleza femenina como forma de
opresión en el siglo xix tapatío”, la autora aborda el tema de la
construcción de la belleza y su compleja relación con la decencia,
la clase y la honestidad femeninas. Expone, asimismo, cómo estas
representaciones se expresaban vía la prensa, pero también or-
denaban los espacios públicos y las formas de habitarlos para las
mujeres, por ejemplo, los reglamentos de prostitución de la Gua-
dalajara del siglo xix. La belleza, expone Bastarrica Mora, nunca
debe ser simplemente física, la belleza se construyó siempre en el
marco de una dimensión moral que colocaba a la mujer como án-
gel guardián de lo doméstico, a la vez que destacaba la separación
entre público y privado.

El género y las identidades: las mujeres y los hombres

Acercarnos a las categorías que constituyen las identidades feme-


ninas permite dar cuenta del entramado a partir del cual se cons-
tituyen los sujetos. Las identidades son categorías analíticas,
herramientas útiles para el estudio de los sujetos sociales, pues
por medio de ellas es posible conocer y dar cuenta de los procesos
mediante los cuales los individuos construyen y experimentan su
feminidad y su masculinidad en un lugar y un momento históricos
determinados.

14
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

Las identidades como productos sociales dotan de sentido a


las interacciones sociales. Y, como tales, son resultado al mismo
tiempo de la organización social del sentido, es decir, de la cultura
(Giménez, 2007). Así, las identidades deben abordarse de mane-
ra procesual, relacional y siempre colocándolas en un marco his-
tórico espacial específico. La identidad, nos dice Giménez, “es el
conjunto de repertorios culturales interiorizados (representacio-
nes, valores y símbolos), a través de los cuales los actores sociales
(individuales o colectivos) demarcan sus fronteras y se distinguen
de los demás actores en una situación determinada…” (Giménez,
2002: 38). Como producto social, las identidades permiten detec-
tar los rasgos culturales que en determinado momento histórico
y en determinadas circunstancias han sido seleccionados, o no,
impuestos, o no, por determinados actores sociales para dotar de
sentido a sus prácticas.
Lo anterior se muestra con claridad en la manera en que los
hombres ven trastocadas las identidades masculinas a finales del
porfiriato, como producto de los procesos de modernización que
construyeron la masculinidad desde referentes distintos al campe-
sino. En el Capítulo 4, titulado “Construcciones masculinas duran-
te y después de la Revolución mexicana. El caso de los tranviarios
de Guadalajara (1914-1934)”, Cristina Alvizo-Carranza analiza las
imágenes y narrativas desde las que se construye el ideal masculi-
no del hombre moderno porfiriano y cómo estos ideales influye-
ron en la construcción de la masculinidad de un grupo de trabaja-
dores de élite de la ciudad de Guadalajara, los tranviarios.
Como se puede observar, la identidad como proceso histórica-
mente determinado e individualmente inacabado integra un con-
junto de “características sociales, corporales y subjetivas que las
caracterizan de manera real y simbólica de acuerdo con la vida
vivida (Lagarde, 1990: sin pág.). Las identidades como procesos
inacabados permiten identificar lo que constituye al individuo
desde lo social, son la puerta de entrada a los procesos subjetivos
que constituyen al sujeto desde su existencia material-corporiza-
da. Son las identidades lo que de social tienen las subjetividades.
En 1988, Denise Riley publicó su libro Am I that name? Fe-
minism and the category of “women” in history, en donde plantea
que la categoría mujeres es histórica y discursivamente construida,

15
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

pero que, además, dicha construcción está en relación con otras


categorías que también cambian:

“mujeres” es una colectividad volátil en la cual personas femeninas pueden


estar posicionadas diferencialmente y que aparentan la continuidad de un
sujeto en el que no debe confiarse; “mujeres” es tanto sincrónico como dia-
crónicamente equivocado como colectividad, mientras que para el individuo
“mujer“ es también inconstante y no puede provenir de una fundación on-
tológica. (Riley, 1988:2)

La volatilidad a la que hace alusión Riley (1988) está estrecha-


mente relacionada con las alianzas feministas con otras tenden-
cias igualmente volátiles que “lo social” y “el cuerpo”. A lo largo
de un recorrido de larga data, la autora analiza la relación de la
categoría mujeres con respecto a la de humanidad. Identifica como,
por ejemplo, en el siglo xviii el cuerpo femenino se vuelve sexo,
producto de la concepción feminizada de la naturaleza y que, a su
vez, supuso que la razón, dominio del alma, fuera un privilegio
masculino. Las mujeres eran su sexo y, por ello, también resultaba
imprescindible mantenerlas en orden por la seguridad de la iden-
tidad de los hombres.
Sin embargo, en el siglo xix, después de la Revolución france-
sa, “las mujeres” se convirtieron en un sujeto dentro de la carto-
grafía de lo social. La concepción de lo social como filantropía se
construyó en términos separados de lo político y supuso una doble
feminización del primero, pues lo social se concentró en normar
a la familia (núcleo de lo social) y en ubicar a la mujer como su
corazón. Esta concepción de lo social además dividió a “las muje-
res” de “las otras mujeres” a las que se tenía que educar, moralizar
(Riley, 1988).
Ya para principios del siglo xx, en la posguerra, se dio un des-
lizamiento de esa “otra mujer” a “la mujer madre” pensado desde
la idea de lo social como esa parte femenina de lo público, como
lo reproductivo en oposición a lo político. Uno de los resultados
fue que el trabajo femenino resultara inadmisible (Riley, 1988).
Tal como se puede ver, Riley identifica cómo la separación natura-
leza-razón y, más adelante, el binomio social/político, se relacio-
nan con la construcción del sujeto “mujeres”. De esta manera, la

16
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

pregunta acerca de si existe o no “la mujer”, se desplaza para dar


lugar a la de ¿a partir de que categorías, discursos, se construye la
categoría mujer, mujeres, en un momento histórico determinado?
Veinte años antes, el señor Robert Stoller utilizó por prime-
ra vez el término género en su trabajo Sex and Gender en 1968
(Lamas, 1986). De acuerdo con Lamas (1986), este autor además
distinguió entre tres instancias básicas: la asignación de género,
la identidad de género y el papel o los roles de género. En su mo-
mento, la introducción de la categoría de género permitió nuevas
formas de hacerse viejas preguntas en relación con el origen de la
subordinación de las mujeres, así como la manera en cómo abor-
dar la organización social, la económica y la política. La categoría
de género posibilitó a las feministas sacar del terreno biológico
lo que determinaba la diferencia entre los sexos y colocarlo en
el terreno de lo simbólico (Lamas, 1986). Pese a lo novedoso en
principio que fue su uso, el concepto de género ha presentado
serias discusiones en torno a su uso, limitaciones y posibilidades
(Lamas, 1996).
Una de las discusiones en torno a este concepto más influyen-
tes es la que realizó la historiadora Joan Scott (1986) y que fue
publicada dos años antes que el texto de Denise Riley. La autora
hace ahí una revisión de los principales usos que se le han dado al
término género e identifica dos grandes enfoques desde los que se
ha utilizado esta categoría: descriptivo y causal. El primero, bási-
camente ha sustituido la palabra mujeres por género. El segundo
puede subdividirse en tres: los estudios sobre patriarcado, los de
orientación marxista y los posmodernos de las feministas france-
sas y angloamericanas. Estos grupos, según la autora, no han lo-
grado teorizar género de una manera que sea útil para los estudios
históricos, pues, según ella, el uso que se le ha dado a esta cate-
goría ha sido ahistórico y no ha permitido vincular el género con
otros procesos y realidades sociales (Scott, 2008: 65):

Las relaciones sociales son relaciones de poder que se encuentran al mismo


tiempo atravesadas por éste. En el marco de esas relaciones se encuentran
procesos, estructuras y agencias en constante tensión en la búsqueda de
construir identidades, relaciones y lenguaje.

17
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

Como ya lo mencionamos antes, la autora propone una definición


de la categoría género que se compone de dos partes: 1) El género
es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en
las diferencias que distinguen a los sexos, y 2) El género es una
forma primaria de relaciones significativas de poder (Scott, 1996:
292). Además, esta autora identifica cuatro elementos constituti-
vos del género: a) símbolos culturalmente disponibles que evocan
representaciones múltiples; b) conceptos normativos que mani-
fiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos en
un intento de limitar y contener sus posibilidades metafóricas; c)
nociones políticas y referencias a las instituciones y organizacio-
nes sociales; y d) la identidad subjetiva.
La importancia de lo que hace Scott es situar la cuestión del
poder en el núcleo del concepto de género, de manera tal que per-
mita al investigador entender género siempre en diálogo con lo
social –tanto productor como producido por­– y situar en un mo-
mento histórico determinado los procesos por los que “la política
construye el género y el género construye la política” (Scott, 1996:
294). El objetivo, de acuerdo con María Teresa Fernández Aceves
(2014), “es probar que el concepto de género es una excelente he-
rramienta teórica que ayuda a explicar las jerarquías de diferencia
y teoriza la política en el análisis histórico”. El género, entonces, es
un término necesario para el análisis de las relaciones entre hom-
bres y mujeres, pues organiza la interacción y constituye estruc-
turas sociales jerárquicas entre ellos (Scott, 2008). Se trata de una
herramienta analítica que posibilita exponer las “operaciones del
género, que son, sin embargo, fuerzas con una presencia y una
capacidad de definición en la organización de la mayoría de so-
ciedades” (Scott, 2008: 47). De acuerdo con Butler (2011: 20), en
trabajos como el de Joan Scott, la diferencia sexual es la matriz a
través de la cual toman lugar las concepciones culturales sobre lo
femenino y lo masculino.

En efecto, en ese momento, si le pides que defina el género, ella buscará el


recurso a la diferencia sexual, ciertamente no como un concepto naturalista
o metafísico, sino como un conjunto muy específico de los mecanismos de
la producción histórica de las relaciones sociales diferenciadas. De hecho, lo
que tendía a ser más importante eran los campos históricos que se producen,

18
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

en parte, a través de medios de género: la idea de trabajo, la clase obrera, el


poder, la cultura, la historia misma.

En 2011, Judith Butler y Elizabeth Weed editaron The question of


gender. Joan Scott´s critical feminism, donde se parte de las aporta-
ciones de Joan Scott para repensar el género. En el texto introduc-
torio, las autoras dan cuenta de su posición crítica en relación con
el uso del concepto género, no por medio de otras categorías, sino
como una operación que ayuda a entender la producción histórica
en una dimensión más amplia de lo social (Butler y Weed, 2011:
4) que, pese a ello, no puede pensarse solo: “Dado que el género
no es un factor aislado o un elemento en un mapa tal, sino que se
moviliza en una relación constitutiva y productiva con esos otros
modos de organizar la vida política, la única manera de medir su
utilidad es mediante el seguimiento de esos efectos”.
Como se puede apreciar, a pesar de lo que se podría pensar
como las bondades del concepto género en relación con las luchas
feministas y el conocimiento acerca de las mujeres como sujetos
sociales e individuales, género resulta un concepto todavía ambi-
guo y que por sí mismo no responde a la pregunta de qué es la
mujer como sujeto social, a cómo se constituye el sujeto individual
mujer. Para María Teresa Fernández Aceves, la aportación de Joan
Scott tiene que ver con la imposibilidad de

sostener que el género y el sexo son construcciones culturales: no se debe


asumir de antemano qué es el género, por el contrario, debemos mantener
siempre la pregunta histórica de qué es el género en un espacio y un tiempo
determinados. Lo mismo funciona para las categorías mujeres, hombres, sexo,
diferencia sexual y fantasía. Cada una es una categoría inestable e inacabada.
(Fernández Aceves, 2014: 15)

Tanto Butler y Weed (2011), como Fernández Aceves (2014),


entre otros, dan cuenta de cómo, a pesar de que la propuesta de
Scott sobre el concepto de género tiene ya casi tres décadas, la uti-
lización del término sigue siendo poco crítica. Mary Hawkesworth
publicaba ya, en 1999, algunos de los usos del término género: para
analizar la organización social de las relaciones entre hombres y
mujeres; para investigar la reificación de las diferencias humanas;
para explicar la distribución de cargas y beneficios en la socie-

19
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

dad; para ilustrar las microtécnicas del poder; como atributo de


los individuos, como ideología internalizada, como modo de per-
cepción; como diferencia, como relaciones de poder manifestadas
como dominación y subordinación, etc. (Hawkesworth, 1999).

En la década de los noventa se editó el texto El género en disputa. El feminis-


mo y la subversión de la identidad de Judith Butler, traducido al español en
2001. El texto controversial, ya desde su título, da inicio con una crítica al
sujeto del feminismo: las mujeres.

Si una es una mujer, desde luego eso no es todo lo que una es;
el concepto no es exhaustivo, no porque una “persona” con un
género no siempre se establece de manera coherente o consis-
tente en contextos históricos distintos, y porque se intersecta con
modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de
identidades discursivamente constituidas. Así, resulta imposible
desligar el “género” de las instersecciones políticas y culturales en
que invariablemente se produce y se mantiene. (Butler, 2001: 35)
La propuesta de la autora es una crítica a las categorías de iden-
tidad que “crean, naturalizan e inmovilizan las estructuras jurídi-
cas contemporáneas” (Butler, 2001: 37). Fiel a este proyecto, But-
ler subvierte la relación sexo-género, de manera tal que argumenta
que el género “es el medio discursivo/cultural mediante el cual
la ‘naturaleza sexuada’ o el ‘sexo natural’ se produce y establece
como ‘prediscursivo’, previo a la cultura, una superficie política-
mente neutral sobre la cual actúa la cultura” (Butler, 2001: 40).
Así, la autora considera el género como performativo del sexo, por
tanto, un proceso continuo de producción de subjetividad a través
del ser-haciendo. “Dicho de otra forma, actos, gestos y deseo pro-
ducen el efecto de un núcleo interno o sustancia, pero lo hacen
en la superficie del cuerpo, mediante el juego de ausencias signifi-
cantes que sugieren, pero nunca revelan, el principio organizador
de la identidad como una causa” (Butler, 2001: 167). Para ella, el
género es el conjunto de actos que conforman el sexo, de ahí que
el género sea tratado como una constante y permanente actuación
mediante la cual se reafirma la identidad y cómo siempre está su-
jeta a subversión.

20
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

Esta concepción del género le valió a Butler muchas críticas.


En respuesta a éstas, publicó en 1993, Bodies that Matter. On the
Discursive Limits of “Sex”, cuya edición en español se editó en
2002. En este texto discute los límites de los discursos respecto
a la materialidad del sexo y lo hace por medio de preguntas sobre
cómo se construyen los cuerpos normales y cuál es el proceso a
través del cual se excluye de la normalidad a los cuerpos abyectos,
los cuerpos que no importan. Lo que Butler (2002: 38) encuentra
es un conjunto de discursos que a partir de múltiples identificacio-
nes (raza, etnia, edad, clase) marcan los cuerpos y los materializan
de manera jerárquica.

Como resultado de esta reformulación de la performatividad, (a) no es po-


sible teorizar la performatividad del género independientemente de la prác-
tica forzada y reiterativa de los regímenes sexuales reguladores; (b) en este
enfoque, la capacidad de acción, condicionada por los regímenes mismos
del discurso/poder, no pueden combinarse con el voluntarismo o el indi-
vidualismo y mucho menos con el consumismo, y en modo alguno supone
la existencia de un sujeto que escoge; (c) el régimen de heterosexualidad
opera con el objeto de circunscribir y contornear la “materialidad” del sexo
y esa materialidad se forma y se sostiene como (y a través de) la materia-
lización de las normas reguladoras que son en parte las de la hegemonía
heterosexual; (d) la materialización de las normas requiere que se den esos
procesos identificatorios, a través de las cuales alguien asume tales normas o
se apropia de ellas y estas identificaciones preceden y permiten la formación
de un sujeto, pero éste no las realiza en el sentido estricto de la palabra; y (e)
los límites del constructivismo quedan expuestos en aquellas fronteras de la
vida corporal donde los cuerpos abyectos o deslegitimados no llegan a ser
considerados “cuerpos”.

El género como identidad no puede ser abordado de manera ais-


lada ni descontextualizada. Para ello es necesario echar mano de
discursos, de otras categorías que permitan dar cuenta de la amal-
gama de procesos e intersecciones que producen y constituyen a
través de prácticas específicas los diferentes sujetos, en particu-
lar, el sujeto femenino mujer (Butler, 2002; Riley, 1988). Catego-
rías tales como clase, etnia, profesión, trabajo, cuerpo, identidad
sexual, maternidad, no maternidad, que en su intersección confor-
man la experiencia particular de la feminidad para cada una de las
mujeres y los lugares de resistencia.

21
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

En su Capítulo 6, “Habitando un nuevo cuarto: experiencias


laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas”, Karla
Alejandra Contreras Tinoco da cuenta de la interseccionalidad
que conforma la experiencia femenina cuando se habitan nuevos
cuartos, como los públicos o los laborales. El trabajo resulta intere-
sante, pues la autora analiza nuevas experiencias en estos sujetos
mujeres, nunca iguales, que viven vidas siempre tensionadas en-
tre las nuevas realidades y lo que todavía aparece como mandatos
eternos. Encontramos, así, tiempos distintos, referentes distintos,
sujetos siempre en construcción.
Las identidades de género resultan siempre un concepto com-
plejo, pues, por un lado, se entiende que la identidad es un pro-
ceso nunca acabado, pero que al mismo tiempo está constituida
culturalmente. Y, por otro lado, el concepto de género, que hace
referencia a un sistema de significación que constituye histórica-
mente el sentido de las diferencias entre lo femenino y lo mascu-
lino, pero al mismo tiempo conforma los elementos normativos
que “sujetan” al sujeto por medio de prácticas discursivas y per-
formativas. Por ello, no podemos dar por sentado lo que significa
ser hombre o ser mujer en la historia; se trata de palabras que no
siempre significan lo mismo y cuya relación es incierta, tal como
lo señala Joan Scott en la introducción de The fantasy of feminist
history (2011). En este texto, la autora explora el papel de la fanta-
sía en la constitución de la identidad de las mujeres: “los elemen-
tos comunes entre las mujeres no preexisten a su invocación sino
que más bien es afianzado por fantasías que les permiten trascen-
der la diferencia y la historia” (131-132). La fantasía permite la no
esencialización de las identidades, pero al mismo tiempo permite
identificar los procesos a partir de los cuales se constituyen como
ahistóricas.
La abierta crítica que hace Scott (2011: 131) en este texto al
movimiento feminista la lleva a cuestionar categorías que hasta
ahora no han sido cuestionadas en búsqueda de la eficacia política:
“Arguyo que la identidad de las mujeres, no fue tanto un hecho
obvio de la historia, sino más bien evidencia, a partir de momentos
diferenciados y concretos en el tiempo, del esfuerzo de alguien, de
algún grupo, por identificar y de ese modo movilizar a una colec-
tividad”. En este texto, la autora hace hincapié en una dimensión

22
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

más subjetiva del género, en la búsqueda de fortalecer la diferencia


de los sujetos. En el caso de las mujeres, el camino es romper con
la fantasía que homogeneiza a los sujetos en la historia feminista,
de manera tal que se puedan identificar las diferencias de poder
en la construcción de categorías binarias vistas como atemporales,
naturales y universales, así como analizarlas históricamente.
Es necesario pensar la identidad de género como un proceso
producto de los significados que en determinado momento histó-
rico se otorgan a la femineidad y a la masculinidad, así como a las
relaciones políticas entre estos dos conceptos y también como un
proceso que se experimenta desde las particulares biografías de
los sujetos que las encarnan. En este marco, ¿qué significa hoy ser
mujer o ser hombre? Es ésta una pregunta simplificadora de los
procesos identitarios, subjetivos, históricos, normativos y simbó-
licos que confluyen para dar sentido a la experiencia femenina o
masculina de una época. Según Joan Scott (2008: 68), el género
debe ser entendido como un aspecto prioritario de la organización
social que estructura la percepción y la organización concreta y
simbólica de la vida social. En otras palabras, y siguiendo a esta
misma autora, es necesario dar cuenta de cómo se organiza el co-
nocimiento y los sentidos en torno a la diferencia sexual en una
sociedad particular en un momento histórico determinado. Pero,
además, se hace indispensable dar cuenta de cómo esa organiza-
ción produce subjetividades femeninas, masculinas, raciales, de
clase, profesionales, desde la adopción o la resistencia de los su-
jetos corporizados, es decir, se hace indispensable aproximarnos
a la experiencia de los sujetos mediante los discursos y prácticas.
Con su característico sentido crítico, Joan Scott (2001: 48)
problematiza “la experiencia” como categoría histórica desde los
límites que identifica en los que ha sido utilizada en la historia
narrativa. Argumenta que la experiencia ha sido utilizada por los
historiadores como evidencia irrefutable, lo que ha impedido ex-
plorar cómo se constituye esa experiencia relacionalmente y la
manera en que ésta configura sujetos que ven el mundo y que ac-
túan en él”. La propuesta de (49) esta autora es, entonces, “diri-
gir la atención a los procesos históricos que, a través del discur-
so, posicionan a los sujetos y producen experiencias. No son los
individuos lo que tienen la experiencia, sino los sujetos los que

23
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

son constituidos por medio de la experiencia”. ¿Cómo se puede


lograr? De acuerdo con Scott, dándole historicidad a los discursos
que producen la experiencia de los sujetos, así como a las identi-
dades que configura.
La experiencia “es la historia de un sujeto” (Scott, 2001: 66)
y se puede acceder a ésta mediante los múltiples discursos que
configuran las identidades históricamente situadas. Hablar de la
experiencia es dar cuenta de la imbricación entre lo social y lo
individual, siempre insistiendo, dice Scott (72), en su “naturaleza
discursiva” y en “la política” de su construcción. La experiencia
no es evidencia, es objeto de interpretación, se trata de identificar
qué hace que una situación cuente como experiencia y qué sujetos
se construyen en esta interpretación.
Las posibilidades que ahora se nos abren con las nuevas tec-
nologías marcan pautas interesantes en las experiencias de los su-
jetos y en los estudios de éstas. En el Capítulo 7, “Poder, agencia
y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad”,
Esteban Laso Ortiz reflexiona a través del acercamiento al espa-
cio virtual los obstáculos para la construcción de masculinidades
alternativas no patriarcales. Desde una mirada disciplinar particu-
lar, el autor nos guía por una panorámica de sitios web, represen-
tativos y dedicados a la comunidad en general sobre los problemas
de la masculinidad contemporánea, un análisis que pone en evi-
dencia algunos de los principales obstáculos que se enfrentan en la
construcción de masculinidades alternativas no patriarcales.
Los diferentes capítulos que integran el presente libro hacen
patente la manera en que la historia de sujetos se vive de manera
particular. Se vive desde el cuerpo y se construye en un ejercicio
reflexivo de memoria que rebasa los límites temporales entre el
pasado y el presente (Canning, 2005). En su texto acerca del con-
cepto de experiencia durante el giro lingüístico, Kathleen Canning
hace una revisión de la forma en que se ha abordado la experiencia
en los estudios históricos y se pregunta si es posible analizarla más
allá de los discursos y si la experiencia se ha estudiado sin men-
cionarla como tal. La autora identifica tres arenas en las que se ha
desarrollado el análisis de la experiencia: los trabajos acerca de la
memoria, subjetividad y cuerpo..

24
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

La revisión que hace de estas tres áreas le permite concluir la


importancia del giro lingüístico en relación con la crisis de las di-
cotomías conceptuales con las que se ha trabajado en las ciencias
sociales en general. Pero también sugiere una problematización
en relación con la experiencia como una superposición entre re-
flexividad (memoria), subjetividad y cuerpo que conecta desde lo
individual, la vivencia, la resistencia, la tensión y hasta contradic-
ción, con lo sociocultural, con las identidades. Lo anterior permite
dar cuenta de los procesos de transformación social, pero al mis-
mo tiempo se deja espacio para la agencia individual. El cuerpo
constituye, así, la zona de contacto donde se resiste, se absorbe y
se vive lo social.
Un ejemplo de cómo la memoria, la subjetividad y el cuerpo
configuran la experiencia es el abordaje que hace Toril Moi cuan-
do se pregunta qué es una mujer. En su texto Sex, gender and the
body. The student edition of What is a Woman? (2005), la autora
coincide con Rosi Braidotti (2000) en la crítica respecto a la irre-
levancia que la diferencia entre género y sexo tiene cuando se es-
tudia la subjetividad femenina. Reducir lo que una mujer es, a un
atributo corporal o a rasgos socioculturalmente construidos como
femeninos, de acuerdo con esta autora, implica negar a la mujer
particular, concreta, corporal, con edad, nacionalidad, clase, y to-
das las intersecciones que la constituyen única desde su experien-
cia como mujer vivida a través de un cuerpo particular.
Toril Moi (2005: 6) retoma las ideas de Simone de Beauvoir, y
a partir de una lectura particular de El segundo sexo, asegura que
entender el cuerpo en términos del existencialismo de esta autora
francesa, permite repensar la distinción entre sexo y género, entre
esencia y construcción, de una manera útil para dar cuenta de qué
es una mujer, pregunta que no ha sido satisfactoriamente respon-
dida con base en la distinción sexo y género. “¿En qué circunstan-
cias necesitamos dibujar esta distinción?”, ¿de qué manera dicha
separación nos permite entender la feminidad en un momento
histórico determinado?
Avanzando en su análisis y para dar cuenta de cómo la distin-
ción entre sexo y género no siempre resulta útil, Moi sostiene que,
en el caso de estudiosas posestructuralistas, por ejemplo Joan Sco-
tt, no existe necesariamente una oposición entre sexo y género,

25
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

pues justamente lo que Scott construye como género hace alusión


al sexo como categoría organizadora de lo social. La autora asegu-
ra que los conceptos de sexo y género representan dos formas de
pensar la diferencia sexual de manera distinta; sin embargo, cuan-
do preguntamos qué es una mujer, debemos recordar que los seres
humanos somos más que sexo y género, y que la raza, la edad, la
clase social, la orientación sexual, la nacionalidad, las experiencias
vividas y otras categorías configuran la experiencia de ser un sexo
u otro (Moi, 2005: 35)
Esta idea “esencialista” de la que parte Moi con base en el pen-
samiento de De Beauvoir, es distinta a la idea “determinista” de lo
que es una mujer, pues esta esencia no determina ninguna conse-
cuencia social negativa para el sujeto, ni niega la materialidad. Lo
anterior da pie a la crítica que elabora Butler, cuando pone en un
mismo grado de “materialidad” al cuerpo y al lenguaje. Moi asegu-
ra entender el proyecto político de Butler que le impide reconocer
como existentes las categorías de mujer o de hombre; sin embargo,
no lo comparte y se pregunta sobre la pertinencia de elegir en-
tre un sujeto prediscursivo o uno discursivo, pues, al final, dice la
autora, el sujeto y el mundo siempre están en interacción, por lo
tanto, se construyen uno al otro continuamente (Moi, 2005: 56)
En la propuesta que esboza Toril Moi se plantea que es a tra-
vés del cuerpo, entendido como una situación, que se puede dar
respuesta a la pregunta a qué es una mujer y qué es un hombre. El
problema con la distinción entre sexo y género, es la separación
del cuerpo (como un objeto), de la experiencia cultural del géne-
ro. La idea de situación esbozada por Beauvoir, según Moi, implica
que el cuerpo de mujer como situación, sea entendido como una
experiencia concreta significada social e históricamente, con una
raza, una edad, una biografía, un estilo de vida y demás intersec-
ciones que hacen que ésta experimente su feminidad de manera
única.
La idea de “situación” enmarca una relación estructural entre
nuestros proyectos (nuestra libertad) y el mundo (incluidos nues-
tros cuerpos). De esta manera, al argumentar que el cuerpo es una
situación, Toi Moril (2005: 66), hace referencia a la manera en
que los significados dados a los cuerpos de mujer están ligados a
la manera en que ella hace uso de su libertad, de tal manera, que

26
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

cada mujer experimentará su cuerpo siempre en relación con sus


proyectos en el mundo.

Cuando Beauvoir escribe que el cuerpo no es una cosa, sino una situación,
significa que el cuerpo-en-el-mundo que somos, es una relación intencional
incorporada al mundo. Entendida como una situación en su propio derecho,
el cuerpo nos sitúa en el medio de muchas otras situaciones. Nuestra subje-
tividad siempre se materializa, pero nuestros cuerpos no sólo llevan la marca
del sexo. (Moi, 2005: 67)

La propuesta de Moi integra, de este modo, tanto el aspecto obje-


tivo como el subjetivo de la experiencia. Para Beauvoir, nos dice
Moi, una mujer es alguien con cuerpo de hembra de principio a
fin, desde que nace hasta que muere, pero su cuerpo es situación
no destino (2005: 76), de ahí que preguntar qué es una mujer, no
basta, sino que tenemos que cuestionar qué tipo de mujer se es.
En el Capítulo 5, “La apropiación del espacio íntimo, la admi-
nistración del tiempo y la investidura femenina en los principios
del siglo xxi”, Liliana I. Castañeda-Rentería analiza la manera en
que las dinámicas laborales y las trayectorias de mujeres que tra-
bajan han afectado la forma en que éstas se construyen y se viven
como mujeres en los espacios privado y público. El capítulo nos
señala los cambios y permanencias en torno a los referentes que
constituyen las identidades de mujeres no madres, profesionistas
y que trabajan.
Desde este tipo de trabajos sostenemos, entonces, que la expe-
riencia del ser mujer u hombre pasa, no sólo por la vivencia de un
cuerpo nombrado de hembra o macho, sino también por las ma-
neras en que en lo individual se internalizan, rechazan y viven las
normas de género desde cada situación particular. Una situación
que, en sentido amplio, implica, no sólo el cuerpo, sino su edad, su
raza, su clase, su nacionalidad, su profesión, su preferencia sexual
y demás circunstancias que hacen ser la mujer o el hombre que se
es en el círculo de sus relaciones.

¿Qué es una mujer? Mi respuesta es que no hay una respuesta a esa pregunta.
Si lo prefieren, yo puedo simplemente decir: “depende”. Los criterios que
hacen a una persona una mujer, dependen de quién está hablando, a quién le

27
Liliana Ibeth Castañeda-Rentería y Cristina Alvizo-Carranza

está hablando, acerca de qué hablan y en qué situación se encuentran. (Moi,


2005: x)

En el último texto que integra este libro, el que corresponde al


Capítulo 8, “Género y redes sociales de apoyo. Configuración de
las redes sociales de jóvenes unviersitarios”, Eduardo Hernández
González y Karla A. Contreras Tinoco analizan el papel que tiene
el género en las redes de apoyo de jóvenes universitarios. El texto
resulta por demás pertinente, pues permite analizar la manera
en que el género define la configuración de las redes de apoyo,
sus actores y roles. Los autores coinciden en la importancia de
analizar de manera situada y contextualizada los distintos casos
planteados, pues el “depende” al que hacemos referencia con Toril
Moi, es justo el que da la posibilidad de complejizar y no esenciali-
zar el papel que tiene el género en el ámbito de lo social.
El “hoy” es un momento de paradojas que tensionan más que
nunca la vida de las mujeres en tanto mujeres y de los hombres
en tanto tales. Las condiciones sociales, económicas, tecnológicas,
entre muchas otras hoy existentes, producen cambios en las ma-
neras en que sobre todo las mujeres viven su feminidad, su vida
cotidiana y construyen sus expectativas; estamos frente a lo que
Valdés llama “un proceso sorprendente frente a la rigidez de la
propuesta de identidad femenina de la cultura hegemónica en
América Latina: ser madres y esposas, virginales y dóciles, abne-
gadas para vivir en función de otros” (Valdés Echenique, 1995:
16). El resultado es

mujeres con nuevas identidades pero también nuevos conflictos, tensio-


nadas entre la tarea social y el espacio personal ganado con tantos esfuer-
zos. Presionadas por las expectativas que emergen de la sociedad y por las
dificultades que aún impone una organización patriarcal de la vida social
y la política, de la producción académica, la creación artística y muy es-
pecialmente de la cultura, organización que cambia lentamente. (Valdés
Echenique, 1995: 19)

Es necesario pensar la identidad de género como un proceso pro-


ducto de los significados que en un determinado momento histó-
rico se otorgan a la feminidad y a la masculinidad, así como a las
relaciones políticas entre estos dos conceptos y también como un

28
A manera de introducción: sobre cómo se constituyen las identidades de género

proceso que se experimenta desde las particulares biografías de


los sujetos que las encarnan.
El libro, tal y como el lector podrá observar en el desarrollo
de los diferentes capítulos, se estructura mediante dos ejes trans-
versales; el primero, la consideración de que el género es una ca-
tegoría sociohistórica que debe analizarse siempre en diálogo con
otras categorías que configuran tanto el género de lo social como
las identidades de género de los sujetos. El segundo, el análisis de
la experiencia individual en el marco de las interrelaciones que
configuran a los sujetos y que dan cuenta de las transformaciones
de lo social a través de las experiencias subjetivas de las mujeres
y los hombres.
En este marco, el libro se organiza, entonces, en dos partes.
La primera con estudios de corte más historiográfico y la segun-
da con resultados de investigación. Con excepción del Capítulo
7, todos los textos se delimitan en un espacio geográfico ubicado
en el occidente de México, pues en su mayoría se trata de sujetos
ubicados en el contexto tapatío, es decir, en Guadalajara, Jalisco.
Queremos agradecer al Centro Universitario de la Ciénega de
la Universidad de Guadalajara y a El Colegio de Jalisco, su apo-
yo para la edición de esta obra. Asimismo, de manera particular
queremos dedicar este texto a las mujeres y los hombres que nos
permitieron “entrometernos” en sus vidas y cotidianidades, y que
hacen posible la comprensión de las experiencias femeninas y
masculinas que ayer y hoy configuran sus identidades.

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30
Primera parte
El género en la configuración de lo social
en el occidente de México
Capítulo 2
Del disfraz a la búsqueda de
empoderamiento. Travestismo femenino
y amor entre mujeres. Nueva España,
siglos xvii y xviii

Laura Alejandra Cruz Hernández1

El presente capítulo aborda dimensiones del género en las que


confluyen varios aspectos como categorías independientes aunque
continuamente relacionadas. Se trata del travestismo, transgene-
rismo, transexualidad y la orientación y la práctica sexuales. Éstas,
en sus múltiples combinaciones, suelen trastocar las normas de
género de determinada sociedad. El transexualismo, por ejemplo,
demuestra la “paradoxical relationship between sex and gender”
(Shapiro, 2005: 138) y da pie, de hecho, a cuestionar si efectiva-
mente el sexo es la base de la formación del sistema de diferen-
cias de género. En este trabajo, además, se agrega la complicación
propia de estudiar estas categorías en el pasado, Nueva España
en el siglo xvii y xviii, concretamente. Se pretende que éste sea
un ejercicio en el que estas definiciones que menciono, aporten
una manera de estudiar el pasado y de entender, particularmente,
cómo se trascendió al género impuesto y qué obtenían con ello las
mujeres novohispanas.

1. Licenciada en Historia por la Universidad de Guadalajara. Auxiliar de investigación en


El Colegio de Jalisco. E-mail: lauracruzher@hotmail.com

33
Laura Alejandra Cruz Hernández

Abordo principalmente dos casos: el de Gregoria Piedra, acu-


sada “por vestida de hombre” y por tentativa de actos contra la fe
(Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, año 1796, fs. 1-8; 1-4). El otro
caso, es uno que ya ha sido estudiado por algunos investigadores,
el de Catalina de Erauso, en el que se involucra el cambio de gé-
nero de una mujer de origen español que arriba a Nueva España
con identidad masculina. La intención de este trabajo no es hablar
de una evolución de travestismo en los siglos xvii y xviii, que son
los puntos en el tiempo en que transcurren los casos que aquí se
abordan. La relación de estos casos se establece para manifestar
las condiciones particulares en que se dieron las transgresiones al
género en diferentes momentos de la historia Novohispana.

Algunas definiciones

Hay una dificultad en aplicar definiciones contemporáneas cuando


abordamos sujetos históricos, sobre todo en lo concerniente a la
sexualidad, como en este caso, el uso de los términos y conceptos
travestismo, transexualismo y orientación sexual. Sin embargo, se
recurre a ellos porque, en esencia, son de ayuda para entender la
“fragilidad” del género, el sexo y la sexualidad como “lugares fijos”
en la realidad (Rutter, 2007: 92).
El transexualismo se manifiesta como un deseo profundo de
pertenecer al otro sexo biológico que no es con el que se nació y,
en consecuencia, de adoptar el rol social y la identidad de género
que se les asignan al otro sexo (Mondimor, 1998: 219; Shapiro,
2005: 139). La persona transexual siente que habita un cuerpo
equivocado y que sólo un cambio físico de sexo la hará sentirse
plena. Entonces, de acuerdo con esto, fue sólo hasta después de
la segunda mitad del siglo xx que los cirujanos “triunfaron” sobre
los psicoterapeutas en restaurar la ambigua realidad en que vivían
antes de una operación los transexuales (Shapiro, 2005, 139). Sha-
piro argumenta que quizá la formulación más satisfactoria sobre
esta vivencia es que las personas transexuales experimentan un
conflicto entre su género asignado a partir de la apariencia anató-
mica al nacer y su sentido de identidad de género (p. 140).

34
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

El travestismo alude a la condición de quien habiendo nacido


con un sexo determinado, usa ropa e indumentaria socialmente
impuestas al otro sexo, aunque no necesariamente desee cambiar
sus genitales, ni los rechace. Pudiera tratarse de un fetiche por la
ropa íntima, es decir, una parafilia, o bien, pudiera ser la expresión
primaria de una persona que buscaría cambiar sus genitales: un
transexual (Mondimor, 1998: 223) o, en palabras de Dekker y Van
de Pol (2006: 69-70):

El travestismo, tal como se entiende en la psicología actual, no tiene un ori-


gen biológico, sino que es de carácter psicológico. El término acuñado en
1910 por el sexólogo alemán Magnus Hirschfeld, denota una irrefrenable
tendencia a ponerse ropa del sexo opuesto. Los travestidos casi siempre son
hombres. El impulso de vestirse de mujer es episódico, y en todo momento
siguen siendo totalmente conscientes de su verdadero sexo, además.

Transgénero, en cambio, entraña un concepto y una identidad un


poco complejos pues, según Nagoshi (2014), aún hay controversia
tanto entre los sujetos transgénero como entre los estudiosos. En
forma sencilla, algunos definen a un transgénero como aquel que
cambia de género, es decir, de rol e identidad genéricos, pero no
cambia su apariencia física y sexual y puede no estar interesado
en hacerlo. Otros sólo referirán una diferencia entre quienes se
han hecho una reasignación de sexo y aquellos que simplemente
observan una conducta de género diferente a la común para el
sexo biológico con el que nacieron (Nagoshi, 2014: 2).
Además, es posible encontrar el término transhomosexualidad
(usado por Mondimor, 1998), que da cuenta de la complejidad en
las variantes que pueden existir en la orientación sexual y la iden-
tidad sexo-genérica de las personas. Se refiere a una persona tran-
sexual a la que le ha sido reasignado el sexo, que tiene una atrac-
ción erótica y emocional por las que pasan a ser, según su sexo
psicológico o asignado, a personas de su mismo sexo (p. 222). Por
ejemplo, si una persona nacida hembra, internamente siente per-
tenecer al sexo y género masculinos, no desea a una mujer, sino a
un varón de nacimiento y género que es heterosexual.
Por otro lado, las relaciones erótico-emocionales entre muje-
res, que son aludidas en los casos que abordo, pueden referirse

35
Laura Alejandra Cruz Hernández

más a una práctica sexual y a una atracción de unas mujeres hacia


otras de su mismo sexo que no necesariamente las llevan a plantear-
se un cambio sexo-genérico ni a autoproclamar siquiera una identi-
dad particular tal como ahora la entendemos, por ejemplo, lesbianas
y bisexuales, conscientes de sí mismas y autonombradas como tal.
Lo anterior evidencia pues, que el sinnúmero de combinacio-
nes entre práctica, orientación sexual, identidad y rol genérico no
son variables interdependientes y son determinadas, además, por
el entorno social. La práctica sexual pasa a ser, en muchos casos,
situacional, circunstancial, como sucede en las instituciones occi-
dentales, por ejemplo, que han favorecido la segregación por se-
xos (Lagarde, 2005: 234). Conforme este entendido, la construc-
ción del género y las prácticas sexuales y su transgresión en la
historia presentan también sus particularidades. Respecto al tra-
vestismo y la sexualidad entre mujeres en los siglos xvii y xviii
en Nueva España, hay que atender a cuestiones tal como que, por
un lado, la transgresión del género pudo ser una manera en que las
mujeres buscaron legitimar su deseo por relacionarse amorosa y
sexualmente con otras mujeres; por otra parte, el travestismo les
ofreció acceso a poder, libertad y privilegios negados a las mujeres
en ese contexto o, bien, estas mujeres travestidas eran simple y
llanamente transgénero o transexuales. Hasta qué grado, las insti-
tuciones encargadas del control y orden el reaccionaron a la trans-
gresión del género y de la práctica heterosexual en ese entorno, es
otro punto por mencionar.

Catalina de Erauso, una transgresión legitimada

La vida de Catalina de Erauso ha sido estudiada en la historia de


las mujeres desde muchos enfoques teóricos y metodológicos;
incluso, su historia se llevó al teatro y al cine, pues ha despertado
mucho interés desde la primera publicación en 1829 acerca de su
vida.2 Fueron los hechos de su vida tan dinámicos y transgreso-

2. Hay una obra de teatro que montó Pérez de Montalván, Sonia Pérez (2002: 1443) y
existen dos películas basadas en las andanzas de Catalina, una mexicana, protagonizada

36
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

res del papel asignado tradicionalmente a su sexo, que se volvió


un personaje controvertido. Una de las dudas que manifiestan los
autores estudiosos de este personaje –Catalina La Monja Alférez–,
es acerca de la manera en que llegan sus noticias hasta nuestros
tiempos: una autobiografía. Al leerla parecería una novela de fic-
ción. Encarnación Juárez (2006) y Sonia Pérez (2002) ponderan la
autenticidad de la biografía de Erauso. No es posible, quizá, saber
quién elaboró la “autobiografía”, además el manuscrito original se
perdió y existen varias relaciones de sucesos (Pérez, 2006: 1443);
pero hay documentos que prueban la veracidad de la existencia
de Catalina, de muchos de los hechos que llevó a cabo, además de
la relación de hechos entregada al rey para solicitar el pago de sus
labores. Juárez (2006) sostiene que Historia de la Monja Alférez
“es tal vez la única [autobiografía] con trazas de autenticidad cuyo
sujeto es la vida de una mujer soldado” (p. 129).
La publicación que llega hasta nuestros días y que ha sido reim-
presa varias veces con diferentes prologuistas, salió a la luz como
autobiografía en 1829, dos siglos después de la época en que vivie-
ra la protagonista. Luz Sanfeliú (1996) señala que el primer editor
de la obra, Joaquín María de Ferrer, fue quien hizo una investi-
gación para corroborar datos y comprobar que se tratara de una
autobiografía fidedigna (p. 55). Aquí se revisa también Historia
de la Monja Alférez (De Erausto 1988), proveniente del manuscri-
to de Ferrer, edición prologada por José María de Heredia, poeta
francés de 1894, y un ejemplar de Ferrer de la edición de 1829.3 Se
pueden encontrar, entonces, en el contenido acotaciones de con-
texto, ajustes de fechas y personas que nombra Catalina de Erauso,

por María Félix (una de las actrices más famosas y conocidas del llamado “cine de
oro mexicano”) y dirigida por Emilio Gómez Muriel en 1944, Richard A. Gordon
(2004: 675); y otra versión española: “La Monja Alférez” de 1987, protagonizada
por Esperanza Roy y dirigida por Javier Aguirre http://www.filmaffinity.com/es/
film526529.html#
3. Este material está disponible en internet a través del proyecto de google books de libros
digitalizados pertenecientes a bibliotecas, considerados de dominio público y cuyos
derechos de autor han expirado. Este ejemplar en particular proviene del acervo de
The Library of The University of California, Los Ángeles, usa. https://books.google.
com.mx/books?id=gWYyAQAAMAAJ&printsec=frontcover&source=gbs_ge_summa
ry_r&cad=0#v=onepage&q&f=false

37
Laura Alejandra Cruz Hernández

de quien, además, aparecen documentos transcritos en apéndices,


como su partida de bautismo e informes sobre los hechos y logros
que fueron elaborados para solicitar su pago por servicios al rey.
De Erauso nació en la península de España, en la Villa de San
Sebastián de Guipúzcoa, en 1585,4 donde creció en un convento,
del que escapó en la adolescencia. En el evento que cuenta en su
autobiografía, donde cruzó el umbral del género usando el vestua-
rio masculino, De Erauso (1988: 11) dice:

Salí del coro, tomé una luz y fuime a la celda de mi tía; tomé allí unas tijeras,
hilo y una aguja; tomé unos reales de a ocho que allí estaban, y tomé las llaves
del convento y me salí […] Tiré no sé por dónde, y fui a dar en un castañar
que está fuera y cerca de la espalda del convento. Allí acogime y estuve tres
días trazando, acomodando y cortando de vestir. Híceme, de una basquiña
de paño azul con que me hallaba, unos calzones, y de un faldellín verde de
perpetuán que traía debajo, una ropilla y polainas; el hábito me lo dejé por
allí, por no saber qué hacer con él. Cortéme el pelo, que tiré y a la tercera
noche, deseando alejarme, partí no sé por dónde […]

La motivó a escapar una “reyerta” con otra de las monjas profesas


que la maltrató, pero sobre el cambio de su vestuario a mascu-
lino, aquí De Erauso no da pista sobre sus motivaciones. Rudolf
M. Dekker y Lotte van de Pol (2006) aportan datos explicativos
del travestismo femenino en la sociedad occidental que pueden
ilustrar sobre el caso de Catalina de Erauso. El travestismo feme-
nino fue un fenómeno que apareció en los Países Bajos, Inglaterra
y algunos cuantos casos en Alemania entre los siglos xvii y xviii,
y particularmente en esa región, puede considerarse como una
tradición puesto que muchas veces el estímulo definitivo que las
hacía decidir a travestirse, llegaba de fuera, por consejo de alguien,
a través de canciones populares que perpetuaban la costumbre o
simplemente de haber escuchado que otras mujeres ya antes lo
habían hecho (pp. 51-53).
Dekker y Van de Pol (2006) ilustran sobre las razones básicas
por las que una mujer se travestía en la Europa moderna. Según

4. Hay controversia respecto a la fecha exacta del nacimiento de De Erauso, pues


mientras ella indica que fuen en 1845, su partida bautismal data del 10 de febrero de
1592, aunque pudo haber sido bautizada a la edad de siete años.

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

estos autores, había circunstancias en que era costumbre y hasta


bien visto un travestismo temporal, como diversión en carnavales
y fiestas; como parte de un juego erótico de algunas prostitutas
o por la buena acogida que tenían las actrices que interpretaban
papeles de hombres en teatro. También por una cuestión de se-
guridad y comodidad que encontraban las mujeres al travestirse,
cuando tenían que viajar solas, por ejemplo. Estas últimas son
cuestiones prácticas y comunes que podían llevar a percibir el
travestismo como algo necesario y “natural” (pp. 9-11). Catalina
pudo haber utilizado el travestismo en ese primer momento, pen-
sando en su seguridad.
La narración en la autobiografía es más descriptiva de los
hechos y De Erauso suelta en pocos momentos frases sobre sus
pensamientos y el trasfondo de sus acciones. Su parquedad y su
concreción en el relato de sus acciones se entienden bien, si se
concibe su obra influenciada por la lectura de las autobiografías de
soldados que se producían en el Siglo de Oro, donde las hazañas
en batallas y las acciones en los espacios públicos en los que ellos
se desenvolvían, eran lo que les interesaba remarcar pues servía
como inspiración y proyección de la conducta deseable para otros
hombres. La emoción, las experiencias subjetiva e interna, no se
consideraba como algo importante y se le atribuía más a la natura-
leza femenina (Pérez, 2002: 1446).
El texto sobre Catalina muy posiblemente pudo ser desarro-
llado a partir de las relaciones de hechos que se elaboraron para
entregar al rey y al Consejo de Indias como “pedimentos” por su
servicio. En opinión de Sonia Pérez, la Historia de la Monja Al-
férez contiene más similitudes con las autobiografías de soldados
que con las de mujeres de su tiempo (Pérez, 2002: 1448). Por eso,
cuando De Erauso traspasa al género masculino, su voz se vuelve
activa. En Nueva España, la voz femenina fue vigilada y controla-
da, las mujeres carecían de derechos de autor y, en el caso de las
monjas, por ejemplo, sus sacerdotes o confesores se convertían en
editores, correctores y quienes decidían ellas si debían o no seguir
escribiendo. Los textos de las mujeres pasaban a ser propiedad in-
cluso del que vigilaba, quien podía utilizarlos como materia prima
sin rendirles tipo alguno de referencia y crédito (Franco, 2004:
29-51).

39
Laura Alejandra Cruz Hernández

Travestida, De Erauso ya se había trasladado del lugar donde


estaba el convento, a otra región donde fue acogida por el doctor
Francisco de Cerralta, quien le dio sustento y estudios. Fue tanta
la presión a la que se sometió a De Erauso en el ámbito de los es-
tudios, que escapó. Llegó a Valladolid en donde se acomodó como
paje del secretario de Estado del rey, en ese entonces Juan Idía-
quez, durante siete meses. En esta parte del relato, Catalina hace la
primera mención de su nombre con identidad genérica masculina,
ahora ya como Francisco de Loyola. De Erauso quizás iba más allá
que el mero cambio de ropa y rol, pues al referirse a sí misma en
masculino, refuerza su identificación transgenérica, como cuando
dice: “[…] estuve dos años, bien tratado y bien vestido. Pasado este
tiempo, sin más causa que mi gusto, dejé aquella comodidad y me
pasé a San Sebastián, mi patria, diez leguas distante de allí, y don-
de me estuve, sin ser de nadie conocido, bien vestido y galán (De
Erauso, 1829: 9, cursivas mías).
Es remarcable que siendo paje del secretario del rey, lo que
obligó a De Erauso a tomar nuevo rumbo fuera la llegada de su
padre al lugar que ahora habitaba; aunque éste no la reconoció,
pues su “disfraz” lograba el objetivo de ocultar a la otrora Catalina.
Seguir sus deseos de libertad por sobre su amor filial, denota ese
trasfondo de empoderamiento que fue una búsqueda continua a lo
largo de su vida; partió, dice en la narración, sin saber a dónde irse
ni qué hacer dejándose “llevar del viento como una pluma” (De
Erauso, 1829: 8).
En una segunda reyerta hirió a un hombre que estaba con otros
tantos que la “molestaban” —no dice por qué razón— y fue puesta
presa por un mes en lo que sanaba el herido. Habría que notar que
Catalina tuvo varios de este tipo de enfrentamientos a lo largo de
su vida, si bien no nos indica el motivo por el que era molestada.
Se puede conjeturar que quizá su aspecto llamaba la atención, am-
biguo, andrógino; es probable que su travestismo se notara. De su
apariencia nada nos dice ella misma, pero de los apéndices de Fe-
rrer se puede extraer un testimonio de Pedro del Valle El Peregrino,
en 1626, quien la identifica con lo que entenderíamos como rasgos
andróginos, lo que explicaría el porqué pudo pasar tantos años por
hombre, con rasgos considerados masculinos, o“contrarios” a los

40
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

característicos de las mujeres, sino más bien inclasificables dentro


de la dicotomía hombre/mujer:

Ella es de estatura grande y abultada para muger, bien que por ella no parez-
ca no ser hombre. No tiene pechos: que desde muy muchacha me dijo haber
hecho no sé qué remedio para secarlos y quedar llanos, como le quedaron: el
cual fue un emplasto que le dió un Italiano, que cuando se lo puso le causó
gran dolor; pero despues sin hacerle otro mal, ni mal tratamiento surtió el
efecto.
De rostro no es fea, pero no hermosa, y se le reconoce estar algun tanto
maltratada, pero no de mucha edad. Los cabellos son negros y cortos como
de hombre, con un poco de melena como hoy se usa. En efecto parece más
capón que muger. Viste de hombre á la española: trae la espada bien ceñida,
y asi la vida: la cabeza un poco agobiada, mas de soldado valiente que de
cortesano y de vida amorosa.
Solo en las manos se le puede conocer que es muger, porque las tiene
abultadas y carnosas, y robustas y fuertes , bien que las mueve algo como
muger (Citado por Ferrer, De Erauso, 1829: 126-127).

Del Valle la describió de manera ambivalente: con las frases “parece


más capón que mujer” o “Ella es de estatura grande y abultada
para muger” expresa una imposibilidad de apegar la imagen de
Catalina con la del género mujer, y la equipara más ala del género
hombre cuando además agrega que “trae la espada bien ceñida, y
así la vida… cabeza agobiada más de soldado valiente que de cor-
tesano y de vida amorosa”; aunque no terminaba de “asimilarla”
completamente como hombre, diciendo “Solo en las manos se le
puede conocer que es mujer, las tiene […] robustas y fuertes, bien
que las mueve algo como muger”.
Por otra parte, su intención y su acción de modificar sus pe-
chos remiten a una manifestación de transexualidad, pues, aunque
se pueda presumir que su intención era eliminar sus característi-
cas de mujer para no ser descubierta como tal en circunstancias
en que debía estar a la vista de otros hombres, llegar a modificar
su cuerpo es un acto más profundo y quizás irreversible y aún así
lo llevó a cabo.
De Erauso pasaría otros dos años como paje de Carlos de Are-
llano, aún en la península ibérica, y en 1603 comenzaría su trave-
sía por los mares tomando el oficio de aprendiz de marinero. Se
embarcó en un galeón de quien reconoció como su tío Esteban

41
Laura Alejandra Cruz Hernández

Eguiño. Con él arribó, aproximadamente a sus 18 años, a América,


al puerto de Panamá, y se alejó sin aviso, robándole dinero, para
quedarse ya en estas tierras. Tampoco da mayores explicaciones
de por qué quiso quedarse.
En el puerto permaneció varios meses aún en embarcaciones,
apoyando a un mercader y después encargándose de una tienda.
En esta estancia, en medio de un conflicto provocado por haber
atacado a un hombre, que la llevó a su vez a enfrentar otro proceso
con la justicia, aparece su primer acercamiento a una mujer: Bea-
triz de Cárdenas. Con ella, por esas mismas circunstancias, “obli-
gada” y en compromiso acordado por su amo, Juan de Urquiza, el
dueño de la tienda, estuvo en promesa de casarse. Pero no acep-
tó dicho trato e incluso se resistió a las insinuaciones de Beatriz,
como se lee en la siguiente parte:

Porque después que fuí á la iglesia restituido, salia de noche, iba á casa de
aquella señora, y ella me acariciaba mucho, y con son de temor de la justicia
me pedia que no volviese á la iglesia de noche, y me quedase allá; y una no-
che me encerró y se declaró en que á pesar del diancho [sic] habia de dormir
con ella, y me apretó en esto tanto, que hube de alargar la mano y salirme.
(De Erauso, 1829: 19)

De Erauso no explica por qué su resistencia a tener intimidad con


la mujer, sólo manifiesta no querer atenerse al plan propuesto por
su jefe. Y es que no le agradó saber que Urquiza buscara casarla,
cuando Beatriz era su amante, y ella, su trabajador; pensaba que
las quería tener más a su disposición así casadas, Catalina “para
servicio y a ella [Beatriz] para su gusto” (De Erauso, 1829: 18). El
plan más parecía un chantaje, aunque Juan Urquiza manifestaba
una intención de ayudarla para apaciguar los ánimos respecto al
conflicto que tuvo con el hombre que la llevó a enfrentar la justi-
cia, y que resultó ser pariente de Beatriz de Cárdenas. Casándose
con Beatriz, soslayarían el conflicto.
Se puede argumentar que Erauso en su discurso justificaba
premeditadamente sus posibles involucramientos con mujeres
para desviar sospechas sobre ella —otros casos similares le ocu-
rren más adelante en su narración— y también es razonable que
buscara huir de las situaciones que la exponían a ser descubierta

42
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

como travestida. Esto podría explicar el hecho de su negación a


casarse.

Y dije luego á mi amo, que de tal casamiento no habia que tratar, porque
por todo el mundo yo no lo haria: á lo cual él porfió, y me prometió montes
de oro, representándome la hermosura y prendas de la dama, y la salida de
aquel pesado negocio y otras conveniencias: sin embargo de lo cual persistí
en lo dicho. (De Erauso, 1829: 19)

Aún con la negativa a casarse, Juan Urquiza la envió a cuidar otra


tienda a otra región cercana, pero estando ahí volvieron los hom-
bres con los que había ya tenido el altercado y mató a uno de ellos.
Fue desterrada a Lima, Perú, como sentencia. Parece que su jefe
abogó para que la pena no fuera más severa, además de que le
ayudó con dinero para su exilio y la contactó con otro mercader
que la hizo encargada de otra tienda.
Ahí tuvo otra relación con otra mujer, con una de las cuñadas
del nuevo mercader para quien trabajaba. Dice “sobre todo con
una que mas se me inclinó, solia yo mas jugar y triscar: y un dia
estando en el estrado peinándome acostado en sus faldas, y andán-
dole en las piernas” (De Erauso, 1829: 24). En esta ocasión bien
se puede notar un vínculo entre las dos mujeres con las aparentes
conciencia y voluntad por parte de Erauso. La imposibilidad de
casarse no se da ahora por una negativa o por evitar exponerse,
sino porque el mismo empleador la corrió al descubrir su relación,
que rechazaba, quizá —sólo queda suponer— por sus antecedentes
con la justicia y por su condición transgenérica. Cabe mencionar
la posición en la que se mantiene Ferrer, analista de la autobio-
grafía, que apunta como nota adicional: “No es, como se verá más
adelante, la última vez en que esta mujer singular tiene el capricho
de enamorar doncellas, séase porque llegó a hacerse ilusión de que
era hombre, o ya sea que se valía de este ardid para recatar más
a la gente su verdadero sexo” (De Erauso, 1829: 24, nota al pie).
Dos siglos después, el argumento de Ferrer evidencia una concep-
ción que se extendió, que consistía en dar por hecho que sólo un
hombre podía sentirse atraído por una mujer y que, por tanto, De
Erauso se concebía completamente como hombre extendiéndose
a su orientación sexual.

43
Laura Alejandra Cruz Hernández

Había pasado quizá más de un año desde que Erauso arribó


a América debido a que fue corrida y sin tener dinero, cuando
se alistó como soldado en una flota que partía para Chile con el
capitán Gonzalo Rodríguez. Llegando ahí, como coincidencia, en-
contró a su hermano Miguel de Erauso, con quien permaneció tres
años como soldado, bajo su mando, sin que éste descubriera que
en realidad era mujer y además su hermana, y es que habían deja-
do de verse cuando ella era muy chica. Durante esta estancia tuvo
otro conflicto motivado por su vínculo con otra mujer; aunque no
deja clara la naturaleza de su relación, asienta que la visitaba en au-
sencia de su hermano, quien “la tenía” y visitaba como “su dama”,
lo que provocó un enfrentamiento con él, y derivó en presión para
que se trasladara a Paicabí aún como soldado en una tropa. Tres
años estuvo resistiendo a los indígenas de esa zona y participó en
la defensa de Valdivia, batallas en las que narra un pasaje que ilus-
tra su actividad bélica y la exposición que tuvo a la lucha:

Nos fue mal, y nos mataron mucha gente y capitanes, y á mi alférez, y lle-
varon la bandera. Viéndola llevar partimos tras ella yo y dos soldados de á
caballo por medio de gran multitud, atropellando y matando, y recibiendo
daño: en breve cayó muerto uno de los tres: proseguimos los dos: llegamos á
la bandera, cayó de un bote de lanza mi compañero: yo recibí un mal golpe
en una pierna, maté al cacique que la llevaba y quitésela, y apreté con mi ca-
ballo, atropellando, matando y hiriendo á infinidad, pero mal herido […] caí
luego del caballo: acudiéronme algunos y entre ellos mi hermano, á quien no
habia visto, y me fue de consuelo. (De Erauso, 1829: 30)

La acción de recuperar la bandera de su bando de batalla le valió


ser nombrada alférez. Cinco años (1608-1613) estuvo en esa fun-
ción y luego brevemente como capitán por seis meses. Con ese
rango tuvo más altercados por los que casi fue encarcelada de
nueva cuenta. Y en otro enfrentamiento, un duelo en que asistió
a un amigo, mató a su propio hermano que la había delatado, por
lo que tuvo que salir para residir en Tucumán “por causa de rebel-
día”. Catalina refiere que su hermano la identificó como alférez
Díaz y en los archivos de Indias, los testimonios que sirvieron de
prueba para su relación de méritos la nombran en ese momento
como Alfonso Díaz Ramírez de Guzmán. (De Erauso, 1829, Apén-
dice iii). Este trayecto fue duro para ella. Resalta su confesión de

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

que lloró por primera vez; esto es una muestra de la plasticidad


de su identidad, pues ahora, se refiere a sí misma en femenino,
al considerar que llorar no era considerado un acto masculino,:
“y ya se ve mi afliccion, cansada, descalza, y lastimados los pies.
Arriméme á un árbol, lloré, y ‘pienso fue la primera vez […]” (De
Erauso, 1829: 40).
Llegada a Tucumán del Reino de Buenos Aires, se le presen-
taron a Catalina dos ocasiones más para casarse. La primera, por
medio de una mujer que la había asistido cuando llegó maltrecha
del camino de Chile a Buenos Aires, que le pidió hacerse cargo del
manejo de su casa y casarse con su hija; pero ella eludió casarse
y tal parece que tuvo que ver con que no le gustó su prometida:
“la cual era muy negra y fea como un diablo, muy contraria á mi
gusto, que fue siempre de buenas caras” (De Erauso, 1829: 42).
Pero, al mismo tiempo, evitó casarse con otra “mocita” que “sí le
pareció bien”, que tenía “buen dote” (De Erauso, 1829: 43). Tam-
poco explica por qué su negativa a casarse con esta segunda mujer
y parece referírnosla para dejar implícito que su travestismo no
podía ser descubierto, como si el lector entendiera que casarse no
era una opción.
Siguió cambiando de residencia y tomó los oficios de mayor-
domo y ayudante de sargento mayor. Durante estos meses siguió
combatiendo, defendiéndose de las dificultades que presentaban
los caminos para un hombre que viajaba constantemente, pero de
manera importante combatió formando parte de la milicia novo-
hispana contra indios rebeldes en el contexto de la conquista de
territorio. Se le culpó de un crimen que había sido perpetrado en
realidad por otra mujer que la había acogido, Catarina de Chávez.
Le fue abierto un proceso más en el que se le sentenció a diez
años de presidioen Chile, si bien fue puesta en libertad —tampoco
informa De Erauso después de cuánto tiempo— tras haber inyer-
puesto una apelación a la Real Audiencia.
Apostar en juegos era algo que practicaba y lo que le provo-
có altercados y otra ocasión de prisión, pero además con pena de
muerte como sentencia por matar a otro hombre. Violenta, bélica,
De Erauso nos sigue narrando sucesos donde sus actos refieren
comportamientos propios de lo considerado masculino en aque-
llos tiempos y los hechos poco comunes siguen colmando su na-

45
Laura Alejandra Cruz Hernández

rración: de esta pena de muerte se libró por confesión de algunos


testigos que habían declarado en su contra y que, al ser también
encarcelados por otra causa, depusieron su anterior acusación
contra ella.
Después le tocaría salvar la vida de una mujer que era per-
seguida para ser asesinada por su marido por haberle sido infiel.
Muy a tono con las historias caballerescas que le eran comunes en
su tiempo (Juárez, 2006). Huyendo con la mujer a caballo, llegó
ahora al Río de la Plata; después de algunas horas fueron alcanza-
das y esquivando los balazos logró entregar a la mujer a su madre
en un convento; se enfrentó al marido, pero fue absuelta gracias a
la intervención de quien fuera su jefe en ese momento.
Pasó a las filas del gobierno, pero ahora como funcionario del
Tribunal Criminal de la Audiencia, jurisdicción de la ciudad de La
Plata, hasta que cometió el asesinato de un criado del corregidor
de La Paz, Antonio Barraza, por una discusión en la que —para-
fraseo— le dio por desmentirla y “pegarle con el sombrero en la
cara”. Fue puesta presa por quinta vez y en esta ocasión se liberó al
desviar la atención con un acto que la llevaría a ser señalada como
hereje, cuando se oficiaba misa en la iglesia dentro de la misma
cárcel. Fue retenida por el religioso que dio la misa, el obispo y
más clérigos, según nos dice: “yo al punto volví la forma que te-
nia en la boca, y recibíla en la palma de la mano derecha, dando
voces: iglesia me llamo, iglesia me llamo. Alborotóse todo, y es-
candalizóse, diciéndome todos herege” (Erauso, 1829: 74). Pero
con ayuda del obispo, según presumió, escapó hacia Cuzco, donde
siguió “encontrando” más circunstancias adversas que la llevaron
a ser encarcelada por sexta vez acusada de asesinar al corregidor
de Cuzco; aunque aseguró que esta vez no fue culpable. Se le dejó
libre cuando el proceso llegó al punto en que se demostró que no
estaba involucrada en el crimen.
En el Puerto del Callao, ya como soldado nuevamente, comba-
tió contra holandeses que retaban a autoridades españolas y vién-
dose mermada la armada de su bando fue apresada por una de las
naves holandesas. La mantuvieron cautiva 26 días y fue “echada”
en la costa de Paita, pero logró regresar a Lima donde permaneció
por siete meses para, de nuevo, trasladarse a Cuzco. Ahí enfrentó
circunstancias que la hicieron develar por primera vez su condi-

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

ción sexual femenina, cuando mató a un hombre al que llamaban


Cid como resultado de otro accidentado duelo provocado nueva-
mente por su afición al juego. Esta vez su integridad física estuvo
más comprometida, al punto de quedar inconsciente por varias
horas. Debido a la gravedad de las heridas se vio expuesta a la ins-
pección de un cirujano que se contenía de atenderla si no llegaban
a confesarla por si moría, y fue con el confesor Fray Luis Ferrer de
Valencia con quien develó su condición sexual femenina, obligada
por su miedo a morir. El editor Ferrer infiere que este secreto no
fue comunicado en ese momento a nadie más porque De Erauso
se lo confió en confesión, pero quizá sí funcionó para determinar
una actitud benévola del clérigo, como expresa en estas palabras
Catalina: “se admiró y me absolvió, y procuró esforzarme y conso-
larme” (De Erauso, 1829: 87).
Cuatro meses fue resguardada De Erauso en el convento San
Francisco de Cuzco, sometida a la vigilancia de la justicia virrei-
nal, pero se volvió a escapar con ayuda de los propios religiosos y
amigos compañeros de la misma armada que, además de dinero,
le otorgaron esclavos. Recorrió varias regiones todavía de Perú en
calidad de fugitiva, logrando escapar, unas veces combatiendo y
alguna otra la dejaron ir por respeto a su título de capitán. Final-
mente, en Guamanga, después de un intenso y por demás increíble
y fatigoso enfrentamiento contra alguaciles y demás hombres del
corregidor, fue salvada por el obispo del lugar, Fray Agustín de
Carvajal, de la orden de San Agustín, que le prometió protegerla
si se entregaba a su merced, así le costara su propio puesto y su
dignidad. Entre el año de 1619 y 1620, teniendo ella aproxima-
damente 35 años de edad, develó por segunda vez su condición
sexual femenina al obispo que la salvó:

la verdad es esta: que soy muger: que nací en tal parte, hija de fulano y suta-
na: que me entraron de tal edad en tal convento, con fulana mi tia: que allí
me crié: que tomé el hábito: que tuve noviciado: que estando para profesar,
por tal ocasion me salí: que me fui á tal parte, me ‘desnudé, me vestí, me
corté el cabello: partí allí y acullá, me embarqué, aporté, traginé, maté, herí,
maleé, correteé, hasta venir á parar en lo presente, y á los pies de su señoría
ilustrísima. (De Erauso, 1829: 97)

47
Laura Alejandra Cruz Hernández

Hecha esta declaración, la autoridad religiosa, personificada en


la figura del obispo, juzgó y sentenció el destino de Catalina de
Erauso, por lo menos por un tiempo. Determinó perdonarla y le
otorgó su protección por su condición de “virgen intacta”. Fue
perdonada y condicionada a la confinación en un convento, el de
Santa Clara de Guamanga. Quitarle la libertad y así neutralizar su
efecto transgresor, funcionó finalmente como una cárcel que no
debía ser violenta sino aleccionadora y señal pasiva para las demás
mujeres y el pueblo en general que, a esas alturas, ya conocía y
se maravillaba con el personaje y la historia de la apelada monja
alférez.
En la estructura patriarcal, en general, la sexualidad femenina
no le pertenece a la misma mujer; vedados todo placer y toda prác-
tica que no fuera para la reproducción, salvaguardar la virginidad y
la pureza del cuerpo representaba un compromiso muy fuerte por
parte de la mujer que así lo cumplía.5 De Erauso así aparecía ante
los ojos públicos y de las autoridades, resistió todas las oportuni-
dades en que pudo pecar, por lo menos con hombres, para salvar
su virginidad; aunque sus escarceos amorosos con otras mujeres
no escasearon, no representaron una confrontación mayor. Y así,
para este mismo orden patriarcal, cuando Catalina intentó dejar su
condición de inferioridad como mujer para acceder al rol del que
dominaba, el género masculino, transgredió el orden, pero no lo
alteró. En esencia, no representó un peligro irreversible y, en todo
caso, la determinación de enclaustramiento del obispo para Catali-
na, zanjó cualquier ruptura del orden y mejor sirvió como ejemplo
vivo de control, un ejemplo que se transformaba en discurso.
Sin embargo, la de De Erauso es un prodigio de historia sobre
todo en lo que respecta a su identidad genérica y al juego que hizo
con ella durante toda su vida. No terminaría su vida tan pasiva-
mente. Durante cerca de dos años vivió la vida de una monja, pero
al morir el obispo que la protegió de la justicia civil, fue trasladada
a Lima custodiada por otra autoridad masculina —entre honores
“en una litera, acompañada de seis clérigos, cuatro religiosos y
seis hombres de espada” (De Erauso, 1829: 102). Allí permaneció

5. La noción de patriarcado que yo tomo es la de Carol Pateman (1995: capítulos 1 y 2).

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

otros dos años y cinco meses en el convento de la Santísima Trini-


dad. Ahí, Catalina era tratada como persona de prestigio, honor y
fama, hasta que fue recibida la noticia de que ésta no había llegado
a profesar nunca como monja, por lo que salió del convento “con
sentimiento común de todas las monjas” (De Erauso, 1829: 104).
Viajó a Nueva Granda, Tenerife y luego a Cartagena para por
fin embarcarse de regreso a España, a donde arribó, según apunta,
el primero de noviembre de 1624. Como era su estilo de vida, si-
guió moviéndose por varias partes de Europa. Apresuradamente,
sin más pormenores, manifestó que ya viajaba travestida de hom-
bre y ésta era una de las causas por las que se veía obligada a estar
cambiando de lugar. Indica en su narración que fue puesta presa
por un funcionario y luego dejada en libertad por otro, presumien-
do no saber las causas. Se puede suponer que se debía a su trans-
gresión al género.
Con una conciencia digna de resaltar, De Erauso aprovecha-
ba sus otrora logros como militar para sobrevivir con recursos de
los miembros de la nobleza que tenían a bien reconocerla de esa
manera. Y fue así que llegó a Madrid a los pies mismos del rey a
quien le pidió “premio” por sus servicios prestados; éste la remitió
al Consejo de Indias, que resolvió en 1626, a un año de distancia
de su petición, otorgarle 800 escudos de renta, que perdió en sus
andanzas a caballo de camino a Barcelona. No obstante, volvió a
pedir recursos al rey, presentando su memorial, con el que logró
obtener “cuatro raciones de alférez reformado y treinta ducados
de ayuda y de costa” (De Erauso, 1829: 113).
También llegó a los pies del papa Urbano viii, en lo que re-
presentaría la conquista del último peldaño que faltaba para com-
pletar la cúpula de poder patriarcal reconocido por el mundo oc-
cidental. Obtuvo, no sólo que la escuchara y se sorprendiera con
su relato, sino también el permiso para seguir su vida como hom-
bre, su cambio de género legítimamente, lo que proponen Rutter
(2007) y Shapiro (2005) como una “naturalización de género”. Y
si nos atenemos fielmente a su testimonio, la monja alférez consi-
guió acceder al techo más alto del poder, cuando, con la venia del
papa se agenció el reconocimiento, el recibimiento y el homenaje
de la nobleza romana con el nombramiento de ciudadano romano,
una “doble” naturalización.

49
Laura Alejandra Cruz Hernández

Su relato termina en el año de 1626. Para 1630 aún permanecía


en Europa, pero en 1645 aparece una referencia, según lo encon-
trado por Ferrer, de que De Erauso ya está de regreso en Améri-
ca, específicamente en Veracruz, Nueva España. Para coronar las
particularidades de la vida de De Erauso, está la referencia a una
supuesta carta suya en donde queda más clara su orientación sexo-
afectiva. En un viaje de Veracruz a México le fue encargado cus-
todiar a una mujer hasta llevarla a profesar en un convento, pero
posteriormente, dicha mujer se comprometería con un hombre, lo
que desató la furia de De Erauso que se había enamorado de ella,
por lo que retó a duelo al prometido, pero éste no se llevó a cabo.
Al parecer, este pasaje lo aporta en su edición Hipólito Rivera (De
Erauso, 1988: 90-91; León, 1973: 89-93, notas finales).
Lo último sabido indica que Catalina de Erauso murió en Cuit-
laxtla, Veracruz en 1650, a la edad aproximada de 65 años.6 En
el Compendio coordinado por Vicente Riva Palacio se escribe so-
bre ella y su muerte, así: “Llegó a México la Monja Alférez cuando
Gobernaba la Nueva España el Marqués de Cerralvo. En México
dedicóse a la arriería, y en 1650 en el camino a Veracruz enfermó
y murió, habiéndosele puesto en su sepulcro un honroso epitafio”
(1974: 451).
La de Catalina de Erauso es una historia que confrontó las es-
tructuras impuestas, por un instinto incontenible de búsqueda de
libertad. Pero su acto de rebeldía radica en que habiendo nacido
mujer, asumió un rol de género masculino, es decir, que nacida
mujer, se negó a asumir su destino de género femenino, además de
que consigue legitimarlo y legalizarlo por medios oficiales. Pero no
hubo una modificación del rol masculino que encarna, no hay una
“reinvención” de uno u otro géneros. Hay una transgenerización
completa, según los conceptos referidos antes, pero hay también
una fluctuación constante entre una y otra identidades, que acaso
puedan mirarse desde cierto ángulo, como una transformación de
los roles de género que se relaciona además con la realidad novo-
hispana (Sanfeliú, 1996: 56-57), a saber: al momento en que los
españoles asientan sus estructuras, después de la conquista, hubo

6. Si nació en 1585, 58 si nació en 1592.

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

lugar a que “la contradicción fuera la norma”, a que la realidad


aportara flexibilidad para crear nuevas relaciones, nuevas formas
de vida. La realidad ofrecía una oportunidad al arrojo, al atrevi-
miento a quebrantar las normas que apenas se estaban asimilando
en las nuevas tierras.

El disfraz de Gregoria Piedra La Macho

El caso de travestismo femenino que se aborda en este apartado


data del siglo xviii, y hago mención de otros casos más que ya
han sido estudiados, pero por la naturaleza de las fuentes y por
la propia del expediente de Gregoria Piedra, no se puede hablar
por ahora de una tradición de un travestismo femenino ameri-
cano como se dio en Europa a lo largo del siglo xvii y del xviii.
Quizás estemos descubriéndola apenas. Juárez indica que en el
caso de Estados Unidos también fue un fenómeno extendido hasta
entrado el siglo xx (2006: 132). Es posible que en el medio parti-
cular novohispano, el acceso de la mujer al trabajo y a otros espa-
cios de más libertad, pudiera ser obtenido por otros medios y no
necesariamente transgrediendo las concepciones que se tenían de
lo que eran el sexo y el género.
Se recibió una demanda contra Gregoria Piedra en la Santa In-
quisición el 3 de marzo de 1796. El de Gregoria es un caso muy
interesante puesto que involucró a más de una instancia novohis-
pana. El documento que ofrece la información proviene de la In-
quisición. Hasta ahora no se ha encontrado referencia al proceso
que debió haberse seguido por parte del Tribunal Criminal al que
constantemente se hace referencia en el expediente. La transgre-
sión al género se convirtió en una causa agravante del pecado-de-
lito de herejía por el que se perseguía a Gregoria. En la cabeza del
expediente, el delito que se menciona es de travestirse de hombre.
La demanda fue presentada por María Vicenta Vargas, que acusó
a Gregoria de sacar la “sagrada forma” de su boca y esconderla, lo
que representaba un sacrilegio, una falta a los sacramentos católi-
cos. Además de que se sospechaba que pudiera comerciar con las
hostias (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 8v/344v), que
por por lo regular se usaban en hechizos y magia.

51
Laura Alejandra Cruz Hernández

En las leyes del estado, según indica Josefina Muriel, estaban


prohibidos el lesbianismo y el travestismo de ambos sexos desde
1546 con la publicación de la Ordenanza para el gobierno de indios
(1992: 320). En este expediente de Gregoria Piedra, no está muy
claro en qué fundamento legal se asentó el castigo al travestismo. En
mi opinión, es en el caso de las disidencias sexuales donde se puede
observar con claridad el “caos jurisdiccional” (García, 1991), la fra-
gilidad y la ambigüedad en los criterios que tenían las autoridades
novohispanas para impartir justicia e imponer control.
Nacida en la Plazuela de las Vizcaínas, en la Ciudad de México,
los únicos datos que se aportan en este expediente de Gregoria,
alias La Macho, son de su apariencia: “una mujer hombruda, prie-
ta, cara de hombre, cuerpo y andar de lo propio, el pelo anillado
propio de mulata en brazos y demás, rótulos y pinturas” (Inqui-
sición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 6/342). De su edad, padres,
estado civil y otros datos particulares, no se menciona nada y no
se investigó, aunque sí lo ordenó el tribunal desde las primeras
diligencias (marzo de 1796) (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, año
1796, nota al margen de la f. 2/337). Se insiste en que viste de
hombre y se hace hincapié en las actividades a las que se dedica:
jugar “pelota, picado y rayuela”. Hay una alusión a que siempre
estaba rodeada de mujeres. Se comienza a bordear el tema de su
orientación sexual.
De acuerdo con el primer reporte en el expediente que dirige
el calificador Francisco Valdez, autoridad de la Sala de crimen a
los inquisidores Mier y Bergoza, a Gregoria la aprendieron el 25
de marzo de 1796 por órdenes de la Inquisición, y fue puesta en la
cárcel de la Corte de la Real Sala del Crimen, ya que estaba cerca
de ahí cuando en una procesión religiosa apagó la vela de una de
las otras mujeres que asistían e hizo “mofa del acto” (Inquisición,
Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 2/337-2v/337v).
La autoridad real apoyaba a las autoridades religiosas para
aprehender o perseguir a los acusados, como ocurrió también en
el caso de Gregoria. En este primer reporte se da cuenta de que la
mujer aprehendida era reincidente por el delito de venta de hos-
tias o “cédulas” y por vestirse de hombre. La intención de esta
comunicación era informar a la Inquisición de un delito que consi-

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

deraban le correspondía juzgar a ella por tratarse de un sacrilegio


o un acto contra la fe.
Retomando a Dekker y Van de Pol (2006), las motivaciones
para el travestismo fueron económicas, románticas o patrióticas; y
mientras fuera temporal, era mejor aceptado y más común, hasta
cierto punto. El de Catalina fue permanente y excepcional. Con
Gregoria, La Macho, nos encontramos con un travestismo tempo-
ral y con otras circunstancias que cuadran con las de las travesti-
das europeas. Por ejemplo, Piedra prestó servicio como soldado.
Según refiere el doctor José Montejano y Larrea, estuvo en el regi-
miento de los pardos o en el de caballería (Inquisición, Vol. 1349,
Exp. 28, 1796, f. 6v/342v).7 El regimiento de los pardos estaba
compuesto por soldados hijos de negros libres, aunque el término
pardo se usaba en un sentido más amplio para designar a cualquier
persona con sangre africana (McAlister, 1982: 19). Según la des-
cripción que se hace de Gregoria en el expediente, sus caracterís-
ticas físicas coinciden con las del grupo étnico descendiente de
africanos y la designan como mulata. Este origen pudo ser deter-
minante en el destino que la llevó a estar encarcelada varias veces,
pues pertenecía a un sector social marginado. De los afrodescen-
dientes y las mezclas derivadas de éstos, aunque fueran libres, la
clase alta siempre desconfió, pues en su opinión, eran “irrespon-
sables, perezosas, arriadas y políticamente no confiables” (McA-
lister, 1982: 55).
El dato de que Gregoria perteneciera a la milicia novohispa-
na es sumamente interesante e importante por el hecho de que
habiendo sido mujer haya podido ser parte de sus filas en el siglo
xviii, muy probablemente haciéndose pasar por hombre, porque
aunque no se aclare en la literatura sobre las tropas militares de
la Nueva España, las mujeres tenían este tipo de oficios vedados,
tal como se veía en las tropas europeas; así, las travestidas se inte-
graron a la marina o a tropas militares, oficios que exigían fuerza

7. El regimiento de los pardos que había en México y en Veracruz, según el Conde de


Revillagigedo, eran inútiles y los disolvió en una orden del 21 de enero de 1792 (Cruz
Barney, 2006: 82).

53
Laura Alejandra Cruz Hernández

física, arrojo, valentía.8 Esta parte de la vida de La Macho quedaría


como un tema muy importante para futuras investigaciones, pues
en este expediente no se abunda más sobre el asunto. Lo único que
se puede intuir es que esta mujer poseía aquellas cualidades que le
permitieron enlistarse en las tropas virreinales.
Lo que me interesa resaltar con el caso de Gregoria es la ac-
tuación de las autoridades ante sus acciones. Por ejemplo, más
que por hereje, fue encarcelada y perseguida por el hecho de ves-
tirse de hombre y por hacer “borucas”,9 o lo que entenderíamos
como desórdenes, ruido, escándalo, que le valieron ser condenada
a ocho años de prisión (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f.
1/336).10 En el expediente se menciona que hizo muchas malda-
des, pero no se especifica cuáles (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28,
1796, f. 2v/337v).
Vestir de hombre le servía a Gregoria para cometer delitos,
pero también representaba la posibilidad de acceder a espacios
que como mujer tenía prohibidos y, quizá en un plano más psi-
cológico, le aportaba el arrojo que necesitaba para cometer actos
punibles, puesto que la valentía, la agresividad, la violencia, eran
atributos considerados propios de la naturaleza masculina. Según
aquel primer informe, Gregoria usaba uno u otro “trajes” de hom-
bre o de mujer (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 2v/337v),
para ser más difícilmente reconocida, aunque, irónicamente, qui-
zás esto era lo que abonaba a que fuera descubierta y perseguida
por las autoridades. Su traje de hombre, al parecer, no era muy
convincente. Quien la denunció, Ma. Vicenta Bargas, la reconoció
aun travestida por haberla conocido de “muchacha”, es decir, más
joven, según declaró en un segundo interrogatorio que se le hizo
en abril de 1796 (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 3/338).
Hasta ese momento, el caso de Gregoria había sido conocido
por las autoridades civiles a través de la Sala de Crimen y la Acor-

8. Abundo un poco más sobre estos casos en el último apartado de este capítulo con la
investigación de Rudolf M. Dekker y Lotte van de Pol (2006).
9. (Del vasco buruka “lucha”, “topetazo”). 1. f. Bulla, algazara. Diccionario de la Real
Academia de la Lengua Española, página oficial en línea: http://buscon.rae.es/drae/
srv/search?val=boruca
10. Correspondencia del capellán de la casa de recogidas de enero de 1798.

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

dada. Estuvo presa cuatro veces en la cárcel de la ciudad y tres


meses en la Acordada. Fue recluida en un hospicio de pobres y
acogida en la Iglesia del Sagrario, pero por ser “recomulgadora, ya
en traje de hombre, ya de mujer”, fue apresada en la cárcel ecle-
siástica, donde al parecer comerciaba con las hostias. Estuvo en
la Casa de Recogidas y, en última instancia, en la Inquisición que
tenía intención de juzgarla por hereje. El 6 de abril de 1796, el
prefecto de la Real Cárcel de Corte, Agustín José Montejano y La-
rrea, brindó este historial judicial (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28,
1796, f. 6/342).11 Es importante apuntar, además, que en el expe-
diente no hay una declaración directa de Gregoria para este proce-
so, sólo se cita que aceptó ante el calificador y otro ministro, en el
primer reporte de la denuncia que se le imputó, haber comerciado
con hostias que recibía en comunión (Inquisición, Vol. 1349, Exp.
28, 1796, f. 2v/337v). Por consiguiente, otra alusión a su relación
con mujeres viene de manera indirecta de puño del prefecto de
la Cárcel de Corte, en su comunicación del 6 de abril: “[las] úni-
cas molestias q[ue] ha causado [fue] por estarla separando de las
mugeres, pero ha resado el s[an]to rosario, se ha encomendado a
los s[an]tos sacramentos [y]en el careo q[ue] le [h]isieron con la
denunciante le negó enteramente su acusación” (Inquisición, Vol.
1349, Exp. 28, 1796, f. 1/336, f. 6v/342v).
Esta referencia quedaría ambigua y muy abierta a interpreta-
ción sobre si aquello de “separarla” pudiera más bien significar
que tuvo peleas o conflictos con otras mujeres, si no fuera porque
más adelante el mismo prefecto especifica que “en la[s] carseles
solo sela ha observado la inclinación a las mugeres y por este lado
ha dado q[ue] [h]aser[…]”(Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796,
f. 8v/344, cursivas mías). Y lo que cabe remarcar es que la auto-
ridad insistía en que Gregoria seguía los sacramentos y rechazaba
la acusación de quien la denunció, aunque no dejó muy claro qué
delito es el que rechazaba, puesto que, por un lado, ya había acep-
tado su culpabilidad en el sacrilegio de comerciar con las ostias, y
su “inclinación por otras mujeres” no ha sido nombrado en ningún

11. En la búsqueda en los archivos del agn, Gregoria no fue encontrada en otros procesos
judiciales.

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Laura Alejandra Cruz Hernández

momento como un agravante del delito. Tal vez el travestismo fue-


ra aquello que se negaba a aceptar Gregoria como delito.
Cuando presentó su denuncia contra Gregoria, María Vicenta
Bargas hablaba de que había un muchacho con el que aquella se
comunicaba con señas cuando llevaba a cabo la acción de extraer
la hostia de su boca y que además había salido en compañía de
él (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 2v/337v). Durante el
mes de abril, las autoridades de la Inquisición insistieron en en-
contrar más información sobre la acusada y además se empeñaba
en buscar a quien la acompañaba el día que fue apresada, descrito
como un “muchacho mediano, descalso, pelón, de calsonsillos de
cuero” (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 7v/343v)”. Cuan-
do interrogaron a este menor, él les informó dónde vivía otra mu-
jer que le llevaba comida a la propia Gregoria, pero que se había
ya mudado de casa. Ni la otra mujer ni el muchacho volvieron a
pararse en la cárcel. La relación que la procesada tenía con ellos,
no se aclaró (Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1796, f. 7v/343v).
Pasarían dos años, hasta que el 13 de enero de 1798 el fiscal
de la Inquisición retomara el caso contra Gregoria. Ahí se pidió,
en nota al margen, que se “recorra el registro” y se diera cuen-
ta de que no se resolvió nada contra la denunciada por parte de
la Inquisición. Aparece nuevamente el nombre de Agustín Mon-
tejano como presbítero en el Arzobispado y capellán de la casa
de recogimiento Santa María Magdalena, en otra misiva del 20 de
enero de ese mismo año de 1798. Preguntaba al Tribunal de la In-
quisición si debía apuntar en el expediente que en el año de 1796
uno de los jueces le había comunicado oralmente que el traslado
de Gregoria del Tribunal de la Corte a la Casa de Recogidas había
sido por orden de la misma Inquisición y que, por tal motivo, esta
información no aparecía en el expediente. Los inquisidores Mier,
Bergoza y Prado le ordenaron que no pusiera esta nota aclarato-
ria en el expediente. Montejano indicaba que Gregoria había sido
puesta nuevamente en la cárcel de la Corte por “cierto disturbio
que armó en la Casa [de Recogidas]”, pero no aclara qué disturbio
y tampoco por qué finalmente fue regresada a la Casa de Recogi-
das a acabar de purgar ocho años de encierro.
Después de siete años se buscó clasificar el caso como “des-
preciado” por parte del Santo Oficio. Y un año después, en una úl-

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Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

tima foja, el 6 de marzo de 1806, la Inquisición ratificó que el caso


de Gregoria Piedra no era jurisdicción de esa institución:

[…]con los autos formados por la Real Sala, remitidos por v[uestro] goberna-
dor al Trib[una]l con oficio de diez y siete de dic[iembre], mil ochocientos
dos. Dixo que se devuelvan estos con oficio del S[eñ]or decano a la Sala para
q[u]e proceda a lo que estime de justicia, respecto a que Gregoria Piedra esta
[…]dida por lo correspondiente, al S[an]to Oficio, con atención a que por
sus actuaciones no resulta provado crimen alguno de su privativa jurisdic-
ción y q[u]e los antecedentes se pongan en su [letra] como está dispuesto.
Así lo mando y firmo.

L[cenciado] Alfaro [rúbrica]


Lic[encia]do d[o]n Mathias Lopez Torrecillas s[ecreta]rio [rúbrica]
(Inquisición, Vol. 1349, Exp. 28, 1798, f. 4/346).

Así pues, después de un ir y venir de comunicaciones entre las


diferentes instancias, el Santo Oficio de la Inquisición desechó un
caso más de sospecha de herejía, como hiciera con muchísimos
otros casos a lo largo de su historia en América. El travestismo
no se persiguió tampoco por esta institución. Gregoria no era una
mujer convencional que siguiera el rol de la mujer del siglo xviii,
ni siquiera el de un poblador común de la Nueva España. Se tra-
taba de una transgresora que no guardaba la compostura ni res-
petaba el orden público, se trató de una mujer que no respetó por
completo el canon católico, religión obligatoria de la sociedad que
habitaba. Comerció e irrespetó uno de los símbolos más impor-
tantes del dogma de esa Iglesia católica, la comunión, y se burló
públicamente de ello. Gregoria rompió con la obligatoriedad del
vestido femenino, del rol femenino y de la práctica femenina de
heterosexualidad, hacía escándalo en la calle, brusca y tosca como
la consideraban. Convivió sólo con mujeres, porque tenía inclina-
ción por ellas. En este caso, su travestismo no era determinante
para relacionarse con mujeres.
Gregoria Piedra confrontó escandalosamente las estructuras a
las que debía apegarse y ésa fue la razón por la que fue sentenciada
a ocho años de prisión. No se puede comprobar que cumpliera su
sentencia, pero es casi seguro que sí lo hizo. Habiendo sido en-
carcelada varias veces, la función de control sobre sus acciones

57
Laura Alejandra Cruz Hernández

fue ejecutada. Sostengo que su travestismo fue un agravante en


su proceso, pero no se reprimieron su interés ni su atracción por
otras mujeres. Sí se condenó, en cambio, su ataque a las prácticas
religiosas que activaron el brazo fuerte de la justicia novohispana.
Llama la atención que la Inquisición no tomara el proceso en
sus manos, que no se interesara por castigar su presumida herejía.
Se puede argumentar que se debió en mayor parte a la falta de ri-
gor en los procesos y procedimientos de las instancias de justicia
novohispana. En esta ocasión, la Inquisición dejó el caso en ma-
nos de la Casa de Recogidas que, a la vez, era representante de la
Iglesia católica, y en manos del Tribunal Criminal, que atendía los
casos delictivos que dañaban a la población en general.
Quizá la intención siempre fue actuar con Gregoria como se
hizo con otras mujeres, recurrir a una política proteccionista que
buscaba su regeneración y su final reintegración a la sociedad. Hay
que recordar que en algún momento del proceso se menciona que
a pesar de dar ciertas molestias por alejarla de las otras mujeres,
Gregoria en general se apegó a cumplir con las prácticas religio-
sas. Las casas de recogidas donde estuvo recluida, formaban parte
de toda una campaña por parte de las autoridades novohispanas
que pretendían, más que castigar a las mujeres que se salían de
las normas, regenerarlas, protegerlas y reintegrarlas a la sociedad
(Pérez Baltasar, 1985: 13-14). Y esa visión derivaba del hecho de
que se considerara a la mujer como una menor de edad, poco ca-
paz de tomar control de su propia vida. En algún punto, sus malas
acciones también se relacionaban con esa debilidad moral y era
responsabilidad de los hombres controlar las acciones de las mu-
jeres. Quizá por eso, también confiaban más en la posibilidad de
que se pudiera influir en la transformación positiva de las mujeres
y que se pudiera eliminar su mal comportamiento, contrario a lo
que sucedía con los hombres transgresores con quienes la justicia
solía ser más severa (Pérez Baltasar, 1985: 17).

58
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

Travestismo en Europa, España y Nueva España,


elementos comparativos a modo de conclusión

Los casos de travestismo de mujeres en Europa que documen-


tan los autores holandeses Dekker y Van de Pol (2006) sirven
de formas metodológica y teórica para entender la situación del
travestismo en Nueva España, con Gregoria Piedra y Catalina de
Erauso. Además de que el ámbito humano que se estudia puede ir
más allá de las fronteras geográficas, políticas, sociales. Es decir,
las motivaciones de las travestidas y transgénero resultan respon-
der muchas de las veces a un fuerte impulso psicológico, que es
ésa la parte que más interesa relacionar con Gregoria cuando se
traen a cuento sus impulsos de involucrarse emocional y erótica-
mente con otras mujeres.
Concretamente, Dekker y Van de Pol (2006) enumeran cua-
tro motivos principales por los que las mujeres podían travestirse:
románticos, patrióticos, económicos y delincuenciales. La motiva-
ción romántica en el caso de la tradición europea respondía a cir-
cunstancias particulares: las mujeres viajaban vestidas de hombre
en la Compañía Holandesa de las Indias Orientales para acompa-
ñar a sus maridos o alcanzarlos después en América. Esto, debi-
do a que las mujeres no podían viajar en estos navíos por regla
general y se sabía que era muy posible que el marido o la pareja
que se iba, no regresara más de las Indias: dos terceras partes de
estos hombres no regresaban (Dekker y Van de Pol, 2006: 36), y
muchas de las travestidas del siglo xviii europeo no estaban dis-
puestas a abandonar a su amado o, en algunos otros casos, a sus
familiares. Los castigos, al ser descubiertas, solían ser menos se-
veros cuando las mujeres alegaban fervientemente su imposible
renuncia a encontrarse con su amante o familiar; eran regresadas
a su tierra, obligadas a casarse en el mismo barco e incluso hubo
algún caso en que a una mujer se le permitió terminar su viaje para
reunirse con quien buscaba (Dekker y Van de Pol, 2006: 36-39).
Según la biografía de Catalina, jamás hay ningún motivo románti-
co que incluya a ningún hombre cuando viaja a tierras americanas,
sino únicamente un deseo de libertad. Si hubo algún tinte román-

59
Laura Alejandra Cruz Hernández

tico más bien involucraba a mujeres, como ya se vio en la reseña


de su biografía.
En periodos de guerra era cuando más abundaban los casos de
travestismo femenino en la marina o en el ejército y, al ser des-
cubiertas éstas, ellas argüían que era tanto su deseo de defender
su tierra que sucumbían al deseo de trastocar el género, pero esta
excusa despertaba más suspicacias entre las autoridades. Sin em-
bargo, los periodos bélicos dotaban de circunstancias que hacían
necesario, incluso, romper muchas reglas, sobre todo las relacio-
nadas con el género y la sexualidad. No hay en la autobiografía
de Catalina una motivación patriótica directa, pero en muchos de
sus pasajes, la actitud que manifiesta es de entereza, de un firme
propósito de servir al rey y sus superiores. En el caso europeo
funcionó para aminorar las penas por el delito de travestirse, pero
para Catalina, no sólo justificó su actuar durante varios periodos
de su vida, sino que le procuró prestigio y dinero, lo que al final
se enlaza con aquella otra motivación para travestirse: el acceso
a recursos económicos, puesto que no había muchas garantías de
que el gobierno brindara beneficencia a las mujeres que no tenían
marido pero eran jóvenes, en edad de procrear, y acceder a traba-
jos remunerados era aún más complicado. Alistarse en el ejército
o ingresar a un seminario religioso, por ejemplo, era incluso para
los mismos hombres con poca fortuna, una forma de acceso a un
sustento seguro. Y para una mujer, los trabajos remunerados no
eran tan accesibles como para un hombre. En la tradición europea,
muchas de las travestidas ingresaron a la marina o al ejército.
Catalina de Erauso y Gregoria Piedra también tomaron estos
oficios militares. La primera de ellas, que se enlistó como grumete
en la marina de la Corona española, pudo de esta manera trasla-
darse al Nuevo Mundo y ya ahí aprovechar nuevas posibilidades
de vida. De la segunda, por ahora se desconocen las circunstancias
en las que entró y cuánto estuvo formando parte de las filas del re-
gimiento de los pardos o de las caballerías. No obstante, Gregoria
no parece haber podido sacar provecho de esa circunstancia. Esta
diferencia en el destino de estas dos mujeres quizá tenga mucho
que ver con la cuestión del linaje, la clase o el grupo étnico. Gre-
goria pertenecía a un grupo social castigado y marginado. Catalina
de Erauso, vasca, española, peninsular, se apoyaba en estas condi-

60
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

ciones para salvarse de los castigos por delitos cometidos y para


obtener recompensa y favores, incluidos los del rey. Con Gregoria,
hasta cierto punto, fue más compulsiva la persecución por parte
de las autoridades, si se toma en cuenta que sus delitos no eran
tan claros como los que cometía Catalina. Nunca se menciona, por
ejemplo, que Gregoria robara o asesinara.
Respecto al acceso a recursos económicos como motivo de tra-
vestismo, sobre Gregoria no se nos informa que hubiera desempe-
ñado algún oficio o alguna actividad laboral. Para ella, la indumen-
taria masculina, en opinión de las autoridades y su denunciante,
le funcionaba como un disfraz para cometer sus delitos sin ser
identificada e “indistintamente” era hombre o mujer, aunque esto
finalmente no la salvó de ser encarcelada y procesada varias veces
por la Real Cárcel. Según Dekker y Van de Pol, trastocar el género
hacía más fácil ya trastocar cualquier otra norma establecida en la
sociedad en que habitaban (2006: 50). Con Gregoria y en el caso
de unas travestidas afrodescendientes del norte de Nueva Espa-
ña, de las que nos habla Reyes y González (2003), el travestismo
no respondía a una necesidad de pertenencia al otro sexo o a una
identidad permanente, se trataba más de un travestismo tempo-
ral y “utilitario”; a Gregoria, incluso, no lograría ubicársele como
“hombre”, pues era del conocimiento común que vestía tanto de
hombre como de mujer. Se puede afirmar que en América, era el
travestismo femenino una práctica, no una tradición, como en el
caso europeo, un travestismo temporal, circunstancial.
Muy diferente de lo que sucedía con Catalina, Gregoria era ple-
namente identificada como La Macho, porque no ocultó del todo
su pertenencia biológica femenina y no descubrimos tampoco una
identidad masculina permanente que terminara llevándola a vivir
de acuerdo con lo marcado para el género masculino. En Catalina,
en cambio, que desempeñó varios oficios considerados masculi-
nos —marinero, paje, encargado de tienda, soldado, mayordomo,
vendedor, ayudante de sargento mayor— y que además destacó
por su fuerza y su habilidad para llevarlos a cabo, sobre todo como
soldado, los oficios se convirtieron en un elemento integral para
la formación de su identidad. No sólo le aportaron libertad y acce-
so a un mundo vedado para las mujeres, sino que le funcionaron

61
Laura Alejandra Cruz Hernández

para construirse la identidad masculina con la que se identificaba


plenamente.
Según Reyes y González (2003), en la Nueva España fueron
las mujeres de grupos de afrodescendientes quienes al parecer
más recurrieron al travestismo. Ellas encontraron en esta acción,
un respiro ante su situación de opresión; además, el sincretismo
religioso de su pasado africano, las costumbres de sus amos y la
cultura de los indígenas, también les aportaban otra visión, otra
manera de concebir la realidad (p. 84). Quizás el hecho de que
no se encuentren muchos casos en que el travestismo femenino
se haya castigado o perseguido responda a la situación tan poco
estable respecto al control que ejercían las autoridades novohis-
panas especialmente las del siglo xvii. También sucedía que, en
el caso de una relación entre mujeres, había una actitud más bien
contradictoria por parte de la Iglesia católica, pero también de las
autoridades civiles:

El cambio de género en Nueva España tenía al parecer nociones contradicto-


rias. La tradición católica muestra sucesivos periodos de tolerancia y de pro-
hibición del cambio de género. En muchos casos, esa conducta se asociaba a
prácticas religiosas paganas y la brujería, por lo que se le prohibió en varios
concilios de los siglos vi al ix. Sin embargo, en el mundo medieval cristiano
los ejemplos de cambio de género menudean (Reyes y González, 2003: 83).

Una vez señaladas estas motivaciones que tuvieron algunas muje-


res para travestirse en Nueva España y Europa, se puede empe-
zar a apuntalar que el amor entre mujeres, en el Nuevo Mundo,
no estaba necesariamente ligado a a un cambio permanente de
género. El travestismo, en los casos que encuentran Reyes y Gon-
zález en el norte novohispano, no involucra las relaciones eró-
tico-emocionales entre mujeres, hasta donde pudieron investigar;
aunque en uno de los pasajes que nos narran, pudiera inferirse la
existencia del “continuo lesbiano” (Rich, 1999)12 cuando se alían
dos mujeres en su transgresión al género. Al final, también era la

12. Para esta autora, en el “continuo lesbiano” concurren, no sólo el deseo erótico
y amoroso de mujeres hacia otras, sino también una amplia gama de emociones
y experiencias identificadas con mujeres, es decir, son “muchas más formas de
intensidad primaria entre mujeres, inclusive el compartir una vida interior rica, el

62
Del disfraz a la búsqueda de empoderamiento. Travestismo femenino y amor entre mujeres.
Nueva España, siglos xvii y xviii

brujería lo que al final se perseguía contra ellas. Los procesos que-


daron inconclusos.
En el caso de Catalina de Erauso, su relación erótico-emocional
con otras mujeres pudo haber sido una extensión, una consecuen-
cia de su asunción identitaria como hombre, pues no hay datos —o
también queda sólo como inferencia— de que consumara una re-
lación o buscara como prioridad casarse con otra mujer, como de
hecho sí se han encontrado casos en Europa (Dekker y Van de Pol,
2006).13 Por el contrario, huyó de las posibilidades que tuvo de
hacerlo, en primer lugar, para no hacer público su sexo femenino.
La atracción que sentía Catalina por mujeres se manifiesta, aca-
so, de manera muy tenua, veladamente, cuando habla de cómo se
relacionaba en particular con algunas, como le gustaban, de “cara
bonita”. De sí misma resaltó más el desenvolvimiento laboral, su
irrefrenable búsqueda de libertad, que la llevaron a desempeñarse
como militar, a realizar hazañas heroicas o incluso delictivas que
integraban su masculinidad. Su relación con mujeres quedó rele-
gada en la ambigüedad. En ella hay un deseo más fuerte de perte-
necer al otro sexo y una asunción más consistente que en los otros
casos mencionados.
Gregoria Piedra es un claro ejemplo de que el travestismo po-
día funcionar como catalizador para relacionarse con mujeres o
como un buen escaparate para no ser descubiertas; así, el deseo
por otras mujeres terminaba por manifestarse de otras formas. Es
decir, mirando como un tema de fondo la constante vigilancia a la
que se le debió de haber sometido de forma específica a ella en la
cárcel para apartarla de las demás mujeres, o el hecho de que se ro-
deaba siempre de mujeres, da luz sobre cómo las mujeres que ama-
ban a otras mujeres encontraban la manera de experimentar sus
deseos por otras, colándose por los resquicios que las estructuras
dejaban abiertos. De esta manera, con Gregoria, el deseo lésbico,
el deseo por otras mujeres, es una esencia tal vez implacable que

unirse contra la tiranía masculina, el dar y recibir apoyo práctico y político; si también
lo vemos como resistencia al matrimonio y en la conducta montaraz […]”.
13. Véase en particular el apartado “Mujeres que como ´hombres’ cortejaron a otras
mujeres y se casaron con ellas”, (pp. 75-82).

63
Laura Alejandra Cruz Hernández

se filtra en su vida y la lleva a buscar su expresión de alguna forma,


aunque eso le costara el castigo.
En los casos mencionados aquí sobre travestismo, el elemento
común que podemos mencionar es que para las mujeres represen-
tó libertad física, acceso a trabajo y, en algunos casos, como en el
de Gregoria Piedra y Catalina de Erauso, porque no fue sistemáti-
co, travestirse fue parte de un significante para estar con mujeres
tomando los elementos identitarios que la sociedad ofrecía para
los sujetos de ese momento. El amor y el sexo eran concebidos en
ambos momentos, únicamente posibles en una relación hombre-
mujer.

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66
Capítulo 3
Las representaciones mentales de la
belleza femenina como forma de opresión
en el siglo xix tapatío

Beatriz Bastarrica Mora1

El género es una forma primaria


de las relaciones simbólicas de poder.
Scott, 2001: 65

En el ámbito de las dinámicas y relaciones de género2 del México


decimonónico, una de las construcciones de ser mujer más exten-
didas en el conjunto de representaciones mentales estuvo estre-
chamente relacionada con el concepto del amor y fue, además,
doble: por un lado, el concepto tradicional cristiano que consi-

1. Profesora del Instituto Tecnológico de Monterrey, campus Guadalajara. Doctora en


Ciencias Sociales por la Universidad de Guadalajara.
2. En el presente texto se trabaja a partir del soporte teórico de los elementos
constitutivos de las relaciones sociales basadas en las diferencias entre sexos –
simbólicos, normativos, institucionales y de identidad subjetiva– propuestos por Joan
W. Scott (2001) en su texto fundador “El género como categoría de análisis histórico”.
Dichos elementos se irán identificando progresivamente en el análisis del objeto de
estudio, con el fin de ubicar y analizar las relaciones de género de la Guadalajara de
la segunda mitad del siglo xix, particularmente en lo relativo a la construcción, desde
la normatividad y lo simbólico, del cuerpo femenino, en ocasiones en oposición al
masculino.

67
Beatriz Bastarrica Mora

deraba a la mujer como la personificación del amor en la Tierra,


abnegada, entregada al servicio a los demás y siempre resignada
ante su propio dolor y su sufrimiento –nada de quejarse, nada de
rebelarse– y, por otro, el romántico: una exageración del primero,
pero con “tintes patológicos” (Ramos Escandón, 1987: 106), acep-
tada incluso por las mentes más abiertas del momento: la mujer
que sufre por amor, que se mata por amor, que vive para el amor.
Era éste, un ideal de lo femenino absolutamente normativo y
sumamente estricto, que ofrecía únicamente dos opciones de ser
–en teoría– a las mujeres reales: o ser ángeles o ser demonios. La
eterna concepción dual del mundo encarnada en esta ocasión en
la construcción de un tipo social y materializada en una imagen
concreta. Una dualidad que podemos encontrar, por ejemplo, en
sus aspectos más cotidianos, en los sucesivos reglamentos relati-
vos a la prostitución en la ciudad de Guadalajara,3 que en lo con-
cerniente al vestido, no contemplaron más que dos posibilidades
para la mujer: o era decente, bondadosa, abnegada, pura y digna
y, por lo tanto, vestía como tal –resumiendo: lo más cubierta y
pulcra posible–, o era promiscua, indecente, provocadora, impura,
mala, una perdida que merecía irse directamente al calabozo y, de
hecho, en no pocas ocasiones ahí terminaba dando con sus huesos.
Cualquier mujer que osara, entonces, salir a la calle con un as-
pecto que insinuara alguna de estas características –en la forma de
un cierto desaliño, o de más piel al descubierto de la considerada
“respetable”–, podía caer, a ojos de la autoridad –siempre mascu-
lina–, en el lado oscuro de la dualidad. Sin grises. Existía, enton-
ces, un sólido conjunto institucional (Scott, 2001: 66) también de
marcado tinte masculino, que había sido el productor del citado
reglamento y se encargaba, asimismo, de aplicarlo de manera es-
tricta reglando, de este modo, la naturaleza femenina desde una
perspectiva masculina. En realidad, lo que hacía el reglamento era
normativizar a partir de lo que sí se esperaba de una mujer “decen-
te” en cuanto a su aspecto y su comportamiento en público:

3. Guadalajara es la capital del estado de Jalisco, en el occidente de México.

68
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

También existía un control de los comportamientos de la mujer fuera del


hogar. El modelo normativo que tenía que observar en público se centraba
en la forma de vestir y de actuar, en ambos casos una dama decente no debía
llamar la atención de la gente, sus adornos convenían sencillos y si exagerar
en cantidad, el uso de colores subidos en su ropa no iban con ella, puesto
que “los relumbrones, la cargazón, el capricho en la elección de colores y
dibujos extravagantes de su aderezo manifiestan un afán vicioso de llamar la
atención” (Agostini, 2001: 285)

Las mujeres, en público –y al contrario que los hombres–, debían


además caminar con discreción, de manera moderada, a paso lento
y sin voltear a su alrededor. Nada de todo esto era posible para
una prostituta, para empezar, porque ellas sí buscaban atraer a sus
potenciales clientes, nunca pasar inadvertidas (González Llerenas,
2005: 199). Esta dinámica puso en clara desventaja, con frecuen-
cia, a las tapatías más pobres, que en cualquier momento podían
llegar a ser confundidas con prostitutas en la calle y ser llevadas,
por ello, a dependencias policiales o incluso al Hospital Civil para
ser sometidas a un examen médico.4 Parece que no había térmi-
nos medios posibles en este peligroso juego de las apariencias. Sin
embargo, como veremos más adelante, sí hubo grises, y muchos, en
esta escala que iba de la prostituta a la “señora decente” y viceversa.
Las normas decían que una mujer debía ser buena y parecer-
lo. Pero seguir este doble precepto –nunca enunciado del mismo
modo para los hombres– no resultó igual de sencillo para todas.
En este sentido, los manuales de urbanidad serán auténticos
faros del saber para individuos de ambos géneros –y fuentes ricas
y llenas de matices para la escritura de la historia–. En ellos encon-
tramos un variadísimo conjunto de representaciones elaboradas

4. “(…) cualquier mujer que no se apegara a la normatividad de conducta femenina de


la época corría el riesgo de que se le considerara o se le tomara socialmente como si
de verdad fuera una mujer pública. De tal manera que el actuar externo de una mujer,
también sirvió de parámetro para que se le calificara en buena o mala (decente o
indecente) (…)”.
“(…) una mujer decente no podía tener como amistad a una mujer pública, ni asistir a
casas de tolerancia, ni comportarse de otra manera que no fuera la prescripta por los
hombres de las clases dominantes tapatías, ni hacer escándalos en la vía pública, ni
provocar quejas, porque todo ello era razón de más para que la policía y la sociedad la
tomaran como mujer pública”. (González Llerenas, 2005: 210- 211).

69
Beatriz Bastarrica Mora

tanto desde lo simbólico como desde lo normativo y, sin duda,


contribuyeron a construir la identidad subjetiva de quienes los le-
yeron o fueron educadas y educados a partir de su discurso, que,
tal y como afirma Scott (2001: 66), construirá de “manera categó-
rica e inequívoca el sentido del hombre y la mujer, de lo masculino
y lo femenino”. El que quizá fue el más famoso, el Manual de urba-
nidad y buenas maneras, escrito en 1854 por el venezolano Manuel
Antonio Carreño –en adelante, Manual de Carreño–, orientado a
“un sector social urbano, ‘educado’”, que privilegia a la institución
familiar como la forma por antonomasia de vida en común (Agos-
tini, 2001: 273), trata de dotar a sus lectoras de las herramientas
necesarias para encajar en el orden social establecido –el mante-
nimiento de ese orden parecer ser, de hecho, uno de los objetivos
de base de estos manuales– por medio de su comportamiento en
público y en privado. De acuerdo con lo que nos dice el manual,
las mujeres debían presentarse ante los demás –en el mundo ideal
construido por su autor, claroestá–, respetables y desprovistas de
sexualidad, castas, y ello había de lograrse por medio de la con-
ducta personal, del lenguaje corporal y del atuendo. Dicha pureza
pertenecía, por cierto –y daba “brillo”, de paso–,al honor del pa-
dre, primero, y luego al del marido. Pero, “Aunque los manuales
alertaban a las mujeres sobre cómo salvaguardarla, éstas no tenían
control sobre la manera en que su comportamiento y apariencia
eran percibidos por otros. De ahí que los manuales fueran fuente
de inspiración y control” (Agostini, 2001: 284).
El “qué dirán” debió ser una importante fuente de preocupa-
ción para las lectoras de estos manuales –a fin de cuentas, tal y
como dije más arriba, una mujer debía ser buena y parecerlo–. De
modo que, en un contexto en el que la virginidad de una mujer sol-
tera y el honor marital de la casada eran su principal patrimonio
intangible, los manuales promovían una serie de comportamien-
tos que ayudaban a convertir a las mujeres en algo así como piezas
de museo que “podían ser vistas pero no tocadas” (Agostini, 2001:
284), algo muy útil para evitar riesgos a la hora de los encuentros
con otras personas en espacios públicos, como la ópera, el teatro
o los bailes. El uso del espacio público estuvo reglado en no pocas
ocasiones en función de la clase y del género, y los muy norma-
tivos manuales de urbanidad seguramente contribuyeron a apun-

70
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

talar esta reglamentación. En el teatro, por ejemplo, las mujeres


por lo regular eran “atendidas por hombres de su misma esfera
social y por ello protegidas de encuentros con extraños, no so-
licitados”. Si esto no se tenía en cuenta, su respetabilidad corría
peligro (Agostini, 2001: 284). La doble moral que subyace a estas
reglas de conducta impregna a los manuales de urbanidad y, en
general, a la vida en sociedad de la época, y sus implicaciones en
lo relativo al cuidado del aspecto por parte de las mujeres serán
analizadas más adelante.
Volviendo al tema de la sexualidad femenina, tan importante
cuando se estudian cuestiones de vestido, moda y, en general, apa-
riencia personal, conviene recalcar que durante todo el siglo xix,
desde un punto de vista de la moral dominante, el único fin del
sexo, para la mujer, debía ser la reproducción –preferiblemente en
el seno del matrimonio–, así que, en especial cuando México se va
adentrando en el porfiriato, las normas sexuales que idealmente
han de regir la vida de una mujer “decente” se tornan rígidas y
asimétricas asimétricas en relación con las que rigen la sexualidad
masculina: el adulterio, por ejemplo, se considera durante todo
el siglo, y mucho más allá, ya en pleno siglo xx, un problema y
algo moralmente reprobable sólo cuando es practicado por la mu-
jer–. La biología está descubriendo en este fin del siglo xix, que la
ovulación femenina, espontánea, sucede de forma independien-
te del placer, lo que evidencia que el orgasmo de las mujeres no
resulta imprescindible para procrear. De este modo, una “señora
decente” que se considere “normal” debe conducirse en su vida
sexual con pasividad y una casi inexistente sensualidad; debe mos-
trar autocontrol y contención, materializados en exiguos deseos
sexuales –apenas suficientes para entregarse amablemente a sus
obligaciones sexuales como esposa, pero nunca como para que lle-
guen a ser una motivación en su vida– y una economía frugal de
las pasiones (Núñez Becerra, 2008: 62). Las prostitutas –una vez
más–, las amantes del sexo y las que prefieren tenerlo con otras
mujeres quedan, obviamente, fuera de este tipo ideal. El discurso
oficial –construido en el ámbito masculino– identifica, enuncia y

71
Beatriz Bastarrica Mora

naturaliza,5 de modos diversos, una fachada grupal/personal co-


rrespondiente a cada uno de los cuatro grupos y sus integrantes, y
todas las integrantes de los tres últimos grupos resultan transgre-
soras en alguna medida del ideal de lo femenino. Ya he hablado
de la de las prostitutas. Acerca del aspecto exterior –fuertemente
unido al comportamiento social– de las lesbianas, autores como
Suárez Casañ –hombre–, opinan que, por excesivo, resulta mas-
culino y, por lo tanto, transgresor de las normas, dinamitador del
sacrosanto dimorfismo sexual,6 garante del orden social: “Suelen
ser de aspecto exterior varonil y desgarbado, e imitan al hombre
de igual a igual, juegan, fuman y dicen groserías; el vulgo las dis-
tingue con el nombre de marimachos” (Suárez Casañ en Núñez
Becerra, 2008: 65). Los periódicos, en ocasiones incluyeron notas
sobre mujeres que, con su comportamiento, encarnaban este tipo
social que socavaba el orden ideal: por violentas, por “masculinas”
o, como en el ejemplo que sigue, por ambas cuestiones.

Dos amazonas
La tarde del juéves, dos hijas de Eva, fuertes y varoniles, tuvieron un duelo
en la cuadra que está á espaldas del Liceo de Varones. El duelo fue á puñal:
una de las combatientes resultó con dos heridas, una en el brazo y la otra en
el pecho.
La vencedora recibe los laureles que vds. quieran mandar en chirona.
(Juan Panadero, domingo 26 febrero 1882, núm. 996. bpej.)

El tercer grupo, el de las mujeres sexualmente provocadoras –


lleven a la práctica su sexualidad activa o no–, aparece en parte,
en mi opinión, encarnado simbólicamente –y al mismo tiempo
camuflado– en el tipo social de la “coqueta”, que es el que final-
mente nos conducirá a una reflexión en profundidad acerca del
concepto mexicano decimonónico de belleza femenina, así como

5. Y, con ello, contribuye al reclamo para sí de las esferas de lo público y de lo político, al


fijar la diferencia entre hombres y mujeres “fuera de cualquier construcción humana”,
como “parte del orden natural o divino” (Scott, 2001:73).
6. Entenderemos por dimorfismo sexual la diferenciación clara y sin ambigüedades de
los géneros masculino y femenino por medio del atuendo, el peinado y el maquillaje. Es
decir, la naturalización del dimorfismo sexual contribuye, también, a la naturalización
de la construcción por oposición de complementarios de los géneros masculino y
femenino.

72
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

de las estrategias que se identifican en su construcción y su refor-


zamiento.
La presencia en el imaginario de la época de este personaje
se puede rastrear en los periódicos y la literatura del momento.
En el libro Los mexicanos pintados por sí mismos, por ejemplo, se
le dedica un capítulo completo, impregnado de un sesgo a todas
luces negativo, quizá porque, de nuevo, la coqueta es un personaje
transgresor, que no se adapta a los requerimientos de la “seño-
ra decente”7 y, por lo tanto, escapa al orden “natural” de orde-
namiento de los géneros: es vanidosa, inconstante, trivial en sus
afectos y refractaria a la maternidad.8 En la litografía que ilustra el
texto, observamos a una mujer de clase media-alta que no enseña
mucha más piel que los otros personajes femeninos del libro, pero
sí muestra, al levantar ostensiblemente su falda, su pequeño –y,
en el México decimonónico, muy erótico– pie, de la manera más
intencionada, al mismo tiempo que, como prueba de su vanidad,
se mira de reojo en el espejo. El autor –hombre– atribuye esa co-
quetería extrema nada más y nada menos que a la emancipación
de la mujer9 y, en un arrebato final de orgullo masculino, decide,
o eso se puede inferir al leer sus palabras, que, de todos modos,
es la “coqueta” un mal menor, pues al menos se centra en sobre-
dimensionar su condición femenina y no en irse en la dirección

7. La “Señora decente”, el “ángel del hogar” es el ama de casa entregada, amorosa,


sacrificada, siempre sonriente, siempre dispuesta, bella desde su pureza y asexualidad,
sumisa y suave.
8. “La coqueta es una muger (sic) que se encapricha en conquistarse adoradores con las
armas de un atractivo que le ha negado el cielo, pero que su vanidad y su malicia saben
aparentarlo con numerosos y admirables artificios (…). Entre los veinte y los treinta es
cuando las jóvenes se dedican á la música, al dibujo y al bordado, porque se imaginan
que bajo la sombra de una preceptora pueden impedir que se marchite su infancia. (…)”.
“Pero cuando conoce que no por falta de años sino de esposo no tiene un nietezuelo,
y se empeña en no pasar la puerta de la vejez sin su acostumbrada comitiva de
adoradores, entonces ya no se chancea sobre su edad, sino que hace decididamente el
papel de anciana ó el de niña (…)” Ignacio Ramírez, en Los mexicanos pintados por sí
mismos, p.136.
9. “La emancipación de la muger ha producido el fruto unas veces amargo y otras dulce
de la coquetería. Donde la muger es esclava como en Asia, y cuando como en Roma
y Atenas se la ha clasificado entre los bienes semovientes, en vano se buscará una
coqueta, pues la mujer carece de voluntad.” Ibidem, p. 139.

73
Beatriz Bastarrica Mora

opuesta y acabar convertida en una versión nacional del “fastidio-


so dandy”.10
Ya a finales del Segundo Imperio11 encontramos en el diario
tapatío La Prensa, el siguiente poema dedicado a este personaje:

a una coqueta.–tienes en ese cuerpo –tanta sandunga– que á todo el que


te mira –vuelves tarumba. –más, según creo, –vuelves á todos tontos– y á
nadie ciego.
–¿Por qué tanto te miran –y por qué tanto– tus miradas los hombres –andan
buscando? –Porque hay en ellas –el más falso artificio– de las coquetas.
–Déjate de esa vida –de mujer necia; –mira que con los años –va la experien-
cia; –y ten cuidado, –que acaban las coquetas –por vestir santos. (La Prensa,
11 de octubre de 1867, bpej)

Quiero centrar la atención, por un momento, en el término “arti-


ficio”, empleado por el autor como atributo de la “coqueta”, y
aprovechar para recuperar el personaje de la china poblana, tipo
femenino que vivió su mayor esplendor en México durante la pri-
mera mitad del siglo xix. Nos encontramos aquí ante una nueva
dualidad femenina presente en el discurso masculino, en este
caso, la de lo artificial versus lo natural. La china es presentada, a
mediados del siglo, como una especie de hermoso animal salvaje,
puro y bello en sus afectos y en su aspecto, pero no por obra de
la “civilización”, sino de su cercanía con lo natural/salvaje, con
lo que aún no ha sido domado y contaminado por la vanidad y
el artificio: su pelo largo, negro y brillante no se adorna con pos-
tizos ni moños; se resiste al uso del corsé y, con ello, su talle se

10. “Abandonada entre nosotros frecuentemente la muger á sus propios recursos y


sin otra profesion que la de agradar, pide al arte lo que le ha negado la naturaleza,
y procura identificar su imagen con los mas ardientes deseos; mas para que pueda
provocarlos, es indispensable que aparezca siempre como muger, supuesto que el
secso á que pertenece es el primero de sus atractivos. Así que es, siendo la mitad mas
hermosa del género humano, muchas veces tan fea como la otra mitad, no debe la
muger adoptar el trage varonil sopena de perder las apariencias del tesoro que oculta
y de abdicar la coquetería. Si en nuestra patria se hubiera adoptado esa moda anti-
coqueta presentaríamos en nuestro tipo un fastidioso dandy en lugar de esa joven
graciosa y provocativa.” Los Mexicanos Pintados por sí mismos, p. 140.
11. Se entiende por Segundo Imperio al periodo de la historia de México que transcurrió
entre 1863 y 1867, y en el que, con la intervención decisiva de Francia, ocupó el poder
el austriaco Maximiliano de Habsburgo, como emperador.

74
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

mueve libre; su falda y las mangas de su blusa son más cortas de


lo habitual y, en consecuencia, muestran su piel, siempre limpia
y siempre perfumada con aromas naturales, de flores y jabón.12
La coqueta, sin embargo, es vista a menudo como una mujer pre-
ocupada en exceso por su aspecto, que arregla, modificay camu-
fla sin cesar con toda clase de cosméticos, tejidos y artilugios. El
sobredimensionamiento de su aspecto se consigue por medio de
la sobreacumulación de artificios. ¿Qué tienen en común ambos
tipos sociales? Un rasgo que el discurso masculino atribuirá a la
condición femenina durante todo el periodo del que aquí habla-
mos –y desde antes y, en desafortunadas ocasiones, aún hoy–: la
irracionalidad. La china es irracional porque entrega su cuerpo y
sus afectos de un modo bondadoso, pero basado en las pasiones;
la coqueta lo es porque no entiende que, con su comportamiento,
se desvía del destino ideal al que deben aspirar las mujeres: el
hogar, el matrimonio, la maternidad. Y, en ambos casos, la fachada
personal de una y de otra, y la representación que estas fachadas
ayudan a escenificar, colaboran activamente en la construcción
del personaje. Otra cosa que ambos tipos tienen en común, y aquí
se puede generalizar a las representaciones de una gran porción de
la población mexicana femenina de entonces, es que esa fachada
busca, debe, tiene que ser bella.13 El siglo xix es, como sabemos, el
del bello secso:14 las mujeres, intuitivas, emocionales, irracionales
–atributos repetidos ad nauseam en multitud de textos literarios
y periodísticos mayoritariamente firmados por hombres–, luchan
por traducir, consciente o inconscientemente, esas características
en su belleza exterior –a su vez, se insiste, reflejo de la interior–
que, sea poca o mucha, se da por sentada, por congénita.15

12. Los Mexicanos pintados por sí mismos, p. 94; “La china mexicana, mejor conocida como
china poblana”, (María del Carmen Vázquez Mantecón, 2000: 126).
13. “Primer mandamiento de las mujeres: la belleza. ‘Sé bella y cállate’, se le ordena, quizá
desde la noche de los tiempos.” (Perrot, 2008: 62).
14. La referencia al género femenino como “bello secso” o “bello sexo” es constante en la
prensa y la literatura de la época.
15. La belleza de la mujer es un componente casi obligatorio de su imagen, imagen que
construyen, en muchos casos, los hombres, y que sirve para darle un aspecto visual,
físico, al ideal de la mujer perfecta.

75
Beatriz Bastarrica Mora

El problema, la trampa de esta dinámica, es que la belleza pue-


de convertirse en un arma de doble filo: ahí tenemos el caso de la
coqueta, que en la búsqueda obsesiva de la belleza y la admiración
termina por perder el norte de su vida. A la mujer se le pide que
sea bella, pero no tanto, y esta exigencia parece prevalecer en al-
gunos sectores masculinos durante todo el periodo expuesto aquí.
Ya en 1907, de nuevo, el bisemanario tapatío El Kaskabel –que con
cierta frecuencia incluye editoriales y artículos sobre las mujeres
recalcitrantemente machistas a ojos actuales–, da los siguientes
“Consejos a las mujeres bonitas”:

Yo divido á las mujeres en las siguientes categorías:


Bonitas, graciosas, simpáticas, sabrosas, feas y caras de ídolo.
Las bonitas hacen la desgracia de cualquier marido, confiado y buenote, y la
felicidad de cualquier vecino listo y mujeriego.
Las graciosas y simpáticas son las nacidas para el hogar y para la familia, y
son á manera de un terrón de azúcar en la vida de los hombres.
Las sabrosas son como á modo de un plato de jocoque, ó un taco de panela,
ó una rebanada de sandía. Son de esas que, al verlas, no puede uno menos
que escupir aguado. Estas pueden hacer la felicidad de un cónyuge, cuando
menos por un mes, ó dos, ó á lo sumo hasta que viene el primer retoño.
Las feas son aquellas á las cuales deberían pegarles dos tiros antes de nacer,
para que no siga la raza.
Y caras de ídolo, como su nombre lo indica, son aquellas que se parecen á
Robledillo, rey del alambre flojo y príncipe de los feos.

Centrémonos, a la hora de analizar el párrafo precedente, en el


hecho de que el articulista –que escribe en un periódico humo-
rístico, es cierto, pero en cuyos comentarios se pueden identificar
cuestiones que ya he abordado anteriormente–, basa gran parte
de su apreciación/clasificación del género femenino en cualidades
físicas, estéticas. De nuevo, aquí encontramos esa constante incli-
nación a asociar la belleza exterior de la mujer con su interior. Y,
de nuevo, cuando llegamos al siguiente párrafo, aparece el peligro

La medida de la moralidad femenina es el juicio masculino, que establece el parámetro


de lo moral y lo inmoral. (…) Lo importante no es entonces la virtud, sino su fama. La
imagen de la mujer prefecta, “depósito de valores y cualidades”, perpetuada a través
de las generaciones, era tan vigente en México, que sorprendía a los viajeros que lle-
gaban al país. (Ramos Escandón, 1987:155)

76
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

de la belleza, la advertencia contra la vanidad y el abismo de sole-


dad a la que puede conducir:

Dadas estas definiciones cabe preguntar: ¿Cuáles son de estas mujeres las
más infelices?
Pues por lo poco que he podido ver, las más infelices son las bonitas.
(…)
En efecto. Hay mujeres bonitas que se hacen la vida pesada ellas solas.
Comienzan por tener un orgullo de princesas rusas, sin más fundamento que
su hermosura (…)

Por causa de este orgullo, afirma el autor, los hombres no se les


acercan, y esto se convierte en el primer motivo de infelicidad para
las “mujeres bonitas”, pues debido a ello, no alcanzan a conocer el
amor conyugal. Y es que “el corazón de la mujer, sea bonita ó fea,
necesita de la savia del amor para vivir”. (De nuevo, la imprescin-
dible naturalización de los principios del discurso dominante, que
permite que éste lo siga siendo.) Después, pasados los años, llega,
de forma repentina y dramática, el “ocaso” de su hermosura y les
llega en la peligrosa y mal vista soledad:

¡Pobres bonitas! Son entonces pordioseras del amor, que envanecidas con
sus triunfos de juventud, oyendo aun los mil piropos que se desgranaron
en sus oídos cuando fueron bellas, contemplan la ruina de su hermosura, el
desdén de los hombres y el supremo desencanto de la vida.
¡Oidme mujeres bonitas! No olvidéis que vuestra belleza es como la frescura
de las flores. Si gastáis la juventud en despreciar á los hombres, llega después
tiempo en que os agarráis de un tizón ardiendo!
kaskabel. (El Kaskabel, 10 noviembre, 1907, núm. 94)16

16. Las notas periodísticas que versan sobre esta dualidad mujer bonita/mujer fea son
frecuentes en la prensa de la época. La siguiente abunda en la misma cuestión. Escrita
por un hombre –como casi siempre sucede–, da razones similares para explicar por
qué las mujeres feas encuentran marido con mayor facilidad que las bellas:
La Gaceta de Guadalajara, 4 de mayo de 1902, núm. 14.
para las damas
bellas y feas; ¿quiénes son más virtuosas y felices?
(a continuación se incluyen varios fragmentos de la nota)
“La belleza es gloria, pero efímera.”
“La misión suprema de la mujer sobre la tierra es la familia” (y la belleza puede
interponerse entre ambas)

77
Beatriz Bastarrica Mora

Según otros autores casi contemporáneos del anterior,17 las


mujeres bellas son exigentes en exceso, salen “caras”, dado que
necesitan constantemente adornarse con sedas y joyas y, además,
resultan “peligrosas”, pues están de forma permanente en el cen-
tro de atención, al despertar el deseo en los demás hombres. Las
feas, por el contrario, se conforman con poco y se esmeran en ser

“consignemos luego los hechos y sentemos que el número de las feas que se casan,
excede incomparablemente, en proporción, al número de las hermosas que logran
encontrar marido.”
“(…) la feas son más ‘casables’ que las bellas.”
(¿por qué?)
“La belleza embriaga á la mujer, la impregna de altivez, y de orgullo, la transforma
de sumisa en dominadora, de humilde en altiva, de esclava en emperatriz. La mujer
hermosa se cree con derecho á exigir todos los homenajes, á imponer todas las
humillaciones, á reclamar todas las abdicaciones. El marido de la mujer hermosa sabe
que no podrá ser amo en casa, jefe en su hogar, guía y conductor de su familia. Que la
paz doméstica habrá de costarle el sacrificio de todos sus derechos y la enagenación
de todas sus prerrogativas.
La mujer hermosa es cara y exigente. Casarse con una bella es un acto de lujo: solo
pueden pagárselo los millonarios. (…) La mujer hermosa pide sedas, joyas, flores,
tapices, moviliario y decorado en que encuadrar su belleza. Difícilmente se resigna
al percal familiar y á la florecilla entreabierta prendida de los cabellos. Quiere, en su
calidad de reina, diadema, trono, cortesanos.
De aquí un segundo inconveniente: la mujer no solo es cara, sino también es peligrosa:
nos casamos para tener una mujer cuyo único pensamiento seamos nosotros, que nos
ame exclusivamente, que solo de nosotros reciba agasajos, á cuyo oído solo hablen
nuestros labios, y la mujer hermosa vive rodeada de la admiración de todos, envuelta
en el deseo de muchos, mareada por el amor de algunos. De ahí para el marido una
perpetua desazón (…)
No así las feas. Lejos de exigir culto y veneración, prodigan dulzura y afabilidad.
Sienten que les es necesaria una dosis inmensa de virtud, de mansedumbre, de
docilidad y de benevolencia para hacerse amar y preferir en general, y derraman por
donde quiera bondad y ternura.
Sabedoras de que no les basta “llegar á ver” para “vencer”, se proveen de todos los
atractivos morales, se procuran todas las seducciones intelectuales para suplir la falta
de encantos físicos. La hermosa se cree con derecho á ser ignorante y tonta, y la fea se
siente obligada á ser inteligente é instruida, (…)
Y luego la fea se conforma fácilmente con una posición modesta, con el aislamiento
del mundo, con la reclusión en el hogar. No vienen á distraerla de sus latos deberes
de esposa y madre; ni el incienso de la adulación ni el aplauso de los extraños, y vive
contenta, resignada y feliz, al lado de su esposo y cerca de la cuna de sus hijos.
La naturaleza, que parece inexorable y despiadada con las feas, ha sido en el fondo
misericordiosa con ellas, no les ha dado el talle esbelto, el contorno delicioso, la carne
marmórea, la pupila de fuego, el perfil griego ni los labios de púrpura; pero, en cambio,
les ha otorgado, á falta de la del cuerpo, la belleza del alma, la virtud, la inteligencia, la
ternura y la consagración irrevocable á su esposo y á sus hijos. Dr. manuel flores.”
17. Véase nota anterior.

78
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

bondadosas, comprensivas y resignadas, a sabiendas de que deben


ganarse la felicidad y la paz conyugal cada día. Incluso tienden a
cultivar más y mejor su intelecto, en una suerte de ejercicio com-
pensatorio por su fealdad. De nuevo, en este tipo de artículos, apa-
rece la visión de la femineidad como dualidad: ángel y demonio,
buena y mala, fea y bella. No existen mujeres de belleza “mediana”
en el imaginario de autores como el articulista de La Gaceta de
Guadalajara. Hay bellas y feas, malvadas y bondadosas. La idea de
la mujer, de este modo, se ordena, ella se vuelve inteligible y, apa-
rentemente, controlable, además de oponible, por su fuerte carga
de naturaleza e instinto, al otro extremo de la sociedad como un
conjunto de relaciones: el racional, el sereno y el proveedor hom-
bre (Scott, 2001: 66). Y, en este orden, la belleza emerge, tal y
como decía, como un verdadero peligro para el edificio social.
Y es que este acto de construir una representación de la mujer
realizado tanto por articulistas de prensa como, por ejemplo, los
fotógrafos, se llevó a cabo en el contexto de unas relaciones de
género esencialmente asimétricas, que lo convirtieron, además, en
un acto de poder. Del poder ejercido por los hombres sobre las
mujeres, un poder que se manifiesta tanto en prácticas cotidianas
de relación física directa entre unos y otras, como en otras de ca-
rácter simbólico como la que nos ocupa: la “fabricación” de una
representación de la mujer por parte del hombre. Si bien la teoría
feminista contemporánea demuestra que la categoría historiográ-
fica de “mujeres” (women) es engañosa e inexacta (Riley, 1988),
que muta con virulencia –en contenido e implicaciones– a lo lar-
go de la historia y que es ineficiente a la hora de caracterizar al
grupo de individuos inmenso y absolutamente heterogéneo que lo
integran, esta misma historiografía identifica y analiza el carácter
comúnmente antagónico de las relaciones entre géneros, y pone
en evidencia el hecho de que quien ejerce el poder trata, por lo
regular, de caracterizar a quienes integran el género subyugado
mediante generalizaciones que funcionan como mecanismos de
control (Perrot, 2008; Scott, 2001).

79
Beatriz Bastarrica Mora

II

Como se ve, la mesura en el recurso a la belleza netamente física


no fue la única limitante con la que se encontraban las mujeres a
la hora de participar en el juego de las apariencias. En esta misma
línea, la sencillez en los adornos, por ejemplo, también fue algo
muy apreciado por ciertos autores a la hora de valorar el aspecto
de las mujeres18 que, como vemos, debían, en una especie de esqui-
zofrenia social, tratar de ser discretas, pero, al mismo tiempo, fun-
cionar como estandarte viviente y ostensible de la riqueza de sus
maridos19 –las que tenían un marido con dinero, claro está–. Años
atrás, a la mitad del siglo, parece que las normas en torno al adorno
corporal femenino no habían sido tan rígidas. Son bien conocidas

18. Torres Septién cita al francés Verdollin. “Los relumbrones, la cargazón, el capricho
en la elección de los colores y dibujos extravagantes de su aderezo manifiestan un
afán vicioso de llamar la atención”. Este gusto por la sencillez y la austeridad en, por
ejemplo, el maquillaje fue común también en la Europa de la época –en historia del
vestido se le suele llamar “Belle Époque”–. Solamente en compañía del marido era
lícito y respetable el adorno, en palabras, de nuevo, de Verdollin: “La mujer casada
puede y debe adornarse cuando está presente el marido, y del modo que más le agrade
a él. La que se atavía con primor, cuando ni el esposo ni otro pariente la acompaña, se
expone a que las malas lenguas pregunten a quién quiere dar gusto con adornos tan
particulares” (Agostini, 2008: 286). Parece, además, que esta cuestión del rechazo del
exceso –exceso de belleza, pero también de afición por los accesorios complicados y
muy a la moda–, no fue privativa de México. Así, en Francia, por ejemplo, un escritor
consideraba que “the surest method for catching a husband is to appear ‘to have
simple tastes’’. (…) For a Young lady to have ‘simple tastes’ she must abhor cashmeres
and luxurious furs and utterly disdain expensive jewels and diamonds… until she finds
a good husband” (Perrot, 1994: 101).
“Too much is not comem il faut” (demasiado no es como debe ser), fue un dicho
común en la Francia del siglo xix, una suerte de mantra para aquellos miembros
de la élite que buscaban la “propriety” (decencia, buenos modales) como signo de
distinción respecto a las clases medias y bajas, en el campo de batalla diario del uso de
las fachadas personales como herramientas para la movilidad social. (Perrot 1994).
19. Philippe Perrot abunda sobre esta transferencia de la ostentación vestimentaria del
hombre a su esposa, en el contexto de la “gran renuncia” masculina –a los oropeles,
a los colores vivos, a cualquier signo de extravagancia en el vestir– que se produce
durante el siglo xix, en términos de vestido:
(…) bourgeois men displayed their glory or power in a oblique way, not through what
they were, but through what they owned. Men´s abandonment of sumptuous appea-
rance and acceptance of exile from their bodies endowed women with a new function.
The unchanged splendor of their toilettes and the opulence of their flesh signified the
social status and the monetary power of their fathers, husbands, or lovers, who amas-
sed wealth but did not exhibit it. (Perrot, 1994:.34).

80
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

las críticas de Madame Calderón de la Barca al exceso de joyas


y aderezos que ostentaban las damas capitalinas en cuanta oca-
sión social se les presentaba. Pero, en ocasiones, los articulistas
llegaban a ironizar –en un tono que rezuma cierto resentimiento–
sobre esta cuestión del vestido y la moda como armas usadas por
las mujeres para construir su fachada personal y sus estrategias de
sociabilidad: en un temprano y anónimo artículo titulado “Venta-
jas del secso débil”, publicado en el periódico tapatío La Voz de la
Alianza, el autor enumera, entre otras, las siguientes:

tercera ventaja: Que una mujer puede hacerse un vestido bonito y elegan-
te por un par de pesos que tiene que desembolsar su marido (se entiende si
es casada).
quinta ventaja: Que una mujer puede pintarse el rostro si está muy pálida,
y empolvárselo si está muy encarnado; y engordar a costa de su marido, para
salir a la calle, y enflaquecer á costa de la ropa cuando está en casa.
sesta ventaja: Que una mujer no entra en quintas ni sorteos, y puede que-
darse quieta y tranquila en su casa mientras su marido va á la guerra, y si lo
matan, se viste de luto para avisarlo á sus amigos lo mismo que si pusiéramos
papel de alquiler á una casa desocupada, y pronto encuentre quien la con-
suele y haga olvidar su pérdida.
sétima ventaja: Que una mujer en tiempo de calor puede tomar el fresco,
sin necesidad de quitarse la ropa, con tal de que se vista á la moda. (La Voz
de la Alianza, 10 de julio de 1849, bpej )

La indumentaria, a ojos de este autor, funciona para las mujeres


como un artefacto cargado con claras connotaciones de triviali-
dad y superficialidad: una suerte de excusa perfecta para mostrar
el cuerpo –librarse del calor gracias a la moda–, de diversión y
distracción –disfrutar haciéndose vestidos bonitos y elegantes a
costa del marido–, y de justificación, incluso, de ciertas actitudes
no del todo recomendables –el luto como signo de libertad– en
el trajín de lo cotidiano. Siempre gracias a los medios materiales
del esposo –y aquí el autor le da la vuelta a la tortilla de la osten-
tación masculina para convertirla en abuso por parte de las muje-
res–, la indumentaria, en definitiva, se nos muestra como un signo
negativo, situado en el lado oscuro del concepto decimonónico de
belleza femenina.
Cuando, a ojos de algunos autores especialmente recalcitran-
tes, el exceso de vanidad se cruza con la intolerable estrategia de

81
Beatriz Bastarrica Mora

pretender pertenecer a una clase social que no es la propia, una


última frontera se cruza y los cimientos del edificio social, siem-
pre a ojos de este particular grupo de pensadores, comienzan a
resquebrajarse.
De modo que en este contexto rayando en lo disfuncional, en
el que se produce la ya descrita difícil interacción entre la diná-
mica de ostentación de riqueza con la otra que da aliento a los
manuales –el mantenimiento del orden y la armonía social a través
del autocontrol y del respeto de la estructura ínter género de la
sociedad–, el vestido y la moda se erigen como poderosas, y peli-
grosas, armas al servicio de las mujeres –sobre todo las de clases
media y alta–, pudiendo funcionar como factor de armonización
entre ambas dinámicas, que ayudan tanto a las mujeres como a los
hombres a conseguir objetivos aparentemente tan dispares como
necesarios para su vida en sociedad: en el caso, por ejemplo, de
una mujer integrante de la elite urbana, ser reconocida en público
por los miembros de otras clases sociales como perteneciente a
una clase superior, privilegiada, y por los de la propia como una
igual y, además, como la extensión ostensible de alguien poderoso
–su marido–; y, al mismo tiempo, tratar de mantener la respetabi-
lidad como condición sine qua non para seguir perteneciendo de
pleno derecho al conjunto de la sociedad misma. Esta estrategia de
armonización se convierte en ocasiones en un verdadero ejercicio
de ingeniería estética y social. Las instrucciones que da la baro-
nesa Staffe, en sus Indicaciones prácticas para alcanzar reputación
de mujer elegante, de 1876, para llegar a ser una mujer chic son un
buen ejemplo de ello:

Nuestra mujer chic lleva un traje de lana o de percal y un sombrero adorna-


do por ella misma si no posee una fortuna, y parece que va mejor vestida que
otra. Es porque va bien enguantada, aunque sus guantes sean de algodón, y
muy bien calzada, sus bajos están extraordinariamente limpios, no le falta
un botón, y adviértese enseguida que en su traje todo está arreglado. Si lleva
una cinta hace con ella un gracioso lazo. Su sombrilla, su portamonedas, to-
dos los objetos de que las mujeres se rodean se hallan en muy buen estado.
(Baronesa Staffe citada en Agostini, 2001: 285)

Como se ve, una mujer chic no es necesariamente una mujer rica,


pero posee la habilidad de conseguir dos cosas por medio del cui-

82
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

dado meticuloso de su atuendo: ostentar –“parece que va mejor


vestida que la otra”, “adviértese enseguida que en su traje todo
está arreglado”, etcétera…– y cubrirse, por medio del traje, el
sombrero, los guantes y la sombrilla, lo más posible. Una “señora
decente” no podría actuar de otro modo: su honor es su principal
patrimonio, y enseñar piel de más lo pondría en peligro de manera
automática.

III

El cuerpo femenino sometido a juicio

Una conclusión de las cuestiones recién expuestas es que –quizá


de un modo no tan distinto a como sudece hoy en día–, durante el
siglo xix, y no sólo en México sino también en Europa y Estados
Unidos, el cuerpo femenino se erige como un asunto de interés
social de gran envergadura, en un momento, además, en el que en
estas regiones son intensos los debates en torno a la necesidad de
modernizar y “civilizar” a la sociedad, muchas veces a partir de la
“domesticación” de los cuerpos. Legislación, textos científicos y
pedagógicos, además de los ya mencionados tratados de buenas
maneras, ofrecen ahora las normas para controlar, entre otras
cosas, lo que el cuerpo puede y debe mostrar y esconder, expre-
sar y contener cuando se está en público (Tuñón, 2008). Reglado,
medido, medicado, adornado, representado, enjuiciado, vigilado
y, en no pocos casos, explotado, el cuerpo de la mujer, entonces,
del que tanto se habla indirectamente cuando se menciona y/o
describe su belleza,20 que es esculcado y controlado cuando su

20. Al revisar la prensa tapatía decimonónica, el cuerpo femenino, como todo y como
un conjunto de partes, se menciona en contadas ocasiones –casi siempre son el pie
y/o el cutis las partes del cuerpo que se señalan, como veremos más adelante–, en un
ejercicio que personalmente identifico con el pudor. La belleza de las mujeres, sin
embargo, es motivo de poemas, de notas de moda, de anécdotas de humor, y hasta
de crónicas sociales. Una belleza cubierta y aderezada por vestidos, chales, joyas y
flores, elementos todos feminizantes –es decir, no intrínsecamente femeninos, sino
culturalmente, convencionalmente, asociados al género femenino, y que sirven para
marcarlo y fortalecerlo-.

83
Beatriz Bastarrica Mora

dueña es una prostituta, que se venera con auténtico misticismo


cuando cumple su función procreadora o cuando protagoniza una
obra de arte, el cuerpo femenino, finalmente, vive, como decía, en
una inquietante disyuntiva –que, desde luego, no vivirá el cuerpo
masculino–: aquélla según la cual resulta un auténtico objeto de
adoración para muchos ámbitos de la cultura y la vida en sociedad,
pero, al mismo tiempo, carga con el sambenito de provocar indesea-
das –por moralmente reprobables– tentaciones al sexo opuesto, así
como de poseer el potencial para acarrear la perdición a su dueña.
En este maremágnum de intereses y expectativas cruzados,
existieron diversos ideales de belleza21 y fetichismos relacionados
con el cuerpo, algunos, fundamentalmente el del pie –siempre di-
minuto–, casi de carácter nacional. “Que de piés como aquél, dos/
Cabían en una mano.”22
El pie se erige como una preciada posesión para las mujeres,
como un elemento corporal que les otorga, por su magnetismo
erótico, cierto23 poder de manipulación sobre los hombres. Aun-
que, y como ya viene siendo habitual cuando se trata de la belleza
femenina en la época, se trata de un arma de doble filo, pues un pie
feo o excesivamente grande, puede resultar una maldición. Este
gusto, cuya generalización puede rastrearse desde antes del inicio
del periodo del que hablamos aquí, se basaba, en parte, y a tenor
de las opiniones de personas llegadas de otros países, en una reali-
dad anatómica: en sus memorias mexicanas, Fanny Calderón de la
Barca, al describir un baile de disfraces al que había sido invitada,
menciona los pies de las asistentes que, “pequeños por naturale-
za” y “apretados dentro de zapatos aún más pequeños”, perdían su
gracia al caminar y al bailar (Calderón de la Barca, 2006: 71). Para
el gusto mexicano,24 sin embargo, un pie así de pequeño parecía

21. Julia Tuñón (2008: 21) se refiere a esto como un “imaginario sobre el cuerpo
cruzado de tensiones”. Queda pendiente un estudio en profundidad de los distintos
estereotipos de belleza en el México de la época, femeninos y masculinos.
22. “Contra los belgas”, La Mariposa, Periódico Semanario Dedicado al Bello Sexo, Año I,
núm. 4. bpej.
23. E inusual, por lo normalmente asimétrico de las dinámicas entre ambos géneros.
24. Si bien Madame Calderón de la Barca sse muestra extrañada por el gusto mexicano por
el pie pequeño, autores como Philippe Perrot (1994) han demostrado que esta afición
también se dio en otros países, como por ejemplo, entre la burguesía francesa .

84
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

ser la quintaesencia de la belleza y lo femenino. Así, ese “piece-


cito de crema de carne humana”, “breve como el suspiro, sensual
como el contacto de la hoja de rosa en los labios”, que Guillermo
Prieto (1969: 204) describe casi lujuriosamente cuando habla de
la china, se menciona con frecuencia al hacer recuento de las vir-
tudes físicas de las mexicanas, tanto en el ámbito de la estética
como en el de su faceta de catalizador de la tentación sensual.25
Por ejemplo, en prácticamente todas las ilustraciones del libro Los
mexicanos pintados por sí mismos en las que aparece un personaje
femenino, éste es representado siempre con pies sensiblemente
más pequeños que los de los personajes masculinos que aparecen
en la misma compilación. De la misma década es el artículo titu-
lado “Memorias sobre el matrimonio, donde se trata de cómo las
mugeres (sic) pueden hacer mas duradero el amor de sus mari-
dos”, aparecido en el tomo ii del Museo Mexicano, el año de 1843.
A propósito del pie de la mujer mexicana, el articulista –que firma
con un escueto “yo”–, dice:

Las mexicanas deberán tener entendido que por lo pequeño y bien formado
de sus pies, ejercen un poderosísimo influjo en su felicidad. ¿Cuántos hom-
bres se enamoran y casan solo por la influencia y atractivo de unos pulidos
pies? ¿Cuántos estrangeros se hacen católicos, se casan con una mexicana y
ganan tal vez hasta la gloria eterna, cuyas puertas hubieran hallado cerradas
á la hora de su muerte, á no ser porque el mágico atractivo de unos pies los
hizo entrar en el gremio de la iglesia católica?
(…)
Los escultores y los pintores dicen que es contra las reglas del arte y del
buen gusto un pié pequeño. Digan lo que quieran: nunca prevalecerán argu-
mentos que tienen en contra la opinión de todo el mundo, y lo que es mas,
la mía, que me salgo de misa por ver los primorosos piés de mis paisanas.

25. Una zona erógena se puede señalar tanto mostrándola como ocultándola. El artículo
de F. Núñez, en La Ilustración Mexicana, de 1851, sobre el pie de la mujer mexicana
ilustra esto a la perfección:
El calzado es un punto delicado, sobre todo para pies tan pulidos como los que
produce el Anáhuac: en París hay en eso una variedad inmensa, pero aquí no se
abandona el zapato negro de seda. Hay cosas que deben ocultarse, y una de ellas
es el pie; para ello habrá motivos fundados ó no los habrá; pero el caso es que
un pie femenino es una especia de secreto diplomático ó plan de conspiración, y
solo á un descuido se debe alcanzar á divisarlo. La Ilustración Mexicana, de 1851
tomo i, 1851, p. 117, hdnm.

85
Beatriz Bastarrica Mora

Pero hablemos seriamente. Nadie mejor que las mugeres conocen cuál
es la importancia de sus piés. Pues, ¿por qué empeñarse en quitarles la per-
feccion que les dio la naturaleza? (…)
Así pues, lo que deberá asear y adornar con mas esmero una muger, son
los piés (Museo Mexicano, 1843, Tomo ii, p.47).

Si bien la moda de los zapatos excesivamente pequeños a la que


aludía Madame Calderón no sobrevivió a la década de los cuarenta,
el gusto por los pies diminutos sí lo hizo. “No cabe duda de que el
extranjero se hubiera sorprendido al advertir la importancia que en
el país se le daba al pie” (Cosío Villegas, 1993: 473),26 se nos dice
de la mentalidad nacional al respecto, allá por la década de los años
setenta. Ya en 1907, el bisemanario humorístico tapatío El Kaskabel,
en su línea editorial afecta al sarcasmo, titula un artículo, sin firma,
“Pieses y calzado” (El Kaskabel, 14 noviembre, 1907, núm. 95.
bpej),27 que comienza con una afirmación de la pequeñez generali-
zada del pie –masculino y femenino– en México, y continúa con la
justificación, implícita del gusto –erótico y de clase–, por esta talla:

No cabe duda que los mexicanos, hombres y mujeres, particularmente las


últimas, tenemos los pies muy chicos –que modestia, verdad?
Pero es lo cierto; como que haciendo comparaciones con las patas de
otros cristianos, nos llevamos la palma. Y como el pie chiquito es tema obli-
gado como gracia y cualidad de toda mujer bonita de novela, de cualquier na-
cionalidad, y donde leemos aquello de “con su pequeño pie”, “sus lindos pie-
cecitos primorosamente calzados”, epítetos que bastan para figurarnos á una
mujer bella y aristócrata, porque no se consibe (sic) que éstas sean patonas.

El autor encuentra un motivo de orgullo nacional en el hecho de


que, por más que lo intenten, franceses y alemanes no podrán
igualar a los mexicanos en cuestión de tallas de pie femenino:

Y como esto se les figura tanto á franceses como á germanos ó sajones, pien-
so, yo que conozco á mucha gente de esas procedencias, que por aquellas
lejanas tierras no tienen ni la más remota idea de lo que es un pie chiquito

26. Como ya he dicho, quizás esta afirmación deba ser matizada a la luz de las
comparaciones que se pueden hacer hoy en día entre lo que pasaba en México y lo
que sucedía, por ejemplo, del otro lado del Atlántico, en Europa
27. Las citas del siguiente párrafo pertenecen, en su totalidad, a este artículo.

86
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

de mujer, pudiendo enviarles de aquí el zapato de la más patona tapatía, para


que allá se les caiga la baba al contemplar semejantes monadas.

Y, finalmente, exhorta a los comerciantes del ramo zapatero a no


perder de vista esta cuestión, a ser coherentes con la fisonomía
nacional y producir, comprar y vender zapatos que sean adecua-
dos para el diminuto, exquisito, elegante y aristocrático pie de los
–pero sobre todo las– mexicanos y mexicanas:

Y no me explico por qué los comerciantes de calzado, que deberían tener


la vista sobre los piés de todos, no paran mientes en asunto de tanto interés
para ellos, como es la filiación, catadura, horma ó generales, de las patas de
sus conciudadanos, para no hacer (…) tamaños enormes que nadie busca.
Por eso de cuando en cuando aparecen en los aparadores esas “quema-
zones” (…) de calzado muy fino y á precios irrisorios; zapatos de hombre y
de mujer, legítimos americanos á cinco pesos el par! (…)
Y sucede aquí otra cosa: las yanquitas, por ejemplo, de siete u ocho años
piden en nuestras zapaterías número de mujer grande, mientras estas en los
e.u., pedirían números de niño para calzarse.
(…)
¡Valiente ocurrencia de los zapateros, de tener calzado grande que no
venderán nunca!

La temible edad

los sombreros en el teatro


Cuántos remedios se ha probado para quitar esta costumbre, muy poco bella,
por cierto, del bello sexo.
Pero ahora que venga la temporada de Drama Italiano, no tendremos que
sufrir esas molestias, pues en la puerta de entrada al salón, se pondrá un gran
letrero que diga:
“A las señoras o señoritas que tengan 35 años ó más, se les permitirá que perma-
nezcan con el sombrero puesto”
Y así, me cuelgan si hay alguna que esté con el gorro calado.
(El Kaskabel, 2 de febrero, 1908, núm. 118, bpej)

Otro asunto relacionado directamente con el cuerpo y la belleza


femeninos es el de la edad. “Apenas existen mujeres de cuarenta,
ni de cincuenta años; la gran mayoría vive en los treinta hasta llegar
a los sesenta”, dice Severo Catalina a finales del siglo, cuando habla
de las mujeres capitalinas de las clases media y alta (Montero

87
Beatriz Bastarrica Mora

Recoder en Tuñón, 2008: 307). La edad, tan relacionada con la


belleza, y una especie de espada de Damocles que pende sobre las
cabezas humanas, afectará de distinto modo, en el aspecto simbó-
lico, a mujeres y hombres. Así, una mujer de 35 años ya era consi-
derada vieja –con toda la carga negativa que eso conllevaba, y más
aún si no se había casado– mientras que “un hombre de 30 está en
la ‘puerta de la vida’” (Montero Recoder en Tuñón, 2008: 283).
La vejez, por tanto, no era cosa buena y resultaba común –tam-
poco es que no lo sea ahora– que muchas mujeres y algunos hom-
bres de cierta edad la ocultaran quitándose años, en un ejercicio
de vanidad que, por cierto, no les estaba permitido a prostitutas,
empleados domésticos y, por supuesto, a presidiarios, cuyas fichas
profesionales y de penitenciaría contenían, entre otros datos, su
fecha de nacimiento o, más comúnmente, su edad.
En este contexto, es fundamentalmente a las mujeres –aunque
no únicamente– a quienes corresponde la devoción por los pro-
ductos cosméticos, tanto comprados como hechos en casa siguien-
do recetas aparecidas en distintas revistas, que pretenden atajar,
o al menos camuflar, los signos del envejecimiento.28 La atención

28. El “Jabón Real de ‘Thricade de Violet’” se anunciaba en la Moda Elegante Ilustrada el 28


de febrero de 1874 como “el único que recomiendan los médicos más afamados para la
higiene, el aterciopelado y la frescura de la piel”; pero también estaban, como es lógico,
a disposición de las tapatías productos importados o nacionales en los comercios de la
ciudad. El camuflaje de los signos de la vejez es una de sus características principales
(y, todo hay que decirlo, en el caso del siguiente anuncio, es muy probable que el
producto fuera usado tanto por mujeres como por hombres):
se acabaron
las
canas
-
tintura japonesa para teñir el pelo
-
Infalible, instantánea, inofensiva.
Devuelve inmediatamente al pelo su color primitivo, ya sea negro
O castaño, sin alterar su brillo ni su flexibilidad.
Se halla de venta en la Botica de D. Lázaro Pérez, y en el almacén de drogas y
productos químicos de Lázaro Pérez e hijo.
precio:
Una caja…… 2 pesos
La docena….20 pesos
(Juan Panadero, 12 de enero de 1874, bpej)

88
Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

se fijará en especial en el rostro, el pelo, el talle y –¡por supues-


to!– los pies, partes del cuerpo que cierto consenso social deter-
minó a lo largo del tiempo que resultaban buenas indicadoras de
la juventud y de la vejez. Así, para parecer joven –y continúo ha-
blando del ideal de belleza urbano, burgués y finisecular, aunque
no hay, de momento, motivos para pensar que tiempo atrás, en el
segundo tercio del siglo, las cosas fueran muy diferentes–, la piel
que circundaba a los ojos debía carecer de arrugas, el cutis debía
ser pálido –una piel morena o bronceada habría denotado cierta
genética y/o costumbres laborales no deseadas para conformar la
belleza “ideal”, dependiente de la capacidad de la susodicha para

89
Beatriz Bastarrica Mora

ejercer un ocio ostentoso–29 y las mejillas sonrosadas,30 el cabe-


llo largo y peinado de forma adecuada –“recogido en bucles o en

29. Es decir, que un cutis moreno remitía a las clases bajas por dos motivos: por la
asociación del fenotipo indígena con ellas, y por el hecho de que los miembros de
estas clases trabajaban, y lo hacían, además, realizando actividades físicas al aire libre,
bajo el duro sol. Esto, desde luego, tampoco fue privativo de México (Perrot, 1994).
En ocasiones los anuncios de productos para blanquear la piel fueron relativamente
sutiles con la cuestión, pero otras veces sus mensajes fueron directos y, a ojos actuales,
resultan racistas. En una escala ascendente en lo relativo a esto, sirvan los siguientes
ejemplos:
avisos
¡interesante
para las señoritas!
cascarilla de caracol de persia
para blaquear y embellecer la cara
e. rimmel- londres
Esta admirable e inofensiva preparación, es usada por las mujeres de Circasia y
Georgia, para dar al cútis la blancura de la perla y la suavidad de la seda.
Hace desaparecer todas las manchas de la cara, comunicándole salud y hermosura.
Puede emplearse con el mismo buen resultado para blanquear y suavizar el
cuello, los brazos y las manos. Produce un efecto tan extraordinario que no se
puede distinguir del color natural.
Tiene un perfume esquisito (sic), y es verdaderamente un artículo indispensable para
el tocador de las señoras.
Único depósito en la botica de Lázaro Pérez. Guadalajara.
precio del paquete--à un peso
Juan Panadero, Jueves 31 octubre de 1872, núm. 25. BPEJ.
-----------------------------
“jabon de leche de burra. blanquea que es una barbaridad.”
El Kaskabel, 16 junio 1907, núm. 59. BPEJ.
-----------------------------
“Quiere usted ser blanco?
jabon de leche
Depósito: Droguería Continental”
El Kaskabel, septiembre 2 1906, núm. 11. bpej.
----------------------------
“¡guerra a los prietos! jabón de leche de burra!”
El Kaskabel, 13 junio 1907, núm. 58. bpej.
30. avisos
hermosura y juventud
roscina del japón
Para dar á las mejillas el color suave y delicado de la rosa. El matiz que produce no se
distingue del natural, y comunica al cútis la frescura, lozanía que son la base de la
belleza.
La Rosina del Japón y la Cascarilla de Caracol de Persia son para las señoritas un precioso
talisman para conservarse siempre hermosas.
Un pomo vale…….. $0 50 c
La docena………….$ 4 50 “
Único depósito en la Botica de D. Lázaro Pérez.
Juan Panadero, jueves 27 marzo 1874, núm. 67. bpej.

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Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

chongo” (Montero Recoder en Tuñón, 2008: 299)– para denotar


castidad, el talle delgado –con la ayuda del insalubre corsé– y los
pies, pequeños.

Reunión Herrera, en una fotografía tomada probablemente en la década de 1870,


peinada y vestida a la moda –tirabuzones colgando y chongo alto sobre la coroni-
lla–, en una actitud decorosa, con los brazos pegados al tronco, las manos sobre el
regazo y el cuerpo ladeado. Fuente: colección personal de la autora.

Y todo, para parecer joven. Finalmente, una vez cruzados y que-


mados todos los puentes, una vez llegado el momento en que ya no
se podía seguir ocultando la vejez por más tiempo, la vía más apro-
piada y digna de tomar era “saber envejecer” (Montero Recoder en
Tuñón, 2008: 314), hacerlo en el seno de la familia previamente
formada, desempeñando un rol como matriarca y cuidadora de
los nietos, de los sobrinos o, incluso, los bisnietos, y sirviendo,
además, como nexo intergeneracional gracias a los recuerdos y la
experiencia acumulados. La mujer que emprendía este camino,
reducía de forma drástica su vida social –fiestas, bailes o paseos–

91
Beatriz Bastarrica Mora

(Montero Recoder en Tuñón, 2008: 314),31 no exageraba el uso de


cosméticos, como cremas o tintes para las canas, porque el cabello
cano oscurecido le restaba gravedad a la portadora de la melena,
y, con ello, abandonaba definitivamente el juego, que, en el campo
minado que representaba el universo de la belleza, había jugado
durante su juventud y su primera madurez.
Las mujeres más humildes, sin embargo, no tuvieron acceso a
esta suerte de “retiro dorado”. Ellas debían trabajar fuera del ho-
gar, y su aspecto cansado, y muchas veces prematuramente enve-
jecido, se evidencia en las imágenes que de ellas nos han llegado.

31. Ignorando los atractivos que le quedan, libre del cuidado de su casa, no teniendo
ya por nada el mundo, ni sus vanidades, vuelve a hallarse en el seno de los suyos, a
quienes prodiga los tesoros de su experiencia. L. (Aimé Martin, de El Correo de las
Señoras, 1885, citada por Montero recoder en Tuñón 2008 p. 315).
De hecho, existió durante el Porfiriato entre los medios escritos la idea de que, entre
las mujeres, no había que esperar a la vejez para ralentizar y encerrar el estilo de vida
tras las paredes del hogar:
Cuando toma el augusto carácter de sacerdotisa del hogar, cuando recibe el santo
nombre de madre, cambia de costumbres; su amor á las fiestas se extingue; su aturdi-
miento juvenil se calma, su pasión á las galas se amortigua. La mujer mexicana es el
ángel custodio del hogar, y vela en la alcoba de su hijo, sin que ninguna fuerza tenga
poder bastante para arrancarla de allí. (El Regional (diario católico), 1905, núm. 207,
p. 4, citado por Meza Bañuelos en Vázquez Parada, 2008 p.154).
Y, al mismo tiempo, también funcionó un estereotipo de mujer frívola de posición
acomodada y actitud despectiva para con los que la rodeaban, que puede encontrarse
en la literatura, por ejemplo en las novelas de Rafael Delgado. “Para este tipo de
mujeres”, dice Cristina Concepción Meza, “lo más importante era participar en los
mejores bailes de la ciudad, acudir con los vestidos más modernos a las noches de
teatro o seguir los dictados de la moda francesa en cualquier ámbito” (Meza Bañuelos
en Vázquez Parada 2008 p. 158).

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Las representaciones mentales de la belleza femenina como forma de opresión en el siglo xix tapatío

Romualda Angarica, de profesión desconocida, tenía 57 años en 1888, el año en


que acudió a fotografiarse para su ficha del Registro de Domésticos de Guadalajara.
Fuente: Archivo Municipal de Guadalajara, Registro de Domésticos, libro 2.

Se observa, entonces, que el rasero para medir y valorar la be-


lleza y la juventud funciona de modo distinto para ellas: las mujeres
pobres, pero sobre todo para las pobres e indígenas. Lo comproba-
mos, por ejemplo, en la década de 1880, al leer la recién estrenada
revista La Mujer, de orientación progresista en muchos ámbitos, y
en la que se vierten estas opiniones sobre la las indígenas, las “mu-
jeres del pueblo”…: “Tema fecundo de lamentaciones es por cierto
el que nos ofrece la condición social de la mujer indígena, la mitad
que no podemos llamar bella de esa raza, descendencia abyecta
de aquellos que supieron causar asombro a las huestes vencedoras
que mandaba el gran conquistador Hernán Cortés” (La Mujer, 15
de julio de 1880. hndm). “La mujer indígena es peor, si cabe, que
el hombre”,32 continúa el articulista –que firma como Francisco
Aller y Álvarez–. Y en sus siguientes palabras parece esconderse
la explicación –coherente con las ideas que hemos ido desarro-
llando en las páginas anteriores, sobre la conexión entre pureza

32. A estas alturas, y tras todo lo expuesto en las páginas precedentes, ya no debería
extrañarnos la valoración negativa, desde el discurso dominante, de lo femenino en
relación con lo masculino.

93
Beatriz Bastarrica Mora

interior y belleza interior femeninas–, para este hecho: es peor, y


además no es bella, porque carece de moral, porque “vive entre-
gada a la embriaguez”, gastándose en alcohol lo poco que gana en
un empleo “mezquino”. “La pulcritud y la honestidad le son com-
pletamente desconocidas”, nos dice el autor, y lo único que puede
salvarla de la sociopatía, del odio injustificable hacia la mano que
le da de comer, es que “alguna familia la tome a su servicio” . Los
problemas, deduce el articulista, comienzan en la niñez, cuando es
“abandonada enteramente á (sic) la ociosidad…”
...se ocupa en juegos de mal carácter que solo sirven para arro-
jarla, cuando llega la juventud y con ella el desarrollo de las pasio-
nes, en el abismo de una prostitución, tanto más desastrosa cuanto
que no hay quien contenga su impetuosidad; teniendo los padres
el mismo vicio en tal grado, que no respetan ni aún los vínculos de
la sangre. (La Mujer, 15 de julio de 1880. hndm)
Atrás habían quedado los tiempos de la china y su belleza, su
piel morena, su talle libre y su pelo suelto, negro y brillante, de su
personalidad silvestre y amorosa. O, quizás, a la china se le había
permitido, en el imaginario popular, ser la china –libre, morena,
natural–, por representar, más que una persona real, un ideal. Para
estas mujeres, que además de serlo, eran pobres e indígenas, la
asimetría en las relaciones de poder se vería cristalizada con más
fuerza, con más solidez y con repercusiones más severas que en
ninguna otra clase social. Y todo a partir de algo tan aparentemen-
te inocuo como su aspecto externo.

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Archivos consultados

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Archivo Municipal de Guadalajara (amg)
Hemeroteca Nacional Digital de México (hndm)

Fuentes hemerográficas

Juan Panadero (bpej)


La Prensa (bpej)
El Kaskabel (bpej)

95
Beatriz Bastarrica Mora

La Gaceta de Guadalajara (bpej)


La Voz de la Alianza (bpej)
La Mariposa, Periódico Semanario Dedicado al Bello Sexo (bpej)
La Ilustración Mexicana (hndm)
Museo Mexicano (bpej)
El Regional (bpej)
La Mujer (hndm)

96
Capítulo 4
Construcciones masculinas durante y
después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara
(1914-1934)

Cristina Alvizo Carranza1

La Revolución mexicana y las construcciones de género

Autores como Mary Kay Vaughan (2001), Heather Fowler-Sala-


mini (2013), Susie S. Porter (2004), María Teresa Fernández
(2014), Reid Erec Gustafson (2014) y Robert Curley (2011)
concuerdan al señalar que la Revolución mexicana significó un
cambio en las relaciones de género. Fernández Aceves (2014: 64)
argumenta que la Revolución creó una serie de discursos y repre-
sentaciones sobre lo que debía ser un hombre. Gustafson (2014:
43) afirma que la Revolución glorificó a una serie de héroes mas-
culinos, desde los principales jefes militares (Madero, Carranza,
Obregón), hasta las masas rurales que se adhirieron al movimiento
armado; mientras que Madero representó una masculinidad
“porfiriana”, de sensatez y templanza, la híper masculinidad fue
representada por Francisco Villa y Emiliano Zapata, con quienes
el machismo adquirió otro significado, el del hombre guerrero,
agresivo, valiente y misógino. En tanto las figuras de Carranza y

1. Historiadora, Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Historia por el ciesas,


sede occidente. Adscrita a El Colegio de Jalisco.

97
Cristina Alvizo Carranza

Obregón representaron una masculinidad combativa pero dirigida


hacia el bien de la nación.
Robert Curley (2011: 19), por su parte, señala que a escala
nacional, los protagonistas de la Revolución “imaginaron la nación
en términos juveniles y masculinos” conformados en un esquema
binario: conforme una visión de juventud y virilidad, la Revolu-
ción pertenecía a los hombres, mientras que el espacio social de
las mujeres era la Iglesia.
En Jalisco, Fernández Aceves (2015: 64) identificó estos dis-
cursos en la prensa constitucionalista, específicamente en el Bole-
tín Militar. La autora señala que en dicho periódico se destacaron
las cualidades masculinas de los jefes constitucionalistas, a saber,
como hombres “activos”, “combativos”, “francos”, “forjadores”,
“honrados”, “justos”, “racionales”, “productivos”, “triunfadores”,
“valientes” y “viriles”. Estas cualidades estaban íntimamente liga-
das a lo que Gabriela Cano (2009: 69) define como “el ideal del
soldado revolucionario macho”, que era valiente y arrojado, “ca-
paz de responder de manera inmediata y violenta”. Como afirma
Robert M. Buffington (2015: 6), quien estudió las masculinidades
de la clase obrera en la ciudad de México de 1900 a 1910, estas
nuevas imágenes de los hombres reafirman que las masculinida-
des fueron construcciones complejas que no pueden quedar en-
marcadas sólo en la noción del “macho” que prevaleció durante el
porfiriato. Didier Machillot (2013: 17) concuerda con esta postu-
ra y afirma que la Revolución estaba forjando estereotipos de los
nuevos hombres que servirían como modelos masculinos para las
clases populares.
Esta lucha armada también creó contra-modelos conforme el
discurso de los hombres “cobardes”, a los que sintetizó en las figu-
ras de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta principalmente, quienes
fueron descritos como “traidores a la patria”, “cobardes”, “asesi-
nos”, “enemigos de la causa”, “vampiros”, “modernos judíos” y, en
el caso de Huerta, se le agregaban los calificativos de “borracho”
y “villano sin escrúpulos”, es decir, con todos los defectos que pu-
diera tener un hombre.2 Obviamente, se pretendía que las clases

2. Véase Boletín Militar, 4, 8 y 10 de julio de 1915.

98
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

trabajadoras tomaran como ejemplo a los hombres de la Revolu-


ción, por lo que se esperaba que los obreros fueran combativos,
viriles, honrados y productivos.
Posiblemente este prototipo que evocaban los revolucionarios
no fue ajeno a los hombres de Jalisco, y en especial a las clases
obreras, quienes desde el porfiriato habían forjado una imagen
de hombres trabajadores, fuertes y viriles. Sin embargo, como ar-
gumenta Fernández Aceves, el giro que dio la Revolución fue el
de promover una masculinidad exaltada, con tintes de violencia
y confrontación hacia los hombres que no se alineaban al nuevo
estereotipo.
Además, la Revolución también marcó importantes diferen-
cias ideológicas y de clase, que representaban a los obreros como
“más hombres” que los pertenecientes a la clase burguesa o que
los católicos. En el caso de los tranviarios de Guadalajara, encon-
tramos la transición de una masculinidad “fina” o porfiriana a la
revolucionaria, pues ellos durante el porfiriato asumieron rasgos
importantes que definieron su masculinidad, entre ellos, un uni-
forme elegante, un trabajo calificado y de rango superior al del
obrero, limpieza su indumentaria y buenos modales para tratar a
los usuarios. Si bien estas características y normas de etiqueta se
las impuso la Compañía Hidroeléctrica e Irrigadora del Chapala y,
en especial, el gerente, el francés Eugenio Pinzón, los tranviarios
las adoptaron y se asumieron como empleados calificados de una
actividad masculina y moderna.
Al estallar la Revolución, los tranviarios se unieron al movi-
miento armado, primero se aliaron a la Casa del Obrero Mundial
(com), donde cambiaron su discurso porfiriano de empleados al
de obreros y, posteriormente, mostraron simpatías hacía alguna
facción revolucionaria. Desde esta perspectiva, se puede decir que
la Revolución mexicana los hizo obreros y los hizo hombres, pues
es a partir de este momento que los tranviarios empezaron a desa-
rrollar un discurso de clase obrera afianzada en el ideal masculino
que los gobiernos constitucionalistas fomentaban.
A una parte de los tranviarios de Guadalajara no le fue difícil
asumir este discurso de hombres revolucionarios. Ellos mostraron
su adhesión al gobierno constitucionalista de Manuel M. Diéguez
y manifestaron sus primeras demandas para mejorar su condición

99
Cristina Alvizo Carranza

de obreros, que se centraron en mejoras laborales y económicas,


por lo que no es raro que cuando los delegados de la com llegaron
a Guadalajara, los tranviarios simpatizaran con sus ideas y se ad-
hirieran a ella.
La com invitaba al obrero a tomar una postura de hombre
combativo, defensor de sus derechos y prestos a tomar las armas
cuando fuera necesario. Se les pedía que lucharan en contra de
las ideas religiosas que lo mantenían sumiso ante los capitalistas
(Barbosa, 1988: 34). Esta central obrera difundió en los obreros
una masculinidad alternativa a la del soldado, que luchaba con las
armas; la lucha de los obreros sería de ideas y defensa de sus de-
rechos, pero, como se verá más adelante, cuando la Revolución
necesitó soldados, la com firmó un pacto con Venustiano Carranza
(1915) y los obreros agrupados en los batallones rojos tomaron las
armas y representaron a la clase obrera (Meyer, 1971: 18). Así, la
Revolución promovió dos claros modelos de masculinidad para las
clases trabajadoras: la del obrero-soldado y la del obrero, noble,
digno y patriótico, que trabajaba afanosamente para sacar al país
adelante: “los que no empuñamos las armas del combate, empuña-
remos hoy con fe las herramientas del trabajo”.3
Durante los años más candentes del movimiento armado en Ja-
lisco (1914-1916), los tranviarios, por medio de huelgas hicieron
alusión a derechos civiles, como el derecho al trabajo y a contratos
que mediaran las relaciones entre ellos y el patrón; y a derechos
sociales, como al salario justo, a la salud y a mejores condiciones
laborales. En todos los casos usaron el discurso de su papel de
hombres: sostén del hogar y responsables de la familia.
Gustafson (2014: 15) menciona que durante la Revolución
mexicana se crearon nuevos paradigmas de masculinidad, a la que

3. En la prensa de la época se puede ver como los gobiernos constitucionalistas evocaron


estos dos ideales de masculinidad: la combativa, militar y heroica durante los años más
candentes de la Revolución y la del hombre trabajador en los siguientes años cuando
tras la crisis económica que la guerra provocaba era necesario el obrero trabajador.
“Cooperemos todos a la reconstrucción del país”, El Occidental, Guadalajara, domingo
2 de enero de 1916:. 3; bpej-fe “Tras- la labor militar y heroica, la siembra y el trabajo
harán florecer al país”, El Occidental, Guadalajara, sábado 17 de junio de 1916, p. 2;
“Cooperemos todos a la reconstrucción del país”, El Occidental, Guadalajara, domingo
2 de enero de 1916, p. 3.

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Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

él define como “masculinidad proletaria”. Ésta estuvo asociada al


trabajo, la honradez, la habilidad, el honor, la honestidad, la res-
ponsabilidad hacia la familia y el sindicato, la heterosexualidad, la
sobriedad y la subordinación de las mujeres. Si bien, como seña-
la Gustafson, estas masculinidades no se manifestaron con toda
claridad y de una sola vez, sino que se fueron conformando con
el paso de los acontecimientos de los primeros años de la Revolu-
ción, con la formación de los sindicatos y la participación activa de
los obreros en huelgas.4
María Teresa Fernández Aceves (2012: 109) apunta que tanto
el movimiento sindical católico, como el laico, como los legislado-
res, las mujeres de la elite y los agentes del Estado favorecieron y
promovieron la creación de “sindicatos masculinos que daban por
sentado el papel tradicional del varón como el responsable de ga-
nar el sustento”. De esta manera, el sindicalismo reafirmó la idea
de la ciudadanía masculina y los obreros vieron en el sindicato un
vehículo para negociar derechos y defender su preponderancia en
el trabajo asalariado a cambio de brindar apoyo a los gobiernos
constitucionalistas (Olcott, 2009: 364).

El periodo posrevolucionario: un nuevo desafío


para la masculinidad

Los años posteriores a la Revolución quedaron marcados por la


violencia que caracterizó al movimiento armado. Si bien, la guerra
había pasado, el país estaba en una situación de crisis económica,
los estados buscaban afianzar sus identidades regionales, la Iglesia
pugnaba por recuperar su posición y el Estado posrevolucionario
trataba de consolidar su poder.
En esta etapa se trató de encauzar la masculinidad violenta que
había dejado el movimiento armado. El país necesitaba hombres
trabajadores que lo levantaran de la ruina, que hicieran florecer
el campo y producir las fábricas. El discurso del gobierno era “a

4. Para Gustafson, es posible descifrar la masculinidad proletaria o las masculinidades


proletarias más claramente en la década de 1920 (Gustafson, 2014).

101
Cristina Alvizo Carranza

trabajar”, a hacer rendir los frutos sociales que la revolución co-


sechó, pero la crisis de posguerra se hizo sentir en casi todas las
industrias y actividades del país.
Este contexto dificultó a la clase trabajadora masculina cum-
plir con las obligaciones de hombres trabajadores y productivos.5
Si durante la Revolución combatieron por sus derechos laborales,
en el periodo posrevolucionario lucharon porque se les respetaran
y por conservar sus trabajos. En el caso de los tranviarios, la Com-
pañía Hidroeléctrica alegaba no poder mejorar las condiciones de
los trabajadores, pues había tenido muchas pérdidas durante la lu-
cha armada, además de que los nuevos gobiernos constitucionalis-
tas y posrevolucionarios la estaban obligando a pagar impuestos
que en el periodo porfiriano no pagaba.
Esta situación suscitó fuertes rivalidades en las empresas y en-
tre los trabajadores. Los conflictos entre la Iglesia y el Estado se
dejaron sentir en la cotidianidad. Los obreros se dividieron en dos
bandos, los rojos y los blancos o católicos. Cada grupo luchaba por
defender su trabajo y se establecieron alianzas, los rojos con el
gobierno y los blancos con las empresas. En Jalisco, en 1923, con
el arribo de José Guadalupe Zuno a la gubernatura del estado, el
movimiento obrero rojo tuvo mucho poder. La política de Zuno
se caracterizó por su fuerte regionalismo, su oposición abierta a
los líderes sindicales de la Confederación Regional Obrera Mexi-
cana (crom) y al sindicalismo de corte católico. Zuno promovió la
formación de una central obrera independiente y apoyada por él:
la Confederación de Agrupaciones Obreras Libertarias de Jalisco
(caolj), que se caracterizó por su tendencia roja y anticlerical.
El sindicalismo de los años veinte que apoyó Zuno, fomentó
ciertas normas de género, en las que la masculinidad fue vista
como un medio para construir solidaridad y lealtad, pero también
permitió un fuerte grado de violencia entre grupos de distinta po-
sición ideológica. Hay pocos estudios que se centren en la vio-
lencia en algunos sindicatos. El caso de los tranviarios es un buen
ejemplo para ver cómo el sindicalismo de la década de 1920 fo-

5. El proceso que vivieron las mujeres no fue distinto, también se enfrentaron a la crisis
posterior a la revolución y a la falta de trabajo.

102
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

mentó un ideal masculino violento y a la defensiva. En esta etapa,


una de las principales características de los tranviarios fueron las
fuertes diferencias ideológicas entre rojos y blancos, que provoca-
ron actos de violencia en el lugar de trabajo. A estas diferencias se
aunó el hecho de que, como señala Pablo Piccato, los hombres que
desempeñaban su trabajo en la vía pública tendían a involucrarse
en crímenes y, en el caso de los tranviarios, éstos solían ir armados
(Piccato, 2010: 129).
Las diferencias ideológicas se agudizaron debido a la política
anticlerical del gobernador Zuno, quien provocó que las masculi-
nidades católicas también se radicalizaran. Una muestra de esto
la encontramos en la publicación católica El Cruzado, que tomó
una postura muy radical frente al gobierno zunista. En sus páginas
constantemente recriminaban los atropellos que el gobernador co-
metía contra ciertos grupos relacionados con la Iglesia, entre ellos,
los obreros de la Compañía Hidroeléctrica, los establecimientos
católicos y de beneficencia, las escuelas, los orfanatos y el semina-
rio de Guadalajara.6 También acusaban a los tapatíos de ser pasi-
vos y de permitir que esas atrocidades quedaran impunes. A pesar
de ser un periódico católico, El Cruzado promovía la violencia o la
exaltación de la masculinidad de los creyentes. El 9 de agosto de
1925 apuntó al respecto que

La bravura que antes desplegaban los habitantes de Jalisco y las energías y


el valor de que dieron pruebas en otro tiempo y que dieron origen al dicho:
Jalisco nunca pierde, ya se extinguieron. Tantos placeres ilícitos, tanta crá-
pula, tanta deshonestidad, tanta corrupción de costumbres han afeminado,
mejor dicho, han hecho que los jaliscienses pierdan el carácter de hombres.7

El Cruzado también tomó una postura radical frente al movimiento


rojo o bolchevique, aseguró que

La bandera roji-negra no es la bandera de proletariado ¡Es la bandera de los


pillos y de los inconscientes! Rojo y Negro son los colores trágicos, que en

6. “El salvajismo reina en Jalisco”, El Cruzado, Guadalajara, 4 de enero de 1925, p. 3.


7. “Opinión respetable”, El Cruzado, Guadalajara, 9 de agosto de 1925, p. 3.

103
Cristina Alvizo Carranza

nuestra desventurada patria perpetúan el vergonzoso recuerdo de los asesi-


natos de obreros inermes, por el sólo delito de ser católicos y ser honrados.8

Además de la radicalización de la ideología entre rojos y blancos,


la política de Zuno puso en peligro el derecho al trabajo de los
tranviarios, lo que recrudeció la confrontación entre estos dos
grupos y, en algunos momentos, desató fuertes episodios de vio-
lencia entre ellos. La violencia concordaba con las construcciones
sociales del trabajo de los tranviarios, que se concibió como mas-
culino y combativo, asociado con trabajos de la calle. Como argu-
menta Reid Erec Gustafson (2014: 223), conllevaban una dotación
de violencia, ya que los tranviarios portaban arma de fuego.9
Gustafson (2014: 223; Vaughan, 2014)) analiza la violencia
a la que era proclive la clase obrera y apunta que los tranviarios
de la ciudad de México fueron actores de varias riñas, cargadas
de violencia física y verbal, debido a que solían ir armados y, a
la menor provocación, se desataban las peleas en defensa del ho-
nor y por otros códigos masculinos. En el caso de los tranviarios
de Guadalajara, quienes iban armados, las riñas algunas veces se
desataron como consecuencia de bromas pesadas y otras tuvieron
tintes ideológicos, pero todas enmarcadas en los roles de género
adoptados por los trabajadores, es decir, la defensa de su honor
masculino, de no dejarse hacer menos por otro, y menos si ése
otro era del bando contrario.
Los obreros rojos y los blancos desarrollaron una imagen de
hombres combativos y violentos, defensores de sus derechos
y trabajo, por tanto, los choques entre ambos grupos fueron de
consecuencias lamentables (Tamayo, 1984: 79-84).10 El gerente

8. “Rojo y negro”, El Cruzado, Guadalajara, 15 de febrero de 1925, p. 2.


9. En este trabajo, el autor hace un análisis sobre la masculinidad de la clase obrera
y dedica unas páginas a los conductores de tranvía de la Ciudad de México, donde
estudia la relación entre masculinidad y violencia en este grupo de trabajadores.
10. Hasta el momento sólo he localizado conflictos entre tranviarios rojos y blancos, los
amarillos o cromistas no sobresalen en las fuentes sobre la Compañía Hidroeléctrica,
lo que no significa que fueran menos violentos, Jaime Tamayo analiza los fuertes
conflictos entre rojos o zunistas y amarillos ocurridos en la zona minera de Jalisco
(Tequila, Magdalena, Ahualulco, Etzatlán y Hostitipaquillo), donde los empresarios se
aliaron a los amarillos para contener las demandas de los rojos, que eran apoyados por
Zuno.

104
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

Alfonso Castello informó al Departamento del Trabajo de varias


riñas suscitadas después de fundado el Sindicato de Tranviarios de
Guadalajara; la primera de ellas, entre dos empelados de tranvías,
Pedro Real y Felipe Cuevas. El incidente sucedió en las oficinas
de San Fernando, donde ambos tranviarios acudieron a tomar su
servicio y, mientras esperaban que comenzara su turno de trabajo,
se pusieron a bromear, “pero hubo un momento en que las bro-
mas llegaron a un grado extremo y de allí nació el disgusto”; am-
bos salieron del edificio con intención de solucionar el problema
a golpes, pero Felipe Cuevas, sin dar tiempo a su compañero, sacó
la pistola que traía enfundada en el cinturón y lo hirió. Real fue
llevado al Hospital Civil, mientras que a Cuevas lo llevaron a la
penitenciaria.11
Otro incidente fue el ocurrido entre José Briseño y Porfirio
Rodríguez, en el que intervino además el hermano de José, Felipe
Briseño, quien no era empleado de la Compañía Hidroeléctrica y
apuñaló a Porfirio causándole la muerte. El altercado sucedió a las
7:30 de la mañana. El Informador relata que la riña se debió a una
deuda. Porfirio Rodríguez debía tres pesos a José, y como no qui-
so pagarlos, comenzaron a ofenderse, luego a golpearse; Felipe, al
ver que su hermano iba perdiendo la pelea, atacó a Porfirio por la
espalda, “acuchillándolo cobardemente”.12 Ambos huyeron, pero
José Briseño fue capturado a pocas horas de ocurrida la agresión.
No obstante que se señala que estos dos altercados fueron
por deudas o bromas pesadas, en un informe posterior enviado
al presidente Lázaro Cárdenas, los tranviarios señalaron que estas
peleas fueron por cuestiones ideológicas entre católicos y rojos.13
Dicha afirmación es sugerente, pues ambas tuvieron lugar justo en
el mes en que se formó el Sindicato de Tranviarios de Guadalajara,
cuando los ánimos entre rojos y blancos, éstos últimos desplaza-
dos por Zuno, estaban más alterados.

11. ahj, Trabajo sin clasificar, 1925, Caja 80, Exp, 1722; “Sangrienta riña entre tranviarios”
El Informador, miércoles 18 de marzo de 1925.
12. “Uno de los responsables de la muerte de Porfirio Rodríguez fue declarado ya
formalmente preso”, El Informador, viernes 8 de mayo de 1925, 4.
13. agn, Ramo Presidentes, Lázaro Cárdenas, Caja 372, Exp. 432/9.

105
Cristina Alvizo Carranza

En diciembre de 1925, poco después de la firma del contra-


to colectivo, ocurrió un nuevo incidente entre los tranviarios. Al-
fonso Castello, gerente de la Compañía Hidroeléctrica, informó
al presidente de la Junta Central de Conciliación y Arbitraje que
cerca de la siete de la mañana, el motorista 213, José Núñez, que
manejaba la corrida de Agua Azul, y el motorista 289, Alfredo Bo-
nillas, que circulaba en la de Analco y Belén, cerca de la curva de
las calles Belén y Sarcófago tuvieron un grave disgusto que culmi-
nó cuando éste sacó su pistola y mató a José Núñez. Bonillas fue
detenido por el Inspector 569, Basilio Camarena, y entregado a un
gendarme. En su informe, el gerente no menciona que estos alter-
cados fueran resultado de los conflictos ideológicos entre ambos
tranviarios.14
Sin embargo, El Informador presentó una detallada crónica de
los hechos, que permite ver que este incidente fue más violento
que los anteriores, resultado de una larga enemistad entre ambos
trabajadores y que, al encontrarse frente a frente, no pudieron
contener su enojo:

Primero los insultos diríjanselos de tranvía a tranvía, pero luego Núñez paró
a media cuadra al que guiaba y bajándose, viró hasta el de Analco-Belén, en
donde estaba su contrincante y después de insultarlo nuevamente, recibien-
do contestación en la misma forma le hizo un disparo aunque sin ser blanco.
Entonces Bonillas a su vez sacó su revólver y disparó sobre Núñez, hiriéndo-
lo mortalmente en el pecho.15

La riña no paró en eso, siguió un hecho aún más violento y que


conmocionó a los espectadores de ambos tranvías, pues

Núñez, ya gravemente herido, se fue corriendo desde aquel lugar para in-
troducirse al zaguán de una vecindad que se encuentra en la misma calle
de Sarcófago número 423, hasta donde le siguió su contrincante pistola en
mano. Todavía al presentarse Bonilla en la puerta de la vecindad, Núñez le
hizo varios disparos, aunque sin herirlo y después se entabló entre ambos
una tenaz lucha cuerpo a cuerpo que terminó en el desfallecimiento del se-

14. ahj, Trabajo sin clasificar, 1925, Caja 80, Exp. 1722.
15. “Un motorista dio muerte a otro ayer por la mañana”, EL Informador, Guadalajara,
jueves 24 de diciembre de 1925, p. 1.

106
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

gundo de ellos. Ya herido y con la fatiga de la lucha, cayó pesadamente al


suelo falleciendo instantes más tarde mientras que el homicida, que ya se
había apoderado de la pistola de su adversario, salía a la calle con el propósi-
to de emprender la huida.16

Bonillas y los testigos declararon que ambos tranviarios estaban


disgustados debido a divergencias en su forma de pensar. Mientras
que Núñez no estaba sindicalizado, Bonillas pertenecía al Sindi-
cato de Tranviarios y en la última sesión, éste había atacado dura-
mente a los tranviarios católicos o libres.
Este hecho causó gran alarma entre los usuarios que iban a
bordo de los tranvías y que se sintieron en peligro al quedar en
medio de esta riña. El gerente también mostró su preocupación,
pues, en el primer caso, el de Pedro Real y Felipe Cuevas, cuando
el primero salió del hospital y el segundo de la cárcel, regresaron
a la Compañía Hidroeléctrica a pedir que los restituyeran en sus
puestos. Para el gerente, ellos representaban un peligro, pues en
cualquier momento podían volver a reñir y esta vez con conse-
cuencias fatales como sucedió en los otros dos casos, por lo que
pedía que la jcca interviniera y le señalara qué hacer.17
La prensa también empezó a difundir una imagen violenta de
los tranviarios. Como señala Leidenberger (2011: 57) para la ciu-
dad de México, en Guadalajara también se comenzó a considerar
a los tranvías como máquinas de tortura que despedazan y matan,
y a los tranviarios como matones. Durante la huelga de enero de
1926, El Informador acusó a los tranviarios de “mata-peatones” y
de que para satisfacer sus instintos durante las últimas huelgas, sus
esposas “tenían que sufrir la presencia constante de sus esposos,
y varias palizas al día, ya que, debido a la falta de quehacer, y para
no perder el tiempo por completo, los señores motoristas se em-
pleaban a domicilio, y enseguida les pegaban a sus mujeres, para
hacer la digestión”.18

16. “Un motorista dio muerte a otro ayer por la mañana”, EL Informador, Guadalajara,
jueves 24 de diciembre de 1925, p. 1.
17. ahj, Trabajo sin clasificar, 1925, Caja 80, Exp. 1722.
18. “De Plateros al Portal Quemado. Polvorones”, El Informador, miércoles 29 de enero de
1926, p. 1.

107
Cristina Alvizo Carranza

El declive del sistema tranviario y el desempleo:


la crisis de la masculinidad tranviaria

La década 1920 representó grandes retos para los tranviarios


debido, en primer lugar, a los distintos conflictos surgidos durante
el periodo del gobernador Zuno que, sumados a la naciente com-
petencia camionera, generaron que muchos de los trabajadores
perdieran sus empleos.
Los tranviarios que habían sido despedidos durante los con-
flictos entre Zuno y la Compañía Hidroeléctrica se manifestaron
ante la Junta de Conciliación y Arbitraje, pero, al parecer, entre
más pasaba el tiempo, menos posibilidades tenían de reingresar
a la Compañía. Como señala Ava Baron (1991), la clase obrera
centra su masculinidad en el trabajo y la carencia de éste impac-
ta directamente en la identidad del trabajador, provocando lo que
podemos considerar una crisis de su masculinidad.
La empresa y el gobierno jugaron con el trabajo de los tranvia-
rios dependiendo de la tendencia ideológica a la que se unieran.
Los primeros tranviarios afectados fueron los que se unieron a la
crom y fueron cesados en diciembre de 1924; la gerencia alegó que
como la empresa estaba intervenida por el gobierno, no los podía
reincorporar. Sin embargo, en marzo de 1925, cuando se levantó
la intervención fiscal del estado, la compañía se negó a reingre-
sarlos en sus puestos. Los tranviarios cesados arguyeron que eran
responsables y trabajadores, que de hecho, “El Presidente y los Ge-
rentes de la misma Compañía han reconocido nuestro carácter de
trabajadores en ejercicio, nuestra competencia en el desempeño
de nuestros trabajos, lo injustificado del cese que sufrimos, pero
se han negado a devolvernos el trabajo que desempeñábamos”.19
Los tranviarios presentaron ante la jcca distintos documentos
que avalaban su antigüedad y su buen desempeño en sus labores, a
saber, contratos de trabajo celebrados entre los obreros y la Com-
pañía Hidroeléctrica, recibos de depósitos, placas numeradas, co-
rrespondencia con el presidente del Consejo de Administración
de la Compañía y con el gerente, copia certificada de constancias

19. ahj Trabajo sin clasificar, 1926, Caja 94, exp. 2092.

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Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

existentes en el expediente relativo que se encuentra en la Secre-


taría de Industria, información testimonial sobre los hechos. Aun
así, la empresa no los restituyó en sus empleos ni los indemnizó.20

Cuadro 1
Lista de algunos de los tranviarios despedidos
en 1924 y que interpusieron demanda ante la
Junta Central de Conciliación y Arbitraje

Nombre Puesto Antigüedad


1 Manuel Casillas Conductor 7 años, 8 meses y cinco días
2 Pedro P. Pedroza Conductor 27 años, 9 meses y 27 días
3 Silvano Rodríguez Inspector 2 años, 7 meses y 21
4 Leoncio Amador Conductor y motorista 4 años, 7 meses y 26 días
5 Francisco Caballero Conductor y motorista 4 años, 10 meses y 27 días
6 Eustacio Ochoa Conductor 1 año, 17 días en la Cía.
7 Marcelino Ocampo Inspector 2 años, 8 meses y 11 días
8 Luis Herrera Inspector 7 años, 6 meses y 14 días
9 Roberto Nuño Oficinista 3 años, 3 meses y 22 días
10 Vicente Ramos Inspector 11 años, 2 meses y 8 días

Fuente: Elaboración propia a partir de ahj Trabajo sin clasificar, 1926, Caja 94,
exp. 2092.

La antigüedad de los empleados despedidos variaba. Como se


ve en el cuadro anterior, Pedro Pedroza, conductor de tranvía, te-
nía una antigüedad de casi 28 años. De acuerdo con eso, trabajaba
en los tranvías desde 1896, es decir, desde antes de la moderniza-
ción del servicio, cuando los tranvías todavía eran de mulitas. Es
de suponer que para este tranviario resultaba difícil emplearse en
otro oficio, además de que esperaba su indemnización de acuerdo
con la Ley Estatal del Trabajo, después de prestar sus servicios por
tanto años en la Compañía Hidroeléctrica.21
La compañía alegó que no sólo no estaba en condiciones de
dar trabajo a estos tranviarios, sino todo lo contrario, pues las
malas finanzas la orillaban a llevar a cabo continuos reajustes. La

20. Ibidem.
21. ahj Trabajo sin clasificar, 1926, Caja 94, exp. 2092.

109
Cristina Alvizo Carranza

Compañía Hidroeléctrica arguyó que el Departamento de Tran-


vías le ocasionaba pérdidas de consideración debido, entre otros
factores, a la competencia camionera. En 1926 solicitó a la jcca
permiso para cesar a parte de su personal. Esta vez fueron los tran-
viarios rojos los destituidos. Ellos interpusieron demanda, pero la
jcca falló en su contra, pues “como la Ley respectiva previene,
cuando una empresa está en tales circunstancias, no hay lugar a
indemnización”.22
El ataque a los obreros rojos se explica por el hecho de que en
1926, Zuno tuvo que renunciar a la gubernatura de Jalisco y los
tranviarios ya no tuvieron su apoyo. Aunque en su lugar queda-
ron, primero, el gobernador interino Clemente Sepúlveda (24 de
marzo de 1926-26 de junio de 1926) y, después, el zunista Silvano
Barba González (1926-1927), (Muriá y Peregrina, 2015: 393). La
Compañía Eléctrica de Chapala vio abierta la posibilidad de ne-
gociar con ellos y deshacerse de los tranviarios rojos. En marzo
de ese año, Daniel Benítez, nombrado por el presidente Calles, se
hizo cargo de la gubernatura de Jalisco. El nuevo mandatario in-
tentó apoyarse en las oligarquías locales y protegió a los sindicatos
afiliados a la crom y con ello desató lo que Laura Romero (1987:
57) llama, una “abierta represión contra los sindicatos rojos”..
No obstante, en ese mismo año, la Compañía Hidroeléctrica
quedó en medio de un nuevo conflicto: se inició un enfrentamien-
to entre la Iglesia y el Estado, conocido como la Guerra Criste-
ra (1926-1929). Este movimiento fue encabezado por los católi-
cos en contra de las cláusulas anticlericales de la Constitución de
1917. Una de las primeras acciones de las organizaciones católicas
para evitar la puesta en marcha de la Ley Calles fue llevar a cabo
un boicot, que consistió en no asistir a salas de espectáculo y re-
ducir sus compras a todo el comercio (Preciado, 2013: 50). Dichas
medidas, sin duda, afectaron las finanzas de la Compañía Eléctri-
ca, en especial en el ramo de tranvía, pues, al no salir la gente, bajó
el número de usuarios.
Debido al carácter religioso de este movimiento, se vincu-
ló a los tranviarios católicos con los cristeros, lo cual no era del

22. ahj, T-3, 1926, Caja 2, Exp. 7867.

110
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

todo erróneo, pues entre las empleados católicos de la Compañía


Hidroeléctrica destacó Jorge Vargas González, hoy día conocido
como un mártir cristero, quien se sabe que desde muy joven in-
gresó a la compañía, aunque no se señala el puesto que desempe-
ñaba, y que durante la persecución religiosa dio asilo en su casa
a sacerdotes y al líder cristero Anacleto González Flores, acción
que le costó la vida, pues fue detenido con éste y encarcelado en
el Cuartel Colorado, donde fue fusilado junto con su hermano Ra-
món (Beatificación de 13 mártires mexicanos, 2005: 16-18).23
Conocedor de que muchos de los empleados de la Compañía
Eléctrica apoyaban a los cristeros, en julio de 1926, el gobierno
ordenó la destitución de 124 tranviarios a quienes se les acusó de
manifestar abiertamente su adhesión y su aprobación a esa rebe-
lión. Los tranviarios acusados se dirigieron a Plutarco Elías Calles
para desmentir y protestar “enérgicamente” contra esas acusacio-
nes. Afirmaban que ésa era una estrategia de los obreros rojos para
ganar más terreno en la empresa y asegurar sus puestos.24
Las pugnas entre rojos y blancos, entonces, eran por la defensa
de su trabajo y se valieron del contexto político para proteger su
única fuente de ingresos. La balanza se inclinó nuevamente hacia
los rojos, cuando la Cámara de Diputados, el 22 de abril de 1927,
desconoció a Benítez y nombró a Margarito Ramírez como gober-
nador interino (Romero, 1987: 57), uno de los más importantes
obregonistas en Jalisco y antiguo aliado de los comunistas en las
luchas ferroviarias. Su llegada dio un giro importante a la lucha
obrera, pues, al igual que Zuno, se puso del lado de los rojos (Ta-
mayo, 1986: 58).
Durante el movimiento cristero, el gobierno solicitó la ayuda de
agraristas y obreros. La Confederación de Agrupaciones Obreras
Libertarias de Jalisco (caolj) organizó un mitin el 12 de enero de
1927 para hacer protesta pública en contra de las actividades que
desarrollaban los católicos. Si bien, la participación de los obre-
ros no fue significativa, es importante señalar que, en Jalisco, por

23. Jorge Ramón Vargas González (1899-1927) fue beatificado en la ciudad de


Guadalajara el 20 de noviembre de 2005 junto con su hermano Ramón y 11 mártires
más. (Beatificación de 13 mártires mexicanos, 2005, pp. 16-18).
24. agn, Presidentes, Obregón-Calles, 104-L-23, Legajo 2.

111
Cristina Alvizo Carranza

órdenes de Calles, se organizaron “tres batallones populares” que


al lado de los agraristas combatían a los llamados fanáticos religio-
sos. Estos batallones estaban compuestos por tranviarios, ferro-
carrileros, textileros, panaderos y personal del gobierno (Barbo-
sa, 1988: 390). Julia Preciado (2007: 128) señala que el Sindicato
de Tranviarios se alistó voluntariamente en el cuerpo del ejército
para apoyarlo en la campaña contra los “rebeldes reaccionarios”.
El diario El Sol señaló que la participación de los tranviarios en
apoyo al gobierno contra los cristeros era el reflejo de la opinión
de la clase obrera respecto a la actitud asumida por las autoridades
“y dice mucho de la evolución operada en el seno de las agrupa-
ciones obreras del Estado, que se han convencido de la labor de re-
construcción efectiva que el actual Gobierno se ha impuesto”.25 El
Sindicato de Tranviarios de Guadalajara (stg) destinó un subsidio
para las familias de los voluntarios, con la intención de que éstas
no quedaran desamparadas mientras los tranviarios estuvieran en
los Altos de Jalisco combatiendo a los cristeros.26
De acuerdo con Francisco Barbosa (1988: 390), los batallones
no dieron buenos resultados y se extinguieron. Independiente-
mente del papel que desempeñaron, la activa participación de los
obreros en contra de los rebeldes es una muestra de la amalgama
que los gobiernos revolucionarios habían establecido con el sindi-
calismo rojo y, en el caso particular de los tranviarios, muestra la
fuerte empatía que un sector de estos trabajadores mostraba hacía
los preceptos revolucionarios.27
Sin embargo, debido a estos vaivenes políticos y sociales, la
Compañía Hidroeléctrica y ahora la Compañía Eléctrica habían
despedido a muchos de sus empleados, de una y otra tendencias.
Es difícil dar seguimientos al proceso que vivieron los tranviarios
despedidos y cómo esto afectó su masculinidad; sin embargo, se
conoce el caso de un tranviario que llamó la atención de la opinión
pública por tener un desenlace trágico y fue noticia de primera

25. bpe-fe, “Varios tranviarios se dieron de alta para batir a los rebeldes”. El Sol,
Guadalajara, lunes 9 de mayo de 1927, 1.
26. Ibid., p. 4.
27. En la década de 1930, los tranviarios apoyaron la educación socialista que provocó un
nuevo levantamiento armado conocido como la “Segunda cristiada” (1934-1938).

112
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

plana en la prensa local: Antonio Castellanos, quien se suicidara


en 1928, tras dos años de estar desempleado. El “joven tranviario”,
como lo nombró el periódico Las Noticias, tenía dos años peleando
por su reingreso a la Compañía Hidroeléctrica y se había afiliado
al sindicato denominado Los Sin Trabajo, “en donde de una mane-
ra u otra, se ayudaban los agremiados” y donde se desempeñaba
como secretario.28

Crisis de 1929 y el inicio de la domesticación


del movimiento obrero

Autores como María Teresa Fernández (2014) y Mary Kay Vaughan


(2014) coinciden al señalar que durante la década de 1930, el
movimiento obrero organizado sufrió un proceso de domestica-
ción.29 Jaime Tamayo y Fernández Aceves concuerdan al puntua-
lizar que este proceso obedeció a distintos acontecimientos, en
primer lugar, el presidente Plutarco Elías Calles (1924-1938) había
logrado extender su poder aun fuera de la presidencia al convertirse
en el “Jefe Máximo” (1928-1934) y con la ayuda de los goberna-
dores aliados a su gobierno desmanteló la independencia regional
que José Guadalupe Zuno había implantado en Jalisco y desplazó
a las fuerzas políticas vinculadas a los trabajadores por sectores
más comprometidos con la modernización capitalista. Un segundo
factor fue el fin del movimiento cristero (1926-1929) que, tras los
arreglos, debilitó el sindicalismo blanco en Jalisco y, en tercer lugar,
el impacto de la Gran Depresión de octubre de 1929 en la industria

28. bpej-fe, “El trágico suicidio del líder obrero Castellanos”, Las Noticias, Guadalajara,
sábado 1 de septiembre de 1928, p. 1; “Se suicidó el joven Arturo Castellanos”, El
Informador, Guadalajara, sábado 1 de septiembre de 1928, p. 1.
29. Por domesticación se entiende la pérdida de autonomía y libertad del movimiento
obrero, así como la sustitución de los líderes independientes por otros más sumisos.
(Matshushita, 2006: 352); María Teresa Fernández Aceves (2012: 120) usa el término
domesticación “para referirse a las negociaciones entre el movimiento obrero
organizado y el Estado revolucionario para transformar el radicalismo y autonomía
del primero en una relación más estrecha con el Estado a cambio de apoyo estatal y el
cumplimiento de sus demandas laborales”.

113
Cristina Alvizo Carranza

textil, la minería y los ferrocarriles, donde se concentraban los cen-


tros obreros más radicales (Fernández, 1988: 73-74).
En México, la gran cantidad de hombres y mujeres “sin tra-
bajo” era una preocupación para las autoridades desde inicios de
1929. La Secretaría de Industria solicitó a los gobernadores de los
estados un informe con el número de cesantes y desempleados y
las causas por las que las empresas habían suspendido operacio-
nes o reducido drásticamente su personal.30 En Jalisco, el número
de personas en paro forzoso también era un grave problema, El
Informador señalaba que se debía seguir el ejemplo de otros países
donde, para disminuir la gran cantidad de desempleados, el Esta-
do llevaba a cabo obras de construcción de caminos y carreteras.
Afirmaba que si el Estado ayudaba a las empresas con franquicias
o disminución de impuestos, éstas encontrarían un aliciente para
invertir, pues la intranquilidad que se vivía y las exigencias de los
obreros no auguraban resultados exitosos para sus inversiones.31
Esta situación empeoró en octubre de 1929 cuando con la caí-
da de la bolsa en Estados Unidos, el capitalismo entró en crisis.
En el caso mexicano, esta crisis afectó de manera severa a la clase
obrera, no sólo en el aspecto económico, también en lo tocante a
su independencia, pues tuvieron que “replantearse su relación con
el Estado y con el resto de las fuerzas sociales” (Aguirre, 1995:
86). Los sectores más perjudicados por la recesión económica fue-
ron el minero, el textil y el eléctrico. Estas industrias tuvieron que
despedir a gran cantidad de trabajadores, lo que minó la fuerza del
movimiento obrero y facilitó su cooptación (Romero, 1987: 18).
Desde la lente del género, la domesticación del movimiento
obrero implicó una redefinición de lo masculino; una década atrás,
ser combativo y defender derechos laborales fue la forma en que
los trabajadores habían construido su ideal de masculinidad.32 Es-

30. “Para resolver el problema de los sin trabajo”, El Informador, lunes 25 de febrero de
1929, p.1.
31. “Ayudando a las empresas o inversiones de capital es como hay trabajo”, El Informador,
martes 9 de abril de 1929, p. 1.
32. Este fenómeno es definido por Mary Kay Vaughan como la “domesticación de la
masculinidad violenta”, véase la introducción de Vaughan, Portrait of a Young Painter:
Pepe Zuniga and Mexico City’s Rebel Generation…

114
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

tas características les permitieron mejorar sus condiciones ma-


teriales, pues adquirieron derechos y prestaciones importantes.
Ahora, esta nueva política pretendía formar un nuevo tipo de
hombres, más conciliatorios y menos combatientes, que acepta-
ran algunas pérdidas de derechos y reajustes de salarios motivados
por la crisis de 1929 y por la fuerte depresión económica que el
país arrastraba desde el movimiento armado de 1917 y la Gue-
rra Cristera. Sin embargo, ¿cómo un grupo de trabajadores podría
cambiar su identidad combativa de la noche a la mañana?, ¿hasta
dónde estaban dispuestos a prescindir de las condiciones mate-
riales que habían conseguido a base de huelgas y enfrentamientos
con la empresa?
En el caso de los tranviarios se puede decir que este proceso
inició antes, pues desde 1926, con la llegada del nuevo gerente,
Emilio J. Puig, las relaciones entre la empresa y el gobierno de
José Guadalupe Zuno cambiaron de forma radical al mostrar ma-
yor interés en negociar y empezaron a quitarle fuerza al Sindicato
de Tranviarios de Guadalajara (stg). A pesar de que el goberna-
dor Zuno había apoyado a los tranviarios para que se sindicali-
zaran y exigieran mejores condiciones de trabajo a la Compañía
Hidroeléctrica, el cambio de dueño en 1926 y su amistad con el
nuevo gerente lo llevaron a apoyar la “modernización” proyectada
por la Compañía Eléctrica de Chapala y permitió el levantamiento
de algunas vías.
De esta manera, la domesticación de los tranviarios coincidió
con la crisis de la empresa y la entrada de la competencia camione-
ra. Los tranviarios combativos, rojos, defensores de sus derechos,
listos para organizar huelgas fueron vistos como una amenaza
para la empresa y el propio movimiento obrero. La competencia
camionera implicó nuevos retos en la construcción de masculini-
dad de los tranviarios, en dos sentidos. Por un lado, como señala
Ava Baron (1991: 56), la entrada de nuevas tecnologías cuestionó
su trabajo como calificado, moderno y masculino. Por el otro, los
trabajadores del volante contaron con el apoyo del gobierno, pues
se alinearon a la nueva política laboral y entablaron relaciones
más cordiales con las autoridades; estuvieron dispuestos a nego-
ciar pacíficamente sus derechos, a cambio de que su trabajo fuera

115
Cristina Alvizo Carranza

protegido y de contar con el aval de la coj.33 La alianza de los ca-


mioneros con el gobierno los convirtió en una fuerte competencia
que debilitó las demandas de los tranviarios, pues las amenazas de
paros o huelgas ya no implicaban la paralización de la ciudad, al
haber camiones que podían cubrir el servicio.
Durante el gobierno de Sebastián Allende, el proceso de do-
mesticación de los obreros fue directo hacia grupos aún comba-
tivos, como el de los tranviarios, lo que se facilitó debido a que
la empresa tranviaria quebró y el gobierno se hizo cargo de ella.
Un político quedó al frente de los trabajadores, se les cambió el
contrato colectivo y se les redujo el sueldo. Muchos aceptaron con
tal de no perder su trabajo y, si bien una minoría se resistió a esos
reajustes salariales, sus demandas ya no fueron escuchadas, no
eran tiempos de pelear por derechos, sino de conservar lo poco
que les quedaba. Entre abril y mayo de 1934 se llevó a cabo otro
reajuste de personal en el que fueron afectados 84 trabajadores:
nuevamente los de mayor antigüedad. Así, pues,, los que lograron
conservar sus empleos en la década de 1930 fueron aquellos que
se adaptaron al ideal masculino del trabajador sumiso, que trabaja
sin quejarse y que pactaba con el gobierno.

Conclusiones

Durante la Revolución mexicana, los tranviarios se convirtieron en


obreros. Conforme ese discurso, defendieron sus derechos como
ciudadanos, hicieron huelgas, se unieron a sindicatos rojos, se
manifestaron públicamente en defensa de sus derechos laborales
y establecieron alianzas con los grupos revolucionarios, todo esto
les permitió adoptar una masculinidad exaltada y militar al estar
dispuestos a tomar las armas si fuera necesario, y así lo demostra-
ron durante la huelga de 1916 al desafiar al ejército, aun sin contar
con armas para enfrentarlo.

33. Es importante señalar que si bien el movimiento obrero de los camioneros no demostró
la combatividad de los tranviarios, tampoco fue del todo sumiso. En 1929 un grupo
de trabajadores se enfrentó al sutaj y en 1929 creó el Sindicato Revolucionario de
Automovilistas Jaliscienses (sraj). ahj, Trabajo sin clasificar, 1929.

116
Construcciones masculinas durante y después de la Revolución Mexicana.
El caso de los tranviarios de Guadalajara (1914-1934)

Posteriormente, en la década de 1920, los tranviarios man-


tuvieron una masculinidad combativa, que pudieron desarrollar
al tener el apoyo de los gobernadores obreristas y anticlericales
como José Guadalupe Zuno y Margarito Ramírez. Durante esta
etapa obtuvieron sus mayores logros, como la formación del Sin-
dicato de Tranviarios de Guadalajara (stg, marzo de 1925) y la
firma de un contrato colectivo que regiría sus relaciones obrero-
patronales. No obstante, en dicha etapa, las diferencias ideológicas
dividieron más a los tranviarios y los conflictos entre ellos debili-
taron su organización sindical.
En este sentido, el estudio de los tranviarios me permite po-
nerlos como un ejemplo claro de las diferencia de credos que ha-
bía dentro del movimiento obrero jalisciense. Rojos, blancos y
amarillos hicieron su aparición en escena, cada grupo manifestó
distintos tipos de alianzas y procedimientos de luchas. La masculi-
nidad de los tranviarios rojos y blancos puede caracterizarse como
agresiva y violenta, mientras que la de los de tendencia amarilla
se manifestó poco, al menos en las fuentes consultadas apenas se
perfilan. Por lo anterior, es seguro decir que, independientemente
de su filiación ideológica, todos los tranviarios coincidían en la
defensa de su trabajo por ser éste el sostén de sus familias. Rela-
cionaban el trabajo, ser padres de familia, el honor, la defensa de
sus derechos y el estatus de su trabajo, con sus nociones de ser
hombres.
La crisis económica iniciada en 1929 representó un desafío
para su masculinidad, pues ante la falta de sueldo, o por el mis-
mo desempleo, no pudieron cumplir con su papel de obreros ca-
lificados y padres proveedores. Esta crisis marcó el paso de una
masculinidad combativa y roja a una domesticada que caracterizó
a todo el movimiento obrero mexicano. La domesticación de los
tranviarios reavivó las diferencias que había en su gremio, se agu-
dizaron y cada grupo trabajó por conservar su trabajo. El discurso
y la práctica del ideal masculino causaron gran confusión en los
tranviarios; pues, por un lado, el prototipo de hombre de la clase
trabajadora los obligaba a ser el sustento fundamental de la familia
y, por el otro, las crisis económicas, sociales y tecnológicas les ne-
gaban la posibilidad de mantener a sus familias.

117
Cristina Alvizo Carranza

Archivos

ahj Archivo Histórico de Jalisco


bpe-fe Biblioteca Pública del Estado de Jalisco “Juan José Arreola”-
Fondos Especiales

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120
Segunda parte
Identidades de género: el sentido
de ser mujer o ser hombre
Capítulo 5
La apropiación del espacio íntimo, la
administración del tiempo y la investidura
femenina en los principios del siglo xxi

Liliana I. Castañeda-Rentería1

La categoría “género” fue y sigue siendo una categoría que debe


discutirse. No sólo en el ámbito teórico, sino también a la luz de
cada una de las biografías a las que como investigadores tenemos
la oportunidad de acercarnos.
Uno de los trabajos más influyentes en este marco es el desa-
rrollado por la historiadora Joan W. Scott (2008), quien a partir de
su propuesta de entender el género como una categoría histórica,
sostiene que las representaciones sobre la diferencia sexual en la
historia son útiles para entender la construcción del género en el
presente. La autora define el género como “la organización social
de la diferencia sexual”, pero va más allá al centrar su atención
en la manera en que el conocimiento impone esos significados a
los cuerpos estableciendo jerarquías entre éstos. Scott se pregunta
por la forma en que se construyen o legitiman esas jerarquías, lo
que necesariamente implicará el análisis de las instituciones, es-
tructuras sociales, así como la discusión y el análisis en torno a la
producción del conocimiento histórico.

1. Profesora Docente del Centro Universitario de la Ciénega de la Universidad de


Guadalajara. Doctora en Ciencias Sociales con especialidad en Antropología Social.
E-mail: liliana.castaneda@cuci.udg.mx

123
Liliana I. Castañeda-Rentería

De esta manera, Scott nos deja ver la necesidad de entender el


género como un aspecto prioritario en la organización social, que
lo femenino y lo masculino está determinado culturalmente y que,
además, la diferencia sexual es una estructura social jerárquica. Es
decir, lo femenino y lo masculino son los conceptos que organizan
las diferencias sexuales de los cuerpos de hembra y de varón de
manera asimétrica. Lo masculino y lo femenino, como dice Scott
(2008: 89), “son un conjunto de referencias simbólicas”. Para en-
tender la experiencia de un sujeto como mujer o como hombre,
hay que identificar qué discursos, instituciones, normas, símbolos,
representaciones sobre lo femenino y lo masculino nutren su sub-
jetividad y configuran su identidad de género. Lo anterior necesa-
riamente implica realizar acercamientos situados e históricamente
contextualizados.
En el análisis sobre lo femenino no podemos obviar el rol que
han tenido otros conceptos, como la maternidad y la dupla públi-
co/privado. El pensamiento positivista excluyente y opositor en
los conceptos con los que crea la realidad significan los cuerpos de
mujer como propios del espacio privado, que ha sido construido
en oposición al masculino espacio público, propio de los cuerpos
de varón. La maternidad, por su parte, logró en su idealización
colocar a las mujeres en oposición, no sólo del espacio público
político, sino también del trabajo al centrar “su función social” en
el cuidado de la familia. Lo anterior lo analiza de manera magis-
tral Scott (2008) en un capítulo acerca de las mujeres obreras en
el discurso de la política económica francesa, y del cual partimos
para la discusión que nos ocupa en el presente texto.
Scott estudia la manera en que se configuró el significado del
trabajo femenino, a partir de una discusión sobre el orden social y
la moral de los trabajadores. Esa preocupación encontró en la ma-
ternidad la respuesta a los problemas sociales que perturbaban a
la clase trabajadora en formación. El resultado fue el control sobre
las mujeres y sobre el ejercicio de su maternidad; así, su función
social era la de cuidar, educar a los hijos en términos moralmente
aceptables, por lo que no podían distraerse trabajando fuera de
casa. Al constituirse el trabajo como secundario a la maternidad,
resultó ser de menor valía. En palabras de la autora,

124
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

Según este esquema, si bien por un lado se reconocía la contribución que la


mujer hacía al valor social por el hecho de dar a luz, por el otro se le quitaba
importancia porque el salario del hombre cubría o reembolsaba estos costes.
Asimismo, al salario de las mujeres se le negaba el estatus de creación de
valor que se atribuía al de los hombres. Las mujeres, eran, por definición,
trabajadores inferiores, y, por consiguiente, incapaces de crear el mismo tipo
de valor (Scott, 2008: 185)

Aunque este trabajo ubica su análisis a mediados del siglo xix, nos
es útil para pensar las transformaciones que en nuestros contextos
presenta la feminidad en un momento histórico donde el trabajo
profesional es realizado por cada vez más mujeres y, sobre todo,
para preguntarnos qué transformaciones en los ámbitos subje-
tivo e identitario ha operado en algunas mujeres el colocar como
centro de su vida su desempeño laboral.
La profesión y el trabajo son ahora parte fundamental de la
constitución de los sujetos femeninos; en algunos casos, la activi-
dad profesional es el eje articulador de dicha configuración iden-
titaria. Una de las implicaciones de que el trabajo profesional sea
el eje organizador de la vida y configurador de las identidades es
la forma en que las mujeres profesionistas que trabajan conciben
su “tiempo libre” y el cómo construyen y experimentan lo privado
en sus espacios doméstico e íntimo. La primera sección de este
capítulo dará cuenta de ello.
Los resultados presentados en este capítulo forman parte de
un proyecto más amplio en torno al sentido de la maternidad-no
maternidad en mujeres profesionistas. En este texto se presen-
tan sólo aquellos resultados relacionados con las formas en que
las mujeres profesionistas construyen/viven la dicotomía espacio
público-privado y desde dónde significan su cuerpo como femeni-
no en la ausencia de hijos(as). Los relatos fueron obtenidos en 21
entrevistas a mujeres profesionistas no madres, todas ellas mayo-
res de 38 años.
Algunas de las preguntas que guían la discusión son: ¿de qué
manera las mujeres constituidas de manera importante desde el
espacio público (profesional) construyen y viven lo privado?,
¿cómo conciben el tiempo libre?, ¿qué sentido tienen los queha-
ceres domésticos en su experiencia como mujeres?, ¿cómo conci-
ben la soledad o/y la compañía? A partir de esas preguntas busco

125
Liliana I. Castañeda-Rentería

evidenciar las tensiones y contradicciones a las que estas mujeres


se enfrentan cuando desde lo público organizan, construyen y ex-
perimentan lo privado, lo doméstico, lo íntimo, es decir, el tiempo
y el espacio para sí.
El objetivo del segundo apartado de este capítulo es mostrar
la compleja relación que guarda el sujeto con el cuerpo de mujer
en el que está incardinado y, al mismo tiempo, como ese cuer-
po define en gran parte su experiencia como sujeto femenino. Lo
anterior, mediante el análisis del papel que desempeñan en esa
experiencia las formas corporales, la presentación social del cuer-
po y algunas prácticas de consumo que conforman el núcleo de
feminidad del sujeto femenino.
Como resultado de lo anterior presento el análisis de aquellos
atributos socioculturales y estereotipos presentes en la subjetivi-
dad de los sujetos, mostrando cómo éstos son en ocasiones vivi-
dos en tensión; en otras, como formas de suplir el incumplimiento
de ciertos estereotipos corporales de belleza considerados por los
sujetos como base de lo femenino. Al final presento algunas con-
clusiones.

La reapropiación de lo doméstico como espacio lúdico


e íntimo y el tiempo para sí

Más de una vez, una de mis mejores amigas me ha sugerido como


tema de investigación la soltería. La razón es sencilla, tiene 39 años
y no tiene hijos ni pareja; eso a ella no le preocupa ni le molesta.
Lo que la hace rabiar es la condescendencia con la que le hablan
sus amigas y amigos, su familia, los extraños, el tono lastimero
con que le sugieren que busque a prácticamente cualquier hombre
para vivir con él o para que tengan un hijo o hija para tener “una
razón para vivir” y que no “se quede sola”.
En un artículo titulado “La soledad y la desolación”, escrito
por Marcela Lagarde (2012),2 la autora reflexiona acerca de cómo
el género ha construido a las mujeres como sujetos dependientes

2. Consultado el 13 de marzo de 2016 en: http://www.mujerpalabra.net/frases/?p=462

126
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

cuya soledad ha sido negada. El problema, dice, es que la soledad


es justo “una metodología” para la construcción de autonomía del
sujeto, “la soledad puede definirse como el tiempo, el espacio, el
estado donde no hay otros que actúan como intermediarios con
nosotras mismas”. Para la construcción de la autonomía de los
sujetos, se requiere resignificar la soledad como un estado “pla-
centero, de goce, de creatividad, con posibilidad de pensamiento,
de duda, de meditación, de reflexión” (Lagarde, 2012) y, yo agre-
garía, un estado de apropiación de sí a través de un espacio y un
tiempo propios.
De acuerdo con esta autora, el trato social a las mujeres les ha
impedido experimentar positivamente la soledad, como una más
de las experiencias humanas en la constitución de sujetos autóno-
mos. Hacerlo no es tarea fácil, dice, “convertirnos en sujetas signi-
fica asumir que de veras estamos solas: solas en la vida, solas en la
existencia. Y asumir esto significa dejar de exigir a los demás que
sean nuestros acompañantes en la existencia; dejar de conminar a
los demás para que estén y vivan con nosotras” (Lagarde, 2012).
Significa dejar de vivir para esos otros, ser para sí y no para los
otros.
Una pregunta pertinente en este marco es, ¿de qué manera el
género ha construido la soledad como privilegio exclusivo del su-
jeto masculino hombre y como una situación indeseable para la
mujer? Lamentablemente el alcance de este texto no da para res-
ponderla.
Lo que sí puedo, es dar cuenta de cuál es la vivencia de la sole-
dad de las mujeres que forman parte de este trabajo y cómo marca
su proceso subjetivo y su subjetividad. Dicha vivencia es distinta
para cada una de las mujeres que participaron en este trabajo, ten-
gan o no pareja, vivan solas o con sus padres y hermanos, la sole-
dad está presente como sinónimo de autonomía, como posibilidad
también de decidir con quién estar, cómo y cuándo hacerlo. Sin
embargo, ninguna escapa a la construcción de la soledad con di-
mensiones contradictorias, negativas, que está siempre en tensión
con la plenitud de la mujer, es decir, son mujeres solas que viven
siempre en tensión y contradicción con discursos y prácticas pa-
triarcales sobre una feminidad construida para los otros a partir
de la entrega a esos otros. ¿De qué manera pueden estos sujetos

127
Liliana I. Castañeda-Rentería

devenir en un sistema sociocultural que da por sentado que, en el


caso de las mujeres, se es a partir de la negación de sí como sujeto?
La soledad y el tiempo para sí. Como hija única, Cecilia (40
años) creció sola. Según dice, jamás sintió la necesidad de tener
hermanos o hermanas. Convivía de manera cercana con algunas
primas y siempre tuvo durante su juventud muchos amigos, “más
hombres que mujeres”, dice. A la pregunta sobre si disfruta estar
sola, Cecilia responde de manera tajante que sí: “¡me encanta! Lo
necesito, no es solamente que lo disfrute, lo necesito. Como soy
hija única, es, ¡es impresionante eso! Fíjate, el otro día me di cuen-
ta, soy súper envidiosa de mi espacio y de mi tiempo”.
Las palabras de esta informante son relevantes en dos sentidos.
Primero, en cómo destaca la necesidad de estar sola y, segundo, el
adjetivo negativo que le merece la apropiación de su espacio y su
tiempo: “soy súper envidiosa”. Lo primero que habría que señalar
en eso que Cecilia llama “necesidad”, es justo la construcción y la
apropiación que ella ha hecho de lo que son su tiempo y su espacio
como exclusivos para sí misma, cosa que, además, es no negocia-
ble, aun cuando está involucrada en una relación.
Cecilia ha tenido varias parejas, ha convivido de manera coti-
diana con algunas de ellas, pero nunca en su departamento, “pocas
veces dejo que alguien entre. Por ejemplo, aquí nunca ha vivido
nadie. Si yo vivo con alguien, yo me voy a la casa de con quien es-
toy viviendo, pero aquí, éste es mi recinto, para que en el momen-
to en el que yo necesite decir ‘ahí nos vemos’, tengo donde estar”.
Estar sola, para Cecilia implica un estado de confort y segu-
ridad que conlleva la certeza de un espacio físico en donde refu-
giarse si algo sale mal, en este caso, su departamento. Ahora bien,
aunque en estos momentos asegura que disfruta la soledad, no
siempre fue así, Cecilia relata que eligió la carrera de Arquitectura
en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente
(iteso) porque sus amigas eligieron esa carrera y esa institución y
no quería estar sola en otra carrera u otra universidad.
La idea de estar sola puede tener diversos significados. Para
Cecilia, estar sola es un estado que está relacionado con el espacio
físico que habita y con los momeos que elige pasar ahí. Aunque en
el momento de la entrevista tenía una relación “esporádica” con
su pareja, ella se consideraba una mujer sola, porque ese tipo de

128
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

relación no le implicaba negociar tiempo ni espacio con ese hom-


bre, los encuentros eran casuales y no vivían juntos. Cecilia, ade-
más, cuando no está de viaje por su trabajo en la casa productora,
tiene una vida cotidiana ocupada, “me lleno de actividades”, dice,
gimnasio, clases de francés, inglés, actividades que ella elige y que
además están relacionadas con su desarrollo profesional. Sale con
sus amigas y primas, ya no tanto como antes, asegura, pero sigue
haciéndolo. Estar sola significa poder hacer lo que quiere, aunque
eso que quiere sea hacer actividades que involucran a más perso-
nas.
El disfrute de la soledad a veces viene con los años, se aprende
a estar y vivir sola. Tal es el caso también de Berenice (40 años).
Ella, al igual que Cecilia, vive sola, no estaba involucrada en ningu-
na relación cuando me concedió la entrevista. El caso se diferen-
cia en que Berenice asegura que ahora disfruta estar sola y hacer
cosas en solitario.

Cuando no estoy trabajando, generalmente descanso, a veces no; me voy a


comer yo sola y cuando no quiero salir, me quedo en mi casa en pijama, y
esta parte es la que yo disfruto, digo: “¡qué bien!”, no tengo nadie que me
haga ruido si me quiero quedar dormida hasta tarde, si yo quiero salir a ver
una película no tengo que salir a ver si alguien más quiere salir a ver esa pelí-
cula, si yo quiero ir, yo voy… si se me antoja comer tal cosa, voy y como; por
eso te digo que soy egoísta, me gusta esa parte.

Aunque no siempre fue así. Cuando tenía alrededor de 30 años,


asegura, aunque tenía claro que su carrera profesional estaba en
primer lugar en su lista de prioridades, se preguntó si realmente
valía la pena, sintió la necesidad de tener una pareja, pero los ries-
gos que implicaba para su profesión aceptar las propuestas que se
le presentaron, terminaron por empujarla a decidir seguir estando
sola. “He aprendido a ser feliz sola”, comenta Berenice, aunque la
culpa también está presente.
Si bien tanto Cecilia como Berenice dicen disfrutar –solas,
acompañadas, ocupadas– su soledad, ambas dejan entrever la ten-
sión que esto les provoca en su propia identidad, ambas se pusie-
ron adjetivos negativos en relación con la apropiación que hacen
de su tiempo y su espacio. Cecilia dijo ser “envidiosa” por tener
su tiempo y su espacio; Berenice se calificó como “egoísta” por

129
Liliana I. Castañeda-Rentería

disfrutarlo. Ambas han priorizado su trabajo y su desarrollo profe-


sional personal, y ante la amenaza o el riesgo, el estar solas y vivir
solas les otorga la garantía de resguardar su autonomía.
Como lo dije antes, el transcurrir de los años permite a estas
mujeres aprender y disfrutar la soledad, pese a tener pareja o vivir
con la familia. Sin embargo, no siempre es una elección, en oca-
siones, no se dan las circunstancias para encontrar una pareja ade-
cuada, o mantener una relación. En una entrevista, por ejemplo,
Siphora, de 53 años, comenta que disfruta estar sola, “aunque a
veces me gustaría más estar acompañada”. Pese a lo anterior, el sa-
crificio o las renuncias que implicarían estar acompañada, como,
por ejemplo, el deslizamiento del desarrollo profesional personal
a un sitio no prioritario en la vida de estas mujeres, no es ni siquie-
ra considerado.
El caso de Berenice, además, es distinto del de Cecilia, pues
mientras esta última disfruta su soledad para llenarse de activida-
des y compañía, la primera se vive a sí misma en soledad, sale a
comer sola, pasa tiempo sola en su casa, viaja sola. Otra cosa que
sucede en este proceso de conformación de autonomía a través de
la soledad, es la posibilidad de decidir con quién estar, cuándo y
cómo hacerlo. En otras palabras, estar sola permite decidir cuándo
dejar de estarlo y esa libertad conlleva experimentar la plenitud a
mujeres como Emiliana.
El caso de Emiliana es distinto al de Cecilia y Berenice. Emi-
liana no vive sola, vive con sus tres hermanas solteras y su madre.
Emiliana tiene una relación de siete años con su pareja, salen, via-
jan juntos, pero cada quien tiene su espacio. Pese a lo anterior,
ella asegura que disfruta estar sola, le encanta caminar, escuchar
música, leer, pero, sobre todo, le encanta “ver gente que quiero y
tener pláticas, así, sin mayor complicación”. Sobre su tiempo libre,
comenta:

Me encanta salirme de la ciudad, me encanta tomar mi vehículo, salgo de


repente, disfruto enorme en mi tiempo libre, decirle a Pachita y Chonita:
“¿qué están haciendo?, ¿qué van hacer en la tarde?”, “no, pues paso por us-
tedes a tal hora y me las llevo a tomar un café a algún lugar”. Me maravillo
cuando… tengo algunas amiguitas que lamentablemente sus condiciones no
las favorecen para que conozcan y disfruten estos momentos y no sé, les
digo: “tal día voy a pasar por ustedes y nos vamos a ir tempranísimo a las

130
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

seis de la mañana y nos regresamos a las diez de la noche”, y me las llevo a


la playa, por ejemplo.

A diferencia de Berenice, estar sola para Emiliana es un estado que


le permite hacer actividades y buscar la compañía de personas que
ella elige. Además, la autonomía económica que le permite su tra-
bajo, la convierte en la proveedora financiera de esos momentos,
algo que la llena de satisfacción y la hace sentir plena.
Las actividades que realizan las informantes en solitario son
variadas. Ximena, por ejemplo, disfruta mucho caminar, leer, sa-
lir por un café. Cuenta que antes de vivir con la pareja con quien
está actualmente, viajó por Europa, Estados Unidos y otros lugares
ella sola y nunca sintió nostalgia ni se sintió desolada. Disfrutaba
mucho “hacer su vida”, que significa “hacer lo que quería, irme de
vacaciones mañana si me daba la gana”. Asegura que no se sentía
sola, pues siempre estaba ocupada. Sin embargo, ahora que deci-
dió vivir en pareja, las cosas han cambiado. El último viaje que
realizó lo hizo sin su pareja, pues ésta se quedó en Guadalajara,
“me hizo mucha falta tener alguien a quien decirle: ‘¡ve que lin-
do!’. Supongo que fue porque nunca antes había tenido a alguien
con quien compartir”. Ese viaje fue el primero en el que Ximena
experimentó desolación.
En el caso de Camila, aunque vive sola, está soltera y tiene de-
partamento propio, la relación con su madre, que vive en el mismo
edificio, y con sus primas y sobrinos, con los que convive con mu-
cha frecuencia, la hacen vivir una soledad que experimenta como
tal sólo cuando se trata de su vida social. Ella relata que va al cine
sola, a alguna librería, de compras para que nadie la presione con
el tiempo, pero, por lo general, no sale mucho.
Karla (44 años) y Gema (47 años) también viven solas. La pri-
mera, desde que tenía quince años, cuando su madre prácticamen-
te la obligó a venirse a estudiar a Guadalajara. Gema compró hace
trece años un departamento y se mudó de casa de sus padres, a
quienes continúa visitando a menudo. Ambas han experimentado
la compañía de algún sobrino o familiar que les ha pedido hospe-
daje por algún tiempo, sea por problemas en sus núcleos familia-
res o por estudios.

131
Liliana I. Castañeda-Rentería

Gema relata que un sobrino vivió una temporada con ella.


Cuenta que nunca se acostumbró a la compañía; sin embargo, re-
cuerda que una noche su sobrino no llegaba y empezó a preocu-
parse, “luego dije, ¡pues no es mi hijo! Y me acosté a dormir”. Si-
tuaciones como ésa reafirman en esta mujer que la no maternidad
y vivir en un espacio propio sola, es el estado ideal de vida. Le
gusta escuchar música, usar la computadora para investigar cosas,
hacer proyectos y planeaciones de su trabajo, “me encanta jugar
Candy Crush, porque siento que me desestreso”. A Gema le gusta
mucho estar en su departamento, al grado que, asegura, muchas
veces la invitan a salir y le da “mucha flojera” hacerlo.
Algo similar vivió Karla, primero, con una sobrina y, luego,
con una pareja. “No soporto que me muevan mis cosas, por ejem-
plo, de repente tengo un libro aquí, o tengo otra cosa allá… mi
departamento no es grande, es pequeñito, y no… casi todo el día lo
paso fuera, pero llego y me gusta mi departamento y me gusta así
como lo tengo…”.
Vivir sola no es una decisión fácil. Elizabeth tenía ocho meses
haciéndolo cuando la entrevisté. Había comprado una casa donde
en un principio planeaba que vivieran su madre y ella. Sin embar-
go, cuando se involucró en una relación que pensó podría tener
futuro, decidió hacerlo sola. Además, dice, “mi mamá tiene toda su
vida en ese barrio, sus amistades y, pues, es su casa, iba a ser difícil
para ella”. El proceso no fue fácil. Ella es la menor de dos herma-
nas y la única que hasta ese momento vivía con su madre. Cuando
Elizabeth le contó sus planes de vivir sola, su madre se ofendió, le
preguntó que si no vivía a gusto en su casa, si le molestaba algo,
qué por qué la dejaba sola. Elizabeth le respondió que necesitaba
su espacio y que, además, su hermana vive muy cerca de ahí y
que la visitaría constantemente. “Hay cosas que ya no aguantaba;
yo, a mi edad, no podía cerrar la puerta de mi cuarto, ella ocupa
tener la televisión para dormir y yo no puedo dormir con ruido”.
Sin embargo, pese a lo que su madre le dijo y las formas en que
cuestionó su decisión, Elizabeth se mudó. Ella dice que a su madre
lo que le preocupa no es vivir sola o lo que la gente pueda decir de
que no salió “bien” de su casa (lo que implica hacerlo para casarse
y vestida de novia), “le preocupa que ya no aporte dinero”. Aun-
que Elizabeth tiene claro que seguirá apoyando a su madre y su

132
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

hermana económicamente, o de la manera en que se llegue a ne-


cesitar, hay momentos en que siente culpa; sin embargo, también
está convencida de que hizo lo correcto, “si quiero tener una vida
propia, debía de hacerlo”.
Las palabras de Analía coinciden con las de Elizabeth. Ana-
lía tenía apenas siete meses viviendo sola cuando la entrevisté. El
mudarse básicamente obedeció a la necesidad de que su relación
avanzara a un grado de mayor madurez, según explica. El trabajo
y la necesidad de seguirse preparando le dieron la razón moral-
mente perfecta para poder dejar la casa paterna sin tener que salir
vestida de blanco. Analía reconoce que no ha sido fácil, pero al
final tiene su recompensa.

el vivir sola me ha dado mucha seguridad en mí, me ha dado mucha indepen-


dencia, el día que se fue la luz y que yo estaba sola, ese día dije: “ya la hice”.
El aprender a vivir sola, el comer sola, cenar sola, el que llegues y nadie te
diga; “cómo te fue”, ésas me costaron, me costaron mucho trabajo, mucho
trabajo, solamente una sola vez lloré, lloré sólo una vez estando sola, lloré
una vez porque fue aniversario de un tío que quise mucho.

Tanto para Elizabeth como para Analía, sus relaciones de pareja


y la necesidad de que éstas “dieran el siguiente paso”, fue la prin-
cipal motivación para mudarse y comenzar la construcción de un
espacio propio. En ambas circunstancias, además, ha representado
una liberación y la toma de conciencia de lo que son capaces de
hacer como mujeres autónomas.
Como podemos ver, el vivir sola, estar sola, sentirse sola, son
circunstancias que varían en cada una de las mujeres entrevista-
das. Sin embargo, en todas encontramos altos grados de reflexión
en torno a sí mismas, sus necesidades y la autonomía de sus deci-
siones. Pero también está presente la culpa, las tensiones y contra-
dicciones que experimentan en una sociedad donde ser mujer no
implica la apropiación de un espacio y del tiempo para sí misma.
Por ejemplo, Gema, quien tiene trece años viviendo sola, sigue uti-
lizando la dirección postal de su casa paterna para todo trámite y
referencia que le solicitan; dice que es por “seguridad”.
Otras muestras de esas tensiones y contradicciones son los ca-
sos en los que las entrevistadas no han querido o podido indepen-

133
Liliana I. Castañeda-Rentería

dizarse de la casa paterna, lo que no implica que no se definan a sí


mismas como mujeres solas. Las razones son múltiples: el deber
de cuidar a los padres, la necesidad de hacerlo, entre otras. Uno de
esos casos es el de Fernanda, de 41 años, que vive con su madre y
su padre. Ella cuenta que nunca se ha sentido con la necesidad de
tener un espacio propio, pues todo el día está trabajando, así que
si rentara un departamento, sólo sería para dormir y no le ve caso.
La familia de Fernanda es muy unida. Pese a que sus hermanos
menores están casados, todos los días pasan a ver a sus padres por
la mañana y se toman un café en su casa, “lo hacemos religiosa-
mente y, si por algo no llegan, ya les estamos llamando”. Se trata
de un claro ejemplo de una familia unida en torno a la madre. Pero
no sólo es eso, también está el hecho de que Fernanda fue desig-
nada por su padre, desde que ella tenía siete u ocho años, como la
responsable de la familia cuando él falte,.
La presencia y la autoridad de Fernanda como hija mayor, la
más parecida a su padre, ha constituido en ella el deber de estar
para su familia, lo que no ha implicado la renuncia a su desarrollo
profesional y, al mismo tiempo, le permite no sentirse sola. Ella no
ve una obligación ni siente el deber de quedarse con sus padres, ni
tampoco se trata de un asunto moral o religioso de “salir bien” de
su casa a formar su propia familia. La casa paterna de Fernanda es
su espacio íntimo y de su tiempo dispone ciento por ciento.
El caso de Guadalupe es distinto. Aunque dice que ha pensado
independizarse y vivir sola, económicamente no puede “todavía”
hacerlo. Pero, además, después de 21 años como religiosa, consi-
dera como un “tema pendiente” la convivencia con su madre, “me
fui con 16 años, prácticamente no nos conocemos”. Guadalupe es
muy religiosa y, en este marco, el cuidado de los padres mayores es
un valor fundamental en la vida cristiana católica. Además, la idea
de salir de su casa a formar una familia es también un poderoso
factor que le impide vivir sola.
Otra mujer que vive con su madre es Luna (42 años). Hace al-
gunos años, Luna se mudó a un departamento, pero la experiencia
no fue grata, “¡No pude vivir sola!”, cuenta con cierto tono burlón.
Cuenta que se sentía desesperada, extrañaba su casa. Algunas ami-
gas le han dicho que tiene que dejar de pensar que sin ella su casa

134
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

se va a caer. Sin embargo, ahora que su madre está enferma, la


decisión se ha vuelto más difícil.
Una opción que ha pensado es rentar un estudio en donde
pueda trabajar en su tesis doctoral, tener sus libros, computadora
y donde pueda concentrarse. En la época en que se le hizo la en-
trevista había una tía mayor enferma de cáncer viviendo en casa
de su madre. Luna tuvo que dejarle su cama y dormir en el sue-
lo. Aunque la situación la desesperaba, seguía sin dar el siguiente
paso. A Luna también le preocupa mucho lo que su mamá piense
si se sale de casa sin casarse. Pese a que su madre fue la principal
impulsora de su trayectoria profesional y laboral, la idea de salir
de casa sólo con el fin de formar otra familia está muy presente.
El deber de la hija soltera de cuidar y velar por los papás an-
cianos y enfermos es una realidad para estas mujeres, pese a la in-
dependencia económica y laboral que tienen. Las que han logrado
salir de la casa paterna viven en constante tensión y experimentan
culpa por “vivir su vida” en términos no del todo aprobados por
sus padres.
Por último, está el caso de Sofía (44 años), que vive sola, pues
su madrastra, con quien vivía, murió hace seis años. A diferencia
de las otras entrevistadas que, a pesar de sentirse culpables logran
disfrutar su independencia y sus momentos de soledad, Sofía no lo
ha hecho. Procura mantenerse ocupada y pasar el menor tiempo
posible en su casa. La nostalgia y la desolación siempre amenazan
y por eso hay que permancer con la mente ocupada.
Los quehaceres domésticos y las actividades tradicionalmente
femeninas. Uno de los hallazgos que me han parecido más inte-
resantes es el relativo a la resignificación de algunas actividades
tradicionalmente femeninas, como los quehaceres domésticos y
actividades como cocinar, decorar, coser, que se realizan para el
disfrute personal y como expresión importante de la feminidad
de los sujetos. Son actividades que hacen por gusto y no porque lo
vivan como una obligación personal.
Fernanda, por ejemplo, aunque vive con sus padres, dice que
le encanta cocinar algunos platillos y que, además, cocinar es una
de las actividades que la hacen sentir femenina. Lo mismo dijeron
Luna y Analía. Esta última también disfruta hacer los quehaceres
de su casa, limpiar, barrer, planchar. Tuve la oportunidad de cono-

135
Liliana I. Castañeda-Rentería

cer su casa cuando la entrevisté. Me recibió con botana, refresco;


su casa estaba decorada por la temporada navideña. Sobre su mesa
estaba un camino de mesa con motivos navideños y un pequeño
centro de mesa con flores de Nochebuena y algunas velas. La co-
cina estaba impecablemente limpia y se apreciaba a simple vista
gran cantidad de aditamentos y utensilios, por lo que se podría
pensar que llevaba años viviendo ahí. Hacerse cargo de los que-
haceres, cocinar y decorar su casa, son prácticas que a Analía le
permiten pensarse como una mujer completa, “íntegra”, dice. El
trabajo sigue siendo su prioridad, pero esta dimensión más do-
méstica resulta complementaria para su configuración identitaria
como mujer.
Silvia es otro claro ejemplo de lo anterior. Cuando se divorció,
pidió unos días libres en la oficina y tomó un curso de repostería;
también se compró una batidora para chiquearse. Le encanta coci-
nar y, sobre todo, le fascina la repostería. Hace cup cakes, pasteles
y todo tipo de postres. Le encantaría estudiar gastronomía o, por
lo menos, tomar algunos cursos cortos de cocina internacional,
postres, pastas. Ella, al igual que Analía, vive su feminidad, no sólo
al realizar actividades tradicionales como cocinar, sino, además, la
expresan a través de la decoración y la organización de su espacio.
Silvia me mostró orgullosa una fotografía donde aparece la mesa
familiar que ella “vistió” para la cena de Noche Buena. Mantel,
cubremantel, centro de mesa con flores, candelabros, velas, copas,
cubiertos, platos de cerámica con decoración navideña. Cinthia,
quien está casada, también considera que la decoración, la orga-
nización y la limpieza de su casa son prácticas mediante las cuales
expresa su feminidad y le permiten al mismo tiempo sentirse fe-
menina. Esta última informante mencionó que esas mismas prác-
ticas las realiza en su oficina, donde tiene cuadros, flores, porta-
rretratos.
Otro caso es el de Carmen, quien también disfruta mucho co-
cinar. Lo hace para el desayuno, la comida y la cena. Para los que-
haceres domésticos tiene la ayuda de una mujer; sin embargo, ad-
mite que es algo obsesiva con la limpieza, por lo que no es raro que
ella también dedique tiempo a ese tipo de actividades. Por último,
está Sofía, quien dice que le encanta coser ropa. Las texturas, los
colores, la creatividad que implican el diseño y el proceso mismo

136
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

de creación, los detalles; para ella, coser es una expresión y al mis-


mo tiempo una manera de vivirse mujer.
También tenemos el caso de las mujeres a las que les encanta
realizar actividades en casa, pero no necesariamente considera-
das tradicionalmente como femeninas. Fernanda y Roberta dije-
ron que les encantan las manualidades, haciendo referencia a la
reparación de sillas, mesas, puertas, muros, baños, lámparas, y
admiten que podrían pasar horas en una tienda de herramientas
para carpintería, entre tornillos y taladros. De hecho, Roberta me
presumió orgullosa que ella misma armó la cocina integral de su
departamento.
Las prácticas que en su momento constituyeron prioritaria-
mente a los sujetos femeninos más tradicionales como amas de
casa y madres, también están presentes en las identidades de estas
mujeres, y tienen un papel complementario en su configuración
identitaria. Una diferencia básica está en que son prácticas que
viven como opcionales y por ello se vuelven una actividad o un
momento de disfrute y no una carga. “Lo hago cuando quiero”,
parece ser una frase que comparte la totalidad de entrevistadas,
así como comparten la idea de que al cocinar, limpiar, decorar,
reparar, realizan actividades donde expresan su feminidad.
En esta sección he dado cuenta de cómo los sujetos de esta in-
vestigación se han apropiado de su espacio y de su tiempo, las ac-
tividades que realizan cuando no trabajan y el disfrute o no de rea-
lizar actividades en solitario. Analicé, además, la resignificación
que desde el trabajo han conferido estas mujeres a los quehaceres
que tradicionalmente les son asignados y son considerados como
femeninos, tales como cocinar, limpiar, etc. Sostengo que dicha
resignificación obedece, primero, a que tales tareas constituyen
una expresión complementaria de feminidad de estas profesionis-
tas en su configuración identitaria; y, en segundo lugar, al hecho
de que estas actividades se realicen por gusto y no por obligación.
También he descrito cómo el contar con un espacio, en algu-
nos casos, y el hecho de poder manejar y administrar de su tiem-
po, han contribuido a desarrollar un alto grado de reflexividad. Sin
embargo, todo ello no está libre de tensiones y contradicciones
que generan culpas con las que algunas prefieren vivir antes de
ceder su autonomía. La presencia de sentimientos de culpa, o la

137
Liliana I. Castañeda-Rentería

emisión de expresiones como “soy muy envidiosa”, “soy egoísta”,


“sólo pienso en mí”, dan cuenta de la tensión constante que vi-
ven las mujeres profesionistas insertas en una sociedad donde las
ideas de corte patriarcal sobre lo que deben hacer y cómo deben
ser las mujeres, siguen, no sólo estando presentes, sino que ade-
más son hegemónicas.
Asimismo, encontramos en otras mujeres la presencia del sen-
tido del deber para con los padres o hasta con los hermanos, lo
que vuelve más complicada la decisión de vivir solas. Se vuelven
proveedoras y cuidadoras, pero no de tiempo completo, pues lo
principal es el trabajo que les permite proveer y prodigar cuidados
a los otros. En la sociedad tapatía es clara la carga que como hijas
solteras y sin hijos tienen y sienten estas mujeres, factor que inci-
de de manera importante en su decisión de vivir o no solas. Tam-
bién llama la atención el que algunas de estas mujeres, si no es que
la mayoría, aprovechan su tiempo libre para seguir preparándose
o para seguir trabajando. Otra evidencia de que el trabajo es el eje
organizador de sus vidas.
En la siguiente sección me referiré a aquellas prácticas a través
de las cuales las sujetos expresan su feminidad y se viven como
mujeres. Además de las actividades domésticas descritas en esta
sección, en el apartado que sigue se discute acerca del papel del
cuerpo de mujer en la subjetividad femenina.

La subjetividad femenina: atributos socioculturales,


cuerpo e investidura

Algunas de las preguntas que guían esta sección son las siguien-
tes: ¿Qué papel tiene el cuerpo en el proceso de subjetivación?,
¿cuál es el cuerpo que define nuestra experiencia como sujetos: el
cuerpo carne, el cuerpo vestido?, ¿cuál es la situación que define a
un cuerpo como femenino?, ¿qué atributos emocionales, actitudi-
nales, espirituales, corporales entran en juego/tensión/contradic-
ción cuando los sujetos se definen como mujeres?
En la entrevista se les preguntó a las informantes en dónde
estaba la piedra angular de su feminidad. A diferencia de la ma-
yoría de las respuestas que dieron a las otras preguntas, sus ex-

138
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

presiones dejaron ver que jamás habían reflexionado al respecto.


Con fines de análisis he organizado en dos grupos las respuestas
emitidas por las entrevistadas. El primer grupo es aquel en el que
se hizo referencia a atributos sociales y culturales tradicionales,
heteronormativos, asignados a las mujeres. El segundo grupo lo
integran las mujeres que dieron respuestas en donde el cuerpo de
mujer, la materialidad del sujeto femenino incardinado, era visto
como la respuesta obvia a mi pregunta. Los fines que persigo son
tanto expositivos como analíticos; sin embargo, sostengo que las
respuestas no son excluyentes y es en esas tensiones en donde el
análisis se enriquece.
La capacidad de amar y la sensibilidad. La identidad de género
femenina ha sido construida en gran parte a partir de la imposi-
ción de un conjunto de atributos socioculturales e históricos a los
cuerpos nombrados de mujer, justificada en gran medida por la
capacidad reproductiva de estos cuerpos. Dichos atributos pueden
ser resumidos en lo que Marcela Lagarde (1990, sin pág.) llama “el
ser-para y de-los-otros”. En palabras de Julia Tuñón (2008: 12),
“Las mujeres no sólo deben respetar ciertos valores: deben encar-
narlos”, es decir, socialmente las mujeres no sólo somos definidas
a partir de dichos atributos, sino que además se nos educa para en-
carnarlos, ejemplo de ello es la virginidad que “encarna” el sentido
de la virtud en el cuerpo de la mujer, o la propia maternidad, que
sintetiza la entrega, el sacrificio, el amor sin medida.
Algunas de las mujeres que participaron en las entrevistas
dan cuenta de cómo los atributos femeninos siguen siendo vivi-
dos como expresiones de la identidad de género de las mujeres.
Así, tanto Emiliana, como Ximena, dijeron que la piedra angular de
su feminidad se encontraba en su “capacidad de amar”. Nada defi-
ne mejor a la mujer en términos hegemónicos que su capacidad de
amar, el amor sintetiza, permite y justifica la entrega, el sacrificio,
la abnegación, el ser para los otros. Es, además, un argumento de
origen mariano católico. Unidos, o como resultado de esa capacidad
de amar, encontramos otros atributos como la compasión, la sen-
sibilidad, la empatía, el romanticismo, el sacrificio, la emotividad.
Para Emiliana, una parte importante de esa capacidad de amar
y empatía es el contacto físico, “una de mis expresiones como la
más característica es el abrazo, el acompañar, si te refieres a una

139
Liliana I. Castañeda-Rentería

parte femenina sexual, me gusta el detalle, el romanticismo”. Para


Ximena, llorar es una de las expresiones corporales de su femi-
nidad: “Para algunas cosas tengo un carácter fuerte y duro, pero
para otras cosas soy como bien sensible y llorona […] yo creo que
lo básico en mí, es como la sensibilidad, creo que eso es lo que me
hace sentir como mujer, creo que las mujeres tenemos esa capaci-
dad y esa habilidad”. Mientras que Emiliana y Ximena se expresan
en esos términos, Guadalupe explica su feminidad desde los cono-
cimientos de su profesión: “de hecho, hay diferencias cerebrales
hombre-mujer, y por ejemplo la mujer tiene más neuronas espejo,
tiene más dendritas como para pensar en todo y tiene un cerebro
más emotivo […] se tiene biológicamente esa dotación, que la pue-
de o no desarrollar…”.
Es interesante que estas tres mujeres definan su feminidad
a partir de atributos socioculturales y, en el caso de Guadalupe,
cómo esos atributos se vuelven características biológicas del ce-
rebro de mujer que justifican y explican la construcción histórica
de lo femenino. Me llama la atención, en el caso de Ximena, cómo
se describe como una mujer fuerte para algunas cosas, pero en
lo referente a su feminidad la explica y la vive como la dimen-
sión “débil” de su subjetividad. Esto lleva a preguntas tales como
si estos sujetos femeninos están o no modificando los elementos
simbólicos que constituyen parte del género en términos socia-
les, culturales e históricos y de qué manera lo hacen. Cinthia, por
ejemplo, señaló que un momento en el que vive su feminidad es
cuando pide ayuda para mover algo pesado, como un garrafón o
las bolsas del mandado.
Lo que se puede observar en estos casos es que la feminidad se
siente en el cuerpo, se ama, se llora; se lleva en el cuerpo, “las den-
dritas espejo” que mencionó Guadalupe; y, en el caso de Cinthia,
se vive desde un cuerpo que “necesita” ayuda y se muestra débil y
merecedor de ayuda.
El caso de Luna, la feminidad es, además de lo anteriormente
descrito, una actitud. Como ya lo mencioné, Luna vive con su ma-
dre y, desde hace unos meses, con una tía que está en Guadalajara
por un tratamiento contra el cáncer. Su pareja es dieciocho años
mayor que ella y es divorciado. Cuando le pregunté en dónde creía
ella que radicaba la piedra angular de su feminidad, respondió:

140
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

Pues fíjate que viví mucho esa parte y yo no sé si esté bien o mal, con la
parte de la protección y la maternidad, aunque no tenga un hijo, creo que soy
muy protectora, incluso con mi pareja a veces me han dicho que soy como su
enfermera o como su ambulancia (risa), ¡sí, es cierto! Estoy consciente de eso,
incluso una amiga que es terapeuta, me ha dicho que soy muy protectora con
mi familia, muy… que estoy ahí, que pienso que si no estoy yo, algo va a pasar
y tal vez esa parte de proveer, aunque esa parte de proveedora es más de la
parte masculina no sé, esa parte de protección y maternidad.

Un caso que me resulta interesante es el de Roberta, quien define


el ideal de la feminidad para ella a partir de su propia madre.

mi mamá es la mujer que yo quisiera ser en el sentido ése de ser mujer […]
Es una mujer muy femenina, es una mujer que está para los demás, sabe
afrontar problemas, eso le admiro. Da muy buenos consejos. Mi mamá se
sacrifica por los demás, ésa es una cosa que le admiro. Mi mamá es protec-
tora, nos golpeaba mi papá y todo y llegaba un momento en el que mi mamá
lo veía y no se quedaba con los brazos cruzados y también a ella le tocaban
muchas putisas… es paciente cosa que yo lo he aprendido por ella, es inte-
ligente, es muy sagaz y es muy observadora, mi mamá no es explosiva, mi
mamá se guarda y observa y analiza y a veces actúa […] Jamás mi mamá me
dijo una mala palabra.

Para Roberta, no sólo su madre es la encarnación misma de la femi-


nidad, sino que admite en su testimonio que ella no es así. Ese ideal
de feminidad corresponde a la representación hegemónica de la
mujer madre-esposa en la sociedad tapatía. Y aunque Roberta dice
reconocer en su madre ese ideal, no significa que sus prácticas sean
congruentes con la búsqueda de dicho ideal. Hay que recordar,
por ejemplo, aquella frase de “yo me encargué de darme a conocer
como una perfecta hija de la chingada”, que pronunció cuando le
pregunté acerca de su relación con sus trabajadores.
La pareja también tiene un importante papel en la experien-
cia y la expresión de la feminidad de estas mujeres. Como ya lo
mencioné, Luna dice que el cuidar a su pareja, por ejemplo, es una
práctica de feminidad para ella. Pero, además, estar involucrada
en una relación de pareja pone al cuerpo en una situación distinta:
la coquetería, el romanticismo, afectan de manera importante en
la presentación social del cuerpo y son prácticas que interpelan la
identidad de género en las informantes. La misma Luna dice que

141
Liliana I. Castañeda-Rentería

le encanta ponerse vestido cuando sale con su pareja. Cinthia y


Emiliana, por ejemplo, experimentan a través de la sexualidad y
en el romanticismo de las parejas –la primera, en los detalles de
su esposo y, la segunda, de su pareja (flores, regalos, cenas)–, su
feminidad.
El contacto corporal, el saberse o sentirse objeto de deseo,
también le ha permitido a Guadalupe explorar la dimensión cor-
poral de su feminidad, sin llegar a tener relaciones sexuales con
quienes han sido sus parejas. Guadalupe, además, considera su vir-
ginidad como parte medular de esa feminidad.

La virginidad es parte de mi feminidad, pero el hecho de tener novios y estar


con ellos, ya me ha hecho sentir muy bien, con mucho sentir de mi cuerpo,
aunque no he tenido relaciones sexuales como tal, pero si encuentros… en-
cuentros físicos que tal vez no son relaciones sexuales pero donde yo me he
sentido bien, como muy acogida en mi cuerpo, muy querida, muy aceptada
como soy y eso me ha ayudado mucho como mujer.

Los ejemplos anteriores nos muestran cómo la feminidad es con-


cebida y es, además, una práctica que sigue estando configurada a
partir de la idea de la existencia de una esencia femenina anclada
en el determinismo biológico. Los atributos descritos por estas
mujeres con producto de los discursos religiosos, conservadores,
médicos, culturales, hasta mercadológicos, que argumentan que
“la mujer” es por “naturaleza” más amorosa, entregada, detallista,
débil, “apapachadora”, llorona, sensible; síntesis, de algún modo,
del modelo mujer-madre-esposa. Sin embargo, las prácticas en la
vida cotidiana de estas mujeres muestran tensiones y contradic-
ciones con este modelo y dan cuenta de otras feminidades vividas
ahora desde el trabajo profesional asalariado, desde la soltería y la
no maternidad.
El caso más representativo de la coexistencia del modelo ideal
de feminidad en términos hegemónicos, aun con la presencia de
prácticas que pudiesen considerarse transgresoras, es el de Rober-
ta. Ella se declaró abiertamente lesbiana desde el inicio de la entre-
vista, aunque hasta ese momento decía ser muy discreta en su tra-
bajo y con su familia. El proceso no había sido sencillo, ella salió
del clóset apenas hace cuatro años y gracias a quien fue su primera

142
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

pareja. Roberta recuerda muy bien una frase que esa mujer le dijo
cuando empezaron a conocerse: “que te quede bien claro, a mí me
gustan las mujeres, no los vatitos. Ya no está de moda andar con
marimachos y la feminidad está muy valorada”.
La frase retumbó con fuerza en la mente de Roberta, quien en
aquel momento era, según sus propias palabras, un vatito. Llevaba
el cabello corto, vestía pantalones de mezclilla y playeras de hom-
bre, no usaba maquillaje; su medio de transporte es hasta ahora
una motocicleta y pesaba 120 kilogramos. Motivada por el enamo-
ramiento y preocupada porque empezaba a presentar síntomas de
desajustes de presión y azúcar, Roberta decidió someterse a una
estricta dieta con la que en tres años bajó 70 kg. Un año antes de
que se realizará esta entrevista, se sometió a una abdominoplastia,
cirugía que consistió en cortar la piel sobrante de su abdomen,
piernas y brazos. Además, dice con orgullo, “me compré chichis
nuevas”.
Ante mi cara de incredulidad, supongo, o quizá por el orgullo
que le da su historia, me mostró fotografías en su Facebook de
la transformación de la que me había hablado momentos antes.
En ellas parecería que está un hombre con amigos de un club de
motocicletas, tomando cerveza. En contraste, la última que había
publicado en su muro mostraba a otra persona: tacones altos, un
vestido largo con un amplio escote en el pecho, peinada, maqui-
llada, con aretes y, sobre todo, la manera en que posó y encarnó
la feminidad que la vestía. Al final dijo con una gran carcajada,
“¡ahora resulta que soy la reivindicación del lesbianismo!”.
El caso de Roberta muestra claramente cómo la feminidad está
configurada a través de atributos culturales, construida a partir de
la idea de cómo es un cuerpo femenino materialmente y cómo
debe presentarse, vestirse, para ser considerado de mujer. Los
casos de estas mujeres dan muestra de cómo la configuración de
las categorías identitarias nunca es del todo lisa o con ensamble
perfecto; las adscripciones identitarias obedecen a construccio-
nes históricas y sociales de lo que se considera femenino, que no
desaparecen y coexisten con formas actuales de experimentar esa
feminidad. Además, es claro cómo esta idea de lo femenino sigue
mostrando evidencias de la idea patriarcal de la mujer y, si bien
ahora no constituye el núcleo organizador de la configuración

143
Liliana I. Castañeda-Rentería

identitaria femenina, sí parte constitutiva del sujeto. A continua-


ción presento los relatos que hicieron referencia directa al cuerpo
de mujer.
El cuerpo de mujer y su investidura. La importancia de “verse”
como mujer. Como lo mencioné al inicio, mientras algunas res-
puestas a la pregunta sobre dónde reside la piedra angular de la
feminidad hicieron alusión a atributos socioculturales relaciona-
dos con actitudes y capacidades femeninas, como la capacidad de
amar, la entrega, la empatía, otras hicieron alusión directa al cuer-
po de mujer y su investidura.
Para Cecilia, Camila, Carmen y Ximena, que les preguntara so-
bre su feminidad les resultó extraño, pues para ellas era obvio que
eran mujeres y, por lo tanto, femeninas. Cecilia, por ejemplo, llevó
sus manos de la cabeza a los pies y me dijo: “o sea, nací mujer, soy
mujer”. Carmen hizo alusión a su “condición de mujer”, también
señalándose a sí misma con las manos, “no creo que tenga que ver
con otra cosa, el simple hecho de ser mujer… no sé cómo decir-
lo…”. Por su parte, Ximena respondió: “pues yo creo que mi propio
cuerpo”.
El cuerpo nombrado de mujer es parte constitutiva del suje-
to; efectivamente, no es destino (Moi, 2005) para estas mujeres,
pero es una dimensión medular de su subjetividad. Es a través del
cuerpo que se experimentan en el mundo, es su situación en el
mundo y desde ahí se experimentan sujetos y se adscriben a, y
configuran sus categorías identitarias. Las preguntas aquí enton-
ces son: ¿cómo es el cuerpo de mujer?, ¿qué hace que un cuerpo
sea/se perciba como femenino? La respuesta de Camila es ilustra-
tiva: “yo soy una mujer con curvas, o sea, no sé, a lo mejor estoy
mal, porque hay mujeres que no tienen curvas y no por eso son
menos femeninas, pero yo sí me considero de curvas”. En el caso
de Camila, el cuerpo material es fundamental en su feminidad. No
sólo por ser un cuerpo nombrado de mujer, sino porque, además,
parece de mujer. En la entrevista, Camila relató que hace un par de
años se sometió a una cirugía donde le extirparon la matriz. A sus
38 años sabe que nunca gestará un hijo o hija, pero eso no afecta
su feminidad. Además, mencionó que el no tener menstruación ha
sido liberador.

144
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

En la experiencia del cuerpo como femenino tienen un papel


importante la presentación social del cuerpo y la mirada de los
otros. El uso de vestidos, accesorios, maquillaje, fue mencionado
por Camila, al igual que por Cinthia, Gabriela, Elizabeth, Fernanda,
Karla, Patricia, Siphora y Roberta. La feminidad no sólo se trata de
tener un cuerpo de hembra, sino que, además, debe ser un cuerpo
femenino, y para ello es necesaria la investidura que requiere ropa
adecuada, maquillaje, zapatos, aretes. La combinación de colores,
texturas, el corte amplio de los vestidos y el largo de éstos o de las
faldas también se mencionaron.
Ese cuerpo, además, se experimenta como femenino a través
de los cuidados del propio cuerpo en lo referente a la apariencia,
aunque no necesariamente respecto a la salud, lo que veremos más
adelante. Los faciales, los masajes, la aplicación de maquillaje, rí-
mel, el corte de cabello y el ocultamiento de las canas, la depila-
ción, la pedicura y la manicura son prácticas comunes en la ma-
yoría de las informantes. Gabriela señala que para ella, el largo del
cabello es esencial en su feminidad; del total de informantes sólo
Emiliana lo lleva corto.
Por presentación social del cuerpo entiendo “la manera cons-
ciente y voluntaria de disponer el cuerpo en vista de su interac-
ción social tanto mediante todo aquello que se hace en él, como
mediante aquello que hacemos con él” (Martí Pérez, 2013) Para
esa interacción, el cuerpo se viste de acuerdo con la situación en
la que interactúa. En esta actividad de vestir el cuerpo, también
encuentro prácticas femeninas que tienen que ver con el consumo
de mercancías para ellas, por ejemplo, Fernanda dijo que masajes
y faciales no son actividades que realice en un marco de sentido de
la feminidad, pero sí ir de compras: “soy compradora compulsiva,
de zapatos y blusas, bolsas poco, me gusta verme bien”. Patricia
comentó al respecto:

La verdad me siento muy femenina yo, no sé si en hacer algo… quizá me


gusta vestirme bien, sentirme bien vestida, combinada… sí, mira, aun sien-
do misionera tengo situaciones en la que uno tiene que… no puedes tener
tantos zapatos y todas esas cosas, por ejemplo, el otro día le dije a mi mamá:
“mamá, ¿por qué me gustan tanto los zapatos?”, y me dice: “es que eres
mujer”(risas).

145
Liliana I. Castañeda-Rentería

A excepción de Emiliana, todas las entrevistadas dijeron percibirse


como mujeres guapas, algunas afirmaron ser bonitas. Sin embargo,
no todas tienen una percepción positiva de su cuerpo. Los estereo-
tipos de belleza femeninos también están presentes en estas muje-
res y son resistidos, sufridos o perseguidos de múltiples maneras.
Por ejemplo, Emiliana es una mujer morena, con sobrepeso, que
está consciente de que no encaja, ni lo hará, con los estereotipos
femeninos occidentales de la mujer delgada, blanca y de facciones
finas. Pese a eso, es una mujer que se considera femenina y ancla
esa feminidad en capacidades y aptitudes que no tienen que ver
con el cuerpo que se ve: “la capacidad de amar, de acompañar”.
Además, el caso de Emiliana nos permite dar cuenta de las es-
trategias que se instrumentan para resistir o superar el mandato
hegemónico de la belleza física como fundamental para el logro de
objetivos de todo tipo de mujeres. En el caso de ella, fue a través
del estudio y, después, del trabajo,
yo sentía como que la vida me hacía un favor enorme, y que
me daba una oportunidad como pocas, o sea, que si pudiera acce-
der a mundos diferenciados, porque ni mis rasgos ni mi genética ni
mi… o sea me veo, en el sentido de que pude haber sido… y con
respeto lo digo, como una más de mis primas, vecinas, que, pues,
bueno… se iban a no sé a [trabajar haciendo] limpieza, a tener hi-
jos o quedarse en su casa
Gabriela relató que hubo una época, haciendo referencia a su
juventud temprana, en que no se consideraba bonita, “tampoco
fea”, dice. Sin embargo, la experiencia de tener parejas que habían
tenido relaciones anteriores con mujeres populares y considera-
das como bonitas, le permitió reflexionar: “estas parejas que han
andado con mujeres bonitas, y mujeres cotizadas, entonces me
puse a pensar, ‘yo creo que no debo de ser tan fea, porque si ellos,
que sus parejas han sido de un perfil bonito, tal vez yo no sea fea,
pero así que diga yo bonita, pues tampoco’”.
Las demás informantes señalaron partes muy específicas de su
cuerpo que les gustan, por ejemplo, la mayoría mencionó los ojos
y las manos. Algunas otras, el cabello largo. Sin embargo, a pesar
de que no todas coinciden en decir que les gusta su cuerpo, no son
mujeres que reporten prácticas de cuidado o modificación corpo-
ral. Sólo Roberta se ha realizado cirugías estéticas. De las 21 entre-

146
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

vistadas, sólo cuatro hacen ejercicio de manera cotidiana. Las que


practican yoga (tres mujeres), no lo hacen de manera habitual y el
objetivo que buscan es de índole emocional y no física.
Los cuidados que reportan que tienen para con su cuerpo in-
cluyen dietas por enfermedades gástricas, por ejemplo, o, en el
caso de Camila, por su hipotiroidismo. Salir a caminar, siempre y
cuando tengan tiempo. Algunas actividades como bañarse, rasu-
rarse, no comer sal ni pan, se mencionaron como parte del cuida-
do corporal.

Notas finales

En la primera parte de este capítulo he dado cuenta de la apro-


piación que las informantes hacen de su tiempo y de su espacio
desde sus diferentes circunstancias biográficas. Lo que me inte-
resa destacar es cómo esa apropiación permite el desarrollo de un
alto grado de reflexividad de estas mujeres, que, al mismo tiempo,
produce subjetividades que entran en tensión con los modelos
culturales y sociales vistos como tradicionales.
Como resultado tenemos la constitución de sujetos femeninos
con marcos de sentido construidos desde el trabajo profesional
reconocido y vivido en una dimensión pública de la vida social;
asimismo, que construyen y viven lo privado-doméstico como una
dimensión importante en su experiencia subjetiva de la feminidad,
pero no como núcleo de sentido del ser mujer. Como se puede ob-
servar, en este momento histórico, la feminidad en el caso parti-
cular de estas mujeres profesionistas que trabajan, la experiencia
en el marco de la cual se constituyen como mujeres, representa un
campo de tensión entre permanencias y transformaciones.
Los procesos de individualización (Beck & Beck-Gernsheim,
2001) hacen posible la constitución de sujetos desde biografías
distintas, pero que reclaman protagonismo en sus trayectorias de
vida y que requieren espacios de soledad –no de desolación– (La-
garde, 2012) en los que el individuo otorga sentido a sus prácticas
desde y para sí misma rompiendo y entrando en tensión con esos
otros que la reclaman para sí. Este proceso reflexivo no exime a
los sujetos de culpas, tensiones, contradicciones. Al contrario, el

147
Liliana I. Castañeda-Rentería

sujeto femenino profesionista vive en constantes tensión y contra-


dicción entre la individualidad ganada y la interpelación familiar,
de pareja y social que se hace desde múltiples lugares a un sujeto
al que le está vedada esa individualidad.
Esas tensiones y contradicciones son aún más evidentes si nos
acercamos a la experiencia de la feminidad de estas mujeres profe-
sionistas. La feminidad entendida como ese conjunto de prácticas
a través de las cuales se hace conscientemente género y que son
resultado de esa reflexividad que el espacio y el tiempo propios
permiten. Estas prácticas constituyen al sujeto femenino y enmar-
can su experiencia como mujer.
En ese marco, el cuerpo tiene un papel importantísimo, no sólo
porque la esencia femenina –construida sociocultural, biomédica
e históricamente– tiene su ancla en las capacidades biológica y
material de la reproducción, sino, además, por los estereotipos al-
rededor de la forma y la presentación social del cuerpo que se han
construido como apropiados para las mujeres.
Uno de los hallazgos más importantes en este marco es cómo
el sujeto femenino profesionista lleva a cabo prácticas de lo fe-
menino para sí: cocinar, limpiar, coser, son prácticas que realizan
porque se disfrutan, porque gustan, porque se desea hacerlas. El
segundo hallazgo es el relacionado con el papel que tiene la pre-
sentación social del cuerpo como femenino, como de mujer.
En este segundo tema resulta fundamental el papel del mer-
cado en la oferta de productos “necesarios” para la mujer. Los es-
tereotipos construidos sobre este cuerpo que se viste, que se co-
loca en una situación donde busca experimentarse como femeni-
no, desde sus curvas, con sus vestidos y aretes, cabello largo, dan
cuenta de cómo la categoría de género de las identidades de estas
mujeres, paradójicamente, sigue estando muy cercana a la femi-
nidad hegemónica de la sociedad patriarcal. La diferencia radica
en que ese modelo hegemónico de feminidad se experimenta, se
práctica, se significa, desde la apropiación de lo privado, desde el
manejo autónomo del tiempo y desde el diseño personal de la bio-
grafía, que es posible gracias al trabajo profesional. La identidad
de género femenina, si bien es constitutiva de la experiencia de
estas mujeres, no es ya la categoría que configura sus identidades.
El trabajo profesional lo es, y desde ahí significan sus prácticas.

148
La apropiación del espacio íntimo, la administración del tiempo
y la investidura femenina en los principios del siglo xxi

Entender cómo la categoría género está constituida en este


momento histórico, es lo que nos permite comprender cómo se
experimenta y se vive el ser una mujer no madre que trabaja. En
este trabajo se muestra sólo uno de los cuatro elementos que Sco-
tt (2008) señala como constitutivos del género como categoría
histórica: los procesos subjetivos que experimentan los sujetos al
conformarse como sujetos femeninos o masculinos. El objetivo es
entender las transformaciones de las identidades siempre en diá-
logo con las transformaciones sociales, históricas, económicas y
culturales.

Bibliografía

Beck, U. y E. Beck-Gernsheim (2001). El normal caos del amor. Las nuevas


formas de relación amorosa. Barcelona: Paidós/El Roure.
Lagarde, M. (2012). La soledad y la desolación.
Martí Pérez, J. (2013). “Presentación social del cuerpo, poscolonitali-
dad y discursos sobre la modernidad”. Revista Latinoamericana de
Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, 80-92.
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Scott, J. W. (2008). Género e historia. México: Fondo de Cultura
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Soto Villagrán, P. (2012). “Espacio, lugar e identidad. Apuntes para una
reflexión feminista“ en C. Gregorio Gil y M. Castañeda Salgado,
Mujeres y hombres en el mundo global. Antropología feminista en
América Latina y España (pp. 294-309). México: ciich-unam/Siglo
xxi.
Tuñón, J. (2008). Enjaular los cuerpos. Normativas decimonónicas y
feminidad en México. México: El Colegio de México-Programa
Interdisciplinario de Estudios de la Mujer.

149
Capítulo 6
Habitando un nuevo cuarto:
experiencias laborales de mujeres
con carreras profesionales exitosas

Karla Alejandra Contreras Tinoco1

He realizado este trabajo partiendo de la interrogante: ¿Cómo


acceden al trabajo y cómo experimentan el éxito laboral mujeres
de entre 20 y 50 años, de clase alta y residentes en Guadalajara,
México? El estudio y la comprensión de los fenómenos sociales
en la ciudad de Guadalajara, México, es en particular interesante
porque es una ciudad atravesada por un sistema neoliberal que
promueve, valora y reconoce positivamente la productividad, el
éxito y la focalización hacia el trabajo en sus habitantes. Lo ante-
rior se vuelve indudable, ya que es la cuarta ciudad más estable
económica y competitivamente de México (Franco, 2014).
A la vez, en la misma Guadalajara hay una permanente pre-
servación de tradiciones fuertemente conservadoras, de tipo re-
ligioso [principalmente católicas] y familiares. Estas tradiciones
perpetúan el sistema sexo-género, promueven mandatos y repro-
ducen normativas sociales hacia la mujer que ratifican y socializan
actividades como atención del hogar, cuidado y crianza de los hi-
jos. Por ejemplo, en el estudio realizado por Ramírez-Rodríguez y
Patiño-Guerra (1996) sobre violencia y relaciones de género den-
tro de las familias tapatías, 90% de las mujeres encuestadas está

1. Profesora de la Universidad de Guadalajara, Centro Universitario de la Ciénega.

151
Karla Alejandra Contreras Tinoco

casada y, de ese porcentaje, tan sólo 8% divorciadas. Cabe señalar


que todas las mujeres casadas efectuaron su unión matrimonial
mediante el rito de la Iglesia católica. Aparte, 41% de las mujeres
casadas dijo haber abandonado su trabajo remunerado económi-
camente para concentrarse en tareas como el cuidado de los hijos,
del hogar y de la pareja; otro 37% de las mujeres casadas señaló
que no es laboralmente activa debido a prohibiciones de la pareja.
En otro aspecto, el interés por el tema reside en que histó-
ricamente, tanto el acceso al trabajo remunerado como el ingre-
so a la educación –especialmente superior– han sido privilegios
de los hombres. De acuerdo con Vega-Centeno (2006), en occi-
dente existe un imaginario de género desde el que se sustenta un
sistema androcéntrico y sexista. Este imaginario ha instituido y
estructurado que las áreas laborales y educativas sean territorios
mayormente masculinos y validó durante décadas que las mujeres
tuvieran restricciones en cuanto a presencia y representación en
el espacio público.
Pese a lo que he descrito, reconozco que mediante luchas,
movimientos y tensiones intra e intergénero las mujeres han ido
ganando representación y presencia en los espacios laborales y es-
colares latinoamericanos [y también mexicanos,] es decir, ha ha-
bido avances en ese terreno. Sin embargo, las experiencias de las
mujeres en estos lugares son diversas y no están exentas de ten-
siones y complicaciones. Por un lado, la presencia femenina en los
mercados de trabajo ha estado enmarcada en demandas sociales
endémicas hacia las mismas mujeres, quienes se ven interpeladas
y obligadas a mostrar y demostrar que son merecedoras de estar
y continuar en estos espacios que antaño les eran restringidos. Un
ejemplo de esto es la proliferación de trabajos académicos acerca
de historias de mujeres que están insertas en dobles o triples jor-
nadas de trabajo [por combinar trabajo, hogar y escuela] (Contre-
ras y Castañeda, 2016).
Por otro lado, ha habido un incremento de trabajos científicos
que dan cuenta de que las mujeres laborantes experimentan más
culpa, ansiedad, desgaste físico, emocional y mental que los hom-
bres, debido a las normativas sociales a las que éstas están cons-
treñidas (Nicolson, 1997; Palomar, 2005); una de las razones que
explicaría este aumento en el malestar es la intención de conse-

152
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

guir y mantener eficacia, tanto en el ámbito privado [cuidado del


hogar, crianza de hijos, actividades de pareja] como en el espacio
público.
De acuerdo con Nicolson (1997), las normativas sociales que
marcan la obligatoriedad de adquirir empuje, éxito y eficiencia,
tanto en lo privado como en lo público, no imperan de igual ta-
lante para las subjetividades masculinas y para las femeninas. La
autora nos marca que esta discrepancia se debe a dos motivos: 1)
que los hombres históricamente han sido ocupantes del espacio
público, lo que les confiere una ventaja sustantiva para alcanzar,
acceder o permanecer en un lugar que se ha concebido como un
espacio que es propio de ellos; 2) el papel secundario, de “ayuda”
o inexistente que se les ha asignado socialmente a los hombres
dentro del espacio privado, en tareas como el cuidado de infantes
y el hogar. Conforme estas posibilidades, los hombres gozarían de
mejores condiciones para concentrarse, focalizarse y tener pre-
sencia en el ámbito laboral.
Ahora bien, definir el éxito es una tarea intrincada y comple-
ja, sobre todo si consideramos que el constructo éxito no goza de
una definición unívoca, sino que está ligado al tiempo y al contex-
to. Sin embargo, en este trabajo, el éxito en mujeres laborantes se
refiere a una situación de vida privilegiada, caracterizada por la
posibilidad de alcanzar estudios superiores y/o de posgrado, así
como por estar ocupando actualmente los puestos de trabajo de
mayor jerarquía en instituciones o empresas; condiciones que les
comportan reconocimiento social, mando sobre otros, niveles al-
tos de ingresos económicos y capacidad adquisitiva superior a la
de la media poblacional. He decidido definir el éxito profesional a
partir de estos criterios porque, me parece, que esta conceptuali-
zación permite describir algunas situaciones ligadas a mujeres la-
borantes de un contexto neoliberal y competitivo como el de Gua-
dalajara. A pesar de esto, reconozco que esta manera de entender
el éxito no es ni la única, ni la mas valiosa o válida, y da cuenta
de las valoraciones emergentes y promovidas por el capitalismo a
través de los medios de comunicación, los sistemas económicos y
políticos globales.
Todo lo que he descrito con anterioridad, fundamenta el inte-
rés de este trabajo en el que se busca comprender las experiencias

153
Karla Alejandra Contreras Tinoco

laborales de mujeres exitosas, de entre 20 y 50 años de edad, de


clase alta y residentes en la ciudad de Guadalajara. El trabajo está
estructurado como a continuación detallo: a esta introducción le
sigue una delimitación de las situaciones en que se han insertado
las mujeres a la educación en Latinoamérica; luego de ello, presen-
to un apartado en el que exhibo el papel de la figura femenina en
el trabajo; posteriormente muestro, de manera breve, algunas ca-
racterísticas culturales de Guadalajara (ciudad donde se ha llevado
a cabo este estudio); de ahí paso a hacer un recorrido acerca de lo
que entiendo por género y sus usos; y enseguida transito hacia la
metodología, en donde describo cómo y según qué miramientos
he encarado el trabajo empírico; finalmente, presento los resulta-
dos y una discusión a la luz de éstos.

La presencia femenina en las instituciones de educación superior

En este apartado realizo una breve y puntual descripción de algu-


nos sucesos que, me parece, muestran cómo ha cambiado a lo largo
del tiempo la presencia femenina en la educación superior en
algunos países latinoamericanos y, fundamentalmente, en México.
En los países latinoamericanos, antes de 1850 no había muje-
res en el sistema educativo; fue hasta 1870 que, en países como
Chile, se instaura como tema de discusión la necesidad y el apre-
mio de que las mujeres ingresaran al sistema educativo y se insta-
laran como expertas en algunos oficios o tareas; discusiones que
durarían casi diez años y que en 1877 concluirían con la autori-
zación para que las mujeres ingresaran y merecieran titularse de
algunas carreras de la educación superior, tales como Enfermería
y Educación (Arance, Barrera y Lewin, 2013).
En lo concerniente a México, el ingreso de las mujeres a la edu-
cación fue lento y paulatino. En 1970, apenas 19% del total de la
matrícula de educación superior correspondía a mujeres (Anuario
Estadístico –anuies–, 2004), ya para 2004 éstas habían consegui-
do representar más de 51% de la matrícula (anuies), lo que da
cuenta de un lánguido pero constante incremento de la presen-
cia femenina en las escuelas. Este proceso de feminización de la
educación no fue exclusivo de México, sino que también ocurrió,

154
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

durante esos mismos años, en otros países latinoamericanos como


Uruguay y Venezuela, en los que 60 % de la matrícula de educa-
ción superior está actualmente constituida por mujeres.
Si bien las cifras presentadas anteriormente revelan el aumen-
to cuantitativo del ingreso de las mujeres a la educación superior
en México y en otras partes de Latinoamérica, no cabe duda de
que todavía es menester comprender las experiencias y vivencias
de éstas en tales espacios. Esto para identificar si, tal como lo su-
gieren autoras como Palomar (2005), las desigualdades de géne-
ro han tenido permanencias, continuidades o mutaciones en los
mundos académicos. En ese sentido, la misma autora menciona
que las carreras con mayor ingreso femenino son las de adminis-
tración, derecho o contaduría, y las que cuentan con menor pre-
sencia femenina son las ingenierías y la arquitectura.
Aun cuando por ratos pareciera que la brecha entre el número
de mujeres y hombres en de las escuelas y los trabajos cada vez
es menor, al realizar una observación más crítica, detallada y mi-
nuciosa de los elementos simbólicos, ideológicos y materiales con
los que se estructura el ingreso de las estudiantes y profesionistas
a los mercados de estudio y trabajo, encontramos que la distancia
entre las trayectorias femeninas y masculinas no es tan corta como
pareciera. En este sentido, el trabajo de Castañeda (2014) titulado
“Género, profesión y estrategias identitarias de las estudiantes de
la carrera de Abogado”, permite identificar que la diferencia sigue
siendo grande, además que implica, para algunas profesionistas,
estrategias de masculinización que les permitan ser respetadas y
escuchadas en el espacio de trabajo. Por tanto, Castañeda (2014:
22) nos dice que:

Ni la educación universitaria, ni la generación de conocimiento resultan


neutras ante un análisis con perspectiva de género, mucho menos los pro-
cesos de formación profesional. De ahí que resulte importante identificar
tanto en el ámbito formal como no formal, aquellas evidencias a través de las
cuales podemos dar cuenta del género de una profesión y, a partir de ello,
identificar las tensiones y conflictos que esa identidad de género profesional
provoca en los procesos identitarios individuales.

Así, nos advierten Davidson y Cooper (1992) que ante estos ele-
mentos habría que tener una mirada crítica para poder identificar

155
Karla Alejandra Contreras Tinoco

transformaciones, persistencias y cristalizaciones sobre el tema de


igualdad de oportunidades según el género.

La figura femenina en el trabajo remunerado

En esta sección me detengo a describir las características y situa-


ciones desde las cuales las mujeres se han insertado en el trabajo
en México.
En relación con el ingreso de la mujer al trabajo remunerado
en México, es notorio el aumento que éste ha experimentado en las
zonas urbanas durante los últimos 45 años. Mientras que en 1970,
tan sólo 20% de los empleos estaba a cargo de mujeres, en 2005 ya
esta cifra había ascendido a40% (Encuesta Nacional de Ocupación
y Empleo 2005 citada en Zabludowsky, 2007). Sin embargo, en el
trimestre de octubre a diciembre de 2016, 43 de cada 100 mujeres
permanecían desarrollando actividades económicamente activas.
Cifra que es notoriamente menor que los 78 de cada 100 hombres
que estaba trabajando durante este mismo periodo (Encuesta Na-
cional de Ocupación y Empleo, 2016). Como se puede apreciar,
en once años la participación de las mujeres en el trabajo apenas
creció 3%, lo que es preocupante y alarmante.
Con todo, las razones del incremento de mujeres en la fuerza
laboral se podrían ligar a cuatro factores: en primera instancia, el
avance logrado debido a las demandas persistentes y permanentes
de los movimientos feministas. En segundo término, en socieda-
des como la mexicana, el sistema capitalista y las crisis económi-
cas han provocado que las familias no puedan sostener el hogar
con un salario y ello ha generado que las mujeres estén asumiendo
parte del sostén económico de las unidades familiares mediante
trabajos de carácter formal o informal. Como tercer elemento, el
ingreso de las mujeres a los entornos laborales podría estar rela-
cionado con la llegada de empresas trasnacionales a México, ya
que, según Ribera y Obregón (2014), estas empresas mostraron
preferencia por el trabajo femenino, debido a que identificaron
que las mujeres eran más responsables, comprometidas y signi-
ficaban para las empresas mano de obra más barata que la de los
hombres. Como cuarto término está el aumento de mujeres con

156
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

educación superior, lo que generó en las mujeres nueva expectati-


vas, aspiraciones y necesidades económicas.
Conveniente se vuelve, a su vez, referir que el ingreso de las
mujeres a los mercados laborales ha estado envuelto en condicio-
nes de subempleo, lo que acarrea dificultades por la falta de segu-
ridad social, guarderías y seguros de incapacidad por maternidad.
Adicionalmente, la contratación, en muchos casos, ha estado su-
peditada a convenios temporales, demandas de disposición am-
plia de horario, remuneración económica diferenciada por sexo
y emplazamientos constantes sobre la especialización y la calidad
(Casas y Valenzuela, 2012). Estas investigaciones exhiben que,
aun cuando hay cada vez mayor número de mujeres en el ámbito
laboral, las condiciones y situaciones de incorporación al trabajo
siguen siendo masculinizadas, lo que acarrea menor posibilidad de
crecimiento y de desarrollo para las mujeres en los trabajos.
Pese a todas las condiciones anteriormente expuestas, hay mu-
jeres que han logrado acceder a puestos directivos y de liderazgo
en las empresas o instituciones educativas. En ese sentido, Zablu-
dowsky (2007) sostiene que en 2005 tan sólo 24.8% de las mu-
jeres trabajadoras ocupaba algún puesto de funcionario o mando
medio que le permitiera o adjudicara una capacidad decisoria en el
trabajo. Tal situación no es contraria a la tendencia mundial, don-
de apenas 2% de las empresas más importantes del mundo tienen
como directora a una mujer (Zabludowsky, 2007). Con todo, no
deja de sorprender que en el estudio, de tipo cuantitativo, reali-
zado por la misma autora y titulado “Las mujeres en México: tra-
bajo, educación superior y esferas de poder”, se haya encontrado
que 69.4% de las mujeres encuestadas considera que si una mu-
jer quiere lograr éxito y eficacia en algún contexto organizacional
debe ser más excepcional, organizada, disciplinada y participativa
que un hombre. Esto implicaría una lealtad incondicional al cargo,
es decir, tener plena disposición horaria, disponibilidad absoluta
para asumir tareas para las que en ocasiones ni se cuenta con la ca-
pacitación suficiente, cooperación permanente con la institución
y asumir grandes cargas de responsabilidad en tareas incluso de
otras áreas de trabajo.
Los hallazgos de Zabludowsky (2007) tienen estrecha relación
con lo que sugiere Nicolson (1997), quien sostiene que lo difícil

157
Karla Alejandra Contreras Tinoco

para las mujeres no es acceder al trabajo, sino lograr posicionarse


como exitosas. La autora sostiene esto porque identifica que para
las mujeres imperan demandas sociales que las instan a que traba-
jen mucho más que los hombres. Además, de que se espera que las
mujeres laborantes busquen visibilidad, pero no tanta como para
asustar o ganarse las críticas de los compañeros varones. Aunadas
a estas demandas operan solicitudes en torno a: tener disposición
permanente de adaptarse a horarios, ofrecer planteamientos no-
vedosos, resistir hostilidades y exigencias laborales intra e inter-
género y mostrarse como una persona con fortaleza para afrontar
problemas personales y familiares, sin que éstos afecten su des-
empeño y su productividad (Marshall y Walsh, 1991 citados en
Nicolson, 1997; Marshall, 1993).
Asimismo, Nicolson sugiere que los significados asociados a
las personas exitosas y triunfadoras están ligados a la racionalidad,
la frialdad y la fuerza. Ontológicamente, y desde posturas esen-
cialistas, estas características de comportamiento se han pensa-
do como cualidades masculinas. En tanto, Nicolson identifica que
para las mujeres que buscan alcanzar liderazgos laborales imperan
demandas tales como: el alejamiento de los estilos femeninos que
privilegian la belleza, la dulzura y la comprensión; estas cualidades
se piensan como indeseables para el mando y la dirección empre-
sarial. En contraparte, se vuelven deseables estilos de feminidad
que den cuenta de dureza, fortaleza y lucha, elementos que se con-
vierten en evidencias de que las mujeres tienen las condiciones
para cumplir con las formas deseadas por los entornos de trabajo
masculinizados.
Conforme la misma Nicolson (1997), el problema de estas de-
mandas radica, justamente, en que implican que las mujeres rea-
licen adecuaciones corporales, actitudinales y comportamentales
para lograr encajar en los espacios masculinizados, en lugar de que
estos espacios amplíen sus condiciones de inclusión y sus signifi-
cados asociados a los trabajadores.
Dichas conciliaciones corporales y actitudinales operan como
coerciones sociales, que obligan a las mujeres a desplegar estrate-
gias individuales que les permitan incluirse en los sitios directivos.
Con base en esto se gesta una individualización del malestar y se
invisibiliza que se trata de un problema de orden social y cultural

158
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

de género, ya que los espacios laborales se han configurado con-


forme lógicas y necesidades masculinizadas. Este orden de géne-
ro permite e incentiva el establecimiento de jerarquías y lugares
distintos para hombres y mujeres. En ese sentido, es fundamental
encontrar soluciones y estrategias sociales y no solamente indivi-
duales.
Por su parte, Ramos (2005), más que asegurar que las mujeres
que están en puestos directivos en las empresas requieren alejarse
de la feminidad hegemónica, sugiere que las mujeres se ven cons-
treñidas a tres demandas sociales simultáneas: 1) La normativa
de la feminidad hegemónica que conlleva el cuidado corporal, la
belleza, la delgadez, la dulzura, la amabilidad, el servicio a otros,
etc.; 2) Exigencias sobre y en cuanto a las actividades familiares y
del hogar; 3) Alcanzar obtener estabilidad, crecimiento y éxito en
los trabajos.
El problema de estas tres demandas simultáneas es que son
divergentes y cada una de ellas está construida a partir de reque-
rimientos de intensiva y alta disposición de energía y tiempo. En
estas circunstancias existen situaciones en las que no se logra res-
ponder a los tres requerimientos sociales y ahí justamente se pre-
senta la dificultad para compatibilizar lo privado con lo laboral.
En ese orden de ideas, la propia Ramos (2005) nos dice que ha
encontrado que las mujeres que buscan alcanzar el éxito laboral y
el ascenso en sus instituciones han decidido relegar algunos ele-
mentos de la vida personal, por ejemplo, la feminidad, el cuidado
de sí mismas, la maternidad, la convivencia con la familia de ori-
gen o con la familia nuclear.
Cabe mencionar que las posturas de Ramos (2005), Nicolson
(1997) y Zabludowky (2007) contrastan con las Horner (1992 ci-
tado en Ramos, 2005) y Merton (1948 citado en Ramos, 2005),
quienes establecen que las mujeres en los trabajos, hasta hace
poco, no alcanzaban éxito profesional porque no tenían interés en
el reconocimiento y el liderazgo, lo que estaba, según estos auto-
res, sustentado en temores asociados a desmarcarse de la figura de
la feminidad imperante.
A partir de estas contradicciones, en este trabajo me interesa
analizar las experiencias, dificultades, vivencias y estrategias de
mujeres residentes de Guadalajara, Jalisco, para acceder, perma-

159
Karla Alejandra Contreras Tinoco

necer y ascender en sus puestos de trabajo, con la finalidad de


encontrar circunstancias que podrían ayudar a que más mujeres
afronten las barreras simbólicas y materiales que aún permean los
espacios laborales.

La Guadalajara neoliberal y su disciplinao corporal


para el trabajo. El ideal de ser competitivos

A lo largo de esta sección delimito las dos Guadalajaras que se


albergan en un mismo espacio geográfico y físico, es decir, la Gua-
dalajara neoliberal, urbe, con grandes cantidades de población,
con gran cantidad de lugares para el consumo material, cultural y
recreativo, y la Guadalajara tradicional y religiosa, donde se rea-
lizan actividades eclesiásticas que paralizan y modifican la diná-
mica laboral y escolar de toda la ciudad, como puede ser la fiesta
de la Virgen de Zapopan.
En lo que se refiere a la Guadalajara moderna y neoliberal, ha-
bría que destacar que, de igual forma que acontece en otras ciuda-
des urbanizadas de México, se han promovido y destacado como
características ideales de los sujetos, la competitividad, la eficacia
y la eficiencia ante las necesidades del sistema económico. Esto ha
acarreado una necesidad permanente e interminable de capacita-
ción, formación, perfeccionamiento y responsabilidad.
Estos ideales imperantes sobre la y el sujeto trabajadores en
Guadalajara, son viables para sujetos que tienen amplia dispo-
nibilidad para invertir energía vital en lograr ser funcionales y
contribuir positivamente a la matriz económica que impera en el
sistema-mundo. Así, es notorio que la mayoría de las empresas e
instituciones educativas se ha planteado como objetivo tener al-
tos estándares de calidad, competitividad, innovación y apuntar
hacia una mejora constante que les permitan obtener un lugar en
el mundo globalizado. Emergiendo conforme estos parámetros,
como nos dirá Foucault (1998), un sistema en el que el poder y
el control sobre los sujetos ya no están en el castigo sino en la
exclusión, la sanción social y la segregación de las subjetividades
menos auto vigiladas y poco autorreguladas de acuerdo con estos
parámetros. Desde esta vertiente, sería conveniente pensar que

160
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

ocurre una suerte de darwinismo social y laboral, donde el sujeto


que posee menos capacidad para desplegar dispositivos de auto
medición de su efectividad y su eficiencia es excluido de los siste-
mas oficiales de empleo y estudio.
En el caso de los espacios educativos, lo descrito con antela-
ción puede verse claramente reflejado en los sistemas de evalua-
ción e indicadores, por ejemplo, los que se obtienen en las prue-
bas de ingreso y egreso universitario en las que los sujetos menos
capacitados quedan excluidos (Ceneval, 2013 citado en Hernán-
dez y Contreras, 2014). En cuanto al ingreso laboral, las empresas
realizan selecciones por medio de evaluaciones que privilegian la
capacitación, la disponibilidad de tiempo, la voluntad de viajar en
caso de ser necesario, así como la obtención de certificados cre-
diticios de los desempeños y logros obtenidos a lo largo de la vida
(Miranda, 2009). La finalidad de ambos sistemas de valoración es
mostrar que se es un sujeto competente, exitoso, normalizado y
disponible ante las necesidades del sistema laboral preestablecido,
en el espacio al que se busca acceder (Foucault, 1998; Pemjean,
Toro y Barros; 2011; Ansoleaga, 2011).
Estos ideales de sujeto, propios de la época actual, han afec-
tado la subjetividad de las mujeres de Guadalajara, generando así
el deseo en éstas por alcanzar el éxito y el ascenso económico y
laboral. Cabe señalar que todos estos constructos gozan de una
aceptación social y de un prestigio generalizado que se constituye
en formas psíquicas de control. En ese sentido, lo que proponen
Guattari y Rolnik (2001) adquiere atingencia, puesto que parecie-
ra que, efectivamente, en la época actual el control de las acciones
y del sujeto en sí mismo opera a través del deseo. Así, desde los
años sesenta, los anhelos y los deseos de crecimiento y ascenso la-
boral en las mujeres las han llevado a realizar mayores esfuerzos y
trabajos (Nicolson, 1997). Los autores Davidson y Cooper (1992)
refieren que este aumento en las aspiraciones y en las acciones ha
ocasionado más tensiones en las mujeres, ya que les ha implicado
desarrollar más capacidades y hacer más esfuerzo por triunfar ins-
titucionalmente, en y desde los códigos masculinizantes que im-
peran actualmente en las fábricas, instituciones y los puestos de
dirección y liderazgo (Marshall, 1993).

161
Karla Alejandra Contreras Tinoco

Orígenes de la palabra género

En el marco de lo que he venido planteando en los apartados ante-


riores, pienso que es ineludible y altamente necesario dar cuenta
de la experiencia femenina de mujeres exitosas laborantes, a la luz
de la discusión de género.
Me interesan particularmente las experiencias de las mujeres
exitosas de Guadalajara porque, de igual forma que Scott (2011),
pienso que las experiencias no son algo que tenemos, sino situa-
ciones que hemos vivido a lo largo de nuestro entramado históri-
co, que están instituidas en un espacio geográfico determinado,
conforme posibilidades económicas, políticas y sociales particu-
lares, y que además dan cuenta de nuestra identidad instituida y
nos hacen más real nuestra realidad. A través de las experiencias
se logra explicar el actuar, las características, los valores, deseos
y normas que están imperando en el contexto y que llevan a las
personas a vivir de una u otra formas. Al relatar la experiencia se
logra repensar, releer y reevaluar la historia y con ello reflexionar
acerca de relaciones, discontinuidades, esfuerzos, emociones y
sentires contenidos en cada subjetividad femenina (Scott, 1999).
A la vez, he decidido enmarcar mi trabajo desde la mirada del
género porque me parece que es una categoría con posibilidades
políticas y críticas que me permitirán leer e interpretar la expe-
riencia y el paso de las mujeres de mi estudio por los sitios esco-
lares y de trabajo de manera estratégica. Mediante la perspectiva
de género logro explicar que la distinción o la particularidad de la
experiencia de las mujeres en los espacios laborales no está basada
en diferencias de orden natural entre hombres y mujeres. Por el
contrario, las divergencias y desigualdades parten de marcos nor-
mativos, sociales, históricos y culturales (Scott, 1999; 2008), y son
problemáticas porque configuran jerarquías y están fundamenta-
dos en relaciones de poder (Scott, 2011).
Cabe señalar que el concepto género, al igual que muchos otros
conceptos más, no ha estado exento de disputas, de discrepancias
y desencuentros; en este panorama es que han surgido tres posi-
ciones desde las que históricamente se ha encarado la discusión
en torno al género: una que fundamenta sus orígenes desde el pa-

162
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

triarcado; otra de dirección marxista donde se postula que la di-


ferencia entre los géneros tiene una base materialista y, por tanto,
la solución a las desigualdades sociales se pensará con base en los
sistemas capitalistas y en los modos de producción, elementos que
serían sustentadores de la división social y sexual del trabajo; por
último estaría la posición posestructuralista que busca dar cuenta
de cómo se producen y reproducen las subjetividades femeninas y
masculinas (Scott, 1999).
Por tanto, pienso que es útil aclarar que en este trabajo com-
parto y asumo el género desde esta última noción, es decir, desde
la posestructuralista, puesto que me parece que las experiencias
femeninas de estadía y tránsito por los espacios laborales no pue-
den estar exentas de una comprensión que incorpore el entendi-
miento y el estudio de las relaciones de poder y jerarquía existen-
tes en estos espacios y que, también, cuestione las distinciones que
se instalan discursivamente y materialmente desde la cotidianidad
sobre las personas que viven y están dentro de los espacios labo-
rales. Asimismo, postulo que es necesario concebir que en estos
sistemas sociales disimiles se han configurado gustos, deseos, va-
lores, prácticas y normativas que organizan la subjetividad feme-
nina de manera naturalizada, rutinaria, irreflexiva e incuestionada
y que se instalan como guías instituidas de la propia experiencia
de las mujeres (Lamas, 1999).
Justamente por lo anterior es que pienso recurrir a la pers-
pectiva de género para comprender las dimensiones históricas y
relacionales que sustentan la forma y las situaciones que viven las
mujeres en sus trabajos (Scott, 1999; 2008; 2011). En ese sentido,
la tesis de Scott es muy clarificadora acerca de cómo hay que ob-
servar y estudiar estas experiencias desde un marco histórico y
relacional.
Si bien el trabajo de Scott es fecundo y valioso para entender
la experiencia de las mujeres exitosas en los ámbitos profesional y
laboral que residen en Guadalajara, el entendimiento de la proble-
mática también requiere acercamientos más situados e intersec-
cionales –ideológico-aspiracionales, temporales, económicos, his-
tóricos y geográficos del mismo– que consideren las diferencias
en las que se instala el género según distintas condiciones sociales,
económicas y políticas. Estos acercamientos permiten reflexionar

163
Karla Alejandra Contreras Tinoco

sobre como dentro del propio Occidente el género se finca de ma-


nera diferenciada en Europa y en Latinoamérica; y más aún, cómo
se asumen las diferencias de género en ciudades híbridas y mesti-
zas, como lo es la propia Guadalajara; así como concibo importan-
te que haya un interés por las condiciones diferenciales, como la
clase social y la edad.
Además, los análisis situados permiten visibilizar que durante
los últimos años, las lógicas de exclusión de género se han modifi-
cado y trastocado de manera significativa y han adquirido formas
heterogéneas y complejas en cada uno de los contextos.
En resumidas cuentas, los análisis situados del concepto de gé-
nero, y más particularmente de la experiencia femenina, implican
una observación y un análisis minucioso sobre la forma en la que
opera la matriz de segregación social de las mujeres laborantes, de
clase alta y exitosas en la Guadalajara actual. En el caso particular
de este estudio, la comprensión de las condiciones, experiencias
y vivencias de las mujeres de clase alta se vuelve particularmen-
te interesante porque sobre éstas persisten diferencias de género
que, si bien no son las mismas ni funcionan en las mismas formas
que antaño o que sobre grupos más vulnerables y marginados de
la ciudad, siguen ocasionando tensiones, conflictos y dificultades
para las mujeres.

Metodología

Esta investigación la desarrollé mediante el método cualitativo, con


un alcance de investigación descriptivo, desde un paradigma inter-
pretativo. Para la recolección de los datos usé un diseño narrativo
(Guba y Lincoln, 2002) de enfoque biográfico, puesto que pienso
que desde éste es posible indagar sobre las experiencias, viven-
cias y los significados de nuestras participantes (Medrano, Cortes
y Aierbe, 2004; Sayago, Chacón y Rojas, 2008). Específicamente
recurrí a un levantamiento de información basado en entrevistas a
profundidad (Cornejo, Mendoza y Rojas, 2008; Sayago, Chacón y
Rojas, 2008) que se llevó a cabo entre 2014 y 2015.
El análisis de los testimonios lo efectué por medio de un aná-
lisis narrativo en el que incorporé subdimensiones como identi-

164
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

ficación del nudo de conflicto, los afectos implicados, los actores


participantes y las evaluaciones positivas o negativas que hacían
nuestras participantes sobre el evento. El criterio de validación
que seguí fue validación por investigadores.

Participantes

El estudio lo realicé con seis mujeres de entre 20 y 50 años de


clase media alta-alta, residentes de Guadalajara, México, estudian-
tes de postgrado y laboralmente insertas en puestos directivos.
La selección de las participantes fue intencionada y efectuada
mediante bola de nieve. A continuación presento una tabla con
algunas características de las participantes.

Tabla 1
Participantes

Nombre Edad Clase Profesión Lugar de trabajo


Patricia 48 años Alta Médico Hospital de Especialidades
Berenice 29 años Media alta Maestra en Ciencias Secretaría en Gobierno del
Políticas Estado
Alicia 37 años Alta Maestra en Desarrollo Directora de una Maestría
Humano en Desarrollo Humano
Alondra 42 años Media Alta Maestra en Educación Escuela de Educación
Superior
Socorro 46 años Media alta Maestra en Pedagogía Escuelas Públicas de la sep
Maribel 42 años Media alta Psicóloga Sector salud

Criterios de inclusión-exclusión

Los criterios de exclusión fueron tener menos de cinco años resi-


diendo en la ciudad de Gaudalajara al momento de la entrevista.

165
Karla Alejandra Contreras Tinoco

Hallazgos

La experiencia femenina en el trabajo: el tránsito


entre la biología y lo sociocultural

Patricia es una mujer de 48 años, de tez blanca, que pertenece a lo


que se pudiera reconocer como clase alta; es médico con especia-
lidad en oncología en un hospital de especialidades de la ciudad. El
trabajo de Patricia le ha permitido salvar múltiples vidas, a la vez
que la ha expuesto a situaciones de estrés que le requieren forta-
leza, capacidad rápida de respuesta y seguridad. Durante las entre-
vista, Patricia da cuenta de que su experiencia laboral la ha llenado
de orgullo y le ha conferido confianza en las propias capacidades,
fortaleza y un especial ahínco hacia la preservación de la vida y el
afrontamiento de lo difícil. Esto último es una característica que
Patricia dice tener desde pequeña y fue lo que la motivó a elegir su
carrera, pues desde inicio sabía que Medicina no era fácil y justo
por eso le gustó. Patricia atribuye su gusto por encarar las situacio-
nes problemáticas al hecho de ser mujer y a las condiciones bio-
lógicas y corporales que están contenidas en este sexo; menciona
que las mujeres están más capacitadas para resistir los golpes de la
vida y para luchar por la propia existencia y por la de otros.

Incluso genéticamente hablando tenemos más fortaleza que los varones, en


el ámbito de la salud, el hecho de nacer hombre implica riesgo, las mujeres
desde el momento que nacemos nos aferramos más a la vida y tenemos esa
fortaleza para resistir, genéticamente tenemos esa fortaleza y estamos he-
chas para resistir” (Patricia, 48 años).

Por su parte, Berenice es maestra en Ciencias Políticas, tiene 29


años, es directora de una Secretaría en el Gobierno del Estado,
es de clase media alta, ha ocupado múltiples puestos políticos y
gubernamentales y, al igual que Patricia, considera que las muje-
res tienen más fortaleza que los hombres y cierta superioridad.
La superioridad de la que nos habla Berenice, estaría altamente
vinculada con la biología que dota a las mujeres de características
asociadas al esfuerzo constante, la resistencia, el trabajo arduo y
las adecuadas respuestas ante las circunstancias difíciles.

166
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

Berenice asume que de su entramado histórico y relacional es


de donde han provenido los límites. En su historia personal han
estado otredades (en su mayoría hombres, por ejemplo, los pa-
dres, los abuelos, los maestros) que le han marcado las posibili-
dades o imposibilidades sobre lo que debiera ser la experiencia
femenina “correcta”. Así, nos dice Berenice que éstos han sido los
verdaderos obstáculos que hay que afrontar:

Mira siempre le dicen los padres, los abuelos, los maestros a uno que por ser
mujer no puede levantar cosas, correr rápido, ir para acá, hacer esto y hacer
aquello, yo creo que la diferencia no está ahí, está en esos que te dicen que
no vas a poder, uno se la cree y eso sí que se convierte en un daño, yo he
conocido mujeres que trabajan, pueden más que los hombres, se levantan,
van al campo, se encargan de la casa y de todo. Imagínate si las mujeres bio-
lógicamente fuéramos más débiles como podemos soportar los partos, las
desveladas; todo soporta uno como mujer (Berenice, 29 años).

En estos fragmentos es notorio que tanto para Patricia como para


Berenice, la diferencia biológica no es la portadora de los obstácu-
los y límites para la experiencia femenina en el espacio laboral o
de la vida misma. Es más, las participantes apelan a esas mismas
diferencias marcadas desde el esencialismo para mostrar que las
mujeres cuentan con más cualidades que los hombres y que, por
tanto, pudieran y debieran estar categorizadas como sujetos con
mayores fortaleza y estabilidad que los hombres. En tanto, ambas
participantes piensan han tenido mayor impacto las limitaciones
sociales (por figuras como la de los padres, abuelos o sujetos de
autoridad significativos).
Para Patricia y Berenice, la diferencia entre hombres y muje-
res respondería a límites, barreras y obstáculos más culturales y
provenientes del contexto, y estaría más ligada a una construcción
cultural de la diferencia. Esta construcción ciñe y demarca los si-
tios, las imposibilidades y configura las dificultades de inserción
de las mujeres, tal como lo sugiere Lamas (1999).

El hecho de ser mujer no tiene limitaciones, las limitaciones las trae el con-
texto donde tú te vas desarrollando, por los esquemas culturales que a veces
no son tan favorables porque encuentras motivaciones e inquietudes que tú
traes y que no checan con el esquema en el que tú estás y al tratar de rom-
perlos pasa a ser una limitación o un obstáculo no insalvable, pero sí difícil.

167
Karla Alejandra Contreras Tinoco

Te toca como mujer de alguna manera irlo salvando o brincando (Patricia,


48 años).

Así, en testimonios como los de Patricia y Berenice, estas dificul-


tades son traducidas e interpretadas como barreras que se deben
afrontar únicamente por y desde las mujeres, es decir, los hombres
estarían exentos de este deber “demostrar” que se es merecedor
o hábil para estar en un puesto directivo. Pareciera que estas con-
diciones conllevan un esfuerzo extra para las mujeres, tal como lo
sugieren estudios previos (Nicolson, 1997, Ramos, 2005; Ramos,
Barbera y Sarrio, 2003).
Ahora bien, en las historias de Patricia y Berenice es innegable
el poder que representa la biología. Para estas participantes, es la
biología la que da cuenta de diferencias corporales entre mujeres
y hombres, lo que nos llevaría a pensar, como lo sugiere Casta-
ñeda (2014 citando a Braidotti, 2004), que el género configura el
cuerpo a la vez que el cuerpo es un espacio donde se incardina la
diferencia y, por tanto, el propio cuerpo nos dota de unas posibi-
lidades particulares para interpretar el género y para analizar la
experiencia de las mujeres. Sin embargo, el cuerpo no puede ser
interpretado sin considerar otras condiciones que lo atraviesan,
tales como pertenecer a una clase social media alta o alta, color
claro de piel y el tener educación superior, como es el caso de las
participantes de este estudio.

La experiencia femenina en el trabajo:


de cuando se acepta la desigualdad

Alicia tiene 37 años, a su corta edad ya es directora de una Escuela


de Formación de Maestría en Desarrollo Humano, se viste de
forma sencilla a pesar de pertenecer a la clase alta de la ciudad.
Para Alicia, la experiencia de ser mujer la ha llevado a estar atenta
de su cuerpo de forma permanente y cuidar que éste sea útil, en
constante mejora y con alta auto-exigencia dentro de su campo.
Alicia sugiere que las mujeres tienen que estar más atentas a su
propio desempeño, que los hombres en su trabajo, porque están
sujetas a una disciplina constante. “Creo que las mujeres somos
cada vez más perfectibles, tenemos deficiencias que se pueden

168
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

superar, tenemos espacios, lugares, si ese lugar va estar funcio-


nando mejor con tu presencia, vas por buen camino, si no es así,
mejor retírate y busca tu campo” (Alicia, 37 años).
La experiencia de Alicia no está muy alejada de la de Alondra,
quien a sus 42 años ya es maestra en Educación y secretaria aca-
démica de una Escuela de Educación Superior. Es una mujer de
carácter firme y complexión delgada, que pertenece a la clase me-
dia alta. Alondra asume con aceptación y naturalidad que, como
mujer, tendrá que mostrar y esforzarse el doble o triple en los tra-
bajos, que los hombres; es más, para Alondra es algo que pasa y
para lo que hay que desarrollar méritos individuales sin importar
los costes de tiempo o de salud que de esto se deriven.

Más que limitaciones, hay retos, pues siempre como mujer tienes que de-
mostrar al doble o al triple el trabajo que realizas, para ser tomada en cuenta,
eso no le pasa a los hombres, ellos se van y toman [alcohol] con los jefes o
colegas y con eso ya tienen todo resuelto. En mi caso han sido más los retos
que las limitaciones (Alondra, 42 años).

Para estas mujeres, la alternativa a las diferencias que el sistema


laboral masculinizado les ha impuesto, es ser menos mujeres y
más máquinas, para tapar con ello “la mancha de la feminidad” y
acercarse a la lógica del cyborg o del hombre-máquina que se pro-
duce, se mejora a sí mismo, se disciplina y muestra eficacia todo el
tiempo. En ese sentido, Socorro, una mujer de 46 años, que si bien
perteneció durante la infancia a la clase media, logró posicionarse
en la clase media alta, estudiar una Licenciatura en Educación Pri-
maria y luego la Maestría en Pedagogía. Actualmente es supervi-
sora regional en escuelas públicas de la sep.

Mira, todos sabemos que sí hay diferencias entre hombres y mujeres. Uno
hasta para ser escuchado tiene que luchar más, ganarse más las cosas. Es di-
fícil, me ha costado, pero creo que he demostrado que merezco estar donde
estoy, me he desvelado, he hecho más que ellos, en las reuniones he dado
mejores ideas que cualquier hombre, me he preparado más para las eva-
luaciones de asenso, yo misma me he dicho que es la forma de que no te
puedan decir que no. Es difícil, no te creas, a veces me canso o me frustro
porque no debería ser así, pero cuando ves la recompensa, pues sí vale la
pena (Socorro, 46 años).

169
Karla Alejandra Contreras Tinoco

Entonces, para mujeres como Alicia, Socorro y Alondra, la dis-


tinción cultural desde la que se establecen diferencias por género
entre hombres y mujeres no es desconocida. Hay una clara obser-
vación y conciencia acerca de que en los espacios laborales hay
discrepancias según el género y se reconoce que estas distincio-
nes influyen en las posibilidades de alcanzar un lugar y ascensos.
Al reconocerse estas mujeres como situadas en segunda jerarquía
porque “así ha sido y así sigue siendo”, activan estrategias como
la auto-exigencia, la auto-evaluación permanente y el compro-
miso exacerbado con las instituciones. En suma, estas estrate-
gias buscan demostrar que se es mejor que otros y, por tanto, sé
es capaz y merecedor de habitar nuevos lugares de aceptación y
reconocimiento.
Cabe señalar que aunque Socorro y Alondra no mencionan
como maniobras planificadas la perfección, el sobre esfuerzo y la
plena disposición al trabajo, sí que son estrategias que les han per-
mitido aminorar y reducir las fronteras entre hombres y mujeres
en los trabajos, lo que concuerda con lo encontrado en otros estu-
dios (Nicolson, 1997). Ahora bien, esta plena disposición es más
difícil de alcanzar para las mujeres que para los hombres. En ese
tenor, Zabludowsky (2014) nos dice que, en México, las mujeres
se topan con múltiples obstáculos para tener disponibilidad para
el trabajo, ya que en promedio invierten 42 horas semanales en
actividades extra-domésticas, en contraste con los hombres que
invierten tan sólo 15 horas.
Estas maniobras funcionan para Socorro y Alondra, que tie-
nen 42 y 46 años, respectivamente, y son mujeres con una carrera
profesional consolidada con pareja y sin hijos. Sin embargo, para
Berenice, una mujer de 29 años, con hijos y pareja, no son tan
efectivas y le comportan culpas y malestares por no poder compa-
tibilizar la vida personal con la laboral, como lo mostraré en líneas
más abajo.
Entonces, si bien mis informantes aceptan con naturalidad las
situaciones de diferencia entre hombres y mujeres que les han to-
cado vivir en sus lugares de trabajo, y asumen que saberlo y reco-
nocerlo les ha permitido ser mejores y ascender (“ser las mejores
para que nadie les pueda decir que no”), me parece que es un re-
curso peligroso por dos razones: la primera, porque se encara esta

170
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

distinción cultural mediante soluciones individuales, tales como el


sobreesfuerzo o la autodisciplina, en lugar de cuestionar o repen-
sar los espacios laborales para que sean lugares realmente inclusi-
vos para las condiciones, características y necesidades femeninas
de mujeres con otras condiciones de “situacionalidad”, como por
ejemplo, la edad, el tener hijos o el pertenecer a una clase social
particular. Ante tal falta de visibilidad de las particularidades de
las mujeres, éstas tendrían que situarse en una doble hermenéuti-
ca asumiendo, por tanto, dobles o triples trabajos con el objetivo
de “pertenecer” “mantenerse” y “demostrar” que cuentan con ca-
pacidades y habilidades iguales o superiores a las de los hombres,
obviando, por tanto, otras complejidades asociadas a la edad, la
situación familiar (estado civil, numero de hijos), el estado de sa-
lud, la raza, etcétera. En una segunda instancia, pienso que es una
solución riesgosa porque el espacio laboral no se ha modificado
para ser inclusivo ni consciente de las necesidades y particularida-
des femeninas. De tal forma que el trabajo sigue siendo un espacio
para hombres al que las mujeres deben adaptarse y en el que de-
ben esforzarse por erradicar, disminuir o contener su feminidad
(por ejemplo, no teniendo hijos, como en los casos de Socorro
y Alondra). Así como les demanda potenciar las condiciones de
sujeto-máquina, elementos que reproducen la segregación de las
mujeres que no hacen esta adaptación a los requerimientos de los
sistemas de trabajo.

La experiencia femenina en los trabajos regulada por la otredad

Maribel es una mujer de 42 años, blanca, de clase media alta,


nacida en la Ciudad de México, que siendo muy pequeña llegó a
vivir a Guadalajara debido al trabajo de su padre. Es psicóloga y
actualmente trabaja en el Sector Salud, a la vez que forma parte de
un grupo político. Para ella su trabajo es un espacio de dedicación,
de entrega, de compromiso constante y de búsqueda permanente
que está basado en una lucha constante.
Su experiencia vital ha estado marcada principalmente por un
pelear y encajar con lo que los otros esperan de su desempeño. La
importancia de las otredades en la vida de Maribel radica en que
para ella, estos otros serán los que le adjudiquen el lugar de eficaz

171
Karla Alejandra Contreras Tinoco

y merecedora de ocupar un lugar en los trabajos. Esto nos da cuen-


ta de que, tal como lo sugiere Foucault (1998), el sujeto moderno
normalizado y disciplinado se constituye en vigilante de su propio
desempeño, lo que le permite alcanzar un posicionamiento social
y el reconocimiento o la aceptación en las sociedades competiti-
vas. Así, Maribel dice:

Ha habido unos cargos que los he buscado, los he peleado y los he logra-
do. Tiene mucho que ver con las personas que me he encontrado en esos
momentos, pero siempre es importante reconocerlo, también ha sido por
mi trabajo, pues las mujeres no valoramos lo que hacemos, siempre pen-
samos que alguien nos ayudó o que si por las circunstancias, que claro son
importantes, pero mucho tiene que ver uno, y yo creo que soy una persona
responsable, que me dedico a los proyectos a veces hasta de más. Es ese ha-
cer todo lo que los demás esperan de ti, y ese lograr todo lo que los otros no
pensaron que podías hacer. Lo malo es que a veces eso se vuelve una tarea
cansada (Maribel, 42 años).

Aunque Maribel reconoce y visibiliza sus habilidades y recur-


sos para apropiarse de los espacios de trabajo, su experiencia ha
estado motivada y estructurada desde la figura y el papel de los
otros. En Maribel persiste la idea de que hay que sorprender a las
otredades y demostrar que se es capaz de cumplir y sobrepasar sus
exigencias y expectativas. A través de la experiencia de Maribel
vemos la continuidad de un mandato de género que se ha insta-
lado sobre éstas y que les dicta que su subjetividad está ocupada y
asociada con ser, hacer y vivir para los otros (Lagarde, 1990). Ele-
mento que podemos notar en distintos escenarios: la maternidad,
el matrimonio y, ahora, hasta en el mismo trabajo.
En un sentido similar, Berenice muestra que para alcanzar el
éxito laboral o profesional cuando se es mujer, se libra una perma-
nente lucha, hay una necesidad de ganarse un lugar. Esta lucha, en
muchas ocasiones está fundada en ese cuidar de sí mismo, en evi-
denciar ante los otros que se es poseedor y merecedor de estar en
un espacio. Estas condiciones son distintivas de los esfuerzos que
emprenden las mujeres dentro de los trabajos. Asimismo,sitúan
en una lucha desigual en el espacio público a mujeres y hombres,
puesto que como parte de esos esfuerzos no se toma en cuenta
que las mujeres destinan más horas a la atención de la casa que los

172
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

hombres. Incluso, según Zabludowsky (2014), las empresas san-


cionan a las mujeres que tienen hijos y limitan sus condiciones
de contratación o de ascenso, debido a que se asume que tendrán
menos disposición de tiempo y menores energía y esfuerzo.
Ahora bien, Berenice no se ha enfrentado a la situación parti-
cular que describe Zabludosky (2014), puesto que tiene un esposo
que funge como una red de apoyo (“¡he tenido el apoyo y admi-
ración de mi esposo y de mis hijos también!”), lo que de inicio
pudiera parecer que hace que su experiencia de éxito laboral sea
más disfrutable. Sin embargo, Berenice, a través de su relato da
cuenta de que esto no ha sido suficiente, lo que ha generado que su
experiencia esté siendo tensionada, ya que, por un lado, se siente
reconocida, apoyada y funge como un referente para sus familia-
res (hijos y esposo), pero, por otro, se siente culpable por no dar
cabal cumplimiento a las construcciones culturales hegemónicas
que marcan los roles y tareas que “debieran hacer las mujeres”.
Así, podríamos pensar que algunas mujeres vivencian su pre-
sencia en el trabajo desde la tensión, desde un transitar por el gus-
to de alcanzar y lograr ascensos, reconocimientos, liderazgo, así
como con culpa por no estar en el espacio privado que las norma-
tivas sociales han asignado como propio de la mujer, tal como lo
sugieren David y Cooper (1992) y Ramos (2005).
El relato de Berenice me permite ver cómo la instalación del
género, a través de la cultura, tiene un impacto preponderante en
la experiencia de las mujeres, así como en los sentimientos, valo-
raciones y narrativas que organizan y estructuran la experiencia
del éxito profesional y laboral (Scott, 1999). Aparte, me posibili-
ta observar cómo las propias condiciones de Guadalajara, ciudad
híbrida que se encuentra entre la exaltación y la valoración del
sujeto mujer de la modernidad que es productivo y responsable y
el sujeto mujer de orden tradicional y conservador que está vincu-
lado a tareas en el espacio privado, impacta en las subjetividades
de las mujeres al instalar dos normativas que por contradictorias
sujetan a las participantes en experiencias paradójicas.

No ha sido fácil, tengo diez años de casada y tengo dos hijos varones. Siempre
he tenido el apoyo y admiración de mi esposo y de mis hijos también; siem-
pre que he podido compartir con ellos lo que hago, me da gusto que ellos

173
Karla Alejandra Contreras Tinoco

se sientan orgullosos y que sepan que estoy haciendo algo por ellos y por la
demás gente, y si es complicado. Siempre queda la parte cultural del senti-
miento de culpa, que digo no estoy con mis hijos, no estoy con mi esposo,
no he ido a fiestas o reuniones familiares y son horas que le quitas a la fa-
milia. No ha sido sencillo y he procurado estar con ellos y, lograr espacios
de convivencia familiar, compartir como una mamá normal y me gusta que
mis hijos sepan que es parte de mi trabajo, como el trabajo que desempeñan
otras personas, aunque ellos a veces sientan mi ausencia […] esto también
es parte del proyecto de familia, de vernos y pensarnos, cómo queremos que
nos vean los hijos y hasta dónde queremos llegar (Berenice, 29 años).

En síntesis, en el caso de mujeres como Berenice, el éxito les ha


llevado a una renuncia de la feminidad hegemónica que les dic-
taba el recato, la paciencia, el cuidado de hijos y del hogar. En ese
sentido, un recurso que facilita el tránsito por nuevas experiencias
del ser mujer laborante y exitosa es contar con el apoyo y el reco-
nocimiento de unos otros significativos que le otorguen sentido y
valía al trabajo y el éxito. En el caso de Berenice, estos otros son
los hijos y el esposo. Mientras que para Maribel, estas otredades
están representadas por actores más periféricos.

Me acuerdo cuando empecé a participar en política. Sí creía que había la ne-


cesidad de tener mujeres que fueran modelos para otras, porque en ese tiem-
po había muy poquitas participantes. Hoy hay más, creo que hay mujeres
de mucho peso, que con su estilo, con su dinámica, con su forma de ser, de
tomar sus decisiones, van marcando un modelo. Yo aspiraría que en alguna
época yo pudiera motivar a otras mujeres. No digo que sean como yo, por-
que cada quien le pone un sello a su liderazgo y a su vida, pero si hay algo que
sea positivo en mí y que pueda dejar una enseñanza, sería algo trascendente.
Las mujeres no tenemos límites; no somos el sexo débil como se dice
por ahí, al contrario, somos fuertes, tenemos muchas capacidades, la posibi-
lidad de hacer muchas cosas a la vez (Maribel, 42 años).

Berenice también asume que su experiencia y su historia profesio-


nal y laboral han estado motivadas por un interés de ofrecer servi-
cio a la sociedad y a los otros: “siento desde muy joven, como una
luz, como un llamado, muy marcado a servir, a participar, a estar,
y que sí he dicho me voy a mi casa y me quedo ahí, pero no me he
aguantado ni dos semanas, porque siento la necesidad de servir, de
hacer algo por lo demás” (Berenice, 29 años).

174
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

Es posible identificar que para Berenice y Maribel (ambas co-


locadas en puestos públicos y laborales de alto mando) se instaura
cierto compromiso por mostrar que se es portador de fortaleza,
de capacidad, de iniciativa, que hay habilidades de multitarea, de
organización. Además, estas actividades se efectúan como una
forma de dar cuenta a los otros (familiares, hijos, jefes, personas
que no creyeron en la capacidad o sancionaron el trabajar, o a la
sociedad misma) de que el trabajo y el lugar que se ha ganado es
un lugar merecido y no impuesto. Al alcanzar estos objetivos, las
mujeres, situadas en puestos de éxito y reconocimiento, se conci-
ben así mismas como figuras motivadoras y guías para otras mu-
jeres. Lo anterior es propio de una sociedad donde persiste una
distinción por género y una estructura social jerárquica en la que
los hombres no se ven supeditados a este demostrar de manera
permanente (Vega-Centeno, 2006).

La fortaleza, la disponibilidad permanente y el sobre esfuerzo:


estrategias de la masculinización de las mujeres trabajadoras

Socorro se crió en una familia extensa en la que, debido a la muerte


del abuelo, la abuela asumió las labores de cuidado y manutención
de hijas e hijos. En la familia de Socorro, las mujeres mayores se
encargaron de enseñarle a ser fuerte, esforzada, preparada para
la adversidad y a seguir un camino firme en la vida. Para ella, la
cercanía con estas mujeres, que sin temor cruzaban la frontera de
lo público y lo privado, marcó su vida.
De sus tías, Socorro aprendió, desde muy pequeña, que en el
mundo público podía vivir derrotas, luchas y dolores, pero que
eso no debería tumbarla. Por el contrario, las derrotas debían ser
combatidas con más esfuerzo, ya que de esa forma finalmente su-
peraría los obstáculos y alcanzaría los objetivos. Años después,
Socorro, al insertarse al trabajo y al estudio, se enfrentaría a cir-
cunstancias adversas, cansancios y derrotas. Sin embargo, el ejem-
plo de las fuertes figuras femeninas de casa, ayudaría a Socorro a
asumir que en las mujeres deben prevalecer el esfuerzo constan-
te, la soledad, la fortaleza, el trabajo arduo y el disimulo de los
sentimientos de malestar o de debilidad. Todas estas condiciones,
pensadas como estrategias que ayudan a afrontar las dificultades y

175
Karla Alejandra Contreras Tinoco

evitan las segregaciones en el espacio público. Así lo vemos en los


siguientes relatos:

Yo aprendí a ver a mis tías como unas mujeres fuertes que salieron adelante
en la vida. Por ejemplo, varias de ellas eran profesoras, profesoras que na-
cieron en 1910 o un poco después; a su vez ellas quedaron huérfanas, fueran
criadas por la mamá y por dos hermanos, pero ellas tomaron una postura
muy fuerte en la familia. La mamá de ellas dijo que tenían que estudiar, en
aquellos tiempos no era fácil que la mujer estudiara y, bueno, se inscribieron
en la Normal para ser profesoras.
Mi abuela, más allá de lo que le decían, tuvo la convicción de que sus
hijas tenían que estudiar y lo que había a la mano era la Normal. Entonces
ellas empezaron a luchar contra viento y marea. Ellas como figuras femeni-
nas tenían que estudiar y entonces luego me tocó hacer eso a mí (Socorro,
46 años).

Socorro tuvo figuras femeninas enérgicas que la guiaron con su


ejemplo, su estilo de vida y sus consejos, sus experiencias, prácti-
cas y acciones individuales. Sin embargo, para Socorro, esta forta-
leza exacerbada, el no mostrar emociones para lograr “sobrevivir”
y/o “bien vivir”, así como las soluciones individuales para poder
transitar y ocupar espacios rudos, cerrados y masculinizados como
lo son la escuela y el trabajo, ha significado cansancio y desgaste
porque los problemas y obstáculos sociales que implica adentrarse
en los espacios androcéntricos son encarados de forma individual.
La experiencia de sobre esfuerzo, de trabajo arduo y constante
por parte de Socorro, ha sido ya identificada en otros estudios de
mujeres que trabajan (Nicolson, 1997; Palomar, 2005).

Yo siempre vi a las cinco haciendo algo, ya de la casa o de su propio traba-


jo. Yo con ellas aprendí que ante una dificultad, buena cara; que ante mal
tiempo, buena cara; que si tú te caes, te tienes que levantar. Las cosas no son
fáciles, que tú tienes que luchar para que las cosas sucedan como tú pensaste
que sucederían. Si se cierra una puerta, tú vas a buscar otra para abrir, y que
si se cierra esa otra, va a estar abierta una ventana. Entonces yo aprendí de
ellas esa parte de que no había derrotas, que no te rindieras a la primera de
cambios, que tenías que luchar por lo que tú querías, sin importar el cansan-
cio o las circunstancias adversas. Era que si tú querías, tú podías. Y, al mismo
tiempo, yo con ellas fui viendo que ellas eran muy fuertes en esa parte del
trabajo, aprendí también lo que era la honestidad y la congruencia, porque
ellas lo que pensaban lo decían y lo que decían lo hacían. En su forma de ser

176
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

de hacer y de estar, pero también aprendí de ellas a ser solidarias, y pues de


ellas soy como soy: Me veo y digo: “ah, caray”. Ahora yo hago lo mismo ante
los problemas en los trabajos o ante las adversidades, porque no te creas, en
el trabajo nunca faltan los problemas (Socorro, 46 años).

En el caso de Socorro, la noción de fortaleza, sobre esfuerzo y efi-


cacia quedó anclada como un elemento nodal dentro de su expe-
riencia vital. Así, durante la estadía en la escuela, este aprendizaje
que había sido su guía durante la infancia, la hizo reconocer con
facilidad que tenía que mostrar que era capaz y competitivamente
sobresaliente.

“Yo recuerdo que yo en la normal obtuve los primero lugares y por ese pro-
medio fue lo que me permitió entrar rápido a trabajar. Para mí fue todo un
reto mostrar que podía y que era buena, pero como quería estar tuve que es-
forzarme más que los demás, de ahí me invitaron a participar en un proyecto
de educación especial (Socorro, 46 años).

Luego, ya en el trabajo, Socorro tomó como guía de comporta-


miento la serie de recuerdos y aprendizajes que había recibido de
sus tías, y se mostró trabajadora, altamente disponible. Puso el
trabajo como su prioridad, sin importar los horarios de entrada o
salida, los obstáculos que la propia tarea pudiera representar, y su
vida personal quedó en segundo plano.

Creo que en parte no he tenido problemas porque soy trabajadora. Yo no


me fijo en horarios y, bueno, si se necesita, ahí estoy. Nunca muestro mis
problemas en el trabajo, o mis limitaciones. Yo, por ejemplo, puedo llegar a
las 10:00 a.m. y nunca llego, mi horario de entrada es a las 9 de la mañana
y yo ya estoy desde antes de las 8:00 a.m.Y, por ejemplo, en las tardes a las
4:00 p.m. yo ya estoy aquí, aunque tenga más tiempo para la comida. Creo
que soy responsable, no me gusta faltar, no me gusta dejar las cosas a medias,
si se empieza algo, se tiene que terminar, no importa que se tarde mucho
(Socorro, 46 años).

La reproducción de la feminidad hegemónica


en el espacio público

Patricia, en sus primeros años de egresada de la carrera de Medi-


cina, tuvo que ofrecer servicios en algunas comunidades alejadas

177
Karla Alejandra Contreras Tinoco

de la urbe de Guadalajara. Ella recuerda que ese contexto era hostil,


no sólo por la ubicación geográfica, sino porque no querían a los
médicos y mucho menos a las médicas. El rechazo a las médicas
era parte de las ideas prevalecientes en la comunidad, que socia-
lizaban y validaban fuertes divisiones sexo-género para las acti-
vidades conforme las cuales se organizaba la ciudad. En el marco
de estas situaciones, Patricia asume que ser mujer, si bien en un
principio pareció ser una limitación, con el tiempo se convirtió
en un recurso que le permitió tener una mejor interacción y más
cercanía con las mujeres de las comunidades. Mediante prácticas
comunes para las mujeres, como las actividades de la casa, y recu-
perando comportamientos como la empatía, la comprensión y el
servicio, Patricia establecía un vínculo más sólido con sus pacien-
tes. Así lo relata:

El hecho de ser mujer, lo que a veces tú consideras como limitación, a veces


al romperla como limitación se convierte en una ganancia, en una fortaleza,
en una herramienta para seguir trabajando. Esas recompensas, por ejemplo,
para tú poder llegar a los grupos de las comunidades, especialmente a las
mujeres, a esas amas de casa, el hecho de ser mujer te abre las puertas, y si
yo fuera varón quizá no podría entrar a sus casas, existirían esa limitaciones
culturales. El hecho de ser mujer me abre el panorama, el campo, la confian-
za en todos esos grupos que yo considero vulnerables en las comunidades,
como son las amas de casa. No hay limitación de no te dejo ir, si saben si
yo estoy convocando, el hecho de ser mujer no hay limitación para que no
vayan. Ésa es una ganancia que he tenido. Otra ganancia, si yo vivo como
mujer entiendo a las mujeres, me permite ser más empática, servicial, com-
prensiva en las actividades que realizan en casa, en la soledad que pueden
sentir en un momento dado, en la necesidad de una pareja, en la realización
en sus hijos, todo eso es más entendible entre mujeres y eso es una ganancia
(Patricia, 48 años)

Patricia, haciendo uso de atributos asociadas con la feminidad


hegemónica logró gozar de mayor aceptación dentro de estas
comunidades de servicio y adquirir mayores credibilidad y con-
fianza tanto de mujeres como de hombres. El relato de Patricia da
cuenta de que, en algunas ocasiones, la inserción al espacio de tra-
bajo de las mujeres viene acompañada de una serie de imaginarios
de género que delimitan y performan deberes y responsabilida-
des para las mujeres de tipo extra profesionales o extralaborales,

178
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

por ejemplo imponiéndoles que sean serviciales, comprensivas y


empáticas, como si éstas fuesen características ontológicas y natu-
rales de las mujeres (Zabludosky, 2014), lo cual se convierte en
una reproducción de la feminidad hegemónica pero localizada en
el espacio público.
Las experiencias de Maribel y de Alicia no distan mucho de la
vivencia que Patricia ha tenido en los trabajos, en los que por ser
mujeres se les asocia con características, valores y cualidades que
históricamente se han construido como propias de las mujeres,
tales como la comprensión, el hablar mucho, la capacidad de orga-
nización y compromiso.

Es un don, es un privilegio y también es un reto el demostrar que las mujeres


podemos hacer grandes cosas, me parece que es una bendición y ha sido gra-
to ser mujer, es hermoso vivirse como mujer y darte cuenta que justamente
tus cualidades del ser mujer te permiten comprender mejor a las personas
con las que trabajas y compartes, yo creo que a los hombres en términos
concretos no les pasa eso pues no saben escuchar, ponerse en todas las si-
tuaciones, son como más concretos (Maribel, 42 años).

(Sobre el papel de la mujer en Guadalajara) Abrir caminos a las mujeres


se dice con hechos, las mujeres tenemos como característica el hablar, eso
no nos ha permitido gran cosa, hagámonos mejores seres de hechos” “ para
que los hechos se logren hay que aprovechar las cualidades que tiene uno
como mujer, las mujeres somos más de empuje, más comprometidas, más
de armar grupos y organizar todo, eso es lo que se necesita para trabajos
diferentes (Alicia, 37 años).

Alicia, Maribel o Patricia no expresan malestar o molestia con que


se les adjudiquen cualidades como comprensión, servicio, empa-
tía y ayuda de los otros, al contrario, las viven como elementos que
las llenan de orgullo y de satisfacción. Es más, se asumen como
cualidades que les ofrecen una ventaja sustantiva en los trabajos,
puesto que de acuerdo a ellas los hombres carecerían de estos
valores.
Esta interpretación que mis informantes dan a esas experien-
cias que han vivido en sus trabajos, permiten clarificar cómo el
imaginario de género que ha sido construido socioculturalmente
entorno a lo que significa ser mujer, ha sido efectivo, a tal grado
que ha afectado en los deseos y significados que las mujeres les

179
Karla Alejandra Contreras Tinoco

confieren a estas situaciones, dificultando que ellas cuestionen si


estas características se les demandan a los hombres o si no serán
una forma de reproducción del sistema sexo-género en el trabajo.
Así, vemos que estas interpretaciones se han insertado de ma-
nera tan rizomática que ni siquiera las informantes podrían plan-
teárselas como algo que pudiera cuestionarse, tal como proponen
Guattari y Rolnik (2001), quienes sostienen que el control del su-
jeto moderno opera a través de la producción de deseos y que, por
tanto, hace más difícil que las situaciones problemáticas y/o vio-
lentas sean criticadas o desnaturalizadas. Esto, a su vez, se articula
con la tesis de Scott (1999) acerca de que es necesario asumir el
carácter construido de la categoría mujer para no naturalizar algu-
nos comportamientos y prácticas como propios de las mujeres, de
lo contrario, esta naturalización se convertirá en el eje que guíe las
experiencias de tránsito o estadía de las personas en los espacios
y se harán validaciones irreflexivas de jerarquías y distinciones
entre hombres y mujeres.

Conclusiones

En este trabajo, algo que ha sido saliente es que, en efecto, las expe-
riencias y las estrategias que han usado las mujeres participantes
de este estudio para acceder, permanecer y adquirir un lugar en
los espacios laborales han sido múltiples, desiguales y han tenido
diversos costes y significados para nuestras informantes, lo que
daría cuenta de que es necesario hablar sobre las experiencias de
las mujeres, y no solamente de la experiencia femenina como si
fuese una sola. Para ello es importante situar el concepto desde
una dimensión amplia que posibilite y reconozca que las mujeres
estamos inmersas en múltiples posibilidades (Castañeda, 2015).
Cada una de las informantes buscó estrategias, recursos, ma-
niobras y motivaciones dentro de su historia personal, de su red de
vínculos o de sus características “personales” para incorporarse y
ser aceptadas en algún escenario laboral. Sin embargo, las lógicas
de acción, organización y las demandas ya instituidas en los siste-
mas laborales, jamás fueron cuestionadas o interpeladas por ellas.
Esto es sino de que, tal como lo propone Foucault (1998), el sujeto

180
Habitando un nuevo cuarto: experiencias laborales de mujeres con carreras profesionales exitosas

moderno se vigila, se disciplina y cuida de sí mismo a través de


un biopoder que es tan efectivo que ocasiona que nuestras infor-
mantes ni siquiera critiquen o cuestionen las lógicas conforme las
cuales están construidos estos trabajos, es decir, que si no lograran
el éxito laboral sería por falta de esfuerzo o de responsabilidad,
mas no porque haya condiciones socioculturales que han avalado
y reproducido diferentes normativas sociales para cada sexo en el
trabajo, en el hogar y en diversos espacios más.
Aparte, las experiencias de las participantes en todos los casos
han estado atravesadas por un lado, por sus construcciones histó-
ricas sobre lo que significa ser mujer trabajadora (Scott, 1999), tal
como ocurrió en el caso de Socorro, donde la figura de sus tías y
madre tienen un papel fundamental para interpretarse y re-inter-
pretar lo que es ser mujer, el cómo presentarse y mantenerse en
los lugares públicos; por el otro lado, por condiciones tales como
la edad, el tener o no hijos, tal como ocurre en el caso de Berenice,
que experimenta culpa por no cumplir con las normativas para la
maternidad y la pareja.
Es necesario destacar que, tal como ya lo aventuraba Scott, el
género sería un concepto con sentido y forma que nos permitiría
mirar con lupa y en detalle a nuestras sujetos de estudio. En este
estudio sí fue así, aunque no fue una mirada de género acrítico,
despolitizada o lineal, sino un género crítico y detallado. En este
trabajo, desde la perspectiva de nuestras participantes, es claro
que el género y la experiencia en el trabajo no están delimitados
por la biología o por obstáculos físicos, sino por condiciones y res-
tricciones culturales.
Sumado a lo anterior, están los testimonios de las informantes
que han develado que la distinción en los trabajos entre hombres
y mujeres persiste. Hay una experiencia cruzada desde la que se
siente y experimenta que las mujeres siguen teniendo que demos-
trar el doble que los hombres, tal como ya lo intuía al inicio de este
trabajo y como lo han aseverado otras teóricas como: Nicolson
(1997), Ramos (2005), Vega-Centeno (2006) y otros más. En ese
sentido, pareciera que la incorporación de más mujeres al trabajo
no es signo suficiente para pensar que estamos ante sociedades
más igualitarias. Tal como lo he mostrado al inicio de este trabajo,
ha habido mayor apertura en cuanto al ingreso a la educación y al

181
Karla Alejandra Contreras Tinoco

trabajo; sin embargo, persiste la construcción del trabajo como un


espacio masculino, lo que implica que habiten mujeres el espacio
laboral, pero no necesariamente significa eso que el espacio la-
boral haya cambiado para incorporar necesidades, condiciones y
características de y para mujeres. Esta rigidez del espacio laboral
coloca a las mujeres en situación de desventaja, malestar y/o sobre
esfuerzo, lo que dificulta las posibilidades de ascenso, de creci-
miento y escucha en los lugares de trabajo.
Otro elemento que me parece que no puede dejarse pasar por
alto y que ha sido mencionado de forma reiterada en este traba-
jo es que, aunque las mujeres se han ubicado en los trabajos en
puestos directivos de universidades, en direcciones del Sistema
de Salud o en política, como es el caso de nuestras participantes,
persiste un hacer y ser para los otros, y desde ahí podríamos expli-
car la presencia y la preocupación por comportamientos de com-
promiso, disposición al trabajo, sobre esfuerzo, auto exigencia y
disciplina. Con esto vemos que aun cuando la posibilidad de estar
ocupando las mujeres el espacio físico ya es en sí misma es una
ganancia, aún falta mucho por hacer porque esta presencia sigue
marcada y delimitada por los espacios simbólicos, las normativas
y las configuraciones mentales de lo que debieran hacer y ser las
mujeres, por ejemplo, el darse y funcionar por y para otros. Con
base en esto, puedo concluir que si bien ha habido transiciones, la
lucha persiste, no se ha logrado del todo dejar de lado los lugares
construidos históricamente como propios de lo femenino.

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185
Capítulo 7
Poder, agencia y comunión: obstáculos en
la transformación de la masculinidad

Esteban Laso Ortiz1,2

En un artículo ya clásico, y con el fin de aumentar su potencia


analítica, Scott (1986: 1067) propone una definición del con-
cepto género derivándolo de la dialéctica entre dos afirmaciones:
“el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales
basado en las diferencias percibidas entre los sexos” y “el género
es una forma primaria de representar [significar] las relaciones
de poder”. En este texto sostengo que esta definición, tan influ-
yente como fecunda y valiosa, puede complementarse añadiendo
al poder dos nociones tradicionalmente ignoradas en ciencias
sociales: la agencia y la comunión; que entre ambas media una dia-
léctica paralela a la apuntada por Scott entre el género qua signi-
ficante del poder y qua vertebrador de las relaciones sociales; y
que ambas nociones son necesarias para descifrar los obstáculos
en la migración de las masculinidades hacia un territorio iguali-
tario. Ilustro estos asertos mediante una panorámica de los sitios
web más representativos y dedicados a la comunidad en general
en torno al problema de la masculinidad contemporánea y cierro

1. Universidad de Guadalajara, Centro Universitario de La Ciénega; Instituto Tzapopan,


Guadalajara. estebanlaso@gmail.com
2. Este texto se ha nutrido de los apuntes y comentarios de Lidia Macías Esparza, Karla
A. Contreras Tinoco y Cyntia Chávez Bermúdez, a quienes agradezco sus aportes y
apoyo.

187
Esteban Laso Ortiz

con algunas reflexiones acerca de las alternativas de subjetividad


masculina no patriarcales.

Nuevas subjetividades, cambios y obstáculos

Es razonable afirmar que la masculinidad tradicional y hegemónica


está en crisis (al menos como paradigma). Aunque resta un largo
camino por recorrer hacia un territorio de igualdad, diversidad y
solidaridad irrestricta, las estructuras, tanto materiales como sim-
bólicas, que sustentaban el “orden tradicional”, han ido sufriendo
una progresiva y constante desarticulación (Olavarría, 2014: 33).
Las nuevas formas de familia, la redefinición del matrimonio y
las relaciones de pareja, la censura moral y legal a la violencia de
género y homotransfóbica, la emergencia de nuevas subjetivida-
des y el cuestionamiento al binarismo de género, etc., son algunos
de los motores de esta crisis.
A su vez, la crisis ha dado lugar a varias reacciones, a cuál más
estridente: el aumento de la violencia de género (onu Mujeres,
2015) y homotransfóbica (cidh, 2015), la proliferación de grupos
de “derechos de los hombres”, no sólo antifeministas, sino abier-
tamente misóginos.3
Tanto los motores de la crisis, como las reacciones a ésta tienen
un mismo trasfondo: el poder. O, más precisamente, los cambios
en su distribución derivados, en el ámbito de lo público, de la visi-
bilización de los privilegios de clase, raza y género y las iniciativas

3. Como “A Voice for Men”, http://www.avoiceformen.com/; o el subforo de Reddit


“The Red Pill”, https://www.reddit.com/r/TheRedPill/), de otros que prometiendo
consejos para ser “un hombre decente” (“The Good Men Project”, http://
goodmenproject.com/) apuntan que “un violador es simplemente una persona que
puede no darse cuenta… de que está cometiendo un abuso sexual” (Royse, 2012;
la traducción es mía) y que las mujeres harían bien en “no transmitir mensajes
confusos” para evitar que, como hizo el “hombre decente” de marras, las penetren
mientras están inconscientes; de “artistas del ligue” (pick-up artists, en su inmensa
mayoría hombres) cuyos manuales (exclusivamente para hombres) venden técnicas
como el negging (“socavar la confianza de la mujer mediante comentarios sutilmente
despreciativos”, Woolf, 2012; la traducción es mía) o “la regla de oro del ligue: en
el fondo, toda mujer quiere que la pongas a cuatro patas y la folles” (Charger, s.f.; la
traducción es mía).

188
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

para revertirlos; y, en lo privado, de la lucha contra la violencia de


género, el sexismo y las microagresiones. En términos generales, y
como ocurre siempre que un statu quo se tambalea, estos cambios
en la distribución del poder y los privilegios han topado con resis-
tencias, no por previsibles menos tenaces, una de las cuales es el
motivo de este texto: las trabas a la evolución de las subjetividades
masculinas más allá de la ya resquebrajada masculinidad hegemó-
nica. En palabras de Olavarría (2014: 33): “¿será posible superar
los obstáculos para resignificar las prácticas masculinas tradicio-
nales, darles un sentido que las distingan de las prácticas actuales/
anteriores, que rompan con la ‘tradición’ y que sean aprehendidas
para… transformar dichas prácticas?”.

Esbozo de marco de referencia: dimensiones de la masculinidad

Todo estudio de las masculinidades, o de la “masculinidad” como


“tipo ideal”, enfrenta un problema epistémico de vastas conse-
cuencias teóricas y metodológicas: la definición y la delimita-
ción de su objeto de estudio, habida cuenta de que “parece ser un
concepto compacto que en realidad se muestra vacío una y otra
vez” (Amuchástegui, 2001: 119), y de que “el secreto mejor guar-
dado de la literatura especializada… es que en realidad tenemos
una idea muy vaga de lo que estamos hablando” (Amuchástegui,
2001: 114). Una forma directa pero especiosa de afrontar este pro-
blema es incurrir en la reificación, contemplando como distintas
“masculinidades” lo que no son más que diferentes grupos, más
o menos homogéneos, de hombres, que pasan a ser clasificados o
incluso etiquetados descontando sus similaridades intergrupales
y las especificidades y resistencias de cada uno de sus miembros;
así, por ejemplo, el hablar de “masculinidades del narco” como
distintas a las “masculinidades de padres separados”, etc. (Hernán-
dez, 2014; Garzón, 2014). Como advierte la misma Amuchástegui
(2001: 114), la consecuencia de esta opción es la fragmentación
del concepto: “¿Por qué llamar a este grupo de personas un con-
junto de masculinidades? ¿Es que entonces existen tantas masculi-
nidades como hombres hay? ¿O es que sólo hay un cierto número

189
Esteban Laso Ortiz

de masculinidades, discernibles entre sí, que reflejan la existencia


de grupos compactos y tipos homogéneos de hombres?”.4
Evitar la reificación supone “insistir en el análisis de género
como una categoría relacional, dado que su función… es la cons-
trucción de diferencias, incluyendo jerarquías, entre dos térmi-
nos” (Amuchástegui, 2001: 119); o, en otras palabras, “analizar el
proceso de construcción de diferencias y desigualdades sexuales
entre hombres y mujeres y hombres entre sí… en el marco de rela-
ciones de poder que operan en el nivel estructural e interaccional”
(Hernández, 2008: 235).
Ahora bien: puesto que las diferencias sólo pueden surgir en
el contexto de semejanzas tácitas que delimiten la pertinencia de
las comparaciones y separen los elementos en juego, este análisis
requiere identificar las dimensiones en torno a las cuales se po-
sicionan tanto práctica como discursivamente los sujetos de una
comunidad o un momento histórico dados, inquietud que se res-
ponde de forma empírica, no teorética. Además, estas dimensio-
nes deben ser transversales a toda práctica, interacción y a todo
encuentro; a toda relación, incluida la que entablan los sujetos
consigo mismos en la intimidad; de lo contrario, no alcanzarán a
capturar la diversidad de posicionamientos en que éstos se des-
cubren y pugnan por ubicarse y de contextos en los que dichas
negociaciones toman lugar.
Finalmente, estas dimensiones deben arrojar luz, no sólo sobre
los aspectos institucionales y “agregados” de la construcción de gé-
nero, sino sobre la experiencia concreta de los hombres y el modo
en que le brindan sentido en su día a día y a través de múltiples
entornos y vínculos, modificando dialécticamente la construcción
del género: “abordar la construcción de masculinidades no sólo
como […] histórica y cultural sino también como algo subjetivo:
el cuerpo como un hecho cultural y psíquico y las implicaciones
de la diferencia sexual” (Hernández, 2008: 246). En este sentido,
deben trascender la concreta encarnación sexuada de quienes la

4. Cf.: “Este enfoque de la masculinidad como algo que los hombres hacen ha alumbrado
una industria de catalogar ‘tipos’ de masculinidad: gay, negra, Chicana, de clase obrera
o media, asiática...” (Pascoe, 2007: 8; la traducción es mía).

190
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

ejecutan y “reconocer que los discursos y prácticas masculinizan-


tes se extienden más allá de los cuerpos masculinos […] como una
variedad de prácticas y discursos que pueden ser aplicados tanto a
hombres como a mujeres” (Pascoe, 2007: 9; la traducción es mía).
Se trata, en definitiva, de articular las “coordenadas” que confi-
guran la “matriz social” de una comunidad o un momento histórico
dados (Berger, 1963); o, en clave sociopsicológica, los “constructos”
mediante los individuos se re-conocen y re-posicionan entre sí y
consigo mismos a lo largo de su vida (Karst y Groutt, 1977).

Poder y cambio de las dimensiones de la matriz social

Una de las implicaciones del clásico texto de Scott (1986) ha sido


evidenciar la asociación intrínseca de la noción de género con la
de poder. En efecto, al definirlo como “la conexión integral entre
dos proposiciones: el género es un elemento constitutivo de las
relaciones sociales basado en las diferencias percibidas entre los
sexos y el género es una forma primaria de representar [signifi-
car] las relaciones de poder” (Scott, 1986: 1067), Scott hace dos
asertos paralelos: que una de las dimensiones insoslayables en las
matrices discursivas y corpóreas de toda sociedad es la diferencia
sexual; y que a todo posicionamiento en la dimensión de la diferencia
sexual le acompaña un posicionamiento en la dimensión del poder. Es
imposible definirse como “hombre”, “mujer”, “gay”, etc., sin reci-
bir automática e involuntariamente un lugar en la escala de pri-
vilegios o carencias, de acceso o no a las posibilidades derivadas
del poder y el estatus; pero también, sin emplear dicho posiciona-
miento para dar sentido a la propia experiencia somática y rela-
cional, encarnando así el género momento a momento y usándolo
para gestionarse uno mismo y a los demás (lo que en otro contexto
he llamado “crear una conjetura pregnante”; Laso, 2009a). Más
aún, es imposible no posicionarse en la dimensión de la diferencia
sexual, imbricada como está en la experiencia somática y relacio-
nal; incluso negarse a hacerlo es ya posicionarse en la transgresión
y sufrir el estigma concomitante –y simultáneamente alienarse de
uno mismo al carecer de recursos simbólicos para conjeturar las
propias vivencias–.

191
Esteban Laso Ortiz

Por ende, tanto “género” como “poder” son dimensiones trans-


versales a la experiencia y al orden social; dimensiones que, aun-
que identificables a priori como parte de toda sociedad concebible,
se especifican en cada momento y lugar en formas diferentes y de
acuerdo con los demás aspectos de la matriz social en operación.
Se sigue de esto que las transiciones entre un orden y otro, o los
periodos de inestabilidad, crisis y transformación, conducen a dos
movimientos distintos, pero dialécticamente relacionados: el cam-
bio en los posicionamientos de determinadas identidades dentro
de las dimensiones de sexo, género y/o poder predominantes, y el
cambio en el sentido mismo de dichas dimensiones, en el significa-
do que los actores les otorgan y la manera en que las “performan”
en su día a día. El resultado de ambos movimientos estará condi-
cionado, no sólo por las luchas entre los grupos damnificados y
beneficiados en cada caso, entre quienes pretendan una reparti-
ción equitativa de los privilegios y posibilidades y quienes bus-
quen impedirlo, sino por la redefinición de cada dimensión, por
las respuestas siempre cambiantes a preguntas como “¿qué es ser
‘varón’ en este momento y este lugar?”, “¿cómo se reconoce a los
‘verdaderos’ hombres?”, etcétera.

Diversidad, liquidez y emociones: el entorno macro


del cambio de la masculinidad

El interjuego entre conflicto y resignificación hace emerger posi-


cionamientos antes impensables, lo que a su vez altera los ejes
de significado del género: individuos hasta entonces alienados y
que se habían vivido presas de un malestar sordo e inefable crean,
merced al intercambio con otros con quienes se descubren com-
partiendo experiencias, un léxico para bautizar y gestionar sus
vivencias, lo que las diferencia separándolas del trasfondo de su
conciencia (Laso, 2001) y modifica, a su vez, las posibilidades de
agrupación, suscitando demandas inéditas al sistema político y a
la sociedad civil. El aumento de complejidad en el discurso y la
conciencia aumenta también la complejidad de la sociedad (Laso,
2007) entendida como la diferenciación relativa entre sus miem-
bros (el número de grupos a los que se adscriben y la superpo-

192
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

sición éstos); la diversidad de las nuevas prácticas desafía a los


individuos a tejer narrativas que las abarquen, que se van filtrando
lentamente al acervo cultural (y, tras un periodo suficiente para
que sean “fosilizadas”, a su léxico).
En consecuencia, no se trata únicamente de un cambio en la
repartición del poder (a nivel agregado, entre grupos o clases) o
en la ubicación de una clase o un individuo concretos en la je-
rarquía; estas modificaciones, si bien importantes, no alcanzan a
poner en tela de duda la matriz social con que las personas dan
sentido a su experiencia e intercambios. Se trata de un aumento
de la diversidad, tanto de las prácticas y configuraciones sociales,
como de las experiencias y los sentidos con que los individuos las
dotan (Laso, 2013).
Importa recalcar que puede tratarse tanto de la aparición de
prácticas inéditas, como de la resignificación o recontextualiza-
ción de otras ya existentes y cuyo sentido había sido mantenido a
raya hasta entonces dentro de estructuras heteronormativas. Así,
por ejemplo, un intercambio sexual entre dos varones que se iden-
tifican a sí mismos como heterosexuales puede ser visto, en un
determinado zeitgeist, como un desliz “inofensivo”, propio de un
entorno o situación anómalos (la prisión o una iniciación en una
fraternidad) y que deja, por ende, incólumes las identidades se-
xuales de sus participantes, para reinterpretarse en otro momento
como una muestra de heteroflexibilidad, de homosexualidad re-
primida o incluso de hipermasculinidad (Ward, 2015). Es la plura-
lidad de significados y sus posibilidades de compabilizarse o entrar
en conflicto (o, siguiendo una metáfora evolutiva, la de competir
por un mismo nicho versus entrecruzarse generando nuevas inte-
lecciones), lo que determina un aumento de diversidad.
Este análisis permite inferir que los cambios de la matriz social
tenderán a seguir a lo largo de las décadas un mismo patrón evolu-
tivo: empezando por la lucha por reposicionarse sobre una dimen-
sión cuya definición no se cuestiona abiertamente y avanzando
(en la medida en que la lucha tenga éxito) hacia una redefinición
de la dimensión misma en cuanto a su sentido, prácticas e impli-
caciones, jaloneada por la proliferación de personas en posiciones
inesperadas de la dimensión, por una explosión de diversidad in-
asible desde perspectivas cada vez más caducas. Grosso modo, y

193
Esteban Laso Ortiz

por más que se pueda cuestionar su utilidad (Harnois, 2008), pre-


cisamente ha sido ésta la trayectoria de las sucesivas “oleadas” del
feminismo, centradas primero en el derecho al voto, para luego
expandirse a otros terrenos (derechos reproductivos y sexuales, el
trabajo y la desigualdad domésticos…) y llegar a cuestionar la idea
misma de “mujer” o del “género” como esencialistas (“cuando se
aplica al concepto de la mujer, la perspectiva post-estructuralista
incurre en lo que llamaré nominalismo: la idea de que la categoría
de ‘la mujer’ es una ficción y de que el feminismo debe orientar
sus esfuerzos a desmantelarla”; Alcoff: 8; Cf. Scott, 2010).
A dicho aumento le acompaña una desorientación generali-
zada, una atmósfera de confusión, de crisis de valores y sentidos
que puede entenderse como una forma de la clásica anomia de
Durkheim (2000) y que Bauman (2003) ha metaforizado como
“liquidez”. La emoción que acompaña a la liquidez es el miedo
(o su variante autorreferencial, la ansiedad): en ausencia de un
marco interpretativo que permita anticipar el comportamiento de
los otros o la situación del entorno a mediano plazo, las personas
tienden a refugiarse en grupos pequeños altamente homogéneos
(Bauman, 2007; cf. Laso, 2010), aumentando la fragmentación so-
cial e induciendo un clima propicio a la hostilidad y la violencia
(Laso, 2012). Es en este contexto de globalización proteica que
cabe analizar el cambio en la masculinidad.

Hegemonía, complicidad y cambio

En cuanto a la masculinidad occidental contemporánea y su rela-


ción con el poder, la más célebre de las clasificaciones es la de Con-
nell (Pascoe, 2007: 7), que distingue cuatro categorías en función
del lugar que ocupan en la jerarquía social: hegemónica, corres-
pondiente a quienes ostentan las insignias y se comportan como
“se supone que” lo hace un “verdadero hombre” (es decir, gozan
de un estatus superior, poseen el poder económico o político y
se benefician de la desigualdad de género); cómplice, compuesta
por quienes se benefician de la ideología dominante sin necesa-
riamente encarnarla; subordinada, quienes son oprimidos por
encontrarse en el polo opuesto al arquetipo hegemónico (origi-

194
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

nalmente, los hombres homosexuales); y marginada, los hombres


que, hegemónicos en cuanto a su género, sufren discriminación a
causa de su raza o clase social. Las cuatro categorías pueden ver-
tirse a sendos puntos sobre una escala de dominación-sumisión (o
privilegio-opresión) en cuya cumbre está la hegemónica, seguida
de la cómplice, cuya parte inferior se superpone con la marginada
y en cuyo extremo se halla la subordinada.
Al día de hoy, veinte años después de que Connell la plantease,
esta clasificación puede servir de punto de partida para identificar
los cambios en la alineación de los varones, así como de la noción
de masculinidad en su conjunto, sobre el eje del poder entendido
como dominación. ¿Qué ha pasado con la masculinidad hegemó-
nica? Como apunté en un principio, aunque siga vigente, sin duda
en gran parte de la población, los cambios sociales, políticos y eco-
nómicos la van arrinconando de forma lenta pero progresiva. A
escala mundial, y coincidiendo con la globalización, el apoyo a la
equidad de género va en aumento (World Values Survey, s. f.) a
un ritmo marcado por la tasa de crecimiento económico de cada
país; incluso en los países más pobres, creencias como “los hom-
bres son mejores líderes políticos que las mujeres”, pierden apoyo
a medida que se reduce la edad de los consultados. Asimismo, la
participación femenina en parlamentos y congresos del mundo se
ha duplicado en las últimas dos décadas (aunque aún se encuentre
apenas en 22%; un Women, 2016). En el aspecto económico, la
brecha entre hombres y mujeres también se ha ido reduciendo, si
bien a un paso menor; en salud y educación se han dado avances
significativos (World Economic Forum, s. f.). Estos datos sugieren
que la legitimidad de la masculinidad hegemónica se está resque-
brajando por una lenta pero continua alteración de la alineación
entre la dimensión del poder y la del género (de forma que será
cada vez menos seguro predecir el género de una persona a partir
de su ubicación en la jerarquía).
La deslegitimación de la hegemonía masculina arrastra con-
sigo a las demás categorías, en especial a la cómplice; de hecho,
siguiendo un patrón que parece caracterizar a toda revolución,
quienes más se resisten al cambio no son los que gozan de ma-
yores privilegios (normalmente pueden conservarlos al menos
durante una generación), sino quienes, sintiéndose acreditados a

195
Esteban Laso Ortiz

ellos, los ven escaparse de sus manos repentina e inexorablemen-


te. El mejor ejemplo lo constituyen los ya mencionados grupos de
“defensa de los derechos masculinos” que han emergido en varios
países (siguiendo con cierta regularidad los avances en materia
legislativa contra la violencia de género) de manera espontánea
y auto organizada y están compuestos en su abrumadora mayoría
por masculinidades cómplices o incluso marginadas; en Estados
Unidos, hombres blancos de clase media y baja que se sienten me-
noscabados por una cultura cada vez más, supuestamente, “pro-
femenina”: “No son los estadounidenses quienes están enfadados;
son los varones estadounidenses. Y no todos los varones –los varo-
nes blancos–” (Kimmel, 2015; la traducción es mía).
Aunque los agravios de la masculinidad cómplice son hasta
cierto punto distintos de los de la marginada, ambas se han visto
afectadas por la progresiva desaparición o por el cambio de una
de sus principales fuentes identitarias, el trabajo. En el caso de los
varones de clase media, la globalización ha ido imponiendo un ré-
gimen de inestabilidad laboral que ha puesto en riesgo no tanto su
subsistencia, sino sus espacios de homosocialidad, reconfirmación
y dignificación; en palabras de Sennett (2000), han sido víctimas
de una constante corrosión del carácter. Por otra parte, en los paí-
ses más desarrollados, los trabajos de manufactura han ido desa-
pareciendo, reemplazados por el crecimiento del sector de servi-
cios y la necesidad de mano de obra altamente cualificada, con lo
que el antiguo bastión de la masculinidad marginada, el pater fa-
milias proveedor que usa el dinero como medio de control, camina
a la extinción (The Economist, 2015, de cuyas “recomendaciones”
como “[las escuelas] deberían comprender que los niños son más
activos que las niñas”, quisiera distanciarme). La creciente pro-
porción de mujeres en el ámbito laboral aviva este resentimiento
conduciendo con cierta regularidad a la violencia: “la posición de
privilegio del varón, otorgada por su investidura masculina, al ser
puesta en un punto de fragilidad por el empleo de la mujer arre-
mete contra el logro de ésta y hace acopio de los recursos ideoló-
gicos que le provee la sociedad sobre la legitimación social de los
géneros” (Ramírez, 2005: 147).

196
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

Resistencia al cambio: variantes del neosexismo en la red:


neoseximo violento: armas, “derechos del varón”,
gamergaters y “artistas del ligue”

Una de las respuestas a estos cambios ha sido la aparición de


grupos de Men’s Rights Activists (mra) en torno a los que han ido
gravitando otros; si la internet ha permitido a las mujeres y los
grupos oprimidos asociarse y visibilizar sus condiciones, también
ha vinculado a hombres, primariamente de habla inglesa, que más
allá de sus diferentes intereses se sienten igualmente agraviados
por el “ascenso del feminismo” y a los que se ha dado en llamar
la “Manosphere” (The Rational Wiki, 2016); la más importante
de estas páginas es “A Voice for Men” (www.avoiceformen.com),
seguida de “Return of Kings” (www.returnofkings.com). Su virulen-
cia es proporcional al desengaño: la complicidad de estos hombres
ha dependido de la ilusión de alcanzar algún día los privilegios de
la hegemonía, idealizada a través de la nostalgia de la época en
que “los hombres eran verdaderos hombres”.5 Y la emoción que
acompaña al desengaño es la ira, presente de una u otra manera
bajo la superficie de las adaptaciones parciales o insuficientes a la
igualdad; ira que es canalizada, según sea el caso, hacia las muje-
res, los inmigrantes, los homosexuales o transgénero o los Otros
en general.
La expresión irrestricta y violenta de la ira por parte de las
masculinidades hegemónica y cómplice ha sido suficientemente
documentada (Kimmel, 2015) y parece no limitarse al terreno vir-
tual; de hecho, uno de los aspectos en donde, lejos de mejorar, la
condición de la mujer ha empeorado es en la violencia de género,
que, según nuevos estudios, podría haber sido subestimada duran-
te la última década (Gayle, 2016). En Estados Unidos la más clara
manifestación de esta violencia es la epidemia de homicidios en
masa, a su vez imbricada en la cultura de las armas (Kohn, 2004);
después de todo, “la inmensa mayoría de quienes portan armas

5. Un buen ejemplo de este tipo de discurso es un editorial donde Rod Eccles (2015) se
escandaliza porque “un hombre moderno no posee un arma ni quiere poseerla”; texto
ilustrado, ¡cómo no!, con un fotograma de John Wayne.

197
Esteban Laso Ortiz

son hombres” (Carlson, 2015: 4). Esta cultura de las armas típica-
mente estadounidense (pero cada vez más globalizada debido a la
guerra contra las drogas y el entretenimiento masivo; Fruehling,
2007) da una nueva vuelta de tuerca a la violencia típicamente he-
gemónica masculina, justificándola como necesaria en un mundo
cada vez más caótico, impredecible y hostil (o, lo que es lo mismo,
líquido). Pero satisface, además, las necesidades de reconfirmación
y homosocialidad masculinas (desde una lógica de “si ya no puedo
mantener a mi familia, al menos puedo protegerla”):

Primero, el atractivo de las armas se debe contextualizar en el contexto del


cambio de oportunidades económicas que han erosionado el acceso de los
hombres a empleos seguros y estables. Segundo, la urgencia de las armas
debe entenderse en relación con tenaces miedos y ansiedades en torno a la
ineficacia de la policía y al crimen, preocupaciones que motivan a los hom-
bres a hacerse cargo de su deber como protectores. Finalmente, la celebra-
ción de las armas debe verse como una respuesta a crecientes sentimientos
de alienación y aislamiento social, de modo que las armas no representan
únicamente el derecho de un individuo a defenderse, sino el deber cívico
de proteger a su familia y su comunidad (Carlson, 2015: 10; la traducción
es mía).

Esta cultura del arma surge en parte como respuesta a un Estado


incapaz de asegurar el orden social (o al menos su apariencia) en
un contexto posindustrial; su paralelo en un país como México, con
un Estado fallido o insuficiente, sería la mitología que envuelve al
narcotráfico y que idealiza en buena medida los mismos valores
(exceptuando el civismo): frialdad, crueldad, defensa del honor,
camaradería, estoicismo, individualismo (Hernández, 2014).
Existen también otros grupos que forman parte de esta agresi-
va reacción contra el feminismo y que han adquirido con base en
ello cierta legitimidad entre los men’s rights activists: en concreto,
los gamers y geeks, hombres unidos por su devoción a los juegos
de video (Shaw, 2010) y la tecnología (Tocci, 2009). Represen-
tantes hasta hace una década de la masculinidad tradicionalmente
subordinada, tratados como “poco hombres” por su repulsión al
trabajo físico, carencia de habilidades sociales, preferencia por el
aislamiento e incapacidad para formar relaciones de pareja, han
ido adquiriendo prestigio gracias al ascenso de la economía del

198
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

conocimiento, identificándose con las figuras del geek chic y del


enterpreneur de startup tecnológicas.
Sin embargo, es razonable afirmar que detrás del vanguardis-
mo técnico y la filosofía futurista se encuentran nuevas versiones
de la misma masculinidad hegemónica, resignificándose a sí mis-
ma a lo largo de dimensiones antes secundarias. Así, por ejemplo,
apenas 9.7% de startups que han recibido financiamiento entre
2015 y 2015 tiene entre sus fundadores a una mujer (Black, 2015);
e, incluso en esos casos, las mujeres tienden a ocuparse del trabajo
característicamente emocional, como gestión del talento o mar-
keting (Perkett, 2012); y todo esto pese a que las mujeres tienden
más a usar las nuevas tecnologías que los varones (Gilpin, 2014).
La macroperspectiva a que aludí antes permite dar sentido a esta
paradoja: emblemas que eran fundamentales para la masculini-
dad hegemónica en una economía industrial como la fuerza física,
han dado paso a otros cruciales en la economía del conocimiento,
como la habilidad matemática o técnica, dejando incólume el tras-
fondo de competitividad irrestricta con su concomitante arquetipo del
“self-made man” y la mitología del mercado como último árbitro
del éxito. No en balde el concepto más empleado para entender, y
a la vez justificar, el ascenso del enterpreneur y el desvanecimiento
de la figura del empleado vitalicio es la “destrucción creativa” de
Schumpeter (1961), metáfora abiertamente darwinista del mer-
cado como un nicho ecológico donde los emprendedores triunfan
“disrupcionando” las anteriores prácticas o productos, generando
un entorno de alta competitividad y cambio constante cuyo prin-
cipal beneficiario es (supuestamente) el consumidor.
Por su parte, la cultura gamer ha sido el centro de una reciente
controversia bautizada como Gamergate y que parece tener como
trasfondo la resistencia de aquellos a, por un lado, permitir la en-
trada de mujeres a un espacio hasta ahora homosocial como los
juegos de deportes o la guerra en línea; y, por otro, la expansión
del medio para incluir personajes, contenidos y tipos de juego
centrados, no en la competencia o el entretenimiento, sino en la
reflexión o la exploración de la experiencia emocional. Dos de los
principales objetivos del cuestionamiento (o, dadas las más que
frecuentes amenazas en su contra, víctimas) de los gaters son Ani-
ta Sarkeesian, famosa por su serie de videos “Tropes vs. Women

199
Esteban Laso Ortiz

in Video Games” (https://www.youtube.com/watch?v=X6p5AZp7r_


Q&list=PLn4ob_5_ttEaA_vc8F3fjzE62esf9yP61) donde analiza críti-
camente la manera sexista en que las mujeres son representadas
en los juegos de video; y Zoe Quinn, desarrolladora de un juego (o
“ficción interactiva”) que subvierte los cánones del género para
abordar el tema de la depresión (“Depression Quest”) del que los
gaters se quejaron porque “no es un juego ya que no es entreteni-
do” (Parkin, 2014).
Más allá de la polémica (pueden consultarse Allaway, 2014;
Wagner, 2014), la investigación en torno a los videojuegos sugiere
que, en efecto, en la medida en que reproducen los estereotipos de
la masculinidad hegemónica, contribuyen a mantener el sexismo
y devienen espacios homosociales privilegiados. Así, los hombres
(y no las mujeres) que prefieren los juegos abiertamente sexistas
tienden a sostener actitudes de sexismo benevolente (Stermer y
Burkley, 2012); y, lo que es más interesante vis á vis la relación en-
tre masculinidad hegemónica y subordinada ante la mujer, cuanta
menor es la habilidad de un jugador de juegos de guerra (first-
person shooters), mayor es la probabilidad de que adopte una po-
sición sumisa ante los demás jugadores y hostil con las jugadoras
(Kasumovic y Kuznekoff, 2015). Esto puede interpretarse en dos
sentidos: que la tendencia a la violencia sexista aumenta a medida
que decrece el estatus de quien la ejerce, o, más probablemente,
que lo que cambia es la forma en que se manifiesta dicha violencia,
no su presencia; en otras palabras, que el sexismo se manifiesta de
manera benevolente si lo ejerce alguien en la cumbre de la jerar-
quía y de manera hostil si es alguien en su porción inferior (Cf.
Barberá y Martínez, 2004: 285 y ss).
Así, en línea con mi análisis de las consecuencias del cambio
en las dimensiones del género, la mayor cantidad de ira, violencia
y rechazo ante la igualdad y la entrada de la mujer en espacios tra-
dicionalmente masculinos, no proviene de quienes encabezan la
jerarquía, sino de quienes la sufren: las masculinidades cómplices
y subordinadas.
Finalmente, la competitividad y la metáfora del mercado están
también presentes en otra subcultura eminentemente masculina,
la de los “artistas del ligue” (pick-up artists, pua), que pasaron de
selecto y oscuro grupo a fenómeno de masas gracias al libro de

200
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

Neil Strauss (2005) y que se compone de unos cuantos “exper-


tos en ligue” que escriben (o encargan escribir) libros, imparten
cursos, desarrollan técnicas y mantienen blogs acerca del “arte de
ligarse a una mujer”, todos orientados primariamente a varones
con dificultades para conseguir pareja (es decir, masculinidades
subordinadas o cómplices). Aunque no existen estadísticas al res-
pecto, la influencia de la comunidad pua parece haber empezado
a estancarse después de un espectacular crecimiento entre 2005
(año en que Strauss publica su libro) y 2014, en que proliferan
notas periodísticas que la banalizan (Rubin, 2014).
Detrás de las técnicas y los consejos que propugnan, los pua
comparten una visión de las relaciones como un mercado donde
el sexo no es tanto la moneda de cambio cuanto el emblema que
confirma a quienes gozan de mayor estatus (atractivo, poder, en-
canto…). Al desplegar los términos que emplean para su práctica,
“game” (juego), y para sí mismos, “player” (jugador), se eviden-
cia que entienden las relaciones como un juego “de suma cero”,
no sólo contra los demás “jugadores” que compiten por la misma
“presa” (“target”, que así llaman a las mujeres), sino sobre todo
contra la obstinada, invariable y habitualmente insincera negativa de
una mujer a la que hay que convencer, seducir, conquistar o incluso
obligar a tener relaciones sexuales. Esta paradigmática y vetusta mi-
soginia se disfraza de modernidad justificándose mediante un uso
selectivo de la psicología evolucionista y su caricaturesca “guerra
de los sexos”: puesto que la mujer tiene un número limitado de
óvulos se beneficia de adoptar una postura pasiva, eligiendo entre
sus potenciales compañeros al que le pueda otorgar mejores posi-
bilidades a su prole (esto es, al más joven, saludable, dominante…);
puesto que el hombre dispone de infinidad de espermatozoides,
compite activamente contra otros hombres por el acceso a las
hembras y debe convencer a éstas de su valor y dominancia, de su
carácter de “macho alfa”. Cuanto mayor el atractivo físico de una
mujer, mejores sus prospectos evolutivos (“Es darwiniano: apa-
rearse con una chica joven y atlética en lugar de una mujer meno-
páusica, aumentará las posibilidades de replicación exitosa de tus
genes”; Mystery, 2007, cit. en Denes, 2011, la traducción es mía);
en cambio, cuanto mayor dominancia demuestre un hombre sobre la
mujer, mayor será su atractivo y, por ende, su éxito en el “juego”. Por-

201
Esteban Laso Ortiz

que, según uno de los más famosos pua, las mujeres son “como ga-
tos”: no obedecen las órdenes, pero puede tentárselas a perseguir
algo que las atraiga , por tanto, pueden decir que no con palabras
mientras que su cuerpo traiciona su verdadero deseo, lo que justifica
que el player insista y conduce a acciones que bordean el acoso o el
abuso (“Despierta las emociones inscritas en su cerebro. Controla
y dirige cada momento que compartas con ella… para ella… Sólo
dile ‘shh’ y arrímate a ella… Deja que la conversación se disuelva”;
Mystery, 2007, cit. en Denes, p. 416, la traducción es mía).
El esencialismo sexista de esta metáfora darwinista es eviden-
te; no lo es tanto la tendencia misógina de buena parte de la misma
psicología evolucionista, discutida ya por varios autores (Kimmel,
2010; Rose y Rose, 2000). El tipo de audiencia a que se dirigen los
pua en sus blogs, cursos y libros, la dinámica que los caracteriza
y el contenido de sus textos parecen confirmar que, al igual que
Gamergate y que la casi totalidad de grupos de defensa de los “de-
rechos masculinos”, se trata de un intento de recuperar espacios
de homosocialidad excluyente reconfirmando la masculinidad de
sus participantes mediante manifestaciones exageradas de estatus
y violencia simbólica hacia el Otro despreciado; por turnos, las
mujeres que se niegan a tener relaciones (“bitches”) y los hom-
bres impotentes, débiles o ingenuos –a quienes llaman “omega”, el
opuesto del “alfa” y último miembro de la imaginaria jerarquía de
estatus masculino, o más burlonamente, “mangina”, combinación
de “hombre” y “vagina” que sugiere un hombre castrado, feme-
nino y pasivo–.6 Por tanto, por debajo de su objetivo explícito,
la principal preocupación de los pua no es, después de todo, dis-
frutar del sexo con la mayor cantidad de mujeres posible, sino re-
afirmar a través de ello su propia masculinidad (Flood, 2008). Para
ellos, como para todo varón generizado por una cultura patriarcal,

6. “The Red Pill” (https://www.reddit.com/r/TheRedPill/), subforo de Reddit que


agrupa a los mra, describe así su objetivo: “discusión sobre estrategia sexual en una
cultura cada vez más carente de una identidad positiva para los hombres”. Su nombre
alude a una escena en la película The Matrix donde el protagonista Neo tiene que
elegir entre tomar la píldora azul (que simboliza vivir en la ilusión) y la roja (que
representa enfrentar la realidad); en este caso, aceptar ficciones como el feminismo
versus afrontar una verdad brutal: “los hombres son víctimas de una cultura sesgada
hacia la perspectiva femenina” (Monroe, 2016).

202
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

“ser hombre” es un acto que se performa hacia los demás hom-


bres: “Siempre estamos sometidos al escrutinio de otros hombres.
Otros hombres nos vigilan, califican, refrendan nuestra pertenen-
cia al reino de la masculinidad. La masculinidad se demuestra para
conseguir la aprobación de los demás hombres. Son los otros hom-
bres quienes evalúan el acto”. (Kimmel, 2005: 33; traducción mía).

Masculinidad mágicamente transmutada…


o vino viejo en odres nuevos

Existen también otros grupos de hombres que, unidos en la


expresa búsqueda de maneras distintas de vivir su masculinidad,
terminan, más bien, volviendo a ella de manera encubierta; uno de
ellos, muy influyente durante la década de los ochenta, pero disgre-
gado desde entonces, fue el Movimiento Mitopoético, en torno al
poeta estadounidense Robert Bly y su bestseller, Iron John (1990),
que pretender abordar la experiencia masculina a partir de una
interpretación psicodinámica del cuento de hadas homónimo, de
origen alemán y recogido por los hermanos Grimm. “Iron John” es
la historia de un hombre de piel como el hierro y cabello largo e
hirsuto que, tras ser liberado de su jaula por un joven príncipe, se
convierte en su mentor a lo largo de sus aventuras. A través de un
análisis que se hace eco de Jung y Bettelheim (1994), Bly asimila
las vicisitudes y aventuras del príncipe al proceso de maduración
masculino, a pasar de niño a joven y finalmente a hombre; a partir
de este modelo, lideró una serie de encuentros masculinos que
debían salir al paso de la supuesta necesidad innata de los varo-
nes en la cultura occidental moderna de “mitificar” su experiencia
masculina con la guía de mentores de mayor edad, y de la (tam-
bién supuesta) innata necesidad de contar con espacios sólo para
hombres en una sociedad que los ha ido perdiendo lentamente
(Twitchell, 2008).
El impacto del Movimiento Mitopoético es difícil de aquilatar;
Kimmel (2010)lo juzga como muy limitado y efímero para haber
suscitado cambios sustanciales más allá de una cierta mejora en la
capacidad de sus participantes de expresar y aceptar sus emocio-
nes y su vulnerabilidad. Esto es lógico de cara a las críticas que se

203
Esteban Laso Ortiz

le pueden hacer desde una perspectiva de género: que se limitaba


a tratar los aspectos individuales de la masculinidad hegemónica
ignorando sus implicaciones sociopolíticas del privilegio, la opre-
sión y el poder patriarcales; que se fundaba en una concepción
esencialista del varón, universalizando un mito europeo como
si fuese aplicable a la experiencia de todo hombre en cualquier
momento de la historia; que conducía a sus participantes a gene-
rar entornos homosociales, heterocéntricos y excluyentes donde
pudieran reconectarse con sus “raíces míticas” sin la molesta in-
trusión de las mujeres, excusándolos de la necesidad de cambiar
las condiciones estructurales del patriarcado a guisa de “conectar
consigo mismos”.
En cierto modo, el Movimiento Mitopoético desapareció por-
que se difuminó mezclándose con vertientes esencialistas de la
New Age según las cuales las diferencias sexuales, más que estar
determinadas por la biología (o “la Naturaleza”), son meros refle-
jos de los principios (o “energías”) organizadores del Universo,
el masculino (luz, fuerza, actividad…) y el femenino (oscuridad,
suavidad, pasividad…); y que, por tanto, la tarea de hombres y mu-
jeres es aceptar sus diferencias y aprender a convivir armoniosa y
complementariamente, lo que significa, ¡cómo no!, con el hombre a
la cabeza. El representante más célebre de este sincretismo es Ar-
juna Ardagh, en sus propias palabras, “Coach del Despertar”, que
lanzó en 2011 un video a través de Youtube, titulado “Manifies-
to para los Hombres Conscientes” (“A Manifesto for Conscious
Men”) en donde extendía a todas las mujeres, en nombre de todos
los varones, disculpas por cosas como “las acciones destructivas
del inconsciente masculino en el pasado y el presente”, “las acciones
inconscientes de nuestro género bajo el influjo de la ira, el miedo o
las fuerzas destructivas en nuestra psique” o por “haber devaluado
con frecuencia tus sentimientos y tu intuición por favorecer a la
lógica y los datos”; y prometía “comprometerse a escuchar la in-
tuición natural que como mujer posees sobre cómo sanar a nuestro
planeta”. Según Ardagh, las mujeres, o más bien “La Mujer”, por-
que en el fondo son todas iguales en tanto que expresiones de “la
energía femenina”, son seres inherentemente pacíficos, nutricios,
sensibles, intuitivos, emocionales, bondadosos, sacrificados…, que
han sufrido violencia y atropellos a manos, no del patriarcado o

204
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

los varones, sino del “inconsciente masculino” y que merecen, por


tanto, ser veneradas, idealizadas y protegidas; a cambio, si se vuel-
ven ellas también conscientes de su “energía vital”, serán felices
de hacer lo necesario para salvaguardar la armonía con sus parejas,
como, por ejemplo, “alegrarse y ceder cuando él toma el mando” o
“aplaudir el sentido de misión o propósito (de su esposo)”, ya que
“el aspecto femenino se identifica con la belleza y el esplendor y el
masculino con el propósito y el logro” (Ardagh, 2014).
La cantidad de sexismo benevolente y condescendencia dis-
frazada de genuino interés de este video es proporcional a su gro-
sera simplificación esencialista; no es de extrañar, por tanto, que
Ardagh terminase uniendo fuerzas con ese otro gran vulgarizador
del esencialismo sexista, el “Dr.” John Gray (1993; Kimmel, 2010),
en una publicación que repite los viejos estereotipos biologicistas
de éste envolviéndolos en la palabrería seudoespiritual de aquél
(Gray y Ardagh, 2015), sin olvidar al más recurrente, el varón ca-
zador y la mujer cuidadora (totalmente carente de credibilidad;
Solnit, 2015):

Si retrocedemos unos cuantos miles de años… hombres y mujeres vivían vi-


das muy distintas… Los hombres habrían salido a cazar los alimentos… ac-
tividad riesgosa que requería la habilidad de hacer acopio de valor, fuerza
y voluntad de pelear… Mientras tanto, debido a su capacidad biológica de
concebir, las mujeres se habrían quedado en casa cuidando a los pequeños…
manteniéndola limpia y confortable y preparando la comida mientras pres-
taba oídos a las quejas y los triunfos de sus vecinas. Nada de esto era espe-
cialmente peligroso… (Gray y Ardagh, 2015; la traducción es mía).

Una forma más sutil del mismo sexismo esencialista se encuentra


en otro sitio web altamente concurrido, “The Good Men Project”
(www.thegoodmenproject.com), que tras ser brevemente un espacio
de genuina reflexión en torno a la masculinidad y diálogo con auto-
res feministas fue derivando hacia un contexto homosocial cargado
de sexismo benevolente e incluso velados ataques al feminismo:

Hombres y mujeres son diferentes. Muy diferentes. Pero a las mujeres les
gustaría que los hombres fueran más como ellas… en mis conversaciones con
hombres de todo tipo es eso lo que más se repite. La resignación de que
ser un hombre es inaceptable para la mujer en tu vida. Un amigo cercano
bromea diciendo: “Cuando hablo con mi mujer me aseguro de mirar al suelo

205
Esteban Laso Ortiz

como muestra de deferencia. Y de no hacer movimientos bruscos”. Yo lo


he visto. Este hombre ama a su esposa. Es un ser humano muy competente.
Pero ha decidido que la única manera de sobrevivir con ella es someterse.
La visión de la mujer es la correcta. La visión masculina sólo trae problemas.
(Matlack, 2011)7

Este sitio también fue objeto de controversia por haber permitido


la publicación de un texto (retirado luego de innumerables críticas
desde varios puntos de la internet) titulado “Prefiero arriesgarme
a la violación que dejar de ir a una fiesta” (“I’d rather risk rape
than quit partying”, 2012), cuyo autor anónimo afirma que en oca-
siones un abuso sexual es un descuido involuntario en medio de
una fiesta, como en su propio caso (que cito por extenso, ya que
habla por sí solo):

Nuestro encuentro data de hace años; yo había estado en una competen-


cia de quién-bebe-más y ella había estado bebiendo y coqueteando conmi-
go toda la tarde… Borracho y confundido, interpreté su beso de felicitación
como algo más que eso y, rodeado de amigos que nos aplaudían y animaban,
la puse contra la pared y… bueno. Llámenlo violación o llámenlo sexo un poco
brusco, salí de ahí con la impresión de que había sido consensual, si no sen-
sato… Años después… ella me contactó… porque quería aclarar que lo que
había pasado entre ambos había ocurrido sin su consentimiento, que la ha-
bía lastimado física y emocionalmente, que había sido, en efecto, un abuso
sexual [Más adelante] Algunos pensarán que soy un monstruo por seguir
bebiendo y fiesteando; pero he tenido tantas experiencias positivas, buenas,
alegres, porque me arriesgué a alterar mi estado y conectarme sexualmente
con alguien, que me parece absurdo tirarlo todo por la borda (“I’d rather risk
rape than quit partying”, 2012; la traducción es mía).

Más allá de la transparente apología del delito y la sempiterna


excusa de “la víctima se lo buscó porque me estuvo coqueteando”,
los extravíos de la filosofía subyacente a esta deriva sexista se

7. Compárese con este “manifiesto” de un sitio en habla hispana: “Nosotros, los hombres,
miramos hacia adelante porque ya lloramos con vosotras más atrás… Ser mujer es algo
que no se os pone nunca en duda. Ser hombre es algo que tenemos que ganarnos. Ser
mujer puede que sea más difícil, pero ser hombre ni siquiera está garantizado. Llámalo
patriarcal si quieres, pero a mi me gusta así. Nosotros los hombres reconocemos a los
que lo son de los que no. Nosotros los hombres no llamamos hombre a cualquiera.
Igual que vosotras, eso es algo que nos lo tienen que demostrar. Hay que ganárselo”
(Taramona, 2014).

206
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

relacionan con que se funda en una nueva vuelta de tuerca a un


viejo esencialismo, claramente presente en este texto de uno de
sus excontribuyentes, Hugo Schwyzer (ahora totalmente despres-
tigiado tras haberse revelado sus múltiples abusos, actos violentos
y deshonestidades; Gable, 2014):

Los hombres que anhelan un mundo ya desaparecido de espacios exclusiva-


mente masculinos cometen un error fundamental acerca de la masculinidad.
Creen que el opuesto de “hombre” es “mujer” y que para demostrar que
son lo primero deben hacer las cosas que las mujeres no pueden. Pero tiene
más sentido pensar que un mejor antónimo de “hombre” es “chico” (boy).
“Performar” la masculinidad no es hacer lo que las mujeres no hacen; es
hacer lo que los chicos no pueden porque carecen de la madurez o la voluntad
necesarias (Schwyzer, 2011; la traducción y las itálicas son mías).

La manera en que Schwyzer despliega esta distinción no resiste el


menor análisis:

El asunto es que “performar” la masculinidad no consiste en diferenciarse de


lo que es ser mujer; después de todo, ésa es una distinción biológica que ya está
presente. Más bien, consiste en elegir conscientemente actuar de un modo
fundamentalmente adulto, no pueril. Así, cuando elijo confrontar pública-
mente a un administrador senior de mi universidad, demuestro un cierto
valor porque me hago responsable. Es algo que una mujer puede hacer igual
de bien, pero cuando yo lo hago… me siento un hombre…. No en el sentido de
que me siento imbuido de furia viril, sino en el de que he hecho algo que no
hubiese podido hacer en mis años mozos e inseguros... Pero hay otras formas
de “performar” [la masculinidad.] Por ejemplo, la ropa… Me visto casual los
fines de semana y en vacaciones, pero cuando voy a clase o a una reunión
importante, suelo ponerme un traje o un saco Brooks Brothers... Aunque
me gustaría pensar que soy un adulto responsable sin importar lo que esté
usando, siempre me siento más adulto –y sí, más como un hombre– cuando
me pongo algo un poco más formal (Schwyzer, 2011; la traducción y las
itálicas son mías).

Schwyzer contrasta confrontar a un superior o colega con acti-


vidades históricamente viriles como la guerra o los deportes de
contacto y concluye que son formas diferentes de “performar” la
masculinidad, o, más bien, de ser hombre, porque aquella destaca
el hacerse responsable y ésta no. Sin embargo, una breve reflexión
demuestra que dicha diferencia es ilusoria: primero, porque la

207
Esteban Laso Ortiz

noción de “responsabilidad” es históricamente situada y habría


que acotarla para aplicarla a otras épocas u otros contextos cul-
turales (así, el discurso contemporáneo de la responsabilidad se
monta sobre la metáfora lockeana de la “propiedad de sí mismo”,
asociada durante siglos a la posesión de bienes y, por tanto, negada
a la mujer y a las clases bajas; Castel, 2003); segundo, y más impor-
tante, porque confrontar a un superior o colega, combatir y competir
en un deporte de contacto son todos casos de conflicto, contextos ago-
nales que demandan la exhibición de prestigio, vigor o estatus que
garanticen la capacidad de intimidar o someter al contendiente.
Más allá de que Schwyzer haya creído tener razones legítimas para
confrontar a su superior (quienes declaran o hacen la guerra tam-
bién suelen creerse legitimados) y empleado la retórica en vez de
las armas, lo que está en juego sigue siendo la competencia y no la
colaboración; es decir, y volviendo a Scott, la lucha por el poder –
sólo que de una manera más “sofisticada”, ritualizada y formal–. Y
hablando de “formalidad”, ¿qué es un traje (del que Schwyzer nos
dice hasta la marca), si no un emblema de prestigio o nivel econó-
mico que sólo cobra sentido en una sociedad marcada por “cliva-
jes” de clase, raza y género, en un contexto donde otras personas
no pueden acceder a vestirse de ese modo mientras que él sí? Una
vez más, la masculinidad estriba en el ojo del observador capaz
de significar las insignias del prestigio, la diferencia y el poder.
Con esto queda claro que la “nueva masculinidad” de Schwyzer es,
como su traje, mera apariencia sobre un mismo fondo.

“La masculinidad es una cuestión de estatus”


o el poder disfrazado

Todos estos grupos tienen algo en común: de una forma u otra se


presentan como alternativas a una masculinidad desgastada, ero-
sionada, olvidada o amenazada, fundadas, bien en el retorno, por
la fuerza incluso, al pasado mítico de “los hombres de verdad” y
“la mujer muy mujer”, bien en la reinvención de los privilegios
en un lenguaje menos chocante (pero no menos sexista o misó-
gino). Desde sus respectivas atalayas, evangelizan a los varones

208
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

que imaginan perdidos, sin norte ni modelos de rol, temerosos en


un mundo posindustrial, posmoderno y líquido.
Quizás el mejor ejemplo de esta búsqueda de una nueva legiti-
mación para los privilegios masculinos sea el último sitio web que
reseñaré y el tercero más popular en el tema: “The Art of Manli-
ness” (http://www.artofmanliness.com/), que dedica buena parte de
sus artículos a responder a conflictos como los siguientes:

Te encuentras charlando con una mujer atractiva cuando de repente ella fin-
ge saludar a un amigo a tus espaldas y sin siquiera disculparse se marcha. Te
hundes en la vergüenza, y sigues hundiéndote meses después mientras yaces
en la cama recordando el evento.
Tu hermano, un Marine, quiere que salgas con él y sus amigos del pelo-
tón, y te pasas la noche mirándolos y sintiéndote ajeno. Comparten sus his-
torias de guerra sin que puedas aportar nada, y a nadie le interesa tu trabajo
de contador. No puedes evitar sentirte inferior, como un cobarde citadino.
(Brett, 2015)

Con un concepto tan potente como camaleónico: “la razón por


la que estas reacciones aparentemente inexplicables pueden ser
tan difíciles de manejar, es que se arraigan en un tópico que la
cultura moderna no aborda ni explica: el estatus” (Brett, 2015).
El resto de los artículos de esta serie se dedica a profundizar en
esta noción y, en una jugada que ya hemos visto en los grupos
anteriores, legitimarla derivándola de vulgarizaciones de la teoría
evolutiva, la neurociencia de las emociones y la teoría social; por
ejemplo: “Obtener y mantener el estatus era vital para asegurar la
supervivencia tanto de la vida mortal de un hombre como de sus
genes para las siguientes generaciones” o “estamos diseñados para
prestar atención al estatus, monitorearlo, perseguirlo y sentirnos
mal cuando nos vemos obligados a cederlo” (la traducción es mía).
Y, ¿qué es el estatus? Sencillamente, “el rango que uno ocupa
en un grupo de gente” (“status is one’s rank in a group of people”;
Brett, 2015). Por tanto, “es siempre relativo” a los allegados o cír-
culo social inmediato o a la manera en que una cultura reconoce y
atribuye valía; puede ser adscrito en virtud del nacimiento o el rol
que se ocupa, alcanzado merced al propio esfuerzo o, en un añadi-
do interesante, encarnado en la postura, la voz y la contextura fí-
sica. Desde esta perspectiva, el problema de los hombres actuales,

209
Esteban Laso Ortiz

o, más bien, de la cultura en que medran, es que no sólo carece de


rituales para “enseñarles” la importancia y el manejo del estatus,
sino que niega su misma existencia, su ubicuidad en la experiencia
masculina y el dolor y el vacío que su ausencia causa a los varones:

Como todas las energías masculinas, el estatus es un poder que se puede


usar para crear o para destruir. Las culturas de la Antigüedad, e incluso de
Occidente hasta hace unas décadas, lo entendían así. Pero por algún motivo
nos hemos convencido de que el estatus no importa, que hemos evolucio-
nado más allá de él y que deberíamos tratar de eliminar cualquier vestigio
de estatus en la vida de los varones. Por desgracia, ésta es una receta para el
desastre cuyos frutos estamos viendo en nuestras sociedades modernas. (Brett,
2015)

A fortiori, al definir el estatus como el rango que se ocupa en un


grupo se establece un contexto de suma cero en el que lo que
alguien gana, otro lo pierde: donde todos son estrictamente iguales
en jerarquía, la noción de rango carece de sentido. Se trata, nueva-
mente, de una visión darwinista del mundo como un escenario de
dominación donde “gana el mejor”; la clásica legitimación del neo-
liberalismo desde Hayek (1973) que asimila el triunfo mercantil
con la satisfacción de los deseos de los consumidores expresada a
través de sus preferencias de compra. Al achacar la insatisfacción
y el malestar consigo mismos a la necesidad innata de los varones
de obtener y demostrar estatus y no a las demandas de una socie-
dad capitalista, competitiva y cada vez más desigual, este discurso
conduce a la búsqueda de soluciones a escala individual y desa-
lienta la acción colectiva o la lucha por modelos alternativos de
desarrollo y relaciones políticas y económicas.
Si el estatus es una competencia, necesariamente habrá unos
pocos ganadores y una mayoría de perdedores. Es difícil ver cómo
esta definición del fenómeno puede servir para calmar la ansiedad
de los varones que dudan de su propia capacidad o para ayudar-
los a caminar en dirección de una masculinidad menos frágil. De
una manera aviesa, los autores de “The Art of Manliness” parecen
conscientes de ello, ya que se desdicen de su propia definición a la
hora de convertirla en consejos para los hombres:

210
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

Quizá no eres guapo, o creciste en una familia terrible, o sufriste un acci-


dente que te impide trabajar. Quizá debido estas limitaciones nunca serás
un playboy millonario que vuela por el mundo en su jet privado rodeado de
mujeres desnudas, maletas llenas de dinero y montones de armas maravillo-
sas. Pero, ¿sabes una cosa? No importa. Porque para convertirte en la persona
que eres tienes que trabajar con las limitaciones que la vida te ha impuesto;
y en vez de verlas como una maldición… puedes verlas como una bendición
disfrazada, una oportunidad para ser creativo y sacarles el máximo provecho
posible. Así que en vez de aumentar tu estatus tratando de ser mejor que los
demás, míralo como una lucha para convertirte en la mejor versión de ti (Brett y
McKay, 2015; las itálicas son mías).

En otras palabras: “sí, el estatus es un juego de suma cero que sólo


unos pocos pueden ganar, y lo más probable es que tú no estés en
ese selecto grupo. Pero no te preocupes porque siempre puedes
competir contra ti mismo y ser cada vez mejor en algo”. El que
esto implique abandonar su propia concepción del estatus como
relativo a los demás o como el rango que se tiene en una jerarquía,
no se les ocurre a los autores. Su consejo, por ende, desemboca
en el estoicismo que la ética protestante y las culturas de la dig-
nidad (Campbell y Manning, 2014) ofrecen a las masculinidades
cómplice y subordinada como premio de consolación: “que no te
afecte lo que piensen los demás de ti; sólo en tu trabajo encontra-
rás tu recompensa”.

Poder, género y contexto: Darwin sin


“la supervivencia del más fuerte”

Esta concepción del estatus como jerarquía, y del varón como


esencialmente orientado a luchar por ella, es característico de
la etología vulgarizada (p. ej., Morris, 1967). Sin embargo, y tras
haber gozado de favor por la influencia de Richard Dawkins y su
“gen egoísta” (Dawkins, 1976), él mismo protagonista de varios
deplorables episodios de sexismo (Christina, 2014), la compren-
sión agonal8 de la relación entre especies y organismos está dando

8. Es de notar que esta comprensión agonal de la selección natural es ajena al mismo


Darwin y fue añadida a su teoría por Dawkins y otros: “los Ultra-Darwinistas han

211
Esteban Laso Ortiz

paso a una visión más amplia y compleja según la cual, la principal


ventaja humana no es la competencia sino la capacidad para coope-
rar, experimentar empatía y operar de manera coordinada (Tomase-
llo, 2009; cf. la “intencionalidad colectiva”, Searle, 2014). En este
contexto, la ventaja comparativa no nacería de un rasgo de “ambi-
ción”, sino de uno que facilite la cooperación y la preservación de
una comunidad viable, segura, recíproca y estable.
En todo caso, si algo puede deducirse de la evidencia disponi-
ble acerca de la evolución de la cooperación y el altruismo, no es
que los varones (o los seres humanos) tengamos una necesidad
innata de subir de estatus, sino que somos sumamente sensibles a
la injusticia, es decir, a la desigualdad percibida; o, mejor aún, que
nuestra preferencia por el estatus o la justicia está determinada en
parte por el estatus, el poder y los privilegios de que ya disponemos
en un momento dado. La investigación empírica en el emergente
ámbito de la psicología de la clase social (Kraus y Stephens, 2012)
le da la razón a Aristóteles (La Política, 7-1): “la debilidad recla-
ma siempre igualdad y justicia; la fuerza no se cuida para nada de
esto”, y a Adam Smith: “por egoísta que se imagine al ser humano,
existen ciertos principios evidentes en su naturaleza que lo hacen
interesarse en la fortuna de los otros y que hacen que la felicidad
de éstos sea necesaria para aquel, aunque no obtenga de ella más
que el placer de contemplarla” (Smith, 1790, I.I.1).
Así, cuanto más adinerada es una persona, menos solidaria,
empática y confiada (Piff, Kraus, Côté, Hayden Cheng y Keltner,
2010); cuanto más subordinada se halla en una jerarquía, mayor es
su propensión a cooperar en vez de competir (Hargreaves y Va-
roufakis, 2002); y, más pertinente al tema en cuestión, cuanto ma-
yor es la inequidad de su entorno o sociedad, mayor la preocupación
por el estatus y la inversión en “consumo conspicuo” del individuo
(Paskov, Gërxhani y Van de Werfhorst, 2013). Por tanto, la an-
siedad por el estatus y las constantes competencia y comparación

transformado la concepción de la selección natural de su planteamiento original como


acumulación pasiva de ‘cosas-que-funcionan-mejor-que-otras’… en un proceso activo
de abierta competencia por el éxito reproductivo. Para esta transformación es crucial
la idea de que el comportamiento económico se persigue únicamente con miras a la
reproducción” (Eldredge, 1996: 89; la traducción es mía).

212
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

con los otros que “The Art of Manliness” atribuye a la biología del
varón, se explican mejor por el grotesco aumento de la inequidad
en las sociedades occidentales durante las últimas décadas (que
trae consigo, además, múltiples problemas de salud pública y go-
bernabilidad; Wilkinson y Pickett, 2010); y, a su vez, al naturalizar
dicha ansiedad y la competencia por el estatus anestesiando el ma-
lestar ante las desigualdades con el láudano de la autosuperación,
este tipo de discursos normaliza y empeora la desigualdad aumen-
tando la fragmentación social.

Las resistencias masculinas como reflejo de la femineidad


en ascenso: opresión y “diferencias sexuales”.
Lisbet Salander y la transformación aparente

Los resultados de la línea de investigación que acabo de citar


sugieren una teoría alternativa al esencialismo sexista –y que me
permite retomar y complementar la definición de Scott con que
he abierto este texto–. He apuntado que las personas de clase baja
suelen ser más generosas, caritativas y solidarias; que demuestran
mayor sensibilidad y empatía ante el sufrimiento ajeno (Stellar,
Manzo, Kraus y Keltner, 2012); que la predisposición a competir
es proporcional al rango; que la inequidad exacerba la ansiedad
por el estatus y la ostentación de prosperidad. A esto cabe añadir
que “el elevado poder social se asocia con un incremento del con-
trol, la libertad y la determinación de los propios actos por los
rasgos internos, mientras que un reducido poder social se asocia
con un menoscabo del control y un aumento de las restricciones
externas a la conducta” (Kraus, Chen y Keltner, 2011: 978); que
“la abundancia de recursos y un alto rango social… acrecientan
las libertades personales de los individuos de clase alta generando
una tendencia cognitiva solipsista, es decir, un foco individualista
e internalista en los propios estados mentales, metas, emociones
y motivaciones” (Kraus, Piff, Mendoza-Denton, Rheinschmidt y
Keltner, 2012: 546); que las personas de clase baja “explican los
hechos sociales y personales en términos de factores contextua-
les” (y no internos) y que “presentan un bajo sentido de control
sobre sí mismos”, su vida y sus vicisitudes (Kraus, Piff y Keltner:

213
Esteban Laso Ortiz

1002); e, incluso, que las personas de clase alta tienden a apoyar


teorías esencialistas del privilegio, esto es, a creer que las diferen-
cias de clase se deben a diferencias biológicas o genéticas (Kraus
y Keltner, 2013).
En suma, y sin importar la cultura y el sexo, los miembros de
la clase dominante, por el hecho de serlo, tienden a manifestar ca-
racterísticas de la masculinidad hegemónica como dominio, indivi-
dualismo, competencia, autodeterminación, autosuficiencia y auto-
complacencia, mientras que los de las clases sometidas presentan sus
opuestos “femeninos” como sumisión, solidaridad, autosacrificio, co-
laboración, interdependencia y autocrítica.
Con base en lo anterior, cabe ampliar las dos proposiciones que
Scott adelanta para definir el género. Por un lado, las “diferencias
percibidas entre los sexos”, las características que el patriarcado
atribuye a las mujeres en cuanto tales, pueden interpretarse mejor
como derivadas de su condición de oprimidas y subyugadas. Por
otro, siglos de opresión patriarcal permitieron que la diferencia
sexual se convirtiera en símbolo o metáfora de dichas característi-
cas, en “forma primaria de representar o significar las diferencias
de poder”. Llegado a este punto, la misma identificación simbólica
entre femineidad y debilidad naturalizó la inequidad, legitimando la
opresión: un mecanismo que se fortalece siempre que se amplían
las diferencias entre clases y que entra en crisis cuando amenazan
con reducirse, provocando el tipo de violentas reacciones que he
descrito con anterioridad.
Puesto que, por tanto, el movimiento a lo largo de la dimen-
sión del poder viene acompañado de cambios en las dimensiones
del individualismo, la competencia y la autosuficiencia, no es de
extrañar que los modelos identitarios femeninos “poderosos” sean
celebrados como innovadores pese a incurrir en lo mismo que se de-
plora en la masculinidad hegemónica; y que devengan, así, trans-
formaciones aparentes que encubren una recuperación de la de-
finición del poder propia de la hegemonía; transformaciones que
reproducen y reflejan el también aparente cambio de las masculi-
nidades que, como he apuntado, esconde nuevas legitimaciones de
la opresión y la diferencia sexual. Un ejemplo es Lisbet Salander,
protagonista de la trilogía Millenium (http://larssontrilogy.com/),
que “promulga precisamente el doble estándar que su estrategia

214
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

discursiva aparenta desafiar: Salander está basada en el modelo


del héroe de acción masculino y convencional sólo que con diferen-
te sexo” (Westerståhl Stenport y Ovesdotter Alm, 2009: 171). La
siguiente cita es un ejemplo de la frecuente idealización de Salan-
der como modelo feminista:

...es una mujer joven, apartada de los estándares de belleza del sex symbol
femenino, débil y frágil en su cuerpo físico pero fuerte y determinada en su
psicología. Consciente de las marcas de su niñez, sin represión de la violencia y
con deseos de restablecer la justicia incluso tomándola por su propia mano…
No hay atisbo de perdón ni de compasión en la heroína de Millenium contra sus
agresores, incluido su propio padre, su hermano y su padre social, su tutor.
Ellos son marcados primero, con la marca en su cuerpo, y castigados des-
pués… Esta mujer no sólo usa la violencia sino que se desmarca de la sumisión
a las autoridades familiares… (Fernández Villanueva, 2010: 101; las itálicas
son mías).

Agencia, comunión y género

Lisbet Salander muestra el mismo sentido de “justicia como retri-


bución” que excusa cualquier acto violento, que los más acérrimos
defensores de los “derechos masculinos”; representa, por ende, no
tanto una transformación de las dimensiones del género cuanto
un simple cambio de polo en ellas. Pero presenta, además, otras
características que van más allá de su sed de venganza y su cruel-
dad y que evidencian la necesidad de un análisis más complejo
que el que se practica en el texto que he citado: es solitaria y aso-
cial; “como una máquina, tiene memoria fotográfica y procesa la
información como una computadora, carente de emociones y sub-
jetividad sin que esta habilidad, que parece intuitiva, sea nunca
explicada” (Westerståhl Stenport y Ovesdotter Alm, 2009: 168).
Aunque estas características no encajan con la masculinidad
hegemónica, sí que pertenecen al imaginario de la masculinidad:
el varón frío, objetivo, individualista y ultracompetente (versus
la mujer cálida, emotiva, subjetiva, dependiente y sociable). Eso
se debe a que se derivan de otro rasgo más profundo y cargado
de implicaciones: la dedicación absoluta de Salander a un objetivo
personal por encima de toda otra consideración, incluso su propio

215
Esteban Laso Ortiz

bienestar (“su apariencia sugiere una profunda falta de interés en


crear una esfera doméstica o en mantener su hogar; la pizza hecha
en microondas y los refrescos son su único alimento”; Westerståhl
Stenport y Ovesdotter Alm, 2009: 168) o la lucha para evitar a
otras mujeres los abusos que ella ha sufrido:

el hecho de que Salander colabore con el encubrimiento de los crímenes


de violencia sexual contra las mujeres de la novela, incluidos los perpetrados
sobre ella misma, fragua un orden social en donde las nociones de solidaridad
feminista y de reglas sociales equitativas, sin importar el género, son com-
pletamente erradicadas (Westerståhl Stenport y Ovesdotter Alm, 2009: 171).

En el fondo, Salander es hipermasculina en la medida en que


“encarna la fantasía del control absoluto” ( Westerståhl Stenport
y Ovesdotter Alm, 2009: 171). Esta orientación existencial hacia
el control y el hiperindividualismo es, como he mencionado, la
estrategia propia de las clases dominantes.9 La tradición psicoló-
gica le ha dado un nombre no generizado (aunque sí vinculado
con el género): agencia, cuyo opuesto, la estrategia de las clases
subyugadas, se llama comunión. Estas dos nociones fueron pro-
puestas por Bakan (1966) como las modalidades fundamentales
de la existencia humana; estudios subsiguientes han demostrado
que permiten, además, caracterizar la diferencia en la socializa-
ción de los roles sexuales: “múltiples influencias sociales pro-
mueven maneras independientes de pensar, sentir y comportarse
para los varones y maneras relacionales para las mujeres” (Cross
y Madson, 1997: 7). La agencia se refiere al “esfuerzo por dominar
el entorno, por reafirmar al sí-mismo, por experimentar la sensa-
ción de competencia, logro y poder”; la comunión, el “deseo de
una persona de relacionarse íntimamente con los otros, cooperar,
unirse con ellos” (Diehl, Owen y Youngblade, 2004: 2). Así, “los
individuos orientados a la agencia encuentran su satisfacción en
sus logros personales y su sentido de independencia y separati-

9. Por una razón muy sencilla: cuando tienes gran influencia y control sobre el mundo, lo
más sensato es acrecentarlos diferenciando tus actos y objetivos de los demás; cuando
tienes poca, lo más sensato es acrecentarlos unificándola con los objetivos y actos de
otros igual de débiles.

216
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

vidad en tanto que los orientados a la comunión se satisfacen a


través de la relación con los demás y su sentido de pertenencia”
(Diehl et al., 2004: 2).
Partiendo del psicoanálisis y la teología, Bakan (1966: 110) re-
paró en que “lo que he llamado agencia es más característicamente
masculino y lo que he llamado comunión más característicamente
femenino” y expuso algunas de sus implicaciones:

la mujer es alterocéntrica, es decir, centra sus sentimientos, gozos y am-


biciones en algo fuera de ella; no se hace a sí misma sino a otra persona, o
incluso a un objeto de su entorno, el foco de sus emociones… El hombre es
egocéntrico… se pone a sí mismo, sus placeres y actividades en el centro de
su experiencia del mundo (114);
...la mayor orientación social de la mujer corresponde a la mayor agre-
sividad del varón... (120).

Incluso atisbó que estas diferencias podían deberse más a la cul-


tura y la opresión, que al sexo: “considerar a la mujer una propie-
dad es quizás el paradigma de la noción de propiedad; la rebelión
de la mujer contra ser vista como una propiedad es una expresión
de la agencia en la mujer” (Bakan, 1966: 137); o en su análisis de
la ética protestante weberiana:

Weber logró plasmar el tipo de personalidad agéntica que ha imperado en


nuestra cultura [… caracterizada por] la actividad dirigida, el orden en lo
personal y social, la persecución de una vocación sin pensar en sus conse-
cuencias extrínsecas, el ahorro y la búsqueda de beneficios, la uniformidad
y regularidad, la autoconfianza y el autocontrol, la evitación de la sociabili-
dad…, la persecución de la ciencia física, la suspicacia ante la emoción y el
sentimiento, la soledad, la impersonalidad y la desconfianza en las relacio-
nes interpersonales (Bakan, 1966: 20).

De lo que dedujo, correctamente, que “el individuo histórico des-


crito por Weber era característicamente masculino” (Bakan, 1966:
21) y que protestantismo y capitalismo se parecían en que “ambos
suponen la exageración de la agencia y la represión de la comu-
nión” (Bakan, 1966: 16).
En tanto que modelo de nueva femineidad, Lisbet Salander en-
caja al pie de la letra en esta descripción: exacerbación de la agen-
cia y rechazo de la comunión (lo que se llama, como expongo más

217
Esteban Laso Ortiz

adelante, “agencia no mitigada”). Y representa un movimiento


posible a lo largo de las dimensiones del género y el poder –cuyo
reflejo especular son las resistencias masculinas antedichas que,
como he sugerido, conllevan un intento de recobrar la agencia y
desmarcarse de la comunión–.

Alternativas de subjetividad masculina: algunas ideas.


Cosmogonías de agencia y de comunión

Agencia y comunión son, de acuerdo con Bakan, las dos moda-


lidades en que el ser humano puede abordar su existencia. Con
tal grado de generalidad, satisfacen el requerimiento que estipulé
al inicio de este texto, “ser transversales a toda práctica, interac-
ción y todo encuentro; a toda relación, incluida la que entablan
los sujetos consigo mismos en la intimidad”; y es de esperar que
se reflejen también en el modo en que un individuo o sociedad
metaforizan el universo que los rodea. Y, en efecto, así sucede,
como lo evidencia el trabajo de Peter Munz (1964), historiador
y filósofo, que prefiguró la distinción entre comunión y agencia
(sin que haya recibido el crédito correspondiente), rastreándolas
incluso en el ámbito metafísico. Anticipando también los hallaz-
gos sobre la “geografía del pensamiento” (Nisbett, 2004), Munz
demuestra que las cosmogonías típicas de Occidente y Oriente son
fundamentalmente distintas: aquellas ven el origen del universo
como un acto creativo en donde un agente (habitualmente mas-
culino) ejercita su poder haciendo surgir algo de la nada, y éstas
como un acto distributivo en donde una totalidad (habitualmente
femenina) se fragmenta a sí misma generando los entes separados
que en él medran. La raíz metafórica de ambas cosmogonías es el
acto sexual;10 la diferencia estriba en si se le contempla desde una
perspectiva arquetípícamente femenina o masculina. Así, “tene-

10. Una vez más, esto no debe interpretarse como si existiera una supuesta “esencia” o
“energía” femeninas o masculinas, como si la experiencia del acto sexual estuviese
determinada por su mecánica o incluso como si el paradigma del mismo fuese el
encuentro heterosexual o entre “activo” y “pasivo”: sólo cabe concluir que las nociones
de comunión y agencia definen una dimensión a lo largo de la cual los individuos, los

218
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

mos en un caso un relato del origen del mundo que hace hincapié
en el empujar algo alejándolo de uno, en la emanación y el desple-
gar. En el otro caso tenemos un relato que destaca el hacer algo, la
creación activa, el revestir y dar forma a algo que antes no existía”
(Munz, 1964: 142).
En las cosmogonías creacionistas, el Creador es esencialmente
distinto de su creación y el objeto de toda religión es salvar esa dis-
tancia entablando una relación entre ambos; en las emanacionistas,
el creador y la creación son una sola esencia que, bajo el velo de
la Ilusión, se nos presenta como separada y el objeto de toda reli-
gión es traspasar ese velo descubriendo que en el fondo somos uno(a)
solo(a). Por consiguiente, cada cosmogonía trae consigo la semilla
de su destrucción, que sólo puede neutralizarse con la esencia de
su contraparte: en el creacionismo, el amor entre creador y cria-
tura; en el emanacionismo, la conciencia de la unidad subyacente.
En esto también fue Munz un precursor; dos años después,
Bakan (1966) sostendría que la orientación agéntica, aunque útil,
podía volverse tóxica si no era “mitigada” por la comunión. En
efecto, como apunta Helgeson (Helgeson y Fritz, 1999), la “agen-
cia no mitigada” implica ser “hostil, cínico, codicioso y arrogante”
y poner las necesidades propias siempre por delante de las de los
otros, lo que se asocia con “interacciones negativas con los demás,
baja auto-estima, malestar psicológico… y conducta poco saluda-
ble” (145); la “comunión no mitigada” supone “poner las necesi-
dades de los demás antes que las propias, preocuparse en exce-
so por los problemas de los demás y ayudarlos a costa del propio
bienestar” (132), lo que conduce a “ofrecer apoyo al resto pero no
darse cuenta de que se está disponible para uno mismo” y a pro-
blemas relacionales y de salud (146).
Volviendo a los movimientos masculinos que he reseñado,
¿qué son sino intentos de recobrar el poder, legitimar el privile-
gio y encumbrar la agencia?11 Pues más allá de sus despliegues de

grupos y las culturas se posicionan para reconocerse a sí mismos, diferenciarse de los


demás y organizar sus intercambios.
11. No es casual que la “crisis” de la masculinidad hegemónica haya venido acompañada
del arrollador éxito de productos de entretenimiento masivo cuyos protagonistas
son sin excepción hombres dominantes, narcisistas, agresivos, carentes de empatía

219
Esteban Laso Ortiz

violencia o condescendencia, lo que llama la atención es que sus


miembros no pueden salir de sí mismos para empatizar con el
sufrimiento de sus destinatarios, opositores –o, sin ambages, víc-
timas–. Incluso, cuando se arrepienten (como en esta entrevista
a Schwyzer: Gable, 2014; o ésta a un pua en desgracia: Monroe,
2016), su discurso oscila entre el intento de provocar lástima y la
enumeración de sus “pecados” en una jerga políticamente correc-
ta y carente de muestras genuinas de compasión o de una auténti-
ca comprensión del dolor que ha causado con sus actos; en suma,
la “agencia no mitigada” de los poderosos y las elites.
La interacción entre comunión y agencia, la posibilidad de
cada una de “mitigar” a la otra y el hecho de que los posiciona-
mientos en ambas dimensiones otorgan diferentes posibilidades
de subjetivación y construcción del género, me conducen a afir-
mar que si la transformación de la subjetividad femenina implica una
reorientación sobre la dimensión de la agencia, la transformación de
la subjetividad masculina debe implicar una reorientación sobre la
dimensión de la comunión –cuya naturaleza expongo en la parte
restante de este texto–.

Agencia, dividualidad e individualidad

Las cosmogonías agéntica y comunal se reproducen a escala micro


en la estructuración psíquica propia de cada cultura; o, más bien,

y cuyos únicos fines parecen ser la destrucción de sus oponentes y la adquisición


de más (poder, dinero, influencia); hombres a quienes les traen sin cuidado, no
sólo las leyes, sino el bienestar de nadie más, ni siquiera sus allegados. Me refiero a
éxitos de audiencia que han recibido premios y elogios de la crítica y que se basan en
colocar al protagonista en un entorno violento, brutal, “sin reglas”, que justifique su
instrumentalidad extrema, su narcisismo absoluto: la selva de la política (House of
Cards), el narcotráfico (Breaking Bad), el mercado publicitario en los años sesenta
(Mad Men) o un mundo de fantasía primitivo y hobbesiano (Game of Thrones).
Irónicamente, muchas series y películas del mismo estilo, celebradas y exitosas
porque tienen protagonistas femeninas igual de agénticas, reproducen soterradamente
el mismo prejuicio: a diferencia de sus contrapartes varones, éstas necesitan de una
motivación “extrínseca” que justifique su instrumentalidad y falta de empatía y
explique por qué se volvieron “macarras” o “cabronas”; con frecuencia, una vejación
o abuso sexual del que la protagonista intenta vengarse (The Girl With the Tattoed
Dragon) o al menos “hacer justicia” (Jessica Jones).

220
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

cada comunidad proyecta en la divinidad una magnificación de su


subjetividad característica. Así, las cosmogonías agénticas encar-
nan sujetos que se viven como creadores de sí mismos, centros de
sus decisiones en constante lucha con un universo al que han de
vencer o mantener a raya so pena de que los engulla o someta; por
ende, no es de extrañar que experimenten la fractura de su subje-
tividad como una “invasión a la fortaleza del Yo” y que procuren
defenderla frenéticamente, empeorando su ansiedad y la fragmen-
tación concomitante. Por ejemplo, los pacientes esquizofrénicos
de culturas agénticas experimentan sus voces “como bombar-
deos…” contra los que tienen que librar una batalla. En cambio,
las voces que oyen los psicóticos de culturas comunales tienden a
ser interpretadas como las de sus padres, cuñados o parientes, o
bien de algún dios; no sólo los regañan, también los aconsejan; y
los pacientes las viven como parte de su mundo relacional (Lurhr-
mann, Padmavati, Tharoor y Osei, 2015).
Considero que esta subjetividad agéntica es el más pertinaz
obstáculo en la transformación de las subjetividades masculinas y
el acicate de su resistencia; o, a la inversa, como he apuntado, una
verdadera transformación de la masculinidad ha de pasar por una
transmutación de su configuración subjetiva, realineándola en la di-
mensión de la comunión. Se trata de un factor tan ubicuo y sutil que
pasa muchas veces inadvertido; para muestra, esta cita de Kauf-
man: “El género es la categoría organizadora central de nuestra
psique. Es el eje en torno al cual organizamos nuestra personali-
dad, en el que se desarrolla un ego distinto y separado” (Kaufman,
1994: 144; la traducción es mía). Sin solución de continuidad,
Kaufman pasa de un aserto posiblemente correcto, no controver-
sial y semejante al de Scott, que el género es la categoría central
que organiza la psique humana, a otro que ya traiciona un sesgo
agéntico, androcéntrico y colonialista, que en torno a este “núcleo
generizado” se erige un “ego” autónomo, aislado de los demás y
definido por sus características y experiencias “internas” (o “per-
sonalidad”). En efecto, las culturas que destacan la comunión dis-
ponen de configuraciones subjetivas basadas, no en la oposición y
el distanciamiento con el otro, sino en la integración en un grupo
que los trasciende a ambos; por ejemplo, la “dividualidad” mela-
nesia (LiPuma, 2000: 131), o el colectivismo generalizado de las

221
Esteban Laso Ortiz

culturas orientales (Nisbett, 2004). Es más: una misma comuni-


dad puede albergar a personas predominantemente “individuales”
y otras “dividuales”, a juzgar por la investigación sobre las “fron-
teras del yo” (Hartmann, 2010); o una misma persona alternar
entre posturas individuales y “dividuales”, como sugiere LiPuma,
a quien cito por extenso:

En todas las culturas […] existen modalidades o aspectos individuales y divi-


duales de la subjetividad. La faceta individual emerge en el uso del lenguaje
(en la medida en que el habla se centra metapragmáticamente en sí misma
mediante el uso y/o presuposición de un “yo” que enuncia), en la existencia
de sistemas fisiológicos autónomos del cuerpo humano y en el hecho de que
el cuerpo sirve como asiento y significante de la persona, sobre todo como
locus de una intencionalidad compartida, ergo dada por sentado, entre los
agentes […] De igual manera, todas las sociedades incorporan aspectos divi-
duales y relacionales de la subjetividad. Esto ocurre en la medida en que la
identidad de los sujetos y los objetos varía en función de los contextos […]
cada lenguaje codifica el uso de un “tú” junto con un “yo”, y la identidad y
la autopoiesis son el producto de relaciones creadas por la sociedad (etnia,
ritual, etc.). La emergencia al primer plano y, por ende, la transparencia de los
aspectos dividual o individual varían en función de los diferentes contextos de
acción de una cultura dada (LiPuma, 2000: 131; las itálicas y la traducción
son mías).

LiPuma (2000: 132) concluye que “las personas emergen preci-


samente de la tensión entre relaciones y/o aspectos dividuales e
individuales”; y yo añadiría, apoyándome en la definición de Scott,
que en la medida en que dicha tensión sea mediada por el poder enten-
dido como dominación, el resultado será una subjetividad patriarcal
de “agencia no mitigada”. O en palabras de Alcoff (2002: 7): “El
mecanismo del poder […] es aquel en el que el sujeto se construye
a través de un discurso en el que poder y saber entretejen una
estructura coercitiva que ‘hace que el individuo se retraiga sobre
sí mismo y que forzosamente se aferre a su propia identidad’”.

222
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

La realineación subjetiva de agencia y comunión:


el discurso de la “autoestima”

La primera condición para toda configuración subjetiva viable


es que debe ir más allá de los cambios propugnados por Michael
Kaufman (1989) y Michael Kimmel (2005) y que se enfocan en
fomentar la expresión de las emociones en los varones, redu-
ciendo su necesidad de reprimirlas y permitiéndoles conectar con
su vulnerabilidad. Pues el contacto con las emociones no es un
antídoto contra el sexismo. Ha conducido, también, a la emergen-
cia de grupos como los que he reseñado, cuyo común denomina-
dor es justamente la expresión recurrente y estratégica de emociones
intensas y dolorosas (indignación, ira, desesperación) con el fin de
posicionarse a sí mismos como víctimas de una sociedad o una cons-
piración antimasculina; hombres que son perfectamente capaces
de llorar (de ira), gritar (de desesperación) y reconocerse como
impotentes y vulnerables ante “las feminazis” y su (supuesta) cre-
ciente influencia en la sociedad occidental.
La segunda condición es que no puede limitarse a un cambio
“interno” que no se refleje en las relaciones con los demás: el calle-
jón sin salida del Movimiento Mitopoético, que terminó cayendo
en el esencialismo sexista. Para ser útil al feminismo, toda trans-
mutación subjetiva ha de incluir una capacidad de reconocer los
privilegios propios y empatizar con los sufrimientos ajenos, que
avive el deseo de cambiar las estructuras del patriarcado.
La última condición es que ha de ser fecunda, sugiriendo vías
para la exploración, el descubrimiento y la profundización en la
experiencia vital de las personas; ha de insinuar horizontes inédi-
tos, no fraguar certezas ya caducas.
Dadas estas condiciones, ¿cómo puede una subjetividad ser no
agéntica, o mejor, fundada en una agencia mitigada por la comu-
nión? Cabe empezar por definir su contrario actual: ¿cómo es la
subjetividad agéntica que las culturas occidentales encarnan en
los varones? Bakan (1966: 15) afirma que el núcleo de la agencia
es la separación; en efecto, la subjetividad agéntica es individual;
se erige sobre una doble separación, de los demás y del sí mismo
que deviene objeto de vigilancia, crítica y valoración. Para solventar

223
Esteban Laso Ortiz

esta separación existe una construcción discursiva ubicua en el


lenguaje cotidiano y que constituye el núcleo de la subjetividad
agéntica: la autoestima.12
El discurso de la autoestima es probablemente el más usado
por los occidentales contemporáneos para explicar la recurrencia
de sus problemas vitales: desde la mujer que sufre de violencia
doméstica, hasta su marido que la agrede, pasando por el niño que
acosa a un compañero o el joven que acude a un manual de pua
para aprender a relacionarse con el otro sexo, todos achacarán sus
dificultades, llegado el momento, a la “baja autoestima”. Entre los
varones, no es simplemente un pasajero sentimiento de falta de
valor, puesto que la masculinidad se “performa” continuamente
ante otros hombres para ser refrendado por ellos, trae consigo el
terror al fracaso, a “no ser lo suficientemente hombre”, primero
a los ojos de los adultos, en especial el padre, y después ante su
propia mirada, bastión internalizado de la crítica y la vigilancia de
sus relaciones primarias:

La pesadilla de la que nunca podemos despertar es que los demás hombres


se percaten de que en el fondo nos sentimos inadecuados; que puedan ver
que, a nuestros ojos, no somos lo que aparentamos. Lo que llamamos mas-
culinidad es con frecuencia un disfraz que evita que nos revelemos como
un fraude, un conjunto exagerado de actividades que impiden a los demás
penetrar nuestra apariencia y un esfuerzo frenético de contener ese temor
interno. Nuestro verdadero miedo, “no es el miedo a las mujeres, sino a ser
humillado o avergonzado frente a otros varones, o a ser dominado por hom-
bres más fuertes” (Kimmel, 2005: 35; la traducción es mía).

Esta sensación de inadecuación, esta pregunta urgente y continua


acerca de la propia valía, está ausente en muchas culturas tradicio-
nales:

12. No es casual que el mayor promotor de la autoestima en psicología y psicoterapia,


Nathaniel Branden, haya sido discípulo de Ayn Rand (célebre novelista libertaria
que pregonó “la virtud del egoísmo”, Rand, 1964) y posiblemente artífice del culto
erigido a su alrededor (Walker, 1999, cap. 5); que haga afirmaciones como “el primer
amor que debemos consumar exitosamente… es el amor a nosotros mismos” (Walker,
1999); ni que décadas de “elevar la autoestima” de los niños haya conducido a un
aumento generalizado del narcisismo (Twenge, 2009).

224
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

En el primer encuentro intercultural entre maestros de Oriente y terapeutas


de Occidente, el Dalai Lama se mostró incrédulo de esa noción de “autoesti-
ma” de la que tanto había oído hablar. Circuló por la sala preguntando a todo
occidental: “¿Tienes tú esto? ¿Lo tienes?” Cuando todos asintieron, sacudió
la cabeza sorprendido. En Tíbet, explicó Sogyal Rinpoche, el sentido positivo
de uno mismo se da por hecho. Se inculca a temprana edad y se sostiene en las
relaciones de interdependencia que conjugan la red de la familia. Si alguien
no puede mantener esta sensación positiva de sí, se le considera un tonto
(Epstein, 1995; la traducción es mía).

Pero en una cultura donde “la aceptación es incierta, la valía perso-


nal no está asegurada, la comparación con los otros es una preocu-
pación constante y la eficacia se pone siempre en duda” (Hewitt,
2002: 138), las constantes autovigilancia y autocrítica conducen
a un permanente estado de fragilidad –o a una exaltación del sí
mismo y menosprecio de los demás como mecanismo compensa-
torio: la agencia no mitigada propia del narcisista o el bully, que,
contra lo que suele suponerse, tiene alta autoestima pero también
gran sensibilidad a la vergüenza y la humillación, a las que res-
ponden haciendo uso de la violencia– (Thomaes, Bushman, Stegge
y Olthof, 2008: 1792). Pues en la medida en que la autoestima
depende de la comparación, con otros o con el ideal propio, se
puede elevar artificialmente despreciando el modelo con que uno
se compara; en efecto, en el intento de preservar su autoestima, las
personas pueden agredir o agraviar a quien las amenaza (en vez de
dedicarse a mejorar su propia situación; Neff y Vonk, 2009: 24).
Las sociedades contemporáneas transmiten a sus miembros,
que deben mantener su autoestima y que hacerlo depende exclu-
sivamente de ellos; que pueden, y de hecho deben, sentirse bien
aunque estén en la peor de las circunstancias. Al mismo tiempo,
están llenas de contextos en que las personas son evaluadas ex-
plícitamente (exámenes, selección de personal, competencias de-
portivas, etc.), o en los que interpretan lo que está en juego como
una evaluación implícita (p. ej., la búsqueda de pareja como un
“mercado” donde son “elegidos” por sus ventajas sobre sus com-
petidores); contextos en los que han de compararse con el resto
y ponerse a su nivel, con tanta más urgencia cuanto mayores sean
las distancias que los separan. En otras palabras, la autoestima
opera agonalmente, poniendo a una parte de la persona erigida

225
Esteban Laso Ortiz

en “crítico” (u “observador”) contra los aspectos de sí misma que


no concuerdan con sus expectativas socialmente determinadas y
contra los demás que le “impiden” superarlas; un juego de suma
cero donde para verme mejor he de minusvalorar al otro o luchar
contra mis propias “debilidades”; y la gestión de la autoestima
pasa invariablemente por la agencia, por engrandecer los propios
objetivos, emociones, personalidad, etc.; e ignora la comunión
(podemos sentirnos aceptados, pero inútiles o faltos de valor).
Finalmente, la gran mayoría de actos de violencia masculina es
desencadenada por una vivencia de pérdida de autoestima, de hu-
millación o vergüenza, de “ser poco hombre” (Goldberg, 1998);
los varones propensos a la violencia de género son precisamente
los más sensibles a la humillación (Beck, 2003), a que “ella me vea
la cara de pendejo”, para evitar lo cual despliegan distintos tipos
de violencia en un intento de controlar o “gobernar” a su pareja
(Ramírez, 2005).

La compasión como subjetivación comunal y la autocompasión

Una subjetividad fundada en la comunión, por el contrario, hace


hicapié en la unión entre una persona y su entorno y entre el sí
mismo y su torrente experiencial. El núcleo de esta subjetividad
es la compasión, que se define como “estar abierto al sufrimiento
del sí mismo y del otro de una manera no defensiva y no juzgadora
[…] con el deseo de aliviar el sufrimiento, pensamientos acerca de
sus causas y conductas compasivas” (Gilbert, 2005: 1); o, más sen-
cillamente, como la capacidad, la voluntad y el deseo de compartir
el sufrimiento, comprender su origen y actuar para reducirlo. No
supone, por tanto, un cambio meramente emocional al estilo Kau-
fman: en ausencia de actos y pensamientos compasivos, la empa-
tía se torna en condescendencia o, peor, lástima; la diferencia es
que la compasión supone una relación igualitaria donde el dolor
se comparte y la lástima una jerarquía donde el superior “se duele
por” el inferior manteniendo su distancia.
Creo que la compasión es una precondición del cambio de los
hombres en general hacia un comportamiento más igualitario con-
tra las estructuras patriarcales; que no basta con la movilización

226
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

política (aunque sea también indispensable) ni con concienciar a


los varones acerca de la existencia y la virulencia de la violencia de
género (aunque sea también necesario), porque éstas son motiva-
ciones extrínsecas que no tocan la esencia de la identidad masculina
ni sus predisposiciones emocionales orientadas a la agencia; al con-
trario, pueden incluso exacerbarlas. En mi experiencia personal y
en la literatura relevante (Katz, 2006: 49 y ss.), el más poderoso
aliciente para que un hombre empiece a identificar el patriarcado
y diferenciarse de él, no es tanto haber presenciado o participa-
do de un acto de violencia de género, cuanto haberse descubierto
compartiendo el dolor de la víctima, de inmediato o más adelante, y
comprender que ha sido causante o cómplice de ese dolor.13 Asimis-
mo, el fulcro de toda intervención exitosa con hombres agresores
es desarrollar su capacidad de nombrar, reconocer y responsabi-
lizarse de sus actos violentos y experimentar vicariamente el dolor
de sus víctimas en vez de deshumanizarlas (Malacrea, 2000; Ponce,
2012). Pues si “lo personal es político” (Hanisch, 1970), lo político
sólo llega a serlo cuando se vuelve personal.
Así pues, el paso a una subjetividad comunal masculina requie-
re, no sólo la capacidad de aceptar y vivenciar la vulnerabilidad
propia; después de todo, Kimmel, Kaufman e incluso Bly llevan
insistiendo en ello desde hace décadas, con el paradójico efecto
de incitar a los activistas del machismo a la expresión exagerada y
estratégica de su humillación, su tristeza y su impotencia. Requie-
re, sobre todo, aceptar y vivenciar el dolor del Otro hasta entonces
repudiado, que pasa a ser parte del Uno o de una totalidad que los
trasciende a ambos.

13. O haber asistido al sufrimiento de una pareja, o ser querido presa de una enfermedad
terminal, con el consiguiente sentimiento de impotencia, o a la vulnerabilidad
indefensa de un(a) hij(a) en un contexto propicio, experiencias ambas que retrata
hábilmente Medina (2000), que concluye: “Esta nueva manera de enfrentarme con
mi masculinidad, mediante la práctica paterna, seguro que está relacionada con mi
historia personal, es decir, con la madre que siempre estuvo a mi lado cuando era un
bebé y un niño y que hoy forma parte de mi identidad como hombre, así como con mis
actuales circunstancias, que con la enfermedad de mi esposa y su posterior muerte me
hicieron interactuar día a día con mis hijos de forma distinta, descubriendo no solo
una forma de vida difícil y agobiante, sino también fascinante, desafiante, interesante
y altamente satisfactoria”.

227
Esteban Laso Ortiz

A escala individual, el discurso de la autoestima conduce tam-


bién a una íntima y sutil violencia contra uno mismo. Un estado de
ánimo apagado, melancólico o desanimado es interpretado por la
persona como “baja autoestima” y contrarrestado inútilmente por
ella o sus allegados con mensajes tipo “échale ganas”, “sé fuerte”
o, apelando al sexismo, “no seas nena” (o su equivalente anglosa-
jón, man up!), cuya ineficacia se explica como debilidad de carác-
ter –lo que empeora el estado de ánimo y desencadena un círculo
vicioso–. Así, quien se vive como falto de autoestima, se divide a
sí mismo en una instancia que vigila, castiga y censura y otra que
sufre esta violencia, reproduciendo en su interior una dinámica
patriarcal víctima-victimario que lejos de motivarla termina debi-
litándola aún más.
La alternativa a esta dinámica es la autocompasión, que “pa-
rece relacionada con el cuidado y la comunión, mientras que la
autoestima se relaciona con la agencia y la competición” y “tiende
a difuminar en vez de engrosar los límites defensivos entre el yo y
los otros” (Neff y Vonk, 2009: 26). Originada, como no podía ser
de otra manera, en cosmogonías comunales y articulada ante todo
en el budismo (Watts, 1996), la compasión se articula ya desde
el inicio en una forma diferente de constituir la relación consigo
mismo. El conocimiento de sí sobre el que monta la autoestima es
agéntico y, por ende, instrumental (Bakan, 1966: 61): la persona
se compara a sí misma con su ideal interno y coarta o reprime las
porciones de su experiencia que no concuerdan con él con el fin de
“lograr la felicidad”, “alcanzar el éxito”, “desarrollar su potencial al
100”, “superar a los competidores”, etc. El conocimiento comunal
conlleva una fusión entre sujeto y objeto;14 “es un tipo de apertura
consciente del corazón, capaz de englobar todos los aspectos de la
experiencia” sin juzgarla, por lo que “defusiona” a la persona de
ese constante diálogo evaluativo interno acerca de sí misma que
conduce a la ansiedad y rumiar (Yarnell y Neff, 2013). Este “sa-

14. “Conocer es amar y amar es conocer. Cuando estamos absortos en algo que nuestro yo
ama… nos encontramos en un estado de casi total inconsciencia. Nos olvidamos del yo
y en ese momento una fuerza incomprensible que está más allá del yo obra sola con
toda su majestad; entonces no hay sujeto ni objeto; sólo se trata de la verdadera unión
de sujeto y objeto” (Nishida, 1995: 227).

228
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

ber íntimo” conduce, naturalmente, a la apreciación gentil de las


fallas, propias y ajenas, no como indicadores de un supuesto de-
fecto de carácter, sino como muestras de nuestra común y falible
humanidad: invitaciones a extender hacia uno mismo y los otros
una apreciación cálida y firme a la vez, un afecto sin sensiblería ni
expectativas en el que la fortaleza necesaria para cambiar lo que se
considera indeseable puede echar raíces y crecer.
La investigación acerca de la autocompasión sugiere que se
asocia con una mayor estabilidad del sentido de sí mismo ante los
problemas, menor sensibilidad a la comparación con otros, la ira
y la tendencia a rumiar pensamientos negativos, que la autoesti-
ma y que, a diferencia de ésta, no guarda relación alguna con el
narcisismo (Neff y Vonk, 2009); asimismo, conduce a una mayor
aceptación de la responsabilidad personal por los errores y una
mayor tendencia a resolver los conflictos interpersonales median-
te el compromiso entre las necesidades de todos y no mediante la
imposición ni el abandono de las propias (Yarnell y Neff, 2013:
154). Mas aún, las personas autocompasivas son más conscien-
tes de sus valores y creencias y, por tanto, más capaces de actuar
de acuerdo con ellas, de sentirse auténticas y cómodas expresan-
do sus necesidades en situaciones de conflicto; su habilidad para
aceptarse con afecto les permite regular mucho mejor la intensi-
dad de sus emociones negativas evitando así las escaladas inter-
personales (Yarnell y Neff, 2013: 155; Laso, 2015a, 2015b). Fi-
nalmente, la autocompasión es un complemento idóneo para las
propuestas feministas de ética del cuidado (Held, 2006) y justicia
no androcéntrica (Bodelón, 2010) que sigue pendiente de una teo-
rización más profunda.

Poder agéntico y poder comunal

Una de las objeciones más frecuentes ante la autocompasión como


alternativa a la autoestima es que puede conducir a la indulgencia
con uno mismo. Detrás de este malentendido se oculta una vez
más la comprensión agéntica de la gestión personal, la idea de que
si uno no se “motiva”, lo que casi siempre significa oscilar entre
castigarse sin cuartel y complacerse culposamente, carecerá del

229
Esteban Laso Ortiz

“empuje” necesario para hacer nada y se convertirá en una per-


sona “débil”. Éste es un error derivado de la dificultad para enten-
der el poder más allá de la dominación y del intento concomitante
de “controlarse uno mismo”, dominándose por la fuerza (la coer-
ción en el castigo a uno mismo, el soborno en la autocomplacen-
cia). Por tanto, además de una reorientación sobre el eje de la
comunión, una subjetividad masculina profeminista debe incluir
también un cambio de sentido en el eje de la agencia.
Este cambio de sentido debe ir más allá de la manida distinción
entre “poder para” y “poder sobre”, brillantemente deconstruida
por Karlberg (2005), de cuyo análisis me sirvo a continuación. En
primer lugar, Karlberg muestra que el “poder para” (esto es, el
poder qua capacidad al que nos referimos con expresiones como
“él no puede correr con tanta rapidez”), no es opuesto al “poder
sobre” (el poder qua dominación al que nos referimos con ex-
presiones como “él tiene poder sobre ella” y que se define desde
Dahl [1957] como “la capacidad de a de hacer que b haga algo que
de otra manera no haría”); antes bien, es su condición de posibi-
lidad y lo engloba (como evidencia la expresión “a tiene poder
para ejercer control sobre b; Karlberg, 2005: 9). Así, a puede tener
poder para lastimar a b o para protegerlo, rechazarlo o aceptarlo,
despreciarlo o apoyarlo, etc.; o lo que es lo mismo, puede usar su
poder para competir contra b o colaborar con él. Karlberg llama
a lo primero “relaciones adversariales” y a lo segundo “relaciones
mutualísticas”; en línea con la anterior discusión, prefiero bau-
tizarlas de “relaciones agénticas” y “comunales”. Además, a y b
pueden encontrarse, en un contexto determinado, en igualdad o
desigualdad de condiciones; es decir, su posición puede ser equi-
tativa o inequitativa.
De estos dos factores se derivan cuatro posibles tipos de po-
der: en las relaciones agénticas, cuando hay equidad se habla de
“balance de poder” (enemigos que se mantienen a raya a través de
la mutua amenaza) y cuando hay inequidad de “poder sobre” pro-
piamente dicho (un actor que usando la asimetría de, por ejemplo,
fuerza física, obliga a otro a hacer algo que no coincide con sus
propios intereses); en las relaciones comunales, cuando hay equi-
dad se trata de “empoderamiento mutuo” (dos actores que unen
fuerzas en pos de objetivos comunes) y cuando hay inequidad de

230
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

“empoderamiento asistido” (un agente que aprovecha su ventaja


sobre otro para ayudarlo a conseguir un objetivo que aunque mu-
tuamente beneficioso es por lo general más importante para éste;
por ejemplo, la crianza de los niños, la educación, etcétera).
Aplicar este modelo a la relación con uno mismo que subya-
ce a la autoestima conduce a concluir que nunca puede convertirse
en una estructura estable y resiliente; al ser una instancia agéntica
cuyos dos actores compiten por dominar al otro, las dos configu-
raciones posibles son un armisticio entre crítico y sí mismo cuan-
do son equiparables, o un servilismo de un sí mismo que se vive
como débil a un crítico que se vive como inexorable. La autocom-
pasión, en cambio, permite a la persona pasar del empoderamien-
to mutuo cuando el observador y el sí mismo se reconocen como
competentes, al empoderamiento asistido en que el observador
apoya cariñosa y firmemente al sí mismo cuando se encuentra ne-
cesitado o vulnerable.

“Otra forma de ser fuerte”: la reorientación de la agencia


en las relaciones cercanas

Hasta aquí, estas propuestas de reorientar la subjetividad mascu-


lina en torno a la comunión y de modificar el significado de la
agencia para que pase de agonal a comunal cumplen con dos de
las tres condiciones que expuse al empezar este apartado: tras-
cienden las habituales exhortaciones a “entrar en contacto con las
emociones” o “mostrar su vulnerabilidad” que suelen dirigirse a
los varones y les abren además un terreno fértil y novedoso para
explorar sus relaciones con los demás y consigo mismos. Falta por
exponer cómo abordan la tercera condición, el ir más allá de los
cambios internos para cambiar las desigualdades estructurales que
sostienen la opresión en todas sus formas.
Sostengo que este paso no debe identificarse con la adopción
explícita de una postura política o con el activismo, aunque desde
luego ambas cosas serían deseables; antes bien, debe consistir en
facilitar a los varones (y a la sociedad en su conjunto) el paso del
poder agéntico al comunal, tanto en su comprensión como en su
práctica cotidiana con las mujeres, los demás varones, etc. Es así

231
Esteban Laso Ortiz

porque pese a décadas de debate en torno al tema, las ciencias


sociales continúan asumiendo implícitamente que el “verdadero”
poder es el agéntico, la capacidad de obligar y doblegar, y menos-
preciando al poder comunal (Karlberg, 2005) cuando sus manifes-
taciones (como el cuidado mutuo, el apoyo social, la crianza de los
niños, la tolerancia al conflicto con la pareja, la familia o los allega-
dos y la búsqueda de compromisos, etc.) son a todas luces igual o
incluso más necesarias para el mantenimiento de cualquier tejido
social. Y, concomitantemente, continúan dando por supuesto que
la “solución” o la forma de resolver los conflictos entre grupos,
clases, individuos, etc., han de pasar necesariamente por la even-
tual “igualdad de poder y recursos entre potenciales opositores”,
no por la desaparición de la oposición misma en una totalidad in-
tegradora.
Así, en una concepción agéntica del poder y de las relaciones
el conflicto, aunque no se manifieste, se asume siempre presen-
te, invisible, potencial, imposible de exorcizar; en el mejor de los
casos, se le puede mantener a raya igualando la capacidad o los
recursos de los participantes –es decir, pasando de un “poder so-
bre” a un “balance de poder”–. Sin embargo, existen relaciones
cuya condición de posibilidad es una irreductible diferencia de capa-
cidades15 (como entre niños(as) y cuid@adores(as), por ejemplo):
precisamente las que terminan socializando a niñas y niños en ro-
les de sumisión y dominancia en la medida en que se estructuren
agéntica y no comunalmente, en que el que “manda” que interprete
su rol como “domeñar” el caótico espíritu del que “se somete” y
éste como aprovechar la mínima oportunidad para “liberarse” del
estricto control de aquél.

15. Nótese que muchos varones encubren o justifican su dominación apelando a una
versión perversa de esta perspectiva según la cual la mujer carece de las capacidades
necesarias para tomar decisiones adecuadas para la familia o controlarse como es
debido, y el hombre, por tanto, tiene que “gobernarla” imponiendo su “autoridad” sin
acudir a la violencia (física, pero sí a la psicológica, económica o incluso sexual, que
no son entendidas por lo general como violencia; cf. Ramírez, 2005: 275 y ss). Que
se trata de una concepción agéntica y no comunal se evidencia en que la reacción
de dichos hombres ante la inconformidad o la resistencia de la mujer siempre es la
violencia en una u otra de sus manifestaciones; o, lo que es lo mismo, que la agresión
es el horizonte que vislumbran tras todo conflicto familiar o de pareja.

232
Poder, agencia y comunión: obstáculos en la transformación de la masculinidad

Una somera revisión de la oferta de cursos, libros, expertos,


etc., en habilidades parentales demuestra que su concepción de la
relación es casi invariablemente agéntica: se centra en la importan-
cia de la “disciplina”, las “reglas claras”, las “consecuencias lógicas
de la mala conducta”, etc., y no en el significado que la conducta
“mala” o inaceptable puede tener para quien la realiza, en la mane-
ra en que interpreta el problema que intenta solucionar mediante
dicha conducta o en cómo pueden los adultos ayudarle en vez de
castigarlo o de exorcizar su comportamiento (Kelly, 1970). Es en
estos cruciales contextos donde se empiezan a forjar los prejuicios
y prácticas que sostienen tanto al sexismo como la masculinidad
agéntica y donde la concientización de sus implicaciones y la ex-
posición a formas y modelos comunales de educación y crianza
(como el propuesto por Alfie Kohn, 1996) pueden ser altamente
influyentes y eficaces; pues aunque es sin duda necesario aumen-
tar la equidad, también lo es acrecentar los contextos de poder
comunal y no agéntico y la disposición de sus participantes hacia
el empoderamiento asistido y no la competencia.
Creo que el principal obstáculo que impide la aceptación y la
propagación de este tipo de propuestas en el ámbito interperso-
nal es el mismo que surge en el intrapersonal: el temor a que el
abandono de una concepción o postura agénticas conlleve alguna
forma de “debilidad” o conduzca al desorden y la anarquía. A in-
quietudes como “pero si me permito compadecerme me volveré
un flojo sin motivación”, le corresponden otras del tipo “pero si
no disciplinamos a los niños ¿quiere decir que debemos dejarlos
hacer lo que les venga en gana?” o, “si dejamos que las mujeres tra-
bajen se harán irresponsables y querrán abandonar a sus maridos”,
que evidencian el supuesto agonal subyacente: “el Otro siempre
intentará doblegarme o aprovecharse de mí y por eso debo estar
continuamente en guardia y mantener incólume mi fortaleza”. En
último análisis, éste es el doble terror que sostiene el sexismo en
la experiencia cotidiana de los varones (y que se explicita entre
quienes, como los mra, se vivencian como víctimas del feminis-
mo): “si dejo de controlarla se va a desbocar y me dejará” y “si no
la mantengo a raya los demás se darán cuenta de lo poco hombre
que soy” (Ramírez, 2005).

233
Esteban Laso Ortiz

Así, al empoderamiento femenino le ha de corresponder una


comprensión diferente del poder por parte de los hombres que
neutralice este temor a la debilidad desnudando la falsedad de la
visión agonal y agéntica y que les muestre que es posible una ma-
nera diferente de ser fuerte que no pasa por imponerse. Esta noción
comunal de la fuerza, no como dominación, sino como capacidad
de abrirse a la totalidad de la propia experiencia y de la conducta
del otro como auténtico Otro, es el espíritu de algunas propuestas
emergentes de trabajo con hombres que violentan (Laso, 2009b;
Ponce, 2011), y encierra, desde mi punto de vista, la clave del
tránsito hacia una subjetividad masculina no violenta, solidaria y
sensible a las demandas feministas.
Cierro este texto con una ilustración magistral de esta lógica
en el trabajo terapéutico, realizada por el ya fallecido Braulio Mon-
talvo y contada por uno de sus estudiantes:

Me recuerdo intentando supervisar una sesión en la que un padre beligeran-


te ataviado con botas de combate y gorra de cazador arengaba a la terapeuta
exigiéndole que le enseñara sus títulos porque, a su juicio, no había ayudado
en nada a su hijo que tenía problemas en la escuela. Nadie de la familia se
sentía en libertad de emitir una palabra; yo mismo no sabía qué decir mien-
tras contemplaba la sesión por el espejo unidireccional.
Braulio pasaba por casualidad por el pasillo y le pedí que observara un
momento de la sesión conmigo y el equipo supervisor. Tras unos instantes,
me preguntó si podía entrar a la sesión y hacer un par de observaciones
al padre. Estableciendo con éste un progresivo vínculo, escuchó sus quejas
acerca de la terapia y simpatizó con sus frustraciones, lo que alteró sutil-
mente la atmósfera de la sesión. Entonces vino el remate; con calma, Braulio
anunció: “Veo con claridad que es usted un hombre muy fuerte y de ideas
muy claras. Me pregunto si tendrá la fortaleza necesaria para escuchar lo que
su mujer tiene que decir acerca de este problema”.
Habiéndose ganado la confianza del padre, le había dado una vía hacia
un rol distinto en su familia sin sacrificar su sentirse autorizado y con de-
recho a decidir. El tono y la dirección de la sesión cambiaron por completo.
Más tarde, cuando pregunté a Braulio cómo había conseguido ese cambio
con tanta rapidez, respondió simplemente: “Lo único que hice fue darle una
nueva forma de ser fuerte”. Entonces, como siempre hacía, salió de la habi-
tación sin llamar la atención. Fue como si un experto cerrajero nos hubiera
enseñado a construir la llave maestra de toda una ciudad (Lappin, 2014).

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245
Capítulo 8
Género y redes sociales de apoyo.
Configuración de las redes sociales
de jóvenes universitarios

Eduardo Hernández González1


Karla Alejandra Contreras Tinoco2

El interés por estudiar las redes de apoyo social tuvo su origen en


la década de 1970 con la aparición del concepto en los trabajos
pioneros de Cassel, Cobb y Caplan (en Orcasita y Uribe, 2010). El
propósito principal de estos trabajos fue mostrar los efectos pro-
tectores del apoyo social ante situaciones estresantes o difíciles
por las que atraviesa una persona o un grupo de personas en su
vida. Desde entonces, el campo de estudio de las redes sociales
de apoyo ha concitado el interés de los investigadores de diversas
disciplinas y su aplicación se ha hecho extensiva a prácticamente
todos los ámbitos de las ciencias sociales y de la salud.
Los beneficios que se obtienen por el hecho de contar con
sólidas redes de apoyo conformadas generalmente por personas
cercanas, familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo o
colectivos organizados e instituciones, de quienes se puede es-
perar soporte para afrontar situaciones, han sido demostrados en
numerosos trabajos (Bravo y Fernández, 2003). Además, hay un

1. Profesor e Investigador de la Universidad de Guadalajara-Centro Universitario de la


Ciénega.
2. Profesora de la Universidad de Guadalajara-Centro Universitario de la Ciénega.

247
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

consenso ampliamente reconocido en la sociología acerca de la


capacidad creadora de activos traducidos en recursos disponibles
en forma de capital social (Ramírez, 2005; Hernández, 2012) y
en las teorías del apoyo social también se cuenta con evidencia
consistente de los efectos benéficos del apoyo que prestan las per-
sonas que forman parte de las redes sociales formal e informal de
los sujetos (Orcasita y Uribe, 2010).
Asimismo, en la literatura existente sobre el tema hay una
aceptación respecto a que el patrón es distinto si se trata de las
redes de apoyo de mujeres o de hombres (González-Forteza, Sal-
gado y Andrade, 1993 y Barros, 1994, citado en cepal/Naciones
Unidas, 2003; Musitu y Cava, 2003), lo que supone el nacimiento
de una hipótesis que plantearía que el género es trascendente en la
configuración de las redes de apoyo.
Según los hallazgos que hemos identificado, no se puede ha-
blar de un patrón en la configuración de las redes en razón del
género, pero sí de algunas variaciones, que se han expresado en la
composición de la red, en el tipo de apoyo y en la densidad entre
los miembros de la red, entre otros.
El género, como categoría de análisis, ha sido también amplia-
mente reconocido en las ciencias sociales. Los estudios de género
cuentan ya con un acervo teórico y empírico tan importante que
permite hoy en día asegurar que no se puede observar la realidad
social sin considerar que el género estructura la percepción y la
organización, tanto concreta como simbólica, de toda vida social
hasta el punto de distribuir de manera diferenciada los recursos
materiales, relacionales y simbólicos entre hombres y mujeres
(Scott, 1996). En ese sentido, es necesario referir que Scott (1996:
287) dice que “El género es un elemento constitutivo de las rela-
ciones sociales basadas en la diferencia que distingue los sexos” y,
“es una forma primaria de relaciones significativas de poder”, lo
que nos lleva a suponer que, en efecto, las redes de apoyo social
son también un espacio social en el que las diferencias de género
se ponen en juego.
De acuerdo con Scott (1996), el género posee cuatro elemen-
tos: 1) símbolos culturalmente disponibles que evocan represen-
taciones múltiples y a menudo contradictorias. 2) conceptos nor-
mativos que manifiestan las interpretaciones de los símbolos. Se

248
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

expresan en doctrinas religiosas, legales, científicas, políticas. 3)


Incluye nociones políticas, referencias a las instituciones y organi-
zaciones sociales. 4) El género es una identidad subjetiva.
Justamente por lo anterior es que asumimos que debido al or-
den de género existen representaciones de “el ser hombre” y “ser
mujer” que conllevan normativas e imposiciones, por ejemplo, el
de “el de la hombría”, que interfieren a través de los mitos, signifi-
cados y simbolismos, en las maneras y posibilidades en que hom-
bres y mujeres establecen relaciones con y en las instituciones,
organizaciones sociales y con actores particulares.
De esta manera, en este trabajo nos proponemos analizar la
hipótesis según la cual el género afecta en la configuración de las
redes de apoyo social, a través de los resultados obtenidos de un
estudio que realizamos de los patrones del apoyo social y la con-
fianza, con estudiantes universitarios de entre 18 y 35 años de
edad del Centro Universitario de la Ciénega de la Universidad de
Guadalajara, ubicado en la ciudad de Ocotlán, Jalisco.
Cabe señalar que nos interesa la población de los jóvenes uni-
versitarios porque atestiguamos que el tema de las redes sociales
de apoyo de este segmento de población no ha sido objeto de aten-
ción suficiente y se aprecia un vacío en el conocimiento de estas
prácticas, de las que inferimos que sus causas están en el imagina-
rio social de que los jóvenes con mayoría de edad gozan de buen
estado de salud y un bienestar que les permite ser autosuficientes.
Para lograr nuestro objetivo, primero realizamos una explo-
ración de la literatura existente acerca del tema, que incluye una
revisión de los conceptos, dado que se trata de constructos que se
nutren a partir de diversas tradiciones teóricas. Una vez descritos
los horizontes metodológicos que guiaron el estudio, exponemos
el análisis de los resultados a partir de la observación de la hipóte-
sis que más arriba hemos señalado.

Las redes sociales y el apoyo social

El campo de estudio de las redes sociales de apoyo puede com-


prenderse desde distintas perspectivas, una es la del capital social
a partir de la distinción que proponen Millán y Gondon (2004:

249
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

729) “entre uso privado y uso público del capital social”. Esto es,
que se establece una diferencia sobre la orientación de los propó-
sitos de las redes y “se refiere a que el capital social ‘vuelto hacia
dentro’ promueve los intereses y necesidades particulares de un
grupo y el ‘vuelto hacia fuera’ los intereses del bien público” (Her-
nández, 2014: 29). En este sentido, las redes sociales de apoyo
constituyen un capital social orientado hacia dentro (interno) y
de tipo vinculante según la clasificación establecida por Putnam
(1994, 2002 y 2003 citado en Hernández, 2014: 29).
Los beneficios que se producen a raíz de las redes basadas en
las relaciones de confianza entre sus miembros y que en virtud
de la dinámica de sus vínculos desarrollan normas, obligaciones
y expectativas, han sido puestos en evidencia por numerosos au-
tores. En las teorías del capital social, el apoyo social figura como
una de sus dimensiones más importantes y constituye una de sus
manifestaciones más visibles en el contexto de las redes primarias,
entre las que se encuentran la familia y los amigos.
El apoyo social en el contexto de las teorías del capital social es
el producto de las relaciones de intercambio material y simbólico
que se dan en un grupo. La estructura de estas redes se caracteriza
por el establecimiento de normas que regulan las relaciones y, por
lo tanto, también el apoyo social. Y estás relaciones de intercam-
bio se basan en elementos de las organizaciones sociales como la
confianza y la reciprocidad, que facilitan la acción y la coopera-
ción para beneficio mutuo de los miembros de la red (Coleman,
1988; Putnam, 1993; Bourdieu, 2000 en Hernández, 2014).
En la literatura sobre las redes de apoyo social se distinguen
los conceptos de red social y apoyo social con el interés de iden-
tificar las características de las redes sociales que se constituyen
en proveedoras del apoyo social. La red social es lo que Abelló y
Madariaga (1999 citados en Orcasita y Uribe, 2010) han definido
“como un conjunto de relaciones humanas que tienen un impacto
duradero en la vida de cualquier persona” y “se hace referencia a
las características estructurales de las relaciones sociales confor-
madas por los sujetos significativos cercanos al individuo cons-
tituyendo su ambiente social” (pág. 70). El apoyo social es una
función de las redes sociales que se despliega en beneficios que se
obtienen como resultado de la pertenencia a la red. Para Kaplan

250
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

(citado en Orcasita y Uribe, 2010), esta función básica tiende a


mantener la integridad física y psicológica de los individuos que
componen las redes al proveerles apoyo.
En general, las definiciones aportadas por las distintas pers-
pectivas de las redes de apoyo social se refieren al hecho de que
las redes primarias, conformadas principalmente por la familia,
amigos, vecinos, compañeros de trabajo (informales) e institucio-
nes públicas o sociales (formales), proporcionan beneficios reales
o percibidos (Terol et al., 2004 y Orcasita y Uribe, 2010) y estos
beneficios o apoyos son de tipo afectivo, instrumental, material,
de información y de reconocimiento.
En el estudio de las redes sociales de apoyo se atiende, además,
a los elementos estructurales que permiten medir la fortaleza y la
efectividad de la red. Los principales componentes estructurales
de las redes que se han identificado (Terol et al., 2004 y Domín-
guez, Salas, Contreras, y Procidano, 2011) son:
.. Tamaño: número de personas que la componen.
.. Composición: tipos de personas, homogeneidad cultural, eco-
nómica, sociodemográfica, etcétera.
.. Densidad: grado de interacción o intensidad de las relaciones.
.. Dispersión: niveles de relación tiempo-espacio. Cercanía-
lejanía de los miembros.
.. Atributos de vínculos específicos, compromiso, común, dura-
bilidad.

Aunque debe advertirse que aún no hay acuerdo sobre las dimen-
siones del apoyo social, ni los componentes estructurales de base,
Terol et al. (2004) en la revisión que realizan de los instrumentos
de evaluación del apoyo social se refieren a la existencia de gran
cantidad de instrumentos que miden distintas variables del apoyo
social, lo que sin duda ha dificultado el establecimiento de una
definición homogénea del constructo y también de un sistema de
indicadores que permitan la comparación y el desarrollo de un
acervo empírico unificado.
Ante este panorama, House y Khan (1985 en Terol et al., 2004)
ofrecen algunas recomendaciones para asegurar una evaluación
de las redes de apoyo social que proporcione evidencia relevante
de acuerdo con las variables que han resultado significativas en

251
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

los estudios que se han hecho al respecto. Entre las sugerencias


señaladas se deben medir dos o más variables relacionadas con la
estructura de las redes (composición, densidad, atributos de los
vínculos); se deben considerar el tamaño y la composición de la
red, pero hay que tener en cuenta que “no se han constatado aso-
ciaciones de un mayor número de relaciones sociales o miembros
con resultados sobre la salud” (House y Khan, 1985 citado en Te-
rol et al., 2004: 24) y, por último, es necesario evaluar el apoyo
recibido en cantidad y calidad.
Para el caso del estudio de las redes sociales de los jóvenes
universitarios hemos optado por desarrollar un instrumento que
evalúa, según la sugerencia de House y Khan, tanto elementos es-
tructurales, como funcionales de las redes sociales y, en particu-
lar, en la dimensión de la composición de la red identificamos el
género como categoría del análisis para verificar la hipótesis que
describimos en la introducción de este trabajo. En el apartado de-
dicado a la descripción de las elecciones metodológicas se detallan
el instrumento y el procedimiento mediante el cual se llevó a cabo
el acopio de de la información.

Los estudios sobre las redes de apoyo social en jóvenes

Los estudios sobre las redes de apoyo de poblaciones jóvenes son


escasos. Suponemos que esto responde a dos razones: por un lado,
a que la mayoría de los estudios sobre redes de apoyo se ha cen-
trado en grupos de población específicos que están en situación
de vulnerabilidad, exclusión o enfermedad (González-Forteza,
Salgado, Andrade, 1993; Larrañaga, Bacigalupe, Begiristain, Val-
derrama y Begoña, 2008; Villalba, 2002). Por otro, a que el grupo
de los jóvenes que sobrepasa los 18 años y están en condiciones
de ser económicamente productivos, es considerado como un seg-
mento de población al que se le atribuyen, más que problemas,
capacidades que potencialmente los sitúa en mejores condiciones
con respecto de cualquier otro grupo de edad.
De hecho, la tasa de dependencia de la población está basada
en la relación de los menores y los adultos mayores con respecto
de la población en edad de trabajar. Asimismo, otros beneficios

252
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

asociados a la edad de este grupo etario, son las buenas condicio-


nes de salud física y mental, además de que en México los mayores
de 18 años adquieren la ciudadanía plena, de lo que se desprenden
derechos y obligaciones que atribuyen condiciones de madurez,
capacidad de decisión y elección sobre sí mismos.
En nuestra exploración identificamos que existen algunos es-
tudios sobre redes de apoyo y adolescencia (González-Forteza,
Salgado y Andrade, 1993; Santander, Zubarew, Santelices, Argo-
llo, Ceca y Bórquez, 2008; Musitu y Cava, 2003) en los que se ha
puesto en observación la red de apoyo como una fuente central
para ofrecer y obtener beneficios de soporte emocional, materia-
les e instrumentales y de reconocimiento para los jóvenes. Musitu
y Cava (2003) señalan que para los adolescentes, contar con el
apoyo de personas que les ofrezcan confianza para expresar sus
emociones y sentirse escuchados es importante para equilibrar su
autoestima y afrontar los problemas y situaciones de la vida diaria.
Aun con todo, los autores reconocen que los trabajos elaborados
sobre adolescentes son escasos (Musitu y Cava, 2003) y constitu-
yen un campo fértil de estudio.
Los estudios sobre redes de apoyo en jóvenes de más de 18
años son todavía más escasos (Musitu y Cava, 2003). Cabe señalar
que esta población también afronta acontecimientos sorpresivos,
de riesgo, inquietantes y difíciles de enfrentar en solitario, tales
como el inicio de la vida independiente, el cambio de ciudad por
condiciones de estudio o trabajo, rupturas emocionales, embara-
zos no planificados, entre otros. Estos acontecimientos modifican,
sin duda, la forma y/o los estilos de vida de los jóvenes.
La escasa atención que se ha prestado al tema de las redes de
apoyo de jóvenes da cuenta de la naturalización y la normalización
de algunos procesos sociales en estas poblaciones. Por ejemplo,
en cuanto al embarazo, hay una preocupación indiscutible por el
embarazo adolescente, lo que ha llevado a que se desplieguen po-
líticas públicas y programas sociales para el apoyo de esta pobla-
ción. En cambio, para los jóvenes de entre 18 y 29 años imperan
normativas desde las que se espera que estos jóvenes tengan hijos,
obviándose con ello las tensiones, los riesgos o conflictos que pue-
de comportar esta situación tanto para hombres como para mu-
jeres. Suponemos que las razones de la escasa atención prestada

253
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

a este segmento de población tienen en la base los imaginarios


sociales de que los jóvenes de alrededor de 18 años tienen las con-
diciones emocionales y cognitivas para solucionar sus problemas
e inferimos por ello que quienes se dedican al estudio de las redes
de apoyo social han puesto el foco de su atención en poblaciones
con una vulnerabilidad reconocida desde distintas perspectivas,
como la exclusión social y la pobreza, la enfermedad, el pertene-
cer a grupos minoritarios por condición de origen étnico o raza, la
niñez o adolescencia y la senectud, etcétera.
En la búsqueda que realizamos para identificar los anteceden-
tes del estudio de las redes sociales hemos encontrado algunos
trabajos que abordan el tema en poblaciones de adolescentes en
el contexto escolar. Por ejemplo, Santander, Zubarew, Santelices,
Argollo, Cerca y Bórquez (2008) realizaron un estudio en Chile
para conocer la influencia de la familia en la conducta de riesgo
de adolescentes escolares. Con base en sus resultados, los autores
sostienen que a menor relación con la familia, mayor es la posibili-
dad de riesgo de consumo de sustancias en adolescentes escolares.
De manera similar, Requena (1998) elaboró un estudio so-
bre los efectos que tienen las redes de amistad en el rendimiento
académico de adolescentes. A partir de los resultados, Requena
(1998) encontró que las relaciones de amistad sí influyen en el
rendimiento. Aunque esta influencia no es igual para hombres y
para mujeres, ya que mientras en los hombres tiene incidencia po-
sitiva, para las mujeres se materializa con efectos negativos.
Musitu y Cava (2003), en su estudio sobre apoyo social y ajus-
te de adolescentes de entre 12 y 20 años, encontraron diferencias
significativas en función del sexo y la edad. Los autores sostienen
que las mujeres que participaron en su estudio perciben más apo-
yo del novio y de la mejor amiga, que los hombres. Aunque no se
encontraron diferencias importantes en el apoyo recibido y per-
cibido de los padres, hermanos y adultos (profesores, entrenador,
etcétera).
También González-Forteza, Salgado y Andrade (1993) obser-
varon que el patrón de redes de apoyo de mujeres y hombres ado-
lescentes es distinto. Sin embargo, estos autores sitúan la diferen-
cia en que las mujeres recurren a tres estrategias para solucionar
sus problemas: acudir a la familia, en primer lugar; en segundo, a

254
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

los amigos y, en tercero, prefieren no buscar ayuda. Los hombres


solamente buscaban ayuda de la familia cuando los problemas que
enfrentaban eran concernientes a la familia, para todas las otras
situaciones recurrían a los amigos.
En el trabajo de Barros (1994 citado en cepal/Naciones Uni-
das, 2003) hay un esfuerzo por comprender la diferencia por
sexo en cuanto a red de apoyo. En términos globales, la autora
sugiere que las mujeres adolescentes tienen más apoyo familiar
en situaciones de crisis, además de que reciben gran apoyo de la
red de vínculos amistosos, mientras que la red de apoyo social de
los hombres está principalmente constituida por la familia y, más
aún, principalmente de por la pareja. Entre las posibles causas para
esto, está el que las mujeres tienen más interacción cotidiana y
profunda con los amigos, que los hombres.
En los ejemplos que hemos expuesto en los párrafos anterio-
res observamos que no hay consenso en las diferencias en la con-
formación de la red de apoyo de los y las adolescentes. Algunos
autores (Musitu y Cava, 2003) sugieren que no hay diferencias
por sexo en cuanto al apoyo que provee la familia a los adolescen-
tes. En tanto, otros (González-Forteza, Salgado y Andrade, 1993)
aseguran que el papel de la familia para los hombres está acotado
solamente a las problemáticas que más le afectan a éste, lo que da
cuenta de contradicciones y disensos en cuanto al papel del géne-
ro en la conformación de la red de apoyo de los jóvenes.
En estudios realizados con otras poblaciones se confirman los
hallazgos encontrados en la población de adolescentes, esto es,
que algunos aspectos de la composición y la funcionalidad de la
red de apoyo para hombres y mujeres son distintos (Berenzon-
Gorn, Saavedra-Solano y Alanís-Navarro, 2009; Villalba, 2002;
cepal/Naciones Unidas, 2003). Estas distinciones se han hecho
evidentes en estudios sobre salud (Berenzon-Gorn, Saavedra-So-
lano y Alanís-Navarro, 2009) y cuidado de adultos mayores (Vi-
llalba, 2002).
Castro y Arellano (2014) indagaron acerca de las redes de apo-
yo de mujeres que tenían virus de papiloma humano, displasias y
cáncer cervicouterino, y encontraron que ellas recurrieron prin-
cipalmente a la red de apoyo familiar y, más particularmente, a las
mujeres de su familia como soportes emocionales e instrumenta-

255
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

les. De manera similar, Berenzon-Gorn, Saavedra-Solano y Alanís-


Navarro (2009) sostienen que las mujeres que presentan males-
tares físicos, enfermedades degenerativas o malestar emocional,
recurren a la madre, las amigas y los hermanos –principalmente
a las hermanas– de quienes reciben apoyo, quedando fuera de la
red, figuras como la del esposo.
Villalba (2002), con base en su estudio realizado con mujeres
de la tercera edad, establece que éstas tienen una red de apoyo
conformada por familiares y vecinos que están a su cuidado. En
estos casos, los hombres tienen redes de apoyo más escasas y, en
la mayoría de las veces, son conformadas por la pareja y los hijos.
Otros estudios han arrojado resultados similares (cepal/Naciones
Unidas, 2003) en los que se muestra que los hombres tienen redes
de apoyo más reducidas y superficiales que las mujeres, pues éstas
tienen relaciones más estables, profundas e íntimas dentro y fuera
de la familia, ya que sostienen relaciones de amistad más durade-
ras y de apoyo compartido.
Sobre las diferencias por sexo y la configuración de las redes de
apoyo, Berenzón-Gorn, Saavedra-Solano y Alanís-Navarro (2009)
aseguran que una de las razones de que las redes sociales de hom-
bres y mujeres tengan características distintas, se encuentran en
que unos y otras han sido socializados de manera diferente, por
lo que es esperable que se muestren variaciones al momento de
pedir y recibir apoyo social.
De la misma forma, identificamos que socioculturalmente se
han establecido distinciones entre hombres y mujeres desde las
que se prescriben y se proscriben los comportamientos posibles
y reprochables para cada sexo. En los hombres se validan desde
niños los juegos de fuerza o agresión, en espacios públicos (la ca-
lle), con carros y pelotas; y en las mujeres se incentivan los juegos
en espacios privados (la casa), que incluyen jugar con muñecas, a
la comidita, la casita y otras múltiples formas estereotipadas de lo
femenino.
Estas formas, lo que hacen es “performar” el género y las po-
sibilidades de aproximación a los otros para cada sexo; así, en los
hombres se empezará una carrera en la que se sobrevaloran la au-
tonomía, el trabajo en solitario, la independencia, la poca comu-
nicación verbal, mientras que mediante los juegos de las mujeres

256
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

se posibilitará la convivencia con otras mujeres, la conversación y


la intimidad, esto lo han mostrado de manera extendida múltiples
autores (Butler, 2001; Berenzon-Gorn, Saavedra-Solano y Alanís-
Navarro, 2009).
Este trabajo de “performar” el género se perpetúa en los in-
dividuos a lo largo del tiempo y se extiende en diversos espacios
y situaciones que darán como resultado que tanto mujeres, como
hombres, tengan distintas posibilidades de aproximación a los
otros y a los espacios sociales durante su vida. De ello se deriva
la manera en la que “se estructuran y expresan los ámbitos de lo
femenino y lo masculino y cuáles son los símbolos y característi-
cas que los definen y representan como construcciones culturales
opuestas y simétricas” (Quezada, 1996: 21). Sus manifestaciones
son múltiples y entre éstas se advierte que las mujeres tienen po-
sibilitado mostrar debilidad, calidez, amor, ternura, llorar, ser para
otros y preocuparse por el cuidado de otros (Montecino, 2005), de
manera que cuando se caracteriza a los cuidadores de adultos ma-
yores, infantes o personas en enfermedad crónica, son mayormen-
te mujeres (Larrañaga, Martin Bacigalupe, Begiristain, Valderrama
y Begoña (2008). En tanto los hombres tendrán restricciones para
develar sus miedos, problemas, debilidades, llantos e insegurida-
des, en pos de la preservación de “la hombría” (Quezada, 1996),
lo que obstaculiza que soliciten apoyo en situaciones conflictivas.
Si bien pareciera que lo que hemos señalado más arriba ha ido
cambiando y que estas diferencias en cuanto a la socialización y
los roles sociales de hombres y mujeres en el siglo xxi ya no son
tan latentes, en culturas como la mexicana, y aún más en la ocot-
lense –lugar donde llevamos a cabo este estudio–, que está mar-
cada por rituales y simbolismos religioso-culturales que datan de
1847, en los que se reafirman año con año el papel y el rol de las
masculinidades hegemónicas de tipo protector y proveedor, aún
podemos identificar la presencia de estas distinciones entre hom-
bres y mujeres.

257
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

Estrategia metodológica

Para verificar la hipótesis que nos planteamos al inicio de este


trabajo, realizamos un estudio de tipo cuantitativo mediante la
aplicación de un cuestionario de elaboración propia para recabar
información sobre la estructura y la funcionalidad –atendiendo
la sugerencia de House y Khan (1985 en Terol et al, 2004)– de
las redes de apoyo social de estudiantes universitarios, de ambos
sexos, inscritos en programas de licenciatura en el Centro Univer-
sitario de la Ciénega de la Universidad de Guadalajara, ubicado en
la ciudad de Ocotlán, Jalisco.
La muestra seleccionada para la aplicación de las encuentras
estuvo compuesta por 167 jóvenes estudiantes de ambos sexos,
inscritos en las 13 licenciaturas que se ofrecen en el Centro Uni-
versitario de la Ciénega. La estrategia que seguimos para la selec-
ción de los encuestados fue de tipo aleatorio estratificado por sexo
y carrera.
El instrumento que utilizamos para la recogida de los datos está
basado en la rejilla de dispersión de dependencias (Kelly, 1969)
que hemos descrito ampliamente en un trabajo previo (Laso, Her-
nández, y Guerra, 2015) y que consiste en un cuestionario dividi-
do en cuatro bloques. El primero recoge información sociodemo-
gráfica de los entrevistados, como edad, sexo, escolaridad y estado
civil.El segundo bloque se compone de una lista de diez problemas
habituales (con escala Likert, que va de nunca a siempre o casi
siempre) que pueden atribuirse a la población en estudio y que
fueron seleccionados a partir de entrevistas semiestructuradas
con población de estudiantes universitarios y de los resultados de
la enjuve 2010 (2011); además contiene espacios en blanco para
que el entrevistado añada un máximo de cinco situaciones proble-
máticas que en su experiencia haya tenido que enfrentar o pudiera
enfrentar potencialmente.
Las primeras diez situaciones problemáticas propuestas fue-
ron: 1) Tener malas compañías. 2) Consumo de sustancias adic-
tivas 3) Consejo para problemas temporales, cotidianos o reso-
lubles. 4) Sentimientos de soledad, desanimo o falta de apoyo. 5)
Falta de dinero con urgencia. 6) Abandono de estudios. 7) Crisis

258
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

existenciales o problemas del estado de ánimo. 8) Rupturas emo-


cionales o existenciales. 9) Embarazo no planificado. 10) Enfer-
medad o accidente.
En un tercer bloque de preguntas se presenta una lista de ve-
rificación (sí o no) compuesto por diez recursos (personas o ins-
tituciones) de una red personal típica, además de cinco espacios
en blanco para que se añadan recursos con los que haya contado o
pueda contar el entrevistado en caso de requerir apoyo. Recursos
consignados en la lista: 1 Padre, 2 Madre, 3 Abuelo/abuela, 4 Tío/
tía, 5 Amigo de mismo sexo, 6 Amigo del otro sexo, 7 Maestro o
tutor, 8 Vecino, 9 Policía, 10 Sacerdote o religioso.
En el cuarto bloque de preguntas se presenta la lista de ve-
rificación (sí o no) de recursos para cada uno de los problemas
señalados en el bloque anterior, en el que el entrevistado señala
con cuál recurso cuenta o podría contar para cada una de las situa-
ciones planteadas.
Para el análisis de los resultados capturamos las respuestas en
el programa spss 21 y realizamos análisis descriptivos, análisis de
relación entre variables, específicamente, y considerando el tipo
de variables –cualitativa– utilizamos la prueba Chi-cuadrado.

Las redes de apoyo social de jóvenes universitarios

Como describimos en el apartado metodológico, en el estudio


que realizamos participaron 167 jóvenes universitarios. De éstos,
85 fueron mujeres y 87 hombres. De los participantes, 95% tenía
menos de 25 años.
La población de estudiantes universitarios, y en particular la
del Centro Universitario de la Ciénega, está compuesta por jó-
venes originarios y residentes de la ciudad de Ocotlán y jóvenes
residentes temporales de los diferentes municipios de la región
Ciénega, municipios de otras regiones del estado, incluidos los de
la Zona Metropolitana de Guadalajara (zmg) y de municipios ale-
daños del estado de Michoacán, principalmente.
Esta condición de migrantes temporales supondría cambios en
la configuración de las redes sociales; un incremento en el tamaño
de la red por el establecimiento de nuevos vínculos, en los que se

259
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

incluiría la institución educativa, los compañeros de clase, los pro-


fesores, etc.; una variación en la composición de la red en virtud
de la incorporación de miembros con diferente bagaje cultural;
una densidad mayor con los nuevos miembros de la red en razón
de la cercanía y la frecuencia de los contactos. No obstante, en el
grupo de estudiantes que participaron en el estudio identificamos
que sus redes de apoyo se mantienen en el contexto de las redes
primarias compuestas principalmente por familiares.
La estabilidad de estas redes sociales primarias ha sido obser-
vada igualmente en los estudios sobre las redes sociales de apoyo
de los estudiantes, pero también se destaca la incorporación de la
red de amigos como mediadores de la transición de la adolescen-
cia a la adultez y el papel de la escuela en el ajuste psicológico (Es-
tévez, Musitu, y Herrero, 2005). En nuestro estudio encontramos
que más de la mitad (53.6%) de los participantes establece comu-
nicación telefónica o por medio de redes sociales al menos una o
dos veces por semana con su familia y 30.5% ve a sus familiares al
menos una o dos veces por semana.
La composición y la densidad de las redes sociales de los jóve-
nes universitarios que participaron en nuestro estudio nos permi-
ten observar que un elevado porcentaje de los jóvenes cuenta con
redes familiares sólidas que pueden funcionar como dispositivo de
protección y apoyo ante las diversas problemáticas y los riesgos.
La segunda red más importante para estos estudiantes la com-
ponen los amigos y el sostenimiento de estas redes se aprecia en
la frecuencia de los contactos, ya que 27% habla cara a cara con
sus amigos una o dos veces por semana. La cifra crece de forma
considerable (68%) si tomamos en cuenta la comunicación con la
red de amigos por medio de las redes sociales virtuales y el telé-
fono. Estos resultados coinciden con lo que se ha encontrado en
otros estudios sobre redes de apoyo, en los que se sostiene que
las principales redes de los jóvenes son los familiares y los amigos
(González-Forteza, Salgado, Andrade, 1993).
Otro de los ámbitos que constituyen una importante fuente
de relaciones es el barrio o la colonia, y en numerosos estudios
ha sido puesto en observación para analizar las prácticas de aso-
ciacionismo y cohesión social de comunidades. Los hallazgos al
respecto indican que la participación cívica a través de las redes

260
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

vecinales contribuye de manera importante al bienestar de la po-


blación al promover la solución de problemas colectivos y generar
mecanismos de protección ante amenazas como la delincuencia
(Hernández y Calonge, 2012; Hernández, 2014). En estos estu-
dios se destaca el papel de la confianza desarrollada entre vecinos
como uno de los principales componentes que hacen posible la
generación del capital social, cuyos beneficios son el apoyo social
ante diversas situaciones.
En el caso de los jóvenes que participaron en nuestro estudio,
exploramos en qué medida los vecinos forman parte de la compo-
sición de sus redes y encontramos que sólo 24% de los encuestados
dijo tener un contacto frecuente con sus vecinos cercanos, aunque
39% refirió conocerlos. Es probable que el bajo porcentaje de jó-
venes que establecieron vínculos con los vecinos esté relacionado
con el hecho de que muchos de ellos sean residentes temporales
en la ciudad de Ocotlán y que la mayor parte de sus nuevos víncu-
los se desarrolle en el contexto de la escuela y con sus familiares.
Al analizar el apoyo social que brindan las redes sociales de
los universitarios y del uso que éstos hacen de ellas, encontramos
que en su mayoría los jóvenes acuden a sus redes para ocho de las
diez situaciones propuestas. De éstas, se desprende que 20% de
los entrevistados señaló haber recibido apoyo para resolver dos
de las diez circunstancias problemáticas; 21% dijo haber recibido
apoyo para resolver un problema. El resto de los problemas de la
lista tuvieron recurrencias en frecuencias menores y con mayor
distribución. Más específicamente, el apoyo social percibido y re-
cibido por cada sujeto que podía conformar la red se configuro de
la manera que a continuación se describe.
La madre representó la principal fuente de apoyo, puesto que
73% de los jóvenes recurrió o recurriría a ella para solicitarle ayu-
da, y el padre resultó ser también, aunque en menor medida, una
figura importante de apoyo para 45% de los jóvenes. El tío también
resultó tener un lugar relevante como fuente de apoyo para resol-
ver entre 0 y 2 problemas para 57% de los estudiantes. La abuela
no figura como recurso disponible para 32% de los encuestados, y
no tiene participación en nueve de los diez conflictos que pueden
enfrentar los jóvenes.

261
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

Con respecto de la red de amigos, 46% de nuestros participan-


tes indicó que, en promedio, ha recibido apoyo de sus amigos del
otro sexo, entre una y siete ocasiones. El resto de los recursos, o
miembros de la red típica que fueron contemplados como fuentes
de apoyo disponibles, no resultó ser significativo para los jóvenes.
Destaca, además, que la institución educativa no aparece como un
recurso disponible o confiable y, por lo tanto, no se acude a ella
para solicitar apoyo. Además, 47% de los participantes señaló que
no tiene confianza o cercanía con sus profesores. Por otra parte, se
resalta que 91% de ellos jamás ha obtenido apoyo de un policía o,
más aún, 83% no ha recibido apoyo de algún vecino.

Configuración de las redes y el apoyo social


para las mujeres y los hombres

En el estudio que emprendimos buscamos identificar las diferen-


cias en la configuración de las redes sociales de apoyo de hombres
y mujeres, a raíz de las evidencias que encontramos en la literatura
en las que se destaca que las mujeres en general construyen redes
más amplias, más densas y caracterizadas por mayor solidaridad,
como puede apreciarse en los trabajos de González-Forteza, Sal-
gado y Andrade (1993); Barros (1994 citado en cepal/Naciones
Unidas, 2003); Berenzon-Gorn, Saavedra-Solano y Alanís-Nava-
rro, (2009); Villalba (2002), y que hemos descrito más arriba.
Asimismo, hemos planteado que si bien no se puede hablar de
diferencias en las pautas de las redes de apoyo social para hom-
bres y mujeres, sí hay evidencia de diferencias identificadas en
algunos aspectos de la estructura de las redes, así como de pautas
del apoyo social en razón del género.
En los resultados que obtuvimos en el estudio que emprendi-
mos con jóvenes universitarios pudimos identificar estas diferen-
cias, aunque algunas resultaron ser no significativas estadística-
mente. A continuación describimos los resultados y el análisis res-
pectivo de algunos de los elementos que constituyen la estructura
de las redes y su funcionalidad para hombres y mujeres.
Los sujetos que conforman la red de apoyo de los jóvenes son
diez: padre, madre, tío, abuela, mejor amigo, mejor amiga, veci-

262
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

no, sacerdote, profesor, policía. A continuación procederemos a


desagregar las diferencias que los y las jóvenes muestran sobre la
cercanía a estas figuras.
Al analizar si había diferencias por sexo en cuanto a la relación
con el padre, identificamos que los hombres tienen una relación
un poco mayor con el padre que las mujeres (49 hombres refie-
ren tener mucha relación y 23 hombres tienen algo de relación,
mientras que 47 mujeres dicen que tienen mucha relación con su
padre y 16 que tienen algo de relación con el padre). No obstante,
la prueba x2= 6.939, sig= .139 reveló que la diferencia que se pre-
senta en la relación con el padre según el sexo es pequeña y no
significativa.
Aparte, buscamos la existencia de distinciones por sexo y la
relación con la madre. Aquí hemos identificado también que la
diferencia es mínima y no es significativa (x2= 1.928, sig= .749).
Nos interesó, también, buscar las posibles diferencias entre
hombres y mujeres con respecto a la relación con la abuela. Si bien
observamos que las mujeres tienden a tener mayor cercanía con
los abuelos que los hombres, puesto que 35 de ellas dicen tener
mucha relación con el abuelo y 31 hombres nos dicen que tienen
mucha relación. Pese a estas distinciones, en la prueba de Chi-
cuadrado identificamos que hay una pequeña diferencia, pero no
es significativa (x2=2.487, sig.=.647). Asimismo, buscamos verifi-
car si existe una relación más cercana con el tío por parte de los
hombres, y observamos que hay una diferencia pequeña entre los
hombres y las mujeres, aunque en el análisis mediante Chi-cuadra-
do resultó ser no significativa (= 3.780, sig.= .437).
Para el caso de los amigos del mismo sexo, advertimos que las
mujeres tienen relaciones más cercanas con su mismo sexo (64 de
nuestras participantes dicen que tienen mucha cercanía, frente a 45
hombres que dicen que tienen mucha cercanía). Sin embargo, al
contrastar esta distinción con la prueba de Chi-cuadrado observa-
mos que si bien es grande, no es significativa (x2= 8.848, sig.= .065).
Con respecto a los amigos de otro sexo, nuevamente las mu-
jeres son las que establecen relaciones más cercanas con el otro
sexo (54 de nuestras mujeres dijeron tener mucha relación con
los hombres, mientras sólo 51 dijeron tener mucha relación), aun
con todo, la diferencia no es lo suficientemente grande o signifi-

263
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

cativa como para poder sostener que los hombres y las mujeres
muestran distinciones en cuanto a sus relaciones con los amigos
del otro sexo, esto lo hemos corroborado mediante la prueba de
Chi-cuadrado (= 4.459),  con la que obtuvimos un valor de signi-
ficancia de .333.
Con relación al vínculo que se establece con los profesores se-
gún el sexo, identificamos que hay muy poca relación por parte de
ambos sexos con el maestro, ya que la respuesta más frecuente fue
que se tenía muy poca cercanía, así, de un total de 53 respuestas,
29 corresponden a los hombres y 28 a las mujeres. Conforme a
la prueba de x2 (x2= .847 y sig= .932), pudimos determinar que
la relación con el maestro de acuerdo con lo manifestado por las
mujeres y los hombres es muy similar.
En el caso de la proximidad establecida con el policía, cons-
tatamos que hay muy poca relación por parte de ambos sexos,
puesto que del total de nuestros encuestados, 115 dijeron no tener
ningún tipo de interacción con los policías. Del total de personas
sin relación, de los cuales 59 son mujeres y 56 hombres. A su vez,
mediante la prueba de Chi-cuadrado identificamos que existe muy
poca diferencia por sexo con respecto a lo expresado acerca de la
cercanía con el policía (x2= 3.124, Sig= .537). Tampoco encon-
tramos diferencias significativas entre la cercanía con el vecino
según el sexo del participante (= 1.765, Sig= .779).
Entre los resultados que obtuvimos destaca que la mayoría de
nuestros participantes manifestó no tener relaciones cercanas con
sacerdotes, así respuestas más frecuentes fueron “ninguna”, “muy
poca” o “nad”, de un total de 120. Si bien se observa mayor cerca-
nía de las mujeres que de los hombres, en ambos casos la cercanía
tiende a ser muy poca o nada. La diferencia de relación con el
sacerdote entre hombres y mujeres no es significativa, como lo
pudimos observar en la prueba de Chi2 = 4.036 donde tuvimos una
significación de .401.

El apoyo social percibido según el sexo

También evaluamos las diferencias por sexo y el apoyo social per-


cibido ante las distintas figuras que conforman la red de los jóve-

264
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

nes. A continuación presentamos las desagregaciones por cada


uno de los miembros de la red.
Para analizar el apoyo que da el padre a los jóvenes que parti-
ciparon en el estudio utilizamos la prueba de Chi-cuadrado, donde
obtuvimos un valor de 24.604 y una significación de .056, lo que
da cuenta de que aun cuando la ayuda recibida por hombres y mu-
jeres de parte del padre es lo suficientemente grande como para
indicar que es distinta, no es un valor significativo estadísticamen-
te y por ello mantenemos la hipótesis de que la ayuda recibida por
parte del padre es igual para hombres que para mujeres.
Indagamos, asimismo, si había diferencias en torno a la ayuda
solicitada a la madre por parte de los hijos hombres y mujeres y
encontramos que no hay diferencias significativas (x2= 13.188 con
sig.= .588), lo que nos lleva a aceptar que tanto hombres como mu-
jeres solicitan por igual ayuda a la madre.
En el mismo orden, contrastamos las diferencias entre la ayu-
da que se solicita a la abuela ante la presencia de problemas por
parte de hombres y mujeresy obtuvimos un valor de Chi de 18.728
con una significación de .044, lo que nos permite sostener que
sí hay diferencias lo suficientemente grandes y significativas para
señalar que se solicita más ayuda a los abuelos por parte de un
sexo que por parte de otro. Los hombres reciben más ayuda de la/
el abuelo, puesto que del total de sus problemas, cinco o más son
resueltos por éstos.
Con relación a la ayuda que proporcionan los tíos pudimos
percatarnos de que sí hay diferencias por sexo: con la prueba de
Chi-cuadrado se tuvo un valor de 22.655 y una significación de
.046, lo que daría cuenta de que, en efecto, hay una distinción lo
suficientemente grande y significativa en cuanto a la ayuda de los
tíos por sexo. En este caso, los hombres son quienes reciben más
ayuda por parte de los tíos.
En cuanto a la ayuda por parte de los amigos del mismo sexo, no
hay diferencias entre hombres y mujeres (Chi-cuadrado= 13.459 y
sig= .567; no así con los amigos del otro sexo, en donde encontra-
mosque la diferencia es grande y significativa (x2= 27.300 y sig.=
.018), lo que nos permite concluir que los hombres recurren más
al apoyo de los amigos de otro sexo, que las mujeres, cuando se les
presentan problemas.

265
Eduardo Hernández González y Karla Alejandra Contreras Tinoco

Con respecto de la ayuda que recibieron o podrían recibir


nuestros participantes por parte de maestros, no encontramos di-
ferencias relevantes por sexo (x2= 9.893, sig= .540), ni en la ayuda
recibida o solicitada por parte del policía (x2= 2.050 y sig.= .562) y
tampoco del vecino (x2= 5.613 y sig.= .691).

Conclusiones

En general, nuestros resultados confirman dos cuestiones, a saber,


que la configuración de las redes sociales de apoyo para hombres
y mujeres se inscriben en la lógica de lo que ha planteado Scott
(1996), según la cual el “género es un elemento constitutivo de
las relaciones sociales basadas en la diferencia que distingue los
sexos” (p. 29). Además, y de acuerdo con los hallazgos de los otros
estudios que hemos citado más arriba, se confirma la presencia
de diferencias en la configuración de las redes sociales de apoyo
de hombres y mujeres. Sin embargo, no podríamos hablar de un
patrón diferencial claro o predeterminado, ya que la diferencia
entre hombres y mujeres se presenta en algunas de las dimensio-
nes tanto de la estructura de la red, como de la función del apoyo.
Esto nos obliga a pensar que las diferencias de género en un asunto
como el de redes de apoyo de jóvenes sólo puede ser comprendido
de manera situada y considerando elementos como el contexto y
el tiempo histórico particulares en el que se realiza cada estudio.
Por otro lado, entre las similitudes en la red de apoyo de hom-
bres y mujeres, observamos que ambos sexos establecen más cer-
canía con figuras como la madre, el padre y los amigos, tanto del
mismo sexo como del sexo contrario. De esta manera, se reafirma
que las redes primarias –familia y amigos– y que ofrecen mayor
cercanía continúan siendo las principales fuentes del apoyo social
tanto para hombres como para mujeres. Asimismo, notamos que
tanto para hombres como para mujeres, el apoyo social ofrecido
por otros miembros de la red, como son profesores, vecinos, poli-
cías o sacerdotes, es mínimo. Lo anterior, en términos del capital
social, revela que en la red de apoyo de los jóvenes estudiantes de
Ocotlán es de tipo vinculante o de enlace y que se caracteriza por

266
Género y redes sociales de apoyo. Configuración de las redes sociales de jóvenes universitarios

la homogeneidad de sus miembros y la acotación de sus externali-


dades en estas redes.
Aun cuando no hay diferencias significativas por sexo en
cuanto a la cercanía con algunos sujetos (madre, sacerdote, poli-
cía, maestro), sí advertimos que los hombres tienen más apoyo de
padre, madre y los amigos del otro sexo. Mientras que las mujeres
reciben apoyo de la madre, los abuelos y los amigos tanto del mis-
mo como del otro sexo, lo que daría cuenta de que la red de apoyo
de las mujeres que conforman la muestra de nuestro estudio es
más diversificada que la de los hombres. Una de las razones que
podría estar ligada a esto es que sobre los hombres recaen impera-
tivos sociales y culturales, como el de la hombría, que dictan que
los hombres son fuertes, no deben o pueden expresar emociones,
miedos o debilidad. En contraste, las mujeres podrían mostrar ne-
cesidad de apoyo ante diversas situaciones, sobre todo conside-
rando la imposición que ha imperado sobre las mujeres ligándose-
les con imaginarios de fragilidad, emocionalidad y debilidad.
Sin embargo, cuando hablamos de apoyo percibido, tanto
hombres como mujeres consideran que reciben la misma cantidad
de apoyo por parte del padre y de la madre. Mientras que los hom-
bres manifiestan percibir más apoyo por parte de los abuelos, tíos
y amigos del otro sexo. Asumimos que una de las posibles razones
de esto sería que los hombres, dentro del orden sociocultural an-
drocéntrico, se han constituido como sujetos receptores del cui-
dado y atención de otredades femeninas (madre, amiga, esposa,
abuela).

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269
Géneros, permanencias y transformaciones
Feminidades y masculinidades en el occidente de México
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Madero #687, Zona Centro
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