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La carrera nuclear

Las bombas lanzadas por Estados Unidos en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki hace 75 años, en
los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, incineraron a unas 200.000 personas, la mayoría
de ellas civiles.

Hicieron mucho más que eso; también transformaron la naturaleza de la guerra, elevaron el
espectro del Armagedón y marcaron el comienzo de la extraña y aterradora era nuclear que
definió la Guerra Fría durante cinco décadas.

Después de dos conflictos mundiales consecutivos, el planeta estaba acostumbrado a la muerte y


la destrucción, pero la devastación desatada por la bomba atómica en esos primeros días de
agosto de 1945 fue categóricamente diferente.

“Una lluvia de ruinas desde el aire, como nunca antes se había visto en esta tierra”, fue como el
presidente Truman describió la nueva capacidad de guerra de Estados Unidos pocas horas después
del bombardeo a Hiroshima, el 6 de agosto de 1945. El copiloto del Enola Gay, que lanzó la bomba
ese día desde 31.500 pies de altura, escribió en su registro personal: “Dios mío, ¿qué hemos
hecho?”.

A la Unión Soviética le tomó solo cuatro años desarrollar una bomba atómica propia, lanzando una
carrera armamentista sin precedentes y en constante aumento, que fue el centro de la nueva
Guerra Fría. Ambos países se graduaron rápidamente en bombas de hidrógeno, desarrollando en
última instancia arsenales nucleares de decenas de miles de armas, muchas de ellas con 1.000
veces el poder de la bomba lanzada sobre Hiroshima, o incluso más.

Pero he aquí la extraña paradoja de las armas nucleares: incluso cuando las construíamos, el
objetivo primordial era garantizar que nunca se usaran. Después de todo, estas eran armas de un
poder sin precedentes, que podían destruir ciudades e incluso países, matando a decenas de miles
en un momento. Lo habíamos visto en Hiroshima y Nagasaki, y nadie quería repetirlo.

“Hasta ahora, el principal objetivo de nuestro establecimiento militar ha sido ganar guerras”,
escribió Bernard Brodie, uno de los primeros estrategas nucleares, en 1946. “De ahora en
adelante, el principal objetivo debe ser evitarlas”.
Pero en lugar de dejar de construir armas o destruir las que tenían, las superpotencias decidieron,
extrañamente, que el enfoque más seguro era construir arsenales nucleares cada vez más
grandes.

Eso es contradictorio, por decir lo menos. Pero la política oficial durante la Guerra Fría fue de
“disuasión”, basada en la idea de que los conflictos nucleares podrían evitarse mejor si ambas
partes estuvieran convencidas de que las consecuencias del ataque serían demasiado horrendas.
Había que dejar en claro al adversario que uno podía resistir su “primer ataque” nuclear, y que
podría responder con un segundo ataque de represalia, tan devastador que sería irracional que
éste atacara en primer lugar.

La disuasión tenía cierto sentido en teoría, sin embargo, era completamente absurda y
enormemente arriesgada. No solo exigía una reserva cada vez mayor de armas costosas e
hiperdestructivas que no debían usarse, sino que dependía en gran medida de la racionalidad y la
moderación de los líderes mundiales. Implicaba que no existen los juicios erróneos o los
malentendidos.

No es de extrañar que la teoría se conociera como Destrucción Mutuamente Asegurada, o MAD,


por sus siglas en inglés, que también significa ‘loco’ o ‘rabioso’.

A pesar de la disuasión, Estados Unidos nunca adoptó una política de no usar por primera vez, y
hubo muchos generales y legisladores que creían que una guerra nuclear se podía pelear y ganar.
Con los años, hicieron planes secretos para ataques preventivos. Las armas nucleares tácticas se
desarrollaron para su uso en guerras limitadas.

A medida que avanzaba la Guerra Fría, el “equilibrio del terror” nuclear se convirtió en parte de la
cultura, a medida que los estadounidenses (y los rusos) se adaptaron al conocimiento de que la
aniquilación era una posibilidad siempre presente. El Pentágono instó a los particulares a construir
refugios nucleares en sus casas; a los niños en edad escolar se les enseñó a “agacharse y cubrirse”
debajo de sus escritorios. A fines de la década de 1950, más del 60% de los chicos estadounidenses
habían tenido pesadillas sobre la guerra nuclear.

Películas como “Fail Safe” y “Dr. Strangelove” describieron las cosas horribles que podían salir mal;
Bob Dylan escribió “Talkin’ World War III Blues”. Los códigos de lanzamiento nuclear eran llevados
en un maletín por un asistente militar al lado del presidente de EE.UU.
Si los estadounidenses estaban asustados, era lógico. Durante la Crisis de los Misiles cubanos, en
1962, incluso el presidente Kennedy pensaba que una guerra nuclear con Rusia era “una
posibilidad real”.

Y hoy, 75 años después de Hiroshima y Nagasaki, aquí estamos; las armas nucleares nunca más se
han utilizado.

A partir de la década de 1970, las superpotencias negociaron tratados para limitar el crecimiento
de las armas. En la década de 1980, Ronald Reagan y Mikhail Gorbachev negociaron el primer
pacto que requería la destrucción de las armas nucleares existentes. En la década de 1990, la
Unión Soviética colapsó.

Hoy, el número total de ojivas nucleares en el arsenal nuclear de EE.UU es de aproximadamente


3.800, por debajo de un máximo de 31.255 en 1967, según la Federación de Científicos
Estadounidenses. Rusia ahora tiene alrededor de 4.310 ojivas en su arsenal.

Pero un mundo multipolar conlleva sus propios peligros. Nueve países ahora tienen armas
nucleares, incluidos India y Pakistán, que están en conflicto permanente. No sabemos si podemos
confiar en que Kim Jong Un se comportaría racionalmente en una crisis nuclear. China, cada vez
más en desacuerdo con Estados Unidos, también es, por supuesto, una potencia nuclear.

Las posibilidades de un accidente nuclear, o de que un grupo terrorista obtenga un arma, siguen
latentes. El panorama de la guerra en sí está evolucionando, con un enfoque creciente en la guerra
cibernética y la inteligencia artificial, cada una de las cuales tendrá consecuencias para la
estrategia nuclear.

Hoy hay otras cosas de las que preocuparse, incluida la amenaza existencial del cambio climático.
Pero no nos engañemos: el peligroso legado de Hiroshima y Nagasaki perdura, incluso 75 años
después del comienzo de la era nuclear.

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