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¿MUERTE AL AMOR, VIVA EL CONSUMO?

El concepto de «amor líquido» se caracteriza por considerar las relaciones personales


como algo desechable. ¿Deberíamos darle una segunda oportunidad al amor que algunos
ya califican de «sólido»?
Artículo

12
ABR
2022

Puede que Hollywood intente alimentarnos con películas románticas dominadas


por constantes tonos color pastel, pero la realidad es mucho más fea y amarga
que la mayoría de los idílicos finales que nos proporciona: la muerte ya no es lo
que separa a la mayoría de las parejas. En la actualidad, una parte considerable de
las relaciones –incluso aquellas aparentemente consolidadas por el matrimonio–
terminan siendo simples víctimas del consumismo propio del siglo XXI. El amor,
hoy, se concibe en parte como un nuevo producto de usar y tirar.

Esta visión acerca de las pobres conexiones interpersonales la recogió con


especial precisión el filósofo polaco Zygmunt Bauman bajo el concepto de
«modernidad líquida», una perspectiva sociológica que señala la volatilidad de
prácticamente todos los aspectos sociales, lo que incluye la cultura, pero también
el trabajo o el amor. Algunos datos parecen avalar su teoría: según Eurostat, la
tasa de matrimonios en la Unión Europea ha disminuido en cuatro puntos entre
1964 y 2019; la tasa de divorcio, mientras tanto, ha doblado su cifra original en el
mismo periodo de tiempo.
Una mayor fragilidad
Las tesis de Bauman sugerían que vivimos en un mundo líquido y volátil. En este,
la falta de arraigo y personalidad habría creado una sociedad superficial
preocupada exclusivamente por las apariencias y la búsqueda del placer
inmediato.
El amor, hoy, se concibe en parte como un nuevo producto de usar y tirar

No son pocas las personas que hoy creen que la perfección existe –y que es
alcanzable– gracias a las redes sociales: viajes perfectos, casas perfectas, familias
perfectas, parejas perfectas y cuerpos y caras perfectas desfilan ante nosotros día
tras día.

Estos factores, combinados con la íntima vulnerabilidad que a veces ocultamos, la


necesidad de validación, el natural deseo de pertenencia y la comparación con los
individuos más jóvenes provoca, en palabras de la psicóloga Donna Wick, «una
tormenta perfecta de baja autoestima»; lo que es lo mismo: uno de los defectos
que más deteriora las relaciones interpersonales.

En estas condiciones, por tanto, el ser humano tiende a buscar relaciones


amorosas o eróticas donde el compromiso sea lo más nulo posible. No obstante,
más allá del enamoramiento freudiano –un estado psicológico temporal que nos
lleva a la divinización del ser amado– y de la liquidez de nuestra realidad, que nos
obliga a ofrecer un amor volátil, existe el amor sólido. Pero ¿tendremos entonces
que deshacernos del consumismo más duro, ese que ha convertido el afecto en
poco más que un producto? Puede que la llave para nuestra estabilidad la
encontrarnos, en realidad, en nuestro yo más profundo, el mismo que nos hace
entender qué deseamos, pero también qué necesitamos. Tal como defendía el
poeta inglés Thomas Traherne, «si no nos amásemos a nosotros mismos en
absoluto, nunca podríamos amar nada. El amor propio es la base de todo amor».

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